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Edad Moderna

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SEMINARIO MAYOR SAN JOSÉ DE ZIPAQUIRÁ

HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD
FREDY ALEXANDER LEÓN DUITAMA, PBRO. FECHA: 07 DE OCTUBRE 2021
HELMER FABIÁN DE LA RUE LEÓN

EDAD MODERNA
El siglo XVIII es el siglo de las revoluciones. La del pensamiento (Ilustración,
Enciclopedia), la tecnológica e industrial (maquinismo), la de la religión (ateísmo, separación de
la Iglesia y del Estado). El siglo XIX es el siglo de la «restauración»; incompleta, porque la
revolución continúa latente. Se siembra en un siglo y se recoge en otro. Así ha sido hasta ahora,
aunque las nuevas conquistas tecnológicas estén cambiando esta vieja ley de la historia. Todo eso
ha sido reasumido sólo en una espiritualidad del pos-Vaticano de modo pacífico, pero todavía lo
«nuevo» avanza lentamente, como si la espiritualidad hubiese estado demasiado protegida por la
Inquisición, por temor a heterodoxias.
La estructuración de la vida espiritual como ciencia comienza en el siglo XVII, en el que
se entrecruzan la espiritualidad del «barroco» o de la «Contrarreforma» (procedente del siglo
anterior), y la nueva mentalidad de la Ilustración. Considerados como choque de dos
mentalidades divergentes podemos encontrar en estos dos siglos (1600-1800) elementos
contrastantes. Si el barroco es la exaltación de la catolicidad, de la fe tradicional, la Ilustración lo
es de la secularización, la laicización, la descristianización, debido al racionalismo y al
naturalismo.
A partir del siglo XVII el acervo tradicional de doctrinas «espirituales» (ciencia y
experiencia) es asumido por profesionales de la ciencia teológica e imponen a esa inmensa
materia el método escolástico. Y así nacen los Cursos de Teología Espiritual con nombres o
títulos diferentes. Son auténticos «manuales» para entregar a los miembros de una determinada
Orden como introducción al conocimiento de sus maestros. El título más original de estas obras
es el de Teología Mística, generalmente estructuradas desde las clásicas tres vías (purgativa,
iluminativa, unitiva), o sobre los tres estadios (principiantes, aprovechados y perfectos).
Existen en todas las grandes Órdenes religiosas: carmelitas, jesuitas, agustinos, etc. La
más monumental de todas, ejemplo contundente de lo que vamos diciendo, es la del carmelita
descalzo andaluz José del Espíritu Santo (1667-1736), autor del Cursus theologiae mysticae
scholasticae, en seis volúmenes, y que el autor dejó inacabada al morir. Comenzó la publicación
en Segovia en 1720 y el último volumen apareció en 1740, después de la muerte del autor.
Pasados los tanteos y altibajos del siglo XVII, ciertamente en el siglo XVIII la ascética se
separa —en los manuales— de la mística. Se opera el divorcio definitivo como clarificación
pedagógica y metodológica. Sin ser el primero en tratarlo, sin embargo, divulgó la división el
jesuita Juan Bautista Scaramelli (1678-1752) en sus famosos y clásicos Directorio ascético
(Venecia, 1743) y Directorio místico (Venecia, 1754). Le había precedido en 1750 el predicador
capuchino Bernardo de Castelvetere con su Directorio ascético-místico.
Los «modelos» de santidad son pieza clave en la historia de la espiritualidad, porque lo
son de la evolución de la vida espiritual de la cristiandad. Los escritores y maestros espirituales,
la misma jerarquía eclesiástica, han cuidado mucho el género; los primeros publicando Años
santos, Años cristianos, Leyendas áureas, o lecturas semejantes; la jerarquía mediante la
canonización de aquellos que cree figuras relevantes en la práctica de las virtudes heroicas. La
influencia de esos libros en las personas y las familias cristianas es incalculable a través de los
tiempos.
Las variaciones de los modelos, de las virtudes que representan, son sintomáticos. Afecta
primordialmente a la modelización de «estados de vida» (mártires, confesores, monjes, religiosos,
célibes, vírgenes...), o a ciertas «virtudes» (ascesis, caridad, humildad, devoción a la Santa Sede,
carácter profético, vida mística...). Eso sin aludir a otros problemas que lleva el larguísimo y
costosísimo «proceso» canónico que tanto condiciona la selección de modelos; ni a las variantes
modélicas sufridas por un mismo personaje cuando el proceso se ha reiniciado en épocas
diversas, con mentalidad diferente, y en cada reanudación se intenta proponer aquella faceta que
encaja mejor con el momento.
La noción «oficial» de la santidad la daban los teólogos y canonistas, y no siempre se
identificaba con la noción que tiene el pueblo. Muchas biografías de santos están escritas para
cubrir la demanda popular o por intereses de familias religiosas. Se proponen unas virtudes
«típicas» y se daban los medios para conseguirlas. Hagiógrafos y tratadistas de la vida espiritual
hacían un trabajo conjuntado. La codificación oficial de la noción de santidad se establece ya en
el siglo XVII, fundándose en el ejercicio de las «virtudes heroicas», pero todo el material fue
reasumido magistralmente por Próspero Lambertini, arzobispo de Bolonia, después Papa
Benedictino XIV, en su obra De beatificatione servorum Dei et de beatorum canonizatione,
cuatro volúmenes, Bolonia, 1734-1738.
Imposible referir ni siquiera los nombres de todos los maestros de la espiritualidad de
estos siglos, desde el Barroco hasta la Revolución, pero no podemos silenciar los más influyentes.
Por ejemplo, los jesuitas Diego Alvarez de Paz (1560-1620), de cuya obra De vita spirituali
eiusque perfectione,; Luis de la Puente (1554-1624), «uno de los más grandes maestros
espirituales de todos los tiempos», y Alfonso Rodríguez (1526-1616), «el más célebre maestro de
ascetismo en los tiempos modernos; su libro, manual clásico de vida espiritual; su influencia, de
las más extensas, profundas y duraderas». Se refiere a la obra Ejercicio de perfección y virtudes
cristianas, Sevilla, 1609. El carmelita de la Antigua Observancia Miguel de la Fuente (1574-
1626), autor «del mejor tratado de psicología mística que tenemos en castellano», según
Menéndez y Pelayo, refiriéndose a Las tres vidas del hombre, corporal, racional y espiritual,
publicado en Toledo en 1623. Y el carmelita teresiano (uno entre tantos grandes como produjo la
Reforma de Santa Teresa) Juan de Jesús María (Calagurritano) (1564-1615), admirado en la
Roma del Barroco como orador y consejero, autor de una serie de obras escritas en latín clásico
sobre teología de la vida religiosa y la vida espiritual; tampoco podemos olvidar al apóstol de
María, San Luis María Grignon de Montfort (1673-1716).
A la Revolución francesa y al período napoleónico (1789-1814) sucede un período de
cierta estabilidad política y social conocido con el nombre de «Restauración». Es una fiebre que
sufren los dirigentes políticos, no una mentalidad popular, y por eso, al no estar asimilada por las
mentes y las bases que hicieron el cambio, la restauración caminó en precario. Sobre ese fondo
sociopolítico y cultural crece una especial configuración religiosa y espiritual en el siglo XIX. Se
ha despreciado a veces la creatividad espiritual del siglo, pero es por desconocimiento. Hay
valores que no son los del pensamiento, sino los de la acción. Y en esto el siglo XIX es próspero
y millonario. Tiene también lacras, como veremos, pero vale la pena profundizar en su entraña,
porque de sus grandezas y de su miseria todavía vivimos.
Los veinticinco años de proceso revolucionario desestabilizador generaron cansancio, casi
agotamiento, en el viejo continente. Por eso, terminadas las guerras napoleónicas, se celebró el
congreso de Viena en 1815, en el que la principal tarea fue la restauración. Con mejor o peor
acierto se llevó a cabo la restauración política, la de los intereses dinásticos o de algunos
principios particulares, todos de orden material. Lo que no se podía restaurar era la mentalidad
del Antiguo Régimen. La nueva historia estaba en marcha.
La Iglesia, si miramos la acción en su conjunto, especialmente desde la sede romana,
intentó una restauración conservadora. Su actitud fue más involutiva que renovadora. Este juicio
no es aplicable a todas las acciones de la jerarquía eclesiástica ni siquiera a todos los Papas. De
esta operación involutiva, mirada suspicaz de todo lo «novedoso», que da la sensación al
historiador imparcial de conservadurismo por mantener privilegios seculares de poder, se
derivaría el gran divorcio entre la fe y la razón, la ciencia y la religión, el éxodo masivo de
intelectuales primero, del proletariado después, y de ello nacerá el anticlericalismo más radical.
La Iglesia estaba perdiendo credibilidad al separarse la cúspide de las bases, el sacerdote
del pueblo (una de las cinco «llagas» de la Iglesia, denunciadas ya por Rosmini en 1833), la
religión de la cultura. Juzgada desde otra mentalidad, también revolucionaria, la del Vaticano II,
aquella actitud miedosa, a la defensiva, apologética, nada agresiva, ha resultado catastrófica.
La piedad barroca popular se forja con varias fuerzas coincidentes: la tradición medieval,
nunca extinguida; la reacción católica a las innovaciones teológicas y praxis protestante (la
llamada Contrarreforma), y la mentalidad jansenista. La Santa Sede interviene para confirmar
prácticas piadosas o para corregir abusos. Este es el campo donde se desarrolla la piedad del
pueblo en el siglo XVIII. Desgraciadamente nos tenemos que mantener en las generalidades. El
marco externo en el que se desarrolla la piedad popular es claramente grandioso. El Barroco es la
exuberancia del arte, la manifestación de una grandeza que se quiere poner de manifiesto no sólo
ante las confesiones disidentes, sino ante el pueblo cristiano con clara finalidad apologética. La
exuberancia habla de riqueza, de optimismo. La luz invade el recinto de culto que se hace
espacioso y artístico, para que el pueblo goce el confort y la grandiosidad. Esta sería la primera
nota: la exteriorización de un culto pomposo, no siempre culto auténtico.
Mientras se escribían los grandes cursos sistemáticos de Teología Espiritual, mientras se
preparaba la revolución por los enciclopedistas franceses a mediados del siglo XVIII y se
desacralizaba la sociedad, y la misma religión se convertía en un vago deísmo, el pueblo cristiano
continuaba su experiencia cristiana anónima en pueblos y ciudades. Se ha acusado al siglo XVIII
de una cierta esterilidad espiritual, de un clima negativo, adverso a la mística. Todo esto no son
más que afirmaciones generales, verdades a medias y que se irán disipando el día que pueda
hacerse un estudio completo de todas las actividades religiosas y espirituales del siglo. No
olvidemos que en este siglo todavía los jansenistas predican un cristianismo de rigurosa ascesis,
que ese siglo ha dado dos grandes autores espirituales, como San Alfonso María de Ligorio y San
Pablo de la Cruz, y en él se oye la voz de los célebres predicadores Diego de Cádiz, Bernardo de
Castelvetere, Leonardo de Porto Maurizio, etc. Falta todavía mucho por descubrir. La «piedad
popular» es paralela a las «corrientes» y a las «áreas» de espiritualidad en las que hemos
enmarcado a los autores del siglo XIX. Añado algunos datos complementarios para iluminar,
desde otra perspectiva, el cuadro religioso.

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