Danz Olmo
Danz Olmo
Danz Olmo
Joanna Macy
Hay una danza en círculo que hacemos en cada taller y clase que enseño, ya sea sobre sistémica,
budismo o ecología profunda. La hacemos para abrir nuestras mentes a un mundo más ancho que
en el que vivimos y reforzar nuestra intención de participar en su curación. Cada vez que
ponemos la música y nos tomamos de las manos, pienso en Novozibkov en el otoño de 1992.
Nuestro grupo de cuatro—Fran y yo además de dos rusos—había estado viajando de un pueblo a
otro en Bielorrusia y Ucrania, ofreciendo talleres a las personas que vivían en áreas
contaminadas por el desastre de Chernobil. Ahora habíamos llegado a este último pueblo de
Novozibkov—una ciudad agrícola y de industria ligera de unos 50,000 habitantes, cien millas al
este de Chernobil, en la región Briansk de Rusia.
Basándonos en lo que habíamos aprendido en años de conducir trabajos sobre desesperanza,
habíamos llegado para ofrecer, como dijimos a las autoridades, “herramientas psicológicas para
enfrentar los efectos de un masivo trauma colectivo”. A los talleres les habíamos puesto el título
Construyendo una Fuerte Cultura Post-Chernobil. El nombre tenía una buena sonoridad
soviética, pero rápidamente me di cuenta que la palabra “post” era un error. “Sugiere que ya ha
pasado el desastre”, le dije a Fran, “pero ya es obvio que no ha pasado. Se recompone a sí mismo
con el tiempo en círculos viciosos, en lazos de retroalimentación positiva.” La radioactividad
todavía estaba siendo desparramada silenciosamente por el viento, el agua, la comida, creando
nuevas toxinas al mezclarse con la contaminación industrial y enfermando a los cuerpos
debilitados por exposiciones anteriores. Nuestros talleres, pronto nos dimos cuenta, no estaban
para ayudar a la gente a recuperarse de una catástrofe pasada, sino para vivir con una presente.
Harasch fue quien insistió que viniéramos a Novozibkov. Un psicólogo ruso que trabajaba en
Moscú, había volado a Chernobil pocas horas después del accidente, para dar apoyo a los
operadores del reactor condenado. En los siguientes seis años, viajó por los pueblos a lo largo y
ancho de la región para ayudar a los sobrevivientes, y ninguno lo había conmovido tanto como
esta ciudad y su suerte.
En el tren, mientras nos dirigíamos en dirección este, de Minsk hacia la frontera rusa, sacó el
mapa y nos contó una vez más la historia. El reactor ardiente era un volcán de radiactividad
cuando los vientos cambiaron en dirección hacia el noreste, llevando las nubes de humo
contaminado en dirección de Moscú. Para salvar a millones en el área metropolitana, se tomó
rápidamente la decisión de sembrar a las nubes para hacerlas precipitar. Una lluvia inusualmente
fuerte a fines de abril, que transportaba grandes concentraciones de yodo radioactivo, estroncio,
cesio y partículas de plutonio, empapó los pueblos y campos y bosques de la región de Briansk,
al otro lado de la frontera rusa frente a Chernobil. Las señales más altas medidas por el contador
Geiger eran, y todavía son, las cercanas a la ciudad agrícola y de industria ligera de Novozibkov.
“No les comunicaron la decisión de su gobierno—¿quién quiere decirle a la gente que son
prescindibles? Ahora es bien conocido que las nubes fueron sembradas, pero es raro que esto sea
mencionado. Y ese silencio también es parte de la tragedia de la gente de Novozibkov.”
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Sin embargo, en el primer día del taller resultó claro que esa gente tenía muy pocas ganas de
hablar del desastre de Chernobil y su presencia corriente en sus vidas. Se referían a él, de pasada,
como “el evento”, y procedían a hablar de otras cosas. La gente de pueblos menos contaminados
que éste nos habían hablado con detalles del agotamiento, de las infecciones crónicas, de los
patrones en aumento de cáncer y defectos de nacimiento. Ahora habíamos llegado al lugar más
tóxico de todos, para estar con esa gente en su sufrimiento, y no querían hablar de eso. Incluso
una pareja casada que se turnaban para salir en la mañana o en la tarde, no dijeron ni una sola
palabra sobre su pequeña niña en el hospital, a cuyo cabecera acudían apurados.
El silencio del grupo parecía decir: “No necesitamos hablar de esto. Tenemos que lidiar con esta
pesadilla el resto de nuestras vidas. Aquí, por lo menos, podemos pensar en otra cosa. Podemos
buscar juntos como lograr cierta salud mental y armonía en nuestra vida familiar.” En eso, eran
bien explícitos. Querían saber como lidiar con hijos desafiantes, hoscos cónyuges ausentes,
vecinos difamadores.
Harasch se inclinó sobre mí. “Es todo lo mismo—Chernobil. A nivel consciente, Chernobil pasa
a ser tensión y conflicto en las relaciones familiares.”
De acuerdo, nos enfocaremos a la vida familiar. Había mucho entusiasmo a medida que las
personas elegían compañeros para representar encuentros entre padres e hijos, intercambiando
papeles, practicando como escucharse unos a otros. Esto les llevó a recordar sus propias
infancias—no sólo las frustraciones de adolescentes que les podrían ayudar a tener empatía con
sus propios hijos, sino también los buenos tiempos. Compartieron recuerdos de las temporadas
de cosecha con sus abuelos, y fiestas de trineo, y salidas al río Dniéper a pescar. Se sentía tan
fortificante—como si estuviéramos juntos compartiendo una comida excelente y saludable—que
Fran estructurara más ejercicios para que pudieran recordar juntos las viejas fuentes de alegría.
¿Por qué parecía esto tan importante? “Estamos fortificando nuestro sistema inmunológico”,
pensé primero para mí misma, y luego lo dije en voz alta. Del mismo modo que la radiación
ataca la integridad de nuestro cuerpo, también toma por asalto nuestra sociedad, erosionando su
sentido de unidad y continuidad. Para reforzar nuestro sistema inmunológico, necesitamos
recordar quiénes somos y las fuentes de nuestra fortaleza; los recuerdos nos ayudan a hacer eso,
¿verdad?
Cae la tarde y, antes de separarnos para ir a casa, estamos bailando una vez más en círculos al
compás de la música. Ésta viene de la guitarra y canto de una mujer. Canta en letón en honor del
olmo y su esperanza de que sane, ya que ese árbol está enfermo en el Báltico como lo está en mi
propio país. Sus palabras, me explican, esconden también otros significados—un llamado a la
liberación de la ocupación soviética, y a la voluntad de aguantar y resistir. No importa que no
sepamos letón; bailamos al canto alegre de su voz, y a la melodía hechizante, majestuosa y llena
de añoranza.
Para ahora, los sencillos pasos son tan familiares que algunas personas están bailando con los
ojos cerrados. Sus caras parecen estáticas, como si escucharan a algo casi fuera de su alcance.
Alguna vez tuvieron sus propias danzas folklóricas. ¿Cuándo es que desaparecieron esas viejas
tradiciones, relegadas a un pasado inútil? ¿Fue en tiempos de Lenin, de Stalin?
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presente, los regalos de sus antepasados. Pero en ese viaje de regreso, cuando llegamos al año
1986, se detuvieron repentinamente. No querían avanzar más hacia el presente. Se negaban a
aceptar el horror de lo que les había ocurrido entonces—y esa misma negativa los obligó a hablar
de ello.
Las palabras explotaron, liberando recuerdos de aquella primavera inaceptable—el viento
caliente y abrasador del sudoeste, la ceniza blanca que cayó de un cielo claro, los niños corriendo
y jugando en ella, la lluvia torrencial que siguió, los rumores, el miedo. ¿Recuerdas como fue?
¿Recuerdas, recuerdas? Nuestro equipo había puesto papeles y lápices de colores para que la
gente dibujara los regalos que habían cosechado de sus antepasados, pero ahora había un solo
tema. Muchos de los dibujos tenían árboles, y un camino hacia los árboles, y una barrera
atravesando ese camino, o una X enorme, bloqueando el paso.
Cuando finalmente nos reagrupamos en un gran círculo, las emociones positivas que se habían
estado formando desde el comienzo del taller rompieron en enojo, dirigido a mí. “¿Por qué nos
has hecho esto?” gritaba una mujer. “¿De qué nos sirve? Estaría dispuesta a sentir la tristeza—
toda la tristeza del mundo—si eso pudiera salvar a mis hijas del cáncer. Cada vez que las veo me
pregunto si les van a crecer tumores dentro de sus pequeños cuerpos. ¿Mis lágrimas pueden
protegerlas? ¿De qué sirven mis lágrimas si no pueden hacerlo?”
Declaraciones de enojo, de desconcierto, vinieron también de otras bocas. La habíamos pasado
tan bien hasta este momento, una tregua muy bienvenida de aquello en lo que se habían
convertido sus vidas; ¿por qué lo había echado a perder?
Escuchándolos, me sentí profundamente castigada y me culpé en silencio por mi falta de
sensibilidad. ¿Qué podría decir, ahora? Hablar sobre la importancia del trabajo sobre
desesperanza sería obsceno. Cuando finalmente rompí el silencio que siguió a la gran explosión
de emociones, me sorprendió que las palabras que salieron no eran sobre ellos o su sufrimiento
con Chernobil, sino sobre las gentes de Hannelore y Anastasia.
“Carezco de la sabiduría que pueda hacer frente a su dolor. Pero puedo compartir esto con
ustedes: Luego de la guerra que casi destruyó a su país, los alemanes tomaron la decisión de
hacer lo imposible para librar a sus hijos del sufrimiento que ellos habían conocido. Trabajaron
duro para darles una vida segura, en abundancia. Crearon un milagro económico. Le dieron todo
a sus hijos—salvo una cosa. No les dieron sus corazones destrozados. Y sus hijos nunca se lo han
perdonado.”
La mañana siguiente, al sentarnos luego de la Danza del Olmo, sentí alivio de ver que los
cincuenta que éramos estaban todavía allí. Detrás nuestro, pegados aún en las paredes, estaban
los dibujos de la tarde anterior, los bosquejos de los árboles y las X que impedían el paso hacia
ellos. “Ayer estuvo duro” dije. “¿Cómo están ahora?”
La primera en pararse fue la mujer que había expresado el enojo más fuerte, la madre de dos
hijas. “Casi no pude dormir. Siento como que mi corazón se está rompiendo. Quizás se siga
rompiendo una y otra vez cada día, no lo sé. Pero de alguna manera—que no puedo explicar—
siento que está bien. Esta rotura me conecta con todo y con todos, como si fuéramos las ramas de
un mismo árbol.”
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De los otros que hablaron después de ella en esa última mañana, al que recuerdo más claramente
fue un hombre que reconocí como el padre que salía regularmente para visitar a su pequeña hija
en el hospital. Era la primera vez que se dirigía al grupo entero, y su aspecto era tan insensible,
su cara tan inexpresiva, como siempre. “Sí, fue duro ayer” , dijo. “Duro el mirar el dolor, duro el
sentirlo, duro el hablarlo. Pero la manera en que se siente hoy—es como estar limpio, para
primera vez en un largo tiempo.” La palabra que usó para decir limpio, chisti, también quiere
decir incontaminado.
Cuando fue mi turno, hablé de la reunión a la que asistiría la semana siguiente en Austria, la
Audiencia Mundial sobre el Uranio, donde los nativos de todas partes del mundo testificarían
sobre sus experiencias de contaminación nuclear. Irían mineros navajos y de Namibia, de las
Islas Marshall en el Pacífico, de Kazakistán, del Shoshone Occidental en Nevada a sotavento de
los sitios de pruebas nucleares, y muchos otros más, a hablar sobre las enfermedades y la muerte
a que llevan la búsqueda del poder nuclear y la producción de armas. Yo quería que ellos
supieran que no estaban solos en su sufrimiento, sino que eran parte de la inmensa red de
hermanos y hermanas dispuestos a usar su experiencia dolorosa para ayudar a restaurar la salud
de nuestro mundo. “En la audiencia, yo hablaré de ustedes en Novozibkov, y contaré su historia a
mi gente al regresar a casa. Lo prometo.”
Hice esa promesa porque ya los amaba, y sobre todo porque sabía que se sentían olvidados por el
resto del mundo, que prefiere pensar que el desastre de Chernobil ha terminado. A medida que
pasan los años desde ese fatal abril de 1986, se puede borrar la catástrofe de nuestra conciencia
tan fácilmente como las excavadoras arrasan con las casas de madera de Novozibkov, con sus
puertas y ventanas pintadas y labradas, porque, como dijo Vladimir Ilyich, “la madera retiene la
radioactividad”. Y ahora, cuando su gobierno sigue construyendo más reactores, les puede
parecer a estas familias que no se ha aprendido nada de todo este sufrimiento. Y eso puede ser lo
más duro de todo.
He cumplido la promesa que les hice a mis amigos en Novozibkov. Hablé sobre ellos en la
Audiencia Mundial sobre el Uranio, y luego también lo hice con cada grupo con que me he
encontrado. Pronto estaba compartiendo su historia al compartir la Danza del Olmo que ellos
aman. En Boston y en Londres, en Bonn, en Vancouver, en Tokio y en Sydney, y en todos los
otros lugares donde lideré talleres, les pedí a las personas que se imaginen que están bailando
con los hombres y mujeres de Novozibkov y que las manos que sostienen son las manos de
Vladimir, de Elena, de Olga, de Igor, de Misha. He querido que sientan, más fuertemente que lo
que pueden sentir exclusivamente a través de las palabras, cómo sus vidas se entrelazan con las
personas de Chernobil.
En este proceso, la Danza del Olmo parece haberse convertido en un maestro por su propio
derecho, por su propio impulso. Siendo un baile de intención, nos ayuda a fortalecer nuestra
determinación, no sólo por el bienestar de los que viven cerca de Chernobil, sino también para
curaciones que abarcan mucho más. Y se ha hecho costumbre, en el última mitad del baile,
convocar espontáneamente los nombres de aquéllos cuya curación deseamos—el salmón, las
secoyas, el humus, las escuelas, las prisiones, Bosnia, la Amazonía. Entrar al baile entonces es
como entrar en una especie de red neuronal en la cual podemos experimentar nuestra
interconexión con todos los seres. O es como una sónica Red de Indra, que nos permite sentir
nuestra mutua pertenencia y cómo ésta puede sostenernos.
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No necesitamos decir esto, sin embargo. El baile lo dice por nosotros, cuando dejamos de hablar
y formamos un círculo, dando pasos que parecen recordarse a sí mismos. Después, se hacen más
copias de la cinta y son llevadas a otras personas, a otros lugares—a salones de clase, a iglesias,
a lugares de reunión. Incluso a las playas, para que retumbe desde camionetas pick up.
“No nos arrestan mientras estamos bailando”, dicen nuestros amigos en Australia que han
incorporado la Danza del Olmo a sus acciones directas para proteger lo poco que queda del
bosque antiguo y para bloquear la construcción de más minas de uranio. Pero ellos no bailan para
evitar ser arrestados, sino para seguir conectados entre ellos y mantener firme su intención—“nos
ayuda a recordar por qué estamos haciendo lo que estamos haciendo”. En los bosques
sudoccidentales donde acampan, y en la selva húmeda del norte de Kakadú, no hay enchufes
para sus tocacintas—y no se necesitan, porque la melodía letona fluye de sus gargantas abiertas.
Bajo los antiguos árboles de Karri, el más alto y bello de los eucaliptos, yo los he visto detener
una excavadora abrazándola mientras bailan. Y en el centro de Sydney, entre los altos edificios
de oficinas, yo he bailado con ellos. En una demostración contra el apoyo de su gobierno al
bombardeo de Irak, escuché a los oradores serios y estridentes en el micrófono y agregué
también mis propias palabras; pero cuando mis amigos se trasladaron a una plaza cercana,
dejaron sus carteles, y unieron sus manos en la Danza del Olmo, pude presenciar lo que pasó con
el evento entero. En la muchedumbre circundante, como también en mí, sentí una atención que
se profundizaba y calmaba. Los camarógrafos de la televisión que habían empezado a irse
regresaron rápidamente, incluso se arrastraron dentro nuestro—que ya éramos unos cuarenta—
para filmar desde abajo los patrones que hacíamos al girar y levantar nuestras manos unidas. Los
noticiarios de ese día, entre los boletines sobre la guerra, anunciaron y mostraron cómo “la gente
está bailando para la paz”.
Los aborígenes australianos tuvieron algo más memorable que decir sobre la Danza del Olmo.
Fue cuando algunos de nuestros amigos de Perth hicieron una peregrinación a sus tierras
ancestrales para protestar por una mina de uranio propuesta. Por ser los dueños tradicionales de
los sitios a excavarse, los ancianos nativos habían sido cortejados fuertemente por la industria
minera y sus amigos en el gobierno. Las ofertas de trabajos y de dinero, junto con las promesas
de que vendría más, los había confundido sobre qué era lo mejor para sus gentes; incluso las
advertencias de los activistas anti-nucleares parecían solamente palabras. Pero cuando los
peregrinos de Perth llegaron, y los ancianos los vieron hacer un círculo y empezar la Danza del
Olmo, sonrieron. “Estos tipos blancos deben saber algo que es real, ya que están bailando.”
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intención, y Anastasia Geng que creó el baile a partir de la canción letona, dijo que el propósito
de la danza es construir una intención fuerte.
El círculo se mueve en el sentido opuesto a las agujas del reloj (hacia la derecha). Empiecen
siempre con el pie derecho. Comiencen dando cuatro pasos hacia atrás (hacia la derecha).
Después de cuatro tiempos parados (meciéndose), los cuatro pasos siguientes son mirando hacia
adelante, otra vez moviéndose en el sentido contrario a las agujas del reloj. Luego, después de
los cuatro tiempos siguientes en el mismo lugar, avancen cuatro pasos hacia el centro del círculo,
levantando los brazos; recuerden quedarse allí, mientras oscilan, durante cuatro tiempos.
Entonces den cuatro pasos hacia atrás, alejándose del centro, y sigan en esta forma hasta que la
música finalice por primera vez. En el silencio antes de que la música comience otra vez, el líder
recuerda a los bailantes que a lo largo de la segunda mitad de la danza pueden convocar por su
nombre aquellas partes de nuestro mundo–seres, lugares, instituciones–para las que desean
curación.
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9 La Danza del Olmo, Joanna Macy
Copias de la historia de la Danza del Olmo [en inglés] y/o la cinta pueden obtenerse de Joanna
Macy Intensives, 2812 Cherry St., Berkeley, CA 94705, USA; fax: 510-649-9605. El donativo
sugerido es $5.00 por la historia y la cinta.
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Mente despierta (N.T.).
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Ideal budista de santidad. Alguien que desarrolla una mente despierta y compasión imparcial para beneficio de todos los
seres (N.T.).