Antropología y Psicología Afectividad
Antropología y Psicología Afectividad
Antropología y Psicología Afectividad
Índice de Contenido
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apostolado, labor pastoral. Formación de la inteligencia emocional y el control
racional: autocontrol, compasión, celo y perseverancia, habilidad de motivarse a
sí mismo.
La afectividad es la facultad psíquica por la que las vivencias nos afectan. Una
vivencia es una experiencia consciente que puede tener su origen en un acto de
la percepción, imaginación, memoria, pensamiento, deseo y comportamiento, a
la que el sujeto presta atención y de la que toma conciencia.
La relación entre la afectividad y la consciencia queda reflejada en el refrán
que dice “ojos que no ven, corazón que no siente”, que se puede interpretar en el
sentido de que aquello de lo que no somos conscientes no nos afecta, esto es, no
produce en nosotros ninguna reacción afectiva. En este refrán, el término “ojos”
puede tomarse en un sentido amplio como “la consciencia”, que es la instancia
final que permite enterarse del significado de las cosas y de su relevancia
personal, y capaz de provocar una reacción afectiva.
La relación entre afectividad y consciencia es bidireccional, pues, de un lado,
lo que se conoce produce afectos, pero, de otro, cuando el pensamiento piensa
sobre los afectos que se sienten puede conocer nuevas cosas o las mismas cosas
desde una perspectiva diferente. Así pues, la afectividad es también una fuente
de conocimiento porque nos da a conocer que una cosa nos afecta, nos influye,
nos interpela. Además, al analizar la cualidad del afecto que algo nos provoca,
nos da a conocer también si ese afecto es positivo o negativo, es decir, agradable
o desagradable, deseado o rechazado. Por ejemplo, el miedo nos dice que la
afectividad capta en la realidad algún peligro, algo que puede causar daño,
sufrimiento. La razón deberá descubrir cuál es ese peligro, si es real o imaginario,
su grado de peligrosidad, y tendrá que pensar en la manera de evitarlo. La
voluntad ha de ser la que impulse la conducta de evitación, pero es la razón la
que indica cual es la más adecuada al peligro, dado que las conductas que el
miedo impulsa (huida, sumisión y violencia defensiva) pueden ser adecuadas en
unos casos, pero inadecuas en otros.
Así pues, la afectividad, además de ser fuente de conocimiento, es un potente
motor de la conducta humana que impulsa a realizar acciones que mantienen o
aumentan los afectos positivos o que, por el contrario, hace desaparecer o
disminuir los afectos negativos. El otro motor de la conducta humana es la
voluntad, que mueve a realizar conductas consideradas como buenas por la
razón.
Con frecuencia estas dos fuerzas psicológicas, afectividad y voluntad, entran
en conflicto, lo que provoca angustia y puede paralizar al sujeto hasta que tal
conflicto se resuelve. Las personas que se acostumbran a resolverlo cediendo al
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impulso de la afectividad, que pasa a ser el motor dominante de su vida, suelen
ser impulsivas, inestables y dependientes de los impulsos que provienen de los
afectos; mientras que las personas que se acostumbran a actuar por impulso de
la voluntad son estables, racionales y libres.
Algunas personas para evitar el conflicto entre cabeza (razón y voluntad) y
corazón (afectividad) utilizan estrategias psicológicas que impiden que la razón
se dé cuenta de que lo que la afectividad desea es malo: son los llamados
mecanismos de defensa neuróticos. Dos de ellos son los más usuales: el
mecanismo de negación de la realidad que lleva a decirse a sí mismo que no hay un
conflicto (por ejemplo, afirmando que lo negro es blanco; o alegando que "yo no
he sido el que se ha portado mal", cuando no es verdad). Este modo de actuar ha
quedado reflejado en el lenguaje común con las expresiones "meter la cabeza
debajo del ala para no enterarse" y "no hay peor ciego que el que no quiere ver".
El otro mecanismo de defensa neurótico es el de racionalización o justificación que
es un autoengaño para evitar el conflicto y consiste en decirse a sí mismo que lo
que deseo hacer no es malo sino bueno porque me hace sentirme bien.
Suele decirse que para entender la importancia que tiene una madre en su
familia hay que esperar a que esté ausente. De igual manera se puede entender
la importancia de la afectividad en la vida humana cuando falta (apatía, abulia)
o cuando es negativa, es decir, cuando se expresa en emociones, sentimientos y
estados de ánimo negativos (miedo, ira, tristeza, vergüenza, inseguridad,
frustración, odio, repugnancia). Los afectos negativos nublan la razón y debilitan
la voluntad en proporción a su intensidad y, en consecuencia, reducen
proporcionalmente la racionalidad y la libertad del sujeto. Esa circunstancia ha
dado lugar en el ámbito penal a la eximente denominada "enajenación mental
transitoria", por la que los juristas entienden que una persona es menos culpable
de un delito si lo cometió en un estado de locura transitoria provocada por una
emoción tan intensa que le privó de su capacidad de juicio racional y de su
voluntad libre. Es sinónimo de la expresión "tener un arrebato de locura". Esto
ocurre con más frecuencia con las emociones básicas negativas, que son el miedo
y la ira.
La persona que no consigue un buen control de sus reacciones afectivas
tiende a actuar de modo irracional, incluso cuando siente afectos positivos, pues
las conductas positivas que impulsan esos afectos, al no estar reguladas por la
razón, carecen de proporción, son imprudentes, insensatas y peligrosas. Por el
contrario, si la persona tiene control sobre su afectividad, los afectos positivos
promueven las conductas que la razón considera buenas y la voluntad quiere, y,
en este caso, como su cabeza y corazón funcionan coordinadamente, en equipo,
pueden dar lugar a comportamientos excelentes, virtuosos, y, a veces, heroicos.
En una persona equilibrada o madura los afectos positivos afectan
positivamente al funcionamiento del pensamiento y de la voluntad -que son las
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facultades propiamente humanas-, lo que se traduce en pensar en positivo -
pensar bien- y en un querer lo positivo -querer el bien-, que se manifiesta en un
comportamiento positivo (hacer el bien), que hace sentirse bien a unos y a otros.
Se origina así un círculo ’virtuoso’ positivo, que conduce a vivir una vida feliz y
a hacer felices a los demás. Este modo de vivir en positivo es el mejor antídoto
para evitar el círculo vicioso negativo opuesto.
Es característico de la afectividad que, cuando en un sujeto domina un
afecto de un determinado signo (positivo o negativo), se asocian a éste otros
afectos del mismo signo, aunque menos intensos, formando como un racimo de
afectos, que intensifica y prolonga esa situación afectiva. Los afectos positivos
van con los positivos, y los negativos con los negativos, porque los afectos de
signo contrario son incompatibles entre sí.
De lo anterior se deduce que la mejor estrategia psicológica para pasar de
una situación afectiva negativa a una positiva es hacer algo (pensar, percibir,
imaginar, recordar o actuar de modo positivo) que provoque emociones positivas
de intensidad suficiente para desplazar a las negativas. Esa actuación ha de
hacerse cuanto antes para evitar que los afectos negativos arraiguen, lo que haría
más difícil cualquier actuación positiva para generar afectos positivos. Es esta
una estrategia que requiere una cierta fuerza de voluntad, que se adquiere con
entrenamiento, para poder vencer la tendencia a actuar de modo negativo bajo la
influencia de los afectos negativos. Hay un dicho popular que trata de condensar
la conveniencia de entrenarse en esa estrategia: “conviene aprender a reírse de
uno mismo para reírse de los problemas”. Los problemas producen emociones
negativas (preocupación, miedo, tristeza, ira) que son incompatibles con la
alegría, por lo que, con la risa, que produce alegría, se pueden neutralizar y
desplazar las emociones negativas. Este dicho ha llevado a algunos terapeutas a
desarrollar una terapia afectiva que se denomina “risoterapia”.
Algunas personas sienten a la vez afectos de signo opuesto, fenómeno que
se denomina "ambivalencia afectiva". Es una situación emocional que puede
darse en personas sanas en circunstancias especiales, pero es más propia de
individuos con un cierto desequilibrio psíquico asociado a escaso control
emocional, como ocurre en las personas inmaduras y neuróticas. Las
ambivalencias más frecuentes son: amor-odio, miedo-atracción, alegría-pena.
También se produce en personas que sufren patología psicótica en la que se
produce una grave ruptura del equilibrio psicológico. La ambivalencia suele
bloquear y paralizar al sujeto que la presenta, pues produce incertidumbre y
duda en el pensamiento sobre cómo actuar, que, a su vez, paraliza la voluntad.
La ambivalencia se acompaña siempre de cierto grado de sentimiento de
inseguridad y ansiedad. Con el tiempo, la intensidad de los afectos disminuye, e
incluso se puede resolver la ambivalencia, con lo que el sujeto vuelve a funcionar
bien. Pero si los episodios de ambivalencia ocurren con mucha frecuencia, el
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sujeto puede quedar afectivamente paralizado de modo permanente y hacerse
pasivo y dependiente de los demás.
Así pues, el ser humano posee la capacidad de tener afectos positivos y
negativos. Los negativos son más frecuentes y pasivos porque el sujeto los padece
por influjo de las condiciones biológicas y ambientales. En cambio, los positivos
son activos, pues dependen del esfuerzo del sujeto por adquirirlos y mantenerlos,
como se refleja en la virtud de la alegría, que supone repetidos actos positivos
internos y externos para alegrarse. Ese esfuerzo por controlar la afectividad es el
medio imprescindible para progresar en el camino de la madurez psicológica.
Las personas inmaduras lo son porque no se han esforzado suficientemente para
lograr un adecuado dominio voluntario de su afectividad, de modo que su vida
psicológica acaba siendo dominada por los afectos negativos que tienden a
aumentar progresivamente en frecuencia e intensidad.
Todas las cualidades humanas tienen una finalidad, un sentido; y los
afectos positivos y negativos no son una excepción. Pero si no se mantienen bajo
el dominio de la razón y la voluntad, a fin de que sean adecuados en intensidad
y cualidad a los estímulos que los producen, pueden deteriorar o bloquear el
funcionamiento psíquico normal y producir enfermedades físicas y psíquicas. Y,
como ocurre con la violencia producida por la ira, pueden ser el origen de
comportamientos inadecuados y peligrosos para el propio sujeto y/o para las
personas de su entorno.
Los afectos pueden ser emociones y sentimientos, que se distinguen por
su intensidad, duración y origen. Durante siglos los filósofos llamaron a los
afectos “pasiones”, pues son fenómenos psíquicos que se padecen, en oposición a
aquellos que el sujeto produce. Por esta razón, la palabra castellana más antigua
para designar los fenómenos afectivos es “pasión”, que el diccionario de
Covarrubias define como perturbación del ánimo, que Cicerón llama “afecto”. En el
lenguaje psicológico actual se sigue empleando el término “pasión” para los
afectos muy intensos, y en particular para la “pasión sexual”, que se acompaña
de una intensa emoción agradable.
Las emociones son afectos intensos, pero de breve duración, pues pierden
intensidad o desaparecen en minutos, horas o días. Su duración depende del
temperamento del sujeto: se denominan primarios a los sujetos con emociones
muy superficiales y breves, mientras que se consideran secundarios a los que
tienen emociones profundas y duraderas. Los sentimientos son afectos menos
intensos que las emociones, pero más duraderos.
Las emociones se relacionan con los estímulos percibidos de una manera
más directa que los sentimientos, pues estos últimos pueden darse como secuela
de las emociones, cuando éstas pierden intensidad; serían, por lo tanto,
producidos por estímulos percibidos, pero, en general, los sentimientos suelen
tener otro origen.
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Así pues, las emociones se viven como algo impuesto por fuerzas externas
al Yo, mientras que los sentimientos se experimentan como algo más propio,
interno y personal. Las emociones y los sentimientos pueden poseer una tonalidad
o cualidad positiva, y entonces producen bienestar; o negativa, y entonces se
acompañan de malestar y sufrimiento. Cuando el sentimiento es de poca
intensidad, persistente y de origen desconocido se sospecha que está causado por
el funcionamiento fisiológico general y se denomina estado de ánimo o humor
básico. Así pues, se puede considerar que la afectividad tiene capas o estratos de
diversa profundidad como la tierra o la piel: estratos profundos, intermedios y
superficiales. El estrato superficial son las emociones, el intermedio los
sentimientos y el profundo el estado de ánimo.
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provocan afectos negativos que desplazan a los positivos. Las personas maduras
y positivas son más eficaces en su labor profesional, pastoral y apostólica.
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que lo provoca y qué acción interna y externa es adecuada para lograr la finalidad
del sujeto, que es ser feliz.
Conviene tener presente que el control de la propia afectividad
(autocontrol) no se puede lograr de modo completo, ni en poco tiempo, ni
definitivamente, ni se logra sin cometer errores. Es una tarea de toda la vida, en
la que se dan avances y retrocesos parciales en función de la intensidad de la
lucha. Esta es más costosa al principio (infancia y adolescencia) porque se carece
de motivación y de hábito de lucha, pero lleva a un progreso continuo que deja
una huella más profunda cuanto más pronto se inicia.
Si un sujeto no lucha por controlar su afectividad, ésta queda a merced del
mundo exterior, de los sucesos que le acontecen y, a través de esa afectividad
“cautiva”, controlarán al sujeto y le forzarán a desarrollar una personalidad
dependiente, que conlleva una reducción de la libertad interior con la
correspondiente insatisfacción e infelicidad.
El control voluntario de la afectividad no significa represión de los afectos
ni de su expresión externa. En la represión los afectos permanecen encerrados y
van invadiendo internamente al sujeto sin que se dé cuenta (a nivel inconsciente).
Además, es incapaz de juzgar sobre la adecuación de los afectos y no logra poder
controlarlos; y, con el paso del tiempo, al no haber digerido las vivencias
emocionales negativas, puede sufrir un desequilibrio emocional, que se
manifiesta en forma de trastornos por somatización, por conversión o
disociativos.
El autocontrol afectivo permite evitar los afectos negativos intensos, los
afectos negativos reactivos a sucesos neutros o positivos (afectos inapropiados),
y las conductas negativas impulsadas por ellos como la huida por miedo, la
mentira, la violencia. En un sentido positivo, el autocontrol permite desarrollar
el hábito de pensar y de actuar de modo positivo para sentir afectos positivos,
que neutralicen cuanto antes los negativos no deseados.
Lo anterior se suele condensar en la expresión "aprender a tener una
actitud positiva ante la vida". La actitud es un fenómeno psicológico compuesto
por tres elementos interrelacionados: una idea, un afecto y un comportamiento
del mismo signo (positivo o negativo) ante algo real. La actitud positiva ante la
vida supone tener afectos y conductas positivas sobre la propia vida, que
producen felicidad y hacen pensar que vivir vale la pena. Con esta habilidad la
persona actúa según los dictados de la razón y con libertad, pero además con
gusto afectivo, que se expresa con el término tener celo o afán. Además, debido
a la unidad interna entre cabeza y corazón, es decir, razón, voluntad y
afectividad, que tienen las personas positivas, vencen con facilidad los
desánimos afectivos y es más fácil la perseverancia cuando las dificultades y los
sufrimientos aparecen en la labor y en el trabajo por conseguir cosas buenas.
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Dado que los tres elementos de la actitud están interrelacionados, se puede
fomentar la actitud positiva de tres maneras: 1) percibiendo estímulos que produzcan
afectos positivos (todo aquello que es bueno, bonito y auténtico), que lleva a pensar
en positivo (a pensar bien) y a comportarse bien; 2) se puede actuar bien para
sentirse bien y después pensar bien; 3) se puede pensar bien, también cuando se
siente uno mal, para generar afectos positivos que neutralicen los negativos y
lleven a actuar bien, lo cual, a su vez, producirá más afectos positivos
(tranquilidad y alegría). Esta manera de funcionamiento mental es lo que en el
lenguaje común se denomina motivarse a uno mismo para lograr un objetivo
positivo.
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o presenciarlo, produce alegría, pero no borra el rencor. Solo el perdón, el paso
del tiempo y el sentimiento de agradecimiento por la ayuda recibida con
anterioridad de la persona a la que se guardaba rencor, pueden borrar o
disminuir sustancialmente el sentimiento de rencor.
Las personas con una gran capacidad de amar tienen más facilidad para
perdonar las ofensas y menos tendencia al rencor y al odio. Esto se debe a que el
amor es incompatible con los afectos negativos (el sentimiento de rencor entre
ellos) y, por ello, evita que éstos surjan o arraiguen en su afectividad.
Las personas muy sensibles afectivamente sienten con mayor
profundidad el daño que se les hace y sus afectos son más duraderos; por ello
tienden a ser rencorosas y sus rencores perduran indefinidamente.
Como el rencor hace sufrir al que lo siente y al que lo causa, por las
conductas de rechazo y de venganza que genera, conviene evitarlo y para ello se
debe aprender a perdonar, olvidar las afrentas y a amar con intensidad. Este
aprendizaje requiere repetición de actos y es más fácil y eficaz cuando se hace
durante los primeros años de la vida.
b) La ira, la cólera y la rabia
La ira es una emoción básica, que cuando es muy intensa cambia de
nombre y se llama cólera o furia. El término rabia procede de la enfermedad
producida por el virus de la rabia, que afecta principalmente a los perros y a los
seres humanos mordidos por un perro rabiosos. Este virus afecta gravemente a
las neuronas del cerebro y suele inducir a la violencia física. Por analogía, se dice
que las personas con ira muy intensa tienen rabia.
La ira es una emoción natural o básica cuya finalidad es proporcionar una
fuente de energía suplementaria a la de la voluntad para superar los obstáculos
en la consecución de un bien físico, psicológico y espiritual para uno mismo y
para los demás, en especial de las personas queridas. También tiene un aspecto
informativo, pues comunica a la razón que hay una necesidad física o psicológica
insatisfecha, que produce sufrimiento y sentimiento de frustración, e indica que
esa insatisfacción se debe a la presencia de un obstáculo o dificultad para obtener
el bien buscado. Al hacerse consciente de ese obstáculo, la persona siente
frustración, que genera ira e impulsa a realizar conductas dirigidas a obtener el
bien que satisface la necesidad (violencia directa), o al menos que neutralicen la
frustración que acompaña a la insatisfacción (violencia desplazada o indirecta).
La violencia indirecta es una acción interna o externa que causa daño a uno
mismo, a los demás o a las cosas materiales, y que alivia o suprime pasajeramente
el sufrimiento que origina la frustración y la ira; pero no sirve para superar el
obstáculo que impide obtener el bien que satisface la necesidad.
La ira es una emoción de matiz negativo porque surge cuando se sufre,
ella misma hace sufrir, e impulsa a la violencia que suele hacer sufrir. Además,
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es precedida y acompañada de un sentimiento de frustración, que también es un
afecto negativo que se produce cuando se sufre por algún mal (físico o psíquico)
no deseado o por la carencia de un bien (físico o psíquico) deseado. Hay una
relación directa y proporcional entre la intensidad de la frustración, de la ira y de
la conducta violenta desencadenada.
En la vida diaria de cada persona hay multitud de causas de sufrimiento
que generan frustración. La intensidad de esta última depende de las
características de la situación que hace sufrir, pero, sobre todo, de la personalidad
del afectado, en concreto de dos características: la tolerancia a la frustración
(capacidad de tolerar el sufrimiento sin enfadarse) y de la resiliencia (capacidad
de sobreponerse y recuperar la normalidad psíquica en los periodos de
sufrimiento). Estas dos características están más o menos desarrolladas en cada
persona según hayan sido sus reacciones emocionales a los sufrimientos previos,
que, a su vez, dependen de los mensajes y ejemplos que le han dado los
educadores y de su sensibilidad emocional natural que está determinada
genéticamente.
La ira, como el miedo, tiene relación con la conciencia de sufrimiento
personal. El miedo surge cuando la situación que hace sufrir no está todavía
presente, mientras que la ira lo hace cuando ya está presente y causando
sufrimiento. Como el miedo ya hace sufrir, pues produce frustración por la
necesidad de seguridad insatisfecha, es frecuente que las personas con miedo
suelan sentir también ira, con una intensidad proporcional a la del miedo. Se
cumple así la regla ya comentada de que los afectos, tanto negativos como
positivos, suelen asociarse entre sí.
Al igual que en el caso del miedo, también hay una ira normal y otra
patológica. La barrera entre ambas tiene relación con la frecuencia y la intensidad
de la ira, y también con la intensidad y dirección de la conducta violenta
generada. La ira patológica suele ser casi siempre por exceso y no por defecto.
Las personas con ira patológica se enfadan con una frecuencia excesiva (o están
siempre enfadadas), o se enfadan con una intensidad excesiva que se manifiesta
en una violencia desproporcionada a la causa que la produce (explosiones de
violencia). La ira de máxima intensidad se denomina furia o rabia, y suele
acompañar al sentimiento de odio.
Cuando la ira es muy intensa su fuerza impulsora de la conducta violenta
sobrepasa la capacidad de control de la voluntad y lleva a explosiones de
violencia irracional, muy peligrosas para las personas del entorno, y a veces
también para los airados. Este tipo de ira extrema puede deberse a alguna
alteración cerebral crónica o pasajera, como, por ejemplo, la irritabilidad
neuronal congénita o adquirida, alguna forma de epilepsia del lóbulo temporal,
la personalidad explosiva intermitente, el trastorno orgánico de la personalidad,
el consumo de alcohol y de drogas estimulantes y el síndrome de abstinencia de
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sustancias. Pero la causa más frecuente es una personalidad con escasa tolerancia
a la frustración, que ha adquirido el hábito de rumiar ideas, de tal manera que
cuando sufre una frustración alimenta el fuego de la ira con justificaciones
racionales, que acaba por producir un incendio de ira incontrolable.
La ira puede ser patológica también por la dirección anormal de la
conducta violenta. La dirección normal de la violencia es la dirigida a superar el
obstáculo que provoca la frustración. Hay personas que dirigen la violencia hacía
personas u objetos inocentes, los llamados "chivos expiatorios", que, al no poder
responder con violencia, ahorran el miedo a las represalias, que suele frenar la
conducta violenta o cambiar la dirección de la misma. Haciendo sufrir a otro ser
se consigue una disminución de la frustración y de la ira originadas por el propio
sufrimiento, pues sufrir acompañado evita el sentimiento de soledad que es otro
sentimiento negativo. Por esta última razón, ver a otras personas sufrir la misma
pena también alivia. A este fenómeno se le denomina "catarsis", que puede
traducirse como "purificación de las pasiones", en este caso de la ira; y que puede
darse también en otras emociones negativas intensas.
La violencia puede dirigirse también hacia uno mismo en forma de daño
físico, pues el dolor que se siente sirve para distraerse del sentimiento de
frustración; y también en forma de daño psicológico mediante el autodesprecio
y los autoreproches, que actúan como castigo reparador de la culpa del suceso
que causó la frustración, pues algunas personas suelen proyectar la culpa de su
frustración en sí mismos, no en el entorno.
Con frecuencia, la violencia generada por la ira suele producir daño a los
seres y personas del entorno próximo, que suelen ser seres queridos. Una vez que
disminuye la ira y el sujeto toma conciencia del daño que ha causado se siente
culpable, que es también un sentimiento negativo porque se asocia al miedo al
castigo y a perder el cariño de los seres queridos dañados, lo cual no solo produce
más sufrimiento y frustración, sino que puede generar, en una persona normal,
nueva ira y nueva violencia hacia sí mismo; pero, en las personas que proyectan
siempre la culpa hacia el entorno, puede, en cambio, dirigirse de nuevo hacia los
demás. Se produce así un círculo vicioso del que es difícil escapar.
Una educación que fomente el sentimiento de culpa por las acciones
objetivamente dañinas, como la violencia, es útil para frenar esas conductas, pues
ese sentimiento actúa como castigo psicológico. Lo contrario ocurre en los
psicópatas que carecen de sentimiento de culpa y que, por ello, suelen ser muy
violentos, lo cual confirma, por contraposición, la relación entre sentimiento de
culpa y violencia.
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Para satisfacer sus necesidades materiales y psicológicas, el ser humano
necesita a los demás desde su nacimiento hasta su muerte. Por eso vive en
sociedad y, para que la convivencia con los demás sea positiva, es necesario
aprender la sociabilidad, que es una característica muy importante de la
personalidad, y consiste en saber relacionarse con los demás de manera que la
convivencia sea lo más agradable, o lo menos desagradable, posible.
La sociabilidad se apoya en un conocimiento y dominio del modo de ser
propio y del conocimiento de la manera de ser de los demás. Y, en la manera de
ser de la persona, un elemento fundamental es la afectividad y su relación con la
razón y la voluntad. Por eso, para desarrollar la sociabilidad es muy importante
entender el funcionamiento de la afectividad propia y ajena.
Para poder entender a los demás primero se debe entender a uno mismo.
Después, entendiendo a los demás estará en condiciones de poder relacionarse
bien con ellos, lo que se puede concretar en minimizar los conflictos y maximizar
la complicidad o cooperación. Logrará así que la convivencia sea agradable y sea
más fácil unir fuerzas para alcanzar los objetivos valiosos que producen felicidad.
El ser humano aprende desde muy pequeño a reconocer la expresión
corporal de las emociones, en especial a través de la mímica facial, para intuir
cómo se sienten los demás. La interpretación gestual de las vivencias afectivas es
más fácil cuando se refiere a las emociones básicas primarias (miedo, ira, tristeza,
alegría) sobre todo cuando son intensas, y es más difícil en el caso de los
sentimientos. Pero tener conocimiento del afecto que uno siente, o del que siente
otra persona, no significa entenderlo, pues entender implica saber la causa y las
consecuencias de dicho afecto. La capacidad de entender la afectividad de los
demás se llama empatía, que se define como la capacidad de ponerse
afectivamente en el lugar de los demás, sentir lo que ellos sienten, y saber la causa
y las consecuencias de sus sentimientos.
La empatía es una habilidad afectivo-intelectual desarrollada con la
práctica, que supone la concurrencia automática de varios fenómenos
psicológicos: el interés o curiosidad por la manera de ser y estar de los demás, el
conocimiento del lenguaje corporal de los diferentes afectos y de su intensidad,
el conocimiento de las reglas generales del funcionamiento de la afectividad, la
capacidad para dejarse contagiar del afecto que están sintiendo los demás
(sintonía afectiva), la deducción lógica de la causa de dicho afecto a partir de la
manera de ser de la persona y de sus circunstancias, y, finalmente, el
conocimiento de las consecuencias que el afecto está produciendo en su vivencia
interior y en su comportamiento exterior.
La empatía se apoya en el entendimiento de la propia afectividad, en saber
ponerse uno en su propio punto de mira, para captar así sus afectos e indagar
sobre sus causas y consecuencias. Tiene relación con la "inteligencia emocional",
de modo que, para algunas personas, son conceptos sinónimos; para otras, sin
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embargo, la inteligencia emocional es un concepto más amplio pues no solo
significa entender la situación emocional de los demás, que es empatizar con
ellos, sino que supone además saber cómo comportarse con los demás de una
manera adecuada teniendo en cuenta su estado afectivo, para favorecer una
mayor positividad respecto de sí mismo y de sus propios objetivos. Así pues, esta
última concepción de la inteligencia emocional implica la capacidad de generar
en los demás los afectos necesarios para impulsar las conductas deseadas,
función que en el lenguaje común suele denominarse "motivar", y que es un
importante objetivo conductual práctico.
A las personas muy centradas en sí mismas, llamadas egocéntricas, les
resulta muy difícil empatizar con los demás, pues no es lo mismo ver a los demás
desde fuera que desde dentro. Para empatizar hay que meterse imaginariamente
dentro del otro y para ello es preciso salir de uno mismo. Las personas
egocéntricas son personas con tendencia a padecer sentimientos negativos que
reclaman toda su atención, a fin de hacer algo por evitarlos o prevenirlos. Esa
tendencia termina por producir una actitud defensiva habitual que las distancia
de los demás, a quienes culpan de ser los causantes del daño que produce sus
afectos negativos.
Por el contrario, las personas con un estado afectivo habitualmente
positivo, que es un estado de paz (sin miedo ni ira) y alegría, pueden olvidarse
de sí mismas y ponerse en el lugar de los demás. Este estado positivo deriva de
la felicidad que produce amar y ser correspondido; por eso, se suele decir que la
persona que ama es la que mejor llega a conocer al ser amado. Un ejemplo de este
tipo de persona es la madre, y en el lenguaje popular existe una expresión que
refleja este conocimiento profundo que una madre tiene de sus hijos: "te conozco
como si te hubiese parido", que significa conocerte como si fuese tu madre.
Así pues, la empatía requiere, además del conocimiento de cómo funciona
la propia afectividad, poder controlarla para que sea positiva, para poder salir de
uno mismo y meterse imaginariamente en el interior de los demás, de modo que
uno pueda sentir lo que ellos sienten, entender porqué lo sienten, y deducir cómo
les influye en su vida interior y exterior. Con la empatía, las personas pueden
compadecerse (padecer con) de los demás cuando estos tienen sentimientos
negativos producidos por el sufrimiento, y de esta manera el sufrimiento se
comparte y pesa menos, y se evita el sentimiento de soledad afectiva que
aumenta el sufrimiento que se padece.
Las personas temerosas, inseguras, desconfiadas cuando están con los
demás tienen una actitud defensiva, que les hace estar pendientes de quedar bien,
de ser aceptados y queridos, y de evitar sufrir humillaciones, burlas o críticas,
por lo que no son capaces de olvidarse de sí mismas y ponerse en el lugar del
otro para poder entender cómo se siente, porqué se siente así y cómo están
influyendo sus afectos en su comportamiento social. Es necesario poner en
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segundo plano el Yo para poder entender el Tú. Sin ese buen entendimiento de
los demás es difícil que la convivencia y la comunicación con ellos pueda ser
habitualmente positiva. Por el contrario, serán frecuentes los conflictos que
provocan mucho sufrimiento a ambas partes.
Una persona con buena capacidad para trabajar en grupo o en equipo es
una persona que tiene habitualmente afectos positivos, pues el signo positivo
suma y une. Además, a las personas positivas les resulta más fácil olvidarse de sí
mismas, de los intereses propios, para dar prioridad a los demás y a los objetivos
a lograr por el grupo o equipo. Y así favorecen la complicidad y disminuyen el
conflicto dentro del grupo. Las personas negativas carecen de capacidad para
trabajar en grupo, en proporción directa con la intensidad de su negativismo,
porque están muy centradas en sí misma y en sus intereses, por lo que son motivo
frecuente de desunión y conflicto entre los miembros del grupo.
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III. Afectividad: La dimensión sexual
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Así pues, cuanto más a gusto nos sentimos dentro del cuerpo, más nos gusta, más
lo queremos, y algunas personas pueden perder el equilibrio y llegar a
“enamorarse” de él o, dicho de otra forma, a obsesionarse con lograr y mantener
su perfección.
Todo ser humano tiene capacidad de percibir y disfrutar de la belleza
física, propia y ajena. Por esta razón, las personas que se ven guapas, elegantes,
en buena forma, se sienten bien consigo mismas y disfrutan, además, con la
aceptación y admiración que reciben de los demás. Este bienestar, les impulsa a
seguir cuidando la buena apariencia y el buen estado corporal. Este cuidado, si
se mantiene dentro de unos límites, es normal y refleja una adecuada autoestima
y cariño personal, que engloba también al propio cuerpo.
La búsqueda de la perfección corporal, para sentirse bien, ha producido y
está produciendo, de modo especial en nuestra época, un gran florecimiento del
ejercicio físico, del adorno corporal, de la preocupación por la alimentación sana
y por la prevención de los hábitos nocivos.
Una consecuencia negativa de lo anterior, por exceso, es que las estrategias
para modificar la apariencia física están alcanzando una sofisticación sin igual en
la historia de la humanidad, pues se ha llegado a una generalización de la cirugía
estética para tener una apariencia según el capricho, a la inserción de objetos de
modo subcutáneo y percutáneo, a las mutilaciones estéticas, y hasta el cambio de
sexo.
En paralelo a esta difusión de la modificación de la apariencia, cada vez es
más frecuente ver como se está utilizando al cuerpo, por su capacidad de sentir
placer, para realizar conductas de riesgo para la salud y para la vida, porque
producen intensas sensaciones agradables: abuso de alcohol y drogas,
experimentos y orgías sexuales, comida compulsiva y deportes de alto riesgo.
Tratar el propio cuerpo de esta manera, es un abuso, que tiene su apoyo en un
erróneo sentido de propiedad del mismo, que da pie a la cada vez más frecuente
expresión: “con mi cuerpo hago lo que quiero”. Aunque esta afirmación carezca
de base real, porque no hemos hecho nada, ni hemos pagado nada, para tener el
cuerpo que tenemos; es algo recibido gratuitamente y prestado durante unos
años, para cumplir la tarea para la que hemos nacido: hacer el bien a nosotros
mismos (ser buenos), a los demás y al mundo, para que los que vengan después
disfruten de él.
Cuando la atención, la preocupación y el cuidado del cuerpo se sale de los
límites normales por exceso, que es un proceso que se va produciendo
lentamente desde la infancia, en relación con la influencia de los adultos y por
experiencias gratificantes basadas en la apariencia física, el cuerpo llega a ser la
única fuente de satisfacción física y afectiva. Debido a ello, en estas personas, el
cuerpo pasa a ser el centro de atención de la mayor parte de su tiempo,
descuidando el enriquecimiento y desarrollo armónico de la persona interior, es
17
decir, de su personalidad, que es la variable más relacionada con la felicidad,
objetivo principal de toda persona.
Las gratificaciones afectivas que acompañan a las sensaciones físicas
placenteras, a las sensaciones novedosas de las modificaciones corporales, a la
admiración de los demás y el éxito social logrado con la apariencia física y con
los triunfos deportivos, son pasajeras y tienen un alto riesgo de adicción, que
producirá una intensa frustración. Además, esta dependencia del cuerpo para
sentirse bien se acompaña de un creciente temor a “perderlo” por el deterioro
que produce el envejecimiento, por las secuelas de las enfermedades sufridas y
por las cicatrices y marcas de los pequeños o grandes accidentes.
Las personas dependientes de las sensaciones corporales van
desarrollando una personalidad frágil, vulnerable, desequilibrada, inestable y
con elevado riesgo de sufrir enfermedades psiquiátricas. Los casos más
llamativos son bien conocidos y fáciles de detectar, aunque muy difíciles de
curar, como son los trastornos narcisista e histriónico de la personalidad.
El desequilibrio de la personalidad de estos sujetos se debe al predominio de la
motivación sensorial y afectiva sobre la motivación racional y volitiva en el
funcionamiento psicológico (percepción, memoria, imaginación) y en la
conducta. Este desequilibrio tiene tres consecuencias negativas para las personas:
1. Carencia de proyectos y metas importantes de futuro: como las sensaciones y
emociones agradables se buscan para el momento presente y, se buscan sobre
todo las que cuestan poco esfuerzo, pues éste produce sensaciones
desagradables, estas personas viven dominadas por el momento presente, sin
considerar las consecuencias futuras y sin plantearse metas a largo plazo, y,
mucho menos, si son costosas o difíciles.
2. Fomenta el egoísmo y el egocentrismo: como las sensaciones y emociones las
siente el propio sujeto, su continua búsqueda hace que sean personas
centradas en sí mismo, en su propio cuerpo, haciéndose egocéntricos y
egoístas, y les lleva a percibir a los demás como instrumentos para satisfacer
la necesidad de placer, en vez de personas dignas de ser queridas con un
verdadero amor, que es altruista, que produce felicidad, como ya dice el
refrán: “da más alegría dar, que recibir”.
3. Dependencia emocional y falta de libertad interior: la continua necesidad
psicológica de las sensaciones corporales agradable -del bienestar físico-, se
acompaña de un progresivo rechazo del malestar físico, del dolor, del
sufrimiento, que produce miedo e impulsa a la huida ante lo desagradable,
que impedirá desarrollar una adecuada tolerancia a la frustración, que es un
sentimiento negativo que acompaña al sufrimiento. La tolerancia a la
frustración permite ser capaz de enfrentarse a las situaciones desagradables
con buen ánimo, para poder superar el miedo y lograr la libertad de hacer
muchas cosas buenas que hacen sufrir, como es amar de modo intenso, que
18
siempre requiere sacrificios, pero que produce una gran felicidad, en el que
ama y en el ser amado.
Es preocupante ver cómo va creciendo el número de gente joven que está
obsesionada con tener un cuerpo ideal y, para lograrlo, abusa de ejercicio físico
y/o gasta enormes cantidades de dinero en ropa de temporada, en adornos
corporales y tatuajes, en depilación láser, solárium, gimnasios, peluquería,
maquillaje, en un intento de parecer “sexy”, para conquistar y mantener a sus
admiradores, y para enamorar a sus parejas con la apariencia física. Esas
personas padecen un elevado nivel de sufrimiento por sentir la envidia de otros
cuerpos mejores y más bellos, y por sentir celos cada vez que sus admiradores o
parejas alaban o admiran a otras personas.
Además, esas personas, valoran de los demás principalmente la apariencia
física, se enamoran de ella y tratan de poseerla, para disfrutarla sensiblemente
durante un breve tiempo y, luego, abandonarla, cuando dejan de sentir atracción
o cuando sienten una nueva atracción por otros cuerpos bellos, y acaban siendo
consumidores compulsivos de una “cultura del usar y tirar”, que les producirá
una honda insatisfacción y vacío existencial.
Se requiere un adecuado autocontrol para evitar la fascinación y la obsesión
por la apariencia física personal y de los demás, que tiene su origen en los afectos
agradables que acompañan a la percepción de la belleza; para permitir que la
razón pueda ver la belleza interior, que es la bondad, y, así, surja el amor de la
voluntad por ella, que es más estable y duradero que la atracción por belleza
física, y que produce la mayor felicidad que puede tener una persona en esta
vida.
Para facilitar el logro de este objetivo, vendría bien un acuerdo de todos los
estamentos educativos y culturales para que valorasen y premiasen más la
bondad que la belleza, y así los niños y jóvenes fuesen aprendiendo esa adecuada
jerarquía de valores desde una temprana edad. De esta manera, se evitarían
muchas de las consecuencias negativas expuestas y el sufrimiento de muchas
personas, especialmente de muchas chicas, que desarrollan baja autoestima e
inseguridad por no tener un cuerpo ideal.
En una persona equilibrada (madura), el cuidado del cuerpo ha de ser una
consecuencia del sentido responsabilidad que impulsa a cuidar lo que no es
propio y se tiene prestado, y a cuidar los instrumentos necesarios para hacer bien
nuestro trabajo, que nos hará sentirnos satisfechos, útiles, orgullosos. Este
planteamiento supone el ejercicio de la razón, que nos hace conscientes de ese
objetivo vital y juzga, en cada instante, si estamos en el camino adecuado o nos
hemos desviado, para poder rectificar.
El trato adecuado del propio cuerpo de modo habitual, que refleja el respeto
de su dignidad por pertenecer a un ser humano, es una tarea costosa y hace
sentirse mal a corto plazo, por lo que se precisa una fuerte voluntad, que controle
19
y supere la oposición que, muchas veces, sobre todo durante la infancia y
juventud, le plantea la afectividad, que busca sentirse bien o no sentirse mal en
el momento presente.
El cuidado el cuerpo ha de ser consecuencia del cariño por él, que es un
aspecto del cariño por uno mismo, y así será más fácil mantener un equilibrio
entre las conductas de cuidado y satisfacción de sus necesidades, y las de
exigencia física y sobriedad para lograr un cuerpo sano y óptimo; para lograr
sentirse bien dentro de él y para que los demás también se sientan bien al
contemplarlo y, como reacción a esa admiración de los demás, aumente la propia
satisfacción. Es normal que, cuando amamos algo, tendamos a cuidarlo y
mimarlo, pero hemos de escuchar a la razón para conocer hasta qué punto ese
cuidado es normal o anormal, y así, evitar los errores, que producirán
sufrimiento e infelicidad, a medio y largo plazo.
En el caso de las personas que buscan principalmente sentirse bien, por
encima de hacer el bien, la razón suele acabar por ponerse al servicio de la
afectividad y, manipulada por ella, puede auto-engañarse y pensar que la
finalidad del cuerpo es producir sensaciones placenteras de continuo, aunque
para ello se hagan cosas malas, que tiene como consecuencia el daño para el
cuerpo y la mente. A estas personas se les debe recordar el consejo que dice:
“cuida a tu cuerpo y él te cuidará a ti” y “nadie se arrepiente de hacer el bien,
pero quien hace el mal, tarde o temprano, se arrepiente”. El que usa su cuerpo
bien, con la finalidad que la naturaleza biológica, psicológica y espiritual del
hombre le ha asignado, no tendrá que pagar las consecuencias, ni tendrá de que
arrepentirse y vivirá con la conciencia tranquila, que es una estupenda manera
de vivir la vida.
b) Mente sexuada
Una vez visto que el cuerpo humano es sexuado por su anatomía y fisiología,
y que la apariencia física determina la conciencia de uno mismo y la identidad
como hombre y mujer, ahora conviene decir algo respecto al el aspecto mental o
psicológico de la sexualidad. La carga genética que determina la anatomía y
fisiología sexual determina también las características cerebrales propias de cada
sexo que dan lugar a las características psicológicas del genero.
Es propio de funcionamiento biológico la interacción continua entre los
diferentes sistemas orgánicos, que, en el caso de la mente sexuada, consiste en
una relación entre áreas cerebrales relacionadas con la afectividad –el sistema
límbico-, con las áreas cerebrales relacionadas con las tendencias naturales –entre
ellas el impulso sexual-, y con la anatomía y fisiología de todo el cuerpo –órganos
y glándulas sexuales-. Esa interacción se lleva a cabo a través de las hormonas
sexuales, propias de cada sexo, y del sistema vegetativo, que se encargan del
funcionamiento de los órganos sexuales.
20
El ser humano es el ser más complejo de la creación, constituido por la unión
del cuerpo y alma, o cuerpo y mente, que supone una profunda interacción de
elementos biológicos, psicológicos y espirituales. Esta interacción varía de unas
personas a otras, y da lugar a formas y funcionamientos corporales y mentales
distintos.
Estas diferencias son marcadas entre las personas de un sexo y otro, lo que
hace pensar que el sexo es un factor diferenciador muy importante de la manera
de ser. Así lo afirman Enrique Colom y Pablo Requena: Ser varón o ser mujer no es
algo periférico: afecta a toda la vida personal. La persona no tiene sexo, es un ser sexuado.
El sexo no se posee, sino que forma parte esencial del ser humano. En el sexo radican las
notas características que constituyen a la persona como hombre y mujer en el plan
biológico, psicológico y espiritual. Teniendo un papel importante en el desarrollo de su
personalidad y en su adaptación social. Esta idea es recogida por San Juan Pablo II
en la encíclica Familiaris consortio 16,32: La Iglesia considera la sexualidad humana
como un gran valor donado por el Creador, ya que la sexualidad afecta al núcleo íntimo
de la persona humana en cuanto tal.
El antropólogo Ricardo Yepes también afirma la importancia de la sexualidad
en la configuración de la personalidad: La persona humana es hombre o mujer, y lleva
inscrita esa condición en todo su ser. Se diferencian por los órganos sexuales, el aparato
reproductor, la morfología anatómica y los rasgos psicológicos afectivos y cognitivos. La
sexualidad afecta a todos los estratos y dimensiones que constituyen la persona humana.
Modula la psicología y la vida intelectual. No afecta solo al cuerpo sino también al
espíritu, puesto que ambos forman la unidad de la persona.
Si la psicología del hombre y la mujer son diferentes, surge el interrogante
sobre su finalidad, y, una vez conocida, tratar de favorecer las conductas que
respeten esa finalidad, para contribuir a la felicidad de los individuos concretos.
Las diferencias psicológicas del hombre y la mujer tienen al menos tres
finalidades fáciles de entender:
1. Una razón de la diferencia y complementariedad entre los sexos es que, para
que surja el amor mutuo, el hombre y la mujer deben de tener algo que atraiga
a la otra parte. Lo que atrae, es lo que se admira y, lo que se admira, es algo
considerado valioso, porque es útil para ser feliz, y aún no se posee. Mediante
el amor mutuo se posee a la otra persona y sus cualidades admiradas. En este
sentido, Ricardo Yepes afirma que la diferencia sexual es complementaria y
reciproca: existe una referencia del uno al otro. Hay una atracción natural, que tiende
a unirlos, pues encajan de modo natural. Esto ha dado lugar en el lenguaje
coloquial a la expresión: “buscar mi media naranja”, para estar completo.
2. La segunda finalidad es la ayuda mutua entre el hombre y la mujer para
lograr un desarrollo psicológico pleno, con vistas a lograr el objetivo de la
vida humana, que es la felicidad y que depende del amor. Para esa ayuda
mutua, ambas partes deben tener algunas características complementarias, es
21
decir, cada parte debe posee unas características positivas que la otra parte no
posee, y que les permiten prestar una ayuda para el beneficio mutuo. Es una
conclusión que se puede deducir de la frase de la Biblia en la que el Creador
da la razón por la que crea a la mujer: Entonces dijo el Señor Dios: no es bueno
que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada para él. La palabra del
original empleada en lugar “ayuda” es “ezer” que significa el auxilio que una
persona presta a otra, pero no comporta situación de inferioridad ni de
superioridad entre las partes. Se deduce también que el Creador piensa que
sólo alguien de su misma naturaleza (de su costilla, cercana a su corazón) y
con unas características complementarias es una ayuda adecuada para Adán.
Algo semejante afirma Jutta Burggraf: Una persona necesita toda una vida para
madurar. Requiere la ayuda de los demás y, si está casada, especialmente la de su
cónyuge. El hombre necesita el apoyo de su mujer, y la mujer el de su marido para
desarrollar todas sus capacidades. Impresiona ver cuánto puede transformarse una
persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada
que se tiene de ella. Hay muchísimas personas que saben animar a su cónyuge a ser
mejor, a través de una admiración discreta y silenciosa. Le comunican la seguridad de
que hay mucho bueno y bello dentro de él, que, con paciencia y constancia, animan y
ayudan a desarrollar.
3. La tercera finalidad de las diferencias psicológicas entre el hombre y la mujer
es la crianza y educación de los hijos. Así lo afirma Ricardo Yepes: El varón y
la mujer tienen diferencias en el modo de ser, de pensar, de comportarse, de ver las
cosas, de estar en el mundo, cuya razón es la distribución de los papeles a desempeñar
en la crianza de la prole. La madre gesta, cuida y alimenta. El padre recolecta, trae el
alimento y protege la familia.
Son evidentes las diferencias anatómicas y fisiológicas debidas a la necesidad
de la generación humana, que también se da en otros animales pertenecientes
a la especie de los mamíferos, que se reproducen de modo sexual; a diferencia
de otros animales sin esa complementariedad biológica, que se reproducen
con la llamada reproducción asexual.
También son evidentes, pero menos visibles, las diferencias psicológicas. Es
lógico que, si la naturaleza prepara a una mujer anatómica y fisiológicamente,
de una manera maravillosa, para ser madre, la prepare también
psicológicamente para serlo, y, en concreto, esa preparación consiste en ser
más afectiva que el hombre, pues los hijos necesitan, además la leche, el cariño
de su madre. La leche para el desarrollo físico y el cariño para el normal
desarrollo psíquico.
La mujer, por su mayor afectividad, es capaz de conocer mejor las necesidades
de los demás, por eso suele tener más empatía (capacidad de ponerse en el
lugar de los demás), es más capaz de dar afecto (querer) y sacrificarse por los
demás, siendo más perseverante y generosa en la ayuda a los necesitados y a
los que sufren, y, por ello, es mejor cuidadora que el hombre, pues su fuerte
afectividad le da un gran impulso para actuar, que se sumará al impulso de
22
su voluntad. Esas características son muy necesarias y muy útiles en el
cuidado de los hijos, que exigen un intenso y continuado esfuerzo y sacrificio.
Una idea parecida la expone Ricardo Yepes con una expresión poética: Lo
propio de la mujer sería dar vida a la humanidad (hijos) y dar humanidad (afecto) a
la vida, y lo propio del varón sería dar mundo (bienes) a la humanidad y dar
humanidad (hijos) al mundo.
La complementariedad psicológica, además de facilitar el reparto de tareas en
la familia y en la sociedad en general, hace que la unión sea más completa, y
se evite la unilateralidad o la uniformidad, que empobrece todo,
especialmente la educación. Así, los hijos pueden tener una educación más
rica y completa, y, los hijos de cada sexo, pueden tener un modelo más
cercano, en el hogar, como guía y ayuda para el desarrollo de la propia
personalidad, que es más importante que aprender el idioma materno o
paterno.
23
Con facilidad creciente y gran ligereza, se justifica ese uso caprichoso de
la sexualidad, afirmando que es un bien para el bienestar afectivo de la persona
y una expresión de su “libertad” afectiva, así pues, es un bien subjetivo y
egocéntrico. Este planteamiento, arraigado en la cultura de occidente, con el
tiempo, conduce al subjetivismo y al relativismo, que lleva a la pérdida de la
capacidad de conocer el bien objetivo, y lleva también a las adicciones, que
supone la pérdida de la voluntad para ser objetivamente libre y para poder amar
incondicionalmente a los demás, que es el único camino para la felicidad.
Esas consecuencias negativas de este planteamiento, las recogen también
Enrique Colom y Pablo Requena en su libro sobre la revolución sexual: Si el sexo
no se logra encuadrar en la dimensión espiritual de la persona, se vuelve inhumano,
porque ve en el otro un mero objeto de placer, no un ser amado, que se puede usar según
su gusto. La unión puramente carnal, aunque se acompañe de una intensa afectividad, si
carece de auténtica racionalidad, devalúa a la persona a la categoría de cosa que solo se
aprecia por la satisfacción o el placer que ocasiona.
Para combatir ese erróneo planteamiento de la sexualidad humana, resulta
capital recordar cuál es el uso natural de la sexualidad, determinado por el Ser
que ha creado al ser humano, que consiste en ser expresión de un amor total, de
toda la persona –alma y cuerpo-, y orientada a dar la vida a otros seres humanos,
los seres más maravillosos de la creación, por su capacidad de conocer la verdad
y de amarla libremente.
El premio para la persona que pone un esfuerzo continuado por respetar
la finalidad de su sexualidad, mental y conductualmente, es lograr la cota de
felicidad más alta que se puede lograr en esta vida, que es consecuencia del
elevado amor al que se puede llegar, al evitar el egoísmo que produce un uso de
la sexualidad prioritariamente para sentir placer.
El uso de la sexualidad con la finalidad egoísta de sentirse bien o para
evadirse de los sentimientos negativos (frustración, insatisfacción, vacío afectivo,
hambre sexual, aburrimiento), además de impedir ser feliz, tiene un alto riesgo
de producir patologías sexuales (adicciones, perversiones y disfunciones), abuso
y violencia sexual, enfermedad mental de tipo neurótico, y hacer fracasar el
noviazgo y el matrimonio, por destruir y esterilizar el amor. Todas estas
consecuencias negativas producen un intenso y prolongado sufrimiento en el
protagonista y en las personas que le quieren.
Ricardo Yepes afirma la misma idea de la siguiente manera: una entrega
corporal que no fuera fecunda o que no se acompaña de entrega personal sería una
mentira, porque consideraría al cuerpo como algo meramente externo, como una cosa
disponible y no como la propia realidad personal. De esta forma, la sexualidad se convierte
en un gesto vacío y falseado, pues no realiza lo que parece significar o indicar –donación
interpersonal fecunda-. La sexualidad se realiza de modo verdaderamente humano
solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se
24
comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería una
mentira si no fuese el signo y el fruto de la donación personal total.
Las personas con más riesgo de usar mal su sexualidad son las que, por su
manera de ser o por un problema de salud, familiar, social o laboral, sufren de
modo habitual intensos afectos negativos (tristeza, temor, frustración, soledad,
fracaso, inferioridad, inutilidad) y utilizan el placer sexual como evasión pasajera
de su malestar afectivo, pues, cuando desaparece su efecto “anestésico”, se
vuelven a sentir mal, y sienten el impulso a reiterar la conducta sexual
desnaturalizada para lograr un nuevo alivio, que acabará en la adicción. Este
hábito de evadirse del malestar produce en el sujeto que lo desarrolla una
intolerancia a lo desagradable y a la frustración, que hace muy difícil que pueda
romper el ciclo de la adicción. La conciencia y el sentimiento de falta de
autodominio y de libertad, que produce la adicción sexual, profundiza más aún
el sentimiento de frustración e infelicidad, que empujará a una huida más
frecuente, mediante el placer sexual, hasta llegar al hastío.
Por lo explicado hasta ahora, se puede afirmar que hay dos motivaciones
opuestas del uso de la sexualidad, una es obtener placer y otra expresar amor, y
cuya dinámica psicológica se detalla a continuación:
La primera motivación es el deseo de bienestar propio y, por eso, tiene un
trasfondo de egoísmo. Con el tiempo suele ir a más y hace del sujeto una persona
centrada en las sensaciones y emociones, que producirá un debilitamiento de las
facultades superiores -inteligencia y voluntad-, cuya finalidad es el conocimiento
de la verdad y del bien, para amarlos.
La consecuencia final de este modo de usar la sexualidad es un
desequilibrio psicológico, que hace sufrir al propio sujeto y a los demás, que se
sienten objetos utilizados para producir placer.
La segunda motivación es el amor, que lleva a usar la función sexual como
expresión corporal del amor, en forma de afecto físico, y para dar frutos
(procreación), que enriquecen y perpetúan el amor.
Y, como el amor, busca el bien del ser amado, supone asumir el sacrificio
de uno mismo, para que el otro sea feliz, al sentirse querido total e
incondicionalmente. Por esta relación del amor con el sacrificio, se puede afirmar
que la intensidad del amor se mide por la intensidad del sacrificio que se está
dispuesto a hacer por la persona amada. Muchas veces, ese sacrificio consiste en
renunciar al propio placer, porque la razón juzga que en ese momento, o de esa
manera, o con esa persona, no es bueno. Por otra parte, el amor a uno mismo
también exige sacrificar aspectos parciales por el bien general del Yo, es decir,
sacrificar sensaciones y afectos positivos a corto plazo, para lograr la felicidad a
medio o largo plazo.
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El amor verdadero, que lleva a la entrega de sí mismo, para poner en
primer lugar el bienestar y la felicidad de la persona que se ama, exige el dominio
de sí mismo, pues nadie puede dar lo que no posee. Si no nos poseemos no
podemos entregarnos.
El dominio habitual de la voluntad para usar la función sexual según las
indicaciones de la razón es la virtud de la castidad. La falta o debilidad de esta
virtud, es la causa de muchas de las infidelidades en el noviazgo y en el
matrimonio. La infidelidad hace daño a las dos partes: al que la comete, porque
se hace infiel, egoísta y débil, y corre el riesgo de perder la libertad por la adicción
al placer sexual; y al ser amado, porque deja de ser amado con plenitud y puede
llegar a dejar de ser amado completamente.
El uso de la sexualidad con uno mismo es también una forma de
infidelidad con la persona amada, pues supone dejarla fuera de esa experiencia
placentera, que le pertenece, a consecuencia de la entrega total que supone el
amor verdadero; y es también una infidelidad con uno mismo, pues tenemos la
obligación de ser fieles a nuestro compromiso moral de luchar por ser felices, que
sólo se logra cuando nos comportamos, también en la esfera sexual, bajo la
dirección de la razón y por un querer de la voluntad, no solo por sentirse bien,
que es un “querer” de la afectividad.
Cuando el uso de la sexualidad se hace con otra persona, pero para buscar
primera o únicamente el placer, que supone utilizar a un ser humano como un
objeto, que reduce su dignidad y le daña psicológicamente, al reducir su
autoestima y, a veces, también le produce un daño físico, cuando se hace con
violencia, porque no se tolera su negativa.
La sexualidad, por su fuerte carga de placer, produce hábitos muy
profundos y duraderos, muy difíciles de controlar y erradicar cuando son
erróneos, especialmente si se desarrollan en edades tempranas de la vida. Por
esta razón, es muy importante la prevención de toda conducta sexual
desordenada, de ahí que en la educación de la sexualidad, un elemento clave, es
la lucha continua y perseverante de la voluntad por lograr el autodominio de las
múltiples manifestaciones de la misma: sensoriales, perceptivas, imaginativas,
memorísticas, intelectuales y conductuales.
Las personas mejor dispuestas para lograr el control voluntario de la
función sexual, que es lograr la virtud de la castidad, son las que tienen un claro
y elevado proyecto de la propia personalidad o de manera de ser, que suele
incluir también un noble proyecto de noviazgo, matrimonio y, en general, de las
diferentes tareas de la vida. Estas personas, tienen muy clara también la
importancia de poseer la virtud de la perseverancia, pues la batalla por lograr la
castidad es costosa, ardua y con frecuentes tropiezos, que pueden desanimarlas,
especialmente a los jóvenes, por ser los más débiles ante el sufrimiento y el
sacrificio; pero que tienen a su favor el hecho de ser más idealistas y pueden
26
ilusionarse, en su preparación para la vida adulta, con vivir de modo ideal su
sexualidad.
Las personas con grandes proyectos de futuro y capacidad de sufrir
durante largo tiempo para alcanzarlos, tienen una personalidad opuesta a la de
las personas con un proyecto basado en sentirse bien y disfrutar a corto plazo,
sin considerar las consecuencias a medio y largo plazo. Y, como afirma el refrán:
“el que algo quiere, algo le cuesta”, el amor verdadero y la felicidad requieren el
buen uso de la sexualidad, es decir, la castidad.
Otra razón más para el uso virtuoso de la sexualidad, que es la castidad,
es su carácter sagrado, debido a su profunda relación con la vida, pues es el
instrumento de la generación de nuevas vidas humanas y porque forma parte del
cuerpo que posee un principio de vida. Y, puesto que la vida es “sagrada”, por
ser un don del Ser que es el dueño de la vida, la sexualidad participa también de
ese “halo sagrado”. Todo lo sagrado debe ser tratado con respeto y veneración,
y, cuando se usa o trata de modo impropio, se comete un sacrilegio, que es la
mayor ofensa que se puede cometer contra el Creador. De ahí, deriva la gravedad
moral de usarla impropiamente, es decir, sin seguir el criterio de la razón, que
juzga la bondad de los actos según estén o no encaminados a lograr la finalidad
natural de las cosas. Y como todo acto malo, hace malo al sujeto que lo realiza,
siendo mayor el daño cuanto mayor es la maldad del acto, el mal uso de la
sexualidad produce un grave daño al protagonista del acto, que puede ser un
serio obstáculo para alcanzar el proyecto de ser feliz, y produce también una
grave ofensa al dueño de la vida, al Creador.
Por lo dicho hasta ahora, se puede concluir, aunque sea una simplificación,
que hay dos tipos opuestos de personas, y otros tres tipos intermedio, según su
modo de vivir la sexualidad y tratar su cuerpo:
1. Un tipo de persona con creencias religiosas, más o menos profundas, que
considera a Dios como el creador del hombre y de la Naturaleza, que
establece unas reglas del comportamiento correcto, para el bien de la
humanidad y de todos los seres creados, que el hombre puede conocer con
su conciencia racional y vivir con su fuerza de voluntad, y así ser feliz y
hacer feliz a los demás.
Y, en el caso concreto de la sexualidad, el funcionamiento correcto es por
amor y para la generación, y entre personas que se aman y tienen un
compromiso de entrega plena y permanente, que se llama compromiso
esponsal o matrimonial, y da lugar a una familia, y que es el ambiente
ideal para la educación de hijos maduros y felices.
Algunas personas de este grupo, por amor a Dios y en agradecimiento a
los muchos dones recibidos, deciden realizar un compromiso de entrega
total a Él y renuncian, completamente y de por vida, al uso de la función
27
sexual, regalo suyo al darnos la vida en un cuerpo concreto. Este modo de
vivir la castidad total por amor a Dios se llama celibato.
2. Un tipo de persona, opuesto al anterior, sin creencias religiosas o sin
práctica religiosa, cuya normal principal de funcionamiento es disfrutar
de la vida mediante la búsqueda continuada del placer de los sentidos, y,
en consecuencia, usa la sexualidad según su apetencia y capricho, como
una importante fuente de placer.
Estas personas intentan controlar su afán de placer sexual, únicamente
cuando hay leyes civiles que lo prohíben, hay peligro de contagiarse de
enfermedades que les harán sufrir física y psicológicamente, cuando
pueden sufrir el rechazo social o la humillación de los demás, y cuando se
van a sentir comprometidos o atados a ciertas obligaciones desagradables
como son el matrimonio y los hijos.
3. Un tipo de persona con una actitud y conducta intermedia de los dos
anteriores, pero no muy frecuente, es la persona no religiosa con unos
principios de conciencia naturalmente buenos, que busca hacer lo mejor
en todo lo que hace, también en el uso de la sexualidad, por tener un afán
personal de ser y sentirse bueno, pues así se siente considerado y
apreciado por ella misma y por los demás.
Se trata de personas denominadas “hombres y mujeres naturalmente
buenos”, que, a base de razonar honradamente, sin la distorsión de los
intereses afectivos de sentirse bien en todo momento y a toda costa,
descubren que hay bien y mal en el mundo, y también en la conducta de
las personas, y buscan conocer con objetividad cuál es la conducta buena
en el uso de la sexualidad, y descubren la relación de ésta con la
procreación y con el amor romántico.
No es fácil, aunque no imposible, que este tipo de personas se mantenga
en este camino de bondad durante toda la vida, sin una finalidad más
trascendente o religiosa. Un ejemplo de la antigüedad, de este tipo de
personas, son los estoicos, que, más recientemente, se les ha llamado
“santos laicos”.
4. Otro tipo de persona, con creencias religiosas, pero que ha padecido una
educación con una utilización abusiva del miedo al castigo, para evitar
que hiciese el mal e impulsarla a hacer el bien, puede añadir al carácter
sagrado de la sexualidad un halo de peligro, por temor a ofender a Dios y
sufrir su castigo, y, por ello, puede ver la sexualidad como algo malo y
peligroso. Por esta razón, tiene dificultad para vivirla bien, e incluso
puede sentir un rechazo total o fóbico, porque los intensos afectos
negativos (miedo, asco, vergüenza, rechazo) que acompañan a las
manifestaciones sexuales, inhiben su normal funcionamiento y, con
frecuencia, son la causa de disfunciones sexuales.
Estas personas suelen calificarse de escrupulosas –que es un tipo obsesión-
, y se incluyen en el espectro de patologías neuróticas.
28
5. Finalmente, un grupo de personas, no insignificante, viven también la
sexualidad con una actitud negativa, y, por tanto, con ideas, sentimiento
y conductas negativas: asco, rechazo, vergüenza. En este caso, la causa está
en experiencia negativas durante la infancia y la adolescencia, por haber
sufrido abusos sexuales o haber sido testigos habituales de violencia
sexual en personas queridas de su entorno.
Entre estas personas se dan disfunciones sexuales y, en los varones que
han sufrido abuso a temprana edad, también pueden darse perversiones
y adicciones sexuales.
29
IV Afectividad: El don del celibato
30
la que se ha comprometido. Cuanto más amor, más fuerte es la voluntad para
llevar a la práctica lo que se ama.
La promesa de celibato de una persona sin que Dios le haya llamado con
una vocación al celibato, al no contar con su gracia, resulta muy difícil de vivir,
porque la naturaleza humana ha sido creada por Dios con la misión de procrear,
y además supondría ir contra el deseo de Dios.
El celibato además de donar el uso de la sexualidad conlleva el don del
amor esponsal, que es el marco previsto por Dios para el uso de esa función. Pero
no supone la renuncia al amor humano, que ha de ser también un amor a los
demás por el Reino de los Cielos, es decir, por amor de Dios, que nos pide amar
al prójimo y amarle a El en el prójimo. El amor al prójimo limpio de deseos
sexuales suele ser fuerte y duradero, pues es más espiritual.
Toda persona ha sido creada por amor y para amar. Y aunque a veces los
padres engendran criaturas sin amor y nos las aman ni las enseñan a amar, Dios
sí las crea y las mantiene en el ser por amor y quiere que le amen. Por esta razón,
para ser feliz en la tierra y después en el cielo, toda criatura debe sentirse amada
y debe amar. También las personas llamadas al celibato necesitan ser amadas y
amar para ser felices.
Para poder amar bien hay que amar con orden, es decir, hay que amar
primero a los primeros y después a los demás según el orden social adecuado.
Cuando los esposos se aman mucho pueden amar a sus hijos y al resto de las
personas sin apegos y sin conflictos afectivos. Lo mismo ocurre con toda criatura
que ama mucho a Dios, después puede amar a las demás criaturas de modo
adecuado. Esto último, es especialmente importante en las personas llamadas a
celibato. El Papa Francisco en Amoris laetitia afirma que el fundamento del
celibato, como del matrimonio, es el amor, el amor a Dios y a las criaturas: La
virginidad y el matrimonio son, y deben ser, formas diferentes de amar, porque el hombre
no puede vivir sin amor (n.161).
El amor de la persona empieza por un querer de la voluntad a los seres
que la razón juzga como buenos y de la manera que la razón considera ordenada,
después, con los repetidos actos de amor, va surgiendo el afecto en la afectividad
y entonces es toda la persona la que ama.
La identidad del celibato es una convicción firme de la razón de que es lo
mejor para uno mismo en la única vida que tenemos, pues Dios sabe más que
nosotros y nos ha puesto en el camino que nos va a hacer felices en la tierra con
la felicidad limitada de esta vida y nos hará felices en el Cielo. Esta convicción
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crece, se fortalece y se consolida con una vida diaria fiel a ese compromiso con
Dios; con el aumento del amor a Dios; y con la lucha por cortar con prontitud la
dudas y las pequeñas infidelidades. Para vivir esto último, la voluntad tiene que
ser fuerte. El San Juan Pablo II en Familiaris consortio afirma la realidad de que el
celibato es don de Dios muy valioso: …la virginidad testimonia que el Reino de Dios
y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea
grande, es más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por esto, la Iglesia,
durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma frente al
del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios (n.16).
El célibe, aunque haya donado el ejercicio de su sexualidad y la capacidad
de tener un amor esponsal, paternal y maternal, sigue poseyendo la sexualidad
con sus impulsos, deseos y movimientos, y sigue poseyendo su afectividad con
su capacidad de enamorarse, apegarse y apasionarse por los demás, pero las
posee como administrador de algo ajeno y sabiendo que, en un momento
determinado, el Dueño ha de pedirle cuenta de como las ha utilizado. Ahondar
con la razón y la afectividad en esta convicción de que no nos pertenecemos, lleva
a estar vigilantes y cuidar bien cada día esas cualidades donadas a Dios.
Bibliografía
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- J. M. Laporte y S. Tapia (ed.), La aventura del amor, Edusc, Roma 2017.
- E. Chuvieco Salinero, Sentido y vivencia del celibato de los laicos, Madrid: Digital
Reasons, 2017.
Enero de 2020
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