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Lección 7 Arata y Mariño

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Lección 7

La organización del sistema educativo: un mapa de la cuestión.

La organización legal del sistema educativo argentino tuvo lugar entre dos grandes
acontecimientos históricos: la Batalla de Caseros (1852) y la conmemoración del
Centenario de la Independencia (1910). Durante este período se conjugaron
condiciones políticas e institucionales que permitieron, después de un extenso y
convulsionado proceso, el surgimiento del Estado nacional. En ese contexto, la sanción
de un corpus legal que regulara las acciones educativas desplegadas a lo largo y ancho
de la nación, fue un objetivo prioritario. Las autoridades nacionales buscaban, a través
de una legislación moderna, generar un marco adecuado para formar a los ciudadanos
que el nuevo orden político requería.

En este período se produjeron una multiplicidad de nociones, imágenes y sentidos


sobre las características que debía asumir la educación formal en Argentina. A partir de
1853, tuvieron lugar un conjunto de debates –de fuerte tono propositivo- sobre las
características y funciones que tenía que adoptar la instrucción primaria, la educación
media y la universitaria; 1910 constituyó, en cambio, un momento de balance y
reformulación de los objetivos educacionales fijados por los hombres de la generación
del ‘80, así como de los medios y las estrategias para que fuesen llevados a cabo.

Entre los rasgos distintivos que caracterizan esta etapa, cabe resaltar que el Estado se
perfiló como uno de los principales promotores de la instrucción pública. La sanción de
leyes educativas, el establecimiento de instituciones para la formación docente y la
creación del Consejo Nacional de Educación, entre otros, son ejemplos que expresan
esa voluntad. Pero, ¿por qué la educación ocupó un lugar central en el discurso
estatal? ¿Cuáles fueron las funciones que se le asignaron? ¿Quiénes eran sus
principales destinatarios? ¿Qué características adoptó el modelo de organización legal
que logró imponerse?

Con el objetivo de ubicar los principales ejes del debate pedagógico y su incidencia en
la legislación escolar, en esta lección repasaremos las principales acciones educativas
desplegadas por el Estado y reconstruiremos el clima de ideas pedagógicas, los
proyectos y las controversias que caracterizaron un tramo fundamental de la historia
política del sistema educativo, a partir de los diagnósticos realizados sobre las
transformaciones que sufría la sociedad y de las nuevas funciones asignadas al Estado.
Uno de nuestros hilos conductores será el abordaje de los hitos y los procesos que
incidieron en la organización legal del sistema educativo.

Raíces legales
Durante las tres últimas décadas del siglo XIX, se pueden identificar diferentes
instancias y procesos relativos a la organización del sistema educativo. Para evitar caer
en claves de lectura teleológicas, es importante advertir que los diferentes momentos
que atravesó nuestra legislación escolar deben ser leídos como etapas sucesivas y no
progresivas; esto es: como momentos singulares en los cuales, desde un registro
específico –el legal-, se cristalizó una articulación entre el pasado, el presente y el
futuro (recuperando o rechazando los aspectos organizativos previos o trazando el
perfil del futuro sistema educativo) en torno a las características que debía reunir la
legislación escolar.

Entre 1875 y 1905 se sentaron las bases legales que regularon la educación pública
argentina hasta la primera mitad del siglo XX. La elaboración de este cuerpo normativo
fue, en un primer momento, el resultado de intensas controversias y, posteriormente,
objeto de numerosos proyectos de reforma. La ley 888 de educación común de la
Provincia de Buenos Aires (1875), la ley 1.420 de educación común de la Capital y los
Territorios Nacionales (1884) y la ley 4.874 (1905) -conocida como “Ley Láinez”-
constituyeron, junto a la ley 1.597 (1886) –también denominada “Ley Avellaneda”-, los
principales hitos legislativos a partir de los cuales se configuró el sistema educativo
argentino. Recordemos que la enseñanza media no contó con una ley orgánica que la
regulara hasta la sanción de la Ley Federal de Educación, en 1993.

Estas normas no se elaboraron sobre un vacío legal previo. Muy por el contrario,
dichas leyes se apoyaban en una red normativa anterior, que regulaba distintos
aspectos de la educación escolar. Como señalamos en la lección 4, en algunas
jurisdicciones provinciales ya existía un corpus legal que remitía a distintas
modalidades de gobierno y tradiciones pedagógicas: en 1821, en la provincia de
Córdoba y bajo el impulso de Juan Bautista Bustos, la educación se organizó a través
de juntas protectoras; en Santa Fe, ese mismo año, Estanislao López hizo lo propio,
sancionando el primer reglamento de las escuelas de la provincia litoraleña; en Buenos
Aires, en cambio, Rivadavia organizó la instrucción primaria en torno a la creación de
un departamento de primeras letras con sede en la Universidad; en 1850, Marcos
Sastre redactó un reglamento general para las escuelas entrerrianas. Estos marcos
legales expresaban concepciones pedagógicas y modalidades organizativas
divergentes, cuya articulación en un corpus legal único no resultaría sencilla.

A estos antecedentes, se suma el hito que significó la sanción de la Constitución


Nacional de 1853. La Carta Magna definió y reguló la potestad de las autoridades
nacionales y jurisdiccionales en materia educativa. En los artículos 5, 14 y 67 -inciso 16-
se prescribieron las competencias jurisdiccionales y la capacidad del Congreso para
sancionar leyes educativas. Como señaló Héctor F. Bravo, el artículo 14 estableció la
libertad de enseñanza y el derecho a la educación, que se debía garantizar a través de
“las leyes que reglamenten su ejercicio”. El artículo 5 estatuyó la obligación de las
provincias de garantizar la educación primaria. Finalmente, el artículo 67 -inciso 16-
dispuso que el Congreso podía “proveer lo conducente al progreso de la ilustración,
dictando planes de instrucción general y universitaria”. A modo de ejemplo, cabe
señalar que -en sintonía con la Constitución- la ley de educación común de la provincia
de Buenos Aires impulsada por Sarmiento en 1875 ya contemplaba la gratuidad y
obligatoriedad de la enseñanza primaria.

Estos antecedentes le otorgaron a la organización del sistema educativo una impronta


federal, en la que cada provincia (por entonces existían las de Santa Fe, Entre Ríos,
Corrientes, Tucumán, Salta, Jujuy, Santiago del Estero, Catamarca, Córdoba, La Rioja,
San Juan, San Luis y Mendoza) se daba a sí misma una organización legal propia. En ese
contexto, el gobernador de Corrientes, Juan Pujol, presentó una Ley de Instrucción
Primaria, la primera legislación educativa general sancionada en el país. El plan
estableció una Escuela Normal en la capital correntina, donde formar preceptores y
educadores para nutrir las escuelas departamentales; sancionaba la gratuidad y
obligatoriedad de la instrucción primaria, establecía la exclusiva competencia del
Estado para proporcionarla y ordenaba la creación de una escuela elemental de
varones y una de mujeres en cada uno de los departamentos de la provincia. En la
provincia de Santa Fe, se sancionó la Ley Orgánica de Educación Común, durante el
gobierno de Servando Bayo. La provincia de Buenos Aires hizo lo propio en 1875, bajo
el impulso del recientemente designado Director General de escuelas, Domingo F.
Sarmiento.

No obstante, si bien los representantes de la mayoría de las provincias acordaban en


establecer regulaciones adecuadas, los recursos materiales y simbólicos disponibles en
cada jurisdicción destinados a la educación variaron notablemente, conformando un
escenario escolar nacional atravesado por fuertes contrastes. El informe sobre la
instrucción primaria presentado por Juan P. Ramos en 1910 –considerado la primera
historia de la instrucción primaria del país- revelaba que entre las provincias del
noroeste, Jujuy contaba con 99 escuelas primarias, de las cuales sólo 8 tenían edificio
propio, mientras que en Salta la mayoría de las escuelas funcionaban en habitaciones
que no reunían las condiciones mínimas de aseo y comodidad. En Entre Ríos, en
cambio, el panorama era más alentador, puesto que se habían fundado 150 escuelas
urbanas y 367 rurales, mejorando notablemente el acceso de los alumnos a la
educación. Frente a tal situación de disparidad, ¿qué posición asumió el Estado
nacional?

En 1880 se federalizó la ciudad de Buenos Aires, transformándose en la Capital


Federal. Bajo su competencia quedaron todas las escuelas porteñas, así como las
emplazadas en los Territorios Nacionales del Chaco, Misiones, el Territorio de los
Andes y la Patagonia. Ante la ausencia de una ley que regulase las escuelas ubicadas
dentro de la jurisdicción nacional, el 28 de enero de 1881 un decreto presidencial de
Roca fundó el Consejo Nacional de Educación. Domingo F. Sarmiento fue designado
superintendente general, y como vocales del Consejo fueron nombrados Miguel
Navarro Viola, Alberto Larroque, José A. Wilde, Adolfo Van Gelderen, Federico de la
Barra, Carlos Guido Spano, Juan M. Bustillos y José A. Broches.

El 2 de diciembre de ese mismo año, a través de otro decreto, se convocó a un


Congreso Pedagógico para que elaborase un anteproyecto de ley de educación que
remediara el vacío legal. En la ley 1.420 de educación común, culminación de ese
proceso, se recuperaron numerosos aspectos de los reglamentos y antecedentes
legales previos, al tiempo que se promovieron otros, inéditos. A lo largo del siglo XX,
los sectores progresistas se remitirían a La 1.420 como una ley de avanzada y un
modelo canónico; pero el carácter “fundacional” que revistió dicha legislación dentro
del imaginario educativo argentino, no debe llevarnos a omitir el valor y la importancia
de los reglamentos y leyes educativas anteriores.

¿Quiénes participaron de las discusiones? ¿Cuáles fueron los temas que se debatieron?
¿Cuál fue la posición que resultó triunfante? Manuel H. Solari –representante de la
historiografía educativa liberal- nos ofrecía una lectura de aquel proceso, considerando
que la puesta en vigor de la ley había sido el resultado de “la prolongada acción de
Sarmiento que, aunque no intervino directamente en su sanción, la hizo posible con sus
años de lucha contra las fuerzas negativas de la anarquía y del caudillismo”. Una
lectura del proceso de sanción de la ley como esta, que privilegia la voluntad de un
solo hombre y que considera las experiencias educativas previas como fuerzas
negativas, es extremadamente acotada y está cargada de prejuicios. En sentido
contrario, Rubén Cucuzza afirma que, para dar respuesta a estos interrogantes, es
indispensable mirar la totalidad del proceso, incorporando al análisis, por un lado, los
argumentos y los sujetos que intervinieron en las controversias que tuvieron lugar
dentro y fuera del Congreso -a través de la prensa escrita, por ejemplo- y, por el otro,
las experiencias educativas internacionales que fueron tomadas como modelos de
referencia.

En cuanto al contexto internacional es indispensable mencionar que, durante el siglo


XIX, los países europeos elaboraron nuevos marcos legales con el objetivo de organizar
sus sistemas educativos. El modelo escolar implementado en Prusia a partir de 1806
por el ministro Humboldt, confiando la organización escolar a las autoridades estatales
locales, sirvió de modelo para otras naciones, en buena medida, porque a través de
esa modalidad, se habían alcanzado los índices de escolarización más altos de Europa.
En la misma sintonía, el ministro francés Guizot sancionó en 1833 una ley de educación
que le otorgaba a los municipios amplias facultades para crear escuelas y designar a
sus maestros. En España, la ley de Instrucción Pública de 1857, impulsada por el
ministro Claudio Moyano Samaniego estableció la gratuidad, centralización y
secularización de la enseñanza primaria. En 1870, Inglaterra implementó en sus
escuelas la gratuidad de la enseñanza a través de la sanción de la Ley de educación
elemental. En esos y en otros países, la tendencia general consistía en garantizar la
instrucción primaria obligatoria y gratuita, a través de diferentes modelos de gestión
estatal, más o menos descentralizados, según el caso.

Estas medidas intensificaron la escolarización de las sociedades, a partir del cual el


perfil de la escuela comenzó a presentar contornos mucho más definidos. Para Ian
Grosvenor y Catherine Burke, en distintos lugares del mundo, la escuela empezó a ser
identificada por sus elementos más reconocibles: “un único lugar de reunión, un medio
de instrucción, una forma de organizar los asientos, un objeto compartido y, por
supuesto, niños”. La forma escolar como institución cobró tal legitimidad en las
naciones que, según Pablo Pineau “De París a Timbuctú, de Filadelfia a Buenos Aires, la
escuela se convirtió en un innegable símbolo de los tiempos, en una metáfora del
progreso, en una de las mayores construcciones de la modernidad”. El carácter
universal del modelo escolar no impidió, por otra parte, que en cada país o región las
escuelas presentaran marcas propias y aspectos particulares, como expresión de sus
tradiciones culturales y pedagógicas específicas.

En lo que respecta a los debates político-pedagógicos mantenidos desde fines del siglo
XIX, los argumentos presentados durante esta etapa se inscribieron en dos grandes
tendencias políticas: liberal y conservadora. ¿Cuáles fueron, a grandes rasgos, sus
principales características?

Es dificultoso intentar definir al pensamiento político conservador. Más bien se pueden


identificar una serie de actitudes y reacciones de tipo conservador. Por ejemplo: la
posibilidad de que se produzcan cambios en las estructuras de una sociedad es
percibida por sus miembros con distinta intensidad según la posición social que
detente cada uno. Para los sectores marginales, tal posibilidad de cambio en el orden
instituido puede resultar indiferente, generar cierto malestar o ser movilizadora,
cuando son ellos quienes motorizan la transformación. Pero para los sectores sociales
cuyos intereses están indisolublemente ligados a las estructuras tradicionales de la
sociedad y a sus fundamentos, la posibilidad de cambio será percibida como una
amenaza. Por lo tanto, encarnan las posiciones conservadoras los sectores que se
auto-perciben, según advierte José Luis Romero, como “aquellos a quienes los ata una
consustanciada tradición, importantes intereses económicos, un modo congénito de
vida, vigorosos prejuicios y, sobre todo, la convicción profunda de ser herederos
históricos y mandatarios de quienes establecieron […] las estructuras originarias de la
sociedad” cuando estas últimas son puestas en cuestión.

En la tradición liberal, por su parte, confluyen dos grandes tendencias: por un lado, una
tradición ligada a los intereses de la oligarquía económica, marcada a fuego por las
dificultades para incorporarse a la democracia de masas y promover un modelo social
inclusivo; por el otro, una tradición democrático-liberal, capaz de convertirse en
interlocutora del arco de las fuerzas progresistas. Si bien las controversias en torno al
proyecto político que encarnó el liberalismo latinoamericano exceden el espacio que
podemos dedicarle en estas páginas, podemos resaltar un aspecto central: la
peculiaridad que caracterizó su discurso durante el siglo XIX fue la centralidad
otorgada al Estado como instrumento para introducir reformas en la sociedad. El
liberalismo reformista, según indica Eduardo Zimmermann, es el que mejor representa
a la posición liberal. Este grupo, compuesto por profesionistas e intelectuales, sostenía
que los cambios podían promoverse a través de la legislación social, adjudicándole al
Estado un rol articulador “como cemento de todas nuestras relaciones sociales”, en
tanto consideraba que “Por la estructuración original que configuró las relaciones
entre el aparato estatal y la sociedad, la única palanca sobre la cual apoyar una
voluntad de cambio estuvo colocada en el Estado y no en la sociedad.”

En el plano educativo, liberales y conservadores expresaban concepciones divergentes


sobre aspectos centrales de la organización educativa, por ejemplo si el Estado debía
asumir un rol principal o subsidiario en materia educativa o si debían enseñarse
contenidos religiosos en las escuelas públicas. En general, los primeros mantenían una
posición marcadamente anticlerical que relegaba a la Iglesia a un segundo plano,
mientras que los segundos defendían los valores católicos y su injerencia en el espacio
público.

De los debates previos a la sanción de la ley 1.420, que incluyeron las referencias a las
tendencias educativas impulsadas por otros países y los argumentos político-
pedagógicos expuestos por liberales y conservadores, resultó una articulación de
argumentos que le dio a la ley un carácter específico. Vale advertir esto porque hubo
quienes consideraron a la ley 1.420, según Rubén Cucuzza, como “la única posibilidad
que podía surgir de la combinación entre los enunciados liberales, el creciente proceso
de laicización de la sociedad, el auge del positivismo y la posición hegemónica que
ostentaba la oligarquía porteña”. Por nuestra parte, sostenemos que el proceso que
derivó en la ley de educación común fue el resultado de los intercambios y
negociaciones entre los diferentes sectores que participaron de los debates, de las
relecturas de los modelos educativos internacionales a la luz de las necesidades
locales, de las adecuaciones y los quiebres con los reglamentos y las leyes educativas
preexistentes. Para dar cuenta de estas tendencias y sus posibles líneas de concreción,
desplacemos ahora nuestra atención hacia el año 1882, donde estas tendencias
confrontaron en el marco del Congreso Pedagógico.

El Congreso Pedagógico de 1882

La convocatoria al Congreso Pedagógico se desarrolló en el marco del fortalecimiento


del modelo socioeconómico agro-exportador. Durante la década del ’80, tuvo lugar el
armado institucional, jurídico y administrativo del Estado nacional; se produjo la
incorporación económica de la Argentina en el mercado internacional y los sectores
oligárquicos experimentaron altos niveles de prosperidad. En el plano político gravitó
la figura de Julio A. Roca (1880-1886 y 1898-1904), referente del Partido Autonomista
Nacional (PAN) y de la Liga de Gobernadores, quien ocupó el cargo de presidente en
dos períodos.

El gobierno del PAN promovió la expansión y el desarrollo del modelo agro-exportador


a través de tres políticas: la promoción y apertura del país a la inmigración masiva, la
difusión de la instrucción pública y la construcción de una extensa red ferroviaria que
desembocaba en la “ciudad puerto” con el objetivo de concentrar allí el comercio con
los países centrales. Estas políticas fueron acompañadas por una campaña militar que
buscaba consolidar el control territorial de la Patagonia y el Chaco, llevando adelante
el exterminio de los pueblos indígenas: la “Conquista del Desierto”. Esta tuvo lugar
entre 1878 y 1880 y fue comandada por el propio Roca; en tanto, entre 1870 y 1884 se
realizaron incursiones militares en el territorio chaqueño, con el objetivo de aniquilar
todo rastro de las culturas originarias. Las medidas políticas, económicas y militares
impulsadas por el gobierno de Roca buscaban consolidar un poder estatal fuerte y
centralizado y generar las condiciones para la inserción definitiva de la Argentina en el
esquema capitalista mundial.

La elite que conformó la generación del ’80 construyó nuevos sentidos sobre el
proceso civilizatorio que ellos mismos impulsaban. A la principal contraseña para
acceder a la interpretación de la cultura argentina -el enfrentamiento entre
“civilización y barbarie”- sumaron otros dos lemas: “Gobernar es poblar” y “Orden y
progreso”. El primero dependía del éxito que tuviese la convocatoria de inmigrantes
del otro lado el océano; el segundo cristalizaba el anhelo de las clases dirigentes por
insertar a la Argentina en el concierto de las naciones modernas. Durante algunos
años, el modelo político roquista fue considerado exitoso y esa valoración podía
palparse en los discursos de los hombres cercanos al poder: en una carta dirigida a
Miguel Cané fechada en diciembre de 1881, el mismo Roca trasmitía su optimismo,
comentando que “Por aquí todo marcha bien. El país en todo sentido se abre a las
corrientes del progreso, con una gran confianza en la paz y la tranquilidad pública.”

Para formar parte de los países modernos resultaba indispensable contar con leyes
que incorporaran las innovaciones y los adelantos de la época. En ese sentido, la
sanción de una ley de educación a tono con los avances y desarrollos educativos
contemporáneos constituía un objetivo prioritario del gobierno. Como ya
mencionamos, en 1881, Roca, a instancias de su Ministro de Justicia e Instrucción
Pública Manuel Pizarro, fundó el Consejo Nacional de Educación asignándole dos
funciones: crear y supervisar las escuelas de la Capital y los Territorios Nacionales y, en
simultáneo, convocar a un Congreso Pedagógico que discutiese y elaborase un
anteproyecto de ley de educación común que las regulase.

La acción del Consejo Nacional de Educación fue vertiginosa. A pesar de que el edificio
para que se llevara a cabo fue construido entre 1886 y 1888 -donde actualmente se
encuentra emplazado el Ministerio de Educación Nacional- el Consejo ya se
encontraba en funciones desde 1881. Ese mismo año comenzó a editarse el Monitor
de la Educación Común, publicación educativa oficial que circuló hasta 1976 y cuyos
principales objetivos consistían en difundir las resoluciones tomadas por el Consejo y
contribuir a la formación docente a través de artículos elaborados por pedagogos y
maestros, nacionales y extranjeros.

Según Roberto Marengo, en la acción del Consejo pueden distinguirse tres momentos:

El de estructuración, tuvo lugar entre 1884 y 1899, durante este período fueron
cobrando forma los distintos órganos de gobierno que componían el Consejo (la
Comisión de Didáctica y Diplomas, la de Hacienda y Presupuesto y la de Asuntos
Judiciales y Bibliotecas). Se pusieron en función las modalidades del sistema
(educación primaria, educación de adultos, etc.). Inclusive, durante esta etapa el
Consejo fue reorganizado, se introdujeron cambios, principalmente, en las tareas de
inspección, en el nivel de enseñanza y en el control de la asistencia de los niños. Se
puso en práctica la actualización docente a través de la reglamentación de
Conferencias Pedagógicas, así como la designación de comisiones para la selección de
los libros de textos que serían distribuidos gratuitamente. En 1888 comenzó a
funcionar, bajo la órbita del Consejo, el Cuerpo Médico Escolar. La gestión en estos
años estuvo a cargo de Benjamín Zorrilla y de José María Gutiérrez.

El de expansión, entre 1899 y 1908, durante el cual se procuró que toda la población
contara con posibilidades de acceder al sistema educativo, articulando ese esfuerzo a
las acciones de la sociedad civil. Articulación que consistía, principalmente, en
fomentar los emprendimientos educativos de la sociedad y permitir que los vecinos se
encuentren en los establecimientos educativos, aunque sin ceder funciones como el
control de los fondos o la elección de los maestros. Durante este período el Consejo
fue presidido por José María Gutiérrez y por Poncio Vivanco.

El de consolidación, entre 1908 y 1916, cuando creció enormemente su sistema


administrativo –lo que le valió fuertes críticas de parte de pedagogos como Carlos
Vergara y Julio Barcos, quienes cuestionaban la burocratización del sistema-. Se
crearon la modalidad de educación para niños especiales, que no estaba contemplada
en la ley 1.420, y el régimen de escuelas nocturnas de adultos y se apostó a una fuerte
nacionalización de los contenidos escolares. Por primera vez, se incorporó la figura del
Vicedirector y del Secretario dentro de las escuelas. La presidencia estuvo a cargo de
José M. Ramos Mejía y de Pedro N. Arata, sucesivamente.

Pero regresemos a 1882: ese año se realizó el Congreso Pedagógico en el marco de la


Exposición Continental de la Industria, emplazada en la plaza Loria de la ciudad de
Buenos Aires. El entorno era el apropiado, ya que los promotores de estas
exposiciones industriales buscaban intensificar, a través de ellas, la fe en el
perfeccionamiento del hombre gracias al desarrollo de la cultura industrial. El 10 de
abril tuvo lugar la inauguración del Congreso. El discurso de apertura estuvo a cargo de
Onésimo Leguizamón, que ocupaba la presidencia del Congreso y que, entre otros
cargos, se había desempeñado como ministro de Justicia e Instrucción Pública y había
impulsado la idea de convocar a un congreso pedagógico en 1876. A Sarmiento, en
cambio, se lo nombró presidente honorario, pero éste hizo pública su renuncia a
participar del mismo. Desde las páginas del diario El Nacional, el sanjuanino expresó su
disconformidad con la organización del Congreso, aunque no se privó de sostener una
encendida defensa de la educación laica y de la principalidad del Estado en materia
educativa.

Las actividades se desarrollaron ante la presencia de numerosos delegados nacionales


y extranjeros, extendiéndose durante 25 días, 15 días más de los 10 que estaban
previstos originalmente. La presencia de maestras dispuestas a participar activamente
de los debates fue significativa: de los 265 participantes, 105 eran mujeres. Sin
embargo, sobre ellas, al igual que sobre los maestros del interior, recayeron
innumerables prejuicios. Según Hugo Biagini, los organizadores consideraban que el
maestro del interior presentaba un “escaso nivel científico” por lo que poco podía
hacer “para mejorar los conocimientos pedagógicos existentes”; en cuanto a las
mujeres, aducían que no estaban “a la altura de los tiempos” y temían que las mismas
fueran fácilmente influenciadas “por las posiciones en ciernes”. Sin embargo, durante
el transcurso del Congreso, la postura de las maestras en defensa de la escuela laica
dejaría en evidencia que dichos prejuicios carecían de fundamentos. Sarmiento, quien
seguía el pulso de los debates con atención, advirtió que fue Clemencia C. de Alió, la
primera mujer en subir a la tribuna de los oradores para “demostrar que la
redención de la mujer por la educación y por el trabajo, es la primera y una de las
bases más fundamentales de la educación y de la mejora del pueblo.”
La agenda de temas incluía cuestiones relativas a:

- El estado de la educación común en el territorio nacional.


- Los medios prácticos y eficaces de remover los obstáculos que desarrollo de la
misma debía sortear.
- El vínculo con el poder político y rol que debía corresponderle en arreglo a la
Constitución Nacional.
- Los estudios de legislación sobre educación vigentes.

Al Congreso asistieron delegados de Brasil, Bolivia, Uruguay, Paraguay, Costa Rica,


Estados Unidos y Nicaragua para intercambiar ideas y experiencias sobre los adelantos
pedagógicos alcanzados en sus respectivos países. En un gesto simbólico, el gobierno
declaró el día de apertura de las sesiones feriado nacional, para que la sociedad
dimensionara la relevancia de aquellos debates para el futuro del país.

El Congreso Pedagógico fue el escenario de las más intensas controversias que


recuerde la época. Liberales y conservadores debatieron sobre los asuntos que hacían
a la estructura y las características del sistema educativo. Las principales discusiones
giraron en torno al perfil que debía asumir el Estado respecto de otros agentes
educativos, los contenidos de la enseñanza que se impartiría en las escuelas, los
criterios de idoneidad que debía reunir el maestro, las fuentes de financiamiento y las
modalidades y los contenidos mínimos de enseñanza. Desde el inicio de las sesiones,
los argumentos alrededor del papel del Estado en materia educativa expresaron
fuertes contrastes. Para quienes sostenían que la familia y la Iglesia eran agentes
naturales de la educación –la primera por ser el espacio natural donde nace y crece el
niño, la segunda, por su rol de mater et magistra- el Estado debía asumir un rol
subsidiario. El médico catalán Bialet Massé, quien más tarde sería el redactor del
Informe sobre el estado de la clase obrera en Argentina, enrolado en la posición
católica, sostuvo que mientras la familia fuese capaz de educar a su hijo, tenía la
obligación de hacerlo y, en tanto no lograse desenvolver adecuadamente esta tarea,
debía recurrir al Estado, quien debía –supletoriamente- hacerse cargo.

Los conservadores reivindicaron el papel de la religión en la formación de la identidad


nacional. ¿Dónde se habían forjado estos argumentos? Para comprenderlo debemos
remontarnos hasta 1864, año en que la Iglesia difundió la encíclica Quanta cura, a la
cual le adjuntó un índice de los errores del siglo -el Syllabus-, condenando el
panteísmo, el liberalismo, el racionalismo, el naturalismo, el comunismo y el
socialismo, al tiempo que protestaba contra la supresión de las órdenes religiosas, la
separación de la Iglesia del poder político y la educación impuesta por los Estados
modernos. La encíclica promovió el integrismo, esto es, una visión de la sociedad
donde no podían concebirse ni la moral pública ni el carácter nacional sin el papel
nuclear de la Iglesia, de cuya autoridad terrenal dependía la legitimidad del Estado.

Desde la vereda opuesta, los liberales sostuvieron que el único modo de garantizar el
derecho a la educación era instituir al Estado como el principal agente educador. Ello
sólo podía efectuarse si, previamente, se establecía un criterio de separación de los
poderes estatales respecto de los eclesiales. Este debate se reavivaría con mayor
intensidad que cualquier otro en las sesiones del Congreso Nacional donde tuvo lugar
la discusión parlamentaria en torno a la ley 1.420, entre 1883 y 1884.

Para los defensores del modelo liberal y laico, el objetivo de la educación consistía en
crear buenos y leales ciudadanos, respetuosos de las leyes y de la soberanía nacional,
dispuestos a contribuir al progreso del país. Este argumento estaba presente en los
fundamentos de una serie de políticas cuya aplicación alcanzó especial intensidad
entre 1881 y 1888, período en el que se sancionaron las leyes laicas a las que la Iglesia
se oponía. El avance del Estado nacional en la secularización de la sociedad se plasmó
en el otorgamiento de competencia a los tribunales civiles para juzgar a los
eclesiásticos, la institución del matrimonio civil, la secularización de los cementerios y,
como corolario, la promulgación de la ley de educación común. Desde esta perspectiva
el problema de la religión se reducía a un asunto del ámbito privado, tomando
distancia de aquellas posiciones que pretendían que el Estado estuviera al servicio de
la unidad católica.

Otro frente de conflicto se abrió en torno a las propuestas de coeducación de los


sexos. Los defensores de la escuela especial sostenían que había que establecer dos
escuelas primarias: una de 6 a 8 años, de niños por la mañana y de niñas por la tarde, y
otra de 8 a 16 años, en la que la separación entre sexos fuese más rigurosa y donde los
maestros que estuvieran al frente del establecimiento fuesen del mismo sexo que sus
alumnos. La propuesta era sostenida, entre otros, por Marcos Sastre. El uruguayo
Jacobo Varela, invitado a participar del Congreso, defendió la escuela común
presentando argumentos a favor de la coeducación de los sexos, colocando el énfasis
en las consecuencias morales que se seguirían en la vida social al levantar “gruesos
muros” entre los sexos. La discusión sobre el carácter “común” o “especial” de la
escuela primaria se alimentó también de los argumentos que instaban a establecer
escuelas diferenciadas tomando como referencia el origen social de los alumnos, el
lugar donde vivían o la clase social a la que pertenecían.

Las controversias sobre los métodos de enseñanza también ocuparon un lugar


destacado. Existió unanimidad en condenar el uso de castigos corporales y en
cuestionar el empleo de premios, para estimular el aprendizaje. Los representantes
uruguayos Carlos Pena y Alfredo Vázquez Acevedo fueron quienes comunicaron los
desarrollos más novedosos en materia didáctica. Sus intervenciones en el Congreso se
centraron en los modos de enseñar y aprender. Pusieron en cuestión los métodos
tradicionales, que se apoyaban exclusivamente en la memorización y la repetición
mecánica. Francisco Berra, pedagogo argentino formado en Uruguay, de sólidos
vínculos con el magisterio oriental y quien fuera además Director General de Escuelas
de Buenos Aires en 1898, expuso un método de enseñanza que tomaba como punto
de partida el reconocimiento de los medios naturales a través de los cuales conoce un
niño, elaborando para cada uno de ellos una estrategia específica: el método intuitivo
para conocer los fenómenos simples (un color, un aroma, un sonido); el comparativo,
para establecer relaciones entre unos y otros; el deductivo, para aplicar
generalizaciones o reglas a casos particulares. De este modo, se trataba de organizar
científicamente el problema del aprendizaje y dejar atrás los modelos de enseñanza
intuitivos y desprovistos de “método”.
El método de enseñanza fundado sobre criterios científicos requería de un maestro
capacitado que lo desenvolviera. A pesar de que ya existían numerosas escuelas
normales en el país, el panorama de la formación magisterial era sombrío. Paul
Groussac afirmaba, con vehemencia, que mientras no cambiaran las condiciones
sociales del país y que el magisterio “siga siendo considerada la profesión más penosa,
triste y menos retribuida entre las llamadas decentes, mientras no haya seguridad, y
esté el maestro a merced de un golpe de autoridad, de una aldeada, no llegaremos con
las actuales escuelas normales a satisfacer la demanda de maestros primarios.”

Groussac advertía sobre la disparidad de quienes ejercían la docencia: “en nuestras mil
y tantas escuelas, se encuentran maestros de muy diversas aptitudes. La enseñanza ha
sido la playa más o menos hospitalaria donde todos los náufragos de la existencia
levantan su tienda un día, su abrigo provisorio”. Para el director de la Biblioteca
Nacional, no sólo la formación del magisterio representaba un problema, sino la falta
de garantías laborales y los mecanismos de promoción que ofrecía el Estado. En ese
sentido, las críticas y los reclamos de los maestros y las maestras se hicieron sentir en
el Congreso. Fueron ellos mismos quienes espetaron a los congresales,
interrogándolos: “¿qué porvenir tiene el maestro argentino? ¿Cuáles los estímulos que
le incitan a la perfección y al trabajo? ¿La vocación solamente?”

La intensidad de los debates sobre el carácter laico o religioso de la enseñanza


reapareció con más fuerza cuando se trataban los contenidos mínimos de la
enseñanza. El clima de tensión fue creciendo hasta amenazar con fracturar el propio
Congreso. Ante esta nueva crisis, Roca decidió intervenir, dejando en suspenso esa
discusión e indicando que el ámbito más propicio para su tratamiento sería el
Congreso de la Nación. Ante la falta de acuerdo, las comisiones que redactaron el
proyecto de ley expresaron, en dos textos, los acuerdos y las divergencias que se
habían expresado durante el Congreso Pedagógico.

El debate en el recinto

En el recinto del Congreso se presentaron dos proyectos de ley: uno por la comisión de
educación, identificado con la línea católica conservadora, y otro encabezado por
Onésimo Leguizamón, referente de los sectores liberales. Goyena, Achával Rodríguez,
Navarro Viola y Estrada, representaron la posición católica, mientras que Leguizamón,
Wilde y Lagos García, entre otros, defendieron los argumentos del sector liberal. El
debate parlamentario comenzó el 4 de julio de 1883 y finalizó con el triunfo de los
liberales el 8 de julio de 1884. En la cámara de diputados el sector clerical fue
derrotado en el primer anteproyecto de 1883, por 40 votos contra 10, y en la segunda
votación en 1884, por 48 contra 10.

¿Cuáles fueron los argumentos presentados? Leguizamón sostuvo que si la


Constitución Nacional era tolerante en términos de libertad de conciencia, la escuela
no podía ir contra esta concepción. En un país que fomentaba la inmigración, en donde
los credos que profesaban hombres y mujeres eran diversos, debía concebirse una
escuela que diera cobijo a todos, respetando las diferencias. El tema también atañía a
los maestros: ¿debía o no incluirse en su formación la enseñanza de la religión? En este
sentido Leguizamón sostuvo que bastaba con la idoneidad para ocupar el cargo,
prescindiendo de la adscripción a una determinada fe. Finalmente, subrayó que la
escuela laica no era sinónimo de escuela atea, sino de “una escuela que deje a Dios
donde se encuentra, es decir, en todas partes”.

La respuesta no se hizo esperar: el diputado Pedro Goyena advirtió que la Constitución


Nacional era la de un pueblo católico, ya que la misma establecía que, desde el
presidente hasta el último de sus miembros, debían profesar el culto católico. ¿Cómo
podía concebirse una escuela que, renegando de su carácter religioso, privara a sus
alumnos de formarlos para alcanzar el más alto de los honores que pudiera otorgar la
República, esto es, el de presidirla? ¿No se trataba, acaso, de “educar al soberano”?
Por lo tanto, concluía Goyena, el Estado no podía ser neutro en una dimensión tan
sensible a la identidad nacional como era la formación de las infancias en estrecho
vínculo con los preceptos de la religión. Goyena se oponía a la neutralidad defendida
por Leguizamón, pues representaba -para él- “una escuela atea disfrazada”.

Desde la tribuna liberal, Lagos García advirtió sobre los peligros que entrañaba que la
Iglesia se arrogara el derecho de designar a los maestros y los contenidos de los
programas, entre otros asuntos. Por su parte, Delfín Gallo manifestó su oposición al
proyecto de ley presentado por los católicos porque no distinguía claramente las
atribuciones del gobierno respecto de las de la Iglesia. Desde la otra bancada, Alvear
sostuvo que lo que se perseguía era la supresión de un “fanatismo religioso” por otro,
al que calificaba de “fanatismo burocrático”. El Ministro de Instrucción Pública, Wilde,
también hizo uso de la palabra, para recordarles a los congresales que había
diferencias irreconciliables entre ciencia y religión, sugiriendo que “más que rechazar,
lo que hay que hacer es reconocer sin estorbarse”.

Tras arduos debates, se presentó una reformulación del proyecto original, impulsado
por los liberales. Allí se establecía -en el artículo 8- que la enseñanza religiosa sólo
podría ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes
cultos a los niños de su respectiva comunión y que debía hacérselo antes o después de
las horas de clase. La posibilidad de que sólo los sacerdotes –y no los maestros, como
querían los sectores católicos- pudiesen impartir religión en contra-turno resonó en
algunos como una suerte de burla, ante la insuficiente cantidad de clérigos que
pudieran ocuparse en dicha tarea. Aunque, por otro lado, esto garantizaba que la
religión fuera aprendida por quienes voluntariamente asistirían a esos encuentros.

El 8 de julio de 1884 el Congreso Nacional sancionó la ley 1.420 de educación común.


La ley estableció una norma marco sobre la orientación deseada, los medios necesarios
y las obligaciones contraídas por el Estado Nacional. Las principales características que
contempló la misma fueron las siguientes:

Los fines de la educación elemental: se estableció que la obligatoriedad escolar


constituía un principio incuestionable y axiomático (art. 2 y 3). En correspondencia con
éste, la ley sancionó la gratuidad de la escuela oficial, puesto que no puede haber
obligatoriedad sin gratuidad, eliminando las cargas que impedían que todos pudieran
acceder a ella (art. 5). A su vez, la ley contemplaba la libertad de enseñanza,
respetando la voluntad de los padres para elegir la escuela a la que quisieran enviar a
sus hijos; también sancionó que la educación pública pertenecía a todos los poderes
sociales y, por lo tanto, todos tenían algún grado de injerencia sobre él, aunque se
encontrase bajo la dirección exclusiva e indelegable del Estado (art. 4).

Ámbitos de aplicación: el alcance de la ley se circunscribió a las escuelas primarias de


la Capital Federal y de los Territorios Nacionales. De este modo, se saldó la discusión
mantenida entre quienes defendían la función constitucional del Congreso de dictar
leyes sobre planes generales de instrucción pública (de alcance nacional) y quienes
consideraban que había que atenerse a lo dictaminado en el artículo 5 de la
Constitución, respetando la autonomía de las jurisdicciones provinciales.

Plan mínimo de estudios y graduación de la enseñanza: el plan de estudios se orientó


hacia la enseñanza de las disciplinas cuya legitimidad estaba fuera de toda discusión,
admitiendo el carácter histórico de estos saberes: lectura, escritura, historia, moral,
física y química (art. 6, 7 y 9). La enseñanza de la religión sólo podría ser impartida
antes o después de clase, por un ministro del culto correspondiente (art. 8).

Coeducación e idoneidad del maestro: se fijó que la educación se impartiría en clases


mixtas. A su vez, se resaltó el valor de la mujer como educadora (art. 10).

Inspección y consejos escolares de distrito: a diferencia de la ley de educación común


de Buenos Aires, en la cual Sarmiento delegó en los Consejos Escolares la suma de las
facultades sobre el gobierno de la educación, la ley 1.420 estableció que esas
facultades fuesen ejercidas por el Estado a través de su cuerpo de inspectores. De este
modo se instalaba una modalidad de gobierno verticalizada, relegando a los Consejos
Escolares a atender cuestiones ligadas al control de la higiene, la moral y la disciplina.

Financiamiento: se creó el fondo permanente de las escuelas, que se formaba a partir


de los aportes obtenidos de la venta de tierras nacionales en los territorios y colonias
de la nación, un porcentaje de los impuestos por patentes, contribuciones directas y
depósitos judiciales. De esta manera, quedó constituido un tesoro común
independiente al del presupuesto nacional (art. 44 al 47).

Escuelas particulares: se desprendía del principio de libertad de enseñanza y de la


posibilidad que los padres eligieran qué tipo de instrucción querían para sus hijos. Las
escuelas particulares debían contar con la aprobación del Consejo Nacional para
establecerse y someterse a inspecciones periódicas de sus instalaciones (art. 70 al 72).

Modalidades de enseñanza: además de las escuelas primarias, la ley ofreció diversas


modalidades para cursar estudios primarios. Entre otras, la ley promovió el
establecimiento de escuelas para adultos y de escuelas ambulantes. Esta última fue
presentada por Enrique Santa Olalla como el remedio más eficiente para hacer frente a
las grandes extensiones del territorio nacional. Las escuelas ambulantes debían
proveer a los maestros un carromato en el cual pudieran llevar consigo los útiles
necesarios, libros de lectura, el diccionario, tizas y pizarra, escuadras, reglas y
transportador, entre otros elementos. Esta escuela trashumante recorría los pueblos y
parajes de la campaña donde existiera la necesidad de proveer educación.

Éste marco normativo le confirió a la escuela primaria argentina, al menos desde el


plano discursivo, una impronta democratizadora, en tanto proveía los medios para
garantizar el acceso a la educación a todos los habitantes, colocando al Estado como el
principal garante de la misma. Desde una mirada retrospectiva, la promulgación de la
Ley de Educación Común fue la culminación de una serie de debates que se iniciaron
en el Congreso Pedagógico de 1882. Con su sanción quedaron establecidos los
principios que le imprimieron a la instrucción primaria pública argentina un carácter
común, gratuito, obligatorio y prescindente en materia religiosa, al tiempo que definió
al Estado como su principal promotor y garante.

El escenario educativo hacia 1884

Mientras estos asuntos se debatían en las cámaras de diputados y de senadores, ¿qué


ocurría en las escuelas? En paralelo a las deliberaciones en el Congreso, se implementó
un censo escolar que relevó el estado de la situación educativa en la Capital Federal,
las 14 provincias, los Territorios Nacionales de Chaco, Misiones, Patagonia y la Isla
Martín García. Las jurisdicciones fueron censadas por 1.521 funcionarios. Para el
normalismo argentino, la elaboración de estadísticas constituía un instrumento de
gobierno fundamental; a partir de la “supuesta” base objetiva y racional que se
desprendía de las estadísticas, se determinaban prioridades, se justificaban estrategias
y se proveían argumentos para aplicar reformas.

De los datos que arrojó el censo pudo establecerse que mientras en 1869 había
468.139 niños en edad escolar (6 a 14 años), en 1884 ese número ascendía a 511.376,
aunque de estos últimos, sólo asistían a la escuela 146.325 (29%). ¿Cómo se distribuía
este porcentaje geográficamente? Mientras que en la Capital el porcentaje de niños y
niñas escolarizados rondaba el 72%, en Catamarca el 38% y en Santiago del Estero
descendía al 27%. La eficacia educativa contrastaba con el porcentaje del gasto público
asignado a la educación: en Argentina ascendía al 9,1% del Presupuesto Nacional
duplicando el gasto de Francia, triplicando el de España y siendo superado sólo por
Suiza y Suecia. En el informe que acompañaba los datos censales, Francisco Latzina
advertía que “Los niños que no saben ni leer ni escribir, son en la Capital Federal
relativamente pocos, pero en cambio forman en todas las Provincias una mayoría que,
ó supera las 2/3 partes de la respectiva población escolar, ó llega muy próximamente a
esa proporción”. A nivel país los analfabetos eran 324.739, según las cifras del censo,
en Capital eran 29,1% de los niños en edad escolar, mientras que en la Patagonia el
60,9% en Tucumán el 79,4% y en Santiago alcanzaban el 88,7%.

Cuadro n° 2: cantidad de escuelas y maestros por jurisdicción

Total de escuelas Escuelas Maestros


Capital 170 540
Buenos Aires 425 740
Entre Ríos 80 128
Corrientes 173 243
Santa Fe 103 108
Córdoba 138 155
San Luis 92 135
Mendoza 85 196
San Juan 58 151
La Rioja 68 87
Catamarca 61 81
Sgo del Estero 30 40
Tucumán 76 108
Salta 92 148
Jujuy 50 56
Territorios 20 37
Nacionales
Fuente: Elaboración propia en base al Censo Escolar de 1884. Ministerio de Justicia e
Instrucción Pública

En la Argentina había entonces 49 alumnos por cada 1000 habitantes, 85 alumnos por
cada escuela y 50 alumnos por cada maestro. El desarrollo desigual de la educación
entre jurisdicciones promovió, en un primer momento, una mayor intervención del
Estado en las jurisdicciones provinciales, a través de auxilios económicos. Durante la
presidencia de Bartolomé Mitre (1862-1868) se sancionó la Ley 356 que premiaba a las
provincias que tuviesen inscripto al 10% de la población en edad escolar, con la suma
de 10.000 pesos fuertes. En el marco de la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento
(1868-1874) se definió un mecanismo de regulación un tanto más complejo, mediante
el cual se subvencionaba a todas las provincias que construyeran edificios escolares,
adquirieran mobiliarios, libros y útiles o pagasen el sueldo a los maestros según el
índice de pobreza que presentara cada jurisdicción. La Ley 463 de Subvención Nacional
sancionada en 1871, establecía que para poder hacerse acreedores del subsidio, los
funcionarios provinciales debían elevar los planos de las construcciones escolares y
contar con la suma de dinero para edificarla; la compra de los materiales escolares se
haría a través de una Comisión designada por el Poder Ejecutivo. De este modo, el
Estado nacional tendría un grado mayor de injerencia en la planificación educativa de
las provincias.

La ley Láinez

La tendencia hacia una mayor centralización del sistema educativo cobró nuevos bríos
con el cambio de siglo. Los datos que arrojaba el censo escolar ofrecieron más
argumentos a favor de intensificar -por la acción directa- la intervención del Estado
Nacional en las jurisdicciones provinciales. El senador por Buenos Aires, Manuel Láinez,
presentó un proyecto de ley que, tras su aprobación, oficiaría de bisagra entre el
período de organización legal del sistema (que quedó definitivamente establecido) y
los procesos que comenzarían a tener lugar desde entonces, signados por una fuerte
expansión del sistema y por los numerosos intentos de reforma del sistema educativo.

El proyecto de ley presentado por Manuel Láinez autorizaba al Consejo Nacional de


Educación a fundar escuelas en cada rincón de la República donde “el analfabetismo
continua produciendo sus estragos”. Láinez fundamentaba su posición en favor de esta
intervención en dos antecedentes: las subvenciones que la Nación giraba a las
provincias desde 1871 y la potestad que tenía el gobierno nacional para establecer
escuelas de aplicación en las Escuelas Normales provinciales. En ambos casos,
afirmaba, la acción del Estado Nacional no sólo resultaba legítima sino benéfica para
las provincias. Su proyecto le otorgaba al Consejo Nacional de Educación la facultad de
crear escuelas primarias en las provincias, incluyéndolas dentro del artículo 11 de la ley
1420, que hacía referencia a las escuelas ambulantes y de adultos. Ya que estas
escuelas carecían de asiento fijo o trataban con adultos, se les reducían los años de
obligatoriedad y los contenidos a impartir. Las escuelas de la ley Láinez tuvieron
originalmente cuatro años de extensión.

¿Cuál era el eje de la controversia? Cómo ya mencionamos en esta lección, la creación


de escuelas primarias por parte de la Nación estaba limitada por el artículo 5 de la
Constitución; sólo las provincias podían establecer escuelas dentro de su territorio.
Para sortear esta dificultad, Láinez incorporó una cláusula en su proyecto de ley,
procurando no atentar contra el espíritu de la Constitución Nacional. Así, el Estado
Nacional podría erigir escuelas primarias elementales, infantiles, mixtas y rurales en las
que se impartiese el mínimo de enseñanza en aquellas provincias “que lo soliciten”.

La injerencia de la ley Láinez en el sistema educativo argentino fue notable. Tan sólo en
el primer año de implementación, la creación de escuelas Láinez en las provincias
alcanzó un 11% del total de escuelas primarias fiscales (438 escuelas), ascendiendo
luego al 39% (3.602 escuelas) en 1936. En apenas 30 años, las escuelas Láinez
superaban la cantidad de escuelas provinciales en nueve provincias.

Cuadro nº 3: cantidad y tipo de escuelas primarias hasta el año 1936


Provincias Buenos Catamar Córdo Corriente Entre Juju La Mendoz Salt San Sa Santa Santi
Tipo de Aires ca ba s Ríos y Rioj a a Jua n Fe go de
escuela a n Lui Ester
s o
Provinciales 2166 42 741 118 622 85 33 246 76 86 12 930 187
8
Láinez 198 242 370 401 160 121 206 145 211 156 28 289 502
3

Fuente: elaboración propia a partir de Barcos, J. (1957) Régimen federal de la


enseñanza hacia una nueva legislación escolar. Cátedra Lisandro de la Torre, Buenos
Aires.
La sanción de la ley 4.874 despertó más de una controversia. El visitador de escuelas
del Consejo Nacional de Educación y reconocido militante anarquista, Julio Barcos,
afirmaba que la ley Láinez había avasallado el carácter federal del sistema educativo,
ejecutando una “nacionalización silenciosa” de la educación provincial. Además, las
escuelas “Láinez”, que originalmente debían complementarse con la acción de las
provincias -creando escuelas allí donde los gobiernos locales no lograban intervenir
por falta de recursos- no se había respetado. Barcos denunciaba que, en reiteradas
ocasiones, las escuelas Láinez no se construyeron en zonas rurales sino en aquellos
lugares donde ya existían escuelas provinciales, generando una competencia que
generalmente perjudicaba mayormente a las últimas.

El inspector Juan P. Ramos, director del departamento de estadística escolar del


Consejo Nacional de Educación, por su parte, señaló que la ley 4.874 fue una
intervención tímida que, por no ser interpretada cabalmente, impidió la llegada y
expansión de los beneficios de la instrucción pública a las regiones más recónditas del
país. El discurso de Ramos, imbuido del centralismo porteño, colocaba el énfasis en la
desidia a la que estaba expuesta la escuela primaria provincial: por un lado, como
consecuencia de la burocratización de las provincias, atrapadas por administraciones
cuyo “oficinismo” era excesivo, volviendo ineficaz cualquier acción de gobierno; por el
otro, a causa del modelo de intervención estatal a través de subsidios, “viciado por un
federalismo mal entendido”, que -según los datos estadísticos que manejaba- era la
razón por la que el 40% de la población en edad escolar no asistía a la escuela hacia
1908.

La refundación cultural del Centenario

En 1910, los sectores dirigentes efectuaron un balance del programa político


elaborado por las elites que habían vencido las batallas de la organización nacional. Las
palabras empleadas en el diagnóstico exaltaban el “futuro” y el “porvenir” de la
República Argentina. Sin embargo, también se hacía mención a un país “incompleto” y
“distorsionado”, producto del nuevo mapa social generado por la inmigración. El clima
festivo que habían buscado imprimir a las fiestas del Centenario contrastaba con el
clima de protesta social que surcaba las calles de las ciudades. El punto máximo de
agregación del conflicto social tuvo lugar el 1°de mayo de 1909, en la Plaza Lorea -la
misma en la que había tenido lugar el Congreso Pedagógico-, donde los trabajadores
reunidos para conmemorar a los mártires de Chicago y reclamar mejores condiciones
laborales fueron brutalmente reprimidos por la policía al mando del coronel Ramón
Falcón.

La diversidad política y cultural había irrumpido en el seno de la sociedad argentina y,


lejos de establecer una coexistencia calma con las tradiciones sociales y prácticas
políticas previas, puso en cuestión los principios a partir de los cuales las elites
detentaban posiciones hegemónicas. La vía para reencauzar a la sociedad tuvo fuertes
rasgos represivos: la sanción de la ley de Defensa Social (1910) profundizó los alcances
de la ley de Residencia (1902), otorgándole amplios atributos a la policía para
deportar, encarcelar y proscribir al movimiento obrero. La “marea” –como designaba
Miguel Cané al permanente flujo de inmigrantes que arribaba diariamente al puerto de
Buenos Aires- no había hecho más que poner en jaque el orden social.

Desde los miradores de las clases dirigentes, la presencia del extranjero significaba un
desplazamiento inevitable hacia una disgregación de la nacionalidad. Como advirtió
Lilia Bertoni, en el seno de las calses dirigentes se había generado un clima de
sentimientos encontrados sobre los inmigrantes y su presencia entre los ciudadanos
argentinos invitaba a interrogarse: “¿Quién era quién en la sociedad argentina? Y aun
más: ¿qué era la sociedad argentina?”. El fantasma de la disgregación sobrevolaba la
sociedad infundiendo el miedo. Temían que se produjese una fragmentación interna y
que la soberanía fuese cuestionada por las potencias extranjeras, interesadas en
impulsar sus proyectos expansionistas entre las comunidades de inmigrantes
pretendiendo fundar, por ejemplo, “otra Italia fuera de Italia”; Sarmiento, entre otros,
se ocupó de agitar esos temores recordando que “esto lo han hecho otras veces los
ingleses apoderándose sin título de las islas Falklands”, dejando instalada la inquietud:
“¿por qué no lo haría Italia?”.

Los problemas en torno a la construcción de la identidad nacional ocuparon un lugar


destacado en los debates de la época. La posición de Estanislao Zeballos, quien se
desempañaba como Presidente del Consejo Escolar XI de la ciudad de Buenos Aires,
expresaba una posición que luego se traduciría en políticas educativas concretas: “La
nacionalidad no se forma cuando la masa es extraña”, indicando -concluye Bertoni-
“que el proceso social y cultural no podía abandonarse a su movimiento espontáneo, y
que aquellos aspectos culturales que tenían que ver con la formación de una identidad
nacional requerían de una decidida, intensa y constante acción del Estado nacional.”

Las autoridades recurrieron a la escuela para hacer frente al desafío de asimilar la


diversidad social a un proyecto cultural homogéneo. Los pilares sobre los cuales debía
construirse la identidad nacional desde la escuela se asentaban sobre cuatro
principios: la enseñanza de la geografía, del idioma y de la historia nacional, y la
inculcación del respeto a las instituciones de la república. Mientras la enseñanza
patriótica buscaba concientizar a las multitudes sobre la historia de la nación
argentina, la educación moral buscaba actuar sobre los sentimientos, apelando a los
intereses y los valores humanos patrióticos.

Lo cierto es que el estado de la enseñanza de estas materias se encontraba lejos del


ideal. En La restauración nacionalista, publicado en 1909, Ricardo Rojas ponía en tela
de juicio las características de enseñanza de la historia y la geografía afirmando que
“las escuelas del Estado en su conjunto no cumplen una verdadera función de
enseñanza” porque “La escuela nacional se nos aparece también como un trasplante
de instituciones europeas”. En otras palabras, para Rojas era preciso erradicar el
cosmopolitismo de los programas de enseñanza y educar “para la vida argentina”.
Según Darío Pulfer, a través de la Restauración Nacionalista, Rojas buscaba intervenir
en la discusión sobre “el ideario liberal-republicano que había dado origen al sistema
educativo en el siglo XIX” cuestionando, en particular, “la enseñanza de la historia y la
transmisión de valores para la construcción de nación”.
La conformación de la matriz identitaria nacional debía ocupar un lugar central en la
vida escolar. La inculcación de un espíritu nacional se dio principalmente a través de
dos vías.

En primer lugar, a través de la introducción de un fuerte contenido patriótico en el


discurso escolar a través de los libros de texto. Rubén Cucuzza advierte que “el libro
escolar es producto de la sociedad que lo crea, pero no necesariamente su espejo”. Por
su parte, Cristina Linares señala que estos libros sufrieron la influencia del discurso
higienista, que reglamentaba que el papel empleado en su elaboración fuese lo
suficientemente fino para poder “dar vuelta una página sin llevarse los dedos a la
boca, lo que produciría la transmisión de microbios”; su color blanco mate estaba
“relacionado con la economía de la fatiga de la vista”; la graduación de la tipografía
debía adecuarse “según los grados de la enseñanza”; su encuadernación debía ser “en
tapa dura” lo que garantizaba una mejor conservación y debía estar acompañado por
ilustraciones e imágenes. Por otra parte, la elaboración de los contenidos, estaba
regulada por el Estado, mediante el Consejo Nacional de Educación.

En los libros de texto se buscó transmitir una representación de la “Patria” donde se


exaltaban sus fechas fundacionales, se presentaba el panteón de los próceres y de
los símbolos nacionales, cruzándolo, en ocasiones, con referencias militaristas. Tal era
el caso de La historia argentina de los niños en cuadros, elaborada por los profesores
Carlos Imhoff y Ricardo Levene, donde se presentaban alternativamente grandes
acontecimientos históricos y figuras destacadas, sin ninguna ilación entre sí. En El
ciudadano argentino de Francisco Guerrini, por ejemplo, se remarcaba que el primer
deber del ciudadano era armarse en defensa de la Patria. Entre los autores de libros
de texto más destacados de la época se cuentan El nene de Andrés Ferreyra y,
posteriormente, Pininos, de Pablo Pizzurno. Estos libros se regían por el método
analítico-sintético. Es decir: el aprendizaje comenzaba con palabras que resultaba
familiares para los niños, que luego se descomponían gradualmente en sus
elementos: primero en sílabas y luego en letras.

En segundo lugar, se implementaron los rituales escolares. ¿Por qué considerar una
ceremonia escolar como un ritual? Porque, como señala Martha Amuchástegui “en
esos actos […] el respeto al emblema se actúa, y también porque, como en los rituales,
la representación de ese sentido incluye una serie de normas y prohibiciones
obligatorias.” Las actividades conmemorativas hicieron de la escuela un lugar de
memoria: en aquellos años, por ejemplo, numerosas escuelas fueron rebautizadas con
el nombre de los próceres. Un pionero en la construcción de rituales escolares y
efemérides patrias fue el propio Pizzurno. Según Lucía Lionetti, Pizzurno fue quien
puso en práctica por primera vez la idea de conmemorar la jornada del 25 de mayo en
el patio de la escuela. Pizzurno sostenía que, para infundir el sentimiento de
pertenencia a la nación, se precisaba de una cultura escolar activa. Por esa razón,
estimulaba las visitas a los museos, monumentos o lugares históricos, ya que, según
decía, de esta forma era más fácil despertar el interés y la emoción de los alumnos;
aconsejaba la elaboración de libros de texto de historia y geografía nacionales, que
estuviesen por encima de las miradas partidarias; además, procuraba dotar a las
escuelas de materiales visuales, bibliográficos y cuadros de próceres y organizar
concursos de composición sobre temas patrióticos que despertaran entre los alumnos
el respeto y el amor a la patria. Pizzurno sintetizó buena parte de estas ideas en un
informe elevado al Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, recomendando la
inclusión de estas reformas.

Mientras Pizzurno buscaba inculcar el amor por la patria a partir del desarrollo de
estrategias pedagógicas, otros procuraban imponerla a través de concepciones
dogmáticas. En este sentido, quien mejor interpretó el mandato nacionalizador, fue el
autor de Las multitudes argentinas, José María Ramos Mejía. Para él la modernidad
había sido la partera de un nuevo sujeto social: la multitud. Razón por la cual resultaba
indispensable reforzar el carácter patriótico de la enseñanza, al que hacía referencia
Pizzurno, combinándolo con la introducción del higienismo en el ámbito educativo. En
1873, Ramos Mejía fundó el Círculo Médico Argentino y, entre 1893 y 1898, dirigió el
Departamento Nacional de Higiene.

Desde la Presidencia del Consejo Nacional de Educación –cargo que ejerció entre 1908
y 1913- Ramos Mejía difundió un “evangelio higiénico” que no sólo procuraba inocular
hábitos de cuidado y aseo entre los escolares (las visitas de los higienistas a las
escuelas consistían en revisar las uñas, manos, cabezas y dientes de los niños) sino
también vehiculizar, a través del sistema educativo, una visión eugenésica, esto es, una
concepción que establecía una fuerte relación entre las leyes biológicas de la herencia
y el perfeccionamiento de la raza.

La preocupación por el cuidado de la salud de los alumnos impulsó la creación del


Cuerpo Médico Escolar. Desde esta institución se propuso fundar colonias para niños
débiles y cantinas escolares, al tiempo que dispuso la incorporación de medidas
profilácticas en las escuelas, como la supresión del beso entre los alumnos y la
maestra, pues era considerado “un medio casi seguro de transmisión de gérmenes”. La
preocupación de Ramos Mejía consistía en desplegar políticas que garantizaran la
gobernabilidad de una sociedad franqueada por la presencia de aquellas multitudes. La
construcción de nuevas instituciones -capaces de organizar y orientar la vitalidad y la
irracionalidad de las masas- debía iniciar por una educación patriótica, que inmunizara
el peligro de la sublevación y de la contaminación de ideas extranjerizantes. Sólo a
través de una instrucción bien entendida emergería por fin una auténtica “multitud
política” que sustituiría a las agrupaciones artificiales y personalistas de entonces.

Preocupado por transmitir el “evangelio higiénico” entre los escolares, Ramos Mejía
impulsó una política que consistía en diagnosticar a los niños débiles, con el propósito
de que fuesen reubicados en escuelas especiales. Las escuelas para niños débiles
fueron impulsadas desde comienzos del siglo XX por los higienistas Emilio Coni, Genaro
Sisto y Augusto Bunge. Diego Armus señala que, en 1912, un estudio basado en dos
escuelas especiales que funcionaban en el Parque Lezama y el Parque Avellaneda
informaba que el total de niños concurrentes había oscilado entre los 700 y 1.000
alumnos, dando cuenta del crecimiento de la red de asistencia a la niñez. El acentuado
proceso de diferenciación de las infancias a partir de las prácticas reseñadas
organizaba un campo de intervención sobre la niñez que, hacia finales de la década,
sumaría un nuevo capítulo con la sanción de la Ley de menores.
Desde los debates entre conservadores y liberales hasta la irrupción del discurso
higienista mediaron aproximadamente 25 años. En ellos se fraguó un modo de pensar
y practicar la educación en Argentina. Fue, en ese sentido, su etapa fundacional, en
tanto buscaba dejar atrás la barbarie de los tiempos “premodernos” –de los que
apenas podían rescatarse algunos antecedentes- para instaurar un horizonte de
progreso. La educación sólo podía mirar para delante, en un país que todavía no salía
de la gatera.

Bibliografía de la lección

Amuchástegui, Martha (2002): Los actos escolares con bandera; genealogía de un


ritual. Universidad de San Andrés, tesis de maestría.
Armus, Diego (2007): La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires
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Fuentes disponibles en la multimedia
Domingo F. Sarmiento. De las maestras de la Escuela Graduada de San Luis. 1881

Ley 1.420 de Educación Común. 1884.

Biografías disponibles en el multimedia


Pablo Pizzurno
José María Ramos Mejía

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