Cap VI
Cap VI
Cap VI
De mendigo a millonario:
la era del guano, 1840‑1879
gamonales locales ya no estaban limitados por los agentes del Estado central en
sus relaciones con las comunidades. Esto hizo que se apropiaran ilegalmente de
la contribución que antes iba a Lima, y que cometieran otros abusos y agresiones
(cercamientos de tierra, por ejemplo) que intensificaron los conflictos sociales en
la sierra durante la segunda mitad del siglo, sobre todo durante la Guerra del
Pacífico y después de ella.
En cuanto a la abolición de la esclavitud, ella también resultó de alguna
manera problemática. La manumisión afectó a unos 25.505 negros, ubicados
principalmente en la costa. Los esclavistas recibieron una compensación de unos
trescientos pesos por esclavo, a un costo total para el Estado de 7.651.000 pesos.
Como veremos, parte de este capital fue reinvertido por los hacendados en
incrementar la capacidad productiva del azúcar y el algodón, y así aprovechar el
incremento en la demanda y los precios internacionales. Desde la perspectiva de los
derechos humanos fue menos positivo el hecho de que al no poder conseguir una
provisión alternativa de trabajadores entre los campesinos indios de la sierra, los
hacendados comenzaron el tráfico de otra forma de esclavitud. Entre 1849 y 1874,
unos cien mil culís chinos fueron enviados al Perú como sirvientes contratados,
principalmente del sur de China a través de Macao. Las condiciones del viaje a
través del océano Pacífico eran tales que la tasa de mortalidad entre los culís que
llegaban al Callao fluctuaba entre diez y treinta por ciento. Los que sobrevivían eran
enviados de inmediato a reemplazar a los esclavos en las haciendas azucareras y
algodoneras de la costa, a trabajar en las islas guaneras, junto con un pequeño
número de convictos y de polinesios, y posteriormente a construir los ferrocarriles
que se convirtieron en la panacea desarrollista de la élite gobernante.
El tratamiento dado a los culís fue igual que el dado a los esclavos negros
antes, aun cuando aquellos venían contratados hasta por siete años, tras lo
cual técnicamente podían partir. Incluso entonces, el endeudamiento con sus
empleadores por el pago del viaje y otros gastos incurridos en las haciendas o
en la extracción del guano, forzó a muchos a permanecer en lo que Rodríguez
Pastor (1989) llamó una «semiesclavitud». De igual manera que sus predecesores
africanos, soportaron duras condiciones laborales y de vida, incluyendo los
frecuentes latigazos, el encierro en los galpones de la hacienda al caer la noche
y una explotación generalizada. Al no contar con compañía femenina (pocas
mujeres fueron importadas como culís), la homosexualidad fue un rasgo común y
el consumo de opio, a menudo vendido por los hacendados, se hizo habitual. En
condiciones tan deplorables, no sorprende que se desarrollaran diversas formas de
resistencia en las haciendas, entre ellas la fuga, el crimen, los motines y la rebelión.
Después de completar sus contratos, muchos chinos prefirieron eventualmente
dejar su lugar de trabajo y dirigirse a los pueblos y ciudades a lo largo de la costa,
Lima inclusive, para dedicarse al comercio minorista. Separados de la cultura
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el veintiocho por ciento y otros productos alimenticios el 15,5 por ciento. Las
haciendas costeñas prestaron poca atención a la producción de alimentos, incluso
con el alza en la demanda de los mismos por la construcción de ferrocarriles
en las décadas de 1860 y 1870, dejando libre este mercado para ser ocupado
principalmente por importaciones chilenas o del granero del valle del Mantaro,
en la sierra central.
A diferencia del azúcar o del algodón en la costa, el comercio de las lanas
en el sur peruano debió su constante evolución en este periodo, no al boom
guanero, sino a la creciente demanda de las fábricas textiles británicas y a las
políticas librecambistas estatales en evolución. De los productos de la sierra,
únicamente la lana tenía un valor suficiente por peso de unidad, como para superar
el elevado costo de su transporte a los puertos costeros para su exportación. Su
valor creció cuatro veces, de £/122.000 en 1845‑1849 a un máximo de £/489.000
en 1870‑1874. Mientras que los hacendados producían una parte sustancial de
la lana de oveja en sus fundos, buena parte de las más finas fibras de alpaca era
producida en las comunidades indígenas. La lana fue inicialmente recolectada por
grandes comerciantes peruanos autónomos, algunos de los cuales la exportaban
ellos mismos. Sin embargo, a partir de las décadas de 1879 y 1880, la recolección
era efectuada por rescatistas de las casas comerciales extranjeras de Arequipa,
que atravesaban el altiplano del Cuzco a Puno regateando y coactando a los
campesinos para obtener los mejores precios. Sin embargo, la mayor parte de su
lana en bruto la conseguían en ferias anuales como la que congregaba entre diez
mil y doce mil campesinos en Vilque, en el altiplano puneño.
El segundo impacto a largo plazo de la consolidación de la deuda, fue la
creación de una base sociopolítica —la nueva oligarquía guanera, aliada con
intereses extranjeros— que permitió finalmente el triunfo del Estado liberal.
De hecho, puede considerarse la consolidación de la deuda en el Perú como
el equivalente de las reformas liberales de la tierra que se dieron en el resto de
Latinoamérica a mediados de siglo. Estas reformas «privatizaron» las tenencias
corporativas de la Iglesia y las comunidades de indígenas, consolidando así
nuevas élites bajo la égida del emergente Estado liberal y capitalista. De hecho,
los revalorizados bonos de la consolidación de la deuda fueron la contraparte
peruana de la «reforma agraria» como catalizador de la formación del capitalismo
y el liberalismo latinoamericano a mediados de siglo.
Aunque la consolidación de la deuda nacional abrió el camino al liberalismo,
su surgimiento final dependió de otras medidas importantes tomadas por el
gobierno. En 1850 Anthony Gibbs and Company ganó una extensión a largo
plazo de su contrato guanero con el gobierno, no obstante el esfuerzo concertado
de un grupo de comerciantes nacionales —los llamados «hijos del país»— por
ganar la concesión. En efecto, el gobierno no habría podido proseguir con la
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Nacido en una familia aristocrática en 1834, Pardo fue el más conocido millonario
capitalista que se hiciera a sí mismo durante el apogeo de la era del guano. Educado
en el Colegio de San Carlos de Lima y posteriormente en el Collège de France,
donde estudió economía política, Pardo pasó a ser un importante consignatario,
importador y financista. En 1862 fundó el Banco del Perú y fue presidente de la
Compañía Nacional del Guano ese mismo año, al tomar la concesión de Gibbs.
Para mediados de la década había dirigido su olfato empresarial en dirección de
la política. En los siguientes doce años se convirtió en la figura política dominante
del país, ocupando el cargo de ministro de hacienda en 1866‑1867, el de alcalde
de Lima entre 1869 y 1872, el de primer presidente civil del país de 1872 a
1876, culminando su carrera como reconocido presidente del congreso hasta su
asesinato, en 1878.
En sus escritos de la Revista a comienzos de la década de 1860, Pardo se
mostraba particularmente preocupado en canalizar las inmensas rentas estatales
procedentes del guano hacia un desarrollo más diversificado y sostenible. Era
sumamente consciente de que se trataba de un recurso finito que se iba agotando
rápidamente; de igual manera sabía que el Estado venía dilapidando una gran
parte de su bonanza en gastos improductivos e innecesarios. De hecho, ahora
tenemos una idea mucho más precisa de cómo se gastaron los ingresos estatales
en esta época. Más de la mitad se gastó en ampliar la burocracia civil (veintinueve
por ciento) y las fuerzas armadas (24,5 por ciento). Otros gastos incluyeron la
construcción de ferrocarriles (veinte por ciento), el pago de la consolidación
220 Peter Klarén
Manuel Pardo, fundador del Partido Civil y primer presidente civil, 1872‑1876. Reproducido con
permiso de la Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos.
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Entretanto, Prado enfrentaba una guerra civil cada vez más fuerte en torno a
una nueva constitución liberal promulgada por el Congreso en 1867. La nueva carta
constitucional provocó la oposición del general Pedro Diez Canseco en Arequipa y
del coronel José Balta en Lambayeque, quien encabezó una exitosa rebelión para
deponer a Prado y restaurar la constitución conservadora de 1860. Las victoriosas
fuerzas provinciales entonces le nombraron presidente (1868‑1872).
Balta fue un oficial del ejército conservador que tuvo un gobierno nada
distinguido de cuatro años, caracterizado por la ineficiencia y la corrupción, pero
a pesar de todo fue significativo por varios motivos. En primer lugar, su ascenso
al poder en 1868, el último caso en que un contendor presidencial alcanzó el
mando a través de una rebelión provincial, representa el fin de la vulnerabilidad
del gobierno central ante los desafíos regionales o provinciales. Parecería que los
fondos y el masivo programa de construcción ferroviaria que llevó a cabo finalmente
consolidaron el control de Lima sobre el resto del país durante la era del guano.
En segundo lugar, el enorme y costoso programa de construcción ferroviaria
de Balta llevó a un masivo incremento en los préstamos extranjeros, que finalmente
amenazaría la viabilidad financiera del país. Es más, en un intento por elevar
los ingresos estatales provenientes del guano, Nicolás de Piérola, su ministro de
hacienda, rescindió el contrato con la oligarquía y lo entregó a unos capitalistas
extranjeros a cambio de la cancelación parcial de la deuda externa. Tercero, en
reacción a este ataque a su base económica, la oligarquía civilista se movilizó
políticamente para retirar a Balta del poder, capitalizando el desencanto público por
la notoria corrupción del gobierno. Esta campaña abrió el camino para la reacción
antimilitar popular que llevó a la elección como presidente de Manuel Pardo, el
candidato del Partido Civil, en 1872. Por primera vez desde la independencia un
civil, y no una figura militar, ejercería el poder político en el país.
Por último, durante el gobierno de Balta tuvo lugar una seria rebelión de culís
chinos —la mano de obra principal de las haciendas costeñas— en Pativilca, en
1870. Conocida como la «rebelión de los rostros pintados» (Rodríguez Pastor 1979,
1989), ella involucró a unos mil doscientos a mil quinientos chinos que emprendieron
una breve pero sangrienta embestida, saqueando, incendiando y destruyendo
propiedades en una orgía de violencia espontánea, dirigida contra las duras
condiciones de vida y trabajo prevalecientes en las haciendas. El ejército restauró el
orden rápidamente; el saldo de esta rebelión fue unos trescientos chinos muertos.
Para construir el sistema ferroviario peruano en 1868, Balta se dirigió al
norteamericano Henry Meiggs, quien acababa de completar más de doscientas
millas de línea férrea en Chile. Meiggs, llamado el «Pizarro yanqui» por su más grande
biógrafo, llegó a América del Sur en 1855 «huyendo» de la ley de California, donde
había especulado excesivamente en bienes raíces y vendido acciones ferroviarias
falsificadas. Durante la siguiente década en el Perú, Meiggs consiguió contratos que
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exportadora requería que fuese más activo y lograse extraer impuestos y rentas
más altos, con los cuales construir la infraestructura necesaria para atender una
economía exportadora. De esta manera, la nueva plutocracia civilista amenazaba
la tradicional hegemonía económica y política de la vieja clase hacendada.
Piérola —que según Quiroz (1993: 36) se convertiría en «el heredero civil de
la tradición caudillista» en la política peruana— planeaba financiar el programa
de expansión ferroviaria de Balta con más préstamos en el extranjero. Hizo
esto pasando el contrato de guano de 1869, de los consignatarios nacionales
—a quienes Piérola y sus seguidores conservadores veían como una camarilla
manirrota proclive al interés individual, a expensas de los intereses nacionales—
a una compañía francesa encabezada por el financista internacional Auguste
Dreyfus. Los civilistas respondieron tildando la medida como una claudicación a
las finanzas internacionales, tomando para sí el manto de la soberanía nacional.
Sea quien haya sido el que tenía razón, lo cierto es que una medida tan drástica
en contra de los intereses fundamentales de la plutocracia inevitablemente debía
provocar la enemistad duradera de los civilistas.
El producto de estas medidas fue un incremento masivo de la deuda externa
peruana y una reacción predeciblemente amarga de la desplazada élite civilista.
La deuda externa, que en 1865 sumaba únicamente nueve millones de soles
antes de la Guerra con España, ahora se elevó de noventa millones en 1869
a ciento ochenta y cinco millones de soles en 1872. Sólo en este último año,
el servicio de la deuda consumió trece millones quinientos mil soles del total
de las rentas guaneras que sumaban quince millones de soles. Para empeorar
las cosas, Dreyfus, que estaba decidido a monopolizar el mercado mundial del
guano, resultó ser bastante menos prudente que Gibbs en asegurar unas reservas
adecuadas del fertilizante con las cuales respaldar el incremento de las deudas del
gobierno. Por último, el repentino ingreso masivo de fondos extranjeros desató una
severa espiral inflacionaria entre 1869 y 1872, al igual que un breve boom de la
banca especuladora. Por ejemplo, el número de bancos subió de cuatro en 1868
a dieciséis en 1873, lo que superaba con mucho la capacidad de la economía
nacional. Esta situación sentó las bases de una severa crisis financiera en 1873,
cundo la economía mundial cayó en una depresión.
Entretanto, la reacción política a una economía tambaleante, a la corrupción
y las políticas erradas de Balta fue intensa. Encabezados por Manuel Pardo, el
popular alcalde de Lima en 1869, los civilistas montaron una fuerte campaña para
poner fin al gobierno militar y establecer un gobierno civil basado en el respeto
a la ley, las instituciones republicanas y las garantías constitucionales. La clave,
tal como la veían Pardo y sus camaradas civilistas, era reducir enormemente
las abultadas fuerzas armadas. En palabras de Pardo, «[e]l Perú quiere obras
públicas en vez de quince mil soldados» (citado en Kristal 1987: 66 [1991: 72]).
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