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Nueva Dimension Extra 12 - AA. VV

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Robert A. Heinlein en su obra mas polémica.

El decano de ciencia ficción, el escritor que ha reunido mayor numero


de Premios Hugo y el autor leído incluso por quienes no son
aficionados al genero no ofrece aquí la novela de un soldado… de
dentro de dos siglos, con su adiestramiento y su forma de pelear.
Heinlein con mano maestra, nos describe cómo su personaje aprende
a respetar el principio de autoridad y cómo paga carísimo su gusto
por la libertad
AA. VV.

Nueva Dimensión Extra 12


Nueva Dimensión: Nueva Dimensión Extra - 12

ePub r1.0
Watcher 06-04-2018
Título original: Nueva Dimensión Extra 12
AA. VV., 1976
Traducción: M. Blanco

Editor digital: Watcher


ePub base r1.2
REVISTA DE CIENCIA FICCIÓN Y
FANTASÍA
A cargo de:
Nestor R. Gutierrez
Director Periodista:
Osvaldo Aguilar
Colaboradores:
Sebastian Martinez
Domingo Santos
Luis Vigil
Corresponsales:
Austria: Kurt Luif
Estados Unidos: Forrest J. Ackerman
Gran Bretaña: Jean G. Muggoch
México: Luis Vázquez
Rumanía: Ion Hobana
Uruguay: Marcial Souto

EXTRA Número 12 / Septiembre 1976


TROPAS DEL ESPACIO
He aquí la historia de un joven de 18 años, durante el Siglo XXII, que
ansioso por servir, se enrola en las tropas de combate en medio de un
alarmante futuro para la Tierra. Adiestrado para la lucha por un sargento duro
y eficiente, de un muchacho vulgar logra convertirse en un infante móvil, y
en este cambio llega a comprender la relación que existe entre el deber y la
libertad. Y se une al combate cósmico por el mundo que ha aprendido a amar;
y lucha en increíbles batallas contra el don más precioso de todos: la
supervivencia.
A «Sarge» Arthur George Smith, soldado, ciudadano, científico…
a todos los sargentos que se esforzaron para hacer verdaderos
hombres de muchachos imberbes.
NOTA HISTÓRICA

W. Rodger Young fue un soldado 148, de la 37 División de Infantería, los


«Castaños de Ohio», nacido en Tiffin (Ohio), el día 23 de abril de 1918;
murió el 31 de julio de 1943, en la isla de Nueva Georgia, de las islas
Salomón, en el Sur del Pacífico, al atacar y destruir él sólo un nido de
ametralladoras enemigo. Su pelotón ya había sido abatido por el fuego de
aquel mismo fortín y el propio Young se encontraba herido por la primera
ráfaga. Mientras se arrastraba hacia el nido de ametralladora fue herido por
segunda vez pero continuó avanzando, al tiempo que disparaba su rifle. Ya
cerca del fortín lo atacó y destruyó con granadas de manos, pero en esta
acción resultó herido por tercera vez y encontró la muerte.
Su valeroso e intrépido comportamiento frente a tan abrumadora
superioridad enemiga dio lugar a que sus compañeros se pusieran a salvo, por
lo cual fue condecorado, a título postumo, con la Medalla del Honor.

Desde la batalla de Maratón


hasta Porkchop Hill
ha surgido una casta de hombres
sobre cuya espalda pesan
los deberes y creencias
de su mundo particular.
I

¡Avanzad, pedazos de mono! ¿Queréis


vivir eternamente?

Un sargento desconocido, 1918.

Siempre noto escalofríos antes de cada salto. Naturalmente, había


recibido las inyecciones y la correspondiente preparación hipnótica, por lo
que resulta lógico que realmente no tenga miedo. El psiquiatra de la nave ha
comprobado mis ondas cerebrales después de hacerme necias preguntas
durante mi sueño y me dice que no es miedo, que no es nada importante;
simplemente es el temblor de impaciencia que experimenta un caballo de
carreras cuando aguarda la salida. Pero lo cierto es que me encuentro
disparatadamente asustado cada vez que salto.
A las D-menos treinta, después de habernos reunido en la sala de
lanzamientos del «Rodger Young», nuestro jefe de pelotón nos pasó revista.
No era nuestro habitual jefe de pelotón, porque el teniente Rasczak causó
baja en nuestro anterior lanzamiento; él era realmente, el sargento de a bordo
Jelal, el auténtico sargento profesional. Jelly, un tipo turco-finés, oriundo de
Iskaner, cerca de Próxima, era un hombrecillo trigueño con visos de
escribiente, pero a quien yo he visto coger a dos aguerridos soldados, tan
corpulentos que precisaba ponerse de puntillas para alcanzarlos, cascar sus
cabezas como si fueran nueces y tener que retirarse hacia atrás cuando se
desplomaban.
A pesar de ser sargento, fuera del servicio, no era malo. Incluso podía
llamársele «Jelly»[1] en sus propias narices. No los reclutas, por supuesto,
pero sí aquellos que hubieran hecho al menos un salto de combate con él.
Pero en estos momentos estaba de servicio. Cada cual nos habíamos
inspeccionado nuestro equipo de combate («porque en ello va nuestra piel,
¿sabéis?»); el jefe accidental del pelotón ya nos había revistado
cuidadosamente después de reunimos y ahora lo estaba haciendo Jelly, su
cara pensativa, sus ojos atentos al menor detalle. Se detuvo junto al hombre
que había frente a mí y oprimió el botón de su cinto que daba una lectura de
su estado físico.
—¡Fuera de la fila!
—Sarge, pero si sólo es un resfriado. Dice el médico…
Jelly le interrumpió.
—¡No hay sarges que valgan! —estalló—. El médico no va a hacer
ningún salto, ni tú tampoco con treinta y ocho y medio de fiebre. ¿Crees que
tengo tiempo de ponerme a discutir contigo antes del lanzamiento? ¡Fuera de
la fila!
Jenkins se marchó de nuestra vista, con aire triste y furibundo, y yo
también me sentí malo. A causa de la baja del teniente, durante el anterior
salto, y como el personal ascendía, yo era ayudante del jefe de la segunda
sección en este salto y ahora iba a tener un hueco en mi sección, sin forma de
cubrirlo. Eso no es nada agradable; significa meterse en algo penoso, pedir
ayuda y que nadie te la preste.
Jelly no descartó a nadie más. En seguida se puso delante de todos, nos
miró de arriba abajo y sacudió tristemente la cabeza.
—¡Qué pandilla de monos! —refunfuñaba—. Puede que si todos
desapareciérais en este salto, podrían empezar de nuevo y formar el grupo
que el teniente esperaba sacar de vosotros. Pero no es probable, con la clase
de reclutas que hay hoy día —de pronto se irguió exclamando—: ¡Pedazos de
mono!, quiero recordaros que cada uno de vosotros, incluyendo armas,
municiones, instrumentación, entrenamiento y todo lo demás, incluyendo la
comida con que os atiborráis, ha costado al Gobierno más de medio millón
por cabeza. Si a esto le añadimos los treinta centavos que de hecho valéis, la
suma no puede ser mayor —nos echó una mirada fulminante—. ¡Así que a
ver cómo lo ganáis! Podemos permitirnos el lujo de derrochar los fantásticos
trajes que lleváis puestos, pero no podemos despilfarrar vuestras vidas. En
este grupo no quiero héroes; al teniente no le habría gustado. Tenéis una
misión que cumplir; saltad, cumplidla y estad con los oídos bien abiertos al
toque de llamada. Permaneced atentos para saltar, por números, en el
momento del rescate. ¿Entendido?
Nos echó otra mirada feroz.
—Se supone que todos conocéis el plan. Pero algunos no han sido aptos
para la hipnosis, de forma que lo explicaré. Saltaréis en dos oleadas, en orden
abierto, a intervalos calculados de dos mil metros. Nada más llegar, hacedme
saber vuestra situación, conservando los puestos y distancias con el
compañero de escuadra por ambos lados, mientras os ponéis a cubierto.
Cuando hayan pasado diez segundos, atacad y destruid todo lo que haya a
mano, mientras se lanzan los flancos. (Me estaba hablando a mí; como
ayudante de jefe de sección, yo quedaría en el flanco, sin nadie a mi lado.
Empecé a temblar).
«Cuando ellos ataquen, ¡enderezad las líneas! ¡cerrad los intervalos!
¡abrid el fuego! Doce segundos. Entonces avanzaréis por saltos, números
pares e impares, mientras que los ayudantes de jefe de sección llevan la
cuenta y dirigen el movimiento envolvente —(me miró a mí)—. Si esto se
hace debidamente, que lo dudo, los flancos establecerán contacto cuando se
oiga la llamada de rescate… Entonces, todos para casa. ¿Alguna aclaración?
No hubo preguntas; nunca las había.
—Una palabra más —continuó—. Esto es una incursión, no una batalla.
Es una demostración de nuestra potencia de fuego para amedrentar al
enemigo. Nuestra misión consiste en hacerle ver que somos capaces de
destruir sus ciudades —si queremos— y de que no se encuentra seguro, a
pesar de que no hagamos un bombardeo total. No hagáis prisioneros. Sólo
mataréis en caso imprescindible. Pero toda la zona que ataquemos debe
quedar arrasada. No quiero que ningún gandul de vosotros vuelva a bordo
con bombas de sobra. ¿Entendido? —lanzó una mirada feroz—. Los
«Camorristas de Rasczak» tienen que mantener su reputación. El teniente me
encargó antes de morir su deseo de que no os perdiera de vista un solo
minuto… ¡y espera que resplandezca vuestro nombre!
Jelly lanzó una mirada al sargento
Migliaccio, Jefe de la primera sección.
—Cinco minutos para el padre —dijo.
Algunos de los ^muchachos se salieron de la fila y fueron a arrodillarse
ante Migliaccio. No era necesario que fueran de su misma religión; había
musulmanes, cristianos, gnósticos, judíos y todos aquellos que deseaban
escuchar su palabra antes de un lanzamiento. He oído decir que existían
unidades militares cuyos capellanes no luchaban al lado de los demás, pero
jamás lo he comprendido. ¿Cómo puede un capellán glorificar una cosa que
él no quiere hacer? De todos modos, en la Infantería Móvil, todo el mundo se
lanza y todo el mundo lucha: capellán, cocinero y hasta el viejo escribiente.
Una vez que nos lanzásemos por el tubo, no quedaría un solo «Camorrista» a
bordo, excepto Jenkins y, naturalmente, no era culpa suya.
Yo no me acerqué al padre. Tenía miedo de que alguien pudiera notar el
temblor que me embargaba, si lo hacía, y, de todos modos, el padre echaría
su bendición sobre mí en cualquier parte que me encontrara. Pero él mismo
se acercó a mí cuando estuvo libre del último rezagado y pegó su casco al
mío para hablar en privado.
—Johnnie —dijo bajito— éste es tu primer salto como ayudante
provisional de jefe de sección.
—Sí.
Realmente yo no era más ni menos provisional en mi puesto que Jelly en
el suyo.
—Escucha esto, Johnnie. Ya conoces tu misión; cúmplela sin excederte.
No trates de ganar ninguna medalla.
—Oh, gracias, padre. Así lo haré.
Añadió algo apacible en una lengua ignorada para mí, me dio un
golpecito en el hombro y corrió a ocupar el puesto de su sección.
—¡Atención, todos a sus puestos! —gritó Jelly.
Todos quedamos preparados.
—¡Pelotón!
—¡Sección! —se oía el eco de Migliaccio y Johnson.
—¡Por secciones, a la puerta de estribor, dispuestos para saltar!
—¡Sección! ¡Ocupen las cápsulas! ¡Adelante!
—¡Escuadra! —tuve que esperar a que las escuadras cuarta y quinta
maniobraran con sus cápsulas y descendieran por el tubo de lanzamiento,
hasta que apareciera la mía en el transportador para introducirme en ella. Me
pregunté si aquellos veteranos temblarían también al entrar en su Caballo de
Troya. ¿O sólo me ocurría a mí? Jelly inspeccionaba cada hombre cuando era
encerrado en su cápsula y él mismo cerró la mía. Mientras hacía esto, se
inclinó hacia mí y me dijo:
—Tranquilízate, Johnnie. Sólo se trata de un ejercicio.
Se cerró la trampilla superior y me quedé solo. ¡Conque sólo un ejercicio,
eh! Empecé a temblar inevitablemente.
Luego, en mis auriculares oí la voz de Jelly desde el tubo de la línea
central.
—¡Atención al salto, «Camorristas de Rasczak»! ¡Contacto!
—¡Diecinueve segundos, teniente! —oí responder al capitán de la nave en
su alegre voz de contralto. No me gustó que le llamara «teniente» a Jelly. A
decir verdad, nuestro teniente estaba muerto, y puede que Jelly obtuviera su
ascenso… pero nosotros seguíamos siendo los «Camorristas de Rasczak».
—Suerte, muchachos —añadió la voz del capitán, que era una mujer.
—Gracias, capitán.
—¡Atense todos! ¡Cinco segundos!
Yo me até bien con las correas de sujeción, pero mi temblor era más
intenso que nunca.
Cuando te descargan te sientes mejor. Pero hasta entonces, permaneces
allí sentado, en completa oscuridad, emparedado como una momia frente a
los efectos de la aceleración, sin apenas poder respirar. Sabes que sólo hay
nitrógeno a tu alrededor dentro de la cápsula, por si te diera la idea de quitarte
la escafandra, pero no puedes hacerlo, y que dicha cápsula está rodeada por el
tubo de lanzamiento y que si la nave se estrella antes de que te lancen no
tendrás tiempo ni de rezar y te llegará la muerte allí donde te encuentras,
impotente e inmóvil. Es esta interminable espera en las tinieblas lo que te
hace temblar, pensando que se han olvidado de ti… que la nave ha sido
alcanzada y permanece en órbita, muerta, y que pronto lo estarás tú también,
incapaz de moverte, asfixiándote. O que se va a estrellar, y tú con ella, si es
que no te achicharras en el descenso.
Luego tuvimos que experimentar la conmoción del frenado de la nave, y
yo dejé de temblar. Yo diría que fueron ocho o tal vez diez «gees». No es
nada confortable ir a bordo cuando el piloto de una aeronave es una mujer;
por muchas cuerdas de sujeción que lleves, sacarás magulladuras por todas
partes donde te amarres. Sin embargo, reconozco que las mujeres son mejores
pilotos que los hombres; sus reacciones son más rápidas y pueden tolerar más
«gees». Son capaces de entrar y salir de la aceleración en menos tiempo y,
por consiguiente, mejoran la suerte de todos, incluyendo la suya. Pero, sin
embargo, no es muy divertido que digamos el que te golpeen la columna
vertebral cuando pesas diez veces más de lo normal.
Pero debo reconocer que el capitán Deladrier conoce su oficio. Tan
pronto como el «Rodger Young» dejó de frenar, se acabaron las
trepidaciones. En seguida la oí decir:
—¡Tubo de la línea central, fuego! —y se produjeron dos topetazos de
retroceso al ser despedidos Jelly y su accidental jefe de pelotón, e
inmediatamente añadió—: Tubos de babor y estribor, ¡fuego automático!
El resto de nosotros, empezamos a ser disparados. ¡Bump!, vuelve a
sacudir, exactamente igual que los cartuchos alimentando la recámara de un
arma automática, con la diferencia de que los cañones del arma eran tubos
gemelos de lanzamiento incorporados al transporte de tropas espaciales y
cada cartucho era una cápsula lo suficientemente grande de por sí para alojar
dentro a un infante de marina con todo su equipo de combate.
¡«Bump»!; antes yo estaba acostumbrado a contar tres disparos, pero en
esta ocasión era el vagón de cola, el último después de tres escuadras.
Resultaba una tediosa espera, aunque se disparase una cápsula cada segundo.
Traté de contar los estruendos. ¡«Bump»!, doce, ¡«bump»!, trece, ¡«bump»!,
catorce… éste hizo un sonido raro (era la cápsula vacía donde debía ir
Jenkins), ¡«bump»!…
Y ¡«clang»!… me había llegado el turno y mi cápsula se alojó en la
recámara; luego, ¡«bump»!, sacudió una explosión con tal fuerza que la
maniobra de frenado del capitán al lado de aquello parecía un golpecito
amistoso.
Luego, de repente, nada.
Nada, en absoluto. Ningún sonido, ninguna presión, ningún peso.
Flotando en la oscuridad… una caída libre, tal vez a treinta millas de altura,
por encima de la atmósfera real, cayendo ingrávidamente hacia la superficie
de un planeta al que no había visto nunca. Pero ahora ya no tiemblo; lo más
devastador de todo es la espera anterior. Una vez que te disparan, ya nada te
importa, porque si algo va mal todo sucederá tan aprisa que encontrarás la
muerte sin apenas notarlo.
Casi de golpe sentí que la cápsula se sacudía y oscilaba, luego se
estabilizaba en su descenso de forma que mi peso se dejaba notar sobre mi
espalda. Este peso se fue acentuando rápidamente hasta experimentar el peso
normal máximo (0,87 «gee», según nos habían dicho) en aquel planeta,
cuando la cápsula alcanzara la velocidad terminal en las finas capas de la
atmósfera superior. Todo piloto que sea un verdadero artista (y nuestro
capitán lo era) hará una aproximación y frenará en forma tal que la velocidad
de lanzamiento, al ser uno lanzado por el tubo, le sitúe inmóvil en el espacio
relativo a la velocidad rotatoria del planeta en aquella latitud. Las cápsulas
cargadas pesan bastante; su acción es violenta a través de los vientos
elevados y sutiles de la atmósfera superior, sin que sean desviadas
notoriamente de su formación, pero igualmente un pelotón está condenado a
dispersarse en el movimiento de caída y perder la perfecta formación que
llevaban cuando se dispararon. En cambio, un mal piloto puede empeorar
más aún las cosas, dispersando un grupo de ataque sobre un área demasiado
extensa, con lo cual se imposibilita el agrupamiento de la tropa a la hora del
rescate y hace más difícil llevar a cabo la misión. El infante sólo puede
combatir cuando le hayan llevado al campo de operaciones; en cierto modo,
supongo que los pilotos son tan esenciales como nosotros mismos.
A juzgar por la suavidad con que mi cápsula entraba en la atmósfera,
pude saber que el capitán nos había depositado en nuestra zona cero con toda
la precisión que podíamos desear. Me sentí dichoso; cuando descendimos, no
sólo lo hacíamos en perfecta formación, sino que no habíamos desperdiciado
un segundo de tiempo. Un piloto que te lanza con semejante precisión no
puede ser menos preciso a la hora del rescate.
La cápsula exterior se desprendió después de quemarse; no lo hizo de
forma regular porque yo me revolví. Luego desapareció el resto y yo me
enderecé. El turbulento frenado de la segunda cápsula envolvente hizo el
viaje más penoso, lo cual aumentó todavía más cuando se fueron quemando
una cada vez y la segunda capa envolvente se desintegró. Una de las cosas
que ayuda al ocupante de la cápsula a vivir lo suficiente para obtener una
pensión, es que las envolturas desprendidas de la misma no sólo le hacen
descender lentamente, sino que, además, llenan de chatarra el espacio aéreo
situado encima del objetivo y el radar capta docenas de reflejos de cada
hombre en su caída, cada uno de los cuales puede ser un soldado, una bomba
u otra cosa. Todo ello es suficiente para tumbar a un computador molístico
sensible, y de hecho ocurre.
Para colmo de confusión, la aeronave deja caer una serie de falsas
cápsulas, inmediatamente después del lanzamiento real, las cuales caerán con
más rapidez ya que no se desprenden de ningún caparazón. Dichas cápsulas
llegan al suelo antes que las tropas, explotan, e incluso actúan como
transmisores de radio o radar, avanzan lateralmente y hacen otras cosas que
aumentan el desconcierto en el comité de recepción que espera abajo.
Mientras tanto, tu nave sigue firmemente la dirección emitida por la boya
del jefe del pelotón, ignorando el «ruido» de radar que ha creado y siguiendo
tus pasos, mientras computa tu impacto para un futuro uso.
Al desprenderse el segundo caparazón, el tercero abrió automáticamente
mi primer paracaídas de cinta. No duró mucho, pero tampoco se esperaba que
durase. Dio una gran sacudida, a un peso varias veces superior al normal, y el
paracaídas siguió su camino y yo el mío. El segundo paracaídas duró un
poquito más y el tercero me sostuvo un buen rato. Dentro de la cápsula se
sentía más bien excesivo calor y yo empezaba a pensar en el aterrizaje.
Se desprendió la tercera envoltura al desaparecer su último paracaídas y
en torno a mi cuerpo sólo quedó mi traje blindado y el huevo de plástico.
Todavía me encontraba amarrado dentro, incapaz de moverme; era ya el
momento de decidir cómo y dónde iba a posarme. Sin mover los brazos (pues
no podía hacerlo) pulsé con el pulgar el interruptor para que me indicara la
proximidad y pude leerla al encenderse la lectura en el reflector de
instrumentos que había en el interior de mi escafandra, a la altura de mis ojos.
Una milla y ocho décimas. Algo menos de lo que a mí me habría gustado,
especialmente al estar sin compañía. El huevo interior había alcanzado una
velocidad constante; nada ganaba yo con permanecer en sus entrañas, y la
temperatura de su piel indicaba que no se abriría automáticamente aún por un
buen rato, de forma que oprimí un interruptor con mi otro pulgar para
desembarazarme de él.
El primer acto fue cortar las ligaduras, el segundo consistió en hacer
explotar el huevo de plástico desgranándolo en ocho piezas que me dejaron
libre y, de pronto, me encontré en el exterior, sentado en el aire ¡y podía ver!
Pero había algo mejor: las ocho piezas esparcidas, excepto la pequeña a
través de la cual había yo tomado la lectura de proximidad, llevaban un
revestimiento metálico y dejarían los mismos reflejos que un hombre
acorazado. Cualquier operador de radar, con vida o cibernético, se enfrentaría
a un enorme problema para diferenciarme a mí del montón de chatarra
esparcida que tenía a mi alrededor, y no digamos de los millares de otros
trozos y piezas que gravitaban a millas de distancia, en especial debajo de mí.
Parte del entrenamiento de la Infantería Móvil consiste en crear la mayor
confusión posible, tanto al elemento visual como a la pantalla del radar, entre
las fuerzas que esperaban abajo, ya que el que desciende se siente
desamparado. Resulta fácil que el pánico le haga abrir el paracaídas
demasiado pronto y convertirse en un pato sentado (si es que los patos
realmente se sientan de este modo), o no acertar a abrirlo y romperse los
tobillos, al igual que la columna vertebral y el cráneo.
De manera que me estiré, desperezándome, y miré a mi alrededor. Luego
volví a encogerme, me enderecé, lanzándome de bruces en un picado como
un cisne y me puse a observar. Abajo, como estaba previsto, era de noche,
pero con los visores de infrarrojos, cuando uno está acostumbrado a ellos, se
pueden apreciar muy bien los accidentes del terreno. El río que cortaba
diagonalmente la ciudad estaba casi debajo de mí y surgía rápido, brillando
claramente con una temperatura más elevada que el resto del suelo. No me
importaba en absoluto en qué lado caería, pero no deseaba descender en
medio de su corriente; ello me habría retrasado.
Noté un resplandor a mi derecha, aproximadamente a la misma altura
mía. Algún nativo con cara de pocos amigos, desde abajo, había incendiado
lo que posiblemente era un fragmento de mi huevo. Entonces disparé mi
primer paracaídas en el acto, con el propósito de evadirme de su observación
a medida que siguiera de cerca la vigilancia de los demás fragmentos en su
caída. Me dispuse a sufrir el tironazo, lo soporté y entonces descendí flotando
durante unos veinte segundos antes de descargar el paracaídas, no queriendo
atraerme la atención en otra forma al no descender a la misma velocidad que
cuantos objetos me rodeaban.
Ello debió dar resultado, porque a mí no me incendiaron.
A unos seiscientos pies de altura disparé el segundo paracaídas. Pronto vi
que pasaba por encima del río, descubrí que iba a cruzar por el tejado plano
de un almacén, o algo semejante, junto al río, a unos cien pies del suelo.
Luego me solté del paracaídas y efectué una buena caída, aunque con ciertos
traqueteos, sobre el tejado, gracias al impulso de los cohetes de mi traje. Al
caer me puse a buscar la boya del sargento Jelal.
Y descubrí que me encontraba en la parte contraria del río. La estrella de
Jelly aparecía en la brújula que llevaba dentro de mi escafandra muy al sur de
donde había yo de estar; por tanto, me encontraba muy desviado al norte.
Eché a correr hacia la parte del río, siguiendo el tejado, en dirección al jefe de
la escuadra inmediata y vi que se encontraba a más de una milla de distancia.
—¡Ace, ordena tu línea! —le dije.
Arrojé una bomba tras de mí y abandoné el edificio a través del río. Ace
me respondió como era de esperar. Seguramente me había localizado pero no
deseaba abandonar su escuadra; sin embargo, no le agradaba recibir órdenes
mías.
El almacén saltó en pedazos detrás de mí, y la onda explosiva me azotó
cuando estaba cruzando el río, en vez de haberme cobijado en los edificios
del otro extremo. Estuvo a punto de trastornar mis giróscopos y de
derribarme al suelo. Había calculado la bomba para que explotara en quince
segundos. ¿0 quizá no? De pronto me di cuenta de que estaba muy excitado,
lo peor que le puede ocurrir a uno cuando se encuentra en tierra. «Sólo se
trata de un ejercicio», me dije, tal y como me había aconsejado Jelly. Había
que dar tiempo al tiempo y hacer las cosas bien.
Tomé otra lectura de Ace y le dije que realineara su escuadra. No
respondió pero ya lo estaba haciendo. No dije nada. Mientras que Ace
cumpliera con su deber tenía que tragar su terquedad… por el momento. Pero
cuando estuviéramos de regreso a bordo, si Jelly me seguía teniendo de
ayudante de jefe de sección, tendríamos que aclarar las cosas y ver quién era
el jefe. Ace era un cabo profesional y yo otro interino, pero él estaba bajo mí
y yo no podía permitir que me levantara el gallo bajo tales circunstancias y
constantemente.
Pero entonces no tenía tiempo para pensar sobre ello. Mientras saltaba
sobre el río, había localizado un sustancioso objetivo y no quería que nadie se
me anticipara; sobre la colina había algo semejante a un enorme grupo de
edificios públicos, por las apariencias. Templos, tal vez, o algún palacio. Se
encontraban algunos más fuera del área que estábamos demoliendo, pero las
normas en el ataque por sorpresa permitían gastar al menos la mitad de la
munición fuera del punto de operaciones. De este modo se desconcierta al
enemigo que se ve incapaz de localizarte si actúas con toda rapidez. Como
quiera que te encuentras muy inferior en número, la velocidad y la sorpresa
son tus principales factores de salvación.
Ya estaba yo cargando mi lanzacohetes, al tiempo que enlazaba con Ace
y le decía por segunda vez que reagrupara sus hombres, cuando la voz de
Jelly me llegó por el circuito general:
—¡Pelotón! ¡Avancen por saltos!
—Números impares, avancen por saltos! —repitió como un eco mi jefe
inmediato, al sargento Johnson.
Eso quería decir que no tenía por qué preocuparme durante veinte
segundos, de manera que salté sobre el edificio más cercano, me eché al
hombro el lanzacohetes, apunté al objetivo y oprimí el primer gatillo a fin de
encarar el cohete hacia su diana. Tiré del segundo gatillo, al tiempo que
enviaba un beso al cohete en su trayectoria, y volvía a saltar sobre el suelo.
—¡Segunda sección, números pares! —dije y tras esperar brevemente
mientras contaba para mí solo, ordené—: ¡Adelante!
Y me lancé al frente, saltando sobre la inmediata hilera de edificios que
había junto al río, para batirla con mi lanzallamas desde el aire. Parecían de
buena construcción y aptos para iniciar un soberbio incendio; era posible que
alguno de aquellos almacenes alojara productos, o incluso explosivos. Al
posarme, el arma, en forma de Y que llevaba sobre mis hombros lanzó dos
pequeñas bombas H.E., a unos doscientos metros sobre los flancos derecho e
izquierdo, pero nunca pude llegar a ver sus efectos porque en aquel preciso
instante hizo explosión mi primer cohete, formando el inconfundible (si es
que usted ha visto alguno) resplandor producido por una explosión atómica.
Era, naturalmente, una insignificancia inferior a dos kilotones de rendimiento
nominal, con carga y elementos encaminados a producir efectos mínimos,
pues nadie deseaba verse envuelto en una catástrofe cósmica. Pero bastaba
para arrasar la cumbre de la colina y obligar a los pobladores de la ciudad a
buscar cobijo. Y lo que era más importante: cualquiera de los individuos
locales que le hubiera pillado al aire libre, no podría ver nada durante un par
de horas, incluyéndome a mí. Pero el resplandor no llegaba a deslumbramos a
ninguno de nosotros, porque nuestros rostros iban debidamente protegidos
con anteojos. Y, además, estábamos eficazmente entrenados para hacer uso
de ellos sobre la armadura en caso necesario.
Yo simplemente parpadeé, abrí los ojos y vi a un ciudadano local que
salía de un edificio en frente de mí. El miró, yo le miré también y me di
cuenta de que estaba levantando algo, un arma, supongo.
—¡Números impares: adelante!
Yo no podía andar perdiendo el tiempo con aquel ciudadano. En dicho
instante me hallaba a unos quinientos metros más cerca de donde debía estar.
Aún llevaba en mi mano izquierda el lanzallamas. Lo achicharré con él, salté
sobre el edificio de donde había salido y comencé a contar. Un lanzallamas
es, en principio, un instrumento incendiario pero también constituye una
buena arma defensiva antipersonal cuando uno se encuentra en apuros; no es
preciso afinar su puntería.
Presa de excitación y ansiedad efectué unos saltos disparatados por lo
grandes. No deja de ser siempre una tentación el querer sacar el máximo
partido de los instrumentos de salto, pero ¡no es aconsejable! Si uno
permanece en el aire mucho tiempo ofrecerá un buen blanco para el enemigo.
La mejor manera de avanzar es deslizándose pegado al edificio que se
traspasa, sin remontarse mucho sobre él y sacando la mejor ventaja posible de
sus escondrijos, pero sin permanecer más de un segundo o dos en un mismo
lugar para que el enemigo no tenga tiempo de apuntar sobre ti. Se debe
cambiar de un lado a otro, donde sea; el caso es estar en movimiento.
Me encaramé sobre una hilera de edificios, a la que seguían otros muchos
mayores. De pronto me vi descendiendo encima del tejado, pero no se trataba
de una terraza plana desde donde hubiera tardado tres segundos en lanzar otro
cohete A; este tejado era una jungla de tubos, puntales y elementos metálicos.
Tal vez fuera una factoría o una planta de productos químicos. No había sitio
para posarse. Es más, allí se encontraba media docena de nativos. Estos
vejestorios humanoides miden ocho o nueve pies de altura, son mucho más
flacos que nosotros y su cuerpo engendra una elevada temperatura. No llevan
vestidos de clase alguna y a la luz invisible aparecen como un anuncio de
neón. Vistos a la luz del día aparecen aún más grotescos, pero preferiría antes
luchar con ellos que con los arácnidos «bugs», que tan repulsivos me son.
Si esos individuos aparecen treinta segundos antes, cuando hizo impacto
mi cohete, entonces no hubieran podido verme a mí ni a nada. Pero yo no
estaba seguro y en modo alguno deseaba pelear con ellos. No era ésa nuestra
misión. Así que salté de nuevo y mientras me encontraba por el aire esparcí
un puñado de píldoras de fuego, de diez segundos, para mantenerlos
ocupados, descendí, salté de nuevo en el acto y grité:
—¡Segunda sección! ¡Números pares! ¡Adelante!
Y procuré seguir el avance cerrando el cerco, al tiempo que trataba, cada
vez que daba un salto, de localizar algo donde valiera la pena gastar un
cohete. Todavía me quedaban tres pequeños cohetes A, y no tenía intenciones
de quedarme con ninguno. Pero no dejaba de inquietarme la idea de que, con
las armas atómicas, hay que saberse gastar los cuartos, y ésta era la segunda
vez que se me había permitido llevarlas encima.
En aquel momento trataba yo de localizar sus instalaciones hidráulicas;
un impacto directo sobre ellas dejaría inhabitable a toda la ciudad y les
obligaría a evacuarla sin producirles bajas. Era precisamente la misión que se
nos había confiado. De acuerdo con el mapa que había estudiado bajo
hipnosis, dichas instalaciones debían estar a unas tres millas corriente arriba,
desde donde me encontraba.
Pero yo era incapaz de descubrirlas. Puede que mis saltos no fueran lo
suficientemente altos. Me vi tentado a elevarme más, pero recordé lo que
Migliaccio había dicho en cuanto a no pretender ganar ninguna medalla y me
atuve a lo ordenado. Ajusté el automático de mi lanza-cohetes y lo dejé que
fuera disparando un par de bombas cada vez que saltaba. Mientras intentaba
descubrir las instalaciones hidráulicas o cualquier otro objetivo digno de
atención, fui incendiando otras cosas, más o menos al azar.
Por fin apareció algo que se destacaba dentro de mi alcance; fueran o no
las instalaciones que buscaba, lo cierto es que era enorme. En vista de ello,
salté sobre lo alto del mayor edificio que tenía más cerca, lo enfilé y me lancé
volando. Cuando esto hacía sentí la voz de Jeíly:
—¡Johnnie! ¡Red! ¡Comenzad a cerrar los flancos!
Le di el enterado y escuché a Red hacer lo mismo. Entonces encendí mi
boya para hacerme visible ante Red y me dirigí hacia él gritando:
—¡Segunda sección! ¡Movimiento envolvente! ¡Denme el enterado los
jefes de escuadra!
La cuarta y quinta escuadras respondieron. Ace dijo:
—Sí, sí, enterado; ya lo hemos oído y lo estamos haciendo. Apresúrate.
La boya de Red mostraba el flanco derecho, casi delante de mí a unas
quince millas de distancia. ¡Santo Dios! Ace tenía razón; si no me apresuraba,
no lograría cerrar a tiempo el cerco. Y para colmo llevaba yo encima
doscientas libras de municiones y tenía que encontrar el momento de
emplearías. Habíamos desembarcado mediante una formación en «V», en la
que Jelly ocupaba el vértice y Red y yo los extremos de la misma. Ahora
teníamos los otros, aparte de consumar la destrucción total asignada.
Cuando hubimos empezado a cerrar el círculo, el avance por saltos
terminó al fin; yo dejé de contar y me concentré en la velocidad. Ahora ya no
disponíamos de la protección que nos brindaba el movernos veloces, de un
lado a otro. Habíamos empezado con la enorme ventaja de la sorpresa,
desembarcamos sin sufrir una sola baja (al menos así lo esperaba yo) y los
estuvimos lanzando sobre el enemigo en forma tal que nos permitía hacer
fuego a discreción, sin temor a alcanzarnos entre nosotros mismos, mientras
que ellos corrían el riesgo de matarse mutuamente al disparar contra nosotros,
si es que lograban vernos. (Yo no soy ningún experto en tácticas ni teorías,
pero dudo que ningún computador fuera capaz de analizar lo que nosotros
estábamos haciendo, con tiempo suficiente para pronosticar nuestras acciones
inmediatas).
Sin embargo, las defensas locales estaban empezando a replicar, con
coordinación o sin ella. Derrumbé un par de edificios con explosivos y
estaban tan cerca que me hicieron castañetear los dientes y, en una ocasión,
me vi azotado por una especie de chorro que me puso los cabellos de punta y
casi llegó a paralizarme por un momento, como si me hubiera sacudido en el
hueso del codo, pero pronto pasó. Si al traje no le hubiera dicho que saltara,
creo que yo habría sido incapaz de moverme de allí.
Cosas como éstas le hacen a uno detenerse para preguntarse a sí mismo
por qué demonios se hizo soldado, pero yo me encontraba demasiado
atareado para detenerme a pensar. Por dos veces, saltando a ciegas sobre los
edificios, fui a caer en medio de un grupo de ellos y volví a saltar de allí
mientras me defendía desesperadamente esgrimiendo el lanzallamas a mi
alrededor.
Espoleando en semejante forma, cubrí casi la mitad de mi cobertura, tal
vez cuatro millas, en el tiempo mínimo, pero sin haber producido más que
daños al azar. Mi lanzacohetes había quedado vacío hacía dos saltos; al
verme solo en una especie de patio interior, me detuve a cargarle con mis
bombas H.E. de reserva al tiempo que establecí conexión con Ace. Me di
cuenta de que mi situación se hallaba bastante desviada hacia el frente de la
escuadra del flanco para pensar en el empleo de mis dos últimos cohetes A.
Salté sobre la cúspide del edificio más alto que había por allí.
Estaba clareando demasiado para poder ver; me levanté sobre la frente las
lentes de rayos invisibles y empecé a escudriñar a simple vista en busca de
algún objetivo digno de destruir; deseaba ver cualquier cosa, pues no estaba
para remilgos.
Sobre el horizonte apareció algo en dirección a su cosmodromo; la
administración y control, quizás, o hasta era posible que fuera incluso una
astronave. Casi en la misma línea y aproximadamente a la mitad de distancia
había una gigantesca estructura, que no fui capaz de identificar. El alcance
del cosmodromo era enorme, pero quise que mi cohete lo viera por sí.
—Anda por él amiguito —le dije—; retorcí su cola, le di la última
palmadita y le envié hacia el blanco más cercano. Luego salté.
En el instante que me marchaba, el edificio recibió un impacto directo.
Pero por las razones que fueran, sus efectos no fueron los deseados. No quise
abandonar aquel sitio y decidí lanzarme sobre los dos edificios siguientes.
Así que tomé el lanzallamas pesado que llevaba a la espalda, me puse los
lentes sobre los ojos y la emprendí contra una pared que tenía delante,
lanzando un rayo a toda potencia. Se desplomó una sección del muro e
irrumpí dentro. Pero me volví con mayor rapidez aún.
Me sorprendió lo que vi a través de aquella abertura. Podía ser una iglesia
repleta de fieles, un teatro, o quizás el cuartel general de sus defensas. Todo
lo que supe es que se trataba de una habitación grandísima repleta de más
tipos de aquellos que deseara ver en toda mi vida.
Probablemente no se tratara de una iglesia, porque alguien me disparó
una posta, en el momento que salía de allí, que se estrelló contra mi armadura
y resonó en mis oídos, haciendo que me tambaleara, sin herirme. Pero eso me
recordó que no debía marcharme de allí sin haberles dejado un recuerdo de
mi visita. Tomé lo primero que tuve a mano en mi cinto y lo arrojé dentro;
desde fuera oí graznar aquel artefacto. Según le dicen a uno constantemente
en Básica, el hacer algo constructivo en el acto, es mejor que resolver los
mayores problemas horas después.
Por pura casualidad, yo hice en aquel instante lo que debía. Se trataba de
una bomba especial, de la que sólo nos entregaron una a cada componente de
esta misión, con órdenes de usarla sólo en caso de encontrar la manera de
hacerla efectiva. El graznido que yo escuchaba después de lanzarla, era la
propia bomba que exclamaba en el idioma de aquellos nativos «skinnies»
que, en traducción libre, decía: «¡Soy una bomba que explotará en treinta
segundos! ¡Veintinueve!… ¡Veintiocho!… ¡Veintisiete!…».
Consistía en destrozar los nervios de aquellos congregados. Quizá lo
lograra. Lo cierto es que destrozó los míos. Era como disparar contra un
hombre. Yo no me esperé a contar hacia atrás. Me lancé al aire
preguntándome si encontrarían puertas y ventanas suficientes para salir a toda
marcha de allí.
Establecí contacto con la pantalla de Red cuando me hallaba en la cumbre
del salto, y con la de Ace al descender. Nuevamente caía detrás; era preciso
correr.
Pero tres minutos más tarde habíamos cerrado el cerco. Red se encontraba
en mi flanco izquierdo, a media milla de distancia. El se lo comunicó a Jelly.
Escuchamos la relajada voz de Jelly que se dirigía a todo el pelotón:
—El círculo está cerrado, pero la boya no ha descendido todavía.
Avanzad lentamente en círculo, pero mucho cuidado con el compañero de al
lado. Hasta ahora todo va bien. No echemos a perder el trabajo. ¡Pelotón!
¡Por secciones… agruparse!
También a mí me pareció un buen trabajo. La mayor parte de la ciudad
estaba ardiendo y, aunque ya era casi a plena luz del día, el humo fluía tan
espeso que no se sabía si se miraba mejor a simple vista que con los lentes
infrarrojos.
Johnson, el jefe de nuestra sección, ordenó:
—¡Segunda sección, agruparse!
—Escuadras cuatro, cinco y seis —repetí— ¡agruparse e informad!
La clase de circuitos de seguridad de que disponíamos en el nuevo
modelo de unidades transmisoras aceleraban sin duda los acontecimientos.
Jelly podía hablar con cualquier jefe de escuadra de su sección. El jefe de
sección tenía a su alcance el comunicarse con todos sus subordinados, y el
jefe de pelotón podía reagrupar a los suyos con doble rapidez, si el tiempo
apremiaba. Me informó la cuarta escuadra, mientras hacía el recuento del
potencial de fuego que me quedaba, y arrojó una bomba contra un «skinny»
que asomaba la cabeza por una esquina. El se marchó y yo también.
—Formen círculo —decía la voz del jefe.
La cuarta escuadra permaneció inactiva hasta que su jefe les recordó que
ocuparan el puesto de Jenkins; la quinta se agrupó estrechamente y yo
empecé a sentirme bien, pero el puesto cuatro cesó en la escuadra de Ace.
—Ace, ¿dónde está Dizzy? —pregunté.
—Un momento —respondió—. ¡Número seis, responde!
—¡Aquí el seis! —repuso Smith.
—¡Aquí el siete!
—Sexta escuadra, falta Flores —informó Ace—. Fin del mensaje.
—Un hombre desapareció —¿Desaparecido o muerto?
—Un hombre desaparecido —informé a Johnson—. Flores, de la sexta
escuadra.
—¿Desaparecido o muerto?
—Lo ignoro. El jefe de escuadra y el ayudante del jefe de sección
permanecen en el punto de rescate.
—Johnnie, que lo haga primero Ace.
Pero no pude oírle y no le respondí. Oí que Ace informaba a Jelly, y a
éste que soltaba un exabrupto. Ahora bien, yo no deseaba ganarme ninguna
medalla. La misión del ayudante del jefe de sección consiste en preparar el
rescate; él es el cazador, el último hombre que se empleaba. Los jefes de
escuadra tienen otra misión que hacer. Como es necesario, en tanto se
encuentre vivo el jefe de la misma.
Justo en aquel momento me estaba considerando increíblemente
dispuesto y activo porque estaba oyendo el más dulce de todos los sonidos
del universo; el de la boya es un cohete-robot, disparado delante de la nave
rescatadora, que queda clavado en el suelo como un poste, emitiendo su
anhelada música. La nave de rescate se posa allí automáticamente tres
minutos después, y harás muy bien en estar a punto de subir a bordo porque
ese autobús no espera y ya no habrá otro que te recoja.
Pero no volverás a bordo ayudado por nadie dentro de otra cápsula, en
tanto te encuentres con vida. Esto no ocurre en los «Camorristas de Rasczak»
ni en ninguna otra unidad de la Infantería Móvil. Eres tú quien ha de hacerlo
por tus propios medios.
Oí a Jelly ordenar:
—¡Arriba las cabezas, muchachos! ¡Vayan cerrando el círculo, por saltos!
Y escuché la dulce voz de la boya que decía: «a la imperecedera gloria de
la Infantería y su brillantísimo nombre del “¡Rodger Young!”».
Y me dieron unas irresistibles ansias de llegar hasta ella y palparla, pero
en vez de ello me dirigí hacia la boya de Ace, desprendiéndome de las
bombas, píldoras de fuego y todo lo que me quedaba para aligerarme de peso.
—¡Ace! ¿Has visto la boya de Dizzy?
—¡Sí, pero vuelve atrás. ¡Es inútil!
—Ahora puedo verte. ¿Dónde está él?
—Delante de mí; quizás a un cuarto de milla. ¡Lárgate! Es mi hombre.
No respondí más. Simplemente tercié en oblicuo para alcanzar a Ace en
dirección hacia donde dijo que se encontraba Dizzy.
Y vi a Ace en pie junto a él, con un par de «skinnies» abatidos por el
lanzallamas y otros que se daban a la fuga. Me posé junto a Ace.
—Despojémosle de su armadura. La nave de rescate llegará en breve.
—Está muy mal herido.
Miré y vi que era cierto. Había un orificio en su armadura y de él brotaba
la sangre. Me puse a reflexionar. Para llevar a cabo el rescate de un hombre
herido hay que sacarle de su armadura, tomarle entre tus brazos, lo cual no
ofrece dificultades con el traje de fuerza, y saltar con él. Un hombre sin
armadura viene a pesar menos que la munición y material gastado.
—¿Qué vamos a hacer?
—Nos lo llevaremos —repuso Ace ceñudo—. Agárrale por el lado
izquierdo del cinturón —él lo hizo por el lado derecho y, entre los dos,
levantamos a Flores en pie—. Y ahora, saltemos a la vez. A la una, a las
dos…
Saltamos juntos. El salto no fue muy grande ni muy preciso. Un hombre
solo no podría haberlo hecho, pues el traje blindado pesa bastante. Pero
repartido entre dos resulta factible. Y así saltamos, una y otra vez, a la voz de
Ace, tratando de equilibrar el peso y agarrándonos bien a Dizzy cada vez que
nos posábamos. Sus giróscopos parecían no funcionar.
La boya enmudeció en el instante que la nave de rescate se posaba junto a
ella. Yo la vi aterrizar… y se encontraba a gran distancia. Oímos al sargento
accidental que ordenaba:
—¡Que se aplace esa orden! —exclamó Jelly.
Al fin salimos a campo libre para ver a la nave de rescate posada sobre su
cola. Escuchamos el clamor levantado por sus indicaciones de despegue,
vimos al pelotón todavía en tierra alrededor de ella, en un apretado círculo,
todos agachados bajo el cobertizo que habían formado.
—¡Embarquen sucesivamente, adelante! —oímos la voz de Jelly.
¡Y nosotros estábamos todavía muy lejos! Vi que la primera escuadra se
aprestaba a subir a bordo, mientras que el círculo iba disminuyendo.
Una figura se desprendió del círculo y vino hacia nosotros con la rapidez
que le permitía hacerlo su traje de comando. Era Jelly, que nos alcanzó
cuando íbamos por el aire, asió a Flores por su lanzacohetes en forma de «Y»
y nos ayudó a levantarlo.
En tres saltos nos presentamos ante la nave. Todos estaban ya a bordo
pero la portezuela no se había cerrado aún. Nos metimos en sus entrañas y la
cerramos, mientras que el piloto de la nave nos increpaba por haberla hecho
perder con nuestra demora el momento de la cita, añadiendo que todos
moriríamos. Jelly no le prestó atención. Dejamos tumbado a Flores y nos
echamos a su lado. Cuando nos sacudió la explosión del despegue, Jelly se
estaba diciendo a sí mismo: «Forman todos, teniente; tres hombres heridos,
pero forman todos».
En honor del capitán Deladrier, debo añadir que no he visto un piloto
mejor. La cita con una astronave en órbita, es la operación que requiere
mayores cálculos. No sé por qué pero es así, y, de lo contrario, no se puede
realizar.
Pero ella lo hizo. Al darse cuenta desde la astronave en órbita de que la
nave de rescate no había despegado en el momento preciso, frenó, volvió a
ganar velocidad y se ajustó a nuestra marcha, sólo a ojo y al tacto, pues ya no
había tiempo de emplear el computador. Si el Todopoderoso necesitara algún
día un piloto para que guíe a sus estrellas, ya sé dónde encontrarlo.
Flores falleció cuando realizábamos la ascensión.
II

Me asusté tanto que salí corriendo,


Sin volver la cabeza ni pararme
Hasta llegar a casa, por lo que
recuerdo,
Y en el cuarto de mamá encerrarme.
Yanki Doodle, diviértete
Yanki Doodle, dandi;
Gusta de la música y paseos
Y con las chicas sé amable.

En realidad, yo nunca había pensado en alistarme, y mucho menos en la


infantería. Antes habría preferido que me dieran diez latigazos en una plaza
pública, a que mi padre me dijera que yo era una desgracia para un nombre
orgulloso.
En mi último año de enseñanza media, le hice mención a mi padre de que
estaba pensando sobre la idea de ingresar voluntario en el Servicio Federal.
Supongo que todos los jóvenes lo hacen cuando tienen a la vista su dieciocho
cumpleaños, y el mío se cumplía la semana en que me gradué. Ni que decir
tiene que la mayoría de ellos acarician la idea, juegan un poco con ella y
luego se olvidan de todo, acuden a la universidad, aceptan un empleo o hacen
otra cosa. Creo que lo mismo me habría sucedido a mí, de no haber sido por
mi mejor camarada que planeó alistarse con toda seriedad.
Carlos y yo habíamos hecho todo juntos durante la enseñanza media:
mirar juntos a las chicas, salir juntos, estábamos en el grupo de debate, y
juntos actuábamos con los electrones en el laboratorio de su casa. Yo no era
un portento en electrónica, precisamente, pero no tengo malas mañas para
manejar el arma de un soldado. Carlos aportaba su inteligencia y yo cumplía
sus instrucciones. Resultaba divertido: cualquier cosa que hiciéramos juntos
era divertida. La familia de Carlos no tenía, ni por sueños, el dinero que le
sobraba a mi padre, pero eso no parecía importar entre nosotros. Cuando mi
padre me compró un «Rolls copter» para mi catorce cumpleaños, el vehículo
era tanto de Carlos como mío y, por el contrario, el laboratorio de su sótano
era tanto mío como suyo.
Así que cuando Carlos me dijo que tenía intención de alistarse y servir un
plazo antes de ir a la Universidad, ello me dio que pensar. Lo decía
completamente en serio; parecía opinar que aquello era lo natural, lo justo y
lo evidente.
De forma que yo le dije que también pensaba alistarme. Me echó una
mirada rara.
—Tu padre no te lo permitirá —me dijo.
—¿Eh? ¿Y cómo va a impedírmelo?
Y, de hecho, legalmente, no podía impedírmelo. Cuando un chico o chica
alcanza la mayoría de edad al cumplir los dieciocho años, es libre para
ingresar voluntario, aunque sea lo último que haga, y nadie le puede decir una
palabra.
—Ya lo verás tú mismo.
Carlos cambió de tema.
En la primera ocasión que tuve se lo hice saber a mi padre. Echó a un
lado el periódico y su cigarro y se quedó mirándome.
—¡Hijo!, ¿acaso te has vuelto loco?
Le respondí que a mí no me lo parecía.
—Pues, ciertamente, así das a entender —lanzó un suspiro—. No
obstante, debí haberlo esperado. Es algo que les sucede a todos al hacerse
mayores. Recuerdo cuando aprendiste a andar y dejaste de ser un bebé;
francamente, fuiste por algún tiempo todo un diablillo. Rompiste a tu madre
uno de sus jarrones chinos de Ming; estoy totalmente seguro que lo hiciste a
propósito. Pero eras demasiado pequeño para saber que aquel jarrón era
valioso, de manera que el único castigo que llevaste consistió en unos
golpecitos en la mano. Me acuerdo de cuando me birlaste el primer cigarro y
lo enfermo que te pusiste. Tu madre y yo disimulamos cuidadosamente al ver
que no cenabas aquella noche, y yo jamás te lo he dicho hasta ahora. Los
jóvenes tienen que probar tales cosas y descubrir por ellos mismos que no les
sientan bien los vicios de los mayores. Te estuvimos contemplando cuando
doblaste la esquina de la adolescencia y empezabas a darte cuenta de que las
chicas eran algo diferente… y maravilloso.
Suspiró de nuevo, añadiendo:
—Todo eso son reacciones normales y la última, justamente al final de la
adolescencia, es cuando los jóvenes deciden alistarse y lucir un bonito
uniforme. O piensan que están enamorados, con una pasión jamás igualada
por nadie, y quieren casarse en el acto. A mí me ocurrieron ambas cosas —
dijo sonriendo tristemente—. Pero logré superarlas, cada una en su tiempo,
evitando caer en ridículo y arruinar mi vida.
—Pero papá, yo no arruinaría mi vida con ello. Sólo cumpliría un plazo
de servicio… y me licenciaría.
—No hablemos más de ello, ¿quieres? Escucha y déjame decirte lo que
vas a hacer, porque tienes que hacerlo. En primer lugar, esta familia se ha
mantenido al margen de la política y sólo se ha encargado de cultivar su
propio jardín durante más de cien años.
No veo la razón para que rompas tú este magnífico pasado. Me imagino
que se debe a la influencia de ese individuo del instituto… ¿Cómo se llama?
Ya sabes a quien me refiero.
Se refería a nuestro instructor de Historia y Filosofía Moral, un veterano,
naturalmente.
—Mr. Dubois —dije.
—Hmmm… estúpido nombre. Le cuadra bien. Sin duda es extranjero.
Debería estar prohibido usar los institutos como centros clandestinos de
reclutamiento. Creo que voy a escribir una carta bastante incisiva sobre ello.
¡El contribuyente tiene ciertos derechos!
—Pero, papá, ¡él no hace nada de eso! Mr. Dubois… —quedé mudo no
sabiendo cómo describirle. Mr. Dubois actuaba de forma colérica y superior;
como si nadie fuera lo suficientemente bueno para ingresar voluntario en el
servicio. A mí no me gustaba aquel hombre—. Si acaso, lo único que hace es
disuadimos.
—Hmmm… ¿Tú no sabes la manera de hacer andar a un cerdo? Es lo
mismo. Cuando te hayas graduado, irás a Harvard a estudiar comercio,
¿entendido? Después de eso irás a la Sorbona, viajarás un poco e irás
conociendo a algunos de nuestros distribuidores para que aprendas los
negocios de por allá. Luego volverás a casa y te pondrás a trabajar.
Comenzarás con un trabajo humilde, de empleado de almacén o algo
parecido; sólo por pura fórmula, pero antes de que puedas darte cuenta serás
un ejecutivo, porque yo me voy haciendo viejo y cuanto antes tomes la carga,
mejor. Tan pronto como seas capaz de ello y quieras, te convertirás en el amo
de todo. ¿Qué te parece el programa, comparado con malgastar dos años de tu
vida?
No dije nada. Nada de aquello era nuevo para mí. Ya había pensado en
ello. Papá se levantó y puso una mano sobre mi hombro.
—Hijo, no pienses que no simpatizo contigo; créeme. Pero mira los
hechos como son. Si hubiera una guerra, yo sería el primero en animarte y en
poner mis negocios a su disposición. Pero no la hay, y quiera Dios que no la
haya nunca más. Hemos superado las guerras. La tierra se encuentra ahora en
paz y dichosa, gozando de buenas relaciones con otros planetas. Así que,
¿cuál es el objeto de ese llamado «Servicio Federal»? Parasitismo, puro y
simple. Es un órgano inservible, tremendamente anticuado que vive a costa
del contribuyente. Sin duda, un modo costoso de vivir durante algunos años
para gente inferior, a expensas de todos, que de no existir se vería sin empleo,
para darse tono el resto de su vida. ¿Es eso lo que tú quieres ser?
—¡Carlos no es inferior!
—No me refería a él… Carlos es un chico estupendo, pero mal guiado —
frunció el ceño y luego sonrió—. Hijo, quería reservar una sorpresa para ti;
un obsequio a tu graduación. Pero te la voy a revelar ahora, a fin de que se te
vayan de la cabeza más fácilmente esos disparates. No es que tenga miedo de
lo que pudieras hacer. Tengo confianza en tu buen sentido básico, aunque sea
a tu temprana edad. Pero tienes dificultades, lo sé y esto te las disipará. ¿A
que no adivinas lo que es?
—Oh, no.
Me guiñó el ojo.
—Un viaje de vacaciones a Marte.
Debí poner cara de aturrullado.
—¡Dios santo, no tenía idea…!
—Quería sorprenderte y veo que lo he conseguido. Sé lo que sentís los
jóvenes viajando, pero lo que no comprendo es qué ve la gente en ello
después de haber hecho el primer viaje. Sin embargo, éste es un buen
momento para que viajes solo (¿no te lo había dicho?) y te vayas
acostumbrando, porque cuando te responsabilices de todo te verás obligado a
pasarte hasta una semana entera en la Luna —recogió su periódico—. No, no
me des las gracias. Sólo quiero que me dejes terminar de leerlo, porque, en
breve, llegarán unos caballeros que tengo invitados esta noche. Negocios.
Me marché. Creo que mi padre lo dio por sentado, y supongo que yo
también. ¡Un viaje a Marte! ¡Y solo! Pero no le hablé de ello a Carlos; tenía
la sutil sospecha de que él iba a considerar la oferta de papá como un
soborno. Bueno, tal vez lo fuera. En vez de ello, le dije que mi padre y yo
parecíamos discrepar sobre mi alistamiento.
—Sí —contestó—, y el mío también. Pero se trata de mi porvenir.
Estuve reflexionando durante la última sesión de nuestra clase de Historia
y Filosofía Moral. Ésta era una asignatura diferente a los demás cursos, en
que todo el mundo tiene que tomarla y todos aprueban, y Mr. Dubois no
parece nunca importarle si penetraba en nosotros o no. Simplemente señalaba
a uno, con el muñón de su brazo izquierdo (jamás se preocupaba por los
nombres) y disparaba la pregunta. Entonces comenzaba la discusión.
Pero el último día parecía estar tratando de descubrir lo que habíamos
aprendido. Una chica le dijo lisa y llanamente:
—Dice mi mamá que la violencia no arregla nunca las cosas.
—¿De veras? —repuso Mr. Dubois mirándola crudamente—. Estoy
seguro de que los padres de la ciudad de Cartago se alegrarían en saber eso.
¿Porqué no se lo dice su mamá, o usted misma?
Antes, ya se habían medio peleado. Como la asignatura se aprobaba de
antemano, no era preciso darle coba a Mr. Dubois.
—¡Usted me está tomando el pelo! —repuso ella fríamente—. ¡Todo el
mundo sabe que Cartago fue destruida!
—Es usted quien parece ignorarlo —añadió él sombrío—. Y puesto que
usted lo sabe, ¿sabía también que la violencia fijó definitivamente los
destinos de sus habitantes? Sin embargo, no me estaba mofando de usted
personalmente. Lo que hacía era escarnecer una idea absurda; ésta es una
práctica que seguiré siempre. A todo aquel que se aferre a la doctrina
históricamente falsa, y completamente inmoral, de que la violencia no
soluciona nada jamás, yo le aconsejaría que evocara los espíritus de
Napoleón Bonaparte y del duque de Wellington y les dejase debatir juntos. El
espíritu de Hitler actuaría de compromisario y de jurado podía muy bien ser
el ave de Mauricio, el Gran Pingüino y el Palomo Viajero. La violencia, la
pura fuerza, ha solucionado más asuntos en toda la historia que cualquier otro
medio, y toda opinión en contrario es una creencia pobre que se funda más en
los deseos que en la realidad. La generación que ha olvidado esta verdad
básica, lo pagó siempre con su vida y con su libertad.
Exhaló un suspiro, añadiendo:
—Otro año, otra clase; y, para mí, otro fracaso. A un niño se le puede
enseñar a aprender, pero no a pensar —de pronto me señaló a mí con el
muñón—. Usted. ¿Cuál es la diferencia moral, si existe alguna, entre el
soldado y el civil?
—La diferencia radica —respondí con mucho tiento— en el campo de las
virtudes cívicas. El soldado acepta la responsabilidad personal en pos de la
seguridad del cuerpo político a que pertenece, defendiéndolo, si fuera preciso,
con su vida. Y el civil no lo acepta.
—Exactamente lo que dice el libro —dijo desdeñoso—. ¿Pero lo
comprende usted? ¿Cree usted en ello?
—Oh, no lo sé, señor.
—¡Claro que no! ¡Dudo que ninguno de ustedes reconociera las virtudes
cívicas aunque las tuviera delante del rostro! —miró el reloj—. Y esto es
todo, esto es todo finalmente. Tal vez volvamos a encontrarnos bajo
circunstancias más venturosas. Pueden marcharse.
Después de aquello vino la graduación y tres días más tarde fue mi
cumpleaños, seguido del de Carlos en menos de una semana, y yo todavía no
le había dicho que no pensaba alistarme. Estoy seguro de que Carlos ya se lo
figuraba pero no lo llegamos a discutir seriamente porque resultaba
embarazoso. Simplemente concerté una cita con él al día siguiente de su
cumpleaños y nos fuimos juntos a la oficina de reclutamiento.
A la entrada del Centro Federal nos encontramos con Carmencita Ibáñez,
compañera nuestra de clase y una de las cosas más bonitas que puede
ofrecerse al componente de una raza con dos sexos. Carmen no era mi novia,
ni de ningún otro. Nunca salía dos veces seguidas con el mismo chico,
tratando a todos con igual dulzura y más bien de un modo impersonal. Pero
yo la conocía muy bien, porque la longitud de ésta era olímpica, haciéndolo
unas veces acompañada de un chico y otras de otro. O sola, como mamá le
decía que hiciera. Mamá consideraba a Carmencita como una «buena
compañía». Por una vez, mamá tenía razón.
—Hola, chicos —dijo formando dos hoyitos en sus mejillas.
—Hola, «ochi chyornya» —contesté—. ¿Qué te trae por aquí?
—¿No lo adivináis? Hoy es mi cumpleaños.
—¿Eh? ¡Felicidades!
—Por eso vengo a enrolarme. —Oh…
Creo que Carlos quedó tan sorprendido como yo. Pero Carmencita era así.
Nunca chismorreaba y se guardaba para sí sus cosas.
—¿No te estarás burlando de nosotros? —añadí alegremente.
—¿Por qué había de hacerlo? Voy a ser un piloto espacial… Al menos
quiero intentarlo.
—No hay razón para que no lo consigas —dijo en seguida Carlos.
Tenía razón; ahora me doy cuenta de ello. Carmen era pequeña y
esmerada, saludable y con buenos reflejos. Para ella serían fáciles los
rutinarios ejercicios competitivos de vuelo en picada y con las matemáticas
era rápida. Yo, en cambio, sólo conseguí una «C» en álgebra y una «B» en
aritmética. Ella aprendió todas las matemáticas que ofrecía nuestro instituto
y, además, hizo otro curso superior. Pero nunca se me ocurrió pensar en los
motivos. La verdad es que Carmencita resultaba tan decorativa que jamás se
te ocurriría imaginártela de alguna utilidad.
—Nosotros… oh, yo también he venido a alistarme —dijo Carlos.
—Y yo —afirmé—. Los dos vamos a enrolarnos.
No, yo no había tomado la decisión; mi boca la tomó por mí.
—¡Oh, es maravilloso!
—También yo quiero ser piloto espacial —añadí con firmeza.
Ella no se echó a reír. Dijo muy seriamente:
—¡Eso es espléndido! Tal vez nos encontremos en los entrenamientos.
Así lo espero.
—¿En los cursos sobre abordaje? —preguntó Carlos—. Eso no sería nada
bueno para un piloto.
—No seas bobo, Carlos. Me refiero a cuando estemos en tierra. ¿También
tú quieres ser piloto?
—¿Yo? —repuso Carlos—. ¿Yo conductor de camión? Mi fuerte es…
—¿Conque conductor de camión, eh? Ojalá te manden a Plutón para que
tiembles de frío. No, era una broma. Te deseo mucha suerte. ¿Entramos?
El centro de reclutamiento se hallaba limitado por una balaustrada, en la
rotonda del edificio. Dentro, sentado junto a una mesa de despacho había un
sargento de la flota luciendo un llamativo uniforme, como si estuviera en un
circo. Su pecho iba lleno de cintas cuyo significado me era desconocido.
Llevaba el brazo derecho amputado tan arriba que sus ropas se las habían
hecho sin manga, y, al acercarnos a la baranda pudimos ver que le faltaban
las piernas. Ello no parecía importarle.
—Buenos días —dijo Carlos—. Deseo alistarme.
—Y yo también —añadí.
No nos prestó la menor atención. Al terminar lo que estaba haciendo
inclinó ligeramente la cabeza y dijo:
—Buenos días, señorita. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Yo también quiero alistarme.
—¡Es una chica valiente! —añadió sonriendo—. Si tiene la bondad de
presentarse en la oficina 201 y pedir por el mayor Rojas, ella la atenderá— la
miró de arriba abajo—. ¿Piloto?
—Si es posible…
—Tiene trazas de ello. Bueno, vea a la señorita Rojas.
Se marchó después de darle las gracias, y a nosotros decirnos hasta luego.
El sargento nos dedicó ahora su atención, con una ausencia total del placer
que había mostrado ante la pequeña Carmen.
—¿De veras? —dijo—. ¿Para qué? ¿Batallones de trabajo?
—¡Oh, no! —repuse—. Yo voy a ser piloto.
Me miró sin decir palabra, y volvió la vista.
—¿Y tú?
—Yo estoy interesado en el Cuerpo de Investigación y Desarrollo —
respondio Carlos con parquedad—. Especialmente en electrónica. Tengo
entendido que hay buenas oportunidades.
—Las hay, si sois capaces de abriros camino —dijo sombrío el sargento
de la flota—, y no las hay si carecéis de lo necesario: habilidad y preparación.
Escuchad, muchachos; ¿tenéis idea por qué me han puesto aquí?
Yo no le comprendía.
—¿Por qué? —preguntó Carlos.
—Porque al gobierno le importa un rábano que os alistéis o no. Porque se
ha puesto de moda entre la gente, entre mucha gente, el servir un reemplazo,
ganar un privilegio y lucir toda su vida una cinta sobre su solapa diciendo que
es un veterano, hayan visto o no un combate. Pero si a pesar de todo queréis
alistaros, no nos queda otro remedio que admitiros porque es un derecho
constitucional que tenéis. Según el derecho constitucional, todo hombre o
mujer, desde que nace, tiene derecho a servir y a adquirir la ciudadanía plena,
pero nuestra apremiante obligación es hacerles ver a todos los voluntarios lo
difícil que resulta convertirse en gloriosos Caballeros de San Patricio. No
todos vais a ser unos auténticos militares. No necesitamos muchos y, de todos
modos, la mayoría de los voluntarios no representan un material de primera
calidad. ¿Tenéis idea de lo que significa ser soldado?
—No —reconocí.
—Mucha gente piensa que para ser soldado sólo basta con tener dos
manos y dos pies. Como carne de cañón, puede que sí. Posiblemente fuera
cuanto se necesitaba en los tiempos de Julio César. Pero un soldado raso, hoy
en día es un técnico especializado que en cualquier otro oficio se consideraría
un maestro; no podemos permitirnos el tener gente estúpida. Así que para
aquellos que insisten en servir un plazo, pero que no tienen lo que aquí se
necesita, tenemos dispuestos una serie de trabajos tan denigrantes y
peligrosos que les harán irse a casa con el rabo entre las piernas sin haber
terminado lo mucho que vale para ellos la ciudadanía, teniendo en cuenta el
alto precio que han pagado por ella. ¿Véis esa chica que estaba aquí? Quiere
hacerse piloto. Ojalá lo consiga. De buenos pilotos siempre estamos escasos.
Tal vez lo llegue a ser. Pero si no, me la veo en la Antártida estropeándose
sus bonitos ojos de tanta luz artificial y con las manos encallecidas de hacer
trabajos duros.
Yo quise decirle que por lo menos Carmencita llegaría a programadora de
computación para la observación del cielo, pues en matemáticas no había
quien le ganara. Pero estaba hablando de nuevo.
—Muchachos, por eso me pusieron aquí para desanimaros. Mirad esto —
hizo girar su silla para asegurarse de que viéramos que no tenía piernas—.
Supongamos que no os mandan a cavar túneles en la Luna, ni a hacer de
conejos de Indias, al carecer por completo de talento; supongamos que hacen
de vosotros unos buenos soldados. Mirad esto; esto es lo que obtendréis… si
es que no os vais al otro barrio, entretanto que vuestra familia recibe un
«telegrama de condolencia». Esto es lo más probable porque hoy, por hoy,
tanto en los entrenamientos como en combate no suele haber heridos. En tal
caso, les bastará con meteros en un ataúd… Yo soy una rara excepción. Yo
tuve suerte, si es que a esto se le puede llamar suerte.
Se calló un momento y luego añadió:
—Así que más os valdría marcharos a casa y asistir a la universidad.
Luego os hacéis químicos, agentes de seguros o lo que os dé la gana. El servir
un reemplazo no es ningún campamento de niños; es pasar por el auténtico
servicio militar, duro y peligroso, aunque sea en tiempo de paz, o el facsímil
más exorbitante de ello. No se trata de unas vacaciones ni de una aventura
romántica. ¿Qué me decís?
—He venido aquí para alistarme —respondió Carlos.
—Y yo.
—¿Os dais cuenta de que no se os permite escoger el destino?
—Yo creía que podíamos manifestar nuestras preferencias —dijo Carlos.
—Ciertamente. Y será lo último que tendréis derecho a elegir, hasta que
os hayáis licenciado. El oficial de destinos tendrá en cuenta vuestra elección.
Lo primero que hace es ver si esta semana ha habido alguna demanda de
vidrieros, si fuera esto lo que os gustara. Admitiendo a regañadientes que
existe lo que habéis elegido (probablemente en algún puesto, en el fondo del
Pacífico), entonces os somete a una prueba de habilidad y preparación
innatas. Una vez de cada veinte se ve obligado a reconocer que el aspirante
tiene las aptitudes requeridas y le entregan el destino… hasta que algún
bromista le entrega un despacho con órdenes de hacer algo completamente
distinto. Pero las otras diecinueve veces le rechaza y decide convertirle en lo
que precisamente estaban necesitados para efectuar pruebas sobre material de
supervivencia en Titán —y añadió meditabundo—: En Titán hace mucho
frío. Y es sorprendente lo a menudo que deja de funcionar el equipo
experimental. Pero es preciso, sin embargo, que existan estos campos de
experimentación; los laboratorios no siempre proporcionan la respuesta.
—Yo puedo calificarme en electrónica —dijo Carlos con firmeza—, si es
que tiene aplicación allí.
—¿De veras? ¿Y tú, muchacho?
Vacilé, y, de repente, me di cuenta de que, si no tomaba una decisión, no
sería nada en toda mi vida, sino el hijo del amo.
—Pues yo quiero correr ese riesgo.
—Bueno, no podréis decir, al menos, que no os advertí. ¿Traéis las
partidas de nacimiento? Veamos la documentación.
Diez minutos más tarde, sin prestar todavía ninguna clase de juramento,
nos hallábamos en el último piso del edificio sometido a toda suerte de
aguijonazos, punzadas y bajo la acción del fluoróscopo. Llegué a la
conclusión de que el único objeto de aquel reconocimiento consistía en que,
si gozabas de buena salud, acabaras perdiéndola. Como lograras superar estas
pruebas, ya te podías considerar admitido.
Le pregunté a uno de los médicos qué porcentaje de víctimas se
declaraban inaptas, físicamente. Pareció sorprendido.
—¡Cómo! A todos les declaramos aptos. La ley no nos permite rechazar a
nadie.
—¿Eh? Creo que no le comprendo, doctor. Entonces, ¿para qué forman
este escalofriante reconocimiento?
—Hombre, todo ello tiene por objeto —respondió, al tiempo que me
sacudía con un martillo en la rótula, que me obligó a largarle un suave
puntapié— averiguar la clase de servicios que le cuadran físicamente a cada
uno. Aunque viniera usted sentado en una silla de ruedas, ciego de ambos
ojos y fuera lo suficiente sano como para querer enrolarse, ya le encontrarían
un puesto lo suficientemente absurdo que le fuera bien. Tal vez le pusieran a
contar al tacto las pelusas de una oruga. La única manera de que le rechacen
es si los psiquiatras consideran que es incapaz de comprender el juramento.
—Oh… Doctor, ¿era ya médico cuando se alistó? ¿O decidieron que
hiciese la carrera después y le obligaron a estudiar?
—¿Yo…? —parecía escandalizado—. Jovencito, ¿es que tengo yo cara
de memo? Soy un empleado civil.
—Ah… Disculpe, señor.
—No hay ánimos de ofender a nadie, pero el servicio militar es para las
hormigas. Créame; yo les veo ir, y les veo volver, si es que vuelven, y veo lo
que les han hecho. ¿Y todo ello por qué? Por un privilegio político puramente
nominal que no vale un centavo y que la mayoría de ellos son incompetentes
para usarlo como Dios manda. Si dejaran decidir a los médicos… pero qué
más da. A lo mejor piensa usted que hablo como un traidor al decir esto.
Muchacho, si tuviera usted la suficiente inteligencia para contar hasta diez, se
volvería atrás en tanto le sea posible. Aquí tiene; lleve estos papeles al
sargento de reclutamiento… y recuerde lo que le dije.
Volví a la rotonda. Carlos ya estaba allí. El sargento de la flota miró mis
documentos y dijo con displicencia:
—Aparentemente, los dos tenéis una salud inquebrantable, si no fuera por
lo hueca que lleváis la cabeza. Un momento, que traigo algunos testigos.
Oprimió un botón y se presentaron dos empleadas femeninas, una
bastante mona, pero la otra parecía un hacha de guerra. Señalando a nuestros
impresos de reconocimiento médico, a los certificados de mayoría de edad y
a los demás documentos identificativos, dijo:
—Les invito y requiero, a cada una por separado, para que examinen
estos documentos, determinen a quién corresponden, por separado, y qué
relación, si existe alguna, pueden tener los dos individuos aquí presentes.
Las dos procedieron en forma rutinaria, como estoy seguro era todo
aquello. No obstante, escrutaron los documentos, nos tomaron las huellas
dactilares (¡otra vez!) y la más mona se puso en el ojo la lupa de un joyero y
las comparó con las huellas de mi nacimiento. Lo mismo hizo con las firmas.
Empecé a dudar de mi propia existencia. El sargento añadió:
—¿Han encontrado los documentos acordes con la actual competencia de
estos hombres para que reciban el juramento de los enrolados? ¿Qué tienen
que objetar?
—En ambos hemos encontrado en regla —dijo la más vieja— la
conclusión debidamente certificada de examen físico extendida por un
consejo, autorizado y delegado, de psiquiatras, declarando a estos hombres
mentalmente aptos para recibir el juramento, y que ninguno de ellos se
encuentra bajo la influencia del alcohol, narcóticos, drogas incapacitantes o
hipnosis.
—Muy bien —dijo volviéndose hacia nosotros—. Repetid conmigo: «Yo,
mayor de edad, por mi libre voluntad…».
—Yo, mayor de edad —repetimos los dos como un eco—, por mi libre
voluntad…
»… sin coacciones, promesas ni inducción de clase alguna, después de
haber sido debidamente advertido y avisado del significado y consecuencias
de este juramento…
»… me enrolo hoy en el Servicio Federal de la Federación de la Tierra,
por un plazo no inferior a dos años o por cuanto tiempo requieran las
necesidades del Servicio…».
(Al llegar a esta parte tragué saliva. Yo siempre había creído que el plazo
eran dos años, a juzgar por lo que decía la gente. Pero ahora resulta que
firmábamos para toda la vida).
»… Juro sostener y defender la Constitución de la Federación contra
cualquier enemigo, de dentro o fuera de la Tierra, proteger y defender las
libertades y privilegios constitucionales de todos los ciudadanos y residentes
legales de la Federación y de sus Estados y territorios asociados; ejecutar,
dentro o fuera de la Tierra, los deberes de cualquier naturaleza legal que me
sean encomendados, por medio de autoridad legal directa o delegada…
»… y obedecer todas las órdenes legítimas del comandante en jefe del
servicio de la Tierra y de todos los oficiales o personas delegadas puestas
ante mí…
»… y requerir la misma obediencia de todos los miembros del Servicio u
otras personas, o seres no humanos, legítimamente colocados bajo mis
órdenes …
»… y, una vez licenciado honrosamente al terminar mi compromiso en el
servicio activo, o al ser declarado en servicio inactivo de retiro por haber
cumplido dicho plazo, el realizar todos los derechos y obligaciones y
disfrutar de los privilegios que ofrece la ciudadanía de la Federación, como es
el deber, obligación y privilegio de ejercitar el derecho de la soberanía por el
resto de mi vida natural, a menos que sea desposeído de todo ello por
veredicto recaído en tribunal de honor formado por mis propios compañeros
de soberanía».
¡Zambombas! Mr. Dubois nos había analizado el juramento del Servicio
en las clases de Historia y Filosofía Moral, y nos obligó a estudiarlo, frase
por frase. Pero realmente, uno no experimenta el peso de una cosa hasta que
se cierne sobre él, todo en una pieza inconmensurable, tan fuerte e
incontenible como el carro de Juggemaut.
Ello, al menos, me hizo comprender que ya no era un civil con el faldón
fuera y nada en la cabeza. Todavía no sabía lo que yo era, pero sí supe lo que
había dejado de ser.
—¡Que Dios nos ayude! —terminamos de decir los dos, y Carlos se
persignó. Lo mismo hizo la empleada más mona.
Después de esto hubo más firmas e impresiones digitales, de los cinco
que estábamos, y diagramas planos en color de Carlos y míos fueron
adosados a nuestros documentos y estampados en relieve. El sargento dijo
finalmente, levantando la vista:
—Bien, creo que es la hora de almorzar. Id a tomar un bocado, chicos,
—Ejem… Sargento —dije con timidez.
—¿Eh? Habla fuerte.
—¿Podría llamar a mi familia desde aquí? Es para decirles lo que… lo
que hay.
—Puedes hacer algo más.
—¿Qué?
—Puedes tomarte desde ahora una licencia de cuarenta y ocho horas —
guiñó el ojo fríamente—. ¿Sabes lo que sucedería si no volvieras?
—Ah… consejo de guerra, tal vez.
—En absoluto. No ocurriría nada. Excepto que tus documentos quedarían
marcados con «compromiso no cumplido satisfactoriamente», y jamás en la
vida se te daría una segunda oportunidad. Éste es nuestro período de
enfriamiento, durante el que desalentamos a los bebés desarrollados que
nunca debieron prestar juramento. Ello ahorra al Gobierno dinero y evita
muchos disgustos a esos muchachos y a los suyos. No es preciso siquiera que
se lo digas a tus padres —retiró la silla fuera de la mesa—. Así que hasta
pasado mañana al mediodía. Ve a buscar tus efectos personales.
Fueron dos miserables días de permiso. Papá se encolerizó conmigo y
luego dejó de hablarme. Mamá se metió en la cama. Cuando finalmente partí,
una hora antes de lo debido, nadie quiso despedirme, excepto la cocinera de
la mañana y los criados de la casa.
Me detuve frente a la mesa del sargento de reclutamiento, pensé en
hacerle algún saludo, pero llegué a la conclusión de que no sabía cómo. El
levantó la vista.
—Oh —exclamó—. Aquí están tus papeles. Llévalos a la habitación 201;
ellos te darán alguna experiencia. Llama a la puerta y entra.
Dos días más tarde supe que no iba a ser piloto. Algunas de las cosas que
los examinadores escribieron sobre mí decían: «… insuficiente comprensión
instintiva de las relaciones espaciales… insuficiente talento para las
matemáticas… deficiente preparación matemática… tiempo de reacción
adecuado… vista buena».
Me alegré de que anotaran aquellas dos últimas observaciones; estaba
empezando a creerme una completa calamidad.
El oficial de destinos me dejó expresar mis pequeñas preferencias, por
orden, y me pasé otros cuatro días sometido a las más penosas pruebas de
aptitud que pueda imaginarme. Me pregunto qué pueden averiguar haciendo
que una taquígrafa salte de su silla y exclame: «¡Serpientes!», cuando allí no
había ninguna serpiente, sino un inofensivo trozo de manguera de plástico.
Las pruebas orales y escritas eran, en su mayoría, tan absurdas como las
otras, pero parecían hacerles felices, de forma que tuve que ejecutarlas. En lo
que más cuidado puse fue en expresar mis preferencias. Ni que decir tiene
que destaqué los puestos en la Marina del Espacio (a excepción de piloto), ya
fuera como técnico en una cabina de potencia o como cocinero, pues prefería
cualquier puesto en la Armada espacial que en el Ejército, dados mis deseos
de viajar.
Mis preferencias inmediatas eran la Inteligencia: los espías también
viajan, y yo opinaba que aquello no podía ser aburrido. (Me equivocaba, pero
es igual). A continuación me presentaron una larga lista: guerra psicológica,
guerra química, guerra biológica, ecología de combate (yo no sabía qué era
aquello, pero sonaba interesante), cuerpo logístico (un simple error; yo había
estudiado lógica para actuar en el equipo de debate, pero la «logística» resulta
ser algo enteramente distinto) y unas docenas de otros conceptos. Tras pasar
por todas las cribas, no sin ciertas dudas, me incliné por el Cuerpo K-9, de la
Infantería.
Después de esto ya no me molesté en señalar preferencia por ninguno de
los cuerpos auxiliares, no de combate, porque si no era elegido para una
unidad de acción, tanto me importaba que se valieran de mí como un animal
de experimentación o que me enviasen como un obrero más a las canteras de
Venus; en cualquier caso, era un premio al peor.
El señor Weiss, el oficial de destinos, me mandó llamar una semana
después de haber prestado juramento. Realmente era mayor retirado, de
guerra psicológica, en servicio auxiliar activo, pero vestía ropas de paisano, e
insistía en que sólo se le llamara «señor». A su lado podía uno relajarse y
sentirse tranquilo. Tenía delante mi lista de preferencias y los informes sobre
mis pruebas de aptitud, y vi que estaba sosteniendo en la mano la copia
expedida sobre mis estudios medios. Esto me tranquilizó porque mis estudios
medios habían sido buenos. Sin llegar a ser un empollón, mis notas siempre
fueron buenas; no me expulsaron de ningún curso y sólo fui suspendido en
uno, y en lo demás, tuve siempre buena reputación, cual era en el equipo de
natación, debate, en la escuadra de exploración, tesorero de clase, medalla de
plata en el concurso literario anual, presidente del comité de recepción y otras
cosas por el estilo. Unos buenos antecedentes, que figuraban en aquella copia
certificada.
Cuando entré, levantó la vista y dijo:
—Siéntese, Johnnie —volvió a mirar al escrito y luego lo volvió a dejar
—. ¿Te gustan los perros?
—¿Eh? Sí, señor.
—¿En qué medida te gustan? ¿Dejabas a tu perro dormir contigo en la
cama? ¿Dónde está ahora tu perro?
—Bueno, precisamente ahora no tengo perro. Pero cuando lo tenía…
Bueno, nunca durmió en mi cama. Mamá no dejaba que metiéramos perros
dentro de la casa, ¿sabe?
—¿Y nunca lo metiste… a escondidas?
Pensé en explicarle lo mucho que se enfadaba mamá cuando alguien
intentaba disuadirla de alguna resolución suya, pero desistí.
—No, señor.
—Mmmm… ¿no has visto nunca un neoperro?
—Sí, señor, una vez. Hace dos años exhibieron uno en el McArthur
Theater.
Pero la Sociedad Protectora de Animales les puso dificultades.
—Déjame decirte lo que es un equipo K-9. Un neoperro no es
precisamente un perro que habla.
—Al de McArthur Theater no le entendí una sílaba. ¿Saben hablar
realmente?
—En efecto, pero tienes que adaptar el oído a su acento. Su boca no
puede pronunciar la «b», «m», «p» o «v», y tienes que acostumbrarte a sus
equivalentes; a veces, como el «handicap» de tener el paladar partido, pero
con distintas letras. Pero no importa, su expresión oral es tan clara como la
humana. No obstante, el neoperro no es un perro paríante; ni siquiera es un
perro. Es una simbiosis artificial de la raza del perro. Un neo, un «Caleb»
entrenado, es unas seis veces más brillante que el perro; es, digamos, tan
inteligente como un adulto retrasado. Salvo que la comparación no le
favorece al neoperro. El retrasado mental es un deficiente, mientras que el
neoperro es un genio estable en su propia línea de trabajo.
El señor Weiss arrugó el ceño, añadiendo:
—Es decir, siempre y cuando experimente su simbiosis. Pero aquí está el
problema. Mmmm… tú eres demasiado joven para estar casado, pero, al
menos, has conocido el matrimonnio de tus padres. ¿Te imaginas lo que
puede ser el matrimonio con un «Caleb»?
—¿Eh?… No, claro que no.
—La relación emocional entre el perro-hombre y el hombre-perro en un
equipo del K-9 resulta mucho más íntima e importante que las relaciones
emocionales en muchos matrimonios. Si matan al amo, hay que matar
también al perro… ¡en el acto! Es cuanto podemos hacer por el pobre animal.
Una muerte por compasión. Si matan al neoperro… bueno, nosotros no
podemos matar al hombre, aunque sería la solución más simple. En vez de
ello, nos hacemos cargo de él, le hospitalizamos y, lentamente, le vamos
recuperando —cogió una pluma y trazó una marca—. No creo que podamos
correr el riesgo de asesinar a un muchacho del K-9 porque no logró
convencer a su madre para que le dejara dormir con el perro. De forma que
consideremos otra cuestión.
Hasta entonces no me di cuenta de que debía haber desestimado toda
elección ofrecida sobre el Cuerpo K-9; de hecho, la estaba desestimando para
mis adentros. Me encontraba tan fuera de mí que casi no capté la siguiente
observación del mayor Weiss. Dijo meditativamente, sin expresión alguna y
como si estuviera hablando de alguien muy lejano, muerto tiempo atrás:
—En un tiempo, pertenecí a un equipo K-9. Cuando murió mi caleb, me
aplicaron un tratamiento sedante que duró seis semanas y luego me
rehabilitaron para otro trabajo. Johnnie, en esos cursos que tú tienes, ¿por qué
no estudiaste algo útil?
—¿Cómo dice?
—Ya es tarde. Olvídalo. Eh… tu instructor de Historia y Filosofía Moral
parece tener buen concepto de ti.
—Ah, ¿sí? —quedé sorprendido—. ¿Qué dijo de mí?
—Dice que no eres tonto, meramente ignorante y perjudicado por el
medio ambiente —dijo sonriendo Weiss—. Me consta que, dicho por él, es
una gran alabanza.
A mí no me pareció tal elogio. Valiente, obstinado y altivo vejestorio…
—Y un muchacho que saca un menos C en Apreciación de Televisión —
continuó Weiss—, no puede ser malo del todo. Creo que aceptaremos la
recomendación de Mr. Dubois. ¿Te gustaría ser infante?
Salí del Centro Federal con una sensación de agobio, aunque sin sentirme
realmente desgraciado. Al menos era un soldado y en mi bolsillo tenía
documentos que lo probaban. Mi calificación no había sido como demasiado
tonto e inútil en cualquier clase de trabajo.
Pocos minutos pasaron desde que había terminado la jornada laboral del
día y el edificio se encontraba vacío salvo por el personal de noche y algunos
rezagados. En la rotonda me encontré con un hombre cuando ya se marchaba;
su cara me parecía familiar, pero no lograba recordarla. En cambio él me
echó la vista encima y me reconoció.
—¡Buenas noches! —dijo presuroso—. ¿Todavía no has embarcado?
Y entonces le reconocí; era el sargento de la flota que nos había tomado
juramento. Creo que me quedé boquiabierto. Este hombre iba vestido de
paisano, tenía dos piernas, con las que caminaba, y dos brazos.
—¿Eh?, buenas noches, sargento —tartamudeé.
El comprendió perfectamente mi asombro, se miró a sí mismo y dejó
escapar una sonrisa fácil.
—Relájate, hijo. Cuando termina mi jornada de trabajo ya no tengo por
qué seguir exhibiendo mi horrible espectáculo. ¿Todavía no te han colocado?
—Acabo de recibir mi destino.
—¿Para dónde?
—A la Infantería Móvil.
Su cara se partió en una enorme mueca de placer y me extendió la mano.
—¡Ése es mi cuerpo! ¡Chócala, hijo! Haremos de ti un hombre… o te
mataremos en el intento. Quizás ambas cosas.
—¿Cree que es buena elección? —pregunté, dubitativo.
—¿Buena elección? Hijo, es la única elección. La Infantería Móvil es el
Ejército. Todos los demás son meros pisa botones y profesores, cuya misión
sólo consiste en mirar mientras nosotros realizamos el trabajo —me estrecho
otra vez la mano y dijo—: Envíame unas letras: sargento Ho de la Flota,
Centro Federal. Con eso llegarán hasta mí. ¡Buena suerte!
Allí me dejó plantado y se marchó con los hombros echados hacia atrás,
taconeando con paso firme y la cabeza erguida. Yo me quedé mirándome la
mano. La que había estrechado la mía era precisamente su mano derecha, la
que le faltaba. Sin embargo, su tacto era como de carne y su garra atenazó la
mía con firmeza. Yo había leído acerca de esos poderosos protéticos, pero
resulta chocante la primera vez que te tropiezas con uno.
Volví al hotel donde se alojaban los reclutas en espera de destino.
Todavía no teníamos uniformes, sino una especie de guardapolvo que
usábamos durante el día, y nuestras propias ropas que usábamos de noche.
Me dirigí a mi habitación y comencé a empaquetar las cosas, para remitirlas a
casa, naturalmente, porque marchaba de allí por la mañana temprano. Weiss
me había aconsejado que no me llevara nada conmigo salvo fotografías
familiares y, posiblemente, algún instrumento musical, si es que tocaba
alguno, pero no lo tocaba. Carlos había marchado tres días antes después de
obtener el destino que deseaba. Yo me sentí contento, como él habría estado
de confundido al saber el destino que me habían dado. La pequeña Carmen
también se había marchado, con el rango probatorio de cadete guardiamarina.
Se proponía ser piloto, si lo lograba, y yo sospechaba que lo iba a conseguir.
Mi ocasional compañero de habitación entró mientras me encontraba
empaquetando mis cosas.
—¿Tienes ya destino? —dijo.
—Sí.
—¿Dónde?
—Infantería Móvil.
—¿Infantería? ¡Oh, pobrecito palurdo! Créeme, lo siento de veras por ti.
Yo me erguí, enfadado, y dije:
—¡Cierra esa bocaza! ¡La Infantería Móvil es la mejor unidad del
Ejército; es el verdadero Ejército! Los demás sois unos pisabotones que no
hacen más que mirar lo que nosotros realizamos.
Se echó a reír.
—¡Ya lo verás tú mismo!
—¿Quieres ganarte un puñetazo en la boca?
III

El los gobernará con una vara de hierro.

Revelaciones 11:25.

Hice los preliminares en el campamento de Arthur Currie, situado en las


llanuras septentrionales, en unión de otras dos mil víctimas. Y en vez de
campamento más bien quiero decir campo, porque los únicos edificios
permanentes que existían eran para guardar el material. Dormíamos y
comíamos en tiendas de campaña. La vida, si es que a aquello se le puede
llamar vida (según mi opinión de entonces), la hacíamos al aire libre. Yo
estaba acostumbrado a un clima cálido y me parecía que el Polo Norte se
encontraba a cinco millas del campamento, o más cerca. Sin duda era el
retorno de la época de los glaciares.
Pero el ejercicio le mantiene a uno en calor y ellos se preocupaban de que
hiciéramos mucho ejercicio.
La primera mañana de nuestra llegada nos obligaron a levantarnos antes
de que rompiera el alba. A mí me resultó penoso adaptarme al cambio de
zona geográfica y me parecía que acababa de acostarme; no me cabía en la
cabeza el que nadie pretendiera levantarme de veras en la mitad de la noche.
Pero no se trataba de ninguna broma. Un altavoz, desde no sé dónde,
estaba entonando una marcha militar, con potencia suficiente para despertar a
un muerto, y un tipo latoso e hirsuto vino gritando como un energúmeno por
la calle de mi compañía gritando: «¡Todo el mundo fuera! ¡Arriba! ¡A
formar!». Luego volvió merodeando en el momento que yo lanzaba las
mantas sobre la cabeza, al ver lo cual me volcó el catre y di conmigo en el
duro y frío suelo.
Fue una atención impersonal; ni siquiera se esperó a ver si me había
lastimado.
Diez minutos más tarde, vestido con pantalón, camiseta y botas, fui
alineado con los otros en filas desiguales para comenzar los ejercicios de la
mañana, en el momento que el sol asomaba por el horizonte del este. Frente a
nosotros había un tipo fuerte, de anchos hombros y aspecto decidido, con las
mismas vestiduras que los demás, pero a diferencia de mí, que tenía el porte y
me sentía como un pobre embalsamado, su rostro aparecía recién afeitado,
sus pantalones pulcramente planchados, sus zapatos brillantes como espejos y
toda su persona alerta, despierta, relajada y sin cansancio. Se sacaba la
impresión de que aquel hombre jamás había necesitado dormir. Con voz
brusca dijo:
—¡Atención…! ¡Silencio! Me llamo Zim y soy sargento de carrera, jefe
de vuestra compañía. Siempre que os dirijáis a mí saludaréis y diréis «señor»;
lo mismo haréis al hablar con cualquiera que lleve el bastón de instructor.
En aquel momento llevaba un bastoncillo de oficial e hizo un rápido
movimiento giratorio con él para que viéramos a qué se estaba refiriendo.
Cuando llegamos la noche antes, me apercibí de que muchos llevaban
bastones como aquél, y me propuse hacerme con uno para mí, dada su
elegancia. Pero en este instante cambié de opinión.
—Como aquí no disponemos de oficiales suficientes para que os
instruyan —prosiguió—, nosotros nos encargaremos de vuestra instrucción.
¿Quién ha estornudado?
Nadie respondió.
—¿Quién ha estornudado?
—Fui yo —respondió una voz.
—Fui. yo, ¿qué?
—El que estornudó.
—¡El que estornudó, SEÑOR!
—El que estornudó, señor. Estoy resfriado, señor.
—¡Hola! —dijo Zim acercándose a zancadas hasta el hombre que había
estornudado, apuntó con la cantonera del bastón una pulgada por debajo de su
nariz y le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Jenkins, señor.
—Jenkins… —repitió Zim como si el nombre fuera algo desagradable o
incluso vergonzoso—. Supongo que con esa nariz tan sensible al frío, no te
faltarán estornudos en las noches de patrulla, ¿eh?
—Espero que no, señor.
—Y yo también, Pero estás resfriado. Humm… eso ya lo arreglaremos —
señaló con sil bastón—. ¿Ves aquella armería que hay allá?
Yo miré, pero no pude ver nada, excepto la llanura y un edificio que
parecía estar en la línea del horizonte.
—Ve hasta allá y comienza a dar vueltas al edificio corriendo. ¡Pero he
dicho corriendo, rápido! ¡Bronski! ¡Sígale los pasos!
—Sí, sarge.
Uno de los otros cinco o seis hombres que portaban bastones echó detrás
de
Jenkins, le dio alcance fácilmente y comenzó a darle bastonazos en las
posaderas. Zim se volvió hacia nosotros, que seguíamos tiritando en posición
de firmes. Se paseó por delante de todos, de arriba abajo, y nos miró con cara
de tremendo disgusto. Luego se puso en frente, meneó la cabeza y dijo casi
para sí, pero con una voz que podía oírse:
—¡Y pensar que todo esto tenía que sucederme a mí i —se quedó
mirándonos—. Monos… qué digo, ni siquiera llegáis a tanto. Manada
lastimera de micos enclenques… de pecho hundido y barrigudos; babosos
refugiados de las faldas de mamá. ¡En mi vida he visto un hatajo igual de
mequetrefes como el que tengo delante! ¡Levantad el pecho, la vista al frente!
¡Que os estoy hablando!
Yo recogí mi abdomen, aunque no estaba seguro de que lo había dicho
por mí. Continuó su reprimenda y yo empecé a olvidarme de mi carne de
gallina al oírle proferir insultos. No se repetía ni una sola vez y no usó
blasfemias ni obscenidades. (Más tarde me enteré de que las reservaba para
ocasiones verdaderamente especiales, pues ésta no lo era). Pero describió
nuestros defectos, físicos, morales, intelectuales y genéticos con todo lujo de
insultantes detalles.
Pero, en cierto modo, yo me sentía insultado; sentí gran interés en
estudiar su dominio del lenguaje. Me gustaría haberle tenido en nuestro
equipo de debate.
Al final se detuvo y parecía a punto de llorar.
—Esto es insoportable —dijo con amargura—. Pero sacaré partido de
vosotros, aunque seáis peores que los soldaditos de madera que yo tenía a los
seis años. ¡Está bien! ¿Hay entre esta manada de parásitos alguno que quiera
zurrarse conmigo? ¿0 es que no hay entre vosotros ningún hombre? ¡Que lo
diga!
Hubo un corto silencio, al que yo contribuí. Yo no abrigaba ninguna duda
de que él podía conmigo; estaba seguro de ello.
Al otro extremo de la fila oí una voz que decía:
—Yo, señor; yo pelearé con usted.
Zim pareció alegrarse.
—¡Magnífico! Sal de la fila para que yo pueda verte.
El recluta obedeció y su corpulencia era impresionante. Al menos era tres
pulgadas más alto que el sargento Zim y más ancho de hombros.
—¿Cómo te llamas, soldado?
—Breckinridge, señor; peso doscientas diez libras y no soy ningún
barrigudo.
—¿Tienes preferencia por alguna clase de lucha?
—El método que usted prefiera; yo no soy exigente.
—Está bien, no hay reglas. Puedes empezar cuando quieras.
Zim arrojó a un lado el bastón.
La pelea dio comienzo y terminó en el acto. El corpulento recluta se vio
sentado sobre el suelo, sujetándose la muñeca izquierda con la mano derecha.
No dijo ni palabra. Zim se inclinó hacia él.
—¿Rota?
—Puede.
—Lo siento. Me acosaste un poco.
¿Sabes dónde está el dispensario? Es igual. ¡Jones!, lleva a Breckinridge
al dispensario —cuando se lo llevaba, Zim le dio un golpecito sobre el
hombro derecho y dijo tranquilamente—: Dentro de un mes o dos
probaremos de nuevo. Entonces te explicaré cómo sucedió.
Creo que aquella observación pretendía ser un consejo particular, pero
mientras tanto allí estaban adelante de mí y yo me congelaba de frío
lentamente.
Zim se volvió y dijo:
—Muy bien. Al menos tenemos un hombre en la compañía. Ahora me
siento mejor. ¿Tenemos alguno más? Aunque sean dos a la vez. Sapos
escrofulosos, ¿es que no hay entre vosotros dos que quieran tumbarme? —
miró arriba y abajo de las filas—. Vamos, mequetrefes, cobardes… Oh, salid
fuera. Adelante.
De entre las filas salieron dos hombres que habían estado uno al lado del
otro. Yo creo que lo habían concertado juntos en voz baja antes de salir, pero
estaban tan retirados de mí que no pude oírlo. Zim les echó una sonrisa.
—Decidme vuestros nombres, por orden.
—Heinrich.
—Heinrich qué.
—Heinrich, señor. Un momento —habló brevemente con el otro recluta y
añadió cortés—: Todavía no habla bien el inglés corriente, señor.
—Meyer, «mein Herr» —añadió el segundo.
—No importa; hay muchos que no hablan inglés cuando llegan aquí. Yo
mismo no lo hablaba. Dile a Meyer que no se apure, que ya lo aprenderá.
Pero ¿ha comprendido lo que vamos a hacer?
—«Jawohl» —afirmó Meyer.
—Ciertamente, señor. Lo comprende, pero no puede hablarlo de seguido.
—De acuerdo. ¿Dónde os hicieron esas cicatrices de la cara? ¿En
Heidelberg?
—«Nein»… no, señor. Kónigsberg.
—Qué más da.
Zim había vuelto a recoger su bastón después de la pelea con
Breckinridge; lo hizo revolotear y dijo:
—Puede que os gustara disponer de uno de éstos, ¿eh?
—Eso no sería justo, señor —repuso Heinrich con mucha dificultad—.
Con las manos desnudas, si le parece.
—Como queráis. Aunque podría defraudaros. Conque Kónigsberg, ¿eh?
¿Reglas?
—Señor, ¿qué reglas puede haber entre tres?
—Un punto interesante. Bueno, convengamos en que los ojos que se
vacíen durante la lucha hay que reponerlos después. Y dile a tu
«Korpsbruder» que ya estoy listo. Empezad cuando queráis.
Zim arrojó a un lado el bastón y alguien lo recogió.
—Usted bromea, señor. Nosotros no vaciaremos ningún ojo.
—Convenido; no vale sacarse los ojos. Dispara cuando estés dispuesto,
Gridley.
—¡Que ya podéis atacar, o volver a la fila!
Ahora bien, no estoy seguro de cómo sucedió; he debido de aprenderlo
después en los entrenamientos. Pero he aquí cómo creo que ocurrió: los dos
avanzaron flanqueando al jefe de nuestra compañía hasta que lo tuvieron
completamente acorralado, pero sin entrar en contacto. En esta posición, para
el hombre que actúa solo, no hay más que una táctica a elegir entre cuatro
movimientos básicos, sacando ventaja de su propia movilidad y de la superior
coordinación que ejerce un hombre sólo comparado con dos. El sargento Zim
dice (correctamente) que cualquier grupo es más débil que un hombre solo, al
menos que dicho grupo se encuentre debidamente adiestrado para pelear en
común. Por ejemplo, Zim podía haber simulado atacar a uno de ellos,
lanzándose de pronto sobre el otro para dejarle fuera de combate con una
rodilla rota y luego acabar tranquilamente la pelea.
En vez de ello les dejó que atacaran. Meyer se lanzó vertiginosamente
contra él pretendiendo aferrarse a su cuerpo y derribarlo, supongo, mientras
que Heinrich actuaría desde arriba, tal vez con sus botas. Así es cómo pareció
empezar.
Y he aquí lo que creo que presencié. Meyer no llegó nunca a asirse al
cuerpo de Zim. Éste giró de pronto sobre él dándole frente, al tiempo que
soltaba una patada y alcanzaba a Heinrich en la barriga; al mismo tiempo,
Meyer salía por el aire y su embestida era ayudada por el impulso propinado
por Zim.
Pero de lo único que estoy seguro es de que dio comienzo la pelea y en
seguida hubo dos muchachos alemanes pacíficamente tendidos, casi una
cabeza tocando a la otra, uno con el rostro hacia abajo y el otro hacia arriba, y
Zim al lado de ellos, en pie, sin apenas alterar su respiración.
—Jones… —dijo—. No, Jones está en el dispensario ¿verdad?
¡Mahmud!, trae un cubo de agua y devuélveles el conocimiento. ¿Quién tiene
mi palillo mondadientes?
Pocos minutos después, los dos habían recobrado el conocimiento y se
encontraban en la fila, chorreando agua. Zim nos miró y dijo tranquilamente:
—¿Queda alguno más, o comenzamos los ejercicios de la mañana?
Yo no esperaba que saliera nadie más, y él creo que tampoco. Pero de la
parte izquierda de la fila, donde formaban los más bajitos, salió un muchacho
para colocarse delante de todos, en el centro. Zim le miró bajando la vista.
—¿Tú solo? ¿No deseas ningún socio?
—Yo solo, señor.
—Como gustes. ¿Tu nombre?
—Shujumi, señor.
Los ojos de Zim se agrandaron.
—¿Alguna relación con el coronel Shujumi?
—Me cabe el honor de ser su hijo, señor.
—¡Ah!, ¿sí? ¡Magnífico! ¿Cinturón negro?
—No, señor. Todavía no.
—Me alegra tenerte aquí. Bueno. Shujumi, ¿quieres que usemos reglas de
concurso, o pedimos una ambulancia?
—Como usted desee, señor. Pero creo que, si se me permite una opción,
las reglas de concurso serían más prudentes.
—No te comprendo del todo, pero acepto.
Zim tiró a un lado el símbolo de su autoridad y luego, para extrañeza mía,
ambos se hicieron hacia atrás, se dieron frente y se saludaron con una
profunda reverencia.
Después de esto, ambos empezaron a darse caza, describiendo círculos,
semiagachados, sin dejar de darse frente, mientras hacían tentativas de asirse
con la mano, semejantes a dos gallos de pelea.
De repente se enlazaron, y el pequeño luchador caía por el suelo, mientras
que el sargento Zim saltaba por el aire, por encima de la cabeza de aquél.
Pero no fue a caer con el estrépito demoledor de Meyer, sino que fue rodando
sobre sí mismo y se puso en pie tan pronto como Shujumi se encaraba de
nuevo con él.
—¡Banzai! —rugió Zim, guiñando el ojo.
—¡Arigatoi —respondió Shujumi, devolviéndole el guiño.
De nuevo se agarraron, casi sin pausa, y yo pensé que el sargento iba a
volar otra vez. Pero no fue así; avanzó al frente con dificultad, hubo una
confusión de brazos y piernas, y cuando los movimientos cobraron lentitud
pudo verse que Zim presionaba el pie izquierdo de Shujumi contra su oreja
derecha, en una llave inmovilizante.
Shujumi golpeó el suelo con la mano que le quedaba libre; Zim soltó la
presa en el acto, se levantaron y volvieron a hacerse otra reverencia.
—¿Seguimos, señor?
—Lo siento. Tenemos que empezarlos ejercicios. Otra vez será, ¿eh? Será
un placer y un honor. Quizá debiera haberte dicho que fue tu honorable padre
quien me lo enseñó.
—Eso me había imaginado ya, señor. Otra vez será.
Zim le dio una fuerte palmada sobre el hombro.
—Vuelve a la fila, soldado. ¡Atención!
Luego, durante veinte minutos, estuvimos haciendo gimnasia sueca, que
me dejó más calor en el cuerpo que frío había tenido antes. El propio Zim era
quien la dirigía, haciendo los mismos ejercicios que nosotros, mientras
marcaba los tiempos. Por lo que yo pude ver, Zim no mostraba la menor
alteración ni respiraba con fatiga al terminar. Después de aquella mañana, ya
no dirigió más los ejercicios, ni le volvimos a ver antes del desayuno, pues el
rango tiene sus privilegios. Pero lo hizo aquella primera y cuando hubo
terminado y estábamos todos consumidos, nos condujo trotando hasta la
tienda comedor, sin dejar de proferir voces como «¡Arriba las pisadas!
¡Saltad! ¡Vais arrastrando la cola!».
Siempre trotábamos en el campamento de Arthur Currie. Jamás supe
quién fue Arthur Currie, pero debió ser algún ferroviario.
Breckinridge ya se encontraba en la tienda comedor con la muñeca liada,
pero enseñando los dedos. Le oí que decía:
—Bueno, no es más que una fracturita, pero cuando llegue el momento
otra vez ya le ajustaré las cuentas…
Yo tenía mis dudas. Shujumi, tal vez, pero no aquel mono gigante. Ni
sabía lo que se pescaba. A mí no me gustó Zim desde el primer momento que
puse los ojos sobre él, pero tenía estilo.
El desayuno era bueno, todas las comidas eran buenas. Allí no se exigía
lo que en algunos colegios internos tienen por gala para hacerte la vida
desgraciada a la hora de comer. Allí no había modales y esto era un buen
respiro porque en los demás actos siempre tenías que estar cumpliendo
órdenes. El menú para el desayuno era muy distinto a lo que yo había estado
acostumbrado en casa, y los paisanos que nos lo servían se comportaban de
un modo tal con los alimentos que habrían hecho palidecer a mamá y la
hubieran obligado a marcharse de la habitación; pero estaba caliente, en
abundancia y bien condimentado, aunque sencillo. Yo comí cuatro veces de
la normal y terminé de un solo trago el café con crema y mucho azúcar. Me
habría comido un tiburón sin quitarle la piel.
Cuando estaba empezando apareció Jenkins seguido del cabo Bronski. Se
detuvieron un momento ante la mesa donde Zim estaba comiendo solo y
luego Jenkins se sentó junto a mí en un taburete que había libre. Su aspecto
era abatido: pálido, exhausto y la respiración raspeante.
—¿Un poco de café? —le dije.
Sacudió la cabeza.
—Hay que comer —insistí—. Los huevos revueltos van muy bien.
—No tengo ganas. Oh, ese tipo cochino… —empezó a soltar reniegos
contra Zim en un tono bajo, monótono y casi inexpresivo—. Todo lo que le
pedí fue que me dejara acostarme sin acudir al desayuno. Bronski no me
autorizó; dijo que me fuera a ver al jefe de la compañía. Eso hice, pero lo
único que se le ocurrió fue tocarme la mejilla, tomarme el pulso y decir que el
reconocimiento médico era a las nueve. Ni siquiera me dejó volver a la tienda
de campaña. ¡Rata asquerosa! ¡Como le pille por ahí en una noche oscura…!
Sin embargo, le serví algunos huevos y un poco de café. En seguida se
puso a comer. El sargento Zim se levantó para marcharse, mientras la
mayoría de nosotros estábamos todavía comiendo, y se paró delante de
nuestra mesa.
—Jenkins.
—¿Eh? Sí, señor.
—A las nueve en punto preséntate en la enfermería para que te vea el
médico.
Los músculos de las mandíbulas de Jenkins se retorcieron. Respondió
lentamente:
—Yo no necesito píldoras, señor. Ya se me pasará.
—A las nueve en punto. Es una orden.
Y se marchó.
Jenkins reanudó su monótono cántico. Por último enmudeció, dio un
bocado a los huevos y dijo en un tono algo más alto:
—No tengo por menos de preguntarme qué clase de madre trajo eso al
mundo. Lo único que me gustaría es poder conocerla. ¿Habrá tenido madre
alguna vez?
Era una pregunta retórica pero obtuvo respuesta. A la cabecera de la
mesa, varios taburetes más allá, se hallaba uno de los cabos-instructores.
Había terminado de comer y estaba fumando y limpiándose los dientes a la
vez con el palillo. Sin duda había escuchado.
—Jenkins.
—Eh, señor.
—¿Es que no conoces a los sargentos?
—Bueno… estoy empezando a conocerlos.
—Ellos no tienen madre. Pregunta a cualquier veterano —echó una
bocanada de humo hacia nosotros—. Se reproducen por progresión… como
todas las bacterias.
IV

Y el Señor dijo a Gedeón: El pueblo que te sigue es


demasiado numeroso. Ahora bien, preséntate ante la
muchedumbre y proclama que todo aquel que tenga miedo
puede volverse… Y de entre la muchedumbre se volvieron en
número de veintidós mil, y quedaron en número de diez mil. Y
el Señor dijo a Gedeón: Los que te siguen son todavía
demasiado numerosos; llévalos junto al agua y yo los
seleccionaré por ti… Y Gedeón llevó su pueblo junto al agua. Y
el Señor dijo a Gedeón: Sólo aquel que beba posando su lengua
sobre el agua, como hacen los canes, será digno de seguirte; no
así los que para ello hinquen la rodilla en tierra. Y el número de
los que bebieron llevándose ¡as manos a la boca, fueron de
trescientos hombres…
Y el Señor dijo a Gedeón: Te he librado de trescientos más;
deja que te sigan los que quedan…

Antiguo Testamento. VII:2-7.

A las dos semanas de estar allí nos quitaron los catres. Es decir, que
tuvimos el dudoso placer de plegarlos, cargar con ellos durante millas y
depositarlos en un almacén. Por aquel entonces ya no importaba. El terreno
parecía más caliente y muy blando, en especial cuando sonaba la voz de
alerta a media noche y teníamos que levantarnos para jugar a los soldados.
Esto sucedía unas tres veces por semana. Pero yo me caía dormido nada más
terminar aquellos ejercicios de entrenamiento. Había aprendido a dormir en
cualquier parte, a cualquier hora; incluso dormía en la parada de la noche, en
posición de firmes, disfrutaba de la música sin ser despertado por ella y me
despertaba en el momento preciso para pasar revista.
En el campamento de Currie descubrí algo muy importante. La felicidad
consiste en dormir mucho. Sólo en esto y nada más. Hay mucha gente rica y
desgraciada que necesita tomar píldoras para dormir. En la Infantería Móvil
no son necesarias las píldoras. Dale a cualquier soldado un catre y tiempo
para tumbarse en él y será más feliz que un gusano en una manzana…
durmiendo.
En teoría nos daban ocho horas completas para dormir cada noche, y
aproximadamente una hora y media después de la comida de la tarde para tu
propio uso. Pero, en realidad, las horas de reposo nocturno quedaban sujetas a
toques de alerta, al servicio de noche, a marchas por el campo y a los actos de
Dios y a los caprichos de tus superiores. Por lo que las noches, si no te las
pasabas de patrulla o de servicio extraordinario debido a ofensas menores,
tenías que pasarlas sacando lustre a los zapatos, haciendo de lavandera o
arreglándote el pelo (algunos de los nuestros solían ser buenos barberos, pero
con un pelado como una bola de billar bastaba, por lo que cualquiera servía
para ello). Y no hablemos de las mil y una zarandajas dependientes del
equipo, de la persona y de las exigencias de los sargentos. Por ejemplo, se
nos enseñó a responder a la lista de la mañana con la palabra «bañado», lo
que significaba que habías tomado un baño después del toque de diana.
Cualquiera podía decir «bañado» sin ser cierto (yo lo hice un par de veces),
pero lo menos uno de nuestra compañía que empleó este truquito a la vista de
unas pruebas ciaras de no haberse bañado recientemente, fue sometido a un
fregado con ramujos ásperos y jabón común por sus propios compañeros de
escuadra, mientras que un cabo-instructor permanecía atento a la operación
haciendo valiosas sugerencias.
Pero si no teníamos alguna cosa urgente que hacer después de la cena,
podíamos escribir una carta, holgazanear, ponemos de palique, discutir sobre
las mil faltas mentales y morales de los sargentos y, lo más apetecido de todo,
hablar acerca de la hembra de las especies (llegamos a convencernos de que
no existían tales criaturas y que sólo era una mitología creada por
imaginaciones calenturientas). Un chico de nuestra compañía aseguraba
haber visto una mujer en el cuartel general del regimiento; fue juzgado
unánimemente de embustero y jactancioso. O podías jugar a las cartas. Yo
aprendí (de la manera más dura) a no hacer trampas, y ya no he vuelto a
hacerlas. En realidad, desde entonces no he vuelto a jugar a las cartas.
O, si de veras tenías veinte minutos enteramente tuyos, los empleabas
para dormir. Ésta era una elección altamente apreciada por todos; siempre
arrastrábamos un déficit, en sueño, de varias semanas.
A lo mejor he dado a entender que el campamento ofrecía una vida más
dura de lo necesario. Esto no es correcto. La vida allí se nos hacía «tan dura
como era posible», y a propio intento.
Era una firme opinión de todos los reclutas el que aquello era una
completa iniquidad, un sadismo calculado, un deleite diabólico de cerebros
menguados que disfrutaban haciendo sufrir a los demás.
No era así. Aquello estaba demasiado bien planeado, demasiado
organizado impersonalmente, era demasiado intelectual y eficiente para que
fuese crueldad por mero placer sádico. Tenía un fin semejante a la cirugía,
tan desapasionado como el proceder del cirujano. Bueno, reconozco que
algunos instructores puedan haber disfrutado con ello, pero ignoro que lo
hicieran; ahora sé que los oficiales de psicología trataban de eliminar a los
rufianes al seleccionar los instructores. Lo que querían era encontrar hábiles y
hedidos artífices que supieran el arte de hacer las cosas más rudas posibles
para los reclutas; un rufián bravucón es demasiado estúpido, demasiado
implicado emocionalmente y lo más fácil es que se canse y desista en su
goce, con lo cual no puede ser eficiente.
No obstante, es posible que haya habido sádicos entre ellos. Pero yo he
oído decir que algunos cirujanos (y no necesariamente los malos) disfrutan
cortando y viendo manar sangre que acompaña al arte humano de la cirugía.
Y eso es lo que era; una operación quirúrgica. Su inmediato propósito
consistía en desprenderse de aquellos reclutas que eran demasiado blandos y
aniñados para formar en la Infantería Móvil. Y conseguía que se fueran, a
manadas. (Yo estuve a punto de marcharme). En las primeras seis semanas,
nuestra compañía quedó reducida a un pelotón. Algunos cesaban, sin más, y,
si querían, se les daba opción para que cumplieran su compromiso en
unidades no de combate; otros eran separados por Mala Conducta, por
Rendimiento ^Insatisfactorio o por Incapacidad Médica.
Normalmente no se enteraba nadie de que uno se marchaba, al menos que
le viera irse o le anticipase la información. Pero había otros que estaban
hartos y lo pregonaban a voces, renunciando para siempre a sus derechos al
privilegio. Algunos, en especial los mayores, eran incapaces de seguir la
marcha a pesar de sus esfuerzos físicos. Recuerdo de un tipo ya mayor,
llamado Carruthers, que debía tener treinta y cinco años, que se lo llevaron
tendido sobre una camilla, mientras él protestaba, diciendo que volvería.
Fue muy triste porque todos queríamos a Carruthers y él hizo cuanto
pudo; de forma que lo miramos bajo otro punto de vista y nos le imaginamos
con ropas de paisano toda su vida como consecuencia de su incapacidad
médica. Pero yo me encontré con él, mucho tiempo después. Había
renunciado a la incapacidad médica (no estaba uno obligado a aceptarla) y se
enroló de tercer cocinero en un transporte de tropas. El se acordó de mí y
quiso que charláramos de los viejos tiempos, sintiéndose tan orgulloso de
haber sido un alumno del campamento Currie, como papá de su acento de
Harvard. Dijo que estaba mejor que un ordinario soldado de la Armada. A lo
mejor era cierto.
Pero mucho más importante que el propósito de eliminar a los no aptos
rápidamente y ahorrar al Gobierno los gastos de entrenar a aquellos que
nunca servirían, era el primordial fin de asegurarse, dentro de lo posible, que
ningún soldado penetrara en una cápsula para efectuar un lanzamiento de
combate a menos que estuviese preparado para ello: apto, resolutivo,
disciplinado y diestro. Si no reúne estas condiciones, no resultará bueno para
la Federación, ni ciertamente lo será para con sus compañeros y, lo que es
peor de todo, no lo será para consigo mismo.
Pero ¿era la vida en el campamento más cruel y dura de lo necesario?
Todo lo que puedo decir a este respecto es lo siguiente: la vez que tenga
yo que hacer un salto de combate, quiero a mi lado hombres que se hayan
graduado en el campamento de
Currie o en su equivalente siberiano. De no ser así, me negaré a entrar en
la cápsula.
Pero en aquel tiempo pensé sin duda que todo aquello era un cúmulo de
disparates maliciosos. Eran pequeñas cosas. Cuando llevábamos allí una
semana, para aumentar las fatigas que de hecho sufríamos, nos veíamos
formando en la parada vestidos de andrajos. (Los vestidos y prendas de
uniforme llegaron mucho después). Yo tomé mi túnica y me fui con ella a la
tienda del vestuario para quejarme al sargento intendente. Puesto que no era
más que un sargento de intendencia y su comportamiento parecía más bien
paternal, creí que sería un empleado civil. Por aquel entonces no sabía yo
interpretar el significado de las cintas que pendían de su pecho, pues, de lo
contrario, no me hubiera atrevido a hablarle como lo hice.
—Sargento, esta túnica es demasiado grande. El jefe de mi compañía dice
que parece una tienda de campaña.
El la miró sin llegar a tocarla.
—¿De veras?
—Sí. Deseo una que me venga bien.
Siguió sin inmutarse.
—Hijito, déjame decirte una cosa. En este ejército hay sólo dos tallas; una
demasiado grande y otra demasiado pequeña.
—Pero el jefe de mi compañía dice…
—Qué duda cabe,
—¿Y qué voy a hacer?
—Oh, ¿conque lo que deseas es un consejo? Precisamente tengo uno para
ti. Mira lo que voy a hacer yo: aquí tienes una aguja y hasta te daré un ovillo
de hilo. No necesitarás tijeras, porque una hoja de afeitar, es mejor. Puedes
ajustártela a las caderas, pero deja ropa suficiente para cubrirte los hombros,
porque la necesitarás después.
El único comentario que hizo el sargento Zim a mi obra de sastrería fue:
—Puedes hacerlo mejor. Dos horas de servicio extraordinario.
Para la siguiente revista había mejorado mi obra.
Aquellas seis primeras semanas fueron duras e ingratas con numerosos
ejercicios de formación y un sinfín de marchas rutinarias. Con el tiempo, a
medida que las filas disminuían, marchándose a casa o a cualquier otra parte,
hubo veces que hacíamos marcha de cincuenta millas en diez horas sobre el
terreno llano. Éste es un buen récord para un buen caballo, cuando uno no ha
usado sus piernas. Pero descansábamos. El descanso no consistía en paramos,
sino en cambiar de paso, en marchar lento, rápido o al trote. A veces
rebasábamos la distancia máxima, vivaqueábamos y comíamos raciones de
campo, dormíamos en sacos de dormir y regresábamos al día siguiente.
Una vez empezamos la marcha ordinaria de un día, sin sacos de dormir
sobre nuestros hombros ni raciones de campo. Cuando no nos detuvimos para
comer, no me sorprendió. Por entonces ya había aprendido yo a sisar azúcar,
pan duro o algo semejante en la cocina y esconderlo dentro de mi persona.
No obstante, al llegar la tarde y seguir marchando en dirección opuesta al
campamentó, empecé a inquietarme. Pero también había aprendido a no hacer
preguntas necias.
Nos detuvimos poco antes del anochecer. Eramos tres compañías, por
aquel entonces un tanto menguadas. Formamos en columnas de batallón y
desfilamos sin música. Se montó la guardia y rompimos filas. En seguida
busqué al cabo-instructor Bronski, ya que éste era un poco más tratable que
los otros, y, también, yo ya sentía en mí cierta responsabilidad, pues, por
entonces, me habían nombrado cabo-recluta. Esta clase de galones significan
muy poco, pues más bien sirven para llevarse una reprimenda por lo que haga
tu escuadra, aparte de las faltas que tú cometas; y, por si fuera poco, estaban
expuestos a esfumarse con la misma rapidez que habían venido. Zim había
probado primeramente con todos los soldados mayores no comisionados, y
yo heredé el brazalete con la sardineta un par de días antes al caer enfermo el
jefe de nuestra escuadra y ser llevado al hospital.
—Cabo Bronski —dije—. ¿Qué pasa, es que no se come hoy? ¿Cuándo
van a tocar fagina?
Me hizo un guiño.
—Yo he traído conmigo un par de galletas. ¿Quieres que las partamos?
—¿Eh? Oh, no, señor, gracias —en verdad, yo llevaba encima algo más
de dos galletas; había aprendido—. ¿No tocan a rancho?
—Tampoco me lo dijeron, hijito. Pero no veo que se acerquen
helicópteros. Ahora, yo en tu lugar me reuniría la escuadra y trataría de
solucionar las cosas por mi cuenta. A lo mejor cazáis alguna liebre a
pedradas.
—Sí, señor. Pero… bueno, ¿pasaremos aquí la noche? No hemos traído
sacos de dormir.
Sus cejas se arquearon.
—¿No? ¡Qué barbaridad! —pareció reflexionar—. Mmmm… ¿Has visto
alguna vez agruparse las ovejas ante una tormenta de nieve?
—Oh, no, señor.
—Inténtalo. Ellas no se hielan; puede que tampoco os heléis vosotros.
Pero si no os gustan las agrupaciones, podéis caminar toda la noche. Nadie os
lo impedirá, siempre y cuando no os salgáis del perímetro de centinelas.
Haciendo movimiento no se congela nadie. Claro que mañana estaréis algo
cansados.
Volvió a hacer un guiño. Yo le saludé y volví con mi escuadra. Hicimos
particiones iguales y a mí me tocó menos de lo que había aportado. Había
alguno de aquellos idiotas que no birló nada para comer, o bien se lo había
comido durante la marcha. Pero unas cuantas galletas y un par de ciruelas
pasas son suficientes para acallar las voces de alerta de tu estómago.
El truco de las ovejas también dio resultado. Toda nuestra sección,
compuesta de tres escuadras, se agrupó. A nadie se lo recomiendo como
modo de dormir; si te pilla en el exterior del grupo te hielas de frío, y, si te
coge dentro, estás calentito, pero aguantando los codazos, pisotones y la
respiración de todos. Durante toda la noche se la pasa uno cambiando de
sitio, en una especie de movimiento browniano, sin llegar a despertarse del
todo pero sin coger el sueño definitivamente. Con todo ello, la noche parece
durar un siglo.
Al amanecer volvimos a escuchar los habituales gritos de «¡Arriba! ¡A
formar!», estimulados por los bastones de los instructores que actuaban sobre
los puntos vulnerables. Luego realizamos los ejercicios de la mañana. Yo me
sentía como un cadáver y parecióme imposible que pudiera tocarme los pies
con las puntas de los dedos. Pero lo hice, pese a lo que dolía, y veinte
minutos después iniciamos la marcha. Yo me sentía más viejo. El sargento
Zim aparecía tan fresco y el muy bribón hasta se las había arreglado para
afeitarse.
El sol calentaba nuestras espaldas según marchábamos, y Zim nos
apremió, al principio, para que entonásemos viejas canciones como «Le
Regiment de Sambre et Meuse», «Caissons» y «Halls de Montezuma», y,
luego, las nuestras propias como «La Polka del Soldado del Espacio», que
comienza moviéndote a un paso rápido para terminar en un trote. La voz del
sargento Zim era potente, pero desafinada. Gracias a la buena entonación de
Breckinridge podíamos guardar el tono entre las terribles y falsas notas de
aquél.
Nosotros nos sentíamos fanfarrones y levantábamos el gallo. Pero no nos
sentíamos igual cuando hubimos andado otras cincuenta millas. Había sido
una larga noche, un día interminable y Zim nos hizo formar y pasó revista y
varios fueron arrestados por no haber conseguido afeitarse en los nueve
minutos que nos dejaron libres desde que terminamos la marcha y volvimos a
formar para la revista. Aquella noche pidieron la baja varios reclutas, y yo
pensé en hacerlo, pero no lo hice porque todavía llevaba sobre mí aquellos
absurdos galones.
Durante la misma noche hubo una generala de dos horas.
Pero con el tiempo supe apreciar el confort de dos o tres docenas de
cuerpos con quien mezclarse, porque doce semanas más tarde me depositaron
completamente desnudo en una zona primitiva de las Rocosas canadienses y
tuve que abrirme paso caminando a través de las montañas. Lo hice, y odié al
Ejército cada paso que daba.
Sin embargo, al final no me hallaba en un estado demasiado deplorable.
Un par de conejos estuvieron menos alerta que yo, de forma que no anduve
enteramente hambriento… ni tampoco desnudo. Con la grasa y piel del
conejo me hice un recio y cálido abrigo para el cuerpo y irnos mocasines para
los pies. Los conejos ya no iban a necesitar sus pieles. Es asombroso lo que
se puede conseguir con un trozo de piedra cuando te obliga la necesidad.
Creo que nuestros antepasados de las cavernas no eran tan tontos como
normalmente se piensa.
También lo hicieron todos los demás que aún no habían pedido la baja y
trataban de superar las pruebas; todos, menos dos que murieron en el intento.
Entonces marchamos todos a las montañas y estuvimos trece días
buscándolos, ayudados por helicópteros que nos guiaban desde arriba y con
los mejores medios de comunicación, y tanto nosotros como nuestros
instructores vestíamos los poderosos trajes de comando hasta supervisar y
comprobar cualquier indicio, porque la Infantería Móvil no abandona a los
suyos mientras haya la más remota esperanza.
Luego les dimos sepultura con todos los honores, a los acordes de «Esta
Tierra es Nuestra», y con el título postumo de PFC, el primero que se
concedía en nuestro regimiento, porque no se espera que el soldado sobreviva
necesariamente (pues morir forma parte de su deber) pero se mira mucho la
forma en que se muere. Hay que dar la vida con la cabeza alta y luchando en
el cumplimiento del deber.
Breckinridge era uno de ellos; el otro era un muchacho australiano al que
yo no conocía. No fueron los primeros que murieron en los entrenamientos,
ni tampoco los últimos.
V

¡Está aquí porque es culpable!


Cañón de estribor… ¡Fuego!
Demasiado, una descarga para él.
¡Fuera el parásito!
Cañón de babor… ¡Fuego!

(Vieja canción con que se saludaba a los cañones).

Pero aquello fue después que abandonásemos el campamento de Currie y,


entretanto, ocurrieron muchas cosas. Entrenamiento de. combate,
principalmente, disciplinas, ejercicios y maniobras de guerra, usando todo lo
imaginable, desde las manos limpias hasta armas nucleares simuladas. Yo no
sabía que existieran tantos modos diferentes de pelear. En principio sólo con
pies y manos y el que se crea que éstos no son armas es porque no ha visto al
sargento Zim y al capitán Frankel, el jefe de nuestro batallón, hacer
demostraciones de «la savate», o al pequeño Shujumi acabar con uno
valiéndose de sus manos y una mueca feroz. Zim convirtió en seguida a
Shujumi en instructor para estos fines y nos mandó obedecer sus órdenes, si
bien no teníamos que saludarle ni decirle «señor».
Como nuestras filas iban decreciendo, Zim no se molestaba en acudir a
las formaciones, salvo a las paradas, y pasaba tiempo y más tiempo en la
instrucción personal, ayudando a los cabos-instructores. Le gustaban todas las
armas, pero en especial le apasionaban las navajas, pero prefería emplear
armas inferiores para equilibrar el combate. Como instructor personal se
ablandó bastante, siendo meramente insoportable, en vez de abiertamente
repulsivo. Con las preguntas estúpidas sabía ser muy paciente.
Una vez, durante uno de los períodos de dos minutos de descanso, que de
cuando en cuando se otorgaban entre los ejercicios del día, uno de los
muchachos, llamado Ted Hendrick, preguntó:
—Sargento, a mí me divierte arrojar el cuchillo de esta manera… ¿Pero
por qué lo aprendemos? ¿Qué uso puede tener?
—Bueno —contestó Zim—, suponte que sólo tienes cuchillo. O que ni
siquiera dispones de él. ¿Qué piensas hacer, rezar tus oraciones y morir? ¿O
lanzarte ferozmente contra el enemigo? Hijo, esto es real; no se trata de
ningún juego y puede ocurrirte cuando te encuentres en la retaguardia
enemiga.
—A eso me refiero, señor. Supongamos que no estoy armado, o que sólo
dispongo de uno de estos cortaplumas, y que mi enemigo cuenta con toda
clase de armas peligrosas. Poco podré hacer contra él.
—Te equivocas en eso, hijo —respondió Zim casi con suavidad—. No
existen tales armas peligrosas.
—¿Qué dice, señor?
—Que no existen armas peligrosas; sólo hay hombres peligrosos. Y
nosotros estamos tratando de enseñarte a serlo… frente al enemigo.
Peligroso, aunque sea sin cuchillo. Peligroso en tanto dispongas de tus manos
y pies y sigas estando vivo. Si no crees lo que te digo, puedes leer «Horatius
en el Puente», o «La Muerte de Bon Homme Richard». Se encuentran en la
biblioteca del campamento. Pero veamos el caso que expusiste primero. Yo
me pongo en tu lugar y lo único que tú tienes es un cuchillo. La diana que
hay detrás mío, la número tres, a la que tú no acertaste, es un centinela que
dispone de toda clase de armas a excepción de una bomba H. Tú tienes que
eliminarlo, silenciosamente, en el acto y sin permitirle que pida ayuda —Zim
se volvió vertiginosamente (zack), arrojando al centro mismo de la diana
número tres un cuchillo que ni siquiera llevaba en la mano—. ¿Te das
cuenta? Vale más llevar dos cuchillos, pero tienes que eliminarlo, aunque sea
con las manos limpias.
—Oh…
—¿Hay algo más que te preocupe? Dilo. Para eso estamos aquí, para
responder a vuestras preguntas.
—Por supuesto, señor. Dijo usted que el centinela no disponía de ninguna
bomba H. Pero lo cierto es que dispone de ella. Bueno, nosotros, al menos,
las tenemos cuando estamos de centinelas, e igualmente las tendrá cualquier
centinela enemigo. Pero no me refiero al propio centinela, sino al bando
contrario.
—Sigue, te entiendo.
—Pues, verá, señor: si nosotros podemos emplear bombas H, y, como
usted dijo, no se trata de ningún juego, sino de una guerra real donde nadie se
descuida, ¿no resulta un poco absurdo el que nos arrastremos por entre la
maleza arrojando cuchillos, y tal vez exponiéndonos a morir, e incluso a
perder la guerra, disponiendo de armas verdaderas con las que podemos
ganarla? ¿Qué objeto tiene el que un puñado de hombres arriesguen sus vidas
con armas anticuadas, cuando un profesor puede hacer mucho más tan sólo
con apretar un botón?
Zim no respondió en seguida, cosa completamente desacostumbrada en
él. Luego dijo con calma:
—Hendrick, ¿eres feliz en la Infantería? Ya sabes que puedes pedir la
baja.
Hendrick murmuró algo.
—Habla más fuerte —le instó Zim.
—No tengo deseos de renunciar, señor. Quiero cumplir mi compromiso.
—Comprendo. De todos modos, para responder a la pregunta que tú has
hecho no se halla realmente calificado un sargento, ni debías habérmela
formulado. Antes de alistarte, se supone que conocías la respuesta. ¿Hiciste
en tu colegio algún curso de Historia y Filosofía Moral?
—¿Eh? Seguro, señor.
—Entonces ya has escuchado la contestación. Pero yo voy a darte mi
propio punto de vista… no oficial, sobre ella. Si quisieras enseñar a un niño
una lección, ¿le cortarías la cabeza?
—¡Claro que no, señor!
—Por supuesto. Lo que harías sería darle palmaditas. Puede haber
circunstancias en las que resulte tan absurdo arrasar una ciudad enemiga con
una bomba H, como el decapitar a un niño con un hacha. La guerra no es la
violencia y la mortandad, pura y simple; la guerra es la violencia
«controlada» para un propósito. El propósito de la guerra es apoyar por la
fuerza las decisiones de tu Gobierno. El propósito no radica en matar, sólo
por matar al enemigo, sólo por el hecho de matar, sino en obligarle a hacer lo
que tú quieres que haga. No es el matar, es la violencia controlada y llena de
propósitos. Pero no es a ti ni a mí a quienes les incumbe el fin del control. No
es nunca de la incumbencia del soldado el decidir cuándo, dónde, cómo o por
qué se lucha; eso corresponde a los estadistas y a los generales. Los hombres
de estado deciden el por qué y el cuánto; los generales arrancan de esa base
para decirnos dónde, cuándo y cómo. Nosotros aportamos la violencia; otros,
de más edad y con mejor cerebro, según dicen, aportan el control. Y así es
como debe ser. Ésta es la mejor respuesta que puedo darte. Si no te ha
satisfecho, lo más que puedo hacer es proporcionarte una entrevista con el
jefe del regimiento. Si él no logra convencerte, lo mejor que puedes hacer es
marcharte a casa y convertirte en persona civil. Porque en tal caso, nunca
serás un buen soldado.
Zim se puso en pie.
—Aunque pienso que lo que querías era tirarme de la lengua. ¡Atención,
soldados! ¡Cada uno a su puesto! ¡Disparen sobre la diana! Hendrick, tú
primero. Esta vez quiero que arrojes el cuchillo al sur. ¿Entendido? No al
norte. La diana se supone situada al sur de ti y quiero que el cuchillo siga, al
menos, una dirección sur. Ya sé que no darás en el blanco, pero procura
afinar la puntería. No te vayas a cortar la oreja ni se lo claves a los que hay
detrás de ti. Ocupa tu cerebro de mosquito en la idea fija de tirar hacia el sur.
¿Dispuesto? ¡Tira!
Hendrick falló de nuevo.
Nos entrenamos con bastones y nos entrenamos con alambre (con
infinidad de cosas que podían improvisarse mediante un trozo de alambre), y
aprendimos lo que se puede hacer con armas realmente modernas, cómo
hacerlo, cómo servir y mantener el equipo: armas nucleares simuladas,
cohetes de la infantería, y varias clases de gas, venenos, elementos
incendiarios y de demolición. También aprendimos que otras cosas era mejor
no discutirlas. Pero también adquirimos grandes conocimientos sobre armas
«anticuadas». Bayonetas caladas sobre armas simuladas, por ejemplo, y
también armas auténticas y casi iguales a los fusiles usados por la infantería
en el siglo veinte; muy parecidas a los rifles deportivos empleados en la caza,
excepto que disparábamos postas sólidas con aleación de plomo y blindaje,
tanto a dianas sobre terreno medido, como contra otras que salían por
sorpresa, simulando escaramuzas con el enemigo. Esto iba encaminado a
prepararnos para aprender el manejo y uso de cualquier tipo de arma, y para
adiestrarnos en estar siempre alertas y dispuestos a cualquier eventualidad.
Bueno, creo que lo consiguieron. Estoy seguro de ello.
Usábamos estos rifles en ejercicios de campo, además, para disfrazar
otras armas más mortíferas y peligrosas. Empleamos muchos ejercicios de
simulación; era necesario. Una bomba o una granada «explosiva», contra el
material o el personal, sólo tenía por objeto explotar y esparcir una gran nube
de humo negro; otra tenía por misión liberar un gas que te hiciera estornudar
y verter lágrimas; otra te decía que estabas muerto o paralizado, impidiendo
tomar precauciones oportunas de antigás, y no digamos lo que hacía sobre
uno si le pillaba de lleno.
Nuestro déficit de sueño aumentó todavía más. Más de la mitad de los
ejercicios los hacíamos por la noche provistos de lentes infrarrojos, radar,
elementos auditivos, etcétera.
Los rifles usados para suplantar a las armas de tiro eran cargados con
munición de fogueo, excepto una bala cada quinientas, que se cargaba al azar
con bala real. ¿Peligroso? Sí y no. El hecho de estar vivo ya es peligroso… y
una bala que no fuera explosiva probablemente no le mataría a uno al menos
que le diera en la cabeza o en el corazón, y quizás tampoco en tal caso. Lo
que conseguía esta carga real «entre quinientas de fogueo» es que pusiéramos
el máximo interés en cubrirnos, especialmente sabiendo que algunos rifles
eran disparados por instructores que eran buenos tiradores y, de hecho, hacían
lo posible por alcanzarte… aunque la bala no fuera de fogueo. Nos
aseguraban que no disparaban intencionalmente contra cabeza de nadie, pero
que podían ocurrir accidentes.
Estas amigables seguridades no eran muy tranquilizadoras. Aquella bala
real entre quinientas convertía los tediosos ejercicios en una especie de
«ruleta rusa» a gran escala. Desde el momento que oías pasar silbando una
bala junto a la oreja, antes de haber oído el disparo del arma, se te quitaba el
aburrimiento. '
Pero, de todos modos, no nos cubríamos debidamente y pronto se
corrieron las voces de que el mando, para obligarnos a actuar con mayor
verismo, había decidido poner una bala real cada cien de fogueo o, si no era
suficiente, una cada cincuenta. Ignoro si el cambio llegó o no a hacerse
¿quién sabe?, pero lo que sí sé es que la tensión subió entre nosotros, debido
a que un muchacho de la siguiente compañía fue alcanzado en las posaderas
por una bala de verdad que le produjo una herida asombrosa, aparte de
muchos semiguasones comentarios y un renovado interés general en ponerse
a cubierto. Nosotros nos reíamos de aquel chico por el sitio en que había sido
tocado, pero todos sabíamos que podía haber sido en la cabeza… o en la
nuestra propia.
Los instructores que no disparaban rifles no se ponían a cubierto.
Vestidos con camisa blanca andaban libremente sin protección con sus
ridículos bastones, bien confiados sin duda en que ningún recluta dispararía
intencionadamente contra un instructor, lo cual suponía un verdadero exceso
de confianza por parte de algunos. Sin embargo, las posibilidades de morir
eran de una entre quinientas, aunque se apuntara con malas intenciones,
aparte de que el factor de seguridad aumentaba aún más teniendo en cuenta
que los reclutas no eran muy buenos tiradores. Un rifle no es un arma fácil;
no tiene la facultad de buscar directamente su objetivo. Me doy cuenta de que
incluso en los días en que las guerras se libraban y decidían con tales armas,
se precisaba hacer muchos disparos por cada hombre que se mataba. Esto
parece imposible pero las historias militares están de acuerdo en ello.
Evidentemente, la mayoría de los disparos se hacían en realidad sin apuntar,
sino que actuaban simplemente para obligar al enemigo a tener la cabeza
agachada y a interferirse con los suyos.
De todos modos, nosotros no tuvimos ningún instructor herido o muerto
por disparo de rifle. Tampoco hubo ningún recluta víctima de dichas balas;
los muertos que tuvimos fueron todos por armas o razones distintas, algunas
de las cuales podían volverse contra el propio tirador si no hacía las cosas
como indicaba el libro. Bueno, hubo uno que se partió el cuello al arrojarse al
suelo con demasiado entusiasmo la primera vez que disparaban sobre él, pero
no le tocó ninguna bala.
No obstante, la obsesión de las balas y el ponerse a cubierto de ellas me
produjo, como una reacción en cadena, la mayor depresión moral que
experimentara en el campamento Currie. En primer lugar, me habían
despojado de mis galones, no por una falta propia, sino por algo que hizo mi
escuadra cuando yo no estaba presente siquiera. Yo me defendí diciéndolo,
pero Bronski me dijo que cerrara el pico. En vista de ello me fui a hablar con
Zim. Éste me dijo fríamente que yo era responsable de lo que hicieran mis
hombres, sin tener en cuenta lo demás, y me arrestó con seis horas de
servicios extraordinarios por haber ido a hablar con él sin permiso de
Bronski. Luego recibí una carta que acabó de trastornarme; mi madre, por fin,
me había escrito. Por si fuera poco, me disloqué un hombro en el primer
ejercicio que hice con la armadura de fuerza (esos trajes de prácticas los
tienen ataviados en forma tal, que el instructor puede inutilizarte a su
voluntad mediante control de radio; yo me caí y me lastimé el hombro). Con
tal motivo fui rebajado del servicio pesado y tuve muchas horas para
reflexionar cuando tantas razones tenía, a mi parecer, para sentir
conmiseración de mi persona.
Al ser rebajado del «servicio pesado», me nombraron ordenanza en la
oficina del jefe del batallón. Al principio me mostraba solícito porque era la
primera vez que lo hacía y deseaba causar una buena impresión. Al capitán
Frankel no le gustó mi celo; prefería que me estuviera sentado, sin decir nada
ni molestarle. Esto me dio tiempo para compadecerme de mí mismo, pues no
me atrevía a dormirme.
Pero poco después de comer, el sueño se me quitó de golpe. El sargento
Zim entró en la oficina seguido de tres hombres. El porte de Zim, como de
costumbre, era elegante y aseado, pero la expresión de su rostro le hacía
parecerse a la muerte sobre un caballo blanco. En su ojo derecho había una
marca semejante a una moneda, cosa increíble, naturalmente. De los otros
tres, el del centro era Ted Hendrick. Todo él iba lleno de suciedad; la
compañía había estado en ejercicio de campo y como no tienen por
costumbre limpiar las llanuras aquellas y hay que pasar mucho tiempo
tumbado cuerpo a tierra… las consecuencias se adivinan fácilmente. Pero
llevaba el labio partido, la barbilla llena de sangre y su cabeza descubierta. Su
expresión era feroz.
Los dos hombres que iban a ambos lados de él eran soldados. Los dos
iban armados de rifle, pero no Hendrick. Uno de ellos pertenecía a mi
escuadra y se llamaba Leivy. Parecía excitado y satisfecho, y me hizo un
guiño a escondidas cuando nadie lo veía.
El capitán Frankel se mostró sorprendido.
—¿Qué ocurre, sargento?
Zim permaneció en posición de firme y hablaba como si estuviera
recitando algo de memoria.
—Señor, el jefe de la compañía H se presenta al jefe del batallón.
Correctivo previsto en el artículo 9107. Negligencia hacia el mando táctico y
doctrina, estando en combate simulado. Artículo 9120. Desobediencia a las
órdenes; las mismas condiciones.
El capitán Frankel aparecía intrigado.
—Sargento, ¿me trae el caso oficialmente?
No comprendo cómo un hombre puede sentirse tan turbado como lo
estaba el sargento Zim, y, sin embargo, no mostrar en la voz o en el rostro el
menor signo de expresión.
—Señor, este hombre ha rehusado a la disciplina administrativa. Con su
permiso, insiste en ver al jefe del batallón.
—Comprendo, quiere un juicio. Bien, mucho me sorprende, sargento,
pero, técnicamente, tiene derecho a que le juzguen. ¿De qué se le acusa?
—Quebrantó la «inmovilidad», señor.
Yo miré a Hendrick, pensando: muchacho, te la vas a ganar. Cuando se
practica le táctica de la «inmovilidad», has de echarte cuerpo a tierra, donde
sea, rápidamente, y quedarte quieto, inmóvil, sin levantar siquiera una ceja,
hasta que te manden otra cosa. Aunque te congeles de frío. Cuentan historias
de soldados que les pegaron un tiro mientras se hallaban practicando la
«inmovilidad», y murieron lentamente sin moverse ni proferir una palabra.
—¿Segunda parte? —preguntó Frankel levantando la ceja.
—Lo mismo, señor. Después de quebrantar la orden anterior, no quiso
someterse a ella, como se le dijo.
El rostro del capitán Frankel aparecía sombrío.
—¿Nombre?
—Hendrick, T. C., señor —respondió Zim—. Recluta R.P. N? 7960924.
—Muy bien. Hendrick, quedas privado de todos tus privilegios durante
treinta días y recluido en tu tienda de campaña, cuando no estés de servicio,
con la única excepción de las horas del rancho y de las necesidades sanitarias.
Cumplirás diariamente tres horas extraordinarias de servicio, a las órdenes
del Cabo de Guardia, de la siguiente forma: una hora antes de tocar silencio,
otra antes del toque de diana y la tercera durante la comida del mediodía. Tu
comida de la noche será de pan y agua, en la cantidad que desees. Los
domingos cumplirás un servicio de seis horas extraordinarias, ajustando este
tiempo para permitirte acudir a los servicios religiosos, si lo prefieres.
Te la has ganado, pensé yo. Dejó el libro.
—Hendrick —prosiguió el capitán Frankel—, la razón de que te imponga
un castigo tan leve es porque no tengo facultades para decretar otro mayor,
formarte un consejo de guerra… Y no quiero estropear tu foja de servicio.
Puedes retirarte.
El capitán volvió a bajar la vista sobre los papeles que tenía encima de su
mesa, dando por olvidado el incidente, pero Hendrick protestó.
—¿Pero usted no ha escuchado mi versión?
El capitán levantó la cabeza.
—Oh, lo lamento. ¿Es que tienes algo que decir?
—¡Ciertamente! ¡Pero el sargento Zim no me ha dejado! Desde que
llegué aquí. Siempre está detrás de mí…
—Es su obligación —respondió el capitán secamente—. ¿Es que niegas
los cargos que se te imputan?
—No, pero… él no dijo que me encontraba tumbado sobre un
hormiguero.
Frankel puso cara de disgusto.
—Oh… ¿De forma que podías haber encontrado la muerte, y quizás
también tus compañeros, a causa de un puñado de hormigas?
—No era un puñado… había cientos de ellas, y picaban.
—¿De veras? Joven, déjame decirte una cosa: aunque hubiera sido un
nido de serpientes de cascabel, deberías haberte quedado inmóvil —Frank se
detuvo—. ¿Tienes algo que decir en tu defensa?
La boca de Hendrick volvió a abrirse.
—¡Desde luego! ¡El me pegó! ¡Puso «sus manos sobre mí»! Los
instructores andan siempre pavoneándose con sus estúpidos bastones, nos
atizan en la rabadilla o nos pinchan entre los hombros para que estemos
alerta, y yo no digo nada. Pero lo que no tolero es que me peguen con la
mano, y él me tumbó de un puñetazo, gritando: «¡No te muevas, asno
estúpido!». ¿Qué me dice a eso?
El capitán se miró a las manos y luego volvió a mirar a Hendrick.
—Joven, estás sufriendo un error muy común entre los paisanos. Según te
explicas, crees que tus superiores no pueden «poner las manos encima de ti».
Bajo condiciones puramente sociales, esto es cierto; digamos que si, por un
caso, nos encontramos en un espectáculo o en alguna tienda, en tanto tú me
trates con el respeto que merece mi rango, yo no tendría más derecho a
abofetear que tú a abofetear el mío. Pero en acto de servicio, la norma cambia
por completo.
El capitán giró en su asiento, señalando a algunos libros de hojas sueltas.
—Ahí están las leyes que rigen tu vida. Puedes mirarte todos los artículos
de esos libros, y la jurisprudencia consiguiente, y no encontrarás una sola
palabra que diga o implique que tu superior no puede «ponerte las manos
encima» ni pegarte de otra forma, en acto de servicio. Hendrick, yo podría
romperte la cara, y sólo sería responsable ante mis propios superiores, en
cuanto a la apropiada necesidad del acto. Pero no sería responsable ante ti. Y
podría hacer algo más que eso. Existen circunstancias bajo las cuales un
superior, comisionado o no, no sólo se le permite, sino que tiene la obligación
de matar a un oficial o a un inferior a sus órdenes sin dilación y tal vez sin
previo aviso, y, lejos de hacerse acreedor a un castigo, se le felicita. Por
ejemplo, para acabar con una conducta pusilánime frente al enemigo.
El capitán golpeó ligeramente sobre la mesa y dijo:
—Y en cuanto a los bastones, tienen dos usos. El primero consiste en
revestir al poseedor de una autoridad. El segundo, consideramos que debe
emplearse sobre la tropa para obligarla a estar siempre alerta. De la forma en
que se usan no es posible que hieran; lo más que hacen es pinchar un poco.
Pero ahorran miles de palabras. Supongamos que uno no quiere levantarse al
toque de diana. El cabo de servicio, naturalmente, no puede andarse con
palabras dulces, ni llevarle el desayuno a la cama. No podemos permitirnos el
lujo de que nuestros cabos hagan de niñera. Lo que hace es valerse de su
bastón y aprestarle a que dé un paso ligero, pinchándolo cuando sea preciso.
Ni qué decir tiene que lo mismo podría echarle de la cama a puntapiés, lo
cual sería lo mismo de legal casi tan efectivo. Pero el general encargado de la
instrucción y disciplina piensa que es más digno, tanto para el cabo de
servicio como para el soldado, el sacar de la cama a un rezagado durmiendo
valiéndose de la impersonal vara de la autoridad. Y yo también lo pienso.
Pero es la norma impuesta, y poco importa lo que opinemos tú y yo.
El capitán Frankel respiró profundo.
—Hendrick, te he explicado todas estas cosas porque de nada sirve
castigar a un hombre que no sabe por qué se le castiga. Has sido un mal
muchacho, y digo un «muchacho» porque sin duda alguna todavía no eres un
hombre, pese a nuestros intentos, un muchacho sorprendentemente nocivo,
dada la fase de tu instrucción. Ninguna cosa de las que has dicho te sirven
como defensa, ni siquiera atenuación; no pareces conocer el alcance de esto
ni tienes idea de tus obligaciones como soldado. De forma que quiero que me
digas, en tus propias palabras, por qué te consideras maltratado; quiero alejar
tus dudas. Puede que hasta haya algo en tu favor, pero confieso que no
alcanzo a comprenderlo.
Conseguí echar un vistazo a Hendrick cuando el capitán no podía
apercibirse. Pese a sus tranquilas y suaves palabras, la reprimenda del capitán
era mucho más impresionante de las que jamás nos echara Zim. La expresión
de Hendrick pasó de la indignación al desconcierto y a la hosquedad.
—¡Habla fuerte! —dijo Frankel con sequedad.
—Bueno… se nos mandó tendernos cuerpo a tierra y yo me di cuenta de
que estaba sobre un hormiguero. Así que me puse de rodillas para cambiarme
de sitio medio metro y me sacudieron por detrás, dándome voces. Yo fui
derribado contra el suelo y al verle me levanté, le pegué y él…
—¡Basta! —exclamó el capitán Franjee! levantándose de su asiento.
Aunque apenas si era más alto que yo, parecía medir diez pies. Le miró a
Hendrick.
—¿Conque maltratas de… de obra al jefe de tu compañía?
—¿Eh? Ya se lo dije. Pero él me pegó primero. Por detrás; ni siquiera le
vi. Eso no se lo consiento a nadie. Le pegué, me pegó y entonces…
—¡Silencio!
Hendrick se calló. Luego dijo:
—Quiero marcharme de esta miserable unidad.
—Creo que podremos acomodarte —dijo Frankel fríamente—, y, además,
pronto.
—Deme un pliego de papel. Quiero pedir la baja.
—Un momento. ¡Sargento Zim!
—Diga, señor.
El sargento Zim no había pronunciado hasta entonces una sola palabra.
Cuanto había hecho era permanecer de pie, con la vista al frente, rígido como
una estatua, sin mover nada excepto la contracción que experimentaban los
músculos de sus mandíbulas. Le miré bien y pude ver que tenía un buen
morado en el ojo. Hendrick debió darle un buen directo, pero él no había
dicho nada sobre ello ni el capitán Frankel se lo habría preguntado; puede que
hubiera creído que Zim había tropezado con una puerta y pensara decírselo
después.
—¿Se le han hecho saber a su compañía los artículos pertinentes de las
ordenanzas, como está mandado?
—Sí, señor. Se les explican todos los domingos por la mañana.
—Lo sé. Sólo quería que quedara registrado.
Cada domingo, antes de acudir a los oficios religiosos, se formaba la
compañía en línea y se procedía a leer en voz alta los artículos disciplinarios
de las leyes Penales y Regulaciones de las Fuerzas Militares. Igualmente se
exponían en el tablón de avisos, en el exterior de la tienda de mando. Nadie
les prestaba mucha atención, era un acto más. Uno se estaba quieto mientras
lo leían y hasta se podía dormir. La única cosa que nos interesaba, si acaso,
eran las llamadas «treinta y una maneras de aterrizar». Después de todo, los
instructores ya se cuidan de que nos empapemos bien de las regulaciones que
interesan saber. Los «aterrizajes» eran un chiste muy gastado, igual que el
«aceite de diana» y los «gatos de tienda». Constituían la treinta y una ofensa
capital. Una y otra vez, alguien alardeaba, o acusaba a cualquier otro, de
haber cumplido la manera treinta y dos, pero siempre era algo absurdo y
normalmente obsceno.
—¡Conque has maltratado a un superior…!
De pronto dejó de ser divertido. ¡Pegar a Zim! ¿Colgarían a un hombre
por ello? Pero si casi todo el mundo de la compañía había zarandeado al
sargento Zim, y algunos de nosotros dimos con nuestra persona en tierra…
cuando nos estaba instruyendo en el combate cuerpo a cuerpo. El nos tomaba
después que fuéramos preparados por los otros instructores, y nosotros
estábamos empezando a sentirnos bravucones y buenos luchadores, hasta que
Zim acababa con nuestras ínfulas. Incluso una vez vi que Shujumi le dejaba
inconsciente de un sopapo. Entonces Bronski le echó agua por encima, le
reanimó y cuando Zim volvió en sí hizo un guiño, le tendió la mano y le
lanzó por los aires.
El capitán Frankel miró a su alrededor y, al verme a mí, dijo:
—Ponme con el cuartel general.
Manipulé torpemente en el aparato y en seguida apareció el rostro de un
oficial para atender a la llamada de Frankel.
—Ayudante —dijo la cara.
—El jefe del segundo batallón envía sus respetos al jefe del regimiento —
respondió Frankel vigorosamente—. Solicito un oficial para formar un
consejo.
—¿Para cuándo lo quieres, lan? —dijo la cara.
—Para cuanto antes puedas enviarlo.
—En seguida. Creo que Jake se encuentra ahora en el cuartel general.
¿Artículo y nombre?
El capitán Frankel identificó a Hendrick y le dijo el número de un
artículo. La cara que aparecía en la pantalla emitió un silbido y se
ensombreció.
—Ahora mismo, lan. Si no puedo localizar a Jake iré yo mismo, tan
pronto como se lo haya dicho al viejo.
El capitán Frankel se volvió hacia Zim.
—Y esta escolta, ¿vienen como testigos?
—Sí, señor.
—¿Lo vio el jefe de su sección?
—Creo que sí, señor —respondió Zim sin apenas vacilar.
—Localícelo. ¿Hay alguien fuera ahora con los trajes de fuerza?
—Sí, señor.
Zim usó el audiófono mientras que Frankel le decía a Hendrick:
—¿Qué testigo quieres traer para tu defensa?
—¿Qué? Yo no necesito testigos. ¡El ya sabe lo que hizo! Lo que quiero
es un pliego de papel. Estoy deseando marcharme de aquí.
—Todo a su debido tiempo.
En un tiempo cortísimo, en menos de cinco minutos, según me pareció,
hizo acto de presencia el cabo Jones, vestido en traje de comando, portando
en sus brazos al cabo Mahmud. Dejó a Mahmud y se marchó, en el preciso
momento que llegaba el teniente Spieksma.
—Buenas tardes, capitán —dijo—. ¿Está el acusado y los testigos?
—Todo dispuesto, Jake. Hazte cargo.
—¿En marcha el registrador fonético?
—Sí.
—Muy bien. Hendrick, póngase ahí delante.
Hendrick avanzó con aire confuso, como si sus nervios estuvieran a punto
de estallar. El teniente Spieksma dijo con soltura:
—Consejo de guerra convocado por orden del mayor F.X. Malloy, jefe
del III Regimiento de Instrucción del campamento Arthur Currie, con arreglo
a la Orden General N° 4, del general en jefe de Disciplina e Instrucción, de
acuerdo con las Leyes y Regulaciones de las Fuerzas Militares de la
Federación de la Tierra. Oficial querellante, capitán lan Frankel, de la I.M.,
con destino en la jefatura del II Batallón, III Regimiento. Tribunal: teniente
Jacques Spieksma, con destino y mando en el I Batallón, III Regimiento, de
la I.M. Acusado: Hendrick Theodore C., recluta N° RP7960924. Artículo
9080. Cargo: maltrato de obra a un superior en estado de emergencia de la
Federación de la Tierra.
Lo que más me impresionó fue la rapidez con que se hizo todo. De pronto
me vi nombrado «oficial del tribunal», encargado de retirar los testigos de allí
y tenerlos dispuestos para cuando fueran llamados. Yo me preguntaba cómo
iba a hacer salir de allí a Zim, si éste no hubiera querido «retirarse», pero el
sargento echó una mirada a Mahmud y a los otros dos soldados y todos se
retiraron de allí del alcance del oído. Zim se separó de los otros y esperó.
Mahmud se sentó en el suelo y lió un cigarrillo, que tuvo que dejarse sin
fumar, por ser el primer testigo que fue llamado. En menos de veinte minutos
los tres testigos prestaron declaración, relatando la misma historia todos, en
términos muy parecidos a los de Hendrick. Zim no fue llamado a declarar.
El teniente Spieksma dijo a Hendrick:
—¿Desea usted interrogar a los testigos? En caso afirmativo, este tribunal
le asistirá.
—No.
—Póngase en posición de firme y exprese la palabra «señor» cuando se
dirija al tribunal.
—No, señor —añadió—. Quiero un abogado.
—La ley no lo permite en los consejos de guerra. ¿Quiere usted testificar
en su propia defensa? No está obligado a ello y, a la vista de las pruebas
reunidas hasta el momento, este tribunal no tomará en cuenta si rehúsa
testificar. Pero debe ser advertido usted de que cualquier testimonio que
aporte puede ser usado en su contra, y además se le harán repreguntas.
Hendrick se encogió de hombros.
—No tengo nada que decir. ¿De qué me iba a servir?
—El tribunal vuelve a preguntarle: ¿Desea usted testificar en su propia
defensa?
—Ah, no, señor.
—El tribunal tiene que hacerle una pregunta técnica. ¿Le fue leído el
artículo con arreglo al cual se le acusa, «antes» de cometer la ofensa que se le
imputa? Puede responder sí o no, o callarse; pero es usted responsable de su
respuesta, a tenor del artículo 9167, relativo al delito de perjurio.
El acusado guardó silencio.
—Está bien; este tribunal va a proceder a leer en voz alta el artículo
infringido y volverá a formularle la pregunta. «Artículo 9080: Toda persona
de las Fuerzas Militares que maltrate o intente maltratar, de obra…».
—Oh, creo que me lo leyeron. Todos los domingos por la mañana nos
leen una retahila de cosas, tan larga que usted no se puede imaginar.
—¿Le leyeron, sí o no, este artículo en particular?
—Ah, sí, señor. Me lo leyeron.
—Muy bien. Habiéndose negado a testificar, ¿tiene que hacer alguna
declaración atenuante a su favor?
—¿Cómo dice, señor?
—¡Que si desea usted decir algo a este tribunal! Alguna circunstancia que
usted estime pudiera afectar posiblemente a las pruebas ya aportadas. O que
pueda disminuir la importancia del delito de que se le acusa. Como, por
ejemplo, el encontrarse enfermo, bajo el efecto de drogas o medicación. A
este respecto no se halla bajo juramento y puede alegar cualquier cosa que
considere puede ayudarle. Este tribunal quiere saber si usted considera injusto
el proceso. Y, en tal caso, ¿por qué?
—¿Eh? ¡Claro que lo es! ¡Todo esto es injusto! ¡El me pegó primero! Ya
lo ha oído. ¡El me pegó primero!
—¿Algo más?
—¿Eh? No, señor. ¿Es que no es suficiente?
—El juicio ha terminado. Recluta Theodore C. Hendrick, ¡adelántese!
El teniente Spieksma se había mostrado todo el tiempo con extrema
cortesía. El capitán Frankel estaba ahora de pie. De pronto, el lugar se cubrió
de un ambiente frío.
—Soldado Hendrick, se le reconoce culpable, según la acusación.
El estómago me dio un vuelco. Se lo iban a hacer. A Ted Hendrick le iban
a hacer el «Danny Deever». Y aquella mañana había yo tomado el desayuno
junto a él.
—Este tribunal —prosiguió, en tanto yo me sentía enfermo— le condena
a diez azotes y al licénciamiento por mala conducta.
Hendrick se atragantó.
—¡Quiero renunciar!
—El tribunal no le permite a usted que renuncie. Este tribunal desea
añadir que la pena impuesta es tan leve porque carece de jurisdicción para
imponerle otra mayor. La autoridad que entabló el procedimiento acudió a
esta jurisdicción, sobre cuyos motivos no especulará este tribunal. Pero si
hubiera acudido al consejo de guerra general, con las pruebas aportadas,
bastaría, al parecer, para que la sentencia recaída le condenara a morir
colgado por el cuello. Está usted de suerte… y la autoridad que le acusó ha
sido en extremo misericordiosa.
El teniente Spieksma hizo una pausa y luego continuó:
—La sentencia será cumplida a la mayor brevedad, una vez que la
autoridad convocante haya revisado y aprobado las actuaciones, si es que las
aprueba. Se levanta el tribunal. Pueden llevarse al reo y confinarlo.
Esto último iba dirigido a mí, pero, en realidad, yo no tuve que hacer más
que llamar a la tienda del cuerpo de guardia y luego hacerme cargo del recibo
que me entregaron al llevarse al preso.
Cuando tocaron a reconocimiento, el capitán Frankel me liberó de mi
puesto, enviándome al médico, el cual me dio de alta para todo servicio.
Regresé a mi compañía con el tiempo justo para vestirme y formar en la
parada… y de ser atosigado por Zim, que no «permitía manchas sobre el
uniforme». Bueno, él llevaba una gran mancha sobre un ojo, pero yo no se lo
mencioné.
Alguien había levantado un enorme poste en el lugar de la parada, justo
donde se hallaba el ayudante. Cuando llegó el momento de leer las órdenes,
en vez de publicar la rutinaria «orden del día», se anunció el consejo de
guerra de Hendrick.
Luego le sacaron, escoltado en medio de dos de la guardia, con las manos
esposadas delante.
Yo nunca había presenciado una flagelación. Allá en casa, aunque,
naturalmente, las hacían en público, las celebraban en el Central Federal, y
papá me había dado órdenes estrictas de permanecer alejado de allí. Una vez
le desobedecí pero el acto fue aplazado y ya no intenté nunca más ver otro.
Con una vez basta.
La escolta le obligó a levantar los brazos, colgándole por las manillas de
un gran gancho que sobresalía del poste a la altura conveniente. Luego le
despojaron de la camisa, resultando que debajo de ella no llevaba prenda
alguna. El ayudante dijo enérgicamente:
—Ejecuten la sentencia del tribunal.
Un cabo-instructor perteneciente a otro batallón se adelantó con el látigo.
El sargento de guardia llevaba la cuenta.
Era una cuenta parsimoniosa; cinco segundos entre latigazo y latigazo, y
aún parecía mucho más largo. Ted no dijo esta boca es mía hasta recibir el
tercero; luego empezó a sollozar.
Y de lo siguiente que recuerdo es que me encontraba mirando al cabo
Bronski, mientras que él me sacudía en la cara y me contemplaba con suma
atención. Se detuvo de pronto y dijo:
—¿Te encuentras ya bien? Vuelve a la fila. Pronto que va a empezar la
revista.
Así lo hicimos y marchamos a los respectivos puestos de cada compañía.
Yo aquella noche apenas cené, pero lo mismo le pasó a muchos.
Nadie me dijo una palabra a tenor de mi desvanecimiento. Más tarde supe
que yo no fui el único; más de veinte se habían desmayado también.
VI

Lo que obtenemos demasiado fácil, lo estimamos


demasiado poco. Sería en verdad extraño que un don tan
celestial cual es la LIBERTAD no fuera altamente valorado.

Thomas Paine

La noche siguiente a la expulsión de Hendrick experimenté mi mayor


depresión moral en el campamento de Currie. No podía dormir, y para que
ustedes puedan comprender esto es preciso haber estado haciendo vida en
aquel campamento. Lo cierto es que yo no había hecho ningún ejercicio real
durante el día, y mi hombro me molestaba aún, pese a que me habían dado de
alta para el servicio. Además, la carta recibida de mi madre estaba haciendo
presa en mi mente y cada vez que cerraba los ojos oía los latigazos y me
imaginaba a Ted pegado al poste del tormento.
A mí no me inquietaba el perder los galones. Esto ya no importaba en
absoluto porque me encontraba decidido y resuelto a pedir la baja. Si no
hubiera sido la media noche, donde no disponía de pluma ni papel, la hubiera
pedido en aquel mismo instante.
Ted había cometido un grave error, un error que sólo duró medio
segundo, y fue un verdadero error, además, porque, si bien odiaba aquella
clase de vida (¿quién no?), pretendía cumplir su compromiso para ganar el
privilegio, ya que pensaba dedicarse a la política. Se refería frecuentemente a
ello, cuando obtuviera la ciudadanía. «Las cosas cambiarán —decía— y, si
no, al tiempo».
Bueno, ahora ya no podría ejercer jamás la vida pública; su carrera
política se había ido al traste en medio segundo. Y si le había sucedido a él,
también podía sucederme a mí, mañana, la semana siguiente. Ni siquiera me
permitirían renunciar… me expulsarían después de haberme desollado la
espalda a latigazos.
Era el momento de reconocer que yo me había equivocado y que papá
tenía razón; era el momento de escribir a casa unas cuantas líneas, diciéndole
a papá que me encontraba dispuesto a ir a Harvard y luego a trabajar en sus
negocios… si es que seguía queriendo admitirme. Era el momento de ver al
sargento Zim, en el primer acto de la mañana, y decirle que no podía más.
Pero era preciso esperar a la mañana, porque a los sargentos no se les
despierta a media noche como no estés seguro de que se trata de una
auténtica emergencia. ¡Y mucho menos al sargento Zim!
Pero el sargento Zim me preocupaba tanto como el caso de Ted. Una vez
terminado el consejo de guerra, y después de llevarse a Ted, el sargento Zim
se quedó y le dijo al capitán Frankel:
—Señor, ¿puedo hablar con el jefe del batallón?
—Ciertamente. Mi intención era decirle que se esperase para hablar con
usted. Siéntese.
Zim echó una mirada en dirección mía. El capitán me miró también y yo
no esperé a más; me esfumé de allí. En la oficina exterior no había nadie, a
excepción de un par de empleados civiles. No me atreví a salir fuera porque
el capitán podía necesitarme. Tomé una silla que había junto a una fila de
expedientes y me senté.
A través del compartimiento donde apoyaba mi cabeza podía oírseles
hablar. El cuartel general, más que una tienda de campaña era un edificio,
puesto que tenía en su interior equipos de grabado y comunicación
permanente, pero se trataba de un edificio reducido al mínimo, de un gran
barracón. Los tabiques de compartimiento interior no eran muy sólidos. Dudo
que los empleados civiles pudieran oír una palabra, ya que llevaban
auriculares sobre los oídos y estaban trabajando sobre máquinas copiadoras…
Además, no parecían prestar la menor atención. Mi intención no era
escuchar… o, a lo mejor sí.
—Señor, solicito que me trasladen a una unidad de combate —estaba
diciendo Zim.
—Charlie, este tímpano de hojalata no deja de molestarme. No le
entiendo una palabra.
—Hablo muy en serio, señor —dijo Zim—. Éste no es el servicio que a
mí me cuadra.
—Sargento, deje de importunarme con sus problemas —repuso Frankel
enojado—. Espere al menos a que dispongamos de personal. ¿Qué diablos le
ocurre?
—Capitán —respondió Zim decididamente—, aquel muchacho no
merecía diez latigazos.
—Naturalmente que no —añadió Frankel—. Pero usted y yo sabemos
muy bien lo que conviene.
—Sí, señor.
—Y usted sabe todavía mejor que yo, que esos muchachos, en su presente
estado, son animales salvajes. Usted sabe cuándo es necesario volverles la
espalda y cuándo no. Usted conoce la doctrina y las órdenes vigentes a tenor
del artículo 9080; jamás debemos darles ocasión a que lo infrinjan. Ni que
decir tiene que algunos lo intentarán; si no fueran agresivos no servirían para
militar en la Infantería Móvil. Pero en filas son dóciles. Conviene darles vara
alta cuando están comiendo, cuando duermen o en sus horas de asueto. Pero
cuando se hallan sobre el campo en ejercicios de combate, plenos de estímulo
y adrenalina, serán tan explosivos como un bloque de fulminato de mercurio.
Usted sabe esto, todos los instructores lo saben, y se hallan lo suficientemente
entrenados para vigilarlo e impedirlo antes de que suceda. Lo que no
comprendo es cómo un recluta inexperto pudo ponerle un ojo de luto. Nunca
debió usted dejarle que le pusiera la mano encima; debió dejarlo fuera de
combate al conocer sus intenciones. ¿Se descuidó usted, o es que se está
haciendo viejo?
—No lo sé, señor —respondió lentamente Zim—. Posiblemente.
—Mmmm. Si es así, una unidad de combate es la menos indicada en su
caso. Pero no es cierto. Al menos lo fue la última vez que usted y yo nos
medimos las fuerzas, hace tres días. ¿A qué se debe?
—Creo que le tenía clasificado para mis adentros como uno de los más
seguros —respondió lentamente Zim.
—No hay tales.
—Sí, señor. Pero le veía tan afanoso y empeñado en cumplir su
compromiso… No tenía aptitudes pero le veía con tanto empeño… que debió
influir en mí, subconscientemente —Zim guardó silencio y luego añadió—:
Creo que es porque le apreciaba.
—Un instructor no tiene derecho a apreciar a nadie —refunfuñó Frankel.
—Lo sé, señor. Pero es así. Son unos chicos estupendos. A estas alturas
ya nos hemos desprendido de los ineducados. La falta de Hendrick, más que
nada, es porque creía conocer de antemano todas las respuestas. Eso no me
importaba, porque a mí me sucedía lo mismo a su edad. Los verdaderamente
indeseables ya se han marchado a casa, y los que quedan son una manada de
cachorros que sólo tienen ansias de agradar. Algunos serán buenos soldados.
—Pues ahí tiene las consecuencias de su aprecio. Ello impidió que le
tumbase a tiempo. Le granjeó un consejo de guerra, diez latigazos y la
expulsión por mala conducta. ¿Le parece bonito?
—Señor, daría lo que fuese porque aquellos latigazos hubieran recaído
sobre mis espaldas —dijo Zim con vehemencia.
—Habría usted tenido que esperar, porque yo estaba antes. ¿Qué supone
que estuve deseando últimamente? ¿Qué cree usted que estaba yo
temiéndome desde el mismo instante que le vi entrar con el ojo negro? Hice
cuanto pude por solucionarlo bajo el procedimiento administrativo, pero el
joven estúpido me cerró la puerta. No creí que fuera tan necio como para
creer que podía dar coces contra el aguijón. Debería usted haberle largado de
este campamento hace algunas semanas, en vez de servirle de niñera, hasta
que sucediera esto. Pero de la forma que Hendrick me habló delante de
testigos, no tuve más remedio que proceder oficialmente contra él… contra
nuestra voluntad. No había forma de borrar lo que había dicho, era inevitable
el consejo de guerra… Sólo cabía llamar al médico, tomar nuestra medicina y
emprenderla contra un paisano más que estará contra nosotros el resto de sus
días. El es quien ha de ser flagelado; ni usted ni yo podemos recibir los azotes
por él, aunque la culpa sea nuestra. Porque el regimiento tiene que ver lo que
sucede cuando se viola el artículo 9080. La culpa es nuestra, pero los
latigazos son de él.
—La culpa es «mía», capitán. Por eso quiero ser trasladado. Señor, creo
que es mejor para el campamento.
—¿Usted cree eso, eh? Pues soy yo quien decide lo que es mejor para el
batallón, sargento. Charlie, ¿qué supones que hizo que tu nombre no entrara
en suerte? ¿Por qué? Piensa en doce años atrás. Tú eras cabo, ¿recuerdas?
¿Dónde estabas?
—Aquí, como usted sabe muy bien, capitán. En esta misma pradera,
dejada de la mano de Dios. ¡Ojalá no hubiera vuelto a ella!
—Eso pensamos todos. Pero da la casualidad que es el trabajo más
importante y delicado del Ejército. Nuestra misión consiste en hacer
auténticos soldados de jóvenes estúpidos. ¿Y cuál era el peor de tu sección?
—Ejemmm… —Zim respondió lentamente—. Yo no iría tan lejos como
para decir que el peor era usted, capitán.
—Conque no ¿eh? Pero te costaría mucho trabajo encontrar el nombre de
otro candidato, ¿verdad? Yo te odiaba hasta las entrañas, «cabo Zim».
Zim habló con voz de sorpresa y algo de resentimiento.
—¿Es eso cierto, capitán? Pues yo no le odiaba; más bien le tenía aprecio.
—¿Ah, sí? Bueno, el «odio» es otro lujo que no puede permitirse jamás
un instructor. No podemos odiarlos ni apreciarlos; debemos enseñarlos. Pero
si es cierto que tú me apreciabas entonces… hummm, a mí me parecían unas
maneras muy singulares de demostrarlo. ¿Aún me aprecias, o no? O, mejor
dicho, no quiero saberlo. Es igual. Yo entonces te menospreciaba y soñaba
con encontrar el modo de ponerte un ojo de luto. Pero tú estuviste siempre
alerta y no me dejaste ocasión a infringir el artículo 9080. Así que, gracias a
ti, estoy aquí. Y ahora, veamos tu petición. Cuando yo era soldado me irritaba
mucho el estar constantemente oyéndote decir una cosa. ¿Te acuerdas de lo
que me decías? Yo sí y te la voy a repetir: «Soldado, cierra el pico y
obedece».
—Sí, señor.
—No te vayas todavía. Aún no ha terminado todo; cualquier regimiento
de instrucción necesita una dura lección sobre el significado del artículo
9080, como los dos sabemos. Estos muchachos todavía no han aprendido a
pensar, no leen y apenas escuchan, pero tienen ojos para ver. La desgracia del
joven Hendrick puede evitar a alguno de sus compañeros que un día penda
colgado del cuello hasta que esté muerto, muerto, muerto. Pero lamento que
la lección objetiva tuviera que ser dada por mi batallón, y, ciertamente, no
tengo el menor deseo de que salga de él un futuro candidato. Reúne a tus
instructores y adviértelos. Durante veinticuatro horas, esos muchachos
sufrirán un choque emocional. Luego se mostrarán adustos y subirá la
tensión. Para el jueves o el viernes, alguno de los que están pensando en pedir
la baja empezarán a darse cuenta de que el castigo aplicado a Hendrick es
muy leve, ni siquiera llega al número de azotes que se aplica en la vida civil
por conducir en estado de embriaguez, y, por tanto, que a lo mejor valía la
pena hinchar un ojo al instructor que menos simpatía tenga. ¡Sargento, no
quiero ver a ningún instructor con el ojo hinchado! ¿Comprendido?
—Sí, señor.
—Quiero que sean ocho veces más cautos de lo que han sido. Quiero que
guarden las distancias, que tengan ojos en la espalda. Quiero que estén tan
alerta como un ratón delante del gato. Y con Bronski… háblale a Bronski;
tiene tendencias a fraternizar.
—Sí, señor.
—Procura hacerlo. Que el primer recluta que se atreva a levantar la mano
se encuentre tumbado de un puñetazo, no con un consejo de guerra, como
hoy. Y, además, que el instructor no sufra ni un rasguño. Si no, le partiré yo
mismo la cara por incompetencia. Que se enteren bien. Y que aprendan a
hacer comprender a esos muchachos que violar el artículo 9080 no sólo
resulta caro, sino imposible… que incluso el intentarlo les reportaría una
pequeña siesta, un cubo de agua en el rostro, un dolor de mandíbula… y nada
más.
—Sí, señor. Así se hará.
—Vale más así. Yo mismo le romperé la cara al instructor que sufra un
desliz; no puedo consentir que se vuelva a flagelar a ninguno de mis
muchachos por negligencia de sus instructores. Eso es todo.
—Sí, señor. Buenas tardes, capitán.
—Oye, Charlie.
—Diga, señor.
—Si no estás muy ocupado esta tarde, ¿por qué no te pasas por la sala de
oficiales y bailamos «matilda»? Digamos a las ocho.
—Sí, señor.
—No es una orden; es una invitación. Si es cierto que te estás haciendo
viejo, a lo mejor consigo darte un punterazo entre los hombros.
—Capitán, si no le importa, podemos hacer una pequeña apuesta.
—¿Quién, yo? ¿Pasándome el tiempo tras esta mesa sentado en sillas
giratorias? ¡No apostaría un centavo! A no ser que accedas a luchar conmigo
con un pie dentro de un cubo de cemento. En serio, Charlie; hoy hemos
tenido un día terrible, y aún será peor antes de que se arreglen las cosas. Si
nos desahogamos los dos, propinándonos unos cuantos mamporros, a lo
mejor conseguimos dormir esta noche, a pesar de todos esos mimados de
mamá.
—Estaré allí, capitán. No cene demasiado. Entretanto quiero hacer un par
de cosas por ahí.
—No pienso cenar; me quedaré aquí confeccionando el informe
trimestral; el jefe del regimiento desea verlo después de la cena y alguien,
cuyo nombre no quiero mencionar, me lo ha traído hace menos de dos horas.
Así que a lo mejor llego unos minutos tarde a nuestro vals. Y ahora vete,
Charlie, no me hagas perder más tiempo. Hasta luego.
Salió tan abruptamente el sargento Zim que yo apenas si tuve tiempo para
agacharme y atar el cordón de mi zapato, ocultándome tras una fila de
archivadores, en la oficina exterior. El capitán Frankel ya estaba llamando a
voces:
—¡Ordenanza, ordenanza! ¿Es que tengo que decirlo tres veces? ¿Cómo
te llamas? Apúntate una hora de servicio extraordinario, con todo el equipo.
Busca a los jefes de las compañías E, F y G, dales mis saludos y les dices que
deseo verles antes de la parada. Luego te pasas por mi tienda y me traes
uniforme limpio, sable, gorra, zapatos, cintas; pero sin medallas. Me lo dejas
aquí. Luego pasas al reconocimiento de la tarde; si puedes escribir con ese
brazo, como te he visto hacer, es que el hombro no te duele demasiado.
Quedan trece minutos para el reconocimiento. ¡Aprisa, soldado!
Cumplí su encargo, encontrando a dos de los jefes de compañía
duchándose en el cuarto de aseo de oficiales (un ordenanza puede entrar por
todas partes) y el tercero en su despacho. Las órdenes que cumple un
ordenanza no son imposibles; meramente lo parecen porque casi lo son.
Estaba yo desplegando el uniforme del capitán Frankel cuando tocaron a
reconocimiento. Sin mirar siquiera rugió:
—Al servicio extraordinario. Puedes retirarte.
Me fui corriendo y llegué a mi tienda con el tiempo justo para asearme un
poco, uniformarme y presenciar el deprimente final de Ted Hendrick en la
I.M.
Mientras yacía despierto aquella noche, tuve mucho tiempo para meditar.
Yo sabía que el sargento Zim trabajaba de firme, pero nunca se me ocurrió
pensar que no fuera un insatisfecho y presuntuoso en cuanto a lo que hacía.
Hasta entonces me había parecido un vanidoso pedante, incapaz de sufrir por
nadie.
La idea de que aquel invencible robot pudiera sentir que había fracasado,
que pudiera sentirse profunda 3» personalmente desgraciado, hasta el punto
de optar por marcharse del campamento y ocultar su rostro entre extraños,
ofreciendo la excusa de que «sería mejor para el regimiento», me afectó tanto
que, en cierto modo, llegó a convencerme más que la flagelación de Ted.
El que el capitán estuviera de acuerdo con él, en cuanto a la seriedad del
fracaso, me refiero, y luego se franqueara con él le hizo reflexionar… Bueno,
yo creía que los sargentos no reflexionaban nunca, siguiendo una ley natural.
Pero no me quedaba más remedio que reconocer que lo que había hecho y
soportado el sargento Zim era lo más vejatorio y humillante que jamás había
yo oído, o espiado, que, en boca de un sargento, parecía una canción de amor.
Y, sin embargo, el capitán no había siquiera levantado la voz.
Era tan descabellado y absurdo todo aquel incidente que ni siquiera
intenté decírselo a nadie.
En cuanto al capitán Frankel… Los oficiales no se veían muy a menudo.
Salían a la parada de la tarde, haciendo acto de presencia en el último
momento y se limitaban a inspeccionar una vez por semana. Hacían
comentarios particulares con los sargentos, comentarios que invariablemente
implicaban un suplicio para alguien, no para ellos. Y cada semana decidían
qué compañía había ganado el honor de guardar los colores del regimiento.
Aparte de aquello, se presentaban ocasionalmente en inspecciones de
sorpresa, aseados, pulcros, remotos, oliendo ligeramente a colonia y se
marchaban otra vez.
Uno, al menos, solía acompañarnos en los ejercicios de marcha, y dos
veces el capitán Frankel demostró su virtuosidad en «la savate». Pero los
oficiales no trabajaban, no hacían un trabajo real, y no tenían preocupaciones
porque los sargentos estaban «debajo» de ellos, no «sobre» ellos.
Sin embargo, a lo que parecía, el capitán Frankel trabajaba tan duro y
estaba tan ocupado con una cosa u otra que se saltaba algunas comidas,
lamentándose de la falta de ejercicio físico, por lo que empleaba su tiempo
libre ejercitándose en algo fuerte.
En cuanto a preocupaciones, parecía incluso estar más profunda y
sinceramente afectado que el propio Zim por lo ocurrido a Ted Hendrick. Y
eso que ni siquiera conocía a Hendrick de vista, pues se vio obligado a
preguntarle cómo se llamaba.
Tuve la desconcertante sensación de haber estado completamente
equivocado en cuanto a la naturaleza del mundo en que vivía, como si cada
parte de aquel mundo fuera algo diametralmente opuesto a lo que parecía ser;
algo así como descubrir que tu propia madre no es la que siempre has estado
viendo, sino otra extraña con una máscara de goma.
Pero sí estaba seguro de una cosa: de que no tenía el menor deseo de
saber cómo era realmente la Infantería Móvil. Si tan ruda era que ni los
semidioses de los sargentos y oficiales encontraban la felicidad dentro de ella,
con toda seguridad que para Johnnie resultaba excesivamente ruda. ¿Cómo
iba yo a evitar cometer errores en un. cuerpo que no conocía? No tenía la
menor intención de que me colgaran por el cuello hasta que estuviera muerto,
muerto, muerto. Ni siquiera quería arriesgarme a que me flagelaran, aunque
estuviera delante el médico para asegurarme de que no me iban a hacer
ninguna lesión permanente. A nadie de mi familia le habían flagelado nunca,
salvo los latigazos consabidos del colegio, pero eso es algo enteramente
distinto. Por ninguna parte de mi familia había habido miembro que fuera
acusado jamás de un crimen. Eramos una familia orgullosa; lo único de que
carecíamos era de la ciudadanía, pero papá consideraba que aquello era algo
carente de honor, vano e inútil. En cambio, si yo era flagelado… Bueno,
probablemente, papá sufriría un ataque cardíaco.
Y, sin embargo, Hendrick no había hecho nada que no hubiera yo
pensado hacer miles de veces. ¿Que por qué no lo hice? Timidez, quizá. Yo
sabía que aquellos instructores, todos y cada uno de ellos, eran más que
capaces de sacudirme el polvo, de forma que me quedé bien calladito y no lo
intenté. Falta de agallas, Johnnie. Ted Hendrick, al menos, había tenido
agallas. Yo no las tenía… y un hombre que no tiene agallas, en primer lugar,
no puede estar en el Ejército.
Además de eso, el capitán Frankel ni siquiera consideraba que era culpa
de Ted. Pero aunque yo no violara el artículo 9080, por falta de agallas,
cualquier día me vería implicado en otra falta, sin tener culpa, y acabarían
colgándome en el poste de la flagelación.
Johnnie, aún estás a tiempo de largarte.
La carta de mi madre confirmó simplemente mi decisión. En tanto que
mis padres me rechazaron yo fui capaz de endurecer mi corazón hacia ellos,
pero cuando se ablandaron ya no pude seguir siendo duro. Mamá, por lo
menos, sí que se ablandó. Me decía su carta:

«… pero me temo que todavía no consentirá que se mencione tu


nombre. Pero, queridísimo, ésa es su manera de sufrir, ya que él no
puede llorar. Debes comprender, mi querido pequeño, que tu padre te
quiere más que a la propia vida (más que a mí misma) y que tú le has
herido muy profundamente. Va diciendo por ahí que tú ya eres un
hombre, capaz de tomar tus propias decisiones, y que él está orgulloso
de ti. Pero lo que habla es su propio orgullo, la amarga herida de un
hombre orgulloso que ha sido lacerado en su corazón por su ser más
amado. Debes comprender, Juanito, que no habla de ti ni te ha escrito
porque no puede, porque le es imposible hasta que su dolor se haga
soportable. Cuando llegue ese día, yo lo sabré y entonces intercederé
por ti, y todos volveremos a estar juntos.
En cuanto a mí, ¿cómo puede enojar a una madre su pequeño,
haga lo que haga? Podrás herirme, pero eso no hará que te quiera
menos. Dondequiera que estés y lo que quiera que hagas, tú serás
siempre mi pequeño que viene corriendo a buscar consuelo en el
regazo de su mamá. Mi regazo se ha quedado chico, o tal vez seas tú
el que ha crecido (aunque yo nunca lo creí), pero, sin embargo, estará
esperándote siempre que lo necesites. Los pequeños nunca se cansan
del regazo de sus padres, ¿verdad, querido? Ojalá que no. Espero que
me lo digas en tu carta.
Pero debo añadir que, en vista de tantísimo tiempo que has estado
sin escribirme, lo mejor sería (hasta que yo te diga lo contrario) que
me dirijas tus cartas a través de tía Eleonora. Ella me la pasará en el
acto, evitando complicaciones. ¿Me entiendes?

Mil besos para mi pequeño.


TU MADRE».

Comprendí perfectamente; y si papá no podía llorar, yo sí que pude. Y


lloré.
Y finalmente me quedé dormido… y me desperté de golpe al toque de
generala. Todo el regimiento nos precipitamos al campo de bombardeo y
realizamos un ejercicio simulado, sin munición. Por otra parte, llevábamos el
equipo completo no acorazado, incluyendo audio-receptores, y no habían
hecho más que desplegarnos cuando nos ordenaron «inmovilidad».
Así estuvimos al menos una hora, sin movernos ni apenas respirar. Era tal
el silencio, que se habría oído pasar un ratón de puntillas. Algo pasó
corriendo sobre mí. Creo que fue un coyote. Ni siquiera pestañeé. Durante
esta inmovilidad nos quedábamos ateridos de frío, pero a mí no me
importaba; sabía que era mi último ejercicio.
Al día siguiente ni siquiera oí el toque de diana; por vez primera desde
hacía semanas tuve que ser derribado a empellones del catre y casi llego tarde
a la formación de los ejercicios mañaneros. No tenía objeto el que pretendiera
pedir la baja antes del desayuno, puesto que lo primero que debía hacer era ir
a ver a Zim. Pero no lo vi en el desayuno. Le pedí permiso a Bronski para
presentarme al capitán y me respondió que sí, que me las arreglara como
pudiera. Pero no me dijo más razones.
Sin embargo, a un hombre que no está no se le puede ver. Después del
desayuno iniciamos un ejercicio de marcha, sin haber conseguido verle. Era
una marcha de salida y regreso en el día, con la comida suministrada por
helicópteros, un lujo inesperado puesto que el no entregarnos raciones de
campo antes de salir implicaba usualmente un día de inanición, salvo lo que
uno hubiera sisado. Yo iba limpio y morondo, pues demasiadas cosas llevaba
en la cabeza.
El sargento Zim salió con las raciones, y con el correo de campaña, que
no era un lujo inesperado. En honor de la I. M. debo aclarar que lo mismo te
reducían el rancho, el agua, el sueño o que cualquier otra cosa, sin previo
aviso, pero nunca retenían una carta de nadie un minuto más de lo que las
circunstancias demandaran. Consideraban que el correo era algo sagrado y te
lo llevaban en el primer transporte disponible para que cada cual leyera su
carta en el primer descanso, aunque fuera en maniobras. A mí no me había
importado demasiado porque, aparte de cartas de Carlos, no recibí ningún
correo que mereciera la pena hasta que me escribió mamá.
Ni siquiera acudí al correo cuando Zim empezó a repartirlo; había
decidido no hablar con él hasta que hubiera terminado, y, por consiguiente,
no deseaba que se apercibiera de mí hasta que de hecho estuviésemos en el
cuartel general.
Me quedé sorprendido cuando pronunció mi nombre y vi que sostenía una
carta en la mano. Acudí presto y la tomé. Nuevamente quedé sorprendido,
porque era de Mr. Dubois, mi profesor de Historia y Filosofía Moral del
instituto. Antes hubiera esperado recibir carta de Santa Claus que de Mr.
Dubois.
Luego de leerla, seguí creyendo que se trataba de un error. Tuve que
comprobar la dirección y las señas del remitente para convencerme de que
aquella carta estaba escrita y dirigida a mí.

«Querido amigo:
Me habría gustado escribirte mucho antes para expresarte mi
alegría y mi orgullo al saber que no sólo te habías presentado
voluntario al servicio, sino que, además, habías elegido mi propio
Cuerpo. Pero no me ha sorprendido; eso es lo que yo esperaba de ti, si
bien no pensaba que eligieras, precisamente, 1-a Infantería Móvil.
Ésta es una especie de consumación, que no sucede muy a menudo,
que, pese a todo, hace dignos los esfuerzos de un profesor.
Necesariamente, hemos de pasar por la criba muchos guijarros,
demasiada arena, para dar con la pepita, pero esta pepita constituye la
recompensa.
La razón de no haberte escrito antes es obvia. Muchos jóvenes,
aunque no sea forzosamente por una falta reprensible, son desechados
durante el período de instrucción. Yo he querido esperar, estando al
corriente de todo a través de mis amistades, a que superases tan dura
«depresión» (¡cuanto sabemos todos de esa depresión!) y estuvieras
cierto, salvo accidente o enfermedad, de completar tu período de
entrenamiento y tu compromiso.
Ahora estás atravesando la parte más dura de tu servicio; no en el
sentido físico (aunque ya no volverá a atormentarte la dureza física,
pues por ahora ya tienes el alcance de su medida), sino la dureza
espiritual… los profundos y deprimen
tes reajustes, las necesarias revalorizaciones para dar autenticidad
a un potencial ciudadano. O más bien debería decir que ya has pasado
la parte más dura, a pesar de los obstáculos, cada uno más alto que el
anterior, que todavía te faltan por saltar. Pero lo que cuenta es esa
«depresión» de que te hablaba, y, conociéndote, muchacho, sé que he
esperado lo suficiente para estar seguro de que ya has superado dicha
depresión; de lo contrario, a estas horas, ya estarías en casa.
Cuando se llega a la cumbre de esa montaña espiritual, se siente
algo, un algo nuevo. Tal vez no tengas palabras para expresarlo —
cuando yo era soldado, sé que no las tenía—. Por tanto, a lo mejor no
te importa dejar que este viejo camarada te las preste, puesto que ello,
a menudo, ayuda a obtener palabras discretas. Creo que el más noble
destino que un hombre puede tener es colocar su propio cuerpo mortal
entre su amada familia y la desolación de la guerra. Las palabras no
son mías, naturalmente, como puedes reconocer. Las verdades básicas
no pueden cambiar y una vez que el hombre de discernimiento
expresa una de ellas, ya no será necesario volverlas a formular, por
mucho que el mundo cambie. Ésta es una verdad inmutable en todas
partes, en todos los tiempos, para todos los hombres y para todas las
naciones.
Déjame tener noticias tuyas, por favor, si es que puedes sustraer
un rato de tu escaso tiempo para escribir una ocasional carta a un
viejo
camarada. Y si por un acaso tropezaras con mis antiguos
compañeros, manifiéstales mis más fervientes saludos.
¡Buena suerte, soldado! Me siento orgulloso de ti.

Jean V. Dubois, Coronel retirado


de la Infantería Móvil

El membrete era tan asombroso como la carta misma. Así que el «viejo
avinagrado» era coronel, cuando nuestro jefe regional sólo era comandante.
Mr. Dubois nunca había hecho uso del rango durante las clases. Nosotros
habíamos supuesto, si acaso, que debió ser cabo, o algo por el estilo, que le
licenciaron al perder la mano, asignándole el puesto de profesor en una
asignatura que no precisaba aprobarse, que ni siquiera había que aprenderla,
sino solamente oírla. Todos sabíamos que era un veterano, puesto que 3a
Historia y la Filosofía Moral debía ser enseñada por un profesor ciudadano,
¿pero de la Infantería Móvil? No lo parecía. Su aire era ligeramente
desdeñoso, el tipo de un maestro de baile, no el de un pedazo de mono como
nosotros. Pero así rezaba en su antefirma. Todo el camino de regreso al
campamento me lo pasé meditando sobre aquella asombrosa carta. No se
parecía lo más mínimo a nada de lo que había dicho nunca en clase. No
quiero decir que fuera opuesto a lo que nos explicara en clase, pero guardaba
un tono enteramente distinto. ¿Desde cuándo un coronel llama «camarada» a
un simple recluta?
Cuando él era «Mr. Dubois» a secas y yo uno de los muchachos que
debían escuchar sus clases, apenas parecía fijarse en mí, salvo en una ocasión
que me llenó de afrenta al dar a entender que me sobraba dinero y me faltaba
sentido. (¿Era un crimen el que mi padre pudiera comprar el instituto entero y
regalármelo para Navidad? ¡A él qué le importaba!).
Estuvo disertando sobre la «valía», comparando la teoría marxista con la
teoría ortodoxa del «uso».
—Desde luego —dijo—, la definición marxista del valor es ridicula. Por
mucho que uno se esfuerce trabajando no hará que una tarta hecha de barro se
convierta en una tarta de manzana; seguirá siendo de barro y su valor es cero.
Corolario: un trabajo inexperto puede sustraer fácilmente el valor; un
cocinero sin talento puede convertir un saludable amasijo de manzanas
frescas, de por sí valiosas, en un plato no comestible y su valor será cero.
Contrariamente, un jefe de cocina competente es capaz de lograr que esos
mismos materiales cobren mayor valor que una simple tarta de manzana, sin
un mayor esfuerzo qué el ordinario cocinero emplea para preparar una
golosina normal.
«Estas ilustraciones culinarias echan por tierra la teoría marxista del
valor, la falacia de que deriva todo el enorme fraude del comunismo, y
aclaran la sensata definición como uniforme en términos del uso».
Mr. Dubois agitó su muñón hacia nosotros.
—No obstante… ¡eh, despierten allá atrás!… No obstante el viejo,
desmelenado y místico «Das Kapital», ampuloso, torturado, confundido y
neurótico, falto de ciencia, ilógico, pomposo y fraudulento propugnado por
Carlos Marx, tenía, empero, un viso de verdad muy importante. Si hubiera
tenido una mente analítica, podría haber formulado la primera definición
adecuada del valor… y este planeta se hubiera ahorrado interminables
sufrimientos.
Y señalándome a mí, Mr. Dubois añadió:
—¡O puede que no! Usted que no es capaz de escuchar, ¿sería capaz de
decir a la clase si el «valor» es relativo o absoluto?
Me incorporé con un gesto de sobresalto. Yo estaba escuchando. Lo que
no comprendía yo era por qué no se podía estar escuchando con los ojos
cerrados y la columna vertebral relajada. Pero su pregunta me pilló en blanco,
porque no había leído la lección del día.
—Absoluto —respondí por intuición.
—Se equivoca —dijo fríamente—. El «valor» no tiene otro significado
que el relativo a los seres vivientes. El valor de una cosa es siempre relativo a
una persona en particular, es completamente personal y distinto en cantidad
para cada ser humano; el «valor del mercado» es una ficción, una mera y
tosca conjetura en el promedio de los valores personales, todo lo cual debe
ser cuantitativamente distinto para poder ejercitar el comercio.
Me pregunté qué habría dicho papá si hubiera oído decir que el «valor del
mercado» era una «ficción». Probablemente resoplaría disgustado.
—Esta relación tan personal que es el «valor» —prosiguió Mr. Dubois—,
tiene dos factores para el ser humano: primero, lo que éste puede hacer con
una cosa, el uso que tiene para él; y, segundo, lo que tiene que hacer para
conseguirla, lo que le cuesta. Existe una vieja canción afirmando que «lo
mejor de la vida es la libertad». ¡Eso no es cierto! ¡Es totalmente falso! Ahí
está el trágico fraude que ocasionó la decadencia y el derrumbamiento de las
democracias del siglo veinte. Aquellos nobles experimentos fracasaron
porque hicieron creer al pueblo que podía votar libremente por lo que
quisiera… y conseguirlo sin esfuerzos, sin sudores, sin lágrimas.
—Nada de valor se obtiene gratis. Incluso la respiración que nos da la
vida se compra en el momento de nacer mediante fuertes y dolorosas
convulsiones pulmonares —aún me estaba mirando a mí, añadiendo—: Si
todos ustedes, chicos y chicas, tuvieran que esforzarse para obtener un
juguete de la misma forma que se esfuerza un recién nacido para subsistir,
todos serían más felices… y mucho más ricos. En cierto modo, siento
compasión por la pobreza que implica la riqueza de algunos de ustedes.
Usted, a quien digamos acabo de recompensar por ganar los cien metros
lisos. ¿Le hace feliz el premio?
—Oh, supongo que me haría.
—Haga el favor de no írseme por la tangente. Usted recibe el premio,
aquí, y yo proclamo: «Gran premio para el campeón de los cien metros lisos»
—ahora, de hecho, volvió a donde yo estaba y apuntóme a bocajarro—:
¡Dígame! ¿Es usted feliz? ¿Valora el premio, o no?
Yo me encontraba resentido. Primero aquella ocurrencia ingeniosa sobre
los niños ricos —un acto de escarnio propio de los que no tienen dinero—, y
ahora este enredo. Yo me reí entre dientes sin ocultarlo.
—¿Entonces no se siente usted feliz? —dijo Mr. Dubois con aire de
sorpresa.
—Usted sabe muy bien que llegué el cuarto.
—¡Exactamente! Y el premio otorgado al primero no tiene valor para
usted… porque no lo ha ganado. En cambio disfruta de una modesta
satisfacción al tener el cuarto premio, porque lo ganó. Confío en que algunos
de los sonámbulos que andan por aquí comprendan este pequeño juego de
moralidad. Me imagino que el poeta que escribió aquella canción quería dar a
entender que las mejores cosas de la vida se compran con algo más que con
dinero y que el literal significado de sus palabras es falso. Las mejores cosas
de la vida están más allá del dinero; su precio es la agonía, el sudor, la
dedicación… y el precio exigido para lo más precioso de todas las cosas de la
vida, es la vida misma, último costo para el valor perfecto.
Mientras regresábamos al campamento, me esforcé en vano por exprimir
el significado de las palabras oídas a Mr. Dubois, al coronel Dubois, así como
lo expresado en su extraordinaria carta. Y de pronto dejé de pensar porque la
banda de música cayó junto a nuestra formación en columna y estuvo
interpretando un repertorio francés como «La Marsellesa», «Madelon», «Los
hijos del trabajo y del peligro», y por ultimo la «Legión Extranjera» y «La
señorita de Armentieres».
Es algo soberbio cuando toca la banda; te levanta los ánimos, por muy
arrastrado que vayas por la pradera. Al principio no habíamos tenido más que
música «prefabricada»’, y sólo para las formaciones de revista y llamadas.
Pero pronto se dieron cuenta de los que tenían dotes de músico y se organizó
una banda regimental con los correspondientes instrumentos, formada
enteramente de reclutas; desde el director hasta el que tocaba el bombo.
Eso no les eximía de cumplir con sus otros deberes. ¡En absoluto! Sólo
significaba que se les permitía y estimulaba para hacerlo en el tiempo
restante, practicando por las noches y los domingos, pero a cambio gozaban
del prurito de formar aparte en la parada y no con sus propios pelotones.
Entre nosotros, muchas cosas se hacían de esta manera. Nuestro capellán, por
ejemplo, era un soldado más. Era más viejo que la mayoría de nosotros y
había sido ordenado en una pequeña secta bastante desconocida, de la que yo
no había oído nunca hablar. Pero ponía una gran pasión en sus predicaciones,
fuera o no ortodoxa su teología —de eso no me pregunten—, y se hallaba en
una posición óptima para comprender los problemas del recluta. Además, los
cánticos que nos enseñaba eran divertidos. Por otra parte, los domingos, entre
la revista de policía y la hora de comer no había otro sitio donde ir.
La banda desentonaba lo suyo, pero siempre seguía adelante. El
campamento poseía cuatro juegos de gaitas y algunos uniformes escoceses,
donados por Lochiel de Cameron, cuyo hijo había muerto en los
entrenamientos, y uño de nuestros muchachos resultó ser gaitero por haberlo
aprendido en los «boy scouts» escoceses. Pronto tuvimos cuatro gaiteros y,
aunque no tocaban muy bien, soplaban fuerte. Las gaitas suenan de una
manera extraña la primera vez que se las oye, y un gaitero novato cuando
practica es capaz de hacerte rechinar los dientes. Suena y parece como si
tuviera atrapado un gato bajo el brazo y le estuviese mordiendo la cola.
Pero acabaron aprendiendo. La primera vez que nuestros gaiteros
aparecieron formalmente con la banda interpretando «Los muertos del
Alamein», se me pusieron los cabellos tan de punta que me levantaron el
gorro. Es tan fuerte la emoción, que te hace llorar.
Durante las marchas, naturalmente, no podíamos llevar la banda con
nosotros, ya que a los músicos no se les hacía ninguna concesión especial.
Los bombardinos y los tambores grandes debían quedarse en el campamento,
porque sus ejecutantes están obligados a llevar el equipo completo, como
cada cual, a cuya carga sólo puede añadirse un instrumento pequeño. Pero la
Infantería Móvil posee irnos instrumentos musicales como no creo pueda
tener nadie más, tales como una cajita, apenas más grande que una armónica,
un artilugio eléctrico al que se acopla un enorme cuerno y se toca de la
mismas manera.
Cuando te hallas perdido allá en el horizonte y suena la llamada para la
banda, cada músico recoge su equipo sin detenerse, ayudado por sus
compañeros de escuadra, y acude presto a la formación en columna de la
compañía de color, empezando a tocar.
Ello levanta el espíritu.
La banda se cambia de posición, quedando casi fuera del alcance de
nuestro oído, y cuando está demasiado lejos tenemos que dejar de cantar
porque nuestras notas pierden el compás.
De repente sentí que me encontraba mejor. Quise averiguarlo. ¿Sería
porque dentro de un par de horas estaríamos de vuelta y podría pedir la baja?
No. Cuando decidí renunciar experimenté, evidentemente, una sensación
de paz que había aplacado mi tensión nerviosa y me entregó al sueño. Pero
esto era algo distinto, algo que no alcanzaba a comprender.
Pero de pronto lo supe: ¡«Había superado mi depresión moral»!
Había superado la depresión moral de que el coronel Dubois hablaba en
su carta. Ciertamente había pasado sobre ella y comenzaba el descenso,
moviéndome con soltura. La pradera aquélla se mostraba plana como una
tortilla y de la misma manera que me afanara trabajosamente subiendo la
cuesta de la colina en el camino de ida, luego, en un punto dado, creo que
mientras estuvimos cantando traspasé la depresión, o mejor la cima, y me vi
lanzado pendiente abajo. Sentí que mi equipo pesaba menos y que mis
preocupaciones habían desaparecido.
Cuando llegamos al campamento ya no le hablé al sargento Zim; no
necesitaba hablarle. En vez de ello fue él quien me habló a mí, haciéndome
señas para que me acercara, una vez que rompimos filas.
—Diga, señor.
Paró de hablar y yo me eché a temblar, creyendo que sospechaba lo de mi
escucha en la oficina.
—En el correo de hoy recibiste una carta —dijo—. Por pura casualidad
me fijé, aunque no es asunto mío, en las señas del remitente. Es un nombre
bastante común, en algunos sitios, pero, ¿por un casual tiene amputada la
mano izquierda, a la altura de la muñeca, la persona que te escribió la carta?
Es una pregunta personal que no estás obligado a responder.
Creo que me quedé con la boca abierta.
—¿Cómo lo supo, señor?
—Me encontraba cerca cuando ocurrió. ¿Es el coronel Dubois, verdad?
—Sí, señor —añadí—. Fue mi profesor de Historia y Filosofía Moral.
Creo que fue la primera vez en la vida que me impresionó, aunque
ligeramente, el sargento Zim. Sus cejas se elevaron un octavo de pulgada y
sus ojos se abrieron un poco más de lo normal.
—¿De veras? Has sido muy afortunado —añadió—. Cuando le escribas,
si no te importa, puedes decirle que el sargento Zim le envía sus respetos.
—Sí, señor. Oh… me parece que le manda un mensaje, señor.
—¿Qué?
—No estoy bien seguro —dije.
Saqué la carta y me puse a leer: «… si por un acaso te tropezaras con mis
antiguos compañeros, manifiéstales mis más fervientes saludos».
—¿Va dirigido a usted, señor?
Zim se quedó reflexionando, sus ojos puestos a través de mí, mirando a
cualquier otra parte.
—¿Eh? Ah, sí. Es para mí, entre otros. Muchas gracias —y de: pronto se
olvidó de todo y dijo brioso—: Nueve minutos para la parada. Y todavía
tienes que ducharte y cambiarte. ¡Aprisa, soldado!
VII

Necio el recluta
que en suicidio piensa;
perdió su maldad,
no halló su soberbia.
Y día tras día
su trabajo aumenta,
y esto le ayuda
a labrar su senda.
Pero una mañana
su equipo le entregan
y ya liberado
de toda impureza,
de fatigas libre,
cuanto se le ordena,
en silencio cumple
sin hacer protesta.

Rudyard Kipling.

No voy a hablar mucho sobre mi período de instrucción; en su mayoría


fue un trabajo simple, al que me habitué, pero ya basta con lo dicho.
Sin embargo, quiero decir algo sobre los trajes de fuerza, en parte por lo
mucho que me fascinaron, y, también, por las complicaciones que me
trajeron. No es ninguna queja; obtuve lo que merecía.
Un infante móvil vive para su traje, de la misma forma que un miembro
del K-9 vive para su inseparable perro. El traje blindado de fuerza es, en un
cincuenta por ciento, el motivo de que nos llamemos «infantería móvil», en
vez de «infantería» a secas. El otro cincuenta por ciento lo forman las
astronaves que nos transportan y las cápsulas en que nos lanzamos. El traje
nos proporciona mejor vista, mejor oído, unas espaldas más resistentes para
llevar encima armas más pesadas y municiones, mejores piernas (pues un
hombre dentro de un traje de ésos puede ser tan estúpido como cualquier
otro, aunque no debiera serlo), más potencia de fuego, mayor resistencia y
menos vulnerabilidad.
Un traje de fuerza no es un traje espacial, pero puede servir como tal. En
principio no es una armadura, aunque los Caballeros del rey Arturo no iban
tan blindados como nosotros. Tampoco es un tanque de guerra, pues un solo
infante móvil, sin ayuda de nadie, sería capaz de destruir un escuadrón de
esos viejos trastos, si alguien fuera tan necio como para enfrentarlos contra él.
Un traje de fuerza no es una aeronave, pero puede volar un poco. En cambio,
ni las naves espaciales ni los artilugios voladores atmosféricos pueden luchar
contra un hombre equipado con dicha clase de traje, si no es destruyendo con
bombas la zona en que se encuentra, o incendiando la casa donde está
refugiado para obligarle a huir. Por el contrario, nosotros podemos llevar a
cabo cosas que una nave, atmosférica, espacial o submarina, es incapaz de
hacer.
Existe una docena de modos diferentes para sembrar la destrucción de
manera totalmente impersonal, por medio de naves y misiles de una u otra
clase, de crear catástrofes tan extensas e inselectivas, que la guerra habría
alcanzado su fin antes de que la nación o planeta afectados hubieran dejado
de existir. Pero lo que nosotros hacemos es algo completamente distinto.
Nosotros hacemos la guerra tan personal como un puñetazo en las narices.
Nosotros podemos ser selectivos, aplicando precisamente la cantidad de
presión requerida en el punto especificado y en el momento justo. Nunca se
nos ha dicho que descendamos para matar o capturar a todos los pelirrojos
zurdos que hubiera en una zona determinada, pero si nos dieran esa orden
podríamos cumplirla y la cumpliríamos.
Nosotros somos los que van a un sitio determinado, a una hora H, ocupan
un terreno previsto, permanecen en él, desalojando al enemigo de sus
agujeros, obligándole a rendirse o a morir allí mismo. Nosotros somos la
sangrienta infantería, el soldado de a pie que va hasta donde se halla el
enemigo y se apodera de él personalmente. Y es lo que hemos venido
haciendo, con cambios en nuestras armas, pero con muy pocas variaciones en
nuestra actuación, desde hace más de cinco mil años cuando las huestes de a
pie de Sargón el Grande obligaron a los súmenos a exclamar: «¡Tío!».
A lo mejor pueden prescindir de nosotros algún día. Quién sabe si con el
tiempo algún genio loco con miopía, frente abultada y un cerebro cibernético,
inventa un arma capaz de bajar a un hoyo, hacer prisionero al enemigo y
obligarle a rendirse o morir, sin correr el riesgo de que nuestra propia gente
sea hecha prisionera en el intento. Pero eso no es cosa de mi incumbencia,
porque yo no soy un genio y pertenezco a la Infantería Móvil. Entretanto,
hasta que inventen la máquina que nos sustituya, mis compañeros se
encargarán de realizar el trabajo y yo también aportaré mi granito de arena.
Puede que algún día consigan esa cosa tan maravillosa de «ya no
tendremos que aprender a guerrear», como cantamos en la copla. Es posible.
Puede que el mismo día también, el leopardo pierda sus garras y se comporte
como una vaca de Jersey. Pero, nuevamente, esto también lo ignoro; yo no
soy un profesor de cosmopolítica, soy un infante móvil. Cuando el gobierno
me envía yo voy. Y, mientras tanto, hago lo que puedo.
Pero en tanto no hayan construido la máquina que nos reemplace, de
momento han pensado en ayudarnos con los medios mejores, particularmente
el traje de fuerza. No es necesario describir el aspecto que ofrece, puesto que
se han ofrecido estampas de él frecuentemente. Cuando uno se lo pone, se
parece a un gigantesco gorila de acero, armado con instrumentos mortíferos
de igual tamaño. Ésta puede que sea la razón de que los sargentos,
generalmente, inician sus observaciones llamándonos «pedazos de mono»,
aunque parece más probable que los sargentos del César emplearan las
mismas honoríficas expresiones.
Pero estos trajes son, considerablemente, mucho más fuertes que los
gorilas. Si un infante móvil con su traje se pusiera a luchar con un gorila a
brazo partido, el gorila moriría aplastado, mientras que el infante y su traje
apenas si se alterarían.
Se ha hablado mucho acerca de sus «músculos», de su pseudo-
musculatura, pero lo que tiene mayor mérito es el control de toda esa fuerza.
Lo verdaderamente maravilloso en su diseño es que uno no tiene que
controlar el traje; tan sólo tiene que «llevarlo» puesto, igual que sus ropas,
como si fuera su piel. Para pilotear cualquier clase de nave, hay que aprender.
Ello lleva un considerable tiempo, una nueva y completa adaptación de
reflejos, un modo diferente y artificial de pensar. Incluso montar en una
bicicleta requiere aprender ciertas mañas, muy distintas de caminar a pie. Y si
pensamos en las naves espaciales (cuán imposibles para mí), sus pilotos
precisan ser acróbatas y, al mismo tiempo, matemáticos.
En cambio un traje, sólo basta con «llevarlo».
No obstante sus dos mil libras de peso, quizás, con el equipo completo,
desde el primer instante en que te lo pones puedes inmediatamente andar,
correr, saltar, tumbarte, recoger un huevo sin cascarle, lo que requiere alguna
práctica insignificante, bailar la jiga, si es que uno es capaz de bailarla sin
traje, saltar sobre el tejado de la casa inmediata y caer al otro lado como una
pluma.
El secreto radica en la realimentación y amplificación negativa.
No me pregunten que dibuje el circuito de un traje, porque no sabría. Pero
yo sé que algunos famosísimos violinistas de concierto no saben tampoco
construir un violín. Conozco la manera de conservarlo y hacer reparaciones
en campaña o verificar sus trescientas cuarenta y siete partes en caso de que
se «constipe», dejándolo listo para su uso, que es cuanto se espera de un zafio
infante móvil. Pero si mi traje cae realmente «enfermo», entonces llamo al
médico, un médico de ciencia (de ingeniería electromecánica) que es oficial
naval, normalmente un teniente, que equivale a un capitán nuestro, y forma
parte de la compañía de a bordo del transporte de tropas, o bien que fue
asignado, a pesar suyo, a algún campamento como Currie, destino éste peor
que la muerte para un hombre de la Navy.
Pero si alguno de ustedes se halla realmente interesado en conocer las
impresiones, stéreos y esquemas de la psicología de un traje, podrá encontrar
más detalles, de sus partes no clasificadas, en una buena biblioteca pública.
Para conocer las partes pequeñas, clasificadas, vale más que se busque a un
agente enemigo de confianza, y digno de «confianza» porque los espías le
meten a uno gato por liebre, vendiéndole secretos que se pueden encontrar
gratis en las bibliotecas públicas.
Pero he aquí cómo funciona un traje, a excepción de su diagrama. Su
interior es una masa compuesta por cientos de receptores de presión. Se
presiona con el pulpejo de la mano; el traje lo siente, lo amplía y empuja con
su ocupante para retirar la presión de los receptores que dan la orden al
presionar. Esto resulta confuso, pero la realimentación negativa resulta
siempre por primera vez una idea confusa, aunque lo haya estado uno
haciendo desde que pataleaba cuando niño. Los niños ejecutan torpemente los
primeros movimientos, cuando los están aprendiendo. Los adolescentes y
adultos los ejecutan sin saber que los aprendieron, y un hombre con la
enfermedad de Parkinson no los realiza porque tiene estropeados los
circuitos.
El traje tiene la realimentación que le acompasa a cualquier movimiento
de su portador, con exactitud, pero con gran fuerza.
Es una fuerza controlada, sin tener que pensar en ello. Uno salta y el traje
salta con él, pero a mucha más altura que se salta sin el traje. Cuando se
pretende dar un salto grande, los cohetes del traje entran en funciones
ampliando el impulso de las «piernas» del traje, y proporcionan un envite de
tres cohetes, cuyo eje de presión pasa a través del centro de la masa del
sujeto. De forma que si uno salta sobre la casa inmediata, en cuyo caso
descendería al otro lado con la misma velocidad de subida, el traje notará la
proximidad de la caída mediante una especie de radar mental parecido a una
espoleta de aproximación y, por tanto, cortará la acción de los cohetes en el
momento preciso para amortiguar la caída, sin necesidad de pensar.
Y aquí estriba la maravilla del traje de fuerza; que uno no tiene que
pensar con él. No tiene que conducirle, pilotearle, maniobrar ni dirigir nada.
Sólo basta con ponérselo y él se encarga de recibir órdenes directamente de
tus músculos y hace lo que tus músculos están tratando de hacer. De esta
forma le queda a uno la mente libre para pensar en manejar sus armas y para
reflexionar sobre lo que ocurre a su alrededor, lo cual resulta de suprema
importancia para un infante móvil que desea morir en su cama. Si al mediocre
infante se le carga con demasiados artilugios que atraigan su atención,
cualquier enemigo probablemente armado, como por ejemplo con una simple
hacha de piedra, se le acercaría cautelosamente por sorpresa y le machacaría
el cráneo mientras estaba entretenido en interpretar sus instrumentos.
Pero los «ojos» y «oídos» del traje se hallan dispuestos siempre a
ayudarle sin restar atención a su portador. Digamos que un traje tiene tres
audiocircuitos, comunes en el traje de explorador. El control de frecuencia
para mantener la seguridad táctica es muy complejo. Al menos tiene dos
frecuencias por cada circuito, las cuales son necesarias para cualquier señal,
oscilando cada una bajo el control de un reloj de cesio, sincronizado a la
millonésima de segundo con el otro extremo, pero esto no es de la
incumbencia del infante. Cuando desea el circuito A con el jefe de la
escuadra, muerde hacia abajo una vez, dos para el circuito B, y así
sucesivamente. El micrófono va acoplado a su garganta, las clavijas en sus
oídos, sin que puedan sufrir sacudidas al hablar. Además de eso, los
micrófonos emplazados exteriormente a ambos lados de la escafandra
proporcionan una audición binaural de las inmediaciones exactamente igual
que si la cabeza estuviera desnuda, pudiendo asimismo suprimir los ruidos
que le rodean, para no perder una palabra de lo que le está diciendo el jefe de
su pelotón, volviendo simplemente la cabeza.
Puesto que la cabeza del infante es la parte de su cuerpo que no queda
implicada en los receptores de presión que controlan los músculos del traje,
podrá valerse de ella, cual son las mandíbulas, barbilla y cuello, para
establecer las conexiones convenientes, presionando sus interruptores, con lo
cual quedarán las manos libres para luchar. Una placa junto a la barbilla se
encarga de realizar las conexiones visuales, de igual manera que las fauces
manejan los audiointerruptores. Todos los despliegues son reflejados en un
espejo situado a la altura de la frente, recogiendo lo que se realiza por encima
y por detrás de la cabeza. La incorporación al casco de esta serie de
mecanismos le da a uno el aspecto de un gorila hidrocefálico, pero con suerte,
el enemigo no vivirá el tiempo suficiente para asustarse de nuestra presencia.
Además, su disposición resulta muy buena porque te permite pasar por varios
tipos de despliegue de radar con más rapidez que se cambian los canales para
evitar una emisión comercial; captar y mantener un campo, localizar a tu jefe,
verificar a los hombres de tu flanco, etcétera.
Con sólo sacudir la cabeza, como un caballo hostigado por las moscas,
los lentes infrarrojos saltan por encima de las sienes, y al sacudirla de nuevo,
se colocan delante de los ojos. Si se suelta el lanzacohetes, el traje se encarga
de asirlo hasta que se le vuelva a necesitar. Huelga hablar sobre los pezones
suministradores de agua, de aire, sobre los giróscopos, etcétera. El objeto de
toda su disposición es el mismo: dejarte libre para cumplir con tu misión:
matar.
Naturalmente que todas estas cosas requieren su práctica y te pasas el
tiempo practicando hasta conseguir la misma soltura que cuando te lavas los
dientes. Mas el simple hecho de llevar el traje y caminar dentro de él, apenas
si requiere práctica. Hay que practicar sobre los saltos porque aunque los
ejecutes con un movimiento completamente natural, te elevas a mayor altura,
con más rapidez, a mayor distancia y permaneces en el aire más de la cuenta.
Esto último necesita de por sí una nueva orientación, porque los segundos
que se permanezca en el aire son preciosos cuando se está en combate.
Mientras te halles saltando puedes captar y sostener un campo, elegir un
objetivo, recibir y transmitir, disparar un arma volver a cargarla, pensar en un
nuevo salto sin haber descendido a la superficie y dominar los automáticos
para cortar de nuevo los cohetes. Todo esto se puede hacer desde el aire, pero
con práctica.
Pero en general, los trajes de fuerza no demandan práctica. Ellos lo hacen
por ti, de la misma forma que tú lo harías, pero mejor. Ellos lo hacen todo,
menos una cosa: rascarte cuando te pica. Si algún día conozco un traje que
me permita rascarme la espalda cuando me pique, me casaré con él.
En la Infantería Móvil hay tres tipos principales de trajes blindados: el del
merodeador, el del comando y el del explorador. El traje del explorador es
muy rápido y tiene un gran alcance, pero escasamente armado. El traje del
comando es pesado a causa de necesitar grandes cantidades de esencia para
andar y para los saltos; son rápidos y pueden saltar mucho. Tienen tres veces
más equipo de radar y comunicaciones que los otros trajes y un localizador de
energía. Los llamados de merodeadores, son los que llevan aquellos que
parecen sonámbulos, los ejecutores.
Como puedo haber dado a entender, me enamoré del traje blindado de
fuerza, aunque mi primer percance con él me lastimó un hombro. En lo
sucesivo, cuando mi sección tenía que hacer prácticas de traje, era un gran día
para mí. El día de marras llevaba yo galones simulados de sargento, como
supuesto jefe de sección e iba armado con supuestos cohetes de bombardeo
atómico, que había que emplear en una supuesta oscuridad, contra un
supuesto enemigo. Y ahí está lo malo; todo era supuesto, pero te exigen que
te portes como si todo fuera real.
Nos estábamos retirando… «avanzando hacia la retaguardia», quiero
decir. Y uno de los instructores cortó la fuerza a uno de mis hombres,
mediante control de radio, convirtiéndole en una baja impotente. En buena
doctrina de la I.M., ordené que lo recogieran, envaneciéndome de haber
conseguido dar la orden antes de que se me anticipara mi número dos. Luego
procedí a realizar mi misión inmediata que consistía en lanzar un simulado
ataque atómico para debilitar al supuesto enemigo que nos estaba dando
alcance.
Nuestro flanco se tambaleaba; se esperaba que yo ordenara el fuego en
sentido diagonal, pero con la separación requerida para proteger a mis
propios hombres del mismo, batiendo al enemigo lo más cerca posible.
Saltando, naturalmente. El movimiento sobre el terreno y el problema que
llevaba consigo se habían discutido con únicas variantes que se suponían era
lo referente a las bajas.
Las enseñanzas requerían de mí que localizara «exactamente’», mediante
la boya de radar, a mis propios hombres que podían ser afectados por la
explosión. Pero aquello había que hacerlo rápido y yo no era tan perspicaz
como para interpretar aquellos pequeños despliegues de radar. Tomé mis
datos, eché hacia arriba los lentes infrarrojos y me puse a mirar a simple
vista, en plena luz de día. Tenía sitio de sobra. Pude ver al único hombre que
quedaría afectado, a media milla de distancia, y todo lo que tenía yo era un
insignificante cohete H.E., destinado a hacer mucho humo y nada más. Así
que elegí un punto a ojo, tomé el lanzacohetes y disparé.
Luego salté, todo ufano, sin perder un segundo.
Y de pronto se me cortó la fuerza cuando me hallaba por el aire. Esto no
hace ningún daño; es una acción de retardo, ejecutada por la caída. Aterricé y
allí me quedé pegado al suelo en cuclillas, sostenido en vilo por los
giróscopos, pero incapaz de moverme. Cuando te encuentras con una
tonelada de metal encima y con la fuerza cortada, vale más que te quedes
quieto.
Lo que hice fue maldecir mi propia estampa. No pensé que me habían
convertido en una baja, precisamente cuando estaba cumpliendo
satisfactoriamente mi cometido. Pero dejemos a un lado los comentarios.
Debí pensar que el sargento Zim estaría controlando al jefe de la sección.
Saltó hasta donde yo estaba y empezó a hablarme de cara a cara. Sugirió
que me buscara un empleo para fregar suelos, ya que era demasiado estúpido,
zafio y descuidado para manejar platos sucios. Discutió mi pasado y probable
futuro, y varias otras cosas de las que yo no quería oír hablar. Acabó
diciéndome:
—¿Te gustaría que se enterase el coronel Dubois de lo que has hecho?
Luego se marchó. Yo seguí allí esperando, acurrucado, durante dos horas
hasta que se terminó el ejercicio. El traje, que había sido unas auténticas
botas de siete leguas, ligero como una pluma, pesaba como un caballo de
hierro. Finalmente volvió a mi lado, me restituyó la fuerza y nos lanzamos
juntos a toda marcha hacia el cuartel general.
El capitán dijo poco, pero fue más incisivo.
Luego se detuvo y añadió en ese tono bajo que emplean los oficiales
cuando citan las Ordenanzas:
—Si quieres, pues pedir que se te juzgue en Consejo de guerra. ¿Qué
decides?
—¡No, señor!
Hasta aquel momento no me había dado cuenta por completo del lío en
que estaba metido. El capitán Frankel pareció relajarse un poco.
—En ese caso, veremos lo que tiene que decir el jefe del regimiento.
Sargento, acompañe al prisionero.
Fuimos rápidamente hasta el cuartel general y, por primera vez, me vi
frente a frente con el jefe del regimiento, y entonces supe que, de un modo u
otro, me formarían consejo de guerra. Pero recordaba vivamente todo lo que
Ted había dicho en el suyo. Así que guardé silencio.
El mayor Malloy sólo me dijo un total de cinco palabras. Después de
escuchar al sargento Zim, pronunció tres de ellas.
—¿Es eso cierto?
—Sí, señor, —respondí yo, y ahí terminó mi parte en el juicio.
—¿Hay alguna posibilidad de salvar a este hombre? —preguntó el mayor
Malloy al capitán Frankel.
—Creo que sí, señor —repuso éste.
—Entonces le aplicaremos un correctivo administrativo —añadió el
mayor, y volviéndose a mí, dijo: —Cinco azotes.
Bueno, la verdad es que no se anduvieron con mimos. Quince minutos
después, el médico comprobaba los latidos de mi corazón y el sargento de
guardia me estaba ataviando con esa camisa especial que se quita sin tener
que sacar las manos, ajustada con una cremallera desde el cuello hacia lo
largo de las mangas. La llamada para formar había sonado. Yo me sentí
distinto, irreal… La alucinación de una pesadilla me había trastornado el
juicio.
Nada más terminar el toque de llamada, el sargento Zim entró en la tienda
del cuerpo de guardia. Echó una mirada al sargento de guardia, el cabo Jones,
y éste salió de allí. Zim se me acercó, depositando algo en mi mano.
—Muérdelo —dijo bajito—. Te ayudará. Lo sé por experiencia.
Era una pieza de goma, ajustable a la boca, como las que usábamos para
protegernos los dientes en los ejercicios de combate cuerpo a cuerpo. Zim se
marchó. Yo me lo puse en la boca. Me pusieron las esposas y me llevaron
afuera.
La orden decía: «… negligencia manifiesta, en combate simulado, que
pudo haber producido la muerte de sus compañeros». Luego me despojaron
de la camisa y me sujetaron al poste.
Ahora bien; en la flagelación ocurre un fenómeno extraño: padece más el
que lo presencia que quien recibe los latigazos. No quiero decir que vaya uno
de verbena cuando se encuentra en el poste, pues no recuerdo haber
soportado nunca un dolor más grande, y la espera entre latigazo y latigazo es
peor que los azotes mismos. Pero la pieza de goma que me entregó Zim me
ayudó de veras y el único gañido que exhalé no llegó a traspasarla.
Otro fenómeno extraño también es que nadie volvió a mencionármelo; ni
siquiera los demás soldados. Por lo que pude ver, Zim y los otros instructores
siguieron tratándome exactamente igual que me habían tratado antes. Desde
el momento en que el doctor me curó las señales y me dijo que volviera al
servicio, todo hubo terminado definitivamente. Incluso conseguí cenar algo
aquella noche e intenté tomar parte en la conversación de la mesa.
Hay otra cosa acerca del correctivo administrativo; no deja ninguna
mancha permanente sobre tu hoja de servicios. Al terminar el período de
instrucción se destruyen todos los antecedentes y el soldado queda
completamente limpio. El único antecedente que queda es lo que uno ha
aprendido, y eso es lo que más cuenta.
VIII

Al niño enséñale el camino a seguir; y cuando sea viejo no


se habrá apartado de él.

Adagios, XXII:6.

Hubo otras flagelaciones, pero muy escasas. Hendrick fue el único


hombre de nuestro regimiento que fue flagelado en virtud de sentencia de un
consejo de guerra. Los otros casos fueron por el procedimiento
administrativo, igual que el mío, y para ello era preciso llegar hasta el jefe del
regimiento, cosa que repele a todos los jefes subordinados y, en cuyo caso,
atenúan siempre los hechos. Aun entonces, el mayor Malloy prefería mucho
mejor expulsar al reo «por indeseable», que verle atado al poste del castigo.
En cierto modo, el castigo administrativo de la flagelación es el más benigno
de todos. Significa que tus superiores ven en ti una posibilidad remota de que,
en su día, puedas ser un buen soldado y un ciudadano, aunque de momento
no lo aparentes.
Yo fui el único que recibió el máximo castigo administrativo; ninguno de
los otros recibió más de tres azotes. Nadie más estuvo tan cerca como yo de
vestir las ropas de paisano, pero me escapé por los pelos. Es una especie de
distinción social que no recomiendo.
Pero tuvimos un caso mucho peor que el mío o que el de Ted Hendrick;
un caso realmente espeluznante, en una ocasión en que hubieron de erigir un
patíbulo.
Pero pongamos las cosas en claro. Este caso, en realidad, no tenía nada
que ver con el Ejército. El crimen no tuvo lugar en el campamento Currie, y
el oficial de destinos que admitió a aquel muchacho para la Infantería Móvil
debió antes haberse ido a dormir.
Dos días antes de que llegásemos al campamento Currie, desertó.
Absurdo, naturalmente; pero nada en aquel caso tenía sentido. ¿Por qué no
pidió la baja? Cierto que la deserción forma parte de los «31 casos graves»,
pero el Ejército no invoca la pena de muerte por ello, al menos que concurran
especiales circunstancias, como por ejemplo «frente al enemigo» o algo
parecido que no deje lugar a un modo altamente informal de tolerar la
renuncia ni pueda ser pasado por alto.
El Ejército no hace ningún esfuerzo por recuperar a sus desertores. Todo
ello es muy razonable. La totalidad de nosotros somos voluntarios; somos
infantes móviles porque queremos serlo, nos sentimos orgullosos de la
Infantería Móvil y ella se siente de nosotros. Si un hombre no siente esto,
desde sus encallecidos pies hasta sus peludas orejas, no le quiero a mi lado
cuando surjan las complicaciones. Si caigo herido en el combate, quiero
hombres a mi lado que me recojan, porque son de la I.M. como yo y porque
mi piel vale tanto para ellos como la suya propia. No quiero junto a mí
soldados de tres al cuarto que echen a correr con el rabo entre las piernas
cuando las cosas empiecen a ponerse feas. Estás mucho más seguro sin nadie
a tu orilla que con un supuesto soldado que está siendo presa del «síndrome
del recluta». De manera que, si desertan, tanto mejor. El querer recuperarlos
será malgastar tiempo y dinero.
Naturalmente que muchos de ellos vuelven, aunque hayan pasado años,
en cuyo caso el Ejército, despectivamente, les aplica sus cincuenta latigazos,
en vez de ahorcarlos, y les deja en paz. Supongo que debe de ser agotador
para los nervios de un hombre el sentirse un fugitivo cuando todo el mundo
es un ciudadano o residente legal, aun cuando la policía no trate de buscarle.
«El malvado fugitivo a quien nadie persigue». La tentación de volver, recibir
tus azotes y respirar de nuevo libremente tiene que ser abrumadora.
Pero este muchacho no volvió por su propia voluntad. Hacía cuatro meses
que había desertado y dudo que ninguno de su compañía se acordara de él,
puesto que estuvo entre ellos tan sólo un par de días. Probablemente no era
más que un nombre sin cara, un «N. L. Dillinger», que día tras día era puesto
como ausente sin permiso en el parte de la mañana.
Pero asesinó a una niña.
Fue juzgado y encontrado culpable por un tribunal local y su
identificación demostró que era un soldado en servicio activo. El
Departamento tuvo que ser informado de ello y nuestro general en jefe
intervino en el acto. El preso fue devuelto a su unidad, puesto que la ley y la
jurisdicción militar tienen preferencia sobre el código penal común.
¿Por qué intervino el general? ¿Por qué no dejó que fuera el sheriff local
quien cumpliera la misión? ¿Para darnos «una lección»?
En absoluto. Estoy completamente seguro de que nuestro general no
pensaba que ninguno de sus muchachos necesitaba recibir un ejemplo tan
morboso para que no imitara la conducta de Dillinger. Ahora me inclino a
creer que, de haber sido posible, nos hubiera evitado presenciar aquella
escena.
Recibimos una lección, aunque nadie lo dijera en aquel momento, y una
lección de las que tardan mucho tiempo en olvidarse.
La Infantería Móvil ha de cuidarse de sus propias cosas, no importa
cuáles. Dillinger pertenecía a la I.M., todavía figuraba en nuestras filas.
Aunque nosotros no lo quisiéramos, aunque no debió nunca ser admitido
entre nosotros, aunque de buena gana hubiéramos renunciado a él, seguía
siendo un miembro de nuestro regimiento. No podíamos desentendemos de
él, dejando que se encargara de ello un sheriff a mil millas de distancia.
Cuando llega el momento, un hombre, uno que se precie de serlo, debe ser
quien dispare contra su propio perro; no puede dejarlo en manos de otro para
que lo realice a su manera. Los archivos regimentales decían que Dillinger
era uno de los nuestros, de forma que nuestra misión consistía en hacernos
cargo de él.
Aquella tarde nos dirigimos hacia el punto de parada a marcha lenta,
avanzando a sesenta pasos por minuto, difícil de guardar cuando se está
acostumbrado a desfilar a un ritmo de ciento cuarenta, mientras que la banda
interpretaba la marcha fúnebre. Luego sacaron a Dillinger, vestido totalmente
de uniforme como nosotros, y la banda se puso a tocar «Danny Deever»,
mientras le arrancaban todo rastro de insignias, botones y gorro, dejándole
tan sólo unas ropas de color marrón y azul claro que ya nada tenían de
uniforme de la I.M. Aparte de la cuestión técnica de la deserción, Dillinger
había cometido al menos cuatro crímenes capitales. Los tambores sostuvieron
un redoble prolongado… y todo terminó. Aunque su víctima hubiera
sobrevivido, Dillinger habría bailado el «Danny Deever» por cada uno de los
otros tres: secuestro exigiendo una suma de rescate, maltrato criminal, etc.
Pasamos desfilando por delante a marcha ordinaria cuando regresamos a
nuestras respectivas compañías. No creo que nadie se desmayara ni se pusiera
enfermo, aunque la mayoría de nosotros cenamos muy poco aquella noche.
Nunca he visto un comedor más tranquilo.
Mas a pesar de lo espantoso que aquello resultó —era la primera vez que
yo, y la mayoría de nosotros, veía la muerte—, no fue tan conmovedor como
el azotamiento de Ted Hendrick. Quiero decir que uno no se ponía en el
puesto de Dillinger, ni pensaba que «podía ser yo el que estuviese allí».
Yo no tenía simpatía hacia él ni aún la tengo. El viejo dicho de que
«quien comprende todo, lo perdona todo», es un argumento de poco peso.
Hay cosas que cuanto más las comprendes más las detestas. Mi simpatía
queda reservada para Bárbara Anne Enthwaite, a quien nunca he visto, y para
sus padres, que ya no verán más a su pequeña.
Cuando la banda dejó sus instrumentos aquella noche, empezamos treinta
días de luto por Bárbara y de oprobio para nosotros, con nuestros colores
engalanados de negro, sin música en la parada ni canciones en las marchas.
Sólo una vez oí exhalar una queja, e inmediatamente otro soldado le preguntó
si quería recibir una tanda de puñetazos. Cierto que no había sido culpa
nuestra, pero nuestra misión consistía en guardar a las niñas, no en
asesinarlas. Nuestro regimiento había sido mancillado; a nosotros
correspondía limpiar la mancha. Había caído una desgracia sobre nosotros y
nos sentíamos desgraciados.
Aquella noche estuve ponderando sobre la manera de evitar que
sucedieran tales cosas. Es cierto que apenas suceden en nuestros días, pero
con una vez que ocurran ya es demasiado. Jamás encontré una respuesta que
me satisficiera. El tal Dillinger aparecía como los demás, y su conducta y
antecedentes no pudieron ser muy distintos, pues, de lo contrario, no habría
llegado nunca hasta el campamento Currie. Supongo se tratará de una de esas
personalidades patológicas que uno lee, que no hay forma de localizarlas.
Bueno, si no había manera de impedir que sucedieran una vez, sólo
quedaba un medio seguro de evitar su repetición. Y ése fue el que nosotros
empleamos.
Aparte de la cuestión técnica de la deserción, Dillinger había cometido al
menos cuatro crímenes capitales.
Si Dillinger era consciente de lo que estaba haciendo, cosa que parecía
increíble, entonces obtuvo su merecido… Aunque era una lástima que no
sufriera lo mismo que él hizo sufrir a la pequeña Bárbara Anne. En realidad,
Dillinger no sufrió apenas.
Pero supongamos, como parecía lo más probable, que su locura llegaba a
un extremo tal, que jamás llegó a percatarse de que estaba cometiendo un
crimen. ¿Qué pasaría entonces?
A los perros rabiosos se les mata, ¿no es cierto?
Sí, pero cuando la locura llega a tanto, es una enfermedad…
Sólo alcancé a ver dos posibilidades: o no tenía cura, y en cuyo caso
estaba mejor muerto, para él mismo y para la seguridad de todos, o podía
curarse mediante un tratamiento y entonces, si obtenía la suficiente salud
mental para incorporarse a la sociedad civilizada, al pensar en lo que había
hecho cuando estaba «enfermo», ¿qué otra alternativa le quedaba que el
suicidio? ¿Cómo iba a vivir tranquilo con su conciencia?
Y supongamos que se escapa antes de terminar su cura y vuelve a
reincidir en su crimen. ¿Cómo explicar esto a los desolados padres, en vista
de sus antecedentes?
Sólo veía una respuesta.
Me acordé de una discusión sostenida en nuestra clase de Historia y
Filosofía Moral. Mr. Dubois estaba hablando sobre los desórdenes que
precedieron al colapso de la República de Norteamérica, allá en el siglo
veinte. Según él, hubo un tiempo antes del derrumbamiento en que los
crímenes como los de Dillinger eran tan corrientes como las luchas de perros.
El terror no sólo campeaba en Norteamérica, sino que también se posesionó
de Rusia y de las Islas Británicas, así como de otros lugares. Pero alcanzó su
punto máximo en América del Norte poco antes de que saltara en pedazos.
—La gente de orden apenas se atrevía a visitar de noche los parques
públicos —decía Mr. Dubois—. El hacer esto era exponerse al ataque de
bandas de jóvenes, armados con cadenas, navajas, armas de fabricación
casera, porras… A ser al menos herido, robado, en la mayoría de los casos,
probablemente a quedar incapacitado para toda la vida, o incluso asesinado.
Esto ocurrió durante años, hasta que estalló la guerra entre la Alianza anglo-
rusoamericana y la Hegemonía china. El asesinato, las drogas, el latrocinio, el
asalto y el vandalismo estaban a la orden del día. Pero no sucedía solamente
en los parques; también se daba en plena calle a la luz del día, en los
colegios, incluso dentro de sus edificios. Y eran tan notoriamente inseguros
los parques que las personas honradas permanecían alejadas de ellos en
cuanto se hacía de noche.
Traté de imaginarme tales cosas en nuestros colegios. Sencillamente, no
lograba comprender que sucedieran tales hechos, en nuestros centros
docentes ni en nuestros parques. Un parque es lugar de esparcimiento, no de
peligro. No alcanzaba a comprender que se pudiera asesinar a nadie en un
parque.
—Mr. Dubois, ¿es que no tenían policía ni tribunales?
—Tenían mucha más policía y tribunales de los que hoy existen. Y no
paraban.
—Creo que no lo entiendo.
Si un muchacho de nuestra ciudad hubiera hecho algo la mitad de
grave… bueno, él y su padre habrían sido flagelados juntos. Pero tales cosas
no sucedían.
—Defina al delincuente juvenil —me dijo Mr. Dubois.
—Es uno de esos muchachos… que agredían a la gente.
—Mal dicho.
—¿Eh? Pues, según el libro…
—Lo siento, pero su libro de texto es inexacto, aunque así lo diga. El
llamar extremidad a una pierna no es del todo correcto. El «delincuente
juvenil» es una contradicción de términos, uno que ofrece una pista a su
problema y su fracaso para resolverlo. ¿Ha criado usted alguna vez un
cachorro?
—Sí, señor.
—¿Lo metió usted en las habitaciones de la casa?
—Ejem… Sí, señor. Alguna vez.
Fue mi torpeza en esto lo que hizo que mi madre me prohibiera meter el
perro dentro de la casa.
—Bien. Y cuando su perro hizo alguna inconveniencia, ¿se enfadó usted
con él?
—¿Por qué iba a enfadarme? Era un cachorro y no sabía lo que hacía.
—¿Qué solía hacer, entonces?
—Bueno, le reprendía; le restregaba el hocico sobre lo que había hecho y
le daba un palmetazo.
—Seguramente, el animal no entendería sus palabras.
—No, pero se daba cuenta de mi enfado con él.
—Pero acaba usted de decir que no se enfadaba.
Mr. Dubois tenía la exasperante virtud de confundir a cualquiera.
—No, pero tenía que hacerle ver que estaba enfadado. Tenía que
enseñarle, ¿no es cierto?
—Concedido. Pero, habiéndole hecho saber que usted desaprobaba
aquello, ¿cómo podía ser tan cruel para, encima, zurrarle? Usted ha dicho que
la pobre bestia no sabía que estaba haciendo mal, y, sin embargo, le inflige un
dolor. ¡Justifiqúese! ¿Acaso es un sádico?
Yo no sabía entonces lo que era el sadismo, pero conocía a los cachorros.
—Mr. Dubois, ¡era necesario! ¡Era preciso regañarle para que viera que
estaba enfadado, restregarle la nariz sobre lo que había hecho para que se
diese cuenta de la acción cometida, y darle el palmetazo para que no lo
repitiese! ¡Y había que hacer todo aquello en el preciso instante! No se
consigue ningún bien para él con castigarle después; lo más que conseguimos
con ello es confundirle. Y aun así, no le bastará con una sola vez. Habrá que
vigilarle y, si repite, se le vuelve a castigar, con mayor dureza. En seguida
aprenderá. De nada servirían las palabras sin más —y luego añadí—: Me
parece que usted no ha criado nunca un cachorro.
—He criado muchos. Ahora estoy criando un «basset»… con sus mismos
métodos. Pero volvamos a aquellos criminales juveniles. El promedio de los
más dañinos no rebasaba la edad de los de esta clase. A veces comenzaban su
carrera al margen de la ley mucho más jóvenes. Fijémonos en la acción del
cachorro. Aquellos niños eran frecuentemente cogidos; la policía arrestaba
diariamente a muchos de ellos. ¿Se les reprendía? Sí, a menudo en forma
perjudicial. ¿Se les restregaba la nariz? Raras veces. Los órganos
informativos y las autoridades, generalmente, guardaban en secreto el nombre
de los menores. En muchos lugares así lo demandaba la ley en los criminales
menores de dieciocho años. ¿Se les daba el palmetazo? ¡Ciertamente que no!
A muchos de ellos ni siquiera íes habían puesto la mano encima cuando eran
más niños. Existía una creencia muy extendida de que el pegarles o aplicarles
algún castigo que implicara dolor ocasionaba al niño un daño psíquico
permanente.
—Eso me recordó que mi padre no debió de haber oído hablar nunca de
aquella teoría.
—El castigo corporal en las escuelas estaba prohibido por la ley —
prosiguió—. La flagelación era legal como sentencia de un tribunal tan sólo
en una pequeña provincia, Delaware, y solamente aplicable a unos cuantos
crímenes, y raramente se invocaba. Era considerada como «un castigo cruel y
singular». —Mr. Dubois meditaba en voz alta—. No comprendo estas
objeciones de «cruel y singular». Si bien un juez debe ser benévolo en sus
propósitos, su sentencia ha de imponer algún castigo al criminal, pues, de lo
contrario, no hay tal castigo, y el dolor es el mecanismo básico forjado sobre
nosotros a través de una evolución de millones de años que nos salvaguarda
anunciándonos cuando alguien intenta amenazar nuestra supervivencia. ¿Por
qué va la sociedad a rechazar el uso de un mecanismo de supervivencia tan
altamente perfeccionado? Sin embargo, aquel período se vio acosado por una
insensatez precientífica y pseudopsicológica.
»En cuanto a la “singularidad” del castigo, éste ha de ser único, pues en
caso negativo no sirve a ningún propósito —apuntó con su muñón a otro
alumno—. ¿Qué sucedería si al cachorro se le estuviera dando palmetazos
cada hora?
—Oh… probablemente se volvería loco.
—Probablemente y de seguro que no se le enseñaría nada. ¿Cuánto
tiempo hace que el principal de este centro no ha expulsado a ningún
alumno?
—Bueno, no estoy seguro. Unos dos años. Fue aquel que robó…
—Eso no importa, pero hace mucho tiempo. Ello implica que tal castigo
es tan singular como para ser significativo, como para amedrentar, como para
instruir. Y volviendo a esos jóvenes criminales, probablemente nunca fueron
zurrados de pequeños, ciertamente no fueron flagelados por sus crímenes.
Generalmente se les daba una reprimenda en su primer delito, a menudo sin
celebración de juicio. Después de varias fechorías se les aplicaba una
sentencia de confinamiento, pero luego se suspendía la sentencia y al joven se
le sometía a prueba. Un muchacho podía ser arrestado y quedar convicto
varias veces antes de aplicarle un castigo, y, en tal caso, sería un mero
confinamiento con otros igual que él de quienes aprendía aún otros hábitos
más criminales. Si observaba buena conducta durante el confinamiento podía
incluso eludir tan leve castigo y era puesto en libertad vigilada, «bajo
palabra», según la jerga de los tiempos.
»Este increíble panorama podía prolongarse durante años, mientras que
sus crímenes aumentaban en frecuencia y maldad, sin recibir otro castigo que
los raros confinamientos, aburridos pero cómodos. Luego, de pronto, por lo
general al cumplir, según la ley, los dieciocho años, este llamado
“delincuente juvenil” se convertía en un criminal adulto, y, a veces, en cosa
de semanas o meses, se hallaría en la celda de la muerte esperando ser
ejecutado por asesinato. Usted —de nuevo volvió a fijarse en mí— suponga
que meramente regañara a su cachorro, sin aplicarle ningún castigo jamás;
que meramente le deja de hacer las suyas dentro de la casa… y que, de
manera ocasional, le encierra en un cobertizo del jardín, pero pronto le vuelve
a dejar que entre en la casa, avisándole para que no vuelva a hacerlo. Pero un
día se da cuenta de que su cachorro se ha convertido en un perro grande y
sigue haciendo lo mismo dentro de la casa, viéndose obligado a sacar una
pistola y a liquidarle de un tiro. ¿Qué me dice a eso?
—Bueno, ésa es la manera más absurda de criar a un perro, me parece a
mí.
—Estoy de acuerdo. Y de criar a un niño. ¿De quién sería la culpa?
—Creo que sería enteramente mía.
—Volvemos a estar de acuerdo. Pero yo no creo, yo estoy seguro de ello.
—Mr. Dubois —dijo de golpe una chica—, pero ¿por qué? ¿Por qué no
zurraban a los niños cuando lo necesitaban y aplicaban una buena dosis de
latigazos a los mayores cuando se lo merecían? ¡Así no lo olvidarían nunca!
Me refiero a los que cometieran hechos realmente malos. ¿Por qué no?
—No lo sé —respondió sombrío Mr. Dubois—; lo único que puedo decir
es que el probado método de imbuir la virtud social y el respeto por la ley en
la mente de los jóvenes, no atrajo a la clase precientífica y pseudoprofesional
que se titulaban a sí mismos «trabajadores sociales» o, a veces, «psicólogos
juveniles». Era demasiado simple para ellos, aparentemente, puesto que
cualquiera podía hacerlo, usando tan sólo la paciencia y firmeza que se
necesita para enseñar a un cachorro. A veces me he preguntado si no
acariciarían un determinado interés hacia el desorden, pero esto es
improbable. Los adultos actúan casi siempre conscientemente sobre los «más
altos móviles», no importa su comportamiento.
—Pero… santo Dios —repuso la muchacha—, a mí no me gustaba que
me zurraran, como no le gusta a ninguno; pero, cuando era necesario, mi
madre no se quedaba corta. La única vez que me castigaron en el colegio,
hace ya muchos años, al llegar a casa volví a cobrar. No espero que me lleven
delante del juez para recibir una sentencia de flagelación. Si uno tiene temor,
no suceden esas cosas. Yo no veo nada mal en nuestro sistema. Vale más eso
que estar encerrado en una cárcel durante toda su vida. ¡Eso debe ser
horrible!
—Estoy de acuerdo. Señorita, el error trágico de lo que hacían aquellas
gentes bien intencionadas, en contraste con lo que ellos creían que estaban
haciendo, es muy profundo. Aquellos hombres carecían de teoría científica de
la moral. Tenían una teoría de la moral y trataban de vivir para ella, pero su
teoría estaba equivocada y en su mitad eran pensamientos ávidos, carentes de
peso, y en la otra mitad, charlatanería racionalizada. Cuanto más fervor
ponían en ello, más se apartaban de la verdad. Hasta llegaron a creer que el
hombre posee un instinto moral.
—Señor, yo creía tenerlo. Yo creía que el hombre tiene un instinto moral

—No, querida, no. Lo que tiene usted es una conciencia cultivada, una
conciencia meticulosamente formada. El hombre carece de instinto moral. No
ha nacido con un sentido moral. Usted tampoco nació con él, ni yo, ni el
cachorro. El sentido de la moral lo adquirimos, si lo adquirimos, por medio
de la enseñanza, de la experiencia y el duro trabajo mental. Aquellos
infortunados delincuentes juveniles nacieron sin él, como usted y yo, y no
tuvieron la oportunidad de adquirirlo; sus experiencias no se lo permitieron.
¿Qué es el «sentido de la moral»? Es una elaboración del instinto de
supervivencia. El instinto de conservación tiene una naturaleza puramente
humana y de él derivan todos los aspectos de nuestra personalidad. Todo lo
que se halle en conflicto con el instinto de conservación actúa, más pronto o
más tarde, para eliminar al individuo y de ahí que no logre aparecer en
futuras generaciones. Esta verdad es matemáticamente demostrable y en
cualquier parte verificable; es el singular y eterno imperativo que controla
todos nuestros actos.
»Pero el instinto de conservación —continuó Mr. Dubois— puede ser
enfocado hacia derivaciones más sutiles y mucho más complicadas que la
ciega y brutal necesidad del individuo de permanecer vivo. Señorita, lo que
usted ha llamado impropiamente su “instinto moral”, fue inspirado en usted
por sus mayores en el sentido de que la supervivencia puede tener unos
imperativos más fuertes que su propio instinto de conservación personal. La
supervivencia de su familia, por ejemplo, de sus hijos, cuando los tenga, de
su nación, si se esfuerza en alcanzar ese grado, debe tener sus raíces en el
instinto de conservación del individuo, ¡y en nada más!, debiendo describir
correctamente la jerarquía de la supervivencia, notar las motivaciones en cada
grado y resolver todos los conflictos.
»Hoy poseemos semejante teoría; podemos resolver cualquier problema
familiar, el deber de la patria, la responsabilidad para con la raza humana…
incluso estamos desarrollando una ética exacta para las relaciones
extrahumanas. Pero todos los problemas morales pueden ser ilustrados por
citas falsas: “No hay amor más grande que el de la gata que muere por
defender a sus gatitos”. Una vez que hayamos comprendido el problema con
que se enfrenta esa gata, y cómo lo resolvió, estaremos en condiciones de
examinarnos a nosotros mismos y de saber cuán alto somos capaces de subir
por la escalera moral.
»Estos delincuentes juveniles se hallaban en un nivel inferior. Nacidos
únicamente con el instinto de supervivencia, la más elevada moralidad que
adquirieron fue su insegura lealtad a sus compañeros de grupo, a su pandilla
callejera. Pero los reformadores intentaron despertar los buenos instintos de
aquellos criminales, llegar hasta ellos, iluminar su sentido de la moral.
¡Majestad! No tenían una naturaleza mejor; la experiencia les enseñó que lo
que estaban haciendo aquellos menores era en pos de su supervivencia. El
cachorro no recibió nunca su merecido palmetazo. Por lo tanto, lo que hacía
con deleite y éxito debió ser “moral”.
»La base de toda moralidad es el deber, un concepto con la misma
relación hacia el grupo que el interés particular tiene hacia el individuo.
Nadie predicó el deber a aquellos muchachos en forma que pudieran
comprenderlo, es decir, con el palo. Pero la sociedad en que vivían no se
cansaba de hablarles sobre “sus derechos”.
»Los resultados deberían haberlos adivinado, porque el ser humano
carece de todo derecho natural».
Mr. Dubois hizo una pausa. Alguien aprovechó el momento.
—Señor, ¿qué hay en cuanto a «la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad»?
—Ah, sí, los «derechos inalienables». Cada año, alguien cita tan
magnífica poesía. ¿La vida? ¿Qué derecho a la vida tiene el hombre que se
está ahogando en el Pacífico? El océano no escuchará sus gritos. ¿Qué
derecho a la vida tiene el hombre que va a morir para salvar a sus hijos? Si
decide salvar su propia vida, ¿lo hace como ejercitando un «derecho»? ¿Si
dos hombres van a perecer de hambre y su única alternativa es el
canibalismo, de cuál de los dos es el «derecho inalienable»? ¿Es eso un
«derecho»? En cuanto a la libertad, los héroes que firmaron el gran
documento compraron la libertad empeñando sus propias vidas. La libertad
no es nunca inalienable; ha de ser redimida regularmente con la sangre de los
patriotas, o, de lo contrario, se esfumará siempre. De todos los llamados
derechos humanos naturales jamás conocidos, la libertad es probablemente la
que menos se deprecia y la que nunca se obtiene gratuitamente.
»En cuanto al tercer “derecho”, es decir, la “búsqueda de la felicidad, la
persecución de la felicidad”, realmente es inalienable pero no es un derecho;
es, simplemente, una condición universal que los tiranos no pueden impedir
ni los patriotas restaurar. Ya pueden arrojarme a una mazmorra, quemarme
atado al poste, coronarme rey de reyes; entretanto, yo podré “perseguir la
felicidad”, siempre y cuando mi cerebro esté vivo, pero ni los dioses ni los
santos, los sabios ni las drogas pueden asegurarme que la conseguiré.
Entonces, Mr. Dubois se volvió hacia mí.
—Le dije que el delincuente juvenil es una contradicción de términos. El
delincuente significa incumplimiento del deber. Pero el deber es una virtud de
los adultos. El joven se convierte en adulto solo y cuando adquiere la
conciencia del deber y lo abraza con un amor propio superior al que poseía al
nacer. Nunca hubo, ni puede haber, un «delincuente juvenil». Pero por cada
delincuente juvenil hay siempre uno o más delincuentes adultos, gente de
años maduros que, o no conocen su deber, o, conociéndolo, se niegan a
cumplirlo.
»Y aquélla fue la ligera mácula que destruyó lo que, en muchos respectos,
era una cultura admirable. Los golfillos juveniles que vagabundeaban por sus
calles eran síntomas de una enfermedad mayor; sus ciudadanos glorificaban
la mitología de los “derechos”… y olvidaban glorificar por completo sus
deberes. Ninguna nación, así constituida, puede sobrevivir.
Me preguntaba yo cómo el coronel Dubois habría clasificado a Dillinger.
¿Sería un criminal juvenil digno de compasión aunque hubiera que
desprenderse de él? ¿O era un delincuente adulto que sólo merecía el
desprecio?
No lo sabía, ni lo sabría nunca. De lo que sí estaba bien seguro es de que
ya no volvería a asesinar a ninguna otra niña.
Eso me satisfacía. Me quedé dormido.
IX

En esta unidad no hay sitio


para los buenos perdedores.
¡Necesitamos hombres duros con
ansias de victoria!

Almirante Joñas Ingram, 1926.

Cuando realizamos todo lo que un soldado de infantería puede hacer en


un terreno llano, nos llevaron a unas escarpadas montañas llamadas las
Rocosas Canadienses, entre la montaña Buena Esperanza y el monte
Waddington, para llevar a efecto ejercicios todavía más duros. El
campamento del sargento Spooky Smith era muy parecido al campamento
Currie, aparte de su emplazamiento más abrupto, pero mucho más pequeño.
Bueno, el III Regimiento también era ahora mucho más reducido. No
llegábamos a cuatrocientos, cuando el número inicial pasaba de dos mil. La
compañía H estaba organizada como si fuera un pelotón y el batallón
formaba como si fuera una compañía. Pero seguíamos llamándonos la
«compañía H» y Zim seguía siendo «jefe de compañía» y no jefe de pelotón.
Todo ello significaba, naturalmente, una mayor instrucción personal.
Ahora teníamos más cabos-instructores que escuadras y el sargento Zim, con
sólo cincuenta hombres a su cargo, en vez de doscientos sesenta con que
había empezado, tenía su ojo de Argos puesto siempre sobre cada uno de
nosotros, incluso cuando no estaba delante. Al menos, cuando hacía alguna
tontada, resultaba que le tenía detrás.
No obstante, las reflexiones que uno se hacía tenían casi una amigable
cualidad, en una forma horrible, porque nosotros habíamos cambiado también
igual que el regimiento y del uno por cada cinco que quedábamos aquél era
ya casi un soldado al que Zim parecía estar tratando de forjar, en vez de
hacerle caminar sobre las montañas.
Igualmente, al capitán Frank le veíamos mucho más; ahora se pasaba más
tiempo enseñándonos, en vez de estar en su oficina, y nos conocía a todos por
el nombre y por la cara, y parecía tener grabada en su mente una ficha exacta
sobre el progreso que cada hombre hacía con cada tipo de arma, con cada
parte del equipo, y no hablemos en lo relativo a los servicios extraordinarios,
estado de salud y si recibías regularmente carta de casa.
Era mucho menos severo con nosotros que Zim. Sus palabras eran más
suaves y en su rostro se dibujaba un gesto amigable, pero no podía uno
dejarse engañar por las apariencias porque debajo de aquella mueca se
adivinaba en seguida una base de granito. Jamás pude descubrir cuál de los
dos era mejor soldado, si Zim o él, quiero decir en el caso de que se viera
como uno de tantos, despojado de sus divisas. Incuestionablemente, los dos
eran mejores soldados que cualquiera de los otros instructores, pero yo no
sabría decir cuál era mejor. Zim hacía todo con precisión y estilo, como si
estuviera en la parada; el capitán Frankel hacía lo mismo pero con
ostentación y gusto, como si se tratara de un juego. Los resultados venían a
ser iguales, y nunca resultaban las cosas tan sencillas como el capitán Frankel
las hacía parecer.
A decir verdad, necesitábamos abundancia de instructores. El saltar con
un traje es fácil en terreno llano. El traje se encarga de saltar a la altura que
quieres, tanto en la llanura como en terreno montañoso, pero resulta muy
distinto cuando tienes que saltar, sobre un corte vertical de piedra, entre dos
pinos juntos, y anular el control de los cohetes en el instante preciso. Saltando
en las prácticas sobre el terreno quebrado tuvimos tres bajas importantes, dos
muertos y un lesionado grave.
Pero escalar una vertical de roca es mucho más difícil sin traje,
valiéndose de cuerdas y estaquillas. Realmente, yo no comprendía qué
utilidad puede tener para el infante móvil los ejercicios alpinos, pero aprendí
a tener la boca cerradita e intentar aprender lo que nos enseñaban. Lo aprendí
y no fue demasiado duro. Si un año antes me hubiera dicho alguien que yo
iba a escalar una roca tan perpendicular como la fachada de un edificio,
valiéndome sólo de un martillo, unas cuantas clavijas de acero y un trozo de
cuerda, me habría echado a reír en su misma cara. Yo soy un tipo para vivir
al nivel del mar… Corrijo: yo era un tipo para vivir al nivel del mar. Se
habían operado algunos cambios en mí.
Empecé a darme cuenta de lo mucho que había cambiado. En el
campamento del Sargento Spooky Smith gozábamos de libertad; es decir,
podíamos ir a la ciudad. ¡Y qué libertad tan grande nos parecía aquello,
después de pasar el primer mes en el campamento Currie! Aquello
significaba que, el domingo por la tarde, si no figurabas en el pelotón de
servicio, podías inscribirte en la tienda del ayudante e irte del campamento
donde quisieras, no olvidándote de que había que pasar lista por la noche.
Pero adonde podía ir de paseo, a pie, no había chicas, teatros, salas de baile,
etc., sino liebres.
No obstante, la libertad, incluso en el campamento Currie, no era un
privilegio desdeñable. A veces podía resultar en verdad muy importante
poder irte lejos donde no vieras una tienda de campaña, un sargento, incluso
las feas caras de tus propios amigos reclutas… dejar aquello por algún
tiempo, tener ocasión de despojarte de tu alma y contemplarla. Aquel
privilegio lo podía uno perder de varias formas: podía quedar confirmado
dentro del campamento, o limitado dentro de la calle de la compañía, lo cual
implicaba que no podía ir a la biblioteca, ni a lo que engañosamente se
llamaba tienda de «recreo», donde se practicaba el parchís y otros excitantes
pasatiempos similares. O también podían sancionarte a una reclusión
completa dentro de tu tienda de campaña, sin poder ir a ninguna parte donde
tu presencia no fuese requerida.
Esto último no tenía gran importancia en sí porque, de ordinario, se le
añadía un servicio extraordinario tan exigente que no te quedaba tiempo para
estar en tu tienda, salvo para dormir. Era un detalle decorativo, como la
cereza que se coloca sobre un plato de helado, el notificarte a ti y a todo el
mundo que la falta cometida era impropia de un infante móvil y no podías
relacionarte con los demás hasta que la hubieras expiado.
Pero en el campamento Spooky podíamos ir a la ciudad, gozando del
«status» de conducta, del «status» de servicio, etc. Un tren iba a Vancouver
todos los domingos por la mañana, saliendo al acabar los servicios divinos,
que duraban unos treinta minutos, después del desayuno, y regresaba antes de
cenar y del toque de silencio. Los instructores podían incluso pasar en la
ciudad la noche del sábado, o conseguir un pase para tres días, si el servicio
se lo permitía.
Nada más bajar del tren, en mi primer viaje, fue cuando noté lo mucho
que había cambiado. Johnnie ya no se adaptaba a la vida civil. Todo me
parecía sorprendentemente complejo e increíblemente desaliñado. No es que
esté criticando a Vancouver; es una ciudad muy bonita en un lugar
primoroso. La gente es encantadora; están acostumbrados a la Infantería
Móvil en la ciudad y acogen bien al soldado. En la parte baja hay un centro
social para nosotros, donde celebran bailes todas las semanas en nuestro
honor, procurando que haya chicas disponibles para bailar, y anfitrionas
mayores encargadas de ayudar a los más tímidos (como yo, para mi asombro,
pero hay que pensar que llevaba meses sin otra compañía femenina que las
liebres del campo), a los que se ofrecen como pareja de baile.
Pero en mi primer viaje no visité el centro social. En su mayoría me lo
pasé andando como un paleto, viendo sus bellos edificios, mirando sus
ventanas cubiertas de todo lo imaginable, pero sin una sola arma entre ellos;
mirando a las gentes que andaban o paseaban, haciendo cada cual lo que
quería, sin que nadie fuera vestido igual… y contemplando a las chicas.
Especialmente a las chicas. Hasta entonces no me había percatado de lo
maravillosas que son las chicas. A mí me habían caído bien las muchachas
desde el momento que descubrí por primera vez que la diferencia estaba en
algo más que en el vestir. Por lo que recuerdo, yo nunca pasé aquel período
que se les supone pasar a los chicos en que saben que las chicas son
diferentes pero no les gustan; a mí siempre me gustaron.
Pero aquel día comprendí todo lo que ellas significaban. Las chicas son,
simplemente, maravillosas. El solo hecho de quedarse parado en una esquina
y verlas pasar, ya es un deleite. Ellas no «andan». Al menos, no en el sentido
que nosotros lo entendemos. No encuentro la manera de describirlo, pero es
algo mucho más complejo y extremadamente deleitable. No mueven los pies;
mueven todo su ser, en distintas direcciones y todo ello es gracioso.
Puede que todavía estuviera allí mirando embobado si no fuera porque se
acercó un policía. Nos contempló de arriba abajo y nos dijo:
—Hola, chicos. ¿Se divierten?
Yo interpreté inmediatamente las cintas que llevaba sobre su pecho y
quedé impresionado.
—¡Sí, señor!
—Pero no me llamen «señor». Poco pueden divertirse aquí. ¿Por qué no
van al centro de la hospitalidad? —nos facilitó las señas, señaló en una
dirección y Pat Leivy, «Kitten» Smith y yo echamos a andar por donde nos
había dicho. El policía añadió en voz alta: —Que lo pasen bien, muchachos.
Y no se metan en líos.
Esto mismo era lo que nos había dicho el sargento Zim cuando subimos al
tren.
Pero no fuimos allí. Pat Leivy había vivido en Seattle de niño y deseaba
visitar su antigua población. Pat tenía dinero y prometió pagamos el billete
del tren si le acompañábamos. No había nada de malo en ello y a mí no me
importó. El tren pasa cada veinte minutos y nuestros pases no quedaban
limitados a Vancouver. Smith decidió venir también.
Seattle no era muy diferente de Vancouver y las chicas abundaban
igualmente. A mí me gustó. Pero Seattle no estaba tan acostumbrado a la I.
M. como en Vancouver. Para comer escogimos un mal puesto, un sitio
denominado bar-restaurante allá abajo junto al muelle, donde nuestra acogida
no fue del todo buena.
A pesar de todo, nosotros no estábamos borrachos. Bueno, Kitten Smith
había repetido su vaso de cerveza durante la comida, pero sólo se mostraba
eufórico y comunicativo. He aquí cómo se ganó el nombre de «Kitten»[2]: la
primera vez que hicimos un ejercicio de lucha a brazo partido, el cabo Jones
le dijo con desprecio: «¡Bah, un gatito me habría derribado antes que éste!».
El apodo prevaleció.
Nosotros éramos los únicos de uniforme en aquel lugar. La mayor parte
de los otros clientes eran marinos mercantes. Seattle manejaba un enorme
tonelaje de superficie. En su momento yo no lo sabía, pero los marinos
mercantes no nos profesan muchas simpatías. Parte de ello se debe al hecho
de que su gremio ha tratado, infructuosamente, de equiparar su comercio a la
categoría de Servicio Federal; pero también me inclino a creer que sus
rencillas datan de siglos a través de la historia.
Allí había algunos tipos jóvenes, aproximadamente de nuestra edad, la
edad precisa para enrolarse, pero ellos no se enrolaban. Llevaban el pelo muy
largo, iban sucios y tenían un aspecto repulsivo. Bueno, digamos, igual que
yo, antes de alistarme.
Inmediatamente nos dimos cuenta de que en la mesa de detrás de nosotros
había dos de esos jóvenes mal educados y dos marineros mercantes (a juzgar
por sus ropas) cruzándose dichos con el fin de que los oyéramos. No se
alarmen, que no pienso mencionar aquellos dichos.
Nosotros no dijimos una palabra. No tardaron mucho, cuando los dichos
de aquellos tipos se iban haciendo más personales y las risas más altas, y
todos los demás clientes guardaban silencio y escuchaban; «Kitten» me dijo
por lo bajo:
—Marchémonos de aquí.
Miré a Pat, quien asintió de conformidad. No teníamos que liquidar la
cuenta, por ser uno de esos restaurantes donde se paga en el momento de
elegirlo. Nos levantamos y salimos de allí.
Ellos nos siguieron. Pat me susurró:
—Estate al tanto.
De pronto se lanzaron sobre nosotros.
Yo le propiné un tajo lateral en el cuello al que se arrojó contra mí, al
tiempo que me hacía a un lado, derribándole como un fardo. En seguida me
volví a ayudar a mis compañeros. Se acabó la pelea. Los cuatro atacantes
quedaron abatidos. «Kitten» se las entendió con dos a la vez y Pat dejó al
tercero casi arrollado a un poste del alumbrado al lanzarle con demasiada
fuerza.
Alguien, el propietario del restaurante, supongo, había llamado a la
policía en el momento de levantarnos para salir, puesto que llegaron casi en el
acto, mientras que nosotros nos hallábamos aún en pie preguntándonos qué
hacer con aquel montón de carne. Llegaron dos policías que debían
pertenecer al distrito.
El más antiguo de los dos quería que formulásemos cargos contra los
agresores, pero a nosotros no nos interesaba hacerlo. Zim nos había dicho que
«no nos metiéramos en líos». «Kitten», con su cara blanca y su aspecto de
quince años, dijo:
—Me parece que tropezaron y cayeron.
—Ya veo —asintió el oficial de policía, al tiempo que, de un punterazo,
retiraba una navaja aferrada en la mano del que me atacó a mí, la lanzó contra
la acera y rompió su hoja—. Bien, muchachos; mejor será que se vayan…
hacia la parte alta de la población.
Nos marchamos. Yo me alegré de que ni Pat ni «Kitten» quisieran
formular ningún cargo. Era una cosa muy seria el que un paisano atacara a un
miembro de las Fuerzas Armadas, ¡qué demonios!, la ley ya estaba resarcida.
Ellos nos atacaron, nosotros les dimos su merecido y todos en paz.
Pero era una buena cosa el que nunca fuésemos armados al salir del
campamento con permiso… y que nos hubiesen enseñado a dejar fuera de
combate a un individuo sin matarlo. Porque todo sucedió por actos reflejos.
Yo no creía que ellos nos iban a atacar hasta que realmente lo hicieron de
golpe, y sin apenas haber movido un dedo, la pelea quedó terminada.
Entonces supe por primera vez lo mucho que yo había cambiado.
Nos fuimos caminando hasta la estación y tomamos el tren para
Vancouver.
Tan pronto como llegamos al campamento Spooky, dimos comienzo a las
prácticas de lanzamiento. Cada vez y por orden rotativo lo hacía un pelotón
completo, es decir, una compañía. Íbamos en tren hasta el campo situado al
norte de Walla Walla, embarcábamos en la nave espacial, hacíamos el
lanzamiento, luego un ejercicio y volvíamos a casa en una boya. Era el
trabajo de un día. Con ocho compañías que éramos, no teníamos ni a razón de
un lanzamiento por semana, pero luego, como las bajas continuaron, tuvimos
más de un lanzamiento semanal, por lo que los ejercicios se hicieron más
duros, lanzándonos sobre montañas, sobre los hielos árticos, en el desierto
australiano y, antes de graduamos, sobre la superficie de la Luna, donde tu
cápsula es colocada a cien pies de altura, en cuyo momento se desgaja y
tienes que aguzar la vista y posarte sobre el suelo a merced de tu propio traje,
sin aire ni paracaídas, y un mal alunizaje puede dar lugar a que se te derrame
el aire que llevas y matarte.
Algunas bajas eran como consecuencia de muertes o lesiones, y otras por
negarse a entrar en la cápsula. Algunos se negaban a ello, sin más. Ni siquiera
se les sancionaba; se les ponía a un lado y aquella misma noche se les daba la
baja. Incluso algunos que ya habían hecho varios lanzamientos estaban
expuestos a sufrir miedo y rehusar, en cuyo caso, los instructores les trataban
con suavidad y cariño, lo mismo que se hace con un amigo enfermo que no
puede curarse.
Yo nunca me negué a entrar en la cápsula, pero, evidentemente, supe
mucho de temblores ocasionados por el pánico. Siempre los sentía; era presa
del pánico cada vez que me lanzaba, y todavía lo soy.
Pero no puedes ser soldado del espacio si no te lanzas en una cápsula.
Cuentan una historia, quizás incierta, acerca de un soldado del espacio
que estaba visitando París. Cuando estaba recorriendo Les Invalides vio el
ataúd de Napoleón y le preguntó a un guardia francés:
—¿Quién es éste?
El francés, lógicamente escandalizado, le repuso:
—¿Es que no le conoce, monsieur? ¡Es la tumba de Napoleón! ¡Napoleón
Bonaparte, el soldado más grande de la historia!
El paracaidista se quedó pensando. Luego preguntó:
—¿De veras? ¿Y dónde hizo sus lanzamientos?
Lo más seguro es que no sea cierto, porque a la entrada hay un gran
letrero diciendo quién fue Napoleón. Pero ésa es la manera de sentir de los
paracaidistas.
En su día nos graduamos.
Comprendo que he omitido casi todo. No he dicho una palabra en torno a
la mayoría de nuestras armas, no he mencionado cuando nos lanzábamos con
todo por delante y estábamos tres días luchando en un fuego forestal, no he
hablado sobre las generalas de práctica, que eran auténticas, sólo que
nosotros no lo supimos hasta haber terminado, no he contado lo del día en
que voló la tienda-cocina. En efecto, no he hecho mención al tiempo y,
créame, el tiempo es importante para un soldado, especialmente la lluvia y el
barro. Pero aunque el tiempo es importante mientras sucede, me parece que
cuando ha pasado resulta muy aburrido de contemplar. Uno puede saber la
mayor parte de las predicciones sobre el tiempo que va a hacer, valiéndose de
un almanaque, en cualquier punto. Con suerte, a lo mejor acierta.
El regimiento había empezado con 2.009 hombres. Nos graduamos 187.
De los restantes, catorce murieron y los demás causaron baja como
consecuencia de los lanzamientos, por expulsión, incapacidad física, etcétera.
El mayor Malloy pronunció un breve discurso, cada uno de nosotros
recibimos nuestro certificado, pasamos revista por última vez y el regimiento
quedó vacante y sus colores guardados hasta que se necesitaran, tres semanas
más tarde para decir a otros dos mil paisanos que formaban un cuerpo militar,
no una turba.
Yo era un «soldado entrenado», con las iniciales TP colocadas ante mi
número de serie, en vez de las RP.
Fue un gran día. El mayor de mi vida.
X

El árbol de la Libertad debe ser


regado de cuando en cuando con la
sangre de los patriotas…

Thomas Jefferson, 1787.

Es decir, yo creía que era un «soldado entrenado» hasta que me incorporé


a mi nave. ¿Hay alguna ley contra las opiniones equivocadas?
Veo que no hice ninguna mención acerca de cómo procede la Federación
de la Tierra para pasar de la «paz» al estado de «emergencia» y luego al
estado de «guerra». Yo no lo viví demasiado de cerca. Cuando me enrolé nos
hallábamos en «paz», un estado normal, pues, al menos, la gente así lo
considera. (¿Quién piensa jamás en otra cosa?). Luego, mientras estuve en el
campamento Currie, se declaró el estado de emergencia, pero seguí sin
percatarme de ello. Era mucho más importante para mí saber lo que pensaba
el cabo Bronski acerca de mi corte de pelo, de mi uniforme, de mis ejercicios
de combate y de mi equipo, y no digamos de lo que opinaba sobre todo ello el
sargento Zim. En cualquier caso, el estado de emergencia sigue siendo la paz.
Durante el estado de paz ningún paisano presta la menor atención a las
bajas militares que no constituyan una noticia sensacional, a menos que el
paisano sea un pariente allegado del que sufre la desgracia. Pero yo no
conozco ningún momento de la historia en que la paz no significa ausencia
total de lucha. Cuando me incorporé a mi primera unidad, una vez conocida
por los «Gatos Monteses de Willie» y otras por la Compañía K, III
Regimiento, de la I División de Infantería Móvil, y me embarqué con ellos en
el «Valley Forge», con un engañoso certificado en mi bolsillo, la lucha se
prolongaba ya desde hacía varios años.
Los historiadores no parecen ponerse de acuerdo en si llamarla la
«Tercera Guerra Espacial», o la Cuarta, o si le cuadraba mejor el nombre de
«Primera Guerra Interestelar». Nosotros la llamábamos simplemente la
«Guerra de los Bugs», por llamarla de algún modo, aunque generalmente no
la mencionábamos. En todo caso, los historiadores fijan el comienzo de ella
después que yo me incorporase y embarcara con mi primera unidad. Todo lo
sucedido hasta entonces, aún después, fueron «incidentes», «patrullas» y
«acciones de limpieza». Sin embargo, tan muerto estás si te matan en un
«incidente» como si te liquidan en una guerra declarada.
Pero, a decir verdad, el soldado no se entera de la guerra mucho más que
cualquier paisano, exceptuando su pequeña aportación a ella en los días en
que toma parte en la lucha. El resto de su tiempo se lo pasa pensando en su
propio equipo, en los caprichos de los sargentos y en la manera de engatusar
al cocinero, entre comida y comida.
No obstante, cuando Kitten Smith, Al Jenkins y yo nos incorporamos
juntos a Luna Base, cada uno de los «Gatos Monteses de Willie» había hecho
más de un lanzamiento de combate; ellos eran verdaderos soldados y nosotros
no. Nosotros no nos anonadamos por ello, al menos yo, y encontramos que
los sargentos y cabos eran increíblemente tratables después de la calculada
hosquedad de los instructores.
Me llevó poco tiempo en descubrir que aquel trato, relativamente suave,
tan sólo significaba que no éramos nadie, que apenas si éramos dignos de un
trato duro, hasta que hubiéramos demostrado en un lanzamiento, un
lanzamiento de verdad, que éramos capaces de reemplazar a los auténticos
«Gatos Monteses» que habían luchado y muerto, y cuyos puestos estábamos
ocupando.
Permítanme decirles lo verde que yo me encontraba. Mientras el «Valley
Forge» se hallaba todavía en Luna Base, vine a cruzarme con el jefe de mi
sección, cuando ésta se encontraba punto de llegar al suelo, con su impecable
uniforme. En el lóbulo de su oreja izquierda llevaba un pendiente más bien
pequeño, con una diminuta calavera de oro, bellamente labrada, y bajo ella,
en vez de las convencionales tibias cruzadas, al estilo de la bandera negra de
los antiguos piratas, llevaba todo un manojo de huesecillos dorados, tan
pequeños que casi no se veían.
En la vida civil, yo siempre había llevado pendientes y otros aderezos en
días señalados. Tenía unos bonitos pendientes de pinza, con rubíes tan
grandes como la yema de mi dedo meñique, que habían pertenecido al abuelo
de mamá. A mí siempre me gustaron las joyas y sufrí cierta contrariedad
cuando tuve que prescindir de ellas al hacer Básica, pero aquí encontraba el
tipo de joya que era aparentemente compatible con el uso del uniforme.
Mis orejas no estaban taladradas, pues mi madre no lo aprobaba para los
hombres, pero podía hacer que montaran la calavera sobre una pinza, con el
dinero que me quedaba de la paga que recibí después de la graduación, y
estaba ansioso por gastarlo antes de que se echara a perder.
—Eh…, sargento. ¿Dónde encontró ese pendiente tan bonito?
El sargento ni siquiera pareció enfadarse. Hasta me sonrió.
—¿Te gusta? —dijo.
—¡Mucho!
Aquel oro sencillo hacía destacar más los dorados galones y vivos del
uniforme que lo hubieran hecho las piedras preciosas. Yo estaba pensando
que un par de ellos habrían sido todavía más bonitos, con sólo un par de
tibias cruzadas en vez de aquel manojo de huesecillos.
—¿Los venden en la intendencia de la base? —pregunté.
—No, aquí no venden eso —me dijo—. Creo que aquí no podrás
conseguir ninguno. Pero cuando lleguemos a algún sitio donde los vendan, te
lo haré saber. Te lo prometo.
—Oh, gracias.
—De nada.
A partir de entonces tuve ocasión de ver de estas pequeñas calaveras,
algunas con mayor número de huesecillos debajo y otras con menos. Mi
conjetura era correcta; esta clase de alhajas eran permitidas con el uniforme,
toda vez que las dejaban llevar. No tardando mucho se me ofreció la
oportunidad de comprar una de ellas y descubrí que, para ser un ornamento
tan sencillo, los precios a que se vendían eran inexplicablemente altos.
Fue la operación Bughouse, la primera batalla de Klendathu, según los
libros de Historia, poco después de que arrasaran Buenos Aires. Tuvo que
ocurrir la desgracia de Buenos Aires para que las marmotas de tierra
admitieran que algo estaba sucediendo, porque la gente que no había salido
fuera de este mundo, en realidad, no crea en los planetas, aunque tampoco
importara demasiado. Ni yo mismo lo había creído, y es que, desde niño, fui
un entusiasta del espacio.
Pero lo ocurrido a Buenos Aires puso en ascuas a la población civil y dio
lugar a grandes gritos pidiendo que fueran traídas todas nuestras fuerzas, de
dondequiera que se encontrasen, y se las situara en órbita alrededor de
nuestro mundo, en apretado cinturón defensivo, para cerrar el paso a los
invasores del espacio. Esta idea es absurda, sin duda alguna. Las guerras no
se ganan defendiéndose, sino atacando. Según la historia, ningún ejército
ganó jamás guerra alguna con sólo tácticas defensivas Pero parece un
fenómeno general el que la opinión civil reclame táctica de defensa tan
pronto como se apercibe de la guerra. E inmediatamente quiere guerrear, al
igual que el pasajero que siente los deseos de maniobrar los mandos de un
piloto en caso de emergencia.
Sin embargo, en su momento, nadie me pidió opinión alguna; tan sólo
recibí órdenes. Completamente aparte de la imposibilidad de replegar
nuestras tropas hasta la Tierra, en vista de las obligaciones contractuales
vigentes y de lo que ello supondría para los planetas colonias de la
Federación y para nuestros aliados, nos hallábamos tremendamente ocupados
haciendo otra cosa, a saber: llevando la guerra contra los «bugs». Estoy
seguro de que yo supe mucho menos que la mayoría de la población civil,
acerca de la destrucción de Buenos Aires. Nos encontrábamos ya a unos
cuarenta billones de millas de distancia, bajo la dirección de Cherenkov, y la
noticia no llegó a nosotros hasta que la obtuvimos de otra nave, fuera de la
influencia de Cherenkov.
Recuerdo los pensamientos tan terribles que pasaron por mi mente y la
conmiseración que sentí por el porteño de a bordo. Pero Buenos Aires no era
mi tierra natal, la Tierra se encontraba muy lejos y yo estaba ocupaaísimo,
toda vez que el ataque contra Klendathu, el planeta habitado por los «bugs»,
se organizó inmediatamente después de aquella desgracia y nos pasamos el
tiempo para el «rendezvous» amarrados a nuestras literas, drogados e
inconscientes, sin el campo de gravedad interna del Valley Forge, a fin de
economizar potencia y obtener mayor velocidad.
La pérdida de Buenos Aires tuvo, de hecho, un gran significado para mí;
cambió enormemente mi vida, pero yo no lo supe hasta muchos meses
después.
Cuando llegó el momento de saltar sobre Klendathu, fui agregado como
supernumerario al cabo holandés Bamburger. Se las arregló para ocultar el
placer que le produjo la noticia, y tan pronto como juzgó que no podía oírle el
sargento del pelotón, dijo:
—Chico, pégate bien a mí, pero sin ponerte delante. Yo iré primero.
Fíjate bien en lo que yo haga.
Asentí en señal de entendimiento. Empezaba a darme cuenta de que
aquello no era un salto de prácticas.
Luego sentí el temblor habitual durante un rato y fuimos lanzados…
La Operación Bughouse debería haberse llamado Operación Madhouse[3].
Todo salió al revés. Esta acción tenía por objeto el dominar al enemigo,
ocupar su capital y puntos clave de su planeta y poner fin a la guerra. En vez
de ello, no le faltó más que el grueso de un pelo para que la perdiéramos.
No estoy criticando al general Diennes. Ignoro si será cierto o no que
pidiera más tropas y el apoyo al mariscal en jefe del Espacio y se dejara
convencer por éste. Tampoco era ello de mi incumbencia. Es más, dudo de
que conocieran los hechos los sagaces adivinos a «posteriori».
Lo que sí sé es que el general se lanzó con nosotros y nos mandó sobre el
terreno, y cuando la situación se hizo imposible él mismo condujo el ataque
diversionario que hizo que algunos de nosotros, entre ellos yo, pudiéramos
ser rescatados y, al hacer esto, perdió la vida. Sus despojos radiactivos se
hallan sobre Klandathu y ya es demasiado tarde para formarle consejo de
guerra. Así que, ¿para qué hablar de ello?
Me gustaría decir algo para los estrategas de salón, que nunca han hecho
un lanzamiento. En efecto, estoy de acuerdo en que el planeta de los «bugs»
posiblemente podría haber sido arrasado con bombas de hidrógeno hasta ser
cubierto de sustancias vítreas radiactivas. ¿Pero habríamos ganado con ello la
guerra? Los «bugs» no son como nosotros. Los «pseudo-arácnidos» no son
siquiera como las arañas. Son artrópodos parecidos a la concepción que el
loco tiene de los gigantes, son seres inteligentes, pero su organización,
psicológica y económica, es mucho más parecida a la de las hormigas o
termitas; son entes comunales con una dictadura básica semejante a la
colmena. El arrasar la superficie de su planeta habría exterminado a sus
soldados y obreros, pero no habría dado muerte a su casta pensadora ni a sus
reinas. Dudo que nadie pueda asegurar el que ni siquiera mediante el impacto
directo con cohetes H se pudiese matar a las reinas; ignoramos la profundidad
a que se hallan. Por otra parte, tampoco siento deseos de averiguarlo.
Ninguno de nuestros muchachos, que descendieron por aquellas simas,
volvieron a salir.
De forma que suponiendo destruyéramos la productiva superficie de
Klendathu, a los «bugs» les quedarían todavía sus naves espaciales, sus
colonias, en otros planetas, al igual que nosotros, y su cuartel general seguiría
intacto. A menos que se rindieran, la guerra no habría terminado. Por aquel
entonces no contábamos con bombas «nova», de manera que no podíamos
desintegrar a Klendathu. Si encajaban el castigo y no se rendían, la guerra
seguiría adelante.
En caso de rendición, sus soldados no se rendirían. Se da el hecho de que
sus obreros no saben luchar, por lo que no se puede gastar tiempo y munición
disparando contra unos obreros que no dirán esta boca es mía, y de que su
casta de soldados no sabe rendirse. Pero no debe uno cometer el error de
creerse que los «bugs» son unos insectos estúpidos a juzgar por sus
apariencias y porque no saben cómo rendirse. Sus guerreros son astutos,
instruidos y agresivos; más astutos que nosotros, si son ellos los que atacan
primero, a juzgar por la única regla universal. Aunque le destruyamos una
pierna, dos, tres, el «bug» continúa adelante, y si le liquidamos las cuatro de
un lado se derrumbará, pero seguirá atacando. Habrá que destruirle el centro
neurálgico; a pesar de ello continuará atacando a ciegas sin detenerse hasta
que se estrelle contra un muro u otro objeto.
La invasión fue una hecatombe desde el principio. La formación estaba
compuesta por cincuenta naves. Se suponía que iban a salir de la dirección de
Cherenkov para entrar en la de reacción en forma tan perfectamente
coordinada que, al alcanzar la órbita, nos lanzaríamos sobre nuestros
objetivos. Esto resulta sumamente difícil; ¡que me lo digan a mí! Pero si algo
falta, quien paga el pato es la I.M.
Tuvimos suerte porque el Valley Forge dejó de existir, con sus papeles de
a bordo, antes de que alcanzásemos el suelo. En tan apretada y rápida
formación, a una velocidad orbital de 4,7 millas por segundo, colisionó con el
Ypres y ambas naves fueron destruidas. Tuvimos suerte de hallarnos fuera de
sus tubos de lanzamiento porque todavía se estaban disparando cápsulas
cuando sobrevino la catástrofe. Pero yo no me enteré de ello, pues me hallaba
encerrado en mi capullo camino del suelo.
Supongo que el jefe de nuestra compañía se enteraría de la pérdida de la
nave y de la mitad de sus «Gatos Monteses» con ella, puesto que él se lanzó
el primero y se daría cuenta al perder de pronto el contacto con el capitán del
Valley Forge, mediante el circuito de mando. Pero no hay manera de
preguntárselo porque no fue rescatado. Gradualmente me iba percatando de
que estábamos metidos en un atolladero.
Las primeras dieciocho horas fueron una pesadilla. No diré mucho sobre
ello porque apenas si me acuerdo; sólo me acuerdo de ver retazos de escenas
escalofriantes. A mí nunca me gustaron las arañas, venenosas o no. Una araña
común casera sobre mi cama me produce hormigueos. De las tarántulas es
mejor no hablar; y, en cuanto a las langostas, cangrejos y animales de esta
especie, soy incapaz de comerlos.
La primera vez que vi a un «bug» casi me volví loco. Tuvieron que pasar
varios segundos para que me diera cuenta de que lo había matado y dejara de
disparar. Supongo que sería un obrero, pues dudo que me encontrara en
forma para enfrentarme con un guerrero y vencer.
Pero, aun así, me hallaba en mejor forma que el Cuerpo K-9, que iba a ser
lanzado, si el lanzamiento salía como estaba previsto, sobre la periferia de
nuestro total objetivo, para que los «neoperros» aportaran datos tácticos a las
escuadras de interdicción encargadas de asegurar la periferia. Dichos
«calebs», naturalmente, no llevan más armas que sus colmillos. Se presume
que el «neoperro» puede oír, ver y oler, así como decir por radio a su
compañero lo que ha descubierto. Todo lo que lleva es una radio y una
bomba de destrucción con la que él o su compañero puede hacer volar al
perro en caso de ser capturado o sufrir heridas graves.
Aquellos pobres perros no esperaban a ser capturados; evidentemente, la
mayoría de ellos se suicidaban en cuanto establecían contacto. Sentían la
misma aversión que yo, o peor, hacia los «bugs». Ahora disponen de
«neoperros» enseñados desde pequeñitos a vigilar y evadirse tan pronto como
vean o huelan a un «bug», sin tener que volarse la cabeza como los de
entonces.
Pero no era sólo aquello lo que salió mal. El nombrarlo todo sería
interminable. Desde luego, yo no sabía lo que estaba sucediendo. Me limitaba
a pegarme al holandés y trataba de disparar o apuntar con mi lanzallamas a
cualquier cosa que se movía, dejando caer una granada sobre un agujero, si
divisaba alguno. Pronto tuve la certeza de que podría matar «bugs» sin
necesidad de gastar municiones ni esencia, si bien no sabía distinguir entre
los que eran inofensivos y los que no. Sólo uno entre cincuenta son guerreros,
pero éste vale por los otros cuarenta y nueve. Sus armas personales no son tan
pesadas como las nuestras, pero son igual de letales. Tienen un rayo capaz de
penetrar la armadura y cortar la carne como si fuera un huevo cocido. Su
cooperación es aún mejor que la nuestra, porque el cerebro que piensa para la
«escuadra» se halla en la profundidad de sus agujeros, fuera de nuestro
alcance.
El holandés y yo tuvimos suerte durante bastante tiempo; registramos un
área de una milla cuadrada, al tiempo que volábamos agujeros por medio de
bombas y matábamos lo que aparecía sobre la superficie, procurando reservar
nuestros jets lo más posible para casos de emergencia. La operación consistía
en asegurar la zona entera para que los refuerzos y el material pesado
pudieran descender sin oposición de importancia. Esto no era una incursión,
era una batalla para establecer una cabeza de playa, aguantar sobre ella,
consolidarla para dar acceso a tropas de refresco y material pesado
encargadas de capturar y pacificar aquel planeta.
Sólo que no lo conseguimos.
Nuestra sección se desenvolvía bien, pese a que se hallaba sobre un punto
equivocado y había perdido todo contacto por radio con la otra sección. El
jefe de la sección y el sargento habían muerto y no llegamos a reformar la
misma. Pero nos hicimos fuertes sobre el terreno conquistado, apoyados por
nuestra escuadra de armas pesadas y estábamos dispuestos a ceder nuestros
bienes raíces a las tropas de refresco, tan pronto como aparecieran.
Pero no aparecieron. Fueron lanzadas en el lugar donde se esperaba que
estuviéramos nosotros, se encontraron con nativos hostiles y con sus propias
complicaciones. No llegamos a verlas. De forma que nos quedamos donde
estábamos, sufriendo bajas de cuando en cuando o exterminando enemigos
cuando se presentaba la ocasión, en tanto que disminuía nuestra munición,
esencia para los jets de salto e incluso fuerza para mover los trajes. Aquella
situación pareció durar dos mil años.
Ibamos el holandés y yo corriendo a lo largo de un risco, en busca de
nuestra escuadra de armas especiales, en contestación a un grito de socorro,
cuando de repente se abrió el suelo delante de él, salió un «bug» y el
holandés desapareció en vertical.
Yo apunté el lanzallamas contra el «bug», lancé una granada y el hoyo se
cerró por completo. Luego me volví a ver lo que le había sucedido. El
holandés estaba tumbado pero no parecía sufrir lesión alguna. Un jefe de
pelotón puede saber a distancia el estado físico de sus hombres en caso de
que caigan en la lucha y necesiten ser recogidos. Esto se consigue igualmente
por medio de un aparato que va incorporado en el cinturón del traje de cada
hombre.
El holandés no respondió cuando le llamé. La temperatura de su cuerpo
era de treinta y siete grados, su respiración, pulso y ondas cerebrales
marcaban cero, lo cual era un mal signo, pero a lo mejor quien estaba muerto
era su traje y no él. O al menos eso me dije, olvidando que el indicador de
temperatura no daría ninguna lectura si fuera el traje y no el hombre. De
todos modos, tomé la llave abridora de mi propio cinturón y empecé a sacarle
de su traje, mientras procuraba vigilar a mi alrededor.
Luego resonó en mi escafandra una llamada general que no deseo volver
a escuchar otra vez:
—¡«Sauve qui peut»! ¡Retirada, retirada! ¡Retirada general dentro de seis
minutos! ¡Sálvese quien pueda! ¡Recojan a sus compañeros y regresen en
cualquier boya! ¡«Sauve qui peut»…!
Yo me apresuré.
Cuando trataba de sacarle del traje se le desprendió la cabeza, de modo
que lo abandoné y salí de allí. En un salto posterior habría yo tenido el
suficiente sentido común para llevarme su munición, pero entonces, me
encontraba demasiado torpe para ello. Marché corriendo de allí y me dirigí
hacia el punto fuerte donde debíamos coincidir.
Ya había sido evacuado y yo me sentí perdido, irremisiblemente perdido
y abandonado. Luego oí un toque de llamada, no el toque del «Yanqui
Doodle» de un bote del Valley Forge, como correspondía, sino el «Sugar
Bush», un tono desconocido para mí. Pero no importaba, era una boya de
rescate. Me dirigí hacia ella empleando sin reparos la esencia de salto que me
quedaba. Llegué a bordo justo cuando estaban a punto de remontarse y en
breve estuvimos en el Voortrek. Me hallaba en tal estado de shock que no
podía recordar mi número de serie.
He oído llamarlo una «victoria estratégica», pero yo que estuve allí puedo
asegurar que recibimos una buena paliza.
Seis semanas después, sintiéndome como seis años más viejo, llegaba a la
base de la Flota, en Santuario, y me presentaba ante el sargento del espacio
Jelal a bordo del Rodger Young. Sobre mi taladrado lóbulo de la oreja
izquierda llevaba yo una calavera partida con un hueso. Al Jenkins venía
conmigo y llevaba otra exactamente igual. Kitten no llegó a salir del tubo de
lanzamiento. Los pocos «Gatos Monteses» supervivientes fuimos distribuidos
por toda la Flota. Habíamos perdido aproximadamente la mitad de nuestras
fuerzas en la colisión del Valley Forge con el Ypres. Esto, sumado a nuestra
desastrosa matanza en tierra, hizo que nuestras bajas alcanzaran el 80 por
ciento y el mando decidió que era imposible reorganizar la unidad con lo
supervivientes. De forma que la disolvieron, guardaron lo actuado en los
archivos y esperaron a que los heridos sanaran para reactivar la compañía K,
Los Gatos Monteses, con nuevas caras y viejas tradiciones.
Además, había muchos huecos vacíos por llenar en otras unidades.
El sargento Jelal nos dispensó una calurosa acogida y nos dijo que íbamos
destinados a una estupenda unidad, «la mejor de la Flota», a una nave en
regla, pero no pareció fijarse en nuestros pendientes de calavera. Después,
aquel mismo día, nos llevó a presentamos al teniente, quien sonrió con cierta
timidez y dijo unas paternales palabras. Me di cuenta de que Al Jenkins no
llevaba su calavera de oro. Y yo me la quité en el acto al caer en la cuenta de
que ninguno de los «Camorristas de Rasczak» las llevaban.
No llevaban calaveras porque en los «Camorristas de Rasczak» no
importaba lo más mínimo si habías hecho o no saltos de combate. Lo que
importaba es que fueras uno de ellos; si no eras uno de ellos, no se
preocupaban de ti. Teniendo en cuenta que nosotros llegamos hasta ellos
como veteranos de guerra y no como reclutas, nos concedieron todo el
beneficio posible de la duda y nos dispensaron la acogida inevitable que todo
el mundo necesariamente muestra a un invitado que no forma parte de la
familia.
Pero antes de que transcurriera una semana, cuando ya habíamos hecho
un salto de combate con ellos, éramos unos consumados «Camorristas»,
miembros de la familia, llamados por nuestros nombres de pila; en ocasiones
no faltaban las chanzas sin resentimiento por parte alguna de que fuésemos
menos que hermanos de sangre, prestados de otra unidad. Se nos permitió
tomar parte en sus sesiones, con el privilegio de expresar nuestras propias y
simples ideas con plena libertad y rebatir las suyas sin la menor cortapisa.
Salvo en acto de servicio, incluso llamábamos a los no comisionados por sus
nombres de pila. El sargento Jelal, naturalmente, se hallaba siempre de
servicio, pero en ocasiones cuando se le pillaba de buenas se convertía en
«Jelly» y dejaba de ser quien era como si su categoría no significase nada
entre los «Camorristas».
Pero el teniente era siempre «el teniente», nunca el «señor Rasczak» o ni
siquiera el «teniente Rasczak». Era «el teniente» a secas, al que se le hablaba
y de quien se hablaba en tercera persona. No había más ídolo que el teniente,
y el sargento Jelal era su profeta. Jelly podía decir «no» en su nombre y aquel
«no» sería objeto de debate, al menos por los sargentos más modernos, pero
si decía «al teniente le gustaría tal o cual», entonces hablaba «ex cátedra» y
se acababan las discusiones. Nadie intentaba siquiera comprobar si al teniente
le gustaría o no; el oráculo había hablado.
El teniente era un padre para nosotros y nos quería y nos mimaba por
lejos que se encontrara. No es de esperar que un oficial pueda preocuparse
por todos y cada uno de los hombres de un pelotón esparcidos por cien millas
cuadradas de terreno, pero él tenía a todos presentes. Cómo le era posible, lo
ignoro, pero en medio del combate su voz se dejaba oír por el circuito de
mando, diciendo: «Johnson, ayuda a la escuadra sexta; Smitty está en
peligro». Y podía apostarse a que el teniente se había percatado de ello antes
de que lo hiciera el jefe de la escuadra de Smith.
Aparte de eso, uno sabía con absoluta certeza que, mientras estuvieras
vivo, el teniente no subiría a bordo de la nave de rescate dejándote
abandonado. En la guerra de los «bugs» cayeron varios prisioneros pero
ninguno perteneciente a los «Camorristas de Rasczak».
Jelly era nuestra madre. Siempre estaba junto a nosotros, cuidándonos,
pero sin llegar a mimarnos. A pesar de ello nunca dio parte de ninguno de
nosotros al teniente. Jamás hubo un consejo de guerra entre los
«Camorristas», ni ninguno de sus hombres fue flagelado. Jelly ni siquiera nos
imponía servicio extraordinario, casi nunca; encontraba otras maneras de
castigarnos. En la revista diaria te miraba de arriba abajo y sólo te decía: «En
la Navy puede que estuvieras mejor. ¿Por qué no pides el traslado?», y los
resultados no podían ser mejores porque, entre nosotros, era un artículo de fe
el que los componentes de la Navy dormían con el uniforme puesto y no se
lavaban más abajo del cuello.
Pero Jelly no precisaba mantener la disciplina entre los soldados rasos
porque la mantenía entre sus no comisionados y esperaba que la imitaran los
demás. El jefe de mi escuadra, cuando yo me incorporé, era «Red» Greene.
Después de un par de saltos, cuando supe lo bueno que era ser un
«Camorrista», me sentí un tanto locuaz, y demasiado grande para mis ropas,
y se lo dije a Red. Éste no dio cuenta de mí a Jelly. Me llevó al cuarto de
aseo, me dio una buena serie de achuchones y llegamos a ser buenos amigos.
En efecto, con el tiempo me recomendaría para cabo.
En realidad, nosotros no sabíamos si los miembros de la tripulación
dormían o no con el uniforme puesto. Nosotros nos circunscribíamos a
nuestra parte de a bordo, y los hombres de la Navy a la suya, ya que se les
hacía sentirse incómodos cuando se presentaban en nuestros dominios, como
no fuera de servicio. Después de todo, uno debe guardar las normas sociales,
¿no es cierto? El teniente tenía su camarote en la parte de a bordo
perteneciente a los oficiales masculinos, lugar reservado a la Navy, y
nosotros sólo íbamos allí raras veces y en acto de servicio. El servicio de
guardia lo montábamos delante porque el Rodger Young era una nave mixta,
formada por el capitán y oficiales pilotos femeninos y algunos cargos
también femeninos de la Navy. A partir del mamparo treinta se encontraba el
territorio de las damas, y ante su puerta, cerrando el paso, montaban guardia
día y noche dos infantes móviles armados. Por allí, como en las puertas de
contención de gas, no pasaba nadie.
Los oficiales tenían el privilegio de traspasar el mamparo treinta en acto
de servicio, y todos ellos, incluyendo al teniente, comían en un comedor
mixto allí instalado. Pero tan pronto como terminaban de comer lo
abandonaban. Puede que en otras naves de transporte se guardaran otras
costumbres, pero éstas eran las que imperaban en el Rodger Young. Tanto el
teniente como el capitán Deladrier deseaban una nave en regla, y la
consiguieron.
Sin embargo, el servicio de guardia era un privilegio. Constituía un placer
estar detrás de aquella puerta, con los brazos cruzados y los pies en posición
de descanso sin pensar en nada… pero siempre con la cálida esperanza de
poder ver de un momento a otro a una criatura femenina, aunque no tuvieras
el privilegio de dirigirle la palabra si no era con motivo del servicio. Una vez
fui llamado a la oficina del mareante y ella me habló… Después de mirarme
me dijo que «hiciera el favor de llevar esto al ingeniero jefe».
Mi trabajo diario de a bordo, aparte de efectuar la limpieza, consistía en
servir en el equipo electrónico, bajo la estrecha supervisión del Padre
Migliaccio, jefe de la primera sección, exactamente igual que lo hiciera ante
la mirada de Carlos. Los lanzamientos no tenían lugar muy a menudo, y todos
trabajábamos diariamente. Si un hombre no servía para otra cosa, se
empleaba en restregar los mamparos. Para el sargento Jelal nunca había nada
bien limpio. Nosotros seguíamos el lema de la I.M.: todos luchan, todos
trabajan. Nuestro primer cocinero era Johnson, sargento jefe de la segunda
sección, un tipo formidable de Georgia (la Georgia del hemisferio occidental,
no la otra) y un jefe de cocina de gran talento. Además, se dejaba engatusar
con bastante facilidad; le gustaba comer entre comidas y no veía la razón para
que a los otros no les gustara.
Con el padre a cargo de una sección y el cocinero al mando de la otra nos
hallábamos bien servidos en cuerpo y alma. Pero supongamos que tenía que
caer uno de los dos; ¿por cuál nos decidiríamos? Una cuestión interesante que
nunca llegamos a concretar, pero que siempre estaba abierta a la discusión.
El Rodger Young se mantuvo ocupado y nosotros efectuamos numerosos
saltos, todos diferentes. Cada lanzamiento tenía que ser distinto, de manera
que no podían darnos una norma concreta. Pero no hubo más operaciones de
guerra; actuamos aisladamente, en actividades de patrulla, hostigamiento e
incursiones. Lo cierto es que la Federación de la Tierra no se encontraba en
condiciones de librar una batalla grande. El descalabro de la Operación
Bughouse nos había costado muchas naves, aparte de gran número de
hombres bien entrenados. Era preciso que transcurriera un tiempo para
reponerse y preparar más hombres.
Entretanto, naves pequeñas y rápidas, como el Rodger Young y otros
transportes tipo corbeta, procuraban estar en todas partes a la vez, para
desequilibrar al enemigo, causarle bajas y emprender la fuga. Sufrimos
nuestras bajas y las cubrimos al regresar a Santuario en busca de más
cápsulas. Yo seguía experimentando los mismos temblores en cada
lanzamiento, pero, de hecho éstos no se daban muy a menudo ni
permanecíamos mucho tiempo abajo. Y entre una acción y otra, había días y
días de vida de a bordo entre los «Camorristas».
Fue el período más dichoso de mi existencia, aunque no me percaté
enteramente de ello. Tampoco me quedé atrás en las discusiones de protesta,
que también nos hicieron pasar buenos ratos.
En realidad no sufrimos ningún golpe duro hasta que mataron al teniente.
Creo que aquél fue el peor momento de mi vida. Nuevamente me hallaba
en mala forma, por una razón personal: mi madre se encontraba en Buenos
Aires cuando la arrasaron los «bugs».
Me enteré de ello cuando llegamos a Santuario para repostar más cápsulas
y pudimos recibir el correo. Fue una nota de mi tía Eleonora, que llegó hasta
mí sin cifrar, seguramente por omisión. Tenía tres o cuatro líneas llenas de
amargura. En cierto modo, parecía culparme a mí de la muerte de mamá. No
decía muy claro si lo achacaba a culpa mía por estar en los Servicios
Armados y, por consiguiente, no haber impedido la catástrofe, o si
consideraba que mamá había hecho el viaje a Buenos Aires porque yo no
estaba en casa, que es donde debía estar. En su misma frase, mi tía daba a
entender ambas cosas.
Rompí la carta y traté de sobreponerme. Pensé que mis padres habían
muerto, puesto que papá no la habría dejado ir sola en un viaje tan largo. Tía
Eleonora no llegaba a decirlo, pero en ningún caso mencionaba a papá; su
devoción era enteramente hacia su hermana. Casi acerté. En su día supe que
papá había planeado ir con ella, pero de pronto surgió alguna cosa y tuvo que
quedarse para solucionarla, intentando emprender el viaje al día siguiente.
Pero tía Eleonora no me lo llegó a decir.
Un par de horas más tarde me mandó llamar el teniente y me preguntó
con mucha amabilidad si me gustaría disfrutar de una licencia en Santuario
mientras nuestra nave realizaba su inmediato servicio de patrulla. Dijo que se
me habían acumulado varios «R&R» y podía usar de ellos. Ignoro cómo el
teniente llegó a saber que yo había perdido un miembro de mi familia, pero,
evidentemente, lo sabía. Yo le di las gracias y le dije que no, que prefería
aguardar a tomar el permiso cuando lo hiciera toda mi unidad completa.
Me alegro de haber tomado tal decisión porque, de no ser así, yo no
habría estado cuando murió el teniente y todo ello me hubiera resultado
insoportable.
Sucedió de forma muy rápida, poco antes del rescate. Estaba herido un
hombre de la tercera escuadra. No era de gravedad, pero quedó fuera de
combate. El ayudante del jefe de sección se acercó para recogerlo, pero
también cayó herido. El teniente, como de costumbre, observaba los
movimientos de cada hombre; no hay duda de que había comprobado el
estado físico de cada uno de ellos, por control remoto, pero eso no lo
sabremos nunca. Lo cierto es que quiso asegurarse de si el ayudante del jefe
de sección aún estaba con vida. Seguidamente recogió él sólo a los dos, uno a
cada lado de su traje.
Avanzó con ellos los últimos veinte pies y los depositó a bordo de la nave
de rescate, cuando toda la unidad estaba ya a salvo, sin ningún elemento de
protección y apoyo, en cuyo momento fue alcanzado y murió
instantáneamente.
A propósito, no he querido mencionar los nombres del soldado y el
ayudante del jefe de sección. El teniente exhaló su último aliento por
rescatarnos a todos nosotros. Aquel soldado pude haber sido yo. No importa
el nombre. Lo que importaba era que nuestra familia había perdido su cabeza.
El cabeza de familia que nos había dado su nombre, el padre que hizo de
nosotros todo lo que éramos.
Después de que el teniente nos dejara, el capitán Deladrier invitó al
sargento Jelal para que ocupara su puesto en la mesa, junto con los demás
jefes de departamento. Pero el sargento rogó que se le excusara. ¿Han visto
ustedes alguna vez una viuda con la suficiente reciedumbre para mantener
unida la familia, comportándose como si el jefe de la casa se hallara fuera
accidentalmente y fuera a regresar en cualquier momento? Eso es lo que hizo
Jelly. Fue un poco más estricto con nosotros que antes, y siempre decía: «Al
teniente no le gustaría eso». Era casi más de lo que un hombre puede hacer.
Jelly no lo decía muy a menudo.
Dejó la organización de nuestro equipo de combate sin apenas el menor
cambio; en vez de trastrocar a todo el mundo, hizo que el ayudante del jefe de
la segunda sección pasara a ocupar el puesto nominal del sargento de pelotón,
dejando en sus puestos respectivos a los jefes de sección, y a mí me pasó, de
ayudante de jefe de sección, a cabo accidental, en gran parte como ayudante
decorativo de jefe de sección. Luego él se comportó como si el teniente se
encontrara fuera de la vista de todos y le estuviera comunicando las
novedades, como de costumbre.
Esto nos salvó.
XI

Sólo puedo ofreceros sangre, sacrificios, sudor y lágrimas.

W. Churchill,
soldado-estadista del siglo XX.

Cuando volvimos a bordo de nuestra nave, después de la incursión contra


los «skinnies», donde Dizzy Flores perdió la vida, el artillero de a bordo
encargado de afianzar el cierre de la nave de rescate, me dijo:
—¿Cómo han ido las cosas?
—Pura rutina —respondí escuetamente.
Supongo que su pregunta fue amistosa, pero yo me encontraba bastante
confuso y no sentía ganas de charlar. Estaba triste por Dizzy, contento de
que, a pesar de todo, lo hubiésemos rescatado, aunque inútilmente, y todo
ello mezclado con un sentimiento de fracaso pero al mismo tiempo de
felicidad de haber vuelto a bordo viendo que todos se hallaban presentes.
Además, ¿qué se puede decir de saltos a un hombre que nunca ha hecho
ninguno?
—¿De veras? —añadió—. Vosotros sois unos tíos con suerte. Trabajáis
treinta minutos y no dais golpe en treinta días. Yo, cada tres trabajo uno.
—Sí, ya veo —le dije y me volví—. Algunos de nosotros hemos nacido
con suerte.
Había, empero, mucho de verdad en lo que el artillero de la Navy acababa
de decir. Los soldados del espacio somos como los aviadores de las primeras
guerras mecanizadas. Una larga y movida carrera equivalía a sólo unas horas
de combate frente al enemigo y el resto del tiempo se lo pasaban
entrenándose, salidas de emergencia… y luego regresar para ponerse en
estado de alerta, dispuestos a nuevas salidas y, entretanto, prácticas, prácticas
y más prácticas.
No efectuamos otro lanzamiento hasta casi tres semanas después, y éste
fue sobre un planeta diferente en torno a otra estrella: una colonia de los
«bugs». Incluso volando bajo el sistema Cherenkov, las estrellas están muy
distantes.
Mientras tanto, yo obtuve los galones de cabo, propuesto por Jelly y
confirmado por el capitán Deladrier, en ausencia de su oficial comisario de
los nuestros. Teóricamente, el ascenso no cobraba efectividad hasta ser
aprobado por la Infantería Móvil con motivo de producirse la vacante, pero
aquello no significaba nada porque la proporción de bajas en el cuadro
orgánico era superior a la provisión. Desde el momento en que Jelly dijo que
yo era cabo, me podía considerar como tal; lo demás era puro trámite.
Pero el artillero no tenía toda la razón cuando dijo que «no dábamos
golpe»’, porque, entre salto y salto, había cincuenta y tres trajes acorazados
de fuerza por verificar y reparar, aparte de las armas y equipos especiales. A
veces, Migliaccio repasaba los trajes, Jelly le daba su aprobación y el
ingeniero de armamento de a bordo, el teniente Farley, decidía si un traje no
podía ser reparado por no contar con las instalaciones de la base, lo que daba
lugar a que se sacase del almacén un traje nuevo que era sometido a un
proceso de «frío» y «calor», lo cual requería exactamente veintiséis horas de
trabajo de un hombre, sin contar las empleadas por el que se ponía el traje y
hacía de cobaya.
Trabajábamos lo nuestro.
Pero también nos divertíamos. No faltaban la celebración de
competiciones, desde los dados y naipes hasta la Escuadra de Honor, y
teníamos la mejor banda de Jazz, bueno, tal vez la única, en varios años luz
cúbicos, en la que actuaba de director el sargento Johnson con su trompeta,
tanto en himnos melosos y dulces como en piezas estridentes que hacían
trepidar el acero de los mamparos, cuando se presentaba la ocasión.
Después de aquel magistral, o quizás debiera llamarse «señorial»,
«rendezvous» de rescate, como quien dice a ojo de buen cubero, el artífice
del pelotón, el cabo Archie Campbell, hizo una réplica del Rodger Young
para el capitán. Todos estampamos nuestras firmas y Archie las grabó sobre
la placa de la base, con la dedicatoria: «Al bravo piloto Yvette Deladrier, con
la gratitud de los “Camorristas de Rasczak”. La invitamos a comer con
nosotros y el “Camorrista” Downbeat Combo estuvo tocando durante la
comida y, a los postres, el soldado más moderno le entregó el modelo. Ella
derramó lágrimas y le besó; también besó a Jelly y éste se puso rojo como la
grana».
Una vez recibidos mis galones, yo tenía que poner las cosas en claro con
Ace, porque Jelly me dejó como ayudante del jefe de sección. Esto no
resulta cómodo. El soldado tiene que pisar firme en su carrera ascendente. Yo
debí pasar a jefe de escuadra en lugar de ser eliminado como ayudante de jefe
de escuadra para ser nombrado cabo y ayudante de jefe de sección. Jelly
sabía esto, sin duda, pero a mí me constaba de que Jelly estaba tratando de
conservar la unidad con los menos cambios posibles, en la forma que habría
hecho el teniente si estuviera vivo.
Pero a mí se me presentaba de esa forma un agudo problema: los cabos y
jefes de escuadra eran de hecho más antiguos que yo, pero si el sargento
Johnson moría en el próximo salto, no sólo perderíamos un buen cocinero,
sino que me quedaría yo de jefe de sección. Cuando se entra en combate no
debe quedar la menor sombra de duda respecto a las órdenes dadas. Mi
obligación era despejar cualquier duda posible antes de efectuar un nuevo
lanzamiento.
El problema estaba en Ace. No sólo era el más antiguo de los tres, sino
que era cabo profesional y más viejo que yo. Si Ace me aceptaba, yo no
tendría problemas con las otras escuadras.
En realidad, con él a bordo no tuve complicaciones. Después que
rescatáramos juntos a Flores, se portó con bastante corrección. Por otro lado,
no tuvimos ocasión de que se suscitaran dificultades. Nuestras faenas de a
bordo no nos colocaban juntos, excepto en la revista diaria y al montar la
guardia, pero esto se hacía de manera muy impersonal. A pesar de ello, se
presentían las dificultades. No me trataba como alguien que recibiera órdenes
mías.
Me fui a verle a una hora libre de servicio. Estaba tumbado sobre su litera
leyendo «Los Rangers del Espacio contra la Galaxia», un buen libro de
aventuras, pero dudo que ninguna unidad militar tuviera jamás tantos ni tan
pocos necios. La nave contaba con una buena biblioteca.
—Ace, he venido a hablar contigo.
—¿Ah, sí? —dijo levantando la mirada—. Es como si no estuviera a
bordo. Me hallo franco de servicio.
—Tengo que hablarte ahora. Deja el libro.
—¿Tan urgente es que no puedo terminar el capítulo?
—Ace, préstame atención que quiero decirte algo.
—Sigue diciendo lo que sea, te escucho —y dejando el libro se incorporó
y se puso a escuchar.
—Ace —le dije—, respecto a la organización de la sección, tú eres más
antiguo que yo y a ti te corresponde ser ayudante del jefe de ella.
—¡Bah, conque ésas tenemos otra vez!
—Sí. Creo que debemos ir a ver a Johnson para que lo decida con Jelly.
—¿Conque eso quieres, eh?
—Sí, eso es lo que quiero. Así es como tiene que ser.
—¿De veras? Mira, déjame decirte una cosa. Yo no tengo nada en
absoluto contra ti. Tú fuiste quien me ayudó a rescatar a Dizzy aquel día, lo
reconozco. Pero si quieres una escuadra, la pintas. No trates de llevarte la
mía. Mis muchachos no pelarán una patata para ti.
—¿Es ésa tu última palabra?
—Ésa es mi primera, última y única palabra.
—Me imaginaba lo que iba a suceder —suspiré—. Pero tenía que estar
seguro de ello. Bueno, esto aclara las cosas. Pero se me ha ocurrido algo. Me
he dado cuenta de que el cuarto de aseo necesita una mano de limpieza… y
he pensado que tal vez tú y yo podríamos hacerlo. Deja tu libro… que, como
dice Jelly, los no comisionados están siempre de servicio.
El no se movió en seguida.
—¿Crees realmente que es necesario? —dijo con calma—. Como dije, yo
no tengo nada contra ti.
—Así lo parece.
—¿Crees que podrías?
—Puedo intentarlo.
—Está bien. Vayamos allá.
Nos dirigimos hacia el cuarto de aseo de popa, echamos fuera a un
soldado que estaba a pimío de tomarse una ducha, sin necesitarla, y cerramos
la puerta.
—¿Se te ocurre alguna limitación? —dijo Ace.
—Bueno… no tenía pensado matarte.
—Conforme, pero nada de huesos rotos y algo que impida realizar el
próximo salto a alguno de los dos, salvo, naturalmente, por accidente. ¿Hace?
—Hace —convine con él—. Ah, creo que debo quitarme la camisa.
—No quieres que se manche de sangre ¿eh?
El se relajó. Mientras empezaba a despojarse de ella, Ace me lanzó una
patada contra la rodilla, pero lo hizo con el pie plano y sin mucha fuerza.
Pero mi rodilla no estaba allí; esto me sirvió de aviso.
Una auténtica pelea, de ordinario, suele durar no más de un par de
segundos que es el tiempo que se precisa para matar a un hombre, dejarle
conmocionado y ponerle fuera de combate. Pero nosotros habíamos acordado
no causarnos lesiones permanentes. Esto cambia las cosas. Los dos éramos
jóvenes, bien entrenados, en buena forma física y acostumbrados a soportar el
dolor. Bajo tales condiciones, la penosa lucha sólo requiere ser prolongada
hasta que uno de los dos ceda ante la incapacidad de continuar, hasta que
algún imprevisto la termine antes. Pero ninguno de los dos pensaba en los
imprevistos. Ambos éramos profesionales y astutos.
Y así se fue prolongando por un tiempo largo, molesto y penoso. Los
detalles de la contienda serían triviales y anodinos. Además, yo no tuve
tiempo para tomar notas.
Un buen rato después me encontraba tendido boca arriba y Ace me estaba
echando agua sobre el rostro. Me miró, me puso en pie y me estabilizó
apoyándome contra la pared.
—¡Sacúdeme!
—¿Eh?
Yo me sentí ofuscado y veía doble.
—Johnnie… pégame un directo.
Su cara estaba flotando en el aire enfrente de mí. Apunté bien y descargué
el puño con toda la fuerza de mi cuerpo, apenas insuficiente para machacar
un mosquito desnutrido. Cerró los ojos, cayó sobre el pavimento y yo tuve
que sujetarme a la escora para no seguirle. Se levantó lentamente.
—Bien, Johnnie —dijo sacudiendo la cabeza—. Ya he recibido mi
lección. No volverás a oír una palabra de protesta mía ni de ninguno de la
sección. ¿De acuerdo?
Yo asentí con la cabeza y, al hacerlo, noté un fuerte dolor.
—Chócala —dijo tendiéndome la mano.
Nos dimos la mano y ésta también me dolía.
Casi todo el mundo sabía más que nosotros de cómo se desarrollaba la
guerra, aunque fuéramos los protagonistas. Era el período que siguió a la
localización de nuestro planeta por los «bugs», a través de los «skinnies» y de
sus incursiones sobre la Tierra, destruyendo Buenos Aires y haciendo que las
«actividades de patrulla» se convirtieran en una guerra total, pero antes de
que creásemos nuestra formidable potencia militar, así como con anterioridad
a que los «skinnies» se cambiaran de bando y se hicieran nuestros co-
beligerantes y aliados «de facto». En parte, la interdicción efectiva en favor
de la Tierra partió de la Luna, cosa que nosotros ignorábamos, pero, hablando
en términos amplios, la Federación de la Tierra estaba perdiendo la
contienda.
Eso tampoco lo sabíamos nosotros. Igualmente ignorábamos que se
estaban haciendo agotadores esfuerzos para subvertir la alianza a favor de
nosotros y poner a los «skinnies» de nuestra parte. Lo más que llegamos a
saber fue cuando nos dijeron que extremásemos el cuidado con los
«skinnies», y recibimos órdenes de arrasar las mayores propiedades posibles,
pero sin matar a ningún «skinny», siempre que pudiéramos evitarlo. Fue en la
incursión donde Flores perdió la vida.
Si un hombre ignora una cosa, no podrá revelarla en caso de ser
capturado. No hay drogas, torturas, lavados de cerebro o interminable
privación de dormir capaces de hacerle revelar un secreto que no conoce. De
forma que sólo nos dijeron lo que debíamos saber para fines tácticos. En el
pasado, ha habido ejércitos que fracasaron porque sus hombres no sabían por
qué estaban luchando y, por consiguiente, carecían de espíritu combativo.
Pero la Infantería Móvil no padece semejante debilidad. Todos y cada uno de
nosotros fuimos voluntarios desde un principio, todos por nuestras razones,
unos por buenas y otros por malas. Pero ahora luchábamos porque éramos
I.M. Eramos profesionales con «esprit de corps». Eramos los «Camorristas de
Rasczak», la mejor y más singular unidad de la acrisolada Infantería Móvil.
Subíamos a nuestra cápsula porque Jelly nos decía que había llegado el
momento de hacerlo y luchábamos cuando llegábamos abajo porque esto era
lo que hacían los «Camorristas de Rasczak».
En realidad no sabíamos que estábamos perdiendo.
Aquellos «bugs» ponían huevos. Y no solamente ponían huevos sino que
los guardaban en reserva y los incubaban cuando les eran precisos. Si
matábamos a un guerrero, o a diez mil, su sustituto era incubado y entraba en
acción casi antes de que regresáramos a la base. Uno puede imaginarse, si le
parece, a cierto «bug» supervisor de la población comunicándose con alguien
y diciendo: «Fulano, incuba diez mil guerreros y teñios dispuestos para el
miércoles… Y di a la ingeniería que active las incubadoras de reserva
N.O.P.Q. y R, porque va creciendo la demanda».
Yo no digo que fuera así precisamente, pero, los resultados así lo
parecían. Pero que nadie cometa el error de suponer que los «bugs» actuaban
puramente por instinto, como las termitas o las hormigas; sus actos eran tan
inteligentes como los nuestros (¡ninguna raza estúpida construye naves
espaciales!) y mucho mejor coordinados. El entrenar a un soldado para que
pueda combatir junto a sus compañeros, lleva un mínimo de un año. Un
guerrero «bug» está en condiciones de luchar al salir de la incubadora.
Cada vez que liquidábamos a mil «bugs» a costa de un infante de los
nuestros, era una clara victoria pára ellos. Estábamos aprendiendo, a un alto
precio, cuán eficiente puede ser una cooperación total, cuando se practica por
gentes de hecho adaptadas a él mediante la evolución. Los comisarios de los
«bugs» no le daban mayor importancia a gastar sus guerreros, que nosotros a
malgastar la munición. Tal vez nos pudieran servir de lección las
complicaciones que dio la Hegemonía china a la Alianza anglo-rusa-
americana. Pero la «lección de la Historia» la aprendemos generalmente
cuando ya no tiene remedio.
A pesar de todo estábamos aprendiendo. De nuestras escaramuzas con
ellos sacábamos enseñanzas técnicas y doctrinas tácticas que se extendían por
toda la Flota. Aprendimos a distinguir un trabajador «bug» de un guerrero. Si
había tiempo para ello, se les conocía por la forma de su coraza, pero la
norma general es que, si venía hacia ti, era un guerrero y, si echaba a correr,
un trabajador.
r
Aprendimos incluso a no malgastar munición ni con los guerreros, como
no fuese en legítima defensa; en vez de ello les perseguíamos hasta sus
cubiles. Cuando dábamos con un agujero, lo primero que hacíamos era
arrojar dentro una granada de gas que explota suavemente en cosa de pocos
segundos, esparciendo un líquido aceitoso que se evapora como un gas para
los nervios, apropiado para los «bugs» (inofensivo para nosotros), que es más
pesado que el aire y continúa profundizando. Luego usábamos una segunda
granada H.E. para taponar el hoyo.
No sabíamos si estábamos profundizando lo suficiente para matar a sus
reinas, pero de lo que sí estábamos seguros era de que a los «bugs» no les
gustaban estas tácticas; nuestro servicio de inteligencia entre los «skinnies» y
entre los propios «bugs» era concreto en este punto. Además, la colonia que
tenían establecida en Sheol la exterminamos causando daño. Pero por lo que
concernía a los «Camorristas», aquel bombardeo de gas era un simple
ejercicio hecho con la misma disciplina y orden que los otros.
Con el tiempo tuvimos que volver a Santuario por más cápsulas. Las
cápsulas se gastan igual que nosotros y cuando se acababan, había que
retomar a la base, aunque los generadores de Cherenkov tuvieran aún energía
para darnos dos vueltas completas a la Galaxia. Poco antes de esto llegó un
despacho ascendiendo a Jelly a teniente, a Vice-Rasczak. Jelly procuró
mantenerlo en silencio pero el capitán Deladrier lo hizo público y luego le
requirió para que fuera a comer a proa con los otros oficiales. El, sin
embargo, se pasaba el resto del tiempo con nosotros, en popa.
Pero para entonces ya había efectuado varios saltos con él como jefe de
pelotón, y la unidad se iba acostumbrando a ello sin la presencia del teniente;
todavía resultaba doloroso, pero ya no era más que cuestión de rutina. Con el
ascenso de Jelal, las voces se fueron corriendo lentamente entre nosotros y
pensamos que había llegado el momento de nombramos un nuevo amo, como
hacían otras unidades.
Johnson era el más caracterizado y fue a decírselo a Jelly; me llevó con él
como un apoyo moral.
—¿Qué queréis? —refunfuñó Jelly.
—Ejem… sarge… quiero decir, teniente; hemos estado pensando…
—¿Qué habéis pensado?
—Bueno, los muchachos se han reunido y ellos creen que… dicen que
nuestra unidad debería ponerse un nombre. Quieren que le pongamos los
«Jaguares de Jelly».
—Conque dicen eso, ¿eh? ¿Y cuántos votaron por ese nombre?
—Ha sido por unanimidad —replicó escueto Johnson.
—¿Ah, sí? Cincuenta y dos a favor y uno no. Queda aprobado.
Nadie volvió a hablar del tema. Poco después orbitábamos en torno a
Santuario.
Me alegré de llegar porque la pseudogravedad interna del campo de la
nave nos había faltado durante más de los dos días anteriores, mientras que el
ingeniero jefe efectuaba sus reparaciones, dejándonos en caída libre, cosa que
a mí no me hacía gracia. Nunca seré un verdadero hombre del espacio. No
hay nada como pisar tierra firme.
Todo el pelotón disfrutó el R&R durante diez días, y quedamos alojados
en los barracones de la base.
Jamás me llegué a aprender las coordenadas de Santuario; tampoco supe
cuál era su nombre, su número de catálogo con la estrella en torno a la que
gira, porque lo que no conoces, no lo puedes revelar. Su situación es
supersecreta, conocida solamente por los capitanes de nave, oficiales pilotos
y otros militares, y supongo que cada uno de ellos bajo órdenes y compulsión
hipnótica de suicidarse si fuera necesario para evitar la captura. En esas
condiciones prefería no saberlo. Ante la posibilidad de que el enemigo
ocupara Luna Base y la propia Tierra, la Federación mantenía la mejor parte
de sus fuerzas en Santuario, de forma que aunque sucediera un desastre
semejante no implicaría necesariamente la capitulación.
Pero les diré qué clase de planeta es. Es igual que la Tierra, pero
retardado. Lo que se dice literalmente retardado; como el chico que tarda diez
años en aprender a decir adiós con la mano y es incapaz de hurtar una
empanada. Es un planeta tan semejante a la Tierra como pueden serlo dos
planetas entre sí. Tienen la misma edad, de acuerdo con lo que dicen los
planetólogos, y su estrella es del mismo tipo y edad que el Sol, según afirman
y casi tan densa como la de la Tierra y un clima muy parecido, incluso
disfruta de una luna de gran tamaño y de las enormes mareas de la Tierra.
Con tales ventajas no podían evitar fijarse en él desde el primer momento.
Como puede verse, tiene escasas mutaciones; pero no goza del alto nivel de
radiación natural que posee la Tierra.
Su típico y exuberante reino vegetal está compuesto por una gigantesca
fronda primitiva; su principal vida animal se reduce a unos proto-insectos,
que ni siquiera se han agrupado en colonias. No me estoy refiriendo a la flora
y fauna trasplantada de la Tierra; nuestros envíos se aclimatan allí y
desbordan a los reinos santuarianos.
Teniendo en cuenta que su progreso evolucionista se ha mantenido casi
nulo por falta de radiación y una baja proporción mutatoria,
consiguientemente mucho menos saludable, las formas de vida nativas de
Santuario no han tenido una oportunidad óptima para evolucionar y no se
encuentran en condiciones de competir. Sus patrones genésicos permanecen
invariables durante un tiempo relativamente largo; no son adaptables, igual
que si se les obligara a jugar la misma mano de «Bridge», una y otra vez,
durante los siglos, sin esperanza de lograr nada mejor.
En tanto compitan entre sí, pocos cambios son de esperar, retrasados
contra retrasados, por así decirlo. Pero cuando los tipos que han evolucionado
sobre otro planeta que goza de alta radiación y elevada competencia fueron
introducidos, el reino natural de Santuario quedó rebasado.
Ahora bien, todo lo expuesto hasta aquí está perfectamente claro para la
alta escuela biológica, pero la esclarecida inteligencia de la estación de
investigaciones allí instalada que me explicaba todas estas cosas suscitó ante
mí una cuestión que yo nunca me había preguntado. ¿Qué hay en cuanto a los
seres humanos que habían colonizado Santuario?
Aquéllos no eran transeúntes como yo, sino colonos que vivían allí,
muchos de los cuales habían nacido en Santuario y cuyos descendientes
seguirían viviendo allí, durante incontables generaciones. ¿Qué sucedería a
aquellos descendientes? El no recibir radiaciones no hace ningún mal a una
persona; de hecho le confiere cierta seguridad, pues la leucemia y algunos
tipos de cáncer eran desconocidos allí. Aparte de eso, la situación económica
por el presente, está a su favor. Cuando siembran un campo de trigo, traído de
la Tierra, no tienen que molestarse en exterminar las hierbas malas. El trigo
terráqueo desplaza a todo lo nativo.
Pero los descendientes de esos colonos estaban condenados a no
evolucionar. Al menos a una amplia evolución. Aquel individuo de la
estación experimental me explicaba que podrían conseguir ciertas mejoras
evolutivas a través de la mutación sobre otras causas, como es renovando la
sangre por medio de la inmigración y también por selección natural entre los
patrones genésicos que ya poseían. Pero aquello era insignificante en
comparación con el porcentaje evolutivo alcanzado en la tierra o sobre
cualquier planeta normal. ¿Qué sucedería? ¿Se quedarían estacionados en su
presente situación, mientras que el resto de la raza humana les dejara atrás,
como fósiles vivientes, tan extemporáneos como pitecántropos a bordo de
una nave interestelar?
¿O sentirían preocupaciones sobre el futuro de sus descendientes y
tomarían dosis regulares de rayos X o tal vez establecerían una
contaminación anual radiactiva en la atmósfera mediante explosiones
nucleares anuales? De esa forma aceptarían los inmediatos peligros de
radiación sobre la generación actual, a fin de legar la adecuada herencia
genésica de mutación en beneficio de sus descendientes.
Aquel individuo me vaticinó que no harían semejante cosa. Dijo que la
raza humana es demasiado individualista, demasiado egoísta para
preocuparse en semejante forma acerca de las generaciones futuras. Dijo que
el empobrecimiento genésico de distantes generaciones, por falta de
radiación, es algo que importa muy poco a la mayoría de la gente. Y, por
supuesto, constituye una amenaza muy lejana; la evolución trabaja tan
lentamente, incluso en la Tierra, que el desarrollo de una nueva especie es
cuestión de muchísimos millares de años.
Yo, que no sé ni lo que voy a hacer más de la mitad de las veces, ¿cómo
voy a saber lo que hará una colonia de extraños? Pero sí estoy seguro de una
cosa: Santuario quedará poblado en su totalidad, bien sea por nosotros o por
los «bugs». Santuario constituye una virtual utopía, y, ofreciendo las
apetecidas condiciones naturales que tan poco abundan en este extremo de la
Galaxia, no quedará a merced de unas formas de vida primitiva que no sepan
sacar partido de ello.
De hecho ya es un lugar delicioso, en cierto modo bastante mejor que
muchos puntos de la Tierra para pasar un permiso de descanso. En segundo
lugar, aunque tiene varios paisanos, más de un millón, como tales personas
civiles se comportan bien. Saben que hay una guerra en marcha. La mitad de
ellos están empleados en la Base o en la industria bélica; el resto se dedica a
criar alimentos y a vendérselos a la Flota. Puede decirse que tienen un interés
en que dure la guerra pero, sean cuales sean sus razones, respetan el uniforme
y no muestran resentimiento hacia el que lo lleva. Muy al contrario: si un
infante móvil entra en algún establecimiento, el propietario le llama «señor»,
y realmente lo dice de corazón, aunque mientras tanto le esté queriendo
vender algo sin valor a un precio demasiado alto.
Pero lo más importante de todo es que la mitad del personal civil es
femenino. Para apreciar esto debidamente, es preciso haber estado de patrulla
durante largo tiempo, cuando sólo te quedaba la esperanza de un día de
guardia para gozar del privilegio de estar dos horas de cada seis a pie firme y
con la espalda pegada al mamparo treinta y la oreja atenta en espera de oír
una voz de mujer. Supongo que resultaría más pasadero en las naves mixtas,
pero yo pertenecía al Rodger Young. Es bueno el saber que realmente existe
la razón principal por la que estás luchando y que las mujeres no son tan sólo
una ficción mental.
Aparte de tan maravilloso cincuenta por ciento femenino de la población
civil, aproximadamente el cuarenta por ciento del personal que trabaja en el
Servicio Federal de Santuario también lo es. Suma todo esto y tendrás la
escena más bella del universo explorado.
Además de estas insuperables ventajas naturales, muchas otras se han
hecho artificialmente para que el R&R no resulte aburrido. La mayor parte de
la población civil tiene dos trabajos. Toda la noche mantienen abiertos sus
establecimientos para hacer agradable el descanso del soldado. La carretera
de Churchill, que va desde la Base a la ciudad, está llena a ambos lados de
establecimientos destinados a aligerarte de un dinero, por otra parte,
inservible, sin que hagas el menor esfuerzo, mediante deliciosas compañías,
entretenimientos y música.
Si eres capaz de traspasar estas redes, a costa de haberte quedado limpio
de dinero, todavía quedan en la ciudad otros lugares casi tan atractivos que
ofrecen gratuitamente los agradecidos ciudadanos, muy parecidos al centro
social de Vancouver, pero donde te hacen aún mejor recibimiento.
Santuario, y especialmente Espíritu Santo, la ciudad, era el lugar ideal
para mí. En mi cabeza andaba rondando la idea de quedarme a vivir allí
después de mi licénciamiento, cuando hubiera cumplido mi compromiso.
Después de todo, no debía preocuparme que mis descendientes, si los tenía,
de aquí a veinticinco mil años, tuvieran los cartílagos demasiado verdes como
los de todo el mundo. Aquel tipo de profesor de la Estación de
Investigaciones no logró amedrentarme con su charla sobre las radiaciones.
Por lo que estaba viendo a mi alrededor, me parecía que la raza humana había
llegado a su último peldaño.
No hay duda que lo mismo siente un jabalí con respecto a su pareja, pero,
en tal caso los dos somos muy sinceros.
También hay allí otros motivos de recreo. Recuerdo con particular deleite
una noche en que, los «Camorristas» que ocupaban una mesa, entablaron una
amistosa discusión con un grupo de hombres de la Navy (no del Rodger
Young) sentados a la mesa inmediata.
El debate era animado y un tanto ruidoso, dando ocasión a que la policía
de la Base interviniera con sus armas paralizantes en el preciso instante que
emprendíamos la acción. Nada pasó, salvo que tuvimos que pagar los
desperfectos del mobiliario. El comandante de la Base opina que un hombre
disfrutando su R&R tiene derecho a ciertas libertades, en tanto no haga uso
del «31 aterrizaje».
Los barracones de alojamiento están bien montados. No encierran lujos,
pero son cómodos, y el servicio de comidas funciona durante las veinticinco
horas del día, atendido por personal civil. No hay toque de diana, ni revistas;
te hallas disfrutando un permiso y no tienes obligación de ir a los barracones
si no quieres. Yo, sin embargo, dormía en ellos porque me parecía una
estupidez gastarme el dinero en un hotel, cuando allí todo me salía gratis y
existían otros medios mejor de gastarse la paga acumulada.
Por otra parte, la hora de más que teníamos cada día resultaba estupenda.
Equivalía a tener nueve horas enteras y el día intacto aún. Después de la
Operación Bughouse me aproveché bien del tiempo libre.
Ace y yo teníamos una habitación para los dos solos en los barracones de
los no comisionads, que parecía la de un hotel. Una mañana, cuando nuestro
R&R estaba tocando a su fin, a eso del mediodía local, Ace sacudió mi cama.
—¡Alerta, soldado! ¡Nos están atacando los «bugs»!
Yo le dije lo que había que hacer con los «bugs».
—Vamos, aterriza —insistió.
—Estoy sin blanca —repuse.
Y era cierto, porque la noche antes había salido con un químico,
femenino, por supuesto, y además encantadora, perteneciente a la Estación de
Investigaciones. Había conocido a Carlos en Plutón y Carlos me había escrito
para que fuera a verla si algún día pasaba por Santuario. Era una pelirroja
afiligranada, de gustos caros. Al parecer, Carlos la puso al corriente de que
yo tenía más dinero del que me convenía, porque tuvo el capricho de entablar
conocimiento con el champaña local. Yo no quise dejar mal a Carlos, no
reconociendo que mi único capital consistía en los honorarios de un simple
soldado del espacio. La invité a champaña, mientras que yo bebía lo que
llamaban, sin serlo, zumo de piña natural. Como consecuencia de ello tuve
que volver a pie después de la juerga, porque los taxis no son gratuitos. Sin
embargo, valió la pena. Después de todo, ¿qué es el dinero? Naturalmente,
estoy refiriéndome al dinero «bug».
—Yo puedo prestarte y, además, no me duele la cabeza —contestó Ace
—. Yo tuve suerte; estuve con la Navy que no entiende de porcentajes.
De modo que me tiré de la cama, me afeité y, tras tomar una ducha, nos
fuimos al restaurante donde nos pusieron huevos, algo semejante a la patata,
jamón, pan y no sé qué más. Luego nos marchamos por la carretera de
Churchill y, como hacía calor, Ace quiso que entrásemos en una cantina. Yo
quise saber si el zumo de piña era real. No lo era, pero estaba frío. En fin,
todo no se puede tener.
Hablamos de varias cosas, y Ace pidió otra ronda. Probé el zumo de
fresa, con igual resultado. Ace miró a su vaso y luego dijo:
—¿Has pensado alguna vez en hacerte oficial?
—¿Eh? —dije—. ¿Estás loco?
—Ni mucho menos. Escucha, Johnnie; esta guerra aún no se ha
terminado. Pese a lo que allá en casa diga la propaganda para los nuestros, tú
y yo sabemos que los «bugs» no están dispuestos a ceder. Así que ¿por qué
no mirar al futuro? Como dice mi padre si has de tocar en la banda, vale más
llevar la batuta que no el bombo.
Yo quedé extrañado por el curso que había tomado la conversación,
especialmente a voluntad de Ace.
—¿Y tú, qué piensas hacer? ¿Intentas hacer carrera?
—¿Yo? —respondió—. Hijo, me parece que están mal tus circuitos. Ya
sabes que me falta instrucción y que soy diez años más viejo que tú. En
cambio a ti te sobra cultura para hacerte oficial. Puedo asegurarte que si
decides hacer carrera, serás sargento antes que yo lo cuento… y al día
siguiente estarás propuesto para oficial.
—Ahora veo que estás chiflado.
—Escucha lo que dice tu papi. Hago mal en decírtelo pero tú serías la
clase de oficial, tan vehemente, bonachón y sincero, a quien seguirían sus
hombres donde fuese. En cambio yo… Bueno, yo soy un no comisionado
nato, lo suficientemente pesimista para acabar con el entusiasmo de los que
son como tú. Algún día seré sargento, y pronto tendré los veinte años de
servicio, me retiraré y cogeré algún empleo de los que nos reservan; guardia,
tal vez. Luego me casaré con una robusta mocetona, de tan bajos gustos como
yo, y me dedicaré a seguir los deportes, a pescar y a terminar mis días de
manera tranquila.
Ace se detuvo para humedecerse la boca.
—Pero tú —siguió—, si sigues en el Ejército, probablemente llegarás
muy alto y morirás lleno de gloria. Entonces yo diré orgulloso: «A ése le
conocía yo y solía prestarle dinero. Los dos fuimos cabos juntos». ¿Qué me
dices?
—Nunca lo he pensado —le respondí—. Tan sólo pretendía cumplir mi
compromiso.
Ace me guiñó el ojo, añadiendo:
—¿Has visto que licencien a nadie hoy en día? ¿Piensas que te van a
licenciar cuando cumplas tus dos años?
En eso tenía razón. En tanto continuara la guerra, el «compromiso» no
tendría fin; al menos para los soldados del espacio. Lo que se ventilaba era un
simple cambio de actitud, siquiera por el presente. Los que estábamos
cumpliendo un «compromiso» podíamos sentirnos supeditados al tiempo de
la guerra y pensar en su fin. Pero un hombre que quiere hacer carrera bajo las
armas no tenía que esperar que concluyesen las hostilidades, sino ir donde le
mandaban y aguardar que le llegara el retiro, si no moría antes.
En cambio, también nosotros podíamos morir. Pero si deseabas hacer
carrera y no completabas los veinte años de servicio, a lo mejor te ponían
objeciones para concederte el privilegio, pese a que no trataban de retener a
nadie en filas en contra de su voluntad.
—Tal vez sea más de dos años —reconocí—, pero no creo que la guerra
vaya a durar toda la vida.
—¿No?
—¿Pues, cuánto va a durar?
—Que me maten si lo sé. Ninguno me lo ha dicho. Pero me consta que no
es eso lo que te preocupa, Johnnie. ¿Te está esperando alguna chica?
—No. Bueno —respondí lentamente—, había una que me llamaba
«querido Johnnie».
Como mentira, aquello no era más que una ligera decoración que
introduje, porque Ace parecía estar esperándolo. Carmen no era mi novia, ni
lo era de nadie, pero me enviaba cartas encabezadas por «querido Johnnie»…
en las raras ocasiones que me escribía.
Ace asintió con aire de suficiencia.
—Todas hacen lo mismo. Prefieren casarse con un paisano para tener con
quien pelearse cuando sientan malhumor. Pero no te apures, hijo. Cuando te
retires, encontrarás mujeres de sobra para casarte… Y harás muy bien en
casarte a esa edad. El matrimonio es una tragedia para el joven y un confort
para el viejo —echó un vistazo a mi vaso—. Me dan náuseas verte beber ese
aguachirle.
—Lo mismo me pasa a mí al ver lo tuyo —le dije.
Se encogió de hombros.
—No te olvides de lo que te digo. Piénsalo bien.
—Lo pensaré.
Poco después, Ace se enfrascó en una partida de cartas. Me prestó algún
dinero y salí a dar un paseo. Necesitaba pensar.
¿Debería quedarme en el Ejército? Aparte de la cuestión relativa a los
ascensos, ¿quería yo verdaderamente hacer carrera allí? De manera que me
había alistado con el fin de ganar el privilegio ciudadano y poder emitir mi
voto, y si seguía en el Ejército me estaría tan prohibido votar como si nunca
me hubiese enrolado, toda vez que, mientras uno vistiera el uniforme, no
tenía derecho a votar. Y es como debía ser porque si hubiera permitido a los
idiotas de los «Camorristas» emitir su voto habrían votado para que no se
efectuase el salto. Eso no podía ser.
Sin embargo, yo había firmado a fin de ganar el voto.
¿Q no era así?
¿Me había interesado yo alguna vez por votar? No, no era el votar lo que
me interesó, sino el prestigio, la condición de ser un ciudadano.
¿O tampoco era esto?
Aunque me hubieran matado, no habría podido decir por qué estampé mi
firma.
De todos modos, no era el proceso de votar lo que hacía al ciudadano; el
teniente había sido todo un ciudadano en el mejor sentido de la palabra, pese
a que no vivió el tiempo suficiente para llegar a emitir una papeleta electoral.
Había «votado» cada vez que hizo un salto. ¡Y yo también!
Las palabras del coronel Dubois resonaban en mi mente: «La ciudadanía
es una actitud, un estado de la mente, una convicción emocional de que la
cantidad es más grande que la unidad… y de que la unidad ha de sentir un
humilde orgullo de poder sacrificarse para que viva la cantidad».
Todavía no estaba seguro de si debía colocar mi cuerpo «entre la amada
patria y la desolación de la guerra». Todavía experimentaba los mismos
temblores en cada lanzamiento y aquella desolación podía ser espantosa.
Pero, sin embargo, finalmente llegué a comprender las palabras del coronel
Dubois. La Infantería Móvil era mía, y yo era de ella. Si esto era lo que
hacían sus componentes para romper la monotonía, entonces era lo mismo
que yo hacía. El patriotismo era un poco esotérico para mí, demasiado
inconmensurable para ser comprendido. Pero la I.M. era mi familia, a ella
pertenecía. Ellos eran la única familia que me quedaba. Ellos eran los
hermanos que nunca había tenido, más íntimos que jamás lo fuera Carlos. Si
me separaba de ellos, estaba perdido.
¿Qué razones tenía para no continuar en el Ejército?
Todo ello estaba muy bien, pero ¿qué disparate era aquél el de pretender
el ascenso? Esto ya era otra cuestión. Me imaginaba con mis veinte años de
servicio y luego a llevarme una vida tranquila, tal y como había dicho Ace,
con cintas sobre mi pecho y zapatillas en los pies… o pasando las veladas en
el Club de los Veteranos, recordando viejos tiempos con otros camaradas de
armas. ¿Pero hacerme oficial? Recordaba lo que había dicho Al Jenkins a este
respecto en una de nuestras sesiones: «¡Soy soldado raso y así continuaré! De
un soldado raso nadie espera nada. ¿Qué ventajas tiene, pues, un oficial, o
incluso mi sargento? Todos respiramos el mismo aire, comemos los mismos
alimentos, visitamos los mismos lugares y hacemos los mismos saltos. En
cambio, el soldado raso no tiene quebraderos de cabeza».
Al Jenkis tenía razón. ¿Qué me habían proporcionado mis galones, aparte
de sinsabores?
No obstante, yo sabía que aceptaría el empleo de sargento tan pronto
como se me ofreciera. El soldado del espacio no rehúsa, no se niega a nada;
se eleva y se remonta donde sea. Aunque se trate de un ascenso, supuse.
No es que eso fuera a suceder. ¿Quién era yo para imaginarme que podía
llegar a ser algún día lo que fuera el teniente Rasczak?
Mi paseo me llevó junto a la escuela de aspirantes, si bien no creo que lo
hice a propio intento. Sobre el campo de instrucción había una compañía de
cadetes, haciendo un ejercicio a paso rápido, cuyo aspecto era el mismo que
el de una compañía de soldados en el campamento de Básica. El sol calentaba
fuerte y aquello no parecía ni la mitad de cómodo que una de nuestras
sesiones en la cabina de lanzamiento del Rodger Young. Y eso que, desde
que terminé Básica, yo no había traspasado el mamparo treinta; pero aquella
absurda prohibición había terminado.
Les estuve contemplando un rato y vi que sudaban a través de los
uniformes. Oí que eran reprendidos también por otros sargentos. Sacudí la
cabeza y me marché de allí…
Volví a los barracones de alojamiento, crucé el ala destinada a los
oficiales y me paré ante la habitación de Jelly.
El se encontraba dentro, leyendo una revista, con los pies apoyados sobre
la mesa. Golpeé el marco de la puerta. Levantó la vista y soltó un gruñido. —
¿Sí?
—Sarge… digo, teniente…
—¡Vamos, desembucha de una vez!
—Señor, deseo continuar en el Ejército.
Bajó sus pies de la mesa.
—Levanta la mano derecha.
Me tomó juramento. Echó mano a un cajón de la mesa y sacó unos
papeles.
Ya tenía preparados todos mis documentos, esperándome, dispuestos para
que los firmara. Y yo ni siquiera se lo había dicho a Ace. ¿Cómo era posible?
XII

No basta en modo alguno que el oficial sea capaz… Ha de


ser también un caballero de liberal educación, de refinadas
maneras, de exigente cortesía y del mayor sentido del honor
personal… Ningún acto meritorio de sus subordinados debe
escapar a su atención, aunque la recompensa sea solamente una
palabra aprobatoria. Por el contrario, jamás deberá mostrarse
ciego ante ninguna falta de sus inferiores.
Ciertos como pueden ser los principios políticos por los que
ahora estamos luchando… los navios han de regirse bajo un
sistema de absoluto despotismo.
Confío en haberles aclarado debidamente a ustedes las
tremendas responsabilidades… Y ahora, cumplamos de la
mejor forma con el deber encomendado.

John Paul Jones, 14 septiembre 1775; (Extractos de la carta


dirigida al Comité Naval de los insurrectos norteamericanos).

El Rodger Young volvía de nuevo a la Base para reponerse, tanto de


cápsulas como de hombres. Al Jenkins encontró la muerte, efectuando un
rescate, en el que también perdió la vida el padre. Y, además de aquello, yo
tenía que ser reemplazado. Lucía yo los galones de sargento, de vice
Migliaccio, pero tuve el barrunto de que los luciría Ace tan pronto como yo
desembarcara del Rodger Young. Aquellos galones eran principalmente
honorarios. Yo sabía que el ascenso era una especie de regalo de despedida
de Jelly, puesto que yo iba destinado a la escuela de oficiales.
Por ello no impedía que yo me sintiera orgulloso de llevarlos. En el
aeródromo de la Flota, descendí por la portezuela de salida con la cabeza alta
y caminé a grandes zancadas hasta la mesa de control para que me sellasen
mis órdenes. Mientras realizaban estos requisitos, oí detrás de mí una voz
cortés y respetuosa que me preguntaba:
—Perdone, sargento, ¿procede del Rodger la nave que acaba de llegar?…
Me volví para ver al hombre que me hablaba; eché un vistazo a sus
mangas y vi que era un cabo pequeño y ligeramente caído de hombros.
Seguro que era de los…
—¡Papá!
El cabo, entonces, me rodeó con sus brazos.
—¡Juan, Juan! ¡Oh, mi pequeño Johnnie!
Yo me abracé a él, lo besé y comencé a llorar. Puede que el empleado
civil que había sentado junto a la mesa de control no hubiera visto hasta
entonces besarse a dos no comisionados. Pero tan sólo con que le hubiera
visto yo levantar una ceja, le habría roto la cara. Pero no le vi; me encontraba
demasiado ocupado. Tuvo que recordarme que retirara mis órdenes.
Para entonces, los dos habíamos dejado de sonar nuestras narices y de
hacer un espectáculo al aire libre.
—Papá —dije—, sentémonos en algún rincón a charlar juntos. Quiero
saber… bueno, todo —suspiré ¡profundamente—. Yo creía que habías
muerto.
—No. Estuve a punto de morir un par de veces, tal vez. Pero… sargento;
tengo que saber si esa nave que llegó procede realmente del Rodger.
—Oh, claro. En efecto, viene del Rodger Young. Precisamente yo…
Miró decepcionado.
—Entonces tengo que subir a bordo, ahora mismo. Debo incorporarme a
ella —luego añadió con avidez—: Pero volverás también a bordo en seguida,
¿verdad? ¿O vas a disfrutar un descanso?
Ah, no —pensé rápido en busca de una solución conveniente—. Escucha,
papá. Conozco el programa de la nave. No tienes necesidad de subir a bordo,
al menos por una hora. Esa nave no está haciendo ningún rescate de
emergencia. Mientras completa esta órbita el Rodger Young, la nave realiza
un «rendezvous» a combustible mínimo; eso si el piloto no tiene que esperar
a la siguiente. Primero hay que cargar.
—Mis órdenes —añadió dubitativo— dicen que debo presentarme en el
acto al piloto de la primera nave que encuentre.
—Pero, papá; no confundas las órdenes. A la chica que manda Rodger
Young no le importa que subas o no a bordo de la nave de enlace ahora
mismo; lo que quiere es que te encuentres en ella a la hora del despegue. De
todos modos, diez minutos antes de partir lo anunciarán por los altavoces. No
puedes perderlo.
Me permitió que le condujera hasta un rincón vacante. Cuando nos
sentamos, añadió:
—¿Volverás tú también en la misma nave de enlace? ¿O lo harás más
tarde?
—He…
No dije nada y le mostré mis órdenes; parecía la forma más simple de
darle la noticia. Se puso a leer los documentos y las lágrimas afloraron a sus
ojos. Yo me apresuré a decir:
—Escucha, papá. Intentaré volver. No quiero servir en otra unidad sino
en los «Camorristas». Sobre todo, ahora que formas parte de ella. Oh, sé que
te resulta decepcionante, pero…
—No es la decepción, Juan.
—¿Eh?
—Es el orgullo; el orgullo de que mi pequeño va a ser oficial. Mi
pequeño Johnnie… Pero también me siento decepcionado. Yo que había
estado esperando este día… Pero ya no puedo hacer otra cosa —echó una
sonrisa a través de sus lágrimas—. Has crecido, hijo mío. Y también te has
ensanchado.
—Sí, eso creo. Pero escucha, papá, todavía no soy oficial y a lo mejor
sólo estoy unos días fuera del Rog. A veces los devuelven en seguida y…
—¡Ni una palabra de eso, joven!
—¿Eh?
—Que te harás oficial. No hablemos más de «devoluciones» —de pronto
se sonrió—. Es la primera vez que me he atrevido a decir a un sargento que
se calle.
—Bien, papá, lo intentaré. Y si lo logro, volveré otra vez al viejo Roager
Young. Pero…
—Sí, lo sé. Tu deseo no servirá de mucho, a menos que haya en él una
plaza vacante para ti. No importa. Si sólo disponemos de esta hora,
aprovechémosla. Me siento tan orgulloso de ti que estoy a punto de estallar
las costuras de mi uniforme. Johnnie, ¿qué tal te han ido las cosas?
—Oh, bien; bastante bien.
Estaba pensando en que no me habían ido muy mal. Papá estaría en los
«Camorristas» mejor que en ninguna otra unidad. Allí estaban todos mis
amigos… ellos cuidarían de él y le conservarían vivo. Tenía que enviar un
telegrama a Ace porque, conociendo yo el modo de ser de papá, estoy seguro
que ni siquiera les diría quién era.
—Papá, ¿cuánto tiempo llevas enrolado?
—Poco más de un año.
—¡Y ya eres cabo!
Papá se sonrió sombrío.
—Hoy en día los hacen más aprisa.
No tuve que preguntarle los motivos: las bajas. En el cuadro orgánico
siempre había vacantes y no se encontraban suficientes soldados aptos para
cubrirlas. En vez de ello añadí:
—Oh… Papá, pero ¿no eres un poco mayor para el Ejército? Quiero decir
que en la Navy, en Logística, o…
—¡Fui yo quien quiso la Infantería Móvil, y la conseguí! —dijo
enfáticamente—. Además, no soy tan viejo como muchos sargentos. De
hecho, no soy tan viejo como ellos. Hijo, el que yo tenga veintidós años más
que tú, no me pone en una silla de ruedas. No olvides que la edad tiene sus
ventajas.
Bueno, en aquello había mucha verdad. Me acordé de que el sargento
Zim siempre se había fijado primero en los de mayor edad a la hora de
repartir galones. Y papá de seguro que no se había quedado atrás en Básica,
como yo… ni probó los latigazos. Probablemente fuera seleccionado como
tal incluso antes de terminar Básica. El Ejército necesita hombres realmente
maduros en los puestos de mando intermedios para obtener una organización
paternalista.
No tuve que preguntarle por qué escogió la I.M., ni tampoco las razones
que abrigaba para llegar hasta mi unidad; me sentía confortado con ello y más
halagado que ninguna palabra de alabanza recibida jamás de él. No
necesitaba preguntarle por qué se había enrolado; creí saberlo: Mamá.
Ninguno de los dos la habíamos mencionado; era demasiado doloroso.
Cambié de tema de repente.
—Bueno, cuéntame todo. Dime dónde has estado y qué has hecho.
—Bueno, me entrené en el campamento San Martín…
—¿Eh? ¿No estuviste en Currie?
—Es nuevo. Pero con los viejos métodos, me imagino. Con la diferencia
de que te preparan dos meses antes y te privan del paseo de los domingos. Al
terminar pedí el Rodger Young, pero no me lo dieron. Entonces fui a parar a
los «Voluntarios de McSlattery». Una estupenda compañía.
—Sí, ya lo sé.
En efecto, tenían fama de ser duros, fuertes y ofensivos; casi tan buenos
como los «Camorristas».
—Yo diría que era una unidad magnífica. Hice varios saltos con ella y
algunos muchachos perdieron la vida. Al cabo de cierto tiempo conseguí esto
—se miró los galones—. Cuando nos lanzamos sobre Sheol ya era cabo…
—¡Estuviste en Sheol! ¡Yo también!
Un repentino golpe de sangre caliente me emocionó y me hizo sentirme
más cerca de mi padre que jamás lo estuviera nunca.
—Lo sé. Al menos sabía que tu unidad estaba allí. Por lo que deduzco, yo
estuve a unas cincuenta millas al norte de ti. Nosotros fuimos los que
aguantamos su contraataque cuando salieron a millares del terreno, igual que
salen los murciélagos de una caverna —papá se encogió de hombros—. Así
que cuando todo terminó me encontré con que era un cabo sin escuadra.
Quedamos tan pocos que resultaba imposible formar una unidad como Dios
manda. Por eso me enviaron aquí. Pude haber ido con los «Osos Kodiag de
King», pero hablé con el sargento de destinos y me dijo que podía apostar a
que el Rodger Young traía alguna vacante de cabo. Así que aquí me tienes.
—¿Y cuándo te enrolaste?
Nada más hacerla, me di cuenta de lo embarazoso de aquella pregunta,
pero tenía que apartar de su imaginación lo acaecido a los «Voluntarios de
McSlattery»; el huérfano de una compañía muerta necesita olvidarla.
—Inmediatamente después de lo de Buenos Aires —respondió papá en
voz baja.
—Oh, comprendo.
Papá estuvo callado durante largo rato. Luego dijo suavemente:
—Hijo, no estoy seguro de que lo comprendas.
—¿Por qué?
—Mmmm… no es fácil de explicar. Ciertamente la pérdida de tu madre
tuvo mucho que ver con ello. Pero no me enrolé para vengarla, aunque
también la venganza rondaba en mi mente. Tú fuiste quien más influyó en mi
decisión.
—¿Yo?
—Sí, tú. Hijo, yo siempre he comprendido mejor que tu madre lo que
estabas haciendo; pero no hay que culparla. Ella no podía comprender tus
cosas, lo mismo que las aves no pueden comprender lo que hacen los peces.
Dudo que, en aquel tiempo, supieras lo que estabas haciendo, pero yo sí que
lo supe. Al menos la mitad de mi cólera contra ti fue puro resentimiento… de
que hubieras realizado una cosa que debí haber hecho yo, y que llevaba
escondido en lo más profundo de mi corazón. Pero tampoco tú fuiste la causa
de mi alistamiento; tú meramente ayudaste a tirar del gatillo y a apuntar al
servicio que escogí.
Hizo una pausa y luego continuó:
—Cuando tú te enrolaste, yo me encontraba en muy buena forma. Con
bastante regularidad me hallaba sometido a la hipnoterapia. No sospechaste
de eso, ¿verdad? Pero lo más que obtuve fue un claro reconocimiento de que
me encontraba enormemente disconforme. Cuando te fuiste, tanto yo como
mi médico supimos que no eras tú la causa de mi estado. Creo que me daba
cuenta de que se estaba fraguando algo gordo. Un mes antes de que se
declarase el estado de emergencia fuimos invitados a la militarización.
Mientras tú estabas todavía en el período de instrucción, nos dedicamos casi
por entero a la producción de guerra. Durante ese período me sentí mejor.
Estaba demasiado atareado para tener tiempo de ir a ver al psicoterapeuta.
Luego sentí más preocupaciones que nunca —se sonrió—. Hijo, ya sabes lo
que es la vida civil.
—Bueno… no hablamos el mismo lenguaje, pero lo comprendo.
—Bien dicho. ¿Te acuerdas de madame Ruitman? Después de terminar
Básica me dieron unos días de permiso y me fui a casa. Vi a algunos de
nuestros amigos y les dije adiós, entre ellos a madame Ruitman. Ella acabó
preguntándome si realmente me marchaba, y que, si iba alguna vez hasta
Faraway, no dejara de ver a sus queridos amigos, los Regatos. Yo le respondí
que me parecía difícil, porque Faraway había sido ocupado por los
«arácnidos». Aquello no la afectó lo más mínimo, añadiendo: «¡Oh, eso no
importa; los Regatos son personas civiles!».
Papá sonrió cínicamente.
—Sí, entiendo.
—Pero me estoy apartando de mi historia. Ya te dije que me sentía
mucho más inquieto. La muerte de tu madre me dejó libre para hacer lo que
deseaba… ya pesar de sentirme más cerca de ella que nunca, me encontré en
disposición de realizarlo. Así que dejé todos los negocios en manos de
Morales …
—¿Del viejo Morales? ¿Y sabrá desenvolverse?
—Sí, porque tendrá que salir adelante y hacerlo. Muchos de nosotros
estamos haciendo cosas de las que no estábamos seguros. De forma que le
entregué un buen puñado de dinero; ya conoces el viejo dicho sobre las vacas
que trillaban el grano. El resto lo repartí en dos formas: la mitad se la
entregué a las Hermanitas de la Caridad, y la otra mitad te la dejé a ti para
cuando vuelvas, si vuelves. Pero no importa. Por último he descubierto mi
problema —se detuvo y luego añadió con mucha tranquilidad—: tenía que
realizar un acto de fe. Tenía que demostrarme a mí mismo que era un
hombre, no solamente un animal de producción y consumo.
En aquel momento, antes de que me diera tiempo a contestarle, los
altavoces instalados sobre las paredes que nos rodeaban empezaron a sonar:
«Gloria, gloria al nombre del Rodger Young», y una voz de mujer anunció:
«Personal para el Rodger Young, a bordo de la nave enlace. Atracadero H.
Nueve minutos».
Papá se puso en pie y recogió la bolsa con su equipo.
—¡Esto es para mí! Cuídate mucho, hijo… y aprueba los exámenes. Si
no, prepárate a recibir una zurra.
—Descuida, papá.
Me abrazó presuroso.
—¡Te iré a ver cuando volvamos! —dijo, y se marchó corriendo a bordo.
En la oficina exterior del comandante, me presenté al sargento de la flota
que se parecía extraordinariamente al sargento Ho; hasta le faltaba un brazo.
No obstante, también la faltaba la sonrisa del sargento Ho.
—El sargento de carrera Juan Rico desea presentarse al comandante en
cumplimiento de órdenes recibidas.
Miró el reloj de la oficina.
—Hace setenta y tres minutos que aterrizó su nave. ¿A qué obedece el
retraso?
Se lo expliqué. Encogió el labio y me miró dubitativo.
—He escuchado toda clase de pretextos, pero éste es uno realmente
nuevo. Su padre, su propio padre, que va a incorporarse a su misma unidad en
el preciso instante que usted venía a presentarse …
—Es la pura verdad, sargento. Puede comprobarlo… Es el cabo Emilio
Rico.
—Aquí no comprobamos lo que dicen los «jóvenes caballeros».
Simplemente se lo cargamos a su cuenta por si luego resulta que no era
cierto. Está bien; un chico que no llega tarde por haber ido a despedir a su
padre, creo que no nos serviría de mucho. Olvídelo.
—Gracias, sargento. ¿Puedo presentarme ahora al comandante?
—Le daremos por presentado —dijo al tiempo que tachaba en una lista
—. Puede que antes de un mes sea el propio comandante quien le mande
llamar, en compañía de unos cuantos más. Aquí tiene su habitación y una
lista con todas sus posesiones. Y ya puede irse quitando esos galones, pero no
los tire, que puede necesitarlos después. A partir de ahora le llamarán
«señor», no «sargento».
—Sí, señor.
—No me llame «señor». Si yo lo llamara, seguro que no le gustaría.
No voy a describir la Escuela de Aspirantes a oficiales. Es igual que en
Básica, pero con muchos libros. Por las mañanas éramos igual que soldados
rasos, haciendo las mismas cosas que hacíamos en Básica o en combate y
recibiendo las mismas reprimendas por el modo en que lo hacíamos… a
cargo de otros sargentos. Por las tardes nos convertíamos en cadetes y
«caballeros», y recitábamos y leíamos una interminable lista de temas como
matemáticas, ciencias, galactografía, enología, hipnopedia, logística,
estrategia y táctica, comunicaciones, leyes militares, lectura del terreno,
armas especiales, psicología del mando, etcétera. Desde todo aquello que
podía interesar al soldado hasta las razones que condujeron a la caída de
Jerjes. Muy especialmente sobre la manera de conducir a otros cincuenta
hombres, cuidarlos, quererlos, dirigirlos, economizarlos, pero nunca
mimarlos.
Disponíamos de camas, que usábamos muy poco, teníamos habitaciones,
duchas y tuberías interiores. Cada cuatro aspirantes disponíamos de un criado
civil para que nos hiciera la cama, limpiara las habitaciones, sacara brillo a
los zapatos, nos cosiera y arreglara los uniformes y realizara los recados. Esto
no tenía el lujo como finalidad, ni lo era; su propósito era el de dejar al
estudiante más tiempo libre para realizar su apretado programa de estudios,
relevándole de cosas que un graduado de Básica puede hacer perfectamente.
Seis días trabajarás,
El séptimo, al cable pegarás.
Y la versión del Ejército acaba diciendo: «y el séptimo el establo
limpiarás». Lo cual indica que se ha venido repitiendo lo mismo durante
siglos. Me gustaría ver en la Escuela de Aspirantes a oficiales, a esos
paisanos que nos tratan de gandules, aunque sólo fuera durante un mes.
Por las noches y durante todo el día del domingo, estudiábamos hasta que
nos ardían los ojos y nos dolían las orejas; luego nos dormíamos, si podíamos
dormir, con un altavoz hipnopédico, runruneando bajo la almohada.
Durante las marchas, en un tono convenientemente bajo, cantábamos
canciones tales como «El Ejército no es para mí; vale más caminar tras un
arado», «No quieras estudiar para la guerra» y «No hagáis a mi hijo soldado,
exclamaba la madre orando». Y la vieja y clásica, favorita de todos que decía:
«Caballeros Chusqueros», con su coro sobre la Ovejita Perdida: «Dios se
apiade de nosotros. ¡Baa! ¡Yah! ¡Bah!».
A pesar de todo, no recuerdo haberme sentido desgraciado. Demasiado
trabajo, eso sí. Nunca se produjo esa presión psicológica tan arrolladora que a
tantos vence durante el período de Básica. Siempre estaba en la mente de
todos el temor de la expulsión. Mi deficiente preparación en matemáticas me
preocupaba de manera especial. Mi compañero de habitación, un colonial de
Hesperus, con el apropiado nombre de «Angel», se pasaba enseñándome
noche tras noche.
La mayoría de los instructores, especialmente los oficiales, estaban
imposibilitados. De los únicos que me acuerdo en posesión de sus piernas,
brazos, ojos, oídos, etcétera, eran algunos instructores de combate no
comisionados, y no todos ellos. Nuestro adiestrador sobre combate en tierra
iba sentado en una silla mecánica, tenía el cuello de plástico y de él hacia
abajo estaba todo paralizado. Pero no lo estaba su lengua y su vista era tan
fotográfica que la forma tan sorprendente en que podía analizar y criticar lo
que había visto compensaban aquel impedimento.
Al principio me pregunté por qué aquellos claros candidatos para un
retiro físico con la paga completa, no tomaban la pensión y se iban a casa.
Luego me olvidé de ello.
Creo que el momento más emocionante en todo mi curso de cadete fue
durante la visita que nos hizo la subteniente Ibáñez, la de los ojos negros,
oficial de vigilancia y piloto en período de instrucción a bordo del transporte
ligero Mannerheim. Cuando mi clase estaba alineada para la comida de la
noche, apareció Carmencita, menuda como un pisapapeles y arrolladoramente
llamativa con sus ropas blancas de la Navy. Al pasar por delante de la línea,
los ojos de todos se iban detrás. Cuando llegó ante el oficial de servicio, en
una clara y penetrante voz, le preguntó mi nombre.
El oficial de servicio, el capitán Chandar, de quien se sospechaba
fundadamente no haber sonreído nunca ni a su propia madre, sonrió a
Carmencita. Con un esfuerzo que cambió la forma de su rostro, el capitán
admitió mi existencia, y mientras Carmencita agitaba sus largas y negras
pestañas le explicó que su nave partiría en breve y le gustaría que me fuera
con ella a cenar.
De pronto me encontré en posesión de un milagroso pase para tres horas,
caso sin precedentes en la historia de la Escuela. Puede que se debiera a que
la Navy había desarrollado técnica sobre hipnosis, de las que el Ejército no
estaba todavía en posesión, o que el arma secreta de mi amiga fuera más vieja
que todo eso pero no al alcance de la Infantería Móvil. En cualquier caso, lo
cierto es que pasé un tiempo maravilloso y, además, mi prestigio entre mis
compañeros de clase, no muy elevado hasta entonces, cobró proporciones
asombrosas.
Fue una gran noche y bien valió la pena que al día siguiente me
suspendieran en dos clases. Lástima que fuera empañada por la noticia que
los dos sabíamos de que Carlos había muerto cuando los «bugs» destruyeron
la estación de investigaciones de Plutón. Pero sólo en parte, porque ambos
nos habíamos acostumbrado a semejantes desgracias.
Una cosa me sorprendió. Mientras estábamos cenando, Carmen se puso
cómoda y se quitó el gorro. Su pelo negro azabache había desaparecido. Yo
sabía que muchas chicas de la Navy se afeitaban la cabeza. Después de todo,
no resultaba práctico conservar un largo cabello en una guerra espacial y
sobre todo los pilotos que no pueden correr el riesgo de que les ande flotando
el cabello alrededor del rostro mientras maniobran en una caída libre.
Precisamente yo me había rapado la cabeza por razones de comodidad e
higiene. Pero mi imagen mental sobre Carmencita comprendía aquella recia y
ondulante cabellera.
A pesar de todo, cuando uno se acostumbra a ello, resulta igual de
atractivo. Si una chica es vistosa de por sí, lo seguirá siendo aunque tenga la
cabeza lisa. Además, sirve para distinguir a una muchacha de la Navy entre la
población civil. Es una especie de distintivo como las calaverillas doradas en
los saltos de combate.
Ello hacía distinguida a Carmen y le prestaba dignidad, y por primera vez
me di plena «cuenta de que era un auténtico oficial y un combatiente…
además de una chica muy bonita.
Volví a los barracones con estrellas en los ojos y oliendo ligeramente a
perfume. Carmen me había besado al despedirse.
De entre todas las asignaturas de la Escuela durante el curso, la única que
voy a mencionar es la Historia y Filosofía Moral.
Quedé sorprendido al ver que figuraba en el «curriculum». La H. y F. M.
no tenía nada que ver con el combate ni en la manera de conducir un pelotón.
Su conexión con la guerra (cuando la tenía) consiste en por qué se lucha.
Cuestión ésta ya aprendida por cualquier aspirante mucho antes de llegar a la
Escuela. El infante móvil lucha porque pertenece a la I.M.
Pensé que aquella asignatura sería una mera repetición, en beneficio de
aquellos que no la hubieran dado nunca en el colegio. Un veinte por ciento de
mis compañeros cadetes no eran de la Tierra. A veces le daba a uno que
pensar el que hubiera un porcentaje superior en filas de coloniales, con
relación a los nacidos en la Tierra. Y de las tres cuartas partes
aproximadamente de los nacidos en la Tierra, algunos eran de territorios
asociados y de otros lugares donde no podía ser enseñada la Historia y
Filosofía Moral. Por tanto, pensé que me sería un curso cómodo que me iba a
dejar un poco de respiro de aquellas otras materias en que iba más apurado.
Me equivocaba otra vez. A diferencia de cuando lo di en la enseñanza
media, aquí tenía que aprobarlo. No por examen, desde luego. El curso
comprendía exámenes, documentos preparados, preguntas, etcétera, pero sin
notas; lo que tenías que conseguir era ganarte la opinión del instructor en el
sentido de, que merecías el ascenso. Si un instructor te desechaba, tenías que
comparecer ante un grupo de ellos, los cuales te hacían preguntas, no
solamente sobre si podrías ser oficial, sino sobre si eras apto para pertenecer
al Ejército, con cualquier rango, no importa lo rápido que pudieras ser con las
armas; entonces decidían si concederte una instrucción especial o en darte de
baja y devolverte a la vida civil.
La Historia y la Filosofía Moral actúan igual que una bomba de acción
retardada. A media noche te despiertas y te pones a pensar: ¿Qué quiso decir
con aquello? Resulta que era cierto, a pesar de mi curso en la enseñanza
media; lo que pasaba es que yo no entendía sobre lo que estaba hablando el
coronel Dubois. Cuando yo era un niño consideraba que aquella asignatura
era absurda en un departamento de ciencia. No era igual que la Física o la
Química; ¿por qué no lo encajaban donde correspondiera? La única razón por
la que prestaba atención era porque suscitaba interesantes discusiones.
Yo no tenía idea de que «Mr.» Dubois trataba de enseñarnos a
comprender «por qué» se lucha hasta mucho después de haberme puesto a
combatir de verdad.
Bueno, ¿y por qué iba yo a luchar? ¿No era descabellado exponer mi
tierna piel a la violencia de unos enemigos extraños? ¿Especialmente cuando
la paga de cualquier rango apenas si costaba dinero, cuando las horas eran
interminables y cuando las condiciones de trabajo eran aún peores?
Entretanto, yo podía estar sentado tranquilamente en casa mientras que tales
asuntos eran manejados por tipos sesudos que disfrutaban con tales juegos.
Particularmente, cuando los extraños contra quienes yo luchaba no me habían
hecho ningún daño personalmente hasta que hice acto de presencia y les
derribé su carrito de té. ¿Qué clase de disparate era éste?
¿Luchar porque soy un I.M.? Hermano, tú estás babeando como los
perros del doctor Pavlov. Déjate de sandeces y empieza a pensar.
El mayor Reid, nuestro instructor, era un hombre ciego, con el
desconcertante hábito de mirarte de frente y llamarte por tu nombre.
Estábamos analizando los acontecimientos posteriores a la guerra entre la
Alianza angloruso-americana y la Hegemonía china, en el año 1987 y
siguiente. Pero fue el mismo día en que nos enteramos de la destrucción de
San Francisco y del valle de San Joaquín. Yo pensé que nos daría una
animosa charla. Después de todo, hasta la población civil tenía que
comprenderlo ahora: los «bugs» o nosotros. Luchar o morir.
El mayor Reid no mencionó a San Francisco. En vez de ello hizo que uno
de nosotros resumiera el tratado negociado de Nueva Delhi, discutió cómo en
él se ignoraban los prisioneros de guerra… y, de manera tácita, se zafaba de
la cuestión para siempre. El armisticio dejó la contienda en tablas y los
prisioneros se quedaron donde estaban. En un bando, porque en el otro fueron
puestos en libertad, y, durante los Desórdenes, los que quisieron, se
marcharon a casa.
La víctima del mayor Reid echó cuenta de los prisioneros que no habían
sido liberados entre los que se hallaban los supervivientes de dos divisiones
de paracaidistas británicos, algunos millares de personas civiles, capturadas
principalmente en el Japón, las Filipinas y Rusia, que fueron sentenciados por
«crímenes políticos».
—Además de eso, hubo otros muchos prisioneros militares —continuó la
víctima del mayor Reid— capturados durante la guerra, o antes de ella.
Existían rumores de que algunos habían sido capturados en una guerra
anterior y no fueron puestos en libertad. El total de prisioneros no libertados
nunca llegó a saberse. Los cálculos más aproximados establecen la cifra
alrededor de los sesenta y cinco mil.
—¿Por qué dice los cálculos «más aproximados»?
—Bueno, son las apreciaciones del libro de texto, señor.
—Por favor, sea preciso en sus palabras. ¿Era la cifra superior o inferior a
cien mil?
—Oh, lo ignoro, señor.
—¿Hay alguno que sepa si superaba a los cien mil?
—Probablemente, señor. Casi con certeza.
—Rigurosamente cierto, porque un número superior a ése escapó en su
día, emprendió el regreso a sus hogares y se les conoció hasta por los
nombres. Veo que no ha leído usted la lección cuidadosamente. ¡Señor Rico!
Ahora, la víctima era yo.
—Sí, señor.
—Un millar de prisioneros no puestos en libertad, ¿sería motivo
suficiente para empezar o reanudar una guerra, teniendo en cuenta que, en
caso de declarar o reanudar dicha guerra, podían morir, o morirían casi con
toda certeza, millones de personas inocentes?
—¡Sí, señor! —dije sin dudar—. Es un motivo más que suficiente.
—«Más que suficiente»; muy bien. ¿Y un solo prisionero no libertado por
el enemigo, es razón suficiente para declarar o reanudar una guerra?
Me quedé dudando. Yo sabía la respuesta de la I.M., pero no me parecía
que era la que él deseaba.
—¡Vamos, respóndame, señor! —me apremió secamente—. Hemos
fijado un límite máximo de cien mil. Le invito a considerar el límite mínimo
de un solo prisionero. No se trata de abonar un pagaré que abarque «de una a
cien mil libras», pues el declarar una guerra es algo mucho más serio que
pagar una cuenta dinerada. ¿No sería un acto criminal el poner en peligro a
un país, realmente a dos, para salvar a un hombre que, a lo mejor, no se lo
merece o puede morir entretanto? Cada día mueren por accidente millares de
personas… Así que ¿por qué dudar cuando se trata de un solo hombre?
¡Responda! Responda sí o no, porque tiene a toda la clase pendiente.
Aquellas palabras me irritaron. Le di la respuesta del soldado del espacio.
—¡Sí, señor!
—¿Por qué?
—No importa se trate de un millar o de un solo hombre, señor. Se debe
luchar.
—¡Exacto! El número de prisioneros es inconsecuente. Muy bien. Ahora,
razone su contestación.
Me veía cogido. Yo sabía que era la respuesta justa, pero desconocía el
porqué. El continuó apremiándome.
—¡Diga, señor Rico! Esto es una ciencia exacta. Ha hecho usted una
declaración matemática; debe probarla. Alguien puede argüir que, según su
declaración, usted ha afirmado, por analogía, que una patata vale, ni más ni
menos, lo mismo que un millar de patatas. ¿No es así?
—¡No, señor!
—¿Por qué no? Pruébelo.
—Los hombres no son patatas.
—¡Bien, bien, señor Rico! Por hoy creo que ya hemos exprimido bastante
su cansado cerebro. Traiga mañana a clase una prueba escrita, en la lógica
simbólica de su respuesta a mi pregunta original. Le facilitaré una
insinuación. Vea la referencia siete en el capítulo de hoy. ¡Señor Salomón!
¿Cómo nació la presente organización política después de los llamados
Desórdenes? ¿Y cuál es su justificación moral?
Sally estuvo dando trompicones en cuanto a la primera parte. Nadie, sin
embargo, puede describir con exactitud cómo nació la Federación; solamente
se sabe que creció. Con el colapso de los gobiernos nacionales, a fines del
siglo veinte, algo tenía que llenar aquel vacío y, en muchos casos, corrió a
cargo de los veteranos que retomaron. Habían perdido una guerra, la mayor
parte de ellos se hallaban sin empleo, muchos se encontraban resentidos con
los términos del Tratado de Nueva Delhi, especialmente en lo relativo al trato
dado a los prisioneros de guerra, y, además, sabían luchar. Pero no fue una
revolución; fue algo mucho más parecido a lo que sucedió en Rusia en 1917;
el sistema se derrumbó, alguien se adueñó del Poder.
El primer caso conocido, en Aberdeen (Escocia), fue típico. Un grupo de
veteranos creó una milicia para impedir las revueltas y los saqueos, ahorcaron
a unas cuantas personas, incluyendo a dos veteranos, y decidieron no admitir
en su Comité más que a ex combatientes. De forma arbitraria, al principio,
entre ellos existía cierta confianza mutua, pero no se fiaban de nadie más. Lo
que empezó como una medida de emergencia, en una generación o dos se
había convertido en práctica constitucional.
Probablemente, aquellos veteranos escoceses, en vista de que
consideraban necesario colgar a algunos de los suyos, llegaron a la
conclusión de que, si así lo tenían que hacer, no iban a permitir pasarse de la
raya a ningún paisano de los que suelen extender sus redes para pescar en río
revuelto. Hicieron lo que se les había dicho. ¡Y mientras tanto, los pedazos de
mono de nosotros, como siempre, enderezando entuertos! Ésa es mi opinión,
porque yo pensaba igual. Y según coinciden los historiadores, el antagonismo
entre los paisanos y los soldados que volvían de la guerra era mucho más
intenso de lo que hoy nos podemos imaginar.
Sally no estuvo muy acorde con el libro. Finalmente, el mayor Reid le
cortó en seco y le dijo:
—Mañana traiga a clase un resumen de tres mil palabras. Señor Salomón,
¿puede usted darme una razón, no histórica ni teórica, sino práctica, sobre por
qué el privilegio se limita hoy en día a los veteranos licenciados?
—Pues, porque son hombres escogidos, señor. Más inteligentes.
—¡Descabellado!
—¿Qué, señor?
—¡Descabellado! ¡0 es que no conoce la palabra? Quise decir que es una
noción absurda. Los militares no son más brillantes que los paisanos. En
muchos casos, los paisanos son mucho más inteligentes. Ésa fue la sutil
justificación que fundamentó el pretendido «coup d’état» antes del Tratado de
Nueva Delhi, la llamada «Revuelta de los Científicos’’. Deja que la élite
inteligente gobierne sobre las cosas y tendrás la utopía. Naturalmente, fue un
fracaso ante sus propios ojos. Porque el empeño de la ciencia, a pesar de sus
beneficios sociales, no es en sí una virtud social; sus practicantes pueden ser
hombres tan concentrados en sí mismos como carentes de responsabilidad
social. Señor, le he dado una sugerencia. ¿No logra captarla?
—Ah, los militares —respondió Sally— son disciplinados, señor.
El mayor Reid era benévolo con él.
—No estoy conforme. Ésa es una socorrida teoría no respaldada por los
hechos. Ni a usted ni a mí se nos permite votar mientras permanezcamos en
el Servicio; tampoco es verificable el que la disciplina militar haga
disciplinado a un hombre después de licenciarse. La proporción criminal
entre los veteranos es semejante a la de la población civil. Y se olvida usted
de que, en tiempo de paz, la mayoría de los veteranos proceden de servicios
auxiliares no combatientes que no han sido sometidos a los plenos rigores de
la disciplina militar; meramente han sufrido los rigores del trabajo y del
peligro, y sus votos, empero, tienen validez.
El mayor Reid sonrió.
—Señor Salomón, le hice una pregunta capciosa. La razón práctica para
continuar nuestro sistema, es la misma razón práctica que para continuar
cualquier otra cosa: que funciona satisfactoriamente.
»Sin embargo, resulta instructivo observar los detalles. A lo largo de toda
la historia, el hombre ha trabajado para depositar el privilegio de la soberanía
en manos que la guarden bien y la usen sabiamente, en beneficio de todos.
Una primitiva tentativa fue la monarquía absoluta, apasionadamente
defendida como un “derecho divino del rey”.
»A veces, se hicieron tentativas para elegir un monarca sabio, en vez de
dejarlo en manos de Dios, como ocurrió cuando los suecos eligieron al
general francés Bernadotte, para que les gobernara. La objeción a esta medida
es que los Bernadottes no abundan.
»Los ejemplos históricos han rayado desde la monarquía absoluta a la
anarquía total; la humanidad ha ensayado miles de formas de gobierno y otras
muchas fueron propuestas, algunas en extremo fantásticas, tales como el
comunismo gregario propugnado por Platón bajo el equívoco título “La
República”. Pero los intentos han sido siempre moralistas, en busca de un
gobierno estable y benévolo.
»Todos los sistemas se esfuerzan en conseguir esto, limitando el
privilegio solo para quienes se les cree poseer la sabiduría que les haga usarlo
justamente. Repito: “todos los sistemas”; incluso las llamadas “democracias
ilimitadas” que excluían del privilegio nada menos que a una cuarta parte de
su población como consecuencia de la edad, el nacimiento, capacitación,
antecedentes criminales, etcétera.
El mayor Reid sonrió cínicamente.
—Lo que no he sido nunca capaz de comprender es por qué un retrasado
mental de treinta años puede emplear su voto más sabiamente que un ser
dotado de quince. Pero aquélla fue la era de los «derechos divinos del hombre
común». Pero ya pagó bien su insensatez.
»El privilegio de la soberanía ha sido otorgado por toda suerte de normas:
lugar de nacimiento, cuna, raza, sexo, bienes, educación, edad, religión,
etcétera. Todos estos sistemas funcionaron, pero ninguno de ellos
satisfactoriamente. Todos fueron considerados como tiránicos por mucha
gente y, en su día, todos se derrumbaron o fueron derrocados.
»Actualmente, henos aquí aún con otro sistema… pero nuestro sistema
funciona bien. Muchos se quejan, pero nadie se rebela. La libertad personal
para todos es la mayor conseguida en la historia, las leyes son pocas, los
impuestos son bajos, el nivel de vida tan alto como permite la productividad,
el crimen en la más baja decadencia. ¿Por qué? No porque nuestros votantes
sean más listos que las demás personas, eso por descontado. Señor Tammany,
¿podría usted decirnos por qué nuestro sistema funciona mejor que ninguno
de los que empleaban nuestros antepasados?
Ignoro de dónde procedía el nombre de Clyde Tammany; yo diría que era
un hindú.
—Ejem… me imagino que será porque los electores —respondió—
forman un pequeño grupo con pleno conocimiento de lo que votan.
—Por favor, no se imagine hada; ésta es una ciencia exacta. Además, sus
suposiciones son erróneas. La aristocracia gobernante de más de un sistema
formaba un grupo pequeño, plenamente consciente de su tremendo poder. Es
más, nuestros ciudadanos privilegiados en ninguna parte forman un pequeño
grupo. Usted sabe, o debería saber, que el porcentaje de ciudadanos entre los
adultos se eleva desde una proporción superior al ochenta por ciento de
Iskander, hasta menos de un tres por ciento en algunas naciones de la Tierra,
y, sin embargo, el gobierno es muy parecido en todas partes. Tampoco son
los votantes hombres escogidos. A sus deberes soberanos no aportan ningún
talento, sabiduría ni preparación especial. Por tanto, ¿qué diferencia hay entre
nuestros votantes y los que gozaban del mismo privilegio en el pasado? Ya
hemos hecho bastantes conjeturas. He aquí la respuesta palmaria: En nuestro
sistema, cada votante y cada funcionario es un hombre que ha demostrado, a
través de un servicio difícil y voluntario, que antepone el bienestar colectivo
al bienestar personal.
»Y ésta es la única diferencia práctica.
»Puede fallar en sabiduría y faltarle virtud cívica. Pero la medida
proporcional de su conducta es enormemente mejor que la de cualquier clase
gobernante de la historia.
El mayor Reid se detuvo para palpar la esfera de un reloj del estilo
antiguo, «leyendo» sus manecillas.
—Se nos va el tiempo y aún nos queda por determinar las razones
morales del éxito alcanzado por nuestro autogobierno. Ahora, el éxito
continuado no se da nunca por pura casualidad. Tengan bien presente que
esto es una ciencia, no una creencia fundada en los deseos; el universo es lo
que es, no lo que nosotros queremos que sea. El votar es ejercer la autoridad.
Es de la suprema autoridad de quien dimana toda otra autoridad, tal como la
mía para hacerles a ustedes desgraciada la existencia una vez al día. Fuerza,
si lo prefieren; el privilegio es fuerza, cruda y desnuda, el Poder del Centro y
el Hacha. Y ya sea ejercida por diez hombres o por diez billones, la autoridad
política es siempre fuerza.
»Pero este universo consta de dualidades parejas. Señor Rico, ¿qué hay de
recíproco en toda autoridad?
Había elegido una pregunta a la que podía contestar.
—La responsabilidad, señor.
—Exactamente. Tanto por razones prácticas como por razones morales,
matemáticamente verificables, la autoridad y la responsabilidad deben ser
iguales, estableciéndose un equilibrio como la corriente que fluye entre
pimíos de igual potencia. El permitir una autoridad irresponsable es sembrar
el desastre; el mantenerse un hombre responsable para algo que no controla
es comportarse con ciega imbecilidad. Las democracias ilimitadas fueron
inestables porque sus ciudadanos no eran responsables en la forma que
ejercieron su autoridad soberana más que a través de la trágica lógica de la
historia. La única «capitación» que nosotros hemos de aportar les era
desconocida. Ninguna tentativa se hizo para determinar si el votante era
socialmente responsable en la medida de su, literalmente, ilimitada autoridad.
Si votaba lo imposible, acontecía en cambio el desastroso posible; entonces
se le imponía la responsabilidad y, «velis nolis», se destruía él mismo y su
propio templo carente de fundamentos.
»Superficialmente, nuestro sistema es sólo un poco distinto; tenemos una
democracia ilimitada por la raza, el color, la religión, el nacimiento, los
bienes, el sexo o la convicción, y cualquiera puede ganar el poder de la
soberanía mediante un plazo normalmente corto y no demasiado arduo de
servicio, algo que para nuestros antepasados de las cavernas sólo habría
constituido una ligera prueba. Pero esta sutil diferencia es fundamental entre
un sistema que funciona, puesto que ha sido construido para emparejar los
hechos, y otro que es, inherentemente, inestable. Puesto que el privilegio de
la soberanía es fundamental en la autoridad humana, nos esforzamos por
conseguir que todo el que lo ostente acepte lo fundamental de la
responsabilidad social. Requerimos a la persona que desea ejercer control
sobre el Estado para que arriesgue su propia vida (y la pierda, si fuere
necesario) para salvar la vida del Estado. La máxima responsabilidad que
puede aceptar un ser humano, es así equiparada a la fundamental autoridad
que el hombre puede ejercer. Perfección e igualdad.
Luego añadió el mayor:
—¿Puede alguno de ustedes decirme por qué no ha habido nunca
revolución contra nuestro sistema, pese a que todos los gobiernos de la
historia le han sufrido? ¿A pesar del notorio hecho de que las lamentaciones
son fuertes e incesantes?
Uno de los cadetes mayores aprovechó la coyuntura para decir:
—Señor, la revolución es imposible.
—Sí, pero ¿por qué?
—Porque la revolución, la revolución armada, no sólo requiere
descontento, sino también agresividad. Un revolucionario ha de estar
dispuesto a luchar y a morir; si no, será un mero charlatán. Si apartamos a los
agresivos y los convertimos en perros pastores, las ovejas no nos crearán
dificultades.
—¡Muy bien dicho! Las analogías resultan siempre sospechosas, pero
ésta se halla muy cerca de la verdad. Tráigame mañana una prueba
matemática. Nos queda tiempo para otra pregunta. Háganmela y la
responderé. ¿Quién?
—Señor, apurando más aún la materia, ¿por qué no ha de servir todo el
mundo, para que todo el mundo vote?
—Joven, ¿podría usted restituirme la vista?
—¿Eh? Cierto que no, señor.
—Pues no le sería a usted mucho más fácil inculcar la virtud moral, la
responsabilidad social, a una persona que no la tiene, que no la desea y que
no quiere soportar semejante carga. Por eso hacemos tan difícil el enrolarse y
tan fácil el renunciar. La responsabilidad social, por encima del nivel de la
familia, y en el mayor de los casos de la tribu, requiere imaginación,
dedicación, lealtad, todas esas grandes virtudes que el hombre ha de
desarrollar por sí mismo; si se las inculcan por la fuerza, las vomitará. En el
pasado se formaron ejércitos con reclutamientos forzosos. Vean en la
biblioteca el informe psiquiátrico sobre el lavado de cerebro de los
prisioneros en la llamada «Guerra de Corea», allá por el año 1950, «Mayor
Report». Traigan un análisis a clase —se tocó el reloj—. Pueden retirarse.
El mayor Reid nos tuvo bien ocupados.
Pero resultaba una materia interesante. Yo me así a una de esas tesis
magistrales que nos solía poner al azar. Sugerí que las Cruzadas eran
diferentes a la mayoría de las guerras. En mi pregunta se interesaba: probar
que la guerra y la perfección moral se derivan de la misma herencia genética.
En resumen, era así: Todas las guerras se producen por exceso de la
población. Sí, incluso las Cruzadas, aunque para probarlo era preciso ahondar
acerca de las rutas comerciales, la proporción del nacimiento y otras muchas
cosas. La moral, todas las correctas normas morales, se derivan del instinto
de conservación. La conducta moral es una conducta de supervivencia, por
encima del nivel individual, como ocurre con el padre que muere por salvar al
hijo. Pero como el crecimiento de la población deriva del proceso de
supervivencia a través de los demás, entonces la guerra, al tener su causa en
el crecimiento de la población, se deriva del mismo instinto heredado que
produce todas las normas morales apropiadas para los seres humanos.
Comprobación de la prueba. ¿Es posible abolir la guerra aliviando el
crecimiento de la población, poniendo fin a las evidentes calamidades de la
guerra, mediante la formación de un código moral bajo el que la población
quede limitada a sus recursos?
Sin entrar en debate sobre el valor o la moralidad de la paternidad
proyectada, puede verificarse, por medio de la observación, que cualquier
progenie que detiene su propio crecimiento, se ve desbordada por otras que se
extienden. Algunas poblaciones humanas así lo hicieron, en la historia de la
Tierra, mientras que otras castas se desarrollaron y las engulleron.
Sin embargo, supongamos que la raza humana consigue equilibrar el
nacimiento y la muerte según las necesidades de sus propios planetas, y, por
ende, elimina la guerra. ¿Qué sucede entonces?
Que en un abrir y cerrar de ojos se presentarán los «bugs», eliminarán a
nuestra raza, «que se había olvidado de guerrear», y el universo nos olvidaría.
Lo cual, aún puede suceder. O nos extendemos nosotros y eliminamos a los
«bugs», o los «bugs» se extienden y nos eliminan a nosotros, porque ambas
razas son fuertes e inteligentes y desean apoderarse de los mismos dominios.
¿Nos damos cuenta de la rapidez con que podría superpoblar el universo
un excesivo aumento de la población? La respuesta es escalofriante, ya que
bastaría para ello un simple pestañeo, en proporción a la edad de nuestra raza.
Háganse los cálculos convenientes y se verá que la expansión equivale a
un interés compuesto.
Pero ¿tiene el Hombre «derecho» alguno a extenderse por el universo?
El Hombre es lo que es: un animal salvaje con voluntad de supervivencia
y —hasta ahora— capacidad contra toda competencia. A menos que
aceptemos esto, todo lo que digamos acerca de la moral, de la guerra, de la
política… llámese como quiera, son disparates. La moral correcta arranca del
saber lo que el Hombre es, no lo que sus buenas y bien intencionadas
abuelitas quieren que sea.
El mismo universo nos hará saber, más tarde, si el hombre tiene o no
«derecho» a extenderse a través de él.
Pero, entretanto, la Infantería Móvil estará allí, en su puesto, navegando,
al lado de nuestra propia raza.
Cuando el curso tocaba a su fin, cada uno de nosotros fuimos embarcados
para servir bajo un experto comandante de combate. Esto era como un
examen final, en el que tu instructor de a bordo decidía acerca de ti. Podías
pedir que te examinara un tribunal, pero no vi a nadie que lo hiciera. Algunos
volvían con un suspenso, o no les volvíamos a ver más.
Otros no fracasaban, sino que perdieron la vida porque la misión consistía
en una acción de combate. Nos ordenaron preparar los equipos; a la hora de
comer llamaron a los cadetes de mi compañía. Se marcharon sin comer
siquiera y yo me vi convertido en cadete comandante de una compañía.
Al igual que los galones de cabo interino, éste es un honor poco
llevadero, pero antes de dos días ya me habían destinado.
Me presenté en la oficina del comandante, sintiéndome importante con mi
saco del equipo al hombro. Estaba harto de esperar. Me ardían los ojos,
aparecía como alelado y no captaba lo que decían en la clase. ¡Lo que
Johnnie necesitaba precisamente era pasar unas semanas en una alegre
compañía de combate!
Me crucé con un grupo de cadetes nuevos que se dirigían
apresuradamente a clase en apretada formación, y cada uno de ellos llevaba el
semblante oscuro de todo candidato a la Escuela de Oficiales, pensando que
puede cometer algún error en su nueva vida. De pronto, sin saber cómo, me
puse a canturrear. Cuando estaba cerca de la oficina, me callé.
Allí había otros dos: los cadetes Hassan y Byrd. Hassan, «El Asesino»,
era el más viejo de nuestra clase y de gran corpulencia, mientras que Birdie
no era más grande que un gorrión y casi lo mismo de espantadizo.
Fuimos introducidos en el Sancta Sanctórum y el comandante estaba
sentado en su silla de ruedas. Nunca le veíamos fuera de ella, salvo en la
parada de inspección de los sábados. Pero eso no quería decir que no le
viéramos, porque a lo mejor te encontrabas en la pizarra sacando un problema
y, al volver la cabeza, veías detrás al propio Nielssen señalándote los errores.
Jamás nos interrumpía. Había una orden vigente de no gritar:
«¡Atención!», cuando entraba, pero aun así resultaba desconcertante. Se
multiplicaba como si hubiera seis Nielssen.
El comandante Nielssen tenía el rango permanente de general de la flota;
su rango como coronel era temporal, pendiente de un segundo retiro que le
permitiera ser comandante. Una vez pregunté a un pagador habilitado y me
confirmó lo que las regulaciones parecían decir: que el comandante obtendría
solamente la paga de coronel, pero, el día en que decidiera retirarse de nuevo
revertiría sobre él la paga de general de la flota.
Como dice Ace, hay gustos para todo, pero yo no concibo el cobrar media
paga por el privilegio de mandar a un rebaño de cadetes.
—Buenos días, caballeros —dijo el coronel Nielssen levantando la
mirada. Pónganse cómodos.
Yo me senté, pero no me sentí cómodo. Se acercó a una máquina de café,
extrajo cuatro tazas y Hassan le ayudó a traerlas. Yo no deseaba tomar café,
pero un cadete no rehúsa la hospitalidad de su comandante.
Se tomó un sorbo.
—Ya tengo sus despachos, caballeros —anunció—, y sus ascensos
temporales. Pero quiero asegurarme de que comprenden bien su nueva
situación.
Esto ya nos lo habían explicado. Ibamos a ser oficiales, sólo para
instrucción y pruebas («supernumerarios, en pruebas y temporales»). Sobra
decir que, sin la menor antigüedad, pendientes de un buen comportamiento y
extremadamente temporales. Cuando retornásemos volveríamos a ser cadetes
y, en cualquier momento, podíamos ser revocados por los oficiales
examinadores.
Seríamos «terceros tenientes temporales», un rango tan necesario como
los pies para un tiburón, encajado en la sutil línea existente entre los
sargentos de la flota y los verdaderos oficiales. Es la más baja categoría que
puedes conseguir y, sin embargo, ves que te llaman «oficial». Si alguien
saludó alguna vez a un tercer teniente, es porque la luz no debía de ser muy
buena.
—Sus categorías son de «tercer teniente» —continuó—, pero la paga
seguirá siendo la misma. Se les seguirá llamando «señores», y su único
cambio en el uniforme consistirá en una barrita sobre la hombrera, más
pequeña aún que la insignia de cadete. Continúan bajo instrucción, ya que
todavía no se ha probado que sean completamente idóneos para ocupar el
rango de oficial —el coronel se sonrió—. Ustedes se preguntarán por qué se
les llama «tercer teniente».
Yo ya me había hecho esa misma pregunta. ¿Por qué nos daban aquel
«ascenso» tan chusco, que en realidad no era tal? Por supuesto, yo conocía la
respuesta del libro.
—¿Qué me responde, señor Byrd? —dijo el comandante.
—Pues… para situarnos en la línea de mando, señor.
—¡Exactamente! —respondió el coronel, deslizándose hasta el Cuadro
Orgánico que había en la pared, donde aparecía la usual pirámide,
describiendo la cadena del mando de arriba abajo—. Vean esto.
Señaló a un mando conectado al suyo propio por medio de una línea
horizontal, donde se leía: Ayudante del Coronel (Señorita Kendrick).
—Caballeros —continuó diciendo—, me sería difícil llevar este centro
sin la ayuda de la señorita Kendrick. La señorita Kendrick tiene un inmediato
acceso a cuanto sucede por aquí —tocó un botón de su silla y habló al aire—:
Señorita Kendrick, ¿quiere decirme la calificación que obtuvo el cadete Byrd
sobre leyes militares en el último curso?
La respuesta vino casi simultáneamente.
—El noventa y tres por ciento, comandante.
—Gracias —dijo, y prosiguió—: Como ven, yo firmo todo lo que la
señorita Kendrick me pone delante. No me gustaría que viniera un comité
para investigar sobre las veces que ella firma en mi nombre sin que yo vea
siquiera los documentos. Dígame, señor Byrd…, si yo muriese de golpe,
¿debería la señorita Kendrick seguir firmando como hasta aquí para que
siguieran las cosas adelante?
—Bueno… —repuso Birdie con aire confuso—, supongo que, en las
cosas de rutina, haría lo necesario…
—¡La señorita Kendrick no movería un solo dedo! —estalló el coronel—.
No tocaría un papel hasta que el coronel Chauncey le dijese lo que tenía que
hacer… a su manera. Ella es una mujer muy capaz y entiende lo que usted no
parece comprender; es decir, que no se halla en la línea de mando ni tiene
autoridad.
«La línea de mando» —continuó— no es sólo una frase; es tan real como
una bofetada en el rostro. Si yo les ordeno a ustedes combatir como cadetes,
lo más que podrían hacer es retransmitir las órdenes de cualquier otro, pero
no ordenar. Si muere el jefe de su pelotón, y ustedes dan una orden, una
orden sensata y oportuna, a un soldado, ustedes se equivocarían y el soldado
cometería otro error igual si les obedeciera. Porque el cadete no puede estar
en la línea de mando. Un cadete no tiene existencia militar, carece de rango y
no es un soldado. Es un estudiante que se convertirá en un soldado o en un
oficial, o volverá a su rango anterior. Si bien se halla bajo la disciplina del
Ejército, no está «dentro» del Ejército. Por eso…
Es decir, un cero, la nada completa. Si el cadete no estaba siquiera
«dentro» del Ejército…
—¡Coronel! —le interrumpí.
—¿Eh? Sí, diga, señor Rico.
Me encontraba espantado, pero tenía que decirlo.
—Coronel… pero si no estamos en el Ejército, tampoco estaremos en la
I.M.
—¿Eso es lo que le preocupa? —dijo guiñando el ojo.
—Señor… eso no me satisface mucho.
En efecto, no me gustaba aquello. Me sentía como desnudo.
—Comprendo —dijo sin aparentar enfado—, pero dejemos a un lado los
aspectos legales de la cuestión, hijo.
—Pero…
—Es una orden. Técnicamente, usted no está en la I.M., pero ella no se ha
olvidado de usted. La Infantería Móvil no se olvida nunca de los suyos,
dondequiera que se encuentren. Si usted muriese en este instante, sería
incinerado como el segundo teniente Juan Rico, de la Infantería Móvil,
pertenecíente a… —el coronel Nielssen se detuvo—. Señorita Kendrick, ¿a
qué nave pertenece el señor Rico?
—Al Rodger Young.
—Gracias —repuso, y añadió—: Al TFCT Rodger Young, asignado al
segundo pelotón de combate móvil de la compañía George, III Regimiento,
Primera División, de la I.M.; pertenecía a los «Camorristas’» —recitó con
fruición, sin hacer más consultas, una vez que le recordaran el nombre de la
nave—. Una formidable unidad, señor Rico, orgullosa y osada. A ella
volvería su expediente y su ascenso final para recibir sus honores, y así
rezaría su nombre en el Memorial Hall. Hijo, ésta es la razón de que siempre
ascendamos a los cadetes que mueren; de esta forma es posible devolverles a
sus compañeros.
Experimenté como una oleada de satisfacción y nostalgia, que me hizo
perderme algunas palabras del coronel.
—… no me interrumpa mientras yo hablo; le devolveremos a la I.M.,
donde pertenece. Durante su viaje de aprendizaje serán oficiales temporales,
ya que en los saltos de combate cada cual tiene una misión. Lucharán, darán
órdenes y las recibirán. Ordenes legítimas, porque ostentarán un rango válido
en la unidad asignada. Esto hará que las órdenes dadas por ustedes en el
cumplimiento del deber sean tan coercitivas como las dadas por el general en
jefe.
»Y lo que es más —prosiguió el comandante—; una vez que ustedes se
encuentren en la línea de mando, se hallarán en disposición instantánea de
asumir el mando superior. Si se encuentran en una unidad compuesta de un
solo pelotón, cosa muy posible, dada la situación actual de la guerra, y
desempeñan el puesto de ayudante del jefe de pelotón, si éste cae, ustedes
asumirán el mando. No como “jefe de pelotón accidental” —dijo sacudiendo
la cabeza—; no como un cadete dirigiendo un ejercicio, no como un oficial
moderno en instrucción. De repente se habrán convertido en el Jefe, el Amo,
en el Comandante Supremo presente, y descubrirán, con una sobrecogedora
sensación, que todos aquellos hombres están pendientes sólo de ustedes,
esperando que les digan lo que tienen que hacer, cómo luchar, cómo concluir
la misión y cómo salir con vida de ella. Ellos esperarán oír la voz de mando
segura, mientras pasan los segundos, y es a ustedes a quienes corresponde el
dar esa voz, tomar las decisiones, dar las órdenes apropiadas, y no sólo las
órdenes sino darlas con calma y en un tono tranquilo. Porque es de suponer,
caballeros, que su unidad se encuentra en peligro, en grave peligro, y una
extraña voz teñida de pánico en tales momentos puede convertir al mejor
equipo de combate de la Galaxia en una turba sin dirección ni concierto,
enloquecida por el terror.
»Esta tremenda responsabilidad puede presentarse y caer sobre ustedes
sin previo aviso. Deben actuar simultáneamente y sobre ustedes sólo tendrán
a Dios. Pero no esperen que El se meta en cuestiones tácticas; eso es cosa de
ustedes. Si les ayuda a no mostrar en la voz el pánico que seguramente les
invade, habrán conseguido todo lo que el soldado tiene derecho a esperar de
Dios.
El coronel se detuvo. Sus palabras me hicieron recuperar la cordura,
Birdie aparecía terriblemente serio e increíblemente joven, y Hassan miraba
ceñudo. Me hubiera gustado encontrarme en el Rog, con menos galones y
con más algazara entre mis compañeros de unidad. Había mucho que decir
acerca del puesto de ayudante del jefe de sección; cuando te topas con él, te
resulta mucho más fácil morir que emplear la cabeza.
—Y ésa es la hora de la verdad, caballeros —siguió el comandante—.
Desgraciadamente, la ciencia militar no posee ningún método conocido que
pueda diferenciar al verdadero oficial de una imitación locuaz con barritas
sobre sus hombreras; la única forma de saberlo es mediante la prueba del
fuego. El auténtico oficial supera esa prueba… o muere valerosamente. El
inadaptado se vale de su charlatanería. A veces, éstos también mueren, pero
la tragedia se manifiesta en la pérdida de los otros… de los buenos soldados,
de los sargentos, de los cabos cuya única falta consiste en el fatal infortunio
de hallarse bajo el mando de un incompetente.
»Nosotros tratamos de evitar esto. Primeramente está nuestra
inquebrantable regla de que cada candidato ha de ser un soldado instruido,
con su bautismo de fuego y un veterano en saltos de combate. Ningún
ejército de la historia ha observado escrupulosamente esta norma, si bien
algunos se aproximaron bastante a ella. La mayoría de las famosas escuelas
militares del pasado, como la de Saint Cyr, West Point, Sandhurst, Colorado
Spring… ni siquiera pretendieron seguirla. Admitían en ellas a los jóvenes
civiles, los entrenaban, los ascendían y les enviaban, sin experiencia de
guerra, para que mandaran a otros hombres. Y a veces descubrían demasiado
tarde que aquel joven y elegante «oficial’’ era un necio, un cobarde o un
histérico.
»Nosotros, al menos, no tenemos inadaptados de esa especie. Sabemos
que ustedes son buenos soldados, valientes y capaces, como lo demostraron
en el combate, pues, de no ser así, no estarían aquí. Sabemos que su
inteligencia y formación cumplen el mínimo aceptable. Con este principio,
eliminamos el mayor número posible de los que no reúnen plena
competencia, no dejándoles obtener un rango que les sería perjudicial al
forzarles más allá de sus posibilidades. El curso es muy duro, porque lo que
se les ha de elegir después será más duro aún.
»En su día conseguimos reunir un grupo cuyas posibilidades parecen
prometerse extremadamente buenas. La parte fundamental queda aquí sin
posibilidad de someterla a prueba; es ese algo indefinible, esa diferencia
existente entre el líder en el combate y otro que meramente tiene la marca,
pero no la vocación. Por eso les probamos sobre el terreno.
»¡Caballeros! Ha llegado el momento. ¿Están dispuestos a prestar el
juramento?».
—Sí, coronel.
Birdie y yo respondimos igual que un eco.
—Les he estado diciendo —añadió el coronel muy serio— cuán
formidables son ustedes; físicamente perfectos, mentalmente despiertos,
instruidos, disciplinados, valientes… El auténtico modelo de un joven y
competente oficial —refunfuñó—. ¡Paparruchadas! Puede que algún día se
conviertan en verdaderos oficiales. Así lo espero; no solamente no deseamos
malgastar dinero, tiempo y esfuerzo, sino que, y esto es mucho más
importante, tiemblo dentro de mis botas cada vez que envío uno de ustedes, a
medio cocer y sin ser oficial del todo, a incorporarse a la Flota, pensando en
cuán monstruoso frankensteniano puedo llegar a ser al situarle de golpe y
codazo ante un buen equipo de combate. Si ustedes comprendieran el
verdadero alcance de todo esto, no estarían tan dispuestos a prestar el
juramento nada más formularles la pregunta. Pueden renunciar a ello y
obligarme a que les devuelva a sus rangos permanentes. Pero no lo hacen.
»Así que probaré una vez más. Señor Rico, ¿ha pensado usted alguna vez
lo amargo que sería un consejo de guerra por ocasionar un desastre a su
regimiento?
Me quedé con cara de bobo.
—Eh… No, señor; nunca.
El que le formen a uno consejo de guerra, sea por la razón que sea, es
ocho veces más grave para un oficial que para un enrolado. El delito que en
un soldado raso implicaría la expulsión, tal vez con unos latigazos, o
posiblemente sin ellos, equivale a la pena de muerte para un oficial. ¡Más le
valiera no haber nacido!
—Piénselo bien —dijo seriamente—. Cuando insinué que podía morir el
jefe de su pelotón, en modo alguno me estaba refiriendo al último desastre
militar. Señor Hassan, ¿cuál es el mayor número de personal con mando que
cayó jamás en una batalla?
«El Asesino» se puso más serio que nunca.
—No estoy seguro, señor. ¿No fue durante la Operación Bughouse,
cuando un mayor mandaba una brigada, en Sove-ki-poo?
—Allí fue, y se llamaba Fredericks. Obtuvo una condecoración y un
ascenso. Si retrocede usted hasta la Segunda Guerra Mundial, hallará un caso
en que un moderno oficial naval asumió el mando de un gran navio. Y no
sólo esto, sino que, además, envió señales como si se tratara del almirante. Y
quedó vindicado a pesar de que había oficiales más antiguos que él en la línea
de mando, que ni siquiera estaban heridos. Especiales circunstancias; se había
producido una rotura de las comunicaciones. Pero me acuerdo de un caso en
que quedaron eliminados en seis minutos cuatro grados de la línea de mando,
y un jefe de pelotón, en un abrir y cerrar de ojos, se vio mandando una
brigada. ¿Alguno de ustedes ha oído hablar de él?
Hubo un silencio de muerte.
—Pues bien; fue en una de aquellas guerras de guerrilla que tenían lugar
durante las campañas napoleónicas. Este joven oficial era el más moderno de
su navio, pues era una flota marítima, naturalmente, y sin propulsión de
fuerza, por supuesto. Dicho joven venía a tener la misma edad que la mayor
parte de la clase de ustedes, y no era comisionado. Ostentaba el título de
«tercer teniente temporal», es decir, el mismo que ustedes están a punto de
obtener. Carecía de experiencia de guerra; en la línea de mando había cuatro
oficiales superiores a él. Al comenzar la batalla fue herido su oficial
comandante. El muchacho lo recogió y lo sacó de la línea de fuego. Y eso fue
lo que hizo, recoger a un camarada. Pero lo hizo sin que le hubieran ordenado
abandonar su puesto. Mientras esto hacía murieron todos los demás oficiales,
y fue juzgado por «abandonar su puesto de servicio», como «oficial
comandante, en presencia del enemigo». Quedó convicto y fue degradado.
—¿Por eso, señor? —tarmamudeé.
—¿Por qué no? Cierto que hizo un rescate, pero nosotros lo hacemos bajo
circunstancias diferentes a una batalla naval y mediante órdenes para el que
lo realiza. No obstante, el rescate de un compañero no es nunca una excusa
para abandonar el combate frente al enemigo. Los familiares de aquel
muchacho trataron durante siglo y medio de rehabilitarle, pero no hubo
suerte. Había dudas en torno a algunas circunstancias, pero no las había de
que abandonó su puesto durante la batalla, sin recibir órdenes superiores.
Cierto también que era tan bisoño como un recluta, pero tuvo suerte de que
no le ahorcaran —el coronel Nielssen se fijó en mí con una mirada fría—.
Señor Rico, ¿podrá sucederle esto a usted?
Yo me atraganté.
—Espero que no, señor.
—Permítame decirle cómo podría suceder en este mismo «viaje de
aprendizaje». Suponga que se encuentra en una operación donde intervienen
numerosas naves y todo un regimiento. Los oficiales, naturalmente, se lanzan
primero. Esto tiene sus ventajas y sus desventajas, pero lo hacemos así por
razones de moral, ningún soldado ha de pisar un planeta hostil sin tener a su
orilla un oficial. Imagínese que los «bugs» conocen esto, cosa posible.
Suponga que idean algún medio para eliminar a los que primero pisen el
suelo, pero no lo suficiente eficaz para eliminar a todos los que se lanzan en
la operación. Ahora bien, teniendo en cuenta que es usted un supernumerario,
suponga que tiene que tomar una cápsula vacante, en vez de ser disparado
con la primera oleada. ¿Qué implicará todo?
—Oh, no estoy del todo seguro, señor.
—Que habrá usted heredado el mando de un regimiento. ¿Qué medidas
tomaría, señor? ¡Rápido, dígalo; los «bugs» no esperan!
—Bueno… tomaría el mando —dije acordándome de una respuesta
tomada de los libros— y actuaría como permitieran las circunstancias, señor,
de acuerdo con la situación táctica presente.
—Conque eso haría, ¿eh? —gruñó el coronel—. Y perdería, asimismo, la
vida; es cuanto le ocurriría a cualquiera en semejante acción, pero tengo la
esperanza de que no tenga necesidad de ello y descienda rodeado de los suyos
dando órdenes más o menos sensatas. No esperamos que los gatitos luchen
contra los gatos monteses y los venzan. Sólo deseamos que se enfrenten a
ellos y lo intenten. Está bien. Póngase en pie y levante la mano derecha.
El teniente se levantó, y treinta segundos después ya éramos oficiales…
«temporales, en pruebas y supernumerarios».
Yo pensaba que nos entregaría nuestras barritas de hombrera y nos dejaría
marchar. Se presume que no las hemos de comprar nosotros, pues constituyen
un préstamo igual que el ascenso temporal que ellas representan. En vez de
ello, se apoltronó en su asiento y sus rasgos se tornaron casi humanos.
—Oiganme, muchachos; les he hablado acerca de lo dura que va a ser su
misión. Quiero que se interesen en ello, que sean previsores y planeen por
anticipado las medidas a tomar ante cualquier emergencia desgraciada. Sepan
bien que sus vidas pertenecen a sus hombres y no son enteramente dueños de
ellas para malgastarlas en unas suicidas ansias de gloria; asimismo, tampoco
son enteramente dueños de sus vidas para preservarlas, cuando la situación
exige que la inmolen. Quiero que se sientan tremendamente preocupados
antes del lanzamiento, para que se hallen liberados del pánico cuando
comiencen las complicaciones.
»Pero hay un factor único que les puede ayudar cuando la carga se les
haga demasiado grande. ¿Saben cuál es?
Nadie respondió.
—Vamos, piensen —dijo desdeñosamente el coronel Nielssen—; no son
unos reclutas. ¡Señor Hassan!
—El sargento de nuestro pelotón, señor —dijo lentamente «El Asesino».
—Sin duda alguna. El es, probablemente, más viejo que ustedes, tiene
más saltos a sus espaldas y, ciertamente, conocerá mejor a los hombres de su
equipo. Puesto que él no lleva sobre sus hombros la terrible y agobiante carga
del mando supremo, podrá pensar con mayor claridad que ustedes. Pídanle su
parecer. En su traje llevan un circuito precisamente para ese fin. Ello no
mermará su confianza en ustedes. El sargento ya está acostumbrado a que le
pidan su parecer. Si no lo hacen, pensará que son unos necios y engreídos
sabelotodo, y no se preocupará.
»Pero no deben admitir su consejo. Pueden valerse de las ideas del
sargento, dejando que ilustren su plan, pero ustedes son quienes deben tomar
las decisiones y dar las órdenes. Lo que más puede aterrorizar el corazón de
un buen sargento, es descubrir que está a las órdenes de un superior que es
incapaz de tomar sus decisiones.
»Jamás ha habido ninguna unidad donde los oficiales y el soldado gocen
de mayor dependencia mutua que en la I.M., y los sargentos forman la
ligazón que les mantiene unidos. No lo olviden nunca.
El comandante giró su silla hacia un mueblecito que había junto a la
mesa. El mueblecito contenía varios recuadros, cada uno de los cuales alojaba
un pequeño cajón. Tiró de uno y lo abrió.
—Señor Hassan…
—¿Señor?
—Estas barritas fueron llevadas por el capitán Terence O'Kelly, en su
«viaje de aprendizaje». ¿Le gustaría llevarlas?
—Señor… —la voz de «El Asesino» salió chillona y yo pensaba que
aquel grandulón iba a empezar a llorar—. ¡Sí, señor!
—Acérquese —el coronel Nielssen se las prendió y luego dijo: —A ver si
las lleva con igual valentía que él las llevó; pero… devuélvalas, en su día.
¿Me comprende?
—Sí, señor. Haré cuanto pueda.
—Estoy seguro de ello. En la terraza hay esperándole un taxi aéreo, y su
nave parte dentro de veinticinco minutos. ¡Cumpla sus órdenes, señor!
«El Asesino» le hizo un saludo y se marchó. El comandante se volvió,
eligiendo otro cajón.
—Señor Byrd, ¿es usted supersticioso?
—No, señor.
—¿Be veras? Pues yo lo soy, y mucho. ¿Supongo que no le importará
ponerse unas barritas que fueron llevadas por cinco oficiales, todos los cuales
murieron en acción de guerra?
Birdie apenas si dudó.
—No, señor.
—Muy bien. Estos cinco oficiales acumularon diecisiete felicitaciones,
desde la Medalla de la Tierra hasta el León Herido. Acérquese. La barrita con
la decoloración marrón debe ser llevada siempre sobre el hombro izquierdo.
¡Y no trate nunca de bruñirla! Tampoco intente marcar la otra de la misma
forma, a menos que sea necesario. Ya sabrá usted cuándo es necesario. Aquí
tiene una lista de sus anteriores portadores. Faltan treinta minutos para que
despegue su transportador. Pásese por el Memorial Hall y vea los
antecedentes de cada uno.
—Sí, señor.
Se volvió hacia mí, me miró al rostro y dijo incisivamente:
—¿Le ronda algo en la cabeza, hijo? ¡Hable sin recelo!
—Ejem… Señor —dije de golpe—, ¿cómo podría yo saber qué le sucedió
a aquel tercer teniente temporal que fue destituido?
—Oh. Joven, yo no tenía intención de impresionarle tanto; sólo pretendía
suscitar su atención. La batalla, al estilo clásico, tuvo lugar el l de junio de
1813, entre el USF Chesapeake y el HMF Shannon. Consulte la Enciclopedia
Naval. La encontrará en su nave.
Se volvió hacia la caja que contenía las barritas y frunció el ceño. Luego
dijo:
—Señor Rico, tengo una carta de uno de sus profesores de enseñanza
media, un oficial retirado, interesándose porque luciera usted las mismas
barritas que llevara él de tercer teniente. Lamento mucho no poderle
complacer.
—¿Por qué, señor?
Me sentí complacido al saber que el coronel Dubois todavía me seguía la
pista, y, al mismo tiempo, muy decepcionado.
—Porque no puedo. Hace dos años que entregué aquellas barritas y ya no
volvieron. Es un tributo a la propiedad. Mmmm… —tomó una caja y me
miró—. Podría usted estrenar un par nuevo. El metal carece de importancia:
la importancia estriba en que su profesor quiso que las llevara usted.
—Como usted diga, señor.
—También podría llevar éstas —dijo tomando la cajita entre sus manos
—. Han sido lucidas cinco veces… y los últimos cuatro candidatos en
llevarlas no consiguieron el ascenso; no fue nada deshonroso, sino una
pertinaz mala suerte. ¿No le gustaría romper el maleficio, haciendo que
recaiga en ellas la buena suerte?
Me habría llevado de mascota aunque hubiera sido un tiburón, en vez de
aquellas barritas, pero dije:
—De acuerdo, señor. Me las llevaré.
—Magnífico —y me las prendió sobre el hombro—. Gracias, señor Rico.
He de confesarle que fui yo quien las llevó el primero, y me gustaría en el
alma que me fueran devueltas tras romper el maleficio que pesa sobre ellas.
Cumpla con su deber y gradúese.
Me sentí tan alto como un gigante.
—¡Lo intentaré, señor!
—Sé que lo hará. Ahora puede retirarse y cumplir con su deber. El mismo
taxi aéreo les llevará a usted y a Byrd. Un momento; ¿van en su equipaje los
libros de texto de matemáticas?
—¿Eh? No, señor.
—Llévelos. El sobrecargo de su nave ha sido advertido para que le tolere
su exceso de equipaje.
Le hice un saludo y me marché. Nada más mencionar las matemáticas,
me redujo a mi tamaño normal.
Mis libros de matemáticas estaban sobre la mesa de mi estudio, hechos un
paquete, con una hoja sujeta bajo la cuerda, indicando la lección diaria a
estudiar. Me daba la impresión de que el coronel Nielssen no dejaba nunca
nada sin planear, pero mi retraso en matemáticas era conocido por todos.
Birdie me estaba esperando en la terraza, junto al taxi aéreo. Miró a mis
libros y me hizo un guiño.
—Mala perspectiva. Bueno, si vamos en la misma astronave, te echaré
una mano. ¿A cuál te han destinado?
—Al Tours.
—Lo siento; yo voy al Moskva.
Subimos a bordo. Eché un vistazo al piloto mecánico, comprobé su
posición y cerré la puerta. El vehículo despegó.
—Todavía puedes considerarte con suerte, porque a «El Asesino», a más
de sus libros de matemáticas, le han hecho llevarse otras dos asignaturas más.
Birdie, indudablemente, estaba fuerte en matemáticas y habría cumplido
su promesa cuando se ofreció a echarme una mano; tenía todo el aspecto de
un profesor pero sus divisas demostraban a su vez que era un soldado, como
yo.
Birdie, en vez de estudiar matemáticas las enseñaba. Un rato cada día se
convertía en profesor del campamento Currie, al igual que el pequeño
Shujumi enseñando judo. La Infantería Móvil no desperdicia el tiempo; es un
lujo que no nos podemos permitir. A los dieciocho años, Birdie se licenció en
matemáticas. En vista de ello, era muy natural que le asignaran un servicio
especial como instructor, lo cual no le eximía de cumplir sus otras
obligaciones como los demás, y comportarse como uno de tantos.
Pero Birdie no podía comportarse como todos; poseía esa rara
combinación de un brillante intelecto, sólida educación, sentido común y
redaños que hacen que un cadete sea un general en potencia. Ante una guerra
como aquélla, nos le imaginábamos mandando una brigada a los treinta años
de edad. Pero mis ambiciones no llegaban a tanto.
—Sería una verdadera lástima que suspendieran al «Asesino» —dije,
pensando a la vez que sería igualmente vergonzoso que me suspendieran a
mí.
—No le suspenderán —repuso alegre. mente Birdie—. Le harán
aprenderse lo que le falta, aunque tengan que recluirle en una cabina
hipnótica y precise ser alimentado por un tubo. De todos modos —añadió—,
aunque Hassan se viera suspendido, obtendría el ascenso.
—¿Qué dices?
—¿Es que no lo sabías? El rango permanente de «El Asesino» es el de
primer teniente; por méritos en campaña, desde luego. Aunque le
suspendieran volvería a su anterior rango. Consulta si quieres las Ordenanzas.
Me las sabía de memoria. Si a mí me suspendieran, volvería a llevar los
galones de sargento. Si lo piensas bien, vale más esto que no ser atizado en la
cara con un pescado húmedo, y yo, antes de tomar mi decisión, me había
pasado las noches enteras despierto pensando en ello. Pero esto era distinto.
—No me digas —protesté—. ¿De modo que va a dejar su grado
permanente de primer teniente, convirtiéndose en un tercer teniente temporal,
con el fin de llegar a ser segundo teniente…? O tú estás chiflado, o lo está él.
—Demasiado complicado para dos infantes, ¿verdad? —dijo Birdie
guiñando el ojo.
—Yo, al menos, no lo entiendo.
—Claro que lo entiende. La única instrucción que posee «El Asesino» es
la que obtuvo en la I.M. De este modo no podría llegar muy alto. Yo estoy
seguro de que haría un gran papel al mando de un regimiento en el combate,
siempre y cuando otra persona hubiera planeado la operación. Pero mandar
durante la batalla es sólo una pequeña parte de las obligaciones concernientes
a un oficial; especialmente a un alto oficial. Para dirigir una guerra, o incluso
para planear una sola batalla y montar una operación, es preciso saber mucho
sobre la teoría de los despliegues, análisis operacional, lógica simbólica,
síntesis del pesimismo y una docena más de importantes materias. La única
forma de estar en posesión de todas estas cosas, aunque tengas un buen
conocimiento general de ellas, es viniendo aquí, pues, de lo contrario, lo más
que podrías obtener es el grado de capitán o, posiblemente, de mayor. «El
Asesino» ya sabe lo que se hace.
—No creo —respondí lentamente—. Birdie, el coronel Nielssen debe
saber que Hassan fue oficial, ¿verdad?
—Oh, qué duda cabe.
—Pues hablaba como si no lo supiera. A todos nos preguntaba en el
mismo tono.
—No le creas. ¿No te diste cuenta que cuando el comandante deseaba que
le respondieran a una pregunta en una forma particular, siempre se la
formulaba a «El Asesino»?
Llegué a la conclusión de que era cierto.
—Birdie, ¿cuál es tu rango permanente?
El autotaxi estaba llegando; se detuvo con la mano puesta sobre el pomo
de la portezuela y dijo haciendo una mueca:
—El de cabo interino. Por eso no puedo permitir que me suspendan.
Quedé sorprendido de que no fuera ni siquiera cabo efectivo; pero un
muchacho tan capaz y culto como Birdie no podía por menos de encontrarse
en la Escuela de Aspirantes a Oficiales, tan pronto como hubiese recibido su
bautismo de fuego, lo cual, dada la guerra presente, podía haber tenido lugar
a los pocos meses de haber cumplido sus dieciocho años.
—Hasta la vista —dijo Birdie haciendo un guiño todavía mayor.
—Estoy seguro de que te graduarás. Hassan y yo tenemos motivos para
sentir preocupaciones, pero tú…
—¿Estás seguro? Suponte que no le gusto a la señorita Kendrick.
Abrió la puerta y quedó sobresaltado: —¡Eh, esa llamada es para mí!
¡Adiós!
—¡Hasta la vista, Birdie!
Pero ya no volví a verlo más, ni se graduó. Dos semanas más tarde fue
ascendido, y sus barritas devueltas en compañía de su condecoración número
dieciocho: la del León Herido.
¡Pero a título postumo!
XIII

Eh, vosotros; ¿habéis tomado esto por una guardería infantil


de inmaculadas sábanas? ¡Pues mirad y veréis que no lo es!

Frase atribuida a un cabo helénico ante las murallas de Troya,


en 1194, A. de J. C.

Si al Rodger Young le cargan con un pelotón, estará abarrotado; si al


Tours le cargan con seis, le sobrará espacio. Va equipado con los tubos
necesarios para disparar a todos a la vez, y goza de las anchuras suficientes
para transportar el doble de soldados y para efectuar un segundo lanzamiento.
Pero ello daría lugar a que fuéramos a dormir sobre hamacas en los pasillos y
cámaras de lanzamiento, racionar el agua, aspirar cuando espira tu compañero
y soportar muchos codazos. Me alegro de que no doblaran el personal
mientras estuve a bordo de él.
Pero goza de la velocidad y empuje para depositar semejante carga de
soldados, en perfectas condiciones de combate, en cualquier punto espacial
de la Federación, y a gran parte del espacio dominado por los «bugs». Y con
arreglo al sistema de Cherenkov, operando a Mike 400 ó más, digamos que es
capaz de recorrer en menos de seis semanas los cuarenta y seis años-luz
existentes entre Sol-Capella.
Naturalmente que un transporte de seis pelotones no resulta grande
comparado con un «battlewagon» o con un transporte de pasajeros, ya que
aquéllos constituyen un término medio. La Infantería Móvil prefiere a la
pequeña y veloz corbeta, capaz de transportar un pelotón, que aporte
flexibilidad a las operaciones, mientras que si de la Navy dependiera sólo
tendríamos transportes regimentales. Para la Navy representa casi el empleo
del mismo personal el atender a una corbeta que a un monstruo capaz de
transportar a un regimiento entero. Estos necesitan, desde luego, mayor
mantenimiento y más trabajo de a bordo, pero eso lo pueden hacer los
soldados. Después de todo, opina la Navy, el perezoso soldado no hace más
que dormir, comer y limpiarse los botones mientras se encuentra a bordo, de
forma que no le va mal hacer algún trabajo.
La verdadera opinión de la Navy va más lejos todavía: piensa que el
Ejército está pasado de moda y debería abolirse.
Oficialmente no llega a decir tanto, pero si hablamos con un oficial naval
que está disfrutando de su R&R le oiremos darse tono en tal sentido, y opina
que ellos solos podrían llevar adelante cualquier guerra, ganarla y enviar a
unos cuantos de los suyos para que mantuvieran el planeta conquistado hasta
que llegara a hacerse cargo del mismo el Cuerpo Diplomático.
Admito que con sus más modernos elementos pueden borrar del universo
a cualquier planeta. No he llegado a verlo, pero lo creo. Puede que seamos
tan anticuados como una manada de tiranosaurios, pero a mí no me lo parece,
porque los pedazos de mono de nosotros somos capaces de hacer cosas que
no pueden hacer las más fantásticas astronaves. Si el Gobierno no necesitara
nuestra presencia, no hay duda de que nos lo diría.
Quién sabe si la última palabra no está ni en la Navy ni en la Infantería
Móvil. Nadie puede aspirar a ser mariscal del Espacio sin haber mandado
antes un regimiento y una importante astronave, es decir, haber pasado por la
I.M., con todas sus consecuencias, y luego pasar por el campamento Currie,
etcétera, etcétera.
Yo escucho respetuosamente a cualquier hombre que haya hecho ambas
cosas.
Al igual que la mayoría de los transportes, el Tours era una astronave
mixta. El cambio más chocante para mí consistió en tener acceso al «Norte
del Treinta». El mamparo que divide los dominios femeninos de los
correspondientes a los rudos tipos que se afeitan, no es necesariamente el
número 30 pero, por tradición, en cualquier astronave mixta, se le conoce por
«mamparo 30». La cámara principal se encuentra justamente al otro lado y
los dominios femeninos un poco más hacia proa. En el Tours, la cámara
principal sirve también como comedor para las mujeres enroladas, que
comían antes que nosotros, y, entre comida y comida, quedaba convertida en
salón de recreo para ellas y una antesala para sus oficiales. Los oficiales
masculinos tenían la suya propia.
Aparte del claro hecho de que para los lanzamientos y rescates de tropas
se requieren los mejores pilotos (v. g.: femeninos), existe una razón poderosa
para que estos oficiales navales sean asignados a los transportes: es bueno
para mantener la moral del soldado.
Pero dejemos a un lado de momento las tradiciones de la I.M. ¿Puede
nadie pensar en algo más absurdo que dejarse ser disparado desde una nave
espacial cuando sabe que al otro lado le espera una repentina muerte? Sin
embargo, si alguien debe hacer esta estúpida hazaña, no hay otro modo más
seguro para obligar a un hombre a cumplir semejante deber que el hablarle
constantemente de la palpable y latente realidad de vivir.
En las astronaves mixtas, lo último que oye el soldado antes de lanzarse
(y posiblemente la última palabra que sienta en su vida) es una voz de mujer
que le desea buena suerte. El que considera que esto no es importante, es
porque ha renunciado a la raza humana.
El Tours lleva a bordo quince oficiales navales: ocho mujeres y siete
hombres. Me satisface el decir que había ocho oficiales de la I.M.,
incluyéndome yo. No voy a decir que el «mamparo treinta» fue el
responsable de que me presentara en la Escuela de Aspirantes a Oficiales,
pero el privilegio de comer con las damas constituye un incentivo mayor que
cualquier aumento de la paga. La señorita mareante presidía la mesa y mi
jefe, el capitán Biackstone, hacía de vicepresidente. No como consecuencia
de su rango, pues tres oficiales navales estaban por encima de él; pero como
jefe supremo de las tropas de choque era de hecho superior a todos, excepto
al capitán.
Las comidas se celebraban con toda solemnidad. Esperábamos en la sala
de juego hasta que daba la primera campanada, seguíamos al capitán
Biackstone hasta el comedor y nos situábamos detrás de nuestras sillas.
Cuando entraba la mareante, seguida de sus damas, y alcanzaba la cabecera
de la mesa, el capitán Biackstone hacía una reverencia, diciendo «señora
presidenta… señoras», a lo que ella respondía «señor vicepresidente…
caballeros», y cada hombre ayudaba a sentarse a la dama que tenía al lado
derecho.
Este ritual inveterado hacía que aquello se convirtiera en un acto social y
no en una reunión de oficiales. A partir de aquel momento se usaban los
rangos y títulos, con la sola exclusión del oficial naval moderno y el mío que
sólo nos llamaban «señor» o «señorita»; esta excepción me defraudó.
En mi primera comida a bordo oí que al capitán Biackstone le llamaban
«mayor», pese a que las barritas de sus hombros eran las de «capitán». Más
tarde me enteré de las razones. A bordo de cualquier nave espacial no podía
haber a un tiempo dos capitanes, de forma que si se encuentra un capitán del
Ejército se le asciende un grado socialmente en vez de cometer el
imperdonable error de nombrarle por el que corresponde al único monarca de
a bordo. Si se trata de un capitán naval, que no vaya realizando las funciones
de mareante, entonces se le llama «comodoro», aunque el mareante sea un
simple teniente.
La I.M. observa estas reglas eludiendo su necesidad en la sala de juegos y
no prestándole ninguna atención en la parte de la nave destinada a nosotros.
La antigüedad ocupa su sitio desde cada extremo de la mesa, con el
mareante a la cabecera y el jefe de las tropas de asalto al otro extremo. Los
modernos guardiamarinas a su derecha y yo a la diestra del mareante. A mí
me habría gustado más sentarme junto a los modernos guardiamarinas; era
tremendamente bella pero estaba planeado aquello en forma tal que parecía
una señora de compañía. Nunca oí llamarla por su nombre de pila.
Yo sabía que, como el oficial de menor rango, tenía que sentarme a la
diestra de la mareante, pero ignoraba que debía ayudarla a sentarse. En mi
primera comida ella se quedó esperando mis servicios y, entretanto, nadie se
sentaba, hasta que el tercer ayudante del ingeniero me dio un golpecito en el
codo. No había sentido una turbación tan grande desde un desgraciado
incidente ocurrido en mi jardín de infancia, pero el capitán Jorgenson actuó
como si nada hubiera sucedido.
Cuando el mareante se pone en pie, la comida se da por terminada. En
esto se portaba muy bien, pero una vez se levantó a los pocos minutos de
haberse sentado y al capitán Blackstone no le hizo mucha gracia. También él
se levantó y dijo en voz alta:
—Capitán…
—Diga, mayor —respondió ella deteniéndose.
—¿No le importaría al capitán dar las órdenes oportunas para que mis
oficiales y yo seamos servidos en la sala de juegos?
—En absoluto, señor —respondió ella fríamente.
Nos marchamos a la sala de juegos, pero no se unió a nosotros ningún
oficial naval.
El sábado siguiente, ella ejercitó su privilegio de pasar revista a los
infantes móviles, cosa que no suelen hacer nunca los mareantes. Sin
embargo, pasó revista de arriba abajo sin hacer ningún comentario.
Realmente no era una ordenancista y tenía una bonita sonrisa cuando no
estaba enfadada.
El capitán Blackstone destinó al segundo teniente, Graham «Rusty», para
que me azuzara su látigo en cuanto a las matemáticas. Sin saber cómo, ella se
enteró y le dijo al capitán Blackstone que me presentara en su oficina una
hora diaria después de la comida del mediodía, y allí me enseñaba
matemáticas y me reprendía cuando no había hecho bien mis «deberes».
Nuestros seis pelotones formaban dos compañías como resto de un
batallón. El capitán Blackstone mandaba la compañía D (los «Bribones de
Blackie») y también el resto del batallón. Nuestro jefe de batallón, según el
Cuadro Orgánico, era el mayor Xera, que se encontraba con las compañías A
y B a bordo de la nave gemela del Tours, el Normandy Beach, y a lo mejor se
encontraba en aquellos momentos al otro extremo de la Galaxia. Sólo ejercía
el mando directo sobre nosotros cuando todo el batallón completo se reunía
para efectuar un salto común, pero el capitán Blackie le enviaba determinadas
cartas e informes. Otros asuntos los trataba directamente con la Flota, con la
División o con la Base. Además, Blackie disponía de un portentoso sargento
de la flota que le ayudaba a solucionar tales asuntos y a ayudarle a mantener
la compañía y el resto del batallón en combate.
Los detalles administrativos no resultan nada sencillos en un ejército que
se halla diseminado en cientos de naves a lo largo y a lo ancho de muchos
años-luz. Tanto en el viejo Valley Forge, como en el Rodger Young y ahora
en el Tours, pertenecí al mismo regimiento, es decir, al III Regimiento («Los
Perros Gordos»), de la I División (División Polaris) de la I.M. También iban
en formación dos batallones procedentes de las unidades disponibles que
quedaron de la Operación Bughouse, llamados III Regimiento, pero yo no vi
al «mío». Sólo vi al cabo interino Bamburger y a muchos «bugs».
Incluso podía ascender en los «Perros Gordos», hacerme viejo y
retirarme, y no llegar a ver siquiera al jefe de mi regimiento. Los
«Camorristas» tenían su jefe de compañía pero éste mandaba a su vez el
primer pelotón («Los Avispas») en otra corbeta. Yo no supe su nombre hasta
que lo vi en mi despacho para la Escuela de Oficiales. Existe una leyenda
acerca de un «pelotón perdido» que fue a disfrutar de su R&R mientras que
su corbeta era decomisionada. El jefe de su compañía acababa de ser
ascendido y los demás pelotones fueron agregados tácticamente a cualquier
otra parte. He olvidado lo que le sucedió al teniente del pelotón, pero el R&R
es un momento aprovechado generalmente para alejar a un oficial, y
teóricamente se le envía el sustituto de antemano, pero los sustitutos escasean
siempre.
Se dice por ahí que aquel pelotón disfrutó de todo un año de descanso en
los alicientes ofrecidos a lo largo de la Carretera de Churchill antes de que
nadie lo echara de menos.
Yo no me lo creo, pero dicen que así sucedió.
La escasez crónica de oficiales afectó grandemente a mis deberes en los
«Bribones de Bíackie». La I.M. sufre el más bajo porcentaje de oficiales que
ningún ejército conocido, y este factor da lugar a la llamada «división cuña»
de la I.M. La «División Cuña» no deja de ser una jerga militar, pero la idea es
sencilla: Suponiendo que disponemos de 10.000 soldados, ¿cuántos de ellos
van a luchar? ¿Y cuántos de ellos pelan patatas, conducen camiones, hacen
cuentas y manejan papeles?
En la Infantería Móvil todos esos 10.000 van a luchar.
Durante las guerras masivas del siglo veinte, a veces aparecían 70.000
hombres nominales, en un ejército y sólo iban a luchar 10.000.
Reconozco que la Navy se encarga de llevarnos hasta el campo de batalla;
no bastante, la fuerza de choque de la Infantería Móvil, incluso a bordo de
una corbeta, es al menos el triple de grande que la tripulación naval de un
transporte. También hay empleados civiles que nos suministran y nos sirven;
aproximadamente el 10 por ciento de nuestras tropas están disfrutando del
R&R en cualquier momento, y un pequeño grupo de los mejores se turnan
para atender a la instrucción en los campamentos de reclutas.
Si bien existe un pequeño número dedicado a trabajos burocráticos, son
siempre personas a quienes les falta el brazo o la pierna o padecen alguna otra
imperfección. Son aquéllos, como el sargento Ho o como el coronel Nielssen,
que rehúsan aceptar el retiro y, en realidad, valen por dos, puesto que realizan
unas funciones que requerirían la dedicación de un personal de la I.M., para
lo cual se precisa espíritu de lucha, pero no perfección física. O bien efectúan
un trabajo que no puede ser ejecutado por personas civiles, o, si pudieran
ejecutarlo, habrían de ser contratadas. El personal civil es como una
mercancía; lo compras cuando lo necesitas para realizar un trabajo de
habilidad o sabiduría. Lo que no se puede comprar es un hombre con espíritu
de lucha.
Semejante espíritu escasea. Nosotros lo usamos al máximo sin
malgastarlo. La Infantería Móvil es el ejército más reducido de la historia, a
juzgar por el número de población que guarda. A un I.M. no se le puede
comprar; no se le puede inscribir ni obligar. Ni siquiera se le puede retener si
desea marcharse. Puede renunciar treinta segundos antes de un lanzamiento,
ponerse nervioso y negarse a entrar en la cápsula. Y todo lo que sucede es
que se le da la baja y ya no podrá votar.
En la Escuela de Oficiales estudiamos acerca de los ejércitos de la
historia, que eran conducidos como si fueran galeotes. Pero el infante móvil
es libre; todos sus impulsos le salen de dentro, del respeto a sí mismo y de la
necesidad de un respeto hacia sus compañeros, así como del orgullo que se
siente al ser uno de ellos, del llamado «esprit de corps».
El lema y fundamento de nuestra moral es: «Todos trabajan, todos
luchan». Un I.M. no tira de ninguna cuerda para conseguir un puesto suave y
cómodo. No existen tales puestos. Al paracaidista se le da su merecido; un
soldado raso puede llegar a ocupar el puesto que le permita su capacidad y
sabiduría. Éste es un viejo derecho del soldado.
Pero todos los puestos «suaves y cómodos» están ocupados por personas
civiles. El soldado anónimo penetra en su cápsula a sabiendas de que todos,
desde el general hasta el más humilde de ellos, están haciendo lo mismo. No
importa que eso ocurra a años-luz de distancia, en un día diferente o tal vez
una hora o dos más tarde; lo que importa es que todos se lanzan. Ésta es la
razón de que penetre en su cápsula, aunque no esté consciente de ello.
Si algún día nos desviamos de esta norma, la I.M. saltará en pedazos.
Todo cuanto nos mantiene juntos es un ideal; un ideal que nos agrupa y liga
con mayor fuerza que el propio acero, pero que su fuerza mágica estriba en
mantenerlo intacto.
Es esta norma de que «todo el mundo lucha» lo que hace que la I.M. se
desenvuelva con tan pocos oficiales.
De esto sé más de lo que necesito, porque formulé una estúpida pregunta
en Historia Militar y me vi obligado a aprenderme desde «De Bello Gallico»
hasta «El Colapso de la Hegemonía Dorada» del clásico Tsing.
La organización de la I.M. puede considerarse ideal. Naturalmente, sobre
el papel, porque no se verá ninguna dondequiera que se busque. ¿Cuántos
oficiales requiere? No importa las unidades destacadas, procedentes de otros
cuerpos; pueden no hallarse presentes durante las conmociones, ni tampoco
son al estilo de la I.M. Los talentos especiales destacados en Logística y
Comunicaciones tienen todos el rango de oficial. Vaya mi mayor aprecio
hacia el hombre de memoria prodigiosa, al telépata, al médium… El es más
valioso que yo, y me sería imposible reemplazarle aunque viviera doscientos
años. También tenemos el Cuerpo K-9, con el 50 por ciento de «oficiales»,
pero que el otro cincuenta son «neoperros».
Ninguno de éstos se encuentra en la línea de mando, de forma que
considerémonos nosotros solos y quienes dirigen.
Esta imaginaria división se compone de 10.800 hombres, en 216
pelotones, cada uno con un teniente. A razón de tres pelotones por compañía,
requiere 72 capitanes, y, con cuatro compañías por batallón, precisa de 18
mayores o tenientes coroneles. Seis regimientos con seis coroneles pueden
formar dos o tres brigadas, cada una a las órdenes de un general de brigada,
más un general de división como jefe supremo.
A la vista de esta organización aparece un total en la escala de mando de
317, entre jefes y oficiales, lo que llega a componer un número de 11.117
hombres.
No existen puestos vacantes y cada oficial manda una unidad. Los
oficiales totalizan un 3 por ciento, lo mismo que en la I.M. pero con ciertas
variantes en su distribución. De hecho, hay muchos pelotones que van
mandados por sargentos y muchos oficiales que ocupan más de un cargo, a
fin de cubrir algún puesto de extrema necesidad.
Hasta el jefe de pelotón tiene su «estado mayor»: su sargento. Pero éste
puede pasar sin el jefe del pelotón y el jefe de pelotón sin el sargento. En
cambio, el general necesita su estado mayor. La función es demasiado
importante para llevarla él solo. Teniendo en cuenta que nunca hay
suficientes oficiales, los comandantes de unidades a bordo de su transporte
insignia hacen a la vez de estado mayor y son escogidos de entre los mejores
matemáticos-logísticos de la I.M. Se lanzan con sus propias unidades. El
general salta con un pequeño grupo de combate de los más duros y expertos
infantes móviles, además de su estado mayor. Su misión consiste en proteger
del enemigo al general mientras está dirigiendo la batalla. A veces tienen
éxito en su misión.
Además de su necesario estado mayor, cada unidad mayor o un pelotón
debe contar con un jefe-delegado. Pero nunca hay oficiales suficientes, de
forma que hemos de pasar con lo que tenemos. Para cubrir los puestos
necesarios de combate sería preciso una proporción del 5 por ciento de
oficiales, pero sólo contamos con un 3 por ciento.
Al lado de este óptimo 5 por ciento, al que la I.M. nunca llega, muchos
ejércitos del pasado contaban con el 10 por ciento de oficiales, o lo
aumentaron al 15 y hasta el 20 por ciento. Esto parece increíble, pero llegó a
ser un hecho, en especial durante el siglo veinte. ¿Es posible que un ejército
tuviera más oficiales que cabos, y más cabos que soldados rasos?
Si la historia no miente, ésta es una organización a propósito para perder
guerras. ¿A dónde puede llegar un ejército con una organización tan rutinaria
y burocrática, donde la mayoría de los soldados no luchan? ¿Y qué misión
tiene un oficial sino mandar y dirigir soldados combatientes?
Dedicarse a funciones disparatadas: oficial del Club de Oficiales, oficial
de Moral, oficial de Atletismo, oficial de Información Pública, oficial de
Recreo, oficial de la Intendencia, oficial de Transportes, oficial jurídico,
capellán, ayudante del capellán, segundo ayudante del capellán, oficial
encargado de algo que nadie conoce… ¡Incluso oficial de Guardería Infantil!
En la Infantería Móvil, semejantes cargos, son desempeñados con
carácter extraordinario por oficiales de combate, o si son cargos auténticos
corren a cargo del personal civil contratado, sin desmoralizar a una unidad
combatiente. Pero la situación llegó a tal extremo de corrupción, en una de
las principales potencias del siglo veinte, que a los verdaderos oficiales, a los
que iban al mando de soldados combatientes, se les ponían insignias
especiales para diferenciarlos de los incontables húsares de sillas giratorias
que tanto abundaban.
La escasez de oficiales se hizo todavía mayor a medida que se prolongaba
la guerra, porque la proporción de bajas entre éstos es siempre la más
elevada, y la Infantería Móvil no asciende jamás a un hombre para cubrir la
vacante. A la larga, cada regimiento de soldados tiene que proveer su propia
parte de oficiales y el porcentaje no puede elevarse sin que descienda la
proporción. La fuerza de choque del Tours necesitaba trece oficiales, seis
jefes de pelotón, dos jefes de compañía y otros dos delegados, y un jefe
supremo, asistido de un delegado y un ayudante.
Con los únicos que contaba era con seis… y conmigo.

CUADRO ORGANICO

«Fuerzas Residuales del Batallón».


(De Choque):

Compañía C «Los Glotones de Warren». Primer teniente: Warren


Primer Pelotón
Primer teniente: Bayonne
Segundo teniente: Sukarno
Tercer Pelotón Segundo teniente: N'gam
Segundo Pelotón
Compañía D «Los Bribones de Blackie». Capitán Blackstone
(«Segundo cargo»).
Primer Pelotón
(Primer teniente: Silva; Hosp).
Segundo Pelotón,
Segundo teniente: Khoroshen
Tercer Pelotón Segundo teniente: Graham

Yo tenía que haber ido a las órdenes del teniente Silva, pero tuvo que
marcharse al hospital con unas contracciones espantosas. Sin embargo,
aquello no significaba necesariamente que yo me hiciera cargo de su pelotón.
A un tercer teniente temporal no se le considera lo suficientemente apto para
ello. El capitán Blackstone pudo haberme dejado a las órdenes del teniente
Bayonne y nombrar un sargento a cargo de su primer pelotón, o incluso
tomar un «tercer cargo» y mandar él directamente el pelotón.
De hecho hizo ambas cosas y a mí me nombró jefe del primer pelotón de
los «Bribones». Para ello se llevó con él al mejor sargento de los «Glotones»
que actuaría como plana mayor del batallón y, a su vez, designó como jefe de
su primer pelotón al sargento de la flota, empleo éste dos grados inferior a sus
galones. El capitán Blackstone llevó a efecto aquel reajuste en favor mío,
dando con ello una gran lección de modestia en la escala de mando. Yo
aparecería en el Cuadro Orgánico como jefe de pelotón, pero quienes los
llevaban de hecho eran el propio Blackie y el sargento de la flota.
A medida que fui actuando, me di cuenta de la marcha de aquello. Hasta
se me permitió saltar como jefe de pelotón, pero con una sola palabra de mi
sargento de pelotón al jefe de mi compañía se cerraban las fauces de la
tenaza.
Eso me agradó. En tanto no hubiera dificultades, sería mi pelotón, pero si
yo era incapaz de llevar las cosas a buen término, cuanto antes me hicieran a
un lado mejor para todos. Además, no era tan inquietante el tomar el mando
de un pelotón en estas condiciones, que verse de golpe a la cabeza de él a
causa de una catástrofe en la batalla.
Tomé mi misión con gran seriedad, pues, se trataba de mi pelotón, según
rezaba en el Cuadro Orgánico. Pero aún no había aprendido a delegar mi
autoridad y, durante una semana, me pasé entre los soldados más tiempo del
conveniente. Blackie me llamó a su camarote.
—Hijo, ¿qué diablos crees que estás haciendo? —dijo.
Le respondí con firmeza que estaba preparando a mi pelotón para entrar
en combate.
—¿De veras? Pues no es eso lo que vas a conseguir. Los estás excitando
como a un panal de abejas. ¿Por qué diantres te imaginas que te di el mejor
sargento de la Flota? Vale más que te vayas a su camarote y te quedes allí
quietecito hasta que suene la hora H.
El sargento te entregará el pelotón mejor templado que un violín.
—Como el capitán guste, señor —asentí displicente.
—Ah, otra cosa; no me gustan los oficiales que se comportan como
cadetes asustadizos. Déjese de darme ese estúpido tratamiento en tercera
persona. Guárdalo para con los generales y el mareante. Nada de hombros
rígidos ni de taconazos. Elijo, a los oficiales hay que verlos relajados.
—Sí, señor.
—Y que sea la última vez, en toda una semana, que me llamas «señor».
Lo mismo en cuanto al saludo. Aleja de tu rostro esa mirada de cadete ceñudo
y da paso a la sonrisa.
—Sí, se… De acuerdo.
—Así está mejor. Puedes apoyarte contra el mamparo, rascarte,
bostezar… Todo, menos comportarte como un soldado de plomo.
Lo intenté, e hice un gesto tímido, descubriendo que el romper un hábito
no resultaba fácil. El apoyarme contra el mamparo me costaba más trabajo
que estar en posición de firme. El capitán Blackstone me estudió.
Practícalo —dijo—. Un oficial no puede aparecer asustadizo ni tenso; eso
es contagioso. Y ahora, dime, Johnnie, ¿qué necesita tu pelotón? Pero
dejémonos de bagatelas; no me interesa saber si un soldado tiene o no en tu
taquilla el número de zapatos que calza.
Me puse a pensar rápidamente.
—Ejem… ¿sabe usted por casualidad si él teniente Silva tenía intención
de nombrar para sargento a Brumby?
—Lo sabía. ¿Cuál es tu opinión?
—Bueno… según consta, lleva dos meses actuando como jefe accidental
de sección. Su calificación de eficiencia es buena.
—Te he pedido tu recomendación, muchacho.
—Lo siento, pero… no puedo tener una opinión real sobre él ya que no lo
he visto actuar sobre el terreno. A bordo de una nave, cualquiera es un buen
soldado. Pero a mi modo de ver, ha estado haciendo las veces de sargento
demasiado tiempo para que se le deje postergado y pase sobre él un jefe de
escuadra. Creo que debe obtener la tercera sardineta antes del lanzamiento…
o ser trasladado a otra unidad cuando volvamos. O antes, si existe la
posibilidad de un traslado espacial.
—Para ser un tercer teniente —gruñó Blackie—, demuestras una gran
generosidad hacia mis «Bribones».
Yo me puse colorado como un tomate.
—No importa; mi pelotón sería un buen sitio. Brumby debe ser ascendido
o trasladado. No me gustaría verle en su antiguo puesto. Si no puede obtener
otra sardineta, debe dársele opción para hacerse oficial. Así no será humillado
y tendrá una buena oportunidad para llegar a sargento en otra unidad, en vez
de quedar aquí en vía muerta.
—¿Ah, sí? —Blackie ni siquiera se mofó abiertamente—. Después de tan
magistral análisis, aplica tu fuerza deductiva y dime por qué el teniente Silva
no hizo su traslado cuando llegamos a Santuario hace tres semanas.
Ya había yo pensado en eso. El traslado de un hombre se hace dejando
transcurrir el menor tiempo posible una vez tomada tal decisión, y sin previo
aviso. Según dicen los libros, resulta mejor para el interesado y para la
unidad.
—¿Capitán, estaba ya enfermo entonces el teniente Silva?
—No.
El rompecabezas encajaba.
—Capitán, recomiendo a Brumby para un inmediato ascenso.
Sus cejas se arquearon.
—Hace un minuto estabas a punto de desecharle como inservible.
—Bueno, no dije tanto. Sólo dije que no estaba seguro de él porque no le
conocía sobre el terreno. Ahora sí estoy seguro.
—Continúa.
—Esto quiere decir que el teniente Silva es un eficiente oficial…
—¡Humí Muchacho, para tu información te diré que «Quick» Silva
cuenta en su expediente con una ristra ininterrumpida de «Excelente,
Recomendado para el Ascenso».
—Pero yo supe que era bueno —continué— porque heredé un buen
pelotón. Un buen oficial no iba a ascender a un soldado suyo por… oh, por
muchas razones, y, a pesar de ello, dejar sus dudas por escrito. Pero en este
caso, si no podía recomendarle para sargento, no le habría retenido en la
unidad, trasladándole de la nave en la primera ocasión que se presentara. Pero
no lo hizo. Por eso sé que tenía intención de ascender a Brumby —añadí—.
Lo que no me explico es por qué no lo hizo hace tres semanas, para que
Brumby luciera su tercera sardineta durante el R&R.
El capitán Blackstone hizo un guiño.
—Si hablas así es porque no concedes suficiente crédito en cuanto a ser
eficiente.
—Se… ¿Cómo dice?
—No importa. Has hecho unas buenas deducciones, y yo no espero que
un cadete, como quien dice, todavía «verde», conozca todos los trucos. Pero
escucha, hijo. En tanto dure esta guerra, no asciendas nunca a un hombre
antes de que retornes a la Base.
—Y, ¿por qué no, capitán?
—Hablaste de enviar a Brumby para oficial, si no se le ascendía. Pues allí
es donde hubiera ido precisamente si le hubiese ascendido hace tres semanas.
No te puedes imaginar lo voraces que son en la oficina aquélla. Mira si
quieres en el archivo y verás que se nos piden dos sargentos para la Escuela
de Oficiales. Con el envío de un sargento para oficial y el mando de un
pelotón vacante me hallaba falto de personal y pude eludirlo —hizo una
mueca feroz—. Hijo, ésta es una guerra muy dura y, si no vigilas, tu propia
gente te robará tus mejores hombres.
Sacó dos pliegos de papel de un cajón.
—Mira esto —dijo.
Uno de ellos era una carta de Silva, dirigida al capitán Blackie,
recomendando a Brumby para sargento. Estaba fechada hacía un mes. El otro
pliego contenía el aval de Brumby para sargento, como fecha del día
siguiente a nuestra partida de Santuario.
—¿Te convence esto? —me dijo.
—¿Eh? ¡Oh, claro que sí!
—He estado esperando que descubrieras el punto débil de tu mitad y me
dijiste lo que había que hacer. Me siento satisfecho de que lo descubrieras,
pero sólo a medias porque un experto oficial tenía que haberlo visto en el
acto a través del Cuadro Orgánico y del archivo del servicio. Pero no
importa; así ganarás experiencia. Y ahora, he aquí lo que has de hacer:
escríbeme una carta como la de Silva, con fecha de ayer. Dile al sargento de
tu pelotón que haga saber a Brumby que le has propuesto para una tercera
sardineta, y no menciones nada de lo que hizo Silva. Haremos ver que tú no
sabías nada de eso cuando propusiste la recomendación. Cuando yo le tome
juramento a Brumby, le haré saber que sus dos oficiales le recomendaron
independientemente. Esto le hará sentirse mejor. ¿De acuerdo? ¿Alguna cosa
más?
—Pues… no, en cuanto a organización, al menos que el teniente Silva
tuviera pensado ascender a Naidi, en vez de a Brumby. En tal caso podríamos
ascender a cabos efectivos a dos cabos interinos, con lo cual tendríamos la
ocasión de ascender cuatro soldados a cabos interinos, contando con tres
vacantes existentes en la actualidad. Ignoro si tiene usted por norma cubrir al
máximo el Cuadro Orgánico.
—No está mal —respondió Blackie con voz suave—; como tú y yo
sabemos, algunos de esos muchachos no van a disponer de muchos días para
disfrutarlo. Recuerda que no ascendemos a ninguno de ellos a cabo interino
hasta que no ha estado en combate, al menos en los «Bribones de Blackie».
Háblalo con tu sargento de pelotón y me lo haces saber. No hay prisa; basta
con que sea antes de irnos a la cama esta noche. Y ahora… ¿algo más?
—Bueno… capitán, me preocupan los trajes.
—Y a mí también. Los de todos los pelotones.
—Ignoro lo referente a los otros pelotones, pero con cinco reclutas por
adaptar, más cuatro trajes averiados y cambiados, aparte de otros más
sustituidos por anormal rendimiento la semana pasada… Bueno, no sé cómo
se va a apañar Cunha y Navarre para repasarlo y tenerlo a punto para la fecha
calculada. Eso en el supuesto de que no surjan otras complicaciones.
—Siempre surgen complicaciones.
—Sí, capitán; pero representan doscientas ochenta y seis horas-hombre
para calentamiento y adaptación, más otras ciento veintitrés horas para
comprobaciones rutinarias. Ya sabe que siempre sale algo más.
—Bien, ¿y qué opinas, se debería hacer? Los demás pelotones fe
prestarán su ayuda si terminan su labor antes de tiempo, cosa que dudo. Pero
no nos pidas ayuda a los «Glotones»; lo más probable es que la necesitemos
también.
—Capitán… no sé qué pensará usted de esto, teniendo en cuenta que me
dijo que permaneciera alejado de la tropa. Pero cuando yo era cabo fui
ayudante del sargento de artillería y blindaje…
—Continúa.
—Bueno, pues que al final fui sargento de artillería y blindaje. Pero me
parecía estar en las botas de otro, porque no soy un mecánico completo. No
obstante soy un buen ayudante y si se me permitiera… bueno, puedo calentar
trajes nuevos, o hacer verificaciones rutinarias… y echar una mano a Cunha y
a Navarre.
Blackie se recostó en su asiento y guiñó el ojo.
—Muchacho, he repasado las Ordenanzas cuidadosamente, y no he visto
ningún artículo que prohíba a un oficial mancharse las manos. Digo esto
porque algunos «jóvenes caballeros» de los que se me han asignado parece
ser que 3o habían visto. Está bien; ponte un mono de trabajo y así no te
ensuciarás las manos. Ve a popa y dile al sargento de tu pelotón lo relativo a
Brumby, ordenándole que prepare las recomendaciones para cubrir las
vacantes del Cuadro Orgánico, en el caso de que yo decidiera confirmar tu
recomendación para Brumby. Dile además que te vas a dedicar a la
verificación y reparación de artillería y blindaje, y que deseas que él se cuide
de todo lo demás. Indícale que si tiene algún problema, puede verte en la
armería. No le hagas saber que me lo consultaste; simplemente, dale la orden.
¿Me entiendes?
—Sí, se… Así lo haré.
—Muy bien. Adelante con ello. Cuando pases por la sala de juego, haz el
favor de expresar mis saludos a Rusty y decirle que a ver si arrastra hasta
aquí su perezoso esqueleto.
Jamás estuve tan ocupado como las dos semanas que siguieron; ni
siquiera tanto como cuando estuve en el campamento de instrucción. Porque
no sólo trabajaba de mecánico de artillería y blindaje diez horas diarias, sino
que, además, me veía obligado a estudiar matemáticas, naturalmente, y con el
mareante de profesor era imposible pasarlo por alto. Y no era esto solo,
porque las comidas me llevaban hora y media diaria, aparte de las
necesidades de la vida como era afeitarse, tomar un baño, poner botones de
uniforme y buscar al oficial de policía de a bordo para que abriese el lavadero
a fin de sacar uniformes limpios diez minutos antes de la inspección. (Parece
una norma de la Navy el que sus dependencias se encuentren cerradas con
llave siempre que se necesitan).
Entre montar la guardia, la parada, inspecciones y las pequeñas rutinas
del pelotón, se me iba otra hora diaria. Pero, además, yo era el «George».
Cada unidad tiene su «George» que recae sobre el oficial más moderno. Éste
se cuida de otras misiones extras, cual son atletismo, correo, árbitro de las
competiciones, escuelas, cursos por correspondencia, fiscal de los consejos
de guerra, tesorero del fondo sobre préstamos mutuos, custodio de las
publicaciones registradas, almacén, comedor de la tropa, etcétera, etcétera.
Rusty Graham fue el «George» hasta que tuvo la suerte de cargármelo a
mí. No se sintió tan dichoso cuando insistí en pasar revista minuciosamente al
inventario que yo tenía que firmar. Sugirió que, si yo no tenía el sentido
común bastante para hacerme cargo del inventario firmado de un oficial
comisionado, tal vez una orden directa me hiciera cambiar de tono. Pero yo
insistí obstinado diciéndole que me diera la orden por escrito, con una copia
certificada de forma que yo pudiera quedarme con el original y endosar la
copia al jefe de la unidad.
Rusty se retractó de mala gana, pues un segundo teniente no va a ser tan
estúpido como para dar esa orden por escrito. Yo tampoco lo hice de buen
grado porque Rusty era mi compañero de camarote y profesor en
matemáticas, pero pasamos revista al inventario. Sufrí la reprensión del
teniente Warren, por ser tan absurdamente oficioso, pero abrió su caja fuerte
y me dejó ver las publicaciones registradas. El capitán Blackstone abrió
también la suya sin hacer comentarios. No estoy seguro de si aprobó mi
proceder en aquel asunto.
Las publicaciones estaban bien, pero no los otros efectos. ¡Pobre Rusty!
Había aceptado el inventario de su predecesor, sin verlo siquiera, y ahora
faltaban cosas. Lo peor era que al otro oficial no lo verían porque estaba
muerto. Rusty pasó una noche inquieta… y yo también. Entonces nos fuimos
a ver a Blackie y le dijimos la verdad.
Blackie le echó una buena reprimenda. Luego vio cuáles eran los efectos
que faltaban y encontró la forma de darlos por «desaparecidos en combate».
Aquello redujo las pérdidas de Rusty a unos cuantos días de su haber, pero
Blackie le obligó a continuar en el cargo, a fin de posponer el recuento de
caja indefinidamente.
Pero no todas las obligaciones del «George» producían dolores de cabeza;
allí no había consejos de guerra. Los buenos equipos de combate no los
precisan. Tampoco había correo que censurar, puesto que la nave volaba bajo
el sistema de Cherenkov. Lo mismo ocurría con los préstamos, por razones
similares. El atletismo lo delegué en Brumby. Los arbitrajes tenían lugar muy
pocas veces. El comedor de la tropa era excelente; yo daba el visto bueno al
menú y, a veces, inspeccionaba la cocina (y robaba alguno que otro bocadillo,
vestido con el mono de faena, cuando trabajaba hasta muy tarde en la
armería). Los cursos por correspondencia implicaban un enorme papeleo
puesto que había algunos que, con guerra o sin ella, continuaban su
formación cultural; pero delegué en el sargento de mi pelotón, y los archivos
eran llevados por el cabo interino que le hacía de secretario.
No obstante, las obligaciones del «George», como eran tantas, le
absorbían a uno dos horas diarias.
Como puede verse, mi tiempo se distribuía de la forma siguiente: diez
horas para artillería y blindaje, tres para matemáticas, hora y media para
comidas, dos horas que me llevaban las funciones de «George», y ocho horas
para dormir. Total, veintiséis horas y media diarias. La nave no se encontraba
ya ante el día de veinticinco horas de Santuario. Una vez que partimos de allí
adoptamos el horario de Greenwich y el calendario universal.
La única solución consistía en quitármelo de mis horas de reposo.
A la una de la madrugada me encontraba sentado en la sala de jueces,
esforzándome en estudiar matemáticas, cuando entró el capitán Blackstone.
—Buenas noches, capitán —dije.
—Querrás decir buenos días. ¿Qué diantres te pasa, hijo? ¿Es que padeces
insomnio?
—Oh, no exactamente.
Cogió un puñado de papeles, añadiendo:
—¿Por qué no hace tu sargento los trabajos burocráticos…? ¡Oh,
comprendo. Vete a a la cama.
—Pero, capitán…
—Vuelve a sentarte. Johnnie, he estado buscándote para hablar contigo:
Por las noches, no te veo nunca en la sala de juego. Si paso por tu camarote te
encuentro sentado a la mesa. Cuando tu compañero de camarote se acuesta,
tú te vienes aquí. ¿Cuál es tu problema?
—Bueno… es que siempre ando falto de tiempo.
—Todos lo estamos. ¿Cómo va el trabajo en la armería?
—Muy bien. Creo que lo tendremos a tiempo terminado.
—Eso creo yo también. Escucha, hijo; es preciso que conserves el sentido
de la proporción. Tienes dos deberes primordiales: el primero consiste en ver
si el equipo de tu pelotón está dispuesto, pero ya lo haces. No tienes que
preocuparte por el pelotón en sí, según te tengo dicho. El segundo, tan
importante como el primero, es que debes encontrarte dispuesto para luchar.
En esto pareces estar fallando.
—Estaré dispuesto, capitán.
—No digas tonterías. Apenas si haces ejercicio y no duermes lo
suficiente. ¿Es ésta la manera de entrenarse para un lanzamiento? Hijo,
cuando mandes un pelotón, hay que estar siempre en forma. Desde ahora en
adelante harás ejercicios desde las diecisiete treinta horas a las dieciocho cada
día. A las veintitrés quiero verte acostado con las luces apagadas; y si
permaneces despierto quince minutos durante dos noches seguidas, habrás de
presentarte al médico para que te imponga un tratamiento. Es una orden.
—Sí, señor —dije sintiendo que el mamparo se caía sobre mí, pero añadí
lleno de desespero—: Capitán, ¿cómo es posible que me acueste a las
veintitrés… y, sin embargo, me deje todo hecho?
—Pues no lo hagas todo. Hijo, como digo, debes mantener el sentido de
la proporción. Dime cómo empleas el tiempo.
Se lo dije y él asintió con la cabeza.
—Justamente lo que me pensaba —dijo al tiempo que tomaba mis
«deberes» de matemáticas y los sacudía delante de mí—. Tira esto. Ya sé que
deseas aprender matemáticas. ¿Pero por qué trabajar tan duro cuando dentro
de poco entraremos en acción?
—Bueno, yo pensaba…
—«Pensar» es precisamente lo que no has hecho. Hay cuatro
posibilidades para que dejes de estudiar tanto, pero con una sola basta. La
primera y principal es que puedes morir en la acción. Segunda, puedes quedar
inválido y ser retirado con un ascenso honorario. A lo mejor sales indemne de
todo… pero sufres un suspenso por tu examinador, es decir, por mí. Esto es
exactamente a lo que te estás haciendo acreedor en estos momentos, hijo.
Piensa que no permitiré que seas lanzado al combate si te veo con los ojos
encarnados por falta de dormir y con los músculos fláccidos a causa de tan
poco ejercicio. La última posibilidad es que pilles un constipado o te pongas
enfermo… en cuyo caso a lo mejor te permitía saltar conduciendo tu pelotón.
Pero supongamos que eres capaz de salir con todo adelante, y nos brindas la
mejor escena guerrera que jamás vieron los tiempos desde que Aquiles mató
a Héctor, y yo te apruebo. Habiendo dejado a un lado las matemáticas,
podrías terminarlas en nuestro viaje de regreso. Pero de eso me encargaré yo.
Hablaré con el mareante. De todo lo demás quedas relevado desde ahora
mismo. En nuestro viaje de retorno, si volvemos, estudias cuantas
matemáticas quieras. Pero no llegarás a ninguna parte si no aprendes a hacer
las cosas por el principio. ¡Así que vete a dormir!
Una semana más tarde realizamos un «rendezvous», saliendo del sistema
Cherenkov para correr a menos velocidad que la de la luz, mientras que la
flota intercambiaba señales. Recibimos instrucciones, plan de batalla y
nuestra Misión y Orden, cuyo mensaje era más largo que una novela, pero
nos dijeron que no íbamos a saltar.
Deberíamos estar en la Operación, pero descenderíamos cómodamente en
las naves de rescate, igual que caballeros. Esto era factible porque la
Federación dominaba ya la superficie, que había sido tomada por las
divisiones II, III y V de la I.M., las cuales pagaron su tributo.
Aquel territorio no parecía ser digno del precio pagado por él. El planeta
P es más pequeño que la Tierra con una gravedad en la superficie de 0,7.
Principalmente es una especie de océano ártico, frío, y cubierto de rocas, con
una flora formada de liqúenes y sin fauna de interés. Su aire no es respirable
por mucho tiempo, estando contaminado de óxido nitroso y de una gran
proporción de ozono. Su único continente tiene aproximadamente una
extensión como la mitad de Australia, además de muchas islas inservibles.
Probablemente requeriría mayores trabajos de acondicionamiento que Venus
para que pudiéramos valernos de él.
Sin embargo, nosotros no estábamos comprando aquel predio para vivir
en él. Estábamos allí porque estaban los «bugs», y ellos también habían ido a
él a causa de nosotros. Eso es lo que opinaba nuestro Estado Mayor. Nos
decía el Estado Mayor que el planeta P era una base avanzada incompleta,
probabilidad el más menos 87 ó el 6, respectivamente, por ciento, para ser
usada contra nosotros.
Si el planeta carecía de valor, la mejor manera de eliminar esta base de
los «bugs» habría consistido en mantener la Navy a una distancia segura y
eliminar aquel horrible esferoide, inhabitable tanto para el Hombre como para
el Bug. Pero el Alto Mando pensaba de otra forma.
La operación consistía en un «raid». Suena a poco veraz el llamar «raid»
a una batalla que comprendía cientos de naves espaciales y miles de bajas,
sobre todo teniendo en cuenta que, mientras tanto, la Navy y otros muchos
soldados estaban operando a distancias de varios años-luz, dentro del espacio
de los «bugs», para mantenerlos ocupados e impedir que enviasen refuerzos
al planeta P.
Pero el Alto Mando no desperdiciaba hombres; este gigantesco «raid»
podía determinar quién ganaría la guerra, ya fuera al año siguiente o dentro
de treinta años. Necesitábamos saber más sobre la psicología de los «bugs».
¿Tendríamos que eliminar a todos ellos de la Galaxia? ¿O sería posible
dominarlos e imponer la paz? Lo ignorábamos. Sabíamos menos acerca de
ellos que sabemos acerca de las termitas.
Para conocer su psicología teníamos que comunicarnos con ellos,
enteramos de sus motivaciones, descubrir por qué luchaban y bajo qué
condiciones se detendrían. Para ello, el Cuerpo de Psicología de Guerra
necesitaba prisioneros.
Los trabajadores «bugs» son fáciles de capturar. Pero un trabajador de
éstos es poco más que una máquina animada. A los guerreros se les puede
capturar al quemarles los miembros y dejarles indefensos, pero, sin un
cerebro rector, son casi tan estúpidos como los obreros. De tales prisioneros,
nuestros propios sabios habían hecho importantes descubrimientos; gracias a
ello habían inventado un gas aceitoso que mataba a los «bugs» pero no a
nosotros, analizando los elementos bioquímicos de guerreros y trabajadores,
y pudimos contar con nuevas armas a causa de tales investigaciones, en el
breve plazo de tiempo transcurrido desde que yo me enrolé. Pero para
descubrir el por qué luchaban los «bugs» necesitábamos estudiar a su casta
pensadora. Por otra parte, esperábamos, asimismo, intercambiar prisioneros.
Hasta ahora no habíamos capturado nunca vivo a ningún «bug» pensador.
Habíamos limpiado la superficie de algunas colonias, tales como la de Sheol
o, con frecuencia, realizado incursiones descendiendo a las entrañas del
planeta a través de sus agujeros y ya no volvieron más. De esa forma se
habían perdido muchos hombres valerosos.
Pero todavía habíamos perdido más al no conseguir realizar su rescate. A
veces, un grupo de combatientes se quedaba sobre el terreno de un planeta
porque su nave o naves eran borradas del cielo. ¿Qué les sucedía a tales
hombres? Posiblemente morían hasta el último de ellos. Lo más probable es
que lucharan hasta agotar la fuerza de sus trajes y municiones. Llegado este
extremo, son capturados con tanta facilidad como si de escarabajos se tratara
yaciendo sobre sus espaldas.
Sabíamos, por los «skinnies», nuestros co-beligerantes, que muchas de
nuestras tropas desaparecidas aún estaban vivas, prisioneras de los «bugs».
Pensábamos que serían militares, o al menos estábamos seguros de que había
cientos de ellos. La inteligencia opinaba que los prisioneros eran siempre
llevados a Klendathu. Los «bugs» sienten tanta curiosidad hacia nosotros,
como nosotros la sentimos hacia ellos. Una raza de individuos como la
nuestra, que es capaz de construir astronaves, ciudades, y ejércitos, puede
resultar mucho más misteriosa para una entidad constituida en forma de
colmena, como son los «bugs», que la intriga que nosotros podamos sentir
hacia ellos.
Como puede comprenderse, necesitábamos rescatar a aquellos
prisioneros.
En la fría lógica del universo, esto puede constituir una debilidad. Tal vez
alguna raza, que no se preocupe por rescatar a los suyos, consiga explotar
esta flaqueza humana nuestra y eliminamos. Los «skinnies» apenas si sufren
semejante flaqueza y los «bugs» no parecen conocerla en absoluto. Nadie vio
jamás a un «bug» acudir en ayuda de un compañero herido. Saben cooperar
perfectamente en la lucha, pero cuando sus unidades carecen de utilidad son
abandonadas.
Nuestro comportamiento es diferente. Cuántas veces hemos visto morir a
dos personas que intentaban salvar a un niño que se estaba ahogando. Si un
hombre se pierde en las montañas, centenares de hombres emprenderán su
búsqueda y, con frecuencia, dos o tres de ellos encontrarán la muerte. Y si se
repite el caso, volverán a salir otros tantos voluntarios en su búsqueda.
Esto es poco aritmético… pero muy humano. Está expresado en todos
nuestros folklores, en cada religión humana, a lo largo de nuestra entera
literatura; es una convicción racial de que cuando un ser humano se encuentre
en peligro, los demás semejantes no deben escatimar el precio de su rescate.
¿Debilidad? Puede que sea la principal fortaleza que nos hace conquistar
una Galaxia.
Debilidad o fortaleza, lo cierto es que los «bugs» no la tienen; esto
imposibilitaba la acción de intercambiar soldados.
Pero en una poligarquía al estilo de la colmena, ciertas castas tienen su
valor. Al menos esto pensaban nuestros técnicos en Psicología de la Guerra.
Si conseguíamos capturar a los «bugs» pensadores, sanos y salvos,
estaríamos en condiciones óptimas para negociar. ¡Y supónganse que
capturáramos a una reina!
¿Qué valor comercial tendría una reina? ¿El de un regimiento de
soldados? Nadie lo sabía pero en el Plan de Batalla se nos ordenaba capturar
a la «realeza» de los «bugs», pensadores y reinas, «a toda costa», bajo el
supuesto de canjearlos por seres humanos.
El tercer propósito de la Operación Realeza era el de desarrollar métodos:
cómo descender por sus agujeros, cómo sacarles de ellos y cómo ganar la
guerra sin el uso de las armas totales. De soldado nuestro a guerrero suyo,
nosotros podíamos derrotarlos sobre el terreno; de nave a nave, las nuestras
eran mejores; pero, hasta el presente, no habíamos sido afortunados al
intentar perseguirles en sus madrigueras subterráneas.
Si no conseguíamos intercambiar prisioneros bajo cualquier término,
todavía nos quedaban tres recursos: a) ganar la guerra; b) ganarla en forma
que pudiéramos abrigar la esperanza de rescatar a nuestros soldados
prisioneros, y c) morir en el intento y perder la guerra, cosa bastante posible.
El planeta P era un buen campo experimental para determinar si era posible
sacarlos de sus agujeros y acabar con ellos.
Las tácticas fueron leídas a cada soldado y nuevamente volvió a
escucharlas en su sueño durante la preparación hipnótica. Por tanto, si bien
todos sabíamos que la Operación Realeza perseguía el eventual rescate de
nuestros compañeros, también estábamos enterados de que en el planeta P no
había prisioneros humanos, puesto que allí no habíamos hecho ningún «raid».
Así, pues, no existirían razones para pretender ganar medallas, bajo el
violento deseo de tomar parte personal en el rescate. Era otra cacería de
«bugs», aunque llevada a cabo con fuerzas masivas y nuevas técnicas. Nos
proponíamos «pelar» aquel planeta, como si fuera una cebolla, hasta estar
convencidos de que no quedaba escondido en él un solo «bug».
La Navy había arrasado las islas y la parte no ocupada del continente,
hasta convertirlos en una superficie radiactiva. Podíamos lanzarnos contra los
«bugs» sin miedo a nuestra retaguardia. La Navy mantenía, asimismo, una
nutrida red de patrullas, en apretadas órbitas en torno al planeta, a fin de
guardarnos y escoltar los transportes, así como de vigilar la superficie para
estar seguros de que los «bugs» no irrumpían detrás de nosotros a pesar del
bombardeo radiactivo.
De acuerdo con las órdenes del Plan de Batalla, los «Bribones de
Blackie» nos encargaríamos de apoyar a la fuerza de choque, cuando se nos
ordenase o cuando se presentara la ocasión, relevando a otra compañía en la
zona conquistada, protegiendo a otras unidades en la misma, manteniendo
contacto con las unidades de la I.M. que nos rodeaban… y abatiendo a todos
los «bugs» que asomasen sus horribles cabezas.
En vista de ello, nuestro descenso resultó cómodo y sin oposición
enemiga. Yo conduje mi pelotón trotando dentro de nuestros trajes
acorazados. Blackie se fue a reunir con el capitán que mandaba la compañía
que estaba relevando, se hizo cargo de la situación y consideró el terreno.
Luego se dirigió hacia el horizonte igual que una liebre espantada.
Hice que Cunha enviara los exploradores de sus primeras secciones a fin
de localizar los extremos avanzados de mi área de patrulla y mandé al
sargento de mi pelotón para que se desplegase a mi izquierda y estableciera
contacto con otra patrulla del V Regimiento. A nosotros, el III Regimiento, se
nos había encomendado cubrir una extensión de trescientas millas de anchura
por ochenta de profundidad. Mi zona formaba un rectángulo de cuarenta
millas de profundidad por diecisiete de anchura, situada en la punta avanzada
del flanco izquierdo. Detrás de nosotros venían los «Glotones», el pelotón del
teniente Khoroshen a la derecha, y Rusty iba más allá.
Nuestro I Regimiento había relevado ya a un regimiento de la V División
que se hallaba delante de nosotros, sirviéndonos de vanguardia. Delante y
atrás, a derecha e izquierda, según la orientación del Plan de Batalla, cada
traje de mando llevaba marcadas las coordenadas que coincidían con el
terreno de operaciones. No teníamos un frente verdadero, sino simplemente
una zona, y la única batalla que hasta entonces se estaba librando estaba a
varios cientos de millas de distancia, arbitrariamente a nuestra derecha y a
nuestra retaguardia.
En algún sitio de aquéllos, probablemente a doscientas millas, estaría el
segundo pelotón, de la Compañía G, 2? Batallón, del III Regimientot,
vulgarmente llamados «Los Camorristas».
O a lo mejor se encontraban a cuarenta años-luz de distancia. La
organización táctica nunca coincide con el Cuadro Orgánico. Todo lo que yo
sabía del Plan era que una unidad llamada «2° Batallón» se encontraba sobre
nuestro flanco derecho, al otro lado de los muchachos del Normandy Beach.
Pero ese batallón podía venir prestado de otra división. El mariscal del
Espacio juega su partida de ajedrez sin consultar a las piezas.
De todos modos, yo no debía estar pensando en «Los Camorristas» en
aquel instante, porque tenía mucho que hacer en los «Glotones». Mi pelotón
estaba bien por el momento, seguro en un planeta hostil, pero yo tenía mucho
por hacer antes de que la primera escuadra de Cunha llegara a la punta
avanzada. Tenía que:
1) Localizar al jefe del pelotón que había estado ocupando mi área.
2) Establecer mis extremos e identificarlos a los jefes de escuadra y
sección.
3) Establecer contacto con ocho jefes de pelotón sobre mis flancos y
extremos de vanguardia, cinco de los cuales (es decir, los de los regimientos
V y I) estarían ya en posición, y otros tres (como Khoroshen, de los
«Bribones», y Bayonne y Sukarno, de los «Glotones») que en aquellos
momentos estaban entrando en posición.
4) Hacer que mis muchachos se desplegaran a sus puntos respectivos, lo
más rápidamente posible y por las rutas más cortas.
El último tenía que situarse el primero en su puesto, dada la columna en
formación abierta que adoptamos al desembarcar. La última escuadra de
Brumby tenía que desplegarse hacia el flanco izquierdo. La de Cunha se
extendía desde el frente hacia la izquierda en oblicuo. Las otras cuatro
escuadras, entretanto, se abrirían en abanico.
Se trataba de un despliegue normal en redondo, cuya forma rápida de
realizarlo ya había sido estudiada a bordo por nosotros.
—¡Cunha, Brumby! —exclamé, valiéndome del circuito correspondiente
—. Hagan el despliegue.
—Roger, secciones una y dos.
—Jefes de sección, tomen el mando y prevengan a los reclutas, que son
varios. No quiero bajas por error —mordí el circuito privado y dije—: Sarge,
¿ha establecido contacto por la izquierda?
—Sí, señor. Ellos me ven a mí y también a usted.
—Está bien. No veo ninguna boya en nuestro punto de aterrizaje…
—Han desaparecido.
—… entonces seleccione a Cunha por el D. R. Lo mismo al explorador
Hughes; que Hughes establezca una nueva boya.
Me pregunté por qué el III y el V no habrían reemplazado las boyas de
aterrizaje, en mi extremo avanzado izquierdo, donde se agruparon tres
regimientos. De nada servía hacer comentarios.
—Contraseña D. R. —proseguí—. Sigan dos, siete, cinco; millas doce.
—Señor, el reverso marca nueve, seis; doce millas escasas.
—Bastante aproximado. Todavía no hallé mi número opuesto, así que me
dispongo a localizarlo y corto.
—Suerte, señor Rico.
Me lancé a toda marcha, usando el circuito de oficiales.
—«Square Black One», responda. «Black One», los «Querubines de
Chang», ¿me oyen? ¡Respondan!
Yo quería hablar con el jefe del pelotón que estábanlos relevando, no
solamente por decir «estás relevado». Necesitaba hablar con él. No me
gustaba lo que había visto.
Una de dos: o el Alto Mando obró con excesivo optimismo creyendo que
habíamos montado una abrumadora fuerza contra una base pequeña de los
«bugs», no desarrollada plenamente, o a los «Bribones» les habían
adjudicado un terreno que se hundía bajo sus pies. En el escaso tiempo que
llevaba fuera de la nave, yo había localizado media docena de trajes
blindados sobre el terreno, vacíos supongo, o con sus ocupantes muertos,
pero demasiado lejos para poderlos ver.
Además de aquello, mi radar táctico mostraba un pelotón entero, el mío,
entrando en posición y sólo una dispersión en avance o todavía en la estación.
Tampoco podía ver ningún sistema que captara sus movimientos.
Yo era el responsable de las 680 millas cuadradas de terreno hostil y
deseaba imperiosamente descubrir todo cuanto pudiera antes de que mis
propias escuadras se adentraran en él. El Plan de Batalla había ordenado una
nueva doctrina táctica que a mí se me antojaba decepcionante. Consistía en
no cerrar los túneles de los «bugs». Blackie lo había explicado
entusiásticamente como si fuera de su propia invención, pero yo dudo que le
gustara.
La estrategia era simple y yo creo que lógica, siempre y cuando nos
hubiéramos podido permitir tales pérdidas. Consistía en dejar que los «bugs»
salieran a la superficie y allí matarlos; en dejarles que continuaran saliendo.
Pero sin bombardear ni gasear sus agujeros. Después de algún tiempo, un día,
dos días, una semana, si realmente contábamos con una fuerza abrumadora,
acabarían de salir. Según apreciaciones del Estado Mayor, los «bügs»
emplearían del 70 al 90 por ciento de sus guerreros antes de cejar en su
empeño por arrojarnos de la superficie.
Luego comenzaríamos a «pelar» la cebolla, matando a los guerreros
supervivientes en nuestro descenso hacia sus entrañas para capturar a la
«realeza» con vida. Sabíamos que la casta pensadora era semejante. Los
habíamos visto muertos, por fotografía, y nos constaba que no podían correr.
Apenas si tenían patas y sus cuerpos eran abotargados, en su mayoría
compuestos del sistema nervioso. Las reinas no habían sido vistas nunca por
ningún ser humano, pero el Cuerpo de Guerra Química preparó unos bocetos
sobre cómo podrían ser: eran unos monstruos inmundos, mayores que un
caballo y totalmente inmóviles.
Aparte de las castas pensadores y de las reinas, podía existir otro tipo de
«realeza»; habría que alentar a sus guerreros para que salieran y murieran, y
después capturar a todos los que ño fuesen dichos guerreros o trabajadores.
Un plan necesario y muy bonito, sobre el papel. Lo cual significaba que
yo tenía una zona de 17 por 40 millas, y era posible que estuviese acribillada
de agujeros «bugs». Necesitaba las coordenadas de cada uno de ellos.
Si eran demasiados los que había, entonces podría concentrarme sobre
unos cuantos y desplegar a mis hombres para que vigilasen los otros. Un
soldado con su traje de merodeador puede cubrir mucho terreno, pero le
resulta imposible mirar todos los objetos al mismo tiempo; no es ningún
superhombre.
Me lancé varias millas al frente de la primera escuadra, sin dejar de
llamar al jefe del pelotón de los Querubines, mientras variaba mi llamada
dirigiéndome a cualquier oficial de ellos y describiendo las características del
dispositivo de transmisión de mi boya (dah-di-dah-dah).
Ninguna respuesta.
Por último obtuve una de mi jefe:
—¡Johnnie, déjate de hacer tanto ruido! Respóndeme por el circuito de
conferencias.
Así lo hice y Blackie me dijo hoscamente que desistiera de llamar al jefe
de los Querubines en la Square Black One, porque no quedaba ninguno. ¡Oh,
puede que quedase algún no comisionado vivo en alguna parte, pero la
cadena de mando se había roto!
Según las Ordenanzas, hay siempre alguien que ocupe los puestos vacíos.
Y hay que ocuparlos aunque sean varios los eslabones rotos, tal y como me
había dicho el coronel Nielssen en una ocasión, en un pasado confuso… casi
hacía un mes.
El capitán Chang había entrado en acción con tres oficiales, además de él.
Ahora sólo quedaba uno, Abe Moise, mi compañero de clase, y Blackie
estaba tratando de conocer la situación a través de él. Abe no fue de mucha
ayuda. Cuando yo me uní a la conferencia y me identifiqué, Abe pensó que
yo era su jefe de batallón y facilitó un informe casi desalentadoramente
preciso, dada la total carencia de sentido.
Blackie interrumpió y me dijo a mí que continuara adelante.
—Olvídate de las buenas noticias. La situación la puedes ver tú mismo,
echando un vistazo a tu alrededor.
—¡Entendido, jefe!
Me lancé a través de mi propia zona, hacia el extremo más alejado, o sea
el de aterrizaje, avanzando tan rápido como pude y establecí contacto con mi
primer circuito.
—¡Sarge! ¿Qué hay sobre la boya?
—No queda sitio en aquella parte, señor. Se ha abierto un nuevo cráter,
como de la escala seis.
Emití un silbido para mí solo. En un cráter de la escala seis se podría
introducir al Tours. Uno de los medios empleados por los «bugs» contra
nosotros cuando nos encontrábamos luchando sobre la superficie de su
terreno, consistía en las minas de tierra. No parecían emplear nunca misiles,
como no fuera desde naves espaciales en vuelo. Si te encontrabas sobre el
terreno, cerca de la explosión, el cráter te engullía, y si te pillaba saltando por
el aire, la conmoción producida por la onda explosiva podía trastornar tus
giróscopos y dejar el traje fuera de control.
Yo no había visto nunca un cráter superior al de la escala cuatro. Según
nuestras teorías, ellos no se atrevían nunca a provocar explosiones demasiado
potentes.
—Ponga otra boya equivalente —le dije—. Dígaselo a los jefes de
sección y escuadra.
—Así lo haré, señor. Angulo: uno, uno, cero; millas: uno, punto, uno. Da-
di-dit. Podrá leerlo con facilidad, señor, sintonizando el tres, tres, cinco,
desde donde está.
Su voz sonaba tan calmosa como la de un sargento-instructor en un
ejercicio. Me pregunté si la mía no estaría siendo demasiado chillona.
Encontré lo que me decía en la indicación situada sobre mi ceja izquierda:
uno largo y dos cortos.
—De acuerdo. Veo que la primera escuadra de Cunha está a punto de
entrar en posición. Que se reparta dicha escuadra y patrulle por el cráter.
Compense las áreas. Brumby tendrá que tomar cuatro millas más de
profundidad.
Pensé lleno de inquietud que cada hombre patrullaba ya en una extensión
de catorce millas cuadradas. El querer abarcar tanto implicaba dieciséis
millas cuadradas por hombre, y un «bug» podía aparecer a través de un
agujero de menos de cinco pies de anchura.
—¿Cómo está el cráter de «caliente»? —pregunté.
—Por los bordes, rojo ámbar, señor. Yo no he estado en él.
—No se metan dentro. Lo comprobaré después.
Aquella temperatura podría matar a un hombre que no llevara protección,
pero un soldado del espacio con su traje acorazado aguantaría sus efectos
durante un buen rato. Si en los bordes existía semejante radiación, la reinante
en el fondo freiría los ojos de cualquiera.
—Dígale a Naidi que ponga a Malan y a Bjork en la zona ámbar para que
monten escuchadores del terreno.
De mis cinco reclutas, dos estaban en la primera escuadra, y los reclutas
son como los cachorros: les gusta meter las narices en todas partes.
—Dígale a Naidi que me interesan dos cosas: el movimiento en el interior
del cráter, y los ruidos en el terreno que lo circunda.
Nosotros no habríamos mandado tropas a través de un agujero tan
radiactivo porque la mera salida les habría matado. Pero los «bugs» no tenían
el menor reparo en hacerlo, si de esta manera podían capturarnos.
—Que Naidi me pase sus informes… Quiero decir que nos los pase a
usted y a mí.
—Sí, señor —añadió el sargento de mi pelotón—. ¿Puedo hacer una
sugerencia?
—Por supuesto. Y no es necesario que pida permiso para hacerla la
próxima vez.
—Navarre podría manejar el resto de la primera sección. El sargento
Cunha podría llevar la escuadra hasta el cráter y dejar a Naidi libre para
supervisar la vigilancia de los escuchadores subterráneos.
Yo sabía lo que él estaba pensando. Naidi era un cabo tan reciente que
nunca había mandado una escuadra sobre el terreno y, por tanto, era el menos
indicado para cubrir lo que parecía la parte más peligrosa de Square Black
One. Deseaba sacar de allí a Naidi por las mismas razones que yo sacara a los
reclutas.
Me pregunté si sabría en qué estaba yo pensando. Aquel «cascanueces»
estaba usando el mismo traje que llevara cuando formaba la plana mayor del
batallón de Blackie y contaba con un circuito más que yo; el circuito privado
del capitán Blackstone.
Blackie se hallaba probablemente al tanto, escuchando a través de aquel
circuito especial. Ciertamente, el sargento de mi pelotón no estaba de acuerdo
con mi disposición sobre el mismo. Si yo no tomaba su consejo, lo primero
que escucharía yo sería posiblemente la voz de Blackie diciendo: «Sargento,
hágase cargo del pelotón. Señor Rico, queda relevado».
Pero, ¡diantre!, un cabo al que no se le permite mandar en su escuadra no
es tal cabo… y jefe de pelotón que se limita a repetir lo que dice el sargento
era como un traje vacío. No me. lo pensé más.
—No puedo desperdiciar un cabo amamantando a dos reclutas, ni a un
sargento para que mande a cuatro soldados y a un cabo.
—Pero…
—Ni una palabra más. Quiero que la vigilancia del cráter se releve cada
hora. Quiero que nuestra primera patrulla salga en seguida. Los jefes de
escuadra comprobarán todos los agujeros mencionados en el informe,
estableciéndose boyas sobre ellos para que los jefes de sección, los sargentos
y los jefes de pelotón puedan identificarlos cuando se los encuentren. Si no
son demasiado numerosos, montaremos una guardia sobre cada uno… Más
tarde decidiré.
—Sí, señor.
—En la segunda ronda, quiero que se haga la patrulla con mayor lentitud,
tan apretada como sea posible, a fin de descubrir los agujeros que se nos
pasaran en la primera. Los ayudantes del jefe de escuadra usarán lentes
infrarrojos en esta pasada. Los jefes de escuadra tendrán bajo su control a
todos los soldados, o trajes, que haya sobre el terreno; los Querubines pueden
haber dejado algún herido con vida. Pero que nadie se detenga, ni siquiera
para comprobar el estado físico, hasta que yo lo ordene. Primero hemos de
conocer la situación de los «bugs».
—Sí, señor.
—¿Alguna sugerencia?
—Sólo una, señor —respondió—. Yo creo que los exploradores de la
escuadra deberían usar los lentes infrarrojos en esta primera pasada.
Esta sugerencia tenía sentido, puesto que la temperatura del aire de la
superficie era mucho más baja que la usada por los «bugs» en sus túneles; de
cualquier agujero camuflado saldría un penacho semejante a un geyser visto
con los gemelos infrarrojos. Eché un vistazo a mi pantalla de radar.
—Los muchachos de Cunha están casi en el límite. Inicie su marcha.
—Muy bien, señor.
—Corto.
Cambié al circuito general y proseguí hacia el cráter en tanto escuchaba a
todos a la vez, mientras que el sargento de mi pelotón revisaba el plan
preestablecido, destacando a una escuadra para que se encaminara al cráter y
partiendo de dos escuadras, mientras se mantenía la segunda sección en un
movimiento rotativo, tal y como se había planeado de antemano, pero con un
aumento de cuatro millas de profundidad. Alcanzó la marcha de las
secciones, las mandó reunirse y se unió a la primera escuadra cuando
convergía sobre el cráter de llegada. Le dio instrucciones y volvió con los
jefes de sección con tiempo suficiente para facilitarles la nueva orientación
sobre su regreso.
Todo esto lo hizo con tanta precisión como las percusiones del tambor
mayor en una parada, y lo ejecutó con más rapidez y menos palabras de las
que podría yo haber empleado. El realizar estas operaciones con un pelotón
diseminado sobre muchas millas de terreno, resultaba mucho más difícil que
los movimientos acompasados del tambor en una parada, pues requería suma
precisión para impedir que vueles la cabeza de tu propio compañero durante
la acción, o, como en el presente caso, el pasar dos veces sobre el mismo
punto y dejar otros sin recorrer.
Pero el director del ejercicio sólo tenía un control de radar de su
formación; sólo podía ver con sus ojos a los que tenía cerca de él. Mientras
yo escuchaba, lo observaba, lo observaba en mi propia pantalla; era como una
luciérnaga que se pasaba arrastrando frente a mi rostro en líneas.
«Arrastrándose» porque incluso a cuarenta millas por hora resulta una
marcha lenta cuando se trata de una formación de veinte millas de espesor en
cualquier despliegue visto por un hombre.
Yo escuchaba a todo el mundo a la vez, porque deseaba oír lo que decían
las escuadras.
No se oía nada. Cunha y Brumby delegaron en sus mandos secundarios y
callaron. Los cabos se dejaban oír cuando era necesario hacer cambios en las
escuadras. Los cazadores de sección y escuadra daban ocasionales
correcciones de intervalos y alineación, y los soldados rasos no decían una
palabra.
Yo oía la respiración de cincuenta hombres igual que el mudo resoplido
de las olas rompientes, quebrado tan sólo por las órdenes necesarias con las
menos palabras posibles. Blackie tenía razón; se me había hecho entrega de
un pelotón «mejor templado que un violín».
En realidad, no me necesitaban. Podría haberme marchado a casa, y el
pelotón habría seguido funcionando igual de bien. Quién sabe si todavía
mejor.
Yo no estaba seguro de tener razón cuando saqué a Cunha para vigilar el
cráter. Si surgían complicaciones y a aquellos muchachos no se los podía
socorrer a tiempo, la excusa de obrar «con arreglo a las Ordenanzas» carecía
de valor. Tan perjudicial resulta que te dejes matar, o dejes que maten a otros,
«con arreglo a las Ordenanzas» como de cualquier otro modo.
Me pregunté si en los «Camorristas» no quedaría una vacante de
sargento.
La mayor parte de la zona conocida por Square Black One, era tan plana
como la pradera que rodeaba al campamento Currie, y mucho más
improductiva. En esto me sentí afortunado, porque nos brindaba una buena
oportunidad para localizar y destruir con facilidad a los «bugs» que surgieran
sobre la superficie. Ibamos tan diseminados sobre el terreno que la mayor
ligazón permitida era de cuatro millas de intervalo entre hombre y de unos
seis minutos de distancia entre patrulla y patrulla. Esta formación no es lo
suficientemente compacta; la parte localizada permanecería sin observación
por lo menos tres o cuatro minutos desde una oleada a otra, y en tres minutos
podían aparecer muchos «bugs» sobre el terreno sin ser vistos. Cierto que el
radar puede ver a mayor distancia que el ojo humano, pero no con tanta
precisión y detalle.
Además de esto, nosotros no nos atrevíamos a emplear más que armas
selectivas de corto alcance, ya que nuestros propios compañeros estaban
desperdigados alrededor nuestro en todas direcciones. Si aparecía un «bug» y
le repelías con armas letales, lo más seguro es que al otro lado de él se
encontrase algún soldado de los nuestros; esto limitaba considerablemente el
alcance y poder de las armas a emplear. En esta operación, sólo los sargentos
y oficiales iban armados de cohetes y, aun así, no pensábamos tener que
usarlos. Si un cohete no hace blanco en su objetivo, tiene la mala costumbre
de seguir buscando hasta encontrar otro… y los cohetes no saben distinguir a
los nuestros del contrario. El cerebro que va dentro del cohete resulta
altamente estúpido.
Yo de buena gana hubiera cambiado aquella patrulla, sobre cuya área
había miles de infantes en torno a nosotros, por otra acción de choque llevada
a cabo con un solo pelotón, en donde conoces la posición de los tuyos,
sabiendo que todo lo demás es territorio enemigo.
No malgasté el tiempo en lamentaciones. Seguí adelante hacia el cráter, al
tiempo que observaba el terreno y trataba de cotejarlo con la pantalla de
radar. No encontré ningún agujero «bug», pero salté sobre un torrente seco,
casi un cañón, en donde podían esconderse varios. No me detuve a mirarlo;
simplemente di las coordenadas al sargento de mi pelotón y le dije que
enviara alguien a inspeccionarlo.
El cráter era todavía mayor de lo que había supuesto; el Tours se habría
perdido dentro de él. Orienté mi contador de radiación hacia la cascada
direccional, tomé lecturas sobre el suelo y lados del cráter y obtuve unos
datos pocos tranquilizadores por resultar un tanto insalubres para un hombre
expuesto a ellos un buen rato, aunque fuera con un traje blindado. Calculé su
profundidad y anchura con el buscador de campo de mi escafandra y luego
estuve merodeando a su alrededor tratando de localizar bocas subterráneas.
No encontré ninguna, pero me acerqué hasta los servicios de vigilancia
instalados en el cráter por pelotones vecinos de los regimientos V y I,
consiguiendo montarla por sectores en una acción combinada que resultara
factible el demandarse ayuda entre los tres pelotones, todo lo cual sería
posible a través del primer teniente Do Campo de los «Cazadores de
Cabezas», situados a nuestra izquierda. Luego saqué al cabo de Naidi y
media escuadra, incluyendo a los reclutas, y los envié al pelotón, de todo lo
cual informé a mi jefe y al propio sargento.
—Capitán —le dije a Blackie—, hasta ahora no hemos captado
vibraciones subterráneas. Voy a bajar para inspeccionar en busca de agujeros.
Las lecturas dicen que no encontraremos demasiados si…
—Joven, permanece fuera del cráter.
—Pero, capitán; sólo quería…
—Ni media palabra. No podrás obtener nada útil. Quédate fuera.
—Sí, señor.
Las siguientes nueve horas resultaron tediosas. Habíamos sido preparados
de antemano para soportar cuarenta horas de servicio, dos revoluciones del
planeta P, mediante un sueño compulsorio, elevación de la cantidad de azúcar
contenido en la sangre e hipnoinstrucción, aparte de que los trajes,
naturalmente, son autosuficientes para las necesidades personales de su
portador. Dichos trajes no tienen autonomía para tantas horas, pero cada
hombre llevaba unidades de fuerza extra y de energía superior, mediante
cápsulas de aire de repuesto. No obstante, una patrulla sin incidentes ni
acción acaba siendo presa del aburrimiento.
Pensé que sería conveniente el que Cunha y Brumby se turnaran haciendo
de sargento, con lo cual dejaba al sargento propiamente dicho libre para
explorar alrededor. Di órdenes para que ninguna descubierta se hiciera en la
forma anterior, de manera que cada hombre inspeccionase un terreno nuevo
para él. Hay numerosas formas de cubrir una zona dada, realizando varias
combinaciones. Además de esto, previa consulta con mi sargento, ofrecí
puntos para entrar a formar en la escuadra de honor a quien primero
descubriera un agujero «bug», lo destruyera, etc. Es un truco de campamento
de instracción que ayuda a permanecer alerta, a conservar la vida y a alejar el
aburrimiento.
Finalmente recibimos la visita de una unidad especial formada por tres
ingenieros de guerra, en un vehículo aéreo utilitario, acompañando a un
talento, a un «médium espacial». Blackie me había advertido sobre su
llegada.
—Protégelos y dales cuanto necesiten.
—Sí, señor. ¿Y qué van a necesitar?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Si el mayor Landry te pide que te
arranques la piel y bailes delante de ellos en tus propios huesos, ¡hazlo!
—Sí, señor. Lo que diga el mayor Landry.
Dejé correr las voces y nombré centinelas por subzonas. Luego fui a
recibirlos tan pronto como llegaron, sintiendo gran curiosidad en ver trabajar
por primera vez a un talento espacial. Descendieron junto a mi flanco derecho
y saltaron fuera del vehículo. El mayor Landry y los dos oficiales llevaban
armaduras y lanzallamas, pero el talento tan sólo iba provisto de una máscara
de oxígeno. Iba vestido con un uniforme de campaña, sin insignias de clase
alguna, y parecía mostrar gran desdén hacia todo aquello. No me lo
presentaron. Parecía un muchacho de dieciséis años… hasta que lo tuve más
cerca y pude contemplar la profusa red de arrugas que circundaban sus
cansados ojos.
Nada más salir se quitó la máscara de oxígeno. Yo quedé alarmado y me
puse a hablar al mayor Landry, de casco a casco, sin radio.
—¡Mayor, el aire de estas inmediaciones está «ardiendo»! Además, nos
han advertido de que…
—No siga —dijo el mayor. El ya lo sabe.
Cerré mi boca. El médium se adelantó a cierta distancia, volvióse y
levantó el labio inferior. Tenía los ojos cerrados y parecía ensimismado en
sus pensamientos. Volvió a abrirlos y dijo, displicente:
—¿Cómo esperar que pueda trabajar con todos esos estúpidos saltando a
mi alrededor?
—Mande cuerpo a tierra a su pelotón —ordenó hoscamente el mayor
Landry.
Yo tragué saliva y traté de razonar; luego puse el circuito general y
ordené:
—Primer pelotón, ¡cuerpo a tierra!
Decía mucho en favor del teniente Silva el que sólo escuchara yo una
repetición de mi orden, de mando en mando, hasta llegar a la última escuadra.
—Mayor —dije—, ¿puedo dejarles que se muevan sobre la superficie?
—No. Y cállese.
En seguida, el médium volvió al vehículo y se puso la máscara. En él no
había sitio para mí, pero se me permitió, más bien diría me ordenaron, asirme
al mismo para ser remolcado. Cambiamos de sitio, a un par de millas de
distancia. Nuevamente se quitó la máscara y anduvo merodeando por los
alrededores. Esta vez habló a uno de los ingenieros de guerra, quien asentía y
tomaba notas.
Aquella unidad especial se posó una docena de veces sobre mi zona,
realizando siempre las mismas operaciones, aparentemente rutinarias. Luego
se pasaron al terreno ocupado por el V Regimiento. Antes de que se
marcharan, el oficial que había estado tomando apuntes sacó un pliego de
papel del fondo de su portafolios y me lo entregó.
—Aquí tiene su submapa. La gruesa raya roja indica la única avenida que
los «bugs» tienen en su zona. Por donde empieza tiene casi mil pies de
profundidad, pero va ascendiendo progresivamente hacia su flanco izquierdo
de retaguardia hasta llegar a menos de cuatrocientos cincuenta pies de la
superficie. El trazado de rayas claras azules que se unen a ella, constituyen
una gran colonia «bug», único lugar de donde proceden, a unos cien pies de
profundidad en la superficie marcada.
Yo me quedé mirándolo.
—¿Es digno de crédito este mapa?
El oficial ingeniero echó un vistazo al médium, y luego me respondió con
gran calma:
—¡Naturalmente, idiota! ¿Es que trata de desconcertarle?
Se marcharon mientras yo me quedaba estudiando el mapa. El
ingenieroartista había hecho copia del plano y la caja combinaba ambas
copias en una imagen aérea de los primeros mil pies bajo la superficie. Yo
quedé tan pasmado que me tuvieron que recordar el estado de mi pelotón para
que lo sacase de su «cuerpo a tierra». Luego retiré del cráter a los puestos de
escucha, saqué los hombres de cada escuadra y les di instrucciones a la vista
de aquel mapa infernal para que escuchasen a lo largo de la gran avenida
«bug» y sobre la ciudad.
Pasé información a Blackie. Cuando empecé a describirle los túneles
«bugs» por medio de las coordenadas, me cortó en seco.
—El mayor Landry me transmitió un facsímil de todo ello. Dame sólo las
coordenadas de tus puestos de escucha.
Así lo hice.
—No está mal, Johnnie —dijo— Pero tampoco es tal y como yo quiero.
Pías colocado más escuchas de los necesarios sobre las marcas de los túneles.
Despliega cuatro hombres a lo largo de esa avenida y otros cuatro más en
torno a su ciudad. Te quedarán cuatro; sitúalos en el triángulo formado por tu
extremo derecho de retaguardia y el túnel principal. Los otros tres colócalos
en el área mayor, sobre el otro lado del túnel.
—Sí, señor —añadí—. Capitán, ¿podemos fiarnos de este mapa?
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Bueno… parece cosa de magia. Magia negra.
—Oh. Escucha, hijo. Tengo un mensaje especial para ti del mariscal del
Espacio. Me encarga que te comunique que el mapa es oficial… y que él se
encargará de todo lo demás, para que tú puedas encargarte plenamente de tu
pelotón. ¿Me has entendido?
—Sí, capitán.
—Pero los «bugs» pueden salir de un momento a otro, de forma que
concede especial atención a los puestos de escucha que tienes «fuera» de la
zona de los túneles. Informa en el acto de cualquier ruido superior a vuelo de
una mariposa en cualquiera de esos cuatro puestos, sea de la naturaleza que
sea.
—Sí, señor.
—Por si no lo has oído nunca, cuando salgan harán un mido como si
estuvieran friendo tocino. Manda hacer alto a tus patrullas. Deja un hombre
vigilando el cráter. Manda dormir a la mitad de tu pelotón durante un par de
horas, mientras que la otra mitad se turna en la escucha.
—Sí, señor.
—Puede que veas más ingenieros de guerra. He aquí el plan
seleccionado: Una compañía de zapadores volará y taponará el túnel principal
por donde se halla más cerca de la superficie, bien por tu flanco izquierdo, o
más allá del territorio del «Cazador de Cabezas». Simultáneamente, otra
compañía de ingenieros hará lo mismo donde el túnel se multiplica a unas
treinta millas fuera de tu flanco derecho, en los dominios del Regimiento.
Cuando se haya hecho esto quedará bloqueado un buen tramo de la avenida
principal y separado de la colonia. Mientras tanto, se estará haciendo lo
mismo en otros puntos varios. Después… a esperar. Pueden ocurrir dos
cosas: o que los «bugs» irrumpan hasta la superficie, en cuyo caso libraremos
una recia batalla, o se mantendrán abajo y tendremos que descender tras ellos,
un sector cada vez.
—Comprendo.
Yo no estaba seguro de todo aquello, pero comprendía mi parte, es decir,
reorganizar mis puestos de escucha y poner a dormir medio pelotón. Luego, a
la caza del «bug»; en la superficie, si había suerte, o en las entrañas del
planeta, si no la había.
—Que tu flanco establezca contacto con esa compañía de zapadores tan
pronto como llegue. Préstales la ayuda que necesiten.
—Bien capitán —asentí animoso.
Los ingenieros de guerra son casi tan formidables como los infantes; es
un placer trabajar con ellos. Puede que no sean expertos en la lucha, pero son
valientes. Mientras la batalla ruge a su alrededor, ellos continúan trabajando,
cumpliendo un lema no oficial muy cínico y antiguo que reza: «Primero les
volamos y luego morimos». Esto es, literalmente, cierto.
—Cumple tus órdenes, hijo.
Doce puestos de escucha significaban que podía situar media escuadra en
cada uno de ellos, con un cabo o su sustituto y tres soldados rasos, y luego
hacer que dos de cada grupo de a cuatro estuviesen durmiendo mientras que
los otros dos se turnaban escuchando. Navarre y otro cazador de la sección
podían turnarse, durmiendo uno de ellos mientras que el otro vigilaba el
cráter, y los sargentos de sección hacer lo mismo para hacerse cargo del
pelotón. Este nuevo plan fue ejecutado en diez minutos; una vez que destaqué
al personal y di instrucciones advertí a todos para que estuvieran atentos a la
llegada de la compañía de ingenieros. Tan pronto como cada sección tuvo
montados los puestos de escucha, abrí el circuito general.
—¡Números impares! ¡Tiéndanse dispuestos a dormir! ¡Uno… dos…
tres… cuatro… cinco…! ¡Duerman!
Un traje no es ninguna cama, pero sirve para dormir. Lo bueno que tiene
la hipnopreparación para el combate es que, en el improbable caso que el
soldado tenga ocasión de descansar, puede ser dormido en el instante
accionando el pulsador post-hipnótico de mando por otra persona que no sea
hipnotizado; será despertado con igual rapidez, alerta y dispuesto para luchar.
Es una especie de salvavidas porque un hombre puede encontrarse tan
exhausto en la batalla que ve cosas que realmente no existen y en cambio no
ve a los que debería combatir.
Pero yo no tenía intención de dormir. No me habían dicho que durmiera,
y yo no lo había preguntado. La sola idea de dormir, sabiendo que tal vez
muchos millares de «bugs» estaban sólo a unos cientos de pies a punto de
salir, me daba un vuelco en el estómago. A lo mejor tenía razón aquel
médium y los «bugs» tal vez no pudieran llegar hasta nosotros sin poner en
alerta a nuestros puestos de escucha.
Tal vez, pero yo no quería correr el albur.
Conecté mi circuito privado.
—Sarge…
—¿Sí, señor?
—Eche usted también una siestita. Me quedaré yo vigilando. Túmbese y
dispóngase a dormir. Uno… dos…
—Perdone, señor; tengo una sugerencia.
—Diga.
—Si yo he comprendido el plan, para las próximas cuatro horas no se
espera ninguna acción. Usted podría dormir ahora, y luego…
—¡Olvídelo, sarge! No pienso dormir. Voy a hacer las rondas de los
puestos de escucha y esperar la llegada de la compañía de zapadores.
—Muy bien, señor.
—Mientras estoy aquí comprobaré el número tres. Usted quédese aquí
con Brumby y duerma un poco mientras que yo…
—¡Johnnie!
Interrumpí la conversación. ¿Habría estado escuchando el viejo?
—Sí, capitán.
—¿Están montados todos tus puestos?
—Sí, capitán, y mis números impares están durmiendo. Ahora voy a
inspeccionarle y luego…
—Que lo haga el sargento. Quiero que tú te pongas a dormir.
—Pero, capitán…
—Tiéndete; es una orden. Prepárate a dormir. Uno… dos… tres…
¡Johnnie!
—Capitán, con su permiso, me gustaría revisar mis puestos primero.
Luego me pondré a dormir, si usted lo dice, pero a mí me gustaría más
permanecer despierto.
—Escucha, hijo —sonó en mi oreja la risotada de Blackie—, has estado
durmiendo una hora y diez minutos.
—¿Qué dice, señor?
—Coteja el tiempo transcurrido y verás.
Así lo hice y me sentí en ridículo.
—¿Estás bien despierto ya, hijo?
—Sí, señor. Creo que sí.
—Las cosas han ido rápidas. Despierta a tus números impares y pon los
pares a dormir. Con un poco de suerte, descansarán una hora. Así que hagan
el relevo de los puestos y los inspeccionan.
Así lo hice y comencé mi ronda sin decir una palabra al sargento. Me
sentí incómodo, tanto para con el sargento como ante Blackie. Ante mi jefe
de compañía por haberme puesto a dormir contra mis deseos, y ante el
sargento porque tenía la vaga sospecha de que no me habrían puesto a dormir
si no fuera él el verdadero jefe y yo una mera figura decorativa.
Pero después de pasar inspección a los puestos tres y uno, sin que se
oyera el menor ruido, pese a que estaban situados en la zona más avanzada de
los «bugs», me apacigüé. Después de todo, era absurdo el culpar a un
sargento, aunque fuera a un sargento de la flota, por lo que había dispuesto el
capitán.
—Sarge…
—Sí, señor Rico.
—¿Quiere usted echar un sueño con los números pares? Le despertaré un
par de minutos antes que a ellos.
Dudó ligeramente.
—Señor, me gustaría inspeccionar yo mismo los puestos de escucha.
—¿No lo ha hecho ya?
—No, señor. La última hora me la he pasado durmiendo.
—¿Eh?
Su voz parecía turbada.
—Me lo ordenó el capitán. Puso a Brumby temporalmente en su puesto y
a mí me hizo dormir nada más relevarle a usted.
Yo empecé a responder y luego me eché a reír inevitablemente.
—Sargento, usted y yo podemos volver a dormimos donde sea. Estamos
perdiendo el tiempo, porque el capitán Blackie dirige personalmente este
pelotón.
—Me he dado cuenta, señor —respondió torpemente—, de que al capitán
Blackie le asiste la razón siempre que hace alguna cosa.
Yo asentí con la cabeza, pensativo, olvidándome de que mi interlocutor se
encontraba a diez millas de distancia.
Si, es cierto. Siempre tiene razón. Y… puesto que nos ha hecho dormir a
los dos, quiere decir que ahora nos quiere despiertos y con los ojos bien
alerta.
—Eso creo yo.
—¿Tiene idea de por qué lo hizo?
Más bien tardó en responder.
—Señor Rico —dijo lentamente—, si el capitán lo supiera, nos lo habría
dicho. Nunca se guarda para sí las informaciones. Pero a veces está cierto de
algunas cosas, sin saber explicarlas. El capitán tiene corazonadas y… bueno,
yo he aprendido a respetarlas.
—¿Ah, sí? Todos los jefes de escuadra son números pares y están
durmiendo, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Despierte al subcabo de cada escuadra. No vamos a despertar a todos…
Pero, cuando lo hagamos, quiero que los segundos se tengan bien en cuenta,
porque pueden ser importantes.
—En seguida.
Revisé los puestos avanzados que quedaban. Luego lo hice con los cuatro
que limitaban el poblado de los «bugs», conectando mis auriculares en
paralelo con el de los escuchas. Tuve que esforzarme en afinar el oído porque
podía sentirlos, allá abajo, parloteando entre ellos. Me dieron ganas de salir
corriendo, pero logré dominarme para no darlo a entender a los demás.
Me pregunté si aquel «talento especial» no sería simplemente un hombre
dotado de una increíble precisión auditiva. Pero prescindiendo de la forma en
que lo había hecho, lo cierto era que los «bugs» se encontraban donde él
había dicho. En la Escuela de Oficiales nos habían hecho demostraciones
grabadas sobre el raido de los «bugs»; estos cuatro puestos de escucha
estaban captando el típico ruido que produce una gran población «bug», es
decir, el cuchicheo que puede representar su expresión, aunque pensándolo
bien, ¿por qué iban a necesitar de una expresión oral cuando todos se hallan
controlados a distancia por una casta pensadora? Se percibía un crujir de
ramajes y hojas secas, acompañado de un profundo clamor de fondo, de los
que siempre se captan en las colonias «bugs», parecido al de una maquinaria
y que posiblemente sea producido por sus acondicionadores de aire.
Lo que yo no oía era el chirrido, el machaqueo que suelen hacer al
perforar la roca. Procedente de la colonia se oía un rumor de fondo que se
convertía en un estrépito de cuando en cuando, como si pasara un tráfico
pesado. Me puse a escuchar en el puesto cinco y luego se me ocurrió la idea
de que los cuatro escuchas situados a lo largo del túnel dijeran «ahora»
cuando sintieran que el tráfico se hacía más intenso. En seguida informé al
capitán.
—Capitán…
—¿Sí, Johnnie?
—El tráfico a lo largo de esta avenida va en una sola dirección. Avanza
desde aquí hacia donde está usted. Su velocidad es, aproximadamente, de
ciento diez millas por hora y cada minuto viene a pasar una caravana.
—Buen cálculo, Johnnie —agregó—. Yo tengo ciento ocho millas y un
paso cada cincuenta y ocho segundos.
—Oh —exclamé, sintiéndome un poco frustrado. Cambien de tema—.
Todavía no he visto a la compañía de zapadores.
—Ni la verás. Han elegido otro sitio, en la parte central de la retaguardia
correspondiente a la zona del «Cazador de Cabezas». Perdona, debí habértelo
dicho. ¿Algo más?
—No, señor.
Desconectamos y yo me sentí mejor. Un olvido podía ocurrirle hasta a
Blackie. Además, nada de malo tenía mi idea. Abandoné la zona del túnel
para inspeccionar el puesto de escucha doce, situado por retaguardia y a la
derecha del área de los «bugs». Como en los otros, había dos hombres
durmiendo, otro escuchando y el otro en pie.
—¿Algo nuevo? —le dije al que estaba en pie.
—No, señor.
El que estaba escuchando, uno de mis cinco reclutas, levantó la cabeza y
dijo:
—Señor Rico, creo que esto se está poniendo feo.
—Veamos —le dije.
Se hizo a un lado para que yo pudiera escuchar.
Se oía el «freír de tocino» tan fuerte, que casi podía olerlo. Conecté el
circuito general.
—¡Primer pelotón, arriba! ¡Todo el mundo alerta!
Luego conecté el circuito de oficiales.
—¡Capitán, capitán Blackstone! ¡Urgente!
—Calma, Johnnie. ¿Qué ocurre?
—Se oye «freír tocino», señor —respondí haciendo un esfuerzo
desesperado para tranquilizar mi voz—. Puesto doce; coordenadas: nueve
Este, Square Black One.
—Nueve Este —ratificó—. ¿Decibelios?
Miré precipitadamente al medidor del aparato.
—No sé, capitán. Ha rebasado el máximo de la escala. ¡Suena como si
estuviese debajo de mis pies!
—¡Magnífico! —respondió aprobador, aunque yo dudaba de su franqueza
—. ¡Es la mejor noticia que hemos recibido hoy! Hijo, ahora, despierta a
todos tus hombres…
—Ya están despiertos, señor.
—Muy bien. Pon dos escuchas más de refuerzo en torno al puesto doce.
Trata de averiguar por dónde irrumpirán los «bugs». «¡Y mantente alejado de
ese punto!». ¿Entendido?
—Le he recibido, señor —dije cautelosamente—, pero no le comprendo.
—Johnnie —dijo emitiendo un suspiro—, me vas a tornar el cabello gris.
Escucha, hijo. Necesitamos que salgan, cuantos más mejor. Tú no tienes
potencia de fuego suficiente para enfrentarte a ellos. Sólo puedes volar su
túnel en el momento de salir a la superficie, y esto es precisamente lo que no
debes hacer. Si aparecen con todas sus fuerzas, un regimiento de los nuestros
será insuficiente. Pero eso es lo que quiere el general, para lo cual tiene
esperando en órbita una brigada ligera. De forma que procura localizar el
punto de salida, retírate y mantenlo bajo observación. Si tienes la suerte de
que la irrupción se produzca en tu zona, lo que tú comuniques irá derecho
hasta el Alto Mando. ¡Así que salud y suerte! ¿Me has entendido?
—Sí, señor. Debo localizar el punto de irrupción; retirarme y evitar todo
contacto con el enemigo. Sólo vigilar e informar.
—¡Buena suerte!
Retiré los escuchas y diez del trozo medio del «boulevard» «bug» y les
puse junto a las coordenadas Easter 9, a derecha e izquierda, parando cada
media milla a escuchar el «freír de tocino». Al mismo tiempo levanté el
puesto doce y lo llevé hacia nuestra retaguardia, mientras comprobaba que se
producía una disminución de ruido.
Entretanto, el sargento de mi pelotón estaba reagrupando a todos nuestros
hombres en el área situada entre la colonia «bug» y el cráter, a excepción de
otros doce que se hallaban escuchando el terreno. Como quiera que teníamos
órdenes de no atacar, a los dos nos inquietaba el tener al pelotón
excesivamente diseminado con respecto al apoyo mutuo. En vista de ello
reunimos a todos en una línea compacta de cinco millas de longitud, con la
sección de Brumby a la izquierda, más cerca de la colonia «bug». Con esto se
encontraban los hombres separados entre sí a menos de trescientos metros,
casi hombro con hombro, para las tropas del espacio, mientras que quedaban
todavía nueve hombres a la escucha con el apoyo a distancia de un flanco o
de otro. Sólo tres escuchas que operaban conmigo se hallaban fuera del
alcance de una ayuda inmediata.
Le dije a Bayonne, de los «Glotones», y a Do Campo, de los «Cazadores
de Cabezas», que yo no estaba patrullando, y por qué, e informé al capitán
Blackstone de nuestro agrupamiento.
—Está bien —gruñó—. ¿Puedes decirme algo acerca de esa irrupción?
—Parece dirigirse hacia el centro de Diez Este, capitán, pero es difícil de
precisar. Los ruidos son muy fuertes en un área de unas tres millas de
amplitud, y parecen irse aumentando. Estoy tratando de centrar su intensidad
sobre nuestra escala —y añadí—: ¿No podrían avanzar a través de un nuevo
túnel situado a flor de superficie?
Pareció sorprendido.
—Es posible, pero espero que no; lo que necesitamos es que salgan
cuanto antes. Hazme saber si se desplaza el centro de los ruidos. Vigílalo
atentamente.
—Sí, señor. Capitán…
—¿Eh? Dime.
—Nos dijo que no atacásemos cuando salgan…, si salen. ¿Qué hemos de
hacer, seguir de espectadores?
Hubo un prolongado silencio de quince o veinte segundos, durante los
cuales debió consultar con el mando. Al fin, dijo:
—Amigo Rico, abstente de atacar dentro de Diez Este y sus alrededores.
En cualquier parte, lo que interesa es capturar «bugs».
—Sí, señor —afirmé contento—. ¿Hemos de cazar «bugs»?
—¡Johnnie! —dijo incisivo—. Si lo que intentas es cazar medallas, en
vez de «bugs», como me supongo, tu hoja de examen no va a resultar muy
halagüeña.
—Capitán —respondí con seriedad—. No me interesa ganar medallas. Lo
que quiero es cazar «bugs».
—Perfecto. Y ahora, deja de importunarme.
Llamé al sargento de mi pelotón, le expliqué los nuevos límites bajo los
que teníamos que operar y le dije que lo hiciera saber a todos nuestros
hombres, asegurándose de que cada traje estaba recién repostado de aire y
potencia de salto.
—Acabamos de repostar, señor. Suguiero sean relevados los hombres que
se hallan con usted.
Designó tres de ellos. Aquella medida era razonable, porque mis escuchas
no habían tenido tiempo para repostar. Pero todos los sustitutos que nombró
eran exploradores.
Para mis adentros maldije mi estupidez por no haber comprendido antes
que el traje de un explorador es tan rápido como el traje de comando y doble
de veloz que el de un merodeador. Me había estado rondando el
presentimiento de que me dejaba algo sin hacer, pero el descuido se debió al
nerviosismo que siempre experimentaba en torno a los «bugs».
Ahora lo sabía mejor. Me encontraba a diez millas de distancia de mi
pelotón con un grupo de tres hombres, cada uno vestido con un traje de
merodeador. Cuando los «bugs» salieran a la superficie, me iba a enfrentar
con una decisión imposible… a menos que los hombres que estaban conmigo
pudieran unirse al resto con la misma rapidez que yo.
—De acuerdo —asentí—, pero ya no necesito tres hombres. Envía en
seguida a Hughes para que releve a Nyberg. Con los otros tres exploradores
releva a los escuchas de los puestos más avanzados.
—¿Sólo a Hughes? —preguntó, dubitativo.
—Con Hughes es suficiente. Me encargaré yo mismo de un escuchador.
Con dos de nosotros bastará para cubrir la zona, ahora que sabemos dónde
están —y añadí—: Envíame pronto a Hughes.
Durante los treinta y siete minutos que siguieron nada sucedió. Entre
Hughes y yo estuvimos repasando los arcos de arriba abajo en toda su
longitud alrededor de Easter -0, escuchando cinco segundos cada vez que
cambiábamos de posición. No era necesario acoplar el micrófono con
claridad y potencia al «freír de tocino». La zona afectada por el ruido se
ensanchaba, pero su centro no cambió. Una vez llamé al capitán Blackstone
para decirle que el ruido había parado abruptamente, y tres minutos más tarde
volví a llamarle para decirle que el ruido se reanudaba.
Indistintamente me valí del circuito de exploradores y le dije al sargento
de mi pelotón que se hiciera cargo del mismo y de los puestos de escucha
cercanos a la unidad.
Al final de este tiempo, todo sucedió de golpe.
Por el circuito de exploradores exclamó una voz:
—¡Tocino frito! ¡Albert Two!
Conecté con el capitán y le dije:
—¡Capitán! ¡«Tocino frito» en Albert Two, Black One! —y conectando
con los pelotones que me rodeaban, añadí—: ¡Conexión general! ¡«Tocino
frito»! ¡En Albert Two, Square Black!
—Ruido de «tocino frito», en Adolf Three, Green Twelve —informó
inmediatamente Do Campo.
Retransmití aquello a Blackie y conecté de nuevo con el circuito de mis
propios exploradores.
—¡Los «bugs», los «bugs»! —dijeron—. ¡Socorro!
—¿Dónde?
No hubo respuesta. Conecté con el sargento.
—¡Sarge! ¿Quién ha visto a los «bugs»?
—Están saliendo de su ciudad —me respondió—. Por Bangkok Six.
—¡Localícelos! —dije mientras conectaba con Blackie—. «Bugs» en
Bangkok Six, Black One; ¡estoy atacando!
—Ya te he oído —respondió con calma—. ¿Cómo van las cosas por
Easter Diez?
—En Easter Diez…
El terreno se abrió bajo mis pies y quedé sumido entre los «bugs».
No supe lo que me había pasado. Tampoco me encontraba herido; era
como si cayera sobre las ramas de un árbol… pero en unas ramas que tenían
vida y me sujetaban mientras que mis giróscopos se oponían a ello y trataban
de elevarse. Caí en una profundidad de diez o quince pies, lo suficiente para
no ver la luz del día.
Entonces, una oleada de monstruos vivientes me devolvieron a la
superficie como queriendo expulsarme de las tinieblas. Caí de pie, luchando y
comunicando a la vez.
—¡Irrupción por Easter Diez… no, por Easter Once, donde estoy ahora!
Hay un gigantesco cráter por el que salen sin cesar. A centenares, o más.
Llevaba un lanzallamas en cada mano y los abrasaba vivos mientras
comunicaba aquello.
—¡Sal de ahí, Johnnie!
—¡Allá voy! —dije al tiempo que comenzaba a saltar.
Me detuve a tiempo y paré de accionar mis lanzallamas para observar la
escena, al apercibirme de pronto de lo que ocurría.
—Rectifico —dije sin poder dar crédito a mis ojos—. La irrupción en
Easter Once es una trampa. No son guerreros.
—Repite.
—La irrupción de Easter Once, Black One corre enteramente a cargo de
trabajadores. Hasta ahora no hay guerreros. Estoy rodeado de «bugs» y aún
siguen saliendo más, pero ninguno de ellos va armado y los más cercanos a
mí tienen las características típicas del trabajador. No he sido atacado —y
añadí—: Capitán ¿no cree usted que podría tratarse de un movimiento de
diversión, para realizar la verdadera salida por otra parte?
—Podría ser —admitió—. Tu informe va derecho a la División, de
manera que déjales que sean ellos los que decidan. Explora los alrededores y
comprueba lo que has dicho. No te fíes de que todos sean trabajadores;
puedes encontrarte con serias sorpresas.
—Bien, capitán.
Ejecuté un salto elevado y amplio pretendiendo escapar de aquella masa
de monstruos, inofensivos pero repugnantes.
La rocosa planicie se hallaba sembrada de formas negras que se
deslizaban serpenteando en todas direcciones. Conseguí dominar los mandos
de mis cohetes propulsores y multipliqué el salto, gritando:
—¡Hughes! ¡Informe!
—«Bugs», señor Rico. ¡Millones de ellos! ¡Los estoy quemando a
millares!
—Hughes, eche un vistazo de cerca a esos «bugs». Son todos trabajadores
y no luchan, ¿verdad?
—¿Eh?
Me posé sobre el suelo y se lo repetí.
—¡Tiene usted razón! ¡Oiga! ¿Cómo lo sabía?
—Reúnase con su escuadra, Hughes —cambié el circuito—. Capitán,
aquí cerca han salido varios millones de «bugs», por un número
indeterminado de agujeros. No me han atacado. Repito: no he sido atacado en
absoluto. Si entre ellos se encuentra algún guerrero, se libra del fuego usando
a los trabajadores como camuflaje.
No me respondió.
A mi izquierda, en lontananza, se produjo un relumbrón extremadamente
brillante, seguido de otro igual pero un poco más hacia el frente derecho.
Automáticamente anoté el tiempo y sus características.
—Capitán Blackstone, ¡responda! —Di un elevado salto con intención de
localizar su boya, pero el horizonte de Square Black One estaba interrumpido
por numerosas colinas bajas. Cambié el circuito y llamé al sargento.
—¡Sarge! ¿Puede comunicar en mi nombre con el capitán?
En aquel mismo instante surgió la boya del sargento de mi pelotón. Me
dirigí hacia ella dando a mi traje el mayor impulso posible. Yo no había
observado el despliegue muy de cerca; el sargento era quien llevó el pelotón
y yo me estuve encontrando demasiado ocupado, primero escuchando sobre
el terreno y luego con unos cientos de «bugs». Había suprimido todo, excepto
las boyas de los no comisionados para que me permitieran ver mejor.
Estudié el esqueleto del despliegue; escogí a Brumby y a Cunha, a sus
jefes de escuadra y cazadores de sección.
—Cunha, ¿dónde está el sargento del pelotón?
—Se encuentra reconociendo un hoyo, señor.
—Dile que voy hacia allá —cambié el circuito, sin avisar—. Los
«Bribones» del primer pelotón llamando al segundo pelotón, ¡responda!
—¿Qué desea? —gruñó el teniente Khoroshen.
—No localizo al capitán.
—Claro, ha causado baja.
—¿Ha muerto?
—No, pero está falto de energía; por eso está fuera de combate.
—Oh. ¿Entonces ha asumido usted el mando?
—Así es. ¿Necesita ayuda?
—Mm… no. No, señor.
—Entonces cállese hasta que la necesite de veras —me dijo Khoroshen
—. Aquí tenemos más trabajo del que podemos hacer.
—Entendido.
De repente descubrí que yo también tenía más trabajo del necesario.
Mientras comuniqué con Khoroshen, hice un minucioso reconocimiento del
terreno, a corta distancia, hasta llegar junto a mi pelotón, viendo desaparecer
a mi primera sección, uno tras otro, encabezados por la boya de Brumby.
—¡Cunha! ¿Qué le está sucediendo a la primera sección?
—Se internan siguiendo al sargento —repuso con voz tensa.
Si en las Ordenanzas había algo escrito sobre aquello, a mí me era
desconocido. ¿Habría actuado Brumby sin recibir órdenes, o era yo el que no
las había oído? Pero cuando se encontraba ya descendiendo por un agujero
«bug», fuera de mi control auditivo, y visual, no era el momento para andarse
con legalismos. Mañana tendríamos tiempo de poner las cosas en claro… si
es que llegábamos a ese mañana.
—Muy bien —respondí—. Ahora vuelvo.
Mi último salto me situó entre ellos. Vi a un «bug» a mi derecha y lo
eliminé antes de posarme sobre el terreno. Éste no era un trabajador; éste no
paró de hacer fuego mientras se movía.
—He perdido tres hombres —me informó Cunha compungido—. Ignoro
los que habrá perdido Brumby. Salieron por tres sitios a la vez; ésta es la
causa de nuestras bajas. Pero los estamos exterminando.
Una tremenda onda expansiva sacudió mis costados cuando emprendía mi
asalto. Tres minutos, treinta y siete segundos, equivalentes a treinta millas.
¿Sería la compañía de zapadores volando los agujeros?
—Primera sección, prepárense a recibir otra sacudida.
Caí en oblicuo, casi encima de un grupo de tres «bugs». No estaban
muertos, pero tampoco luchaban; estaban acurrucados. Les obsequié con una
granada y levanté el vuelo.
—Ya les pueden atacar, que se hallan turulatos. Y cuidado con la
siguiente expío…
Mientras estaba diciendo esto estalló una segunda sacudida. Pero no fue
tan violenta como la anterior.
—¡Cunha! Retire su sección. Que todos estén bien alertas.
La retirada fue lenta y penosa. Tenían demasiados puestos vacíos, según
pude ver desde mi control a distancia. Pero la matanza de enemigos era
precisa y rápida. Yo hice una incursión por sus alas y me encontré con media
docena de «bugs», el último de los cuales entró de repente en actividad antes
de que lo chamuscara. ¿Por qué les aturdiría más que a nosotros la explosión?
¿Sería porque no llevaban blindaje, o era el cerebro «bug» que los gobernaba
quien se encontraba aturdido allá abajo en las cavernas subterráneas?
El repliegue apareció con diecinueve hombres, dos muertos, dos heridos y
otros tres fuera de combate por avería en el traje, a dos de los cuales Navarre
trataba de reparar insuflándoles energía de otros trajes pertenecientes a
soldados muertos o heridos. La avería del tercer traje se hallaba en la radio, y
en el radar, y no podía ser reparado, por lo que Navarre colocó su ocupante a
guardia de los heridos, que era lo más que se podía hacer hasta que llegaran
refuerzos.
Mientras tanto me puse a inspeccionar, acompañado del sargento Cunha,
los tres puntos por donde habían salido los «bugs» desde sus madrigueras.
Cotejándolo con el submapa mostraba, como era de suponer, que
establecerían sus salidas por las bocas de los túneles más cercanos a la
superficie.
Un orificio se encontraba cerrado; era un montón de rocas sueltas. El
segundo no mostraba actividad de los «bugs». Le dije a Cunha que colocara
allí dos hombres, junto al cráter, con la exclusiva misión de matar «bugs»,
armados de bombas, por si comenzaban a salir más. Para el mariscal del
Espacio resulta muy sencillo decidir desde su puesto de mando qué cráteres
son los que hay que dejar abiertos, pero yo me encontraba ante una situación
real, no ante una teoría.
Luego contemplé el tercer cráter, el que se había tragado a mi sargento y
a la mitad de mi pelotón. Aquí, un corredor «bug» se extendía a unos veinte
pies de la superficie, y no habían hecho más que remover el techo en una
extensión de unos cincuenta pies. Lo que yo no sabía era dónde había ido a
parar la roca que ocasionaba el ruido Semejante al «freír de tocino» mientras
operaban en ella. El techo pétreo había desaparecido y los lados del orificio
estaban en declive y estriados. El mapa mostraba lo que había sucedido: los
otros dos cráteres surgieron de pequeños túneles laterales y éste formaba
parte de su principal laberinto. Así, pues, aquellos otros dos agujeros
ejercieron un plan de diversión para que de éste saliera el ataque
fundamental.
¿Pueden ver los «bugs» a través de la sólida roca?
En la profundidad de aquel cráter nada había a la vista; ni «bugs» ni seres
humanos. Cunha señaló la dirección por donde se había internado la segunda
sección. Habían transcurrido siete minutos y cuarenta segundos desde que se
internara el sargento del pelotón, o algo más de siete desde que Brumby
siguió tras él. Me puse a escrutar la oscuridad e hice de tripas corazón.
—Sargento, hágase cargo de la sección —dije procurando que mi voz
sonara jovial—. Si necesita ayuda, pídasela al teniente Khoroshen.
—¿Ordenes, señor?
—Ninguna. A menos que procedan de arriba. Yo voy a descender por el
cráter en busca de la segunda sección; así que estaré un rato fuera de
contacto.
Dicho esto, me lancé precipitadamente hacia el interior, porque mis
nervios empezaban a alborotarse. A mis espaldas empezaron a sonar voces de
mando:
—¡Sección!
—¡Por escuadras!… ¡Síganme! —resonó la voz de Cunha, al tiempo que
se lanzaba también él detrás de mí.
De aquella forma me pareció no resultar el viaje tan solitario.
Ordené a Cunha que dejara dos hombres guardando el cráter para cubrir
nuestra retaguardia, uno de los cuales fue situado sobre el suelo del túnel y el
otro a la altura de la superficie. Los demás nos dirigimos a través del túnel,
siguiendo el camino que había llevado la segunda sección, a la mayor
velocidad posible, pero ésta no podía ser mucha, ya que el techo del túnel nos
tocaba la cabeza. Un hombre puede moverse con su traje de fuerza,
balanceándose al estilo del patinador, sin necesidad de apoyar los pies, pero
no le resulta fácil ni natural; sin el traje blindado habríamos podido caminar
más aprisa.
Inmediatamente tuvimos que hacer uso de los lentes de infrarrojos, lo
cual virio a confirmarnos lo que hasta entonces era una simple teoría: que la
visión de los «bugs» es infrarroja. La oscuridad del túnel quedaba bien
iluminada vista con los lentes infrarrojos. Hasta entonces, no presentaba
características especiales, sino simplemente unas paredes de roca rasa
formando una bóveda a partir del suelo, llano y liso.
Llegamos ante el cruce con el otro túnel y yo me detuve en seco. Existen
normas sobre la manera de disponer de una fuerza de choque subterránea,
pero ¿de qué sirven? Lo único cierto es que quien las escribió nunca las había
experimentado, ya que, antes de la Operación Realeza, nadie había salido a la
superficie para decir si resultaban prácticas.
Una norma decía que se debía dejar vigilada toda intersección de túneles
como la presente. Pero yo ya había dejado a dos hombres custodiando la boca
del cráter, y si dejaba el diez por ciento de mis hombres vigilando cada
intersección, muy pronto estaría muerto en un diez por ciento.
Llegué a la conclusión de que debíamos seguir todos juntos, y también
decidí evitar que me hicieran un solo prisionero. Antes de caer en manos de
los «bugs», era preferible pagarles un buen tributo en terreno. Esta decisión
me quitó un gran peso de mi mente y me olvidé de las preocupaciones.
Atisbé cautelosamente por la intersección, mirando por ambos túneles. Ni
rastro de «bugs». Llamé por el circuito de los no comisionados.
—¡Brumby!
El estrépito fue sorprendente. Cuando se emplea la radio del traje, como
te hallas aislado de tu potencia de salida, apenas si oyes tu propia voz. Pero
aquí, bajo el terreno, en medio de aquella red de llanos pasadizos, la voz
volvía a mí como si todo aquel complejo fuera un enorme megáfono:
¡BRUUUMMBY!».
Mis orejas se atronaron.
—¡SEÑOR RICCCCO! —volvieron a percutir.
—No tan alto —dije, procurando hablar más bajo yo también—. ¿Dónde
se encuentra?
—No lo sé, señor —respondió Brumby en un tono menos ensordecedor
—. Estamos perdidos.
—Bueno. Tenga un poco de calma. Ahora vamos hacia allá. No puede
encontrarse muy lejos. ¿Está con usted el sargento del pelotón?
—No, señor. No nos hemos…
—Manténgase a la escucha —dije cambiando el circuito—. Sarge…
—Le oigo, señor —sonó su voz calmosa, manteniendo un volumen bajo
—. Brumby y yo estamos en contacto por radio, pero no hemos conseguido
encontrarnos.
—¿Dónde está usted?
Vaciló ligeramente.
—Señor, mi consejo es establecer contacto con la sección de Brumby, y
luego volver a la superficie.
—¿Alguna pregunta?
—Señor Rico, se pasaría una semana entera aquí abajo y no lograría
localizarme… Además, yo no me puedo mover. Debe usted…
—Ni una palabra, «sarge». ¿Se encuentra herido?
—No, señor. Pero…
—Entonces, ¿por qué no se puede mover? ¿Está rodeado de «bugs»?
—Enjambres de ellos. No pueden llegar hasta mí por ahora… pero no
puedo salir. Por eso entiendo que debería usted…
—«Sarge», está malgastando el tiempo. Estoy seguro de que sabe usted el
camino que llevó. Dígamelo mientras yo lo cotejo con el mapa. Deme la
lectura precisa sobre su trazador D. R. Es una orden, responda.
Así lo hizo, con toda exactitud y concisión y yo conecté mi lámpara de
cabeza, sacudí hacia arriba los lentes infrarrojos y seguí el camino que me
indicaba sobre el mapa.
—Comprendido —dije en seguida—. Se encuentra casi debajo de
nosotros, a dos niveles más profundos; ya sé qué camino seguir. Estaremos
allí tan pronto como recojamos a la segunda sección. Aguante lo que pueda
—y cambié al circuito de Brumby—. Brumby…
—Diga, señor.
—Cuando llegó usted a la primera intersección del túnel, ¿tiró hacia la
derecha, a la izquierda o al frente?
—Al frente, señor.
—Está bien. Cunha, siga adelante con los suyos. Brumby, ¿tiene
dificultades con los «bugs»?
—Hasta ahora no, señor. Pero ésa fue la causa de que nos perdiéramos.
Nos enzarzamos con un grupo de ellos y, cuando todo terminó nos habíamos
perdido.
Empecé a pedir novedades sobre las bajas habidas, pero en seguida pensé
que no podía esperar buenas noticias. Deseaba poder reunir a mi pelotón y
conseguir sacarlo de allí. Una ciudad «bug» sin «bugs» a la vista, en cierto
modo, era mucho más inquietante que si hubiera estado poblada. Brumby nos
fue guiando a través de dos túneles nuevos, y yo arrojaba bombas de
«whisky» por los corredores que no usábamos. La bomba de «whisky» es un
derivado del gas que habíamos venido empleando hasta entonces contra los
«bugs», y, en vez de matar, al que pasa por encima le produce una especie de
paralización. Nosotros íbamos equipados con ellas para esta operación, pero
yo habría dado una tonelada de las mismas por unas cuantas libras de
armamento mortífero. Sin embargo, conseguí proteger nuestros flancos.
En un tramo largo de túnel perdí contacto con Brumby. Supongo que se
debió a una extraña reflexión de onda radiofónica, porque, en la siguiente
intersección, volvimos a enlazar.
Pero entonces no supo decirme el camino que debía yo tomar. Era el
lugar, o las inmediaciones, donde fueron atacados por los «bugs».
Y allí fue donde también nos atacaron a nosotros.
No sé de dónde salieron. Un momento antes, todo estaba tranquilo. Luego
oí las voces de «¡Bugs, bugs!», desde las paredes. Sospecho que aquellas
paredes lisas no son tan sólidas como parecen. Es la única explicación que
encuentro, por la forma en que surgieron y nos rodearon de repente.
No podíamos usar los lanzallamas ni las bombas porque lo más probable
es que nos alcanzáramos entre nosotros mismos. Pero los «bugs» no
guardaban semejantes reparos si conseguían hacerse con nuestras armas. A
pesar de ello, teníamos manos y pies…
Puede que no durara aquello más de un minuto. De pronto se acabaron los
«bugs»; sólo quedaban piezas de ellos esparcidas por el suelo… y cuatro de
los nuestros abatidos.
Uno era el sargento Brumby, muerto. Durante la refriega, se unió a
nosotros la segunda sección. No se encontraba muy lejos de allí; a la vista de
aquel complicado laberinto, procuró mantenerse unida para no extraviar aún
más a sus hombres, y oyeron el ruido de la lucha. Guiados por este estrépito
lograron ser atraídos hacia nosotros, cosa que hasta entonces no habían
conseguido por la radio.
Cunha y yo llegamos a la conclusión de que nuestras bajas eran muertos,
y cuando lo hubimos comprobado, consolidamos las dos secciones formando
una sola con cuatro escuadras, y nos lanzamos túnel abajo hasta toparnos con
los «bugs» que tenían cercado al sargento del pelotón.
La pelea duró un santiamén, teniendo en cuenta que él me había advertido
de antemano con lo que me iba a encontrar. Tenía hecho prisionero a un
cerebro «bug» y estaba usando su cuerpo como escudo. No podía salir de allí,
pero ellos no le podían atacar sin cometer literalmente un suicidio, matando a
su propio cerebro.
En cambio nosotros no padecíamos tal handicap, y les atacamos por
retaguardia.
Al contemplar el horrible ser que tenían prisionero, me sentí alborozado a
pesar de nuestras propias pérdidas, pero de repente oí de cerca el
característico ruido del «freír de tocino». Un enorme trozo de techo cayó
sobre mi persona y la Operación Realeza había terminado, por lo que a mí
concernía.
Al despertarme sobre el lecho, pensé que me encontraba en la Escuela de
Aspirantes a Oficiales y que había sufrido una larga y complicada pesadilla
«bugs». Pero no me encontraba en la Escuela de Oficiales; estaba en la
enfermería temporal del transporte Argonne y, en realidad había estado
mandando un pelotón en combate durante casi doce horas.
Pero ahora no era más que un paciente sufriendo intoxicación de peróxido
nitroso y una sobreexposición a las radiaciones, al haber estado sin la
protección del traje blindado durante más de una hora antes de ser rescatado,
más algunas costillas rotas y un golpe en la cabeza que me dejó fuera de
combate.
Pasó mucho tiempo hasta centrar en mi mente todo lo relativo a la
Operación Realeza, y hay cosas que todavía no he logrado comprender. Por
ejemplo, por qué Brumby se internó en el cráter con su sección. Brumby se
halla muerto y Naidi cayó después de él; pero yo me alegro de que los dos
obtuvieran su ascenso y luciesen sus nuevos galones aquel mismo día sobre
el planeta P, cuando nada salió de acuerdo con los planes.
En su día supe por qué el sargento de mi pelotón decidió internarse hasta
la ciudad de los «bugs». Es que me había oído informar al capitán Blackstone
de que la «irrupción principal» era una trampa que nos tendía el enemigo,
haciendo salir sus trabajadores a la superficie para que nos entretuviéramos
exterminándolos. Al irrumpir en el lugar donde él estaba los auténticos
guerreros, llegó a la conclusión (correctamente, como más tarde pensó el
Estado Mayor) de que los «bugs» iban a hacer un ataque desesperado, pues,
de lo contraído, no arriesgarían sus trabajadores por el mero hecho de atraer
nuestro fuego.
Se dio cuenta de que el contraataque hecho desde la población «bug» no
tenía la debida fuerza, y pensó que el enemigo no contaba con las reservas
suficientes, llegando a la conclusión de que, en aquel momento óptimo, mi
hombre actuando sólo tenía la oportunidad de llegar hasta donde estaba la
«realeza» y capturarla. No olvidemos que éste era el total propósito de la
Operación. Habíamos movilizado fuerzas ingentes para esterilizar al planeta
P, pero nuestro objetivo principal consistía en capturar a las castas reales y
aprender a efectuar el descenso hasta llegar a ellas. Y eso es lo que el
sargento intentó; cogió por los pelos la ocasión que se le brindaba y consiguió
ambos objetivos.
El primer pelotón, los «Bribones», podía decir «misión cumplida». No
muchos pelotones, entre los centenares de ellos que tomaron parte en la
Operación, podían decir lo mismo. No se capturó ninguna reina, pues los
«bugs» las inmolaron ante el peligro de su caída y sólo fueron hechos
prisioneros seis cerebros. Pero no pudieron intercambiarse por prisioneros
nuestros, ya que vivieron escaso tiempo. Sin embargo, los técnicos de la
Guerra Psicológica obtuvieron especímenes vivos, por lo que es de suponer
que la Operación Realeza fue un éxito.
El sargento de mi pelotón consiguió un ascenso por mérito en campaña. A
mí no se me ofreció, ni lo habría aceptado, pero no quedé sorprendido al
enterarme de su ascenso. El capitán Blackie me había dicho que me llevaba
«el mejor sargento de la flota», y nunca abrigué la menor duda de que la
opinión de Blackie era correcta. Yo ya conocía de antes a mi sargento. No
creo que ningún otro «Bribón» conociera este detalle; al menos por mi parte
y, con toda seguridad, tampoco por parte de él. Dudo incluso que lo supiera el
propio Blackie. Pero yo conocía al sargento de mi pelotón desde que llegué al
campamento Currie. Se llamaba Zim.
Lo que no me pareció un éxito fue mi parte en la Operación. Me pasé más
de un mes en el Argonne, primero como paciente y luego como un pasajero
de visita, antes de que pudieran aproximarse a Santuario para dejarme a mí y
a unos cuantos más. Durante el viaje tuve tiempo suficiente para pensar;
principalmente acerca de las bajas habidas y, en general, en cuanto al
desbarajuste de mi actuación como jefe de pelotón, durante el breve plazo
que lo mandé sobre el terreno. Yo sabía que no me salieron las cosas como el
teniente hubiera deseado. Ni siquiera me habían herido en una verdadera
acción de guerra, ya que dejé que me abatiera una simple roca.
Y en cuanto a las bajas… Ignoraba cuántas pudo haber. Lo único que
sabía era que, cuando reagrupé mis fuerzas, de las seis escuadras con que
había empezado, sólo quedaban cuatro. También desconocía yo cuántos
hombres logró Zim sacar a la superficie, antes de que los «Bribones» fueran
relevados y rescatados.
Ni siquiera sabía si el capitán Blackstone estaba todavía vivo (de hecho lo
estaba cuando yo me interné), y no tenía la menor idea sobre el
procedimiento a seguir con un aspirante vivo cuando su examinador se
hallaba muerto. De lo que sí estaba cierto era de que mi hoja de examen me
devolvería otra vez al empleo de sargento. En realidad, poco importaba que
mis libros de matemáticas se encontraran a bordo de otra astronave.
A pesar de todo, cuando me levanté de la cama, la primera semana de
hallarme en el Argonne, y después de pasarme un día entero pensando y
holgazaneando, pedí prestados algunos libros a un oficial moderno y me puse
a estudiar. Las matemáticas son una materia dura que te ocupa por entero la
mente. Pero no estorba el saber matemáticas, cualquiera que sea tu rango.
Todas las cosas de cierta importancia se fundamentan en las matemáticas.
Cuando finalmente llegué a la Escuela de Oficiales y devolví mis barritas,
supe que volvía a ser cadete, en vez de sargento. Creo que Blackie me
concedió el beneficio de la duda.
Mi compañero Angel se encontraba en nuestra habitación, con los pies
apoyados sobre la mesa, y, frente a él, había un paquete con mis libros de
matemáticas. Levantó la mirada y pareció sorprendido.
—¡Eh! ¡Juan! ¡Si te dábamos por muerto!
—¿Quién, yo? A mí no me quieren tanto los «bugs». ¿Y tú, cuándo sales?
—¡Cómo, si ya he vuelto! —protestó Angel—. Salí un día después que
tú, hice tres saltos y estuve de vuelta en una semana. ¿Cómo has estado tanto
tiempo fuera?
—Me he pasado todo un mes en el regreso, como si fuera un viaje de
placer.
—Los hay con suerte. ¿Cuántos saltos hiciste?
—Ninguno —reconocí.
—¡Qué suerte tienen algunos!
Tal vez Angel tuviera razón, en su día me gradué. Pero él aportó bastante
de mi suerte, enseñándome pacientemente. Yo creo que mi suerte consistió en
toparme con personas como Angel y Jelly y el teniente y Carlos y el teniente
coronel Dubois, sí, y papá, y Blackie… ¡y Brumby…!, y Arce, y, entre todos,
siempre el sargento Zim. Zim, ahora capitán efectivo, con el rango
permanente de primer teniente. No sería justo para mí el tenerlo como un
subordinado mío.
Mi compañero de clase, Bennie Montez, y yo nos encontrábamos en el
astródromo de la flota, el día siguiente a nuestra graduación, esperando el
momento de embarcar. Eran tan recientes nuestras divisas de primer teniente
que nos producía cierto nerviosismo el ser saludados. Yo trataba de
disimularlo leyendo la lista de naves que orbitaban en torno a Santuario. Era
una lista tan larga que se adivinaba fácilmente que algo gordo se estaba
fraguando, si bien no habían creído oportuno el decírmelo. Me sentía
excitado. Mis dos mayores deseos eran que me destinaran a mi antigua
unidad y que mi padre estuviese todavía en ella. Y ahora esto, fuere lo que
fuere, significaba que iba a estrenar mi empleo a las órdenes del teniente
Jelal, en vísperas de algún salto de importancia. Mis deseos se habían
cumplido. Me sentí tan abrumado que era incapaz de hablar sobre ello. De
forma que me puse a estudiar las listas. ¡Dios santo, qué cantidad de naves!
Estaban clasificadas por tipos, pues, de otro modo, serían muy difícil de
localizar. Empecé repasando los transportes de tropas, que es lo único que
puede importar a un infante móvil.
¡Allí estaba el Mannerheim! ¿Tendría ocasión de ver a Carmen?
Probablemente no, pero podría enviar un despacho y saber algo de ella.
Entre las naves pesadas estaba el nuevo Valley Forge y el nuevo Ypres, el
Marathón, el Alamein, el Iwo, el Gallipoli, el Leyte, el Marne, el Tours, el
Gettysburg, el Hasting, el Alamo, el Waterloo… todos ellos cubiertos de
gloria por sus acciones bélicas.
Y las naves ligeras, que llevaban nombres de soldados, como Horatius,
Alvin York, Swap Fox, el propio Rog, bendito sea, Coronel Bowie,
Devereux, Vercingetorix, Sandino, Aubrey Cousens, Kamehameha, Audie
Murphy, Xenophon, Aguinaldo…
—Debe haber uno llamado Magsaysay —dije.
—¿Qué? —respondió Bennie.
—Ramón Magsaysay —le expliqué—. Fue un gran hombre, un gran
soldado; probablemente ¡sería jefe de Guerra Psicológica si viviera hoy. ¿Es
que no has estudiado Historia?
—Bueno —admitió Bennie—, he estudiado que Simón Bolívar construyó
las Pirámides, echó a pique a la Armada Invencible y realizó el primer viaje a
la Luna.
—Te olvidas de su matrimonio con Cleopatra.
—¿Ah, sí? Bueno, yo creo que cada país tiene una versión de la Historia.
—Estoy seguro de ello —dije, añadiendo algo para mis adentros.
—¿Qué has dicho? —preguntó Bennie.
—Perdona, Bernardo. Es sólo un dicho que, traducido de mi propia
lengua, quiere decir, más o menos: «Donde está el corazón está el hogar».
—¿Pero qué lengua es ésa?
—El tagalo. Mi lengua nativa.
—¿Es que no se habla inglés en tu tierra?
—Oh, claro que sí. En los negocios, escuelas y todo eso. Pero en familia
se habla bastante la lengua nativa. Tradiciones, ya sabes.
—Sí, comprendo. Mi gente suele hablar también en español. ¿Pero
dónde?…
El altavoz comenzó a anunciar: «Meadowland», y Bennie me hizo una
mueca.
—¡Tengo una cita con una nave! ¡Suerte, amigo! ¡Hasta la vista!
—Cuidado con los «bugs» —le dije, y continué leyendo la lista.
Paul Maleter, Montgomery, Tchaka, Gerónimo…
Entonces escuché el sonido más dulce del mundo:… «gloria, gloria al
nombre de Rodger Young».
Recogí apresuradamente mis cosas y eché a correr. «Donde está el
corazón está el hogar»… Corría hacia mi hogar.
XIV

¿Soy yo el que cuida de mi hermano?

Génesis, IV; 9.

Si un hombre tiene un rebaño de cien ovejas y se le pierde


una de ellas; ¿no creéis que debe abandonar a las restantes
noventa y nueve e internarse en las montañas en busca de la
oveja descarriada?

Mateo, XII: 12.

¿Y no vale más un hombre que una oveja?

Mateo: XVIII: 12.

En el nombre de Dios, el Dios benévolo y misericordioso…


quien salvare la vida de una persona, es como si hubiera
salvado a toda la humanidad.

—Del Corán, Surá V, 32.

Cada año ganamos un poco. Tenemos que guardar el sentido de la


proporción.
—La hora, señor —me anunció mi oficial aspirante bajo instrucción, el
tercer teniente Bearpaw, cuadrado ante mi puerta.
Su voz y su aspecto eran terriblemente jóvenes, y parecía tan inofensivo
como uno de sus antepasados, cazadores de cabelleras humanas.
—De acuerdo, Jimmie.
Ya me encontraba dentro de mi traje blindado. Los dos caminamos hacia
la cámara de lanzamiento. Por el camino le dije:
—Un consejo, Jimmie. Pégate bien a mí, pero no te pongas delante. No
escatimes las municiones. Si por un casual yo muero, tú eres el amo… pero,
si eres prudente, adoptarás los consejos del sargento de tu pelotón.
—Sí, señor.
Cuando entramos en la cámara, el sargento dio la voz de atención y
saludó. Yo le devolví el saludo, poniéndoles en posición de descanso, y
comencé por la primera sección mientras que Jimmie lo hacía con la segunda.
Luego inspeccioné también la segunda sección, comprobando
minuciosamente a cada equipo. El sargento de mi pelotón es mucho más
meticuloso que yo, de manera que no encontraba nunca nada anormal. Pero,
aparte de que los hombres se sentían más tranquilos si el «viejo»
inspeccionaba sus equipos meticulosamente, ello representaba mi obligación.
Después de la inspección me situé frente a ellos.
—Muchachos, tenemos otra cacería «bug». Pero ésta, como sabéis, es
algo diferente. Puesto que todavía tienen prisioneros nuestros en Klendathu,
no podemos hacer uso de una bomba «nova». Por eso, esta vez, nuestro
objetivo consiste en lanzarnos sobre Klendathu, descender al fondo de sus
cavernas y arrebatarles los prisioneros hermanos nuestros. La nave no
descenderá para rescatarnos; en vez de ello nos arrojará municiones y
vituallas. Si cae prisionero alguno de los nuestros, que mantenga elevada su
moral y cumpla con lo ordenado, porque toda la unidad se encontrará tras él y
toda la Federación estará de su lado. Iremos en su rescate.
Esto es lo que sostiene a los muchachos del Swamp Fox y del
Montgomery. Esto es lo que esperan todos aquellos que aún se encuentran
con vida: que vayamos a rescatarlos. Y aquí nos tienen. Ahora, cumplid con
vuestro deber.
«No olvidéis que en torno a nosotros, orbitando alrededor de Klendathu,
hay muchas unidades de socorro. Sólo tenéis que preocuparos de cumplir con
vuestra misión específica, tal y como habéis aprendido.
»Una última palabra. Poco antes de partir recibí una carta del capitán
Jelal. Dice que sus nuevas piernas funcionan muy bien. Pero también me
encargaba haceros presente que no os olvida… y espera que vuestros
nombres se cubran de gloria.
»Yo también lo espero. Cinco minutos para el pater».
Empecé a sentir los habituales temblores. Me noté aliviado cuando
nuevamente tomé la voz de mando y añadí:
—¡Por secciones… preparados para el salto… a babor y estribor!
Me sentí del todo bien mientras inspeccionaba a cada hombre dentro de
su capullo, yo por un lado y Jimmie y el sargento del pelotón por otro. Luego
empaquetamos a Jimmie en la cápsula 3 de la línea central. Cuando quedó
cubierta su cara, el temblor de nervios volvió a sacudirme. El sargento de mi
pelotón me echó el brazo sobre mis acorazados hombros.
—Hijo, como si fuera un ejercicio.
—Lo sé, padre —dije dejando de temblar de golpe—. Lo peor de todo es
la espera.
—Comprendo. Cuatro minutos. ¿Nos introducimos en la cápsula, señor?
—Ahora mismo, padre.
Le abracé ligeramente y dejé que el personal de la Navy nos cerrara. Ya
no volví a experimentar los temblores. En breve pude decir:
—¡Atención puente de mando! ¡Los «Camorristas de Rico»… listos para
el lanzamiento!
—Treinta y un segundos, teniente —añadió ella—. ¡Buena suerte, chicos!
¡Esta vez los rescataremos!
—¡Adiós, capitán!
—¿Un poco de música mientras la espera?

En nuestros oídos sonaron las notas de «A la imperecedera gloria de la


Infantería…».
Notas
[1] «Jelly»: jalea, gelatina, en inglés. (N. del T.) <<
[2] Kitten: micifuz, gatito. (N. del T.) <<
[3] Madhouse: manicomio. (N. del T.) <<

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