FONTANARROSA ROBERTO Negar Todo
FONTANARROSA ROBERTO Negar Todo
FONTANARROSA ROBERTO Negar Todo
ebookelo.com - Página 2
Roberto Fontanarrosa
Negar todo
y otros cuentos
ePub r1.2
Ariblack 03.08.14
ebookelo.com - Página 3
Título original: Negar todo y otros cuentos
Roberto Fontanarrosa, 2013
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Roberto Fontanarrosa nació en Rosario en 1944, y murió en la misma ciudad en julio
de 2007, casualmente en vísperas del «Día del amigo», un día muy significativo para
él.
Ejerció el humor desde el dibujo y desde la literatura con igual eficacia y destreza
técnica. Desde el primigenio ¿Quién es Fontanarrosa?, primera recopilación de sus
chistes gráficos —título elegido porque hasta entonces sólo era conocido por lectores
de la revista cordobesa Hortensia y de publicaciones rosarinas con las que colaboraba
—, toda su obra gráfica y escrita apareció en Ediciones de la Flor. Cuando el director
editorial de uno de los grandes sellos transnacionales le propuso cambiar de editorial
el Negro bromeó: «Si les pasa algo a los editores de la Flor… pero que parezca un
accidente». El accidente que motivó ese cambio fue la prematura muerte del autor…
Treinta y dos tomos de Inodoro Pereyra, once de Boogie el Aceitoso, las
compilaciones en tapa dura de estas dos historietas, tres novelas, doce libros de
cuentos, las ilustraciones para una edición anotada del Martín Fierro, para el libro de
crónicas futboleras de Juan Sasturain El día del arquero, para ¡Fontanarrosa,
entregate! de Rodolfo Braceli, para los del humorista colombiano Daniel Samper
Pizano El sexo puesto y Risas en el Infierno y para Fútbol increíble de Luciano
Wernicke, marcan una vida creativa unida indisolublemente a Ediciones de la Flor
por más de cuarenta años. Por eso la aparición de su libro póstumo que es el que Ud.
está a punto de comenzar, significa la renovación del placer de leer un Fontanarrosa
inédito, publicado por la Editorial elegida por él durante toda su vida.
Los cuentos incluidos contaron con el ajuste y la revisión final de quien había
cumplido la misma tarea en todos sus libros anteriores.
El procedimiento normal con cada libro de narrativa del Negro Fontanarrosa que
publicó De la Flor, era así. Él me enviaba su texto dactilografiado con correcciones
manuscritas que hacía en una primera revisión, y dejaba en mis manos lo que en cine
se llama el «corte final». Se rehusó siempre a controlar las modificaciones
introducidas que, por supuesto, eran sólo formales, sintácticas u ortográficas. En una
oportunidad le dije que uno de los cuentos contenía la base de una novela, y a los
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pocos días me contestó: «Sí, es la base de una novela… que no voy a escribir nunca:
publicalo así».
En algunos casos negociábamos la inclusión o no de algún relato que me parecía
menos logrado, y siempre llegamos a acuerdos sobre eso.
Cuando nos informatizamos, el mecanismo siguió siendo el mismo, con la
diferencia de que los originales venían en archivos adosados a e-mails.
El Negro siguió ideando y creando hasta el final de su vida: al no poder escribir
en el teclado, dictaba sus cuentos a quien lo hacía y los leía para que se introdujeran
sus correcciones.
El 12 de junio de 2007 le escribí un mail en el que le decía que estábamos al tanto
de sus novedades clínicas y jurídicas y le preguntaba si no quería enviarme los
catorce que tenía listos para irlos viendo y corregirlos y le aclaraba, con el fin de
evitarle tanta exigencia, que Kuki insistía en que «no era imprescindible llegar al
número ritual de 25, porque eso generó a veces libros muy gordos».
A eso contestó el 19 de junio que de a poco seguía escribiendo, que «ya hay 21
cuentos y tengo las ideas para 4 más». Y logró llegar, con su último aliento, a los 25.
No alcanzó a hacer la reescritura final de todos, lo que obligó a un trabajo más
exigente de ajuste, hecho con la misma fidelidad a los textos e ideas que había
aplicado en todos los libros anteriores. En el mismo archivo en que estaban estos
textos había una lista de «Posibles cuentos», así titulada, con temas enunciados en
pocas palabras, algunos de los cuales llegó a desarrollar e incluir.
Su estilo y lenguaje inconfundibles, están aquí con la misma vitalidad de cada
libro suyo.
DANIEL DIVINSKY
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Woody Allen dijo de un libro suyo que se publicaría en forma póstuma o bien
después de su muerte, según lo que aconteciera primero. Al Negro Fontanarrosa le
habría encantado ser el inventor de esta frase y haberla aplicado al tomo que el lector
tiene en sus manos.
Después de tres libros de novelas y once de cuentos, se publica, fatalmente, el
último volumen de relatos de Roberto Fontanarrosa. Aparece, sí, en forma póstuma.
Meses antes de fallecer, en julio de 2007, el autor se propuso dejar terminados los
canónicos veintidós a veintiocho cuentos que componen cada uno de sus libros. Esta
vez resultaron veinticuatro, todos ellos profundamente fontanarrosianos en su estilo,
sus temas, su lenguaje y en el originalísimo ingenio que ya ha hecho del dibujante y
escritor rosarino un clásico del humor contemporáneo en lengua española.
Por estas páginas desfilan escenas familiares que de repente se disparan por
caminos delirantes, parodias deliciosas, episodios de sonriente ternura, adorables
personajes cómicos, diálogos de asombrosa vitalidad…
Las notas que dejó el Negro revelan que primero imaginaba la trama completa de
cada cuento: peripecia, protagonistas, ambiente y desenlace; luego escribía unas
pocas palabras a modo de guía o recordatorio, y a partir de esos elementos creaba
después sus piezas.
A pesar de las limitantes circunstancias de su enfermedad, el Negro trabajó en
estos 24 cuentos que ahora se publican, con esfuerzo y entusiasmo, hasta el último
día de su vida. Si bien el tiempo no le permitió aplicarles la sintonía fina, su editor
histórico y amigo lo hizo con el mayor respeto y fidelidad a su escritura y estilo,
como siempre, con la convicción de que no se podía privar a sus lectores del acceso a
esta obra.
Negar todo es el último libro de Fontanarrosa y, además, es su libro último. Pero
podría haber sido, en el peor de los casos, el penúltimo, pues un documento de su
computadora registra ideas para treinta y cuatro cuentos.
La vida no le dio tiempo para escribir más. Nos quedó en deuda.
Sin embargo, a lo largo de sus sesenta y dos años zurció una obra genial de más
de doscientas ochenta historias, que las de Negar Todo complementan de magistral
manera.
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DANIEL SAMPER PIZANO
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EL PAMPA
—El tipo que nunca se ha ligado un pelotazo en los huevos no puede entender lo
que es el fútbol —dijo el Doctor, también en voz baja y en tono desdeñoso.
—¿Lo dice por mí? —preguntó Oliva, herido y señalándose el pecho.
—Las minas, por ejemplo —terció el Lulo—. Siempre con ese asunto de los
dolores del parto y esas pelotudeces.
—Lo de la mamografía, lo de la mamografía —se anotó el Tesorero, que
deambulaba por el salón, las manos en los bolsillos, pateando distraídamente flores
marchitas—. Eso donde les aprietan una teta con una morsa.
—¿Lo dice por mí? —insistió Oliva, que no dejaba de mirar al Doctor.
—Una prensa, con una prensa se las aprietan —se rio el Lulo, algo fuerte, como
para merecer un chistido reprobatorio del Doctor—. Perdón —reconoció.
—Eso debe doler, sin joda.
—Pero nunca como un pelotazo.
—Y ni siquiera los pelotazos fuertes —se acercó, divertido, el Tesorero—. ¿Viste
esas pelotas débiles que te pican casi entre los pies, suben y apenas te tocan los
huevos desde abajo, como un tincazo?
—Huyy… —se apretó la entrepierna el Doctor—. Esos te matan. Al principio
parece que no te hubieran hecho nada…
—… Pero enseguida empezás a sentir frío, después calor y un dolor de la concha
de su madre —aportó Eugenio, mientras llegaba del buffet con un vasito de café
caliente—. ¿Quieren? —mostró el vasito de plástico a los demás. No le dieron bola.
—Eso de no entender el fútbol… —reiteró Oliva, constante, mirando al Doctor
—. ¿Lo dice por mí?
—Sí —aceptó el reto el Doctor, siempre conservando el tono bajo de voz—.
Porque si uno jamás ha jugado un partido de fútbol no puede hablar así del Pampa, al
reverendo pedo.
El Doctor era un estudioso de las palabras y su efecto. Había remarcado el
vocablo «reverendo», lo que le confería al «pedo» una reverberación mayor, e incluso
una dignidad eclesiástica.
—El que habló siempre al pedo —Oliva también era un respetuoso de las
palabras y su repercusión: por algo manejaba la biblioteca del club— fue el Pampa.
Siempre se fue de boca. Usted coincidirá conmigo en que no fue nunca un tipo cauto.
—Eso es verdad —meneó la cabeza, apesadumbrado, el Lulo, que había optado
por sentarse junto a los demás con un resoplido de cansancio—. Era muy jetón.
—Hablaba adentro y afuera de la cancha —se fortaleció Oliva—, adentro y afuera
de la cancha…
—¿Y qué quería que hiciera? —se exaltó el Doctor, olvidándose del cansancio de
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la noche en vela—. Si los que jugaban con él eran mudos. El Mono no hablaba… —
el Doctor se fue tomando cada uno de los dedos de la mano izquierda, para graficar el
recuento. Esa mano que algún día el Flaco Calogero definiera, poco académicamente,
como un «racimo de pijas»—…, el Pechuga era autista… y el otro, el Saborido, no
gritaba ni los goles…
—El Saborido… —el Lulo rio entre dientes, restregándose los párpados, los
brazos y las piernas cruzadas, recostado sobre el respaldo de la silla metálica, como
disponiéndose a dormir.
—¿Qué quiere que hiciera el Pampa? —insistió el Doctor—. En la cancha alguien
tiene que hablar, ordenar, mandar…
—Pero él no hablaba sólo con los compañeros… —apuntó Oliva.
—Por supuesto que no hablaba sólo con los compañeros. Hablaba con el referí,
porque alguien se lo tiene que charlar al referí para que estos hijos de puta no te
cobren cualquier cosa, y también con los contrarios…
—A eso voy…
—… Con los contrarios, para hacerlos calentar, ponerlos nerviosos…
—Las veces que lo echaron por eso —recordó Oliva.
—Sí —dijo el Lulo—, pero casi siempre se llevó a uno de ellos.
—Era vivo —resopló Eugenio.
—Muy vivo.
Se hizo un silencio, se escuchaba la respiración pesada del Lulo. Quizás ya
estuviera durmiendo.
—Está bien, está bien —pareció aflojarse Oliva—. Yo no me refiero tanto a lo
que el Pampa hablaba adentro de la cancha…
—Es que todo viene en un mismo paquete, Oliva —el Doctor ablandó el tono
como valorando el cambio de actitud del bibliotecario—. Si usted quiere en su equipo
a un jugador explosivo, sanguíneo, temperamental, que se puede cargar el equipo al
hombro…
—Como en el partido contra Cremería —pareció despertar súbitamente el Lulo.
—… Como en el partido contra Cremería —jerarquizó el aporte el Doctor— y
tantos otros… Bueno… entonces usted tiene que aceptar que ese jugador también sea
calentón y desbocado. No como Peralta, ese pecho frío que puede jugar muy bien
pero al que nunca lo van a echar porque tiene clericó helado en las venas.
Eugenio volvió a reír entre dientes.
—Clericó helado —susurró.
—No voy a eso, no voy a eso —Oliva se apoyó la mano derecha sobre el pecho
—. Partidos son partidos y admito que a veces los jugadores están a mil…
—Mirá a Zidane.
—… Yo me refiero a lo que hablaba el Pampa afuera de la cancha. Especialmente
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con el periodismo. Con el diario, en el programa del Gordo o en el canal de cable. Lo
que declaró en el programa del Gordo y después repitió en la tele fue una promesa al
pedo.
—Al reverendo pedo —el Doctor respaldó su adjetivación, aun concediendo
razón a su oponente—; pero esa vez estaba caliente, muy caliente…
—Puede ser —dijo Oliva—. Pero no fue un exabrupto, una cosa impensada. Fue
algo reflexionado largamente. Si usted, Doctor, me dijera que eso lo dijo el Pampa en
toda su primera y larga etapa de joda, desborde y descontrol, se lo creo. Porque era
capaz de decir y hacer cualquier cosa, como cuando chocó con el Fairlane de su viejo
contra la estatua de Carlos Casado…
—O como cuando lo dejó de seña al padre Augusto… —dijo el Lulo.
—… Al padre Augusto —remarcó Oliva—. Que, usted se acuerda, lo había
citado al Pampa para decirle que él era un mal ejemplo para la juventud. Como tantas
veces dejó plantada a un montón de gente. La fiesta de Mainero, sin ir más lejos,
donde había comprometido su presencia.
—¡Si ni aquí vino! —lanzó una risotada Eugenio, dejando de lado el recato.
—Pero en su segunda etapa —continuó Oliva—, en esta nueva versión del Pampa
que conocimos últimamente, no puede pensarse que lo que prometió fue sólo una
pelotudez momentánea.
El Doctor quedó en silencio, como el resto del grupo. Se escuchó algo lejos,
entrando al salón desde la cancha de básquet, el taconeo enérgico de dos o tres
mujeres llevando al buffet platitos y pocillos de café rellenos de servilletitas de papel
arrugadas y colillas de cigarrillos.
—El hombre… —vaciló, con el dedo índice en alto, Eugenio— es dueño de sus
actos… y… y… ¿cómo era?
—Prisionero de sus palabras —completó Oliva.
—Eso. Prisionero de sus palabras.
El cambio al que se refería el bibliotecario Oliva, esa segunda versión del Pampa
Heredia, el «neo-Pampa Heredia» como se dio en llamarlo, se originó cuando el
padre del Pampa, don Julio, odontólogo y buen cocinero, se voló una pierna de un
escopetazo intentando cazar una codorniz.
—Es raro, porque él es dentista y, por lo tanto, muy habituado a manejar
herramientas peligrosas, como el torno —diría después a la prensa su acongojada
esposa Nelita, con un particular sentido de las comparaciones.
Lo cierto es que, desde el accidente que pusiera en riesgo la vida de su padre —y
a este en silla de ruedas—, el Pampa Heredia cambió completamente.
—Se hizo Atleta de Cristo —había informado recientemente a la prensa el Mono
Oyola, su compañero de equipo, imprevistamente elegante, con saco y corbata—.
Dejó la noche y una conducta…, digamos, poco profesional… —el Mono elegía
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cuidadosamente sus palabras, tratando de no ofender la memoria del Pampa—.
Comenzó a cuidar su dieta y su aspecto, para comportarse como un verdadero
deportista.
La descripción amistosa del ríspido defensor de Atlético Carlos Casado no era
necesaria. Al mismo tiempo que toda la población de la pequeña ciudad santafesina
se condolía por el accidente de caza de su dentista preferido, también se congraciaba
con el cambio producido en el Pampa, hijo mimado de todo el pueblo. Hubo quienes
afirmaron, incluso, que lo habían visto concurriendo a las misas del padre Augusto.
—Ya no le falta, pa’ completar, más que ir a misa e hincarse a rezar —consta que
tarareó un día el tanguero Elías Ribonatti, director técnico de San Martín de Carlos
Casado, clásico rival del equipo del Pampa y permanente víctima de sus goles.
De pelo corto, castaño, sin los reflejos dorados que habían europeizado su
aspecto, sin el arito en la aleta derecha de la nariz, de remera sobria y pantalón
vaquero, el Pampa ya no era ese habitual parroquiano del Vudú, bar de moda frente a
la plaza principal, del otro lado de la iglesia, a la derecha de la Municipalidad. Se lo
extrañaba allí, tras tantos años ocupando los veranos las mesas de la vereda, de
camisa floreada abierta casi hasta el ombligo, mostrando el pecho peludo sobre el que
flotaba media medalla de dudoso dorado que compartía con su novia eterna, la
Norma.
—Pobre chica —solían comentar adolescentes y veinteañeras, con un dejo de
sorna, conmiseración y envidia—; seguro que el Pampa le es muy fiel…
Y el Pampa, desfachatado, como era en la cancha, algo guarango como casi
siempre fuera de ella, se quedaba en el Vudú a la vista de todos, hasta la una de la
mañana, desafiando las opiniones sobre su conducta y el enjambre de catangas y
cascarudos atraídos por las luces del centro. Se quedaba charlando con el Tato, el
Cabeza, Alvarito, el Pacú y Armando mientras los porrones de cerveza se
acumulaban frente a ellos como bolos de una cancha de bowling. Desde las siete se
quedaba instalado allí el Pampa presenciando la vuelta del perro de las niñas en torno
a la plaza por esas cuatro calles que a esa hora se hacían peatonales. El Pampa se
acostaba prácticamente en su silla —era de caña con apoyabrazos— y utilizaba otra
para apoyar los pies descalzos, las zapatillas importadas abandonadas bajo la mesa.
Desde allí sonreía y saludaba a las mujeres, cualquiera fuere su edad, que giraban
varias veces alrededor de la plaza, de a tres o de a cuatro las más jóvenes, para ver al
ídolo.
Intercambiaba maldades con sus compañeros de mesa, chistaba o gritaba
delicadezas tales como: «¿Ya no me conocés, guacha?», a las que, fingiendo desdén o
indiferencia, lo ignoraban con la mirada. Se contorsionaba para mirar a sus espaldas
cuando, desde los coches que doblaban en la esquina de Belgrano y 25 de Mayo,
mujeres desenvueltas sacaban la cabeza por la ventanilla y le gritaban: «¡Chau,
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Pampa!». Pasada la medianoche, el Pampa y sus amigos partían, casi siempre en la
rugiente cuatro por cuatro negra, bruñida, del futbolista, hacia el Miramelindo o el
Yalú, cuando no se largaban en busca del Casino de Tres Arroyos.
—Lo que pasa —confesaba ahora en rueda de futboleros Damián Gutiérrez, su
descubridor y director técnico— es que el Pampa tenía un físico privilegiado. Incluso
ya cercano a los treinta años podía chupar, comer de todo y hasta no entrenar durante
una semana, que no lo afectaba para nada. O lo afectaba muy poco. Me consta que
jugó partidos después de haber estado encamado toda la noche, y la hizo de goma. Y
no digo encamado con su novia eterna, a la cual quería pero lo aburría
soberanamente. Digo con las locas de la casa de Rita o las del piringundín de
Boquete, allá en Las Varillas. Eso sí —hizo la salvedad Gutiérrez—, yo sabía que
venía a jugar después de una noche de joda o de escolazo, porque le gustaba mucho el
escolazo, pero lo ponía lo mismo porque, pasado de sueño o medio en pedo, adentro
de la cancha hacía la diferencia. Y además, nunca se fue de joda, también me consta,
antes de un partido importante, como contra Nueve de Julio de Maciel, Cremería o
estos putos de Carlos Casado, a quienes se cansó de cagarlos a goles. Es decir, siendo
sinceros, se cuidaba en esos partidos donde sabía que iba a estar la prensa, que podía
haber periodistas de Córdoba, de Rosario, de Buenos Aires, o también representantes
de los clubes de primera.
—Llegó un momento en que Carlitos se había ido de mambo —el padre Augusto
cumpliría ochenta años el próximo octubre pero empleaba un lenguaje que, él
suponía, lo acercaba a una juventud que paulatinamente se iba alejando de la Iglesia;
llama «Carlitos» al Pampa porque lo conoció desde el bautismo—. Ya no era sólo
cosa de trasnochadas, mujeres o alcohol. Ya se había metido, como fatalmente iba a
ocurrir, en la droga, en los estimulantes, en la anfetamina.
El padre Augusto entrelazó las dos manos sobre la rodilla de la pierna derecha,
que cruzó sobre la izquierda. Anunciaba así, si se quiere, que estaba empezando a
ligar la anécdota con una enseñanza de vida.
—Y mire —continuó— cómo son de complejos los caminos del Señor. Cuando,
pese a mis consejos, ya estaba a punto de caer en el abismo de la perdición, el Señor
puso ante él ese accidente lamentable que sufrió su padre. De allí en más, Carlitos
pasó a ser otra persona, a cuidar su físico y su alma, a confesarse todos los domingos,
a acostarse a las nueve de la noche. Fue entonces cuando lo vino a buscar
Independiente…
—Si la gente de Independiente —dijo el Doctor— lo hubiera visto poco antes de
lo del viejo, en aquel programa del cable con el Gordo Salomón, no se lo llevaba…
—Ni en pedo —aprobó Oliva.
—No podía ni hablar, no coordinaba dos palabras seguidas, refunfuñaba, se
confundía…
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—Abotagado, los ojos enrojecidos…
—Inconexo.
Tres veces había venido a buscarlo Independiente, dos Huracán y una San Martín
de Mendoza. Decían, incluso, que lo había venido a ver el Pato Pastoriza. Y eso
cuando ya el Pampa no era muy pibe, tendría veinticuatro, veinticinco años, pero
salía siempre goleador de la Liga.
—Pero los porteños no son boludos —el Lulo, ya algo más despejado luego de
tres pocillos de café y un fernet con coca, recogía miguitas de pan de sándwich que
había sobre la mesa—, no son boludos. Mirá si van a comprar a un jugador, aunque
no sea por una cifra millonaria, sin averiguar antes si es disciplinado, si se cuida o se
la pasa de joda…
—Más en un pueblo como este —dijo Eugenio—, donde se sabe todo.
—Para colmo, el Pampa no era muy discreto que digamos.
Todos aprobaron entre sonrisas.
—Los que hablaron bien de él —aseveró el Doctor— fueron los de Atlético
Carlos Casado, para que se fuera, para que se lo llevaran. Esto lo puedo afirmar
porque me lo contó el Rulo Milisich, que es fana de ellos.
Con un Pampa redimido, que hacía legítimamente buena letra y oraba por la salud
de su padre mientras este se recuperaba lentamente del escopetazo que le había
volado la pierna cuando procuraba cazar martinetas, esta vez la gente de Buenos
Aires abordó seriamente su contratación.
—Vea usted —volvía a sonar aleccionadora la voz grave del padre Augusto—
qué sabios e intrincados son los caminos del Señor. Don Julio se dedicaba a cazar
martinetas… ¿Y cómo se llama su mujer?… —el Padre estiró una pausa—…
Martina. Martina se llama la mujer, o la ex mujer. Eso ya estaba presagiando lo que
iba a pasar.
Incluso en el diario El Pueblo salió una foto del Pampa Heredia probándose la
camiseta de Independiente, junto a directivos del Rojo. La pequeña ciudad estaba
convulsionada. Desde 1954, cuando Quilmes contrató a Máximo Spina, centrehalf de
Carlos Casado, nunca se había dado un acontecimiento deportivo que llenara tanto de
orgullo a las fuerzas vivas.
La noche anterior a la firma definitiva del contrato, directivos, compañeros e
hinchas caracterizados del club agasajaron con una cena despedida al crack local.
Tras la cena, se comentó risueñamente el hecho de que el Pampa acompañó el asado
nada más que con agua mineral. Y sólo accedió a humedecer sus labios con sidra en
el brindis final por su futuro venturoso.
—Dios supo mostrarme —declaró el Pampa, horas antes de esa reunión, en el
programa por cable Tomando el té con Tesi— el camino de la Verdad. Y lo hizo a
tiempo, porque yo había caído en las garras de la tentación. Y Dios, en su infinita
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sabiduría, supo apartarme a tiempo. Me puso a prueba con el difícil episodio de mi
padre, quien afortunadamente ya está fuera de peligro, en pleno tratamiento de
recuperación para volver a caminar. Y mi recompensa es esta, verlo bien a mi padre y
vestir el año próximo la camiseta de Independiente, club del que mi padre fuera
siempre hincha, dada la admiración de mi abuelo Ernesto por Capote De la Mata.
Al otro día hubo un gran tornado en la zona y no se firmó el contrato. Y al
siguiente apareció en el Clarín, que llegaba al mediodía a Carlos Casado, un pequeño
suelto en la sección Deportes donde se anunciaba que Independiente había contratado
a Pombo Rojas Pinilla, un enganche colombiano de veintiún años proveniente del
Bucaramanga.
La noticia tuvo sobre la población un efecto más pavoroso que el del tornado.
Un Pampa sorpresivamente tranquilo, cauto, reflexivo, que entrelazaba sus dedos
sobre la rodilla derecha cruzada sobre la izquierda, como solía hacer el padre
Augusto, se mostró una vez más en Tomando el té con Tesi.
—Algo quiere mostrarme el Señor en su infinita sabiduría —casi declamó, con la
vista perdida en algún rincón del pequeño set de televisión, apenas más amplio que
un ascensor— algo quiere mostrarme a través de esta furiosa tormenta que desató
ayer sobre nuestros campos. Tal vez algo he hecho mal, o quizás alguien de mi
entorno se ha comportado erróneamente y yo no supe encauzarlo; pero esta
frustración me está indicando a mí un sendero clarísimo: debo terminar mi carrera
deportiva en el club que me vio nacer y que me brindó infinitas satisfacciones. Ese es
mi destino, señalado desde lo alto. Delante de ti, Tesi, y delante de todos tus
televidentes, prometo que no me iré nunca del club.
Allí, ante el silencio sepulcral de iluminadores, cámaras y unos pocos asistentes y
curiosos, el Pampa prologó con un mutismo breve el anuncio que conmovería a la
comunidad.
—Te digo más, Tesi… —el Pampa se apoyó la palma de una mano sobre el pecho
— hago aquí otra firme promesa surgida de mi corazón e impulsada por las
enseñanzas que obtuve leyendo la vida de la madre Teresa… Ni siquiera voy a irme
de este pueblo cuando haya dejado de jugar al fútbol. Viviré aquí, aquí tendré mis
hijos con mi novia de siempre y, llegado el día en que el Señor me llame a su diestra,
moriré aquí. Y un último deseo, para cuando llegue ese día: que mis cenizas sean
esparcidas sobre la cancha del Deportivo San Martín.
A esa altura, final del programa, lloraban todos. Tesi, por supuesto, que lloraba
incluso cuando despedía de su programa a algún vecino que vería de nuevo esa
misma noche; los cámaras, los curiosos y los varios miles de televidentes que
brindaron a esa entrega del programa el mayor rating de su corta historia.
—Hasta el Gringo Ortuza lloró —se asombraba Eugenio, reclamando la atención
del Doctor, que ya se iba para su casa tras la larga noche sin dormir—. Lloró el
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Gringo, que es un cascote más duro que la mierda, que ni siquiera lloró cuando un
Scania le atropelló su mejor perdiguero de caza. Me lo confesó a mí, a mí.
A la mañana siguiente, el Pampa casi no pudo pasearse por la vía blanca, calle
San Martín, como lo hacía siempre rumbo a su desayuno tardío de café con leche y
bizcochos de grasa en el Valentino, la cafetería de onda del Melena Saldívar.
Hombres, mujeres y niños, hinchas del Deportivo San Martín o simplemente
conciudadanos a los que nunca les había interesado el fútbol, lo detenían por la calle
para felicitarlo, reconfortarlo y agradecerle infinitamente ese cariño inquebrantable
por la camiseta aurinegra y por la sociedad que lo vio nacer. Hubo un solo reproche,
mitad en broma mitad en serio, de parte de Julián, el canchero, quien le dijo que no
iba a permitir, llegado el momento, que sus cenizas —las del Pampa— se esparcieran
sobre la cancha porque podían ser nocivas para la grama. Julián agregó también que
se corría el peligro de que el ejemplo de las cenizas del Pampa sentara un nefasto
precedente —repitió lo de nefasto tres veces—, y generara así una catarata de
imitadores que podían llegar a convertir el estadio aurinegro en una réplica de las
ruinas de Pompeya.
El Pampa llegó al Valentino emocionado, cargado de pequeñas notitas, cartas,
estampitas y hasta una Virgen de plástico, luminosa por dentro y que hacía también
las veces de velador, obsequio de Tita, la de la mercería, infaltable televidente de los
programas de Tesi.
—Lo que pasó desapercibido en aquella entrevista —el Doctor, pese a mostrar en
sus ojeras todo el cansancio del mundo, volvió a sentarse en una silla—, debido a las
promesas pelotudas del Pampa, fue lo que dijo…
—El hombre es prisionero de sus palabras… y… ¿cómo era? —se atrevió a
interrumpir el Lulo.
—Fue lo que dijo —repitió el Doctor, sin mirar al Lulo, para marcarle su
impertinencia— sobre un posible castigo divino a alguien muy cercano a él que había
cometido un error y que él no supo encauzar…
—Lo del padre con la enfermera —se adelantó Oliva.
—Yo pensé —dijo el Doctor— que el raje de Don Julio con la enfermera que lo
ayudaba en la rehabilitación lo iba a quebrar al Pampa nuevamente, que iba a volver a
meterse en la joda y en la falopa…
Pero no fue así. Casi con treinta años, el Pampa Heredia, haciendo caso omiso del
abandono del hogar por parte de su padre y contradiciendo a los agoreros que
anunciaban su regreso a la vida disipada, solidificó, por el contrario, sus logros
espirituales. Abandonó incluso el consumo de carnes y se volcó a la dieta
vegetariana. Recrudeció en sus visitas al padre Augusto, se interesó en la filosofía de
Santo Tomás de Aquino y estuvo a punto de ingresar en el coro de la capilla, objetivo
malogrado por lo errático de su entonación.
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Disciplinado, cuidadoso con respecto a su estado físico, descansado y bien
dormido, el Pampa tuvo un torneo espectacular y fue una vez más goleador del
campeonato.
—Ni siquiera mi formación salesiana —admitía ahora el padre Augusto—
alcanza a determinar si lo que ocurrió entonces al finalizar el torneo fue una nueva
prueba de carácter a la que lo sometió el Señor o una de las tantas tentaciones que
pone en nuestro sendero el Maligno.
El 23 de diciembre volvió la gente de Independiente con el contrato firmado por
ellos, todo el dinero en efectivo en la mano y hasta el mismo fotógrafo que le había
sacado en la ocasión anterior la foto al Pampa con la camiseta roja. El ignoto
colombiano había ido a parar a Talleres de Remedios de Escalada y los porteños,
conscientes de que los pobladores de Carlos Casado —como dijera Perón— podían
hacer tronar el escarmiento, insistían en resaltar que Heredia luciría en sus dorsales el
emblemático número diez para prolongar la estirpe de Ernesto Grillo y el Bocha
Bochini.
La operación se cerró en menos de media hora. Y los habitantes de Carlos
Casado, a pesar de que ningún tornado se había abatido sobre ellos, permanecieron en
sus casas, mustios y cariacontecidos.
Anteanoche, sin embargo, en el partido despedida, el estadio estaba casi repleto.
—Y era lógico —bostezó el Lulo, que volvía de hacer una recorrida por el salón
leyendo los nombres de los remitentes de las coronas—. Después del primer
momento de calentura, la gente comprendió que era la oportunidad esperada por el
Pampa toda la vida. Y, de alguna forma, quiso devolverle algo de todo lo que este
muchacho nos dio desde adentro de una cancha.
—Yo no pensé que iba a ir tanta gente —dijo Eugenio.
—Pero… ¿quién no quería ver al Pampa jugando en un equipo grande de Buenos
Aires?
—Y eso que amenazaba lluvia.
—Y muchos se habían olvidado —dijo Oliva— de las promesas al pedo que
había hecho el Pampa.
—Y además, Independiente trajo un equipo que era una joda.
Como suele ser habitual, el Rojo de Avellaneda ofreció, como parte de pago por
el pase de Carlos Heredia, un partido con su primer equipo en Carlos Casado contra
Deportivo San Martín. Como suele ser habitual, el conjunto porteño trajo un par de
suplentes de la primera y completó el plantel con pibes muy jóvenes de las inferiores.
Como suele ser habitual, se anunció que el Pampa iba a jugar el primer tiempo para el
equipo de toda su vida, y el segundo para la divisa roja.
—Qué significativos suelen ser los sinuosos caminos del Señor —repetía ahora el
padre Augusto, con una genuina expresión de pena en la cara— cuando quiere
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señalarnos algo, enseñarnos algo, aunque, como simples mortales, a nosotros nos
cueste entender su mensaje.
Casi sobre el final del partido, de un 0 a 0 aburridísimo, ya con el Pampa jugando
para el equipo visitante, el árbitro de la liga local y amigo de la casa regaló con una
dudosa interpretación del sentido del espectáculo un penal para los visitantes. Por
primera vez desde la pitada inicial, el público se puso de pie sobre los tablones de
madera para ver qué actitud tomaría el Pampa, rodeado ya por sonrientes y bromistas
ex compañeros que le hablaban y lo palmeaban.
El Pampa, inclinado sobre el punto del penal, hizo girar dos o tres veces la pelota
entre las manos como buscándole el perfil favorable. Aplastó el césped endurecido
por la cal blanca con tres o cuatro golpes de la puntera de su botín derecho y,
finalmente, optó por correr el balón unos centímetros hacia la izquierda para sacarlo
de esa mata de pasto desparejo, ante la permisividad del árbitro y las risas
provocativas de su gran amigo, el arquero Molina.
—No está en nosotros —expresó el padre Augusto, calmo y recompuesto— la
capacidad de comprender este tipo de mensajes divinos.
El silbato y el estruendo paralizante del rayo estallaron casi al unísono. Desde el
cielo hasta el punto del penal se desgarró una luz intensa y zigzagueante. Un segundo
después, cuando recién el público empezaba a percibir el olor mortificante al azufre y
el ozono, y cuando recién todos empezaban a comprender lo que había ocurrido, del
Pampa sólo quedaba un montoncito de cenizas que cubría apenas los restos de un par
de botines calcinados. Un minuto después, ante el silencio espantado de la
concurrencia, una brisa calma y algo cálida comenzó a soplar anunciando la lluvia y
dispersó las cenizas del Pampa por todos los rincones de la cancha.
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LA ISLA
A mí ya me habían llamado antes, por este asunto de los platos voladores. Digamos,
yo no seré Fabio Zerpa, pero conozco del tema. Me he convertido casi en un experto
desde que hace años me apasioné con las fotos de las pinturas encontradas en la
pirámide olmeca, en Honduras, que publicó la prensa. Eran imágenes de indígenas
conduciendo algo muy similar a una nave espacial, lo que confirmaría que los platos
voladores visitan la Tierra desde mucho tiempo atrás. Me impresionó el detalle de un
cacique olmeca accionando un artefacto parecido a una afeitadora eléctrica, adelanto
impensable para aquella época. Incluso estuve hablando de los visitantes
extraterrestres en un programa de canal 5, Ellos nos miran, conducido por Fabián
Graciani.
Y acepté aquella invitación para trasladarme a la isla —sitio donde no había
estado más de tres veces— en mi ansiedad por tener una aproximación a las culturas
alienígenas. Confieso, me duele decirlo, que nunca he visto un plato volador. Vi luces
sospechosas, reflejos sugestivos, pero nada como para decir que se trataba de un
contacto fehaciente. Mucha gente afirma haber visto platos voladores, escuadrillas de
ellos, asegura haber visualizado a sus ocupantes, pero no tiene ninguna prueba que lo
confirme y todo suena a charlatanería. Una vecina, Delia, sostiene que seres
extraterrestres le dejan mensajes de texto en su celular, incluso algunos muy subidos
de tono. Yo creo que nosotros, los que estamos metidos seriamente en esto, Zerpa,
Däniken, Smith, debemos mantener prudencia y responsabilidad para no confundir a
la gente. Es muy fácil engañarse en estos temas; por eso es acertada la denominación
OVNI, objeto volador no identificado, lo que implica que un objeto tal vez no puede
ser calificado o reconocido, pero esto no quiere decir que sea, obligadamente, un
plato volador.
Un amigo mío, Bird Watchers, observador de pájaros, me contaba que en una
oportunidad estuvo observando durante media hora el vuelo errático de un pájaro
blanco que lo desconcertaba con sus repentinos cambios de dirección. Hasta que al
final, cuando el pájaro perdió altura, mi amigo advirtió que no era un pájaro sino una
bolsa de polietileno del supermercado Norte inflada por el viento.
Lo cierto es que en aquella oportunidad, un grupo de veterinarios me invitó a ir
hasta la isla, pasando El Embudo, para investigar la aparición de varios animales
muertos. Fue un caso que se comentó mucho en los medios. Aparecieron vacas
muertas, algunas cabras, lechones, sin señal alguna de violencia. Tampoco parecían
haber sido víctimas de alguna peste o enfermedad. Lo curioso e inquietante era que
las partes blandas de sus cuerpos —ubres, lenguas, ojos— habían sido devoradas o, al
menos, mutiladas. Se lanzaron a rodar infinitas versiones, se habló de rituales
satánicos, de súbitas enfermedades degenerativas, de algún depredador natural
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enorme y desconocido y, por supuesto, de la acción de extraterrestres.
—Quizás —me dijo en aquella oportunidad uno de los veterinarios— estén
tomando pruebas de tejidos animales para el estudio de los habitantes de nuestro
planeta.
La verdad es que yo no pude echar mucha luz sobre esos acontecimientos.
Busqué, eso sí, rastros de pastos quemados que, como había leído en Ganímedes y el
cuarzo maravilloso, suelen dejar las naves espaciales cuando aterrizan. Encontramos
un círculo de yuyos quemados, pero la presencia de huesos de costilla pelados y dos
botellas vacías de vino denunciaban claramente un asado ocasional.
Esta vez, hace poco, el que me llamó desde la isla fue mi amigo Eduardo.
Compañero de escuela desde la infancia, Eduardo hace casi veinte años que vive en
los Estados Unidos. Es médico clínico en Washington y, hará diez años, decidió
comprarse unos terrenos en la isla, bien frente al centro de Rosario.
—Es que algún día pienso volver a vivir allá —se emocionó una vez al llamarme
por teléfono desde Washington para pedirme que me hiciera cargo de algunos
trámites de la compra—. Estoy en la isla —me informó— con un par de yanquis que
me traje de allá. Vienen a pescar.
—¿A pescar acá? Yo pensé que los yanquis iban siempre a pescar truchas en el
Nahuel Huapi o, a lo sumo, dorados a Esquina o a Paso de la Patria.
—No, boludo —con Eduardo teníamos un trato muy suelto, desde siempre—
pescan bagre, vieja del agua…
—¿Vieja del agua?
—Ellos la llaman Old Lady River. Incluso creo que hay un tema de Ray Charles
que se llama así.
Yo estaba acostumbrado a ese tono jodón de mi amigo, que no me permitía
percatarme demasiado si estaba hablando en serio o en broma. Pero también me
anotaba, y creo que era una de las características de nuestra relación.
—Quiero que te vengas para la isla —ahora el color de la voz de Eduardo había
cambiado.
—¿Para qué?
—Quiero que veas algo.
—Tirame un adelanto.
—No creo que sea conveniente así, por celular.
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—Bien —contestó Eduardo—. Bah… no sé, más o menos, preocupado.
Maniobraba con cierta destreza para alcanzar el centro del riacho con la lancha
con la que me fue a buscar donde terminaba el primer tramo del puente Rosario-
Victoria. Hasta allí había llegado yo en ómnibus y ahora me puteaba a mí mismo por
haberme mojado los mocasines, las medias y las botamangas del pantalón.
—Es que solamente a un nabo como vos se le puede ocurrir venir vestido así a la
isla —me dijo Eduardo elevando la voz por sobre el ruido del motor fuera de borda,
el viento, y los cachetazos del agua contra el casco de la lancha.
—¿Por qué decís que estás preocupado?
Eduardo no me contestó. Me di vuelta para mirarlo desde la proa. Él estaba
observando una columna de humo que se levantaba en el horizonte. Me la señaló.
—Apaches —dijo—. Mezcaleros.
Otra señal de nuestra edad. Me sonreí, frunciendo la cara por la lluvia de gotas de
agua que me golpeaban cada tanto. Recordar películas de cowboys. Hace mil años
que no las dan más.
—Apache, con Burt Lancaster.
—Son quemazones que producen los mismos dueños de los campos —le
expliqué, a los gritos—. Se está dando mucho la ganadería por aquí, y estos tipos
queman los pastizales para limpiar la tierra. A la noche, desde Rosario, pueden verse
los fuegos y a veces cae una lluvia de cenizas.
—¿Y está permitido?
—No. No sé si habrás visto… ¿cuándo llegaste?… a un helicóptero que
sobrevuela constantemente por acá. Debe ser de la Prefectura. Creo que hay multas
muy grandes para los que queman campos.
—Es cierto. Vi varias veces el helicóptero. Parece uno de los de Apocalypse Now.
—Te lo digo —le advertí— para que, si el día de mañana se te ocurre quemar
algo, primero lo pienses.
—Apaches. Apaches mezcaleros.
Caminábamos ahora, ya en tierra firme, con esfuerzo, por entre unos yuyos
bastante altos, sintiendo el golpetear de los tallos sobre los muslos. Yo transpiraba
mucho: no había llevado ni una gorra y hacía mucho calor, aunque aún estábamos en
primavera. Chapoteábamos de vez en cuando en las zonas pantanosas y oía el
zumbido de todo tipo de bichos alrededor de mi cara. Había un olor fuerte a agua
servida, a pescado podrido, a bosta de vaca.
—Cuando lleguemos a la casa —se compadeció Eduardo—, te voy a dar un
sombrero. Y otra vez venite con botas, por las víboras.
—No sé si habrá otra vez —seguí caminando detrás de él—. ¿Hay víboras?
—Yararás.
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Parecía mentira estar hablando de víboras venenosas cuando uno levantaba la
vista hacia la derecha y, tras la deslumbrante anchura del río, podía verse la punta de
los edificios altos de Rosario, el enladrillado rojizo del Parque España y, entre los
árboles de esta orilla entrerriana, los cilindros pintados de los silos Davis. Eduardo,
en cambio, parecía haber adoptado la previsora conducta de los norteamericanos, que
se compran todo lo necesario para viajar a lugares exóticos. Llevaba un sombrero
blanco de ala ancha y botas hasta la rodilla.
Me sentí agitado.
—¿Para dónde está la casa? —pregunté.
—Para el otro lado —señaló vagamente Eduardo, desalentándome—, pero no te
creas que es gran cosa. Es casi un galpón con un baño y una cocina de construcción
muy primaria. Estaba hecha cuando yo compré el campo y no le hice ninguna mejora.
Tal vez la tire abajo y levante una nueva según lo que decida hacer con todo esto.
Tendría que conversarlo con Elena y los chicos…
De pronto se detuvo. Miró hacia un grupo de árboles: detrás de ellos se extendía
el alambrado.
—Creo que es por aquí… No estoy muy seguro —dudó, girando sobre sí mismo.
—Cagamos —dije—, estoy en manos de un loco.
Pero Eduardo señaló firmemente hacia los árboles.
—No. Es ahí… Sí, es ahí.
—¿Por qué me decías —me acordé de pronto— que estabas preocupado?
Eduardo frenó su marcha hacia los árboles y un matorral de cañas bravas que
tapaban un sector del alambrado.
—Primero… —se dio vuelta para mirarme— por esto que voy a mostrarte. Y
segundo, porque estos boludos de los norteamericanos desde ayer que no aparecen.
Ayer al mediodía se fueron con otra lancha a pescar más allá de la laguna y todavía
no volvieron. Ya son… —consultó su reloj— más de las tres de la tarde y no tengo
noticias de ellos.
—Se habrán puesto en pedo. ¿Chupan mucho?
Eduardo se encogió de hombros.
—Lo normal. Hubieran podido llamarme por el celular, avisarme que se
retrasaban, cualquier cosa…
—¿Saben nadar?
—Saben nadar, saben armar una carpa, saben de todo. Uno de ellos estuvo en la
Guerra del Golfo. Son médicos, como yo, pero manejan a la perfección todo tipo de
comunicaciones, hasta GPS tienen.
—Entonces, ya van a aparecer.
—Es que habían quedado en volver anoche a la casa, para cenar juntos. Yo ya
había comprado todo en lo de Taco.
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Se escuchó a lo lejos el ruido del helicóptero, pero no alcanzamos a divisarlo.
Eduardo resopló fastidiado.
—Vamos —me dijo. Y arrancamos hacia los árboles.
Tardé casi un minuto en darme cuenta de qué era lo que Eduardo me señalaba en
un pequeño claro entre las cañas. Me fue difícil diferenciar el cuerpo de la vaca
muerta de los yuyos aplastados, las cañas quebradas y el suelo fangoso. La vaca, o lo
que quedaba de ella, tenía un color amarronado ceniza y los restos de la piel eran de
un tono grisáceo. Me acerqué lentamente al cuerpo del animal. No se sentía olor
alguno ni tampoco había enjambres de moscas u otros insectos a su alrededor.
Quedaba de la vaca una especie de envase vacío y sólo era notoria la cabeza reseca.
Todo el cuerpo parecía disecado. Tanto el cuero como el costillar, que podía verse a
través de algunos agujeros en el pelaje, lucían como hechos de cartón o papel maché,
aquel emplaste que se usaba para fabricar títeres. El interior del animal estaba
completamente hueco, sin víscera alguna.
—¿Hubo mucha sequía por acá? —pregunté tontamente, como si yo viviera en
otro país.
—Para nada —murmuró Eduardo a mis espaldas—. Al contrario, los lugareños
me contaron de mucha lluvia.
—Tiene el aspecto —me puse en cuclillas para estudiar el cuerpo más de cerca—
de esos animales que uno ve muertos por la sequía. Que parecen arpilleras resecas,
cartón corrugado, qué sé yo.
—Da la impresión de que si uno la toca se va a convertir en polvo…
Nos quedamos un rato en silencio. Se escuchaba el zumbido de algún abejorro y
pasaron, recuerdo, muy cerca de nosotros en vuelo rasante, dos torcazas, haciendo un
ruido como si tuvieran las articulaciones de las alas oxidadas.
—¿Tenés idea —pregunté— de cuánto tiempo hace que el cuerpo de este animal
está aquí?
—Desde ayer —dijo Eduardo, y me corrió un estremecimiento por el cuerpo.
—¿Desde ayer? —no lo podía creer. Eduardo reafirmó su negación meneando la
cabeza—. ¿Estás seguro? Parece como que se hubiera muerto y hubiera estado
secándose al sol durante meses.
—Anteayer estaba viva —apuntó Eduardo—. Yo mismo la vi pastando por acá y
pensé que tenía que avisarle al vecino de al lado que una de sus vacas había saltado el
alambrado para acá…
—La puta madre que lo parió —resoplé. Y fue lo único que se me ocurrió decir.
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buscando en mi memoria no recordaba episodios similares relacionados con
extraterrestres. Y eso que recorrí mentalmente todos y cada uno de los programas del
canal Infinito. En Eduardo, además, crecía la ansiedad por saber algo sobre el
paradero de sus colegas e invitados norteamericanos. Cuando volvíamos hacia la
casa, luego de contemplar la desconcertante imagen de la vaca reseca, Eduardo se me
adelantó considerablemente. Es cierto que yo caminaba muy despacio debido al
cansancio que me generaba la falta de costumbre de andar por el campo. Pero él
apresuró el paso porque ansiaba llegar a la casa y encontrarse con sus amigos.
—¡Pero cómo pueden ser tan pelotudos! —golpeó con el puño la mesa junto a la
cual nos habíamos sentado para tomar algo fresco—. Ni un mensaje, ni una señal, ni
un aviso…
—Tal vez se tiraron a la laguna para nadar un rato.
—¿Y?
—Y… —vacilé un poco— pueden haberse ahogado…
Eduardo negó enérgicamente con la cabeza.
—No —dijo—, vos no sabés lo que son estos tipos. Bob, el que trabaja conmigo
en el hospital de Pasadena, es un poco más joven que yo, y hace un montón de
deportes. Solemos jugar al squash, pero él además hace esquí y alpinismo. El otro,
Charles, el que estuvo en la Guerra del Golfo, no tiene más de cincuenta años y no se
ahoga en un vaso de agua… Como dicen acá, fuma adentro de una garrafa.
—¿Estás seguro de que ese Charles es solamente un médico?
Eduardo se levantó de la silla casi de un salto. Los nervios no le permitían estar
quieto. Exhaló por la boca, como quien se desinfla, y me miró. Supe que me iba a
revelar algo.
—No —dijo—, creo que este tipo Charles es de la CIA, o del FBI o, si no es de la
CIA o del FBI, trabaja para ellos, porque es un científico de relieve. Yo lo vi muchas
veces, sin conocerlo personalmente, en el laboratorio de bioquímica del hospital. Y
eso me hace pensar que Bob, mi amigo, también anda metido en lo mismo.
Volvió a sentarse derrumbándose en la silla.
—No sé si llamar a la casa de Bob —murmuró, con la vista perdida y como para
sí mismo—. O a la embajada…
—¿Te parece?
—Es que yo los traje, y de una manera u otra están bajo mi responsabilidad.
—Tampoco te hagas cargo de todo —lo reté— no son un par de pendejos a tu
cargo que vos trajiste para hacer turismo…
—Te imaginás el quilombo en que me meto si les pasa algo a estos tipos. No sólo
como ciudadanos norteamericanos sino por lo que te decía que son, posiblemente,
agentes de la CIA o del FBI.
—Pero, escuchame…
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No me dio tiempo, se volvió a parar.
—Vamos a lo de Taco —me animó— es el único lugar donde se me ocurre que
pueden saber de ellos. Es posible que se hayan metido allí anoche para comer algo y
dormir. No hay otro lugar por esta zona.
Me levanté puteando para adentro: otra caminata entre pastizales.
No fue así. Subimos nuevamente a la lancha con la cual Eduardo me había ido a
buscar y, salvo por el hecho de que volví a empaparme los zapatos, las medias y las
botamangas, pude sentarme en el asiento delantero.
—¿Es posible —pregunté, lo veía muy preocupado a Eduardo— que ocurran
estas cosas en programas de pesca?
—¿Cómo «estas cosas»?
—Demoras, desapariciones, pescadores que por ahí se entusiasman con la pesca y
se olvidan o les importa un carajo volver a un lugar de reunión.
Eduardo quedó pensativo. Por un momento pensé que el ruido del motor le había
impedido escuchar mi pregunta.
—No vinieron a pescar, Tito —dijo al fin—. No vinieron a pescar.
Lo miré.
—Vinieron a estudiar las reservas hídricas de esta zona de la Argentina. Sabrás
que nosotros tenemos algunas de las reservas acuíferas más importantes del mundo,
en el Litoral por ejemplo. El acuífero Guaraní. Habrás leído que las próximas guerras
no serán por el petróleo o por el gas. Serán por el agua. Y… ¿qué mejor excusa que
un programa de pesca para estudiar este asunto del agua?
Iba a hacerle una nueva pregunta pero el ruido del motor se cortó de golpe y
Eduardo saltó sobre el precario embarcadero de madera podrida que servía de acceso
al rancho de Taco. Dado su apuro, no consideré prudente demorarlo. Una vez más se
me adelantó a largas zancadas y se metió en el rancho por una desvencijada puerta
abierta, antes de que yo siquiera me alejara unos metros de la lancha. Cuando pisé el
entablado de la galería que rodeaba el rancho, Eduardo apareció nuevamente en la
puerta apoyándose en el marco y con expresión sombría. No tenía que aclararme
demasiado las cosas. Pasé a su lado y me metí en la espaciosa habitación que hacía
las veces de dormitorio, comedor y despacho de alimentos y bebidas. A mi derecha,
extendido sobre un camastro, estaba el cuerpo de un hombre casi irreconocible. Tardé
unos instantes en dilucidar qué partes de ese bulto informe correspondían a Taco y
qué partes, a las sábanas y abrigos varios. Taco parecía en verdad momificado, la piel
arrugada y tensa, absolutamente reseca, grisácea y quebradiza. Tras haber estudiado
el cuerpo de la vaca no necesitaba detenerme demasiado en hacer lo mismo con Taco,
pues las características eran idénticas. Junto a la cabecera de la cama me llamaron la
atención dos bidones grandes de plástico, precintados, aparentemente flamantes, lo
que los hacía resaltar en ese entorno de cosas viejas y desgastadas. Cuando me di
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vuelta para señalárselos, advertí que Eduardo estaba a mis espaldas. Se había
acercado con pasos tan cautelosos que no lo había oído. Pero lo que sí escuchamos de
pronto fueron enérgicos pasos de alguien que corría afuera, por la galería,
acercándose a nosotros. Un segundo después se plantó en la puerta un tipo bajo y
fornido, de pelo corto rubio y ropa deportiva color caqui. Supe que era Charles.
Caminó hacia nosotros, sonriente.
—Hola —dijo en un castellano casi sin acento inglés—. Vamos, Eduardo —
palmoteó a mi amigo en el antebrazo como si ya tuvieran todo concertado y mientras
se dirigía, decidido, hacia los bidones de plástico. Alzó uno con cada mano y a paso
enérgico volvió a salir del rancho.
—¿Y Bob? —le gritó Eduardo, sin moverse de su lugar.
—Está acá afuera —escuchamos contestar a Charles, también gritando.
Eduardo parecía vacilante.
—Aguantame un cacho —me pidió, en voz baja y salió detrás de Charles.
Me quedé solo, sin saber qué hacer. Tras unos minutos, el llamado Charles volvió
a entrar y se dirigió directamente hacia mí, limpiándose las manos con un trapo. Se
me acercó, me puso una mano sobre el hombro y sonrió. Tenía una linda sonrisa,
llena de dientes, lo reconozco.
—No sé cómo te llamas —me dijo, mirándome fugazmente a los ojos para, de
inmediato, pasear su vista por el recinto, como quitándole importancia al momento—,
pero supongo que eres amigo de Eduardo y eso me basta. Pero Eduardo cometió el
error de no avisarnos de tu presencia.
Quitó la mano derecha de mi hombro y se alejó unos pasos. Señaló el techo con el
índice de su mano derecha. No supe qué quería significar hasta que escuché el sonido
de los rotores de un helicóptero.
—Pero no importa —siguió Charles—, este es el campo de Eduardo y así como
nos invitó a nosotros tiene derecho a invitar a cualquiera. Eso sí… —se detuvo en el
rellano de la puerta mientras el ruido del helicóptero crecía y crecía—, te recuerdo
una cosa, amigo de Eduardo… Tú no has visto nada, no has escuchado nada, no has
estado nunca en esta isla y tampoco nos has visto a nosotros. Quiero que lo tengas
bien claro. Confío en ti… —pareció cambiar de idea y volvió hasta mí para pegarme
unos golpecitos en el pecho con el dedo índice—; para que sepas la importancia del
asunto en el que estamos metidos, te diré que si tenemos que volver a visitarte desde
los Estados Unidos, ya seamos nosotros o algunos de mis compañeros, no
vacilaremos en hacerlo.
Sin duda observó mi cara de confusión.
—Te lo aclararé —insistió— porque total sé que no se lo dirás a nadie…
Conoces, sin duda, el problema del agua, faltará en un breve plazo…
Dije que sí con la cabeza.
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—Algo he leído —respondí— y algo también me contó Eduardo sobre las
reservas acuíferas y esas cosas —agregué como para no sentirme apenas un
interlocutor pasivo e imbécil.
Charles negó con la cabeza y luego me dijo casi a los gritos porque el ruido del
helicóptero atronaba.
—No. Las reservas acuíferas no alcanzarán, si sigue este crecimiento
descontrolado de la población. Pero… —señaló hacia el cuerpo momificado de Taco
— no olvides, te lo digo como médico, que el cuerpo humano se compone en un 75%
de líquido. Allí tenemos la otra mayor reserva líquida del mundo.
Y se fue, a los saltos, rápidamente. Escuché fortísimo el ruido del helicóptero por
unos minutos y vi cómo el viento producido por las aspas de la máquina echaba a
volar papeles, bolsas de nylon y ramas sueltas diseminadas en torno al rancho. Luego
el sonido se alejó y volvió el silencio.
Cuando salí del rancho, el helicóptero se había perdido en el horizonte y no estaba
ni siquiera Eduardo. Cómo hice para volver a Rosario lo contaré en otra oportunidad.
No mencioné nunca demasiado este episodio. Un poco por las recomendaciones
que me hiciera este tipo Charles y, en parte, porque con esta cuestión de los platos
voladores sobre los que yo tanto hablo hay muy poca gente, salvo mi madre, que me
sigue creyendo.
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CORONEL EN DUELO
Coronel (R) Dalmacio Mieres Bengoechea. Todos los días, después de almorzar,
mientras su esposa Luisita lava los platos y se apresta a la siesta, él cruza el patio y se
encierra en la que fuera la pieza de su hijo Julito. Le siguen diciendo, a tantos años de
la ida del hijo de la casa, «la pieza de Julito». Allí el Coronel se encierra, abre las
persianas que dan al patio para que entre luz y hace lo mismo con las persianas del
balcón a la calle. Pero mantiene corridas las cortinas bordadas que dan al patio para
que no lo vea Agustina, la muchacha. Luego, abre el ropero grandote y alto y,
elevando la mano derecha, tantea en el estante superior. Todos los días, entonces, saca
el sable y lo sostiene frente a sus ojos sobre las palmas de ambas manos. Le
reconforta percibir el peso del arma. Luego lo desenvaina y se estremece de placer
con el sonido metálico del acero al abandonar su protección. Oscila el sable en el aire
y el Coronel se siente un samurái.
Muchas veces les ha comentado a sus nietos que el sable «corta un pelo en el
aire», pero admite para sí mismo que es una prueba difícil de demostrar. Ante el
reclamo gritón de los chicos, el Coronel aduce bromeando que la calvicie lo ha
dejado ya sin pelo. Camina por la habitación a pasos largos y firmes lanzando cortos
mandobles con el arma. Aguza el oído procurando oír el canto que el viento modula
en el filo del acero. La «Espada Cantora», repite, pero no sabe si aquella famosa
espada cantora pertenecía al rey Arturo o al Príncipe Valiente, el personaje de
flequillo ligeramente amariconado que publicaba el Leoplán.
Apoya la hoja fría del sable sobre su oreja y cree percibir un murmullo remoto,
como el de una doncella cantando lejísimos. A veces, el Coronel, cerciorándose de
que nadie lo vea desde el patio o desde la calle, prende el ventilador de aletas de
cartón y coloca el sable desnudo frente a él. En esos casos juraría que la música que
brota del filo de su arma es comparable al canto de las sirenas que atraían a Ulises.
Otras veces, el Coronel se mira en el reflejo de la hoja del arma, como si lo hiciera en
uno de esos espejos convexos del parque japonés. Suele verse allí fugazmente y
oblicuo, erguido y delgado como años atrás, en sus comienzos en la milicia. Le
complacen, asimismo, los brillos que la luz arranca al sable y suele ubicarlo
estratégicamente —después de todo es un militar— bajo los rayos de luz que entran a
esa hora del mediodía por los encajes de las cortinas del balcón que da a la calle.
Siempre le ha sorprendido observar en esos rayos prolijamente dibujados en la
semipenumbra del cuarto las miles y miles de partículas de polvo que flotan en el
ambiente. «De polvo somos y al polvo volveremos», recita, sin recordar quién es el
autor de la frase. Pronto se distrae dirigiendo el reflejo del sol sobre su sable hacia lo
alto de las paredes y el techo. Un vivo y brillante punto de luz que recorre el cielo
raso a su voluntad, como un reflector; esos mismos reflectores que, se dice, han
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empezado a usarse en Europa, en la Gran Guerra, para capturar el paso de los aviones
atacantes; esas nuevas armas bélicas que, según el Coronel, distorsionarán el
verdadero espíritu de las contiendas. La diversión, empero, se acrecienta cuando el
Coronel detecta en los rincones del techo la presencia de una mosca, una larva de
mosquito o, mejor, una bruñida cucaracha. Persigue entonces a la presa con el reflejo
del sol sobre su arma, hasta agotarla, enloquecerla. Le complace el juego, sí, pero la
presencia de tales alimañas, junto a las partículas de polvo que se observan en los
rayos de sol, hablan mal de la eficacia de Agustina, la muchacha.
Una vez a la semana, caprichosamente los jueves, el Coronel, encerrado en la
misma pieza que fuera de su hijo, destina la tarde a su uniforme. Lo descuelga del
ropero y, lentamente, cariñosamente, se viste con él. Controla la pulcritud del
planchado y el lustre del correaje y las botas. Teme detectar algún día la acción
nefasta de las polillas. Para colmo, aprendió en los primeros años del Colegio Militar,
en las clases de «Obuses y Biología», que las especies de polillas son infinitamente
más numerosas que las de mariposas, en proporción casi de diez a uno. Le insiste a
Agustina, la muchacha, en el aprovechamiento de la naftalina, el nuevo producto
derivado del petróleo que, según calcula el Coronel, podría acarrear nuevos
enfrentamientos bélicos. «Quien domine la naftalina —repite— dominará el cuidado
de los uniformes militares». Sin embargo, en sus minuciosos controles para verificar
si aparecen los temidos y mínimos orificios producidos por las polillas en su
chaqueta, charreteras o gorra, desearía, paradójicamente, confirmar algún daño. Así
tendría un reproche válido para hacerle a Agustina, la muchacha, y que sienta el peso
de su autoridad. Hay que comprenderlo: ya no tiene tropa a su mando, ya no tiene
subalternos a quienes gritar, ordenar y reprochar. Secretamente, la detesta. Sospecha
que ella, alguna vez, lo ha espiado de manera fugaz, por entre los visillos, mientras él
caminaba en torno a la cama de Julito meneando el sable en camiseta de tiras y
pantalón piyama.
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morosamente, casi desalentado. Desde siempre le gustan las novelas de misterio,
como las de Emanuel Restivo, pero, en este caso ha escuchado a alguien comentar la
definitiva derrota de Napoleón en Waterloo, lo que recorta mucho su interés y
curiosidad sobre el desenlace de la obra.
Ahora, el club lo gratifica con una nueva distinción. Lo han nombrado presidente
del jurado en el concurso de composiciones sobre el general Gregorio Aráoz de
Lamadrid.
—Nadie mejor que usted para encabezar ese jurado —le dice Heriberto Correa
Sánchez, presidente del club, en la cena del 9 de Julio.
Poco sabe el Coronel sobre la vida y obra de Gregorio Aráoz de Lamadrid, pero
dispone de la generosidad de la biblioteca del propio club para documentarse
debidamente antes del concurso, en el que participarán todos los alumnos de las
escuelas cercanas. Envidia, eso sí, la sonoridad de un nombre como Gregorio Aráoz
de Lamadrid, mucho más distinguido y musical que el suyo propio.
Con presteza militar el Coronel designa otros tres miembros para el jurado.
—Usted no lo tome a mal, Dalmacio —titubea una tarde el tesorero, Emilio Roca
—, pero se considera conveniente que los jurados estén integrados por un número
impar de personas, para evitar que los votos registren un empate.
El Coronel ha salido airoso de trances más embarazosos.
—Apelo —improvisa— a mi experiencia en los cuarteles. Integré varios jurados
en juicios por deserción o falta de aptitud militar, y todos estaban compuestos por un
número par de jurados. Porque el presidente se reservaba el derecho de que su voto
valiera dos.
El impertinente tesorero huye, con el rabo entre las piernas.
—Te aviso —le dice esa noche Luisita durante la cena— que Rosalba, tu nieta,
participará de ese concurso, con el seudónimo de «Alelí».
—¿Qué querés decirme con eso, Luisa? —pregunta amoscado el Coronel.
—Te quiero decir que aún le debemos a esa chica el regalo de cumpleaños, de
cuando cumplió los nueve.
El Coronel queda en silencio, pensativo, mientras pela meticulosamente una
manzana.
—Rosalbita —insiste Luisa— escribe muy pero muy bien. El otro día, me dijo su
maestra, redactó una composición sobre la abeja que era una maravilla. Comentó la
docente que leerla era como escuchar el zumbido del vuelo de la abeja dentro del
aula. Sería estricta justicia, entonces.
El Coronel sigue pensativo. No es ese tipo de ecuanimidad la que le han enseñado
en los cuarteles.
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«Cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte…». El
Coronel recita sin saber a quién recita. Ese fragmento de un poema que ha leído o que
ha escuchado recitar a alguien vuelve a su memoria fastidiosamente. Para colmo,
Lacho, su primo, también militar, le ha dicho que el autor sería un rojillo, un
comunista. Ocurre que hay algo que abruma al Coronel y que, de alguna manera, lo
hace sentirse pequeño e intrascendente. Nunca ha estado en combate, nunca se ha
encontrado bajo el fuego enemigo, nunca ha visto de frente los vertiginosos ojos
claros de la muerte. Participó en cuatro intentos de golpes de Estado, en tres asonadas
y en varias maniobras conjuntas con el ejército uruguayo. En ninguno de los intentos
revolucionarios alcanzó una instancia más riesgosa que la de calzarse el uniforme de
combate y aprovisionarse de munición de guerra. La definición pacífica de una de las
asonadas lo sorprendió cuando todavía su batallón no sabía para cuál de los bandos se
alistaba. Ni siquiera tuvo el Coronel la suerte de su primo Lacho, que cambió de
bando tres veces en el mismo tiroteo. «Es una asignatura pendiente», refunfuña cada
tanto el Coronel; y sabe que, ya retirado, la oportunidad de cumplirla no habrá de
presentarse.
No tiene, tampoco, una cicatriz importante para mostrar.
Oculta bajo la espesa pelambre de su ceja izquierda el rastro de cinco puntos de
sutura. Pero esa herida data de sus tiempos de escolar cuando se abrió una ceja contra
el filo de una pared durante un recreo. Supo de un estallido cercano durante unas
maniobras en Olavarría cuando, en la cantina, reventó un barril de cerveza por causas
desconocidas. Uno de los flejes del tonel rompió una ventana a medio metro del
Coronel, capitán en esos tiempos. El hecho mereció una investigación del Consejo
Militar, pero no el recuerdo en mesas familiares. Especialmente ante el espectáculo
semipatético que su primo Lacho, retirado con el mismo grado, brindaba a nietos y
sobrinos en cuanta reunión lo tuviera por invitado.
—¡La cicatriz! ¡Queremos ver la cicatriz! —gritaban los chiquilines. Y Lacho,
con un afán exhibicionista que molestaba enormemente al Coronel, solicitaba el
permiso de las damas y se iba quitando con lentitud el saco, el moñito y la camisa,
hasta quedarse en cuero, para lucir un torso fofo y cubierto de vello cano. Desde
abajo del cinturón le trepaba una cicatriz blanquecina similar a una angostísima línea
férrea, hasta alcanzarle casi el esternón. Los niños se alborotaban y vacilaban entre
tocarla o no tocarla mientras las mujeres daban vuelta la cara fingiendo impresionarse
o, se ilusionaba el Coronel, asqueadas por el aspecto ruinoso del físico de Lacho.
—Fue una esquirla de obús —dice Lacho, como restándole importancia al asunto.
El Coronel sospecha que la cicatriz es producto de la cirugía de una obstrucción
intestinal. Lacho siempre ha comido mucho y lo demuestra, entusiasta, en todas esas
reuniones familiares a las que, lamentablemente, no deja de concurrir.
El Coronel no abandona su espíritu militar. Recuerda de memoria los cinco
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movimientos envolventes, céntricos los dos primeros y excéntricos los restantes, que
puso en práctica el general Mosquera para alzarse con la victoria en la batalla de
Chacabuco. Ha abandonado, eso sí, el íntimo deseo de tener en su casa una mesa de
arena donde plantear las estrategias de batalla. Debe admitir que le avergüenza la
mirada ajena. Como la de su mujer, Luisita, cuando él, de rodillas en el patio,
dibujaba desplazamientos de caballería sobre el arenero que habían construido para
los nietos. Lo desalienta también el furtivo accionar de los gatos vecinos que insisten
en ensuciar la misma arena donde él ha encontrado ya cuatro ofensivas posibles para
vulnerar la línea Maginot.
Envidia en este punto el desenfado de su primo. Lacho no vacila en comprar
soldaditos de plomo con los cuales, sobre la mesa grande del comedor de su casa,
repite una y más veces las estrategias del general Cardigan en la guerra de Crimea.
Con la banal excusa de comprar regalos para sus nietos, Lacho se ha munido ya de
más de trescientos soldaditos de infantería e igual número de valientes a caballo. Es
más, entusiasmado por algún impulso rural o como para dar clima a las batallas, no
dudó en comprar muñequitos de la granja, como vacas, gallinas, ovejas y hasta un
molino.
«Cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte…», masculla
el Coronel, como para que nadie lo oiga.
Benito Nicasio Argüelles es el novio de Gladys, una de las sobrinas del Coronel y,
para el Coronel, un imberbe petulante e impertinente. Admite, eso sí, a regañadientes,
que el joven treintañero está dotado de cierta dosis de ingenio. Para colmo el Coronel
se ha enterado de que Argüelles no hizo la milicia, según su propia confesión, por
insuficiencia matemática, como denomina al número bajo. Eso no es todo: al Coronel
le molesta la dependencia cultural que se manifiesta en adoptar nombres de
personajes extranjeros, como Benito, en reverencia a un interesante líder de la
política italiana. De igual forma lo ofusca la tendencia tilinga de las parejas de la
época a bautizar con el nombre de Jack a los recién nacidos, en consonancia con la
fama de un célebre destripador de Londres.
—Suele ser ingenioso. A veces —concede el Coronel en charlas familiares. Pese
a su desdén, suele leer las críticas que el joven Argüelles publica sobre teatro o
literatura en el matutino El Informador. Lo hace, más que nada, para encontrarles
errores e imperfecciones y luego comentarlas sibilinamente entre la familia, donde el
periodista es mirado con admiración no exenta de esnobismo.
—El novio de tu querida sobrina —le comunica ahora su esposa Luisita,
intencionada— ha sido designado por el diario para cubrir los festejos del aniversario
de la escuela.
—¿Qué sobrina? —finge desconocer el Coronel.
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—Gladys. El novio es ese tal Benito, el periodista de El Informador.
El Coronel suspira y frunce el ceño. Quizás en esta ocasión ese imberbe petulante,
con alguna de sus actitudes irrespetuosas, le dé oportunidad de ponerlo en vereda.
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—Claro —estalla el Coronel—. Salvo que yo haya tomado como un elogio lo que
dice ese pelotudo sobre mi venalidad, sobre mi flagrante parcialidad en la elección de
la ganadora del concurso de poesía. Eso es lo que me querés decir. Que yo no me
haya dado cuenta de que, cuando ese pelotudo repite más de cuatro veces que yo era
el director del jurado y, al mismo tiempo, el abuelo de Rosalba, me está tratando de
corrupto y de inmoral…
—Dalmacio —procura calmar las aguas Lerchundi—, no es para tanto; se trata de
una crónica irrelevante sobre un aniversario como tantos otros. En el diario tenemos
estadísticas que nos muestran que esas notas no las lee absolutamente nadie.
—Pocho —hierve el Coronel más aún, con la minimización del asunto que hace
el director— ¡estás hablando con un coronel del ejército argentino que ha sido
difamado y humillado por un periodista de pacotilla de ese pasquín inmundo que vos
dirigís!
—No te lo tomés a la tremenda, Dalmacio —persiste Lerchundi en su política
equivocada. Parece incluso que le divierte la situación—. Es una pavada, mañana
nadie se acordará de esto. Además, si un abuelo puede beneficiar a su nieta de alguna
manera, me parece bien. Los abuelos estamos para malcriar a los nietos. Yo creo
que…
—¡Lo tomo a la tremenda porque yo soy un hombre de honor! —El Coronel
golpea con su puño la mesita enclenque donde está apoyado el teléfono—. ¡Y como
soy un hombre de honor voy a lavar la mancha que ese imbécil ha lanzado sobre mi
nombre!… —El Coronel hace una pausa dramática para acentuar el suspenso—.
¡Decile a ese pelotudo que se cree tan vivo que mañana mismo tendrá allí mis
padrinos y veremos si es capaz de sostener con el cuerpo lo que dice con la boca!
—Dalmacio —por primera vez Lerchundi parece comprender la gravedad del
momento— esperá, pensalo bien, tomate tu tiempo, no hagas algo que…
Pero del otro lado, el Coronel ya ha cortado.
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otra parte…
—¿Qué? —pregunta Lerchundi aprovechando la pausa del Coronel.
—¿Cómo se enteró ese infame de que yo lo iba a retar a duelo? ¿Cómo pudo…?
—Yo le dije, Dalmacio. Es un empleado de mi diario.
—¡Pero no es eso lo que marca el código de honorabilidad, firmado en Bruselas
en 1917! Mis padrinos deberían habérselo notificado.
—¡Tus padrinos un carajo! —Se exalta Lerchundi—. Pensá un poco, Dalmacio.
Razoná. Estoy hablando de las vidas de un gran amigo como vos y un empleado de
mi diario. No voy a permitir que cometan una locura. Un empleado de mi diario que,
además, es el novio de tu sobrina Gladys. Pensá el dolor en la familia.
—Hubiera pensado primero él. Estos imberbes maleducados creen que se pueden
burlar de cualquier persona honorable sin recibir el condigno castigo. ¡Esta misma
tarde ese imbécil recibirá a mis padrinos!
Una hora después se desarrolla el tercer diálogo entre el coronel Dalmacio Mieres
Bengoechea y el director de El Informador.
—Dalmacio —la voz de Lerchundi suena como la de un hombre que está
buscando la paciencia entre sus virtudes personales.
—Sí.
—Te pido encarecidamente que reveas tu decisión…
—¡Dejame de romper las pelotas, Pocho! Ya mandé mis padrinos…
—Estuvieron acá, estuvieron acá. Incluso se sacaron fotos con la nueva impresora
que nos llegó ayer de Bélgica. Pero escuchame una cosa…
—¡Los hombres de verdad cuando toman una determinación no la cambian, no
la…!
—Oíme esto, Dalmacio, por favor…
El Coronel abre un silencio condescendiente.
—Oíme, Dalmacio… recién ahora me entero en el diario, por comentarios de los
muchachos, que este joven, Benito, tu desafiado, es campeón argentino de tiro.
Estuvo preseleccionado el año pasado para viajar a Amberes con el equipo
olímpico…
Del otro lado de la línea el silencio del Coronel se ahonda.
—¿Me escuchás, Dalmacio? —duda Lerchundi—. Para el equipo olímpico,
Dalmacio…
—¿Qué me querés decir con eso? —estalla, airada, la voz del Coronel.
—Ahora entiendo por qué este pibe me pedía escribir artículos sobre
competencias de tiro. Es campeón en tiro sobre siluetas, tiro al pichón…
—¿Qué me querés decir con eso, que encima me tengo que cagar? —El Coronel
está desencajado.
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—Es experto en armas de puño, armas largas, pistola, pistolón, pistola femenina
de cartera y matagatos…
—¡Yo he sido militar toda mi vida y tengo una relación íntima con las…!
—… Y justamente, yo sé que esto te va a enfadar… —cuida las palabras
Lerchundi—. Acá me han comentado que el arma que elegirá Benito para el duelo
será el matagatos.
El Coronel se atraganta lanzando una risotada grosera.
—¡El comité de Helsinki de 1914 no permite ese tipo de armas ridículas —
puntualiza—, y ese imbécil, si es que conoce tanto de estas cosas, debe saberlo! Son
felonías que dice sólo para hacerme calentar.
—Yo solamente te advierto, Dalmacio —murmura Lerchundi—. Es una
obligación moral para mí hacerlo.
—Te lo agradezco —el Coronel parece calmarse—, pero en el campo del honor
se verán los pingos.
—Hay algo más que tengo la obligación moral de preguntarte, Dalmacio —
lentifica su hablar Lerchundi— yo te ofrecí una reparación pública, o un derecho a
réplica, para restaurar la limpieza de tu nombre en las páginas de mi diario… Bueno,
ahora que seguís empecinado con el duelo… ¿podrían mis fotógrafos y periodistas
cubrir el lance de honor?
—Por supuesto que sí —sorprende por la serenidad de su respuesta el Coronel—.
Necesito que todo el mundo sepa cómo el coronel retirado Dalmacio Mieres
Bengoechea resuelve estos entuertos.
—¿Podemos tener la exclusividad? ¿Podemos ser los únicos en cubrir la nota?
—Por supuesto que sí. No soy un payaso como Houdini para andar ventilando
mis lances de honor.
—Benito mismo —pisa en falso Lerchundi— se ofreció para escribir la nota al
día siguiente.
—¡Su necrológica va a escribir ese pelotudo! —vocifera nuevamente el Coronel y
cuelga con un golpazo del auricular sobre la horquilla.
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mantenerlo. El sueño termina cuando un perro de la calle entra en escena y persigue
al pato.
El sueño es revelador para el Coronel. Indica que, a pocas horas de tener que
enfrentar un lance donde ha de jugarse la vida, no abriga temores ni sobresaltos. Por
más esfuerzos que hace, no puede vincular el sueño con lo que le está sucediendo.
Esto lo reconforta. Siempre se preguntó cómo sería su comportamiento en vísperas de
jugarse la vida. Por otra parte, todo le confirma que esa fantasía ridículamente
intelectual que se viene gestando en Buenos Aires sobre el significado de los sueños
es nada más que una gigantesca pamplina. El Coronel ha leído en la revista Albores
—una publicación que vio en su peluquería que difundía textos morales y temas de
labores domésticas— algo sobre el psicoanálisis, una caprichosa corriente de
pensamiento liderada por desocupados médicos europeos.
Tanto él como Luisita, su señora, creen con atendible firmeza en el significado de
los sueños con respecto a los números de la quiniela: soñar con un muerto es el 47 y
con un borracho, el 14. Nada han dicho sobre esa realidad onírica los capitostes del
psicoanálisis.
—Juzgar a una persona por sus sueños, procurar definir su personalidad buscando
un significado a sus sueños —le comenta en alguna oportunidad el Coronel a su
mujer— es como querer juzgar a un adulto por sus dibujos de infancia. Los sueños
son verdaderas pelotudeces, llenas de vaguedades y sinsentidos. Si un escritor
transcribiera fielmente sus sueños al papel, sería considerado un escritor malísimo.
El día del duelo, antes de que alumbre el sol, el Coronel ya está levantado. Le ha
dado a Luisita, durante la cena, una excusa pueril. Le dijo que deseaba sacar carta de
ciudadanía del País Vasco y debía presentarse a las seis de la mañana en el consulado
español porque a esa hora comenzaban a dar números. Luisita no indaga demasiado.
Está acostumbrada a los madrugones de su esposo, que padece de insomnio. Eso,
precisamente, es lo que le hizo abrazar la carrera militar. Desde preadolescente,
cuando ya dormía sólo tres horas por día, se preguntaba en qué actividad podía
aprovechar ese potencial disponible. No lo conformaban oficios tales como sereno de
tambo o maestro panadero, dado que no encontraba en ellos un real aporte a la Patria.
Fue su madre, Tiburcia, quien, temiendo que esa particularidad de su hijo lo
condujera de manera irremediable a la milonga y el cabaret, le recomendó someterse
a un test vocacional según el cual la mejor manera de que un insomne colabore con la
Patria es dedicando sus horas de desvelo a las guardias militares. Dalmacio Mieres
Bengoechea aceptó la sugerencia y comenzó la carrera de las armas. En ella, las
imaginarias encontraron al soldado mejor dispuesto.
Los días previos al lance de honor, Benito Argüelles hace todo lo posible por
enfadar al Coronel, con intención o sin ella. Mientras este elige como padrinos para el
duelo a su primo Lacho —el ex militar— y al pundonoroso juez de la nación Rodrigo
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Alsina Tebenet, el joven designa para representarlo a las mismas personas que fueran
padrino y madrina de su bautismo. La madrina, en particular, tiene un
comportamiento vergonzante para la concepción ética del Coronel, al llamar repetidas
veces a la esposa del juez para preguntarle cómo se debe ir vestida a un evento así. La
reacción de la esposa del juez es ejemplar: le contesta que la palabra evento sólo se
emplea para aludir a situaciones que no han sido programadas, mientras que el duelo
es una cita con fecha y horario previstos. La tilinga madrina de Argüelles acusa
recibo del desdén de su interlocutora y anuncia que usará el mismo vestido que
luciera para su confirmación.
Son las seis de la mañana y la bruma que se levanta desde la tierra hace recordar
al Coronel aquellas madrugadas heladas durante las maniobras en Olavarría. Pisa
repetidas veces con los tacones de sus botas el pasto húmedo por el rocío de la casa
quinta de los Lerchundi, en Cañuelas. El director del periódico ha cedido ese predio a
los duelistas. Es una parcela lo suficientemente alejada de la capital, cuyas espesas
arboledas de tilos y eucaliptos la ocultan de posibles miradas curiosas provenientes
de quienes pasan por el camino de tierra que corre frente a la entrada. Desde el sitio
donde se encuentran el Coronel, sus padrinos y los padrinos de Argüelles —un
espacio abierto limpio de cañas y matorrales—, el follaje oculta casi totalmente el
casco de la quinta y la vivienda de los caseros.
Mientras acumula bronca por la tardanza de su desafiado, el Coronel piensa que
por fin mirará de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte. O, al menos, el
único ojo oscuro de la pistola de su rival que lo observará fijamente antes de
iluminarse en el estallido final. Quizás, calcula el Coronel, nunca llegue siquiera a
escuchar el estampido.
—Bergante —masculla, temiendo que Argüelles no se presente y se cuida de no
levantar la voz para que no lo escuchen los padrinos. No lo hace por un prurito de
educación ante los demás, sino por lo anacrónico de su vocabulario. Con un lenguaje
moldeado en la lectura de autores españoles y revistas de historietas, sus exabruptos,
cuando adolescente, no iban más allá de perdulario, bribón, bergante, bastardo,
cáspita o recórcholis. Vocablos que tuvo que sustituir apresuradamente al entrar al
ejército, pues provocaban las miradas inquisidoras y discriminatorias de sus
compañeros de cuadra.
Ya el padrino y la madrina de Argüelles se han mostrado ridículamente sociables
con los padrinos del Coronel e insisten en trabar conversación, intercambiar
comentarios banales sobre el estado del tiempo e invitarlos a compartir té caliente,
sándwiches y bizcochitos de grasa.
—La estúpida ha pensado que se trata de un picnic —gruñe el Coronel—, de un
día de campo.
Uno de los padrinos del Coronel ha tenido incluso que prestarle a la muchacha su
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propio capote de caballerosa manera, ya que ella portaba el vestido de hombros
descubiertos que había lucido en su confirmación.
Finalmente, llega Argüelles. Un auto de alquiler lo deja en la puerta de la quinta y
parte a toda marcha, con ruidosos bocinazos y gritos masculinos, estentóreos y
burlones. Los amigos del periodista lo han alcanzado hasta allí. Argüelles contesta
algo, también a los gritos, y luego se acerca al grupo. El Coronel no puede dejar de
constatar que su próximo contendiente está algo borracho. Tiene el pelo revuelto y
desanudado el moñito rojo del cuello. El Coronel bufa, pero entiende que esa grave
falta en el comportamiento de su rival puede favorecerlo. No es fácil sostener el peso
de un pistolón de duelo con el pulso tembloroso de un alcohólico. Pero tal vez haya
sido esa, la del alcohol, la única ayuda que encontraba aquel imberbe impertinente
para superar el miedo a la hora de la verdad, cuando ya no valen ironías ni bravatas.
El Coronel, grave, pasea una última mirada por el paisaje circundante. La luz aún
escasa del sol que recién aparece, sesgado, entre las nubes, la bruma y el blanco
quebradizo de la escarcha confieren a todo una tonalidad grisácea que brinda al
cuadro desleído dramatismo y belleza fantasmal. Buen escenario para morir, en suma.
El juez del lance cuenta los pasos que ambos contendientes caminan en
direcciones opuestas. Al terminar la cuenta, los duelistas se enfrentan y alzan sus
armas. El Coronel no tiene tiempo ni de pensar. Ve enfrente un relumbrón desparejo:
el estampido y el silbido del plomo junto a su oreja derecha son simultáneos. No
puede evitar primero un estremecimiento y luego, una sonrisa. Aprieta con fuerza la
culata del pistolón y clava su vista en Argüelles: ve una figura desmañada, vacilante,
despeinada, como a punto de caerse. El Coronel cierra los ojos y dispara al aire.
Cuando vuelve a abrirlos advierte que su oponente yace despatarrado en el suelo y
que los padrinos —madrina incluida— corren hacia él.
El Coronel, severo, contenido, camina lentamente hacia el grupo que se ha
formado en torno al caído. Siente una inmensa paz, una satisfacción que viene de
haber superado el trance con la altura y la dignidad acordes con su historia y su
rango. Lo mueve, sin embargo, la curiosidad de saber qué ha pasado con Argüelles,
aparentemente fulminado por una bala disparada al aire.
—Está dormido —le comunica, despectivo, su primo Lacho—. Totalmente
borracho. Apesta a coñac.
Los ronquidos de Argüelles no alteran la conformidad del Coronel quien,
superado el trance, conversa animadamente con los demás. De pronto, llegan gritos y
voces airadas desde el portón de entrada. Se acerca al grupo Lerchundi, que vino a su
quinta para presenciar el lance escondido tras los eucaliptos.
—Estoy tratando de contener al casero, Dalmacio —le dice al Coronel ignorando
a los padrinos. Lerchundi luce agitado tras forcejear con la exaltación del encargado
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de la quinta—. Está fuera de sí.
Todos lo miran con la sorpresa de los espectadores que ven entrar en escena a un
personaje inesperado.
—Uno de los disparos —explica Lerchundi— le mató un caballo que usaba para
el reparto de verduras.
El Coronel se sofoca. Por su ubicación en el duelo, sin duda, ese disparo partió de
su pistola.
—¿Un caballo viejísimo, achacoso, que estaba junto al galpón, en la entrada? —
pregunta el padrino de Argüelles.
—Sí.
—Ese animal ya estaba para el frigorífico.
—Sí —admite Lerchundi— pero era un elemento de trabajo vital para Eduardo, el
casero: está indignado. No saben lo que tuve que hacer para contenerlo. Venía hacia
acá con una pala.
—Se lo pagamos —dice Alsina Tebenet, el otro padrino del Coronel—; que le
ponga un precio y se lo pagamos.
—No sé si corresponde que nosotros… —argumenta el padrino de Argüelles—…
No fue la bala de nuestro representado la que…
—Quédese tranquilo, mi estimado —gruñe el Coronel echando mano al bolsillo,
al compartir que no departe con gente de suficiente calidad moral—. No les haremos
pagar nada a ustedes. No se moleste.
Desde el costado, a unos metros, llega la voz pastosa y errática de Argüelles, que
se está reincorporando.
—En el bolsillo de adentro del sobretodo —señala vagamente hacia donde dejó el
abrigo— tengo la plata… Sacá, Martita… Compartamos el gasto de ese caballo… Yo
sabía que los burros me iban a dejar sin dinero —concluye, y se desploma
nuevamente de espaldas sobre el pasto.
Dos días después, para fastidio del Coronel, sale una nota en la sección Sociales
de El Informador, firmada por Benito López Argüelles:
«Lance de honor termina en tragedia».
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LA PICADA. ¿UNA CREACIÓN ROSARINA?
La frase se atribuye al urbanista y pensador español Tristán de la Cajuela en ocasión
de su visita a Rosario, en marzo de 1922.
—Cuán creativos seréis los rosarinos —dijo don Tristán, en la inauguración de la
Verbena del Centro Andaluz— que el mismísimo general Belgrano eligió esta ciudad
para crear la Bandera.
Tan reconocida creatividad ha permitido otros incontables aportes, algunos de
ellos prácticamente ignorados por el saber popular. Por ejemplo, pocos rosarinos
conocen que, lejos de designios tan elevados como el de la creación de nuestra enseña
patria, pero cerca de los placeres cotidianos y domésticos, Rosario fue cuna del
fenómeno gastronómico conocido como «picada».
El primer dato lo acerca el historiador Rafael O. Ielpi en su libro La mesa en la
colonia, al relacionarlo con la fonda de don Eusebio Mauriño, La Lusitana, ubicada
donde hoy se erige el Monumento a la Mandarina, en Saladillo. Allí se ofrecía al
viandante un plato conocido como picanha. Sin embargo, el mismo Ielpi aclara el
malentendido.
—La picanha —dice— era un plato de bifes a la portuguesa, hechos con carne de
giba de buey, sitio donde usualmente se clavaba la picana, o picanha, del conductor
de la carreta para azuzar al animal.
El mismo Ielpi desalienta la teoría de que la picada haya llegado a nuestras costas
como derivación de las célebres «tapas» españolas, también compuestas por gran
variedad de bocadillos.
—La denominación de «tapas» —asevera— proviene de la costumbre que tienen
esas modestas y populares tascas españolas de servir todo tipo de pequeñas delicias
sobre tapas de revistas, usadas como improvisados manteles, ante la carencia absoluta
de vajilla. Es un caso similar al de la denominación «tebeo» para las historietas en
España, que proviene de la antigua revista de cómics T. B. O.
Quien nos acerca a la verdad histórica, sin embargo, es Héctor Nicolás Zinny, en
su ensayo «El maní en la cocina criolla», donde dice que la picada se origina, como
tantos otros adelantos, en un hecho fortuito.
En 1896 se anuncia el paso por Rosario de sir John William Beresford, agregado
cultural británico, sobrino nieto del general William Carr Beresford, de destacada
intervención en las invasiones inglesas. Ante la importancia de la visita, las
autoridades locales encargan a doña Quintina Pereyra Sosa, dueña de La Posta de los
Postillones (ubicada en lo que hoy es la bajada Escauriza, en La Florida), una comida
para agasajarlo. Ebria de argentinidad ante la prosapia invasora del visitante y su
cortejo, doña Quintina decide preparar locro, la emblemática comida patria. Para tal
fin, y procurando deslumbrar a los viajeros, dispone una enorme variedad de
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ingredientes, cada uno en platitos distintos, con la finalidad de arrojarlos luego a una
misma olla inmensa y calentar el locro. Tal es su entusiasmo por la tarea que
comienza a sumar elementos hasta superar las ochenta opciones, incluyendo maní,
menta, trozos de corzuela, batatas y cardamomo. El tiempo que esto le lleva conduce
a que la galera que transporta al ilustre visitante y su gente llegue a la Posta de los
Postillones antes de que doña Quintina haya volcado su multifacético conjunto de
bocadillos en la olla común. Hambriento y cansado, pero urgido por continuar el
camino hacia San Nicolás, Beresford exige la comida, y no aguarda. Él y los suyos se
lanzan sobre los platitos aún fríos y, ávidos y felices, dan cuenta en poco tiempo de su
contenido.
—Es Beresford —sigue contando Zinny— quien, sorprendido y deleitado, bautiza
al almuerzo como pickles, para así emparentarlo con la denominación inglesa de los
bocados que pueden tomarse con la mano.
Tengamos en cuenta que, para esa época, no había llegado todavía a nuestra tierra
un adelanto fundamental para la mesa: el tenedor.
—El tenedor —aporta el arqueólogo y fisicoculturista Gregorio Zeballos—
llegaría un poco después, cuando el ingenio criollo le encuentra otra utilidad a los
dientes del vistoso peinetón español traído por una compañía de cupletistas
madrileñas.
No obstante el éxito de la picada, y pese al requerimiento de sir Beresford de
repetir la misma comida en su regreso a Rosario de paso hacia Manaos, el despliegue
de platitos no se afirmó entre las costumbres locales hasta principios del siglo
diecinueve.
—Una sociedad pacata y remilgada —señala Ielpi— rechazaba la necesidad de
ensuciarse los dedos con los ingredientes. Especialmente las damas, que usaban
guantes.
Sin embargo, un hallazgo notable en materia de vajilla potenciaría total y
definitivamente la picada: el advenimiento del mondadientes, palillo o
escarbadientes. El descubrimiento alumbró a mediados de 1919 gracias al sastre
catalán Jordi Mondadent, quien se topó de manera casual con esa maravilla del
diseño cuando procuraba conseguir una versión más barata del alfiler de corbata.
—El bautismo de ese múltiple aperitivo con el nombre de picada —reincide Ielpi
— también se atribuye a otras causas. Hay quienes sostienen que se llamó así dado
que La Posta de los Postillones se hallaba en el sendero que conducía al picadero de
los Funes, corral para doma y yerra de caballos al oeste de la ciudad. Otros insisten
en que se debe a que dicha comida rápida comenzaba a degustarse al «repicar» o
«repicada» de las campanas de la Iglesia de la Merced al llamar a misa de once. Sin
embargo, la versión más aceptada es la que acuñó sir Beresford comparándola con los
pickles. De pickle a picada hay solo un trecho.
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Ya impuesta, ya aceptada, ya popular, la picada se institucionaliza como menú
típico de Rosario, a partir de restaurantes como El Egipcio de los hermanos Severo y
Olinto Sessi, de calle Fusileros (hoy Ayacucho), que ofrece la friolera de 4327
platillos. El despliegue incluye aciertos como cornalitos despinados, pistachos,
picatostes, ajo bravo, nísperos salados, tararira en salmuera, arroz relleno, paté de
vizcacha, brotes de alfalfa, colas de tijereta, papas hervidas, papas saladas y papas
arruchadas, estas últimas pequeñas, livianas, insípidas, lo que dio pie para calificar de
«paparruchada» a cualquier cosa sin importancia. Los alimentos se acompañan
bebiendo sangría, guindado, naranjín Dos Halcones, limonada Guillot o una bebida
de moderado tenor alcohólico llegada de la isla de Malta, la cerveza.
La picada experimenta un salto de calidad y se consolida definitivamente en el
gusto argentino a fines de la Primera Guerra, con la incorporación de productos
porcinos.
Informa el perito culinario y dermatólogo Svend Segovia:
—El cerdo aporta dados de mortadela, salame, codeguín, jamón crudo y cocido,
nervios de chancho y rosca porcina, como se llamaba a la enroscada colita del lechón,
crujiente y almibarada. Es el lechón el que define el perfil clásico de nuestra picada
telúrica, y sus derivados dan origen a famosos personajes de nuestro teatro popular,
como Juan Mondiola.
La declinación de la picada como atracción gastronómica se manifiesta a
mediados del año 1925, en ocasión del habitual Maratón de Mozos de Bares y
Tertulias que se disputaba año a año en Rosario, desde Villa Hortensia, en el Pueblo
Alberdi, hasta los Corrales del Saladillo, en la otra punta de la ciudad. Las amenazas
de los participantes de no anotarse más en la competencia se hacen en esta
oportunidad estentóreas y reiteradas, dado que la prueba consiste en marcar el mejor
tiempo transportando sobre una bandeja una clásica picada compuesta por 623
platitos, con el agravante de que las cazuelitas de salchichas, por ejemplo, deben
llegar calientes al destino. Al año siguiente se deja de lado la organización de la justa.
La decadencia, no obstante, ya había comenzado antes por causas ajenas a las
específicamente gastronómicas. Las patitas de cerdo o nervios de chancho, elemento
fundamental para los aperitivos, habían comenzado a ser desviadas en casi su
totalidad a la fabricación de burletes para calderas centrífugas en la industria de los
hidrocarburos.
Pero las picadas reciben su golpe de gracia en 1927 durante los festejos de los
Segundos Juegos de la Liguria, antecedente notorio de lo que actualmente es la Feria
de las Colectividades. Ese año llegan desde el norte de Italia unos cincuenta
maratonistas a confrontar con compatriotas radicados en la ciudad de Rosario. Son
gente que hace una religión del ahorro y el cuidado del dinero, al punto que cruzan el
Atlántico en un barco carguero, el Cristóforo Colombo, pues así el traslado resulta
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considerablemente más barato que en vapor de pasajeros. Han coincidido también en
la cultura de la caminata debido a la renuencia a gastar dinero en cualquier tipo de
transporte rural o urbano.
La noche de la competencia dentro del marco de los juegos concurren los
cincuenta visitantes italianos a la taberna y expendio de bebidas El Marsala, de don
Joaquín Almudia Prieto, ubicada al 800 de lo que hoy es calle Mitre, en esa época
Calle de los Pescadores.
—Tuvieron la mala suerte —rememora el historiador Osvaldo García Conde— de
toparse con el mozo Agustín Irala, a quien todos llamaban «el Maltraído» porque
decirle «el Mal Llevado» era poco. Irala, un gallego de pocas pulgas, ya estaba de
mal humor debido a que su compañero de trabajo y única ayuda se había ausentado al
padecer de falso crup. Su disgusto aumentó cuando él solo debió acarrear en
veintiséis largos viajes hasta la interminable mesa de los parroquianos itálicos la
renombrada picada súper Marsala, consistente en 726 platitos, a los que
acompañaban, además, las bebidas. El enojo llegó a desbordarlo cuando los visitantes
le informaron que no les había llevado lo pedido: la picada número 1 y no la número
2. La disciplina profesional de Irala lo llevó a cumplimentar el reemplazo, pero su
paciencia tocó un límite cuando los comensales insistieron en pagar en cuentas
separadas, cincuenta facturas individuales, calculadas de acuerdo con el consumo de
cada uno. Algunas de las facturas que se encontraron intactas luego del siniestro
contabilizaban cosas como «26 maníes salados, 14 garbanzos negros, 4 rodajas de
bondiola. Total: 4 pesos con 25». Agustín Irala atacó a sus clientes a botellazos y se
generalizó una contienda épica que derivó en el incendio completo del local y gran
parte de la céntrica manzana.
El enojoso episodio y la difusión de la nómina de víctimas contribuyeron
grandemente a que el exquisito hábito del vermú y los múltiples platitos fueran
prohibidos por el alguacil de la intendencia local, don Ramón Ezequiel Marull, a
expreso pedido del obispo de la catedral de Rosario.
Actualmente, y por imperio de las circunstancias, sin embargo, la modalidad
parece resurgir. Luego de la última catástrofe económica, con la consiguiente pérdida
del poder adquisitivo popular, el recurso de los bocadillos individuales vuelve a
enseñorearse de las mesas familiares, aunque no todavía de las de negocios. El
ventajoso advenimiento de las heladeras eléctricas y su formidable poder de
conservación a base del frío han hecho posible que, hoy por hoy, podamos
individualizar en los almuerzos cotidianos infinidad de platitos que contienen
menudos de pollo del lunes, trozos de tortilla de acelga del martes, fetas de
salchichón bávaro del miércoles, rodajas de morcilla dulce del jueves, repollitos de
Bruselas del viernes y albóndigas de carne con orégano de ayer. Por eso nadie duda
de que, en poco tiempo, aquel formidable despliegue de pequeños platos que ofrecen,
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exultantes, infinidad de variadas delicias, volverá a estar entre nosotros.
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EL ÚNICO ÁRBOL
Cada tres o cuatro meses los indios venían a ver el árbol. Llegaban desde el desierto
profundo, sombríos y curiosos, a contemplar algo que nunca habían visto.
Lo que más nos sorprendió al principio fueron esos rollos compuestos de ramas y
yuyos secos que pasaban rodando empujados por el viento. Padre nos dijo que se
llamaban cardos rusos y que habían llegado al país huyendo de la Revolución zarista.
Nosotros nos sentábamos afuera del rancho para verlos pasar cuando había mucho
viento; siempre había mucho viento, y nos divertía verlos saltar cuando golpeaban
contra alguna piedra o algún promontorio. Era un espectáculo maravilloso y
podíamos estar comentándolo durante varios días. El anacoreta disentía con la teoría
de Padre. Él sostenía que así como un pájaro desde muy lejos había traído en su
panza la semilla que había hecho crecer el árbol, también el viento podía haber traído
desde el otro continente esos rollos que tanto nos entretenían, que no tenían relación
alguna con la política. El anacoreta iba más lejos y abundaba sobre la vastedad de las
comunicaciones posibles. Decía que un pez, como ser un esturión, podía morder a un
enfermo en las costas del mar Báltico antes de ser pescado en el litoral, en Paso de la
Patria, y de allí en más el pescador y su familia podían intoxicarse comiendo caviar
rojo desaprensivamente. El relato sonaba lógico pero, para ser sincero, su aspecto
revelaba cierto desequilibrio.
El anacoreta fue otra de las cosas que nos sorprendió cuando llegamos a la zona
de Nadería. Padre nos explicó luego que un anacoreta era una persona que vivía en un
lugar solitario, entregada a la contemplación y la penitencia. Nos vino bien la
descripción pues la única vez que habíamos oído mencionar esa palabra creímos que
anacoreta era una especie cercana al mamboretá. El que nosotros encontramos vivía
dentro de un esqueleto de vaca. Se veía que era el esqueleto de un animal grande y el
anacoreta —que decía no tener nombre— lo había recubierto con pedazos de cuero,
viejos trozos de ponchos y abrigos varios. Él vivía recostado en la parte del tórax del
animal, que era más amplia y hasta podía decirse cómoda y confortable. Pero recibía
en el sector que correspondía a los cuartos traseros porque no quería perder
privacidad. Fue él quien nos indicó el camino para llegar hasta el árbol.
—Es lo único que en este desierto —dijo— se levanta más de un metro sobre el
suelo.
Fue sencillo encontrarlo, tras veintitrés días de viaje. Allí Padre decidió que
construiríamos el rancho.
Padre decidió que dejáramos Clericó cuando nuestra madre nos abandonó.
Éramos trece hermanos, separados todos por apenas un año de diferencia y yo era el
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único varón. La mayor, Laura, tenía en ese entonces catorce años. Un día, Madre dijo
que iba, como siempre, hasta el almacén de ramos generales de don Cosme y no
volvió más. Padre primero dijo que habría mucha gente, y luego nos anunció,
abruptamente, que nos marchábamos de Clericó.
—Me cansé —nos dijo— de las grandes urbes, de la promiscuidad, del apuro.
Nosotros pensamos que había tomado esa determinación por otras causas, porque
Clericó por entonces estaba habitada por cincuenta y ocho personas, algunas de ellas
ya muy cercanas a la muerte. Concluimos que lo avergonzaba mucho haber sido
abandonado. Nada se supo de Madre hasta nuestros días, cuando llegó a mis oídos
que había sido vista sirviendo de soldadera en las tropas del caudillo correntino
Esmeraldo Pavón.
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saquearlas. Además, no olvide que usted es padre de trece mujeres y las mujeres son
siempre un atractivo para esos salvajes.
La misma señorita Antonia fue la que nos documentó sobre el árbol, en clase de
Botánica.
—Se trata —ilustró— de un argibay leñoso, Argibus maderea en latín, ya que es
de origen latino. Es el único árbol que existe en este desierto y constituye casi un
orgullo y una referencia de suma importancia para la región. Posiblemente su semilla
haya sido transportada hacia aquí en el vientre de un pájaro que la comió en tierras
lejanas, del Norte tal vez, y la despidió entre sus heces sobre la tierra, lo que le
permitió crecer.
Ese día nos fuimos maravillados aunque algo confusos porque no sabíamos el
significado de la palabra «heces». Padre nos dijo que la hece era una letra
fundamental para escribir «salame», pero su explicación no disipó nuestras dudas.
Padre condujo entonces la conversación, durante las seis horas del regreso, al tema de
la sombra.
—Al no haber árboles —nos había dicho la señorita Antonia— es difícil
explicarles a los aborígenes qué significa la sombra.
La primera vez que vinieron los ranqueles del cacique Tomasito lo supimos con
anticipación por la nube de tierra que se levantó en el horizonte. Padre, nervioso y
atribulado, nos sacó a todos del rancho y nos formó en una sola línea a la espera de
los visitantes como muestra de respeto y sumisión. No quería que ninguno de
nosotros quedara oculto en el rancho, pues los indios podrían interpretarlo como una
amenaza. Recordando las advertencias de la señorita Antonia, Padre procuró
disimular los rasgos femeninos de mis hermanas. Naturalmente yo, al ser el mayor,
les iba dejando mis míseras ropas a las menores. Por lo tanto, Brunilda y Laurita
estaban vestidas de varón, el pelo recogido, las caras tiznadas. Las tres más pequeñas
estaban desnudas pero eran tan chicas y tan escuálidas que ni siquiera el más exaltado
de los salvajes hubiese reparado en las diferencias.
Los recaudos de Padre fueron ociosos, sin embargo, porque pronto supimos que
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los indios no tenían ojos para nosotros. Llegaron en un número cercano a doscientos
blandiendo sus lanzas; al cabalgar, el trote de sus caballos sacudía sus melenas negras
y pringosas. Lanzaban cada tanto unos alaridos penetrantes y estremecedores. Sin
embargo, fueron deteniendo sus caballos y quedándose en silencio detrás de la línea
que indicó Tomasito, a media legua de nosotros. Miraban hacia lo alto, al argibay,
boquiabiertos y trémulos.
Era notorio que nadie les había hablado antes del árbol. Dedujimos después que
lo habían observado desde muy lejos, preguntándose, seguramente, qué sería aquello
que se levantaba de tan osada forma en el horizonte, demasiado estable como para ser
una columna de humo y demasiado móvil como para ser un mangrullo del ejército.
La curiosidad pudo más que el cansancio que los empujaba de regreso a sus aduares.
Me impresionó, recuerdo, cómo Tomasito hacía caracolear en un mismo sitio su
mustang negro, cubierto el torso con una raída chaqueta militar que obviamente había
quitado a algún desdichado milico de la frontera; lo hacía con la mirada clavada en la
copa del árbol, procurando determinar si aquello que se elevaba junto a nuestro
rancho era una planta, una construcción, un promontorio rocoso o un animal
formidable y desconocido.
El momento era sobrecogedor. Para colmo, el viento se había tomado un descanso
y silbaba apenas en nuestros oídos. El silencio de la escena se prolongó. La indiada,
apichonada y absorta, seguía sin dedicarnos ni una sola mirada. Pero Tomasito, como
cacique, debía tomar alguna iniciativa. Hizo caracolear su caballo una vez más y
luego lo fue dirigiendo, paso a paso, hacia el argibay. Hasta el mismo animal parecía
resistirse ante la cercanía de ese monstruo altísimo y aparatoso que se erguía sobre
una sola pata sólida e inconmovible.
En ese momento volvió el viento con una ráfaga de las que soplaban
habitualmente. Las ramas del árbol se sacudieron furiosas y sus hojas se agitaron
delirantes con un ruido tan dispar como armonioso.
Tomasito y su caballo entraron en pánico. El animal se abalanzó primero sobre
sus patas delanteras, luego volvió grupas y corrió hacia la montonera de indios. Éstos
reaccionaron de inmediato de la misma forma y huyeron desordenadamente hasta el
momento en que Tomasito, recompuesto, les indicó detenerse. Lo hicieron, los ojos
desorbitados, murmurando entre ellos y señalando hacia el árbol, a unos doscientos
metros de nosotros. Allí se quedaron, dubitativos tal vez, un tiempo más. Luego, sin
mediar orden alguna, nos dieron la espalda y a trote sostenido volvieron a perderse en
la inmensidad del desierto.
Tres meses después volvieron los ranqueles para ver el árbol, siempre con
Tomasito a la cabeza. Al igual que en la primera oportunidad, preanunciaron su
llegada con la nube de polvo allá a lo lejos. Y, con pocas variantes, se repitió la
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escena. Nosotros, formados mansamente frente al rancho y los indios, detenidos sus
caballos media legua más allá.
Sin embargo, era notorio que esta vez venían de un malón. Podíamos observarlos
descaradamente, ya que ellos persistían en clavar sus miradas en el árbol. Se los veía
atravesados de cansancio, pero excitados. Sus melenas, sus taparrabos y los cueros
con que cubrían sus desnudeces lucían blanquecinos por el tierral. Pero, además, era
sencillo deducir que volvían de una tropelía porque muchos de ellos llevaban cautivas
a sus espaldas, en ancas de sus cabalgaduras. Otros acarreaban objetos robados, como
ropa, aparejos, recados, pianolas y palanganas. También Tomasito llevaba sobre la
grupa de su animal a una mujer blanca que se aferraba al cacique por la cintura.
Tomasito, hombre al fin y vanidoso como todo jefe indio, se veía entusiasmado y
deseoso de lucirse ante los ojos de las nuevas prisioneras. En esta oportunidad no
parecía sentirse tan amilanado ni sobrecogido por la majestuosidad del árbol. Las
cautivas observaban todo con estupor, sin llegar a entender qué amainaba de tal
manera los ímpetus de sus captores. No emitían palabra alguna por el espanto que las
dominaba, pero, de haber intentado explicar a los guerreros de Tomasito que aquello
que tanto los perturbaba no era más que un argibay común y silvestre, como había
miles al norte del país, no habrían conseguido hacerlo, pues muy pocas palabras en
español sabían los indios. «Matando», «agua ardiente», «perfume», «bibliorato» y
«linóleo» eran algunos de sus vocablos conocidos.
Movilizado por la euforia del triunfo, no tardó mucho Tomasito en perder la
paciencia. Imprevistamente taloneó a su caballo y este dio un brinco hacia adelante
que lanzó al suelo a la corpulenta cautiva. Poco le importó esto al salvaje. Sopesó su
lanza en la mano derecha para luego alzarla y sacudirla agresivamente en el aire, en
tanto lanzaba aullidos ásperos y su caballo, con ojos desorbitados, iba acercándose
poco a poco al argibay. La indiada rompió en alaridos, envalentonada por la actitud
de su jefe. De un vistazo, observé un refucilo de preocupación en el rostro de Padre.
Fue entonces que ocurrió algo providencial, como aquel viento que había
sacudido las ramas del árbol dos meses atrás. Un carancho, que había sobrevolado la
escena en un par de ocasiones, tal vez alarmado por tanto movimiento de animales y
cristianos, voló rectamente ahora hacia el árbol y se zambulló en lo más espeso de su
follaje hasta desaparecer por completo bajo las hojas. Tomasito sofrenó con firmeza
su cabalgadura y reveló en el rostro un rictus de sorpresa y terror. Era fácil imaginar
lo que el cacique y sus hombres dedujeron de lo que habían visto: el árbol se había
comido al carancho. En un abrir y cerrar de ojos, con una facilidad absoluta, el
argibay había devorado ese pájaro huraño y carroñero.
El miedo asaltó al cacique, que hizo girar brutalmente a su caballo y, soltando la
lanza en la disparada, galopó a refugiarse entre los suyos. Pero los suyos también
habían emprendido la retirada, ululando de temor ante la estremecedora muerte del
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carancho.
Recién se detuvieron una legua más allá, ante los reclamos estentóreos de
Tomasito que pedía que no lo abandonaran. La indiada, entonces, se reagrupó a unas
dos leguas de nuestro rancho. Pero luego, pasado el susto, vimos cómo Tomasito
tornaba de nuevo hacia nosotros. O, más precisamente, hacia el cuerpo de su cautiva,
la que había caído del caballo, que yacía llorando sobre la tierra reseca. Fue en ese
momento cuando mi hermana Brunilda cometió un error, producto de su buena
educación.
—¡Señor, señor! —llamó la atención del cacique, antes de darle a Padre
oportunidad de intervenir. Brunilda había recogido del suelo la lanza que soltara en su
huida Tomasito y ahora caminaba hacia él, arrastrando trabajosamente el peso de la
tacuara, y ofrecía devolverla.
Vimos cómo el cacique condujo su caballo hasta ella, se inclinó para tomar el
arma y así se quedó, recostado sobre el perfil de su mustang mirando, por primera vez
y largamente, algo diferente de la figura del argibay. Aferró entonces la lanza sin
dejar de estudiar el rostro y el cuerpo de nuestra hermana. Luego taloneó con energía
a su caballo y, dejando una nube de polvo, se perdió en el desierto junto a sus
hombres.
Esa noche, Padre nos reunió en torno al fuego. Se lo notaba torvo, tenso, ansioso
y locuaz, a diferencia de como era habitualmente, torvo, tenso, ansioso y parco.
—He decidido algo —nos comunicó, solemne— Tomasito y sus indios han
percibido hoy que en este rancho hay mujeres. La irresponsable actitud de Brunilda al
devolverle la lanza al cacique la dejó en evidencia, al igual que a sus hermanas.
—Es lo que me enseñaron en la escuela de la señorita Antonia —se defendió
Brunilda, molesta— devolver lo que no es mío.
—No podemos correr el riesgo —continuó Padre— de que esos salvajes vuelvan
y las hagan cautivas.
—¿Vieron cómo me miraba? —preguntó Brunilda a sus hermanas, para aumentar
el desasosiego de nuestro padre.
—Hasta ahora —terció Cleopatra— no han sido malos con nosotros.
—Porque no las habían descubierto a ustedes —señaló Padre—; sólo tenían ojos
para el árbol. Pero desde hoy tendrán otro motivo para venir. Además, pienso que
ellos creen que el árbol nos protege, es un monstruo inmenso que nos cuida a
nosotros y al rancho como si fuera un animal de guardia, un dragón medieval. Pero
poco a poco se irán dando cuenta de la verdad, de que no es más que un árbol quieto
e inofensivo. Por eso lo até hoy a Sultán, para que no cometiera la torpeza de orinar el
argibay mientras estaban los indios. Esa falta de respeto al árbol hubiese
envalentonado a los ranqueles. Nadie respeta algo que no es respetado ni por los
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perros.
Quedamos todos en silencio, oyendo apenas el crepitar de las ramas que ardían
frente a nosotros.
—¿Nos iremos de acá?… —gimoteó Laurita, afligida.
Padre negó con la cabeza.
—No. Nos ha llevado más de un año afincarnos aquí, acostumbrarnos a este
paisaje, encontrar una escuela cercana para ustedes y, fundamentalmente, levantar
este rancho confortable y seguro del cual estamos todos orgullosos. Soy ya un
hombre mayor para comenzar de nuevo. Tampoco quisiera que ustedes cambiaran de
escuela y extrañaran a los compañeritos…
—No tenemos compañeritos.
—… Y extrañaran a la señorita Antonia.
—¿Qué haremos, entonces?
Padre, algo teatral, se puso de pie, caminó hacia uno de los rincones oscuros del
rancho y volvió con un hacha. Se sentó nuevamente.
—Cortaré el árbol. Sé que todos lo sentiremos, porque hemos aprendido a
quererlo. Pero no puedo permitir que siga siendo una atracción para los ranqueles. Y
no sólo para los ranqueles. Cuando se corra la voz vendrán a verlo mapuches,
araucanos, patagones, diaguitas, tobas, charrúas, guaraníes y comechingones.
—Si es que vienen también por nosotras —dudó Brunilda—, lo harán…
—Por mí —precisó Cleopatra—, no por nosotras.
—Lo harán —continuó Brunilda como si no la hubiese escuchado— esté o no
esté el árbol.
—No lo creo —dijo Padre—. El argibay les sirve de guía para llegar hasta aquí,
como un faro en el mar. Pueden verlo desde muy lejos en el desierto.
—Los ranqueles —Laurita sacudió los hombros, desafiante— pueden encontrar
en el desierto la cueva de un lagarto que hayan visto cuatro años antes…
—Es posible —admitió Padre—; pero muerto el perro, se acabó la rabia.
Sultán, echado casi a las puertas del rancho, levantó la cabeza.
—Desaparecido el árbol —se entusiasmó Padre—, porque cortaremos sus ramas
y su tronco y los usaremos para leña, los indios ya no tendrán un motivo valedero
para venir…
—No lo creo… —sonrió Cleopatra, suficiente.
—Ellos tienen cientos de cautivas, Cleopatra. No van a encarar un desvío que les
toma casi dos días, sólo por tres o cuatro cautivas más.
—Esa gorda… —Cleopatra recordó casi con furia a la prisionera que cayó desde
la grupa del caballo de Tomasito.
—Quiero que vivamos tranquilos aquí —ratificó nuestro padre—. Y largamente.
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Al día siguiente Padre comenzó a hachar el corpulento tronco. Pensaba que le iba
a llevar sólo una jornada derribarlo. Pero no olvidemos que Padre era un intelectual
con poca práctica en tareas manuales pesadas. Al tercer día, por fin, el árbol cayó con
un desgarrador crujido sobre el rancho y lo aplastó completamente.
Esa misma noche nos fuimos de allí y regresamos a Clericó. Nunca más volvimos
a Nadería. Pero, algunas veces, ya pasados tantos años, cuando nos reunimos toda la
familia, recordamos al anacoreta y a los cardos rusos que tanto nos entretenían.
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CIUDAD SAGRADA
Un buen día, Chichan, Shogun de Narita, heredero del oreganato Ming, visitó
sorpresivamente la ciudad sagrada de Kyoto.
Grande fue la sorpresa de los guardias apostados en las murallas de la ciudad
cuando vieron aparecer ante sus puertas la comitiva de Chichan que, con sus
armaduras de acero, brillaba bajo el sol como un puñado de piedras preciosas. Pero
también grande fue el estupor del Shogun cuando advirtió que el puente levadizo que
permitía el acceso a la ciudad sagrada no funcionaba por desperfectos en el
mecanismo.
Por ello, Chichan y su comitiva debieron acceder a Kyoto a través de un portal
miserable en el otro extremo de las murallas, indigno de su jerarquía. Mucho fue su
fastidio, después, al recorrer las sinuosas callejuelas que lo llevaban hasta el Palacio
de los Administradores, cuando apreció lo derruida y sucia que lucía la ciudad otrora
magnificente. No había banderas en sus almenas ni en sus tejados, la suciedad se
amontonaba en los rincones y en las inmediaciones del mercado apestaba el olor. En
los pequeños estanques interiores, los patos mandarines, alguna vez restallantes en
sus colores verde jade, amarillo cadmio y tornasol naranja, se veían ahora tan grises
como el más gris de los patos silbones. No se escuchaba, entre las ramas de los
cerezos, los quinotos, los almendros, los sicomoros y los cabuzakis el canto de los
grajos, de los sinsontes, de los vencejos ni de los karaokes, esos bellos pájaros azules
que sólo cantaban sobre el canto de otros pájaros.
Chichan llegó al Palacio de los Administradores trémulo de furia. Y mayor fue su
disgusto cuando supo que los Administradores no estaban en el palacio sino que
habían salido a cazar faisanes y cervatillos.
Tres horas esperó el Shogun el arribo de sus servidores bramando de enojo en el
sillón dorado de madera de teca de uno de los propios regentes de la ciudad.
Recién cuando ya el crepúsculo caía sobre los tejados de las pagodas y los
templos de Kyoto llegaron los Administradores.
—No esperábamos tu visita tan pronto —dijo Chang, el mayor de ellos, aún
sudoroso y cubierto de polvo por los avatares de la caza, mientras caía de rodillas
ante el Shogun.
—Ya lo veo —habló con voz profunda el Shogun, luego de dejar escapar de su
garganta un bramido torvo como el de un perro sharpei al que le interrumpen el
sueño. Mong, el otro Administrador, ya se había hincado también ante su superior.
—He visto la ciudad sagrada construida por el padre del padre de mi padre —
gruñó Chichan—; está descuidada, sucia y abandonada. Sus soldados no lucen como
tales y han perdido dignidad y gallardía. Ninguna de las corazas que cubren sus
cuerpos devuelven con su brillo el reflejo del sol sobre la muralla. Y la puerta grande
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ni baja ni sube pues sus goznes están cubiertos de óxido y de moho. Tuve que entrar
por un portal mezquino a espaldas de la ciudad, tan estrecho y bajo que las alabardas
de mis guardias debieron inclinarse. Llego luego aquí y no encuentro a nadie que
ordene o que dirija, porque ustedes se habían ido a cazar al bosque.
Tras un largo silencio, Mong, uno de los Administradores, ya de pie, se atrevió a
hablar.
—Majestad —tartamudeó—, yo podría decirte que la ciudad fue azotada por un
tifón o que un terremoto sacudió sus casas y sus murallas. Pero sería una mentira. Me
avergüenza decirte que los hombres de esta Administración han actuado mal, han
caído en la holgazanería y en el pecado del robo. El paso del tiempo ha aflojado la
disciplina y humedecido el concepto del honor. La malicia, la molicie y la milicia
conspiraron contra nuestro trabajo. Pero queremos pedirte algo…
El Shogun esperó el pedido, la mirada aguda de sus penetrantes ojos negros
clavada en los rostros de sus interlocutores.
—Queremos pedirte —se animó Mong— que nos dejes actuar, que nos des un
poco de tiempo para enmendar la situación. Todo esto es muy fácil de solucionar y
yo, junto a Ching, sé perfectamente cómo hacerlo.
—Es así, Shogun —intervino Ching—, en poco tiempo Kyoto volverá a ser la
ciudad que el padre del padre de tu padre construyera para beneplácito de los dioses.
—Diez días no más te pedimos —exclamó Mong—. Regresa con tu comitiva en
diez días y volverás a ver esta ciudad resplandeciente.
Esa noche el Shogun y sus hombres disfrutaron, junto a los Administradores, de
un festín de pechugas de faisán, nidos de golondrina y copetes de colibrí.
Diez días después, Chichan retornó con su comitiva a Kyoto. Esta vez el puente
levadizo de la entrada principal bajó a sus pies sin un gruñido de sus cadenas
oxidadas. Y dentro de la ciudad el Shogun vio con satisfacción que las callejas
estaban limpias, las casas pulcras y los jardines del palacio mostraban flores garbosas
y coloridas. Pavos reales, ruiseñores y escolopendras paseaban orondos entre los
canteros y los senderos de piedra.
En las escalinatas del Palacio el Shogun encontró a ambos Administradores
esperándolo ansiosos y complacidos.
—¿Qué te han parecido, Shogun —preguntó Mong, estrujándose las manos—, los
cambios con que hemos embellecido la ciudad?
Chichan despidió un bramido sordo, como siempre lo hacía antes de hablar. Y al
final del bramido dijo:
—Mañana, las cabezas de ustedes dos rodarán por el filo de la espada.
Al día siguiente, guerreros del Shogun cumplieron con la sentencia y por tres días
las cabezas de ambos Administradores se exhibieron sobre sendas picas en el jardín
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real y el viento de la tarde despeinó sus cabelleras.
—Si era tan simple solucionar el problema —explicaba al día siguiente Chichan a
sus subalternos—, fueron culpables de no haberlo resuelto antes.
La comitiva del Shogun, cubierta de acero, nácar y malaquita, brillaba bajo el sol
del crepúsculo como un puñado de piedras preciosas.
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CUMPLEAÑOS FELIZ
—¿Y dónde está el del cumple, el del cumpleaños?
—Afuera, en el patio. ¿No los escuchás? Chivateando como locos, todos
transpirados…
—Ay, claro…
—Juegan a lo bruto, a veces me da miedo, el hijo de Tita ya se golpeó en un
ojo…
—Pero… ¿a qué juegan? Ay, allá está Miriam… ¡Qué hacés, Miriam, ya te
saludo!
—Pasá, pasá, Clarita… Qué sé yo a qué juegan, al fútbol, creo…
—¿Las chicas también?
—¡Pero si las chicas son las peores! —se anota Mirta, que se acerca a saludar a
Clara—. ¡Son machonas, les pegan a los chicos!
—¿No te contó la señorita Susana?
—¿Está la señorita Susana?
—No pudo venir. Pasá, pasá, Clara… A Loli la conocés…
—Hola, Loli, ¿cómo te va?
—¿Y a la Puchi?
—Nos vemos en la granja cada tanto. ¿Qué hacés, Puchi?
—Bueno, aquel es mi papá, mi mamá, Horacio el marido de Puchi, bueno… te los
presento así nomás desde lejos…
—Hola a todos, hola a todos.
—Sentate acá en la punta, al lado de Rosa… En el living están los viejos, quedate
con nosotros…
—Que somos jóvenes.
Hay dos o tres risas femeninas como alaridos.
—¿Querés sándwiches? Son buenísimos, de la panadería de Bustos.
—No, ya comí algo en casa antes de venir; además estoy a régimen.
Otras risas, variadas.
—Hay de jamón y queso, de choclo y de ananá.
—No, no, gracias, no me tientes…
—Por ahí querés algo caliente. Berto está por traer unas pizzetas y unas
salchichitas…
—¿Dónde pusieron los cuchillos de postre, Maribel?
—Qué sé yo, mamá, están por ahí, en el trinchante…
—Pero ¿dónde están? ¡Yo los había sacado y los puse arriba de la mesa!
—Estarán por ahí, mamá, preguntale a Beatriz, ya van a aparecer.
—¡Los cuchillos de postre digo, nena, los de postre!
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Miriam busca la mirada cómplice de Marta a su lado y le cuchichea al oído.
—Cómo se ponen con la edad, maniáticas, cascarrabias, joden por cualquier
cosa…
—No te preocupes, Miriam, los viejos son así, disfrutá del cumpleaños de tu
hijo…
—Habría que ver cómo vamos a ser nosotros cuando seamos viejos, tal vez
seamos peores —interviene Esther, sentada al lado.
—Lo que siempre le pido a Esteban es que si yo un día me pongo tan insoportable
como mi madre, que me pegue un tiro. No quiero andar rompiéndole la paciencia a
nadie.
—Sabés qué pasa, Miriam, se excitan con estas fiestas como los chicos.
—A ver —llega Esteban, cargando platos en las manos— hagan lugar, hagan
lugar…
—Las salchichitas calientes, Mirta, están buenísimas…
—No. Además, ya viene a buscarnos el Lolo.
—¿Dónde está el Lolo, no vino con vos? —pregunta Armando, parado junto a la
heladera, detrás de Paula, apoyado contra el calendario de la panadería Bustos, tres
gatitos en una canasta.
—Alcanzá estas otras cazuelitas a la otra punta, haceme el favor.
—¿Pasás, pasás? —Mirta adelanta su silla.
—Claro que paso, no te molestes, no estoy tan gordo…
Más risas altisonantes.
—El Lolo, el Lolo —retoma Mirta— me trajo hasta acá pero me dejó y llevó el
auto a lo de Gutiérrez, porque se le paró cuando veníamos. Pero enseguida viene a
buscarnos.
—Acá hay más coca, Beba, alcanzale a Horacio.
—Ah, esta es mi abuela Mirta, mirala qué guapa…
—La conozco, la conozco, la veo siempre en el súper.
—Vos sos la mamá del Lito, m’ hija…
—No, de Ricardito, que ahora mismo voy a llamarlo porque ya viene el padre a
buscarnos…
—Si querés te lo llamo.
—No, señora, voy yo…
—Como quieras… Ya traigo las albondiguitas…
—Está bárbara tu abuela, activa, fantástica…
—Cruzo los dedos…
—Che, dice Mirta que al Lolo se le paró —dice Horacio.
Hay risotadas y exclamaciones fingidamente escandalizadas.
—Ay, qué grosero. Cortala, Horacio, con eso.
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—Yo no lo dije —se encoge de hombros Horacio—, fue Mirta. Qué tiene de
malo… Dice que se le paró…
—Y sigue con lo mismo… Te creés muy vivo y sos un estúpido…
—Dejalo, Perla, son fantasías que se hacen los hombres…
—Será que a tu marido no le pasa.
—Eso, Yoli. Por ahí Mirta está muy contenta con que al Lolo le pase eso —se
anota Armando a las carcajadas.
—Y el otro boludo se ríe. Reíte vos.
—A Horacio hace mucho que no se le para.
—Siempre que hay un tarado que se hace el gracioso, hay otro tarado al que le
hace gracia…
—Yo no dije nada, lo dijo Mirta.
Entra una nena a preguntar algo.
—Ay, no me digas que esta es tu hija.
—Sí.
—Está enorme, lindísima, grandota, no la hubiera reconocido…
—Sí, está grandota. ¿No es cierto, che, que estás grandota? Contestale a la
señora…
—Dejala, dejala que se vaya a jugar… Lindísima…
—¡Miralo a este, miralo a este! —chilla Matilde.
Un chico entra corriendo transpirado, desde el patio. Pregunta algo al oído de
Mirta.
—¿Este es el tuyo —le preguntan a Mirta—, este es el Ricardito? ¡Pero si está
enorme, yo no lo hubiera reconocido!
—Y, los chicos crecen, señora.
—Nosotros no somos los únicos que cumplimos años.
—¿Dónde está el baño, Miriam? —pregunta Mirta—. Allá, allá, pasando el
living, en el pasillo… ¡No corras!
—Sabe qué pasa, señora, que están jugando y hasta se olvidan de que tienen que
hacer pis, buscan el baño cuando ya no aguantan más.
—Andá y después nos vamos —grita Mirta—, ya viene papá a buscarnos.
—¿Y vos qué hacés acá?
El pibe rubio se encoge de hombros, tomado al respaldo de la silla de la madre.
—Andá a jugar con los chicos…
—No. Juegan al fútbol.
—¿Y a él no le gusta?
—Sí le gusta, pero prefiere quedarse acá, conmigo.
—¿No querés algún juego de mesa, querido? ¿No querés que te prenda la
televisión de la pieza?
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—Pero no, Matilde, dejalo. Si ya nos vamos.
—Cómo, ¿no se van a quedar para el mago?
—¿Hay un mago? Eso te va a gustar, Pablito.
—Es que se pasan el santo día jugando a la pelota. ¿No escucha los pelotazos en
las paredes y las persianas de las puertas?
—Ahí llega el Lolo. Mirta, ahí llega tu marido.
El Lolo llega y saluda livianamente a todos.
—Bueno —se para Mirta—, agarrá las cosas, Lito, que nos vamos.
—Lolo, dice tu mujer que llegaste tarde porque se te paró.
—Y… A veces me toca… —sonríe poco divertido el Lolo.
—Desde hoy —denuncia Estela— este tarado la tiene con eso…
—¿Cómo, ya se van a ir? —se alarma, llegando, Miriam.
—Sí, tenemos que pasar por casa de mamá…
—Pero si ya viene la torta. No se van a ir sin soplar las velitas y comer un pedazo
de torta.
—Es que mamá vive en La Florida y…
—Ya la traemos, ya la traemos. Son casi las ocho, ni me había dado cuenta…
—¡Las ocho ya, cómo pasa el tiempo!
—Y, señora, la buena compañía…
—Es una torta lindísima que le hizo la mamá del Agustín, una señora que tiene
una mano increíble para la repostería.
—¡Hagan lugar en la mesa y vayan llamando a los chicos! ¡Nené, traé la torta, y
los fósforos!
—Que los chicos se vayan a lavar un poco primero, están todos sudados, las
manos sucias, un asco…
—Sentate, Lolo, comen un pedazo de torta y se van. Son diez minutos nada
más…
—Sentate, Lolo —indica Mirta.
—No. Está bien, está bien —Lolo fulmina a su mujer con la mirada—, me quedo
acá. No se van a correr todos por mí.
—No es molestia —dice la abuela de Mirta, sentada ahora a la cabecera.
—Después de lo que contó Mirta del Lolo —dice Horacio, socarrón— no quisiera
que el Lolo se me siente al lado.
Como un alud llega desde el patio el tropel de chicos buscando un sitio junto a la
mesa grande de la cocina. Entre ellos, Perla, los brazos en alto, sosteniendo la torta.
Hay forcejeos, empujones y gritos entre los chicos que buscan conseguir un sitio
junto a la mesa. Están sudorosos y colorados.
—¡Che, déjenle un lugar a la abuela! ¡Che, salí de ahí, dejala a la abuela!
Ya hay una multitud en la cocina. Perla deposita la torta sobre la mesa en el lugar
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que, corriendo apresuradamente platos sucios y copas, le han dejado libre. Voces de
admiración reciben la torta de cumpleaños. Es un rectángulo chato y generoso bañado
en chocolate, pero la parte de arriba se ha transformado en una cancha de fútbol
cuidadosamente verde por los confites de ese color, no demasiado rectas las líneas
blancas de juego marcadas con coco rallado. En ambas cabeceras, los pequeños arcos
de plástico y, sobre la grama artificial, cinco jugadores de cada lado, como dispuestos
a empezar el partido, que aguardan la pitada inicial. De un lado, cinco pequeños
muñequitos de azúcar lucen la camiseta a rayas verticales azules y amarillas de
Rosario Central y del otro, otros cinco visten la rojinegra por mitades verticales de
Newell’s Old Boys. Hay risas, aullidos, murmullos.
—Fósforos, faltan los fósforos —grita Martita.
Alguien le alcanza un encendedor descartable. El del cumpleaños espera ansioso
el momento de soplar las velas. La propia Perla, parada detrás del homenajeado, se
inclina por sobre él para encenderlas.
—Acercale esa —señala Alberto, desde atrás—, la que prendiste recién, a uno de
los de Ñuls, a ver si se le calienta el pechito.
Se elevan risas y gruñidos de enojo.
—Ayúdenlo a soplar a ese pibe, que me parece que está sin aliento, sin aliento
como todos los canallas…
—No, no —alerta Perla, simuladamente severa—, no empecemos con eso, no
empecemos con eso, por favor…
—¿Cuántas son las velitas? —pregunta Esteban desde una tercera fila.
—Diez, cumple diez el nene…
—¿Por qué no ponen veintidós —se hace el tonto Esteban— y festejan los
veintidós años que estuvieron sin ganar en el Parque?
—¡Les dije que la corten con eso! —grita Perla, ahora sí, enojada—. Lo único
que nos falta es que acá también nos…
—Se ve que te olvidaste —otra voz, esta vez femenina, truena desde atrás—
cuando les rompimos el culo con Menotti en el Parque.
—Qué pija que tuvieron adentro esos veintidós años, querida, sin ganar en el
Coloso…
—¡Terminala, boludo! —increpa Marta a Esteban—. Cortala con ese asunto que
es el cumpleaños de…
—¿Y vos qué te metés, tarada —salta la esposa de Rubén—, si a vos nadie te dio
vela en este entierro? Lo que pasa es que siempre has sido una canayona de mierda.
—Contá, contá —se mete Mariano—, contá los jugadores de Ñuls, no vaya a ser
cosa de que abandonen.
—Son cinco nada más, se ve que seis ya abandonaron. ¿O ya se olvidaron de
Russo revoleando el saco el día del abandono?
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—De lo que no te acordás vos, pelotudo, es del gol de Domizzi cuando les
rompimos el orto con la tercera, de eso seguro que no te querés acordar, mogólico.
—¿Y ahora venís a hablar vos, porquería? ¿Desde cuándo sos hincha de Ñuls,
pechofrío, que nunca ni abriste la boca?
Los puñetazos de Norma sobre la mesa hacen bailotear las botellas y las copas.
—¡Basta, basta, carajo! —ruge, y cuando logra algo de silencio—. Parece
mentira, parecen chicos peleándose así.
—Sí, pero ellos vienen a Arroyito a relajarnos. ¿O en qué barrio estamos?
—En Ludueña.
—Es lo mismo.
—Es la misma mierda con distinto olor.
—¡No ves que la siguen! —vibra otra voz de mujer—. ¿Qué tenés que decir vos,
bastarda?
—Más bastarda serás vos, negra villera.
—¡Mamá, mamá! —el grito dramático de Zulema, esta vez sí logra algo de
silencio. Zulema se lanza sobre la abuela Dora que, sentada en su lugar preferencial,
está pálida como de mármol y se toma con ambas manos el cuello como buscando
aire.
—¡El corazón, el corazón, un ataque al corazón! —llora Zulema, desesperada.
—¡Tráiganle agua, agua, un vaso de agua!
—¡Llamen a un médico!
—Háganle aire, córranse, déjenle aire.
—¡Miren lo que lograron con esas peleas pelotudas, idiotas, miren lo que
lograron, matar a mamá!
—¡Ellos empezaron!
—¡Eso pasa por invitar a estos leprosos de mierda!
—¡Mamá, mamá!
—Ya estoy bien, ya estoy bien… —El hilo de voz de la abuela Dora,
milagrosamente, se oye en medio de la batahola—. Ya estoy bien, hija, un mareo, un
soponcio…
—Mamá, mamita.
—Abuela, abuela…
—Saben que me hacen muy mal estas cosas —recobrada en parte, con dificultad
para hablar, la abuela reprocha con rabia— saben, me lo hacen a propósito, me
quieren matar…
—Pero no, mamá, ¡las cosas que decís…!
—No, señora, ya pasó, ya todo se tranquilizó.
—Nosotros no empezamos, señora —trata de ser convincente la esposa de
Esteban—. Lo que pasa es que estos canayones son siempre lo mismo…
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—Y a mucha honra somos canayones —trina Zulema—, ¡leprosa pechofrío!
—¡Basta! —ahora es la misma abuela la que reclama orden con voz entrecortada.
Todos se callan.
—Acá está el encendedor —vuelve a ofrecer Alberto, con voz calma.
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LA TRINCHERA DEL TANGO
Corre el año 1914 y los vientos devastadores de la guerra ondulan sobre la campiña
francesa. Esos campos, otrora pletóricos de mieses y lavanda, lucen ahora torturados
y quemados por los combates, tierra ennegrecida por el humo, acribillada por los
cráteres dejados por los obuses de la artillería. Nada de verde, nada de vida; sólo
manchones grisáceos, bultos macabros diseminados por doquier, víctimas del
criminal gas de mostaza de Dijon, de las bombardas de cilantro y las granadas
cargadas de una precisa mezcla de jengibre y pimentón molido. Cadáveres de
caballos despanzurrados, el serpenteo retorcido caprichoso y hostil de kilómetros y
kilómetros de alambres de púas, el suelo roturado por el trazado anfractuoso de
infinidad de trincheras.
En una de ellas, cercana a Flandes, reptante hasta las afueras de Lyon, un hombre,
un soldado, espía a través de su rudimentario periscopio la actividad en las trincheras
enemigas.
Anochece. A lo lejos ilumina el cielo reiteradamente un relampagueo incesante.
Puede ser el anuncio de una tormenta que traerá más lluvia como la que ha convertido
la superficie de Burdeos en un lodazal y cubre el piso barroso de las trincheras con
una capa de agua de diez centímetros. Puede ser también la pirotecnia de la fiesta de
San Damián en los alrededores de Arles. Pero, no nos engañemos, amigo lector: el
relampagueo es, por supuesto, el destello feroz de los cañones de la artillería alemana
batiendo el campo.
—¿Qué ves? —pregunta ansioso otro soldado al lado del que atisba por el
periscopio.
—Veo el perfil de las fortificaciones germanas —dice el vigilante—…, el cuerpo
del teniente Bresan caído en la última carga a la bayoneta… Veo la parte superior de
los cascos de esos malditos alemanes yendo y viniendo por sus refugios… Y más
allá, más allá, veo el cruce de la Línea Maginot con el tendido del ferrocarril y la
esquina… la esquina de Corrientes y Esmeralda, la vieja Recova, la entrada de
Armenonville…
—¡No me digas, no me digas! ¿Qué más ves, qué más? —palmotea como un niño
el que acompaña al vigía.
—¡Veo las luces del Tabarís, Carlitos, y veo a Manon entrando al Chantecler!
El vigía, mis amigos, no es otro que Olindo Durán, un argentino que, por esos
designios antojadizos del destino, va a parar a las trincheras galas. Y el que bate
palmas a su lado es Carlitos, el Durán chico, su hermano.
¿Cómo van a parar ellos al vientre mismo de la conflagración mundial?
Olindo es un dandi argentino nacido en Flores el 24 de octubre de 1888. Primer
hijo de una familia pudiente, viaja a Francia con su hermano menor cruzando el
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Atlántico en un vapor, atraído por las luces enceguecedoras de París.
Como tantos jóvenes alocados de la época, va dispuesto a conocer, a divertirse y a
tirar manteca al techo. De hecho, en la bodega del Conte Rosso lleva a su amada vaca
Clorinda, producto genuino de la cabaña de su padre y destinada a proveer de leche
fresca y nutritiva el desayuno de ambos hermanos.
Ya en París, Olindo se hace habitué de El Gato Negro, un cabaret de moda donde
todas las noches deslumbra a los asistentes dibujando sobre la pista de baile los
tangos más pulcros y endemoniados. Esa música densa y sensual cautiva a los
europeos, que comienzan a descubrirla. Entre los asiduos concurrentes a El Gato
Negro figura el general Jean Coustaud, al mando de los regimientos de infantería
destinados en el Ródano. Y no concurre solo: entusiasmado por los compases de la
música porteña que desgrana un terceto de inmigrantes, intérpretes de bandoneón,
flauta y violín, lo hace acompañado por la mitad de sus tropas, lo que convierte al
reducto nocturno en un verdadero suceso.
Con el tiempo, se revelará que para asistir a esas tenidas tangueras el general
Coustaud abandona cada noche su puesto de guardia y contagia a sus soldados el
ánimo de deserción. El estallido de la guerra lo salva de una corte marcial que, sin
duda alguna, lo habría puesto ante el paredón de fusilamiento. No obstante, como
castigo, lo destinan al frente de Flandes.
Allí surge el espíritu de confraternidad, amistad y desinteresada nobleza que
distingue al calavera porteño. Olindo Durán, que ha aprendido a querer al militar
francés en esas noches de farra y de fandango, entiende que tiene una deuda de
gratitud con él, que la emotividad sentimental del tango le debe un agradecimiento a
ese hombre de armas francés que sabe emocionarse con los acordes modulados por el
bandoneón.
Olindo Durán no vacila y se alista en el Ejército, sin saber siquiera quién es el
enemigo. Su conocimiento del francés es, hasta ese momento, limitado. No lee los
diarios y no alcanza a entender lo que dice la radio. Ignora, por tanto, el motivo de la
guerra y desconoce quiénes se enfrentan en ella.
—Pero los enemigos de mis amigos son mis enemigos —declara inflamado a su
hermano Carlitos, mientras se prueba el casco de acero algo echado sobre los ojos,
requintado, como si fuera un funyi.
Su hermano se une a él sin pensarlo demasiado. Serán dos los argentinos
dispuestos a defender la causa de aquellos franceses que supieron apreciar el tango.
Enorme es la sorpresa y la emoción de ambos cuando, meses después, ya sumidos
en la gris angostura de las trincheras del frente de Verdún, tras innumerables horas de
intercambiar disparos de cañón, obuses y cargas a la bayoneta con el enemigo, una
tarde, en un nudo de trincheras cercano a Nancy se dan de narices con la vaca
Clorinda.
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—La hemos traído aquí para faenarla —les explica fría y desaprensivamente un
infante senegalés con ojos de codicia— junto con otras reses; alimentará a los
fusileros de Mauritania.
—Ni locos tocarán a Clorinda —salta Durán— seguirá con vida y nos dará su
leche para desayunar todas las mañanas, acompañando crujientes croissants. Si la
mantenemos viva, cientos de nosotros podremos degustar los quesos que les
enseñaremos a elaborar con su leche. Y no serán los franceses los que rechacen el
ofrecimiento de un buen queso. Además —se exalta Olindo— con su bosta seca
tendremos combustible para hacer fuego y calentar las manos cuando por las noches
el frío mortal de las trincheras amenace congelarnos.
La inflamada arenga de Durán convence a todo el mundo, superiores y
subalternos. Es cierto que no faltan verdades de a puño en su perorata, pero en la
aceptación general incide también el cariño que había sabido granjearse entre sus
compañeros. Con esa perspicacia, agudeza y sabiduría popular, en la trinchera sus
compañeros le dicen: l’argentine.
El convencimiento galo va más allá: pocos días después, la vaca Clorinda es
elevada al rango de Primera Enfermera Mayor, distinción que la pone en un nivel
equivalente al de Florencia Nightingale.
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desde las trincheras enemigas. Esto no amilana a Durán. Todo lo contrario, recrudece
su constante girar de la manivela y cae una catarata de obuses, bombardas y
proyectiles de fragmentación sobre la posición francesa.
Nadie, sin embargo, reprocha a Durán haber enardecido así los espíritus germanos
con esa música provocativa y canyengue. Los duros negros del Senegal, por el
contrario, fuman y lagrimean ante la melancolía de los tonos del bandoneón.
Alentado, Durán, el argentino, asoma valientemente su cabeza por sobre la trinchera
y grita:
—¡Este es el tango, pipiolos, señor de Buenos Aires, este es el compás que lo
hizo grande en todo el mundo!
Cuatro mil bajas entre ambos bandos deja el combate del 17 de junio de 1915.
Llevan la peor parte las tropas francesas y sus aliados. Pero, en cambio, cientos de
prisioneros se amontonan ahora en las trincheras del coronel Rigard quien, en
persona, se hace presente en el soterrado despacho de la capitanía a la mañana
siguiente para interrogar a los capturados. Aprovecha también para saludar a su fiel
amigo del cabaret El Gato Negro, Olindo Durán, que lo secunda en posición de
firmes.
—¿Qué los empujó —pregunta severo el coronel, las manos cruzadas a la
espalda, a un demacrado infante húngaro de ojos enrojecidos y afiebrados por la
derrota— a atacarnos en horas de la noche? Ha sido traidoramente, cuando estábamos
gozando del sueño, derecho inalienable del soldado. ¿Han cambiado acaso las tácticas
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de combate?
—No soportábamos esa música ridícula, triste, y plañidera que surgía de los
parlantes de sus posiciones, coronel —expresa el prisionero, calmo, mirando
fijamente a su interlocutor.
Durán no puede contenerse e interrumpe.
—¡Esa música ridícula —grita— no es otra que el tango, nacido en los arrabales y
suburbios de Buenos Aires para conquistar a los hombres sensibles de París, Lieja o
Budapest!
—¡No puede compararse —ahora sí se anima el prisionero, agitando sus manos
atadas con un cordel— con nuestras maravillosas y educadas czardas húngaras, joyas
magiares que encienden nuestros corazones!
—¡Esa es tan sólo música foránea que intenta colonizar nuestro legítimo sentir
criollo y argentino!
—¡Música de putas y gente de mala vida! —se hinchan las venas del cuello del
prisionero.
Durán pierde la cordura. Antes de que puedan detenerlo extrae su bayoneta y
surca la mejilla derecha del húngaro con un tajo veloz y profundo.
—¡Ahí tenés! —rubrica—. ¡Un barbijo en la mejilla para que esa cicatriz te haga
recordar siempre que el tango es duro, que el tango es fuerte, tiene olor a vida, tiene
gusto a muerte!
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proveniente de los compases de la música que fuere, aun la celta.
Sin embargo, Durán no puede con su temperamento barrial y tanguero. Sin saber
si alguien lo sigue, sin darse vuelta a comprobar si sus compañeros lo apoyan,
empuña la bayoneta calada y se lanza a campo raso.
Un murmullo de espanto y admiración crece desde las trincheras amigas.
Enfrente, sólo el sonido trivial y embrutecedor de la música americana. Fuera ya de la
trinchera, echado sobre los ojos el casco de acero, la bayoneta al frente, Durán carga a
grandes zancadas hacia el enemigo, solitario y furioso. Se escuchan tres o cuatro
disparos de fusil aislados, y surtidores de barro se elevan cerca de sus botas.
De pronto cesa el fuego y calla la música. Durán se detiene. Para su sorpresa,
desde la trinchera enemiga se levanta una figura gris y poderosa: es la del general
Von Richen que, los brazos en jarra, el monóculo ceñido fieramente a la órbita de su
ojo izquierdo, temblando la punta de sus retorcidos bigotes ya blancuzcos, se adelanta
hacia él hasta detenerse a sólo cinco pasos. Durán adivina que a sus espaldas, en las
trincheras que ha dejado minutos antes, se asoman infinidad de cabezas militares,
como también sucede ahora en las trincheras alemanas, donde los soldados desafían
las más mínimas medidas de seguridad aconsejadas en un campo de combate.
Anochece.
—Soy el coronel Von Richen y siento un profundo respeto por usted y por la
música que usted defiende… Detesto esta basura norteamericana y es por esto que
estamos en guerra. En cambio, cuando escucho «Adiós mamina» —el teutón pone
una mano sobre el pecho— pienso en mi madre, que me está esperando allá en la casa
en Esferfelgilgen. Pero… deseo preguntarle algo…, ¿cómo se baila esta melodiosa
canción del Río de la Plata?
Durán parece ablandarse. Una tenue sonrisa le ilumina el rostro.
—No tengo inconveniente en enseñarle cómo se baila el tango —suspira—,
porque esta música, pecadora y furtiva, marginal y carcelaria, fue perseguida siempre
por el poder, al punto de que estaba terminantemente prohibida para el oído de la
mujer. Por tanto, y que esto no se interprete mal, los hombres que amábamos su
impronta debíamos bailarla entre nosotros, de manera brava y viril. Permítame.
Durán extiende los brazos y toma al coronel Von Richen por la cintura y la mano
derecha. Luego vuelve su rostro hacia su campo e indica, somero:
—«Rejuntame la biyuya».
Un minuto después, el cadencioso ritmo de la inspirada pieza de Celedonio
Gómez y Ribufeta inunda el perplejo campo de batalla como un himno de paz. Las
luces de algunos reflectores curiosos, distraídos de vigilar las incursiones aéreas,
dramatizan estéticamente el momento al iluminar las dos figuras varoniles y sus
vigorosos cuerpos entrelazados. Miles de pares de ojos asisten a la danza sin poder
creer lo que están viendo.
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«Fue uno de los momentos más grandes de la guerra», diría, décadas más tarde, el
analista militar Insen Morgado en su libro Masacre y falsedad.
Subyugados por la música, transportados por el devaneo sensual del dos por
cuatro, Durán y Von Richen no advierten el ascenso no muy lejano de una bengala
que con reflejos rojizos agrega un detalle escenográfico al acontecimiento. De
repente, sobreviene la tragedia.
Una ráfaga de metralla, breve, criminal y anónima triza el aire congelado de las
primeras sombras de la noche y corta en dos, como si fuese la hoja de un sable
formidable, los cuerpos de ambos bailarines, enemigos enfrentados en la
conflagración, pero compañeros sensibles en la danza. Es un espectáculo macabro
que llena de horror aun a los curtidos combatientes de ambos bandos y hace más
granguiñolesca la escena. La mitad inferior de Olindo Durán, desde la cintura hasta
las botas, continúa practicando unos torpes pasos finales en un último reflejo
neurológico para dibujar un corte, una quebrada y el giro final que coincide con el
«chan chan» definitivo de la pieza.
Carlos Durán, el Durán chico, solicita la baja luego de aquella amarga noche.
Aduce que el fallecimiento de su hermano le ha ocasionado una depresión profunda y
que, tras la muerte de Olindo, él no tiene ya compromiso alguno con la nación
francesa. El alto mando, comprensivo, lo envía de nuevo a Buenos Aires con pasaje
de primera en el paquebote Carla Pistoia.
Se dice que el cuerpo dividido del infortunado Olindo yace en una tumba sin
nombre entre otras miles que aún hoy pueden visitarse en los campos de Verdún. El
resto de su humanidad estaría mezclado en el mausoleo al Soldado Desconocido
erigido en Nancy en 1928.
La caja de madera con el gramófono y los discos de terracota fueron alcanzados
por un obús del ocho en la furiosa ofensiva alemana de otoño de 1916.
De la vaca Clorinda no se supo más nada.
Estudiosos de la Primera Guerra Mundial, simples turistas deseosos de encontrar
un souvenir y conductores de modestos programas tangueros de radio insisten aún
hoy en rastrear pedazos de aquellos discos que volaron en miles de direcciones cual
esquirlas sonoras tras el impacto del obús. No hace mucho, durante una excavación
para construir una cava para vinos Cabernet Sauvignon en los alrededores de Orly se
encontró un trozo de disco que conservaba pegada parte de una etiqueta según la cual
se trataba del tango-canción de Amorín Rosas «La perpleja». Memoriosos, como el
historiador francés Jean Coctó, señalan que en el mismo lugar donde iba a ser
construida la cava hubo otrora un cuartel subterráneo del mando alemán y que el día
en que fue destruida la colección de discos de Durán dicho cuartel recibía una visita
del emperador japonés Mishimo Iroto.
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Algunos afirman que, tal vez, esa notable coincidencia podría haber iniciado el
interés del pueblo japonés por nuestro tango.
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PROPIEDADES DE LA MAGIA
Aclaro que no me gustan los magos. Nunca me llamaron la atención. Pasa esto: no
me interesa descubrirles los trucos. Hacen desaparecer a una jirafa y yo digo: «Mirá
qué bien, la hizo desaparecer». No me rompo el bocho pensando en cuál fue el truco
ni si, en realidad, la mano es más rápida que la vista. Por otra parte sé que la prueba
les va a salir bien, siempre les va a salir bien. Entonces no hay incógnita y
dramatismo para mí. Preguntan: «¿Esta será la carta que usted eligió?». Y yo no
tengo la más mínima duda de que esa es la carta. «Cinco de pique», dice el mago.
Todos aplauden. Y a mí me chupa un huevo. Es lógico que no van a intentar una
prueba para que les salga mal. Es más, a veces simulan fallar, titubean, hacen como si
hubieran perdido la confianza, pero sólo para deslumbrarnos con otra vuelta de
tuerca. «¿Este es el reloj que usted me dio?», preguntan sobradores sacando el reloj
—supuestamente, claro— de la oreja de la dueña de casa.
No me asombra su pericia. Tal vez sean magos directamente, y su trabajo no
encierre ningún tipo de truco. Lo que haría mucho más pelotudo el espectáculo: no
tiene gracia hacer magia siendo mago. Es, después de todo, un trabajo como tantos
otros, como el de contador público, arquitecto, empleado de banco o acomodador de
autos en un parking.
Por eso no me sorprendí para nada cuando el Gran Brodi partió en dos un melón
que, lo habíamos comprobado, era ostensiblemente un melón y sacó de adentro el
Rolex que yo había tenido la gentileza de facilitarle. Luego lo levantó en el aire y lo
hizo brillar ante la vista y la pueril sorpresa de todos.
—¿Es acaso éste su reloj? —me preguntó el mago desde el borde del escenario.
—Sí —asentí yo mentalmente, acompañando un movimiento de cabeza; y te
recontracago a trompadas si me llegaste a hacer cagar el Rolex con el jugo de ese
melón.
Pese a su capacidad mental, el Gran Brodi no captó el mensaje que enviaba mi
pensamiento. Por el contrario, redobló la apuesta.
—¿Y cuál era la hora —me preguntó sin mirarme, paseando su vista por la
nutrida concurrencia— en que usted me dijo que había nacido?
No le contesté, algo rabioso porque todo le salía bien.
—¿Las 14:35, acaso? —cerró Brodi, triunfal, ante mi nueva aprobación. Hubo un
maremoto de aplausos mientras cientos de personas cuchicheaban entre sí
preguntándose una vez más cómo lo había logrado.
¿Qué fue entonces lo que me llevó a concurrir al remanido acto del Gran Brodi
cuando ya he dicho que me ponen las pelotas por el piso los magos?
Es muy simple: me había embarcado en un crucero por el Caribe y, como era de
esperar, me estaba aburriendo como una ostra. Iba todas las noches a concursos de
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danza o con premios para quien contara el chiste más imbécil o a largas sesiones del
apasionante juego del bingo.
¿Por qué —podemos volver a preguntar— me había embarcado yo en un
costosísimo crucero por el Caribe si detesto la navegación, me siento prisionero en
cualquier barco y me importan un carajo las islas del Caribe? Muy simple: quería
engordar. Y sabía que en esos viajes se come una barbaridad durante las veinticuatro
horas del día.
Lo había leído en alguna revista y me lo había contado personalmente el Roli
Arteaga, un amigo que, en seis días, entre Río de Janeiro y Fortaleza, aumentó
dieciocho kilos. Ahora bien… ¿por qué quería yo engordar? Muy simple: estaba
adelgazando medio kilo por semana. Llevaba la vida de siempre y comía lo que
comía siempre, pero cada semana rebajaba medio kilo. Entonces se me metió en la
cabeza, y con cierta lógica, que tenía un cáncer, la papa. Tenía la impresión —quizás
yo sea un tanto hipocondríaco— de que un perro me estaba comiendo las entrañas
desde adentro. Como si un jabón se fuera desgastando de adentro hacia afuera.
Acordemos que la semejanza era extraña. Por supuesto que no iba a ir a ver a un
médico. Que quede claro: detesto a los médicos. Si pudiera, los estrangularía con mis
propias manos. Digamos que los médicos y los magos no me caen bien. Un
tratamiento en un sanatorio me iba a salir más caro que un crucero por el Caribe e iba
a ser menos divertido, pese a la poca ilusión que me hacen los barcos. Y dio
resultado. En los tres primeros días de navegación aumenté un kilo y medio.
Mi segundo contacto con el Gran Brodi ocurrió a la mañana siguiente del
episodio del Rolex con la hora de mi nacimiento, y fue, precisamente, mientras yo
persistía en cumplir mi dieta. Tratando de servirse huevos revueltos con tocino y
salchichas de Viena, el mago me pegó un codazo en las costillas, sin querer, por
supuesto. «He aquí un hombre —pensé mientras trataba de recuperar el aliento— que
no va a permitir que le roben el sustento». Brodi era un tipo alto, casi un metro
ochenta, pelado, de unos cincuenta años, mejillas coloradas y un bigotito ridículo
debajo de la nariz pequeña. Tenía hombros estrechos y cintura ancha —era culón, en
una palabra— y parecía ser una persona de buen talante.
—Yo me metí en los cruceros huyendo de los niños —me diría un par de horas
después, cuando, tras disculparse por el codazo alevoso, optó por sentarse a mi mesa
y compartir el larguísimo desayuno. Tratando de justificar mi voracidad casi forzada,
yo ya le había contado el asunto del presumible cáncer y el porqué de mi presencia en
la nave. Entonces me dijo:
—Yo me metí en los cruceros huyendo de los niños. Los niños son lo peor que
hay para los magos.
Hablaba con un acento extraño, pero cuando le pregunté dónde había nacido me
contestó vagamente: «Europa del Este».
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—Animaba cumpleaños infantiles —continuó, plañidero—. Los niños me
mataron una paloma que yo había adiestrado durante años. Salvé a un conejo de ser
quemado con las velitas de una torta de cumpleaños. Los niños gritan dónde uno ha
escondido su mejor naipe, se esconden debajo de las mesas para descubrir si hay allí
un pasadizo secreto. Cuando le partí a un imbécil de seis años una varita mágica en la
cabeza supe que debía abandonar ese mercado. Y acepté el trabajo en uno de estos
cruceros, pese a que mi madre ya es muy vieja y no quería separarme de ella. Pero lo
cierto es, también, que la policía checa me estaba buscando por la agresión a ese niño
de seis años.
Desde aquel desayuno, frecuenté mucho al Gran Brodi. Él estaba al reverendo
pedo todo el día, como yo, esperando su show de entretenimiento en alguno de los
diferentes niveles del crucero. Y yo advertí que prefería su compañía para almorzar o
cenar, pese a la aversión que tengo a los magos, antes que comer solo. Se habrán
dado cuenta de que no soy un tipo de lo más sociable, pero admito que me incomoda
la mirada de terceros. Me fastidia pensar que desde otras mesas alguien pueda
observarme y comentarles a sus acompañantes: «Pobre tipo, tiene que cenar solo».
Mi acendrado orgullo había hecho que a esa altura de la navegación rechazara un par
de gentiles invitaciones para unirme a ellos, formuladas desde otras mesas por viejos
matrimonios muy caducos.
Pese a la tentación, detesto que se compadezcan de mí y me negué firme y
cortésmente: total —me decía luego comiendo solo— me revientan esas
conversaciones de correctas parejas burguesas hablando de lo que cuesta una botella
de buen vino en Saint Martin o lo que sale un pareo floreado en Martinica.
Decidí entonces compartir esos momentos con el Gran Brodi, que también estaba
solo, con la condición de que no me enseñara ninguno de sus trucos pelotudos y
corriendo el riesgo de que nos confundieran con una pareja de trolos medio viejos.
Algo del tipo de la pareja que compartía con nosotros el crucero, compuesta por dos
putazos rubios norteamericanos vestidos unisex, con ropa de marca enteramente color
ocre y un miserable caniche blanco del tamaño de una rata grande que uno de ellos
llevaba bajo el brazo. El caniche, por supuesto, también lucía una suerte de capita
color ocre.
Fue Brodi, precisamente, quien me contó la historia que voy a relatarles ahora. El
tema salió porque —me había olvidado de mencionarlo— se acercaban las fiestas de
fin de año y el barco estaba disfrazado por entero de Navidad; al estilo
norteamericano, con profusión empalagosa de rojos, verdes, blancos, dorados,
millones de pequeñas lamparitas intermitentes, docenas de Papás Noel y la repetición
hasta el hartazgo de «Navidad blanca» cantada por Bing Crosby. También habían
destinado para el pesebre un espacio importante, a la entrada de la cafetería principal.
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Sin embargo, minutos antes de que contempláramos el retablo navideño, el Gran
Brodi había encarado su relato entusiasmado por la visión de una canastita tejida en
paja que contenía caramelos surtidos.
—Es curioso —me dijo, una hora después, todavía ante la mesa del desayuno,
prácticamente solos en la enorme cafetería, cuando ya todos se habían ido a tomar sol
a las diferentes cubiertas—. Es factible hallar soluciones de diseño iguales en
productos domésticos, herramientas o artesanías, en lugares del mundo absolutamente
alejados entre sí y sin posibilidades de contacto cultural alguno. Esa canastita tejida
en paja que acabo de mostrarte está hecha en Taiwán. Y yo he visto canastitas
idénticas confeccionadas por los indígenas peruanos en el mercado de Pisac.
Brodi me había contado su historia con una novia peruana, muchos años atrás.
Por eso él hablaba de tan aceptable manera el castellano. Su novia se lo había
enseñado, al igual que ciertos secretos de tipo sexual, provenientes de la sabiduría
incaica y que incluían, entre los juegos eróticos, el empleo de un armadillo o tatú
carreta. Según el mago, su novia era idéntica a un ekeko —esos muñequitos que
fuman— pero algo más fea y más fumadora.
—Es notorio —continuó Brodi— que frente a determinados problemas y
necesidades, comunes a cualquier cultura, las respuestas del ingenio son las mismas.
Asentí con la cabeza sin darle mucha pelota. Pero de inmediato abordó un tema
que habría de interesarme mucho más.
—Y no hablo sólo de objetos, o de costumbres. Hablo incluso de hechos
históricos que se dieron con insólita semejanza en distintos lugares del globo y en
distintas épocas.
Hizo una pausa. Y luego continuó.
—Por mi profesión me ha tocado viajar por muchas latitudes. Y fui contratado, en
una oportunidad, para animar un congreso de adiestradores de elefantes en
Ranchipur, India.
—Dejate de joder —no pude menos que reírme— ¡adiestradores de elefante!
—Es una actividad muy difundida en la India —casi se enojó Brodi—. Eso y los
simposios de encantadores de víboras.
Esta vez sí me reí abiertamente.
—Los adiestradores reúnen más de siete mil profesionales en cada congreso —
continuó Brodi sin reparar en mi falta de respeto—. Recuerda que la India es un país
superpoblado. Se cae una repisa y mueren cuatro mil personas. En ese congreso, un
adiestrador de elefantes me contó la siguiente historia.
Hizo un nuevo silencio, y luego continuó.
—Hace cientos de años, no recuerdo bien la época a la que se refirió, nació un
hijo de los dioses en un pesebre de Bangalore. Se llamaba Pasib y en su cuna, muy
humilde, estaba rodeado por una oveja, una vaca sagrada, un burro y un cocodrilo. De
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inmediato se difundió la noticia de que un niño con propiedades mágicas había
llegado a esta tierra para liberar a los parias que, como tú sabes, son la casta más baja
y despreciada. De distintos lugares de Ceilán y Cachemira llegaron reyes, rajás y
hombres sabios a venerar al recién nacido. Muy pronto un centenar de jóvenes de
Ranchipur, pertenecientes a diversas castas, salieron a difundir la buena nueva del
advenimiento de un hijo de los dioses. Esto no pareció inquietar a la clase dominante,
representada, en aquella época por el príncipe Kalender, monarca de Ranchipur. Sólo
comenzaron a preocuparse un par de décadas después, cuando se enteraron de
algunos milagros realizados por Pasib y de la enorme cantidad de seguidores que
acumulaba a su paso. No escapó al cálculo de Kalender que Pasib empezaba a ser
considerado el futuro libertador de los parias.
—De allí en más —prosiguió Brodi—, el príncipe de Ranchipur estableció una
enorme organización de informantes, espías e investigadores que comenzaron a
registrar todos y cada uno de los movimientos del joven Pasib, que no eran pocos
porque, incansable, peregrinaba desde Malaca hasta Bangalore y desde Malabar hasta
Bombay. Es en verdad confusa la información sobre la real magnitud de los milagros
realizados por Pasib. Se comprobó solamente uno: cuando logró hacer trabajar a
Matías el Dejado, un fakir paria que nunca en su vida había hecho el menor esfuerzo,
y por eso fue abandonado por su esposa, sus hijos y hasta sus animales domésticos.
»Ante el asombro de sus seguidores Pasib le dijo a Matías: “Trabaja”. Y Matías se
incorporó, tomó una azada y cavó un surco.
»Por lo demás, los otros milagros, según me contaron, eran fáciles de explicar
para un mago como yo, como el de convertir un pan de jengibre en una paloma. De
todos modos, Pasib, con su prédica, amenazaba el reinado del príncipe Kalender, que
lo hizo detener y lo metió en prisión, adelantando que iba a ejecutarlo. Los discípulos
de Pasib ardieron de odio y proclamaron que su conductor resucitaría a los quince
días de la ejecución. Esto enardeció al príncipe, que lo hizo matar de inmediato, tras
lo cual tanto Kalender como su fastuosa corte quedaron atemorizados, a la espera de
la resurrección.
»Nada de esto ocurrió y, pasados dos meses, todos llegaron a la conclusión de que
Pasib no tenía poder alguno y que se había tratado de un simple y carnal ser humano.
En este punto Brodi se tomó dos minutos para ir hasta la mesa de postres y traerse
un flan acaramelado de importantes dimensiones. Yo no le pregunté nada porque
intuía que la historia no había finalizado.
—Tiempo después —continuó Brodi— un primo del príncipe Kalender, que
envidiaba al monarca y gozaba cuando este no concretaba algún logro, se le apersonó
y le dijo, irónico: «Primo mío, tú me pusiste al mando de la organización que debía
averiguar todo sobre el revoltoso Pasib. Y hoy sus seguidores, ya desilusionados y
dispersos, me han contado toda la verdad: Pasib no era otra cosa que un señuelo, una
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maniobra de distracción de los dioses para que desviaras tus preocupaciones hacia él
y no hacia el verdadero ser venido a la tierra para guiar nuestro destino. De esa forma
tú, amado primo mío, invertiste toda tu inteligencia y sabiduría en rodear a Pasib y
eliminarlo mientras el verdadero hijo de los dioses crecía en el anonimato e iba
llevando a la humanidad por otro camino. De aquel pesebre venerado por los
poderosos de la tierra el verdadero conductor no era Pasib, sino el burro».
Confieso que, ante esta revelación que Brodi compartía conmigo, no pude menos
que quedarme mudo.
—Si miramos a nuestro alrededor —Brodi prosiguió—, advertiremos, Manuel,
que lo que informaba el primo de Kalender era, sin duda alguna, verdad. Este planeta
está, hoy por hoy, al borde del desastre. Los hombres insistimos en destruirnos
maltratando el medio ambiente y terminando torpemente con todas las reservas
naturales.
—¿Esa era, entonces, la intención de aquellos dioses que enviaron a la tierra tanto
al fraudulento Pasib como al influyente burro?
—Por supuesto. ¿O no te parece que la filosofía de un jerarca poderoso, como el
presidente Bush, responde ciertamente a las limitaciones de un burro? Por alguna
razón, de venganza o falta de presupuesto, los dioses han decidido terminar con este
planeta.
Apoyé los codos en la mesa y, no muy convencido, me quedé mirando sin ver el
plato de Brodi frente a mí. De pronto, el tintineo de unos cubiertos de plata al chocar
me devolvió a la realidad y observé que el flan que mi amigo se había servido
temblaba más de lo normal. Al mismo tiempo advertimos que, en pleno mediodía, las
luces del barco se habían encendido ya que la oscuridad de afuera lo imponía.
—Tengan a bien —nos solicitó un mozo nervioso y apresurado que trotó hasta
nuestra mesa— retirarse a sus camarotes. En cinco minutos tendremos encima al tifón
Ana.
—¿Un tifón? —preguntó inquieto Brodi—. ¿Cómo es posible que no lo hayan
detectado antes?
—Estamos teniendo estas sorpresas con frecuencia —dijo el camarero, mientras
retiraba desprolijamente la vajilla, sin ganas de dar demasiadas explicaciones—.
Vayan lo antes posible a sus camarotes.
Antes de separarnos, entre un tropel de gente que corría despavorida a refugiarse,
Brodi me gritó desde lejos:
—Creo que llegó el momento de practicar tus plegarias. ¿Eres un cura, no es así?
Lo miré un instante, enojado por su percepción.
—Y este viaje —agregó Brodi— es tu retiro espiritual. ¿Me equivoco?
Caminé apresuradamente hasta la escalera que me llevaría a mi camarote. Detesto
a los magos, ya les dije. Podría estrangularlos con mis propias manos.
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EL HOMBRE ELEFANTE
Hace un tiempo estuve en Buenos Aires participando en un congreso sobre el mal de
Alzheimer. No teman, no diré «mi amigo, el alemán» cuando me refiera al
Alzheimer, ni simularé olvidarme de anécdotas y nombres cuando hable sobre el
tema.
Porque, en realidad, quiero referirme a otro aspecto de mi visita a la capital de los
argentinos que me condujo a una experiencia, digamos, estremecedora. Creo que
Buenos Aires había sido elegida como sede del congreso en homenaje al gran escritor
Jorge Luis Borges y su cuento «Funes, el memorioso». Como el doctor Henderson,
presidente de la comisión de altos estudios sobre el mal de Alzheimer, se había
mostrado ya a través de sus periódicos informes por Internet como un rendido
admirador del autor de «El Aleph», admito que la cosa tenía su sentido.
Un año antes se había llevado a cabo también en Buenos Aires un simposio sobre
miopía y astigmatismo en homenaje al «Informe sobre ciegos», del otro prócer
literario argentino, Ernesto Sabato, y no hace mucho me consultaron, aquí en Dallas,
si durante mi corta estadía en Buenos Aires me había enterado de la existencia de
algún texto de Julio Cortázar referido a la mudez.
—Si vas a Buenos Aires —me alertó mi gran amigo Frank Muller, sabedor de que
sería mi primera visita al Río de la Plata— no te fijes ni en el Obelisco ni en las
casitas pintarrajeadas del barrio de La Boca. Estudia detenidamente a los camareros
de los bares y de los restaurantes. Te será muy útil para tu especialidad.
Mi amigo Frank era un jugador profesional que viajaba de un país a otro saltando
todo el tiempo de casino en casino, con estadías más prolongadas, lógicamente, en
Mónaco y Las Vegas.
No agregó mucho más, lo que despertó mi curiosidad, porque yo nunca me había
percatado de sus cualidades de observador social: descartaba que su único desvelo
residiera en el estudio de las cábalas y las martingalas para hacer saltar la banca por
los aires.
—Recuerda lo que te recomiendo —remarcó, para aumentar aun más mi
curiosidad— porque esos camareros, esos meseros, a quienes allá llaman «mozos»,
están en peligro de extinción, como los osos panda. La nefasta nueva tendencia hacia
los bares atendidos por señoritas lindas y bobas está terminando con una raza de
viejos camareros con toda una vida de experiencia.
Los primeros días en el multitudinario congreso fueron, como nosotros decíamos,
de «arresto domiciliario». Permanecíamos encerrados todo el día en el inmenso hotel
y sala de convenciones internacional a pocas cuadras del río. Allí desayunábamos
casi siempre en grupos enormes de conferencistas, almorzábamos algo muy liviano y
finalizábamos el día cenando en uno de los restaurantes del piso más alto del hotel.
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Sólo un día me retrasé en la mañana debido a una nota periodística que concedí a Dos
horizontal, una revista médica especializada en crucigramas para activar la función
cerebral, y perdí el desayuno colectivo.
Me crucé entonces a un pequeño bar no turístico, dispuesto a disfrutar de un
momento de soledad y, si era posible, dilucidar a qué se refería mi amigo Frank con
sus advertencias previas a mi viaje.
No tengo la democrática aspiración de vivir como viven los nativos en cada lugar
que visito. Como sí suele proclamarlo, ufana, la esposa de mi amigo John, cuando
afirma que en Bolivia prefería viajar en el techo de unos destartalados autobuses,
acompañada por chivos y gallinas, en vez de trasladarse en una confortable camioneta
con aire acondicionado y butacas mullidas.
Por cierto que no viajo generalmente por razones de turismo, sino de trabajo y ese
trabajo me insume, como ya lo he dicho, casi todo el tiempo. Así y todo, los
organizadores suelen reservarnos momentos de recreación. En Buenos Aires, por
ejemplo, rechacé la posibilidad de concurrir al estadio de Boca Juniors a presenciar
un clásico importante, a pesar de que procuraban entusiasmarme diciéndome que se
trataba de una experiencia transformadora. Soy de Dallas, no me atrae el soccer, y
había visto por televisión escenas de algunas trifulcas en las graderías de estadios
argentinos que me recordaban a escenas de luchas tribales en documentales sobre la
situación en Pakistán. Por otra parte, el médico canadiense Ismael Yerri pudo vivir
esa experiencia transformadora cuando, tras un match de fútbol en Inglaterra, los
hooligans le quebraron ambas piernas y transformaron su vida en un calvario.
Sin embargo, esa mañana quería degustar lo que, me habían dicho, constituía el
clásico desayuno porteño: un café mezclado con algo de leche y tan sólo dos
«medialunas», suerte de croissants francesas menos vaporosas y más delgadas.
Desayuno que, si bien me habían comentado solía venir acompañado de un vasito de
jugo de naranja, estaba muy lejos del esplendor y el despliegue propio de Hollywood,
el de los hoteles internacionales.
Como ya dije, me instalé frente al hotel en un bar de esquina con grandes
ventanales a la calle. Se notaba que, afortunadamente, no era un local nuevo, pues
lucía detalles que parecían ser tradicionales. Me ubiqué en una mesa vecina a una
ventana con mis carpetas y el bolso repleto de folletos y programas que me habían
obsequiado en el congreso. Sólo otras dos mesas estaban ocupadas y estudié qué era
lo que esos parroquianos consumían como desayuno. Uno de ellos tenía frente a él
una taza vacía y un platito igualmente desierto junto a la taza. No me representó gran
ayuda. El restante era un joven que bebía una Coca-Cola y comía un sándwich
tostado.
Decidí pedir el clásico desayuno, prescindiendo del jugo de naranja que tan bien
conocemos los norteamericanos. La mañana estaba cálida y era divertido observar
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desde la mesa del bar el ir y venir de la gente por la calle de aquella zona comercial.
En cierto momento caí en la cuenta de que, si bien el bar estaba casi vacío, nadie
había venido a atenderme. El único mozo visible conversaba lánguidamente con el
hombre que atendía la caja registradora. Elevando el dedo índice en el aire le hice una
seña que pareció ignorar, como si no hubiese visto mi gesto, pues continuó
conversando con su interlocutor. Empecé a repasar la lista de conferencistas de aquel
día, procurando no impacientarme y pronto vi, de reojo, que el camarero se acercaba
a mi lugar portando ya en la bandeja un pedido que, sin duda, no era para mí. Sin
embargo, puso sobre la mesa, casi sin mirarme, una taza de café con leche y un plato
con tres medialunas.
—Te debo el jugo de naranja —me dijo, sin dejar nunca de mirar a la calle, como
si vigilara algo. Luego se quedó un minuto junto a mi mesa y volvió a hablar, sin
dirigirme la mirada.
—Está pesado. Puede que llueva a la tarde.
Apuré el desayuno y me marché sin animarme a preguntarle cómo había
adivinado mi pedido.
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desde la cocina, silencioso y anónimo, un camarero de unos sesenta y cinco años,
flaco pero panzón, calvo, de bigotitos negros y mal afeitado. Tenía desabrochados los
dos botones superiores de la casaca blanca y se le veía, sobre el pecho, el reborde
superior de una camiseta de tiras.
Deseo dejar en claro algo: pertenecíamos los comensales a veintisiete diferentes
países, lo que significaba cerca de diecinueve idiomas diversos. Pocos de nosotros
hablábamos castellano. Pero incluso el camarero desechó, desdeñoso, mi
ofrecimiento de servirle de intérprete. Entonces, algunos colegas y yo,
imposibilitados de olvidar nuestra faceta profesional, comenzamos a prestarle
atención al personaje.
Para colmo, la carta del lugar —sin duda un sitio muy popular— era una carpeta
casi tan voluminosa como la que nos habían dado en el congreso, y ofrecía una gama
de platos que, entre entradas, platos principales y postres no debía reunir menos de
seiscientos ítems. Por si esto fuera poco, los integrantes del grupo, tal vez con
ingenua perversidad o premeditada malicia, se pusieron de acuerdo en pedir todos
platos diferentes, no repetir ningún gusto, con la expresa intención de probar todas y
cada una de las propuestas, en un curso intensivo sobre cocina argentina e
internacional que incluía el robo de bocados de los platos vecinos.
Cuando los diez primeros parroquianos expresaron sus pedidos, nos dimos cuenta
de que el camarero jamás podría retener en su memoria todos los encargos. Me ofrecí
entonces a tomar nota para él de la complicada orden. Clavó en mí una mirada
durísima, y apretó las mandíbulas sin decir nada, herido sin duda en lo más profundo
de su orgullo. Me dio la espalda y reclamó su pedido al próximo comensal. Cuando
cada uno de nosotros, al intentar leer con corrección el nombre del plato en
castellano, distorsionaba su pronunciación debido a lo antagónico de las lenguas,
preguntaba patéticamente algún detalle sobre la comida o solicitaba el cambio o
supresión de alguno de los condimentos, el camarero, sin dejar de apoyar ambas
manos en sillas diferentes, hacía un gesto corto de aprobación con la cabeza, con lo
cual daba a entender que ya había registrado el pedido. Sólo dos veces abrió la boca.
Fue cuando un dinamarqués le pidió un matambrito de cerdo al perejil y alcaparras y
él le informó, cerrando los ojos y negando con la cabeza:
—Las alcaparras se terminaron.
Y cuando la hematóloga neozelandesa rubia y corpulenta le pidió una brótola a la
crema:
—No te conviene —le dijo, cómplice—; pedí otra cosa. Le tengo miedo al
pescado con este calor.
Cuando transcurrían los últimos quince pedidos, ya toda la atención de la
larguísima mesa que serpenteaba a lo largo del salón estaba depositada sobre el
camarero, como el espectador de un circo puede depositarla, hipnotizado, en el
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trapecista que realiza cada vez saltos mortales más arriesgados.
Al finalizar la maratónica lista de pedidos, el mozo golpeó dos veces la palma
abierta de la mano izquierda con el trapo rejilla que llevaba en la derecha, y se alejó
hacia la cocina. Antes de entrar allí giró su vista hacia la mesa y señalando al
portugués Acunha le preguntó:
—¿Vos era…?
—Gambas…
—Sí, pero… ¿a la provenzal o al ajillo?
—Al ajillo —vaciló Acunha.
Entonces el camarero desapareció en la cocina. De inmediato, estalló en la mesa
un rumor de divertida admiración con cuchicheos, murmullos y comentarios en
diversos idiomas. Saba, el indio, al parecer siempre certero para poner apodos,
bautizó al camarero como «El Hombre Elefante», como indudable homenaje a la
legendaria memoria de esos formidables paquidermos.
De allí hasta el arribo de la comida todo fue un ir y venir de apuestas, chanzas y
suposiciones sobre lo que podía llegar a traer el mozo. Hubo quienes apostaron a que
traería cualquier cosa y que repartiría platos sin ton ni son, aprovechando que nuestro
apetito a esa hora nos obligaba a aceptarlos. Hubo quien dijo, también, que en
realidad el restaurante podía ofrecer un plato único y ese sería el que nos servirían.
De cualquier manera, todos coincidíamos en que el camarero constituía, por sí solo,
un número vivo, un espectáculo tan válido o atractivo como una pareja de bailarines
de tango o un número folclórico.
Sopesamos la posibilidad de que el Hombre Elefante pudiera llegar a ser un
aporte invalorable para nuestro congreso, a modo de ejemplo viviente de la capacidad
cerebral de un ser humano para almacenar datos. Tal posibilidad se destruiría si,
como suponían algunos agoreros, los platos que estábamos aguardando no coincidían
en absoluto con lo pedido, o, como arriesgó la atractiva neuróloga japonesa, la
retentiva de nuestro camarero fuera altamente especializada y referida sólo a su
trabajo.
Nuestras dudas se disolvieron pronto. En un momento se abrieron las puertas
batientes de la cocina y dieron paso al dueño del local, el camarero y el cocinero que,
en ese orden, traían cuatro platos cada uno sostenidos por las manos y apoyados en
los antebrazos. Hubo aplausos, exclamaciones de placer y reacomodamientos de los
cuerpos sobre las sillas: todos nos alistábamos para saborear la tan esperada cena.
Para nuestro completo asombro, cada uno recibió, exacta y puntualmente, el plato
que había pedido. De la distribución apropiada se encargó el propio camarero que,
con frases cortas o señalando con el mentón, indicaba a sus compañeros de trabajo a
quién correspondía cada plato.
—Ese para el rubio… —señalaba—, el pionono para la señora… Los tallarines
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para el ponja…
Confirmada la impresión de que nos hallábamos frente a un verdadero fenómeno
de la memoria, en la sobremesa reflotamos la idea —ya sin ningún matiz humorístico,
sino con profesional seriedad— de convocar al camarero como número sorpresa y
auténtica frutilla del postre para el cierre del congreso al día siguiente, en el salón de
conferencias de la universidad privada que organizaba el evento.
Una selecta delegación hispanoparlante dialogó con él para interesarlo. Se
encontraron con el mismo rostro poco entusiasta que habíamos apreciado mientras lo
consultábamos por el menú. Pero esa expresión cambió cuando se le informó que su
aporte sería retribuido con una buena suma, similar a la que recibían algunos de los
más importantes disertantes. Antes de salir le dimos la dirección del auditorio de
cierre, situado en un barrio residencial algo distante, y nos acostamos con la
sensación de que al otro día los asistentes al congreso iban a presenciar un hecho
histórico.
No prolongaré el final, por previsible. Esa mañana, nuestro eficiente camarero no
apareció por el auditorio ni por ningún lado, y nos hizo quedar como unos imbéciles
fantasiosos ante los organizadores. Profundamente frustrado y molesto, yo mismo
pasé, al cierre del congreso y antes de regresar a mi hotel, por la parrilla donde
trabajaba nuestro informal Hombre Elefante.
—Me olvidé de la dirección que ustedes me dijeron —me confesó muy suelto de
cuerpo, mientras servía café en una de las mesas.
Admití que la neuróloga japonesa había tenido razón en su teoría. Sin embargo,
aún hoy sigo recomendando a amigos y colegas que no dejen de prestar atención a los
camareros argentinos.
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MAMÁ SUSANA
Les dije que soy descendiente directo de Cristóbal Colón. Es así: la madre de
Cristóbal Colón se llamaba Susana Fontanarrosa. Y cualquiera podría suponer que su
apellido se escribía Fontanarossa, que suena más italiano, y que al llegar a la
Argentina a algún descendiente inmigrante le cambiaron la forma de escribirlo. Hay
miles de casos así, especialmente entre los que venían de los países árabes, con esos
apellidos tan complicados y la manera confusa de comunicarlos a las autoridades
migratorias.
Como es lógico, los empleados que recibían en aquella época a miles y miles de
inmigrantes intentaban simplificarlos. Por eso, para nosotros todos los procedentes de
países árabes son turcos. Supongo que nadie les entendía cuando querían explicar que
provenían de Jordania, Palestina o el Líbano. Pero aquel Fontanarrosa que primero
llegó a nuestro país venía sin duda galvanizado por el orgullo de descender
directamente de Cristóbal Colón y gritó su apellido a los cuatro vientos e impuso de
manera enérgica al escribiente que anotara con corrección y respeto su identidad: ese
orgullo, creo, ha sido siempre un rasgo identificatorio de nosotros, los de Chiavari.
En realidad, yo nunca había reparado en que la madre de Colón era una de las
iniciadoras de una familia que me incluye. Nunca tuve demasiado interés por mis
ancestros. Quizás porque mis padres no me transmitieron esa curiosidad. Mi viejo,
Berto, cuando alguna vez aparecía el tema de los abuelos, opinaba lo siguiente:
—Por lo que tengo entendido, todos los hombres de mi familia fueron ladrones. Y
las mujeres, putas.
Había sí, recuerdo, una foto sepia de mi abuelo materno, casi un niño, con el
uniforme de la Escuela Militar de Bordeaux. Pero esa era la rama materna, la
francesa, elegante pero lejos del peso histórico de los Colón o Colombo.
Mi interés se despertó en mi preadolescencia, cuando encontré una doble página a
color en la mítica revista infantil Billiken, con un retrato, una pintura lógicamente, de
Susana Fontanarrosa. La venerable señora se hallaba sentada, en una apropiada media
sombra, hilando en una rueca. Nuestra familia se convulsionó al descubrir que una
pariente cercana nos incluía generosamente en una de las epopeyas más
determinantes de la Historia.
—Raza de descubridores —afirmaba mi madre, emocionada al valorar mi
hallazgo en el Billiken que, según ella, me ponía al mismo nivel que el Gran
Almirante.
A pesar de eso, empecé a notar, con desagrado, que había una ignorancia y un
desconocimiento generalizados de nuestra ligazón sanguínea con la familia del
navegante. No excluyo a Italia. Tratado injustamente como turista común y corriente,
tuve que suministrar mi nombre a las autoridades migratorias en Fiumicino, el
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aeropuerto de Roma. Mi presentación no ocasionaba ninguna sorpresa, ni abreviaba
en lo más mínimo los trámites.
—Fontanarrosa… —solían repetir los oscuros funcionarios— bello cognome…
—era lo único que se les ocurría decir.
Sin embargo, nuestros detenidos estudios del retrato de mamá Susana nos
convencían cada vez más de nuestra ascendencia.
—Tiene los mismos ojos de Lilichu… —estudiaba el cuadro mi madre,
entrecerrando los ojos, mientras alejaba un tanto el Billiken para ver mejor. Se refería
a una prima mía que vivía en Tucumán— los mismos ojos…
—Y esta parte de la frente es de Morocha —señalaba Perla, mi hermana.
—No, no —disentía Maile, amiga de mi vieja—, esa parte es tuya, Perla. Poné la
revista al lado de tu cara… y la posición… Yo creo que es tu viva imagen…
Perla procuraba imitar la postura de Susana, sin demasiada fortuna, dado que
nunca había hilado y mucho menos sabía lo que era una rueca. Yo mismo, lo admito,
durante mucho tiempo creí que la rueca era un animal de la familia de las cabras.
—Mirá —aportaba mi padre— aun si yo no supiera que existe esa relación directa
entre Susana y nosotros, al ver este retrato no tengo dudas de que Susana es algo
nuestro…
—Hay algo muy Fontanarrosa en ella…, algo muy de Maruca y hasta del Tolo…
¿No te parece?
De cualquier manera, mi conmocionante hallazgo en el Billiken no nos aportó
más ventajas que las de que mi viejo, Berto, sorprendiera a los invitados en alguna
cena en mi casa, o que Perla tapara la boca de sus burlonas compañeras de escuela
mostrándoles la doble página central de la revista. En mi caso, yo era menos
afortunado; mis compañeros de escuela, una banda de envidiosos y escépticos, no le
prestaban más crédito a mi versión que la que podían darles a otras secciones del
Billiken como Pi-pío o Pelopincho y Cachirula. Es más: llegaron a argumentar,
hirientes, que Pelopincho y Cachirula eran mis bisabuelos paternos.
Quizás movido por el escepticismo general y los despectivos comentarios que
recibíamos, mi padre fue el primero en iniciar una averiguación seria sobre nuestros
antepasados. En un libro que alguien le prestó en una cena en la sede de la famiglia
marchegiana encontró un par de líneas sobre los avatares de los Fontanarrosa.
Al parecer, nuestros parientes fueron originarios de Chiavari, muy cerca de
Génova, en la Liguria italiana. Los primeros que llegaron a nuestro país se radicaron
en Coronda, atraídos por la cosecha de la frutilla. Dada la cercanía de Coronda con
Rosario, mi padre no tardó en trabar conexiones con esa ciudad y obtuvo referencias
muy precisas sobre un Fontanarrosa afincado allí a mediados del siglo XX. Las
referencias no fueron, empero, muy alentadoras.
—Este muchacho —nos informaría durante el almuerzo un Berto inusualmente
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apagado y cabizbajo— está preso en la célebre cárcel de Coronda desde hace
veinticinco años por estupro, profanación de tumba, abuso deshonesto y cohecho.
Paradójicamente fue él, mi viejo, quien primero vislumbró la posibilidad de un
rédito económico. Digo paradójicamente porque nunca se había destacado por tener
olfato comercial; su única idea sobre un emprendimiento que hubiese podido darnos
entradas adicionales fue sugerirme que pintara con esmalte sintético motivos playeros
en el exterior de unas caracolas agregándoles la frase «Recuerdo de Monte
Hermoso». Lo hizo acicateado por el regreso de mi hermana Perla de dicho balneario
con muchas conchillas dentro de un frasco.
—No tengo ninguna duda —nos confió Berto— de que si nosotros reclamamos
tierras, algo nos debe corresponder.
La idea se la había metido en la cabeza, nos confesó luego, un amigo suyo que
poco tiempo antes había recibido un terrenito en Timbres como herencia de una tía
absolutamente desconocida.
—Yo no digo todo el continente —escuchábamos calcular a nuestro padre,
pensativo, y caminando descalzo y en calzoncillos por el patio del departamento—,
pero bien podríamos quedarnos con Colombia o Venezuela, que no son países
pretendidos por todos. O al menos, no tengo conocimiento de que vaya mucho
turismo.
—Venezuela, Berto, Venezuela —recomendaba mi madre— allí hay mucho
petróleo. En Maracaibo, por ahí, hay mucho petróleo. O Colombia, que por algo su
nombre proviene de Colón o Colombo. Eso los compromete con nosotros mucho
más.
El problema inicial era saber ante quién debíamos los Fontanarrosa reclamar lo
que nos correspondía, al ser descendientes directos de mamá Susana, como ya la
llamábamos familiar y cotidianamente. Mi viejo optó por consultar con un conocido
que tenía una inmobiliaria, pero este lo desalentó al informarle que él sólo se ocupaba
de vender terrenos en Alberdi y La Florida. Otra opción, aporté yo, era concurrir con
un petitorio a la embajada de Italia. Mi hermana Perla, como siempre, puso el dedo
en la llaga: aunque Cristóbal Colón había nacido en Génova, en definitiva, los que le
habían bancado el viaje eran los reyes de España. La disyuntiva nos inmovilizó. Y
hubo otra señal de alerta poco después. Tras años de no hacerlo, llamó por teléfono a
nuestra casa mi primo Ricardo. Él pertenecía a la otra rama, la materna, los Lac
Prugent, pero sin duda se sentía involucrado en la inquietud.
—Oíme —me dijo, tras preguntar por la salud de mis viejos, como rodeo o
maniobra de distracción— vos sabés que yo nunca he pedido nada, ni siquiera cuando
el tío se ganó esa plata a la lotería; pero con este asunto de nuestra línea directa con la
madre de Colón, te adelanto que no tengo grandes pretensiones… Belice o Trinidad y
Tobago me vendrían muy bien. Yo sé que son lugares muy atrasados y con epidemias
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importantes, pero no importa, lo único que pretendo es un lugarcito tranquilo y al sol.
No me reveló quién le había informado sobre nuestros planes pero estaba claro
que la noticia había trascendido a otras ramas de la familia.
—Panamá, Negro, Panamá —me diría poco tiempo después, y siempre por
teléfono, mi otro primo, Marcelo—. Allí hay mucho por hacer y vos sabés que si hay
algo a lo que yo no le hago asco es al trabajo.
—Mirá qué vivo —comentaría esa noche, sarcástica, mi madre— en Panamá está
el canal, la conexión entre el océano Atlántico y el Pacífico.
—¡El canal de Panamá! —cayó en la cuenta mi hermana—. ¡Yo no sabía por qué
se le había ocurrido a Marcelo eso, por qué se le antojaba Panamá, y es por eso! El
canal es una mina de oro.
—Y él conoce el negocio —agregué yo, porque tiene un estacionamiento de autos
—. Además, hace mucho me comentó que tenía la intención de abrir una guardería de
lanchas.
Inesperadamente, el frío cálculo de Marcelo no despertó el enojo de mi viejo. Por
el contrario, pareció entristecerlo.
—La codicia, Negro —me iba a decir al día siguiente, impuesto del requerimiento
de mi primo—, la codicia, el poder… Tengo miedo de que estos elementos destruyan
la habitual armonía en que ha vivido nuestra familia. Tengo miedo de que la ambición
de riqueza, la misma que empujaba a los conquistadores españoles, destruya ahora
nuestros lazos afectivos y no volvamos a tener ni un bautismo, ni un cumpleaños, ni
una Navidad en paz mientras nos disputamos como lobos un pedazo de México o del
Brasil. Tal vez, sin quererlo, con la mejor buena intención, he abierto la caja de
Pandora.
Para colmo, esa misma semana nos llamó la prima Lilichu desde Tucumán,
afrontando el gasto que significaba una llamada de larga distancia.
—Canadá, tía —le comunicó a mi madre— estamos cansados, con el Pilín y la
Vicky del calor de acá del norte.
Mi madre ni se tomó el trabajo de aclararle que el Canadá había sido colonizado
por los ingleses. Le cambió el tema de inmediato hacia la salud del Tolo y los
ingenios azucareros.
Mi padre, entonces, entendió que la cosa había ido demasiado lejos y que, sin
abandonar nuestros legítimos reclamos, debíamos ser más cautos o llamarnos a
silencio por un tiempo.
Reforzaron esa tesitura dos nuevos llamados telefónicos. Uno de una persona
desconocida, que preguntó a qué precio teníamos el Paraguay, y otro, preocupante, de
un señor confuso que, desde Tenerife, nos reclamaba las cuotas que adeudaba Cuba
como integrante de las Naciones Unidas.
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Un comentario fortuito volvería a incentivar esa inquietud de nuestra familia. Una
amiga de mi madre, integrante del grupo que siempre se juntaba en el Club Español
para jugar a la canasta uruguaya, le comentó que en el geriátrico al que iba a visitar a
una pariente muy anciana vivía una señora de apellido Fontanarrosa que sostenía
haber conocido personalmente a Susana Fontanarrosa. Afortunadamente el dislate no
desalentó a mi viejo, porque el contacto derivaría en el verdadero clímax de esta
historia.
Presto y diligente, Berto se apersonó en el geriátrico, donde el director le comentó
que la anciana internada parecía pertenecer a la rama familiar del reconocido poeta
Fontanarrosa, cuyo nombre lleva una calle casi donde termina La Florida.
La misma anciana iba a desautorizar esa versión afirmando que sus ancestros no
eran originarios de Chiavari sino de Kiev, en la vieja Rusia. Mi padre no le prestó
atención a este nuevo disparate, que atribuyó al estado de confusión de la señora,
pero, de todos modos, estimó que ella podía aportar a la causa algún dato certero.
—Me dijeron en el geriátrico —nos contaría luego mi padre— que Gelsomina —
así se llamaba esta señora— debe estar entre los cien y los doscientos años. Nadie
puede calcular a ciencia cierta su edad. Pero, sin duda, pertenece a una comunidad de
longevos, característica propia de algunos pueblos aislados que habitan las montañas,
como ciertas tribus de los Urales, alejadas de toda contaminación y estrés, que se
alimentan sólo de yogurt.
—Nosotros —contó Gelsomina en la segunda visita de mi padre, a la cual me
permitió acompañarlo— comíamos mañana, tarde y noche nada más que queso
mascarpone.
Gelsomina era pequeña, enjuta y viejísima. Tenía el aspecto de esas momias
indígenas que se encuentran dentro de urnas funerarias en el Perú, pero sus ojos
conservaban una mirada vivaz. Fumaba y, por consiguiente, tosía constantemente. De
todos modos, sus habanitos Génova nos permitían vislumbrar dónde estaban las
labios y diferenciarlos de las arrugas. Como muchos ancianos, había perdido la
memoria inmediata pero conservaba la remota. Nos dijo que no se acordaba nada
ocurrido en los últimos sesenta años pero que recordaba perfectamente lo de los cien
años anteriores.
—El queso mascarpone —tosió— es el queso con el que se hace el tiramisú —
siguió tosiendo—; esa dieta es la dieta de la longevidad —tosió otra vez—. Tiramisú
significa algo así como ‘tírame para arriba, hazme volar, elévame’, y es una especie
de energizante, un alucinógeno derivado de la leche de vaca. Ahora se deduce que el
«mal de la vaca loca» es provocado por leche de este tipo, que empuja a las vacas a
tener una conducta desconcertante, como comer sandía o treparse a los tejados.
El discurso de Gelsomina iba a alcanzar su punto más alto de interés, incluso un
posible delirio, cuando nos dijo:
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—Yo conocí mucho a Susana.
Recién allí mi padre, que se había mantenido en silencio, se atrevió a manifestarle
sus dudas.
—Disculpe, Gelsomina, no sé cuál será su edad y no voy a cometer la
impertinencia de preguntársela. Pero no creo que den los números como para que
usted haya convivido con Susana Fontanarrosa.
—Es que yo —aclaró la anciana— he vivido varias vidas anteriores. Esta es la
cuarta o quinta reencarnación. No llevo la cuenta porque los números no son mi
fuerte. Pero te aclaro —se dirigía siempre a mi padre, y me ignoraba a mí por
completo— que he sido, alternativamente, novia de Giuseppe Garibaldi, condottiero
en Siena, y grumete de Sebastián Elcano.
Hizo una pausa para permitir que mi padre le encendiera un nuevo habanito
Génova y se quedó mirando por un rato el jardín desde el banco de plaza de madera,
en la luminosa galería de piso de baldosas resquebrajadas donde nos encontrábamos.
Temí por un momento que no volviera a hablar. Pero ella sin duda manejaba otros
tiempos y, además, aunque no lo demostrara, se complacía de que por fin alguien le
prestara tanta atención.
—Susana era insoportable —nos dijo—. Lo volvía loco a ese chico, lo
sobreprotegía. Ella siempre había querido tener una nena. Por eso lo vestía así, y lo
obligaba a usar ese flequillo ridículo y el cabello largo. Al pobre Cristóforo le
tomaban el pelo en la escuela. Él era un chico lógicamente tímido y retraído al que le
molestaba que los compañeros lo llamaran Cristo. A veces lo llamaban Cristo y le
pedían que hiciera milagros. Otras veces lo llamaban Foro y no le pedían nada.
Susana no lo dejaba salir ni a jugar a la calle. Y ese control agobiante la llevó también
a impedirle que aprendiera a nadar.
—¿Cristóbal Colón no sabía nadar? —pregunté entonces yo, demudado.
Gelsomina negó lentamente con la cabeza, expulsando el humo por las fosas
nasales, lo que nos permitió localizar su nariz.
—Para nada —sentenció—. Es un secreto que los libros de historia no han
revelado, pero se sabe que realizó todas sus travesías aferrado a un tablón de madera,
por si caía al agua. Justificaba esa actitud ante sus rudos marineros diciendo que tocar
madera trae buena suerte. Eso me lo contó él mismo.
—¿Habló usted misma con Colón? —preguntó mi padre.
—Yo iba mucho a la casa de Susana, aunque no la soportaba demasiado.
Especialmente me dolían sus exigencias para con Cristóbal. Yo estaba allí cuando
Cristóbal, ya grande, volvió de descubrir América. Y lo único que se le ocurrió a su
madre preguntarle, cuando el hijo llegaba de descubrir un nuevo continente, fue:
«¿Qué me trajiste?». Cristóbal, sin decir nada, pero seguramente dolido, tiró en el
piso frente a ella unas papas y dos mazorcas de maíz. También le había traído un
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indio. Susana le prestó poca atención, lo tuvo en la casa algunos meses y finalmente
lo perdió en el mercado, adonde lo llevaba para que la ayudara con los bolsos.
Alguien me dijo que el indio había terminado como pescador en Calabria, y otros me
dijeron que se había muerto al comerse una vela creyendo que se trataba de un
palmito.
—Y lo del huevo, con los Reyes… ¿Fue verdad?
—Todas mentiras, inventos de la prensa. Si los huevos recién llegaron a España
en el siglo siguiente, con la gallineta de Guinea, llevados por marinos portugueses
que volvían del Índico. Ese fue otro invento como el de que Susana hilaba en la
rueca…
—¡Como aparece en la lámina del Billiken!
—Como aparece en la lámina del Billiken. Ella nunca supo hilar ni coser un
botón. Era una inútil increíble. Lo digo yo, porque a mí me encargaba el zurcido de
su ropa y me pagaba un dinero miserable por eso. Decía que las cuestiones de dinero
entorpecían las relaciones familiares, y por eso, mientras menos dinero hubiese en
juego, nos llevaríamos mejor.
Gelsomina volvió a hacer una pausa en su clase de historia.
—Yo estoy segura —volvió a toser— de que Cristóbal Colón no fue un héroe, ni
un aventurero, ni un personaje épico. Fue, solamente, un joven que se escapó de su
casa, harto de su madre, agobiado por esta mujer histérica y obsesiva, procurando
poner la mayor distancia entre él y su progenitora. Fue nada más que un niño
pusilánime y sobreprotegido. Otros se recluyen en un convento, se vuelven
homosexuales o se inscriben en cursos de cerámica. Cristóbal se hizo navegante y
descubrió un continente.
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montón de gente —abrió los ojos, como espantado y señaló con el dedo pulgar hacia
atrás— parecen indios. Son indios. Y preguntan por el señor Fontanarrosa.
Yo, decidido, casi épico, me adelanté hacia la puerta procurando salir al pasillo.
—No, pibe —me atajó el portero—, por tu viejo preguntan, por el señor
Fontanarrosa.
—Dígales que no está —mi madre agitó la mano, alterada y negando, ante las
narices de Vallejos.
—Les dije, pero no se quieren ir…
—Háganme lugar —desde atrás apareció mi padre, grave y resuelto, solicitando
espacio para pasar.
—¿Vas a bajar? —lloriqueó mi madre. Berto asintió con la cabeza y salió al
pasillo. Yo intenté marchar detrás de él con arrojo adolescente, pero entre todos me
contuvieron. Vi a mi padre caminar digno hacia el ascensor. Recordé al general
Custer dirigiéndose a Little Big Horn.
—¿Están armados? —mi madre preguntó a Vallejos, aferrada al marco de la
puerta.
—No pude verlo. No me animé a salir a la calle. Los miraba a través del vidrio de
las puertas. Pero son más de cien. Han cortado la calle Catamarca.
Mi hermana empezó a llorar.
Berto estaba sentado en el vestíbulo, frente a nosotros. Era la siesta pero, en lugar
de dormir, hablábamos allí, ya que ese lugar era más fresco por el piso de mosaicos.
Mi padre lucía calmo y abatido.
—Eran representantes mapuches, araucanos, tehuelches, tobas, onas y mocovíes
—suspiró profundo— me reclaman sus tierras. Dicen que, de aquí en más, no dejarán
de vigilarme para controlar el momento en que nuestro reclamo de territorios tenga
éxito.
Se estiró hacia delante y de su mano derecha cerrada cayó sobre la mesa ratona
del vestíbulo una piedra chata y triangular.
—Es una punta de flecha pehuenche —nos dijo.
Afuera se seguían escuchando, a lo lejos, los tambores patagónicos como un
recordatorio amenazante. Pero ya no era necesario. Sin hablar, habíamos llegado a la
conclusión de que debíamos desistir de nuestros legítimos reclamos.
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LUNFARDÍA
Este es Tatiano Maiore. Tatiano es un argentino que ha venido a Italia por cuestiones
de trabajo, empleado jerárquico de la sucursal en Buenos Aires de una empresa
milanesa de artículos para el hogar. No es la primera vez que Maiore viene a Milán,
pero sí es la primera que decide visitar el pueblo de sus abuelos. Como ven, ha
alquilado un Fiat Bambola. Ahora, antes de salir a la ruta, abre la ventanilla y nos
dice:
«El pueblo de mi abuelo Curzio está en medio de la campiña lunfarda, en medio
de la Lunfardía. Mi abuelo Curzio siempre me habló de su pueblo, Reggia della
Jobata, donde nació y vivió hasta los diecinueve años, cuando se fue a la Argentina.
El abuelo tiene ahora noventa y tres años y siempre me insistía en que yo debía
conocer Reggia della Jobata. Por alguna razón difícil de explicar, él nunca lo hizo.
Me dice que su corazón no podría soportar tantas emociones al reencontrarse con el
lugar donde pasó sus primeros años. Y ahora, discúlpenme, porque quiero estar en
Reggia della Jobata a eso del mediodía, cosa de poder volverme a Milán antes de que
oscurezca».
Tatiano Maiore ha consultado en su hotel de Via Ariberto la forma de llegar a
Reggia della Jobata que, como todos sabemos, está apenas a una hora de auto desde
Milán. Tendrá que pasar por Busarda, Issa, Yiro dei Fiolo, Llotivenco y, lo estamos
viendo, tomar la autopista a Trieste para desviarse luego hacia su destino. Pero
Tatiano Maiore está alegre por su próximo reencuentro con sus ancestros. Y nos
quiere seguir contando. Cuidado, Tatiano, que esa curva es algo peligrosa.
«Y yo le creo, porque mi abuelo Curzio, como tantos italianos, como tantos
lunfardos, es puro corazón, pura emotividad y, aunque es fuerte como un caballo,
tanta emoción podría matarlo. Lo cierto es que mi padre, Antonio, tampoco ha venido
nunca a conocer la tierra de sus mayores. Y no habrá sido por falta de oportunidad ni
de dinero porque, afortunadamente, los de nuestra familia, primero en el campo,
después con la rotisería y finalmente con mi contribución derivada del trabajo en la
fábrica, hemos acumulado un cierto capital».
Sinceramente, no es mucho movimiento el que uno puede encontrar en Reggia
della Jobata poco después del almuerzo. La mayoría de los hombres están en el
campo, ocupados con la recolección del níspero y de la uva, y las mujeres andan
metidas en sus casas lavando los platos o ayudando a los hijos en las tareas de la
escuela. Maiore circula lentamente por Piazza del Quía, la plaza principal, sin
encontrar a nadie hasta que finalmente da con un bar abierto.
Mientras estaciona el Fiat Bambola, comenta:
«Aquí podrán darme alguna referencia para localizar a alguien de mi familia».
¿Quién está en el bar de Giuseppe, a esta hora del día? Por supuesto, Giuseppe,
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detrás del mostrador, haciendo las cuentas, y también Bartolo, lavando los vasos. El
bar es chico, pero hay sólo dos mesas ocupadas. En una, la que vemos cerca de la
puerta, dos hombres mayores toman café con grappa y juegan al dominó. Fuman,
visten de negro, y no parecen tener nada que hacer. En otra, más al fondo, más en la
oscuridad, una vieja de pañuelo en la cabeza, también de negro, bebe fernet con
ginebra y mastica trocitos negros de licorizia.
—¿Se puede entrar? —pregunta Tatiano Maiore, aún la llave del auto en la mano,
desde la puerta, algo intimidado por lo silencioso y desolado del local. También por
la penumbra ya que, afuera, la luz del sol enceguece:
—¿Están cerrando?
Giuseppe niega con la cabeza, sin dejar de fregar la superficie del mostrador con
un trapo.
—Vengo de la Argentina —dice Maiore, unos pasos frente al mostrador— y
busco a alguien de mi familia.
—¿Cuál es su familia? —pregunta Giuseppe.
—Maiore. Mi nombre es Tatiano Maiore.
Giuseppe se yergue, deja de fregar el estaño del mostrador y mira a Maiore.
Maiore advierte que, a sus espaldas, los dos hombres de negro dejaron de jugar al
dominó y lo están mirando. Se abre un silencio solamente matizado por una
musiquita pimpante que, a muy bajo volumen, llega desde un televisor ubicado en un
estante elevado que no vimos al llegar.
—Maiore —repite Tatiano, algo incómodo, temiendo que no lo hayan escuchado
— todos los Maiore provenimos de Reggia della Jobata.
Como vemos, Bartolo, más allá, también ha dejado de lavar las copas, pero
mantiene una, aún húmeda, sobre su panza. De la vieja, al fondo, todavía no sabemos
nada.
—¿Me entienden lo que pregunto? —vacila Tatiano, tocando el mostrador con su
mano derecha; es algo tímido, y el silencio siempre lo incomoda.
«Cuando uno está en el extranjero —nos explica ahora, volviéndose hacia
nosotros— siempre teme que no le entiendan. Aunque yo manejo esta lengua como la
mía, como el castellano. Es cierto que no es italiano propiamente dicho, es una
mezcla con el dialecto de aquí. Pero crecí escuchándoselo hablar a mis abuelos y a
mis padres. No se difundió mucho en la Argentina porque trascendió al convertirse en
idioma carcelario. Y eso a causa de un famoso delincuente lunfardo, el Tano Fuleria,
Gian Carlo Fuleria, que murió en la cárcel de Devoto, muy pero muy compinche del
Petiso Orejudo».
Ahora Giuseppe vuelve a limpiar con el trapo el estaño de su mostrador, pero más
lentamente, como absorto, el entrecejo fruncido.
—Maiore… —repite—. Maiore —y menea la cabeza, de izquierda a derecha,
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como negando— acá no ha habido nunca ningún Maiore.
Tatiano está desconcertado. A la derecha de Giuseppe, algo más atrás, el gordo
lavacopas también niega con la cabeza. Y en la mesa cercana a la puerta hacen lo
mismo los jugadores de dominó. Tatiano se vuelve a mirarlos y los dos jugadores de
dominó enarcan hacia abajo las comisuras de los labios, adelantan los mentones,
teatralizan que no saben nada.
—¿Cómo? ¿Nunca ha habido acá ningún Maiore?… —gira Tatiano sobre sí
mismo, aturdido. Y debemos comprenderlo: toda una vida escuchando hablar a sus
mayores de Reggia della Jo— bata como la tierra de origen, el paese natal, y ahora le
dicen que nunca existió allí ningún Maiore.
—Puede ser, no sé… —se apiada el dueño del bar—. Tal vez mucho tiempo atrás.
—Mi abuelo se fue de aquí en 1896 —calcula Tatiano. Giuseppe se encoge de
hombros, desentendiéndose.
—El Registro Civil —apela Tatiano—. ¿Dónde está el Registro Civil? Allí tiene
que haber constancia de partidas de nacimiento, de defunción.
—Está acá enfrente. Cruzando la plaza —dice Giuseppe—, pero ya cerraron.
Cierra a las dos de la tarde.
—¿Y a qué hora abren?
—Mañana a la mañana. Desde las ocho.
Tatiano piensa, golpeteando los dientes como si estuviera comiendo algo.
Escucha a sus espaldas cómo los dos hombres de negro de la mesa de dominó se
levantan, saludan y se van.
—¿Dónde hay un hotel?
—¿Un hotel? —repite Giuseppe, como si hubiera tantos.
—No —cambia de parecer Tatiano—. Primero voy a comer algo. ¿Qué hora es?
¿Se puede comer algo?
—Conejo no hay —se adelanta Giuseppe, señalando con el mentón el pizarrón
que está a la entrada, donde se anuncia escrito en tiza con letras desparejas: «Conejo
a la cazadora».
—No iba a comer conejo. Algo liviano, rápido.
—Todavía no vinieron a traerme —insiste en aclarar, Giuseppe—. Hay veces que
no cazan nada.
Tatiano pide un sándwich de jamón y queso, en pan casero, y una gaseosa. Se
sienta frente a una de las mesas. Giuseppe ya no lo mira. Está acodado sobre el
mostrador y observa el televisor en lo alto que, siempre en bajo volumen, sigue
mostrando un programa muy tonto de entretenimientos para niños. El gordo ha
desaparecido por la puerta tras el mostrador, sin duda para hacer el sándwich.
Ahora Tatiano está comiendo. Nos quiere comentar algo, pero tiene la boca llena.
Y, ya vemos, la vieja de atrás se ha levantado y camina hasta pararse junto a Tatiano.
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Es muy bajita, viste toda de negro, pañuelo en la cabeza incluido, y fuma un cigarrito
oscuro y pestilente.
—¿Se va a quedar más tiempo? —pregunta. Tatiano la mira, algo sorprendido. Se
apresura a tragar su bocado.
—No sé —duda—, pienso que sí… No tengo mucho tiempo… pero vine con
tanta ilusión de conocer esto y, más que nada, de encontrarme con mis familiares, que
me da no sé qué irme así. Sin haber encontrado a nadie… ¿Usted no conoce a ningún
Maiore?
La vieja niega con la cabeza. Sobre el labio superior exhibe unos considerables
bigotes.
—¿Cómo es posible? —refunfuña Tatiano—. ¿No sabe a quién puedo
preguntarle?… Tome asiento —e invita a la vieja, que permanece parada.
—No vale la pena.
—¿No vale la pena qué?
—Quedarse acá. Nadie le va a decir nada.
—¡Qué boludo! —Maiore se aprieta el entrecejo con los dedos de la mano
derecha, como si hubiese recordado algo— el cementerio… ¿Dónde está el
cementerio?
—Tampoco hay hoteles.
—Debe de haber un cementerio, tiene que haber un cementerio… ¿Dónde queda
el cementerio, señora?
Tatiano Maiore nos mira, por sobre el hombro.
«Me había olvidado del cementerio —nos dice—, y eso es más seguro que el
Registro Civil. Mi abuelo me había pedido que fuera a visitar las tumbas de nuestros
mayores».
—El cementerio —la vieja señala con la mano del cigarro— queda hacia allá,
saliendo por Corsa Percanta…, pero a esta hora ya está cerrado.
—¿El cementerio? —Tatiano ahora monta en cólera ante tanta negatividad—.
¿Cerrado, el cementerio?
—Y esto, después de las seis, tiene poco movimiento… No sé si le conviene
quedarse…
Dos hombres, uno joven y otro maduro, entran ruidosamente al bar. Uno tiene
gorra y el otro, sombrero de ala ancha. Ambos lucen botas, chalecos y pañuelos al
cuello. El más veterano trae una escopeta de dos caños y un bolsón abultado colgando
de un hombro.
—Maiore —anuncia, denuncia o pregunta el de bigotes, el mayor.
Giuseppe, al verlo llegar, se ha alejado un par de pasos hacia atrás del mostrador.
Tatiano Maiore se endereza sobre su silla como sacudido por una vibración
eléctrica. Se pone de pie, insinuando una sonrisa. Cree adivinar en los ojos de ese
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hombre que lo nombra, el mismo color de los ojos de su abuelo. No advierte que la
vieja, como una sombra, se ha deslizado hacia atrás, quizás rumbo a su mesa.
—¿Maiore? —indaga Tatiano apuntando con el dedo al pecho del más veterano
de la pareja—. Yo soy Maiore —se presenta— Tatiano Maiore, hijo de Salvador y
nieto de Curzio, que se fue de aquí hace muchísimos años.
El hombre de la escopeta alza su arma y la dispara dos veces contra el estómago
de Tatiano. Los disparos revientan dentro del local como dos cañonazos. Luego
vuelve un silencio que no es mucho mayor que el silencio que reinaba antes, sólo
perturbado por la musiquita tonta y saltarina del televisor.
Antes de que se disipe el humo, el hombre de la escopeta saluda a Giuseppe
tocando apenas el ala de su sombrero con el dedo índice de su mano derecha. El
joven, por su parte, apenas inclina su frente, despidiéndose. Y se van.
Gelsomina Scruchante pasa por encima del cuerpo de Tatiano con agilidad poco
esperable para sus años. Antes de salir del bar gira hacia nosotros y nos dice,
esgrimiendo en el aire su cigarro maloliente.
—Curzio Maiore mató a Marchello Morlaco, que había matado a Severino
Maiore porque Severino Maiore había deshonrado a Antonella Morlaco. Por eso
Curzio, que era muy buenmozo, escapó cobardemente a América, cosa que no le
perdonaré nunca. Y los Morlaco no olvidan. No olvidan los Morlaco.
El olor a pólvora ya se está disipando. Giuseppe ha salido a la puerta a llamar a
los carabinieri. La musiquita tonta del televisor da paso al carrusel con las noticias.
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NEGAR TODO
Cuando se enciende imprevistamente la luz del living Esteban Sergio comprende qué
es lo que pasa. Sobresaltado, aplasta el cigarrillo en el cenicero de la mesa de luz, se
incorpora en la cama y piensa:
—¡Irene!
A su lado, la gordita rubia emerge de entre las sábanas.
—¿Esteban? —se oye la voz de Irene, estupefacta— ¿Esteban Sergio?
Se escucha ahora, algo más lejano, el sonido de la puerta del departamento al
cerrarse. Algo le dice a Esteban Sergio que Irene ha entrado al departamento, ha
caminado hasta el centro del living luego de encender la luz, ha dejado la puerta del
departamento abierta a sus espaldas ante la sorpresa de ver la ropa de su marido
amontonada desprolijamente sobre el respaldo del sillón rosa y el viento la ha cerrado
nuevamente.
Esteban Sergio tiene su velador encendido; reacomoda las dos almohadas sobre el
respaldo de la cama y apoya firmemente su espalda desnuda sobre ellas. De un
manotazo nervioso se peina los pocos cabellos rubios que le quedan. Observa de
reojo que, a su lado, la gordita rubia se ha tapado con la sábana hasta debajo de la
barbilla. No demuestra estar sorprendida ni alarmada. Tal vez este tipo de situaciones
le sea familiar.
—¿Irene? —exclama Esteban Sergio con voz cordial, y de otro manotazo
enciende la luz del techo.
Con pasos cortos y cautelosos, casi en puntas de pie, como una bailarina que
ingresa temerosa al escenario, Irene aparece sosteniéndose del marco de la puerta que
da al living, todavía con el abrigo y la cartera marrón colgada del hombro. Le toma
un segundo entender el cuadro.
—¡Atorrante, asqueroso, miserable! —grita ahora como una salvaje, desencajada
—. ¡Acostado en nuestro propio lecho nupcial con una ramera arrastrada de la calle!
Esteban Sergio mira a su esposa con el ceño fruncido y adelanta hacia ella un
poco la cabeza, como lo hace un pájaro al caminar.
—¡En nuestra propia casa, con una puta del arroyo! —continúa Irene a los
alaridos—. ¡Desvergonzado, adúltero y degenerado!
Esteban Sergio advierte que, a su lado, la gordita rubia se desliza debajo de las
sábanas como un submarino que se sumerge hasta quedar completamente tapada.
—Irene… Irene… —procura calmar a su esposa Esteban Sergio—. ¿Qué te pasa,
qué es lo que te sucede?
—¿Y todavía me preguntás qué me sucede…? —se desgañita la señora—.
¿Todavía tenés la desvergüenza de preguntarme qué es lo que me sucede, cuando te
sorprendo con una prostituta en nuestra propia cama?
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Esteban Sergio agudiza su expresión de consternación y sorpresa. Debe
aprovechar al máximo el segundo de silencio que en este preciso momento concede
Irene. Él sabe que de inmediato sobrevendrá el llanto y tiene que sacar ventaja de esta
oportunidad.
—Irene, me preocupás, me preocupás, Irene… ¿A qué prostituta te referís, a qué
mujer te estás refiriendo?
Irene se toca la garganta; pálida, no puede creer la táctica de su marido.
—¿Qué me estás diciendo, de qué me estás acusando? —insiste Esteban Sergio.
—¡Me estoy refiriendo a esa prostituta que tenés a tu lado —ulula Irene— y que
ahora se ha metido como una alimaña subterránea debajo de las sábanas! —Irene
reflexiona un momento y arremete de nuevo—. ¡Las sábanas de seda que nos regaló
mi madre!
Esteban Sergio recurre a su voz más convincente.
—En esta cama, Irene, no hay ninguna mujer. —Palpa con su mano izquierda
sobre las sábanas, golpeando el volumen oculto de la gordita rubia como si estuviese
palpando el colchón vacío—. Acá no hay nada, Irene… me asustás, querida… ¡Otra
vez con esas cosas!
—No puedo creerlo, no puedo creer tamaño descaro… ¿A qué cosas te referís,
inmoral?
—Irene…, tus alucinaciones… Has vuelto a beber…
—¿Beber yo, beber yo, caradura, cuando jamás he probado una gota de alcohol?
—Irene…, no empecemos de nuevo… No serás tan hipócrita como para negar la
dura realidad de tu alcoholismo.
Esteban Sergio percibe que a su lado bajo las sábanas el cuerpo de la gordita rubia
tirita por la risa contenida. Irene se ha quedado muda, atónita ante la conducta de su
marido.
—Veías animales, Irene…, admitilo, veías bichos en las paredes —aprovecha
Esteban Sergio.
—¡Había bichos en las paredes, hijo de mil putas! —estalla Irene, siempre desde
la puerta, sin atreverse a entrar en el recinto del delito—. ¡Esto se llenaba de bichos
de la luz en el verano, de cascarudos, de cucarachas voladoras, mientras vos insistías
en dormir con las ventanas abiertas porque decías que el aire acondicionado te secaba
la garganta! ¡Y había animales: teníamos un perro que vos me hiciste echar a la casa
de mi madre!
—Es propio de los adictos negar su adicción, Irene… El doctor Menchaca me
dijo que tu misma condición de alcohólica perdida te hace negarlo. Tenemos que
afrontar este angustioso problema, Irene, por más que nos avergüence y nos llene de
escarnio ante la sociedad… Pero no temas, yo no te abandonaré en esta lucha, no soy
como otros hombres que han dejado a sus mujeres perdidas en el infierno del ajenjo
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para no verlas más tan degradadas y corruptas… Estaré con vos, Irene, en…
—Lo único que me falta, lo único que me falta —agita los brazos Irene como si
estuviese hablando para otra persona— que ahora quieras hacerme creer que estoy
loca, que veo visiones, que tengo alucinaciones, que lo mío es demencia…
—Lo tuyo no es demencia, Irene. Lo tuyo es cirrosis. Y es curable, debemos
acudir a…
—¡Sacá a esa prostituta de adentro de mis sábanas, miserable —ordena Irene, ya
recompuesta y operativa— o entro y yo misma la saco de los pelos, o los quemo a los
dos si no obedecen!
Irene sostiene la cartera grande y marrón sobre su pecho con la mano izquierda y
con la derecha rebusca dentro de ella.
Esteban Sergio da un respingo. Su mujer nunca ha portado un revólver, aunque
bien puede haber empezado a llevarlo: la calle está muy peligrosa. Pero algo sucede
al mismo tiempo en que Irene eleva en su mano derecha un encendedor descartable y
lo enciende, al parecer con intención de arrojarlo sobre la cama. Atrás, en el living,
recortado fotográficamente por el marco de la puerta, aparece la figura de un hombre
corpulento, alto, vestido con elegancia, de traje y corbata; está cubierto por un
impermeable oscuro y luce un sombrero de fieltro de ala apenas exagerada. El
hombre se para detrás de Irene y estudia a Esteban Sergio por encima del hombro de
ella, mientras Irene, con el encendedor en alto, parece una barata réplica de plástico
de la Estatua de la Libertad.
Esteban Sergio comprende ahora por qué demoró en cerrarse la puerta del
departamento a su llegada. No la había cerrado ella, que avanzó hasta el centro del
living, sino que lo hizo su acompañante.
Ha llegado el momento previsto del llanto. Irene, adivinando la presencia del
sujeto a sus espaldas, gira apenas, apoya el puño de la mano izquierda sobre el vano
de la puerta y luego deposita el peso de su frente sobre ese puño.
—Yo me voy por una semana a trabajar a Córdoba —le solloza al marco de la
puerta, pero informando a su acompañante misterioso—, a trabajar a Córdoba, no por
turismo, no en viaje de placer: me voy a trabajar para ganar dinero porque el señor es
un inútil con ínfulas principescas que no trabaja, me voy a Córdoba en ómnibus para
no gastar dinero en avión, pese a que el ómnibus me destruye la columna vertebral
por mi escoliosis… Y cuando debo volver a mi casa antes, imprevistamente, a causa
de la salud de mi pobre madre, encuentro a este miserable acostado en nuestra cama
matrimonial con una puta.
—¿Qué puta, Irene, qué puta? —Esteban Sergio gira su cabeza hacia todos lados,
como buscando algo en derredor, con una expresión entre herida, confusa y
desconsolada.
—Pero, además, además… —Irene parece recordar algo o volver de un sueño
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muy profundo—. ¿No era que vos te ibas a La Plata, no era que vos te ibas a La Plata
a visitar a tus padres, no me dijiste que te ibas a La Plata a visitar a tus padres por
cinco días?
—Y fui, fui, Irene, fui…
—Que por eso yo me decidí a viajar una semana a Córdoba, aprovechando que
vos te ibas, porque nunca quise dejarte solo debido a que sos un inútil total, incapaz
de freírse un huevo, incapaz de limpiar un plato…
—Fui, te digo que fui.
—¡Y ahora comprendo todo, era sólo una mentira para que yo me fuera a
Córdoba y vos poder volver mucho antes de los cinco días a tu casa para venir a
revolcarte en la cama con esa perdida, que no tuviste ni la delicadeza de irte a un
motel para pecar!
—¡Fui a La Plata, Irene! —Esteban modula su entonación más convincente—,
pero me volví antes porque extrañaba, Irene. Me volví a los dos días porque
extrañaba la casa, los ruidos de la casa, los olores, la comida de Rosario, todo…
Incluso te extrañaba a vos, Irene, y pensé que acá, en casa, me sentiría más cerca
tuyo…
—¡Y para no extrañarme tanto trajiste a esa loca a nuestra cama! —clama Irene,
sarcástica.
—¿Qué loca, Irene, qué loca? —opta por enojarse Esteban—. Me asustás, nunca
hubiera pensado que estaba tan avanzado tu delirio…
Esteban gira la vista buscando algo y de pronto señala hacia la mesa ratona,
cercana a los pies de la cama, donde siempre estaba un cenicero de vidrio,
propaganda de Cinzano, que hoy a la mañana se le cayó y se hizo añicos.
—¿Estás viendo ese cenicero, Irene, el cenicero de Cinzano arriba de la mesita?
Irene busca con su mirada el lugar donde ya no está el cenicero.
—No…, no lo veo… ¿Qué cenicero? —vacila, incómoda.
—El cenicero, Irene, el que está ahí, el de Cinzano… ¿No lo ves?
—¡Lo habrás sacado, Esteban, lo habrás roto, lo habrás tirado, qué sé yo qué
habrás hecho con él! —Se encrespa ahora, abandonando su actitud defensiva—. ¡Soy
yo la que hago las preguntas! ¡Y ahora mismo sacá a esa loca de debajo de las
sábanas, porque si no voy yo y la saco a patadas, lo que pasa es que no quiero ni
tocarla porque me da asco tocar la piel de una prostituta que vende su cuerpo! ¡No,
no, dejá que yo misma lo voy a hacer —Irene se adentra un paso en el dormitorio—.
Porque si esa mujer no quiere dar la cara es porque a lo mejor yo la conozco! ¡Y
porque me estoy sospechando que es esa guacha de Teresita, apuesto a que es la
guacha de Teresita!
—¡Un momento! —Esteban se incorpora aún más en la cama, pero cuidando que
su tironeo de las sábanas no destape a la gordita rubia. Extiende la palma de la mano
Ella encendía las velas con expresión infantil. Eran dos rodajas de velas,
miserables, de no más de dos centímetros de alto cada una, que flotaban dentro de un
bol de cristal a medio llenar con agua.
—Mirá qué lindo —mostró— parecen barquitos. Sampanes flotando en la bahía
de Hong Kong.
—Esto y la música china ambientan mucho la cosa —reconocí.
—Dan un clima oriental. Me gusta todo lo exótico, lo desconocido.
Evalué si yo entraba dentro de ese exotismo.
—Podríamos —sugerí— ponernos kimonos.
—Tengo un batón viejo de mi abuela, que tal vez te podés probar. No es de seda
negra con dragones dorados, como corresponde. Es de franela a cuadros marrones,
pero…
Me gustaba cómo Sami se prendía en las bromas, cómo seguía la corriente, cómo
prolongaba el humor.
—¿No habría que descalzarse también? —arriesgué, preguntándome si estaba
yendo demasiado lejos, ya que descalzarse puede comenzar el camino para
desvestirse.
Ella sonrió simplemente, mientras terminaba de acomodar los platos sobre la
mesa. Yo ya me había distendido y estaba dispuesto, de una vez por todas, a disfrutar
plenamente de la situación. Ya se habían superado los momentos iniciales de temor o
escepticismo, abonados por tantos fracasos históricos. No había ocurrido, por
ejemplo, que a mi llegada ella me hubiera recibido con un: «Esta es mi tía Eulalia,
Ayer, un año más tarde de que ocurriera todo esto, volví a ver a Samanta en el hall
de un cine al que yo había ido a ver una película de Mel Gibson. Estaba de la mano
con el chino y los dos me saludaron alegremente desde lejos, como quien se despide
desde la cubierta de un barco.
El coronel Tristán Isoldo Siempreviva traza una línea sobre el mapa de campaña.
Luego traza otra. Y otra. Y otra. Traza muchas líneas. Formado en la escuela militar
prusiana sabe que al enemigo no hay que desmerecerlo, inferiorizarlo ni
desvalorizarlo nunca. Ni aun cuando Galván estaba casi completamente derrotado,
como el propio Siempreviva lo había visto con sus binoculares Strauss desde su loma
de observación en la batalla de Montiveros: huyendo en desorden, abandonando
pertrechos, pendones y caballada. De estar en Europa el coronel no tendría ninguna
duda de que los despojos vivientes del «Pícaro» Galván emprenderían una inmediata
retirada hacia Salta. Cualquier estratega europeo lógico, sensato y realista optaría por
esa alternativa en condiciones similares. Pero Siempreviva es sudamericano y conoce
los rasgos insanos e imprevisibles de la gente de su tierra. Por eso no descarta que el
«Pícaro» Galván se le abalance y lo ataque con la patética desesperación de un
yaguareté herido.
Siempreviva se asoma a la abertura de su tienda de campaña y mira su ejército.
Evalúa la alternativa de concederles un respiro, la posibilidad de ordenarles
«¡descanso!», ya que los ha mantenido en posición de firmes. Para que no aflojen.
Para que no se relajen. Para que no pierdan, en suma, el furor tenso de los guerreros.
Posa su mirada en la fanfarria, la banda que se despliega siempre, banderas y
tambores en ristre, flanqueando al regimiento en cada batalla. Como los mejores
cuerpos europeos, el Tercer Regimiento de Coraceros de Quitilipi cuenta también con
Al «Pícaro» Galván sus hombres le han dado el mejor de los caballos. Un alazán
pico blanco tempranillo que es el único que todavía galopa. Otros trotan a gatas.
Algunos más apenas caminan. El resto relincha. Galván juguetea con su mellado
—Che, perdoná —se disculpó el Colo cuando volvió a la mesa cinco minutos
después—. Me parece que a este tipo se le salió la cadena. Pero les puedo asegurar
que es un investigador serio, que lo de la teoría en Harvard es cierto, que…
—Todo bien, Colo, todo bien —lo tranquilizó Ricardo.
—También el Pochi lo trajo a este —el Chelo señaló al Pitufo— y nadie le dice
nada.
Hubo una pausa donde tal vez cada uno procuró digerir lo que había pasado,
aquello que había llevado a la mesa a un nivel de discusión violenta, inusual dentro
de su frivolidad inveterada.
—Digo yo… —habló el Chelo como para sí—. ¿Tan feos somos?