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Adamovsky - La Clase Media en Argentina

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La clase media en Argentina

Ezequiel Adamovsky

(Ezequiel Adamovsky, “La clase media en argentina”, versión en castellano de “The Middle Class
in Argentina”, Oxford Research Encyclopedia of Latin American History, Oxford University Press,
2016; p. 1 – 15. No reproducir sin permiso del autor.)

Orígenes de la clase media: aspectos demográficos

Aunque no puede explicarse sólo por ellos, los intensos cambios socio-demográficos
producidos en la Argentina luego de 1860 fueron una de las condiciones de posibilidad para
la aparición de una clase media. El proyecto de integración del país al mercado
internacional como proveedor de alimentos, eje central del período de Organización
nacional, produjo una gran transformación de la sociedad, tanto en su composición étnica
como en la estructura ocupacional. Por el masivo ingreso de inmigrantes (especialmente
europeos), entre 1869 y 1895 la población total del país pasó de poco menos de 1.800.000 a
casi cuatro millones de habitantes; para 1914 el número se había duplicado de nuevo,
llegando a más de ocho millones. Ese año casi un tercio de los pobladores de la Argentina
(y la mitad de los de la ciudad de Buenos Aires) eran extranjeros. Las grandes
transformaciones económicas y el despliegue del aparato estatal se tradujeron en la
aparición o expansión de una cantidad de nuevas actividades laborales y económicas que se
hicieron visibles más o menos entre 1860 y 1930, años en los que la tasa de habitantes que
residían en centros urbanos creció de manera muy notable. Se requirieron grandes
cantidades de personas para cumplimentar una variedad mucho mayor de tareas. Los
grupos asalariados fueron los que más aumentaron. Entre estos, los que más lo hicieron
fueron los peones y obreros, pero además se multiplicaron en estos años los grupos sociales
que hoy consideraríamos de “sectores medios”. Entre ellos, los asalariados en labores no
manuales –dependientes de comercio, secretarias, empleados bancarios, telefonistas,
capataces, supervisores, cadetes, etc.– fueron los que más crecieron. Por ejemplo, en 1869
había como mucho 12.000 empleados y dependientes de comercio en todo el país (casi 7 de
cada mil habitantes desempeñaban ese tipo de funciones); para 1914 la cifra había
ascendido a más de 95.000 (12 cada mil habitantes). La mayor parte de estos nuevos
puestos los ocuparon los inmigrantes: en 1914 el 52% de los empleados y dependientes de
comercio eran extranjeros. Este tipo de labores, a su vez, ofrecieron nuevas oportunidades
de empleo para muchas mujeres. Mientras que en 1869 un porcentaje muy pequeño de los
empleados y dependientes era del sexo femenino, para 1914 ya lo era casi el 12% y la
proporción siguió aumentando en los años siguientes.1
Algo similar sucedió con los empleados públicos. Aproximadamente cuatro de cada
mil habitantes eran empleados de la administración pública en 1869; para 1914 la cifra
había ascendido a casi 14. A diferencia del rubro anterior, los nacidos en el país eran en
1914 una amplia mayoría del 82%. Las mujeres, por su parte, tuvieron un espacio bastante
menor: en ese año eran apenas poco menos de un 6%. Por otra parte, el gran crecimiento
del sistema educativo requirió más maestras, profesores, directivos de escuela, preceptores,
etc. Este tipo de docentes pasaron de ser apenas 2307 en todo el país en 1869, a más de
31.000 en 1914 (casi 4 de cada mil habitantes, mientras que en la primera fecha eran poco
más de 1 por mil). En estos puestos, para comienzos del siglo XX la enorme mayoría eran
argentinos y del sexo femenino.
Fuera del universo de los asalariados también crecieron otras ocupaciones y
categorías sociales. La cantidad de propietarios en general aumentó sostenidamente en el
cambio de siglo: entre 1895 y 1914 se pasó de 103 propietarios por cada mil habitantes a
136 (un aumento en verdad modesto, teniendo en cuenta la enorme superficie de tierra que
se privatizó en el mismo período). En la región pampeana hubo un sorprendente desarrollo
de la producción agrícola en manos de algunos pequeños propietarios y “colonos”, aunque
la mayoría fueron “chacareros” sin tierra propia (la mayor parte de ellos de origen
inmigratorio). Estos arrendatarios irían accediendo a la propiedad lentamente a partir de la
década de 1920.
En la ciudad, el gran desarrollo urbano abrió nuevas oportunidades para el comercio
y la industria, lo que dio ocasión para que se instalara un importante número de pequeños
comerciantes y fabricantes. En 1869 aproximadamente 22 de cada mil habitantes se
ocupaban en actividades comerciales (14 de ellos se identificaban como “Comerciantes”, lo
que permite suponerlos como dueños o negociantes por cuenta propia). En 1914 las cifras
habían ascendido a 37 y 21 por mil respectivamente. Para decirlo en números absolutos,
había entonces más de 173.000 comerciantes en todo el país, de los que casi el 68% eran
extranjeros (y menos del 6% mujeres); la enorme mayoría eran pequeños y medianos. El
lugar de la producción manufacturera también se amplió enormemente. El censo de 1895
contó poco más de 22.000 establecimientos de todo tamaño. En 1914 el número se había
más que duplicado: de los casi 49.000 que se contaron entonces, cerca de 19.000 eran de
industrias “no fabriles”: panaderías, confiterías, sastrerías, tintorerías, casas de zapatos a
medida, peluquerías, carpinterías o herrerías no mecanizadas, imprentas, etc. La
abrumadora mayoría de estos establecimientos eran sin duda pequeños y medianos. Como
en el comercio, también aquí los propietarios de las nuevas firmas que se iban creando
tendían a ser mayoritariamente extranjeros. En la ciudad también hubo oportunidades de
trabajo independiente o semi dependiente para sastres, transportistas, zapateros y oficios a
domicilio y también para los que animaban la creciente industria cultural: escritores,
periodistas, actores, locutores, etc.
Finalmente, tanto las nuevas actividades estatales como las privadas requirieron una
creciente cantidad de profesionales universitarios. En 1869 había en todo el país apenas 439
abogados, 458 médicos, 70 arquitectos y 194 ingenieros. Sumando a todos ellos, había 0,65
profesionales de estas especialidades cada mil habitantes. Para 1914 la proporción había
aumentado notablemente, llegando a representar 1,54 por mil de la población. En las
décadas siguientes la proporción seguiría aumentando. Este tipo de oportunidades laborales
fueron aprovechadas diferencialmente por argentinos y extranjeros: mientras que en 1914 la
gran mayoría de los abogados eran nativos, entre los arquitectos predominaban
ampliamente los inmigrantes; en las otras dos profesiones las cosas estaban más parejas.
Las mujeres profesionales eran todavía una rareza.
Todo este intenso proceso de creación o expansión de categorías ocupacionales
estuvo acompañado de un profundo proceso de salarización, por el que una porción cada
vez mayor de la población pasó de desempeñar ocupaciones “libres” a estar empleado bajo
relación de dependencia. En lo que respecta a los sectores medios, las categorías que más
explican el crecimiento de su peso social no son la de los profesionales liberales, ni la de
los propietarios de comercios o de pequeñas empresas, sino las de los asalariados
(empleados de comercio, bancarios, estatales, de comunicaciones, de la educación, de la
sanidad, etc.), que representaban más de la mitad de las personas que los sociólogos suelen
considerar de “clase media” para 1960 (mientras que en 1869 eran apenas el 3,4% de la
población total).
En el sentido común (parcialmente también en el campo académico) predomina hoy
la idea de que aquellos años fueron estuvieron caracterizados por un poderoso movimiento
de ascenso social del que cualquiera podía participar. Sin embargo, las nuevas
oportunidades –tanto las independientes como las salariales– no fueron aprovechadas por
todos por igual. Como vimos, las mejores tendieron a quedar en manos de los inmigrantes.
Pero incluso siendo esto así, no todos ellos lograron el ascenso social y, de hecho, muchos
de los que ocuparon posiciones ventajosas eran quienes ya las disfrutaban en sus países de
origen, antes que los migrantes más pobres.2 Los canales de movilidad social de cualquier
modo fueron amplios, especialmente la de corta distancia (por el contrario, el acceso a la
clase alta parece haber sido más sencillo a mediados del siglo XIX de lo que fue a finales,
tanto para nativos como para inmigrantes). Por comparación a los recién llegados, los
nacidos en Argentina se vieron marcadamente desfavorecidos (si las estadísticas
distinguieran entre nativos descendientes de inmigrantes y “criollos”, la diferencia sería aún
mayor). No hay estadísticas que distingan fenotipo, pero todo indica que los criollos de
pieles más oscuras fueron los más desfavorecidos.
Por otro lado, el peso social que tenían los sectores medios fue muy diferente de
acuerdo a cada zona geográfica. En general, su presencia fue bastante menor en las regiones
menos beneficiadas por el proyecto de desarrollo puesto en marcha por la élite. El siguiente
cuadro permite observar algunas diferencias notables en tres situaciones bien diferentes: la
de la zona que más aventajó a las demás (Capital), la de una de las más desfavorecidas
(Catamarca) y la de una intermedia (Córdoba):

Peso social de diversas ocupaciones y actividades


en diferentes regiones del país, 1914
Las cifras indican cantidad por cada mil habitantes de cada distrito
Ocupación Promedio Capital Pcia. de Pcia. de
del país Federal Córdoba Catamarca
Médicos 0,45 1,35 0,34 0,20
Empleados o 12 14,55 9,89 4,39
Dep. de
Comercio
Empleados 14 31,37 3,61 4
públicos
Comerciantes 21 39 18,23 12,51

Algunas de las desventajas del Interior se vieron acentuadas, más que morigeradas, en estos
años.
Finalmente, en términos de la distribución de la riqueza o del ingreso, el crecimiento
económico vino de la mano de una profundización de la brecha que separaba a ricos y
pobres (no tanto porque éstos se empobrecieran en términos absolutos, sino porque aquellos
acumularon riquezas a un paso tanto más acelerado que los elevó mucho más sobre el nivel
del común de la población).3 Se calcula que hacia mediados del siglo XIX los más ricos en
la región pampeana gozaban de ingresos hasta 68 veces más altos que los de los más
pobres. Para 1910 esta brecha se había ampliado fabulosamente hasta alcanzar un
diferencial de 933.4
El acceso a la educación siguió un camino inverso, democratizándose notablemente.
En 1869 más del 78% de la población era analfabeta, mientras que para el año 1947 sólo lo
era poco más del 13%. La educación secundaria hizo grandes avances en el mismo período
y, en general, la sociedad se volvió mucho más “letrada”. A comienzos del XX y más
claramente luego de la Reforma universitaria de 1918 hubo una mayor apertura del ingreso
a las universidades para quienes no pertenecían a las élites, principalmente en Buenos
Aires, Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos.
En síntesis, en estos años se sumaron nuevas ocupaciones antes inexistentes o poco
desarrolladas y, con ellas, se multiplicaron los escalones en la escala de ingresos que va
desde los más pobres a los más ricos. El peso social de los sectores medios, especialmente
los dependientes, creció de manera notable, ofreciendo a miles de personas inéditas
oportunidades de ascenso social. No está claro, sin embargo, que los cambios en la
estructura ocupacional se tradujeran en mudanzas en las relaciones de poder en sentido
unívoco de un mayor igualitarismo o equilibrio social. En un proceso paralelo, una porción
notablemente mayor de la población –incluyendo la que se situó en aquellos escalones–
perdió oportunidades para el trabajo libre y entró en relación de dependencia. La
distribución del ingreso se hizo notoriamente más regresiva. Por lo demás, las nuevas
oportunidades se distribuyeron muy desigualmente según diferencias étnicas, geográficas y
de género.

Condiciones de vida y formas de organización5

Entre los diversos sectores que hoy consideramos “medios” y que se multiplicaron en esos
años, los niveles de ingreso, las condiciones de trabajo y el prestigio relativo eran
extremadamente variables. En las primeras décadas del siglo XX existía una enorme
heterogeneidad en sus condiciones “objetivas” de vida, no sólo comparando unos con otros,
sino incluso internamente dentro de cada ocupación. Muchos trabajaban en relación de
dependencia, mientras que otros lo hacían en forma autónoma y eran empleadores. Algunos
comerciantes, profesionales o empleados jerárquicos tenían ingresos altos, mientras que los
de otros, como los empleados (o incluso dueños) de almacén podían ser cercanos a los de
un obrero. Para un profesional, el prestigio de su diploma lo acercaba al mundo de la élite
más que al ambiente sórdido del dueño de un bar de barrio. Entre los asalariados de
empleos no manuales, algunos trabajaban para el Estado y otros en el sector privado;
aunque no necesariamente ganaban más, los docentes tenían el prestigio que confería su
misión, mientras que un oficinista gris debía procurarse formas más “privadas” de adquirir
respetabilidad. Los intereses “objetivos” de un chacarero difícilmente tuvieran puntos de
contacto obvios con los del dueño de una tienda de ropas o los de un empleado bancario.
Para algunos el aumento de sus ingresos dependía de arrancar concesiones a un patrón,
mientras que para otros la clave estaba en aumentar el rendimiento de sus negocios, reducir
el pago de impuestos o evitar la competencia desleal. Desde el punto de vista estrictamente
objetivo, en fin, no había una homogeneidad suficiente como para que fuera evidente para
todos ellos que pertenecían a una misma clase social.
Las trayectorias organizativas de cada sector, de hecho, tuvieron muy pocos puntos
de contacto. En el período que va entre los últimos años del siglo XIX y las primeras dos
décadas del XX los diversos sectores que más tarde se llamarían “medios” comenzaron a
agruparse y a formar asociaciones gremiales para la defensa de sus intereses. Los
profesionales universitarios estuvieron entre los primeros. Los médicos porteños animaron
las primeras asociaciones locales a mediados del siglo XIX y fundaron en 1891 la
Asociación Médica Argentina. Los inicios de este asociacionismo tuvieron más que ver con
la necesidad de controlar la administración y el reconocimiento estatal del monopolio de la
medicina, que con iniciativas mutuales o reclamos de tipo propiamente económicos. Las
demandas gremiales –por mejores salarios o de límites a la matriculación de nuevos
médicos– sólo se abrirán camino desde la década de 1930, vehiculizadas por nuevos
Círculos o Colegios médicos (que a su vez confluirían en 1941 en la Federación Médica de
la República Argentina). Las otras profesiones siguieron un camino más o menos similar y
ya desde 1911 hubo iniciativas conjuntas de las diversas entidades de diplomados
universitarios para reclamar al Estado políticas específicas para el sector. Los métodos de
demanda rara vez trascendieron la petición a las autoridades y no hubo entre ellos
experiencias relevantes de solidaridad con otros sectores medios.
Los maestros comenzaron a agremiarse recién con el nuevo siglo y con muchas
dificultades. Una de las primeras entidades de importancia fue la Asociación de Maestros
de la Provincia de Buenos Aires, fundada en 1900 con fines mutuales, educativos y también
gremiales. Peticionaban respetuosamente a las autoridades medidas que aseguraran la
estabilidad laboral, un “escalafón” (es decir, escalas de aumentos preestablecidas por cargo
y antigüedad), la participación de los docentes en el diseño de las políticas educativas y,
ocasionalmente, por los bajos niveles salariales. En varias provincias se registraron hacia
comienzos del siglo XX movimientos similares. Entre los varios intentos que hubo, el
esfuerzo más consistente para nuclearlos a nivel nacional fue el de la Confederación
Nacional de Maestros, constituida en Capital en 1916. Sus preocupaciones de esa época
incluían el problema del desempleo entre los maestros, los niveles salariales y la
implantación del escalafón, junto con cuestiones más propiamente pedagógicas. Su método
principal de reclamo era la petición a las autoridades y la presión sobre los legisladores. En
las tres primeras décadas sólo hubo dos huelgas de docentes (en 1919 y 1921) motorizadas
por entidades locales. En los pocos casos en los que los docentes buscaron alianzas fuera de
su sector, lo hicieron con el movimiento obrero.
En el variado mundo de los empleados del sector privado, los más dinámicos fueron
los dependientes de comercio, que comenzaron a agremiarse en Buenos Aires en 1881, en
reclamo por el descanso dominical. Ya en 1903 se funda una Federación Dependientes de
Comercio con asociaciones de diversas provincias y por entonces ya se motorizan las
primeras huelgas importantes en demanda del franco dominical, la jornada de ocho horas y
la prohibición del trabajo de menores de catorce años y de la práctica de alojar a los
dependientes dentro de los mismos negocios, por ser “antihigiénico e inmoral”. En 1919, en
el marco de un importante movimiento huelguístico, crean la poderosa Federación de
Empleados de Comercio, desde entonces la principal entidad gremial de los dependientes,
pronto dirigida por los socialistas. Desde un comienzo y durante todos estos años los
empleados de comercio se identificaron claramente como “proletarios” y fueron una pieza
fundamental en el desarrollo del movimiento obrero. De hecho, seguramente por influencia
de anarquistas y socialistas, la tradición sindical argentina desde muy temprano integró en
organizaciones únicas a obreros y empleados de cada industria, como la Federación de
Obreros y Empleados Ferroviarios, la Federación de Obreros y Empleados Telefónicos,
etc., que solían estar hegemonizadas por los trabajadores manuales. Además, las primeras
centrales obreras, como la FOA (luego FORA) fundada en 1901, aceptaban afiliaciones de
“toda persona asalariada” (con exclusión de los que ejercían profesiones liberales) e
incluían entre sus adherentes a algunos gremios exclusivamente de empleados, un rasgo de
la tradición sindical argentina que continuaría hasta la actualidad.
Otros gremios de empleados, sin embargo, siguieron trayectorias diferentes. Los
bancarios, por ejemplo, comenzaron a organizarse en 1912 para reclamar la creación de una
caja de jubilaciones. En 1919, retomando ese reclamo y agregándole el de la estabilidad
laboral, marchan a la que sería la primera huelga bancaria del país. En 1924 dejaron
constituida la Asociación Bancaria (AB), la principal entidad sindical del sector hasta
nuestros días. La actividad gremial incluía por entonces la creación de servicios mutuales
para los socios (entre otros, consultorios médicos y capacitación a través de cursos),
actividades recreativas como bailes y picnics, planes para la creación de una colonia de
vacaciones y la lucha por la estabilidad y el escalafón, para la cual organizan mítines
públicos y presionan al parlamento. Durante esta época, la AB mantuvo pocos vínculos de
solidaridad con los gremios de trabajadores manuales y no se afilió a la CGT (algo que sólo
haría mucho más tarde). Las identidades que pusieron en juego en esta época eran
ambiguas: en algunos de sus textos públicos de fines de los años veinte se identificaron
como parte de una “clase media”. Pero en proclamas y documentos posteriores lo hicieron
en general como “trabajadores”. Una trayectoria similar siguieron los empleados públicos
de alta categoría, agremiados en la Liga de Empleados Civiles Nacionales, quienes también
se identificaron como “clase media” al menos en una ocasión en 1931. (Los empleados del
Estado de baja categoría, por el contrario, se asociaron en la Asociación Trabajadores del
Estado (ATE), fundada en 1925, de identidad obrerista y desde 1931 afiliada a la CGT).
El universo de los pequeños propietarios urbanos también fue muy heterogéneo.
Entre los primeros en agremiarse estuvieron los almaceneros, que fundaron el Centro de
Almaceneros de Buenos Aires (CA) en 1892. En los años siguientes otras ciudades los
imitaron y para 1937 pudieron dejar constituida la Federación Argentina de Centros de
Almaceneros. Los almaceneros demostraron desde muy temprano una actividad
reivindicativa muy intensa, con una sorprendente variedad de estrategias de alianza y
formas de presión. En los primeros años, los reclamos se circunscribían casi
exclusivamente a la reducción de los impuestos al comercio. En junio de 1899 se produjo la
que probablemente sea la primera huelga y manifestación importante de comerciantes en
Argentina. En protesta por los altos impuestos, los comerciantes de Buenos Aires y de
varias localidades del interior, incluyendo a los almaceneros y al CA, cerraron sus puertas y
marcharon por las calles. En 1909 se registran protestas similares en Córdoba y en Rosario,
donde los comerciantes reciben la activa solidaridad del movimiento obrero. Los reclamos
y las formas de lucha evidencian cambios en las décadas siguientes, cuando las principales
preocupaciones dejan de estar tan vinculadas a los impuestos para pasar a focalizarse en la
competencia desleal de las grandes tiendas en cadena y los efectos nocivos de las políticas
estatales de abaratamiento de precios y de extensión de los derechos laborales. Junto a todo
esto, los almaceneros motorizaron algunas notables experiencias electorales en las que
confluyeron con propietarios de otros ramos, como el Comité del Comercio Minorista que
obtuvo trece ediles en las elecciones porteñas de 1897, o la Unión de Contribuyentes (1928-
1942) que también obtuvo miles de votos y ediles en la legislatura de la ciudad de Buenos
Aires. En los años veinte y treinta, además, hubo un verdadero fervor asociativo entre
tenderos y comerciantes de diversos ramos, desde bares y carbonerías, hasta carnicerías y
peluquerías. A la hora de presentarse públicamente, los almaceneros imaginaban una
sociedad dividida en dos –patronos y trabajadores– y se reconocían sin dudas como parte de
las “clases patronales” (incluso si a veces se enfrentaban con los dueños de las tiendas en
cadena). Otras entidades de propietarios, por el contrario, preferían identificarse como parte
del “pueblo trabajador” (por caso, las que nucleaban a los carniceros y dueños de colectivos
porteños).
En lo que respecta a los productores rurales, hubo entidades regionales que los
agruparon desde fines del siglo XIX. La que alcanzó un mayor despliegue a nivel nacional
fue la Federación Agraria Argentina, fundada en 1912 en Santa Fe en el marco de un gran
movimiento huelguístico de chacareros contra los abusos de los terratenientes. Luego de su
fundación y hasta los años treinta la FAA se expandió a buena parte del país y protagonizó
otros movimientos huelguísticos, pero con posterioridad, a medida que los chacareros se
fueron convirtiendo en propietarios, abandonó esa forma de reclamo. En lo que respecta a
las identidades que puso en juego, la FAA se presentaba como parte del “pueblo” y,
fundamentalmente, como representante de la “clase agraria”. El único vínculo de
solidaridad que tejieron con sectores urbanos fue el que los acercó, hacia 1920 y durante un
breve período, al movimiento obrero.
En síntesis, las trayectorias del gremialismo de diversos sectores que habitualmente
se considera “medios” muestran que no tejieron lazos de solidaridad extensos que los
vinculen entre sí, ni emplearon identidades amplias (como “clase media”) que los pudieran
unificar. De hecho (salvo incipientemente en los primeros años del gremialismo bancario o
entre los estatales de jerarquía), no hay signos de que se sintieran “de clase media” en
absoluto. Por el contrario, numerosos signos apuntan en la dirección opuesta –es decir,
hacia la no confluencia o hacia la convergencia con otras clases– tanto en las estrategias de
alianzas con otros sectores sociales, como en las identidades y los métodos puestos en
juego a la hora de canalizar sus demandas. Por un lado, varios de los gremios tendieron no
sólo a asociarse con las luchas obreras y con sus métodos huelguísticos, sino incluso a
adoptar una identidad “obrerista” que diluía cualquier diferencia social específica que
pudieran tener (por ejemplo los empleados de comercio o los estatales de ATE). La
gravitación del poderoso movimiento sindical argentino y de las ideas de izquierda fue
fundamental en esta orientación. Por otro lado, para otras entidades estaba claro que sus
intereses se identificaban con los de la patronal en general (por ejemplo la de los
almaceneros), o que tenían un carácter específico que hacía innecesario o inconveniente
asociarse con otros sectores (como los profesionales). Cabe aclarar que estas conclusiones
no refieren a la identidad o a los sentidos de solidaridad de los sectores medios en general,
sino exclusivamente a los que asumieron en el contexto específico de su asociación con
fines de defensa gremial. Nada nos dicen sobre el modo en que un médico, un chacarero o
un empleado bancario concreto pudieran haberse identificado en su fuero interno o fuera de
ese contexto.
Aspectos políticos y subjetivos

Más allá de las diferencias que pudiera haber entre los gremios, en paralelo a los cambios
demográficos y ocupacionales ya reseñados, el dinero y la “cultura” fueron reclamando un
lugar privilegiado a la hora de determinar el estatus social, quitando relevancia a otros
criterios que antes eran tanto o más importantes, como el ser “conocido” en los círculos
sociales más altos o el pertenecer a una familia de apellido patricio. No es que hubiera un
reemplazo de estos criterios por aquél: se trató más bien de un sutil cambio del peso
relativo de cada uno. Desde fines del siglo XIX en las zonas más aventajadas del país se
formó con mucha velocidad una verdadera “sociedad de consumo”. La publicidad relacionó
los productos que se ofrecían masivamente con determinados “estilos de vida” y la
actividad de ir de compras adquirió para mucha gente una importancia capital como modo
de distinción. Apareció entonces, por ejemplo, el fenómeno masivo de la moda, que ya no
involucraba sólo a los consumidores de la élite, sino que empezaba a marcar tendencias
entre grupos sociales cada vez más bajos.6 Con el correr del nuevo siglo, el consumo de
bienes culturales y de ciertos servicios y el uso del tiempo libre se sumaron como índices
del rango social de cada cual. Lo mismo vale para la vivienda y el manejo de determinadas
pautas de “cultura” (que incluyeron desde conocimientos específicos hasta modos de llevar
el cuerpo y de presentarse en público).
El acceso diferencial tanto a las oportunidades laborales y educativas como al
consumo y a las nuevas pautas de distinción que ofrecía el espacio urbano fueron creando
diferencias visibles entre los habitantes que no pertenecían a las clases más acomodadas.
No está claro, sin embargo, que esas diferencias marcaran fronteras de clase evidentes.
Numerosos indicios muestran que existían claros sentidos de jerarquía social entre los
sectores medios: un profesional era percibido (y se sentía) como de una condición
incomparablemente superior a la de un almacenero; un funcionario estatal se creía por
encima de cualquier otro tipo de asalariado; el empleado bancario gozaba de mayor estima
social que uno de una tienda; a su vez éste se consideraba superior a otros de funciones
muy similares, como los dependientes de almacén. Y todos ellos, naturalmente, se
imaginaban superiores a los trabajadores manuales (y obviamente también tenían claro que
no pertenecían al mundo de la alta sociedad). Sin embargo, la evidencia sugiere que esos
sentidos de jerarquía se ordenaban más bien como un gradiente continuo, una escalera
social en la que no estaba claro que hubiera una frontera que partiera a la gente del común
en dos clases diferentes, una clase “baja” y otra “media”.
A la hora de distinguir clases sociales, predominó entre las élites intelectuales hasta
bien entrado el siglo XX la imagen binaria típica del siglo previo, que oponía una clase
“directora”, “culta” o “decente” por un lado y la “plebe”, “clase obrera” o simplemente
“turba” del otro. No es que no se reconociera que había personas que no cabían bien en esas
dos casillas. Hacia principios del siglo XX ya estaba claro que la sociedad argentina había
dejado de estar claramente dividida en dos clases perfectamente separadas. Sin embargo, el
espacio intermedio entre la clase alta y los más pobres era demasiado inestable y móvil
como para que fuera considerado una clase aparte por derecho propio. Visto desde la
perspectiva de un hombre de la élite, un habitante de ese mundo intermedio podía ser un
“primo” de familia acomodada caída en desgracia o un “guarango” de la clase baja con
pretensiones. Desde el punto de vista de alguien del pueblo, quien ascendía socialmente
podía aparecer –como lo hace en numerosas letras de tango– como un “engrupido” que
quería distinguirse de los demás habitantes del mundo popular. En cualquier caso, unos y
otros podían considerar que se trataba de casos individuales de personas que estaban
socialmente “fuera de lugar”. Y si estaban fuera de lugar, entonces no tenía demasiado
sentido considerarlos como una nueva clase (es decir, darles un lugar propio en la jerarquía
social). Más aún, como señaló un estudio reciente, predominaban en la cultura de masas de
la primera mitad del siglo visiones “populistas” por las que tendía a imaginarse que un
“Pueblo” se oponía, en bloque, al mundo de los ricos y los poderosos. Esa imagen
dicotómica hacía poco lugar para reconocer distinciones de clase dentro del polo popular.7
Por lo demás, la propia expresión “clase media” era de uso muy infrecuente antes de 1920 y
puede que su significado no fuera bien conocido fuera del mundo de los intelectuales y
políticos. Hasta comienzos de la década de 1940 los principales ensayos de descripción de
la sociedad argentina no notaban su presencia y, de hecho, algunos intelectuales afirmaban
que todavía no había surgido una en la Argentina.
La imagen tripartita de la sociedad –y con ella la noción de que existía una “clase
media argentina”– se introdujo en la cultura nacional sólo a partir de 1919, y lo hizo desde
el ámbito de la política. En efecto, fueron algunos intelectuales, políticos y académicos
puestos a pensar el futuro del país quienes pusieron en circulación esa expresión,
retomándola de debates en curso en Europa. El primer momento en el que comenzó a
circular públicamente y fuera de ámbitos estrictamente académicos fue el contexto de 1919,
año pico del activismo obrero que se abrió con una insurrección popular de dimensiones
inéditas en Buenos Aires, recordada como la “Semana Trágica”. Luego del baño de sangre
por el que se le puso fin, el movimiento huelguístico continuó durante varios meses,
involucrando a varios grupos no obreros. Maestros mendocinos hicieron un paro general y
marcharon codo a codo con los obreros cantando La Internacional. Actores, chacareros,
telefonistas, empleados de comercio y bancarios de numerosas localidades también se
movilizaron y hasta los estudiantes secundarios porteños y de otras ciudades se declararon
en huelga y marcharon por las calles enarbolando banderas rojas. En ese contexto,
temiendo el contagio de las ideas revolucionarias también entre esos sectores, políticos
liberales-progresistas como Joaquín V. González o de extrema derecha como Manuel
Carlés lanzaron las primeras apelaciones públicas a una “clase media”. Como queda claro
en sus discursos y artículos periodísticos, esperaban instigar un sentido de superioridad de
clase especialmente entre los empleados, de modo de “despegarlos” de los reclamos
obreros. Poco después algunas fuerzas políticas liberales y conservadoras, articulistas en
diarios de esa misma orientación y algunos militantes del catolicismo social comenzaron a
aludir a la “clase media” y sus problemas, casi siempre con idéntica intención
“contrainsurgente” (es decir, en el contexto de estar pensando modos de contención de las
tendencias revolucionarias y del movimiento obrero). Contrariamente a lo que suele
pensarse, la Unión Cívica Radical sostuvo siempre una identidad de partido “popular” y
sólo se preocupó por la “clase media” de manera más bien marginal.
Es difícil evaluar en qué medida estas ideas y apelaciones influyeron en la
autopercepción de la gente del común. Como ya hemos dicho, muchos indicios sugieren
que todavía a comienzos de la década de 1940 no estaba claro para muchos que en el país
existiera una tal “clase media” y que la circulación de esa expresión todavía era
relativamente baja. De todos modos, hay signos de que luego de 1920 lentamente se fue
abriendo camino una identidad de clase media, aunque todavía débilmente arraigada. La
aparición de personajes explícitamente identificados como tales en el teatro, en la literatura
y en los avisos comerciales luego de ese año es una prueba indirecta de que al menos
alguna gente podía identificarse de esa manera.8 Trabajos recientes han propuesto la
hipótesis de que pudo haber habido un papel especialmente activo de las mujeres a la hora
de adoptar la identidad de clase media.9

“Clase media” como identidad: el momento peronista

La identidad de clase media terminó de expandirse y arraigarse luego de 1945, por efecto
de la experiencia de los sectores medios tras la irrupción del peronismo. Sólo desde
entonces hay indicios de que un amplio sector de la población la hizo suya y que la
referencia a la “clase media” adquirió connotaciones específicamente locales y poder
emotivo.
Durante los años de Perón, la presencia protagónica, desembozada y en ocasiones
insolente de la plebe, y el modo en que obtenía para sí nuevas prerrogativas, irritaron
profundamente incluso de aquellos que no tenían nada que perder desde el punto de vista
estrictamente económico. Además de la intensa oposición en el plano de la política, una
amplia reacción social antiperonista cobró forma desde 1945 y fue profundizándose en los
años siguientes. Su móvil central fue el de restaurar las jerarquías que habían colocado
siempre en el lugar superior a los educados, “decentes”, propietarios, a los de rasgos
percibidos “Europeos”, en fin, a aquellos a los que tradicionalmente se les había reconocido
alguna preeminencia social, aunque fuera mínima. En ese anhelo se forjó un terreno en
común para la coincidencia de personas de diversa extracción social y orientación política.
En la reacción jerarquizadora confluyó gente adinerada con gente de ingresos modestos,
patrones con empleados, familias patricias con otras de origen inmigratorio, destacados
intelectuales con almaceneros de mínima educación. Radicales, liberales, conservadores,
católicos, demoprogresistas, nacionalistas, socialistas e incluso muchos de los comunistas:
todos ellos habían de pronto coincidido en al menos un objetivo, el de detener de algún
modo el desborde peronista.
La confluencia de todos estos sectores y orientaciones políticas era inédita en la
historia argentina. Uno de los efectos de la formación de este nuevo aglutinamiento social
en torno del rechazo del peronismo fue que la línea de separación entre la gente sin grandes
ingresos pero “decente” y la que no lo era se hizo mucho más explícita y rígida que antes.
Justamente ahora que desde el gobierno se proponía una confluencia diferente, que situaba
al trabajador en primer plano, el afán por “distinguirse” de la masa fue para muchos más
acuciante que nunca. En el plano de la cultura general, esta reacción se hizo notar en el
incremento de las expresiones de racismo abierto en estos años –dirigidas contra los
llamados “cabecitas negras” que apoyaban a Perón– y en las insistentes denuncias por la
“incultura” y la “inmoralidad” reinantes, en las que de algún modo todos los antiperonistas
participaron.
La inesperada derrota de 1946 fue un verdadero trauma para los antiperonistas.
Convencidos anteriormente de que a Perón sólo lo apoyaba un puñado de malvivientes que
no representaba al verdadero pueblo argentino, luego de las elecciones se vieron obligados
a reconocer que la nación estaba partida en dos. Esta constatación los empujó a ensayar
desde entonces estrategias más profundas para derrotar al movimiento social que
alimentaban las clases populares. Fue como parte de estos debates y estrategias sobre la
mejor manera de enfrentar el peronismo que surgió un renovado interés por la “clase
media”. Políticos e intelectuales propusieron alimentar una identidad y un orgullo de “clase
media” como forma de recortar una parte de la población que pudiera ofrecer un apoyo de
masas para contrarrestar el indudable arraigo popular del peronismo. Aunque no fueron los
únicos, quienes más contribuyeron a difundir y hacer atractiva la identidad de clase media
en estos años fueron los militantes del catolicismo (especialmente los agrupados en Acción
Católica) desde que comenzó el enfrentamiento de Perón con la Iglesia a comienzos de la
década de 1950. Fueron ellos los que aprovecharon al máximo las posibilidades que
encerraba el curso de acción sugerido desde años antes por algunos políticos e intelectuales.
En efecto, desarrollaron una incansable labor de apelación a la “clase media” desde sus
periódicos, en homilías y conferencias y en sus “Semanas Sociales”. El orgullo de clase
media que los católicos fomentaron, presentándola como guardiana de la “moralidad” y
baluarte de la democracia, los ayudó a resistir los embates del gobierno, transformándolos
por un momento en un verdadero imán que atrajo, hacia 1954 y 1955, a la mayor parte de
los antiperonistas.
Un interés similar creó una audiencia especialmente predispuesta a apreciar los
trabajos de algunos académicos, como Gino Germani o José Luis Romero, que fueron
quienes ofrecieron evidencia “científica” para afirmar la idea de que el pueblo estaba
dividido en una “clase media” y una “baja”, y que a aquella le correspondía ahora el papel
rector. La lectura de la historia argentina como un proceso de “modernización” o
“integración” social empujado vigorosamente por los inmigrantes europeos pero signado
por algunas turbulencias pasajeras en la incorporación de las “masas”, proyectaba
implícitamente la idea de que el país “moderno” y “normal” era uno con una fuerte clase
media y un modo de ejercicio de los derechos políticos acorde a los principios de la
democracia liberal. Inversamente, en estas narrativas el origen de los problemas de la
Argentina se situaba en ese residuo plebeyo y criollo (mestizo y/o “tradicional”) todavía
mal integrado, cuya expresión actual era el peronismo. Respaldado con la autoridad de una
verdad “científica” y propagado por universidades y escuelas, el modo en que Germani y
Romero imaginaron el pasado y el presente argentinos sería enormemente influyente en la
conformación de la identidad nacional y, en relación con ella, de la identidad de clase
media. Sus narraciones del pasado contribuían a dotarla de un sentido de misión histórica y
de orientación política y de un orgullo por su papel estelar en el progreso y democratización
del país. Más aún, las mediciones estadísticas que Germani comenzó a ofrecer a partir de
1942 proponían no sólo que la “clase media” era una de los grupos principales de la
sociedad argentina –una novedad para entonces– sino también que su peso social era
enorme, acercándose a la mitad de la población.
Fuera del mundo de los políticos e intelectuales, vastos sectores de la población
tenían excelentes motivos para ser, ahora sí, receptivos a este tipo de mensajes. Asumir una
identidad de clase media tenía sentido para todos aquellos que se habían sentido de algún
modo invadidos por la plebe peronista y ofendidos por los discursos del gobierno que
situaban al trabajador –y no a ellos– como el “argentino ideal”. La identidad de clase
media, con sus supuestos implícitos –la decencia, la cultura y la “blancura” (que quedaba
bien en claro por la insistencia en su origen inmigratorio y no criollo)–, les permitía
diferenciarse de la masa de los seguidores de Perón. A su vez, les ayudaba a esquivar el
mote de “oligarquía antipatria” con el que el líder pretendía englobar a todos sus enemigos.
Como miembros de una “clase media” fundamental para el progreso del país, nadie podía
negarles el ser considerados parte de la nación argentina por derecho propio.
Así, por el contexto peculiar en que halló su arraigo definitivo, la identidad de clase
media adquirió en Argentina contenidos peculiares. Los sentidos que se asociaron a ella
tenían puntos de comparación con los que se encuentran en otros países: una determinada
posición económica, el prestigio asociado a no desempeñar tareas manuales, ideales de vida
“ordenada” y decente, nociones de “cultura” y merecimiento y la idea de que representaba
un “justo medio” políticamente hablando. Pero a ellos se agregaron otros propios de su
contexto local. La identidad de clase media adquirió en sus orígenes contenidos “raciales” y
políticos peculiares: fue, por omisión, “blanca” y antiperonista (sin desmedro de que, por
supuesto, hubiera muchas personas de sectores medios que eran peronistas y tenían rasgos
no-europeos).10

Discusión de la bibliografía

Las primeras investigaciones sobre la historia de la clase media en Argentina fueron las que
se iniciaron en la década de 1940 en el campo de la sociología. En sintonía con los
enfoques internacionales de esa disciplina, Gino Germani ofreció una definición a priori de
su composición, agrupando en ella a todas aquellas categorías ocupacionales que no
pertenecían a la clase baja (definida por el trabajo manual) ni a la élite. A su vez, propuso
una narrativa histórica que giraba alrededor del concepto de “modernización”. Así,
Germani fue el primero en agrupar la evidencia de los censos según un esquema de clases
tripartito, para afirmar que, luego de 1869, la Argentina pasó rápidamente de ser una
sociedad típicamente “tradicional” con una pequeña clase alta y una mayoría abrumadora
de clase baja, a ser una “moderna” caracterizada por la presencia de una poderosa clase
media. Para 1914, según el sociólogo, más del 30% de la población argentina era de clase
media, porcentaje que se ampliaría hasta un 44,5% en 1960. Su crecimiento, fruto de
incontenibles movimientos de ascenso social, fue el motor fundamental de la
democratización política y la modernización cultural que transformaría a la Argentina en
una sociedad más “esencialmente igualitaria” (y por ello similar a las naciones del norte
desarrollado y diferente de la mayor parte de los países de América Latina). 11
Los historiadores se interesaron mucho más tarde por los sectores medios (hay
pocos trabajos destacables previos a la década de 1990). Desde entonces se fueron
acumulando valiosas investigaciones sobre diversos procesos en los que intervinieron
personas de sectores medios (la inmigración, las asociaciones voluntarias, el uso del tiempo
libre, la familia, los consumos culturales, los cambios en el lugar de las mujeres, etc.). 12 Sin
embargo, estos abordajes parciales no retomaban la pregunta más general sobre la
formación de una clase media, aceptando como válido, en lo esencial, el esquema que había
planteado Germani. En lo que respecta a los marcos analíticos y metodológicos, “clase
media” continuó siendo una categoría residual definida a priori.
En los últimos años de la década de 2000, en sintonía con la renovación del campo
de estudios de la clase media a nivel internacional que se venía produciendo desde
mediados de la década anterior, algunos historiadores propusieron abordajes alternativos. 13
Por un lado, argumentaron que la existencia de una clase media no puede deducirse de
esquemas abstractos, a la manera de Germani, sino que debe ser objeto de una
demostración empírica que consiga probar no sólo que existen rasgos específicos y
distintivos compartidos por un conjunto de personas, sino también que ese conjunto de
personas se imagina como un grupo más o menos homogéneo que se sitúa en medio de una
clase superior y otra inferior. En lugar de asumir a priori la existencia de una clase media
de la que luego se estudiarán pautas de comportamiento, estos trabajos buscaron
comprender los procesos socio-políticos y también discursivos por los que, en un contexto
específico, se recortó una “clase media”. Desde esta postura, sometieron también al relato
histórico “germaniano” a un profundo cuestionamiento, apuntando a su carácter ideológico,
visible en los sentidos de superioridad social y “racial” implícitos en una narrativa de la
“modernización” que coloca en un lugar protagónico excluyente a la población de origen
europeo, en particular los sectores medios. Para períodos más recientes, estas perspectivas
también han atacado los abordajes “objetivistas”, llamando la atención sobre la relación
entre los conflictos políticos y las ideas sobre lo que la clase media es (o debería ser) y su
lugar en la nación. En estos desarrollos, las nuevas perspectivas historiográficas se han
nutrido también de movimientos de renovación teórico-metodológicos similares en los
campos de la antropología y la sociología.14 No todos los historiadores, sin embargo, han
retomado las propuestas de estos enfoques. Por el contrario, en el campo historiográfico
local continúan produciéndose obras que parten de enfoques objetivistas y retoman la
narrativa “germaniana”.15

Más lecturas

Aboy, Rosa. “Departamentos para las clases medias: organizaciones espaciales y prácticas
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www.udesa.edu.ar/files/.../PaperUbelaker050913.pdf.

Visacovsky, Sergio and Enrique Garguin eds. Moralidades, economías e identidades de


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Notas

1
Ezequiel Adamovsky, Historia de la clase media argentina: Apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003,
7th revised edition (Buenos Aires: Booket/Planeta, 2015), 40-53. Salvo indicación en contrario, el resto de las
cifras de este apartado tiene el mismo origen.
2
Véase Mariela G. Ceva, “Movilidad social y movilidad espacial en tres grupos de inmigrantes durante el
período de entreguerras: un análisis a partir de los archivos de fábrica.” Estudios Migratorios
Latinoamericanos 19 (1991): 345-61; María Liliana Da Orden, Inmigración española, familia y movilidad
social en la Argentina moderna: una mirada desde Mar del Plata (1890-1930) (Buenos Aires: Biblos, 2005);
Mark D. Szuchman, Mobility and Integration in Urban Argentina: Córdoba in the Liberal Era (Austin:
University of Texas Press, 1980): 176.
3
Véase Jorge Gelman and Daniel Santilli, De Rivadavia a Rosas: desigualdad y crecimiento económico
(Buenos Aires: Siglo veintiuno, 2006).
4
Roy Hora, “La evolución de la desigualdad en la Argentina del siglo XIX: una agenda en construcción.”
Desarrollo Económico 187 (2007): 487-501.
5
Los datos de esta sección provienen de Adamovsky, Historia de la clase media argentina, 123-78.
6
Fernando Rocchi, “Consumir es un placer: la industria y la expansión de la demanda en Buenos Aires a la
vuelta del siglo pasado.” Desarrollo Económico 148 (1998): 533-58; Susana Saulquin, La moda en Argentina
(Buenos Aires: Emecé, 1990).
7
Matthew Karush, Culture of Class: Radio and Cinema in the Making of a Divided Argentina, 1920-1946
(Durham: Duke University Press, 2012).
8
La información sobre las visiones predominantes de la sociedad, las apelaciones políticas y su recepción
inicial provienen de Adamovsky, Historia de la clase media argentina, 22-28 and 179-236.
9
Enrique Garguin, “Intersecciones entre clase y género en la construcción social del magisterio: La
Asociación de Maestros de la Provincia de Buenos Aires durante las primeras décadas del siglo XX.” In Clases
medias: nuevos enfoques desde la sociología, la historia y la antropología ed. by Ezequiel Adamovsky, Sergio
E. Visacovsky and Patricia Beatriz Vargas, 167-191 (Buenos Aires: Ariel, 2014).
10
La información de este apartado proviene de Adamovsky, Historia de la clase media argentina, 243-372;
Enrique Garguin, “«Los argentinos descendemos de los barcos». The Racial Articulation of Middle-Class
Identity in Argentina (1920-1960).” Latin American & Caribbean Ethnic Studies 2:2 (2007): 161-84.
11
Gino Germani, “La estratificación social y su evolución histórica en Argentina.” In Argentina conflictiva, ed.
by Juan Marsal, 86-113 (Buenos Aires: Paidós, 1972).
12
A título de ejemplo y sin pretensión de exhaustividad: Fernando Devoto and Eduardo Míguez, eds.,
Asociacionismo, trabajo e identidad étnica: los italianos en América Latina en una perspectiva comparada
(Buenos Aires: CEMLA, 1992); Eduardo Míguez, “Familias de clase media: la formación de un modelo.” In
Historia de la vida privada en Argentina, ed. by Fernando Devoto and Marta Madero, 21-45 (Buenos Aires:
Taurus, 1999); Rocchi, “Consumir es un placer”; Ricardo González Leandri, “La nueva identidad de los
sectores populares.” In Nueva historia argentina, 10 vols. VII: 201-38 (Buenos Aires: Sudamericana, 2000-
2002); Roberto Di Stefano et al., De las cofradías a las organizaciones de la sociedad civil: Historia de la
iniciativa asociativa en Argentina 1776-1990 (Buenos Aires: Edilab/Gadis, 2002).
13
Las principals obras de esta renovación para la región latinoamericana son Brian P. Owensby, Intimate
Ironies: Modernity and the Making of Middle-Class Lives in Brazil (Stanford: Stanford Univ. Press, 1999);
David S. Parker, The Idea of the Middle Class: White-Collar Workers and Peruvian Society, 1900-1950
(Pennsylvania: The Pennsylvania State Univ. Press, 1998); George I. García Quesada, Formación de la clase
media en Costa Rica: economía, sociabilidad y discursos políticos (1890-1950) (San José de Costa Rica,
Arlekin, 2014); Louise E. Walker, Waking from the Dream: Mexico’s Middle Classes after 1968 (Stanford
University Press, 2013); A.Ricardo López and Barbara Weinstein, eds. The Making of the Middle Class:
Toward a Transnational History (Durham: Duke University Press, 2012). Para las que refieren a Argentina
véase la nota siguiente.
14
De estas nuevas perspectivas pueden citarse, a título de ejemplo, Adamovsky, Historia de la clase media
argentina; Enrique Garguin: “«Los argentinos descendemos”; Sergio Visacovsky and Enrique Garguin, eds.,
Moralidades, economías e identidades de clase media: estudios históricos y etnográficos (Buenos Aires:
Antropofagia, 2009); Rosa Aboy, “Departamentos para las clases medias: organizaciones espaciales y
prácticas de domesticidad en Buenos Aires, 1930.” E.I.A.L. 25:2 (2014): 31-58; Isabella Cosse, Mafalda:
historia social y política (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2014); Ezequiel Adamovsky, Sergio
Visacovsky and Patricia Vargas, eds., Clases medias: Nuevos enfoques desde la sociología, la historia y la
antropología (Buenos Aires: Ariel, 2014).
15
Véase por ejemplo Roy Hora y Leandro Losada, “Clases altas y medias en la Argentina, 1880-
1930: notas para una agenda de investigación.” Desarrollo Económico 200 (2011): 611-30.

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