Leyenda
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Leyenda
En el interior de la provincia de Santa Fe, bien al sur, habría una puerta al infierno que fue
cuidadosamente clausurada. Conocé dónde está.
Leyendas Urbanas
La “versión oficial” dice que ese lugar fue el elegido para señalar la altitud de la ciudad sobre el
nivel del mar. Pero, según una antigua leyenda, ese cuadrilátero con forma de ring de boxeo
enclavado en el sector de los juegos infantiles de la plaza tiene otros orígenes. Orígenes mucho
más escabrosos, por cierto. Quienes conocieron esta zona desde antes de la fundación del pueblo
dejaron para la posteridad historias que demuestran que en ese sitio se encontraba una de las
pocas entradas que tenía el mundo para llegar al infierno. Por ende, era también salida desde las
profundidades malignas hacia la superficie. Y cuando esta región aún no estaba muy poblada, esa
abertura era una de las más elegidas por los demonios para apersonarse en la tierra.
Ha quedado registrado en la memoria popular, a través de relatos de los mayores, el famoso
enfrentamiento que protagonizó el cacique pampa Tuguacane con Lucifer. Es que este
cacique sabía que el daño que se estaba provocando en su toldería, tenía como único
responsable al enviado de Satanás. Y una noche decidió ir en su búsqueda para acabar con la
maldición. La lucha sangrienta se extendió por espacio de aproximadamente tres días, ya que
ninguno de los contendientes claudicaba y continuaba la pelea con saña. Hasta que Lucifer recibió
la ayuda de Belcebú quien, atacando a traición al líder pampa, le asestó una puñalada por la
espalda.
Macabro hallazgo
El poblado se desintegró. Y la leyenda dice que los pocos que alcanzaron a huir salieron en
búsqueda de lugares más pacíficos, en tanto que muchos otros (la gran mayoría) no pudieron
escapar de las garras del demonio y perecieron en el lugar.
Se cuenta que, décadas más tarde, con la ciudad ya fundada y estando en construcción el puente
que pasa sobre las vías del ferrocarril, los obreros encontraron en una de las excavaciones un
gran número de huesos. Esto hacía suponer que se trataba del camposanto de la toldería o de los
restos que dejó la matanza hecha por Lucifer.
Unos años después de aquella pelea, una línea de caballería del ejército de Urquiza que iba a
enfrentar a Rosas se apartó demasiado del recorrido original y, perdidos como se encontraban en
la pampa, hicieron noche acampando en este lugar. Y coincidió con otra de las tantas salidas de
Lucifer a la superficie. Cuando el representante del demonio divisó las carpas adoptó una forma
humana que le permitió mimetizarse entre la tropa. Aprovechando la circunstancia, Lucifer fue
exterminando uno a uno a los soldados. Dos de ellos, al descubrir que el asesino no era uno de los
suyos, más que nada impresionados por el extraño brillo que salía de sus ojos, y sabedores de las
leyendas que narraban sobre las apariciones del diablo, cayeron en la cuenta que se trataba de
una de sus crueles visitas y se dieron a la fuga. Gracias a los testimonios que transmitieron a sus
superiores, cuando consiguieron localizarlos, se conserva hasta hoy este relato. Se dice que los
cadáveres de los alrededor de trescientos milicianos permanecen bajo los árboles del otro
costado de la plaza principal de la ciudad santafesina.
Un valiente nativo
Pasaron los años. Rufino se formó como una localidad “moderna”. Hoy es de las principales del sur
santafesino.
Así fue como, a comienzos de 1900 el anciano curandero Asdrúbal Capaquen, uno de los últimos
descendientes de los indios querandíes, tomó una decisión que fue considerada por sus
conocidos como una locura. Una noche de luna llena, e intuyendo que se podría tratar
efectivamente de una vía de comunicación con el infierno, se introdujo por ese pasillo que lo
llevaba supuestamente hasta las profundidades más recónditas. Al cabo de unas horas regresó a
la superficie y, a partir de entonces, no volvió a pronunciar palabra alguna hasta el día de su
muerte, ocurrida un par de meses después. Sus amigos trataron siempre de intentar conseguir
algún testimonio, pero su mirada perdida y su mutismo lo tornaron imposible. También perdió
los poderes que tenía para curar, lo que todos interpretaron como un castigo que le aplicaron en
el infierno por la osadía de haber bajado hasta sus dominios.
El asunto se fue divulgando boca a boca por todo el pueblo. Los habitantes de Rufino tenían
mucho temor. La antigua leyenda podía repetirse en las calles del pueblo. La situación empezaba a
complicarse y adquirió carácter público.
Las autoridades municipales recurrieron a sus pares provinciales y nacionales para solicitar
ayuda o algún consejo, consiguiendo como resultado una alternativa que se llevó adelante y
posiblemente haya significado la desaparición del problema.
Nace la leyenda
Se construyó el actual monolito rodeado por un cuadrado metálico. En su superficie, se colocó una
plaqueta que dice: “Instituto Geográfico Militar Argentino. 112. Punto Altimétrico. Hasta cuatro
años de prisión a quien destruya esta señal”. Lo que no deja de ser cierto, pero que en realidad
fue una excusa para ocultar una realidad cuyas consecuencias podrían haber sido más graves si la
situación no se detenía.
La última frase de la placa es por demás intimidatoria. Además, deja entrever el miedo existente
en quienes la instalaron, que de esta manera intentaban que el acceso nunca vuelva a quedar
descubierto.
Desde entonces, no se produjeron nuevas apariciones y se cree que el tema está bajo control.
Pero, sin embargo, siguen sucediendo cosas llamativas. Distintas personas han contado varias
veces haber oído ruidos extraños provenientes de abajo de la construcción, cuando
ocasionalmente pasaron por ese lugar de la plaza. Consultados viejos habitantes de la ciudad,
aquellos que fueron testigos o con un mayor conocimiento de las historias ocurridas, calculan que
se podría tratar de intentos de Satanás o de sus enviados de pretender volver a la tierra. Los
demonios estarían destruyendo desde abajo la cobertura que se le puso a la salida, para así
poder volver a asolar la zona.
Hoy en día, los rumores hablan de la existencia, en Rufino, de dos puertas que conducen al
infierno. Una en el supuesto mojón del Instituto Geográfico ubicado en la plaza. Y la segunda en la
mismísima iglesia, a pocos metros de allí. Pero esa será tarea de otra crónica que narre las
leyendas urbanas de nuestros pueblos.
Sótanos
Contratapa de la edición impresa de La Tribuna del Sur, del sábado 21 de abril de 2018.
OJO
Son varios los lectores que me piden dejar de lado los temas políticos, y ocupar esta contratapa
con relatos relacionados con lo que en una época, llamamos las Historias Fantásticas de Rufino.
“Cuente Hache aquel asunto del esqueleto humano que una vez encontraron en el sótano del Club
Social, usted ya escribió algo sobre ese asunto hace mucho”, me dice un lector. Es cierto, son
historias de la era antediluviana del pueblo, cuando Rufino tenía clima seco y napas bajas, lo que
permitía la existencia de sótanos. Había un Rufino de arriba y otro Rufino de abajo en esos
tiempos. Y seguramente, como imaginarán, era mucho más interesante lo que pasaba bajo la
superficie.
Pero vamos al asunto, que tiene que ver con otra cuestión sobre la que también me piden insista,
aquella crónica de las puertas del infierno, que tantos problemas me trajo en su momento.
Lo del esqueleto en el ya inexistente sótano del Club Social, ocurrió hace unos cuarenta y pico de
años. El hallazgo de los huesos, calavera incluida, produjo bastante revuelo y los que peinan canas
deben recordarlo. Para la iden-tificación del cadáver no hizo falta recurrir a la policía científica,
entre otras cosas porque no existía, y alcanzó una breve inspección de la calavera para confirmar
que el muerto era el viejo Yiyito. El hombre era conocido por sus dotes de asador, y deambulaba
de parrilla en parrilla asando a domicilio por unos pocos pesos, y unos muchos vasos del tinto que
le pusieran delante. El humo de la parrilla le hacía lagrimear un solo ojo, porque el otro era de
vidrio. Decían en aquellos tiempos que la pérdida del ojo fue consecuencia de una pelea, por una
cuestión de faldas en su juventud. Pero esa es otra historia. El asunto es que Yiyito desapareció de
un día para el otro. Y tiempo después ocurrió lo del hallazgo en el sótano del Social. Pasado el
susto, uno levantó la calavera y escuchó un ruido raro, como a sonajero. Adentro estaba el ojo de
vidrio. Dos más dos cuatro, el finado era Yiyito, caso cerrado. Cómo llegó hasta ahí, y por qué pasó
al otro mundo en ese sótano que ya no se usaba, quedaron como incógnitas sin explicación lógica
alguna. Pequeño detalle, la entrada al sótano estaba cerrada por fuera con un candado, que se
encontró intacto. Y ahí empieza la verdadera historia.
Quien me contó lo que relataré a continuación, hace tiempo hizo su último viaje por Lorenzetti al
fondo. Así que debo confiar en mi memoria para transmitir su versión de los hechos. Este tipo, ya
hace unos veinte y pico de años cuando escribí la primera contratapa sobre Yiyito, me paró un día
por la calle y me aseguró conocer la verdad sobre la desaparición del viejo. Trataré de reproducir
su testimonio palabra por palabra, lo más fidedignamente que me permita el Alzheimer.
“Mirá Hache, yo sé que te parecerá raro lo que te voy a decir, pero a vos te interesa ese asunto y
te lo tengo que contar. Yo no era amigo de Yiyito, porque el viejo no tenía amigos. Pero nos
encontrábamos en los asados y cada tanto hablábamos de la vida. La noche que desapareció yo lo
ayudé a limpiar la parrilla, y nos fuimos juntos. Andaba raro, como pensativo. Mientras
caminábamos me dijo que ya se sentía viejo y que no le tenía miedo a la muerte. Pero no quería
que la parca lo viniera a buscar, estaba obsesionado con eso, él quería irse solo y repetía que al
infierno iba a entrar por sus propios medios. Esa noche nos despedimos en la esquina de Italia y
Cobo, él cruzó para la plaza y no lo ví más. Estoy seguro que encaró para la puerta del infierno.
Algo pasó ahí abajo, se habrá perdido, o era demasiado bueno y lo mandaron para otro lado. Por
ahí erró la salida y terminó embocando el sótano del Social, no sé. Yo fui uno de los que encontró
el esqueleto. Mirá....”, dijo y sacó algo del bolsillo.
La esfera de vidrio se iluminó entre sus dedos, despidiendo leves fulgores rojizos. “Este ojo, Hache,
vio cosas que no son de este mundo”, me dijo el tipo. Y pegó media vuelta para alejarse con paso
apurado.