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Cap VI

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Capítulo VI

De mendigo a millonario:
la era del guano, 1840‑1879

La oportunidad del Perú de superar su aguda decadencia política y económica


postindependentista, provino de una de las fuentes más inesperadas: las montañas
de excrementos secos depositados por las aves marinas en unas cuantas islas de
la costa central. Durante miles de años, estas aves subsistieron con los millardos
de pequeños peces criados en las fértiles profundidades de la Corriente Peruana
del océano Pacífico y depositaron sus excrementos en las islas de Chincha.
Usado por los incas como un fertilizante natural para la agricultura, el guano
quedó virtualmente olvidado con la frenética destrucción de la conquista, al igual
que buena parte de los valiosos conocimientos incaicos de los Andes. Hasta la
revolución agrícola de Europa, en el siglo XIX, no se redescubrieron las propiedades
fertilizantes de este abono rico en nitratos, y su aplicación en los campos del
hemisferio norte resultó ser una bonanza para el Perú. En el transcurso de las
cuatro décadas siguientes, de 1840 a 1880, unas once millones de toneladas de
guano fueron extraídas, transportadas y vendidas en los mercados europeos y
estadounidenses, por un estimado de setecientos cincuenta millones de dólares.
Un ejército relativamente pequeño de unos mil culís chinos importados extraía
laboriosamente el guano, lo cargaba en carros y lo paleaba por unos vertederos
a los navíos que esperaban para trasladarlo. En palabras de Gootenberg, para
el Perú ésta (Gootenberg, 1993: 2; 1998: 18 [ed. en español]), «fue una historia
de ‘mendigo a millonario’: un estilo de vida a la moda para las élites urbanas,
presupuestos inflados, millones de importaciones caprichosas, una paz política
comprada y el acceso ilimitado al crédito londinense». Sin embargo, cuando las
reservas finitas de guano se agotaron en la década de 1870, se convirtió en la
clásica historia latinoamericana de auge y colapso, provocando el incumplimiento
de una gran deuda externa tras el colapso financiero y económico. Algo digno de
resaltarse es que condenó a muerte a la apuesta por el crecimiento y el desarrollo
204 Peter Klarén

sostenido hecha por el Perú a mediados de siglo, y dejó un legado de subdesarrollo


que perduraría hasta bien entrada la siguiente centuria.
El impacto y el legado del guano en el Perú han sido calurosamente debatidos
por los historiadores. Una interpretación, sugerida por Jonathan Levin (1960), es
que éste produjo la clásica economía de «enclave», con pocos eslabonamientos hacia
delante o hacia atrás que estimulasen la producción nacional. En consecuencia,
hubo pocos —si es que hubo alguno— efectos de desarrollo duraderos en el país.
En esta versión, la riqueza del guano quedó aislada del resto del país, financiada y
explotada por extranjeros, y trabajada por una fuerza laboral relativamente pequeña
y servil, sin ningún poder adquisitivo. Las utilidades fueron remitidas al extranjero,
dilapidadas por la corrupción y los malos manejos estatales, y consumidas por una
pequeña élite en una orgía de importaciones suntuarias.
Hunt (1985, 1973) cuestionó la tesis del «enclave» argumentando que el
guano produjo una típica economía «rentista», similar a la experiencia colonial
con la plata. Una economía de este tipo era capaz de ganar una cantidad masiva
de divisas extranjeras con la exportación de un recurso natural. Las ganancias del
comercio guanero no se dispersaron en el extranjero, como sostenía el modelo de
enclave de Lewin, sino que, más bien, se conservó en el país un setenta y uno por
ciento neto de lo recibido por las ventas controladas por el Estado o por contratistas
nacionales, quienes distribuyeron los beneficios en forma discutiblemente racional.
Según esta interpretación, el verdadero problema fueron los grandiosos y mal
diseñados proyectos de inversión estatal (por ejemplo, ferrocarriles), que no lograron
diversificar la economía o crear una nueva clase de empresarios nacionales.
Paralelamente, la industria artesanal, y por lo tanto el potencial empresarial,
quedó destruido con las masivas importaciones del extranjero inducidas por unas
políticas librecambistas radicales y los dispendiosos hábitos de gasto de la élite. Sin
embargo, tal vez el efecto más pernicioso de la economía rentista del guano fue
psicológico. Los conocimientos y habilidades empresariales no se desarrollaron
y quedaron atrofiados por que una economía como ésta produce riquezas, pero
no gracias al esfuerzo individual, sino simplemente por tener la propiedad y la
explotación de los recursos por parte de una fuerza laboral cautiva. De esta manera,
el ejemplo de la plata colonial y los trabajadores indios se repitió en el siglo XIX
con el guano y los culís chinos contratados.
Otros historiadores han emitido sus pareceres. Mathews (1968) encontró que
el problema fundamental lo constituyeron las empresas extranjeras que intentaron
abrir el país a un «imperialismo del libre comercio», cuando los peruanos sí lograron
hacer algunos buenos negocios. Otros historiadores muestran las evidencias
de diversificación y desarrollo que el guano produjo con el surgimiento de las
haciendas de algodón y azúcar a lo largo de la costa (Burga 1976), el desarrollo
del mercado y la modernización de la sierra central (Manrique 1987; Mallon
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1983), así como la organización de una burocracia estatal y un sistema financiero


en funcionamiento (Trazegnies 1980).
Tal vez la interpretación de la era del guano aceptada ampliamente provino
de varios historiadores dependentistas y neomarxistas peruanos. Estos argumentan
que la pérdida del desarrollo guanero peruano puede atribuírse directamente al
civilismo, grupo aspirante a clase dominante que fracasó en la formulación de
un «proyecto nacional hegemónico» para el país. Desde esta perspectiva, el Perú
no logró producir una burguesía nacional capaz de poner al país en la ruta del
desarrollo nacional y capitalista. Más bien, la élite del «guano» pasó a ser una
clase «compradora» que mediaba entre el capital británico y el comercio guanero
mediante un régimen liberal de comercio libre en un sistema imperialista global.
A pesar de estas interpretaciones, es evidente que el boom del guano dio
al Perú una gran oportunidad para desarrollarse. Es igualmente importante,
según Gootenberg, que éste trajo consigo un desplazamiento fundamental
en la política económica, con trascendentales implicaciones de largo plazo. A
partir de la década de 1840, el Perú comenzó a abandonar el régimen de corte
nacionalista‑proteccionista predominante desde la independencia, por una
economía política decididamente más abierta y liberal. Lo que precipitó este
histórico cambio de política fue la creciente toma de conciencia entre los caudillos
militares y la poderosa élite mercantil limeña, en la era del guano, de que el
liberalismo se adecuaba mejor a sus intereses políticos y económicos fundamentales
que la permanencia del proteccionismo.
Por su parte, los caudillos militares inmediatamente vieron en el guano un
medio alternativo de financiamiento de emergencia para el Estado. Su relativo
aislamiento como fuente de ingreso estatal significaba que era inmune a los crónicos
conflictos político‑militares de la era caudillista. Esta toma de conciencia hizo que
el Estado declarara inmediatamente su monopolio en 1841, y estableciera un
sistema de «consignaciones» para su comercialización. En este sistema, el guano
era subastado a comerciantes privados a cambio de préstamos o adelantos
sobre ganancias estatales futuras. Pero resultó que las consignaciones tendieron
a favorecer a los comerciantes extranjeros antes que a los nacionales, ya que
aquellos estaban en mejores condiciones de desarrollar los mercados del guano
en Europa y los Estados Unidos, y además contaban con un amplio capital con
el cual hacerle préstamos al gobierno. Aún más, el hecho de que los comerciantes
extranjeros facilitaran los intereses del Estado en la explotación llevó a que los
caudillos militares vieran con mejores ojos el pedido que este sector hacía de una
política liberal del comercio libre y una economía más abierta. Por lo tanto, se
fueron alejando gradualmente de su vieja postura proteccionista, aunque para
que adoptaran plenamente la idea de un régimen liberal tuvieron que pasar varios
años y hubo de surgir un sistema político más estable.
206 Peter Klarén

En cuanto a la poderosa élite mercantil de Lima, su paso hacia el liberalismo


económico se precipitó gracias al comportamiento cada vez más depredador de
los caudillos a comienzos de la década de 1840, antes que la renta del guano
alcanzara montos suficientes como para estabilizar al Estado. En ese momento, el
país cayó nuevamente en una serie de fratricidas guerras civiles e internacionales
que duraron cuatro tumultuosos años, de 1841 a 1845. Desesperados por
financiar sus esfuerzos individuales en pos de consolidar el poder, los caudillos
beligerantes procedieron a «canibalizar» los restantes recursos financieros de la
élite mercantil dominante. Este proceso queda adecuadamente simbolizado con
el «saqueo» que diversos caudillos hicieron del Ramo de Arbitrios, la institución
establecida antes del descubrimiento del guano para «regularizar» el proceso de
préstamos forzosos que financiaba al Estado caudillista. Su destrucción arbitraria,
que llevo a la quiebra a una serie de prominentes comerciantes y financieros
limeños, resultó ser la gota que colmó el vaso del respaldo de la élite comercial
limeña al sistema de gobierno militar‑caudillista predominante y su orientación
nacionalista‑proteccionista. Este hecho marcó el inicio de la transformación
político‑ideológica de esta clase, desde una obstinada postura proteccionista a la
adopción del nuevo liberalismo librecambista. La destrucción del Ramo también
hizo que la élite mercantil contemplara las ventajas de un régimen civil —aunque a
esta idea le tomaría más tiempo germinar—, en particular tras el advenimiento de
un orden impuesto por el general Ramón Castilla en 1845. El gobierno civil pasó
a ser un proyecto político fundamental de las élites peruanas sólo en la década
de 1860, al darse cuenta de que de esa manera obtendrían mayores ganancias
del tráfico guanero, tanto a nivel individual como colectivamente, como clase.
Hubo tanto ganadores como perdedores en el histórico realineamiento de los
mercados nacionales a los internacionales. Las casas comerciales extranjeras, que
se incrementaron numéricamente en las décadas de 1830 y 1840, no solamente
fueron actores importantes en el comercio internacional del guano, sino que
además ganaron acceso al mercado peruano para sus importaciones, básicamente
de objetos de lujo para el estrato superior del mercado doméstico: las clases medias
y altas peruanas chic, enriquecidas por la bonanza guanera. Por su parte, la élite
mercantil peruana prosperó como intermediaria de sus nuevos aliados extranjeros,
proporcionando las salidas minoristas para las importaciones de lujo y facilitando
los canales políticos y financieros para la comercialización del guano.
Los perdedores en esta apertura económica resultaron ser los antiguos
aliados y clientes de esta élite mercantil: los pequeños comerciantes y artesanos,
que ya no eran útiles y por lo mismo resultaban ser ahora prescindibles. Ambos
grupos, que habían conformado la base popular de las políticas nacionalistas y
proteccionistas de dicha élite, se vieron severamente afectados por la avalancha
de importaciones extranjeras que siguió a la bonanza del guano y a la progresiva
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caída de los aranceles después de 1845. En el caso de la clase artesanal, su


mercado más caro quedó eliminado con la duplicación de las importaciones
de lujo a finales de esta década. Del mismo modo, los canales de distribución
minoristas fueron desplazados por las fuerzas conjuntas de los establecimientos
minoristas del consulado y los extranjeros. Según Gootenberg (1989: 115), «un
‘sector medio’ próspero y nacionalista, que alguna vez había dominado Lima,
iba siendo dejado de lado en la década de 1840, a medida que su economía
comercial se internacionalizaba rápidamente».
Las implicaciones sociopolíticas de la internacionalización comercial en la era
del guano fueron sustanciales. Los sectores medios empobrecidos y desclasados
de artesanos y minoristas denunciaron las «opresivas» políticas librecambistas de
la aristocracia mercantil «comeguano». Pasaron entonces a ser el «problema social»
de la década de 1850 y salieron a las calles en más de una ocasión como sucediera
durante los motines proteccionistas de diciembre de 1858, para protestar en contra
de su decadencia y creciente pauperización. Sin embargo, para ese entonces su
marginación política por parte de las élites liberales en ascenso era completa, y
sus gremios y su antigua influencia se batían en plena retirada política.

Castilla y la pax andina

El primer caudillo en aprovechar el auge del guano y beneficiarse con él fue el


general Ramón Castilla, quien asimismo resultó ser uno de los soldados‑políticos
más hábiles en la historia del Perú. Mestizo de primera generación, procedente de
una familia de comerciantes en Tarapacá, al sur, Castilla ascendió hasta convertirse
en la fuerza dominante de la política peruana entre 1845 y su deceso, en 1868.
En este periodo fue dos veces presidente, de 1845 a 1851 y nuevamente de 1854
a 1862. Castilla inició su ascenso en la política como un oficial de ejército leal al
general y presidente conservador Agustín Gamarra, logró establecer una base de
poder regional en Arequipa, donde se vinculó con una de las familias más ricas de
la ciudad por medio del matrimonio. Recurriendo al botín financiero cada vez más
grande del guano, así como a su formidable habilidad política —que combinaba
una inclinación pragmática, aunque liberal, con una predisposición a construir
un consenso—, Castilla se movió hábilmente durante su primer gobierno para
consolidar el poder de la presidencia y el Estado central. En consecuencia, un
ordenamiento político estable, o pax andina, comenzó a aparecer por vez primera
desde la independencia en un país que hasta entonces sólo había conocido
revoluciones políticas y perturbaciones económicas.
El rápido incremento de las rentas del guano permitió a Castilla forjar su
pax andina durante sus dos gobiernos. Las rentas estatales procedentes de la
exportación del guano subieron de doscientos cincuenta mil pesos en 1846‑1847 a
208 Peter Klarén

5 millones de pesos a mediados de la década de 1850, y a 18,5 millones de pesos


a comienzos del siguiente decenio La creciente importancia de la renta guanera se
refleja en que en 1846‑1847 ella representaba apenas el cinco por ciento de los
ingresos estatales, pero el ochenta por ciento en 1869 y 1875. Al mismo tiempo,
las importaciones inducidas por el guano se duplicaron entre 1847 y 1851 a casi
diez millones de dólares, brindando otros tres millones de pesos adicionales al
tesoro en aranceles en 1851‑1852.
Esta generosidad fiscal permitió a Castilla y sus sucesores forjar el inicio
de un Estado nacionalista, con congresos que funcionaban, códigos y estatutos
legales, agencias y ministerios ampliados y, por vez primera, un presupuesto
nacional. Castilla también logró ejercer un patronazgo cada vez más considerable,
el cual usó para consolidar el poder político en base a la ampliación del empleo y
de obras públicas. Al mismo tiempo, expandió y modernizó las fuerzas armadas,
afianzando así el poder del Estado central al mejorar su capacidad para sofocar las
endémicas revoluciones políticas montadas por los caudillos regionales y locales
que luchaban por el poder.
Por último, gracias a su mayor fortaleza fiscal, el remozado poder estatal
permitió a Castilla limitar el poder de la Iglesia. Una generación anterior de liberales
había logrado establecer el principio del patronato nacional, nacionalizando así
la riqueza de los monasterios (1833) y aboliendo el fuero eclesiástico (1856) que
durante largo tiempo brindó inmunidad de los juicios civiles a los hombres de
Iglesia. Luego, en mayo de 1859, Castilla abolió los diezmos, la fuente principal de
ingresos eclesiásticos desde la colonia. Aunque suavizó el golpe comprometiendo
al Estado a pagar en el futuro el salario de todos los miembros de la Iglesia y a
apoyar los seminarios y hospitales que ella administrase, en realidad, de aquí en
adelante, el nivel de este respaldo disminuyó progresivamente a lo largo del siglo.
El resultado fue el gradual empobrecimiento de la Iglesia, el cual, junto con la
creciente secularización de la sociedad, minaron seriamente su capacidad para
atraer y preparar nuevos miembros competentes para el sacerdocio a medida
que pasaba el siglo.
Además de consolidar el Estado, Castilla alcanzó una fama duradera al abolir
la contribución indígena y liberar a los esclavos en 1854. Ambas medidas ampliaron
considerablemente su base social al inicio de su segundo gobierno y le ganaron
el título permanente de «Libertador» en la historia peruana. La abolición de la
contribución indígena redujo significativamente la base fiscal del Estado, haciendo
que en el largo plazo fuera peligrosamente dependiente del guano, un recurso
natural finito y cada vez más agotado. Además, también redujo significativamente
la presencia del Estado de la era del guano en la sierra, ampliando así la brecha
entre la sociedad indígena y el gobierno en Lima. Es más, dado que el pacto
de «tierra por contribución» ya no era válido, según Thurner (1995: 306‑07) los
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gamonales locales ya no estaban limitados por los agentes del Estado central en
sus relaciones con las comunidades. Esto hizo que se apropiaran ilegalmente de
la contribución que antes iba a Lima, y que cometieran otros abusos y agresiones
(cercamientos de tierra, por ejemplo) que intensificaron los conflictos sociales en
la sierra durante la segunda mitad del siglo, sobre todo durante la Guerra del
Pacífico y después de ella.
En cuanto a la abolición de la esclavitud, ella también resultó de alguna
manera problemática. La manumisión afectó a unos 25.505 negros, ubicados
principalmente en la costa. Los esclavistas recibieron una compensación de unos
trescientos pesos por esclavo, a un costo total para el Estado de 7.651.000 pesos.
Como veremos, parte de este capital fue reinvertido por los hacendados en
incrementar la capacidad productiva del azúcar y el algodón, y así aprovechar el
incremento en la demanda y los precios internacionales. Desde la perspectiva de los
derechos humanos fue menos positivo el hecho de que al no poder conseguir una
provisión alternativa de trabajadores entre los campesinos indios de la sierra, los
hacendados comenzaron el tráfico de otra forma de esclavitud. Entre 1849 y 1874,
unos cien mil culís chinos fueron enviados al Perú como sirvientes contratados,
principalmente del sur de China a través de Macao. Las condiciones del viaje a
través del océano Pacífico eran tales que la tasa de mortalidad entre los culís que
llegaban al Callao fluctuaba entre diez y treinta por ciento. Los que sobrevivían eran
enviados de inmediato a reemplazar a los esclavos en las haciendas azucareras y
algodoneras de la costa, a trabajar en las islas guaneras, junto con un pequeño
número de convictos y de polinesios, y posteriormente a construir los ferrocarriles
que se convirtieron en la panacea desarrollista de la élite gobernante.
El tratamiento dado a los culís fue igual que el dado a los esclavos negros
antes, aun cuando aquellos venían contratados hasta por siete años, tras lo
cual técnicamente podían partir. Incluso entonces, el endeudamiento con sus
empleadores por el pago del viaje y otros gastos incurridos en las haciendas o
en la extracción del guano, forzó a muchos a permanecer en lo que Rodríguez
Pastor (1989) llamó una «semiesclavitud». De igual manera que sus predecesores
africanos, soportaron duras condiciones laborales y de vida, incluyendo los
frecuentes latigazos, el encierro en los galpones de la hacienda al caer la noche
y una explotación generalizada. Al no contar con compañía femenina (pocas
mujeres fueron importadas como culís), la homosexualidad fue un rasgo común y
el consumo de opio, a menudo vendido por los hacendados, se hizo habitual. En
condiciones tan deplorables, no sorprende que se desarrollaran diversas formas de
resistencia en las haciendas, entre ellas la fuga, el crimen, los motines y la rebelión.
Después de completar sus contratos, muchos chinos prefirieron eventualmente
dejar su lugar de trabajo y dirigirse a los pueblos y ciudades a lo largo de la costa,
Lima inclusive, para dedicarse al comercio minorista. Separados de la cultura
210 Peter Klarén

dominante por el lenguaje y las costumbres, ellos tendieron a congregarse en sus


propios barrios étnicos, donde fueron el blanco de la discriminación y los pogroms
en momentos de crisis, como sucedió durante la Guerra del Pacífico (1879‑1883).
En 1874 el tráfico de culís, que había enriquecido a un grupo de traficantes
conocidos como «chineros», fue eliminado por el gobierno después de las fuertes
y persistentes protestas de parte del gobierno chino y la comunidad internacional.
El Estado no podría haber emprendido la mayoría de estas medidas sin una
reforma general y la estabilización del régimen fiscal, junto con el flujo creciente
de rentas procedentes del guano, especialmente de préstamos de emergencia
de los consignatarios. El problema no provenía sólo de las inevitables presiones
ejercidas por diversos intereses en pos de incrementar los gastos, sino de los límites
impuestos a los préstamos gubernamentales por las enormes deudas interna y
externa. Estas deudas se debían al incumplimiento en el pago de los préstamos, así
como a los reclamos por daños que se remontaban a las guerras de independencia
y las subsiguientes guerra civiles. Ellas sumaban un estimado de cuarenta millones
de dólares, y los gastos seguirían superando a los ingresos, con los persistentes
déficits presupuestarios, hasta que el gobierno no le hiciese frente seriamente para
así abrir el acceso a los mercados de crédito. Por ejemplo, mientras que la renta
procedente del guano en forma de préstamos y adelantos sumó cinco millones
quinientos mil dólares entre 1841 y 1849, ella únicamente cubrió la décima parte
de los gastos estatales en dicho lapso. En 1847 y 1851 la brecha presupuestaria
ascendía a veinte y veinticinco por ciento, respectivamente.
Para resolver este problema fiscal, Castilla emprendió la tarea de consolidar
la deuda nacional, un proceso que tomó varios años y que fue completado
únicamente por José Rufino Echenique (1852‑1854), su sucesor. La consolidación
de la deuda implicó un complejo proceso de reconocer, reestructurar y cancelar las
deudas interna y externa entre 1846 y 1853. De un lado, los historiadores coinciden
en que el reconocimiento y la reestructuración de la deuda externa sirvieron para
restaurar el crédito peruano en los mercados monetarios de Londres, los cuales
habían quedado cerrados al Perú desde los incumplimientos de mediados de la
década de 1820. En 1849 se llegó a un acuerdo final con los tenedores de bonos
británicos, mediante el cual el repago de la deuda consolidada se iniciaría en 1856.
En ese momento, la casa comercial británica Anthony Gibbs and Company, la
más grande consignataria desde comienzos de la década de 1840, depositaría
en el Banco de Inglaterra la mitad de las utilidades procedentes de la venta del
guano.
Por otro lado, hay un desacuerdo en lo que respecta al resultado de la
consolidación de la deuda interna, que transfirió más de veinticinco millones de
dólares a quienes reclamaban reembolsos por daños o préstamos estatales impagos,
que se remontaban a la independencia en 1821. La interpretación dominante
VI / De mendigo a millonario: la era del guano, 1840-1879 211

concibe la consolidación como un fraude masivo que sirvió para reconstituir la


tradicional clase dominante peruana. Estos reclamos subieron del modesto millón
de dólares de 1845, a cuatro millones en 1849 y a más de veintitrés millones de
dólares en 1853. Sin embargo, una interpretación revisionista hecha por Quiroz
(1987) cuestiona la imagen de la consolidación de la deuda como una irrestricta
codicia de clase. Él la ve, más bien, en función de una masiva especulación de
parte de intereses tanto nacionales como extranjeros que, en realidad, privaron a las
tradicionales familias terratenientes de su parte en el botín de la consolidación. En
la década de 1840, estos intereses compraron astutamente los bonos incumplidos y
sin valor en espera de que el Estado, enriquecido con la renta guanera, restaurase
su valor original. Los principales beneficiarios de los dos mil tenedores de bonos,
la gran mayoría de ellos residentes en la costa, fueron los cien que tenían el 62,3
por ciento del valor total de los mismos.
La consolidación de la deuda tuvo dos importantes consecuencias de
largo plazo. En primer lugar, una nueva élite centrada en Lima, que constaba de
funcionarios estatales, rentistas urbanos, caudillos retirados, hacendados costeños
y sobre todo los comerciantes del consulado, fue capitalizada con la transferencia
de fondos del tesoro público, y surgió en la década de 1850 como una plutocracia
nueva y poderosa. Esta élite había comenzado a formarse en la década anterior a
partir de las numerosas oportunidades que había para ganar con el boom guanero
en curso y con la expansión estatal. Por ejemplo, sus integrantes obtuvieron
valiosas sinecuras gubernamentales, licencias de importación y contratos públicos,
e hicieron préstamos gananciosos al gobierno contra el ingreso proyectado del
guano. Hay que decir que con estas y otras lucrativas empresas se beneficiaron
de la ampliación de las oportunidades para la concusión y el peculado, en
una sociedad cuya moral siempre había tomado el cargo público como una
oportunidad para lucrar.
La formación de la plutocracia en la era del guano y la bonanza financiera
estatal también sirvió para revivir y acentuar el poder económico y político de
Lima y la costa. En este sentido, el boom guanero de mediados de siglo llevó a
una profunda división de larga duración entre la costa modernizante y la sierra
económicamente atrasada, frecuentemente resaltada por los investigadores.
Lejos del boom guanero, la sierra no fue muy afectada, excepto por una creciente
demanda limeña de provisiones alimenticias. Esta demanda, así como las
necesidades moderadas del sector minero, estimularon cierta expansión en las
estancias ganaderas de la sierra central (Manrique 1978) y el desarrollo comercial
en el valle del Mantaro (Mallon 1983; Manrique 1987). Menos positivo, como lo
mostrase Deustua (1986), fue el hecho de que el capital excedente generado por
las minas de plata de la región fluía hacia el guano, beneficiando a la costa y no al
interior. Al mismo tiempo, con la excepción de las lanas en el sur, la producción de
212 Peter Klarén

la sierra permaneció mayormente moribunda durante esta época, la cual actuó, en


cambio, como un poderoso estímulo para el crecimiento y «desarrollo» de la costa.
Podemos observar dicho estímulo en la recuperación y expansión de las
haciendas costeñas en la década de 1860, que vivieron una prolongada decadencia
desde el decenio de 1790, exacerbada por las dislocaciones producidas por la
independencia. La aparición del transporte transoceánico a vapor y la fiebre
del oro de California en la década de 1850 revivieron la producción agrícola a
lo largo de toda la costa occidental de América del Sur (Gilbert 1977; Engelsen
1977). Otro factor fue la creciente demanda y precios internacionales del azúcar
y el algodón, esto último debido a las perturbaciones en la producción debidas
al estallido de la guerra civil estadounidense. Un impulso final para la expansión,
la modernización y la especialización de las haciendas de azúcar y algodón fue
iniciado por la ola de leyes anticlericales que forzaron a la Iglesia a dejar buena
parte de sus mejores campos agrícolas en la costa norte. Los beneficiarios
fueron los arrogantes parvenus del boom guanero, a los cuales las viejas familias
desdeñosamente tildaron como los «salidos del guano», una doble alusión a la
fuente de su fortuna y a su origen social.
Así, la inversión en este proceso se debió a las utilidades provenientes del
guano, la indemnización estatal a los hacendados por la liberación de los esclavos
y el creciente crédito de bancos y casas comerciales, también capitalizados con
el abono. La presencia en la provincia de Jequetepeque del futuro presidente
José Balta (1868‑1872), del constructor de ferrocarriles Henry Meiggs, y del
consignatario guanero y financista internacional Auguste Dreyfus como nuevos y
grandes hacendados, muestra en concreto la forma en que el capital guanero fue
transferido a la agricultura de exportación en la provincia costeña de Jequetepeque
(Burga 1976). La producción azucarera se concentró en los fértiles valles entre
Trujillo y Chiclayo, en la costa norte, llegando a representan el sesenta y ocho
por ciento de las exportaciones de azúcar en 1878. La producción subió de
610 toneladas en 1860 a 83.497 toneladas en 1879, cuando daba cuenta del
treinta y dos por ciento del total exportado. En cuanto al algodón, su producción
subió de 291 toneladas en 1860 a 3.609 toneladas en 1878, y también tendió
a concentrarse en ciertos departamentos de la costa: Piura (catorce por ciento
de las exportaciones), Lima (treinta y ocho por ciento) e Ica (cuarenta y dos por
ciento) (Hunt 1985: 267). El desarrollo de ambas mercancías también se debió a
su cercanía a Lima para el acceso al crédito, así como a las instalaciones portuarias
para el fácil transporte transoceánico a los mercados extranjeros.
Sin embargo, fuera de la especialización en el azúcar y el algodón, la
agricultura costeña permaneció mayormente estancada. Al final de la década de
1870 el valor de ambas producciones era de 47 y 55,5 por ciento, respectivamente,
en tanto que el arroz representaba el cuatro por ciento, el vino y otros licores
VI / De mendigo a millonario: la era del guano, 1840-1879 213

el veintiocho por ciento y otros productos alimenticios el 15,5 por ciento. Las
haciendas costeñas prestaron poca atención a la producción de alimentos, incluso
con el alza en la demanda de los mismos por la construcción de ferrocarriles
en las décadas de 1860 y 1870, dejando libre este mercado para ser ocupado
principalmente por importaciones chilenas o del granero del valle del Mantaro,
en la sierra central.
A diferencia del azúcar o del algodón en la costa, el comercio de las lanas
en el sur peruano debió su constante evolución en este periodo, no al boom
guanero, sino a la creciente demanda de las fábricas textiles británicas y a las
políticas librecambistas estatales en evolución. De los productos de la sierra,
únicamente la lana tenía un valor suficiente por peso de unidad, como para superar
el elevado costo de su transporte a los puertos costeros para su exportación. Su
valor creció cuatro veces, de £/122.000 en 1845‑1849 a un máximo de £/489.000
en 1870‑1874. Mientras que los hacendados producían una parte sustancial de
la lana de oveja en sus fundos, buena parte de las más finas fibras de alpaca era
producida en las comunidades indígenas. La lana fue inicialmente recolectada por
grandes comerciantes peruanos autónomos, algunos de los cuales la exportaban
ellos mismos. Sin embargo, a partir de las décadas de 1879 y 1880, la recolección
era efectuada por rescatistas de las casas comerciales extranjeras de Arequipa,
que atravesaban el altiplano del Cuzco a Puno regateando y coactando a los
campesinos para obtener los mejores precios. Sin embargo, la mayor parte de su
lana en bruto la conseguían en ferias anuales como la que congregaba entre diez
mil y doce mil campesinos en Vilque, en el altiplano puneño.
El segundo impacto a largo plazo de la consolidación de la deuda, fue la
creación de una base sociopolítica —la nueva oligarquía guanera, aliada con
intereses extranjeros— que permitió finalmente el triunfo del Estado liberal.
De hecho, puede considerarse la consolidación de la deuda en el Perú como
el equivalente de las reformas liberales de la tierra que se dieron en el resto de
Latinoamérica a mediados de siglo. Estas reformas «privatizaron» las tenencias
corporativas de la Iglesia y las comunidades de indígenas, consolidando así
nuevas élites bajo la égida del emergente Estado liberal y capitalista. De hecho,
los revalorizados bonos de la consolidación de la deuda fueron la contraparte
peruana de la «reforma agraria» como catalizador de la formación del capitalismo
y el liberalismo latinoamericano a mediados de siglo.
Aunque la consolidación de la deuda nacional abrió el camino al liberalismo,
su surgimiento final dependió de otras medidas importantes tomadas por el
gobierno. En 1850 Anthony Gibbs and Company ganó una extensión a largo
plazo de su contrato guanero con el gobierno, no obstante el esfuerzo concertado
de un grupo de comerciantes nacionales —los llamados «hijos del país»— por
ganar la concesión. En efecto, el gobierno no habría podido proseguir con la
214 Peter Klarén

consolidación de la deuda sin las formidables reservas financieras de Gibbs y


Compañía que permitieron dispensar a sus demandantes, clientes y acreedores.
Negociando duramente con Gibbs, el Estado logró elevar su parte de las ganancias
del guano de un tercio a finales de la década de 1840, a casi las dos terceras
partes en la siguiente década. Al mismo tiempo, la parte de las rentas del guano
que cubrían los gastos de gobierno saltaron del seis por ciento del presupuesto
de cinco millones de dólares en 1847, a más del cincuenta por ciento de los diez
millones de dólares presupuestados en 1855 (posteriormente subiría a ochenta
por ciento en 1869 y 1875). Se ha estimado que durante toda la era del guano,
entre 1840 y 1880, el Estado peruano captó entre el sesenta y setenta por ciento
de las rentas derivadas de este producto.
A comienzos de la década de 1850 se tomaron más medidas para consolidar
un régimen liberal. Se firmó una serie de tratados comerciales con Gran Bretaña,
Francia y los Estados Unidos que pusieron el comercio exterior peruano en una
base ordenada y recíproca. Además, por primera vez desde la independencia,
las elecciones a la presidencia trajeron consigo una transición pacífica del
poder al general José Echenique (1852‑1854), el sucesor de Castilla, en 1852.
La comunidad comercial y financiera internacional dio la bienvenida a esta
sucesión presidencial ordenada, como otro ejemplo de la creciente estabilidad y
confiabilidad del Estado peruano en la era del guano. Por último, luego de una
amarga lucha legislativa, en 1851 los liberales librecambistas lograron derrotar
al lobby proteccionista sobreviviente de artesanos e industriales, y reducir los
aranceles alrededor del quince al veinticinco por ciento. El triunfo del liberalismo
era total con estas medidas y con la victoria de Echenique, quien hizo una campaña
vigorosa a favor del comercio libre. Las normas y políticas liberales, respaldadas
por una poderosa y nueva oligarquía, configurarían la política económica y
dominarían la política peruana desde entonces hasta finales de siglo.
Sin embargo, es de señalar que la variante peruana del liberalismo fue una
versión heterodoxa de su contraparte ideológica occidental. En efecto, ella estaba
distorsionada de dos formas importantes. En primer lugar, el guano fue convertido
en un monopolio estatal siguiendo una inclinación colonial por el mercantilismo y
el estatismo, violando así el principio liberal del laissez-faire [dejar hacer]. De este
modo, el recién adquirido liberalismo comercial y fiscal peruano quedó diluido
por una institución fuertemente estatista que intentaba fijar precios, maximizaba
las ganancias (más del setenta por ciento) e incrementó los gastos estatales por
un factor de ocho a diez veces en el periodo de 1850‑1870. Para los críticos
del extranjero, una dosis tan pesada de estatismo, sin mencionar la posterior
«nacionalización» del tráfico, al reemplazar a los comerciantes extranjeros por
peruanos, cuestionaba seriamente el compromiso peruano con el liberalismo. Esta
postura se reforzó aún más con la naturaleza de la consolidación de la deuda, que
VI / De mendigo a millonario: la era del guano, 1840-1879 215

sirvió no sólo para enriquecer a un pequeño grupo de plutócratas y especuladores,


sino para abrir el Estado a una orgía de concusión, corrupción y peculados. Como
Gootenberg expresara coloridamente, «al igual que el proteccionismo antes,
el elitista comercio libre peruano giraba mayormente en torno a una relación
simbiótica entre las élites del capital y el tesoro central, ahora convertido en un
ménage a trois con su bienvenida seducción de los financistas extranjeros».
Aunque bastante contenidos, el regionalismo y la inestabilidad política
no desaparecieron del todo, incluso ahora que la nueva oligarquía y el Estado
liberal tomaban forma a comienzos de la década de 1850. El general Echenique,
el sucesor de Castilla, resultó ser un líder inepto y corrupto, cuyo mal manejo de
la última etapa de la consolidación —signada por un incremento masivo en los
reclamos, muchos de ellos fraudulentos— produjo un creciente descontento y
conmociones políticas. Castilla se dio cuenta de que Echenique estaba deshaciendo
muchos de los logros que él había conseguido al estabilizar el país y ponerle en un
curso financiero y desarrollista más sólido, y aprovechó los tumultos para volver al
poder. Con el respaldo de Arequipa, Ayacucho y Huancayo preparó una exitosa
rebelión provincial y derrocó a Echenique en 1854.
Fue durante su segundo gobierno (1854‑1862) cuando Castilla se ganó el
manto de Libertador al emancipar a los esclavos y abolir la vieja contribución
indígena colonial (ambas en 1854). Por otro lado, el Libertador en persona dirigió
su caballería de élite en la brutal represión de los tres días de motines proteccionistas
de artesanos y pequeños tenderos que estallaron en Lima en diciembre de 1858.
Aunque Castilla se alió con los emergentes liberales en este y otros asuntos, no
estaba satisfecho con la aprobación de una nueva Constitución liberal hecha en 1856
por el Congreso. En 1860 logró reemplazarla con una Carta más conservadora,
la cual restauraba muchos de los poderes y prerrogativas de un Ejecutivo y un
Estado central fuertes: las bases políticas de su pax andina.

El apogeo del guano

El Perú alcanzó la cima de su paso —inducido por el guano— de mendigo a


millonario en la década de 1850 y comienzos de la de 1860, bajo la égida del
triunfante liberalismo exportador y la mano dura de Castilla. Las exportaciones de
guano saltaron de $4,3 millones a $12,5 millones al año entre 1852 y 1857, antes
de nivelarse alrededor de los veinte millones de dólares a comienzos de la década
de 1860. El Estado logró recuperar más del setenta por ciento de las ganancias
en estas exportaciones, lo que le permitió triplicar su desembolso presupuestal
(ganancias más adelantos sobre futuras entregas) a veinte millones de dólares en
1860. De esta «afluencia fiscal», como la llamase Basadre, surgió el edificio de una
moderna burocracia estatal. Sin embargo, estas señales externas de prosperidad
216 Peter Klarén

fiscal escondían el hecho de que el gobierno estaba incurriendo consistentemente


en grandes déficit presupuestarios financiados, a su vez, por grandes empréstitos
extranjeros garantizados con el guano.
El boom también actuó como un imán demográfico para Lima, incrementando
su población de un punto mínimo de cincuenta y cinco mil personas después de
la independencia, a 94.195 en 1857, y transformándola físicamente en una
metrópoli «europeizada», chic pero sobrepoblada. Los grandiosos bulevares de
Lima estaban ocupados por suntuosas mansiones, elegantes parques y nuevos
e imponentes edificios públicos. Las fortunas familiares se incrementaban y las
filas de la plutocracia crecían al mismo ritmo, no solamente con las ganancias
de los comerciantes, que casi se triplicaron después de 1845, sino también
con el regalo de veinticinco millones de dólares de la «consolidación» estatal.
Los limeños emergentes, culturalmente orientados a Europa, lucían las últimas
modas continentales y consumían añejos vinos franceses entre toda la amplia
gama de bienes importados disponibles, valorizados en más de quince millones
de dólares para 1860. Al igual que toda élite, esta liberalidad de la riqueza llevó
a ocasionales orgías de exhibición pública y consumo conspicuo. Tal fue el caso
del célebre baile realizado en Lima en 1873, en el cual los finos vestidos y joyas
de cada dama habían sido importados de Europa especialmente para la ocasión,
a un costo de diez mil a cincuenta mil soles cada uno. En una nota más seria, la
mayor prosperidad contribuyó a desplazar el conflicto político de los campos de
batalla de las guerras caudillistas al Congreso, donde los representantes de la élite
ahora discutían y debatían el futuro nacional.
El atractivo del boom guanero peruano también actuó como un imán para
la inmigración extranjera al Perú. Para 1857, la población de Lima era europea
en un veintitrés por ciento (21.557). Si incluimos el número de inmigrantes
latinoamericanos y chinos —veinticinco y tres por ciento, respectivamente—, resulta
que más de la mitad de la población de la capital estaba conformada por extranjeros.
En cuanto al país como un todo, unos cuarenta y cinco mil extranjeros vivían ese
mismo año en el Perú, muchos de ellos atraídos por la construcción de ferrocarriles.
Uno de los inmigrantes más exitosos fue William Russell Grace, quien llegó
al Perú en 1851 junto con un puñado de otros irlandeses que escapaban de la
hambruna de la papa. Tras encontrar trabajo como proveedor de naves en el
activo puerto del Callao, Grace pasó a ser socio y luego único propietario de la
firma que eventualmente se convertiría en W.R. Grace & Co. Aunque William se
mudó a Nueva York en 1862, donde posteriormente se convertiría en el primer
alcalde nacido en Irlanda, Michael, su hermano menor, permaneció a cargo de las
operaciones peruanas. Con el tiempo, como demostró Clayton (1985), la firma
se expandió a la construcción de ferrocarriles, la minería de la plata, el azúcar, el
caucho, los nitratos y sobre todo los fletes.
VI / De mendigo a millonario: la era del guano, 1840-1879 217

A pesar de estas historias de éxito, la era del guano decididamente tuvo su


lado oscuro en la Ciudad de los Reyes. La brecha entre ricos y pobres crecía cada
vez más. La inflación se disparó a alrededor de setenta por ciento entre 1855
y 1865, y más aún en los alimentos y productos de primera necesidad. En ese
mismo lapso, el salario de los trabajadores urbanos disminuyó aproximadamente
un veinticinco por ciento. Los pequeños minoristas y servicios fueron sacados
del negocio por las aproximadamente cien firmas de mayor tamaño que llegaron
a dominar los negocios de la ciudad, la mitad de las cuales eran de propiedad
extranjera. Asimismo, el número de talleres se estancó y el ingreso de los artesanos
locales cayó al nivel de 1830. Ambos grupos fueron las víctimas del torrente de las
importaciones de lujo que inundaban la capital desde el extranjero. Para 1857, la
tasa de desempleo permanente en la ciudad había alcanzado más del diecisiete
por ciento de todos los trabajadores varones, una tasa sorprendente considerando
que el boom guanero llegaba a su apogeo.
Con el incremento de las penurias populares en medio de tanta riqueza,
estallaron unos brotes de descontento social. Ya en 1851, unos trabajadores ludistas
destruyeron las señales del primer ferrocarril de Lima. Luego, en las secuelas
de la rebelión liberal que depuso a Echenique en 1855, las turbas saquearon
los hogares y negocios de los comerciantes y mercaderes guaneros más ricos y
prominentes. Los extranjeros eran cada vez más el blanco de la ira popular después
de cada cambio de régimen.
Sin embargo, el estallido más serio de descontento social tuvo lugar en
1858. Poco antes de Navidad, una marcha pacífica al Congreso en protesta por la
reducción de los aranceles a la importación, efectuada por un grupo abigarrado de
artesanos, jornaleros desempleados, vagos y radicales políticos, se tornó violenta.
Siguieron tres días de motines cuyo resultado fue el saqueo de varias elegantes
tiendas francesas y el incendio del ferrocarril a Chorrillos, un símbolo del progreso
para la élite. El ejército finalmente restauró el orden, pero no antes de que el motín
cobrase una docena de bajas.
Si la fortuna de los artesanos y los oprimidos de la ciudad alcanzó ahora su
punto bajo, no sucedió lo mismo con la plutocracia, que unos cuantos años más
tarde hizo un intento exitoso de retirar el control de la consignación del guano a
Anthony Gibbs and Company, el viejo concesionario. El desafío peruano provino
de la Sociedad Consignataria del Guano, conformada por los más poderosos
comerciantes limeños, que desde 1850 habían estado activos en el tráfico en
forma modesta. Capitalizados con la masiva transferencia de fondos procedentes
de la reciente consolidación estatal de la deuda, la sociedad reemplazó a Gibbs
en 1862 y se convirtió en el único consignatario a Gran Bretaña, el mercado de
guano más importante de Europa.
218 Peter Klarén

A medida que las ganancias guaneras del grupo y su acumulación de capital


se incrementaban, éste invirtió en diversas empresas, entre ellas los seguros, los
ferrocarriles, el gas, la inmigración y posteriormente en las compañías de nitratos. Tal
vez las más importantes de ellas fueron los primeros bancos del país, que obtuvieron
inmensas ganancias especuladoras con préstamos públicos de corto plazo, a veces de
hasta treinta y cinco por ciento. Así, el Banco del Perú se fundó en 1863 con un activo
de diez millones de pesos. Muchos de sus accionistas eran también importantes
miembros de la Compañía Nacional del Guano (antes Sociedad).
Los investigadores de la escuela dependentista sostienen que durante la
era del guano se hicieron muy pocas inversiones productivas o de diversificación
económica, salvo en las expansivas haciendas azucareras y algodoneras a lo
largo de la costa. Sin embargo, esta postura descuida algunas importantes
repercusiones económicas del boom guanero. Por ejemplo, los primeros bancos
del país, capitalizados con las ganancias del guano, sirvieron para facilitar y
modernizar las transacciones comerciales. Estos bancos emitieron billetes que
circularon como dinero, aunque al principio no estaban regulados ni controlados
por el Estado. Hasta entonces, las actividades comerciales habían sido limitadas
por una crónica escasez de circulante, sobre todo de monedas de plata, que se
exportaban marcadamente para cubrir los crónicos desequilibrios comerciales
del periodo postindependentista. Esta escasez de circulante se hizo tan severa en
las décadas de 1830 y 1840, que una gran cantidad de monedas nacionales y
bolivianas devaluadas entraron en circulación. Para evitar este caótico sistema
monetario, los comerciantes limeños introdujeron billetes comerciales para efectuar
sus negocios. Este sistema arcaico quedó obsoleto con la emisión de billetes de
banco después de 1860.
Igualmente importante fue la función crediticia de los nuevos bancos en la
revitalización de la agricultura costeña. En 1874 concedieron créditos comerciales
garantizados con las acciones y activos financieros de diversas compañías por un
valor de unos cuarenta y dos millones de soles en los mercados de capital de Lima.
También ayudaron a movilizar capitales en el sector exportador y fueron activos, al
igual que los nuevos bancos hipotecarios. Estos, por ejemplo, facilitaron crédito a la
agricultura comercial a tasas de interés muy por debajo del de las casas comerciales
que tradicionalmente prestaban dinero a los hacendados, a cambio de una parte
garantizada de sus cosechas. Estos préstamos eran conocidos como contratos de
consignación. De este modo, el Banco de Crédito Hipotecario, fundado en 1866,
extendió aproximadamente doce millones de soles a haciendas algodoneras y
azucareras entre 1867 y 1881 (Quiroz 1993: 29‑32). Si bien la ausencia de una
regulación bancaria tuvo como resultado múltiples abusos, entre ellos los notorios
favoritismos y la deshonestidad de algunos administradores y directores, no niega
la contribución bancaria al crecimiento y desarrollo durante la era del guano.
VI / De mendigo a millonario: la era del guano, 1840-1879 219

Como era de esperarse, el creciente poder económico y financiero de la


plutocracia guanera de comerciantes, financistas y hacendados se tradujo también
en una creciente influencia política y social. Por ejemplo, a comienzos de la década
de 1860 se fundaron en Lima varios exclusivos clubes sociales que sirvieron para
diferenciar esta nueva élite y promover su cohesión y solidaridad como aspirante
a clase dominante. Al mismo tiempo, las nuevas ideas reformistas y desarrollistas
de la élite comenzaron a aparecer en una de las más influyentes publicaciones de
la capital, la Revista de Lima, fundada en 1860 por los banqueros‑políticos Manuel
Pardo y Lavalle y Luis Benjamín Cisneros, ambos antimilitaristas y fuertes defensores
de la democratización política y del liberalismo económico. Pardo se convirtió en
el principal ideólogo y fundador del Partido Civil, el primer partido político de
base civil en desafiar el largo reinado militar del país. En efecto, el civilismo pasó a
ser la expresión política de la nueva oligarquía. En 1872, Pardo se convirtió en el
primer y exitoso candidato presidencial del partido, rompiendo así el control que
los militares tuvieron sobre el poder político durante casi cinco décadas.

El surgimiento del civilismo

Nacido en una familia aristocrática en 1834, Pardo fue el más conocido millonario
capitalista que se hiciera a sí mismo durante el apogeo de la era del guano. Educado
en el Colegio de San Carlos de Lima y posteriormente en el Collège de France,
donde estudió economía política, Pardo pasó a ser un importante consignatario,
importador y financista. En 1862 fundó el Banco del Perú y fue presidente de la
Compañía Nacional del Guano ese mismo año, al tomar la concesión de Gibbs.
Para mediados de la década había dirigido su olfato empresarial en dirección de
la política. En los siguientes doce años se convirtió en la figura política dominante
del país, ocupando el cargo de ministro de hacienda en 1866‑1867, el de alcalde
de Lima entre 1869 y 1872, el de primer presidente civil del país de 1872 a
1876, culminando su carrera como reconocido presidente del congreso hasta su
asesinato, en 1878.
En sus escritos de la Revista a comienzos de la década de 1860, Pardo se
mostraba particularmente preocupado en canalizar las inmensas rentas estatales
procedentes del guano hacia un desarrollo más diversificado y sostenible. Era
sumamente consciente de que se trataba de un recurso finito que se iba agotando
rápidamente; de igual manera sabía que el Estado venía dilapidando una gran
parte de su bonanza en gastos improductivos e innecesarios. De hecho, ahora
tenemos una idea mucho más precisa de cómo se gastaron los ingresos estatales
en esta época. Más de la mitad se gastó en ampliar la burocracia civil (veintinueve
por ciento) y las fuerzas armadas (24,5 por ciento). Otros gastos incluyeron la
construcción de ferrocarriles (veinte por ciento), el pago de la consolidación
220 Peter Klarén

de la deuda interna y externa (11,5 y ocho por ciento, respectivamente), y la


reducción de la carga fiscal a los pobres (siete por ciento). Por último, a Pardo le
preocupaba la tendencia de la élite al sobreconsumo de costosas importaciones
que había provocado un severo problema en la balanza de pagos. Según él, el
Perú consumía tres veces más del extranjero de lo que producía, una condición
que «no p[odía] ser eterna».
Su solución fue «convertir el guano en ferrocarriles» para así dinamizar la
producción y la productividad nacionales, es decir, usar los ingresos estatales
provenientes del guano, junto con préstamos extranjeros, en un gran programa de

Manuel Pardo, fundador del Partido Civil y primer presidente civil, 1872‑1876. Reproducido con
permiso de la Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos.
VI / De mendigo a millonario: la era del guano, 1840-1879 221

construcción de ferrocarriles a través de los Andes para abrir el interior al desarrollo.


En este sentido, planteó que «[s]in ferrocarriles no puede haber hoy verdadero
progreso material, y aunque parezca mucho decir sin progreso material no puede
haber hoy tampoco en las masas progreso moral porque el progreso material
proporciona a los pueblos el bienestar, les saca del embrutecimiento y la miseria:
tanto vale pues decir que sin ferrocarriles tiene que marchar a pasos muy lentos
la civilización» (citado en Kristal 1987: 61 [Efrain Kristal, Una visión urbana de los
Andes. Génesis y desarrollo del indigenismo en el Perú 1848‑1930. Lima: Instituto
de Apoyo Agrario, 1991: 68‑69]).
Esta idea no era del todo novedosa, puesto que los ferrocarriles se habían
convertido en los precursores del desarrollo industrial y en la panacea desarrollista
en todo el mundo occidental. El estallido de la construcción ferroviaria se produjo
en varios países latinoamericanos en la década de 1850, el Perú entre ellos,
cuando se inauguró la primera línea operativa de América del Sur en Lima‑Callao
en 1851. Su éxito y la promesa particular que tenía para los Andes, conllevó
numerosas propuestas e informes sobre el potencial que los ferrocarriles tenían
para el desarrollo peruano. El plan de Pardo era importante no sólo porque fue
propuesto por un influyente dirigente de la élite liberal civilista, sino por su tesis
singularmente «desarrollista».
La interpretación dependentista dominante de este plan es que Pardo
buscó aplicar el modelo occidental de expansión ferroviaria como un medio a
través del cual modernizar y fortalecer la economía neocolonial peruana. Según
los dependentistas, en lugar de integrar el país y abrir un mercado interno para
la producción nacional, como sucedió en Occidente, este sistema ferroviario
simplemente sirvió a los estrechos intereses de clase de la nueva oligarquía
exportadora y ligó la economía neocolonial del Perú a los mercados extranjeros,
en una relación de dependencia cada vez mayor.
Tras un cuidadoso examen de los escritos de Pardo, pareciera que su proyecto
ferroviario no era en absoluto un plan para un «desarrollo exportador orientado
hacia fuera». Más bien fue un llamado a desarrollar el potencial productivo del
mercado interno y doméstico, es decir, un programa actual de industrialización por
sustitución de importaciones. Una red ferroviaria hacia el interior reduciría los costos
de transporte y de transacción, que, junto con la «protección natural» brindada por
la sierra peruana, dinamizaría la producción interna y las manufacturas con miras
al mercado de consumidores populares. Así, en su famoso tratado en La Revista
de Lima sobre la provincia de Jauja (posteriormente publicado como Estudios
sobre la provincia de Jauja, 1862), Pardo sostuvo que

Habiendo baratura de jornal y de alimentación, materias [primas], carbón de piedra a


discreción, y mejor que eso grandes y poderosas caídas de agua, por que no se habían
222 Peter Klarén

de establecer fábricas de paños burdos, de tejidos toscos de algodón y de cáñamo,


de loza ordinaria, de curtiembres de cueros y de preparación del cardencillo, de la
potasa y cenizas gravelosas [...] por el contrario, las industrias que están al alcance
de las clases secundarias son las que más propenden al bienestar de las poblaciones
y al progreso de la Nación (citado en Gootenberg 1993: 84; 1998: 128)

Si el proyecto de desarrollo ferrocarrilero de Pardo tenía sentido fundamentalmente


en función de crear una economía nacional más integrada, menos dependiente
de las exportaciones y basada en una producción popular de pequeña escala,
su mayor atractivo para la élite dominante a mediados de siglo se fundaba en
otras actitudes y sesgos liberales más predecibles. Por ejemplo, el plan satisfacía
la noción prevaleciente del paternalismo liberal al plantear la posibilidad de
que los ferrocarriles y el desarrollo subsiguiente sirviesen para levantar la moral
de, y civilizar a las oprimidas y aletargadas masas indias del Perú. Tal vez más
importante fue que también prometía terminar, de una vez por todas, con las
endémicas rebeliones caudillistas que estallaban constantemente y regularmente
en las provincias para amenazar las aspiraciones hegemónicas del Estado central
basado en Lima. De este modo, el programa de Pardo de comunicaciones y
desarrollo nacionales, basados ambos en los ferrocarriles, encarnaba la misión
política civilista de largo plazo de establecer un gobierno civil ordenado en todo
el país. Cualquiera que fuere su atractivo, en 1861 el Congreso autorizó el plan y
la rápida construcción de la primera línea troncal del país a Jauja.
Castilla fue reemplazado como presidente por el general Miguel de San
Román en 1862, mientras ganaba impulso la construcción de ferrocarriles como
medio para alcanzar el desarrollo. San Román falleció en el cargo en abril de 1863
y le sucedió otro general, el vicepresidente Juan Antonio Pezet (1863‑1865). Éste
inmediatamente debió hacer frente a una crisis internacional cuando España,
después de la muerte de dos de sus ciudadanos en una hacienda norteña, intentó
tomar como indemnización las ricas islas guaneras de Chincha. Los peruanos,
Castilla entre ellos, naturalmente se sintieron ultrajados por esta afrenta a su
soberanía nacional, pero Pezet prefirió capitular a las demandas hispanas ante
la amenaza del bombardeo del Callao por una flota española que había sido
enviada al Pacífico en 1865.
Esta capitulación hizo que el coronel Mariano Ignacio Prado (1865‑1868),
un liberal, derrocara a Pezet y tomara el poder. Prado organizó una defensa
eficaz contra la agresión española reforzando las baterías de artillería en el
Callao y forjando una alianza defensiva con Chile, Ecuador y Bolivia. Después
de bombardear Valparaíso, la flota española fue repelida con una andanada
de artillería al atacar el Callao, haciendo que España se retirara del Pacífico
llevándose de las islas un cargamento sustancial de guano. Todo el episodio resultó
VI / De mendigo a millonario: la era del guano, 1840-1879 223

enormemente costoso y una mayor hemorragia para el tesoro ya apremiado del


Perú, forzando al gobierno a tomar prestado aún más dinero en el extranjero,
garantizado con unas reservas guaneras cada vez más exiguas.
Otro acontecimiento significativo durante el gobierno de Prado fue el estallido
de una seria rebelión india en la provincia de Huancané, en Puno, en 1867. Esta
rebelión marcó el inicio de la proliferación de rebeliones indígenas en el tardío
siglo XIX, luego de una calma de más de tres cuartos de siglo tras el sofocamiento
de la rebelión de Túpac Amaru en 1782. Este periodo de calma tal vez se debió
a la incapacidad de los débiles Estado y sociedad republicanos, después de la
independencia, para igualar el nivel de exacción al campesinado alcanzado por
el mucho más eficiente régimen colonial tardío. La disolución, como ya señalé,
parece haber provocado un florecimiento del sector indio y una mayor autonomía
en las comunidades indígenas, lo cual también podría explicar la ausencia de
rebeliones en el periodo postindependentista.
Sin embargo, en el sur peruano operaban unas fuerzas que alterarían esta
situación. Las tierras indígenas, que daban cuenta de buena parte del floreciente
comercio lanero, estaban sometidas a una presión creciente de los hacendados
que deseaban obtener un mayor acceso a este lucrativo comercio. De tal manera,
en la segunda mitad del siglo se dio un proceso de consolidación de tierras en
la región, que vio su transferencia de los minifundistas a los hacendados y el
incremento correspondiente en el número de colonos arrendatarios en las grandes
haciendas. Expulsados cada vez más del comercio lanero, los campesinos indios
experimentaron crecientes dificultades para cumplir con sus obligaciones tributarias
con el Estado, en un momento en el cual la renta guanera iba decayendo y el
gobierno comenzaba a restituir la ya abolida contribución indígena, aunque en
forma disfrazada y alterada.
La rebelión de Huancané fue encabezada por el Coronel Juan Bustamante,
un político liberal, comerciante y defensor de las causas indígenas en Puno
muy conocido. Ella estuvo orientada contra el incremento de impuestos a los
campesinos, en particular contra la imposición de la contribución personal, un
gravámen laboral establecido por Prado para ayudar a reparar carreteras y puentes.
Éste y otros impuestos se dieron en un momento en el cual el precio de la lana
iba cayendo, exprimiendo el ingreso de los minifundistas que se veían en apuros
para pagar estos gravámenes. Las ambiciones políticas de Bustamante jugaron
un papel en el levantamiento, pues era un firme defensor del gobierno liberal
de Prado al cual los conservadores presionaban cada vez más. Según Gonzales
(1987), la rebelión quedó sin embargo localizada y fue reprimida por las fuerzas
que intentaban derrocar a Prado, después de un considerable derramamiento de
sangre y la muerte de Bustamante en 1868.
224 Peter Klarén

Entretanto, Prado enfrentaba una guerra civil cada vez más fuerte en torno a
una nueva constitución liberal promulgada por el Congreso en 1867. La nueva carta
constitucional provocó la oposición del general Pedro Diez Canseco en Arequipa y
del coronel José Balta en Lambayeque, quien encabezó una exitosa rebelión para
deponer a Prado y restaurar la constitución conservadora de 1860. Las victoriosas
fuerzas provinciales entonces le nombraron presidente (1868‑1872).
Balta fue un oficial del ejército conservador que tuvo un gobierno nada
distinguido de cuatro años, caracterizado por la ineficiencia y la corrupción, pero
a pesar de todo fue significativo por varios motivos. En primer lugar, su ascenso
al poder en 1868, el último caso en que un contendor presidencial alcanzó el
mando a través de una rebelión provincial, representa el fin de la vulnerabilidad
del gobierno central ante los desafíos regionales o provinciales. Parecería que los
fondos y el masivo programa de construcción ferroviaria que llevó a cabo finalmente
consolidaron el control de Lima sobre el resto del país durante la era del guano.
En segundo lugar, el enorme y costoso programa de construcción ferroviaria
de Balta llevó a un masivo incremento en los préstamos extranjeros, que finalmente
amenazaría la viabilidad financiera del país. Es más, en un intento por elevar
los ingresos estatales provenientes del guano, Nicolás de Piérola, su ministro de
hacienda, rescindió el contrato con la oligarquía y lo entregó a unos capitalistas
extranjeros a cambio de la cancelación parcial de la deuda externa. Tercero, en
reacción a este ataque a su base económica, la oligarquía civilista se movilizó
políticamente para retirar a Balta del poder, capitalizando el desencanto público por
la notoria corrupción del gobierno. Esta campaña abrió el camino para la reacción
antimilitar popular que llevó a la elección como presidente de Manuel Pardo, el
candidato del Partido Civil, en 1872. Por primera vez desde la independencia un
civil, y no una figura militar, ejercería el poder político en el país.
Por último, durante el gobierno de Balta tuvo lugar una seria rebelión de culís
chinos —la mano de obra principal de las haciendas costeñas— en Pativilca, en
1870. Conocida como la «rebelión de los rostros pintados» (Rodríguez Pastor 1979,
1989), ella involucró a unos mil doscientos a mil quinientos chinos que emprendieron
una breve pero sangrienta embestida, saqueando, incendiando y destruyendo
propiedades en una orgía de violencia espontánea, dirigida contra las duras
condiciones de vida y trabajo prevalecientes en las haciendas. El ejército restauró el
orden rápidamente; el saldo de esta rebelión fue unos trescientos chinos muertos.
Para construir el sistema ferroviario peruano en 1868, Balta se dirigió al
norteamericano Henry Meiggs, quien acababa de completar más de doscientas
millas de línea férrea en Chile. Meiggs, llamado el «Pizarro yanqui» por su más grande
biógrafo, llegó a América del Sur en 1855 «huyendo» de la ley de California, donde
había especulado excesivamente en bienes raíces y vendido acciones ferroviarias
falsificadas. Durante la siguiente década en el Perú, Meiggs consiguió contratos que
VI / De mendigo a millonario: la era del guano, 1840-1879 225

sumaban más de ciento treinta millones de dólares para la construcción de 1.782


km de líneas, de los cuales 1.260 km fueron completados antes de su muerte. En el
proceso amasó una fortuna, buena parte de la cual provenía de sobornos, estafas
y comisiones, que gastó dispendiosamente en una vida lujosa y en donaciones
de caridad. Murió pobre y fuertemente endeudado en 1877, víctima del colapso
financiero peruano de la década de 1870. Sin embargo, su legado fue uno de los
más espectaculares sistemas ferroviarios del mundo, habiendo enviado locomotoras
a mayor altura de lo que jamás antes se había hecho.
Para construir sus colosales líneas, Meiggs reclutó un ejército de más de
veinticinco mil indios peruanos y bolivianos, rotos (trabajadores urbanos) chilenos
y trabajadores chinos. Aunque estos obreros estaban relativamente bien pagados
y tratados para la época, miles de ellos fallecieron debido a los peligros de la
altura, el clima y las enfermedades. Además de los trabajadores extranjeros,
Meiggs virtualmente tuvo que importar todo lo que usó en la construcción
de sus ferrocarriles: pólvora, medicinas, ropa para los trabajadores, vehículos
ferroviarios, herramientas, maquinarias, materiales de construcción y madera,
principalmente de los Estados Unidos. Prototípico promotor capitalista temprano,
Meiggs combinaba una modesta capacidad como ingeniero con una colorida
personalidad y un extraordinario talento financiero y empresarial. Tal era su
reputación que entre veinte mil y treinta mil personas asistieron a sus funerales
en Lima, la inmensa mayoría de los cuales eran los peones pobres sobre cuyas
espaldas se erigió su sistema andino.
Para financiar la construcción de los ferrocarriles de Meiggs, así como
otros proyectos extravagantes, Balta se dirigió a Nicolás de Piérola, su ministro
de hacienda, quien preparó una reorganización fundamental del sistema de
consignación del guano. Piérola, un tradicionalista católico e hispanófilo formado
en un seminario, defendía no sólo los intereses de la Iglesia frente al anticlericalismo
de los civilistas, sino también a las élites terratenientes rurales más tradicionales
de la nueva plutocracia exportadora. No tenía tiempo que perder con Pardo y los
civilistas, a quienes él y otros críticos de derecha atacaron en El Proceso Católico
y La Patria, periódicos conservadores que respondían con desdén a las ideas
progresistas enunciadas por los civilistas en la Revista de Lima.
Aunque el conflicto entre la vieja élite terrateniente y los nuevos exportadores
agrícolas era cultural y político en igual medida, ambos grupos chocaban en torno
a cuestiones fundamentales como el control de los trabajadores y el papel del
Estado. La vieja clase hacendada dependía del control de la tierra y del dominio
absoluto de la fuerza laboral indígena, en tanto que los nuevos terratenientes y
agricultores argumentaban en favor de la eficiencia de un mercado laboral libre.
Para estos últimos, la prosperidad dependía, en parte, de atraer trabajadores
asalariados fuera del sector tradicional. En lo que respecta al Estado, la nueva élite
226 Peter Klarén

exportadora requería que fuese más activo y lograse extraer impuestos y rentas
más altos, con los cuales construir la infraestructura necesaria para atender una
economía exportadora. De esta manera, la nueva plutocracia civilista amenazaba
la tradicional hegemonía económica y política de la vieja clase hacendada.
Piérola —que según Quiroz (1993: 36) se convertiría en «el heredero civil de
la tradición caudillista» en la política peruana— planeaba financiar el programa
de expansión ferroviaria de Balta con más préstamos en el extranjero. Hizo
esto pasando el contrato de guano de 1869, de los consignatarios nacionales
—a quienes Piérola y sus seguidores conservadores veían como una camarilla
manirrota proclive al interés individual, a expensas de los intereses nacionales—
a una compañía francesa encabezada por el financista internacional Auguste
Dreyfus. Los civilistas respondieron tildando la medida como una claudicación a
las finanzas internacionales, tomando para sí el manto de la soberanía nacional.
Sea quien haya sido el que tenía razón, lo cierto es que una medida tan drástica
en contra de los intereses fundamentales de la plutocracia inevitablemente debía
provocar la enemistad duradera de los civilistas.
El producto de estas medidas fue un incremento masivo de la deuda externa
peruana y una reacción predeciblemente amarga de la desplazada élite civilista.
La deuda externa, que en 1865 sumaba únicamente nueve millones de soles
antes de la Guerra con España, ahora se elevó de noventa millones en 1869
a ciento ochenta y cinco millones de soles en 1872. Sólo en este último año,
el servicio de la deuda consumió trece millones quinientos mil soles del total
de las rentas guaneras que sumaban quince millones de soles. Para empeorar
las cosas, Dreyfus, que estaba decidido a monopolizar el mercado mundial del
guano, resultó ser bastante menos prudente que Gibbs en asegurar unas reservas
adecuadas del fertilizante con las cuales respaldar el incremento de las deudas del
gobierno. Por último, el repentino ingreso masivo de fondos extranjeros desató una
severa espiral inflacionaria entre 1869 y 1872, al igual que un breve boom de la
banca especuladora. Por ejemplo, el número de bancos subió de cuatro en 1868
a dieciséis en 1873, lo que superaba con mucho la capacidad de la economía
nacional. Esta situación sentó las bases de una severa crisis financiera en 1873,
cundo la economía mundial cayó en una depresión.
Entretanto, la reacción política a una economía tambaleante, a la corrupción
y las políticas erradas de Balta fue intensa. Encabezados por Manuel Pardo, el
popular alcalde de Lima en 1869, los civilistas montaron una fuerte campaña para
poner fin al gobierno militar y establecer un gobierno civil basado en el respeto
a la ley, las instituciones republicanas y las garantías constitucionales. La clave,
tal como la veían Pardo y sus camaradas civilistas, era reducir enormemente
las abultadas fuerzas armadas. En palabras de Pardo, «[e]l Perú quiere obras
públicas en vez de quince mil soldados» (citado en Kristal 1987: 66 [1991: 72]).
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En su plan, se reestructuraría a las fuerzas armadas convirtiéndolas en un ejército


profesional mucho más pequeño, incrementado por una guardia nacional que
podía movilizarse en momentos de emergencia nacional.
Pardo y los civilistas también presentaron una agenda de desarrollo. Ella
comprendía la construcción de obras públicas (ferrocarriles, caminos, irrigación)
para facilitar la producción, el comercio y las exportaciones, y el estímulo a la
inmigración europea, la cual traería técnicas y valores progresistas de Europa, al
mismo tiempo que «mejoraba» —esto es «emblanquecía»— la composición racial
de la nación. También requería la promoción de una ética laboral y el fin de la
corrupción y las sinecuras gubernamentales, así como el estímulo de la inversión
en industrias productivas en lugar de despilfarrar la riqueza en el consumo de
bienes suntuosos. Por ese entonces, las proclividades en el gasto de algunas familias
limeñas habían alcanzado dimensiones tan disparatadas que hasta importaban las
puertas y ventanas de sus casas. Buena parte del programa civilista estuvo dirigido
contra la oposición conservadora y lo que los progresistas consideraban el ethos
decadente de la vieja clase terrateniente. En conjunto, el civilismo se oponía al
viejo orden señorial que esperaba eliminar, y expresaba el nuevo espíritu capitalista
y el espíritu «democratizador» de la nueva burguesía exportadora. De hecho, el
programa sonaba como una clarinada actual en favor de la modernización.
Pardo obtuvo una aplastante victoria en las elecciones de 1871‑1872, pero un
golpe militar en contra de Balta, organizado por el general Tomás Gutiérrez, ministro
de guerra, y sus hermanos Marceliano y Silvestre, le impidió asumir el cargo. Lo
notable del caso no fue la respuesta algo predecible de algunos elementos de las
fuerzas armadas, sino el hecho de que el intento de golpe en contra del popular
Pardo desató una orgía de motines en el pueblo limeño. En pocos momentos Balta
fue arrestado y luego asesinado por sus guardias; Pardo fue rescatado del buque de
guerra Huáscar, comandado por un oficial naval ampliamente respetado llamado
Miguel Grau; y Tomás Gutiérrez fue capturado y linchado por una enfurecida
turba de ciudadanos que acto seguido mutiló su cuerpo. No contenta con esto, la
multitud colgó los cuerpos desnudos de Tomás y Silvestre de las torres gemelas de
la catedral. Luego, después de decapitarlos, los amotinados incineraron los cuerpos
caídos, junto con el de Marceliano, en una gran urna frente a la catedral.
El salvajismo de los motines y su horrendo final han sido interpretados de
diversos maneras. Los observadores civilistas lo vieron románticamente como un
heroico y espontáneo levantamiento popular en defensa del gobierno civil y la
democracia electoral. En realidad Giesecke (1978) reunió evidencias considerables
de que se trató de un movimiento más organizado y dirigido, conformado por
elementos de la desposeída clase artesana, arruinada por dos décadas de comercio
libre radical. Al final, el abortado golpe desacreditó aún más a las fuerzas armadas
y legitimó el naciente movimiento civilista de Pardo.
228 Peter Klarén

La crisis económica y el descenso en el abismo

Sin embargo, la popularidad de Pardo sería severamente puesta a prueba por el


inicio de una crisis económica que arrojaría al Perú a la bancarrota y finalmente
a una catastrófica guerra con Chile a finales de la década. No bien asumiese la
presidencia, Pardo tuvo que hacer frente al impacto en el Perú de la depresión
mundial de 1873, que causó un fuerte descenso en las exportaciones del país. Por
ejemplo, para 1878 la producción algodonera se había reducido a la tercera parte
de su nivel anterior a 1872. Esta caída económica no pudo haberse dado en un
momento más desfavorable para el sistema financiero peruano, inmensamente
sobreextendido. Entretanto, los ingresos provenientes del guano, cuyas reservas
estaban casi agotadas, cayeron en treinta y cinco por ciento, de £4 millones
en 1869 a apenas £2,6 millones en 1875. En consecuencia, el Perú luchó por
refinanciar su deuda externa mientras el desempleo se disparaba y el salario de los
empleados estatales —cuyo número había crecido injustificadamente en anteriores
gobiernos— quedaba sin pagar.
Pardo hizo frente a la crisis con un programa de austeridad que a pesar de
todo no incluyó a su proyecto favorito de desarrollo ferroviario. La burocracia fue
podada, las fuerzas armadas se redujeron en tres cuartas partes y se presentaron
nuevos impuestos para incrementar las rentas. Pardo intentó reemplazar el
decreciente ingreso del guano con los nitratos, un fertilizante que competía con aquel
en el mercado internacional. Una serie de empresas peruanas, chilenas y extranjeras
comenzaban a producirlos en la provincia de Tarapacá, en el sur peruano. En 1873,
Pardo estableció un monopolio estatal del nitrato y dos años más tarde expropió
estas empresas a cambio de certificados de nitrato emitidos por el gobierno. Sin
embargo, las ventas resultaron ser decepcionantes y el gobierno pronto se atrasó
en el pago de los certificados. La medida tomada por Pardo hizo que los anteriores
propietarios, que se habían mudado a Chile y que también producían nitratos en
el desierto de Atacama, cerca de la frontera con Perú, ayudaran a despertar la
antipatía popular en contra del Perú y su aliada Bolivia.
El impacto de las medidas de austeridad tomadas por el gobierno y la caída
económica cada vez más grande, rápidamente disiparon la popularidad inicial
de Pardo. Sus medidas también alienaron a las instituciones poderosas como la
Iglesia y las fuerzas armadas. La primera objetaba su esfuerzo por promover la
ampliación y secularización de la educación, la cual era crucial para su programa
de desarrollo, juntamente con la construcción de ferrocarriles. Pardo creía que el
desarrollo económico y político giraba en torno a extender la educación entre las
clases populares, en particular a las masas indias no integradas, y en hacer que
la educación superior fuera menos filosófica y teórica, y más práctica y utilitaria.
En cuanto a los militares, éstos no podían tolerar la drástica reducción en su
VI / De mendigo a millonario: la era del guano, 1840-1879 229

presupuesto y personal. En consecuencia, Pardo se vio obligado a sofocar varias


revueltas militares en el transcurso de su gobierno, varias de ellas instigadas por
su antiguo rival, Piérola, quien denunció, entre otras cosas, el anticlericalismo del
presidente.
En el último año de su mandato, Pardo veía ante sí la posibilidad de un
colapso bancario y financiero. El Perú tuvo que declararse en bancarrota al fracasar
los intentos por refinanciar la deuda externa en enero de 1876, paralizándose las
obras públicas (toda la construcción ferroviaria ya había quedado suspendida
en agosto de 1875) y cayendo el valor de sus bonos de 77,5 por ciento en 1875
a 17,15 por ciento en 1876. El sistema bancario también estuvo al borde del
colapso hasta que el gobierno intervino para garantizar su emisión monetaria.
Ante el incremento del descontento civil y militar, Pardo paradójicamente no tuvo
otra alternativa que persuadir al Partido Civil de presentar como candidato en las
elecciones de 1876 a un jefe militar, el general y ex presidente/dictador Mariano
Ignacio Prado (1876‑1879).
Con Prado, el país de algún modo logró evitar temporalmente el colapso
financiero, por lo menos hasta el estallido de la Guerra del Pacífico, en 1879.
En 1876 el nuevo Presidente logró renegociar la deuda externa con el Consejo
de Tenedores de Bonos Extranjeros de Londres. El acuerdo, conocido como el
Contrato Rafael, estableció una compañía de acreedores extranjera, la Peruvian
Guano Company, que manejaría los ingresos provenientes del guano para
cumplir con el servicio de la deuda incumplida. Es más, el ingreso creciente de
las exportaciones azucareras alivió la crisis de divisas extranjeras que acompañó
a la crisis bancaria y al incumplimiento de la deuda en 1876. Con todo, Prado no
logró calmar el antagonismo político cada vez más profundo entre Piérola y los
civilistas, en particular después del asesinato de Pardo en 1878, cuyos seguidores
sospechaban que había sido obra de los pierolistas.
Sin embargo, el estallido de la Guerra del Pacífico en 1879 puso fin a toda
posibilidad de recuperación económica. En medio del conflicto, que enfrentó a Perú
y Bolivia con Chile, su más poderoso vecino sureño, la Peruvian Guano Company
y sus tenedores de bonos londinenses llegaron a un acuerdo con Inglaterra, que
privó al Perú de sus ingresos provenientes del guano. Al mismo tiempo, el sistema
bancario colapsó cuando el gobierno creó el Inca, una nueva moneda sin valor que
no tenía respaldo alguno. De este modo, el Perú llegó al final de la era del guano
virtualmente sin un centavo, habiendo dilapidado un tesoro casi tan cuantioso
como la veta madre de plata descubierta en Potosí más de tres siglos antes.
Los historiadores aún debaten las razones del fracaso peruano en aprovechar
esta oportunidad dorada. En forma hipotética, la idea de convertir la bonanza en
proyectos de desarrollo útiles, a través del gasto estatal constituía evidentemente
un programa racional para el progreso. El problema fue que dados los extremos
230 Peter Klarén

y singulares obstáculos geográficos a superar, los ferrocarriles eran un medio


extraordinariamente costoso con el cual llevar a cabo el progreso económico.
También resultaron más que integradores, orientados a la exportación, de manera
que una vez terminada la guerra fomentaron un patrón de desarrollo orientado
hacia el exterior.
Con todo, en el largo plazo, los ferrocarriles sí estimularon cierto desarrollo
comercial y algo de modernización capitalista, por ejemplo en Junín, en los
años posteriores a la debacle de la guerra con Chile. Sin embargo, incluso este
eventual retorno parcial de la inversión quedó negado por el hecho de que los
ferrocarriles cayeron en manos extranjeras (con el llamado Contrato Grace de
1886) debido a la quiebra provocada por la derrota peruana en la guerra. De
esta manera, el Perú perdió el único legado concreto de la era del guano —un
sistema de comunicación nacional— a manos de propietarios extranjeros que
eventualmente adquirirían posesiones mineras sustanciales (ahora unidas con la
costa por el ferrocarril), beneficiándose así aún más con la construcción de las
vías férreas. No sorprende, entonces, que los historiadores peruanos hayan sido
cualquier cosa menos generosos con la élite peruana de la era del guano, a la
cual acusan, muchas veces correctamente, de una gran corrupción, ineptitud y
extravagancia en el manejo de la bonanza guanera.
Hunt sostuvo que el fracaso en usar la formidable acumulación del guano
para el objetivo de industrializar al país, como propuso Pardo, se debió más a
la ausencia de una mentalidad burguesa en la nueva plutocracia de orientación
mayormente «rentista». Manrique (1995) coincide con él pero añade que los
límites del mercado interno en un país en el cual más del sesenta por ciento de
la población era india, una gran parte de la cual vivía a nivel de subsistencia,
proscribía toda inversión concertada en la industrialización. En este sentido, la
visión profundamente racista de la oligarquía con respecto a la población indígena,
impidió los esfuerzos por integrar el país en una forma que hubiese servido
como base para la industrialización. Manrique concluye correctamente que la
persistente fijación de la élite con España y el pasado hispano, así como el rechazo
concomitante a utilizar la idea de un grandioso pasado precolombino —como sí
lo hiciera México— para forjar una nación condenó al país a un subdesarrollo
perpetuo.
Otra postura atribuye la debacle desarrollista peruana a las erradas políticas
intervencionistas del Estado, que impidieron que el sector privado asumiera un
control más firme de la economía nacional. Por ejemplo, el sistema bancario siguió
continuamente minado por las lesivas políticas monetarias, y de otro tipo, seguidas
por el Estado. Aún más importante es que, como Quiroz (1993) persuasivamente
sostiene, si bien la propensión estatal a establecer monopolios primero sobre el
guano y después sobre los nitratos, era consistente con las tradicionales prácticas
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mercantilistas que se remontaban a los periodos colonial y postindependentista,


ella exacerbó el problema de la deuda al facilitar el gasto no productivo en unas
fuerzas armadas y burocracia estatal infladas, para no mencionar las oportunidades
que creaba para una corrupción masiva.
Sean cuales fueren los méritos de estas interpretaciones, puede decirse con
certeza que fuerzas mucho más grandes, como el impacto de la depresión mundial
de 1873, junto con el agotamiento de los depósitos de guano y el estallido de la
Guerra del Pacífico, pusieron fin a toda posibilidad que el Perú tuvo, a mediados
del siglo XIX, de dar el gran salto desarrollista.

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