Comunicación II. Territorios Del Miedo
Comunicación II. Territorios Del Miedo
Comunicación II. Territorios Del Miedo
Ramiro Segura
Universidad Nacional de La Plata / Universidad Nacional de San Martín /
Universidad Nacional de General Sarmiento /
Instituto de Desarrollo Económico y Social (Argentina)
segura_ramiro@hotmail.com
“La diferencia entre ser perseguido por dragones o imaginarlo no modifica para nada la situación. Ni mucho menos
modifica a los dragones. Que no existen, eso es justamente lo único que se sabe acerca de la existencia de
dragones”
Abelardo Castillo, Crónica de un iniciado
Resumen
El presente artículo indaga la ciudad desde los miedos, como vía para conocer los modos de experimentar el espacio urbano. Se
identifican espacios, tiempos y rostros del miedo y las territorializaciones a las que tales representaciones dan lugar. Se concluye
que, más allá de sus efectos (estigmatización, segregación espacial, etc.), la territorialización del miedo aparece como un artilugio
insuficiente: la vida urbana pone en contacto lo que tales territorializaciones distribuyen y separan, emergiendo paradójicamente el
miedo y la incertidumbre que aquellas tenían por finalidad abolir o al menos mantener a distancia.
Introducción
La ciudad es una en tanto territorio ocupado, sistema, totalidad. Y a la vez, paradójicamente, la ciudad es múltiple en tanto espacio
recorrido, representado y disputado, es decir, en tanto espacio (desigual y diferencialmente) experimentado. Nuestra indagación
acerca de los miedos en la ciudad –o mejor, nuestra indagación de la ciudad desde los miedos- intenta captar precisamente esta
ambigüedad constitutiva (Gorelik, 1998) del espacio público urbano: unicidad y multiplicidad, forma y prácticas.
En tanto el miedo no es sólo una forma de hablar del mundo, sino también un modo de actuar en él, constituye un vector para
mirar y analizar modos de representar y practicar la ciudad. ¿Qué representaciones y cartografías del miedo existen en la ciudad?
¿Dónde, cuándo y a quiénes se teme? ¿Qué papel tienen los miedos en la sociabilidad en el espacio urbano? ¿Cómo orientan las
prácticas en la ciudad? Nos interesa indagar, entonces, los “procesos simbólicos mediante los cuales los actores entienden `su´
ciudad, la nombran, se la apropian, la transforman, la segmentan, en una palabra la construyen simbólicamente para exorcizar el
peligro, reducir la incertidumbre y dotar de sentido al conjunto de sus prácticas” (Reguillo, 1999: 471).
La ambivalencia del epígrafe condensa el modo de funcionamiento –y la eficacia- de los miedos. Una vez que me persiguen, poco
importan los argumentos a favor o en contra de la (in) existencia de los dragones. Dicho de otro modo, las interpretaciones y
representaciones que tenemos del mundo son parte constitutiva del mismo y orientan (al menos en parte) los modos de
practicarlo.
Lo que nos proponemos en este trabajo es, en primer término, identificar los espacios, tiempos y rostros del miedo presentes en
las representaciones de los usuarios de la ciudad y las territorializaciones a las que tales representaciones dan lugar. Para luego,
en segundo término, abordar una tensión constitutiva de la vida urbana en la que interviene de manera crucial el miedo. Se trata
de la tensión entre la necesidad de intercambios de diversa índole (económicos, políticos, culturales) indispensables para la
reproducción social de la vida urbana que reposan sobre un mínimo de certezas, y los dispositivos que buscan mantener a
distancia aquellos elementos (materiales y simbólicos) que representan una amenaza. ¿Cómo resolver, entonces, la tensión entre
las territorializaciones que distribuyen los miedos en ecologías urbanas, representando la ciudad como un mosaico delimitado por
duras fronteras, y el necesario y cotidiano intercambio que supone atravesar, al menos en parte y no siempre ni para todo, tales
límites?
Sostendremos que, más allá de sus efectos reales (estigmatización de lugares, tiempos y actores, segregación espacial,
prescripción y proscripción de prácticas urbanas) la territorialización del miedo aparece como un artilugio insuficiente: la vida
urbana pone en contacto lo que tales territorializaciones distribuyen y separan, emergiendo paradójicamente el miedo y la
incertidumbre que aquellas tenían por finalidad abolir o al menos mantener a distancia.
Inseguridades
Nuestra pregunta sobre los miedos en la ciudad y las prácticas que los mismos suscitan y / o inhiben debe entenderse en el
marco de las transformaciones de la sociedad contemporánea. De hecho, ante la creciente y generalizada preocupación de
diversos agentes sociales –gobiernos, medios, ONGs y sectores de la sociedad civil- por la seguridad, varios intelectuales
llamaron la atención sobre la inflación de los riesgos. Así, Giddens (1993) habló de la existencia de una “cultura del riesgo” y
Beck (1998) sostuvo que en la modernidad reflexiva estamos transitando de una comunidad de la miseria propia de la sociedad
de clases, definida por una lógica de distribución de bienes, a una comunidad del miedo propia de la “sociedad del riesgo” donde
“las líneas de fractura vienen definidas cada vez más por la distribución de los `males´: azares y riesgos” (Lash y Urry, 1998: 55).
Aunque tales posiciones no son aceptables en su totalidad (nuestra sociedad es un ejemplo de la persistencia de las luchas
distributivas propias de –siguiendo la terminología de Beck- las sociedades de la miseria) llaman la atención sobre un dato
verificado por muchos: el incremento de la sensación de inseguridad. Este fenómeno no puede ser menospreciado en tanto “tiene
efectos sociales y políticos” y “estructura en gran medida nuestra experiencia social” (Castel, 2004: 12).
¿De dónde provienen, entonces, las sensaciones de inseguridad, desprotección, miedo? Una de las paradojas de las sociedades
modernas señalada por Castel consiste en que a pesar de estar rodeadas y atravesadas por protecciones –de hecho, se trata de
sociedades constituidas alrededor de protecciones- las preocupaciones sobre la seguridad permanecen omnipresentes. Así, en
lugar de oponer inseguridad y protecciones como registros distintos de la experiencia cotidiana, cabría pensar la inseguridad
moderna no como la ausencia de protecciones sino como “su reverso, su sombra llevada a un universo social que se ha
organizado alrededor de la búsqueda sin fin de protecciones o de una búsqueda desenfrenada de seguridad” (Castel, 2004: 12).
La hipótesis de Castel no deja de ser sugerente. La inseguridad y el miedo serían, antes que causas, efectos de una trama social
constituida históricamente sobre el establecimiento de protecciones. Sin embargo, la pregunta se mantiene: ¿de dónde proviene
esta exacerbación del sentimiento de inseguridad que caracteriza a las sociedades contemporáneas y que moviliza múltiples
respuestas como la seguridad privada, la tenencia de armas, las urbanizaciones cerradas, la estigmatización de los otros, la
privatización del espacio público?
Creemos que debemos situar la nueva problemática de la inseguridad en un contexto histórico específico producto de la
conjunción de tres series de transformaciones:
a) El incremento de la sensación de inseguridad civil debido a la interrelación de un conjunto de factores y procesos que se
refuerzan mutuamente: sostenido aumento de los índices delictivos durante la década del noventa, crisis de legitimidad de las
instituciones públicas encargadas de la seguridad y la justicia, papel de los medios masivos, expertos en seguridad y ciertos
agentes políticos en proponer escenarios de pánico moral (Isla y Miguez, 2002).
b) La dificultad creciente a partir de la década del 80 para estar asegurado contra los riesgos sociales (accidente, enfermedad,
desempleo, etc.) producto de la expansión del neoliberalismo y la desarticulación del Estado social. Como sostiene Castel, la
sensación de inseguridad es el “efecto de un desfase entre una expectativa socialmente construida de protecciones y las
capacidades efectivas de una sociedad dada para ponerlas en funcionamiento” (2004: 13).
c) Por último, la emergencia de nuevos riesgos: industriales, tecnológicos, sanitarios, naturales, ecológicos (Castel, 2004: 76); es
decir, aquellos riesgos que Beck califica como propios de la “sociedad del riesgo”, en la cual ya no es el progreso sino la
incertidumbre el principio general que gobierna el porvenir.
Atmósferas
La Plata es una ciudad intermedia que cuenta con alrededor de 600.000 habitantes; es un centro administrativo de importancia por
ser la sede del gobierno de la provincia de Buenos Aires y la Universidad Nacional de La Plata, articulando con Capital Federal y
con centros urbanos menores. En su estructura urbana se identifican dos espacios contrastantes: el trazado fundacional
claramente separado por un cordón de circunvalación de casi 100 metros de ancho de la periferia. Mas allá de las alteraciones por
el crecimiento en altura, en el casco fundacional -espacio planificado- nos encontramos con el trazado en cuadrícula, diagonales,
plazas y avenidas cada seis cuadras, una clara distinción entre edificios públicos (hitos urbanos: arquitectura monumental) y
lugares de residencia (prolongación indefinida de construcciones predominantemente bajas, de calles numeradas, interrumpidas
sólo por plazas, con los límites de los barrios difusos). Por su parte, la periferia es resultado de un crecimiento no planificado,
donde muchas veces se rompe la disposición cuadricular. En términos generales presenta una densidad menor de
establecimientos educativos, sanitarios y culturales. Sin embargo, y a diferencia del casco fundacional, existe una mayor
segregación espacial. Es decir, es posible marcar con mayor claridad los límites de los barrios (por historia, servicios, nivel
socioeconómico).
Día tras día, los medios informan acerca de las inseguridades en la ciudad. Además de las crónicas policiales y el seguimiento de
casos, se presentan estadísticas, índices, encuestas. “La Plata, a la cabeza del ranking delictivo”, tituló El Día (15/7/2004),
presentándola como una de las ciudades más peligrosas de la provincia según un ranking elaborado a partir del número de
denuncias por habitantes. Se señalan tendencias. “Inseguridad en los barrios: en los barrios de La Plata no pasa un solo día sin
que se produzcan asaltos. Los comerciantes viven con miedo” (El Día, 17/9/2004); “Por la inseguridad, récord de ventas de armas
particulares” (El Día, 17/5/2004). Y, también, se les da la palabra a los lectores:
-“Vivimos angustiados por los secuestros, se vive colocando rejas en todas partes, alarmas y perros guardianes. Vivimos
enjaulados” (Carta de Lectores; El Día, 16/8/2004).
-“Actualmente la sociedad padece un recrudecimiento de la delincuencia, que azota con un nivel de violencia y de impunidad
inusitado. Así la vida diaria de la gente, sus costumbres, sus actividades laborales, familiares o sociales están determinadas por el
miedo. Todos tenemos amigos, conocidos, parientes que han sido víctimas de algún delito. Y, presas del pánico, ponemos rejas,
alarmas, cadenas, seguros, perros, guardianes” (Carta de Lectores; El Día, 30/7/2004).
Se podría continuar casi hasta el infinito, pero bastan para mostrarnos ciertos climas, sensibilidades y prácticas reguladoras del
miedo que, de hecho, también aparecen en los relatos obtenidos en el trabajo de campo. Sensación de inseguridad generalizada
es lo que se desprende de estos testimonios y el impacto de la misma en la vida cotidiana, “hábitos de la inseguridad”, como los
llama Rotker, ante la autopercepción del ciudadano como “víctima en potencia” (2000: 15-18). Así, en una encuesta realizada a
416 habitantes por la Consultora Prisma el 75,8 % de los encuestados sostuvo que el principal conflicto era la inseguridad, seguida
por el desempleo y la pobreza, y luego se nombraron la educación, la corrupción y la salud (Diario Hoy, 28/11/2004).
Aun sin perder de vista que los medios viven cada vez más de los miedos (Martín Barbero, 2000), coexistiendo con la ciudad
espacial una ciudad comunicacional (García Canclini, 1998) fundamental en las representaciones y usos urbanos, no se trata
únicamente de los medios. Por toda la ciudad han proliferado distintos dispositivos que buscan regular el miedo, desde las
alarmas, las rejas y la tenencia de armas hasta la seguridad privada y nuevas formas de habitar, como las urbanizaciones
cerradas, que se han establecido y expandido en la región recién en los últimos años.
Las rejas, por ejemplo, no se limitan al ámbito privado de la casa o el comercio; también las instituciones públicas han sido
enrejadas, debido a las cotidianas protestas frente a las mismas. En relación con la trasformación del espacio público de la ciudad
en un escenario habitual de protesta social, en el punto más álgido de los reclamos, El Día tituló “La ciudad sitiada por
movilización piquetera”, y en su interior se podía leer: “Más de quince mil manifestantes marcharon por calles del centro.
Bloquearon el tránsito. Hubo temor entre los comerciantes y muchos cerraron” (El Día, 4/3/2004).
Por último, no podemos perder de vista otro tipo de inseguridades y desprotecciones, fuentes también de miedo en la ciudad, que
mantienen una relación compleja con la inseguridad civil y explican, al menos en parte, la alta conflictividad social de los últimos
años. Según el INDEC, la desocupación en la ciudad durante el 2005 alcanzaba al 11, 5 % de la población económicamente
activa y la subocupación ascendía al 11,8 %. En la misma medición se calculaba que en el Gran La Plata el 24,3 % de la
población se encontraba por debajo de la línea de la pobreza y el 10 % estaba en la indigencia. Estas situaciones –como
veremos- también producen incertidumbre y miedo. Incertidumbre, para muchos, acerca del presente y el futuro; miedo para
quienes –que también son muchos- ven en la pobreza a un otro temido, a un enemigo.
Miedos
Entendemos que el miedo es construido socialmente. Como sostiene Reguillo “el miedo es una experiencia individualmente
experimentada, socialmente construida y culturalmente compartida” (2000: 189). Es decir, como forma de respuesta, se trata de
una práctica ligada a lo individual; sin embargo, es la sociedad la que construye las nociones de riesgo, amenaza, peligro y
genera modos de respuesta estandarizada. Mediante la socialización el individuo aprende a identificar y discriminar las fuentes de
peligro y las respuestas a las mismas. Además, las nociones y los modos de respuesta se modalizan en los territorios de la
cultura, es decir, adquieren su especificidad por mediación de la cultura. En efecto, como sostiene Sherry Ortner, subjetividad
remite tanto “al conjunto de modos de percepción, afecto, pensamiento, deseo, temor, etc., que animan a los sujetos actuantes”
como “a las formaciones culturales y sociales que modelan, organizan y generan determinadas estructuras de sentimiento” (2005:
22). De esta manera la cultura como proceso simbólico (y político) es “un conjunto de formas simbólicas públicas, que expresan y
a la vez configuran el significado para los actores inmersos en el flujo constante de la vida social” (Ortner, 2005: 32-33).
Dos aspectos fundamentales se desprenden de esta conceptualización del miedo. Por un lado, especificidad histórico-social del
miedo: distintas sociedades y distintitos períodos históricos dentro de una misma sociedad construyen miedos –y respuestas-
diferenciales. Por otro lado, variabilidad sociológica y cultural del miedo: en tanto la socialización no es un proceso homogéneo
sino que, por el contrario, se encuentra anclado en diferencias de clase, género y grupo entre otras mediaciones que producen
diferencias sociales (y son producto de diferencias sociales), el sentido atribuido al miedo puede ser cambiante según los grupos
sociales.
Partimos del supuesto que los miedos configuran su propio programa de acción: a cada miedo, unas respuestas. En este sentido
Reguillo ha hablado de “manuales de sobrevivencia urbana” los cuales son “códigos no escritos que prescriben y proscriben las
prácticas en la ciudad” (2000: 201). Por esto nos proponemos caracterizar los miedos (a ciertos espacios, a ciertos tiempos y a
ciertos sujetos) y las prácticas urbanas que suscitan (recorridos, precauciones, actitudes).
El modo más común y generalizado de abordar y contar el miedo en las ciudades es por medio de las cifras. Si le prestamos
atención a tales cifras es indudable –más allá de los problemas de medición- que la inseguridad ha crecido. Sin embargo, si bien
las cifras “suelen ser el primer recurso del que se echa mano para intentar comunicar la experiencia o la desmesura de la
violencia social en lo cotidiano”, pronto “se vuelven imagen o sonido hueco, canto repetido y gastado por la rutina” (Rotker, 2000:
8). Así, aun siendo conscientes que no podemos prescindir de las mismas, sabemos que no recogen “la magnitud de la angustia,
el tamaño del miedo y las consecuencias múltiples que repercuten en las formas de socialidad y modifican los escenarios que
habitamos” (Reguillo, 19996: 28). Parafraseando a Wacquant, debemos interesarnos por las formas antes que por los porcentajes,
por las conexiones antes que por las condiciones (2001: 107-108), y así captar las configuraciones del miedo en la ciudad (1).
Notas
[1] Para esto combinamos el análisis de fuentes diversas: la prensa gráfica local, datos provenientes de la observación de espacios públicos de la ciudad y
la realización de entrevistas semi-estructuradas a diversos usuarios de la ciudad. Fueron realizadas veinticuatro (24) entrevistas, a hombres (14) y mujeres
(14) de diversas edades entre 11 y 60 años, teniendo en cuenta el lugar de procedencia (14 platenses y 14 no platenses) y el lugar de residencia (14 en el
trazado fundacional y 14 en la periferia). Se entrevistaron actores sociales que por la posición que ocupan en el espacio público –estudiante, empleado,
desocupado, barrendero, taxista, ama de casa, cuida coche, vendedor ambulante, docente, médico- pueden desarrollar formas diferenciadas de percibir,
valorar y actuar en la ciudad. Deseo agradecer a Elena Berge, quien colaboró en la realización y desgrabación de las entrevistas.
[2] No podemos pasar por alto que la institución de ambas esferas en la sociedad occidental implicó también una asignación diferencial de roles según el
género: lo masculino, lo público y la producción por un lado, lo femenino, lo doméstico y la reproducción por otro. Así, en nuestra indagación “la casa”
adquiere una relevancia mayor en el caso de las mujeres.
[3] Por “su” barrio el primer joven se refería a un barrio de las afueras de La Plata y el segundo a la zona de la estación de trenes. En ambos la lógica es
similar: el barrio es seguro en tanto la persona conoce el territorio y, a la vez, la persona es reconocida en dicho ámbito. La paradoja, que nos habla de los
anclajes desde los cuales se vive y se representa una ciudad, es que ambas zonas son frecuentemente señaladas como peligrosas y temidas.
[4] Si bien no lo podemos tratar por falta de espacio, a estos “otros internos” debemos agregar la identificación de “otros externos”, fundamentalmente los
piqueteros y los inmigrantes.
[5] Las figuras del policía y el delincuente, sin embargo, no se confunden. La policía no sólo genera miedo. Varios tomaron una posición ambivalente: “a
veces te dan una respuesta y a veces no”, “hay buenos y hay corruptos”. Por último, no faltaron aquellos que tenían una valoración positiva.
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