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Comunicación II. Territorios Del Miedo

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TERRITORIOS DEL MIEDO EN EL ESPACIO URBANO DE LA CIUDAD

DE LA PLATA: EFECTOS Y AMBIVALENCIAS

Ramiro Segura
Universidad Nacional de La Plata / Universidad Nacional de San Martín /
Universidad Nacional de General Sarmiento /
Instituto de Desarrollo Económico y Social (Argentina)
segura_ramiro@hotmail.com

“La diferencia entre ser perseguido por dragones o imaginarlo no modifica para nada la situación. Ni mucho menos
modifica a los dragones. Que no existen, eso es justamente lo único que se sabe acerca de la existencia de
dragones”
Abelardo Castillo, Crónica de un iniciado

Resumen
El presente artículo indaga la ciudad desde los miedos, como vía para conocer los modos de experimentar el espacio urbano. Se
identifican espacios, tiempos y rostros del miedo y las territorializaciones a las que tales representaciones dan lugar. Se concluye
que, más allá de sus efectos (estigmatización, segregación espacial, etc.), la territorialización del miedo aparece como un artilugio
insuficiente: la vida urbana pone en contacto lo que tales territorializaciones distribuyen y separan, emergiendo paradójicamente el
miedo y la incertidumbre que aquellas tenían por finalidad abolir o al menos mantener a distancia.

Palabras clave: miedos – territorialización – ecologías urbanas – fronteras – interacciones.

Introducción
La ciudad es una en tanto territorio ocupado, sistema, totalidad. Y a la vez, paradójicamente, la ciudad es múltiple en tanto espacio
recorrido, representado y disputado, es decir, en tanto espacio (desigual y diferencialmente) experimentado. Nuestra indagación
acerca de los miedos en la ciudad –o mejor, nuestra indagación de la ciudad desde los miedos- intenta captar precisamente esta
ambigüedad constitutiva (Gorelik, 1998) del espacio público urbano: unicidad y multiplicidad, forma y prácticas.
En tanto el miedo no es sólo una forma de hablar del mundo, sino también un modo de actuar en él, constituye un vector para
mirar y analizar modos de representar y practicar la ciudad. ¿Qué representaciones y cartografías del miedo existen en la ciudad?
¿Dónde, cuándo y a quiénes se teme? ¿Qué papel tienen los miedos en la sociabilidad en el espacio urbano? ¿Cómo orientan las
prácticas en la ciudad? Nos interesa indagar, entonces, los “procesos simbólicos mediante los cuales los actores entienden `su´
ciudad, la nombran, se la apropian, la transforman, la segmentan, en una palabra la construyen simbólicamente para exorcizar el
peligro, reducir la incertidumbre y dotar de sentido al conjunto de sus prácticas” (Reguillo, 1999: 471).
La ambivalencia del epígrafe condensa el modo de funcionamiento –y la eficacia- de los miedos. Una vez que me persiguen, poco
importan los argumentos a favor o en contra de la (in) existencia de los dragones. Dicho de otro modo, las interpretaciones y
representaciones que tenemos del mundo son parte constitutiva del mismo y orientan (al menos en parte) los modos de
practicarlo.
Lo que nos proponemos en este trabajo es, en primer término, identificar los espacios, tiempos y rostros del miedo presentes en
las representaciones de los usuarios de la ciudad y las territorializaciones a las que tales representaciones dan lugar. Para luego,
en segundo término, abordar una tensión constitutiva de la vida urbana en la que interviene de manera crucial el miedo. Se trata
de la tensión entre la necesidad de intercambios de diversa índole (económicos, políticos, culturales) indispensables para la
reproducción social de la vida urbana que reposan sobre un mínimo de certezas, y los dispositivos que buscan mantener a
distancia aquellos elementos (materiales y simbólicos) que representan una amenaza. ¿Cómo resolver, entonces, la tensión entre
las territorializaciones que distribuyen los miedos en ecologías urbanas, representando la ciudad como un mosaico delimitado por
duras fronteras, y el necesario y cotidiano intercambio que supone atravesar, al menos en parte y no siempre ni para todo, tales
límites?
Sostendremos que, más allá de sus efectos reales (estigmatización de lugares, tiempos y actores, segregación espacial,
prescripción y proscripción de prácticas urbanas) la territorialización del miedo aparece como un artilugio insuficiente: la vida
urbana pone en contacto lo que tales territorializaciones distribuyen y separan, emergiendo paradójicamente el miedo y la
incertidumbre que aquellas tenían por finalidad abolir o al menos mantener a distancia.

Inseguridades
Nuestra pregunta sobre los miedos en la ciudad y las prácticas que los mismos suscitan y / o inhiben debe entenderse en el
marco de las transformaciones de la sociedad contemporánea. De hecho, ante la creciente y generalizada preocupación de
diversos agentes sociales –gobiernos, medios, ONGs y sectores de la sociedad civil- por la seguridad, varios intelectuales
llamaron la atención sobre la inflación de los riesgos. Así, Giddens (1993) habló de la existencia de una “cultura del riesgo” y
Beck (1998) sostuvo que en la modernidad reflexiva estamos transitando de una comunidad de la miseria propia de la sociedad
de clases, definida por una lógica de distribución de bienes, a una comunidad del miedo propia de la “sociedad del riesgo” donde
“las líneas de fractura vienen definidas cada vez más por la distribución de los `males´: azares y riesgos” (Lash y Urry, 1998: 55).
Aunque tales posiciones no son aceptables en su totalidad (nuestra sociedad es un ejemplo de la persistencia de las luchas
distributivas propias de –siguiendo la terminología de Beck- las sociedades de la miseria) llaman la atención sobre un dato
verificado por muchos: el incremento de la sensación de inseguridad. Este fenómeno no puede ser menospreciado en tanto “tiene
efectos sociales y políticos” y “estructura en gran medida nuestra experiencia social” (Castel, 2004: 12).
¿De dónde provienen, entonces, las sensaciones de inseguridad, desprotección, miedo? Una de las paradojas de las sociedades
modernas señalada por Castel consiste en que a pesar de estar rodeadas y atravesadas por protecciones –de hecho, se trata de
sociedades constituidas alrededor de protecciones- las preocupaciones sobre la seguridad permanecen omnipresentes. Así, en
lugar de oponer inseguridad y protecciones como registros distintos de la experiencia cotidiana, cabría pensar la inseguridad
moderna no como la ausencia de protecciones sino como “su reverso, su sombra llevada a un universo social que se ha
organizado alrededor de la búsqueda sin fin de protecciones o de una búsqueda desenfrenada de seguridad” (Castel, 2004: 12).
La hipótesis de Castel no deja de ser sugerente. La inseguridad y el miedo serían, antes que causas, efectos de una trama social
constituida históricamente sobre el establecimiento de protecciones. Sin embargo, la pregunta se mantiene: ¿de dónde proviene
esta exacerbación del sentimiento de inseguridad que caracteriza a las sociedades contemporáneas y que moviliza múltiples
respuestas como la seguridad privada, la tenencia de armas, las urbanizaciones cerradas, la estigmatización de los otros, la
privatización del espacio público?
Creemos que debemos situar la nueva problemática de la inseguridad en un contexto histórico específico producto de la
conjunción de tres series de transformaciones:
a) El incremento de la sensación de inseguridad civil debido a la interrelación de un conjunto de factores y procesos que se
refuerzan mutuamente: sostenido aumento de los índices delictivos durante la década del noventa, crisis de legitimidad de las
instituciones públicas encargadas de la seguridad y la justicia, papel de los medios masivos, expertos en seguridad y ciertos
agentes políticos en proponer escenarios de pánico moral (Isla y Miguez, 2002).
b) La dificultad creciente a partir de la década del 80 para estar asegurado contra los riesgos sociales (accidente, enfermedad,
desempleo, etc.) producto de la expansión del neoliberalismo y la desarticulación del Estado social. Como sostiene Castel, la
sensación de inseguridad es el “efecto de un desfase entre una expectativa socialmente construida de protecciones y las
capacidades efectivas de una sociedad dada para ponerlas en funcionamiento” (2004: 13).
c) Por último, la emergencia de nuevos riesgos: industriales, tecnológicos, sanitarios, naturales, ecológicos (Castel, 2004: 76); es
decir, aquellos riesgos que Beck califica como propios de la “sociedad del riesgo”, en la cual ya no es el progreso sino la
incertidumbre el principio general que gobierna el porvenir.

Atmósferas
La Plata es una ciudad intermedia que cuenta con alrededor de 600.000 habitantes; es un centro administrativo de importancia por
ser la sede del gobierno de la provincia de Buenos Aires y la Universidad Nacional de La Plata, articulando con Capital Federal y
con centros urbanos menores. En su estructura urbana se identifican dos espacios contrastantes: el trazado fundacional
claramente separado por un cordón de circunvalación de casi 100 metros de ancho de la periferia. Mas allá de las alteraciones por
el crecimiento en altura, en el casco fundacional -espacio planificado- nos encontramos con el trazado en cuadrícula, diagonales,
plazas y avenidas cada seis cuadras, una clara distinción entre edificios públicos (hitos urbanos: arquitectura monumental) y
lugares de residencia (prolongación indefinida de construcciones predominantemente bajas, de calles numeradas, interrumpidas
sólo por plazas, con los límites de los barrios difusos). Por su parte, la periferia es resultado de un crecimiento no planificado,
donde muchas veces se rompe la disposición cuadricular. En términos generales presenta una densidad menor de
establecimientos educativos, sanitarios y culturales. Sin embargo, y a diferencia del casco fundacional, existe una mayor
segregación espacial. Es decir, es posible marcar con mayor claridad los límites de los barrios (por historia, servicios, nivel
socioeconómico).
Día tras día, los medios informan acerca de las inseguridades en la ciudad. Además de las crónicas policiales y el seguimiento de
casos, se presentan estadísticas, índices, encuestas. “La Plata, a la cabeza del ranking delictivo”, tituló El Día (15/7/2004),
presentándola como una de las ciudades más peligrosas de la provincia según un ranking elaborado a partir del número de
denuncias por habitantes. Se señalan tendencias. “Inseguridad en los barrios: en los barrios de La Plata no pasa un solo día sin
que se produzcan asaltos. Los comerciantes viven con miedo” (El Día, 17/9/2004); “Por la inseguridad, récord de ventas de armas
particulares” (El Día, 17/5/2004). Y, también, se les da la palabra a los lectores:
-“Vivimos angustiados por los secuestros, se vive colocando rejas en todas partes, alarmas y perros guardianes. Vivimos
enjaulados” (Carta de Lectores; El Día, 16/8/2004).
-“Actualmente la sociedad padece un recrudecimiento de la delincuencia, que azota con un nivel de violencia y de impunidad
inusitado. Así la vida diaria de la gente, sus costumbres, sus actividades laborales, familiares o sociales están determinadas por el
miedo. Todos tenemos amigos, conocidos, parientes que han sido víctimas de algún delito. Y, presas del pánico, ponemos rejas,
alarmas, cadenas, seguros, perros, guardianes” (Carta de Lectores; El Día, 30/7/2004).
Se podría continuar casi hasta el infinito, pero bastan para mostrarnos ciertos climas, sensibilidades y prácticas reguladoras del
miedo que, de hecho, también aparecen en los relatos obtenidos en el trabajo de campo. Sensación de inseguridad generalizada
es lo que se desprende de estos testimonios y el impacto de la misma en la vida cotidiana, “hábitos de la inseguridad”, como los
llama Rotker, ante la autopercepción del ciudadano como “víctima en potencia” (2000: 15-18). Así, en una encuesta realizada a
416 habitantes por la Consultora Prisma el 75,8 % de los encuestados sostuvo que el principal conflicto era la inseguridad, seguida
por el desempleo y la pobreza, y luego se nombraron la educación, la corrupción y la salud (Diario Hoy, 28/11/2004).
Aun sin perder de vista que los medios viven cada vez más de los miedos (Martín Barbero, 2000), coexistiendo con la ciudad
espacial una ciudad comunicacional (García Canclini, 1998) fundamental en las representaciones y usos urbanos, no se trata
únicamente de los medios. Por toda la ciudad han proliferado distintos dispositivos que buscan regular el miedo, desde las
alarmas, las rejas y la tenencia de armas hasta la seguridad privada y nuevas formas de habitar, como las urbanizaciones
cerradas, que se han establecido y expandido en la región recién en los últimos años.
Las rejas, por ejemplo, no se limitan al ámbito privado de la casa o el comercio; también las instituciones públicas han sido
enrejadas, debido a las cotidianas protestas frente a las mismas. En relación con la trasformación del espacio público de la ciudad
en un escenario habitual de protesta social, en el punto más álgido de los reclamos, El Día tituló “La ciudad sitiada por
movilización piquetera”, y en su interior se podía leer: “Más de quince mil manifestantes marcharon por calles del centro.
Bloquearon el tránsito. Hubo temor entre los comerciantes y muchos cerraron” (El Día, 4/3/2004).
Por último, no podemos perder de vista otro tipo de inseguridades y desprotecciones, fuentes también de miedo en la ciudad, que
mantienen una relación compleja con la inseguridad civil y explican, al menos en parte, la alta conflictividad social de los últimos
años. Según el INDEC, la desocupación en la ciudad durante el 2005 alcanzaba al 11, 5 % de la población económicamente
activa y la subocupación ascendía al 11,8 %. En la misma medición se calculaba que en el Gran La Plata el 24,3 % de la
población se encontraba por debajo de la línea de la pobreza y el 10 % estaba en la indigencia. Estas situaciones –como
veremos- también producen incertidumbre y miedo. Incertidumbre, para muchos, acerca del presente y el futuro; miedo para
quienes –que también son muchos- ven en la pobreza a un otro temido, a un enemigo.

Miedos
Entendemos que el miedo es construido socialmente. Como sostiene Reguillo “el miedo es una experiencia individualmente
experimentada, socialmente construida y culturalmente compartida” (2000: 189). Es decir, como forma de respuesta, se trata de
una práctica ligada a lo individual; sin embargo, es la sociedad la que construye las nociones de riesgo, amenaza, peligro y
genera modos de respuesta estandarizada. Mediante la socialización el individuo aprende a identificar y discriminar las fuentes de
peligro y las respuestas a las mismas. Además, las nociones y los modos de respuesta se modalizan en los territorios de la
cultura, es decir, adquieren su especificidad por mediación de la cultura. En efecto, como sostiene Sherry Ortner, subjetividad
remite tanto “al conjunto de modos de percepción, afecto, pensamiento, deseo, temor, etc., que animan a los sujetos actuantes”
como “a las formaciones culturales y sociales que modelan, organizan y generan determinadas estructuras de sentimiento” (2005:
22). De esta manera la cultura como proceso simbólico (y político) es “un conjunto de formas simbólicas públicas, que expresan y
a la vez configuran el significado para los actores inmersos en el flujo constante de la vida social” (Ortner, 2005: 32-33).
Dos aspectos fundamentales se desprenden de esta conceptualización del miedo. Por un lado, especificidad histórico-social del
miedo: distintas sociedades y distintitos períodos históricos dentro de una misma sociedad construyen miedos –y respuestas-
diferenciales. Por otro lado, variabilidad sociológica y cultural del miedo: en tanto la socialización no es un proceso homogéneo
sino que, por el contrario, se encuentra anclado en diferencias de clase, género y grupo entre otras mediaciones que producen
diferencias sociales (y son producto de diferencias sociales), el sentido atribuido al miedo puede ser cambiante según los grupos
sociales.
Partimos del supuesto que los miedos configuran su propio programa de acción: a cada miedo, unas respuestas. En este sentido
Reguillo ha hablado de “manuales de sobrevivencia urbana” los cuales son “códigos no escritos que prescriben y proscriben las
prácticas en la ciudad” (2000: 201). Por esto nos proponemos caracterizar los miedos (a ciertos espacios, a ciertos tiempos y a
ciertos sujetos) y las prácticas urbanas que suscitan (recorridos, precauciones, actitudes).
El modo más común y generalizado de abordar y contar el miedo en las ciudades es por medio de las cifras. Si le prestamos
atención a tales cifras es indudable –más allá de los problemas de medición- que la inseguridad ha crecido. Sin embargo, si bien
las cifras “suelen ser el primer recurso del que se echa mano para intentar comunicar la experiencia o la desmesura de la
violencia social en lo cotidiano”, pronto “se vuelven imagen o sonido hueco, canto repetido y gastado por la rutina” (Rotker, 2000:
8). Así, aun siendo conscientes que no podemos prescindir de las mismas, sabemos que no recogen “la magnitud de la angustia,
el tamaño del miedo y las consecuencias múltiples que repercuten en las formas de socialidad y modifican los escenarios que
habitamos” (Reguillo, 19996: 28). Parafraseando a Wacquant, debemos interesarnos por las formas antes que por los porcentajes,
por las conexiones antes que por las condiciones (2001: 107-108), y así captar las configuraciones del miedo en la ciudad (1).

Los espacios del miedo


La simbolización del espacio es un proceso que remite al establecimiento de límites, fronteras y umbrales, proceso íntimamente
ligado a la identidad y a la diferencia, a la relación del “nosotros” con los “otros” (Augé, 1995). En relación con el miedo podríamos
decir que existe una topología que va, en términos generales, desde la intimidad y seguridad del espacio privado de la casa hacia
la inseguridad generalizada y anónima del espacio público de la ciudad, pasando por el barrio como ámbito mediador de ambos
polos.
En efecto, el espacio de la casa fue nombrado por la mayoría de los entrevistados –jóvenes y adultos, varones y mujeres, de
ocupaciones diversas- como el lugar de la ciudad en el que se sentían seguros. “En mi casa, únicamente” sostuvo un taxista de
41 años que vive en Tolosa; en mi casa “porque es cerrado, lo conozco yo y me da miedo salir por ahí, a la calle” testimonió una
ama de casa de 25 años; y una vendedora ambulante de 51 años aseguró sentirse insegura “en todos lados en este momento,
hasta en la puerta de mi casa”.
Las sociedades occidentales se han constituido a partir del establecimiento de un límite o frontera entre el espacio privado y el
espacio público. Límite o frontera que, como tal, separa y al mismo tiempo une, siendo precisamente la puerta el dispositivo que
permite o impide atravesar dicho límite. A toda frontera, sin embargo, hay que historizarla (Grimson, 2004), analizar su
comportamiento a lo largo del tiempo. En su análisis de la sociedad brasilera Da Matta (1997) sostuvo que la casa y la calle,
además de ser espacios físicos, delimitan esferas culturales donde predominan, respectivamente, la persona, los lazos familiares/
afectivos y la reciprocidad en una, el individuo, el anonimato y el contrato en la otra. Sin pretender que tal esquema explique la
dinámica cultural de nuestra sociedad, parece claro que testimonios como los citados señalan el “endurecimiento” de una frontera
preexistente: la que existe entre lo público y lo privado, entre la calle y la casa, proceso que se ve en la obturación por medio de
rejas, alarmas y perros de las estructuras destinadas a la comunicación entre ambas esferas (2).
El barrio fue nombrado por muchos como un ámbito que brinda seguridad. “En mi barrio me siento seguro porque lo conozco más,
y sé la gente que lo frecuenta y cómo se maneja”, sostuvo un joven de 22 años, estudiante. Otro estudiante, procedente de
Neuquén, señaló: “en mi barrio me siento seguro porque conozco a la gente; es cerca de la estación, que si bien no es una de las
zonas más lindas de La Plata, yo, por una cuestión de pertenencia, es como que me siento seguro”. Como sostiene Mayol, el
barrio “es para el usuario una porción conocida del espacio urbano en la que, más o menos, se sabe reconocido” (1999: 8). Así,
todos los testimonios recogidos sobre este tópico remarcan en el barrio las dimensiones del conocimiento del territorio y el
reconocimiento de la persona, construidas a partir de la práctica cotidiana del espacio barrial (3).
Por último, varios sostuvieron, en cambio, no sentirse seguros en ningún lugar de la ciudad. Estos casos –extremos, en cierta
medida- nos reenvían a la frontera casa / calle. Un empleado público de 26 años decía “hoy no sé si se puede estar seguro en
todos lados, en cualquier lado, pero por lo menos sé que cierro la puerta y estoy seguro, en cierto modo”, y una mujer indicaba,
en la misma dirección, “no se puede estar ni en la puerta en este momento”. Estos testimonios hablan de un miedo generalizado,
“del exilio en la propia ciudad”, la cual asume el rostro de “la inevitabilidad de la violencia” (Reguillo, 2001: 4). De hecho, en la
encuesta ya citada, el 80 % de los encuestados sostuvo que la vía pública era el lugar más inseguro de la ciudad (Diario Hoy,
28/11/2004).
Sin embargo, y salvo excepciones, la ciudad no es significada como peligrosa en su totalidad. Por el contrario, tanto para reducir
la incertidumbre como para reforzar antiguos prejuicios, la ciudad es segmentada y se señalan las zonas peligrosas, se construyen
cartografías del miedo y se despliegan “manuales de sobrevivencia urbana” en base a las mismas.
La mayoría de los espacios a los que se les teme fueron ubicados en “el afuera”, remitiendo así a la periferia de la ciudad. Se
refieren a esos lugares de dos modos. Por un lado, algunos lo hacen de modo generalizado, sosteniendo que tienen miedo en
“zonas suburbanas, más alejadas de lo que es la ciudad, donde hay algunas villas miseria” (estudiante, platense, de 18 años), en
“la periferia, donde trabajaba antes” (empleado, de 33 años), “en lugares lejos del centro, donde las calles son oscuras, pasa poca
gente, uno se entra a preguntar si va a llegar entero a casa (...) yo creo que afuera, en lo que es afuera de La Plata, me da un
poquito de miedo” (estudiante, del interior, 19 años).
En cambio, otros, la mayoría, precisan lugares específicos de ese “afuera” que, como dijimos, es altamente heterogéneo. Un
entrevistado nos brinda su mapa de zonas peligrosas: “hay zonas, La Favela, hay zonas, barrio Aeropuerto, yo que soy taxista,
estamos atentos a todas las zonas en las que abunda la delincuencia, que es peligrosísimo, como el Churrasco, como la zona del
mercado, son zonas muy, muy jodidas, sobre todo a la noche”. Y muchos ven a dichos barrios como sinónimos del riesgo. Tengo
miedo “en las villas, en los lugares que hay más peligro” sostiene una mujer platense de 42 años que trabaja en un comedor
comunitario, le temo a “algunos barrios de Los Hornos, La Favela (...) porque no conozco, por la inseguridad” argumenta un
estudiante de 22 años.
Se teme a lo desconocido, se teme a lo estigmatizado, y estos dos temores se conjugan a la hora de identificar tales lugares como
peligrosos. De hecho, la mayoría de las personas no tiene un conocimiento directo de tales sitios (algunos nunca han pasado por
los mismos), ya que no forman parte de sus circuitos cotidianos por la ciudad. Así, un docente de 31 años sostiene tenerle miedo
a los “lugares estigmatizados” que “de oídas parecen ser los peligrosos” y un estudiante de 18 cuenta que “directamente no voy,
tengo idealizado que sí, que debe ser bravo ir”. En este punto, sin dudas, los medios juegan un rol central, se transforman en la
fuente de conocimiento para gran cantidad de personas que no tienen un vínculo con esas zonas.
La ciudad es interacción, flujos, intercambios. Y, por lo mismo, los delitos, las violencias y los miedos desespacializan, mezclando
las ecologías de la ciudad. Sin embargo, los relatos trabajan en la dirección opuesta, territorializando el miedo y el peligro,
circunscribiéndolo, reestableciendo una ecología urbana con lugares buenos y malos, seguros e inseguros. Y aquí no podemos
ignorar el papel de los medios, ofertando discursos e imágenes como categorías para pensar el miedo, ni el uso político de tales
miedos, proceso que Castel denominó retorno de las clases peligrosas, es decir, “la cristalización en grupos particulares, situados
en los márgenes, de todas las amenazas que entraña en sí una sociedad” (2004: 70).

Los tiempos del miedo


Así como se le asignan territorios al miedo, también se le asigna un tiempo. Y aquí casi existe unanimidad: la noche es el tiempo
del miedo. “No salgo de noche”, nos dice una ama de casa de 25 años. No sale, pero le teme. O, también, le teme y por eso no
sale. Y del mismo modo que muchos entrevistados aseveran que ciertas zonas de la ciudad son peligrosas aunque nunca han ido,
esta mujer sostiene que tiene miedo “a la noche, cuando entrada la tarde ya... y bueno, la gente mala se empieza a juntar a esa
hora”. Frase en la que se condensa una asociación bastante estable, casi una constante antropológica, entre la noche y “el mal”.
Aun cuando la mayoría coincide en señalar a la noche como causante de miedos, es variada la relación que establecen con la
noche. Como el caso del ama de casa, muchos de los adultos entrevistados no salen de noche. Los únicos adultos que andan por
la ciudad de noche lo hacen por cuestiones laborales, y tienen miedo. “Te puede pasar cualquier cosa y no tenemos seguridad en
la calle”, comenta un barrendero de 33 años; y, refiriéndose a su trabajo nocturno, un taxista sostiene “trabajo con mucho miedo
arriba del taxi porque cuando salgo de mi casa no sé si voy a volver”.
Varias investigaciones han señalado la asociación entre espacio urbano, noche y juventud. “La ciudad es de los jóvenes mientras
los adultos duermen; es otra ciudad. Hay un empleo del tiempo para conquistar el espacio”, escribió Margulis (1994: 12). La ciudad
es usada diferencialmente también en relación con el tiempo y el tiempo nocturno resignifica la ciudad, con la emergencia de
otros rostros y otras prácticas en el espacio urbano.
Efectivamente, en contraposición a los adultos, la mayoría de los jóvenes entrevistados frecuentan la noche. El miedo emerge en
situaciones y contextos específicos. “Si es muy de noche y me encuentro con algún cana, o si es muy de noche y no hay nadie en
la calle, por ahí me da miedo” sostiene una chica de 22 años, que vino del interior de la provincia a estudiar en la Universidad;
“cuando veo un grupo numeroso que se acerca y yo vengo solo... cuando voy con alguna amiga, amigo y bueno, hay un grupo
numeroso de personas que se viene y es a la noche”, cuenta un empleado de 26 años; “los sábados a la noche, por ahí ando
solo, anda mucha gente borracha, te piden una moneda acá, una moneda allá”, describe otro. Todos toman precauciones. “Me
tomo un remise, o no salgo, o salgo con alguien”, comenta un estudiante de 19; “si tengo que salir voy a algún lugar derecho, voy
y vuelvo a mi casa, o sino, bueno, si se puede salir en algún auto, algún amigo o algo por el estilo, mejor; pero así, caminar con
pocas personas o solo un viernes o un sábado a la noche, trato de no hacerlo”, cuenta otro de 26.

Los rostros del miedo


Las ciudades han sido por siempre ámbitos privilegiados de encuentros e intercambios entre personas y grupos diferentes. El
problema que nos ocupa en esta sección no es la experiencia de la alteridad en sí, constitutiva de la experiencia urbana, sino
ciertos matices que dicha experiencia adquiere cuando el miedo está presente en los vínculos entre individuos. Así, al igual que
con los espacios y los tiempos, se construyen “otros” calificados como peligrosos, y este reconocimiento influye en los modos de
sociabilidad en el espacio urbano, cuando el temor y la sospecha se establecen como constante de las relaciones en la ciudad.
Los miedos se condensaron en dos figuras: la policía y los delincuentes (4). La gran mayoría de quienes sostuvieron tener miedo a
la policía eran jóvenes. La policía es identificada por muchos con su opuesto, la delincuencia, en tanto no serían muy diferentes,
ambos generando inseguridad y miedo. “En realidad ahora no sabés a quién tenerle miedo, si a los delincuentes o a la policía,
porque hoy en día también la policía está implicada en todo esto”.
La delincuencia fue la otra figura que genera temor. Ahora bien ¿cómo se construye la imagen del delincuente? ¿A qué se lo
asocia? La figura del delincuente y la emergencia del delito, se asociaron con ciertas condiciones de vida –la pobreza-, un período
específico de la vida –la juventud-, y ciertos consumos –alcohol, drogas-. Dejemos hablar a algunos testimonios:
-“Esa es la gente que me da miedo, que son las que peores condiciones económicas tienen” (estudiante, 19 años).
-“A la gente que le tengo miedo es... a la gran mayoría de los drogadictos, de vagancia que se para en la esquina a chupar
cerveza, droga... y bueno, a esa gente, es la que te asalta, la que te pega una puñalada, la que te pega un tiro, toda esa gente”
(taxista, 42 años).
-“Yo no le tengo miedo a nadie, pero... a veces a la gente... los pibes que andan, toman cerveza en la esquina, se drogan, hay
que esquivarlos” (desocupado, 48 años).
-“A los que no son como yo, clase media, a los que no son clase media (...) por prejuicioso, jamás me pasó nada, a ninguna hora”
(docente, 31 años).
-“Para serte sincero, a las personas que uno nota, por prejuicio, de baja condición social” (empleado, 26 años).
-“A alguna persona de clase baja que uno piensa que te pueden llegar a robar o a algunas personas que están drogadas”
(médico, 28 años).
Al leer estos testimonios, sostenidos por personas de distinta edad, sexo, condición social y ocupación se ve claramente como se
delimita al otro temido en las figuras del pobre y, específicamente, del joven marginal, asociado, casi como sinónimo, al delito y
los vicios. El reconocimiento en el espacio público de personas que coincidan con tal estereotipo lleva inmediatamente al
despliegue de prácticas de distanciamiento y evitación: no frecuentan los lugares donde se los puede encontrar (y aquí aparece el
vínculo con espacios estigmatizados de la ciudad), los evitan, ya sea tomando un taxi, cruzando la calle o doblando al llegar a la
esquina (5).
Lo urbano nos remite así al problema de la accesibilidad y la diversidad. Como sostuvo Hannerz, “la gente reacciona no sólo al
hecho de estar cerca, sino a estar cerca de tipos particulares de personas” (1993: 117). Estas relaciones en el espacio público
exceden la relación entre extraños, entre anónimos. Superan la experiencia de la pluralidad, poniéndose en juego mecanismos de
alteridad / identidad. Marcas o atributos funcionan como indicios de la edad, el género, la etnicidad, la clase y la ocupación (entre
otras) promoviendo, según los casos, el acercamiento, la indiferencia, el rechazo.

Epílogo. Las territorializaciones del miedo, sus efectos y sus ambivalencias


Los resultados señalan que el miedo es una dimensión constitutiva de diversas formas de sociabilidad en el espacio urbano,
estructurando en gran medida la experiencia de la vida en la ciudad.
En relación con los lugares existe una topología del miedo que va de la seguridad e intimidad del espacio privado, representado
por la casa, hacia la inseguridad y anonimato del espacio público, con el barrio, un ámbito mediador, transicional entre ambos
extremos. A su vez, el espacio público es segmentado; así, los lugares temidos y peligrosos se ubican, generalmente, en el afuera
de la ciudad, específicamente en ciertos barrios y villas. De esta manera, dos serían las fronteras principales que se refuerzan con
la territorialización de los miedos. Por un lado, la frontera entre la casa y la calle, entre el espacio privado y el espacio público.
Por otro lado, la frontera entre el adentro y el afuera de la estructura urbana, afuera que adquiere visibilidad negativa, al
relacionárselo con la pobreza y el peligro. Fue identificado, además, un tiempo del miedo: la noche, tiempo en el cual la ciudad se
resignifica, apareciendo otros actores y otras prácticas. La noche refuerza el miedo a ciertos espacios y expande el miedo a
lugares que a la luz del día no son temidos.
Por último, se indagó acerca de los rostros del miedo, cambiantes según los actores consultados. Dos figuras sobresalieron: el
temor a la policía y el temor a los delincuentes, asociados a la juventud, la pobreza y las adicciones.
El miedo se vincula, entonces, a campos de sentido específicos que se relacionan entre sí: villas, afuera, noche, pobreza,
juventud, adicciones. Estas representaciones operan simultáneamente como marcos interpretativos y como guías para la acción.
Representaciones que se objetivan en los discursos y en las prácticas. Así, las asociaciones entre peligro y villa, peligro y noche,
y peligro y otros, podrían ser pensadas como mitos urbanos (Barthes, 2003), representaciones pre analíticas que orientan los
modos de acción en la ciudad, reducen la incertidumbre al circunscribir el problema y perpetúan modos de exclusión (Reguillo,
1999).
Si la ciudad es interacción, flujos e intercambios, los relatos parecen trabajar en la dirección opuesta, reterritorializando el miedo y
el peligro, circunscribiéndolo, reestableciendo una ecología urbana con lugares buenos y malos, seguros e inseguros. Ahora bien,
esta tensión constitutiva de la experiencia urbana, tensión que se expresa en dos conjuntos de imágenes opuestas acerca del
espacio urbano -uno donde se prioriza la posición, el lugar que cada categoría social ocupa en el espacio urbano (imagen
ecológica, o la ciudad como mosaico), otro donde se resalta la movilidad de y en el espacio urbano, los flujos y los intercambios
(imagen líquida, o la ciudad como red)- adquiere características peculiares en relación con los miedos. En efecto, ¿cómo hacer
compatibles los requerimientos de flujos, intercambios y diálogos que la vida urbana supone, con los dispositivos para fijar,
circunscribir, territorializar lo peligroso, lo temido, lo desconocido, lo diferente? ¿es posible, en sentido práctico, resolver esta
tensión?
Tomaremos para esto un caso de nuestro trabajo de campo. Se trata de un comerciante de 29 años, propietario de un ciber en un
barrio de la ciudad. No pensamos que este sea un caso paradigmático o prototípico de resolver tales tensiones –o de vivir con
ellas-. Muestra precisamente lo contrario: el modo singular en que un sujeto situado –social y contextualmente- resuelve la tensión
entre la necesidad de intercambios (central en el caso de un comercio) y los miedos y estereotipos que lo empujan en la dirección
opuesta.
En primer lugar nos narra los criterios para localizar su comercio. “Lo primero que intentamos encontrar era una zona donde no
hubiera el negocio, hubiera movimiento y que relativamente nos diera la idea de... de qué sé yo... te acercas a la zona de 32 y
corrés mucho riesgo por el lado de la villa, si te acercas a... pasas 25 ya tenés otro perfil socioeconómico en el cual un ciber no
sabes cuánta vida útil podía llegar a tener, entonces tratábamos de encontrar algo en el medio, siempre apuntando al barrio,
nunca en el centro”. Vemos como se actualiza cierta cartografía de la ciudad. Adentro, no afuera, por el peligro de la villa. Y, en
ese adentro, barrio, no centro, pero barrio con movimiento.
Luego, una vez hallado un local que cumpliera con los criterios establecidos para su selección, señala irónicamente que tales
criterios no fueron suficientes (o no eran totalmente válidos) para evitar el peligro. “Después nos dimos cuenta... alquilamos a
mediados de septiembre, y los primeros días de octubre –es cómico- sale toda una página en Trama urbana del diario Hoy donde
habla de las zonas de mayor riesgo de robo... era el sector comprendido por la comisaría segunda, que es esta zona”. Y la
profecía mediática se cumplió. “Nos metimos directamente en la boca del lobo. Y en ese momento así fue, porque a los 20 días
nos robaron; después de esos 20 días pasó un mes y nos volvieron a robar; y a los 6 días nos volvieron a robar... En ese
momento todos dijimos “bueno, si pasamos una semana y nos vuelven a robar, cerramos la persiana”.
Los robos cesaron –previa instalación de un sistema de alarmas y el pago mensual, junto a comerciantes cercanos, a la policía-
pero la tensión persiste: “con la inseguridad tenés que aprender a convivir, más cuando tenés un negocio”, nos dice. Y enumera
las situaciones que reactualizan su temor cotidiano: “en estos últimos 15 días han intentado robar la veterinaria, el domingo
robaron en el video, entonces vos sabés... estás esperando que la tercera o la cuarta te caiga a vos. Entonces ya empezás con la
paranoia, empezás a pensar que hacés, abrís la puerta, no abrís la puerta, de última tenés un negocio”.
Así, la vida en la ciudad podría ser pensada como la tensión entre la confiabilidad y la vulnerabilidad, es decir, la tensión entre la
necesidad del desarrollo de intercambios de diversa índole (económicos, políticos, culturales) que reposan sobre un mínimo de
certezas y los dispositivos que buscan mantener a distancia aquellos elementos (materiales y simbólicos) que representan una
amenaza. Por esto, ante la evidencia de que los mecanismos que dan confiabilidad fallan (por ejemplo, la policía que debería
brindar seguridad), se incrementa la sensación de inseguridad (Castel, 2004), y se ponen en funcionamiento los mecanismos –
cambiantes según los actores y las situaciones- que buscan reducir la vulnerabilidad (Reguillo, 1996). Es en este momento donde
se (re) producen ciertas representaciones sociales –mitos, estereotipos, estigmas- que se objetivan en “manuales de sobrevivencia
urbana”, es decir, un conjunto que prescribe y proscribe prácticas (evitar ciertos espacios, tiempos y actores, tomar precauciones,
etc.).
En una atmósfera donde se respira inseguridad, la experiencia urbana se encuentra tensada entre el requerimiento de
intercambios y diálogos necesarios para reproducir la vida y las estrategias para fijar, circunscribir, territorializar lo peligroso, lo
temido, lo desconocido, lo diferente. Estas últimas son ambivalentes. Por un lado, aparecen los otros: jóvenes, pobres, villas,
drogas y las cartografías que, al distribuirlos en ecologías urbanas, orientan los modos de vivir y transitar la ciudad, cada vez más
reducida. Por otro lado, no impiden que, en ciertas situaciones, emerjan el miedo y la incertidumbre, en tanto la vida en la ciudad
y sus requerimientos ponen en contacto aquello que tales operaciones pretendían circunscribir a ciertos espacios, ciertos tiempos,
ciertos rostros.

Notas
[1] Para esto combinamos el análisis de fuentes diversas: la prensa gráfica local, datos provenientes de la observación de espacios públicos de la ciudad y
la realización de entrevistas semi-estructuradas a diversos usuarios de la ciudad. Fueron realizadas veinticuatro (24) entrevistas, a hombres (14) y mujeres
(14) de diversas edades entre 11 y 60 años, teniendo en cuenta el lugar de procedencia (14 platenses y 14 no platenses) y el lugar de residencia (14 en el
trazado fundacional y 14 en la periferia). Se entrevistaron actores sociales que por la posición que ocupan en el espacio público –estudiante, empleado,
desocupado, barrendero, taxista, ama de casa, cuida coche, vendedor ambulante, docente, médico- pueden desarrollar formas diferenciadas de percibir,
valorar y actuar en la ciudad. Deseo agradecer a Elena Berge, quien colaboró en la realización y desgrabación de las entrevistas.
[2] No podemos pasar por alto que la institución de ambas esferas en la sociedad occidental implicó también una asignación diferencial de roles según el
género: lo masculino, lo público y la producción por un lado, lo femenino, lo doméstico y la reproducción por otro. Así, en nuestra indagación “la casa”
adquiere una relevancia mayor en el caso de las mujeres.
[3] Por “su” barrio el primer joven se refería a un barrio de las afueras de La Plata y el segundo a la zona de la estación de trenes. En ambos la lógica es
similar: el barrio es seguro en tanto la persona conoce el territorio y, a la vez, la persona es reconocida en dicho ámbito. La paradoja, que nos habla de los
anclajes desde los cuales se vive y se representa una ciudad, es que ambas zonas son frecuentemente señaladas como peligrosas y temidas.
[4] Si bien no lo podemos tratar por falta de espacio, a estos “otros internos” debemos agregar la identificación de “otros externos”, fundamentalmente los
piqueteros y los inmigrantes.
[5] Las figuras del policía y el delincuente, sin embargo, no se confunden. La policía no sólo genera miedo. Varios tomaron una posición ambivalente: “a
veces te dan una respuesta y a veces no”, “hay buenos y hay corruptos”. Por último, no faltaron aquellos que tenían una valoración positiva.

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