Lección 7 Arata y Mariño
Lección 7 Arata y Mariño
Lección 7 Arata y Mariño
La organización legal del sistema educativo argentino tuvo lugar entre dos grandes
acontecimientos históricos: la Batalla de Caseros (1852) y la conmemoración del
Centenario de la Independencia (1910). Durante este período se conjugaron
condiciones políticas e institucionales que permitieron, después de un extenso y
convulsionado proceso, el surgimiento del Estado nacional. En ese contexto, la sanción
de un corpus legal que regulara las acciones educativas desplegadas a lo largo y ancho
de la nación, fue un objetivo prioritario. Las autoridades nacionales buscaban, a través
de una legislación moderna, generar un marco adecuado para formar a los ciudadanos
que el nuevo orden político requería.
Entre los rasgos distintivos que caracterizan esta etapa, cabe resaltar que el Estado se
perfiló como uno de los principales promotores de la instrucción pública. La sanción de
leyes educativas, el establecimiento de instituciones para la formación docente y la
creación del Consejo Nacional de Educación, entre otros, son ejemplos que expresan
esa voluntad. Pero, ¿por qué la educación ocupó un lugar central en el discurso
estatal? ¿Cuáles fueron las funciones que se le asignaron? ¿Quiénes eran sus
principales destinatarios? ¿Qué características adoptó el modelo de organización legal
que logró imponerse?
Con el objetivo de ubicar los principales ejes del debate pedagógico y su incidencia en
la legislación escolar, en esta lección repasaremos las principales acciones educativas
desplegadas por el Estado y reconstruiremos el clima de ideas pedagógicas, los
proyectos y las controversias que caracterizaron un tramo fundamental de la historia
política del sistema educativo, a partir de los diagnósticos realizados sobre las
transformaciones que sufría la sociedad y de las nuevas funciones asignadas al Estado.
Uno de nuestros hilos conductores será el abordaje de los hitos y los procesos que
incidieron en la organización legal del sistema educativo.
Raíces legales
Durante las tres últimas décadas del siglo XIX, se pueden identificar diferentes
instancias y procesos relativos a la organización del sistema educativo. Para evitar caer
en claves de lectura teleológicas, es importante advertir que los diferentes momentos
que atravesó nuestra legislación escolar deben ser leídos como etapas sucesivas y no
progresivas; esto es: como momentos singulares en los cuales, desde un registro
específico –el legal-, se cristalizó una articulación entre el pasado, el presente y el
futuro (recuperando o rechazando los aspectos organizativos previos o trazando el
perfil del futuro sistema educativo) en torno a las características que debía reunir la
legislación escolar.
Entre 1875 y 1905 se sentaron las bases legales que regularon la educación pública
argentina hasta la primera mitad del siglo XX. La elaboración de este cuerpo normativo
fue, en un primer momento, el resultado de intensas controversias y, posteriormente,
objeto de numerosos proyectos de reforma. La ley 888 de educación común de la
Provincia de Buenos Aires (1875), la ley 1.420 de educación común de la Capital y los
Territorios Nacionales (1884) y la ley 4.874 (1905) -conocida como “Ley Láinez”-
constituyeron, junto a la ley 1.597 (1886) –también denominada “Ley Avellaneda”-, los
principales hitos legislativos a partir de los cuales se configuró el sistema educativo
argentino. Recordemos que la enseñanza media no contó con una ley orgánica que la
regulara hasta la sanción de la Ley Federal de Educación, en 1993.
Estas normas no se elaboraron sobre un vacío legal previo. Muy por el contrario,
dichas leyes se apoyaban en una red normativa anterior, que regulaba distintos
aspectos de la educación escolar. Como señalamos en la lección 4, en algunas
jurisdicciones provinciales ya existía un corpus legal que remitía a distintas
modalidades de gobierno y tradiciones pedagógicas: en 1821, en la provincia de
Córdoba y bajo el impulso de Juan Bautista Bustos, la educación se organizó a través
de juntas protectoras; en Santa Fe, ese mismo año, Estanislao López hizo lo propio,
sancionando el primer reglamento de las escuelas de la provincia litoraleña; en Buenos
Aires, en cambio, Rivadavia organizó la instrucción primaria en torno a la creación de
un departamento de primeras letras con sede en la Universidad; en 1850, Marcos
Sastre redactó un reglamento general para las escuelas entrerrianas. Estos marcos
legales expresaban concepciones pedagógicas y modalidades organizativas
divergentes, cuya articulación en un corpus legal único no resultaría sencilla.
¿Quiénes participaron de las discusiones? ¿Cuáles fueron los temas que se debatieron?
¿Cuál fue la posición que resultó triunfante? Manuel H. Solari –representante de la
historiografía educativa liberal- nos ofrecía una lectura de aquel proceso, considerando
que la puesta en vigor de la ley había sido el resultado de “la prolongada acción de
Sarmiento que, aunque no intervino directamente en su sanción, la hizo posible con sus
años de lucha contra las fuerzas negativas de la anarquía y del caudillismo”. Una
lectura del proceso de sanción de la ley como esta, que privilegia la voluntad de un
solo hombre y que considera las experiencias educativas previas como fuerzas
negativas, es extremadamente acotada y está cargada de prejuicios. En sentido
contrario, Rubén Cucuzza afirma que, para dar respuesta a estos interrogantes, es
indispensable mirar la totalidad del proceso, incorporando al análisis, por un lado, los
argumentos y los sujetos que intervinieron en las controversias que tuvieron lugar
dentro y fuera del Congreso -a través de la prensa escrita, por ejemplo- y, por el otro,
las experiencias educativas internacionales que fueron tomadas como modelos de
referencia.
En lo que respecta a los debates político-pedagógicos mantenidos desde fines del siglo
XIX, los argumentos presentados durante esta etapa se inscribieron en dos grandes
tendencias políticas: liberal y conservadora. ¿Cuáles fueron, a grandes rasgos, sus
principales características?
En la tradición liberal, por su parte, confluyen dos grandes tendencias: por un lado, una
tradición ligada a los intereses de la oligarquía económica, marcada a fuego por las
dificultades para incorporarse a la democracia de masas y promover un modelo social
inclusivo; por el otro, una tradición democrático-liberal, capaz de convertirse en
interlocutora del arco de las fuerzas progresistas. Si bien las controversias en torno al
proyecto político que encarnó el liberalismo latinoamericano exceden el espacio que
podemos dedicarle en estas páginas, podemos resaltar un aspecto central: la
peculiaridad que caracterizó su discurso durante el siglo XIX fue la centralidad
otorgada al Estado como instrumento para introducir reformas en la sociedad. El
liberalismo reformista, según indica Eduardo Zimmermann, es el que mejor representa
a la posición liberal. Este grupo, compuesto por profesionistas e intelectuales, sostenía
que los cambios podían promoverse a través de la legislación social, adjudicándole al
Estado un rol articulador “como cemento de todas nuestras relaciones sociales”, en
tanto consideraba que “Por la estructuración original que configuró las relaciones
entre el aparato estatal y la sociedad, la única palanca sobre la cual apoyar una
voluntad de cambio estuvo colocada en el Estado y no en la sociedad.”
De los debates previos a la sanción de la ley 1.420, que incluyeron las referencias a las
tendencias educativas impulsadas por otros países y los argumentos político-
pedagógicos expuestos por liberales y conservadores, resultó una articulación de
argumentos que le dio a la ley un carácter específico. Vale advertir esto porque hubo
quienes consideraron a la ley 1.420, según Rubén Cucuzza, como “la única posibilidad
que podía surgir de la combinación entre los enunciados liberales, el creciente proceso
de laicización de la sociedad, el auge del positivismo y la posición hegemónica que
ostentaba la oligarquía porteña”. Por nuestra parte, sostenemos que el proceso que
derivó en la ley de educación común fue el resultado de los intercambios y
negociaciones entre los diferentes sectores que participaron de los debates, de las
relecturas de los modelos educativos internacionales a la luz de las necesidades
locales, de las adecuaciones y los quiebres con los reglamentos y las leyes educativas
preexistentes. Para dar cuenta de estas tendencias y sus posibles líneas de concreción,
desplacemos ahora nuestra atención hacia el año 1882, donde estas tendencias
confrontaron en el marco del Congreso Pedagógico.
La elite que conformó la generación del ’80 construyó nuevos sentidos sobre el
proceso civilizatorio que ellos mismos impulsaban. A la principal contraseña para
acceder a la interpretación de la cultura argentina -el enfrentamiento entre
“civilización y barbarie”- sumaron otros dos lemas: “Gobernar es poblar” y “Orden y
progreso”. El primero dependía del éxito que tuviese la convocatoria de inmigrantes
del otro lado el océano; el segundo cristalizaba el anhelo de las clases dirigentes por
insertar a la Argentina en el concierto de las naciones modernas. Durante algunos
años, el modelo político roquista fue considerado exitoso y esa valoración podía
palparse en los discursos de los hombres cercanos al poder: en una carta dirigida a
Miguel Cané fechada en diciembre de 1881, el mismo Roca trasmitía su optimismo,
comentando que “Por aquí todo marcha bien. El país en todo sentido se abre a las
corrientes del progreso, con una gran confianza en la paz y la tranquilidad pública.”
Para formar parte de los países modernos resultaba indispensable contar con leyes
que incorporaran las innovaciones y los adelantos de la época. En ese sentido, la
sanción de una ley de educación a tono con los avances y desarrollos educativos
contemporáneos constituía un objetivo prioritario del gobierno. Como ya
mencionamos, en 1881, Roca, a instancias de su Ministro de Justicia e Instrucción
Pública Manuel Pizarro, fundó el Consejo Nacional de Educación asignándole dos
funciones: crear y supervisar las escuelas de la Capital y los Territorios Nacionales y, en
simultáneo, convocar a un Congreso Pedagógico que discutiese y elaborase un
anteproyecto de ley de educación común que las regulase.
La acción del Consejo Nacional de Educación fue vertiginosa. A pesar de que el edificio
para que se llevara a cabo fue construido entre 1886 y 1888 -donde actualmente se
encuentra emplazado el Ministerio de Educación Nacional- el Consejo ya se
encontraba en funciones desde 1881. Ese mismo año comenzó a editarse el Monitor
de la Educación Común, publicación educativa oficial que circuló hasta 1976 y cuyos
principales objetivos consistían en difundir las resoluciones tomadas por el Consejo y
contribuir a la formación docente a través de artículos elaborados por pedagogos y
maestros, nacionales y extranjeros.
Según Roberto Marengo, en la acción del Consejo pueden distinguirse tres momentos:
El de estructuración, tuvo lugar entre 1884 y 1899, durante este período fueron
cobrando forma los distintos órganos de gobierno que componían el Consejo (la
Comisión de Didáctica y Diplomas, la de Hacienda y Presupuesto y la de Asuntos
Judiciales y Bibliotecas). Se pusieron en función las modalidades del sistema
(educación primaria, educación de adultos, etc.). Inclusive, durante esta etapa el
Consejo fue reorganizado, se introdujeron cambios, principalmente, en las tareas de
inspección, en el nivel de enseñanza y en el control de la asistencia de los niños. Se
puso en práctica la actualización docente a través de la reglamentación de
Conferencias Pedagógicas, así como la designación de comisiones para la selección de
los libros de textos que serían distribuidos gratuitamente. En 1888 comenzó a
funcionar, bajo la órbita del Consejo, el Cuerpo Médico Escolar. La gestión en estos
años estuvo a cargo de Benjamín Zorrilla y de José María Gutiérrez.
El de expansión, entre 1899 y 1908, durante el cual se procuró que toda la población
contara con posibilidades de acceder al sistema educativo, articulando ese esfuerzo a
las acciones de la sociedad civil. Articulación que consistía, principalmente, en
fomentar los emprendimientos educativos de la sociedad y permitir que los vecinos se
encuentren en los establecimientos educativos, aunque sin ceder funciones como el
control de los fondos o la elección de los maestros. Durante este período el Consejo
fue presidido por José María Gutiérrez y por Poncio Vivanco.
Desde la vereda opuesta, los liberales sostuvieron que el único modo de garantizar el
derecho a la educación era instituir al Estado como el principal agente educador. Ello
sólo podía efectuarse si, previamente, se establecía un criterio de separación de los
poderes estatales respecto de los eclesiales. Este debate se reavivaría con mayor
intensidad que cualquier otro en las sesiones del Congreso Nacional donde tuvo lugar
la discusión parlamentaria en torno a la ley 1.420, entre 1883 y 1884.
Para los defensores del modelo liberal y laico, el objetivo de la educación consistía en
crear buenos y leales ciudadanos, respetuosos de las leyes y de la soberanía nacional,
dispuestos a contribuir al progreso del país. Este argumento estaba presente en los
fundamentos de una serie de políticas cuya aplicación alcanzó especial intensidad
entre 1881 y 1888, período en el que se sancionaron las leyes laicas a las que la Iglesia
se oponía. El avance del Estado nacional en la secularización de la sociedad se plasmó
en el otorgamiento de competencia a los tribunales civiles para juzgar a los
eclesiásticos, la institución del matrimonio civil, la secularización de los cementerios y,
como corolario, la promulgación de la ley de educación común. Desde esta perspectiva
el problema de la religión se reducía a un asunto del ámbito privado, tomando
distancia de aquellas posiciones que pretendían que el Estado estuviera al servicio de
la unidad católica.
Groussac advertía sobre la disparidad de quienes ejercían la docencia: “en nuestras mil
y tantas escuelas, se encuentran maestros de muy diversas aptitudes. La enseñanza ha
sido la playa más o menos hospitalaria donde todos los náufragos de la existencia
levantan su tienda un día, su abrigo provisorio”. Para el director de la Biblioteca
Nacional, no sólo la formación del magisterio representaba un problema, sino la falta
de garantías laborales y los mecanismos de promoción que ofrecía el Estado. En ese
sentido, las críticas y los reclamos de los maestros y las maestras se hicieron sentir en
el Congreso. Fueron ellos mismos quienes espetaron a los congresales,
interrogándolos: “¿qué porvenir tiene el maestro argentino? ¿Cuáles los estímulos que
le incitan a la perfección y al trabajo? ¿La vocación solamente?”
El debate en el recinto
En el recinto del Congreso se presentaron dos proyectos de ley: uno por la comisión de
educación, identificado con la línea católica conservadora, y otro encabezado por
Onésimo Leguizamón, referente de los sectores liberales. Goyena, Achával Rodríguez,
Navarro Viola y Estrada, representaron la posición católica, mientras que Leguizamón,
Wilde y Lagos García, entre otros, defendieron los argumentos del sector liberal. El
debate parlamentario comenzó el 4 de julio de 1883 y finalizó con el triunfo de los
liberales el 8 de julio de 1884. En la cámara de diputados el sector clerical fue
derrotado en el primer anteproyecto de 1883, por 40 votos contra 10, y en la segunda
votación en 1884, por 48 contra 10.
Desde la tribuna liberal, Lagos García advirtió sobre los peligros que entrañaba que la
Iglesia se arrogara el derecho de designar a los maestros y los contenidos de los
programas, entre otros asuntos. Por su parte, Delfín Gallo manifestó su oposición al
proyecto de ley presentado por los católicos porque no distinguía claramente las
atribuciones del gobierno respecto de las de la Iglesia. Desde la otra bancada, Alvear
sostuvo que lo que se perseguía era la supresión de un “fanatismo religioso” por otro,
al que calificaba de “fanatismo burocrático”. El Ministro de Instrucción Pública, Wilde,
también hizo uso de la palabra, para recordarles a los congresales que había
diferencias irreconciliables entre ciencia y religión, sugiriendo que “más que rechazar,
lo que hay que hacer es reconocer sin estorbarse”.
Tras arduos debates, se presentó una reformulación del proyecto original, impulsado
por los liberales. Allí se establecía -en el artículo 8- que la enseñanza religiosa sólo
podría ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes
cultos a los niños de su respectiva comunión y que debía hacérselo antes o después de
las horas de clase. La posibilidad de que sólo los sacerdotes –y no los maestros, como
querían los sectores católicos- pudiesen impartir religión en contra-turno resonó en
algunos como una suerte de burla, ante la insuficiente cantidad de clérigos que
pudieran ocuparse en dicha tarea. Aunque, por otro lado, esto garantizaba que la
religión fuera aprendida por quienes voluntariamente asistirían a esos encuentros.
De los datos que arrojó el censo pudo establecerse que mientras en 1869 había
468.139 niños en edad escolar (6 a 14 años), en 1884 ese número ascendía a 511.376,
aunque de estos últimos, sólo asistían a la escuela 146.325 (29%). ¿Cómo se distribuía
este porcentaje geográficamente? Mientras que en la Capital el porcentaje de niños y
niñas escolarizados rondaba el 72%, en Catamarca el 38% y en Santiago del Estero
descendía al 27%. La eficacia educativa contrastaba con el porcentaje del gasto público
asignado a la educación: en Argentina ascendía al 9,1% del Presupuesto Nacional
duplicando el gasto de Francia, triplicando el de España y siendo superado sólo por
Suiza y Suecia. En el informe que acompañaba los datos censales, Francisco Latzina
advertía que “Los niños que no saben ni leer ni escribir, son en la Capital Federal
relativamente pocos, pero en cambio forman en todas las Provincias una mayoría que,
ó supera las 2/3 partes de la respectiva población escolar, ó llega muy próximamente a
esa proporción”. A nivel país los analfabetos eran 324.739, según las cifras del censo,
en Capital eran 29,1% de los niños en edad escolar, mientras que en la Patagonia el
60,9% en Tucumán el 79,4% y en Santiago alcanzaban el 88,7%.
En la Argentina había entonces 49 alumnos por cada 1000 habitantes, 85 alumnos por
cada escuela y 50 alumnos por cada maestro. El desarrollo desigual de la educación
entre jurisdicciones promovió, en un primer momento, una mayor intervención del
Estado en las jurisdicciones provinciales, a través de auxilios económicos. Durante la
presidencia de Bartolomé Mitre (1862-1868) se sancionó la Ley 356 que premiaba a las
provincias que tuviesen inscripto al 10% de la población en edad escolar, con la suma
de 10.000 pesos fuertes. En el marco de la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento
(1868-1874) se definió un mecanismo de regulación un tanto más complejo, mediante
el cual se subvencionaba a todas las provincias que construyeran edificios escolares,
adquirieran mobiliarios, libros y útiles o pagasen el sueldo a los maestros según el
índice de pobreza que presentara cada jurisdicción. La Ley 463 de Subvención Nacional
sancionada en 1871, establecía que para poder hacerse acreedores del subsidio, los
funcionarios provinciales debían elevar los planos de las construcciones escolares y
contar con la suma de dinero para edificarla; la compra de los materiales escolares se
haría a través de una Comisión designada por el Poder Ejecutivo. De este modo, el
Estado nacional tendría un grado mayor de injerencia en la planificación educativa de
las provincias.
La ley Láinez
La tendencia hacia una mayor centralización del sistema educativo cobró nuevos bríos
con el cambio de siglo. Los datos que arrojaba el censo escolar ofrecieron más
argumentos a favor de intensificar -por la acción directa- la intervención del Estado
Nacional en las jurisdicciones provinciales. El senador por Buenos Aires, Manuel Láinez,
presentó un proyecto de ley que, tras su aprobación, oficiaría de bisagra entre el
período de organización legal del sistema (que quedó definitivamente establecido) y
los procesos que comenzarían a tener lugar desde entonces, signados por una fuerte
expansión del sistema y por los numerosos intentos de reforma del sistema educativo.
La injerencia de la ley Láinez en el sistema educativo argentino fue notable. Tan sólo en
el primer año de implementación, la creación de escuelas Láinez en las provincias
alcanzó un 11% del total de escuelas primarias fiscales (438 escuelas), ascendiendo
luego al 39% (3.602 escuelas) en 1936. En apenas 30 años, las escuelas Láinez
superaban la cantidad de escuelas provinciales en nueve provincias.
Desde los miradores de las clases dirigentes, la presencia del extranjero significaba un
desplazamiento inevitable hacia una disgregación de la nacionalidad. Como advirtió
Lilia Bertoni, en el seno de las calses dirigentes se había generado un clima de
sentimientos encontrados sobre los inmigrantes y su presencia entre los ciudadanos
argentinos invitaba a interrogarse: “¿Quién era quién en la sociedad argentina? Y aun
más: ¿qué era la sociedad argentina?”. El fantasma de la disgregación sobrevolaba la
sociedad infundiendo el miedo. Temían que se produjese una fragmentación interna y
que la soberanía fuese cuestionada por las potencias extranjeras, interesadas en
impulsar sus proyectos expansionistas entre las comunidades de inmigrantes
pretendiendo fundar, por ejemplo, “otra Italia fuera de Italia”; Sarmiento, entre otros,
se ocupó de agitar esos temores recordando que “esto lo han hecho otras veces los
ingleses apoderándose sin título de las islas Falklands”, dejando instalada la inquietud:
“¿por qué no lo haría Italia?”.
En segundo lugar, se implementaron los rituales escolares. ¿Por qué considerar una
ceremonia escolar como un ritual? Porque, como señala Martha Amuchástegui “en
esos actos […] el respeto al emblema se actúa, y también porque, como en los rituales,
la representación de ese sentido incluye una serie de normas y prohibiciones
obligatorias.” Las actividades conmemorativas hicieron de la escuela un lugar de
memoria: en aquellos años, por ejemplo, numerosas escuelas fueron rebautizadas con
el nombre de los próceres. Un pionero en la construcción de rituales escolares y
efemérides patrias fue el propio Pizzurno. Según Lucía Lionetti, Pizzurno fue quien
puso en práctica por primera vez la idea de conmemorar la jornada del 25 de mayo en
el patio de la escuela. Pizzurno sostenía que, para infundir el sentimiento de
pertenencia a la nación, se precisaba de una cultura escolar activa. Por esa razón,
estimulaba las visitas a los museos, monumentos o lugares históricos, ya que, según
decía, de esta forma era más fácil despertar el interés y la emoción de los alumnos;
aconsejaba la elaboración de libros de texto de historia y geografía nacionales, que
estuviesen por encima de las miradas partidarias; además, procuraba dotar a las
escuelas de materiales visuales, bibliográficos y cuadros de próceres y organizar
concursos de composición sobre temas patrióticos que despertaran entre los alumnos
el respeto y el amor a la patria. Pizzurno sintetizó buena parte de estas ideas en un
informe elevado al Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, recomendando la
inclusión de estas reformas.
Mientras Pizzurno buscaba inculcar el amor por la patria a partir del desarrollo de
estrategias pedagógicas, otros procuraban imponerla a través de concepciones
dogmáticas. En este sentido, quien mejor interpretó el mandato nacionalizador, fue el
autor de Las multitudes argentinas, José María Ramos Mejía. Para él la modernidad
había sido la partera de un nuevo sujeto social: la multitud. Razón por la cual resultaba
indispensable reforzar el carácter patriótico de la enseñanza, al que hacía referencia
Pizzurno, combinándolo con la introducción del higienismo en el ámbito educativo. En
1873, Ramos Mejía fundó el Círculo Médico Argentino y, entre 1893 y 1898, dirigió el
Departamento Nacional de Higiene.
Desde la Presidencia del Consejo Nacional de Educación –cargo que ejerció entre 1908
y 1913- Ramos Mejía difundió un “evangelio higiénico” que no sólo procuraba inocular
hábitos de cuidado y aseo entre los escolares (las visitas de los higienistas a las
escuelas consistían en revisar las uñas, manos, cabezas y dientes de los niños) sino
también vehiculizar, a través del sistema educativo, una visión eugenésica, esto es, una
concepción que establecía una fuerte relación entre las leyes biológicas de la herencia
y el perfeccionamiento de la raza.
Preocupado por transmitir el “evangelio higiénico” entre los escolares, Ramos Mejía
impulsó una política que consistía en diagnosticar a los niños débiles, con el propósito
de que fuesen reubicados en escuelas especiales. Las escuelas para niños débiles
fueron impulsadas desde comienzos del siglo XX por los higienistas Emilio Coni, Genaro
Sisto y Augusto Bunge. Diego Armus señala que, en 1912, un estudio basado en dos
escuelas especiales que funcionaban en el Parque Lezama y el Parque Avellaneda
informaba que el total de niños concurrentes había oscilado entre los 700 y 1.000
alumnos, dando cuenta del crecimiento de la red de asistencia a la niñez. El acentuado
proceso de diferenciación de las infancias a partir de las prácticas reseñadas
organizaba un campo de intervención sobre la niñez que, hacia finales de la década,
sumaría un nuevo capítulo con la sanción de la Ley de menores.
Desde los debates entre conservadores y liberales hasta la irrupción del discurso
higienista mediaron aproximadamente 25 años. En ellos se fraguó un modo de pensar
y practicar la educación en Argentina. Fue, en ese sentido, su etapa fundacional, en
tanto buscaba dejar atrás la barbarie de los tiempos “premodernos” –de los que
apenas podían rescatarse algunos antecedentes- para instaurar un horizonte de
progreso. La educación sólo podía mirar para delante, en un país que todavía no salía
de la gatera.
Bibliografía de la lección