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El Elogio de Las Causas 2022

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ELOGIO DE LAS CAUSAS

William Ospina

Es para mí un honor y un compromiso llegar a esta tribuna del Premio Rómulo


Gallegos, que, como bien lo dijo aquí mismo Fernando Vallejo, es una de las más altas
de América.

Entre los muchos hechos que me han traído hasta aquí, quisiera mencionar dos, que
ocurrieron hace unos veinte años. Empezaba la conmemoración del quinto centenario
del llamado Encuentro de los Mundos, y esa circunstancia me hizo concebir el proyecto
de un libro de poemas en el que se oyeran las voces milenarias del continente. Me
parecía que en un mundo tan antiguo nosotros no podíamos tener quinientos años; era
una desventaja tener apenas quinientos años; y con ese libro de poemas, “El país del
viento”, intenté despertar en mí la conciencia de un pasado más hondo y más complejo.

También entonces me pidieron escribir la parte inicial de una “Historia de la poesía


colombiana”. Yo intenté brindar allí una muestra de la vasta y dispersa poesía de los
pueblos indígenas de Colombia, y después me interné por los meandros de la más
ambiciosa de las crónicas de la Conquista, las “Elegías de varones ilustres de Indias”, de
Juan de Castellanos.

No sabía yo que aquel poema iba a ocupar veinte años de mi vida. Comprendí que
nuestra literatura continental había comenzado no con un cuento sino con un canto, con
una crónica en verso casi infinita. Juan de Castellanos, un poeta bastante descuidado por
nuestra tradición, calumniado por una crítica doctrinaria, es el fundador de la poesía
escrita en español en República Dominicana, Puerto Rico, Jamaica, Trinidad,
Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador y el mundo amazónico. Leyendo ese libro
convulsivo e iluminado, ese objeto apasionante de observación y de erudición, yo viví
mi personal descubrimiento de América.

Algunos censuraron que yo intentara rescatar del olvido, o del desdén, esa crónica
abrumadora escrita en octavas reales a la algunos sabios españoles le habían negado
todo vuelo poético. Pero yo hallaba poesía en cada página, pasaba tardes enteras
conmovido por las batallas, sorprendido por el vuelo de los pájaros, entretenido por las
astucias de los guerreros, deslumbrado por el espectáculo de los pueblos nativos,
sobrecogido por la irrupción de los jaguares y de los caimanes, asombrado por la
minuciosa descripción de los atavíos de los jefes de Cumaná o por la artesanía de las
flechas, hechas con varas tostadas de palma y mortalmente terminadas con puntas de
diente de tiburón y puyas de raya. Alguien ha dicho que hay libros que tienen “todo el
abigarramiento de la selva y toda la erudición del Renacimiento”: yo reclamaría ese
honor para las “Elegías de varones ilustres de Indias”, de Juan de Castellanos, bajo cuyo
influjo he trabajado durante tanto tiempo, y de las que espero todavía aprender muchas
cosas.

Mientras me adentraba por la obra de ese hombre humilde de Alanís que tuvo la suerte y
la valentía de descubrir y de nombrar un mundo, me sorprendió que en 1992, cuando se
conmemoraba aquel choque, España hubiera impreso los rostros de Hernán Cortés y de
Francisco Pizarro en los billetes de mil pesetas, los que más circulaban en la península.
Sentí que España seguía envanecida de sus triunfos guerreros, celebrando el costado
épico de la Conquista, que es el que a nosotros más nos aflige, persistiendo en la
leyenda insostenible de que esos guerreros fueron paladines de la civilización, y
olvidando al mismo tiempo la labor de quienes intentaron verdaderamente establecer la
alianza de los mundos, de quienes denunciaban el horror de la Conquista como
Bartolomé de las Casas, de quienes interrogaban el mundo americano, como Gonzalo
Fernández de Oviedo, de quienes buscaban desesperadamente nombres para todas las
cosas, de quienes, más allá de la ambición y la codicia llegaron a amar el territorio,
procuraron comprender las culturas indígenas, e iniciaron el mestizaje de la lengua,
como Juan de Castellanos.

España había hecho obra de verdadera civilización, pero no lo sabía o no quería saberlo.
Prefería envanecerse de haber fundado el imperio más grande del mundo, repetirse que
bajo la corona de Carlos V no se ocultaba el sol, porque cuando oscurecía en las sierras
de oro de California ya estaba amaneciendo sobre los arrozales de Manila. Y yo lamenté
que, fiel a una suerte de envanecimiento bélico, sólo quisiera rendirles culto a sus
guerreros, y se olvidara de sus sabios y de sus poetas.

En 1998 fui invitado a participar en los Cursos de Verano del Escorial, y tuve la
oportunidad de corregir el libro que escribía entonces sobre Juan de Castellanos, “Las
auroras de sangre”, en un hotel en la parte alta de los bosques desde donde se ven las
torres del palacio de Felipe II. Y recuerdo que una tarde caminé a solas alrededor de
aquella fortaleza impresionante, diciéndome que la España del Renacimiento había sido
capaz de labrar esa geometría de rigor y de piedra, pero que en nuestra tierra un solo
hombre, al que la experiencia y el amor habían hecho americano, había construido con
palabras un monumento aún más perdurable.

No sé si será lícito comparar obras tan disímiles, pero ambas son fruto del talento
humano y de su vocación de eternidad, y es de siempre esa emulación entre las palabras
y las piedras. Borges nos ha contado que el primer emperador chino, que ordenó
construir la muralla, fue el mismo que ordenó en vano quemar los libros; y Nietzsche
dijo poderosamente que es más fácil romper una piedra que una palabra.

Fue en un par de pequeños libros editados por Monte Ávila donde conocí la obra de
Juan de Castellanos. Eran dos selecciones antológicas del poema, y una de ellas se
llamaba “Elogio de las islas occidentales”. Parecían dos pequeños volúmenes, pero
cuando los abrí eran mares y selvas, ríos y serpientes, tempestades y muertes; estaban
hechos de observación, de paciencia, de esplendor y de sangre, y me produjeron la
sensación ineluctable de estar conociendo mi origen. Contaban a menudo hechos muy
dolorosos, pero yo sentí, a quinientos años de distancia, que bien podían ser ciertas para
nosotros aquellas palabras de Homero: “Los dioses labran desdichas, para que a las
generaciones humanas no les falte qué cantar”.
Una de las cosas más conmovedoras de aquel descubrimiento poético es que nos hacen
sentir que estas patrias nuestras son una sola. Para Castellanos hablar de Cubagua y de
Manaure, de Pamplona y de Coro, del Chocó y de Maracaibo, de Mocoa y de El
Tocuyo, de Cumaná y de Vélez, de Cartagena y de Margarita, es hablar del mismo
territorio y de la misma aventura.

Yo he notado que estas novelas que he escrito, “Ursúa” y “El país de la canela”, y que
son mi interrogación de quién soy como colombiano, siempre comienzan en Panamá,
siempre pasan por Quito y por Cuzco, siempre cruzan por Manaos, y siempre terminan
en Margarita y en Santo Domingo. Me gustaría decir de mi patria lo que dijo Carlos
Mastronardi de su querida provincia:

Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre.

Ese abrazo de sierras, de aguas y de islas define a la Colombia de mis sueños: menos un
mapa que una pregunta, menos unas instituciones que una memoria, menos una certeza
que un asombro inconcluso.

El poema me condujo al ensayo y el ensayo me llevó a la novela: por ello entre esos
géneros yo no puedo escoger. Como estados de la materia, como personas de la
divinidad, como facultades de la conciencia, como contiguos laboratorios del lenguaje,
los géneros se influyen y se aproximan, se apartan y se reencuentran, del mismo modo
que en la vida pasamos sin pausa del deslumbramiento a la reflexión, de la reflexión al
relato.

Emily Dickinson lo ha dicho de un modo más fino:

Después de un gran dolor un solemne sentido nos llega,


los nervios reposan severos, como tumbas,
el afligido corazón se pregunta si era él quien sufría,
y si fue ayer, o siglos antes.

La Conquista fue nuestra gran tragedia continental: el gran dolor que guarda para
nosotros un solemne sentido. Yo siempre me digo que si bien hubo en su curso muchos
crímenes y atrocidades, los hijos de la América Latina no podemos considerar aquella
historia como un crimen. Estanislao Zuleta solía recordar que Hegel definió la tragedia
como esa situación en la que dos posiciones que tienen cada una su validez se enfrentan
y no pueden encontrar una síntesis. Durante mucho tiempo la Conquista fue ese
enfrentamiento de posiciones que se validaban cada una a sí misma pero no podían
encontrar una síntesis. Aquellos mundos asombrosos: el mundo de los aztecas, de los
mayas, de los incas, el esplendor de sus arquitecturas, la finura de sus diseños, la rica
narrativa de su orfebrería, la complejidad de sus mitos, el milagro de sus civilizaciones,
se validaban totalmente a sí mismos; y aquellos invasores ferozmente cristianos,
increíblemente arrojados, despiadadamente ambiciosos, parecían venir llenos sólo de
arbitrariedad, de brutalidad, utilizando sin restricción esas armas mortales, los caballos,
los perros, la pólvora y el hierro forjado.

Yo he dedicado buena parte de mi vida a tratar de descubrir si esos varones arrogantes y


monstruosos, los Cortés y los Pizarro, los Alfinger y los Belalcázar, los Alvarado y los
Ursúa, agotan el sentido de la Conquista. Me conmovió más que detrás de ellos hayan
venido algunos hombres llenos de sensibilidad y de respeto, en los que había mucho
más que ambición y mucho más que crueldad: porque esos hombres nos ayudaron a
encontrar esa síntesis que la primera conquista no permitía.

Nunca podremos renunciar al juicio severo de la historia; no podemos dejar de señalar


los crímenes y de reivindicar a las víctimas; no podemos demorar por más tiempo la
recuperación y la revaloración del vasto y rico mundo negado y profanado por la
Conquista. Pero tampoco podemos renunciar al reconocimiento del asombro y de la
curiosidad, a reconocer los diálogos donde los hubo, a admirar los encuentros y los
descubrimientos.

Después de cinco siglos de diálogos, de influencias y de mestizajes, no quedan en


nuestra América muchos habitantes nativos del territorio, pero también podemos
afirmar que quedan muy pocos europeos, que aquí ya casi todos somos mestizos por la
sangre o por la cultura. A mí me basta visitar una comunidad nativa para entender que
no soy indígena, pero me basta ir a Europa para descubrir que no soy europeo. Y sé que
si yo no lo descubro, ellos se encargarán enseguida de recordármelo.

A nosotros nos ha tocado el curioso destino de deplorar la conquista de América en la


lengua que nos dejó esa conquista, pero también de avanzar en la demostración de que
la lengua que trajeron los conquistadores no es ya la lengua que hablamos. Cinco siglos
de sueños y de desmesuras, de asombros y de interrogaciones, de sufrimientos y de
deslumbramientos, de aventuras y de maravillas, no sólo han transformado esta lengua
sino que la han convertido en una lengua americana, de tal modo, que es evidente que
España no es ya la dueña de la lengua sino sólo una de sus provincias.

La parte más compleja del idioma, la más agitada, hoy, y la más perpleja, palpita de este
costado del mar, y ello no significa que España no cree y no sueñe. Significa que de este
lado del mar están hace ya mucho tiempo las tierras sedientas donde se sueñan los
Quijotes, las fronteras culturales que engendran los culteranismos, las tierras de nadie
donde se descubren los ríos profundos y las selvas del alma.

Hace diecisiete años, cuando se conmemoraba el quinto centenario, había personas


sensibles y conmovidas que querían salir a las costas de República Dominicana a decirle
a Colón que no desembarcara. Era un ilustre sueño, como para Bradbury, para escritores
de ciencia ficción. Pero todos sabemos que es tarde para decirle a Colón que no
desembarque. No sólo vibra y resuena por todas partes en América esta lengua que es
hija rebelde de esa conquista, sino que aquí ha vivido algunas de sus más altas
aventuras, y ha forjado algunas de sus más bellas músicas.
Nadie puede negar, ni siquiera en España, que nunca sonó tan bella y tan dulce la lengua
castellana como en los labios de ese indio nicaragüense que se llamaba Rubén Darío.

España vivió su terrible aventura americana, pero es preciso recordar que pagó por ella.
Muchos americanos solemos olvidar que hace ya dos siglos le cobramos a España su
deuda, y que esa hazaña de arrebatarle al viejo imperio las tierras y los sueños, esa
hazaña de tomar posesión del mundo americano y de aplicarnos a interrogarlo,
redescubrirlo y engrandecerlo, es lo que nos dio derecho a ser distintos, a dialogar con
Europa en condiciones de igualdad. Sería triste que tuviéramos hoy mucho que cobrarle
a España y a Europa: eso significaría que no creemos en la grandeza y en la
contundencia de las hazañas y los sacrificios que enfrentaron aquellas generaciones
heroicas que construyeron con infinitas penalidades estas patrias nuestras. Y lo que
ahora tenemos qué responder es qué hemos hecho y qué hemos dejado de hacer con
nuestra América, en estos dos siglos de vida independiente.

Cuando yo estudio la vida del libertador Simón Bolívar, casi no puedo creer lo que
estoy leyendo. Esa aventura parecía irrealizable. Aquel hombre estaba poseído por una
energía casi sobrenatural. Parece imposible sobreponerse a tantas adversidades, renacer
de ese modo de las derrotas, una vez y otra vez. Ver la Primera República Venezolana
derrotada por las fuerzas de Monteverde; ver al padre de estas patrias caminando
solitario y vencido por las playas de Curacao, sin esperanza verosímil; y verlo entrar
increíblemente victorioso un año después en Caracas, a la cabeza de una tropa de
soldados de Mompox y de Mérida, de Cúcuta y de Barquisimeto. Ver la Segunda
República Venezolana humeando entre las ruinas, a los propios llaneros dando muerte
al sueño de la libertad, y ver a Bolívar otra vez derrotado y expulsado, caminando pobre
y solo por las playas de Jamaica, después de haber presenciado las mayores desgracias.
Y ver cómo ese hombre inexplicable, ante una catástrofe que habría desalentado y
anulado a cualquier otro, se alza de nuevo de su derrota, ya no pensando en liberar a
Venezuela y a la Nueva Granada sino convencido de que va a liberar al continente
entero, es algo que conmueve y abruma. Nos da una idea distinta de nuestro propio
temple, de la fibra del hombre americano.

Es notable ver cómo Bolívar se enfrentó a los que creían que la Independencia era un
asunto de razas, que había que entronizar a los indios o a los negros, y expulsar a los
blancos de América. Ver cómo Bolívar comprendió que, después de tres siglos de
horrores y de amores, ya no se podía hablar de un continente indígena o de un
continente africano, sino sólo de un continente americano. Para resucitar la Arcadia
indígena Bolívar mismo habría tenido que irse; para hacer nacer la Arcadia negra y
mulata de Piar, Bolívar habría tenido que ser hijo sólo de su amada nodriza Hipólita, la
tierna madre que le dio el destino.

Creo que es necesario afirmarnos en nuestra memoria indígena milenaria, en la


sabiduría de esas lenguas que dialogaron aquí durante miles de años con el territorio,
con el clima, con la vegetación, con el cielo. Pero creo que es también necesario
afirmarnos en nuestra particular condición de europeos, enriquecida para siempre por
todos los aportes de la historia. Y si bien es tarde para decirle a Colón que no
desembarque, no es tarde para arrojar una mirada crítica sobre el modo como nuestras
sociedades rindieron honores excesivos a su componente europeo, negándose a aceptar
el legado de las civilizaciones indígenas y negándose a valorar el complejo, delicado y
definitivamente salvador aporte de los hijos de África.

Yo diría que a un latinoamericano se lo reconoce porque su inteligencia europea esté


llena de inesperados atajos indígenas, de los caminos oblicuos del pensamiento mágico.
En eso tenemos un parentesco con lo más inspirado de la tradición norteamericana. En
su relación con la naturaleza habría que decir que Whitman ofició en su espíritu como el
último indio de Norteamérica. Que Emily Dickinson, contrariando la lógica de la línea
recta y de las verdades que se chocan, nos dejó aquellas sabias palabras:

Dí toda la verdad mas dila al sesgo,


el arte está en decirla oblicuamente.
Y también tenemos un parentesco con lo más rebelde de la tradición europea. También
Novalis, como si fuera un indígena precristiano, fue capaz de decir que

La poesía cura las heridas que la razón inflige.

Es aquí donde a alguien se le ha ocurrido definir al día con esta imagen:

Un relámpago con hocico de tigre.

Y hay allí una persistencia del mundo mítico indígena que no cabe del todo en el
universo mental de Occidente.
A comienzos del siglo XX, Europa, hastiada de guerras y de verdades racionales
excluyentes, buscaba en el lenguaje el bálsamo de otras lógicas, de otros caminos para
la vida, y trató de encontrar esos recursos nuevos en la libre asociación, en la ilógica de
los sueños, en la escritura automática, y engendró el dadaísmo y el surrealismo.
Algunos de nuestros poetas comprendieron que nosotros teníamos en el mundo indígena
y en el mundo africano esas otras lógicas que la civilización necesitaba. Y es tal vez por
eso que Gallegos y Rivera, que César Vallejo y López Velarde, que Barba Jacob y
Gabriela Mistral, que Borges y Neruda, que Rulfo y Aurelio Arturo, que Carpentier y
García Márquez han conmovido al mundo. Han hecho nacer una literatura que ya no se
debe exclusivamente a la tradición occidental, que oye los ríos profundos, que quiere
capturar en las palabras el misterio de la llanura y de la selva, el barro de los huesos
andinos y “el relámpago verde de los loros”. Nuestra literatura no dice: “A Dios lo que
es de Dios y al César lo que es del César”, sino que dice, humilde y misteriosamente:

Apoya tu fatiga en mi fatiga,


que yo mi pena apoyaré en tu pena.

Sería vanidad pretender que somos radicalmente distintos de otros pueblos, que nuestra
literatura sueña cosas que otros jamás soñaron. Pero sí es posible decir que algunas
cosas que ha dicho nuestra literatura suenan nuevas en el cántaro de la tradición, y que
cosas que antes dijeron otros las hemos hecho salir no de nuestra memoria sino de
nuestra experiencia. Aquellos versos tan nobles de Lope de Vega:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,


qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

comparten el mismo azorado asombro, el mismo peso de contrición humana que estos
de César Vallejo:

Hoy no ha venido nadie a preguntar;


ni me han pedido en esta tarde nada.
No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: qué poco he muerto!
En esta tarde todos, todos pasan,
sin preguntarme ni pedirme nada…
Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.
He salido a la puerta,
Y me dan ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.
Hoy no ha venido nadie,
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!

Ese desorden de los sentidos que buscaba Rimbaud, como gran instrumento de poesía
moderna, y que los surrealistas creyeron encontrar en la libre asociación, en la lógica de
los sueños y en un esfuerzo de arbitrariedad, nosotros lo encontramos más fácil y más
naturalmente en la encrucijada de nuestras sangres y en el hondo y aún indescifrado
camino de nuestras anudadas mitologías.

Pero quisiera señalar también que el cruce de las culturas europeas con las culturas
indígenas pudo haberse resuelto entre nosotros para siempre en odio y en amargura, si
no hubiera llegado al mismo tiempo esa fiesta del color y del ritmo, esa ternura y esa
energía que son el hondo aporte de los hijos de África. Nadie como ellos nos ha
enseñado a perdonar, nadie como ellos ha sabido desprenderse de los dogmas de la
memoria, aceptando que la memoria está en el ritmo y en el cuerpo; nadie como ellos
nos ha enseñado a entrar en el futuro sin resentimientos. El aporte de África es el más
musical de nuestros componentes, y la música sabe enlazar la soberbia con la amargura,
la tristeza con la fiesta, el odio con el perdón.

Creo que Juan de Castellanos lo intuyó cuando se propuso hacer de la historia de la


conquista no un cuento sino un canto; pero tenían que pasar los siglos y los duelos, los
amores y las guerras, los besos y las mitologías, para que nuestra lengua, reinventada en
América, fuera capaz de Gallegos y de Rivera, de Othon y de Mastronardi, de Arguedas
y de Cesar Vallejo, de Palés Matos y de Aurelio Arturo. Para que nuestra lengua fuera
capaz de Pérez Bonalde y de López Velarde, de Neruda y de García Márquez.
Cuando ya se tiene una tradición como esa, una de las tradiciones literarias más ricas del
planeta, ya no necesitamos arrepentirnos de la complejidad de nuestros orígenes. Ya
podemos mirar la historia universal, y la historia de España, y la historia de América, y
decirnos, con amor, como el poeta:

Se precisaron todas esas cosas, para que nuestras manos se encontraran.

Muchas gracias.

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