El Laberinto - Matthew Reilly
El Laberinto - Matthew Reilly
El Laberinto - Matthew Reilly
El laberinto
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Título original: Contest
Matthew Reilly, 2012
Traducción: María Otero González
Quiero dar especialmente las gracias a Stephen Reilly, mi hermano, genio del márketing, escritor
atormentado (¿acaso no lo somos todos?), y fiel amigo. A Natalie Freer, que siempre es la primera en
leer mis obras y la persona más paciente y generosa sobre la faz de la Tierra. A mis padres, por
dejarme ver demasiada televisión de pequeño y por su inquebrantable apoyo. Y a Peter Kozlina por
su monumental fe en este libro antes incluso de haber leído una palabra.
Y, por supuesto, gracias de nuevo a todos los que trabajan en Pan Macmillan y St. Martin’s Press:
a Cate Paterson y Pete Wolverton, por ser unos editores brillantes; a Jane Novak, por ser una agente
fantástica (¡y por ser la única persona capaz de leer Voss y a continuación coger Antártida: Estación
polar y disfrutar de ambos!); a Julie Nekich, por ser una correctora comprensiva (hay que serlo para
trabajar conmigo); y, por último, una vez más, gracias a todos los comerciales de Pan y St. Martin’s
por las incontables horas que se pasan en la carretera entre librería y librería. Gracias.
A todo aquel que conozca a un escritor, que jamás infravalore el poder de sus ánimos y apoyo.
¿Me aventuro yo acaso a perturbar el universo?
—T. S. Eliot
Introducción
d. C.
CAPÍTULO VII: EL SIGLO I
«… Sin embargo, es en última instancia la obra clásica de Suetonio, Vidas de los doce césares, la
que nos proporciona el mejor retrato de la vida en la corte imperial romana. Esta obra de
Suetonio bien podría tratarse de una telenovela de nuestros días, pues retrata la lujuria, la
crueldad, las intrigas y las numerosas insidiae (conspiraciones) que rodeaban la vida del
emperador…» [pág. 98]
«… entre los que figuraba el no menos importante Domiciano que, si bien conocido por sus
ejecuciones extempore de cortesanas maquinadoras, nos proporciona quizá el ejemplo más brutal
de las intrigas romanas: la de Quinto Aurelio.
Aurelio, otrora centurión del ejército romano que adquirió gran relevancia en el Senado bajo la
protección de Domiciano, al parecer perdió el favor de su emperador en el año 87 d. C. Aunque en
un principio fue reclutado por Domiciano para que le ayudara en asuntos militares, Aurelio fue
asimismo un escritor prolífico que no solo instruyó a Domiciano en estrategia militar, sino que
también se rigió por tales preceptos en sus escritos personales. Gran parte de su obra se ha
conservado, intacta y fechada, hasta nuestros días.
Sin embargo, Quinto Aurelio dejó de escribir repentinamente en el año 87 d. C.
Toda correspondencia entre el senador y el emperador cesó. Los escritos personales de Aurelio no
registraron más entradas. De ese año en adelante no volvió a citarse a Aurelio en los documentos
del Senado.
Quinto Aurelio había desaparecido.
Algunos historiadores han especulado con que Aurelio (que, según cuentan, hacía acto de
presencia en el Senado vestido de militar) sencillamente perdiera el favor de Domiciano, mientras
que otros sopesan la posibilidad de que fuera descubierto conspirando…» [pág. 103]
«Las algaradas por el trigo en Cornwall no fueron sino una nimiedad comparadas con la
confusión que reinó en una pequeña comunidad agraria de West Hampshire durante la primavera
de 1092.
Los historiadores han reflexionado largo y tendido sobre la suerte de sir Alfred Hayes, señor de
Palmerston, cuya desaparición en 1092 desestabilizó el equilibrio feudal de su pequeña
comunidad agraria de West Hampshire…» [pág. 45]
«… No obstante, lo más desconcertante de todo este asunto es que, si efectivamente Hayes murió
de manera repentina (bien de cólera o de lo que quiera que fuera), ¿por qué su muerte no se hizo
constar en el registro de la iglesia local tal y como se acostumbraba? Un hombre tan conocido por
su glorioso pasado en el campo de batalla y de tanta relevancia en la comunidad no sería omitido
en el registro de defunciones. La triste realidad es que, puesto que nunca se llegó a encontrar su
cuerpo, su muerte jamás figuró en el registro.
El abad local, en un escrito sobre la desaparición de su señor, hizo especial hincapié en que, salvo
por ineludibles incursiones militares, sir Alfred jamás había salido de West Hampshire, y que en
los días inmediatamente anteriores a su desaparición había sido visto por la zona dedicándose a
sus quehaceres, tal como habituaba. Resultaba extraño pues, escribió el abad, que aquel fuera un
hombre cuyo nacimiento podía certificarse pero que, oficialmente, no había llegado a morir.
Dejando a un lado todo tipo de mitos medievales sobre brujería e intervenciones demoníacas, los
hechos son bastante simples: en la primavera de 1092, sir Alfred Hayes, señor de Palmerston,
West Hampshire, desapareció de la faz de la Tierra». [Pág. 46]
Prólogo
Mike Fraser se pegó contra la negra pared del túnel. Cerró con fuerza los ojos para intentar ahuyentar
el rugido de los vagones de metro que se sucedían vertiginosamente ante él. La suciedad y el polvo
que levantaba el tren subterráneo en movimiento golpeaban su rostro como si de mil alfileres se
tratara. Dolía, pero le daba igual. Ya casi estaba allí.
Y entonces, tan pronto como había llegado, el tren se marchó, y su atronador estruendo fue
desapareciendo lentamente en la oscuridad del túnel. Fraser abrió los ojos. Apoyado contra la oscura
pared, el blanco de sus ojos era lo único que podía verse. Se apartó de ella y se sacudió el polvo y la
mugre de su ropa. Ropa negra.
Eran las dos de la mañana y, mientras el resto de Nueva York dormía, Mike Fraser se disponía a
acometer un trabajo. Veloz y sigiloso, recorrió el túnel del metro hasta dar con lo que estaba
buscando.
Una vieja puerta de madera en la pared del túnel, cerrada por un solo candado. Había un letrero
pegado a la puerta:
Fraser echó un vistazo al candado. Acero inoxidable, combinación numérica, bastante nuevo.
Comprobó las bisagras de la vieja puerta de madera. Sí, eso sería mucho más sencillo.
La palanca encajó sin problemas tras las bisagras.
¡Crac!
La puerta se separó del marco y, colgando del candado, se balanceó silenciosamente hasta la
mano expectante de Fraser.
Este escudriñó el interior, se guardó de nuevo la palanca en el cinturón y entró.
Contadores eléctricos de forma rectangular flanqueaban las paredes del cuarto de la válvula
amplificadora y cables gruesos y negros serpenteaban por el techo. Había una puerta al otro extremo.
Fraser fue directo a ella.
Una vez hubo atravesado el cuarto de la válvula amplificadora, recorrió un estrecho y tenuemente
iluminado pasillo hasta llegar a una pequeña puerta roja. Esta se abrió sin oponer resistencia y,
cuando Fraser asomó la cabeza por entre la puerta, sonrió al ver lo que tenía ante sí.
Filas y filas interminables de librerías que llegaban hasta el techo y que se extendían hasta donde
alcanzaban sus ojos. Había tubos fluorescentes, desvaídos y viejos, en todos y cada uno de los
pasillos, pero por la noche solo uno de cada tres estaba encendido. Las luces eran tan antiguas que el
blanco de los tubos fluorescentes se había tornado en enmohecido marfil y el polvo fluorescente se
había asentado en su interior. Su lastimoso estado confería a la planta subterránea de la Biblioteca
Pública de Nueva York (conocida por todo aquel que la frecuentaba como el «depósito») un
inquietante fulgor amarillento.
La Biblioteca Pública de Nueva York. Custodiada durante casi un siglo por sus dos famosos
leones de piedra, era un silente santuario de historia y conocimiento: y también la propietaria de
doce flamantes servidores NEC X-300 que pronto estarían en el cuarto trasero del apartamento de
Mike Fraser.
Este estudió el cierre de la puerta.
Cerradura de seguridad.
Desde el cuarto de la válvula amplificadora no se necesitaba llave, pero sí desde el lado de la
biblioteca. Era una de esas puertas de cierre automático diseñadas para mantener a los curiosos a
raya, pero no para que los operarios de electricidad se quedaran encerrados de manera accidental.
Fraser reflexionó unos instantes. Si tenía que salir pitando, no le daría tiempo a forzar el cierre.
Miró a su alrededor.
Esto servirá, pensó cuando su mirada se posó en la estantería más cercana. Cogió el libro que
tenía más a mano y lo colocó en el suelo, entre la puerta roja y el marco.
Ya con la puerta entreabierta, Fraser se apresuró a recorrer el pasillo más cercano. Pronto la
puerta roja con el cartel «Válvula amplificadora. Prohibido acceso al personal» no fue ya sino un
diminuto recuadro a sus espaldas. Mike Fraser ni se fijó, sabía exactamente adónde se dirigía.
Terry Ryan miró su reloj. De nuevo.
Eran las 2:15 a. m. Habían transcurrido cuatro minutos desde que lo había mirado por última vez.
Suspiró. Dios, lo lento que pasaba el tiempo en ese trabajo.
Comprobación de estado: los oficiales a cargo del Tercer elemento confirman que el envío se
ha completado.
El sol brillaba con fuerza. Aunque era domingo, varios grupos de alumnos jugaban en el enorme y
verde patio del colegio de enseñanza primaria Norwood.
Norwood era uno de los mejores colegios privados de Brooklyn Heights. Con un impresionante
expediente académico, y uno de los mayores presupuestos de todo Estados Unidos, se había
convertido en un centro muy deseado por la gente de posibles. La feria de ese día era uno de los
eventos que se celebraban a lo largo del año para recaudar fondos.
En la esquina posterior del patio se había congregado un grupo de niños. Y en medio de ese
grupo estaba Holly Swain, mirando cara a cara a Thomas Jacobs.
—No lo es, Tommy.
—Claro que sí. ¡Es un asesino!
Los niños que rodeaban a los dos combatientes soltaron un grito ahogado al oír la palabra.
Holly intentó mantener la compostura. El cuello blanco de su uniforme estaba empezando a
ahogarla y no quería que se le notara. Negó con la cabeza con gesto triste y alzó un poco más la
barbilla.
—Eres tan infantil, Tommy. Tan crío.
Las niñas que estaban a su espalda respaldaron entre risas su comentario.
—¿Cómo puedes decirme que soy un crío si tú solo estás en tercero? —le replicó Tommy. El
grupillo congregado tras él mostró su conformidad.
—No seas tan inmaduro —dijo Holly. Buena palabra, pensó.
Tommy vaciló.
—Sí, bueno. Aun así sigue siendo un asesino.
—No lo es.
—Mató a un hombre, ¿no?
—Sí, bueno, pero…
—Entonces es un asesino. —Tommy miró a su alrededor en busca de apoyo—. ¡Asesino!
¡Asesino! ¡Asesino!
El grupo de niños se unió a él.
—¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!
Holly sintió que se le cerraban los puños y que el cuello de su uniforme se estrechaba aún más.
Recordó las palabras de su padre. Sé una señorita. Tienes que comportarte como una señorita.
Se dio la vuelta y su rubia coleta le bailó sobre los hombros. Las niñas a su alrededor estaban
negando con la cabeza, reprobando las mofas de los chicos. Holly respiró profundamente. Sonrió a
sus amigas. Tienes que comportarte como una señorita.
A sus espaldas, los cánticos de los niños prosiguieron.
—¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!
Finalmente, Tommy dijo por encima de los gritos:
—Si su padre es un asesino, ¡entonces cuando Holly Swain crezca probablemente también lo
será!
—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo será! —lo alentó su grupo.
A Holly se le heló la sonrisa.
Lenta, muy lentamente, se volvió para mirar a Tommy. Se hizo el silencio entre los allí presentes.
Holly dio un paso al frente. Tommy reía mientras miraba a sus amigos. Pero en ese momento
todos estaban callados.
—Ahora sí que me has cabreado —dijo Holly con un tono desprovisto de emoción alguna—.
Será mejor que te retractes de todo lo que has dicho.
Tommy sonrió con suficiencia y se inclinó hacia delante.
—No.
—Muy bien —dijo ella con una sonrisa amable. Se miró el uniforme y se estiró la falda.
Y entonces lo golpeó.
Con fuerza.
La clínica se había convertido en un campo de batalla.
Fragmentos de cristal volaron por todas partes cuando las probetas reventaron contra las paredes.
Las enfermeras corrieron a ponerse a salvo mientras se apresuraban a sacar los costosísimos equipos
médicos de la línea de fuego.
El doctor Stephen Swain salió de la sala de observación adyacente e inmediatamente se dispuso
a aplacar el origen de la tormenta: una mujer de cincuenta y siete años de edad, más de cien kilos de
peso y pechos generosos llamada Rosemary Pederman, paciente del Hospital Universitario de Nueva
York, que estaba ingresada por un aneurisma cerebral.
—¡Señora Pederman! ¡Señora Pederman! —la llamó Swain levantando la voz—. No pasa nada,
no pasa nada. Tranquilícese —le dijo ahora con delicadeza—. ¿Qué ocurre?
—¿Qué qué ocurre? —le espetó Rose Pederman—. ¡Lo que ocurre, joven, es que no meteré mi
cabeza en esa… esa cosa… hasta que alguien me diga qué es exactamente lo que hace!
Señaló con la barbilla el enorme equipo de imagen por resonancia magnética, o IRM, instalado en
el centro de la habitación.
—Vamos, señora Pederman —dijo Swain con voz seria—. Ya hemos pasado por esto.
La paciente hizo un mohín infantil.
—Una tomografía no le hará daño alguno.
—Joven, ¿cómo funciona?
Swain frunció el ceño.
Con treinta y nueve años de edad, Swain era el miembro más joven de Borman & White, el
colectivo de radiólogos, y por un sencillo motivo: era bueno en su trabajo. Podía ver cosas en una
radiografía o en un escáner que nadie más podía y, en más de una ocasión, había salvado vidas
gracias a ello.
Ese hecho, sin embargo, no conseguía impresionar a pacientes mayores que él, pues Swain (de
cabello rubio casi al ras, ojos azules como el cielo y constitución esbelta) parecía diez años más
joven que su edad real. Salvo por la reciente cicatriz roja que recorría verticalmente su labio
inferior, podría haber pasado por un residente de tercer año.
—¿Quiere saber cómo funciona? —le preguntó Swain con total seriedad. Contuvo las ganas de
mirar el reloj. Tenía que estar en otra parte. Pero Rose Pederman ya había pasado por seis
radiólogos y aquello tenía que terminar.
—Sí —respondió ella con cabezonería.
—Muy bien, señora Pederman. El proceso por el que va a pasar se conoce como imagen por
resonancia magnética. No es muy diferente de una tomografía axial computarizada, en el sentido de
que genera un corte transversal tomográfico de su cráneo. Solo que, en vez de emplear métodos
fotovoltaicos, nos valemos de energía magnética controlada para realinear la conductividad
electroestática ambiental en su cabeza y crear así una sección transversal compuesta y tridimensional
de su cráneo.
—¿Qué?
—El campo magnético del equipo de IRM afecta a la electricidad natural de su cuerpo, señora
Pederman, lo que nos proporciona una imagen perfecta del interior de su cabeza.
—Oh, bueno… —El letal ceño de la señora Pederman se transformó al instante en una sonrisa
resplandeciente y maternal—. Vale entonces. Eso era todo lo que tenía que decirme, cielo.
Una hora después, Swain abrió de un empellón las puertas de los vestuarios de los médicos.
—¿Es muy tarde? —preguntó.
El doctor James Wilson (un pediatra pelirrojo que, diez años antes, había ejercido de padrino en
la boda de Swain) ya se había puesto en pie. Fue hacia su amigo y le lanzó su maletín.
—Los Giants van ganando catorce a trece. Si nos damos prisa, podremos ver los dos últimos
cuartos en McCafferty. Vamos, por aquí. Saldremos por Urgencias.
—Gracias por esperar. —Swain apretó el paso para seguir las rápidas zancadas de Wilson.
—Oye, es tu partido —le dijo este mientras caminaba.
Los Giants jugaban contra los Redskins y Wilson sabía que Swain llevaba mucho tiempo
aguardando ese encuentro. Tenía algo que ver con el hecho de que Swain viviera en Nueva York y su
padre en Washington D. C.
—Dime —le dijo Wilson—, ¿cómo va el labio?
—Bien. —Swain se tocó la cicatriz vertical de su labio inferior—. La cicatriz aún está un poco
tierna. Me quitaron los puntos la semana pasada.
Wilson se volvió mientras caminaba y sonrió.
—Te hace más feo de lo que ya eres.
—Gracias.
Llegaron a la puerta de Urgencias, la abrieron… Y se toparon con el bonito rostro de Emma
Johnson, una de las enfermeras de retén del hospital.
Los dos hombres se detuvieron al instante.
—Hola, Steve. ¿Cómo te encuentras? —Emma miró solamente a Swain.
—Ahí voy —respondió este—. ¿Y tú?
Emma ladeó con coquetería la cabeza.
—Bien.
—Yo también estoy bien —intervino Jim Wilson—. Aunque a nadie parezca importarle…
Emma le dijo a Swain:
—Me dijiste que te recordara que tenías que ir a ver al detective Dickson por lo del… incidente.
No olvides que tienes que estar allí a las cinco.
—Vale —asintió Swain mientras se tocaba distraídamente el corte de su labio inferior—. No hay
problema. Puedo ir después del partido.
—Oh, casi me olvidaba —añadió Emma—. Han llamado hace diez minutos de Norwood.
Querían saber si podrías ir ahora mismo. Holly se ha peleado de nuevo.
Swain suspiró.
—Otra vez no. ¿Ahora mismo?
—Ahora mismo.
Swain se giró hacia Wilson.
—¿Por qué hoy?
—¿Por qué no? —le respondió con ironía.
—¿Lo retransmiten en diferido por la noche?
—Eso creo, sí —dijo Wilson.
Swain suspiró de nuevo.
—Te llamaré.
Stephen Swain se inclinó sobre el volante de su Range Rover cuando se detuvo en el semáforo.
Miró de reojo al asiento del copiloto. Holly estaba sentada con las manos sobre el regazo y la cabeza
gacha. Sus pies, incapaces de alcanzar el suelo, sobresalían horizontalmente del asiento sin
balancearse frenéticamente, tal como acostumbraban.
El coche estaba en completo silencio.
—¿Estás bien? —le preguntó sin alzar la voz.
—Mmm.
Swain se inclinó hacia ella para mirarla.
—Oh, no hagas eso —le dijo con dulzura mientras cogía un pañuelo—. Ten. —Le enjugó las
lágrimas que le caían por las mejillas.
Su padre había llegado al colegio justo cuando Holly estaba saliendo del despacho de la
subdirectora. Tenía las orejas rojas y había estado llorando. Le parecía tremendo que una niña de
ocho años tuviera que recibir tal reprimenda.
—Oye —dijo—, no pasa nada.
Holly levantó la cabeza. Tenía los ojos rojos y vidriosos.
Tragó saliva.
—Lo siento, papa. Lo intenté.
—¿Lo intentaste?
—Comportarme como una señorita. De veras que lo intenté. Con todas mis fuerzas.
Swain sonrió.
—¿De veras? —Cogió otro pañuelo—. La señorita Tickner no me ha contado por qué lo hiciste.
Todo lo que me dijo fue que un profesor que vigilaba la feria te encontró a horcajadas sobre otro
niño, dándole una buena tunda.
—La señorita Tickner no ha querido escucharme. Solo me ha repetido una y otra vez que daba
igual por qué lo había hecho, que estaba mal que una señorita se peleara.
El semáforo se puso en verde. El coche echó a andar.
—¿Qué pasó entonces?
Holly vaciló y a continuación dijo:
—Tommy Jacobs estaba diciendo que eres un asesino.
Swain cerró un instante los ojos.
—¿Eso decía?
—Sí.
—¿Y le placaste y pegaste por eso?
—No, le pegué primero.
—¿Pero por eso? ¿Por llamarme asesino?
—Ajá.
Swain se volvió para mirar a Holly y asintió con la cabeza.
—Gracias —dijo con gesto serio.
Holly sonrió levemente. Swain volvió a mirar al frente.
—¿Cuántas veces tienes que escribirlo?
—Cien veces: «No debo pelearme porque no es propio de señoritas».
—Bueno, dado que en parte ha sido culpa mía, ¿qué te parece si haces cincuenta y yo hago las
otras cincuenta con tu letra?
Holly sonrió.
—Eso estaría bien, papi. —Sus ojos empezaron a brillar.
—Bien —asintió Swain—. Pero la próxima vez, intenta no pelearte. Si puedes, prueba a salir de
la situación usando la cabeza. Te sorprendería el daño que se puede hacer con el cerebro, mucho más
que con los puños. Y sin tener que dejar de comportarte como una señorita. —Swain aminoró el
coche y miró a su hija—. Pelearse no es una opción. Únicamente cuando es la última que se tiene.
—¿Cómo hiciste tú, papá?
—Sí —dijo Swain—. Como hice yo.
Holly levantó la cabeza y miró por la ventanilla. No le sonaba la zona.
—¿Adónde vamos? —dijo.
—Tengo que ir a la comisaría.
—Papá, ¿te has metido en un lío otra vez?
—No, cielo, no me he metido en ningún lío.
—¿Puedo ayudarlo? —gritó la recepcionista, con gesto agobiado, por encima del caos.
Swain y Holly estaban en el vestíbulo de la comisaría del decimocuarto distrito policial de
Nueva York. El lugar era un hervidero de actividad: policías llevándose a rastras a camellos,
teléfonos sonando, gente chillando. Una prostituta apostada en una esquina le guiñó con coquetería el
ojo a Swain cuando este se acercó al mostrador de la recepción.
—Esto… sí, me llamo Stephen Swain. Vengo a ver al detective Wilson. Se suponía que tenía que
estar aquí a las cinco, pero he venido un poco antes…
—No hay problema. Pueden subir. Despacho 209.
Swain se dirigió a la escalera situada en la parte posterior de la planta abierta. Holly iba dando
saltitos a su lado. Le cogió la mano. Swain bajó la vista y vio cómo la coleta rubia de su hija se
movía frenéticamente de un lado a otro. Estaba observando el caos de la comisaría con los ojos
como platos, llenos de curiosidad, con el interés propio de un científico. Era una niña muy fuerte, eso
seguro, y con su cabello rubio, sus avispados ojos azules y aquella nariz chata, cada día se parecía
más a su madre…
Para, pensó Swain. No sigas por ahí. Ahora no…
Apartó de su cabeza esos pensamientos mientras subían por las escaleras.
Ya en la segunda planta, llegaron a una puerta con una placa en la que podía leerse: «209:
Homicidios». Swain oyó una voz familiar gritando en el interior.
—¡Me da igual cuál sea tu problema! ¡Quiero ese edificio cerrado! ¿De acuerdo?
—Pero, señor…
—No me vengas con esas, John. Tan solo escúchame un momento, ¿puedes? Bien. Esto es lo que
tenemos. Han encontrado a un vigilante de seguridad en el suelo, en «dos partes», además de a un
ladrón de medio pelo a su lado. Sí, así es, estaba allí sentado cuando llegamos. Y ese ladrón tiene
sangre por toda la cara y la parte delantera de su cuerpo, pero la sangre no es suya, es del vigilante.
No sé qué es lo que está pasando, tú me dirás. ¿Crees que ese ladrón pertenece a una de esas sectas
que van por ahí cortando en cachitos a vigilantes de seguridad para frotarse con su sangre y, a
continuación, tumbar un par de estanterías de más de tres metros de altura?
La voz cesó un instante para escuchar lo que el otro hombre murmuraba.
—John, no sabemos una mierda. Y, hasta que no averigüemos algo más, voy a cerrar esa
biblioteca. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, capitán —cedió la otra voz.
—Por fin. —La primera voz volvía a estar calmada—. Ahora ve a la biblioteca, precinta todas
las entradas y salidas y que dos de tus hombres pasen allí la noche.
La puerta se abrió. Swain se echó a un lado cuando un agente de corta estatura salió del
despacho, le sonrió brevemente y a continuación echó a andar por el pasillo en dirección a las
escaleras.
Comprobación de estado: los oficiales de cada sistema informan de que los teletransportes están
preparados.
Aguardando transmisión de la cuadrícula de coordenadas del laberinto.
Comprobación de estado: las coordenadas del laberinto serán transmitidas a todos los
sistemas tras la electrificación.
—Nos vemos por la mañana, pues —dijo el agente Paul Hawkins desde la entrada de mármol de
la Biblioteca Pública de Nueva York.
—Hasta mañana —dijo el teniente, cerrándole las puertas casi en las narices.
Hawkins se apartó de las puertas y asintió a su compañera, Parker, que se acercó con un enorme
manojo de llaves. Cuando Parker comenzó a meter la primera de las llaves en las cuatro cerraduras
de las enormes puertas de hierro, Hawkins pudo oír cómo el teniente colocaba de nuevo la cinta
amarilla en la entrada: «Precinto policial. Prohibido el paso».
Miró el reloj.
Las 5:15 p. m.
No está mal, pensó. Solo les había llevado veinte minutos bordear el edificio y sellar todas las
entradas y salidas.
Parker echó la última llave y se volvió.
—Listo —dijo.
Hawkins pensó en lo que otros policías le habían dicho de Christine Parker. Con tres años más de
servicio que él, no era muy guapa, ni tampoco demasiado menuda. Manos grandes, rasgos duros,
hombruna. Su imagen, desafortunadamente, no la había ayudado, ni tampoco los informes sobre su
falta de tacto: en el departamento era conocida por sus maneras más bien bruscas. Hawkins se
encogió de hombros. Si sabía cuidar de sí misma, eso era lo único que le importaba.
Se volvió para contemplar el enorme vestíbulo de mármol de la biblioteca.
—¿Sabes qué sucedió? Me han llamado esta tarde.
—Alguien se coló y se cargó al de seguridad. Una carnicería —respondió Parker como si nada.
—¿Qué se coló? —Hawkins frunció el ceño—. No he visto ninguna entrada forzada de todas las
que hemos sellado.
Swain echó un vistazo al microondas. El reloj led verde marcaba las 5:45 p. m.
Miró a Holly, acampada a menos de treinta centímetros de la pantalla de televisión. En ella,
criaturas multicolores danzaban sin parar.
Swain cogió su refresco y fue al salón.
—¿Qué estás viendo?
Holly no apartó la mirada de la tele.
—Pokemon —dijo mientras palpaba por detrás de su espalda hasta dar con la lata de galletas y
cogía una.
—¿Y qué tal está el capítulo?
Se giró rápidamente y arrugó la nariz.
—Bah. Mew no sale hoy. Veré qué ponen en otros canales.
—¡No, espera! —Swain fue a coger el mando—. Ahora estarán los deportes…
Holly cambió de canal y un presentador apareció en la pantalla.
—… Mientras que en fútbol americano, el equipo de la capital no ha defraudado a sus
seguidores, pues los Redskins le han arrancado la cabellera a los Giants con un resultado de
veinticuatro frente a veintiuno en un frenético tiempo de descuento. Mientras tanto, en Dallas…
Swain cerró los ojos y se dejó caer de nuevo en el sofá.
—¿Has oído eso, papá? Ha ganado Washington. El abuelo estará contento. Vive en Washington.
Swain rió levemente.
—Sí, cielo. Lo he oído. Lo he oído.
Paul Hawkins paseaba distraídamente por el vestíbulo de la Biblioteca Pública de Nueva York.
Sus pisadas resonaban de manera inquietante en el espacio abierto del atrio.
Se detuvo para contemplar el espacio a su alrededor.
El vestíbulo Astor, así se llamaba, era enorme, de altos techos, prácticamente todo él de mármol
blanco. Dos escaleras en ángulo recto lo flanqueaban a ambos lados, escaleras que terminaban en un
balcón situado en la segunda planta. Contando con el balcón desde el que se divisaba la entrada de la
biblioteca, la altura del vestíbulo era de dos plantas.
En ese momento, el vestíbulo albergaba una exposición que mostraba cómo era el depósito de la
biblioteca: una docena de librerías de tres metros de altura llenas de libros polvorientos que
destacaban en mitad de la zona abierta.
Las elevadas estanterías se cernían inquietantes en la taciturna semioscuridad. Es más, con el
arranque de la noche, salvo por la fría luz blanca proveniente del mostrador de información donde
Parker estaba leyendo, la única luz que penetraba en el gigantesco espacio era la luz oblicua y
azulada de la calle.
Hawkins miró a Parker. Seguía sentada tras el mostrador de información, con los pies en alto,
leyendo un libro en latín que según ella había leído en el instituto.
Qué silencio hay aquí, pensó.
—¿En casa?
—El coche no arranca. Para variar —dijo Wilson con voz inexpresiva.
Swain se rió.
Hawkins estaba aburrido.
Echó a andar por un pasillo, asomó la cabeza por la caja de la escalera principal de la biblioteca
y encendió su pesada linterna de policía. Las escaleras, de mármol blanco y flanqueadas por
pasamanos de roble macizo, se elevaban y descendían en la oscuridad.
Hawkins asintió con la cabeza. Había que reconocer que esos edificios antiguos habían sido
construidos para perdurar.
Parker se levantó de la silla tras el mostrador de información. Miró distraídamente hacia los
alrededores del atrio y al pasillo donde Hawkins estaba escudriñando la oscuridad.
—¿Qué haces? —le gritó a su compañero.
—Estoy echando un vistazo.
Parker fue junto a Hawkins. Este se encontraba en la puerta por la que se accedía a la caja de la
escalera con la linterna encendida, intentando distinguir algo en la oscuridad.
:06
Se detuvo a su lado.
—Bonito lugar —dijo Hawkins.
—Sí —asintió Parker—. Bonito.
:04
:03
:02
:01
Modo de espera…
Electrificación iniciada.
En ese momento, mientras Hawkins y Parker se hallaban en la escalera, unas brillantes chispas
azules relampaguearon en la entrada principal de la biblioteca. Una corriente eléctrica azulada
comenzó a extenderse por entre las enormes puertas de hierro mientras garras chisporroteantes de
electricidad rodeaban los extremos de la puerta.
Todas y cada una de las ventanas de la biblioteca se estremecieron cuando unos diminutos rayos
azules emergieron de sus cristales. En las entradas laterales de la biblioteca, de menor dimensión, el
precinto policial empezó a burbujear y chamuscarse lentamente por el intenso calor de la electricidad
que en esos instantes fluía por entre las puertas.
Y entonces, de repente, cesó.
Todas las puertas y ventanas por las que se podía acceder a la biblioteca dejaron de vibrar.
El lugar volvió a quedar sumido en el más completo silencio.
La biblioteca, sombría y antigua, se levantaba inquietante sobre la oscuridad de la ciudad de
Nueva York, y sus esplendorosas puertas relucían grises con la luz de la luna. Para los transeúntes de
la zona parecerían igual de austeras y regias que cualquier otro día.
Solamente si se acercaran podrían ver el destello intermitente de minúsculos rayos que emanaban
de entre las dos enormes puertas cada pocos segundos.
Al igual que ocurría con los demás accesos de la biblioteca.
Holly se agarró a la pierna de su padre. Él intentó zafarse juguetonamente de ella mientras seguía
hablando por teléfono.
—Tampoco es que tenga mucha emoción. Ya me he enterado de quién ha ganado.
—¿Qué dices?
Swain miró con el ceño fruncido a Holly mientras esta le metía la mano en el bolsillo.
—Sí, por desgracia sí.
Holly le sacó la mano del bolsillo y miró con gesto extraño el objeto que tenía en la mano.
—Papá, ¿qué es esto?
Swain la miró y ladeó la cabeza, sorprendido.
—¿Me lo dejas un segundo? —le preguntó.
Holly le dio un pequeño objeto de plata.
—¿Qué ocurre? —preguntó Wilson.
Swain lo giró sobre su mano.
—Bueno… Doctor Wilson, quizá tú puedas decírmelo. Quizá me puedas explicar por qué mi hija
acaba de sacar un Zippo de mis vaqueros. Los vaqueros que me cogiste prestados para esa cosa de
cowboys que tenías el fin de semana.
Wilson vaciló.
—No tengo ni idea de cómo ha ido a parar allí.
—¿Por qué no me lo trago?
—Vale, vale, no empieces —dijo Wilson—. ¿Qué probabilidades tengo de recuperar mi
mechero?
Swain se lo volvió a guardar en el bolsillo.
—No lo sé. Un sesenta por ciento.
—¿¡Sesenta!?
Holly sacó otro refresco de la nevera. Swain sujetó el teléfono con el hombro y se agachó para
cogerla en brazos. Gruñó.
—Cómo pesas.
Inicializar teletransporte: Tierra.
Selexin seguía sosteniendo la pulsera gris. Parecía pesada, fundamentalmente por su cierre de
metal.
Miró la parte delantera. Era rectangular, como un reloj digital alargado, ancho pero fino. En la
cara delantera, la pequeña luz piloto de color verde brillaba con fuerza. A su lado había otra luz,
algo más grande que la verde, pero roja. En esos momentos estaba apagada.
Bien, pensó Selexin.
Debajo de las dos luces había un visualizador rectangular y estrecho en el que podía leerse:
INCOMPLETO-1
Selexin apartó la vista del reloj. Vio que Swain y Holly estaban mirando por la ventana, a una
distancia prudente de los cristales electrificados.
Selexin gruñó, negó con la cabeza y miró de nuevo la pulsera. La pantalla parpadeó.
INCOMPLETO-1
Las palabras desaparecieron un instante. Cuando volvieron, habían cambiado. En esos momentos
en el visualizador podía leerse:
INCOMPLETO-2
Ya no parpadeaba.
Selexin fue hacia la ventana donde se encontraba Swain y se detuvo a su lado.
—¿Lo comprende ya?
Swain siguió mirando por la ventana.
Tras haber visto la puerta electrificada en la parte superior de la caja de la escalera, había
bajado rápidamente el primer tramo y salido por la primera puerta del rellano, una puerta con un
letrero que decía: «Tercera planta».
Un pasillo corto con suelos de mármol le había llevado a una de las salas más conocidas de la
biblioteca: la sala de lectura principal. Con su techo elevado y sus filas y filas de escritorios
alargados de madera, Swain la reconoció al instante, pero por algún motivo necesitaba ver el mundo
exterior.
Así que la había atravesado, abriéndose paso por entre aquella marea de escritorios que le
llegaban hasta la cintura, en dirección a la ventana más cercana. La enorme sala estaba
completamente llena de mesas de estudio. Una reciente renovación había provisto a cada escritorio
de una división vertical que conformaba una «L» con la superficie de escritura horizontal.
En esos momentos, mientras miraba por la ventana y contemplaba el parque Bryant y la calle
Cuarenta y Dos y los rascacielos ensombrecidos de Nueva York, Swain empezó a comprender.
—¿Dónde estamos, papá?
Los ojos de Swain contemplaron la multitud de escritorios divididos a su alrededor y el área de
préstamos, cual isla en el centro de la enorme sala principal de lectura, sobre la que se encontraba un
letrero:
INCOMPLETO-2
INCOMPLETO-3
Swain dijo:
—¿Y exactamente cómo eres seleccionado para esto?
Tal como les explicó Selexin, salvo por una modificación crucial, el proceso para la selección
del humano para el séptimo Presidian había sido prácticamente el mismo de los dos anteriores
Presidia. No cabía esperar que unos seres incapaces de aceptar que existieran otras formas de vida
en el universo escogieran a un contendiente para representarlos, por no hablar del concepto del
Presidian en sí.
Después de todo, ni siquiera se había considerado la inclusión de los humanos en los Presidia
hasta hacía solo unos dos mil años, pues el desarrollo de estos había sido decepcionantemente lento.
Los otros seis sistemas restantes elegían a sus representantes para el Presidian del milenio bien
mediante una competición entre los suyos, bien escogiendo a sus mejores atletas, cazadores o
guerreros. La Tierra, por otro lado, era controlada de tanto en tanto y, de esa vigilancia, se escogía al
contendiente más capacitado.
—Bueno, muy atentos no han estado en esta ocasión —dijo Swain—. No he luchado en mi vida.
—Oh, pero…
—Soy médico —dijo Swain—. ¿Sabe lo que es un médico? Yo no mato a la gente. Yo…
—Sé lo que es un médico y sé lo que hace —dijo Selexin—. Pero ha olvidado lo que le acabo de
decir: en esta ocasión se hizo una modificación crucial.
»Verá, en los dos últimos Presidia la elección del contendiente humano se basó fundamentalmente
en la destreza en el combate, únicamente en eso. Y, obviamente, fue un error. Tras la funesta
participación de los dos contendientes humanos, se decidió que se tuviesen en cuenta otras destrezas
y capacidades, a priori menos obvias, en el proceso de selección de este Presidian.
»Por supuesto, la destreza en la lucha es necesaria, pero en esta ocasión no ha sido decisiva. De
la observación de su planeta hemos concluido que los guerreros humanos son expertos en el uso de
armas artificialmente propulsadas: armas de fuego, misiles y similares. Pero esas armas están
prohibidas en el Presidian. Solo se permite el uso de armas autopropulsadas: cuchillos, armas
afiladas. Así que, antes que nada, necesitábamos a un humano versado en el combate cuerpo a
cuerpo. Varios guerreros de su especie satisfacían este requisito, claro está.
»Pero también se consideraron necesarias otras habilidades, habilidades que por lo general no se
dan en sus guerreros. Fue requisito fundamental un nivel elevado de aptitud mental; en concreto, la
capacidad de responder en momentos de crisis, de mantener un pensamiento racional objetivo ante un
hecho potencialmente extraño y, lo que es más importante, una inteligencia adaptativa.
—¿Inteligencia adaptativa?
—Sí, la capacidad de evaluar la situación al instante, de asimilar inmediatamente todas las
soluciones disponibles y actuar. Pensamiento reactivo: la capacidad de pensar con claridad bajo
presión y de utilizar todos los medios a nuestra disposición para solucionar el problema. De acuerdo
con nuestra experiencia previa con los humanos, sabíamos de antemano que el contendiente de su
raza no sería un contendiente proactivo, ofensivo. Más bien sería defensivo, reactivo a una situación
provocada por otro. Así que se precisaba una personalidad adaptativa, provista de un pensamiento
ágil. Como usted.
Swain negó con la cabeza. Ni mucho menos se creía una persona mentalmente ágil y de
personalidad adaptativa. Sí que se consideraba un buen médico, pero no brillante. Sabía de
innumerables cirujanos y médicos que estaban a años luz de él tanto en conocimientos como en
destreza. Era bueno en lo que hacía, sí, ¿pero adaptativo y mentalmente veloz?
—No se confunda, contendiente, llevamos estudiándolo desde hace tiempo. Pensamiento claro y
reactivo en momentos de tensión, ¿lo ha experimentado alguna vez antes?
—Sí, bueno, muchas veces, pero aun así… Por Dios, si jamás he participado en una pelea…
—Oh, claro que sí —dijo Selexin—. Su elección vino determinada por la respuesta que tuvo ante
una situación que vivió no hace mucho tiempo y en la que hubo múltiples enemigos implicados, una
situación que puso en riesgo su vida.
Swain reflexionó sobre lo que le acababa de decir. Una situación peligrosa para su vida y con
múltiples enemigos. Se preguntó si un partido de fútbol americano universitario contaría como
situación potencialmente grave. Por favor, si parecía algo más propio de un miembro del ejército o
de la policía.
La policía…
Aquella noche…
Swain recordó lo ocurrido aquella noche de octubre, cuando cinco pandilleros fuertemente
armados habían irrumpido en Urgencias. Recordó su pelea con los dos jóvenes de las pistolas,
recordó cómo había placado al primero y a continuación golpeado en la muñeca al segundo,
obligándolo a soltar la pistola, y cómo luego había forcejeado otra vez con el primero y los dos
habían caído al suelo y entonces había oído la detonación de la pistola, el fatal disparo final.
¿Qué si su vida había corrido peligro? Sin duda.
Swain se percató entonces de que se estaba frotando el corte de su labio inferior.
—Hay otra cosa —dijo Selexin, interrumpiendo sus pensamientos. El hombrecillo levantó su
mano enguantada y le ofreció la pulsera gris a Swain—. Tenga, póngasela. La necesitará. Sobre todo
si estamos separados.
Swain cogió la pulsera, pero no se la puso.
—Aguarde un segundo. Aún no he aceptado formar parte de este espectáculo suyo…
Selexin negó con la cabeza.
—No ha comprendido lo que le he estado diciendo. Su proceso de selección para el Presidian ha
concluido. Ya no tiene nada que decir en el asunto.
—Me da la sensación de que nunca tuve voz ni voto en ello.
—Por favor, mire su pulsera.
Swain miró el reloj, el visualizador situado debajo de la brillante luz verde. Decía:
INCOMPLETO-3
Selexin dijo:
—¿Ve ese número, el tres? Pronto alcanzará el siete. Cuando eso ocurra, sabremos que los siete
contendientes ya han sido teletransportados al laberinto. Entonces comenzará el Presidian. —Lo miró
con gesto serio—. Ahora usted está aquí y, le guste o no, se ha convertido en parte integrante de esta
competición. —Selexin señaló de nuevo la pulsera—. Y cuando el número siete aparezca, se
convertirá en el blanco de otros seis contendientes que tendrán el mismo objetivo que usted. Salir.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Recuerde lo que le he dicho —dijo Selexin—. Entran siete, pero solo sale uno. El laberinto
está completamente electrificado. No hay manera de escapar. Salvo mediante un teletransportador. Y
este solamente se inicializa cuando un único contendiente permanece en el laberinto. Esa es la salida
del laberinto… y solo el vencedor saldrá. Si es que, claro está, hay vencedor.
Selexin habló más pausado.
—Señor Swain, a los demás les da igual si usted decide o no aceptar su rol de contendiente. Lo
matarán de todas formas. Porque son muy conscientes de que, a menos que todos estén muertos salvo
uno, nadie abandonará el laberinto. La competición final, señor Swain.
Swain miró al hombrecillo con incredulidad. Soltó el aire lentamente por la nariz.
—Así que me está diciendo que no solo estamos aquí encerrados, sino que pronto también habrá
otros seis tipos, cuyo único modo de salir del laberinto pasa por asegurarse de que yo muera.
—Sí, así es.
—Joder.
Swain regresó a la caja de la escalera que había al final del pasillo de la sala de lectura. Holly
caminaba tras él, agarrándose el dobladillo de la falda.
Contempló el grueso brazalete gris que en esos momentos rodeaba su muñeca izquierda. Parecía
el grillete del brazo de una silla eléctrica: grueso y sólido, y pesado también.
La minúscula luz verde brillaba mientras la pantalla seguía mostrando:
INCOMPLETO-3
INCOMPLETO-3
INCOMPLETO-4
—No estoy seguro de que esto sea una buena idea —dijo Selexin mientras seguía a Swain y a
Holly por el pasillo hacia la escalera.
Swain escudriñó el interior de las salas laterales conforme caminaba, haciendo caso omiso del
hombrecillo. Holly, sin embargo, se volvió para mirarlo.
—Si eres de otro planeta —dijo—, ¿cómo es que hablas inglés tan bien?
Selexin dijo:
—Mi lengua materna se basa en un alfabeto que consta de setecientos sesenta y dos símbolos
diferentes. Vuestro idioma, con solo veintiséis letras, es extremadamente sencillo de aprender, salvo
por los terribles modismos.
—Oh.
Llegaron a la caja de la escalera.
—Estaba diciendo —le repitió Selexin—, que no estoy seguro de que esta sea una buena idea.
Las posibilidades de ser secuenciado aumentan conforme más contendientes acceden al laberinto.
Swain permaneció en silencio un buen rato.
—Probablemente tenga razón —dijo mientras se volvía para mirarlo—. Pero, si voy a jugarme la
vida en este lugar, no quiero hacerlo por salas y pasillos que no conozco. Al menos si echamos un
vistazo, podremos saber adónde huir o no si nos siguen. De ninguna manera quiero acabar en un
callejón sin salida con un asesino tarado pisándome los talones. Y además —se encogió de hombros
—, tal vez hasta encontremos un lugar donde escondernos si fuera necesario.
—¿Escondernos?
—Sí, escondernos. Ocultarnos —dijo Swain—. Ya sabe, una manera de escapar. Quizá podamos
ocultarnos en algún lugar hasta que todos los demás se hayan matado entre sí.
—Eso es improbable —dijo Selexin.
—¿Por qué es improbable? Sin duda tiene que ser la mejor forma de sobrevivir a esta maldita
cosa. Nos escondemos y dejamos que los demás luchen y quizá así…
Selexin no estaba escuchando. Simplemente estaba mirándolo, aguardando a que terminara de
hablar.
Swain dijo:
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
Selexin ladeó la cabeza.
—Si recuerda lo que le he contado antes, lo entenderá.
—¿Qué? ¿Qué es lo que me ha contado antes?
—Como le he estado diciendo desde el principio, solo un contendiente sale del laberinto. Y, si no
sale uno, ninguno.
Swain asintió.
—Lo recuerdo. Pero ¿eso cómo es posible? Si solo queda un contendiente en el laberinto, ya está
a salvo. Puede buscar la salida y marcharse, puesto que no queda nada que lo pueda matar…
Selexin no respondió.
Swain suspiró.
—A menos que haya algo más.
El hombrecillo asintió.
—Así es —dijo—. El tercer elemento del Presidian.
—¿El tercer elemento?
Selexin echó un vistazo al pasillo contiguo a las escaleras.
—Sí, un agente externo. Una variable. Algo que es capaz de alterar en un instante las condiciones
del combate. Algo que puede convertir la victoria en derrota, la vida en muerte. En el Presidian, el
tercer elemento es una bestia, una bestia conocida en la galaxia como el karanadon.
Swain permaneció en silencio.
—Es una bestia poderosa como ninguna otra —dijo Selexin—. Alta como este techo, ancha como
tres hombres juntos y fuerte como veinte… Y su fuerza sin parangón solo es equiparable a su
agresividad desenfrenada…
—Vale, vale —dijo Swain—. Creo que me hago una idea. Esa cosa también está aquí, ¿no?
¿Atrapada como el resto de nosotros?
—Sí.
—Entonces, ¿qué hace? ¿Va merodeando por ahí y matando a todo el que le place?
Selexin dijo:
—Bueno, no…
Swain suspiró aliviado.
—… todo el tiempo.
Swain gimió.
—Pero si echa un vistazo un segundo a su pulsera —dijo Selexin—, se lo explicaré todo.
Swain contempló la pesada banda de metal de su muñeca. En la pantalla todavía ponía:
INCOMPLETO-4
—¿Recuerda que, cuando le di su pulsera, le dije que sería de vital importancia para usted? —
preguntó Selexin—. Bueno, es más que eso. Sin ella no sobrevivirá al Presidian.
»Su pulsera sirve para muchos propósitos, uno de las cuales es identificarlo como contendiente
de la competición. Por ejemplo, no puede vencer en un Presidian a menos que lleve la pulsera. Se le
negaría el teletransporte de salida cuando este se abriera. Del mismo modo, otros contendientes
sabrán que está compitiendo en el Presidian porque verán su banda. Eso lo protegerá antes del inicio
del Presidian, pero también les dirá a los demás que es un competidor al que tienen que eliminar.
»Sin embargo, además de ello, su pulsera le proporciona funciones adicionales de mayor
importancia. En primer lugar, como ya sin duda se habrá percatado, tiene una luz verde. Esa luz
responde a su pregunta anterior: no, el karanadon no siempre “merodea”. La luz verde que ve indica
que en este momento la bestia está acurrucada en algún lugar de este laberinto. O, dicho de una
manera más sencilla, dormida. ¿Por qué?, porque por el momento no se le permite desplazarse por el
laberinto. De ahí la luz verde.
—¿La pulsera puede decirme cuándo está dormida? —preguntó Swain.
—Sí, gracias a un dispositivo implantado quirúrgicamente en la laringe de la bestia que mide
electrónicamente el ritmo de su respiración. Si la frecuencia de sus inspiraciones es baja, indica que
está dormida, y lo contrario, que no. Ese dispositivo, no obstante, también proporciona cierto grado
de control sobre la bestia. Mediante una orden oficial puede segregar un sedante que dormirá a la
bestia o bien inyectarle una hormona que la despertará inmediatamente.
—¿Cuándo ocurrirá eso? —preguntó Swain—. ¿Cuándo querrán que despierte?
—¿Cuándo? Pues cuando solo quede un contendiente, obviamente —dijo Selexin—. Quizá pueda
explicárselo de otra manera. Ha habido otros seis Presidia previos. Tres han sido ganados por los
malonianos, uno por un konda y otro por un criseano.
—Vale.
Selexin se quedó mirando a Swain.
—Bueno, esa es la cuestión.
—¿Qué cuestión?
—Ha habido seis Presidia y solo cinco vencedores —dijo Selexin. El hombrecillo suspiró—.
Eso es lo que estoy intentando decirle. Puede que no haya vencedor del Presidian. A menos que uno
lo merezca, ninguno es merecedor. No hubo vencedor en el último, porque el karanadon mató a los
tres contendientes finales después de que estos se toparan con su nido en el transcurso del combate.
En solo dos minutos, la bestia puso fin al Presidian.
—Oh.
Selexin prosiguió:
—Y, como siempre ha sido el caso, cuando solo queda un contendiente, y se abre el teletransporte
de salida del laberinto, se despierta al karanadon. Puede optarse por evitarlo y buscar la salida del
laberinto. O intentar matarlo si se es muy osado.
Swain dijo:
—¿Y alguien lo ha hecho antes? Matarlo…
Selexin miró a Swain como si este hubiera hecho la pregunta más estúpida del universo.
—¿En un Presidian? No. Nunca. Jamás. —Hizo una breve pausa y después prosiguió—. Pero, de
cualquier modo, si tiene suerte y vive para verlo, comprobará que cuando la bestia está despierta, la
luz roja de su pulsera se enciende.
—Ajá. Y esa bestia, ese karanadon, ¿fue teletransportado al laberinto a la vez que yo?
—No —respondió Selexin—. Por lo general el karanadon es teletransportado al laberinto un día
antes del inicio del Presidian. Pero eso no importa demasiado, porque está dormido todo el tiempo.
A menos, eso sí, que se le haya despertado. Pero eso es poco probable.
—Tengo una pregunta más —dijo Swain.
—¿Sí?
—¿Y si alguien sale de este laberinto? Sé que piensa que no puede suceder, pero ¿y si es así?
¿Qué pasaría entonces?
—Me hace poseedor de una creencia de la que carezco. No, acepto su pregunta sin reservas
porque sí que puede ocurrir. De hecho, ha ocurrido. Se sabe de contendientes que han salido del
laberinto, bien por algún motivo o por mero accidente.
—¿Entonces? ¿Qué ocurre?
—Una vez más, es su pulsera la que controla la situación —dijo Selexin—. Como sabe, un
campo eléctrico rodea este laberinto. La pulsera funciona de acuerdo con ese campo. Si por algún
motivo su pulsera detecta que ya no está rodeado por el campo eléctrico, establecerá
automáticamente un temporizador para su autodetonación.
—Un temporizador para su autodetonación —dijo Swain—. ¿Quiere decir que explotará?
—No al momento. Hay un límite temporal. Dispone de quince minutos…
—¡Por el amor de Dios! ¡Me ha puesto una bomba en la muñeca! ¿Por qué no me lo ha dicho
antes? —Swain no podía creérselo. Era increíble. Empezó a tirar a toda prisa de la pulsera con
ánimo de arrancársela.
—No se la quitará —dijo con total tranquilidad Selexin—. No puede quitarse, así que no
malgaste el tiempo ni siquiera en intentarlo.
—Mierda —murmuró Swain sin soltar el sólido brazalete de metal.
—Esa boca —dijo Holly, reprendiéndolo con el dedo índice.
—Como le estaba diciendo —dijo Selexin—, si por algún motivo es expelido del laberinto,
dispondrá de quince minutos para volver a entrar. De lo contrario, se producirá la explosión.
Miró con tristeza al humano, que seguía tirando de la pulsera. Este se dio finalmente por vencido.
—No se preocupe —dijo Selexin—. La detonación solo ocurre tras la expulsión del laberinto y,
aunque admito que ha sucedido antes, también debo añadir que no a menudo. Nadie escapa de aquí.
Señor Swain, a estas alturas ya habrá comprendido que, lo mire por donde lo mire, solo hay una
respuesta. A menos que resulte vencedor de esta competición, no saldrá de aquí.
Hawkins se hallaba al inicio de la caja de la escalera, con la luz de su linterna como única
iluminación. Más abajo ya no había escaleras. Nada salvo muros de hormigón y una enorme puerta de
seguridad que rezaba: «Planta-2».
Debe de ser la última planta.
Hawkins abrió la puerta de seguridad.
Pasillos y pasillos de librerías se extendían hasta el infinito, desapareciendo en la oscuridad, más
allá del alcance de las enmohecidas luces del techo. Pero era el pasillo que tenía justo delante lo que
llamó su atención.
El precinto policial amarillo de la escena del crimen recorría su parte central, cual ovillo de
Teseo en el laberinto del Minotauro.
Hawkins se hacía una idea de lo que aguardaba al final de aquel precinto.
Lo siguió. A unos sesenta metros, el precinto se desviaba a la derecha, a un pasillo transversal. Y,
tras ese pasillo perpendicular, cerca de otras escaleras de menor tamaño, Hawkins vio la escena del
crimen, rodeada por más precinto.
Parecía una zona de guerra.
La estantería a su izquierda, de tres metros y medio de alto por seis de ancho, había sido
arrancada de los soportes del techo y en esos momentos yacía inclinada hacia atrás sobre la librería
del pasillo posterior. Eran como dos piezas enormes de dominó: una de ellas en pie, sosteniendo a su
vecina abatida.
La librería contraria, a la derecha de Hawkins, seguía erguida. Tan solo tenía un agujero en el
medio. Por algún motivo, los libros habían caído al suelo del pasillo posterior, como si, reflexionó
Hawkins, algo hubiera atravesado la librería…
Y luego estaba el pasillo en sí.
El charco superficial de sangre que llenaba el pasillo se había secado en el transcurso de las
últimas veinticuatro horas, pero el hedor persistía.
El cuerpo había sido retirado, claro está, pero Hawkins se percató de que la cantidad de sangre
era impactante. Había por todas partes: en el techo, en el suelo, por las baldas.
Hawkins tragó saliva cuando descubrió el rastro de sangre que manchaba el suelo alrededor de la
estantería con el boquete. Parecía como si alguien hubiera sido arrastrado alrededor del mueble, de
vuelta al pasillo.
Para los estándares del Departamento de Policía de Nueva York, Hawkins era joven. Veinticuatro
años. Y su juventud, unida a su relativa inexperiencia, lo había convertido en la elección obvia para
misiones como esas. Había visto escenas de crímenes, sí, pero nada que se le pareciera.
No era posible que una persona hubiera hecho eso, pensó mientras contemplaba el charco seco de
sangre ante sí. Era horrible. Sucio y descarnado y brutal en extremo. No concebía que ese grado de
violencia fuera posible en un ser humano.
Miró a su alrededor, a las interminables filas de librerías que flanqueaban la planta-2.
Había alguien, algo, allí.
Levantó la linterna. Y entonces lenta, cautelosamente, se aventuró por los pasillos.
—Papá —dijo Holly mientras seguía a su padre por las escaleras de mármol.
—Un segundo, cielo. —Swain se volvió hacia Selexin—. ¿Está seguro de que no hay nada más
que me quiera contar antes de que nos sigamos adentrando? ¿No hay más dispositivos explosivos?
—Papá.
Selexin dijo:
—Bueno, hay una cosa…
—¡Papáaaaa!
Swain se paró.
—¿Qué ocurre, cielo?
Holly levantó el auricular con una sonrisa victoriosa.
—Es para ti.
Swain se agachó y cogió el teléfono inerte. Habló por él mientras miraba a Holly.
—¿Hola? Ah, hola, ¿cómo estás? ¿Sí? ¿De veras? Bueno, ahora mismo estoy algo ocupado. ¿Te
puedo llamar luego? Genial. Hasta ahora. —Le devolvió el teléfono a Holly. Esta, satisfecha, cogió a
Swain de la mano y siguió andando a la misma altura que su padre y el hombre huevo.
Selexin dijo en voz baja:
—Su hija es de lo más encantadora.
—Gracias —dijo Swain.
—Pero implica más riesgos para su seguridad de los que debería estar dispuesto a correr.
—¿Cómo?
—Tan solo le estoy sugiriendo que tal vez estaría mejor sin ella —dijo Selexin—. Sería más
prudente que la escondiera, como ha dicho antes. Que la ocultara durante el Presidian. Si usted
sobrevive, podrá regresar a por ella. Si es que, claro está, ella le importa tanto.
—Que así es.
—Y asimismo —prosiguió Selexin—, si es derrotado, ella no morirá también. En cualquier caso,
¿a qué efectividad puede aspirar si tiene que defender la vida de su hija además de la suya?
Cualquier acción para evitar que resulte herida podría…
—Podría poner en peligro mi vida —dijo Swain—, y por tanto la de usted. Es mi hija. Allá
donde vaya, ella irá conmigo. No es negociable.
Selexin dio un discreto paso atrás.
—Y otra cosa —dijo Swain—. Si algo ocurriera y nos separáramos, espero que cuide de ella.
No que la esconda y confíe en que nadie la encuentre, sino asegurarse de que nada, nada, le ocurra.
¿Lo ha comprendido?
Selexin hizo una reverencia.
—Veo que estaba equivocado y me disculpo de todo corazón. No era consciente del vínculo con
su hija. Haré todo lo que esté en mi mano para cumplir con su deseo si tal eventualidad ocurriera.
—Gracias, se lo agradezco —dijo Swain mientras asentía con la cabeza—. Me estaba diciendo
que había algo más. Algo que debería saber.
—Sí. —Selexin recobró la compostura—. Es relativo al combate, o más bien al final de
cualquier pelea. Cuando un contendiente derrota a otro, ya sea en combate o en una emboscada o lo
que sea, la derrota debe ser confirmada.
—De acuerdo.
—Y para eso estoy yo aquí —dijo Selexin.
—¿Para confirmar la muerte? ¿Cómo un testigo? —preguntó Swain.
—No exactamente. No soy el testigo. Pero proporciono la ventana para el testigo.
—¿Ventana?
Selexin se detuvo en los escalones. Se volvió hacia Swain.
—Sí, y solo se inicializará la ventana cuando usted emita la orden. Si es tan amable, por favor,
diga la palabra «Inicializar».
Swain ladeó la cabeza.
—¿Inicializar? ¿Por qué?
Y entonces sucedió. Una pequeña esfera de luz blanca brillante, de unos treinta centímetros de
diámetro quizá, cobró vida justo encima del casquete blanco de Selexin, iluminando toda la escalera
a su alrededor.
—¿Qué es eso? —preguntó Swain.
—Viene del huevo… —Holly estaba maravillada.
Selexin miró con cierto gesto de sorpresa a Holly.
—Sí, es correcto. Mi extraño sombrero es la fuente de este teletransporte, por pequeño que
parezca. Si es tan amable, señor Swain, por favor, diga «cancelar», a menos que quiera que mis
superiores piensen que ha matado a alguien.
—Oh, vale. Eh… Cancelar.
La luz desapareció al instante.
—Ha dicho que es un teletransporte. ¿Cómo antes? —preguntó Swain.
—Sí —dijo Selexin—, exactamente igual que antes. Tan solo un agujero en el aire. Pero mucho,
mucho más pequeño, por supuesto. Hay otro oficial como yo observando al otro lado de este
teletransporte. Él es su testigo en caso de que desee confirmar una muerte.
Swain observó el casquete blanco que Selexin llevaba en la cabeza.
—¿Y proviene de ahí?
—Sí.
—Vaya —dijo Swain mientras seguía bajando por las escaleras.
Selexin lo seguía en silencio. Finalmente dijo:
—Si se me permite preguntar, ¿adónde vamos?
—Abajo —dijo Holly mientras negaba con la cabeza—. Qué tonto.
Selexin, sorprendido, frunció el ceño.
Swain se encogió de hombros.
—Ya ha oído a la señorita. Abajo.
Le guiñó el ojo a Holly, enmascarando así su propio miedo, y ella le sonrió, tranquilizada por la
naturaleza conspiratoria de ese gesto.
Continuaron su descenso por las escaleras.
INCOMPLETO-6
Swain frunció el ceño. No se había percatado de la llegada de los dos últimos contendientes.
Ahora no habría manera de saber cuándo el siguiente y último contendiente iba a entrar en la
biblioteca.
Ni cuándo comenzaría el Presidian.
El grupo había dejado la caja de las escaleras y en esos momentos estaban ocultos en un
despacho de la planta-1, una planta parcialmente subterránea que la mayor parte de los días estaba
abierta al exterior gracias a un acceso lateral por la calle Cuarenta y Dos. Al igual que el resto de
despachos a su alrededor, este estaba dividido por paneles (de madera hasta media altura y el resto
de cristal). Todos tenían cuidado de permanecer agachados por debajo del cristal.
Swain había encontrado un plano esquemático de la biblioteca en la pared de la caja de la
escalera y lo había arrancado. En esos momentos estaba estudiándolo mientras Selexin, sentado tras
el escritorio, informaba en voz baja de la situación a Hawkins. Holly estaba sentada en el suelo,
acurrucada junto a Swain, abrazándolo con fuerza, chupándose el pulgar. Todavía seguía algo
conmocionada por el encuentro con la criatura en la planta inferior.
El mapa mostraba un corte transversal de la biblioteca. Cinco plantas (tres superiores y dos
subterráneas), cada una de un color distinto. Los dos subniveles por debajo de la planta baja eran de
color gris y tenían la etiqueta «Prohibido el acceso al público». Las otras eran de colores brillantes:
Swain recordó la enorme sala de lectura de la planta superior con sus incontables escritorios.
Intentó memorizar el resto. Los recuadros azules con muñecos de palitos de un hombre y una mujer
indicaban los aseos de cada planta. Otro recuadro azul, con el dibujo de un coche, ocupaba la mitad
de la planta-1. El aparcamiento.
Miró de nuevo su pulsera.
INCOMPLETO-6
INICIALIZADO-7
Siete.
Swain alzó lentamente la vista.
Reese movió ficha primero. Fue hacia Swain con fuertes y resonantes pisadas.
El doctor sintió cómo la adrenalina le recorría todo el cuerpo. Tragó saliva y apretó con fuerza la
linterna.
Reese siguió acercándose.
Dios, pensó Swain, ¿cómo se lucha contra una cosa así?
Se preparó para echar a correr, pero de repente Selexin lo agarró del brazo.
—No —susurró—. Aún no.
—¿Qué? —Swain observó cómo Reese cargaba contra él.
—Confíe en mí. —La voz de Selexin sonó fría como el hielo.
Reese avanzaba casi a saltos hacia ellos. Swain quería correr con todas sus fuerzas. Por el
rabillo del ojo vio que Balthazar desenvainaba lentamente un par de cuchillos…
Y entonces Reese se volvió.
Brusca e inesperadamente. Se alejó de Swain y del grupo.
Y fue a por Balthazar.
—¡Ja! Tenía que hacerlo —susurró con orgullo Selexin—. Lo sabía. El típico comportamiento
del cazador…
Entonces, de repente, con un movimiento borroso, Swain vio que el brazo derecho de Balthazar
lanzaba algo a gran velocidad y dos destellos plateados salieron de su mano, cortando el aire.
Un ruido sordo.
Un reluciente cuchillo de acero se incrustó en la columna de hormigón entre Swain y Hawkins,
fallando por centímetros.
El segundo cuchillo de aspecto futurista iba para Reese, pero esta, a diferencia de Swain, sí lo
estaba esperando. Rodó a la derecha cuando detectó que la hoja voladora se acercaba a ella y, ¡crac!,
el cuchillo arrojadizo, que volaba en dirección descendente, se clavó en el suelo del aparcamiento,
agrietando el flamante asfalto, quedándose prácticamente recto, si bien temblando.
Selexin seguía alabando su decisión táctica.
—Se lo dije. Clásico comportamiento de los cazadores. Hay que encargarse primero de la presa
más peligrosa, pillarla con la guardia bajada…
—Mejor me lo cuenta luego —dijo Swain mientras veía por encima de su hombro a Reese que,
chillando de manera estridente, se abalanzaba sobre Balthazar, arrojándolo de espaldas.
Swain empujó a Hawkins hacia la zona de ascensores.
—¡Vamos!
Hawkins echó a correr, con Holly pegada a su pecho, directo hacia su objetivo.
Swain estaba a punto de seguirlos cuando se volvió para mirar una última vez a la batalla que
estaba teniendo lugar a su espalda.
Reese tenía a Balthazar inmovilizado en el suelo, apresándole las manos bajo sus poderosas
extremidades delanteras. Balthazar forcejeaba desesperadamente para intentar llegar a su alfanje, que
yacía en el suelo a centímetros de él.
Pero el peso era demasiado.
Las fauces de Reese salivaban profusamente, saliva que goteaba sin cesar sobre la cara de
Balthazar. Y entonces Reese empezó a desgarrarlo con sus patas, latigazos terribles que le arrancaron
trozos enteros de carne del pecho.
Era asqueroso, pensó Swain. Asqueroso, violento y brutal.
Contempló horrorizado cómo Balthazar sacudía la cabeza de lado a lado, gritando de dolor
mientras intentaba evitar el contacto visual con las antenas oscilantes de Reese, luchando por alejar
su cabeza de la cegadora saliva de la criatura, mientras al mismo tiempo intentaba esquivar sus
salvajes ataques. Era la desesperación pura y dura de un hombre luchando por su vida.
Y Stephen Swain sintió ira. Indignación y furia por aquella escena que estaba ocurriendo ante sus
ojos.
Se volvió rápidamente y vio que Hawkins y Holly habían alcanzado los ascensores. Hawkins
pulsó a toda prisa el botón de subida de la pared. Ninguno de los dos ascensores se abrió al
momento. Estaban moviéndose.
Estarían a salvo.
Swain se volvió para contemplar la pelea mientras la ira crecía en su interior. Balthazar seguía
forcejeando, moviendo la cabeza de un lado a otro, sus gritos de dolor ahogados por la saliva que
caía a su boca agonizante. Reese seguía encima de él, desgarrándolo, chirriando de manera
estridente.
Y entonces Swain vio que la cola se levantaba, lenta y silenciosamente, tras ella, como un enorme
escorpión, fuera del campo de visión de Balthazar.
Y, al ver eso, Swain supo lo que tenía que hacer.
Corrió.
Directo a ellos.
La cola de Reese estaba arqueándose en esos momentos por encima de su cabeza… lista para
atacar… y entonces el hombre barbudo también lo vio y empezó a gritar…
Swain golpeó a Reese con la linterna de Hawkins, liberando a Balthazar, mandando a los tres al
suelo de hormigón asfaltado.
Reese cayó de espaldas y Swain acabó encima. La criatura emitió un ensordecedor chirrido
cuando su cuerpo se revolvió en el hormigón, corcoveando y pataleando, intentando
desesperadamente zafarse de Swain.
Le resbaló la mano y de repente estaba por los aires y todo lo que podía ver era un caleidoscopio
de paredes grises, luces fluorescentes blancas y pavimento de hormigón. Se golpeó contra el suelo, el
pecho primero, y rodó hasta ponerse boca arriba…
… Momento en el que vio la cola afilada de Reese acercándose a su cara.
Swain movió la cabeza a la izquierda y la cola impactó en el hormigón con un fuerte ruido sordo.
Swain echó un vistazo rápido al lugar donde instantes antes había estado su cabeza. Trozos
sueltos de cemento rodeaban un pequeño cráter del tamaño de una pelota de tenis en el suelo.
Santo Dios.
Swain seguía rodando a gran velocidad por el suelo. Reese avanzaba cual cangrejo hacia él,
moviéndose con la misma rapidez y atacándolo con la cola como si de un martinete se tratara.
En nanosegundos, Swain intentó ponderar sus opciones. No podía correr. No podría levantarse a
tiempo. Y tampoco podía luchar contra Reese. Por todos los demonios, si un guerrero como Balthazar
no podía batirla, ¿cómo iba a hacerlo él?
No, tenía que encontrar un modo de salir de ahí. Pero, para eso, tenía que hacer algo y ganar el
tiempo suficiente como para poder ponerse a cubierto.
Así que hizo lo único que se le ocurrió.
Con toda la fuerza que fue capaz de reunir, blandió la linterna de Hawkins y, como si fuese un
jugador de béisbol, golpeó la cola de Reese, en esos momentos en el suelo.
Apuntó a la punta, a la parte más fina.
La linterna impactó en su objetivo, con fuerza, golpeando la punta afilada de la cola.
Se oyó el chasquido aterrador de los huesos al romperse cuando la cola se dobló y Reese, con un
grito de dolor, se alejó de Swain.
Que aprovechó la oportunidad.
Se puso en pie y miró hacia los dos montacargas. Las puertas del ascensor de la izquierda se
estaban abriendo y Hawkins, con su hija en brazos, estaba entrando en él, mirando a Swain todo el
tiempo, sin saber muy bien qué hacer.
—¡Entra, entra! —gritó Swain—. ¡Os alcanzaré!
Hawkins se metió, agazapado, en el ascensor, y pulsó un botón. Las puertas del ascensor se
cerraron. Swain se giró de nuevo.
Reese había retrocedido varios pasos, consumida de dolor por la cola rota. Balthazar estaba
poniéndose con dificultad en pie, con la cabeza gacha, mientras intentaba quitarse la saliva de los
ojos.
Swain fue junto a Balthazar. Los ojos del hombre seguían cubiertos de saliva viscosa, y la piel
visible de su torso estaba hecha jirones y empapada en densa sangre. La expresión de su cara era de
extremo dolor.
Swain lo agarró del brazo y simplemente dijo:
—Ven conmigo.
Este no habló, tan solo dejó que Swain lo cogiera del brazo y lo moviera de allí. Swain se pasó
el enorme brazo de Balthazar por encima de su hombro y lo ayudó a andar hasta los ascensores.
Selexin siguió allí, inmóvil, mirando a Swain atónito.
—¿Viene? —le preguntó Swain cuando pasó a su lado con Balthazar a rastras.
Estupefacto, Selexin miró a Swain y luego al guía de Balthazar, que se limitó a encogerse de
hombros, como si no entendiera nada. A continuación miró a Reese y finalmente a los ascensores.
Entonces echó a correr tras Swain.
Este pulsó el botón de subida al vuelo. Seguía llevando a Balthazar a cuestas. El guía de este iba
justo detrás. Swain se volvió y vio que Reese estaba golpeándose la cola contra el suelo de
hormigón. Tras dos golpes llegó un tercero, al que le siguió un terrible crujido.
Reese rugió de dolor y Swain supo lo que había pasado. Se había colocado el hueso. Una vez el
dolor hubiera amainado, se pondría de nuevo en marcha…
Reese empezó a avanzar. Hacia el ascensor.
Swain apretó de nuevo el botón de subida.
—¡Vamos! ¡Vamos!
La criatura se movía de izquierda a derecha como un cangrejo por el enorme suelo del
aparcamiento. Se estaba acercando…
Se detuvo a poco más de diez metros de los ascensores.
Swain se fijó en que en esa ocasión su cola no se movía amenazante. Yacía inerte en el suelo,
inmóvil.
Reese siseó suavemente en el silencio del aparcamiento con sus antenas oscilando
hipnóticamente sobre su cabeza. Swain la miró, ensimismado.
Selexin tiró de él con fuerza.
—¡No mire las antenas!
Swain parpadeó y volvió en sí. Ni siquiera recordaba haberlas mirado.
Oyó un bing a sus espaldas y se volvió. Las puertas del segundo ascensor estaban abriéndose.
—¡Todo el mundo adentro! —dijo, volviendo de repente a la vida. Metió a Balthazar en el
ascensor. Una vez dentro, pulsó el «1» y a continuación «Cerrar puertas».
No pasó nada.
Swain se asomó y vio que Reese se acercaba a los ascensores.
Pulsó una y otra vez el botón del cierre de puertas.
Las puertas seguían abiertas.
Reese se aproximaba.
De repente se oyó un clic y las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse lentamente.
Reese seguía acercándose.
Las puertas iban cerrándose en una lenta agonía.
Reese saltó…
Y las puertas se cerraron.
El ascensor empezó a subir.
Swain suspiró aliviado.
Y entonces, valiéndose de su peso, Reese golpeó las puertas exteriores con toda su fuerza. Estas
se abollaron hacia dentro, se separaron, e hizo que el ascensor se moviera y frenara en seco su
ascenso con un sonoro y chirriante bandazo.
A poco más de medio metro de la planta.
El ascensor se desplazó. Selexin se agarró a la pierna de Swain para no perder el equilibrio.
Balthazar estaba sentado en la esquina posterior, cabizbajo y con el cuerpo inerte, balanceándose con
el movimiento del ascensor.
Swain recuperó el equilibrio y vio las puertas que, combadas hacia dentro, formaban un agujero
de treinta centímetros de ancho en el centro.
Demasiado estrecho, pensó. No puede entrar.
Reese golpeó de nuevo las puertas.
El ascensor se estremeció. El hueco se hizo más grande.
Swain pulsó el «1» del panel, pero el ascensor no se movió. La abolladura interior de las puertas
no permitía que estas se cerraran, y la cabina no iniciaría su recorrido hasta que lo estuvieran.
En esos momentos el morro y las antenas de Reese habían superado las puertas del ascensor.
Estaba chascando sus fauces, llenando todo de saliva, intentando enérgicamente abrir las puertas. Sus
antenas cortaban el aire como látigos gemelos.
Swain agarró con fuerza la linterna de Hawkins y se acercó hacia ella. De repente Reese se
precipitó hacia delante, sacudiendo el ascensor. Swain cayó de espaldas y resbaló por el suelo
húmedo. La linterna salió despedida a un rincón de la cabina. Levantó la vista y vio que Reese se
abalanzaba feroz a sus pies, moviendo frenéticamente las fauces, contenida por las puertas. Vio su
mandíbula salivosa, las tres filas de dientes a escasos centímetros de sus pies. A punto de…
Swain se limpió los ojos, tomó aire y pensó en ese instante, no me puedo creer que vaya a hacer
esto. A continuación soltó una patada y la suela de su zapatilla aterrizó en los dientes delanteros de
Reese, rompiéndole tres al instante.
Esta retrocedió y chilló de manera estridente al caer al suelo. Swain soltó otra patada, esta vez a
las puertas, en un vano intento por enderezar las abolladuras internas. Dio tres buenos golpes, pero
apenas si se notó. Las puertas eran muy resistentes.
Y entonces, de repente, una enorme bota de cuero golpeó las maltrechas puertas y las abolladuras
se enderezaron considerablemente.
¡Balthazar!
Se había deslizado hasta donde yacía Swain y, a pesar de sus heridas, había soltado una poderosa
patada a las puertas.
Dos patadas más y las abolladuras desaparecieron y las puertas se cerraron sin problema.
Balthazar se desplomó en el suelo, exhausto, y el ascensor subió y, por fin, se hizo el silencio.
Nivel adquisitivo alto. Zona comercial estándar. Macy. Un par de edificios del Registro Nacional.
Algunos parques.
El Registro Nacional.
El Registro Nacional de Lugares Históricos…
Reflexionó sobre aquello. La alcaldía había estado presionando a Con Ed en los últimos tiempos
para que conectaran algunos de los edificios más antiguos de la ciudad a las nuevas redes de
suministro digitales. Y, como cabía esperar, habían tenido infinidad de problemas. Algunos de los
edificios más antiguos tenían circuitos eléctricos anteriores a la Primera Guerra Mundial, otros ni
siquiera tenían. Conectarlos a las redes nuevas había resultado inusualmente dificultoso y no era raro
que esos edificios se sobrecargaran y echaran a perder la red de toda una cuadrícula.
Charlton encendió el ordenador y buscó el archivo sobre el Registro Nacional.
Sacó la cuadrícula doscientos doce. Había cinco resultados. Pulsó con el ratón: «Mostrar».
La pantalla desplegó una lista detallada de nombres y datos y se disponía a inclinarse hacia
delante para leerlos cuando el teléfono sonó.
—Charlton.
—Señor, soy yo. —Era Rudy.
—¿Sí?
—Estoy aquí abajo y me dicen que ninguno de nuestros trabajadores ha estado en esa cuadrícula
en casi tres semanas.
Charlton frunció el ceño.
—¿Están seguros?
—Tienen los registros si los quiere.
—No, así está bien. Buen trabajo, Rudy.
—Gracias, señ…
Charlton colgó.
—Mierda.
Esperaba que hubiera sido alguno de los suyos. Al menos así podrían haber identificado el
problema. Habría constancia de dónde se había producido la avería, o el corte, o la sobrecarga. Un
registro de dónde se habían efectuado los trabajos.
Ahora no había manera de saber en qué lugar se había producido la avería. Otros cortocircuitos
podían detectarse con los ordenadores de Con Ed. Pero para eso la red tenía que estar conectada.
Pero si la red de suministro fallaba en una cuadrícula en concreto, esa cuadrícula se convertía en
un agujero negro en lo que al rastreo informático respectaba. Y la avería se hallaba en algún lugar de
ese agujero negro.
Ahora todo serían conjeturas.
Charlton soltó una palabrota. Lo primero que tenía que hacer era llamar a la policía. Ver si
habían pillado a alguien en las últimas veinticuatro horas saboteando los cables en alguna parte. O
similar.
Suspiró. Iba a ser una noche larga. Cogió el teléfono y marcó.
—Buenas noches, me llamo Bob Charlton. Soy el supervisor del turno de noche en Consolidated
Edison. Me gustaría hablar con el teniente Peters, si es tan amable… Sí, espero.
Mientras esperaba, revisó de nuevo el plano de la isla de Manhattan. Su llamada fue transferida
enseguida y se apartó del mapa.
Entre tanto, la pantalla del ordenador había permanecido encendida.
Y, en todo el tiempo que estuvo al teléfono, Charlton no se percató de la última línea de la lista
de los edificios históricos que salían en la pantalla. En ella podía leerse:
Swain pulsó el botón rojo de emergencia y el ascensor se detuvo con un chirrido. Se volvió y por
primera vez se fijó en que esa cabina disponía de otras puertas traseras. Por el momento hizo caso
omiso de ellas y se dispuso a abrir la trampilla del techo.
Balthazar, sin energías tras enderezar las puertas del ascensor, estaba desplomado contra una
esquina del mismo, con la cabeza gacha, gimiendo. Su guía estaba a su lado sin mostrar compasión
alguna por él, mirando a Selexin.
Swain estaba abriendo la trampilla del techo cuando el otro guía habló.
—Vamos, Selexin, acabemos con esto. —Asintió a Balthazar—. Termínalo.
Swain paró y se volvió para mirar a los demás.
Selexin dijo:
—No está en mi mano decidir eso. Tú mejor que nadie deberías saberlo.
El otro guía se volvió para mirar a Swain.
—¿Qué? Míralo —asintió hacia Balthazar—. Ya no puede luchar. Ni siquiera puede defenderse.
Acaba. Acaba con esto ya. Nuestra participación ha concluido.
Swain tragó saliva. El gesto desafiante del pequeño guía poseía una fortaleza inusual, la fortaleza
de un hombre que sabe que está a punto de morir.
—Sí —se dijo lentamente para sí mismo Swain—. Sí.
Miró de nuevo a Balthazar. Solo entonces fue consciente de lo grande que era. No medía metro
ochenta. Más bien más de dos metros. Pero eso ya no parecía importar en esos momentos.
Balthazar levantó la cabeza y le devolvió la mirada. Tenía los ojos inyectados en sangre, los
bordes rojos; el pecho hecho jirones.
Swain dio un paso adelante y se colocó ante él.
Selexin debió de percibir su vacilación.
—Debe hacerlo —le dijo sin alzar la voz—. Tiene que hacerlo.
Balthazar en ningún momento apartó la mirada de su oponente. Respiró profundamente cuando
este se agachó y lenta, muy lentamente, desenvainó una de las alargadas dagas del tahalí que le
cruzaba el pecho. La daga siseó contra la vaina cuando Swain la sacó.
Balthazar cerró los ojos, resignado a su suerte, incapaz de defenderse siquiera.
Cuchillo en mano, Swain lanzó una última mirada interrogante a Selexin. Este asintió con
solemnidad.
Swain se volvió hacia Balthazar, bajó el cuchillo y apuntó con él al corazón de este. Y entonces
lo hizo: volvió a meter con cuidado la daga en su funda. Luego retrocedió y regresó a la trampilla del
techo del ascensor, a retomar lo que había estado haciendo.
Balthazar, confuso, abrió los ojos.
Selexin puso la mirada en blanco.
El otro guía estaba simplemente atónito. Le dijo a Selexin:
—No puede hacer eso. —Y a continuación a Swain, que estaba de nuevo en el techo, abriendo la
trampilla—: No puedes hacer eso.
—Acabo de hacerlo —dijo el doctor.
La trampilla se abrió hacia fuera.
Se volvió sin mirar al otro guía, más bien a Selexin.
—Porque eso no es lo que hago.
Y, tras eso, Swain cogió la linterna de Hawkins y asomó la cabeza por la trampilla. Tenía otra
cosa en mente.
Escudriñó el oscuro hueco de los ascensores con ayuda de la linterna. Confiaba en que Hawkins
hubiera hecho lo que le había dicho.
Así era.
El otro ascensor estaba allí, a poca distancia, al lado del de Swain, detenido entre esa planta y la
superior. Apuntó con el haz de luz de su linterna al hueco. Cables grasosos se elevaban en la
oscuridad. Las puertas que daban a la siguiente planta se hallaban a unos dos metros y medio por
encima de ellos. En ellas estaban escritas en negro las palabras: «Primera planta (5.ª Avda.)».
El hueco de los ascensores se hallaba en el más completo de los silencios.
La otra cabina estaba allí inmóvil, a unos treinta centímetros por encima de la de Swain, y una
pequeña luz amarilla delataba una hendidura en su panel lateral.
—¿Holly? ¿Hawkins? —susurró Swain.
Oyó la voz de Holly.
—¡Papá!
Sintió que el alivio recorría su cuerpo.
—Estamos aquí, señor —dijo la voz de Hawkins—. ¿Os encontráis bien?
—Aquí estamos bien. ¿Qué hay de vosotros dos?
—Estamos bien. ¿Quiere que vayamos?
—No. Quiero que os quedéis donde estáis —dijo Swain—. Nuestro ascensor se ha llevado una
buena tunda y las puertas están estropeadas. No creo que vuelvan a abrirse, así que iremos nosotros
allí. Mira a ver si puedes desprender la trampilla del techo.
—De acuerdo.
Swain se dejó caer de nuevo al interior de su ascensor y contempló al grupo de gente a su
alrededor: Balthazar y los dos guías. Mmm.
—Muy bien, escuchadme todos. Vamos a ir al otro ascensor. Quiero que vosotros dos vayáis
primero. Yo me encargo del grandullón. ¿Entendido?
Selexin asintió. El otro guía siguió donde estaba, con los brazos cruzados en gesto desafiante.
Swain aupó a Selexin y lo subió a la trampilla. Desapareció en la oscuridad.
Luego asomó la cabeza por la trampilla y vio que Selexin cruzaba al techo del otro ascensor. Una
tenue neblina de luz amarillenta apareció sobre este. Hawkins debía de haber abierto la trampilla.
Se acercó al otro guía.
—Tu turno.
Este miró con cautela a Balthazar y a continuación dijo algo en un idioma gutural.
Balthazar le respondió haciendo un gesto de desdén con la mano y un gruñido.
Resultado de ello, el guía le ofreció sus brazos a regañadientes a Swain y este lo elevó por la
trampilla. Desapareció por el hueco de los ascensores.
El doctor se volvió hacia Balthazar. Este seguía desplomado en el rincón junto a las puertas
traseras del montacargas. Lentamente, alzó la vista y miró a Swain.
Independientemente de lo que fuera aquel hombre, pensó, estaba muy grave. Tenía los ojos rojos,
las manos ensangrentadas y arañadas, y la barba llena de saliva de Reese.
Swain le habló con delicadeza:
—No quiero matarte. Te quiero ayudar.
Balthazar ladeó la cabeza sin entender.
—Ayudar. —Swain extendió las manos y las abrió: un gesto de ayuda, no de ataque.
El guerrero habló con un hilillo de voz en su extraña lengua gutural.
Swain no lo entendió. Le ofreció sus manos de nuevo.
—Ayudar —repitió.
El guerrero frunció el ceño ante el intento frustrado de comunicación. Fue a coger la daga que
Swain había blandido antes y que en esos momentos descansaba en su vaina.
La sacó.
Swain se quedó inmóvil, sin parpadear siquiera, y miró fijamente a Balthazar.
No puede hacer eso. No puede.
El hombre de la barba le dio la vuelta al cuchillo y colocó el mango en la mano de Swain. Este
sintió la calidez de su mano cuando ambos sostuvieron el cuchillo que apuntaba al pecho de
Balthazar.
A continuación, el gigante tiró de ambas manos hacia su pecho. Swain no sabía qué hacer, salvo
dejar que aproximara la reluciente hoja más y más cerca de su cuerpo…
Entonces desvió sus manos a un lado y guardó de nuevo el cuchillo en su vaina.
Tal como había hecho Swain antes.
Alzó la vista y lo escudriñó con sus ojos ensangrentados para, a continuación, asentir.
Y entonces habló de nuevo, despacio, con su voz profunda y ronca, intentando pronunciar la
palabra que Swain acababa de emplear.
—Ayudar.
Las puertas del segundo ascensor se abrieron y Stephen Swain se asomó por ellas al depósito
auxiliar de la segunda planta de la Biblioteca Pública. Ocupaba el tercio posterior de esa planta y
era mucho más pequeño que el depósito principal del sótano.
Filas de librerías.
Oscuras e inquietantes.
A Swain no le gustaba aquello. Había demasiados puntos ciegos.
Condujo rápidamente al grupo lejos de la zona del depósito de tamaño mediano y atravesaron un
largo pasillo, en el centro exacto del edificio, que conducía a la parte delantera de la biblioteca.
Mientras recorrían a la carrera el pasillo, Selexin se puso al lado de Swain. El hombrecillo
estaba examinando el techo a su alrededor.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Swain.
Selexin suspiró histriónicamente.
—No todas las criaturas del universo caminan por el suelo, señor Swain.
—Oh.
—Estoy buscando a un contendiente conocido como el Racnid. Su especie es experta en la
colocación de trampas. Alargados y arácnidos, pero no particularmente atléticos, conocidos por
esperar en cuevas y recovecos elevados durante largos periodos de tiempo, aguardando a que su
presa pase por debajo para a continuación descender lentamente al suelo tras ella, apresarla con sus
ocho extremidades y ahogarla hasta matarla.
—La ahoga hasta la muerte —dijo Swain mientras miraba hacia el techo cubierto de sombras
sobre su cabeza—. Vaya. Qué bien.
Llegaron al final del pasillo central y salieron a un enorme balcón de mármol desde el que se
divisaba el vestíbulo de la biblioteca. Habían llegado a la parte delantera del edificio.
Desde allí se podía ver claramente el vestíbulo de la primera planta, con sus puertas de hierro
que daban a la Quinta Avenida, sus ventanas en arco, sus filas de estanterías expositoras y su
iluminado mostrador de información. Toda la zona estaba a oscuras y vacía, salvo por las luces
azules que penetraban por las ventanas situadas encima de las puertas de entrada.
A la izquierda, tras otro pasillo, Swain vio el vestíbulo que albergaba los ascensores de uso
público, enfrente de los cuales había una sala abierta en el rincón. Una placa oscilante encima de la
puerta de esa sala rezaba: «Sala de fotocopias. Uso exclusivo del personal de la biblioteca».
Arrastró a Balthazar hasta el balcón desde el que se divisaba el vestíbulo. Estaba apoyando al
hombre contra el pasamano de mármol cuando los demás se unieron a ellos.
—¿Papá? —susurró Holly.
—Dime, cielo.
—Tengo miedo.
—Yo también —respondió en voz baja Swain.
Holly le tocó la mejilla izquierda.
—¿Estás bien, papa?
Swain le miró el dedo. Tenía sangre.
Se llevó la mano a la mejilla. Parecía un corte, un buen corte. Le recorría el pómulo. Se miró el
cuello de la camisa y vio que tenía una mancha importante. Le había sangrado mucho la cara.
¿Cuándo había ocurrido? No lo había sentido. Ni recordaba haber notado el escozor al cortarse.
Quizá hubiera sido cuando había caído encima de Reese, después de haberla golpeado. O cuando esa
bestia había estado pataleando cual caballo encabritado. Swain frunció el ceño. Tenía todo borroso.
No podía recordar.
—Sí, estoy bien —dijo.
Holly señaló hacia Balthazar con la barbilla; este seguía apoyado contra la barandilla de acero.
—¿Y él?
—Lo cierto es que iba a comprobarlo ahora mismo —dijo Swain mientras se arrodillaba junto a
Balthazar—. ¿Me sostienes esto? —Le pasó la linterna a Holly.
La niña la encendió y la sostuvo por encima del hombro de su padre, apuntando con ella al rostro
de Balthazar.
El hombre se estremeció con la luz. Swain se inclinó hacia delante.
—No, no cierres los ojos —le dijo con delicadeza. Le abrió el ojo izquierdo. Lo tenía inyectado
en sangre, una mala reacción a la saliva de Reese.
—¿Puedes acercar más la luz…?
Holly dio un paso adelante y, a medida que la luz fue aproximándose, Swain vio que la pupila de
Balthazar se dilataba.
Se echó hacia atrás. Algo no iba bien.
Su mirada recorrió el cuerpo de Balthazar. Todo en él sugería que era humano: extremidades,
dedos, rasgos faciales. Si hasta tenía los ojos marrones…
Los ojos, pensó Swain.
Eran sus ojos los que no cuadraban. Su reacción a la luz.
Las pupilas de los humanos se contraen con la luz directa. Se dilatan en la oscuridad o con poca
luz, para permitir que entre en la retina toda la luz posible. Esos ojos, sin embargo, se dilataban con
una luz fuerte.
No eran ojos humanos.
Swain se volvió hacia Selexin.
—Parece humano y actúa como tal. Pero no lo es, ¿verdad?
Selexin asintió, impresionado.
—No, no lo es. Casi, sin embargo. Todo lo humano que podría ser tratándose de otra especie.
Pero no, Balthazar no es humano.
—Entonces, ¿qué es?
—Ya se lo dije antes, es un criseano. Un experto en el manejo de cuchillos.
—Pero ¿por qué parece humano? —preguntó Swain—. Las posibilidades de que un alienígena
evolucione exactamente igual que un hombre son de una entre un millón.
—Una entre mil millones —le corrigió Selexin—. Y, por favor, intente no usar ese término tan a
la ligera. Es una palabra fea. Y además, en su situación actual, los alienígenas son clara mayoría.
—Lo siento.
—No obstante —prosiguió Selexin—, está usted en lo cierto. Balthazar no es humano, ni tampoco
esa es su forma. Balthazar, y otro contendiente llamado Bellos, son amorfos, informes. Capaces de
alterar su forma.
—¿Alterar su forma?
—Sí. Alterar su forma exterior. Al igual que sus camaleones pueden cambiar el color de su piel
para fundirse con su entorno, Balthazar y Bellos pueden hacer lo mismo, solo que no alteran su color:
cambian todo su exterior. Y tiene sentido. Es mejor convertirse en humano si se compite en un
laberinto humano, porque todas las puertas o los mangos o las armas potenciales estarán hechas para
ellos. Además de que…
Swain seguía atendiendo a Balthazar. Le abrió el ojo derecho y lo escudriñó con la luz de la
linterna.
—¿Sí? ¿Además de qué? —dijo Swain sin volverse.
Pero Selexin no respondió.
Swain levantó la vista.
—¿Qué…? —Paró de hablar.
Selexin estaba apoyado en la barandilla, contemplando el vestíbulo de la planta baja. Swain se
asomó también y siguió la mirada de Selexin.
—Oh, Dios mío —dijo despacio. Y a continuación se volvió rápidamente hacia Holly para
cogerle la linterna—. Rápido, apágala.
La luz desapareció. La azul luz de la luna volvió a cubrirlos y Stephen Swain se asomó por la
barandilla.
El contendiente estaba allí, en pie. Era alto y oscuro. Dos estrechos cuernos se elevaban por
encima de su cabeza. La tenue luz lunar hacía relucir el lustroso metal dorado que llevaba en el
pecho.
Se encontraba junto a las librerías de la exposición del vestíbulo. Allí, quieto, contemplando uno
de los pasillos ante él, mirando algo que estaba fuera del campo de visión de Swain.
Este sintió un escalofrío.
No está mirando, pensó. Está al acecho.
Selexin se puso a su lado.
—Bellos —susurró sin apartar la vista del hombre con cuernos de la planta inferior. Había una
veneración inconfundible en su voz—. El contendiente maloniano. Los malonianos son los cazadores
más letales de la galaxia. Coleccionistas de trofeos. Han ganado más Presidia que cualquier otra
especie. Si hasta han llevado a cabo una batalla interna entre seis de ellos para determinar quién
competiría en el Presidian.
Swain lo observaba mientras escuchaba. El ser cornudo, Bellos, era un ejemplar esplendoroso de
hombre. Alto y de espaldas anchas, corpulento y, salvo por su torso dorado, completamente vestido
de negro. Resultaba de lo más imponente.
—Recuerde. Son seres informes —dijo Selexin—. Tiene sentido adoptar una forma humana. Más
aún si es una forma humana superior.
Swain estaba a punto de responder cuando oyó que Hawkins susurraba detrás de él:
—Oh, Dios mío. ¿Dónde está Parker?
Swain frunció el ceño. Hawkins había dicho algo antes. Que Parker era su compañera de patrulla.
Los habían enviado allí a vigilar el interior del edificio por la noche. Quizá aún estuviera allí, en
algún lugar…
—¡Moriturum te saluto!
La voz resonó por el vestíbulo de paredes de mármol. Swain dio un brinco al notar que un terror
paralizante empezaba a recorrerle las venas.
¡Nos ha visto!
—Saludos, compañero. Ante ti se halla Bellos…
La mente de Swain comenzó a funcionar a toda velocidad. ¿Adónde podían ir? Le llevaban cierta
ventaja. Seguían estando una planta por encima de él.
—… bisnieto de Trome, vencedor del quinto Presidian. Y, al igual que su bisabuelo y otros dos
malonianos antes que él, Bellos saldrá invicto de esta batalla, ni vencido por un contendiente ni
desgarrado por el karanadon. ¿Quién eres tú, mi valioso y aun así desafortunado oponente?
Swain tragó saliva. Tomó aire e iba a ponerse en pie y responder cuando oyó otro ruido.
Provenía de abajo.
De algún lugar del vestíbulo.
Swain se dejó caer al suelo, fuera de todo campo de visión. Bellos no los había visto.
Estaba desafiando a otro.
Y entonces, lentamente, otro contendiente apareció por la izquierda. Una sombra oscura y
esquelética que se arrastró lentamente por entre las librerías de la exposición.
Se acercó furtivamente a Bellos.
Fuera lo que fuera aquella criatura, era de una longitud considerable, de al menos metro ochenta,
pero delgada, similar a un insecto, con extremidades largas y angulosas no muy distintas a las de un
saltamontes, y que pendía en vertical de una de las estanterías.
Aunque Swain no podía verle muy bien la cara, sí que podía apreciar que su siniestra cabeza
estaba parcialmente cubierta por una especie de máscara de acero. Sus movimientos iban
acompañados de una extraña respiración mecánica.
—¿Qué es? —susurró.
—Es el konda —dijo Selexin—. Una especie muy violenta de las regiones exteriores; han
evolucionado a un físico similar al de un insecto; según aquellos que apuestan en el Presidian, es un
serio candidato a ganarlo. No pierda de vista sus dos garras delanteras, los extremos de las uñas de
cada pulgar segregan un veneno altamente venenoso. Si el konda le pincha la piel y luego inserta su
uña pulgar en la herida, créame, morirá entre gritos de dolor. Su única debilidad: sus pulmones no
están preparados para soportar la toxicidad de la atmósfera de este planeta. De ahí el aparato para
respirar.
El konda estaba acercándose más a Bellos, un sombra inquietante que se movía a ritmo constante
a lo largo del lado vertical de la estantería.
Bellos no se movió. Siguió allí, delante de la exposición, quieto.
Swain notó una sensación de lo más extraña mientras contemplaba la escena. Una especie de
emoción voyerista por estar presenciando algo que nadie más vería. Que nadie querría ver.
El konda se arrastró con cautela hacia Bellos, ganando velocidad conforme se acercaba…
De repente, Bellos alzó la mano.
El konda se detuvo al momento.
Swain frunció el ceño.
¿Por qué ha…?
Entonces algo más captó su atención.
Algo en primer plano, entre Swain y el konda.
Era pequeño y negro, una sombra sobreimpuesta en la oscuridad, que avanzaba grácil y sigiloso
por la parte superior de las estanterías de madera, acercándose al konda por detrás.
Por detrás.
Swain observó atónito cómo otra criatura idéntica avanzaba por la parte superior de las
estanterías desde la otra dirección. Sus movimientos se asemejaban a los de un gato. Amenazadores
en su suprema furtividad.
Selexin también los vio.
—Oh, por todos los dioses —musitó—. Hoodayas.
Swain se volvió a mirar al hombrecillo. Estaba contemplando la escena con los ojos abiertos de
par en par, blancos del terror.
Swain se giró.
Dos criaturas más, cada una del tamaño de un perro, estaban avanzando a cuatro patas por la
parte superior de las estanterías de la exposición, saltando con facilidad de una a otra. El doctor vio
sus caras oscuras, sus dientes afilados y sus huesudos pero musculosos miembros, vio sus colas
serpenteantes agitándose amenazadoras tras ellos.
Selexin estaba susurrando para sí:
—No puede hacer eso. No puede. Dios mío. Hoodayas.
Las cuatro criaturas (los hoodayas, supuso Swain) habían formado en esos momentos un amplio
círculo por encima del pasillo en el que se encontraba el konda.
El insecto no se había movido un centímetro. No se había percatado de su presencia.
Aún no.
Bellos bajó la mano. Y a continuación se dio la vuelta.
Swain vio que el konda cambiaba al instante de postura, preparándose para atacar.
No tiene ni idea, pensó mientras contemplaba la escena por encima de la barandilla de mármol.
No tiene ninguna posibilidad…
Fue entonces cuando los cuatro hoodayas saltaron desde las estanterías.
Al pasillo.
Unos alaridos inquietantes, estridentes, como de otro mundo, llenaron el vestíbulo. Las
estanterías a ambos lados del pasillo de la exposición temblaron cuando el konda voló violentamente
de lado a lado ante el repentino ataque.
Swain advirtió que el rostro de Hawkins palidecía por momentos. Selexin estaba simplemente
estupefacto. Estrechó a Holly contra sí para que no presenciara aquello.
—No mires, cielo.
Los espantosos gritos prosiguieron.
Y a continuación, sin previo aviso, la estantería más cercana se cayó y Swain pudo contemplar
entonces toda la escena: vio al konda, gritando fuera de sí, cercado por los cuatro hoodayas, con sus
dos extremidades delanteras venenosas extendidas, inmovilizadas contra el suelo por dos de los
seres cuadrúpedos, mientras las otras dos criaturas le desgarraban rostro y estómago. En cuestión de
segundos, le arrebataron la máscara para respirar y los alaridos de la desafortunada criatura se
convirtieron en resuellos ahogados y desesperados, roncos.
Entonces, de repente, los resuellos de dolor cesaron y el cuerpo del konda cayó inerte al suelo.
Pero los hoodayas no se detuvieron ahí. Swain vio cómo abrían las fauces y las hundían en su
piel. La sangre salió disparada en todas direcciones cuando uno de ellos arrancó un trozo de carne
del cuerpo del konda y lo sostuvo triunfal en alto.
Swain miró a la izquierda cuando oyó otro ruido.
Pisadas.
Pisadas rápidas. Apenas perceptibles, audibles. Alejándose.
Uno de los hoodayas también las oyó. Levantó la cabeza del festín. Saltó del cuerpo del konda y
echó a correr por el pasillo más cercano de la exposición del depósito.
Swain no sabía qué estaba ocurriendo hasta que oyó un ruido, como si alguien hubiera sido
placado en el suelo. Entonces oyó otro alarido (un grito desesperado, patético), que cesó casi tan
pronto como hubo comenzado.
Swain oyó que Selexin tragaba saliva e inmediatamente lo supo.
Había sido el guía. El guía del konda. Swain vio la expresión del rostro de Selexin. El otro guía
jamás había tenido la más mínima posibilidad.
Miró de nuevo hacia el cuerpo inerte del konda con los hoodayas encima.
—Selexin.
No obtuvo respuesta.
El hombrecillo estaba mirando a la nada, en estado de shock.
—Selexin —susurró. Le dio un codazo suave para que volviera en sí.
—¿Q… Qué?
—Rápido —dijo Swain con crudeza para intentar sacar a su guía de aquella especie de trance—.
Hábleme de ellos. De esos hoodayas, o comoquiera que los haya llamado.
Selexin tragó saliva.
—Los hoodayas son animales de caza. Bellos es un cazador. Bellos usa los hoodayas para cazar.
Así de simple.
—Hábleme más de ellos, por favor —dijo Swain.
—¿Por qué? Ya da igual.
—¿Por qué dice eso?
—Señor Swain, no puedo más que elogiarlo. Sus esfuerzos hasta el momento me han hecho
albergar cierta esperanza respecto a mi supervivencia. Ya ha excedido todo esfuerzo humano previo
en el Presidian. Pero ahora —Selexin hablaba frenéticamente, desesperado—, ahora tengo la
desgracia de decirle que acaba de ser testigo de la firma de su propia sentencia de muerte.
—¿Qué?
—No puede ganar. El Presidian ha concluido. Bellos ha incumplido las normas. Si es
descubierto, cosa que no ocurrirá porque es demasiado listo, será descalificado: asesinado. Pero si
no lo descubren, ganará. Nadie puede escapar de él si tiene a sus hoodayas. Son la mejor arma de un
cazador. Sanguinarios y despiadados. Con ellos a su lado, Bellos es imparable.
Selexin negó con la cabeza.
—¿Recuerda al karanadon? —dijo mientras señalaba a la luz verde de la pulsera de Swain.
—Sí. —Lo cierto es que se había olvidado de él, pero no se lo dijo.
—Solo un cazador ha conseguido matar a un karanadon en libertad. ¿Y sabe quién fue?
—Dígamelo usted.
—Bellos. Con sus hoodayas.
—Genial.
Se hizo un silencio incómodo.
A continuación Swain dijo:
—Bueno, vale, ¿cómo los metió aquí? Si lo trajeron aquí como a mí, ¿no se habrían asegurado
los suyos de que no llevaba algo más con él?
—Sí, tiene razón, pero tiene que haber una manera… algo que haya encontrado y que nadie
pensara que… alguna manera de teletransportarlos aquí…
—Eh. —Hawkins le tocó el hombro a Swain—. Está haciendo algo.
Bellos estaba inclinado sobre el cuerpo del konda, haciendo algo que Swain no podía ver.
Cuando finalmente se puso en pie, Bellos tenía la máscara del konda en sus manos. Un trofeo.
Se ató la máscara al cinturón y acto seguido bramó una orden brusca a los tres hoodayas que
seguían dándose un festín con el torso del konda. Estos se apartaron al unísono del cuerpo del
contendiente y se colocaron tras Bellos, al mismo tiempo que el cuarto regresaba de la caja de la
escalera con largos jirones de tela blanca ensangrentada entre sus fauces y garras.
A continuación, Bellos se acercó al mostrador de información en el lado sur del vestíbulo.
Situado detrás de Swain, Hawkins ahogó un grito.
Bellos se agachó tras el escritorio, cogió algo entre sus enormes y oscuras manos y lo llevó junto
al cuerpo del konda.
Tan pronto como lo vio, Swain supo de qué se trataba. Era pequeño y blanco, parecía sin vida. El
guía de Bellos.
Este dijo algo rápidamente y los hoodayas corrieron tras el mostrador de información. Luego
cogió el cuerpo inerte de su guía, se lo echó al hombro y señaló en dirección al contendiente muerto.
—¡Inicializar! —dijo en voz alta.
Al momento, una pequeña esfera de luz blanca apareció encima de la cabeza del guía muerto,
iluminando el espacio abierto del vestíbulo. Por acto reflejo, Swain se agachó bajo la barandilla de
mármol, lejos de la luz. La esfera blanca brilló durante unos cinco segundos hasta desaparecer de
repente. El vestíbulo volvió a quedar a oscuras.
Selexin se volvió con solemnidad hacia Swain.
—Eso, señor Swain, ha sido Bellos reclamando su primera víctima.
Swain asomó la cabeza por entre la puerta esposada del cuarto de la Biblioteca Pública de
Nueva York que, de un modo un tanto generoso, habían bautizado como «sala de fotocopias».
Las puertas del ascensor de uso público estaban en esos momentos abiertas del todo, pero no
ocurría nada.
El ascensor estaba allí, quieto.
Abierto y en silencio.
Por su parte, los hoodayas parecían haber desaparecido. Tras salir del cuartito donde se
guardaba el papel, debían de haberse marchado por algún pasillo, escondiéndose…
Swain observó fijamente, aguardando a que algo saliera del ascensor.
—Podría estar vacío —dijo Hawkins.
—Podría ser —dijo Swain— que quienquiera que pulsara el botón no llegara a entrar.
—Shhhh —susurró Selexin—. Está saliendo algo.
Se giraron para mirar hacia allá.
—Oh, oh —dijo Hawkins.
—Oh, joder —suspiró Swain—. ¿Pero es que ese tipo no se da por vencido?
La cola fue lo primero en emerger del ascensor, apuntando hacia delante, cerniéndose en
horizontal a más de un metro del suelo. Swain pudo ver desde allí sin dificultad el punto de la cola
donde se había roto el hueso. Las antenas aparecieron a continuación, seguidas del morro,
moviéndose con cautela fuera del ascensor.
—No es macho —dijo Selexin—. Ya se lo he dicho antes, Reese es hembra.
—¿Cómo ha hecho funcionar el ascensor? —preguntó Hawkins mientras observaba a Reese, que
bajaba el morro y olisqueaba el suelo.
—Me imagino —dijo Selexin— que habrá olido un rastro residual de humano en los botones…
De repente, Reese alzó el morro y apuntó directamente a ellos. Swain y Hawkins se ocultaron al
instante tras la puerta. Selexin no se movió.
—¿Qué están haciendo? No puede verlos —susurró—. Solo puede olerlos. Esconderse tras una
puerta no eliminará su rastro. Además —añadió con amargura—, probablemente ya sepa que estamos
aquí.
Swain y Hawkins retomaron sus posiciones en la puerta.
El agente dijo:
—Entonces ¿por qué no viene?
Selexin suspiró.
—Honestamente, no sé por qué me molesto en explicarles nada. Creo que el motivo por el que
Reese no ha venido directamente tras nosotros es más que obvio.
—¿Y cuál es? —dijo Hawkins.
—Porque ha olido algo más —dijo Selexin—. Otras criaturas a las que me apuesto que, sin duda,
teme más que a ustedes.
—Los hoodayas —dijo Swain sin apartar la mirada de la hembra, completamente quieta en el
interior del ascensor.
—Correcto. Y, dado que se han marchado hace poco, su rastro probablemente sea muy fuerte —
dijo Selexin—. Por ello me atrevo a afirmar que Reese está de lo más preocupada en estos
momentos.
Durante un largo minuto la observaron en silencio. Su cuerpo, gacho y alargado cual dinosaurio,
no se movió un ápice. Tenía la cola levantada, en tensión, lista para atacar.
Hawkins dijo:
—Entonces, ¿qué hacemos?
Swain, pensativo, frunció el ceño.
—Salir —dijo finalmente.
—¿Qué? —dijeron Hawkins y Selexin al mismo tiempo.
Swain ya estaba abriendo las esposas.
—No podemos seguir aquí —dijo—. Tarde o temprano uno de esos cabrones va a echar la puerta
abajo. Y cuando eso ocurra, estaremos atrapados. Opino que debemos estar listos para echar a correr
tan pronto como pase algo.
—¡Tan pronto como pase algo! —dijo Selexin—. Un plan más bien impreciso, si me permite que
se lo diga.
Swain se guardó las esposas en el bolsillo y se encogió de hombros.
—Digamos que tengo la sensación de que algo está a punto de ocurrir allí fuera. Y cuando eso
suceda, quiero que todos estemos preparados para huir.
Varios minutos después, Swain tenía a Balthazar sobre su hombro mientras Hawkins cogía a
Holly de la mano. La puerta interior estaba abierta unos sesenta centímetros.
Fuera, Reese seguía quieta delante del ascensor, visiblemente tensa, alerta.
Esperaron.
La criatura no se movió.
Swain se giró hacia el grupo.
—Vale, a mi señal, corred hacia la caja de la escalera al otro lado del vestíbulo de los
ascensores. Cuando lleguéis allí, no os detengáis, no miréis hacia atrás, tan solo subid. Cuando
lleguemos a la tercera planta, yo encabezaré la marcha. ¿De acuerdo?
Todos asintieron.
—Bien.
Transcurrió un minuto.
—No parece que vaya a pasar nada —dijo con amargura Selexin.
—Tiene razón —dijo Hawkins—. Quizá lo mejor sea que pongamos de nuevo las esposas a la
puerta…
—Aún no —dijo Swain mientras miraba fijamente a Reese—. Están ahí fuera, y ella lo sabe…
¡Ahí!
De repente, Reese giró a la derecha. Algo había captado su atención.
Swain sostuvo con fuerza a Balthazar.
—Muy bien. Preparaos todos, este es el momento.
Swain abrió la puerta lentamente y salió al armario trastero. Los otros lo siguieron a la puerta
exterior.
Reese seguía mirando en la otra dirección.
Swain apoyó su mano libre en el pomo, con la mirada fija en su oponente, rogando por qué no se
volviera y los atacara.
Abrió más la puerta.
Desde ahí podía ver la caja de la escalera, tras Reese. A su izquierda, detrás del pasillo, se
divisaba la balconada con vistas al vestíbulo inferior.
De repente, Reese se volvió.
Durante un instante, a Swain se le paró el corazón. Se sentía como un ladrón pillado con las
manos en la masa. Totalmente expuesto.
Se quedó inmóvil.
Pero Reese no se volvió para mirarlo.
Siguió rotando hasta dar un giro de trescientos sesenta grados. Un círculo completo.
Swain respiró de nuevo. No supo qué estaba ocurriendo hasta que fue consciente de que el rápido
movimiento circular no era para nada un movimiento amenazador.
Era defensivo.
Reese estaba asustada, agitada, mirando desesperadamente (no, olisqueando) en todas
direcciones.
Está rodeada, pensó Swain. Sabe que estamos aquí, pero ha decidido no preocuparse por eso.
Hay algo más ahí fuera. Algo más peligroso…
Sin previo aviso, el ataque sobre Reese comenzó.
Dos hoodayas.
Con un feroz chillido, saltaron de la sección superior de la pared situada encima de la entrada al
vestíbulo del ascensor, con las garras extendidas y las fauces abiertas de par en par. Habían llegado
hasta el vestíbulo aferrándose a sus paredes.
Es nuestra oportunidad, pensó Swain.
Se volvió a los demás:
—¡Vamos! ¡En marcha!
Swain sacó por la puerta medio a rastras a Balthazar. Los otros corrieron tras él y se dirigieron a
la caja de la escalera. Swain corrió todo lo rápido que pudo con el peso muerto de Balthazar encima,
bordeando la batalla entre Reese y los dos hoodayas. Llegó a las escaleras y metió a Balthazar tras
las puertas. Y cuando los dos desaparecieron tras ellas, lo último que Swain alcanzó a ver de soslayo
fue a Reese, chillando frenéticamente, agitando su cola frente a los dos hoodayas que la atacaban.
Swain subió a toda prisa las escaleras, sintiendo el peso de Balthazar sobre sus hombros.
Los demás estaban esperándolo en la tercera planta. Cuando se unió a ellos, le pasó a Balthazar
al joven policía.
—¿Por qué nos paramos aquí? —preguntó el agente—. ¿No deberíamos seguir subiendo?
—No podemos subir más —dijo Swain—. No podemos salir por allí. La puerta que da al tejado
está electrificada.
—Papá, ¿qué estamos haciendo? —preguntó Holly.
Swain escudriñó el pasillo contiguo a la caja de la escalera.
—Buscando un lugar donde escondernos, cielo.
—Papá, ¿dónde están los monstruos?
—No lo sé. Esperemos que no aquí arriba.
—Papá…
—Shh. Espera aquí —dijo Swain. Holly retrocedió en silencio.
Swain salió al pasillo, lo atravesó y comprobó una puerta que había al fondo y a la izquierda.
Sí. Sabía dónde estaba.
La enorme sala principal de lectura de techos elevados se extendía ante sus ojos, y los escritorios
con particiones creaban un laberinto de media altura por toda la habitación, dividido únicamente en
el centro exacto del vestíbulo por una isla artificial de madera que era el área de préstamos. Todo el
pasillo estaba a oscuras, salvo por la tenue luz azul de la ciudad que se filtraba por entre las altas
ventanas del lado derecho.
Swain se encontraba en su extremo norte.
Lentamente, se agachó para mirar bajo los escritorios. Por entre las patas se podía ver toda el
área de préstamos. Allí no había pies, ni patas, o lo que quiera sobre lo que caminaran aquellas
criaturas, a la vista.
La sala de lectura estaba vacía.
Asomó la cabeza por la puerta de nuevo.
—De acuerdo entonces. Por aquí, rápido.
Los demás entraron en el gigantesco vestíbulo. Swain cogió a Holly de la mano y la condujo por
entre el laberinto curvado de escritorios.
—Papá, no me gusta este sitio.
Swain estaba mirando alrededor de la sala.
—Sí, a mí tampoco —dijo, distraído.
—¿Papá?
—¿Qué, cielo?
—Papá, ¿podemos irnos ya…?
Swain señaló la zona donde se encontraba el mostrador del área de préstamos. Tras él había unas
escaleras que conducían a los depósitos… y a una puerta de mantenimiento con pinta de ser
resistente.
—Aquí. —Apretó el paso, tirando de Holly tras de sí.
Hawkins caminaba tras ellos.
—¿Qué ocurre? —preguntó. Lo único que podía ver era un letrero encima del mostrador que
decía:
¿Seis?, pensó Swain. Recordó al contendiente del vestíbulo, el konda, que había sido asesinado
por los hoodayas. La pulsera, al parecer, estaba en esos momentos contando hacia atrás. Restando un
número conforme cada contendiente fuera eliminado. Hasta que solo quedara uno.
Y, cuando solo quedara uno, entonces aparecería el karanadon del que Selexin no dejaba de
hablar. Fuere lo que fuere aquello.
—¿Lo recuerda? —dijo Selexin de nuevo.
—Sí, creo que sí.
—¿Recuerda que si su pulsera detecta que se encuentra fuera del campo electrónico que rodea al
laberinto, activará de manera automática su detonación?
Swain frunció el ceño. De repente todo cobró sentido.
—Y dispongo de quince minutos para volver.
—Exactamente —le espetó el guía de Balthazar.
Nadie dijo nada. Se hizo el silencio durante un largo minuto. Alguien respiró profundamente.
El guía de Balthazar se vanaglorió.
—Así que, incluso aunque saliera, sigue siendo un hombre muerto.
Swain lo miró y resopló.
—Gracias.
—¿Sabes? Eres de gran ayuda —le dijo Hawkins al hombrecillo.
—Al menos yo sí soy realista con respecto a mi situación.
—Al menos a mí me importa algo la vida de los demás —dijo Hawkins.
—Me preocuparía más de cuidar de mí mismo si estuviese en su lugar.
—Sí, bueno, tú no eres yo.
—Vale, vale —dijo Swain—. Calmémonos todos. Tenemos que encontrar una manera de salir de
aquí, no pelearnos entre nosotros. —Se volvió hacia Selexin—. ¿Hay alguna forma de quitarme esto
de mi muñeca?
Selexin negó con la cabeza.
—No. No puede quitarse… a menos que… —Se encogió de hombros.
—Lo sé, lo sé. A menos que resulte vencedor en el Presidian, ¿no?
Selexin asintió.
—Solo los oficiales al otro lado disponen del equipo adecuado para quitarla.
—¿No podemos romperla? —sugirió Hawkins.
—¿Alguien es capaz de romper la puerta? —preguntó el guía de Balthazar mientras señalaba a la
pesada puerta hidráulica del cuarto, consciente de la respuesta—. Si no es así, entonces nadie puede
romper la pulsera. Es demasiado resistente.
El grupo se quedó en silencio.
Swain contempló de nuevo la pulsera. De repente le resultaba más pesada. Atravesó el cuarto y
se sentó al lado de Holly. Apoyó la espalda contra la tela metálica.
—¿Cómo vas? —le preguntó con dulzura.
No le respondió.
—¿Holly? ¿Qué ocurre?
Sin respuesta aún. Holly estaba mirando a la nada.
—Vamos, Hol, ¿qué ocurre? ¿He hecho algo? —Aguardó la respuesta.
Aquello no era inusual. Holly se negaba a menudo a hablar con él cuando se sentía rechazada o
dada de lado, o por pura cabezonería.
—Holly, por favor, no tenemos tiempo para esto ahora. —Exasperado, Swain negó con la cabeza.
Holly habló:
—Papá.
—Sí.
—No hables, papá. No hagas ruido.
—¿Por qué?
—Shhh.
Swain se quedó mudo. Los demás se habían sentado junto a Balthazar, contra la pared. Todos
siguieron sentados en completo silencio durante diez segundos. Holly se inclinó hacia el oído de
Swain.
—¿Lo oyes? —susurró.
—No.
—Escucha.
Swain miró a Holly. Seguía sentada sin moverse, con los ojos como platos y la cabeza rígida,
apoyada contra la tela metálica. Parecía asustada. Asustada a más no poder.
—De acuerdo, papá, prepárate. Escucha… Ahora.
Y entonces lo oyó.
El sonido apenas era audible, pero sí inconfundible. Una larga y lenta inhalación.
Algo estaba respirando.
Algo que no se encontraba muy lejos.
De repente se oyó un gruñido, como el de un cerdo. A ese ruido le siguió otro, como si alguien
arrastrara los pies.
Y entonces se oyó la inhalación de nuevo.
Lenta y rítmica, como la respiración de alguien al dormir.
Selexin también lo oyó.
Cuando gruñó de nuevo, el hombrecillo levantó la cabeza. Se puso a gatas y se acercó a Swain.
—Tenemos que salir —le susurró a Swain al oído—. Tenemos que salir ya.
La inhalación de nuevo.
—Está aquí —dijo Selexin—. Rápido, déjeme ver su pulsera.
Swain extendió el brazo para que Selexin la viera.
La luz verde estaba encendida.
—Ufff —respiró Selexin.
—¿Aquí? ¿Qué es lo que está aquí?
—Está detrás de nosotros, papá —susurró Holly con el cuerpo completamente rígido.
—Oh, Dios… —Hawkins soltó un grito ahogado y se irguió al otro lado de la habitación. Estaba
mirando por entre la tela metálica—. Creo que es hora de salir.
La inhalación se produjo de nuevo, solo que más fuerte esa vez.
Entonces lenta, muy lentamente, Swain se dio la vuelta.
Estaba en el extremo más alejado de la tela metálica, bajo algunos estantes de la pared. En la
oscuridad parecía otra máquina más cubierta por una arpillera.
Pero se movía.
Despacio, a un ritmo constante.
Subía y bajaba lentamente, al mismo tiempo que las profundas inhalaciones.
Los ojos de Swain siguieron el contorno del «montículo». Era grande. Con la tenue luz del cuarto
de almacenaje apenas si pudo distinguir unas cerdas oscuras y puntiagudas sobre un lomo
arqueado…
Se oyó un fuerte gruñido.
Y entonces el montículo rodó hasta ponerse de costado y las profundas inhalaciones regresaron.
Selexin estaba tirando a Swain de la camisa.
—¡Vamos! ¡Vamos!
Swain se incorporó, cogió a Holly del suelo y fue a la puerta. Estaba a punto de agarrar el pomo
cuando oyó un bip bajito, insistente.
Provenía de su pulsera. La luz verde estaba parpadeando.
A Selexin casi se le salen los ojos de las órbitas del horror.
—¡Se está despertando! ¡Salgamos! —gritó—. ¡Salgamos ahora!
El guía chocó contra Hawkins al pasar a su lado, abrió la puerta de un empellón y empujó fuera a
Swain mientras gritaba:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!
Swain y Holly se dirigieron al mostrador situado al sur del área de préstamos y de repente se
encontraron de nuevo en la sala desierta con sus innumerables escritorios. Hawkins salió por la
puerta del cuarto del conserje con Balthazar sobre su hombro y el otro guía siguiéndolos de cerca.
El hombrecillo de blanco ya estaba abriéndose paso por entre los escritorios de la sala de
lectura.
—¡No paréis! ¡No paréis! ¡Hay que alejarse todo lo que sea posible!
Swain iba detrás con Holly en brazos, avanzando con rapidez por entre los escritorios,
alejándose de la zona del mostrador de préstamos, mientras que los demás los seguían en fila.
Más adelante, Selexin seguía sorteando los escritorios, volviéndose cada dos por tres para
cerciorarse de que Swain seguía con él.
—¡La pulsera! ¡La pulsera! ¡Mire la pulsera! —gritó.
Swain la miró. El bip era más fuerte en esos momentos, y más rápido.
Y entonces se paró.
La luz verde de la pulsera había desaparecido.
En esos momentos la luz que estaba encendida era la roja.
Y destellaba con rapidez.
—Oh-oh.
Hawkins había arrastrado a Balthazar hasta el mostrador. Respiraba entre resuellos.
—¿Qué ocurre?
—Estamos a punto de vernos en un apuro muy gordo —dijo Swain.
En ese momento la puerta hidráulica del cuarto del conserje salió despedida de sus bisagras y
voló por el área de servicio de préstamos, aterrizando con un estruendo ensordecedor en el
mostrador al que acababa de llegar Hawkins.
A esto le siguió un rugido espeluznante proveniente del interior del cuarto del conserje.
—Oh, Dios mío —musitó Hawkins.
—¡Vamos! —Swain echó a correr por entre el laberinto de escritorios en dirección a la puerta de
la pared más al sur.
Estaba mirando hacia atrás cuando aquello emergió de la isla medio destrozada del área de
préstamos.
Era enorme. Absolutamente descomunal. Tenía que ir combado para caber bajo la estructura que
cubría el mostrador de la isla.
Selexin también lo vio.
—¡Es el karanadon!
Llevaban la mitad de la sala recorrida cuando el karanadon echó a un lado el mostrador y se
irguió del todo.
Con Holly en brazos, Swain apretó el paso en dirección a la entrada. Hawkins se estaba
quedando rezagado por culpa del peso de Balthazar. El último era el guía del cazador, que empujaba
a este y al agente para que avanzaran más rápido y no paraba de mirar hacia atrás para comprobar si
el karanadon los seguía.
Swain miró por encima de su hombro de nuevo para ver una vez más a la temible bestia.
Seguía delante de la zona donde otrora había estado el mostrador de préstamos, observándolo.
No se había movido aún.
Tan solo seguía allí.
A pesar del ruido que estaban haciendo al sortear a la carrera los escritorios, la criatura seguía
delante de la isla de madera en el más completo de los silencios.
Swain bordeó otra mesa de estudio. Menos de veinte metros para la puerta. Miró hacia atrás de
nuevo.
Dios, era enorme, medía más de cuatro metros.
Tenía el cuerpo de un gorila: enorme, peludo y fornido, todo negro, encorvado, con cerdas
puntiagudas que se agitaban sobre su arqueado lomo. Unas extremidades alargadas y musculosas
pendían de sus enormes hombros de tal manera que los nudillos le rozaban contra el suelo.
La cabeza mediría unos setenta y cinco centímetros, y a Swain le recordó a la de un oso. Orejas
puntiagudas. Ojos oscuros, inertes. Y unos colmillos amenazadores que sobresalían de un hocico
parduzco y arrugado en un rugido perpetuo.
Se movió.
El karanadon saltó hacia delante y empezó a perseguirlos a una velocidad aterradora. Se topó con
un escritorio y lo partió por la mitad.
Swain abrazó a Holly con más fuerza y corrió hacia la puerta. Hawkins intentaba con todas sus
fuerzas avanzar. El guía de Balthazar no paraba de mirar hacia atrás mientras empujaba a Hawkins
por la espalda y le gritaba que fuera más rápido.
El karanadon atravesó los escritorios como si su cuerpo fuese un rompehielos, arrojándolos en
todas direcciones, aplastándolos bajo sus pies. Cada vez que tocaba el suelo, las pisadas de la
enorme bestia resonaban como fuego de cañones.
Bum. Bum. Bum.
Swain y los demás siguieron sorteando los escritorios. El karanadon los perseguía en línea recta.
Selexin llegó a la puerta, Swain estaba a menos de diez metros. Este miró tras él.
Hawkins, Balthazar y el otro guía no iban a conseguirlo. El karanadon se estaba acercando a
demasiada velocidad. Hawkins amagó a la izquierda, por entre una fila de escritorios. El karanadon
los siguió, arrasando con las mesas con las que se topaba en su camino.
Bum. Bum. Bum.
Y Swain vio que no iban a lograrlo. Dejó a Holly en el suelo y rápidamente se puso a escudriñar
aquella mitad de la sala de estudio.
La estancia tenía una forma más o menos cuadrada. Holly y él estaban casi en la puerta de salida,
en la mitad izquierda más alejada de la planta. El área de préstamos estaba justo enfrente. A la
derecha de Swain, en el rincón sudeste del vestíbulo, se hallaban los montacargas que bajaban hasta
el aparcamiento.
Bum. Bum. Bum.
—¡Más rápido! —le estaba gritando el guía de Balthazar a Hawkins—. ¡Por el amor de Dios, se
está acercando!
El karanadon partió otro escritorio.
Y entonces Swain empujó a Holly hacia los ascensores.
—Vamos, cielo. Vamos a correr hacia los ascensores —le dijo a Selexin, que estaba junto a la
puerta—. ¡Por aquí! ¡Vamos por aquí!
Bum. Bum. Bum.
—¿Por ahí? —le respondió Selexin—. ¿Qué hay de la puerta?
—¿Quiere hacerlo sin más? ¡Tenemos que ayudar al resto!
Tenían al karanadon encima.
Se abalanzó sobre el guía de Balthazar, amenazándolo con uno de sus brazos alargados. El guía
se agachó y la enorme garra le pasó por encima de la cabeza y se estrelló contra un escritorio
cercano. El mueble se hizo astillas y el guía de Balthazar salió disparado hacia delante, tropezándose
con las piernas de Hawkins, enviándolos a los tres (al guía, a Hawkins y a Balthazar) al suelo.
Hawkins se golpeó contra el suelo con dureza. Balthazar cayó encima. El guía aterrizó a sus pies
sin poder hacer nada por evitarlo.
Bum.
De repente se hizo el silencio, un silencio aterrador.
El karanadon se había detenido.
Hawkins sudaba a mares. Intentó a la desesperada ponerse en pie, pero tenía el brazo derecho
atrapado bajo Balthazar.
Cerca de sus pies vio al guía, que se agarraba desesperado a la pernera de su pantalón,
intentando con todas sus fuerzas levantarse.
—¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —suplicaba, petrificado, el hombrecillo.
Y entonces, de repente, violentamente, el guía desapareció del campo de visión de Hawkins.
Cerca de la pared, Swain observó horrorizado que sus tres compañeros caían por debajo de la
línea de los escritorios.
El karanadon se había detenido a escasos centímetros de ellos. A continuación se había agachado
tras los escritorios, fuera del campo de visión de Swain. Cuando había reaparecido, llevaba en una
de sus garras la inconfundible forma blanca del guía de Balthazar.
El hombrecillo estaba agitando los brazos frenéticamente y gritaba sin parar al monstruo. El
karanadon se lo acercó al hocico y examinó con curiosidad a la ruidosa criatura que se había
encontrado.
Y entonces, el monstruo extendió el brazo, lo sujetó con una mano y le desgarró la parte delantera
del cuerpo con su otra garra.
A Swain se le desencajó la mandíbula.
Hawkins tenía los ojos fuera de sus órbitas.
Tres tajos profundos, carmesíes, surcaron el cuerpo del guía. Una de las heridas le llegó hasta la
boca. El cuerpo del guía se aflojó al momento.
La habitación quedó en silencio.
El karanadon sacudió una vez el cuerpo. No respondió. La bestia agitó otra vez el cuerpo sin vida
del guía, cual juguete que ha dejado de funcionar, y a continuación lo lanzó lejos.
Swain seguía sin poder ver a Hawkins.
Se agachó para mirar por entre las patas de los escritorios… y entonces lo vio. Estaba tumbado
boca arriba en el suelo, bajo Balthazar, incapaz de moverse, pero aun así intentándolo.
Dios, tenía que hacer algo para ayudarlo…
Bum.
Hawkins estaba intentando liberarse con todas sus fuerzas cuando notó que el suelo temblaba
bajo su cuerpo. Se quedó quieto y lentamente se giró para mirar hacia arriba.
Y vio las enormes fauces del karanadon, abiertas, acercándose a él.
Cerró los ojos. Era demasiado tarde…
—¡Eh!
Bob Charlton detuvo su Chevy en un semáforo en rojo y marcó el número de su despacho. Apenas
si había dado señal cuando Rudy respondió:
—Teléfono de Robert Charlton.
—Rudy —dijo Charlton.
—Sí, señor. ¿Dónde está?
—En estos momentos, metido en un atasco. Estoy volviendo. Llegaré allí en unos cinco minutos.
Al otro lado de la línea, Rudy Baker calló y miró nervioso a su alrededor.
—Muy bien, señor —dijo—. ¿Hay algo que quiera que haga mientras tanto? ¿Busco algo?
La voz de Charlton dijo:
—Sí, mira en el ordenador a ver si la Biblioteca Pública fue conectada a la red de suministro
eléctrico cuando hicimos eso en el Registro Nacional de Lugares Históricos unos meses atrás. Si es
así, echa un vistazo a los registros y saca los planos y mira a ver si puedes encontrar dónde está la
maldita válvula amplificadora.
—Eh… claro. —Vaciló de nuevo.
—¿Qué ocurre, hijo? —dijo Charlton—. ¿Pasa algo allí?
—No, aquí no —mintió Rudy—. Lo veo ahora.
—De acuerdo. —Charlton colgó.
En el despacho, Rudy se inclinó hacia delante y colgó el teléfono.
—Bien hecho —dijo una voz a sus espaldas—. Ahora, ¿por qué no toma asiento con el resto de
nosotros y así podemos esperar todos juntos a que su jefe regrese?
Charlton salió a toda prisa del ascensor y recorrió con paso apretado el pasillo hasta su
despacho.
Miró el reloj.
Eran las 7:55 p. m.
Confió en que Rudy hubiera conseguido esos documentos sobre la biblioteca. Así, con un poco de
suerte, podría tener la red de suministro en funcionamiento a eso de las diez.
Entró en su despacho y frenó en seco.
Rudy estaba sentado en la silla tras el escritorio de Charlton. Alzó la vista con impotencia.
Cinco hombres más, todos con trajes oscuros, estaban sentados en fila delante del escritorio.
Charlton echó a andar y uno de los tipos se levantó y fue hacia él. Era bajo y fornido, pelirrojo y
con bigote puntiagudo del mismo color.
—Señor Charlton, agente especial John Levine. —Le enseñó su identificación—. Seguridad
Nacional.
El supervisor del turno de noche examinó la identificación. Se preguntó que querría la Agencia
de Seguridad Nacional de Con Ed.
—¿Cuál es el problema, señor Levine?
—Oh, no hay ningún problema —respondió con prontitud Levine.
—Entonces, ¿qué puedo hacer por usted? —Los ojos de Charlton deambularon por su despacho,
escudriñando a los cuatro hombres que seguían sentados.
Eran grandes, de espaldas anchas. Dos de ellos llevaban gafas de sol a pesar de que eran ya casi
las ocho de la tarde. Resultaban de lo más intimidantes.
—Por favor, señor Charlton, tome asiento. Tan solo hemos venido a hacerle unas preguntas en
relación a sus pesquisas sobre la Biblioteca Pública de Nueva York.
—No estoy buscando nada sobre la biblioteca en sí —dijo Charlton mientras se sentaba en la
silla libre. Levine se sentó enfrente—. Estoy buscando un fallo en nuestro suministro eléctrico.
Hemos recibido muchas llamadas de esa zona quejándose de que no tenían electricidad.
Levine asintió.
—Ajá. Entonces, aparte de encontrarse en la misma zona, ¿cuál es la conexión entre esas quejas y
la biblioteca?
—Bueno —dijo Charlton—, la biblioteca se encuentra en el Registro Nacional de Lugares
Históricos. Ya sabe, uno de esos edificios antiguos que no pueden demolerse.
—Lo sé.
—La cuestión es que conectamos algunos de ellos a la red principal de suministro hace algunos
meses y hemos descubierto que, si se les va la luz, todo el maldito sistema cae con ellos.
Levine asintió de nuevo.
—Entonces, ¿por qué ha empezado por centrarse en ese edificio? Sin duda habrá otros en ese
sector que merezcan una atención similar.
—Señor Levine, llevo diez años haciendo esto y una avería o corte en la red puede suponer un
montón de problemas. Y eso significa que hay que comprobar todo. Cada posibilidad. En ocasiones
se trata de niños que cortan los cables con la sierra de cadena de su padre, en otras tan solo es una
sobrecarga. Siempre me ha parecido más prudente ir primero a comprobarlo con la policía para ver
si han detenido a alguien en la zona.
—¿Ha ido a la policía? —Levine arqueó una ceja.
—Sí.
—¿Y averiguó algo?
—Sí. De hecho, fue la policía la que me condujo a la biblioteca.
—Si no le importa que le pregunte —dijo Levine—, ¿a qué comisaría fue?
—A la del decimocuarto distrito policial —respondió Charlton.
—¿Y qué le dijeron?
—Me dijeron que habían pillado a un ladrón de ordenadores de tres al cuarto en la biblioteca
anoche, y que aquello guardaba relación con la muerte de un vigilante de seguridad. También pude
ver al tipo…
—¿Un guardia asesinado? —Levine se inclinó hacia delante.
—Sí.
—¿Un guardia de la biblioteca?
—Sí.
—¿Y la policía dice que fue asesinado anoche?
—En efecto. Anoche —dijo Charlton—. Encontraron al ladrón a su lado, cubierto de la cabeza a
los pies con sangre del tipo.
Levine miró a los otros agentes. A continuación dijo:
—¿Creen que lo hizo el ladrón?
—No, era un tipo pequeño y escuálido. Pero creen que es posible que se topara con los que lo
hicieron. Que intentaran asustarlo. Algo así.
Levine, inmerso en sus pensamientos, paró de hablar. Poco después, le preguntó con voz muy
seria:
—¿Ha puesto la policía a algún hombre en el interior del edificio? ¿En el interior de la
biblioteca?
—El detective con el que hablé me dijo que tenían a dos agentes allí —dijo Charlton—. Ya sabe,
custodiando el edificio durante la noche hasta que algún equipo pueda ir mañana.
—Entonces, ¿hay agentes de policía en el interior del edificio en este instante?
—Eso me contaron.
Ante aquello, Levine se giró hacia sus hombres y asintió al que tenía más cerca, que se levantó de
inmediato.
—La comisaría del decimocuarto distrito —le dijo Levine. Miró de nuevo a Bob Charlton—.
Señor Charlton, ¿recuerda el nombre del detective con el que habló?
—Sí. El capitán Henry Dickson.
Levine se volvió hacia el agente que estaba en pie y asintió con la cabeza. El agente no
respondió. Salió raudo de la habitación.
Levine miró a Charlton de nuevo.
—Señor Charlton, nos ha sido de gran ayuda. Le doy las gracias por su cooperación.
—No hay de qué —dijo Charlton mientras se levantaba de su silla—. Si esto es todo, caballeros,
tengo una red de suministro que arreglar, así que si me disculpan, he de irme a comprobar si la
biblioteca…
Levine se levantó y le puso la mano en el pecho a Charlton, deteniéndolo.
—Lo lamento, señor Charlton, pero me temo que sus indagaciones sobre la Biblioteca Pública de
Nueva York terminan aquí.
—¿Qué?
Levine habló con calma.
—Este asunto ya no es competencia suya o de su empresa, señor Charlton. La Agencia de
Seguridad Nacional se encargará de ahora en adelante.
—Pero ¿qué pasa con el suministro? —le objetó Charlton—. ¿Y la electricidad? Tengo que
restablecer el servicio.
—Puede esperar.
—Y una mierda puede esperar. —Charlton dio un paso al frente, enfadado.
—Siéntese, señor Charlton.
—No, no voy a sentarme. Este es un problema muy serio, señor Levine. —Se contuvo—. Me
gustaría hablar con su superior.
—Siéntese, señor Charlton —dijo el agente especial, esa vez de manera más autoritaria. Dos
agentes se apostaron inmediatamente a ambos lados de Charlton. No lo tocaron, simplemente se
quedaron quietos a su lado.
Charlton se sentó. Frunció el ceño.
Levine dijo:
—Todo lo que voy a decirle es esto, señor Charlton. En las últimas dos horas, la biblioteca se ha
convertido en objeto de una investigación por parte del gobierno de Estados Unidos. Una
investigación que no se detendrá porque doscientos neoyorquinos no puedan ver su programa favorito
por una noche.
Charlton permaneció sentado en silencio. Levine fue a la puerta.
—Sus indagaciones han concluido, señor Charlton. Se le avisará cuando pueda proceder. —
Levine cruzó la puerta, llevándose a un agente consigo y dejando al supervisor en el despacho con
Rudy y los otros dos agentes.
Charlton no podía creérselo.
—¿Qué? ¿Va a retenerme aquí? ¡No puede hacer eso!
Levine se detuvo en la puerta.
—Oh, sí que puedo, señor Charlton, y lo haré. En virtud del artículo 50 de la legislación de los
Estados Unidos, un agente posee la autoridad para detener a todo aquel que considere pertinente en
un caso de seguridad nacional durante el tiempo que la investigación se prolongue. Se quedará aquí,
señor Charlton, con su ayudante, bajo supervisión, hasta que esta investigación haya concluido.
Gracias por su cooperación.
James A. Marshall estaba sentado en el compartimiento ejecutivo del avión Lear del director de
la Agencia Nacional de Seguridad cuando este comenzó a descender en LaGuardia.
Como agente a cargo de Sigma, la división ultrasecreta de la NSA, Marshall tenía oficialmente su
base en Maryland, pero últimamente pasaba la mayor parte de su tiempo en los estados del oeste,
Nuevo México y Nevada.
Marshall era un hombre alto de cincuenta y dos años de edad, prácticamente calvo, con barba
canosa y unas cejas oscuras y arqueadas que se estrechaban en el puente de su nariz, le que le
confería una expresión de perpetua seriedad. Había estado a cargo de la división Sigma, la élite en
cuanto a descubrimientos de alta tecnología se refería, durante los últimos seis años.
En la década de los ochenta, la NSA había sido el orgullo de la Inteligencia estadounidense, con
miles de millones de algoritmos de codificación que se convertirían en la base de sus mundialmente
famosos ordenadores descifradores. Entonces, en 1990, Sigma añadió más prestigio si cabía a la
institución al emplear tecnología semiconductora para lograr el mayor descubrimiento en la historia
de la comunicación y el descifrado de mensajes: la computación cuántica.
Pero, con el deshielo de la Guerra Fría, la descodificación de mensajes cifrados empezó a ser
menos prioritaria a ojos del Gobierno. Los presupuestos se redujeron. El dinero fue desviado a otros
sectores del Ejército y la Inteligencia. La NSA tenía que encontrar algo nuevo en lo que destacar, algo
que justificara la continuación de su existencia. De lo contrario acabaría siendo absorbida por el
Ejército.
A James Marshall y a la división Sigma se les encomendó la tarea de encontrar ese nuevo campo
de especialización.
Y así, los recursos de Sigma se centraron en un objetivo completamente nuevo y distinto. Solo
que este objetivo no requería de la creación de nueva tecnología, sino que más bien se centraba en la
búsqueda, el descubrimiento y el descifrado de una tecnología muy especial.
Tecnología altamente avanzada.
Tecnología que el hombre por sí mismo no podía crear.
Pero tecnología para la que la NSA, y solo la NSA, con sus nuevos superordenadores de
computación cuántica, se hallaba en una posición única y privilegiada a la hora de descifrar y
explotar.
Tecnología extraterrestre.
Marshall cogía todo aquello con pinzas. Sí, las Fuerzas Aéreas, el rival directo de la NSA a ese
respecto, habían construido almacenes subterráneos en Nuevo México y Nevada. Pero a pesar de
todos aquellos reportajes de la televisión que aseguraban que estos habían encontrado, capturado y
estudiado naves y formas de vida extraterrestres (uno de esos reportajes especiales había llegado a
sugerir incluso que la tecnología tras los bombarderos furtivos provenía de tales estudios), sus
almacenes estaban irrefutable e inequívocamente vacíos.
En resumen, las Fuerzas Aéreas no habían encontrado nada. Y en la competitiva búsqueda de
presupuesto, eso había proporcionado a la NSA una oportunidad…
Como la de esta noche, pensó Marshall.
Y, conforme su avión descendía, miró por centésima vez el documento impreso que llevaba en su
regazo.
Dos horas antes, exactamente a las 6:00 p. m., hora estándar del este, un satélite de la NSA, el
LandSat 5, en el transcurso de un barrido aleatorio en el extremo nordeste de Estados Unidos, había
detectado y cuantificado un desplazamiento electrónico inusualmente largo que parecía emanar de la
isla de Manhattan.
El desplazamiento no había figurado en los barridos previos, y su amperaje era peligrosamente
similar a las frecuencias codificadas electrónicas grabadas y registradas que previamente habían
empleado las guerrillas del Norte de África, en concreto las de Libia.
Y, tras los atentados del Once de Septiembre, nadie en la NSA estaba dispuesto a correr riesgo
alguno.
La respuesta había sido inmediata.
Los resultados del LandSat 5 habían sido enviados inmediatamente al cuartel general de la
Agencia en Fort Meade, Maryland. Un satélite de vigilancia electrónica KH-11E (más conocido por
su alias: Espía), había sido confiscado de la Oficina Nacional de Reconocimiento y reprogramado
para que pasara por encima de Nueva York.
Por pura casualidad, el Espía resultó estar en el lugar y momento adecuados y se situó sobre la
escena en cuestión de pocos minutos, y los primeros resultados pronto estuvieron en manos del
equipo de gestión de crisis de la Agencia en Maryland, equipo en el que se encontraba Marshall.
Una vez se hubieron analizado los resultados, en el espacio de nueve minutos todos los registros
de la comunicación entre el control de satélite en Maryland, LandSat 5 y el Espía habían sido
destruidos.
El LandSat 5 fue reconfigurado para su amaraje inmediato en algún punto del océano Pacífico,
mientras que el Espía siguió monitorizando la zona de Manhattan.
Fue entonces cuando la misión se les asignó a James Marshall y a sus hombres de la división
Sigma.
No disponían de mucho tiempo y Marshall no había desperdiciado un segundo.
Había corrido al aeropuerto y, mientras él se subía al Lear del director, otro miembro de Sigma
ya estaba preparando el comunicado de prensa que explicaría la desafortunada y lamentable pérdida
de dos satélites.
Así que, allí estaba, en el Lear del director de la NSA, listo para aterrizar en Nueva York.
Marshall cogió su maletín para poder echar un último vistazo al informe del Espía.
A juzgar por el largo tramo temporal que cubría el informe, el Espía podía mantener su campo de
visión sobre un único objetivo durante cincuenta minutos. Marshall leyó la transcripción.
LSAT-560467-S
TRANSCRIPCIÓN DE DATOS463/511-001
EMPLAZAMIENTO DEL OBJETO: 231.957 (Costa nordeste: NY, NJ)
N.º HORA/ET UBICACIÓN LECTURA
Selexin finalmente se levantó y echó a andar por el ascensor hasta el enorme cuerpo del
karanadon inconsciente. Se agachó y contempló las enormes fauces que sobresalían de su hocico
negro.
Puso cara de asco.
—Repulsivo —dijo—. Realmente repulsivo.
Swain tenía a Holly en el regazo. Tras quejarse de un fuerte dolor de cabeza, se había quedado
dormida al momento.
—Sí, tampoco tiene muchas luces —dijo—. ¿Había visto uno antes? ¿Así de cerca?
—No, jamás. No creo que haya nadie que haya visto a un karanadon tan cerca y haya vivido para
contarlo.
Swain asintió y los dos se quedaron mirando a la enorme bestia negra en silencio. Luego añadió:
—¿Qué hacemos ahora entonces? ¿Lo matamos? ¿Podemos matarlo?
—No lo sé. —Selexin se encogió de hombros—. Nadie ha hecho eso antes.
Swain hizo una mueca y extendió las manos.
—¿Qué puedo decir?
Selexin frunció el ceño sin comprender.
—Discúlpeme, pero me temo que no lo entiendo. ¿Cómo que qué puede decir?
—No se preocupe. Es una forma de hablar.
—Oh.
—Sí —dijo Swain—. Como «que te jodan».
Selexin se sonrojó.
—Oh, sí. Eso. Bueno, tenía que decir algo. Mi vida estaba también en peligro, ya sabe.
—Es muy temerario decirle algo así a una cosa como esa. —Swain asintió con la cabeza hacia el
karanadon.
—Oh, bueno…
—Pero también muy valiente. Y lo necesitaba. Gracias.
—No es nada.
—En fin, gracias de todas maneras —dijo Swain—. Por cierto, ¿puede hacer eso? ¿Ayudarme?
—Bueno —dijo Selexin—. Técnicamente, no. No me está permitido ayudarlo físicamente en
ninguna pelea, ya sea contra un contendiente o contra el karanadon. Pero considerando lo que Bellos
ha hecho al traer los hoodayas al Presidian, bueno, todo es posible.
Swain se volvió para mirar al karanadon. Las alargadas y puntiagudas cerdas del lomo ascendían
y descendían al unísono con su respiración fuerte y cansada. Era increíblemente grande.
—Entonces ¿podemos matarlo?
—Creía que usted no mataba a víctimas indefensas —dijo Selexin.
—Eso solo vale para personas.
—Balthazar no era una persona y usted no lo mató. Es informe, recuerde. Estoy seguro de que le
sorprendería la verdadera forma de Balthazar.
Swain dijo:
—De acuerdo, pues solo para cosas que se parecen a personas. Y además —dijo mientras miraba
al karanadon—, Balthazar no me habría arrancado la cabeza si hubiera decidido luchar contra mí.
Selexin puso cara de ir a objetar, pero se contuvo. Tan solo dijo:
—Vale.
—¿Y bien? ¿Qué opina? ¿Podemos matarlo? —preguntó Swain.
—No veo por qué no. Pero ¿con qué lo matará?
Echó un vistazo al ascensor. No había gran cosa que emplear como arma. El techo estaba hecho
con una fina placa de yeso y la mitad había desaparecido, destrozada por la caída del karanadon.
Trozos enormes e irregulares de cristal esmerilado de los tubos fluorescentes yacían desperdigados
por el suelo. Swain cogió uno. En su mano resultaba un arma de lo más patética.
Selexin se encogió de hombros.
—Podría funcionar. No obstante, también cabe la posibilidad de que únicamente sirva para
despertarlo.
—Mmm. —A Swain no le gustó esa posibilidad.
No quería despertar al karanadon. Estaba bien como estaba. Inconsciente. Pero ¿por cuánto
tiempo? Y matar algo que era más grande y fuerte que un oso pardo con un fragmento de plástico no
parecía muy verosímil.
En ese momento, la garra derecha del karanadon se movió y aplastó algo que zumbaba alrededor
de su hocico. A continuación la garra retomó su posición, junto al costado de la criatura, y la bestia
prosiguió con su duermevela como si nada hubiera ocurrido.
Swain lo miró fijamente. Inmóvil.
El karanadon bufó y se giró de costado.
—¿Sabe? Ahora que lo pienso, no estoy tan seguro de que matarlo sea una buena idea —susurró
Selexin.
—Yo estaba pensando lo mismo —dijo Swain—. Vamos, en marcha. —Se puso en pie y levantó
a Holly.
—Vamos cielo, hora de irse.
Holly se estiró, aún atontada.
—Me duele la cabeza…
—¿Adónde vamos? —preguntó Selexin.
—Arriba —dijo Swain mientras señalaba al enorme agujero en el techo del ascensor.
Tras abrir las puertas exteriores del ascensor, Swain se asomó a la luz amarillenta y débil y vio
filas y filas de librerías extendiéndose a izquierda y derecha.
El depósito.
Estaban encima de lo que quedaba del techo del ascensor destrozado, a unos quince metros por
debajo del nivel del suelo de la planta-2. El foso de hormigón del hueco de los ascensores estaba, al
parecer, muy por debajo de la última planta.
Swain trepó primero. Se hallaban en alguna parte del depósito.
Recordó cuando habían encontrado a Hawkins en esa planta y habían visto a Reese por vez
primera, y también la carrera por el laberinto de librerías hasta alcanzar la seguridad de la caja de la
escalera. Pero eso, rememoró, había ocurrido al otro lado de la planta.
Se volvió hacia el hueco de los ascensores y ayudó a Holly y a Selexin a subir.
—Me acuerdo de esta zona del laberinto —dijo Selexin mientras veía las estanterías a su
alrededor—. Reese.
—Así es.
—Papá, me duele la cabeza —dijo Holly, cansada.
—Lo sé, cariño.
—Quiero ir a casa.
—Yo también —dijo mientras le acariciaba la cabeza—. A ver si podemos encontrar algo para tu
dolor de cabeza y, al mismo tiempo, un sitio donde escondernos. Vamos.
Echaron a andar por un largo pasillo transversal. Tras recorrer cierta distancia, el pasillo llegaba
a una unión en «T». Habían encontrado la pared occidental del depósito. Caminaron junto a ella, pero
no habían recorrido ni veinte metros cuando Swain se percató de algo extraño.
Justo delante de ellos, pegado al muro exterior de librerías, había algo entreabierto que
sobresalía al pasillo. Algo rojo.
Cuando se acercaron, Swain vio lo que era.
Una puerta.
Una puerta pequeña, de color rojo, ligeramente entreabierta. Estaba empotrada en la pared
exterior de las librerías, casi imperceptible. Swain la había visto porque había pasado prácticamente
a su lado. Cualquiera que echara un vistazo somero al depósito no la vería.
La puerta roja tenía un cartel.
—«Prohibido el acceso al personal» —leyó Selexin en voz alta—. ¿Qué se supone que significa
eso?
Pero Swain no le estaba prestando atención a Selexin. Ya estaba arrodillado delante de la puerta,
contemplando su base.
El guía dijo:
—Pensaba que al personal se le permitiría tener acceso a todo el lugar…
—Shh —dijo Swain—. Mire eso.
Selexin y Holly se pusieron en cuclillas a su lado y contemplaron el libro que yacía en el suelo,
entre la puerta y su marco.
—Es como si mantuviera la puerta abierta… —dijo el hombrecillo.
—Es lo que hace —dijo Swain—. O al menos evita que se cierre.
—¿Por qué? —preguntó Holly.
Swain frunció el ceño.
—No lo sé.
Miró el pomo de la puerta. Por el lado de la biblioteca, había una cerradura en el sencillo
picaporte de color plateado. Al otro lado, sin embargo, no vio ningún cierre ni cerradura. Cerca de
las bisagras vio el mecanismo de cierre.
—Tiene un resorte —dijo—. Para asegurarse de que siempre se cierre. Por eso alguien puso el
libro.
—¿Por qué no se permite el acceso del personal? —le preguntó Selexin.
—Probablemente porque esta puerta no tenga nada que ver con la biblioteca. Y en el depósito
solamente pueden entrar los trabajadores de esta. Yo diría que probablemente sea un contador de
electricidad o de gas. Algo así —dijo Swain—. Algo que el personal no puede tocar.
—Oh.
Holly dijo:
—¿Podemos salir por aquí?
Swain miró a Selexin.
—No lo sé. ¿Podemos?
—Se supone que el laberinto tiene que estar sellado en el momento en que se produce la
electrificación. No sé qué ocurriría si una entrada no estuviera bien cerrada en ese momento. Pero
puedo imaginármelo.
—Imagíneselo pues.
—Bueno. —Selexin se asomó por el borde de la pequeña puerta roja con el cartel «Prohibido el
acceso al personal»—. No hay ninguna señal visible de electrificación. Y a menos que haya otra
puerta tras esta que estuviera cerrada en el momento de la electrificación, mi suposición es que tal
vez acabemos de encontrar una salida del laberinto.
—¿Una salida? —preguntó esperanzada Holly.
—Sí.
—¿Está seguro? —le susurró Swain.
—Solo hay una manera de averiguarlo —dijo Selexin—. Tenemos que ver si hay otra puerta tras
esta.
—¿Tenemos? —dijo Swain, pensativo.
—Bueno, sí —dijo Selexin—. A menos que se le ocurra otra manera.
De cuclillas en el suelo, Swain miró al hombrecillo y dijo:
—Lo cierto es que sí.
Y, tras decir eso, Stephen Swain sacó el brazo izquierdo, el que llevaba la pulsera, por el hueco
entre la pequeña puerta roja y su marco.
Al momento oyeron un fuerte e insistente bip proveniente del exterior de la puerta y, tras un par
de segundos, Swain volvió a meter el brazo.
El pitido cesó al instante.
Todos miraron la gruesa pulsera gris. En el visualizador de la pantalla podía leerse en esos
momentos:
INICIALIZADO-6
SECUENCIA DE DETONACIÓN INICIALIZADA.
SECUENCIA DE DETONACIÓN CANCELADA EN *14:57*
REINICIADA.
Swain se volvió.
Allí, ante él, en uno de los pasillos perpendiculares a la pared occidental, estaba Bellos.
Swain sintió un escalofrío al contemplar a aquel hombre. Su cuerpo, su rostro, sus cuernos, todo
él era negro. Salvo la coraza dorada.
Y era alto, más de lo que le había parecido antes. Más bien dos metros quince.
—Saludos, compañero. Ante ti se halla Bellos…
—Sé quién eres —le dijo Swain.
Bellos ladeó la cabeza, sorprendido.
—¿Dónde están tus hoodayas? —le preguntó Swain con calma mientras Selexin y Holly se
levantaban lentamente a su lado—. No luchas sin ellos, ¿verdad?
Bellos rió con maldad. Cuando lo hizo, Swain vio que algo tintineaba en su costado, algo que
pendía del cinturón.
Era la máscara que el konda usaba para respirar.
Swain recordó con horror cómo lo había descrito Selexin momentos antes: el coleccionista de
trofeos.
De repente, advirtió que Bellos llevaba un segundo objeto sujeto al cinturón, algo que relucía con
la luz amarillenta del depósito. Swain abrió los ojos de par en par cuando vio de qué se trataba.
Era una placa del Departamento de Policía de Nueva York.
La compañera de Hawkins…
Bellos habló, sacando a Swain de sus pensamientos.
—Estás intentando mostrar un coraje del que careces, pequeño hombre. No hay hoodayas aquí.
Solo estamos tú y yo.
—¿De veras? —dijo Swain—. No te creo.
Bellos dio un paso adelante.
—Usas palabras valientes para ser un hombre que está moriturus.
—Moriturus —repitió Swain. Por el rabillo del ojo buscó a los hoodayas, pues se temía que de
un momento a otro al menos dos de ellos aparecieran por alguno de los pasillos cercanos—. A punto
de morir, vaya. Si ese es el caso, ¿por qué no osculare asinum meum?
Bellos frunció el ceño, sin comprender.
—¿Osculare asinum meum? —repitió, perplejo—. ¿Qué te bese qué?
Swain le dio disimuladamente una patada al libro colocado entre la puerta roja y su marco. La
puerta con resorte comenzó al instante a cerrarse y Swain la sujetó con la mano (tras la espalda).
—Cuando ataquen —le susurró a Selexin y a Holly—, quiero que salgáis por la puerta. No os
preocupéis por mí.
—Pero…
—Tan solo hacedlo —dijo Swain sin apartar la vista de Bellos.
Bellos resopló.
—¿Piensas quedarte allí, hombrecillo, o vas a luchar?
Swain no dijo nada. Miró a la izquierda. A continuación a la derecha. Aguardando a los
hoodayas.
Y sucedió.
De repente, sin previo aviso. No por los lados, sino de frente. Por detrás de Bellos.
Era un solo hoodaya, que se abalanzó con las garras directo hacia Swain.
Con la mano que le quedaba libre, el doctor le soltó un manotazo de revés a la criatura,
golpeándolo en la cabeza, enviándolo al suelo con un gemido.
Aprovechó entonces para abrir la puerta a sus espaldas.
—¡Vamos! —le gritó a Selexin y a Holly—. ¡Vamos! ¡Vamos!
Y entonces el segundo hoodaya atacó.
Este salió de la izquierda y golpeó a Swain por el costado, tirándolo al suelo y haciendo que
soltara en la caída la puerta.
La puerta con resorte empezó a cerrarse.
El segundo hoodaya saltó de nuevo sobre Swain mientras este rodaba hasta colocarse boca
arriba. Levantó el brazo a la desesperada y consiguió agarrarle el cuello al animal. Sus enormes
fauces se abrieron y cerraron en un intento desesperado por llegar a su cara, pero Swain tenía el
brazo completamente estirado.
Las garras lo acosaron de modo frenético, intentando desgarrarle el pecho, pero no eran lo
suficientemente largas. Así que le alcanzaron en el brazo. Cinco tajos aparecieron al momento en el
antebrazo de Swain.
Fue entonces cuando este vio que la puerta se estaba cerrando.
—¡La puerta! —les gritó a Selexin y a Holly.
Pero Holly y Selexin no se movieron. Se quedaron donde estaban, completamente inmóviles,
mirando a la derecha, al muro de libros.
Swain miraba desesperado a la puerta, que estaba cerrándose a toda velocidad. Estaba ya casi
cerrada del todo cuando, a la desesperada, estiró la pierna y metió el pie entre la puerta y el marco.
—¡Vamos! —gritó mientras soltaba una patada para abrirla de nuevo y al mismo tiempo
forcejeaba con el hoodaya.
Pero Selexin y Holly no se movían.
Estaban mirando cómo el tercero y cuarto hoodaya se acercaban inquietantemente por el pasillo.
Swain, aún sujetando al segundo hoodaya con el brazo, se arrodilló. El animal decidió probar
una nueva táctica. En vez de retorcerse sin cesar y de atacarlo con las garras, agarró el antebrazo de
Swain con ambas garras, se aferró a él y empezó a apretar con la esperanza de que el humano le
soltara el cuello.
—¡Dios! ¡Vamos! ¡Marchaos! —gritó Swain mientras sujetaba con el pie la puerta—. ¡No podré
sostener la puerta por mucho más tiempo!
Aun así, Holly y Selexin no se movieron, y cuando finalmente vio qué era lo que estaban mirando,
a Swain se le vino a la cabeza un pensamiento demasiado tardío.
¿Adónde ha ido el primer hoodaya?
El animal lo embistió con una velocidad aterradora y los tres se precipitaron por la puerta
abierta. Swain chocó contra el marco y cayó al pasillo oscuro que había tras la abertura con los dos
hoodayas.
—¡No! —gritó cuando vio que la puerta empezaba a cerrarse de nuevo y que iba a dejarlo fuera
de la biblioteca.
Todavía tenía al segundo hoodaya cogido del cuello. Lo golpeó sin piedad dos veces contra el
duro suelo de hormigón y el cuadrúpedo le soltó el brazo y Swain arrojó su cuerpo inerte y se
precipitó hacia la puerta a punto de cerrarse.
Había ruido por todas partes. Los chillidos de los hoodayas, un fuerte bip electrónico
proveniente de su pulsera y después… después el peor de todos: los gritos de Holly en el interior de
la biblioteca.
Swain aterrizó a poca distancia de la puerta y el resto del recorrido lo hizo deslizándose sobre su
pecho, con los brazos estirados…
Demasiado tarde.
La puerta se cerró.
El cierre hizo clic.
Y un estallido cegador de chisporroteante electricidad azul emergió de las bisagras y el pomo de
la puerta.
Electrificada.
Durante un aterrador instante, se hizo el silencio, roto únicamente por el fuerte y persistente bip
que provenía de la pulsera de Swain. La miró. En esos momentos ponía:
INICIALIZADO-6
SECUENCIA DE DETONACIÓN INICIALIZADA.
*14:55*
Y CONTANDO.
Stephen Swain contempló la puerta con horror.
Estaba fuera del laberinto.
Cuarto movimiento
Holly y Selexin echaron a correr por uno de los pasillos del depósito.
La niña no oía nada salvo su frenética respiración mientras recorrían los estrechos desfiladeros
de librerías. A su lado, el hombrecillo la tenía cogida de la mano y tiraba de ella, mirando cada dos
por tres a su espalda.
Llegaron a un cruce de pasillos y zigzaguearon a izquierda y derecha para abrirse paso hacia la
parte central de la enorme planta subterránea.
Holly había empezado a gritar tan pronto como había visto a Swain precipitarse por la puerta
bajo el peso de los dos hoodayas, pero Selexin había vuelto de repente a la vida y la había cogido de
la mano, tirando de ella hacia el pasillo más cercano.
Podían oír tras ellos los gruñidos y rugidos de los hoodayas, que los perseguían a toda velocidad.
No estaban muy lejos.
Y cada vez ganaban más velocidad.
Selexin tiró de Holly con más fuerza. Tenían que seguir corriendo.
14:30
14:29
14:28
No había tiempo que perder. Disponía de catorce minutos para volver a entrar antes de que la
pulsera estallara.
No. Más importante todavía. Tenía catorce minutos para volver junto a Holly.
Swain hizo una mueca de asco y cogió al hoodaya herido por el cuello. Este forcejeó débilmente,
un gesto inútil. A continuación Swain cerró los ojos y le dio un último golpe en la cabeza contra el
suelo. El animal quedó inerte al instante. Muerto.
Swain soltó el cuerpo y echó a andar con cautela por el estrecho pasillo.
Seguía sin ver al otro hoodaya.
Al final del pasillo, llegó a una pequeña sala llena de contadores de electricidad cuadrados en
las paredes. Un enorme cartel encima de estos rezaba: «Válvula amplificadora».
Swain se fijó en que la electricidad azul se filtraba de manera intermitente por un agujero del
techo hasta el contador de la válvula amplificadora, provocándole un cortocircuito. A Con Ed le va a
encantar esto, pensó.
Había una entrada al otro lado del cuarto.
Sin puerta.
Con la pulsera pitando incesantemente, Swain cruzó la entrada y se encontró de repente en las
vías del metro de Nueva York.
En el túnel reinaba el silencio. Las paredes estaban todas pintadas de negro, con largos tubos
fluorescentes blancos a cada quince metros aproximadamente. Una vieja puerta de madera se
balanceaba junto a la entrada. Swain se preguntó cómo la habrían sacado de las bisagras.
Oyó un crujido a su derecha.
Swain se volvió.
¡El otro hoodaya estaba allí!
A menos de tres metros, de espaldas, con la cabeza agitándose violentamente de un lado a otro.
En la boca, los restos de lo que otrora había sido una rata.
Swain estaba a punto de alejarse de la criatura cuando oyó un leve zumbido proveniente de las
entrañas del túnel. Las vías que tenía junto a él empezaron a zumbar.
A vibrar.
Una tenue luz apareció tras doblar la curva del túnel.
De repente un vagón de metro se abrió paso a través del silencio, con las ruedas chirriando y sus
ventanas fuertemente iluminadas destellando a su paso.
Swain se tiró al suelo al instante y, con la luz del tren, advirtió que el hoodaya alzaba la cabeza y
lo veía.
El tren rugió, levantando motas de polvo y suciedad, arrojándolas a la cara de Swain. Este apretó
con fuerza los ojos.
Y entonces, en un instante, el tren se fue, y el túnel volvió de nuevo al silencio. La pulsera seguía
pitando.
Levantó la cabeza.
El túnel estaba vacío. Miró al lugar donde había estado el hoodaya…
No estaba.
Se volvió.
Nada.
Podía sentir los latidos de su corazón retumbándole en la cabeza. El antebrazo derecho le ardía
porque se le había metido en los cortes el polvo que había levantado el tren. Empezó a sudar.
13:40
13:39
13:38
No tenía tiempo para eso. Rodó hasta colocarse de costado y entonces notó algo en el bolsillo de
los vaqueros.
Era el auricular del teléfono. Se había olvidado por completo de él. Holly se lo había devuelto
cuando estaban en la primera planta. Se metió la mano en el otro bolsillo.
Las esposas.
Y el Zippo inservible de Jim Wilson.
Miró de nuevo la cuenta atrás.
13:28
Y CONTANDO.
11:01
11:00
10:59
Y CONTANDO.
10:01
10:00
9:59
Por primera vez en esa noche, Stephen Swain estudió el exterior de la Biblioteca Pública de
Nueva York.
Era un ejemplo sencillo y a la vez esplendoroso de arquitectura colosal, tanto en escala como en
concepto. Tres enormes plantas, que ocupaban prácticamente dos calles, llenas de ventanas en forma
de arco rodeadas de mármol e imponentes columnas de estilo corintio.
En la parte posterior se hallaba el parque Bryant, un espacio multifuncional que albergaba tanto
circos o mercados como carpas de la Semana de la Moda; una preciosa zona verde empequeñecida
por la jungla de rascacielos que había ido creciendo a su alrededor con el transcurso de los años.
Allí, bajo la lluvia, Swain echó un vistazo a la biblioteca por la parte trasera, en diagonal desde
el otro lado de la calle, desde el acceso a la boca de metro de la calle Cuarenta y Dos. Respiraba
entrecortadamente y las heridas del pecho y los brazos le ardían.
Y la pulsera seguía emitiendo su bip.
8:00
7:59
7:58
Se le estaba acabando el tiempo y la situación no tenía visos de mejorar: la biblioteca había sido
sellada.
Una línea continua de precinto policial se extendía alrededor del enorme edificio, de farola en
farola y semáforo en semáforo. Conformaba una imagen de lo más inusual: la Quinta Avenida y la
calle Cuarenta y Dos, dos de las calles principales de Nueva York, bajo la lluvia nocturna y sin
tráfico alguno.
En el parque Bryant, la policía había incluido en el cordón los árboles más cercanos al edificio,
dejando menos de cincuenta metros de espacio abierto entre el precinto y el muro posterior de la
biblioteca.
Cerca de media docena de coches sin distintivo formaban un estrecho círculo en la esquina entre
la Quinta y la Cuarenta y Dos. Y en el centro de ese círculo, cerniéndose sobre los coches, había una
enorme furgoneta negra con una parabólica en el techo. Junto a esta, las luces de la policía giraban
sin cesar, bañando el edificio en una estroboscópica neblina azul.
Mierda, pensó Swain mientras contemplaba la furgoneta.
Durante las dos últimas horas lo único que había querido hacer era salir de la biblioteca,
alejarlos a Holly y a él de Reese y Bellos y el karanadon y salir de la jaula electrificada en que se
había convertido el edificio.
¿Y ahora?
Swain sonrió con tristeza.
Ahora tenía que entrar.
Entrar y evitar que la bomba que llevaba en la pulsera explotara. Entrar de nuevo en la jaula,
donde Reese y Bellos y el karanadon lo aguardaban para matarlo.
Pero lo más importante de todo, tenía que entrar y salvar a Holly. Solo de pensar que su única
hija estaba atrapada en el interior de la biblioteca con esos monstruos se ponía enfermo. La idea de
que quedara atrapada allí después de que él muriera lo hacía sentir terriblemente mal. Ya había
perdido a su madre. No iba a perder a su padre.
Pero todavía tenía que atravesar aquellos muros electrificados.
¿Y quién era esa gente?
7:44
Los ojos de Swain se posaron en unas sombras en la parte posterior del edificio de la biblioteca.
Oscuridad. Bien. Era una posibilidad.
Swain cruzó la calle.
El parque Bryant era muy bonito, amplio y verdoso, con anchas y horizontales avenidas llenas de
plátanos de sombra en sus cuatro lados, solo que en esos momentos los árboles más cercanos a la
biblioteca estaban unidos y rodeados por el precinto policial.
Justo fuera del perímetro, acurrucada en mitad del césped central del parque, había un espléndido
quiosco blanco. Lo habían colocado en otoño para la representación de unas obras de Shakespeare y
también para obras de teatro infantiles. Consistía esencialmente en un escenario circular elevado,
independiente, con seis delgadas columnas sujetando un bonito techo abovedado que se elevaba seis
metros del escenario. Una barandilla con exquisita celosía lo rodeaba.
Aquella estructura resultaba de lo más llamativa. Swain recordó que había llevado a Holly a ver
las obras que se habían celebrado allí (obras tipo El mago de Oz, con humo de colores y un hábil uso
de la trampilla del centro del escenario).
Swain cruzó el parque y se agazapó tras el escenario del quiosco, fuera del campo de visión de
los policías.
Veinte metros hasta un banco junto a los árboles.
Treinta metros del banco hasta la biblioteca.
Estaba a punto de echar a correr hacia el banco cuando vio una papelera a su lado.
Se detuvo y se puso a pensar.
Si habían precintado el edificio, era probable que hubiera alguien patrullando fuera, manteniendo
a raya a posibles intrusos. Tenía que encontrar una manera…
Swain rebuscó entre la papelera y encontró algunos periódicos viejos y arrugados. Estaba
cogiendo un puñado cuando vio algo más.
Una botella de vino.
La cogió y observó que todavía quedaba líquido dentro. Excelente. Swain la colocó boca abajo y
se echó el vino en las manos. El alcohol hizo que le ardieran las heridas.
Entonces, con la botella y los periódicos en la mano, fue hacia el banco.
7:14
7:13
7:12
Rodó hasta colocarse contra la base del banco y se metió las manos en los bolsillos. El teléfono
roto y el mechero que no producía llama seguían allí. Se maldijo a sí mismo por haberse dejado las
esposas en las vías del tren.
Vio el muro posterior del edificio.
Menos de treinta metros.
Respiró profundamente.
Y echó a correr al descubierto.
Levine, apoyado en el capó del Lincoln, bostezó. Marshall y Quaid habían ido a la entrada del
aparcamiento de la calle Cuarenta mientras que a él le habían dejado a cargo de la vigilancia de la
parte delantera del edificio.
Su radio cobró vida. Sería Higgs, el agente al frente del equipo de vigilancia al que acababa de
dar órdenes.
—Sí —dijo Levine.
—Hemos comprobado el lado norte del complejo del edificio. Aquí no hay nada, señor —dijo la
voz metálica de Higgs.
—De acuerdo —respondió Levine—. Sigan rodeándolo y pónganse en contacto conmigo si ven
algo.
—Recibido, señor.
Levine apagó la radio.
Swain llegó al muro posterior del edificio y se agazapó entre las sombras.
Respiraba con dificultad y el corazón le iba a mil por hora.
Miró el muro.
7:01
7:00
6:59
Swain yacía junto al muro posterior, aún con los periódicos y la botella.
Estaba observando unas pequeñas ventanas enrejadas dispuestas en el muro a ras del suelo, no
muy lejos de la esquina noroeste del edificio. Pudo quitar la verja de la tercera ventana sin problema.
Examinó la ventana que había tras ella. Estaba vieja y polvorienta, y parecía como si nadie la
hubiera abierto en años. La pulsera emitió otro bip.
6:39
Se acercó más y vio un rayo irregular azul saliendo del marco de la ventana.
Oyó el ruido de una ramita al romperse.
Había alguien cerca.
Swain se colocó los periódicos alrededor de su cuerpo y rodó hasta colocarse boca arriba,
contra el muro de la biblioteca, con los ojos a escasos centímetros de las chispas de electricidad que
surgían de la ventana.
Silencio.
Salvo por un leve bip… bip… bip…
¡La pulsera!
Swain se metió la muñeca izquierda bajo el cuerpo para amortiguar el sonido de los bips en el
mismo momento en que vio tres pares de botas de combate doblar lentamente la esquina.
El agente especial de la NSA Alan Higgs bajó su M-16 y pestañeó al ver aquella figura agazapada
contra el muro.
Un cuerpo sucio, acurrucado en posición fetal, cubierto de periódicos en un fútil intento por
combatir el frío. Su ropa no eran sino harapos y su rostro estaba cubierto de suciedad.
Un vagabundo.
Higgs se llevó la radio a la boca.
—Aquí Higgs.
—¿Qué ocurre?
—Un vagabundo, eso es todo —informó el hombre mientras le daba un toque al cuerpo con la
bota—. Acurrucado cerca del edificio. No me extraña que nadie lo viera cuando levantaron el
perímetro.
—¿Algún problema?
—No —contestó Higgs—. Este tipo ni se habrá dado cuenta de que han levantado un perímetro a
su alrededor. No se preocupe por ello, señor. Lo sacaremos de aquí enseguida. Corto.
Higgs se agachó y zarandeó a Swain por el hombro.
—Eh, amigo —dijo.
Swain gimió.
Higgs asintió a los otros dos agentes que, como él, iban vestidos como los SWAT. Los dos se
colgaron el M-16 y se agacharon para coger al hombre.
Cuando lo hicieron, el vagabundo gimió sonoramente y rodó adormilado hacia ellos, estirando
una mano y pegándosela a la cara de uno de los agentes, como si les estuviera diciendo: «Marchaos,
estoy durmiendo».
El agente hizo una mueca y retrocedió.
—Dios, este tipo apesta.
Higgs podía oler el vino desde donde estaba.
—Cogedlo y sacadlo de aquí.
Swain se pegó el brazo de la pulsera contra el estómago y lo tapó con el periódico mientras lo
llevaban lejos de la biblioteca, de regreso al parque.
Para sus oídos, el bip era más fuerte que nunca, tenían que estar oyéndolo.
Pero los dos hombres que lo llevaban no parecían percatarse. Es más, era como si intentaran
mantener sus cuerpos todo lo lejos que les fuera posible de Swain.
Este empezó a sudar.
Aquello le estaba llevando mucho tiempo.
Quería mirar la pulsera. Ver cuánto tiempo le quedaba.
No podían llevárselo.
Tenía que volver a entrar.
—¿Llamamos a una ambulancia? —le preguntó uno de los dos al tercero, presumiblemente su
superior, que encabezaba la marcha.
Swain aguardó en tensión la respuesta.
—No —dijo el tercero—. Déjenlo fuera del perímetro. Que la policía se encargue de él después.
—Recibido.
Swain suspiró aliviado.
Pero si no iban a trasladarlo a un hospital para limpiarlo, y si no eran agentes de policía,
entonces quedaban todavía dos preguntas por responder: ¿adónde lo llevarían y quiénes eran?
Los hombres, fuertemente armados, condujeron a Swain hasta el perímetro y posteriormente al
parque, hacia el quiosco.
Vale. Ya podéis soltarme, habló para sí Swain. Estáis tardando mucho…
Subieron con él los escalones de la edificación circular y lo dejaron sobre el escenario de
madera.
—Aquí está bien —afirmó el de mayor rango.
—Bien —dijo aquel a quien Swain le había restregado la mano en la cara mientras le soltaba el
brazo.
—Vamos, Farrell. Tampoco huele tan mal —dijo el superior.
Swain respiró de nuevo. Su cuerpo estaba relajándose.
Todavía quedaba tiempo.
Ahora idos, chicos. Así. Marchaos…
—Un momento… —dijo el que se llamaba Farrell.
Swain se quedó inmóvil.
Farrell estaba mirándose los guantes.
—Señor, este tipo está sangrando.
Oh, mierda.
—¿Qué está qué?
—Está sangrando, señor. Mire.
Mantén la calma. Mantén la calma.
No van a acercarse.
No van a mirarte el brazo…
Todo el cuerpo de Swain se tensó cuando Farrell le mostró sus manos enguantadas y el superior
se acercó.
Higgs examinó la sangre que manchaba los guantes de Farrell. A continuación miró a Swain, a los
periódicos que cubrían sus brazos, a la sangre que se había filtrado por el papel. El fuerte olor a vino
persistía.
Finalmente dijo:
—Probablemente se haya caído en la basura y se haya cortado. Déjenlo aquí, informaré por
radio. Si lo creen necesario, que vengan los otros después a echarle un vistazo. No creo que este tipo
vaya a ir a ninguna parte. Vamos, volvamos al trabajo.
Echaron a andar hacia la biblioteca.
Swain no se atrevió a moverse hasta que el sonido de las pisadas se hubo desvanecido en la
noche.
Levantó lentamente la cabeza.
Estaba en el quiosco, en el escenario. Miró la pulsera:
2:21
2:20
2:19
—¿Por qué no os tomáis más tiempo la próxima vez, chicos? —dijo en voz alta. No podía
creerse que solo hubieran transcurrido cuatro minutos. Le había parecido una eternidad.
Pero en esos momentos solo le quedaban dos minutos. Tenía que ponerse en marcha.
Y ya.
Miró una última vez a la barandilla con celosía blanca del escenario del quiosco, se puso en pie
y bajó las escaleras.
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En las sombras del muro posterior, Swain llegó a la ventana a ras del suelo que había visto antes
y se puso de rodillas. Apretó enérgicamente la gruesa rama de madera y rogó a Dios para que
funcionara.
Golpeó con fuerza la ventana. El cristal se hizo añicos al instante y salió despedido hacia todas
partes.
Inmediatamente después, sin embargo, una rejilla chisporroteante de electricidad de un color azul
plateado cobró vida por todo el ancho de la ventana.
A Swain le pudo el desaliento.
Oh, no. Oh… no.
1:36
Tragó saliva.
No había pensado que eso fuera a ocurrir. Había confiado en que el agujero sería lo
suficientemente grande como para que la electricidad no pudiera salvar la anchura de la ventana.
Pero el espacio era demasiado pequeño.
Y ahora tenía un muro de líneas irregulares, entrecruzadas, de pura electricidad ante sí.
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… La sala de las fotocopiadoras y las esposas en la puerta. La tercera planta. El cuarto del
conserje dentro del área de préstamos. El karanadon. El hueco del montacargas. De vuelta al
depósito. La puerta roja. Cuando había caído tras la puerta con los hoodayas.
El exterior. El túnel. El metro.
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Aguarda.
Faltaba algo.
Algo que se le había pasado por alto. Algo que le decía que había una manera de entrar.
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¿Qué era? ¡Mierda! ¿Por qué no podía recordarlo? Vale, cálmate. Piensa. ¿Dónde ocurrió?
¿Abajo? No. ¿Arriba? No. En algún punto intermedio.
La segunda planta.
¿Qué había ocurrido en la segunda planta?
Había visto a Bellos y a sus hoodayas atacando al konda. Después Balthazar había arrojado un
cuchillo y había inmovilizado a uno de ellos a la barandilla de mármol…
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¿Qué era?
Holly…
¡Estaba allí! En algún lugar recóndito de su cerebro. ¡Una manera de entrar! ¿Por qué no podía
recordarlo?
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Balthazar lanzando su cuchillo.
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La sala de fotocopias. Holly. Holly…
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Y cuando la cuenta atrás llegó a su fin, Stephen Swain se topó de bruces con la triste realidad.
Estaba muerto.
Quinto movimiento
En el cuarto del conserje que se encontraba dentro del área de préstamos de la tercera planta, Paul
Hawkins se sentó al lado de Balthazar y asintió, satisfecho.
Al otro lado, delante de la entrada abierta del cuarto, había un enorme charco de alcohol de
quemar altamente inflamable y, junto a Hawkins, una caja de cerillas de las de toda la vida, con la
punta de fósforo. Había sido una grata sorpresa haber encontrado todo aquello en los estantes del
cuarto de mantenimiento.
En esos momentos se sentía algo más seguro. Cualquier invitado no deseado que cruzara la
entrada se encontraría con…
Y entonces, de repente, lo oyó.
Las ventanas que tenían encima repiquetearon levemente, mientras que el suelo se sacudió.
Hawkins no sabía a qué podía deberse.
Pero parecía una explosión amortiguada.
Selexin y Holly se detuvieron al final de la estrecha caja de la escalera de uso exclusivo del
personal cuando el pasamano de latón empezó a temblar.
—¿Lo has oído? —preguntó nervioso Selexin.
—Lo he sentido —dijo Holly—. ¿Qué crees que ha sido?
—Parecía una especie de deflagración. Una explosión. Proveniente de fuera…
Dejó de hablar.
—Oh, no…
—¡Despejado! —gritó de nuevo el «comandante» Harry Quaid.
Marshall se agachó tras la pared que había en la parte superior de la rampa mientras Quaid
doblaba la esquina y se unía a él.
La segunda explosión detonó desde la base de la rampa de entrada por la que se accedía al
aparcamiento. Una nube de humo gris recorrió la rampa y salió disparada a la calle Cuarenta,
pasando a gran velocidad junto a Marshall y Quaid.
Fragmentos de metal (los restos de lo que había sido la verja de acero que cerraba el
aparcamiento subterráneo de la biblioteca) repiquetearon con fuerza en el suelo.
El humo se dispersó y Marshall, Quaid y una pequeña cohorte de agentes de la NSA descendieron
por la rampa carbonizada, sorteando los retorcidos trozos de metal desperdigados.
Marshall se detuvo al final de la rampa y contempló impresionado lo que tenía ante sí.
Al otro lado de la enorme abertura rectangular del aparcamiento, llenando el gigantesco socavón
redondo resultante de la explosión, justo en la mitad de la verja de acero, había una enorme rejilla de
brillante electricidad azulada que chisporroteaba y crepitaba, y que cada pocos segundos arrojaba
largos rayos de alto voltaje.
Marshall se cruzó de brazos cuando Quaid se puso a su lado y contempló la rejilla de luz
entrelazada que tenían ante sí.
—Lo sabíamos —dijo Quaid sin apartar los ojos del muro de luz azul.
—Sí, lo sabíamos —dijo Marshall—. Electrifican todo el edificio, lo sellan para que nada pueda
entrar o salir…
—Sí.
—Entonces, ¿por qué lo han hecho? —preguntó Marshall—. ¿Qué demonios está pasando en el
interior de este edificio que se supone que no podemos ver?
Holly y Selexin llegaron al final de la estrecha caja de la escalera de uso exclusivo para el
personal de la biblioteca, al lugar donde esta se abría tras los mostradores del área de préstamos. El
hombrecillo se asomó por la puerta abierta.
El área de préstamos era un caos.
Absoluto.
Un reguero de pura destrucción recorría toda la sala de lectura, desde la zona de préstamos del
centro de la planta hasta los ascensores, en el rincón más alejado. Los escritorios, aplastados por el
peso del karanadon, yacían hechos añicos y desperdigados por el suelo.
Con la tenue luz azulada de la ciudad, Selexin a duras penas podía discernir la puerta que daba al
cuarto del conserje, a menos de quince metros, tras su pequeña caja de escalera. Todo estaba muy
oscuro, en completo silencio. No parecía haber nadie allí en esos momentos. Selexin se preguntó qué
les habría ocurrido a Hawkins y Balth…
De repente una sombra apareció delante del cuarto del conserje.
Una sombra oscura, que apenas destacaba de la tenue y azulada oscuridad, del tamaño de un
hombre pero mucho más delgada, moviéndose furtivamente tras los mostradores del área de
préstamos, en dirección al cuarto del conserje.
Selexin se agachó tras la puerta de la caja de la escalera, confiando en que no los hubiera visto.
A continuación cogió a Holly de la mano y corrieron a la puerta más cercana, la puerta que
conducía a la sala del catálogo público de la biblioteca.
En el cuarto del conserje, Hawkins se recostó con cautela contra la pared de hormigón. Estaba
observando a Balthazar, que caminaba con cuidado por el cuarto.
Ahora que sus ojos estaban ya limpios de la saliva de Reese y su visión aparentemente
restablecida, Balthazar parecía estar recuperando las fuerzas. Unos minutos antes, había conseguido
levantarse por sí mismo. Y en esos momentos estaba caminando.
Hawkins se asomó por la entrada, con cuidado de no pisar el charco de alcohol de quemar que
había vertido, y echó un vistazo al área de préstamos.
Todo estaba en silencio.
No había nadie fuera.
Se volvió y vio que Balthazar seguía caminando de un lado a otro de la habitación y, por ello, no
reparó en que una criatura asomaba con sigilo su cabeza triangular por la entrada.
Esta miró al interior de la habitación y ladeó lentamente la cabeza de un extremo al otro,
observando tanto a Hawkins como al criseano.
No hizo ningún ruido.
Hawkins se giró distraído y la vio. Se quedó petrificado.
Su cabeza era alargada, un triángulo isósceles plano que descendía en punta. No tenía ojos. Ni
orejas. Ni boca. Era tan solo un triángulo plano y negro, ligeramente más alargado que la cabeza de
un hombre.
Estaba allí quieta, en la entrada.
El cuerpo estaba fuera de su campo de visión, pero Hawkins pudo distinguir sin dificultad su
alargado y delgado «cuello».
A pesar de que todo cuanto había visto hasta el momento era básicamente «animal»
(extremidades, piel), aquella cosa, lo que quiera que fuera, era totalmente extraterrestre.
Su «cuello» era como un collar de perlas blancas que flotaba tras aquella cabeza triangular
bidimensional hasta unirse, presumiblemente, a un cuerpo que seguía fuera de su campo de visión.
Hawkins siguió mirando a la criatura con la misma curiosidad con que esta lo miraba a él.
Entonces Balthazar habló. Una voz ronca, profunda.
—Códex.
—¿Qué? —dijo Hawkins—. ¿Qué es lo que has dicho?
Balthazar señaló al extraterrestre.
—Códex.
El códex se acercó, sin esfuerzo, grácilmente, flotando en el aire.
Atravesó el umbral del cuarto y fue entonces cuando Hawkins vio que no tenía cuerpo.
La ristra de perlas que conformaba su cuello medía cerca de metro y medio y pendía de su
cabeza. La punta se curvaba hacia arriba, sin tocar en ningún momento el suelo. Y al final de la cola,
brillando con fuerza, había una luz verde en una banda de metal gris.
El códex era otro contendiente.
La cola se movía de un lado a otro como la de una serpiente, flotando por encima del suelo.
—Oh, joder. —Hawkins agarró la caja de cerillas y sacó una. La encendió contra el suelo.
La llama de la luz blanca hizo al códex vacilar. Se detuvo delante del charco de alcohol metílico.
Hawkins sostuvo la cerilla en lo alto mientras la llama iba quemando la madera blanca del
fósforo, ennegreciéndola.
Tragó saliva.
—Bah, qué demonios —dijo. Tiró la cerilla al charco.
Las paredes del cuarto del conserje relucieron con un brillante amarillo cuando una cortina de
llamas ascendió del charco de alcohol de quemar, engullendo al códex.
Hawkins y Balthazar retrocedieron ante el fuego y se cubrieron los ojos. No podían ver al
alienígena tras la ardiente cortina cegadora.
Y entonces este emergió.
Flotando, hacia delante. Por entre las llamas. Ajeno al fuego. Se alejó de este.
—Oh, joder —dijo Hawkins mientras retrocedía.
Balthazar habló de nuevo, una sola palabra, en un tono monótono.
—Vete.
Hawkins dijo:
—¿Qué?
Balthazar estaba mirando fijamente al códex.
—Vete —repitió con solemnidad.
Hawkins no sabía qué hacer. El códex se cernía inmóvil ante ellos. Incluso aunque lo sorteara,
todavía tenía que atravesar el fuego, un fuego que había prendido para mantener a raya a posibles
intrusos. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que ese mismo fuego evitaría que
pudiera salir.
No había salida. No tenía adónde ir.
Balthazar se volvió hacia Hawkins y lo miró fijamente.
—Vete… ¡Ahora!
Y tras eso, Balthazar se abalanzó sobre el códex.
Hawkins observó atónito que el códex saltaba en ese mismo instante y rodeaba tres veces con su
cuerpo el cuello de Balthazar.
El criseano intentó zafarse con ambas manos de aquel ser. Retrocedió, dando tumbos, hasta lo que
quedaba de la tela metálica que dividía la sala, tropezó y cayó al suelo, tras los estantes atiborrados
de productos de limpieza.
Hawkins seguía allí, impactado, observando sobrecogido la batalla, cuando Balthazar le gritó:
—¡Vete!
Hawkins parpadeó y se giró al instante. Vio que el fuego se extendía por el cuarto y reptaba por
el suelo hacia él. Vio en el suelo la botella polvorienta de alcohol metílico que había usado, a
escasos centímetros de las llamas.
Demasiado tarde.
Las llamas devoraron la botella en el mismo momento en que Hawkins se arrojaba a una pila de
cajas de madera cercana.
Con tan intenso calor, la botella de cristal, todavía medio llena, estalló cual cóctel Molotov,
arrojando misiles de cristal y fuego en todas direcciones.
Tras la tela metálica, Balthazar estaba de nuevo en pie, forcejeando con el códex.
Cayó de espaldas contra los estantes de madera y estos cedieron bajo su peso. Botellas de cristal
con alcohol, envases de plástico de limpiadores y detergentes y una docena de aerosoles rodaron por
el suelo.
Hawkins contempló impotente cómo se esparcían por allí limpiadores, diversos envases con sus
carteles rojos que advertían «No mezclar con detergentes u otros agentes químicos», y aerosoles
altamente inflamables con sus propias etiquetas de aviso.
El fuego avanzaba inexorablemente por la habitación.
—Oh, Dios mío. —Sus ojos se posaron en los productos químicos que yacían en la trayectoria
del fuego.
Tras la tela metálica, el cuerpo del códex seguía rodeando la garganta de Balthazar, quien tenía el
rostro contorsionado por el dolor y las mejillas rojas.
Hawkins se volvió para alertarle del fuego y en ese instante sus miradas se cruzaron, y Balthazar,
con la vista fija en Hawkins, apretó con más fuerza el cuerpo serpenteante del códex.
Hawkins reconoció la certeza en los ojos de Balthazar: sabía lo que iba a ocurrir. El fuego. Los
productos químicos. Se iba a quedar en el cuarto. E iba a sujetar al códex para que permaneciera con
él.
—¡No! —gritó Hawkins cuando cayó en la cuenta—. ¡No puedes!
—Vete —acertó a decir Balthazar.
—Pero mor… —El policía advirtió que las llamas reptaban a gran velocidad por el suelo. Tenía
que tomar una decisión y rápido.
—¡Vete! —gritó Balthazar.
Hawkins se rindió. No había más tiempo. Balthazar tenía razón. Debía irse.
Se volvió para contemplar la pared de fuego que se acercaba rápidamente y, tras mirar una última
vez a Balthazar enfrascado en la pelea con el códex, Hawkins dijo en voz baja:
—Gracias.
A continuación, se cubrió la cara con el antebrazo y se lanzó al fuego.
Levine llegó a la parte trasera de la biblioteca en el mismo momento en que Quaid y Marshall
llegaban corriendo. El agente encargado del perímetro, Higgs, los aguardaba.
—Allí arriba —dijo este, mientras señalaba dos ventanas de la tercera planta, justo por debajo
de las enormes ventanas arqueadas de la sala principal de lectura.
Allí se veía una luz amarilla brillante, con destellos ocasionales de llamaradas anaranjadas.
—Santo Dios. —Marshall negó con la cabeza—. Este maldito edificio está ardiendo. Lo que
faltaba.
—¿Qué hacemos? —dijo Levine.
—Entrar —dijo Quaid sin más mientras contemplaba las ventanas en llamas—. Antes de que no
quede nada.
—Bien. —Marshall, pensativo, frunció el ceño—. ¡Mierda! ¡Mierda! —A continuación dijo—:
Levine.
—Sí, señor.
—Llame a los bomberos. Pero cuando lleguen aquí, pídales que aguarden. No queremos que
entren hasta que hayamos podido echar un buen vistazo al interior. Los quiero aquí por si el fuego se
descontrol…
—¡Eh! Un segundo… —gritó Quaid. Había echado a andar hasta un lateral del edificio y en esos
momentos se encontraba en el rincón noroeste.
—¿Qué ocurre? —dijo Marshall.
—Pero qué coño… —Quaid se puso en cuclillas para examinar algo.
—¿Qué pasa? —Marshall lo siguió.
Quaid estaba a menos de veinte metros del muro, prácticamente en la esquina noroeste del
edificio. Se volvió hacia el grupo.
—Agente especial Higgs, ¿está usted al mando de la vigilancia esta noche?
—Sí, señor.
—Dígame, ¿han encontrado a alguien por aquí antes? ¿Alguien que anduviera cerca de este muro?
Higgs no comprendía qué sucedía. Quaid estaba mirando la base del muro, observando lo que
parecía una pequeña ventana cerca del suelo.
—Bueno… esto, sí, señor. Sí, en efecto —dijo Higgs—. Encontramos a un vagabundo borracho
dormitando junto a esa pared no hace mucho.
—¿Estaba aquí? ¿Cerca de esta ventana? —preguntó Quaid.
—Eh, sí. Así es, señor.
—¿Y dónde está ese vagabundo borracho ahora, Higgs? —preguntó Quaid mientras se
arrodillaba sin dejar de mirar la base del edificio.
Marshall, Levine y Higgs se acercaron.
Higgs tragó saliva.
—Lo dejamos en el quiosco ese de allí, señor. —Señaló a sus espaldas—. Iba a llamar para que
se encargaran de él, pero no creí que hubiera ninguna prisa.
—Agente especial Higgs, quiero que vaya al quiosco y encuentre a ese vagabundo ahora mismo.
Higgs se marchó a toda prisa.
Quaid miró a los demás mientras estos observaban lo que él había estado mirando.
—¿Pero qué…? —acertó a decir Levine.
—Fíjense —dijo Marshall mientras examinaba la rejilla de electricidad que se había extendido
por la ventana a ras del suelo. Había pequeños fragmentos de cristal en la hierba, alrededor de la
ventana rota.
No había nadie.
Quaid se acercó a la ventana. Era lo suficientemente grande como para pasar por ella. ¿Pero por
qué alguien la rompería? Eso no tenía ningún sentido.
A menos que quisiera entrar.
Higgs llegó corriendo. Habló casi sin aliento.
—Señor, el vagabundo ha desaparecido.
Hawkins atravesó las llamas y cayó al suelo, tras los mostradores gemelos del área de préstamos.
Comprobó que todo estuviera bien. Sus pantalones y su parka de policía habían sobrevivido
intactos al fuego. Pero por algún motivo la cabeza le picaba horrores.
Se llevó la mano a la coronilla y de repente sintió un calor abrasador.
¡Tenía el pelo ardiendo!
Se quitó a toda prisa la parka y apagó el fuego de su cabeza con ella. El calor cesó rápidamente y
volvió a respirar.
El cuarto del conserje estaba en esos momentos completamente en llamas, iluminando toda la
zona de préstamos exterior. Lenguas de fuego se abrían paso por la entrada.
No podía quedar mucho, pensó.
Hawkins se arrastró hasta un lado de la entrada y se apoyó contra la pared.
Solo tuvo que esperar unos segundos.
Los productos químicos del interior del cuartito combinaron bien. Después de que el primer
aerosol estallara en una bola de gas azul, se produjo una reacción en cadena de explosiones
químicas.
La pared de hormigón tras Hawkins se resquebrajó bajo la presión de la onda expansiva cuando
una fulgente esfera ígnea se abrió paso por la entrada del cuarto del conserje, pasando prácticamente
a su lado, prendiendo la superestructura de madera del área de préstamos e iluminando con una
brillante luz amarilla la enorme sala de lectura.
Marshall, Levine y Quaid alzaron la vista a la par cuando toda la tercera planta del edificio se
encendió cual bombilla ardiente, iluminando la noche.
Sus radios cobraron vida al instante.
—El fuego se está extendiendo…
—Las ventanas acaban de reventar…
—Hostia puta —musitó Levine.
En el área de préstamos, Hawkins se tapó las orejas cuando las llamaradas salieron disparadas
por la entrada.
Los dos mostradores de préstamos de madera estaban envueltas en fuego que, cual lanzallamas,
se había iniciado en el cuarto del conserje.
Las explosiones eran más fuertes en esos momentos, más de lo que se había imaginado, más que
cualquier otro fuego químico que conociera.
Eran casi… bueno… demasiado grandes.
¿Por qué ha…?
Hawkins se quedó petrificado. Algo más tenía que haber ocurrido. Pero ¿qué?
Y entonces lo vio.
Una pequeña tubería. Una tubería que recorría en horizontal el suelo del área de préstamos, a los
pies del mostrador que daba al sur.
Salía del cuarto del conserje hasta la base del mostrador y a continuación descendía
abruptamente bajo el suelo hasta otras plantas inferiores…
Una tubería de gas.
Debía de haber una válvula de gas en el cuarto del conserje que no había visto. Del calentador de
agua o una…
La tubería se prendió.
Y Hawkins contempló horrorizado que una llama amarilla y azul se propagaba a gran velocidad
por toda la longitud de la tubería para, seguidamente, girar como esta, en dirección a las plantas
inferiores.
Hawkins observó cómo una llama aislada se alejaba de la tubería hasta una de las columnas de
madera que sujetaban la superestructura del área de préstamos. Con un ruido sordo, las columnas se
prendieron al instante.
Hawkins se puso en pie de un brinco. Las explosiones del cuarto del conserje estaban empezando
a amainar, pero eso ya no importaba.
El fuego se estaba propagando por las tuberías del gas.
Pronto todo el edificio se quemaría.
Tenía que encontrar una salida.
En un pequeño aseo de la planta-1, alguien más estaba sintiendo las estremecedoras explosiones
que en esos momentos sacudían toda la Biblioteca Pública de Nueva York.
El doctor Stephen Swain se sentó con la espalda pegada a la pared de azulejos blancos de uno de
los cubículos del baño de mujeres de la planta-1. El agua de un lavabo que había junto a él cayó al
suelo cuando el edificio a su alrededor se balanceó y sacudió.
Otra explosión resonó y la biblioteca tembló de nuevo, aunque no tanto como en la anterior
ocasión. Las explosiones parecían estar perdiendo intensidad.
Swain se miró la pulsera.
INICIALIZADO-6
SECUENCIA DE DETONACIÓN CONCLUIDA EN:
*0:01*
REINICIADA.
INICIALIZADO-5
Por encima de la cabeza de Swain, en la ventana cercana al techo, la rejilla de electricidad azul
seguía zumbando. Tras ella podía oír las voces de los agentes de la NSA.
Se pegó más a los azulejos y respiró profundamente.
Estaba dentro. De nuevo.
Había sido gracias a Holly.
Holly en la segunda planta, en la sala de fotocopias vacía. Cuando los hoodayas habían estado
golpeando la puerta y Swain había conseguido mantenerla cerrada con las esposas, había visto a
Holly junto a la ventana.
Estaba sosteniendo el auricular del teléfono contra la ventana electrificada. Cuando había
acercado el teléfono a la ventana, la electricidad había retrocedido en un amplio círculo.
Lejos del teléfono.
En ese momento, Swain no había sido consciente de lo que había ocurrido, pero ahora sí lo sabía.
No era del teléfono de lo que se había alejado la electricidad, sino del imán que albergaba el
aparato en su interior. El auricular de un teléfono es como un altavoz: en su centro se halla un imán de
relativa potencia.
Y, como radiólogo, Stephen Swain lo sabía todo sobre magnetismo.
Por lo general, la gente asociaba a los radiólogos con las radiografías, pero en los últimos años
los radiólogos se habían dedicado a intentar descubrir nuevas formas de obtener secciones
transversales de los cuerpos humanos.
Existen una serie de técnicas que se utilizan para obtener esas secciones transversales. Un
método muy conocido es el escáner. Otro más moderno implica la ordenación y unión de partículas
atómicas y a eso se le conoce como imagen por resonancia magnética o IRM.
La IRM funcionaba básicamente, tal como le había explicado ese mismo día a la problemática
señora Pederman, de acuerdo al principio de que la electricidad reacciona a la interferencia
magnética.
Y eso era exactamente lo que había ocurrido cuando Holly había sostenido el teléfono junto a la
ventana: las ondas magnéticas habían afectado a la estructura de las ondas electrónicas y, por ello,
habían hecho que el muro de electricidad se alejara del imán para mantener su frecuencia.
Para entrar de nuevo, Swain había sacado el auricular del bolsillo de sus pantalones y lo había
acercado a la ventana. La electricidad había retrocedido al instante, formando un amplio agujero de
más de medio metro en la rejilla y Swain simplemente había metido el brazo por él.
La pulsera, una vez había detectado que se encontraba de nuevo en el interior del campo
eléctrico, había detenido inmediatamente la cuenta atrás.
Justo a tiempo.
Tras un minuto retorciéndose con cuidado para asegurarse de que su cuerpo quedaba dentro del
círculo magnético de poco más de medio metro abierto en la rejilla eléctrica, Swain se encontró de
nuevo en el interior del edificio.
Es más, acababa de meter el pie derecho cuando se había caído del alféizar. La electricidad
había vuelto a su sitio y Swain había aterrizado con cierta torpeza en el inodoro que había debajo.
Estaba dentro.
Hawkins había recorrido la mitad de la sala de lectura cuando las explosiones cesaron.
Tan solo el estruendo de un fuego descontrolado persistía. La estructura de la zona de madera que
rodeaba el cuarto del conserje estaba ardiendo en esos momentos con fuerza. Toda la sala estaba
bañada en una luz parpadeante y brillante.
De pronto, se oyó un crujido a sus espaldas y Hawkins se volvió.
Allí, cerniéndose delante del área de préstamos ardiendo, silueteado por las llamas parpadeantes
y amarillentas a su espalda, estaba el códex.
Hawkins se quedó quieto.
A continuación vio que se tambaleaba levemente. El códex no se sostenía en el aire. Empezó a
girar vertiginosamente. Y, de repente, levantó la cabeza y cayó abruptamente sobre un escritorio de
lectura destruido.
Tras eso, dejó de moverse.
Hawkins suspiró aliviado.
Estaba a punto de volverse hacia la entrada cuando vio algo en el suelo a sus pies. Algo blanco.
Con precaución, Hawkins se acercó hasta que descubrió lo que era…
Se quedó petrificado.
Era un guía. O al menos lo que quedaba de él.
Probablemente se tratara del guía del códex, que se había quedado entre los escritorios de la sala
de lectura mientras el contendiente había entrado en el cuarto del conserje para matarlos.
El cuerpo del guía yacía en un enorme charco de sangre bajo uno de los escritorios divididos.
Estaba retorcido hasta extremos que imposibilitaban reconocerlo.
Pequeños grupos de cortes rojos paralelos le recorrían rostro, brazos y pecho. Uno de ellos le
había roto incluso la nariz, y allí el exceso de sangre resultaba especialmente atroz. Unas profundas
incisiones en las palmas del guía sugerían un inútil esfuerzo defensivo. Sus ojos y su boca estaban
abiertos de par en par en una mueca eterna de terror, una instantánea de sus últimos momentos.
Hawkins se estremeció ante aquella visión. Era brutal, horripilante. Y entonces, cuando se acercó
para mirar mejor los cortes por todo el cuerpo del guía, lo supo. Los cortes paralelos indicaban que
unas garras…
Los hoodayas de Bellos han hecho esto.
Tenía que salir de allí.
Hawkins se volvió inmediatamente hacia la entrada…
¡Y una enorme mano negra se acercó a su cara!
Y entonces ya no vio nada más.
Stephen Swain salió con cautela del baño de mujeres y vio los ya familiares pasillos de la planta
baja y el vestíbulo de la entrada lateral que daba a la calle Cuarenta y Dos.
Miró de nuevo su pulsera y vio que la pantalla había vuelto a cambiar.
INICIALIZADO-4
Desde el exterior aquello parecía una escena sacada de El coloso en llamas. La Biblioteca
Pública de Nueva York, en el centro de la ciudad, elevándose soberbia en la noche, con llamaradas
que sobresalían de las ventanas en arco cercanas al tejado, mientras que las filas de ventanas de la
segunda y tercera planta estaban iluminadas por una brillante neblina dorada.
Levine, en la calle Cuarenta y Dos, estaba contemplando cómo ardía la biblioteca.
Tras él, la enorme furgoneta negra de la NSA se alejaba de la acera en dirección al lado de la
biblioteca que daba a la calle Cuarenta.
Levine observó a la furgoneta subir la acera y atravesar el parque Bryant por el césped. Después
desapareció tras la esquina.
Se volvió y vio faros, montones de faros, y supo lo que eso significaba. Los bomberos habían
llegado, seguidos de cerca por los medios.
Las furgonetas de televisión se detuvieron con un chirrido justo en el exterior del perímetro del
precinto amarillo. Las puertas correderas se abrieron y salieron los cámaras. Y, tras estos, unas
atractivas reporteras fueron bajando de las furgonetas, acicalándose y estirándose la ropa.
Una joven y osada reportera descendió de su furgoneta, pasó por debajo del precinto policial y
fue directa a Levine. Le pegó el micrófono a la cara.
—Señor —dijo con su voz más profesional—, ¿puede contarnos qué está ocurriendo
exactamente? ¿Cómo se inició el fuego?
Levine no respondió. Se quedó mirando a la joven en silencio.
—Señor —repitió ella—, ¿puede decirnos…?
Levine la cortó. Habló sin elevar la voz y de manera educada, mirando a la joven pero, sin duda,
dirigiéndose a los tres agentes de la NSA que había cerca.
—Caballeros, por favor, escolten a esta joven fuera del perímetro e infórmenla de que si ella o
quien sea vuelve a cruzar la línea, serán detenidos inmediatamente, acusados de cargos federales por
interferir en asuntos de seguridad nacional, condenas que oscilan entre diez y veinte años,
dependiendo de mi estado de ánimo.
Los tres agentes dieron un paso al frente y la reportera, boquiabierta, fue conducida de manera
ignominiosa tras el perímetro.
Levine estaba mirándole las piernas mientras se la llevaban cuando su radio cobró vida. Era
Marshall.
—¿Sí, señor?
—Quaid y yo estamos en la entrada del aparcamiento —dijo Marshall—. ¿Han llegado ya los
medios?
—Ya están aquí —dijo Levine.
—¿Algún problema?
—Aún no.
—Bien. De ahora en adelante estaremos aquí abajo. El fuego ha suscitado interés. Habrá que
acceder antes de que todo el edificio se venga abajo. ¿Está la furgoneta de camino?
—Acaba de irse —dijo Levine—. En cualquier momento la verá.
En la sala Salomon de la tercera planta, Holly y Selexin seguían acurrucados bajo una de las
vitrinas centrales. En el suelo, a su alrededor, yacían los restos de las estanterías restantes.
Las paredes de cristal de las salas contiguas estaban resquebrajadas. Peor aún, en la parte
delantera de dos de las salas se habían iniciado varios incendios.
Selexin suspiró con tristeza. A su lado, Holly estaba sollozando.
—¿Estás bien? —le preguntó, preocupado—. ¿Te has hecho daño?
—No… quiero a papá —sollozó—. Quiero a mi papá.
Selexin miró hacia la puerta de madera. Estaba cerrada.
—Lo sé. Lo sé. Yo también.
Holly lo miró y Selexin pudo ver el miedo en sus ojos.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó. Se sorbió la nariz.
—No lo sé.
—¿Y esas cosas que lo empujaron por la puerta? Espero que hayan muerto. Las odio.
—Créeme —dijo Selexin sin apartar la vista de la puerta—, a mí tampoco me gustan un pelo.
—¿Crees que mi padre volverá a entrar? —le preguntó esperanzada.
—Estoy seguro de que ya está dentro —mintió Selexin—. Y en estos momentos apostaría a que
está buscándonos por el edificio.
Holly asintió y se limpió las lágrimas.
—Sí, eso es lo que yo creo también.
Selexin sonrió levemente. Por mucho que quisiera creer que Swain seguía con vida, lo dudaba
mucho. El laberinto se sellaba eléctricamente con el único objetivo de evitar que los contendientes
entraran. Solo una casualidad inexplicable había creado una abertura en el momento de la
electrificación, por lo que era altamente improbable que existiera otra.
Y además, había oído la explosión. Stephen Swain probablemente estaba muerto.
Y entonces, por el rabillo del ojo, Selexin vio movimiento.
Era la puerta.
Se estaba abriendo.
Holly se quedó inmóvil bajo la vitrina de cristal y madera. Selexin miró hacia la puerta que se
abría lentamente.
Salvo por el chisporroteo amortiguado de las llamas provenientes de los focos de fuego de las
otras salas de colecciones, la sala Salomon de la Biblioteca Pública de Nueva York estaba en el más
completo silencio.
La puerta de madera siguió abriéndose.
Y entonces, lentamente, muy lentamente, una enorme bota negra cruzó el umbral.
La puerta se abrió del todo.
Era Bellos. Estaba solo. Los dos hoodayas restantes no parecían estar con él.
Selexin se llevó un dedo a los labios y Holly, con los ojos llenos de temor, asintió con vigor.
Bellos caminó hasta la zona central abierta de la sala Salomon. Se detuvo delante de la vitrina
que contenía la biblia de Gutenberg.
—Oh, sí. Pfff. —Murmuró—. Humanos.
Entonces volvió a moverse y sus botas crujieron levemente al pisar los restos de cristales rotos a
escasos centímetros de la vitrina bajo la que Selexin y Holly se escondían.
Se paró.
¡Justo delante de ellos!
Holly contuvo la respiración cuando las enormes botas se giraron sobre sí y el cuerpo que las
portaba se movía en todas direcciones. Hasta que aquellas rodillas empezaron a doblarse y Holly
casi rompe a gritar: ¡Bellos iba a mirar debajo de la vitrina!
El ser se acuclilló y una ola de terror recorrió el cuerpo de Holly.
Los cuernos alargados y puntiagudos aparecieron primero.
A continuación aquel demoníaco rostro oscuro. Boca abajo. Mirándolos.
Y en ese momento, una malévola sonrisa se dibujó en el rostro de Bellos.
A través de la rejilla de electricidad azul se veía perfectamente, fuera lo que fuera aquello.
Era como un dinosaurio monstruoso, bajo y alargado, de más de cuatro metros de largo, con un
morro redondeado y romo y dos antenas alargadas que oscilaban rítmicamente de un lado a otro
sobre su cabeza.
Quaid y Marshall observaron, casi en trance, cómo la criatura avanzaba lentamente por el
aparcamiento. Esta se detuvo al inicio de la rampa de bajada, donde pareció olisquear el suelo un
segundo.
A continuación, descendió por la rampa y desapareció de su campo de visión.
—Vaya, vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? —dijo Bellos mientras miraba bajo la vitrina
expositora.
Selexin estaba intentando con todas sus fuerzas que no le temblara el cuerpo, sin éxito. Holly
estaba a su lado, petrificada.
—Vaya, hombrecillo, tu memoria es tan corta como tú. Te dije que os encontraría. ¿O acaso se te
ha olvidado?
Selexin tragó saliva. Holly tan solo siguió mirando.
—Quizá necesites que te refresque… la… memoria. —Bellos empezó a levantarse—. ¡Salid de
ahí abajo!
Holly y Selexin salieron por la parte más alejada de la vitrina. Bellos estaba en el otro lado, con
su guía moribundo tendido sobre el hombro. Los focos de fuego parpadeantes de las salas de
colecciones cercanas parecían fuera de control en esos momentos.
Bellos ladeó la cabeza con mofa.
—¿Hacia dónde vas a correr ahora, hombrecillo?
Selexin se fijó en la puerta y vio que los dos hoodayas aparecían por esta, cortándoles su única
salida.
—Oh-oh —susurró.
Cuando miró de nuevo a Bellos, vio que su coraza dorada estaba en esos momentos salpicada de
sangre. En el oscuro antebrazo de este, Selexin vio la pulsera gris sin problemas.
Y vio que la luz verde se apagaba de repente.
La luz roja contigua se encendió.
—Oh-oh —dijo de nuevo Selexin.
Bellos empezó a rodear la vitrina. Parecía no tener prisa. Saboreaba el momento. No parecía
haberse percatado de que la luz roja era la que en esos momentos iluminaba su pulsera.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Selexin.
—¿Hacer qué?
—Incumplir las normas del Presidian. Has hecho trampa. ¿Por qué lo has hecho?
—¿Por qué no?
—Has roto las normas de la competición para vencer. ¿Cómo puedes respetar el premio si no
puedes respetar el torneo? Has hecho trampa.
—Si te descubren incumpliendo las normas, eres un tramposo —dijo Bellos mientras bordeaba el
extremo de la vitrina alargada de cristal—. No entra en mis planes que me cojan.
—Pero te descubrirán.
—¿Cómo? —preguntó Bellos, como si ya supiera la respuesta a la pregunta.
Selexin habló con rapidez.
—Un contendiente puede delatarte. Puede decir «inicializar» y mostrarle a aquellos que están
observando al otro lado que has traído a tus hoodayas.
—Muy valiente tendría que ser para intentar algo así mientras lucha por su vida. Además —dijo
Bellos—, ¿quién sabe aquí que tengo a mis hoodayas?
—Yo.
—Pero la última vez que vi a tu amo estaba fuera del laberinto. Y él es el único que puede
inicializar el teletransportador de tu casco.
Selexin no respondió. A continuación dijo:
—Reese.
—¿Qué?
—Reese lo sabe —dijo Selexin al recordar que los hoodayas habían atacado a Reese en la
segunda planta.
—Pero no sabes si Reese sigue con vida.
—¿Sigue con vida?
—Vale —dijo Bellos—. Supongamos por un momento que Reese sigue con vida.
—Entonces puede delatarte. Puede inicializar el teletransportador del casco de su guía y
delatarte.
—¿Y qué hay de su guía?
—¿Perdón? —Selexin frunció el ceño.
—Su guía —dijo Bellos con petulancia—. No creo que pienses que, en caso de que dejara a
Reese con vida, permitiría también que su guía hiciera eso.
—¿Mataste al guía de Reese antes de atacarla?
Bellos sonrió.
—En el amor y la guerra, todo vale.
—Inteligente —dijo Selexin—. Pero ¿qué hay de los hoodayas? ¿Cómo planeas sacarlos del
laberinto? Me imagino que no piensas dejarlos sin más aquí.
—Confía en mí, los hoodayas ya se habrán marchado del laberinto mucho antes de que yo sea
teletransportado como el vencedor del Presidian —dijo Bellos.
Selexin frunció el ceño.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo puedes sacarlos del laberinto?
—Simplemente utilizaré el mismo método que empleé para traerlos.
—Pero eso requeriría de un teletransportador… —dijo Selexin— y de las coordenadas del
laberinto. Y nadie salvo los organizadores del Presidian conocen la localización del laberinto.
—Al contrario —Bellos miró a Selexin—, los guías conocéis las coordenadas del laberinto.
Tenéis que saberlo, porque se os teletransporta con cada contendiente al laberinto.
Selexin reflexionó sobre lo que Bellos le acababa de decir.
El proceso de teletransportación implicaba que se enviara a un guía al planeta del contendiente.
Allí, el guía y el contendiente entraban en un teletransportador, solos. Una vez dentro, el guía
introducía las coordenadas del laberinto y los dos eran teletransportados.
El caso de Selexin, claro está, había sido diferente, puesto que los humanos nada sabían de
teletransportadores ni del teletransporte. Swain y él habían sido teletransportados por separado.
—Pero aun así necesitarías un teletransportador para sacar a los hoodayas de aquí —dijo Selexin
—. Y en la Tierra no existen.
Bellos se encogió de hombros con indiferencia, dándole la razón.
—Supongo que no.
Selexin estaba en esos momentos enfadado.
—Te olvidas de que todo esto se basa en que estás dando por sentado que serás el último
contendiente en quedar con vida en el laberinto. Y eso está aún por determinar.
—Ese es un riesgo que estoy dispuesto a correr.
—Tu bisabuelo venció el quinto Presidian sin necesidad de trampas —dijo Selexin con malicia
—. Imagina qué pensaría de ti ahora.
Bellos hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—No lo entiendes, ¿verdad? Mi gente espera que venza en esta competición, al igual que lo
esperaban de mi bisabuelo.
—Pero no eres el cazador que era tu bisabuelo, ¿verdad, Bellos? —le dijo Selexin con
brusquedad.
Bellos entrecerró los ojos.
—Vaya, vaya. Qué valiente te pones cuando estás a punto de reunirte con tu creador, hombrecillo.
Mi bisabuelo hizo lo que tuvo que hacer para ganar el Presidian. Y así haré yo. Distintos métodos,
sin duda, pero, hombrecillo, debes comprender que el fin justifica los medios.
—Pero…
—Creo que ya hemos charlado suficiente —le cortó Bellos—. Es hora de que mueras.
Lentamente, Bellos recorrió el largo del exhibidor y se acercó hacia Selexin y Holly. El guía
miró desesperado a su alrededor. No había adónde huir. Ni dónde esconderse.
Se quedó quieto donde estaba, delante de Holly, observando cómo Bellos se iba acercando.
Y entonces, lenta, silenciosamente, algo por detrás de Bellos atrajo su atención.
Movimiento.
Arriba.
Tras uno de los conductos del aire acondicionado del techo.
Sigilosa, muy sigilosamente, un cuerpo oscuro y larguirucho empezó a desplegarse del techo
sobre Bellos.
No emitió sonido alguno.
Bellos no lo había oído, y seguía acercándose a Selexin y Holly mientras, tras de sí, la alargada
criatura se erguía hasta alcanzar sus inquietantes dos metros setenta y cinco de altura.
Selexin estaba mudo de asombro.
Era el Racnid.
El séptimo y último contendiente del Presidian. Era como un enorme insecto palo, con la cabeza
pequeña y múltiples extremidades. Vio sus ocho huesudas patas expandirse lentamente, preparándose
para agarrar el cuerpo de Bellos y estrujarlo hasta matarlo.
Entonces, súbitamente, el Racnid cerró violentamente sus brazos alrededor de Bellos con una
velocidad pasmosa, levantándolo del suelo.
Al principio, Selexin y Holly se quedaron estupefactos por la celeridad del ataque. Había
sucedido tan rápido. El pausado e inquietante descenso del Racnid se había transformado al instante
en una violencia brutal. Y entonces, de repente, Bellos estaba por los aires, atrapado por el insecto,
forcejeando con su nuevo oponente.
Los hoodayas reaccionaron al momento.
El sano galopó desde la entrada y saltó encima del exhibidor para a continuación arrojarse sobre
el Racnid con las fauces abiertas para defender a su amo. El segundo, herido, se movió renqueante
pero con el mismo fervor; trepó a la vitrina y se abalanzó sobre la presa.
El elemento de sorpresa parecía ya no contar, pues el Racnid, al confrontarse con la aparición
inesperada de los dos hoodayas, se soltó del techo entre gritos. Aterrizó con un fuerte golpe en la
vitrina que había debajo, rompiéndola, mientras agitaba desesperado sus ocho extremidades para
repeler el ataque triple.
Holly y Selexin estaban observando sobrecogidos la escena cuando de repente se les vino a la
cabeza el mismo pensamiento.
Hay que salir de aquí.
Corrieron a la entrada y alcanzaron el pasillo exterior.
Tenían dos opciones: ir al vestíbulo del ascensor para uso público al final del pasillo o regresar
a la sala principal de lectura por la sala central del catálogo.
—¿Qué camino? —preguntó Holly.
—Por ahí —dijo con firmeza Selexin mientras miraba hacia la zona del ascensor—. Antes vi a
otro contendiente dentro de la sala de lectura.
Apenas habían dado cinco pasos por el corredor cuando oyeron un ensordecedor pero familiar
rugido procedente de las inmediaciones del ascensor.
—El karanadon —dijo Selexin—. Vuelve a estar despierto. Vi la luz roja en la pulsera de Bellos.
Vamos. —Cogió a Holly de la mano—. Por aquí.
Recorrieron de nuevo el trayecto del pasillo y, cuando pasaron junto a la puerta que daba a la
sala Salomon, Selexin miró de reojo a su interior y pudo ver a Bellos encima de la vitrina, a
horcajadas sobre Racnid, enfrascados en la pelea.
Pero Bellos sin duda llevaba ventaja.
Racnid estaba inmovilizado bajo él, boca arriba, impotente, chillando cual demente mientras uno
de los hoodayas le arrancaba una extremidad. El Racnid gritó de dolor. Al otro lado, el cuadrúpedo
restante, el herido, estaba ocupado con el guía del insecto.
Y entonces Bellos le rompió el cuello al Racnid y los alaridos cesaron al instante. Bellos se
levantó, llamó a los hoodayas que estaban tras él y apuntó la cabeza de su guía hacia el cuerpo inerte
que había sobre la vitrina rota.
—¡Inicializar! —gritó.
Una pequeña esfera de brillante luz blanca apareció sobre la cabeza del guía y Selexin se quedó
embobado mirándola.
Holly le tiró del brazo.
—¡Vamos!
El pequeño guía se apartó de la puerta y los dos se apresuraron a entrar en la sala del catálogo.
Lo primero que le llamó la atención a Swain de la planta inferior del aparcamiento fue su tamaño.
Era mucho más pequeña que la planta superior y, aparentemente, una adición reciente al edificio.
Probablemente lo utilizara la gente que acudía a las conferencias que se celebraban en el salón de
actos de la biblioteca. Y no tenía salida para los coches. Se podía aparcar ahí, pero había que subir a
la planta superior para salir a la calle.
Había tres puertas, cada una en una pared distinta. La primera, en dirección sur, tenía estampada
con letras grandes: «Salida de emergencia». En la pared occidental había otra con un cartel que
rezaba: «Al depósito». Una tercera puerta, más vieja, se encontraba en el lado este del aparcamiento.
Faltaban algunas letras de la placa: «Sala de cal. Prohibido el paso».
Había un coche en el aparcamiento.
Un único coche.
Un Honda Civic pequeño, estacionado en la pared oeste junto a la puerta que daba al depósito,
aguardando pacientemente el regreso de su dueño.
Swain se puso tenso al pensar en que quizá hubiera alguien más en la biblioteca. El propietario
del coche, alguien a quien no hubieran visto aún.
No, se dijo a sí mismo. No puede ser.
Luego empezó a pensar en las otras posibilidades, como la de precipitarse con ese tres puertas
sobre la rejilla electrificada, y lograr quizá salir de la biblioteca.
Pero cuando se acercó al Civic, todos aquellos fatuos pensamientos se desvanecieron.
Suspiró.
El propietario del coche no iba a estar allí.
Y el coche no atravesaría ninguna rejilla electrificada.
Ese coche no iría a ninguna parte.
Swain miró con tristeza los dos cepos amarillos que inmovilizaban el vehículo al suelo del
aparcamiento y, a continuación, la línea azul del asfalto.
El coche había estado aparcado en un reservado para discapacitados y, puesto que no llevaba el
distintivo en el parabrisas, las autoridades le habían colocado los cepos.
Swain sonrió con tristeza mientras contemplaba aquel automóvil inservible. En el hospital lo
había visto miles de veces y siempre había pensado que las personas que aparcaban en las plazas de
los discapacitados merecían que les fuera inmovilizado el coche.
Pero en esos momentos, en el aparcamiento de la Biblioteca Pública de Nueva York, un coche así
no le servía para nada. Un arma sin balas.
Fue entonces cuando Swain oyó el siseo.
Se volvió.
—Nunca te rindes, ¿verdad? —dijo en voz alta.
Y allí, a los pies de la rampa de bajada, moviendo la cola de un lado a otro, balanceando sus
antenas y con sus fauces triples salivando sin cesar, se hallaba la primera contendiente a la que
Stephen Swain había conocido esa noche.
Reese.
Holly y Selexin atravesaron la sala central del catálogo y se detuvieron delante de las puertas de
la estancia principal de lectura de la biblioteca.
Selexin vaciló ante las puertas cerradas de la enorme sala de estudio al recordar la sombra que
había visto antes, la sombra del códex.
—Las puertas están cerradas —susurró Holly.
—Sí… —dijo Selexin como si fuera algo obvio.
—Bueno…
—¿Bueno qué?
Holly se acercó.
—Bueno, no las cerramos. Cuando estuvimos aquí antes, nos fuimos sin más. No cerramos las
puertas. ¿Recuerdas?
Selexin no lo recordaba, aunque en ese instante le daba igual si las puertas habían estado
cerradas o no. A algún lado tenían que dirigirse.
—Probablemente tengas razón —dijo mientras cogía el pomo de la puerta derecha—. Pero en
estos momentos no tenemos otro sitio al que ir.
El hombrecillo giró el pomo y abrió la puerta del todo.
Y entonces se cayó de espaldas.
A su lado, Holly se dio la vuelta y empezó a vomitar.
—¡Acérquenlo! ¡Acérquenlo! —gritó Quaid. Había empezado a llover con más fuerza, pero
Quaid no se había dado ni cuenta.
Los cuatro agentes de la NSA que transportaban «aquello» resoplaron y gruñeron al dejarlo en el
suelo, junto a la reja electrificada.
Cuando lo hicieron, Quaid miró la caja plateada con los contadores.
En el del medio podía leerse en esos momentos: 120485,05.
Ciento veinte mil voltios. Ciento veinte mil voltios de corriente eléctrica pura y sin delimitar. Era
como una verja electrificada, pero sin la verja.
Quaid centró su atención en el objeto que los cuatro agentes habían llevado hasta él. Se trataba de
la gruesa carcasa que portaba la unidad de almacenaje de radiación portátil de la división Sigma.
Una UAR portátil es básicamente una cámara magnetizada y presurizada, sellada al vacío y
dispuesta en el interior de un cubo de plomo de metro veinte de altura. Se emplea para guardar
cualquier objeto radioactivo descubierto en el campo hasta poder ser trasladado para su posterior
estudio en las Instalaciones de Almacenamiento de Radiación Electromagnética de Ohio.
En otras palabras, era un termo gigante rodeado de una carcasa gruesa de plomo de metro veinte
de altura.
Quaid había ordenado que desmontaran la UAR portátil de la furgoneta y que sacaran la caja de
plomo parcialmente magnetizada.
—No funcionará —dijo Marshall mientras contemplaba aquel cubo al que en esos momentos le
faltaban las caras superior e inferior.
—Ya veremos —dijo Quaid.
—Ese campo eléctrico lo penetrará.
—Al final sí, pero quizá no de inmediato.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que tal vez nos dé el tiempo suficiente como para meter a un par de hombres dentro.
Marshall frunció el ceño.
—No estoy seguro.
—No tiene que estar seguro —respondió con brusquedad Quaid—. Porque usted no va a ser
quien va a entrar.
En la planta inferior del aparcamiento, Swain mantuvo la mirada fija en la cola de Reese,
intentando evitar todo contacto visual con sus antenas paralizantes.
Ella avanzó.
Hacia él.
Lentamente.
Entonces, de repente, le falló la extremidad trasera y se tambaleó levemente.
Fue entonces cuando Swain recordó dónde había visto por última vez a Reese. Había sido en la
segunda planta, cuando los hoodayas la habían atacado y él y los demás habían huido a las escaleras.
No había duda. Reese estaba herida. Magullada y dolorida por una pelea con los hoodayas de la
que a duras penas había salido con vida.
Swain se miró. Estaba cubierto de mugre negra del hueco de los ascensores y del túnel del metro.
Miró a continuación la pulsera:
INICIALIZADO-3
Otro contendiente había muerto. Ya solo quedaban tres. El Presidian estaba a punto de concluir y
los contendientes restantes estaban heridos, sucios y exhaustos. En esos momentos era ya una batalla
de resistencia.
Se produjo una repentina llamarada anaranjada a la derecha y Swain vio una tubería de gas cerca
del techo.
Miró de reojo a Reese, que seguía intentando avanzar, y a continuación al Honda Civic que había
a su lado, de nula utilidad para él.
Entonces alzó la vista de nuevo hasta la tubería de gas, a la llama azul y amarillenta que
empezaba a prenderse a lo largo. Los ojos de Swain recorrieron la tubería. Esta desaparecía en la
pared, justo por encima de la misteriosa puerta con la placa: «Sala de cal. Prohibido el paso».
Entonces un pensamiento escalofriante se le vino a la cabeza.
Gas. Tuberías de gas.
«Sala de cal».
La sala de calderas.
Oh, Dios…
La llama azul y amarilla siguió su veloz progresión por el techo, recorriendo la tubería de gas.
De pronto, desapareció por la pared situada encima de la puerta.
Le siguió un largo silencio.
Y entonces…
La explosión fue enorme. Como si hubiera disparado un cañón, la puerta de la sala de calderas
salió despedida, rompiéndose en mil pedazos, seguida de una nube de humo y llamas. Swain fue
arrojado por la onda expansiva al capó del Civic.
Quaid se tambaleó ligeramente cuando el suelo tembló. Una explosión, en alguna parte del
edificio.
—Tenemos que entrar ya —le dijo a Marshall.
—¿Cuántos?
—Todos los que podamos.
—¿Cómo sabe que podrá pasar? —preguntó Marshall.
—¿Cómo sabe que no? —le preguntó Quaid.
Marshall frunció el ceño.
—Nadie antes ha visto algo así…
Quaid lo miró fijamente, esperando a que le diera la orden.
A continuación, Marshall entrecerró los ojos:
—De acuerdo. Hágalo.
Swain rodó por el capó del Honda y vio que Reese se volvía hacia la sala de calderas en llamas.
Los rociadores de incendios cobraron vida al instante, bañando todo el aparcamiento con sus
chorros de agua. Era como estar en medio de una tormenta: explosiones atronadoras provenientes de
la sala de calderas entre la lluvia incesante de los rociadores.
Swain se afanaba en quitarse el agua de los ojos mientras intentaba ver qué estaba haciendo
Reese. A su izquierda, a medio camino entre Reese y él, vio de reojo la puerta de la pared occidental
del aparcamiento, la puerta que quería.
Aquella con el cartel que rezaba: «Al depósito».
Swain se encontraba en un lateral de la planta inferior del aparcamiento, empapado por la lluvia
de los rociadores. Al otro lado, las llamas salían de la sala de calderas, inmunes al incesante torrente
de agua de los rociadores del techo.
Reese seguía avanzando, renqueante, hacia él.
Era como si de algún modo estuviera dispuesta a alcanzarlo a pesar de las protestas de su cuerpo
herido; estaba consumida por una obsesión que no cesaría hasta que Swain estuviera muerto.
Él empezó a pensar. No podía matar a Reese, era demasiado grande y fuerte. E incluso aunque
estuviera herida, podía hacerle pedazos en una pelea.
¿Cómo lo haces?, pensó. ¿Cómo se mata a una cosa así?
Fácil. No se hace.
Sigues corriendo.
Swain retrocedió un paso y sintió que sus piernas rozaban el Honda. Estaba cerca de la pared
oeste.
Avanzó hacia la pared, lejos del coche, hacia la puerta que daba al depósito.
Reese se desplazaba con rapidez, en paralelo a sus movimientos, cortándole la salida.
Swain se detuvo a unos tres metros del Honda, de espaldas a la pared. Podía sentir el agua de los
rociadores repiqueteándole en la cabeza.
Miró a sus pies, al enorme charco de agua que estaba formándose a su alrededor. Ni siquiera
tenía un centímetro de profundidad, pero se extendía por todo el suelo de hormigón conforme los
rociadores seguían soltando agua.
Estaba pisando el charco. Reese también.
Sus ojos siguieron la trayectoria del agua.
El charco parecía desviarse en todas direcciones, incluso hacia la pared que daba a la calle
Cuarenta, hacia la puerta que rezaba «Salida de emergencia».
La salida de emergencia.
El cerebro de Swain empezó a funcionar a toda velocidad.
La salida de emergencia tendría que ser una puerta exterior, una puerta que condujera
directamente fuera.
Y si era así, entonces…
Se quedó petrificado, horrorizado. Reese estaba aún frente a él. El charco creciente de agua
reptaba lentamente hacia la salida de emergencia.
Si era una puerta exterior, entonces estaría electrificada.
Y si el charco de agua llegaba hasta allí…
—Oh, Dios —dijo Swain en voz alta al ver el agua que le tocaba los pies—. Oh, Dios.
¡Corre!, le gritó su mente. ¿Adónde? Adonde sea.
—¡No se mueva! —gritó una voz.
Swain alzó la cabeza.
Reese se volvió.
Había dos hombres en la rampa situada en el centro del aparcamiento.
Era Harold Quaid, de la Agencia Nacional de Seguridad, y otro agente, los dos vestidos con ropa
de combate de los SWAT. Quaid llevaba un M-16 un tanto extraño y el otro una pistola plateada.
El doctor se quedó quieto.
Miró hacia la salida de emergencia, a los rociadores del techo que no parecían ir a detenerse, al
charco que continuaba acercándose a la puerta.
Está a menos de un metro.
Debió de moverse, porque Quaid le volvió a gritar:
—¡Hablo en serio! ¡No se mueva!
Swain se quedó inmóvil.
El agua estaba ya cerca de la puerta.
Reese avanzó hacia la izquierda de Swain, lejos de Quaid.
Quaid y su compañero salieron de la rampa con sus respectivas armas en ristre, mirando a Reese
y a Swain. Pisaron el agua.
El charco estaba en esos momentos a medio metro de la puerta.
La lluvia de los rociadores seguía cayendo.
Swain quería correr…
—¡Quédese dónde está! —gritó Quaid mientras lo apuntaba amenazadoramente—. ¡Voy a
acercarme!
Treinta centímetros…
El agua estaba ya casi en la puerta.
Que les den, pensó Swain. De un modo u otro, voy a morir.
—¡No se mueva! —gritó Quaid cuando Swain rompió a correr en dirección al Civic del rincón,
chapoteando a cada paso.
Las armas de Quaid y Martinez cobraron vida.
Swain corrió pegado a la pared de hormigón, a pocos centímetros por delante de los agujeros de
bala que iban apareciendo en esta.
No voy a conseguirlo, pensó mientras las gruesas gotas de agua de los rociadores le golpeaban el
rostro. No voy a…
Se tiró al coche.
El agua llegó a la puerta.
Swain aterrizó sobre el capó del Honda con un golpe sordo y se cubrió la cabeza con las manos.
En ese mismo instante, los disparos cesaron.
No estaba muy seguro de qué se había esperado oír. El silbido de corrientes electroestáticas
atravesando el agua. Un grito de Quaid quizá, a quien había visto por última vez en medio del charco,
disparándole.
Pero no ocurrió nada.
Nada de nada.
El aparcamiento se sumió en el más completo de los silencios, salvo por el chorro de agua de los
rociadores.
Swain apartó lentamente las manos de la cabeza y vio que Quaid y el otro agente de la NSA (que
seguían cerca de la rampa central con los pies en el charco de agua) lo observaban con curiosidad.
Reese, sin embargo, no aparecía por ninguna parte.
El charco había llegado a la salida de emergencia y había avanzado por debajo de la puerta sin
provocar incidente alguno.
A Swain solo se le ocurría una explicación. No era una puerta exterior. No había sido
electrificada. Tenía que haber otra puerta detrás.
Seguía lloviendo con fuerza.
Y entonces, de repente, con gran fiereza, Reese apareció tras el segundo agente de la NSA y la
caja torácica de este estalló, reemplazada al instante por el extremo apuntado de la cola, que
sobresalía grotescamente de su pecho.
Quaid se volvió, pero fue demasiado lento.
Reese ya estaba moviéndose. Sacó su cola de Martinez y dejó que el cuerpo cayera al suelo,
como un muñeco de trapo, para a continuación abalanzarse sobre Quaid, golpeándolo y arrojándolo
al suelo encharcado.
Debía de haber rodeado la rampa de subida, pensó Swain, y luego había salido tras los dos
agentes que lo habían estado amenazando.
Amenazando a su presa.
Pero Quaid no iba a rendirse sin oponer resistencia. Rodó hasta ponerse boca arriba cuando
Reese saltó sobre su pecho con sus fauces salivosas y antenas oscilantes. Quaid cogió el M-16, lo
sacó fuera del agua y disparó fútilmente al techo. Al mismo tiempo, a Swain le pareció ver que un
destello de luz blanca salía despedido de la unidad extra unida al cañón del fusil de asalto de Quaid.
El forcejeo prosiguió bajo la incesante lluvia, pero Reese era demasiado pesada, demasiado
fuerte.
Su gruesa extremidad derecha golpeó el brazo derecho de Quaid, el que blandía el arma, y Swain
oyó el horripilante ruido de un hueso al romperse.
El arma dejó de disparar al momento y mientras el brazo de Quaid se partía en dos, el M-16 salió
volando, repiqueteó por el suelo encharcado y aterrizó a poca distancia del Civic de Swain.
Quaid, con el rostro lleno de saliva, gritó como un loco cuando la sangre empezó a salir a
borbotones de su codo partido. Con el otro brazo intentó en vano alejar a Reese.
Entonces Swain vio la cola de Reese arquearse lenta y grácilmente tras sus antenas oscilantes,
fuera del campo de visión de Quaid.
Swain no tuvo tiempo ni de moverse.
La cola descendió con fuerza.
Mucha fuerza.
La punta penetró en la cabeza de Quaid y esta estalló en sangre cuando le perforó el cráneo hasta
salir por el otro lado. El cuerpo de hombre se retorció con la violencia del golpe, sus pies se
elevaron del suelo y, a continuación, quedó complemente inerte.
Swain observó horrorizado cómo Reese extraía como si nada su cola del cráneo del hombre
muerto. La cabeza ensangrentada cayó al suelo con un golpe sordo.
A continuación miró a Swain.
Y siseó con furia.
Tu turno.
Reese se alejó del cadáver de Quaid con el cuerpo en tensión, revigorizada por el olor a batalla.
La lluvia de los rociadores golpeaba con fuerza su lomo, similar al de un dinosaurio.
Swain se bajó del Honda, mirándola con cautela, preguntándose cómo demonios proceder. Y
entonces, por el rabillo del ojo, lo vio.
El M-16 de Quaid.
En el agua, a su derecha, a menos de cinco metros. Abandonado.
Swain no perdió un segundo. Se tiró a por el arma.
Reese saltó hacia él.
Los dedos de Swain se golpearon con dureza contra el suelo cuando agarró el arma, la sacó del
charco y se volvió para mirar a Reese.
Apretó el gatillo.
Clic.
¡No tenía balas! Quaid había debido gastar toda la munición cuando había disparado como un
loco hacia el techo.
¡No era justo!
Reese estaba en esos momentos muy cerca. Saltó hacia él bajo la lluvia y voló por el aire con las
extremidades delanteras levantadas y las fauces abiertas. Un caimán enorme al ataque.
Swain dio una voltereta a la izquierda en el mismo y preciso momento en que Reese llegaba al
lugar donde él había estado instantes antes, aterrizando en el agua con un sonoro chapoteo.
Swain rodó hasta ponerse en pie, se volvió para ver dónde estaba Reese…
Y entonces sintió un peso enorme que le aplastó el pecho y lo arrojó hacia atrás. Había sido la
cola de Reese, que lo había golpeado en el torso.
Salió despedido a causa del impacto y aterrizó abruptamente sobre el capó del Honda aparcado.
La suspensión del coche se estremeció por el peso y, antes de ser siquiera consciente, en sus
tímpanos resonó el ruido más terrorífico que había oído en su vida. Abrió los ojos y vio que estaba
contemplando las fauces abiertas de Reese a quince centímetros de él.
Conformaban una imagen de lo más peculiar: Swain, boca arriba, en el capó de un Civic, con los
brazos extendidos y Reese, erguida, con las patas traseras en el suelo del aparcamiento y las
delanteras firmemente apoyadas sobre el capó, a ambos lados del humano.
Bajó el morro hasta su pecho, como si estuviera olisqueándolo, oliéndolo, saboreando su
victoria.
Swain apartó la vista, pues no se atrevía a mirarle a las antenas, a la vez que intentaba
mantenerse lejos del torrente de saliva que le caía en esos momentos por el pecho.
Por entre la lluvia de los rociadores, pudo ver en la pared cercana su sombra combinada, el
cuerpo de Reese sobre el suyo, encima de la silueta del coche.
Lo tenía.
Reese siseó con furia.
En ese momento, en la pared, Swain vio la sombra de la cola de Reese levantándose.
Ya está.
Era el fin.
Reese lo sabía. Swain, también.
Entonces, de repente, lo notó. Aún seguía en su mano, sujeta por el extremo de la culata y, como
si de un nuevo amanecer se tratara, Swain lo vio claro. Miró al rostro sin ojos de Reese y dijo:
—Lo siento.
Y tras eso, Swain apretó el segundo gatillo del M-16, el gatillo del táser del cañón del arma, y
disparó al charco de agua que había bajo el coche.
INICIALIZADO-2
Ahora solamente quedaba otro contendiente en el edificio, y aún no había encontrado a Holly y a
Selexin.
Swain respiró profundamente y se bajó del coche. Sus pies tocaron el suelo con un leve chapoteo.
Aquello no había acabado aún.
LSAT-560467-S
TRANSCRIPCIÓN DE DATOS463/511-001
EMPLAZAMIENTO DE OBJETO: 231.957 (Costa nordeste: NY, NJ)
N.º HORA/ET UBICACIÓN LECTURA 1. 18:03:48 Long Isl. Sobrecarga energía aislada/origen:
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13. 18:46:00 N. Y. Sobrecarga energía aislada/origen: DESCONOCIDO
Tipo energía: DESCONOCIDA / Duración: 0:00:34
La oscura y tenebrosa sala principal de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York estaba en
esos momentos bañada por la luz amarillenta del incendio descontrolado.
En el centro de la enorme sala, la otrora hermosa estructura de los mostradores de préstamos
parecía el infierno en la Tierra, cubierta de llamas danzarinas.
Holly cerró muy fuerte los ojos cuando Selexin bordeó el cuerpo ensangrentado que pendía del
techo. Los pies de la niña resbalaron en el charco de sangre, pero Selexin logró sujetarla antes de
que cayera.
Podían oír a los hoodayas en la sala del catálogo, a sus espaldas, gruñendo, resoplando.
Selexin tiró de Holly con más fuerza, hacia la izquierda, por entre los escritorios divididos del
lado sur de la sala de estudio.
—¡Los ascensores! —susurró Holly—. ¡Vayamos a los montacargas!
—Buena idea —dijo él mientras se abría camino por la maraña de escritorios intactos y
destruidos.
Debía de haber docenas de escritorios en la sala de estudios, la mitad de los cuales seguían aún
intactos. La otra mitad no habían corrido la misma suerte: habían sido aplastados o arrojados por el
karanadon y en esos momentos apenas si eran reconocibles.
Los ascensores estaban cerca.
Las puertas del montacargas de la izquierda seguían abiertas, mostrando el oscuro abismo del
hueco de los ascensores. El karanadon debía de haberlas abierto con tanta fuerza que se habían
quedado así.
Selexin pulsó el botón de llamada a la carrera, se golpeó contra la pared y se giró.
Con el destello parpadeante de los focos de fuego, vio que el cuerpo de Hawkins giraba
lentamente desde el techo, justo encima de la entrada principal de la sala de lectura.
Y, tras el cuerpo, adentrándose despacio y con cautela en la sala de estudio, había un hoodaya.
Por entre la maraña de patas de los escritorios, Selexin vio que el segundo hoodaya se unía al
primero y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Estaban escudriñando la gigantesca sala de estudio con detenimiento, buscando bajo los
escritorios.
Selexin los observó fijamente. Era como si los hoodayas tuvieran una mayor determinación en
esos momentos. Había llegado la hora de matar. El juego había terminado. La caza comenzaba.
Holly se volvió para mirar el hueco de los ascensores.
Los cables que habían recorrido verticalmente el hueco ya no estaban, tras ser sesgados por el
karanadon. Probablemente se hallaran en el pozo con el resto del maltrecho ascensor. En esa ocasión
no iban a poder deslizarse hasta allí.
El visualizador numérico situado encima del ascensor seguía funcionando, sin embargo, y número
tras número fue iluminándose conforme el ascensor ascendía.
«PB» se iluminó en amarillo. A continuación se apagó.
La planta «1» se iluminó y apagó.
El número «2» se iluminó…
Holly notó que Selexin le tiraba del hombro.
—Vamos —dijo—. No podemos quedarnos aquí.
—Pero el ascensor…
—No llegará a tiempo. —Selexin la agarró del brazo y la alejó de los ascensores en el mismo
momento en que esta vio que los hoodayas se acercaban por la derecha.
Selexin tiró de ella con fuerza hacia la izquierda mientras observaba a los hoodayas por entre las
patas de los escritorios.
Los animales estaban a unos seis metros de distancia y se movían con la furtividad glacial de los
cazadores experimentados.
Con la iluminación estroboscópica de los fuegos, el hombrecillo pudo verlos sin problemas: sus
dientes puntiagudos sobresaliendo de sus cabezas esféricas, las extremidades delanteras huesudas y
negras con sus garras ensangrentadas arañando el suelo, las poderosas patas traseras y la larga cola
que se movía amenazadora tras su torso oscuro, como si tuviera vida propia.
El cazador perfecto.
Despiadado. Implacable.
Selexin tragó saliva cuando saltó por encima de un escritorio volcado y se encontró en mitad de
la marea de mesas.
Miró hacia atrás. En esos momentos los hoodayas se habían detenido y seguían a seis metros de
distancia. Estaban allí quietos, contemplando a su diminuta presa.
Un instante después, volvieron a moverse.
En direcciones opuestas.
Separándose.
—No me gusta —dijo Selexin—. No me gusta.
Era mejor que estuvieran juntos, porque al menos así podía verlos a los dos a la vez, pero
ahora…
—Rápido —le dijo a Holly—, hay que subir a los escritorios.
—¿Qué?
—Súbete —insistió Selexin—. Nos están buscando por entre las patas. Si nos subimos a los
escritorios, no sabrán dónde estamos.
Holly trepó como un mono al escritorio más cercano. Selexin la siguió rápidamente.
—Vamos —susurró Holly, que parecía estar en su salsa en esos momentos, saltando sin
problemas al siguiente escritorio.
—Ten cuidado —dijo Selexin, tras ella—. No vayas a caerte.
Holly saltó de escritorio en escritorio, sorteando la distancia entre uno y otro sin mayor
dificultad. Tras ella, Selexin hizo lo mismo.
Bajo ellos, podían oír los gruñidos y bufidos de los hoodayas.
De repente se oyó un ¡bing!, y Selexin miró por encima de su hombro y vio, al otro lado de la
marea irregular de escritorios, la mitad superior de las puertas del ascensor.
Se estaban abriendo.
—Oh, no —dijo mientras seguía saltando escritorios.
Holly también lo vio.
—¿Podremos llegar?
—Tenemos que intentarlo —dijo Selexin.
Holly cambió de trayectoria y giró en un amplio semicírculo para, a continuación, seguir saltando
por las mesas. Estaba a punto de sortear la amplia distancia entre dos de ellos cuando el hoodaya
sano, con las garras levantadas para atacar, saltó desde el suelo y se interpuso en su camino.
Holly cayó de espaldas sobre el escritorio y el hoodaya desapareció bajo este.
Selexin fue junto a ella.
—¿Estás…?
Con un sonoro chillido, el hoodaya saltó de nuevo, al escritorio contiguo, y le soltó un zarpazo a
Holly con sus garras afiladas.
Holly gritó mientras rodaba para ponerse a salvo, pero cayó al suelo. Selexin la vio desaparecer
de su campo de visión.
—¡No!
La criatura atacó con ferocidad a Selexin, con el revés de la pata, dándole de lleno en la cara. El
hombrecillo retrocedió y perdió el equilibrio hasta caer de espaldas sobre su escritorio.
El hoodaya le saltó encima a una velocidad aterradora, pero el guía rodó y el animal se golpeó
contra la partición vertical de la mesa en forma de ele.
La fuerza del impacto zarandeó el escritorio y en un instante el horror de Selexin fue completo
cuando vio que todo se inclinaba abruptamente y sintió que el escritorio sobre el que estaba caía
hacia atrás.
Holly, en el suelo, vio que la mesa sobre la que el hoodaya y Selexin luchaban se inclinaba y caía
hacia atrás a cámara lenta.
Selexin perdió el equilibrio y se golpeó fuertemente contra el suelo. La cáscara de huevo que era
su sombrero salió disparada de su cabeza. El hombrecillo rodó hasta alejarse del escritorio volcado.
El hoodaya se deslizó sin problemas por el escritorio inclinado y aterrizó cual gato justo delante
de Selexin, que estaba totalmente expuesto. La bestia se preparaba para atacar cuando, de repente, el
escritorio se le vino encima.
Inmovilizado en el suelo, aullando enloquecido, el animal se revolvió fuera de sí, luchando por
liberarse. Abrió las fauces y gruñó mientras intentaba, a pesar del apuro en el que se encontraba,
alcanzar a Selexin.
Este estaba retrocediendo sentado cuando, tras él, Holly volcó un segundo escritorio.
En esa ocasión la mesa en forma de ele cayó hacia adelante, y el hoodaya alzó la vista
horrorizado al ver que el escritorio se precipitaba hacia él.
El extremo de la mesa se incrustó con un sonoro crujido en la cabeza girada del hoodaya,
haciéndole añicos los dientes al golpearle el cráneo contra el suelo.
El cuerpo de la criatura se contorsionó y convulsionó bajo los dos escritorios volcados hasta que
finalmente se quedó inmóvil. Muerto.
Silencio.
Entonces Holly oyó un leve ¡bing!, seguido del sonido de las puertas del ascensor al cerrarse de
nuevo.
Se arrodilló junto a Selexin y miró rápidamente en todas direcciones.
—¿Dónde está el otro?
—Yo… no lo sé. —Selexin estaba aturdido—. Podría estar en cualquier parte.
Fue entonces Holly quien agarró a Selexin por el brazo y tiró de él hasta ponerlo de rodillas.
—El ascensor se ha ido —dijo con resolución—. Vamos, tenemos que salir de aquí.
—Pero… pero —murmuró Selexin, apenas sin fuerzas.
—Vamos. En marcha.
—Pero… ¡mi sombrero! —Selexin se agarró su cabeza calva—. Necesito mi sombrero.
Holly giró sobre sí y vio el sombrero. El pequeño hemisferio blanco estaba en el suelo, cerca de
ella. Sobresalía tras un escritorio volcado. La pequeña fue a gatas hacia allí, rodeó las patas boca
arriba y fue a coger el sombrero…
Se quedó quieta.
Junto al tocado había dos extremidades delanteras oscuras y huesudas: una con una garra
ensangrentada, la otra sin garra.
Levantó la mirada y recorrió las extremidades en toda su longitud hasta encontrarse cara a cara
con el segundo hoodaya.
El animal abrió las fauces de par en par, salivando ante la perspectiva de lo que iba a ocurrir, a
centímetros del rostro de Holly.
Selexin observaba impotente la escena a tres metros de distancia. Estaba demasiado lejos.
La niña seguía a gatas, casi nariz con nariz con el hoodaya.
Totalmente indefensa.
El hoodaya dio un paso adelante hasta colocarse encima del sombrero.
Estaba tan cerca en esos momentos que lo único que Holly veía eran sus dientes. Sus largos,
puntiagudos y ensangrentados dientes. Sintió la calidez de su aliento en el rostro; podía oler el hedor
a carne podrida.
Holly cerró los ojos y apretó los puños, aguardando a que el animal atacara, esperando el final.
De repente, el hoodaya siseó con fiereza y a Holly le entraron unas ganas terribles de gritar y
entonces, cuando pensaba que no podía estar más asustada, le pareció oír la voz de su padre.
—¡Inicializar!
Se produjo entonces un destello blanco que penetró los párpados cerrados de Holly.
Luego oyó al hoodaya gañir de dolor, abrió los ojos y quedó momentáneamente cegada por la
pequeña esfera de cegadora luz blanca que había cobrado vida encima del sombrero de Selexin.
Los gritos del hoodaya cesaron de repente y Holly escuchó de nuevo la voz de su padre.
—Cancelar.
La cegadora luz blanca desapareció al instante y durante un segundo Holly no vio nada salvo
puntos de color caleidoscópicos.
Entonces, de repente, notó que dos brazos la rodeaban con fuerza y, como todavía no veía, su
primer pensamiento fue el de zafarse de ellos.
Pero la tenían bien sujeta.
Un abrazo.
Holly parpadeó dos veces y su vista regresó poco a poco. Estaba en los brazos de su padre.
Sus músculos se relajaron aliviados y se desplomó sobre él.
Entonces empezó a llorar.
Mientras abrazaba con fuerza a su hija, Swain cerró los ojos y suspiró. Holly estaba a salvo y
volvían a estar juntos. No quería soltarla.
Aún con ella en brazos, se volvió para ver los restos del hoodaya.
El cuerpo había sido seccionado en dos y solo las patas traseras y la cola seguían allí. La cabeza,
extremidades delanteras y la parte superior del torso habían desaparecido, teletransportados a Dios
sabe dónde. Una sangre espesa y oscura supuraba del corte transversal del torso del animal.
Selexin se dejó caer junto a Swain e hizo una mueca de asco al ver al hoodaya partido por la
mitad.
—Inicializar, cancelar. —Selexin rió para sí—. Me alegra saber —dijo con ironía— que no se le
ha olvidado todo lo que le he dicho.
Swain sonrió con tristeza mientras seguía abrazando a Holly.
—No todo.
La chiquilla levantó la vista para mirar a su padre.
—Sabía que volverías.
Swain dijo:
—Por supuesto que iba a volver, tonta. No pensarías que te iba a dejar aquí sola, ¿verdad?
—Eh, ejem —tosió Selexin—. Discúlpeme, pero la señorita no ha estado ni mucho menos sola.
—Oh, perdón.
Holly dijo:
—Ha sido muy valiente, papá. Me ha ayudado mucho.
—¿De veras? —Swain miró a Selexin—. Eso es muy noble por su parte. Debería estarle muy
agradecido.
Selexin se inclinó con modestia.
—Gracias —le dijo el médico al hombrecillo.
Este, orgulloso de su reciente estatus de héroe, le restó importancia.
—Oh, no ha sido nada. Es parte del trabajo, ¿no?
Swain rió.
—Sí.
—Sabía que volverías. Lo sabía. —Holly se acurrucó en los brazos de su padre. A continuación
alzó la vista de repente, puso cara de fingido enfado y adoptó el tono severo de los adultos—. ¿Y
bien? ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Cómo has dado con nosotros?
Lo cierto es que había sido pura suerte.
Desde el aparcamiento, Swain había recorrido el depósito hasta llegar a la puerta roja tras la que
había caído con los hoodayas. Después de no descubrir nada allí, ni rastro alguno de Holly y Selexin,
no supo qué hacer.
Y entonces, en el silencio, había oído el ping del ascensor.
Debía de encontrarse en la última planta cuando alguien en otra superior había pulsado el botón
de llamada.
Swain había corrido hacia al ascensor y había llegado justo cuando las puertas estaban a punto de
cerrarse. Saltó al interior y subió a la planta desde la que quiera que hubieran llamado. Era mejor
que nada. Y además, ¿quién sabía? Quizá hubieran sido Holly o Selexin los que habían pulsado el
botón de llamada. También podían no haber sido ellos, pero en ese momento a Swain ya le daba
igual. Era un riesgo que tenía que correr.
El ascensor se había abierto en la planta tercera y Swain se había topado con la sala principal de
lectura en llamas.
Se había agachado y había salido a gatas del ascensor, intentando no ser visto.
Entonces había oído voces y los gruñidos de los hoodayas y después el estrépito de un escritorio
al caerse, seguido de otro.
Se puso en pie y se dirigió al punto del que procedía el ruido, rodeó un grupo de mesas y vio a su
hija a gatas, cara a cara con uno de los hoodayas.
Swain estaba demasiado lejos, y no sabía cómo actuar, pero entonces vio que el hoodaya estaba
encima de la cáscara de huevo que era el casquete de Selexin.
Y en ese momento, una sola palabra se le había venido a la mente.
Inicializar.
—¿Puede contactar con ellos? —preguntó Marshall al operador de radio que estaba en el interior
de la furgoneta de la NSA.
—Negativo, señor. No hay respuesta ni del comandante Quaid ni del agente Martinez.
—Siga intentándolo.
—Pero señor —insistió el operador—, todo lo que recibo son interferencias. Ni siquiera
podemos saber si el comandante Quaid tiene la radio encendida.
Informe de estado:
La estación 4 informa de la detección de contaminante en el interior del laberinto.
A la espera de confirmación.
—Siga intentándolo —dijo Marshall—, y llámeme tan pronto como capte algo.
Marshall se bajó de la furgoneta a la rampa del aparcamiento. Alzó la vista en dirección a la reja
electrificada y al cubo de plomo empotrado en su base, a la electricidad azulada.
¿Qué demonios le había pasado a Quaid?
En la sala de lectura, Swain se levantó con Holly aún en brazos.
—Será mejor que nos pongamos en marcha.
Selexin se encajó su casquete de nuevo. Ensuciado con sangre del hoodaya.
—Lleva razón —dijo—. Bellos no puede estar muy lejos.
—Bellos —pensó Swain en voz alta—. Tenía que ser él.
—¿De qué está hablando?
—Bellos es el otro —dijo Swain—. El otro contendiente que queda.
—¿Solo quedan dos contendientes en el Presidian? —preguntó Selexin.
—Sí. —Swain le enseñó la pulsera.
Selexin la observó minuciosamente y a continuación miró a Swain. Su gesto era triste.
—Tenemos un problema muy serio.
—¿Qué?
—Fíjese en eso. —Selexin alzó la pulsera. Rezaba:
INICIALIZADO-2
INFORME DE ESTADO: ESTACIÓN 4 INFORMA DE LA DETECCIÓN.
DE CONTAMINANTE EN EL LABERINTO.
A LA ESPERA DE CONFIRMACIÓN.
Swain se volvió y vio que el cuerpo que estaba junto a Bellos giraba sobre sí. Sintió una inmensa
tristeza cuando reconoció el uniforme de policía.
Hawkins.
Sin articular palabra, Bellos echó a andar por entre la maraña de escritorios hacia ellos.
Hacia ellos.
—¡Vamos! —gritó Holly en su oído.
Swain se desplazó en lateral a su derecha para intentar mantener cuantas más mesas fuera posible
entre Bellos y él.
Bellos imitó su movimiento y avanzó, trazando un peculiar arco de derecha a izquierda,
moviéndose con calma y rapidez por entre los escritorios. Todavía tenía al guía tendido sobre su
hombro.
Swain retrocedió entre tumbos hacia el montacargas con Holly en brazos y Selexin a su lado.
—¡No tienes adónde huir! —La voz de Bellos resonó por la sala de estudio—. ¡No tienes dónde
esconderte!
—Te han descubierto —gritó Swain mientras caminaba hacia atrás—. Saben que has traído
hoodayas a la competición. Has hecho trampa y te han pillado.
Bellos siguió avanzando en amplios arcos. Era un movimiento extraño, un movimiento que
parecía hacerles retroceder. Retroceder hacia…
—Ese descubrimiento no te será de ninguna ayuda —dijo.
Swain miró por encima de su hombro y vio el agujero negro del hueco del ascensor izquierdo.
Las puertas del de la derecha estaban cerradas.
Siguió avanzando hacia atrás hasta que su espalda rozó el panel del botón de llamada.
—El Presidian ha concluido, Bellos —dijo—. Ya no puedes ganar. Saben que has hecho trampa.
Tras su espalda, la mano de Swain encontró el botón de llamada y lo pulsó.
—Quizá lo sepan —dijo Bellos de manera extravagante—. Quizá no. Eso ya no importa.
—¡Tú mismo te has deshonrado! —le espetó Selexin.
—Y no me importa —dijo desafiante Bellos—. He hecho lo que tenía que hacer para vencer. E
incluso si descubrieran a los hoodayas, aun así les demostraré a todos que he vencido en este
Presidian.
—¿Y cómo harás eso? —dijo Selexin.
Swain hizo una mueca, ya sabía la respuesta.
—Siendo el único contendiente que quede con vida —dijo Bellos.
El doctor gimió.
Entonces oyó la voz de Holly, fuerte, pegada a su oído.
—Papá, está aquí…
—¿Qué?
—El ascensor. —Señaló al visualizador numérico situado encima de las puertas del ascensor. El
número 3 estaba iluminado.
Se oyó un suave ping.
Las puertas se abrieron. El oscuro interior del ascensor los recibió.
—Adentro —dijo Swain sin un instante que perder—. Ahora.
Swain, Holly y Selexin se apresuraron a entrar en el ascensor. Selexin fue al panel de los botones
y pulsó uno.
Bellos no reaccionó al momento. Más bien, no reaccionó.
Siguió avanzando. Hacia el aparato.
Las puertas empezaron a cerrarse.
Bellos se acercó con total tranquilidad hacia el ascensor.
Mientras Swain lo observaba, le dio la impresión de que el cazador no tenía prisa por atraparlos.
Era como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Como si supiera algo que ellos desconocían. Como si hubiera calculado…
Pero entonces las puertas se cerraron y fueron engullidos por la oscuridad y el ascensor inició su
descenso.
32
1-1
-2
La planta-2 era la última planta. ¡No había nada por debajo de esta! ¿De qué estaba hablando su
padre?
Aturdido, Bellos se puso lentamente en pie. Se había lastimado con la caída.
Swain gritó de nuevo.
—¡Algo que esté por debajo de la planta del depósito! ¡Púlsalo!
La voz de Holly resonó por el hueco de los ascensores:
—¡No hay nada! ¡No hay nada debajo de esa!
Joder, pensó Swain. Puedo ver las puertas. ¡Tiene que estar!
Gritó de nuevo:
—¡Mira bajo los botones! ¿Hay algo más en la pared? ¡Una especie de panel con una tapa! ¡Algo
así!
Transcurrieron unos segundos.
La voz de Holly.
—Sí, ¡lo veo! ¡Veo un panel pequeño!
Junto a Swain, Bellos avanzó a tientas hasta la pared lateral del ascensor destruido. Al otro lado
del hueco de los ascensores, Swain vio los cerca de cinco cables de contrapeso que recorrían
verticalmente el muro de hormigón. Estaban tensados y cubiertos de grasa y parecían recorrer el
largo del hueco, más allá del ascensor que había sobre ellos.
—¡Holly! —gritó con apremio—. ¡Abre el panel! Si hay otro botón, ¡apriétalo!
Holly abrió la pequeña tapa blanca dispuesta en la pared bajo el panel. En su interior vio varios
interruptores que eran como los de la luz.
Bajo ellos, sin embargo, había un botón verde y sucio, junto al que habían escrito con tiza blanca
las palabras: «Acceso al sótano de almacenamiento».
—¡He encontrado uno! —gritó.
—¡Púlsalo!
Holly pulsó el botón verde y al instante sintió una sensación rara en el estómago.
El ascensor estaba bajando de nuevo.
Los cables que recorrían verticalmente la pared del hueco cobraron vida; unos subieron, otros
bajaron, todos ellos a una velocidad frenética, cuando el complejo sistema de poleas de los
contrapesos se puso en funcionamiento.
Swain alzó la vista cuando el ascensor, a algo más de cuatro metros por encima de él, empezó a
moverse.
Hacia abajo.
Hacia ellos.
Eso era bueno. Tenía que hacer algo, lograr cierto…
Y entonces, de pronto, lo estamparon contra el piso de hormigón. Bellos se había abalanzado
sobre él y los dos habían ido a parar al suelo.
Swain acusó el impacto y rodó rápidamente en el mismo momento en que un enorme puño negro
chocaba con el suelo de hormigón, justo al lado de su cabeza.
Bellos rugió de dolor mientras se agarraba el puño.
Swain se puso en pie. Miró al ascensor en su lento descenso. Estaba cerca. No quedaba mucho
tiempo.
No puedes luchar contra Bellos. Tienes que encontrar una manera de salir…
Entonces, de repente, su contrincante estaba en pie de nuevo y se lanzó una vez más a por Swain,
arrojándolo contra una pared del ascensor destruido.
El ascensor en movimiento seguía descendiendo.
Tres metros sesenta del suelo.
Bellos golpeó en el estómago a Swain, que se encorvó del puñetazo.
Tres metros treinta.
Lo atacó de nuevo. Swain empezó a sentir náuseas. El guerrero era demasiado grande como para
luchar contra él.
Tres metros.
Bellos alzó la vista rápidamente hacia el ascensor en descenso y a continuación buscó con la
mirada una salida. Vio los cables de contrapeso que se movían a gran velocidad junto a la pared.
Parecía haber suficiente espacio como para…
Dos metros setenta.
La parte inferior del ascensor rozó los cuernos de Bellos y este se agachó.
Dos metros cuarenta.
Y Swain también vio los cables en funcionamiento. A su lado, Bellos estaba en cuclillas,
totalmente combado, mirando al otro lado, a los cables.
Era una oportunidad.
Swain decidió aprovecharla.
Se colocó tras él y le soltó una patada en la corva. Bellos cayó de rodillas.
Dos metros diez.
Swain se lanzó al suelo e intentó avanzar hasta los cables de contrapeso.
He de salir.
Tengo que salir.
Voy a morir.
Estaba ya casi junto a los cables cuando súbita, violentamente, una enorme mano negra aferró su
tobillo. Bellos le tenía el pie atenazado y estaba tirando de él, ¡alejándolo de los cables!
Metro ochenta.
Swain rompió a sudar. Un sudor frío.
El cazador lo estaba sujetando con fuerza y tiraba de él hacia atrás, de manera tal que era Bellos
en esos momentos quien estaba más cerca de los cables de contrapeso.
¡No había nada que pudiera hacer! Era obvio que su oponente iba a retenerlo hasta el último
momento para, a continuación, rodar y ponerse a salvo junto a los cables, dejando que Swain muriera
aplastado bajo el ascensor. No había escapatoria, no era capaz de zafarse de él. El ascensor seguía
bajando lentamente.
Fue entonces cuando Swain vio el cinturón de trofeos de Bellos pegado a sus ojos y el espray de
autodefensa de Hawkins pendiendo de él.
El espray…
Pero a Hawkins no le había servido de nada…
Metro y medio.
Y entonces Swain vio el polvo blanco en el rostro de Bellos. El polvo blanco del tubo
fluorescente que Swain le había estrellado en la cara.
Era polvo fluorescente.
Y en combinación con los componentes químicos del espray…
¡No pienses! No hay tiempo. ¡Simplemente hazlo!
Swain tiró del bote y lo soltó del cinturón, y a continuación apuntó con él al rostro de Bellos.
Pero este vio lo que iba a hacer y, en respuesta, le soltó un manotazo al aerosol y su boquilla
salió disparada.
¡No!, gritó mentalmente Swain. ¡Ahora no podía rociarlo con él!
Y entonces vio otra opción.
Apretó con determinación los dientes y se deslizó hasta situarse más cerca de la cabeza de Bellos
y seguidamente, con un movimiento fluido y sosteniendo con fuerza el aerosol, clavó la base del
envase en uno de los cuernos de Bellos, perforándolo al instante.
El contenido químico del espray comenzó a salir del agujero en la base. Swain le dio la vuelta
para que rociara directamente el rostro manchado de polvo de su contrincante.
La reacción química fue instantánea.
Los ingredientes activos del bote (ácido sulfúrico diluido y cloroacetofenona), combinados con
el polvo fluorescente, crearon al instante ácido fluorhídrico, uno de los ácidos más corrosivos que
existen.
Bellos gritó de dolor cuando el abrasador ácido empezó a burbujear en su rostro. Cerró los ojos
y soltó inmediatamente el tobillo de Swain.
Metro veinte.
¡Estaba libre!
Pero aún no había terminado.
Mientras Bellos retrocedía, Swain rodó hasta ponerse boca arriba y le propinó una patada.
La patada alcanzó su objetivo, la parte inferior de la mandíbula de Bellos, haciendo que el cuello
del enorme hombre se inclinara hacia arriba.
La cabeza de Bellos se irguió y sus cuernos afilados penetraron en el suelo del ascensor en
descenso. Fue entonces consciente de lo que había pasado.
¡Estaba atrapado!
Tenía los cuernos incrustados en el suelo del ascensor y no disponía de espacio suficiente para
maniobrar y salir de ahí.
Noventa centímetros.
En esos momentos, Swain estaba boca abajo reptando, lejos de Bellos, por el pozo del hueco de
los ascensores.
Sesenta centímetros.
Notó que la parte inferior de la cabina le rozaba la espalda. Era como arrastrarse bajo un coche.
Extendió el brazo hacia uno de los cables de contrapeso que subían por el muro de hormigón. Lo
cogió.
Tras él, Bellos yacía en el suelo, con el cuello doblado en un ángulo inverosímil, intentando sacar
los cuernos del ascensor. Soltó un alarido estridente.
Treinta centímetros.
Y Swain sintió cómo el cable tiraba de su brazo y lo levantaba. Sus pies salieron de debajo del
ascensor en el mismo y preciso instante en que este alcanzaba el pozo con un estruendoso ¡bum! Los
terribles alaridos de Bellos cesaron abruptamente. Swain voló en la oscuridad.
INICIALIZADO-1
OFICIALES EN TELETRANSPORTADOR DE SALIDA INFORMAN DE QUE QUEDA UN CONTENDIENTE EN EL LABERINTO.
A LA ESPERA DE INSTRUCCIONES .
—Mírelo bien. Tiene una duración de treinta y cuatro segundos, tres veces más que cualquier otro
pico de energía. Y fíjese en cuándo ocurre: a las 6:46 p. m. Casi veintitrés minutos después de la
última sobrecarga. Todas las demás tuvieron lugar dentro de un periodo de veinte minutos.
Swain miró a Selexin.
—La última sobrecarga fue un pico de energía aislado. Y grande. Muy grande. Algo que llevara
bastante tiempo teletransportar: treinta y cuatro segundos concretamente.
—¿Qué es lo que me quiere decir?
—Creo que Bellos hizo que alguien teletransportara un teletransportador a la biblioteca para
poder sacar a los hoodayas antes de que saliera él.
Selexin asimiló todo aquello en silencio. Volvió a mirar la lista. Finalmente alzó la vista y miró a
Swain.
—Entonces eso significa…
—Significa —le dijo el doctor— que en algún lugar de este edificio hay un teletransportador. Un
teletransportador que podemos usar para llevarlo a casa.
Selexin se quedó un rato en silencio mientras lo asimilaba todo.
—Entonces, ¿a qué estamos esperando? —dijo Holly.
—Ya a nada —dijo Swain mientras agarraba a Selexin del hombro y echaban a correr—.
Encontrémoslo mientras estemos a tiempo.
James Marshall aguardaba al inicio de la rampa que daba al aparcamiento. Estaba observando la
rejilla de electricidad azul que se extendía por la reja metálica cuando se le acercó el operador de
radio.
—¿Señor?
—¿Qué ocurre? —Marshall no se volvió.
—Señor, en estos momentos no se recibe ya ni señal. La radio del comandante Quaid está
apagada.
Marshall se mordió el labio. La noche, que había comenzado de la forma más prometedora, no
estaba cumpliendo sus espectativas. Ya habían perdido a dos hombres en la biblioteca, destruido una
unidad de almacenaje radioactivo, perdido la pista a un vagabundo al que habían visto junto al muro
posterior de la biblioteca, y a cambio tenían un edificio en llamas que estaba a punto de venirse
abajo. ¿Y para qué?, pensó Marshall.
Para nada, joder. Para nada.
No había sacado nada en claro de aquella noche de trabajo. Ni una puta cosa.
Y Marshall sería el responsable. Había mucho en juego en esa operación. A la división Sigma le
habían dado plenas facultades y necesitaban algo que enseñar.
Santo Dios, si no hacía mucho los bomberos se habían personado en el edificio por las
explosiones y la NSA los había contenido. El edificio era objeto de una investigación de la Agencia
Nacional de Seguridad, les habían dicho. Que se queme. Pero es un edificio del Registro Nacional.
Dejen que se queme. Eso no les iba a gustar a los de arriba.
Así que en esos momentos la situación era clara: si Marshall no conseguía nada de esa mole, se
convertiría en el chivo expiatorio. Su carrera dependía de lo que encontraran en el interior de esa
biblioteca.
Tenían que dar con algo.
Swain, Holly y Selexin no tuvieron que correr mucho para encontrar el teletransportador. De
hecho, ni siquiera tuvieron que buscar más allá del depósito. Pero a punto estuvo de que se les pasara
por alto. Fue Selexin y su agudo sentido de la vista quien se percató de una desviación en uno de los
largos pasillos por los que habían ido avanzando en zigzag hacia la caja de escaleras del personal de
la planta.
PRESIDIAN ABORTADO.
SECUENCIA DE DETONACIÓN INICIALIZADA.
*14:54*
Y CONTANDO.
Sexto movimiento
Swain y su hija subieron las escaleras de dos en dos con la respiración entrecortada.
Llegaron a la primera planta. El doctor condujo a Holly por una amplia sala antes de salir de
repente al vestíbulo.
El elevado vestíbulo de mármol se extendía ante ellos: amplio y oscuro y enorme, con la
exposición de librerías del depósito.
Y vacío.
Desde allí podía verse la balconada de la segunda planta que tenían encima. No había nadie. Ni
tampoco focos de fuego. Aún.
La pulsera.
14:23
14:22
14:21
Había luz en el mostrador de información. Swain se acercó con cautela por entre las librerías de
pega de la exposición. Holly lo siguió, muerta de miedo.
Estaba a pocos metros del mostrador de información cuando le dijo a su hija:
—Quédate ahí.
Swain se acercó. Miró por encima de este y se apartó al momento con una mueca de repulsión.
—¿Qué pasa? —susurró Holly.
—Nada —dijo y a continuación añadió rápidamente—. No te acerques.
Miró por encima de la mesa elevada de nuevo y contempló una vez más aquella horripilante
imagen. Era el cuerpo retorcido y ensangrentado de una policía.
La compañera de Hawkins.
Le habían arrancado extremidad tras extremidad, literalmente. Sus brazos acababan a la altura del
bíceps con una protuberancia ósea irregular. Tenía el uniforme cubierto de sangre. Swain apenas si
pudo entrever el rasgón en su camisa, allí donde Bellos le había arrancado la placa.
Pero entonces vio la Glock de la policía en el suelo, a centímetros de su brazo desesperadamente
extendido.
Swain pensó: Quizá pueda disparar a la pulsera.
No, la bala le atravesaría la muñeca. Mala idea.
Se agachó y cogió de todas maneras la pistola de la policía. Protección.
Y entonces, sin previo aviso, se oyó un golpe sordo a sus espaldas.
Holly gritó y Swain se volvió al instante y vio…
… Al karanadon, sobre una rodilla, levantándose lentamente.
¡Justo detrás de Holly!
¡Debía de encontrarse en la segunda planta y había saltado desde allí!
Sin pensárselo dos veces, Swain lo apuntó con su recién encontrada Glock y disparó dos veces.
Erró los dos disparos por casi tres metros. Qué demonios, si jamás había disparado antes un arma.
Holly gritó y echó a correr hacia su padre.
Bum.
El karanadon dio un paso al frente.
Swain levantó el arma de nuevo. Disparó. Falló. Dos metros en esa ocasión. Estaba acercándose.
Bum. Bum.
—¡Corre! —gritó Holly—. ¡Corre!
—¡Aún no! ¡Puedo darle! —le respondió a gritos Swain. Su voz resonó por encima de las
estruendosas pisadas de la bestia.
El karanadon empezó la carga.
Bum. Bum. Bum.
—¡Vale, vámonos! —gritó Swain.
Swain y Holly corrieron hacia las librerías de la exposición. El karanadon estaba ganando
velocidad. Doblaron una esquina y accedieron a un estrecho pasillo. Las librerías se sucedían cual
masa borrosa a su paso. Mientras corría con todas sus fuerzas, Swain miró hacia atrás.
Entonces sus pies chocaron con algo, tropezó y cayó de morros al suelo. Se golpeó con fuerza
contra el suelo y la pistola salió disparada por el resbaladizo suelo de mármol.
Bum. Bum. Bum.
El suelo a su alrededor tembló con violencia y Swain rodó hasta colocarse boca arriba para ver
qué era lo que lo había hecho caer.
Era un cuerpo. El cuerpo mutilado del konda, el extraterrestre similar a un saltamontes al que los
hoodayas habían matado antes, mientras Swain y los demás habían estado observándolo todo desde
el balcón de la segunda planta.
Bum.
El suelo retumbó una última vez.
Silencio. Salvo por los bips de la pulsera de Swain.
Alzó la vista y vio a Holly al otro lado del cadáver.
Y tras ella, justo detrás, cerniéndose sobre su hija, la enorme forma oscura del karanadon
silueteada en la oscuridad.
Swain, mientras, observaba horrorizado cómo el karanadon rozaba el lado izquierdo de la cara
de su hija.
Se estaba tomando su tiempo. Se movía lenta, metódicamente, intensificando su miedo.
Los tenía.
Swain podía oír los pitidos constantes de su pulsera. ¿Cuánto tiempo le quedaba? No se atrevía a
mirar, no se atrevía a apartar la vista del karanadon. Mierda.
Cambió de postura y, de repente, sintió un bulto en el bolsillo. Era el auricular del teléfono. No le
sería de mucha ayuda en esos momentos. Un momento…
Tenía algo más en el bolsillo…
El mechero.
Muy despacio, Swain se metió la mano en el bolsillo y sacó el mechero de Jim Wilson.
El karanadon estaba olisqueando los tobillos de Holly.
Ella seguía muy quieta, con los ojos y los puños bien cerrados.
Swain sostuvo el mechero en su mano. Si pudiera encender algo con él, las llamas distraerían
momentáneamente al karanadon.
Pero entonces recordó que el mechero no le había funcionado antes en la caja de la escalera.
Ahora tenía que funcionar.
Acercó el mechero a la librería más cercana, a un libro de tapa dura lleno de polvo.
Por favor, funciona. Solo una vez. Por favor, funciona.
El Zippo se abrió con un clic metálico.
El karanadon levantó entonces la cabeza y miró con gesto acusador a Swain como si estuviera
diciéndole «¿Y tú qué te crees que estás haciendo?».
Swain acercó más el mechero al libro polvoriento, pero el karanadon empezó a avanzar hacia él
y en un segundo Swain se vio contra el suelo, boca abajo, con el peso de un enorme pie negro
presionándole la espalda.
Holly gritó.
Swain estaba contra el suelo, las manos extendidas ante él y la cabeza ladeada, con una de las
mejillas pegadas contra el frío suelo de mármol. Forcejeó en vano contra el peso del karanadon.
La bestia rugió con fuerza y Swain alzó la vista; todavía tenía el mechero en la mano izquierda.
En su muñeca izquierda vio la pulsera, que sonaba sin cesar. Se preguntó cuánto tiempo quedaría
antes de que explotara.
El karanadon vio el mechero.
Y Swain observó horrorizado cómo una enorme garra negra le aprisionaba todo el antebrazo
izquierdo. Le agarró el brazo con fuerza, cortándole el flujo sanguíneo. Swain vio que empezaban a
marcársele las venas. Su brazo estaba a punto de partirse en dos…
Entonces la criatura le golpeó la muñeca con rabia contra el suelo.
Swain gritó de dolor cuando su brazo se estampó contra el mármol. Se oyó un fuerte impacto,
seguido de un agudo dolor que le recorrió todo el antebrazo.
Con el topetazo, la mano que sostenía el mechero se abrió por acto reflejo y el Zippo cayó al
suelo.
Swain no se percató.
Se olvidó al instante del abrasador dolor de su extremidad.
En esos momentos estaba mirándose con total incredulidad la muñeca izquierda: la pulsera
también se había golpeado contra el suelo.
Y la fuerza del impacto había sido tal que se había abierto. En esos momentos pendía de la
muñeca de Swain, aún sonando.
Pero suelta.
Swain vio la cuenta atrás.
12:20
12:19
12:18
Y de repente sintió que una garra lo atrapaba por la nuca y lo inmovilizaba con fuerza contra el
suelo. El peso sobre su espalda se incrementó.
Hora de matar.
Swain vio el Zippo. Estaba en el suelo. A poca distancia.
El karanadon bajó la cabeza.
El doctor cogió a toda prisa el mechero y lo acercó al estante inferior de la librería y después
cerró los ojos y rogó a Dios que, solo por una vez, el estúpido mechero de Jim Wilson funcionara.
Apretó la rueda.
El mechero se encendió durante medio segundo, pero eso era todo lo que necesitaba Swain.
Un libro lleno de polvo que estaba junto al Zippo prendió al momento, justo delante del
karanadon.
La enorme bestia rugió cuando el fuego refulgió en su cara y el pelaje de su frente se prendió.
Retrocedió al instante, soltando a Swain y agarrando desesperado su frente en llamas.
Swain rodó al momento y, en un ágil movimiento, se quitó la pulsera de la muñeca y la colocó
alrededor de una de las enormes garras del karanadon.
La pulsera hizo clic al cerrarse.
Y Swain se puso en pie y echó a correr. Alzó en brazos a Holly, cogió la Glock del suelo y
emprendió una carrera hacia la entrada principal de la biblioteca. Tras él se oían los quejidos y
rugidos del karanadon.
Llegó a las puertas, les quitó el cierre y las abrió.
Y vio cerca de una docena de coches con luces giratorias aparcados en la Quinta Avenida. Y
hombres con fusiles. Corriendo hacia él bajo la lluvia.
La Agencia de Seguridad Nacional.
—Es la policía, papá. ¡Están aquí para salvarnos!
Swain la cogió de la mano y la apartó de las puertas, en dirección a la caja de la escalera.
—No creo que esos policías estén aquí para ayudarnos, cielo —dijo Swain mientras corría—.
¿Recuerdas lo que pasó en la casa de Elliott en E. T.? ¿Recuerdas que los malos le pusieron una
bolsa de plástico?
Corrían con todas sus fuerzas. Ya casi habían alcanzado la caja de la escalera.
—Sí.
Swain dijo:
—Bueno, la gente que hizo eso son los mismos que están fuera de la biblioteca en estos
momentos.
—Oh.
Llegaron a la caja de la escalera y empezaron a bajar los peldaños.
Swain se detuvo.
Voces… y gritos… y pisadas provenientes de abajo.
La NSA ya estaba dentro.
Debían de haber entrado por el aparcamiento.
—Rápido. Hay que subir. Ahora. —Swain tiró de Holly y comenzaron a subir de nuevo por las
escaleras.
Y, mientras las subían, oyeron el estrépito de cristales rotos, seguidos de voces y gritos. La NSA
estaba en el vestíbulo.
Swain cerró la puerta tras de sí.
Se encontraban en la sala más al fondo de la segunda planta.
Fue directamente a la única ventana de la habitación.
Esta se abrió sin problemas y Swain se asomó por ella.
Abajo, pudo ver el parque Bryant. Era una caída de cuatro metros y medio desde la ventana al
suelo.
Se volvió para buscar algo que le sirviera de cuerda.
—Papá —dijo Holly—, ¿qué estamos haciendo?
—Vamos a salir —dijo Swain mientras arrancaba los cables de unas lámparas de la habitación.
—¿Cómo?
—Por la ventana.
—¿Por esa ventana?
—Sí. —Swain tiró de más cables de la pared. Empezó a atarlos, extremo con extremo.
Cuando hubo terminado, fue junto a la ventana abierta y, con la culata del arma, rompió el cristal.
A continuación ató el extremo de su «cuerda» de cables alrededor de la ahora expuesta barandilla
que había bajo la ventana y le hizo un nudo.
Se volvió hacia Holly.
—Vamos —le dijo mientras se guardaba en la cinturilla del pantalón el arma.
Holly dio un paso adelante a tientas.
—Súbete a mi espalda y agárrate con fuerza. Bajaremos por la cuerda.
Justo entonces oyeron gritos procedentes del pasillo exterior a su habitación. Parecían
instrucciones, órdenes. Alguien le estaba gritando a otra persona qué hacer. La NSA seguía buscando.
Se preguntó qué le habría ocurrido al karanadon. No debían de haberlo encontrado aún.
—Muy bien, vamos allá —dijo mientras se ponía a Holly a la espalda. Ella se agarró con fuerza.
A continuación echó la cuerda por la ventana y comenzó a descender por fuera.
Bum.
Marshall sintió que el suelo bajo sus pies se estremecía.
Seguía en la entrada a la biblioteca de la calle Cuarenta y Dos. Miró al interior, por entre la
entrada forzada, para ver qué había causado la vibración.
Nada. Oscuridad.
Bum.
Marshall frunció el ceño.
Bum. Bum. Bum.
Algo se acercaba. Algo grande.
Y entonces lo vio.
Por Dios…
Marshall no esperó a mirar de nuevo. Se dio la vuelta y echó a correr, lejos de la entrada, apenas
dos segundos antes de que las sólidas puertas laterales de la biblioteca salieran despedidas de sus
bisagras como si de dos palillos se tratara.
Swain y Holly estaban a medio camino del quiosco cuando ocurrió.
Un rugido estruendoso resonó por todo el parque a sus espaldas.
Él se detuvo y se giró. La lluvia lo golpeaba en la cara.
—Oh, no —dijo—. Otra vez no.
El karanadon estaba en la calle Cuarenta y Dos, a menos de diez metros de la entrada lateral de la
biblioteca. Las gruesas puertas de hierro de esa entrada, en esos momentos totalmente destrozadas,
yacían en pedazos junto a la enorme bestia. Los agentes de la NSA corrían en todas direcciones para
alejarse de ella.
El karanadon no prestó atención a la gente que huía de él. Es más, ni siquiera se percató de su
presencia. Se quedó quieto en mitad de la calle mientras su cabeza giraba en un lento y amplio arco.
Escudriñando la zona.
Buscando.
Buscándolos.
Y entonces los vio. En el parque, en el espacio abierto entre la línea de árboles y el gran quiosco
blanco, bajo la lluvia incesante.
La enorme bestia rugió con fuerza.
A continuación echó a correr y, con una velocidad aterradora, cubrió la distancia entre la
biblioteca y la línea de árboles en segundos. Cargó bajo la lluvia, sacudiendo a cada paso la tierra
embarrada bajo sus pies.
Bum. Bum. Bum.
Swain y Holly salieron disparados hacia el quiosco. Llegaron a él y subieron los escalones hasta
el escenario de hormigón circular.
El karanadon llegó a la línea de árboles y pasó por entre las ramas de uno de ellos, en dirección
a sus presas.
Entonces se detuvo. A menos de diez metros. Y los observó durante varios segundos.
Estaban atrapados en el escenario.
Marshall estaba hablando por la radio.
—¡Le daré una puta confirmación! ¡Esa maldita cosa acaba de echar abajo las puertas laterales!
¡Qué venga alguien aquí ya mismo!
La radio volvió a la vida entre interferencias.
—¡Me importa una puta mierda lo que estén buscando! ¡Qué venga alguien ya mismo y que
traigan el arma más grande que tengan!
Swain llevó a Holly a la parte más alejada del escenario. La cogió en brazos cuando el
karanadon empezó a acercarse. La lluvia repiqueteaba con fuerza sobre el techo del quiosco.
—Agáchate —le dijo Swain mientras pasaba a Holly al otro lado de la barandilla del escenario.
Holly aterrizó en el suelo sin problemas.
El karanadon llegó a la base de la edificación circular. La lluvia incesante le había empapado el
pelaje y lo tenía pegado, cual perro. Un hilo de agua le recorría el morro hasta caer por uno de sus
enormes dientes caninos.
La bestia subió uno de los peldaños.
Swain se desplazó en un arco alrededor de la circunferencia del escenario, lejos de Holly.
El karanadon subió al escenario.
Miró a Swain.
Hubo un tenso e interminable silencio.
Swain sacó la Glock.
El karanadon gruñó en respuesta. Un gruñido grave, furioso.
Ninguno de los dos se movió.
Entonces, de repente, Swain fue hacia la barandilla y el karanadon lo siguió. Se disponía a
saltarla cuando una garra gigante y negra lo agarró por el cuello de la camisa y tiró de él hacia atrás.
Aterrizó en el centro del escenario de hormigón con un fuerte golpe.
El karanadon se colocó a horcajadas sobre Swain y bajó el morro hasta quedar cara a cara con
él. Le tenía inmovilizada la mano con la que sujetaba la pistola con una de sus enormes y peludas
garras.
Swain intentó en vano apartarse de sus terribles fauces, de su hediondo aliento, de su morro
negro y arrugado con gesto de perpetuo desdén.
El karanadon ladeó la cabeza ligeramente, como si estuviera retándolo a escapar.
Fue entonces cuando Swain giró la cabeza y vio que la pata trasera de la bestia se adelantaba un
paso.
Una ola de terror le recorrió el cuerpo cuando vio la pulsera que él mismo había llevado durante
el Presidian justo delante de sus ojos.
—Oh, Dios… —dijo en voz alta.
La cuenta atrás seguía su curso.
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Todavía no había soltado la mano de Swain que blandía el arma, aún la mantenía inmovilizada
contra el escenario.
Swain forcejeó para librarse del agarre de la gigantesca criatura, pero era inútil. El karanadon
era demasiado fuerte.
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0:21
Y entonces, justo entonces, mientras se retorcía, notó que algo le rozaba la espalda.
Swain frunció el ceño y vio que allí había una parte del escenario que no encajaba del todo en el
suelo.
Un pequeño cuadrado de madera, mínimamente hundido en el suelo del escenario.
Era un escotillón.
El mismo que había visto usar en las pantomimas que se habían representado allí el pasado
otoño.
Swain estaba justo encima de él.
Y entonces, giró la cabeza y sus ojos se posaron en la caja de madera cerrada con candado que
había visto pegada a la barandilla instantes antes.
Ahora ya sabía para qué era.
Contiene los controles de la trampilla.
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A pesar de que la mano que sostenía el arma seguía atrapada por la bestia, Swain apuntó con la
pistola a la caja de controles de la trampilla.
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Ajustó el agarre. Disparó de nuevo. En esa ocasión la bala impactó más cerca del candado.
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La tapa de la caja de los controles se abrió, revelando una palanca roja en su interior. El
funcionamiento era sencillo: se tiraba de la palanca y la trampilla del escenario se abría.
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Swain vio levantarse la enorme garra. Erró varios disparos dirigidos a la palanca en una rápida
sucesión.
¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam!
Fallo. Fallo. Fallo. Fallo.
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El puño del karanadon no golpeó nada salvo aire, sin alcanzar la nariz de Swain por escasos
centímetros, pues este cayó de manera totalmente inesperada bajo la enorme bestia, como una piedra,
al vientre del escenario.
Aterrizó con un polvoriento golpe sordo en la oscuridad.
0:03
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Swain gateó hacia la pequeña puerta de madera y disparó, agujereándola, confiando en dar al
cerrojo que había al otro lado.
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Cataclismo.
La explosión de la pulsera, cegadora, fulgente, detonó en horizontal, cual onda a mil por hora en
un estanque.
Swain gateó hasta pegarse a los pies del escenario cuando la espectacular bola candente de fuego
se expandió lateralmente sobre su cabeza. Vio a Holly, en el suelo, junto a los árboles, cubriéndose
las orejas con las manos.
El karanadon simplemente desapareció cuando la brillante explosión blanca emergió de su
cuerpo, haciendo pedazos las seis columnas que sujetaban el techo abovedado del quiosco,
reduciéndolas a polvo al instante. La enorme cúpula, ya sin sus sujeciones, se derrumbó encima del
escenario.
Tras la espalda de Swain, la gruesa base del escenario se resquebrajó a causa de la energía
liberada por la explosión, pero resistió.
Polvo blanco y miles de millones de laminillas de pintura volaron por el aire antes de que la
lluvia los disolviera y dispersara.
Swain se levantó despacio y contempló lo que quedaba del quiosco. Su enorme techo abovedado
yacía achaparrado sobre el escenario mientras la lluvia lo golpeaba con fuerza.
No podía haber quedado nada del karanadon, la explosión había sido demasiado grande. Había
desaparecido.
Swain corrió junto a Holly y la cogió en brazos.
Vio que varios agentes de la NSA se dirigían hacia ellos por entre la lluvia, y estaba a punto de
emprender otra carrera cuando algo ocurrió.
De repente.
De manera totalmente inesperada.
Seis explosiones simultáneas, seis bolas candentes de luz, estallaron en distintas secciones de la
biblioteca.
La mayor explosión provino de la tercera planta, en las cercanías de la sala de lectura. Parecía
una combinación de dos explosiones separadas, del doble del tamaño de otras bolas de fuego blancas
que explosionaron en la primera y tercera planta de la biblioteca.
Los cristales de todas las ventanas de la Biblioteca Pública de Nueva York estallaron hacia
fuera. La gente alrededor del edificio se precipitó a ponerse a cubierto cuando, de pronto, una
explosión subterránea (curiosamente, justo donde se encontraba el aparcamiento) sacudió los
cimientos del edificio.
Cubierto por un velo de lluvia, todo el edificio de la biblioteca estaba ardiendo en esos
momentos. Las llamas asomaban por todas las ventanas y mientras Stephen Swain alejaba
discretamente a su hija de aquel caos, vio que la tercera planta cedía y se derrumbaba, aplastando las
plantas inferiores.
El techo del edificio seguía intacto cuando la sexta y última explosión estremeció la biblioteca y
algo de lo más extraño sucedió.
Un ascensor vacío salió disparado hacia arriba cual bola de un cañón. Atravesó el techo del
edificio y voló por los aires. Cuando hubo alcanzado el punto máximo de su arco parabólico, cayó
hasta precipitarse contra el techo.
Fue entonces cuando también el techo cedió y la Biblioteca Pública de Nueva York (entre el
ruido del crujido de las vigas, las explosiones y los incendios) se vino abajo y, a pesar de la lluvia
incesante, empezó a arder y a consumirse en el olvido.
James Marshall contemplaba estupefacto el fiero deceso del edificio que tanto había prometido
en un primer momento. Unos treinta agentes se encontraban en su interior cuando las explosiones
comenzaron. Ninguno podía haber sobrevivido.
Marshall siguió allí, observándolo arder. No sacarían nada de la biblioteca. Al igual que
tampoco sacarían nada del quiosco del parque. Había visto con sus propios ojos cómo la enorme
criatura negra salía de la biblioteca. Y también la había visto estallar.
Una explosión candente (¿micronuclear?), como esa no podía haber dejado mucho tras de sí. Qué
demonios, no habría dejado nada tras de sí.
Marshall se metió las manos en los bolsillos y echó a andar hacia su coche. Había llamadas que
hacer. Explicaciones que dar.
Esa noche había sido la que más cerca habían estado de establecer contacto con ellos. Quizá lo
más cerca que estarían nunca.
¿Y ahora? ¿Ahora qué tenían?
Nada.
Stephen Swain estaba sentado en el vagón del metro con su hija dormida en el regazo.
A cada sacudida del tren los dos se ladeaban y balanceaban junto con los otros cuatro pasajeros
del vagón. Era tarde y ese tren prácticamente vacío los llevaría de regreso a Long Island.
A casa.
Holly dormía plácidamente en su regazo, moviéndose de vez en cuando hasta dar con una postura
más cómoda.
Swain sonrió con tristeza.
Se había olvidado de las pulseras que todos los contendientes del Presidian tenían que llevar.
Cuando los muros electrificados habían desaparecido, sus pulseras (como la que había llevado él)
habrían activado la detonación. Así que cuando el karanadon había estallado con la pulsera de
Swain, las demás también habían explotado, dondequiera que estuvieran: la de Reese en el
aparcamiento subterráneo, la de Balthazar en la tercera planta e incluso la de Bellos, en el pozo del
hueco del ascensor.
Swain se miró la ropa: llena de grasa, mugre y, en algunas partes, sangre. A nadie en el vagón
parecía importarle.
Rió en voz baja para sí. A continuación cerró los ojos y se recostó mientras el tren recorría el
túnel que los conduciría de vuelta a casa.
Epílogo
Los trabajadores del metro de Nueva York lo llamaban el Topo: el motor eléctrico de un tren
suburbano que habían convertido en una barredera sobre rieles.
De madrugada, cuando los servicios del metro se hallaban en sus mínimos, el Topo deambulaba
por los túneles y sus cepillos delanteros rotatorios limpiaban cualquier tipo de restos que hubieran
podido caer a las vías el día anterior. Al final de su turno, todos los desperdicios recogidos por el
Topo eran llevados a un horno y destruidos.
A última hora de esa noche, el Topo hizo su habitual trayecto por el túnel de metro adyacente a la
Biblioteca Pública. Y, cuando pasó junto a la válvula amplificadora de Ed Con, el conductor empezó
a quedarse transpuesto.
No se percató de la entrada abierta, ni del interior destrozado, ni de los ladrillos y los fragmentos
de hormigón en el suelo.
No llegó a percatarse del leve ruido de metal contra metal que repiqueteó bajo el Topo cuando
pasó junto a la válvula amplificadora.
El Topo siguió recorriendo el túnel, y lo único que dejó tras de sí fue un par de esposas en la vía.
MATTHEW REILLY (Sídney, Australia, 1974). Tras graduarse, escribió su ópera prima, Contest, y
la segunda, Antártida: Estación polar, fue la primera de su larga serie de superventas internacionales.
En los años siguientes, Reilly escribió El templo, Área 7, y La lista de los doce, que ya se han
publicado en más de veinte países. Sus novelas se caracterizan por ser altamente visuales, con
escenas trepidantes, vueltas de tuerca e intensa acción, en un estilo similar al cine de Hollywood más
impactante. Su facilidad para conectar con los lectores lo ha llevado a vender millones de
ejemplares en todo el mundo.