C Alberti
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Christiane Alberti
(Intervención Enapol -)
Estoy muy feliz de estar hoy presente entre ustedes. En primer lugar, porque es la primera
vez que participo en un Congreso del ENAPOL y que “los inicios (como dijo Molière)
tienen un encanto que no es fácil de expresar”. Me gustaría agradecérselo aún más a
Lizbteh Ahumada y Viviana Berger porque me invitaron a dirigirme a ustedes hoy desde
la Gran Conversación Virtual Internacional que tendrá lugar del 31 de marzo al 3 de abril
próximos, e inaugurará un nuevo formato de Congreso para la Asociación Mundial de
Psicoanálisis. Su título "La mujer no existe".
Por eso diré de entrada que lo nuevo del amor, es una vía privilegiada para preguntarse
porqué Lacan llegó a enunciar este aforismo tan sorprendente, La mujer no existe. En
efecto, es la posición femenina, la sexualidad femenina, la que llevó a Lacan a concebir
el amor más allá del falo.
En el título, pero también en el subtítulo de este Enapol, escuchamos que se trata para los
psicoanalistas de preguntarse ¿con qué nuevo real están jugando hoy su partida?
Propondré esto en, digamos, términos durkheimianos: no son las coordenadas actuales
del vínculo social las que arrojan luz sobre lo nuevo del amor, son los impases, los
malentendidos, los síntomas actuales del amor los que ilustran nuestra civilización como
la de La Mujer no existe.
Los observadores más atentos de nuestras sociedades han detectado claramente que el
orden erótico tiende a alinearse con el orden económico. Bajo el efecto de las nuevas
tecnologías, por ejemplo, lo nuevo se caracteriza por la inflación de la oferta que empuja
a optimizar a los partenaires. El sexo y el amor tienden a estar regulados por los
imperativos del hiperconsumo (rendimiento, rapidez, eficiencia). El Otro, que organizaba
los encuentros según los semblantes de la tradición, es reemplazado por la aplicación
digital, pero sigue siendo un arreglo de un Otro de pacotilla, y según los cánones
masculinos, lo que Lacan llamó "la forma masculina del deseo (fi (a))” donde en el
vínculo heterosexual, el partenaire viene al lugar del objeto causa del fantasma para
responder a la parte faltante del sujeto. Por otra parte, las aplicaciones o páginas web de
citas explotan el poder de las imágenes, la captación visual según la forma del deseo como
fascinado, magnetizado por un objeto. Digamos que la forma fetichista del amor tiende a
generalizarse, como J.-A. Miller supo señalarlo en El hueso de un análisis: "la mujer
moderna tiende a hacer del hombre un objeto a, un medio de goce, lo que va de la mano
con una devaluación del amor."
Si el amor es dar lo que no se tiene, ¿cuál es su destino actual cuando el sujeto se vuelve
constantemente hacia el objeto a adquirir? De hecho, Lacan señala que el deseo tiene una
cotización que subimos o bajamos culturalmente. Y que es del precio que se le da al deseo
en el mercado del que dependen en cada momento la modalidad y el nivel del amor. El
amor como valor está hecho de la idealización del deseo. Respecto a esto, Lacan no dudó
en destacar al aburrimiento y a la morosidad como síntomas de la ideología de la libertad
sexual posterior al 68.
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El segundo aspecto a tener en cuenta se refiere a la reivindicación identitaria centrada en
la identidad de género, cuya elección declina ad infinitum con, en sus extremos, como
paradigma de la relación entre los sexos: la separación. Un deseo de separación. De
hecho, un neofeminismo radical puede llegar hasta el separatismo lésbico, que de esta
forma devuelve a cada mujer a su cuerpo, en una fragmentación infinita. La estructura del
grupo resultante se basa en el imaginario de los cuerpos: nos parecemos. ¿Una comunidad
de hermanos, como una hermandad de cuerpos, sin el mito del padre muerto? En resumen,
una falsa hermandad. Este feminismo de los cuerpos muestra que lo que comenzó con
"querer cambiar la lengua" y la feminización de la lengua, para expulsar al falo de la
lengua, termina en el cuerpo y, lógicamente, en el silencio, la ausencia de diálogo entre
los sexos, porque para entrar en "la cantera del amor", hay que hablar.
Nótese que uno de los leitmotiv del discurso contemporáneo sobre el amor se refiere a la
denuncia de la opresión del patriarcado en las relaciones amorosas. Paradójicamente, en
el momento de la evaporación del padre, hay aparentemente una especie de llamada al
significante del padre. En su último libro, Reinventando el amor, Mona Chollet sostiene
que el patriarcado es el principal obstáculo para lograr un amor heterosexual digno. Una
lectura atenta muestra que no es del padre (el padre castrado de la histérica) de quien
habla la tendencia dominante del neofeminismo, sino del falo. Es como si en el vínculo
amoroso, las mujeres se encontraran con el Hombre con una H mayúscula frente a la
Mujer con una M, mayúscula.
La crítica de Lacan al amor del padre freudiano es mucho más subversiva porque conduce
a una concepción del amor diferente a la del amor idealizado por el padre, precisamente
sobre la base del goce femenino y del no-todo. Es una concepción falocentrada del amor
del padre la que guió a Freud. Sin embargo, el amor del padre por el lado de la mujer
revela una asimetría para Lacan: se trata sobre todo de ser amada por el padre, en su
particularidad y no al mismo nivel que los demás. ¿No es así como Lacan define el amor
en su primer seminario? Distingue de la captura imaginaria, de la ilusión del amor de ser
uno, el don activo del amor que aspira a algo más allá de la satisfacción a través de un
objeto. ¿Qué forma toma esto? El amor exige, tanto como sea posible, la "completa
subversión del sujeto en una particularidad", con lo que esa particularidad puede tener
que impensable, de opaca. “Quieres ser amado por todo - no solo por tu yo, como dice
Descartes, sino por el color de tu cabello, por tus manías, por tus debilidades, por todo”
(304, Seminario I). El don activo del amor se dirige al otro, en su ser. Lacan no duda en
hablar de "purificación del yo", más allá de las cualidades particulares, más allá de lo que
parecemos ser. En el amor se aspira al desarrollo del ser del otro. En este sentido, el amor,
nos dice Lacan, es "una cantera sin límites". Y no hay otra forma de apuntar al ser que
por la palabra.
La forma del amor que aquí dibuja Lacan es entonces: el deseo de ser amado, pero, a
causa de ello, apuntando al ser del otro en su particularidad. Esta definición del amor nos
ofrece el principio que Lacan dedujo de la forma que toma el amor cuando el vínculo
apunta al Otro y no al objeto. Solo es posible otra forma: la forma erotomaníaca. Lacan
no habla de erotomanía en el sentido de la psicosis, por supuesto, sino de una forma
erotomaníaca: ¿no quiere esto decir que el amor designa aquí un modo de goce que
absorbe al sujeto? En cierto modo, el sujeto se borra en él, en el sentido de que este goce
excede el fantasma que sostiene la institución fálica del sujeto.
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Lacan da indicaciones clínicas al respecto en su Seminario La Angustia, para señalar que
del lado de la mujer la presencia del objeto está de más porque no está ligada a la falta de
un objeto que es la condición del deseo por el lado del hombre. Para la mujer, es el deseo
del Otro lo que vale como objeto, es el medio para que su goce se dote de un objeto que
conviene. Que una mujer se mantenga apegada al deseo del Otro, eso es el amor, dice
Lacan.
En definitiva, la mediación del deseo del Otro, del hombre, le permite a ella hacer presente
su goce de ella, goce que no tiene nombre y como tal difícil de situar. De hecho, el deseo
femenino no solo se articula con el falo, sino también con Ⱥ, ese Otro del deseo que debe
hablar para que el sujeto lo reconozca como objeto. La palabra de amor le da a la mujer
una espesura suplementaria de ser, más allá del falo. No se trata de una
complementariedad imaginaria entre los sexos, ni de un reconocimiento simbólico sino
de una exigencia lógica, la exigencia lógica de la palabra de amor que nuestra colega
Deborah Nitzcaner desarrolló en su argumento: se entiende aquí como lo que da su
aparellaje al goce femenino. Que el Otro hable es “un elemento intrínseco del goce”. "El
amor se entreteje con el goce" y concierne al decir.
Este goce tiene en sí mismo una relación con la instancia del Otro tachado, más allá del
fantasma. En su principio, no le da ningún ser al sujeto, ni sentido a la vida. Se enfrenta
al límite de lo que se puede simbolizar y extrañamente consiste en depender del Otro. De
esta estructura del goce femenino se puede, en efecto, deducir la exigencia del amor: ser
reconocida como la única, la única que su goce sobrepasa. En el corazón del vínculo con
el partenaire sexuado se siente, en efecto, que el goce fálico no logra procesar todo el
goce. El amor viene aquí como una suplencia de la relación que no existe.
En conclusión, cabe destacar, y este será uno de los grandes retos de la Gran Conversación
en el sentido de la implicación de los psicoanalistas en el debate público, que el goce
femenino que se presenta en forma erotomaníaca afecta a la civilización por entero, más
allá del vínculo propiamente amoroso y sexual.
Esto es lo que Lacan denomina en sus “Ideas Directivas para un Congreso sobre
Sexualidad Femenina”, “la instancia social de la mujer” en la medida en que traza un
camino más allá de la norma masculina y trasciende el orden del contrato. La enseñanza
que Lacan extrae del movimiento de Las Preciosas muestra que, en nombre de un nuevo
discurso sobre el amor, estos círculos femeninos introdujeron, una a una, con su singular
invención, modificaciones duraderas en el lenguaje, hasta el punto de marcar a toda la
sociedad, en esta vertiente erotomaníaca. En este sentido, lo que tiende a ir más allá de
los límites de lo conforme sin apuntar al "todo" y al "todos" está impregnado de feminidad
y va en contra del vínculo homogeneizador de las comunidades masculinas. Es decir, la
función de la escritura, de la carta de amor, en la ruptura de los semblantes comunes. La
letra que feminiza marca lo social con su sello. Los intentos de escritura inclusiva podrían
analizarse en este sentido. Pero, a diferencia de Las Preciosas, apuntan a la norma
universalizante. En su excelente argumento, Ram Mandil interroga precisamente la
función de la carta de amor, en su contingencia, aquella que se deposita a partir de la
ruptura de los semblantes, y permite leer lo que no deja de no escribirse.
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Precisamente, en un tiempo que tiende a enmascarar la función de la palabra y de la letra,
el fin civilizador del amor, según la forma de la erotomanía femenina, a distancia del
cinismo circundante o de un romanticismo obsoleto, constituye una apuesta mayor de la
práctica del psicoanálisis y de la participación de los psicoanalistas en el debate público.
El amor sigue siendo una de las pocas cosas que aún puede sorprender nuestro destino de
estar sujetos a la comunicación generalizada. Por eso el amor transferencial sigue siendo
una delicadeza que hay que defender.