Nueva Dimension Extra 12 - AA. VV
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Nueva Dimension Extra 12 - AA. VV
ePub r1.0
Watcher 06-04-2018
Título original: Nueva Dimensión Extra 12
AA. VV., 1976
Traducción: M. Blanco
Revelaciones 11:25.
A las dos semanas de estar allí nos quitaron los catres. Es decir, que
tuvimos el dudoso placer de plegarlos, cargar con ellos durante millas y
depositarlos en un almacén. Por aquel entonces ya no importaba. El terreno
parecía más caliente y muy blando, en especial cuando sonaba la voz de
alerta a media noche y teníamos que levantarnos para jugar a los soldados.
Esto sucedía unas tres veces por semana. Pero yo me caía dormido nada más
terminar aquellos ejercicios de entrenamiento. Había aprendido a dormir en
cualquier parte, a cualquier hora; incluso dormía en la parada de la noche, en
posición de firmes, disfrutaba de la música sin ser despertado por ella y me
despertaba en el momento preciso para pasar revista.
En el campamento de Currie descubrí algo muy importante. La felicidad
consiste en dormir mucho. Sólo en esto y nada más. Hay mucha gente rica y
desgraciada que necesita tomar píldoras para dormir. En la Infantería Móvil
no son necesarias las píldoras. Dale a cualquier soldado un catre y tiempo
para tumbarse en él y será más feliz que un gusano en una manzana…
durmiendo.
En teoría nos daban ocho horas completas para dormir cada noche, y
aproximadamente una hora y media después de la comida de la tarde para tu
propio uso. Pero, en realidad, las horas de reposo nocturno quedaban sujetas a
toques de alerta, al servicio de noche, a marchas por el campo y a los actos de
Dios y a los caprichos de tus superiores. Por lo que las noches, si no te las
pasabas de patrulla o de servicio extraordinario debido a ofensas menores,
tenías que pasarlas sacando lustre a los zapatos, haciendo de lavandera o
arreglándote el pelo (algunos de los nuestros solían ser buenos barberos, pero
con un pelado como una bola de billar bastaba, por lo que cualquiera servía
para ello). Y no hablemos de las mil y una zarandajas dependientes del
equipo, de la persona y de las exigencias de los sargentos. Por ejemplo, se
nos enseñó a responder a la lista de la mañana con la palabra «bañado», lo
que significaba que habías tomado un baño después del toque de diana.
Cualquiera podía decir «bañado» sin ser cierto (yo lo hice un par de veces),
pero lo menos uno de nuestra compañía que empleó este truquito a la vista de
unas pruebas ciaras de no haberse bañado recientemente, fue sometido a un
fregado con ramujos ásperos y jabón común por sus propios compañeros de
escuadra, mientras que un cabo-instructor permanecía atento a la operación
haciendo valiosas sugerencias.
Pero si no teníamos alguna cosa urgente que hacer después de la cena,
podíamos escribir una carta, holgazanear, ponemos de palique, discutir sobre
las mil faltas mentales y morales de los sargentos y, lo más apetecido de todo,
hablar acerca de la hembra de las especies (llegamos a convencernos de que
no existían tales criaturas y que sólo era una mitología creada por
imaginaciones calenturientas). Un chico de nuestra compañía aseguraba
haber visto una mujer en el cuartel general del regimiento; fue juzgado
unánimemente de embustero y jactancioso. O podías jugar a las cartas. Yo
aprendí (de la manera más dura) a no hacer trampas, y ya no he vuelto a
hacerlas. En realidad, desde entonces no he vuelto a jugar a las cartas.
O, si de veras tenías veinte minutos enteramente tuyos, los empleabas
para dormir. Ésta era una elección altamente apreciada por todos; siempre
arrastrábamos un déficit, en sueño, de varias semanas.
A lo mejor he dado a entender que el campamento ofrecía una vida más
dura de lo necesario. Esto no es correcto. La vida allí se nos hacía «tan dura
como era posible», y a propio intento.
Era una firme opinión de todos los reclutas el que aquello era una
completa iniquidad, un sadismo calculado, un deleite diabólico de cerebros
menguados que disfrutaban haciendo sufrir a los demás.
No era así. Aquello estaba demasiado bien planeado, demasiado
organizado impersonalmente, era demasiado intelectual y eficiente para que
fuese crueldad por mero placer sádico. Tenía un fin semejante a la cirugía,
tan desapasionado como el proceder del cirujano. Bueno, reconozco que
algunos instructores puedan haber disfrutado con ello, pero ignoro que lo
hicieran; ahora sé que los oficiales de psicología trataban de eliminar a los
rufianes al seleccionar los instructores. Lo que querían era encontrar hábiles y
hedidos artífices que supieran el arte de hacer las cosas más rudas posibles
para los reclutas; un rufián bravucón es demasiado estúpido, demasiado
implicado emocionalmente y lo más fácil es que se canse y desista en su
goce, con lo cual no puede ser eficiente.
No obstante, es posible que haya habido sádicos entre ellos. Pero yo he
oído decir que algunos cirujanos (y no necesariamente los malos) disfrutan
cortando y viendo manar sangre que acompaña al arte humano de la cirugía.
Y eso es lo que era; una operación quirúrgica. Su inmediato propósito
consistía en desprenderse de aquellos reclutas que eran demasiado blandos y
aniñados para formar en la Infantería Móvil. Y conseguía que se fueran, a
manadas. (Yo estuve a punto de marcharme). En las primeras seis semanas,
nuestra compañía quedó reducida a un pelotón. Algunos cesaban, sin más, y,
si querían, se les daba opción para que cumplieran su compromiso en
unidades no de combate; otros eran separados por Mala Conducta, por
Rendimiento ^Insatisfactorio o por Incapacidad Médica.
Normalmente no se enteraba nadie de que uno se marchaba, al menos que
le viera irse o le anticipase la información. Pero había otros que estaban
hartos y lo pregonaban a voces, renunciando para siempre a sus derechos al
privilegio. Algunos, en especial los mayores, eran incapaces de seguir la
marcha a pesar de sus esfuerzos físicos. Recuerdo de un tipo ya mayor,
llamado Carruthers, que debía tener treinta y cinco años, que se lo llevaron
tendido sobre una camilla, mientras él protestaba, diciendo que volvería.
Fue muy triste porque todos queríamos a Carruthers y él hizo cuanto
pudo; de forma que lo miramos bajo otro punto de vista y nos le imaginamos
con ropas de paisano toda su vida como consecuencia de su incapacidad
médica. Pero yo me encontré con él, mucho tiempo después. Había
renunciado a la incapacidad médica (no estaba uno obligado a aceptarla) y se
enroló de tercer cocinero en un transporte de tropas. El se acordó de mí y
quiso que charláramos de los viejos tiempos, sintiéndose tan orgulloso de
haber sido un alumno del campamento Currie, como papá de su acento de
Harvard. Dijo que estaba mejor que un ordinario soldado de la Armada. A lo
mejor era cierto.
Pero mucho más importante que el propósito de eliminar a los no aptos
rápidamente y ahorrar al Gobierno los gastos de entrenar a aquellos que
nunca servirían, era el primordial fin de asegurarse, dentro de lo posible, que
ningún soldado penetrara en una cápsula para efectuar un lanzamiento de
combate a menos que estuviese preparado para ello: apto, resolutivo,
disciplinado y diestro. Si no reúne estas condiciones, no resultará bueno para
la Federación, ni ciertamente lo será para con sus compañeros y, lo que es
peor de todo, no lo será para consigo mismo.
Pero ¿era la vida en el campamento más cruel y dura de lo necesario?
Todo lo que puedo decir a este respecto es lo siguiente: la vez que tenga
yo que hacer un salto de combate, quiero a mi lado hombres que se hayan
graduado en el campamento de
Currie o en su equivalente siberiano. De no ser así, me negaré a entrar en
la cápsula.
Pero en aquel tiempo pensé sin duda que todo aquello era un cúmulo de
disparates maliciosos. Eran pequeñas cosas. Cuando llevábamos allí una
semana, para aumentar las fatigas que de hecho sufríamos, nos veíamos
formando en la parada vestidos de andrajos. (Los vestidos y prendas de
uniforme llegaron mucho después). Yo tomé mi túnica y me fui con ella a la
tienda del vestuario para quejarme al sargento intendente. Puesto que no era
más que un sargento de intendencia y su comportamiento parecía más bien
paternal, creí que sería un empleado civil. Por aquel entonces no sabía yo
interpretar el significado de las cintas que pendían de su pecho, pues, de lo
contrario, no me hubiera atrevido a hablarle como lo hice.
—Sargento, esta túnica es demasiado grande. El jefe de mi compañía dice
que parece una tienda de campaña.
El la miró sin llegar a tocarla.
—¿De veras?
—Sí. Deseo una que me venga bien.
Siguió sin inmutarse.
—Hijito, déjame decirte una cosa. En este ejército hay sólo dos tallas; una
demasiado grande y otra demasiado pequeña.
—Pero el jefe de mi compañía dice…
—Qué duda cabe,
—¿Y qué voy a hacer?
—Oh, ¿conque lo que deseas es un consejo? Precisamente tengo uno para
ti. Mira lo que voy a hacer yo: aquí tienes una aguja y hasta te daré un ovillo
de hilo. No necesitarás tijeras, porque una hoja de afeitar, es mejor. Puedes
ajustártela a las caderas, pero deja ropa suficiente para cubrirte los hombros,
porque la necesitarás después.
El único comentario que hizo el sargento Zim a mi obra de sastrería fue:
—Puedes hacerlo mejor. Dos horas de servicio extraordinario.
Para la siguiente revista había mejorado mi obra.
Aquellas seis primeras semanas fueron duras e ingratas con numerosos
ejercicios de formación y un sinfín de marchas rutinarias. Con el tiempo, a
medida que las filas disminuían, marchándose a casa o a cualquier otra parte,
hubo veces que hacíamos marcha de cincuenta millas en diez horas sobre el
terreno llano. Éste es un buen récord para un buen caballo, cuando uno no ha
usado sus piernas. Pero descansábamos. El descanso no consistía en paramos,
sino en cambiar de paso, en marchar lento, rápido o al trote. A veces
rebasábamos la distancia máxima, vivaqueábamos y comíamos raciones de
campo, dormíamos en sacos de dormir y regresábamos al día siguiente.
Una vez empezamos la marcha ordinaria de un día, sin sacos de dormir
sobre nuestros hombros ni raciones de campo. Cuando no nos detuvimos para
comer, no me sorprendió. Por entonces ya había aprendido yo a sisar azúcar,
pan duro o algo semejante en la cocina y esconderlo dentro de mi persona.
No obstante, al llegar la tarde y seguir marchando en dirección opuesta al
campamentó, empecé a inquietarme. Pero también había aprendido a no hacer
preguntas necias.
Nos detuvimos poco antes del anochecer. Eramos tres compañías, por
aquel entonces un tanto menguadas. Formamos en columnas de batallón y
desfilamos sin música. Se montó la guardia y rompimos filas. En seguida
busqué al cabo-instructor Bronski, ya que éste era un poco más tratable que
los otros, y, también, yo ya sentía en mí cierta responsabilidad, pues, por
entonces, me habían nombrado cabo-recluta. Esta clase de galones significan
muy poco, pues más bien sirven para llevarse una reprimenda por lo que haga
tu escuadra, aparte de las faltas que tú cometas; y, por si fuera poco, estaban
expuestos a esfumarse con la misma rapidez que habían venido. Zim había
probado primeramente con todos los soldados mayores no comisionados, y
yo heredé el brazalete con la sardineta un par de días antes al caer enfermo el
jefe de nuestra escuadra y ser llevado al hospital.
—Cabo Bronski —dije—. ¿Qué pasa, es que no se come hoy? ¿Cuándo
van a tocar fagina?
Me hizo un guiño.
—Yo he traído conmigo un par de galletas. ¿Quieres que las partamos?
—¿Eh? Oh, no, señor, gracias —en verdad, yo llevaba encima algo más
de dos galletas; había aprendido—. ¿No tocan a rancho?
—Tampoco me lo dijeron, hijito. Pero no veo que se acerquen
helicópteros. Ahora, yo en tu lugar me reuniría la escuadra y trataría de
solucionar las cosas por mi cuenta. A lo mejor cazáis alguna liebre a
pedradas.
—Sí, señor. Pero… bueno, ¿pasaremos aquí la noche? No hemos traído
sacos de dormir.
Sus cejas se arquearon.
—¿No? ¡Qué barbaridad! —pareció reflexionar—. Mmmm… ¿Has visto
alguna vez agruparse las ovejas ante una tormenta de nieve?
—Oh, no, señor.
—Inténtalo. Ellas no se hielan; puede que tampoco os heléis vosotros.
Pero si no os gustan las agrupaciones, podéis caminar toda la noche. Nadie os
lo impedirá, siempre y cuando no os salgáis del perímetro de centinelas.
Haciendo movimiento no se congela nadie. Claro que mañana estaréis algo
cansados.
Volvió a hacer un guiño. Yo le saludé y volví con mi escuadra. Hicimos
particiones iguales y a mí me tocó menos de lo que había aportado. Había
alguno de aquellos idiotas que no birló nada para comer, o bien se lo había
comido durante la marcha. Pero unas cuantas galletas y un par de ciruelas
pasas son suficientes para acallar las voces de alerta de tu estómago.
El truco de las ovejas también dio resultado. Toda nuestra sección,
compuesta de tres escuadras, se agrupó. A nadie se lo recomiendo como
modo de dormir; si te pilla en el exterior del grupo te hielas de frío, y, si te
coge dentro, estás calentito, pero aguantando los codazos, pisotones y la
respiración de todos. Durante toda la noche se la pasa uno cambiando de
sitio, en una especie de movimiento browniano, sin llegar a despertarse del
todo pero sin coger el sueño definitivamente. Con todo ello, la noche parece
durar un siglo.
Al amanecer volvimos a escuchar los habituales gritos de «¡Arriba! ¡A
formar!», estimulados por los bastones de los instructores que actuaban sobre
los puntos vulnerables. Luego realizamos los ejercicios de la mañana. Yo me
sentía como un cadáver y parecióme imposible que pudiera tocarme los pies
con las puntas de los dedos. Pero lo hice, pese a lo que dolía, y veinte
minutos después iniciamos la marcha. Yo me sentía más viejo. El sargento
Zim aparecía tan fresco y el muy bribón hasta se las había arreglado para
afeitarse.
El sol calentaba nuestras espaldas según marchábamos, y Zim nos
apremió, al principio, para que entonásemos viejas canciones como «Le
Regiment de Sambre et Meuse», «Caissons» y «Halls de Montezuma», y,
luego, las nuestras propias como «La Polka del Soldado del Espacio», que
comienza moviéndote a un paso rápido para terminar en un trote. La voz del
sargento Zim era potente, pero desafinada. Gracias a la buena entonación de
Breckinridge podíamos guardar el tono entre las terribles y falsas notas de
aquél.
Nosotros nos sentíamos fanfarrones y levantábamos el gallo. Pero no nos
sentíamos igual cuando hubimos andado otras cincuenta millas. Había sido
una larga noche, un día interminable y Zim nos hizo formar y pasó revista y
varios fueron arrestados por no haber conseguido afeitarse en los nueve
minutos que nos dejaron libres desde que terminamos la marcha y volvimos a
formar para la revista. Aquella noche pidieron la baja varios reclutas, y yo
pensé en hacerlo, pero no lo hice porque todavía llevaba sobre mí aquellos
absurdos galones.
Durante la misma noche hubo una generala de dos horas.
Pero con el tiempo supe apreciar el confort de dos o tres docenas de
cuerpos con quien mezclarse, porque doce semanas más tarde me depositaron
completamente desnudo en una zona primitiva de las Rocosas canadienses y
tuve que abrirme paso caminando a través de las montañas. Lo hice, y odié al
Ejército cada paso que daba.
Sin embargo, al final no me hallaba en un estado demasiado deplorable.
Un par de conejos estuvieron menos alerta que yo, de forma que no anduve
enteramente hambriento… ni tampoco desnudo. Con la grasa y piel del
conejo me hice un recio y cálido abrigo para el cuerpo y irnos mocasines para
los pies. Los conejos ya no iban a necesitar sus pieles. Es asombroso lo que
se puede conseguir con un trozo de piedra cuando te obliga la necesidad.
Creo que nuestros antepasados de las cavernas no eran tan tontos como
normalmente se piensa.
También lo hicieron todos los demás que aún no habían pedido la baja y
trataban de superar las pruebas; todos, menos dos que murieron en el intento.
Entonces marchamos todos a las montañas y estuvimos trece días
buscándolos, ayudados por helicópteros que nos guiaban desde arriba y con
los mejores medios de comunicación, y tanto nosotros como nuestros
instructores vestíamos los poderosos trajes de comando hasta supervisar y
comprobar cualquier indicio, porque la Infantería Móvil no abandona a los
suyos mientras haya la más remota esperanza.
Luego les dimos sepultura con todos los honores, a los acordes de «Esta
Tierra es Nuestra», y con el título postumo de PFC, el primero que se
concedía en nuestro regimiento, porque no se espera que el soldado sobreviva
necesariamente (pues morir forma parte de su deber) pero se mira mucho la
forma en que se muere. Hay que dar la vida con la cabeza alta y luchando en
el cumplimiento del deber.
Breckinridge era uno de ellos; el otro era un muchacho australiano al que
yo no conocía. No fueron los primeros que murieron en los entrenamientos,
ni tampoco los últimos.
V
Thomas Paine
«Querido amigo:
Me habría gustado escribirte mucho antes para expresarte mi
alegría y mi orgullo al saber que no sólo te habías presentado
voluntario al servicio, sino que, además, habías elegido mi propio
Cuerpo. Pero no me ha sorprendido; eso es lo que yo esperaba de ti, si
bien no pensaba que eligieras, precisamente, 1-a Infantería Móvil.
Ésta es una especie de consumación, que no sucede muy a menudo,
que, pese a todo, hace dignos los esfuerzos de un profesor.
Necesariamente, hemos de pasar por la criba muchos guijarros,
demasiada arena, para dar con la pepita, pero esta pepita constituye la
recompensa.
La razón de no haberte escrito antes es obvia. Muchos jóvenes,
aunque no sea forzosamente por una falta reprensible, son desechados
durante el período de instrucción. Yo he querido esperar, estando al
corriente de todo a través de mis amistades, a que superases tan dura
«depresión» (¡cuanto sabemos todos de esa depresión!) y estuvieras
cierto, salvo accidente o enfermedad, de completar tu período de
entrenamiento y tu compromiso.
Ahora estás atravesando la parte más dura de tu servicio; no en el
sentido físico (aunque ya no volverá a atormentarte la dureza física,
pues por ahora ya tienes el alcance de su medida), sino la dureza
espiritual… los profundos y deprimen
tes reajustes, las necesarias revalorizaciones para dar autenticidad
a un potencial ciudadano. O más bien debería decir que ya has pasado
la parte más dura, a pesar de los obstáculos, cada uno más alto que el
anterior, que todavía te faltan por saltar. Pero lo que cuenta es esa
«depresión» de que te hablaba, y, conociéndote, muchacho, sé que he
esperado lo suficiente para estar seguro de que ya has superado dicha
depresión; de lo contrario, a estas horas, ya estarías en casa.
Cuando se llega a la cumbre de esa montaña espiritual, se siente
algo, un algo nuevo. Tal vez no tengas palabras para expresarlo —
cuando yo era soldado, sé que no las tenía—. Por tanto, a lo mejor no
te importa dejar que este viejo camarada te las preste, puesto que ello,
a menudo, ayuda a obtener palabras discretas. Creo que el más noble
destino que un hombre puede tener es colocar su propio cuerpo mortal
entre su amada familia y la desolación de la guerra. Las palabras no
son mías, naturalmente, como puedes reconocer. Las verdades básicas
no pueden cambiar y una vez que el hombre de discernimiento
expresa una de ellas, ya no será necesario volverlas a formular, por
mucho que el mundo cambie. Ésta es una verdad inmutable en todas
partes, en todos los tiempos, para todos los hombres y para todas las
naciones.
Déjame tener noticias tuyas, por favor, si es que puedes sustraer
un rato de tu escaso tiempo para escribir una ocasional carta a un
viejo
camarada. Y si por un acaso tropezaras con mis antiguos
compañeros, manifiéstales mis más fervientes saludos.
¡Buena suerte, soldado! Me siento orgulloso de ti.
El membrete era tan asombroso como la carta misma. Así que el «viejo
avinagrado» era coronel, cuando nuestro jefe regional sólo era comandante.
Mr. Dubois nunca había hecho uso del rango durante las clases. Nosotros
habíamos supuesto, si acaso, que debió ser cabo, o algo por el estilo, que le
licenciaron al perder la mano, asignándole el puesto de profesor en una
asignatura que no precisaba aprobarse, que ni siquiera había que aprenderla,
sino solamente oírla. Todos sabíamos que era un veterano, puesto que 3a
Historia y la Filosofía Moral debía ser enseñada por un profesor ciudadano,
¿pero de la Infantería Móvil? No lo parecía. Su aire era ligeramente
desdeñoso, el tipo de un maestro de baile, no el de un pedazo de mono como
nosotros. Pero así rezaba en su antefirma. Todo el camino de regreso al
campamento me lo pasé meditando sobre aquella asombrosa carta. No se
parecía lo más mínimo a nada de lo que había dicho nunca en clase. No
quiero decir que fuera opuesto a lo que nos explicara en clase, pero guardaba
un tono enteramente distinto. ¿Desde cuándo un coronel llama «camarada» a
un simple recluta?
Cuando él era «Mr. Dubois» a secas y yo uno de los muchachos que
debían escuchar sus clases, apenas parecía fijarse en mí, salvo en una ocasión
que me llenó de afrenta al dar a entender que me sobraba dinero y me faltaba
sentido. (¿Era un crimen el que mi padre pudiera comprar el instituto entero y
regalármelo para Navidad? ¡A él qué le importaba!).
Estuvo disertando sobre la «valía», comparando la teoría marxista con la
teoría ortodoxa del «uso».
—Desde luego —dijo—, la definición marxista del valor es ridicula. Por
mucho que uno se esfuerce trabajando no hará que una tarta hecha de barro se
convierta en una tarta de manzana; seguirá siendo de barro y su valor es cero.
Corolario: un trabajo inexperto puede sustraer fácilmente el valor; un
cocinero sin talento puede convertir un saludable amasijo de manzanas
frescas, de por sí valiosas, en un plato no comestible y su valor será cero.
Contrariamente, un jefe de cocina competente es capaz de lograr que esos
mismos materiales cobren mayor valor que una simple tarta de manzana, sin
un mayor esfuerzo qué el ordinario cocinero emplea para preparar una
golosina normal.
«Estas ilustraciones culinarias echan por tierra la teoría marxista del
valor, la falacia de que deriva todo el enorme fraude del comunismo, y
aclaran la sensata definición como uniforme en términos del uso».
Mr. Dubois agitó su muñón hacia nosotros.
—No obstante… ¡eh, despierten allá atrás!… No obstante el viejo,
desmelenado y místico «Das Kapital», ampuloso, torturado, confundido y
neurótico, falto de ciencia, ilógico, pomposo y fraudulento propugnado por
Carlos Marx, tenía, empero, un viso de verdad muy importante. Si hubiera
tenido una mente analítica, podría haber formulado la primera definición
adecuada del valor… y este planeta se hubiera ahorrado interminables
sufrimientos.
Y señalándome a mí, Mr. Dubois añadió:
—¡O puede que no! Usted que no es capaz de escuchar, ¿sería capaz de
decir a la clase si el «valor» es relativo o absoluto?
Me incorporé con un gesto de sobresalto. Yo estaba escuchando. Lo que
no comprendía yo era por qué no se podía estar escuchando con los ojos
cerrados y la columna vertebral relajada. Pero su pregunta me pilló en blanco,
porque no había leído la lección del día.
—Absoluto —respondí por intuición.
—Se equivoca —dijo fríamente—. El «valor» no tiene otro significado
que el relativo a los seres vivientes. El valor de una cosa es siempre relativo a
una persona en particular, es completamente personal y distinto en cantidad
para cada ser humano; el «valor del mercado» es una ficción, una mera y
tosca conjetura en el promedio de los valores personales, todo lo cual debe
ser cuantitativamente distinto para poder ejercitar el comercio.
Me pregunté qué habría dicho papá si hubiera oído decir que el «valor del
mercado» era una «ficción». Probablemente resoplaría disgustado.
—Esta relación tan personal que es el «valor» —prosiguió Mr. Dubois—,
tiene dos factores para el ser humano: primero, lo que éste puede hacer con
una cosa, el uso que tiene para él; y, segundo, lo que tiene que hacer para
conseguirla, lo que le cuesta. Existe una vieja canción afirmando que «lo
mejor de la vida es la libertad». ¡Eso no es cierto! ¡Es totalmente falso! Ahí
está el trágico fraude que ocasionó la decadencia y el derrumbamiento de las
democracias del siglo veinte. Aquellos nobles experimentos fracasaron
porque hicieron creer al pueblo que podía votar libremente por lo que
quisiera… y conseguirlo sin esfuerzos, sin sudores, sin lágrimas.
—Nada de valor se obtiene gratis. Incluso la respiración que nos da la
vida se compra en el momento de nacer mediante fuertes y dolorosas
convulsiones pulmonares —aún me estaba mirando a mí, añadiendo—: Si
todos ustedes, chicos y chicas, tuvieran que esforzarse para obtener un
juguete de la misma forma que se esfuerza un recién nacido para subsistir,
todos serían más felices… y mucho más ricos. En cierto modo, siento
compasión por la pobreza que implica la riqueza de algunos de ustedes.
Usted, a quien digamos acabo de recompensar por ganar los cien metros
lisos. ¿Le hace feliz el premio?
—Oh, supongo que me haría.
—Haga el favor de no írseme por la tangente. Usted recibe el premio,
aquí, y yo proclamo: «Gran premio para el campeón de los cien metros lisos»
—ahora, de hecho, volvió a donde yo estaba y apuntóme a bocajarro—:
¡Dígame! ¿Es usted feliz? ¿Valora el premio, o no?
Yo me encontraba resentido. Primero aquella ocurrencia ingeniosa sobre
los niños ricos —un acto de escarnio propio de los que no tienen dinero—, y
ahora este enredo. Yo me reí entre dientes sin ocultarlo.
—¿Entonces no se siente usted feliz? —dijo Mr. Dubois con aire de
sorpresa.
—Usted sabe muy bien que llegué el cuarto.
—¡Exactamente! Y el premio otorgado al primero no tiene valor para
usted… porque no lo ha ganado. En cambio disfruta de una modesta
satisfacción al tener el cuarto premio, porque lo ganó. Confío en que algunos
de los sonámbulos que andan por aquí comprendan este pequeño juego de
moralidad. Me imagino que el poeta que escribió aquella canción quería dar a
entender que las mejores cosas de la vida se compran con algo más que con
dinero y que el literal significado de sus palabras es falso. Las mejores cosas
de la vida están más allá del dinero; su precio es la agonía, el sudor, la
dedicación… y el precio exigido para lo más precioso de todas las cosas de la
vida, es la vida misma, último costo para el valor perfecto.
Mientras regresábamos al campamento, me esforcé en vano por exprimir
el significado de las palabras oídas a Mr. Dubois, al coronel Dubois, así como
lo expresado en su extraordinaria carta. Y de pronto dejé de pensar porque la
banda de música cayó junto a nuestra formación en columna y estuvo
interpretando un repertorio francés como «La Marsellesa», «Madelon», «Los
hijos del trabajo y del peligro», y por ultimo la «Legión Extranjera» y «La
señorita de Armentieres».
Es algo soberbio cuando toca la banda; te levanta los ánimos, por muy
arrastrado que vayas por la pradera. Al principio no habíamos tenido más que
música «prefabricada»’, y sólo para las formaciones de revista y llamadas.
Pero pronto se dieron cuenta de los que tenían dotes de músico y se organizó
una banda regimental con los correspondientes instrumentos, formada
enteramente de reclutas; desde el director hasta el que tocaba el bombo.
Eso no les eximía de cumplir con sus otros deberes. ¡En absoluto! Sólo
significaba que se les permitía y estimulaba para hacerlo en el tiempo
restante, practicando por las noches y los domingos, pero a cambio gozaban
del prurito de formar aparte en la parada y no con sus propios pelotones.
Entre nosotros, muchas cosas se hacían de esta manera. Nuestro capellán, por
ejemplo, era un soldado más. Era más viejo que la mayoría de nosotros y
había sido ordenado en una pequeña secta bastante desconocida, de la que yo
no había oído nunca hablar. Pero ponía una gran pasión en sus predicaciones,
fuera o no ortodoxa su teología —de eso no me pregunten—, y se hallaba en
una posición óptima para comprender los problemas del recluta. Además, los
cánticos que nos enseñaba eran divertidos. Por otra parte, los domingos, entre
la revista de policía y la hora de comer no había otro sitio donde ir.
La banda desentonaba lo suyo, pero siempre seguía adelante. El
campamento poseía cuatro juegos de gaitas y algunos uniformes escoceses,
donados por Lochiel de Cameron, cuyo hijo había muerto en los
entrenamientos, y uño de nuestros muchachos resultó ser gaitero por haberlo
aprendido en los «boy scouts» escoceses. Pronto tuvimos cuatro gaiteros y,
aunque no tocaban muy bien, soplaban fuerte. Las gaitas suenan de una
manera extraña la primera vez que se las oye, y un gaitero novato cuando
practica es capaz de hacerte rechinar los dientes. Suena y parece como si
tuviera atrapado un gato bajo el brazo y le estuviese mordiendo la cola.
Pero acabaron aprendiendo. La primera vez que nuestros gaiteros
aparecieron formalmente con la banda interpretando «Los muertos del
Alamein», se me pusieron los cabellos tan de punta que me levantaron el
gorro. Es tan fuerte la emoción, que te hace llorar.
Durante las marchas, naturalmente, no podíamos llevar la banda con
nosotros, ya que a los músicos no se les hacía ninguna concesión especial.
Los bombardinos y los tambores grandes debían quedarse en el campamento,
porque sus ejecutantes están obligados a llevar el equipo completo, como
cada cual, a cuya carga sólo puede añadirse un instrumento pequeño. Pero la
Infantería Móvil posee irnos instrumentos musicales como no creo pueda
tener nadie más, tales como una cajita, apenas más grande que una armónica,
un artilugio eléctrico al que se acopla un enorme cuerno y se toca de la
mismas manera.
Cuando te hallas perdido allá en el horizonte y suena la llamada para la
banda, cada músico recoge su equipo sin detenerse, ayudado por sus
compañeros de escuadra, y acude presto a la formación en columna de la
compañía de color, empezando a tocar.
Ello levanta el espíritu.
La banda se cambia de posición, quedando casi fuera del alcance de
nuestro oído, y cuando está demasiado lejos tenemos que dejar de cantar
porque nuestras notas pierden el compás.
De repente sentí que me encontraba mejor. Quise averiguarlo. ¿Sería
porque dentro de un par de horas estaríamos de vuelta y podría pedir la baja?
No. Cuando decidí renunciar experimenté, evidentemente, una sensación
de paz que había aplacado mi tensión nerviosa y me entregó al sueño. Pero
esto era algo distinto, algo que no alcanzaba a comprender.
Pero de pronto lo supe: ¡«Había superado mi depresión moral»!
Había superado la depresión moral de que el coronel Dubois hablaba en
su carta. Ciertamente había pasado sobre ella y comenzaba el descenso,
moviéndome con soltura. La pradera aquélla se mostraba plana como una
tortilla y de la misma manera que me afanara trabajosamente subiendo la
cuesta de la colina en el camino de ida, luego, en un punto dado, creo que
mientras estuvimos cantando traspasé la depresión, o mejor la cima, y me vi
lanzado pendiente abajo. Sentí que mi equipo pesaba menos y que mis
preocupaciones habían desaparecido.
Cuando llegamos al campamento ya no le hablé al sargento Zim; no
necesitaba hablarle. En vez de ello fue él quien me habló a mí, haciéndome
señas para que me acercara, una vez que rompimos filas.
—Diga, señor.
Paró de hablar y yo me eché a temblar, creyendo que sospechaba lo de mi
escucha en la oficina.
—En el correo de hoy recibiste una carta —dijo—. Por pura casualidad
me fijé, aunque no es asunto mío, en las señas del remitente. Es un nombre
bastante común, en algunos sitios, pero, ¿por un casual tiene amputada la
mano izquierda, a la altura de la muñeca, la persona que te escribió la carta?
Es una pregunta personal que no estás obligado a responder.
Creo que me quedé con la boca abierta.
—¿Cómo lo supo, señor?
—Me encontraba cerca cuando ocurrió. ¿Es el coronel Dubois, verdad?
—Sí, señor —añadí—. Fue mi profesor de Historia y Filosofía Moral.
Creo que fue la primera vez en la vida que me impresionó, aunque
ligeramente, el sargento Zim. Sus cejas se elevaron un octavo de pulgada y
sus ojos se abrieron un poco más de lo normal.
—¿De veras? Has sido muy afortunado —añadió—. Cuando le escribas,
si no te importa, puedes decirle que el sargento Zim le envía sus respetos.
—Sí, señor. Oh… me parece que le manda un mensaje, señor.
—¿Qué?
—No estoy bien seguro —dije.
Saqué la carta y me puse a leer: «… si por un acaso te tropezaras con mis
antiguos compañeros, manifiéstales mis más fervientes saludos».
—¿Va dirigido a usted, señor?
Zim se quedó reflexionando, sus ojos puestos a través de mí, mirando a
cualquier otra parte.
—¿Eh? Ah, sí. Es para mí, entre otros. Muchas gracias —y de: pronto se
olvidó de todo y dijo brioso—: Nueve minutos para la parada. Y todavía
tienes que ducharte y cambiarte. ¡Aprisa, soldado!
VII
Necio el recluta
que en suicidio piensa;
perdió su maldad,
no halló su soberbia.
Y día tras día
su trabajo aumenta,
y esto le ayuda
a labrar su senda.
Pero una mañana
su equipo le entregan
y ya liberado
de toda impureza,
de fatigas libre,
cuanto se le ordena,
en silencio cumple
sin hacer protesta.
Rudyard Kipling.
Adagios, XXII:6.
W. Churchill,
soldado-estadista del siglo XX.
CUADRO ORGANICO
Yo tenía que haber ido a las órdenes del teniente Silva, pero tuvo que
marcharse al hospital con unas contracciones espantosas. Sin embargo,
aquello no significaba necesariamente que yo me hiciera cargo de su pelotón.
A un tercer teniente temporal no se le considera lo suficientemente apto para
ello. El capitán Blackstone pudo haberme dejado a las órdenes del teniente
Bayonne y nombrar un sargento a cargo de su primer pelotón, o incluso
tomar un «tercer cargo» y mandar él directamente el pelotón.
De hecho hizo ambas cosas y a mí me nombró jefe del primer pelotón de
los «Bribones». Para ello se llevó con él al mejor sargento de los «Glotones»
que actuaría como plana mayor del batallón y, a su vez, designó como jefe de
su primer pelotón al sargento de la flota, empleo éste dos grados inferior a sus
galones. El capitán Blackstone llevó a efecto aquel reajuste en favor mío,
dando con ello una gran lección de modestia en la escala de mando. Yo
aparecería en el Cuadro Orgánico como jefe de pelotón, pero quienes los
llevaban de hecho eran el propio Blackie y el sargento de la flota.
A medida que fui actuando, me di cuenta de la marcha de aquello. Hasta
se me permitió saltar como jefe de pelotón, pero con una sola palabra de mi
sargento de pelotón al jefe de mi compañía se cerraban las fauces de la
tenaza.
Eso me agradó. En tanto no hubiera dificultades, sería mi pelotón, pero si
yo era incapaz de llevar las cosas a buen término, cuanto antes me hicieran a
un lado mejor para todos. Además, no era tan inquietante el tomar el mando
de un pelotón en estas condiciones, que verse de golpe a la cabeza de él a
causa de una catástrofe en la batalla.
Tomé mi misión con gran seriedad, pues, se trataba de mi pelotón, según
rezaba en el Cuadro Orgánico. Pero aún no había aprendido a delegar mi
autoridad y, durante una semana, me pasé entre los soldados más tiempo del
conveniente. Blackie me llamó a su camarote.
—Hijo, ¿qué diablos crees que estás haciendo? —dijo.
Le respondí con firmeza que estaba preparando a mi pelotón para entrar
en combate.
—¿De veras? Pues no es eso lo que vas a conseguir. Los estás excitando
como a un panal de abejas. ¿Por qué diantres te imaginas que te di el mejor
sargento de la Flota? Vale más que te vayas a su camarote y te quedes allí
quietecito hasta que suene la hora H.
El sargento te entregará el pelotón mejor templado que un violín.
—Como el capitán guste, señor —asentí displicente.
—Ah, otra cosa; no me gustan los oficiales que se comportan como
cadetes asustadizos. Déjese de darme ese estúpido tratamiento en tercera
persona. Guárdalo para con los generales y el mareante. Nada de hombros
rígidos ni de taconazos. Elijo, a los oficiales hay que verlos relajados.
—Sí, señor.
—Y que sea la última vez, en toda una semana, que me llamas «señor».
Lo mismo en cuanto al saludo. Aleja de tu rostro esa mirada de cadete ceñudo
y da paso a la sonrisa.
—Sí, se… De acuerdo.
—Así está mejor. Puedes apoyarte contra el mamparo, rascarte,
bostezar… Todo, menos comportarte como un soldado de plomo.
Lo intenté, e hice un gesto tímido, descubriendo que el romper un hábito
no resultaba fácil. El apoyarme contra el mamparo me costaba más trabajo
que estar en posición de firme. El capitán Blackstone me estudió.
Practícalo —dijo—. Un oficial no puede aparecer asustadizo ni tenso; eso
es contagioso. Y ahora, dime, Johnnie, ¿qué necesita tu pelotón? Pero
dejémonos de bagatelas; no me interesa saber si un soldado tiene o no en tu
taquilla el número de zapatos que calza.
Me puse a pensar rápidamente.
—Ejem… ¿sabe usted por casualidad si él teniente Silva tenía intención
de nombrar para sargento a Brumby?
—Lo sabía. ¿Cuál es tu opinión?
—Bueno… según consta, lleva dos meses actuando como jefe accidental
de sección. Su calificación de eficiencia es buena.
—Te he pedido tu recomendación, muchacho.
—Lo siento, pero… no puedo tener una opinión real sobre él ya que no lo
he visto actuar sobre el terreno. A bordo de una nave, cualquiera es un buen
soldado. Pero a mi modo de ver, ha estado haciendo las veces de sargento
demasiado tiempo para que se le deje postergado y pase sobre él un jefe de
escuadra. Creo que debe obtener la tercera sardineta antes del lanzamiento…
o ser trasladado a otra unidad cuando volvamos. O antes, si existe la
posibilidad de un traslado espacial.
—Para ser un tercer teniente —gruñó Blackie—, demuestras una gran
generosidad hacia mis «Bribones».
Yo me puse colorado como un tomate.
—No importa; mi pelotón sería un buen sitio. Brumby debe ser ascendido
o trasladado. No me gustaría verle en su antiguo puesto. Si no puede obtener
otra sardineta, debe dársele opción para hacerse oficial. Así no será humillado
y tendrá una buena oportunidad para llegar a sargento en otra unidad, en vez
de quedar aquí en vía muerta.
—¿Ah, sí? —Blackie ni siquiera se mofó abiertamente—. Después de tan
magistral análisis, aplica tu fuerza deductiva y dime por qué el teniente Silva
no hizo su traslado cuando llegamos a Santuario hace tres semanas.
Ya había yo pensado en eso. El traslado de un hombre se hace dejando
transcurrir el menor tiempo posible una vez tomada tal decisión, y sin previo
aviso. Según dicen los libros, resulta mejor para el interesado y para la
unidad.
—¿Capitán, estaba ya enfermo entonces el teniente Silva?
—No.
El rompecabezas encajaba.
—Capitán, recomiendo a Brumby para un inmediato ascenso.
Sus cejas se arquearon.
—Hace un minuto estabas a punto de desecharle como inservible.
—Bueno, no dije tanto. Sólo dije que no estaba seguro de él porque no le
conocía sobre el terreno. Ahora sí estoy seguro.
—Continúa.
—Esto quiere decir que el teniente Silva es un eficiente oficial…
—¡Humí Muchacho, para tu información te diré que «Quick» Silva
cuenta en su expediente con una ristra ininterrumpida de «Excelente,
Recomendado para el Ascenso».
—Pero yo supe que era bueno —continué— porque heredé un buen
pelotón. Un buen oficial no iba a ascender a un soldado suyo por… oh, por
muchas razones, y, a pesar de ello, dejar sus dudas por escrito. Pero en este
caso, si no podía recomendarle para sargento, no le habría retenido en la
unidad, trasladándole de la nave en la primera ocasión que se presentara. Pero
no lo hizo. Por eso sé que tenía intención de ascender a Brumby —añadí—.
Lo que no me explico es por qué no lo hizo hace tres semanas, para que
Brumby luciera su tercera sardineta durante el R&R.
El capitán Blackstone hizo un guiño.
—Si hablas así es porque no concedes suficiente crédito en cuanto a ser
eficiente.
—Se… ¿Cómo dice?
—No importa. Has hecho unas buenas deducciones, y yo no espero que
un cadete, como quien dice, todavía «verde», conozca todos los trucos. Pero
escucha, hijo. En tanto dure esta guerra, no asciendas nunca a un hombre
antes de que retornes a la Base.
—Y, ¿por qué no, capitán?
—Hablaste de enviar a Brumby para oficial, si no se le ascendía. Pues allí
es donde hubiera ido precisamente si le hubiese ascendido hace tres semanas.
No te puedes imaginar lo voraces que son en la oficina aquélla. Mira si
quieres en el archivo y verás que se nos piden dos sargentos para la Escuela
de Oficiales. Con el envío de un sargento para oficial y el mando de un
pelotón vacante me hallaba falto de personal y pude eludirlo —hizo una
mueca feroz—. Hijo, ésta es una guerra muy dura y, si no vigilas, tu propia
gente te robará tus mejores hombres.
Sacó dos pliegos de papel de un cajón.
—Mira esto —dijo.
Uno de ellos era una carta de Silva, dirigida al capitán Blackie,
recomendando a Brumby para sargento. Estaba fechada hacía un mes. El otro
pliego contenía el aval de Brumby para sargento, como fecha del día
siguiente a nuestra partida de Santuario.
—¿Te convence esto? —me dijo.
—¿Eh? ¡Oh, claro que sí!
—He estado esperando que descubrieras el punto débil de tu mitad y me
dijiste lo que había que hacer. Me siento satisfecho de que lo descubrieras,
pero sólo a medias porque un experto oficial tenía que haberlo visto en el
acto a través del Cuadro Orgánico y del archivo del servicio. Pero no
importa; así ganarás experiencia. Y ahora, he aquí lo que has de hacer:
escríbeme una carta como la de Silva, con fecha de ayer. Dile al sargento de
tu pelotón que haga saber a Brumby que le has propuesto para una tercera
sardineta, y no menciones nada de lo que hizo Silva. Haremos ver que tú no
sabías nada de eso cuando propusiste la recomendación. Cuando yo le tome
juramento a Brumby, le haré saber que sus dos oficiales le recomendaron
independientemente. Esto le hará sentirse mejor. ¿De acuerdo? ¿Alguna cosa
más?
—Pues… no, en cuanto a organización, al menos que el teniente Silva
tuviera pensado ascender a Naidi, en vez de a Brumby. En tal caso podríamos
ascender a cabos efectivos a dos cabos interinos, con lo cual tendríamos la
ocasión de ascender cuatro soldados a cabos interinos, contando con tres
vacantes existentes en la actualidad. Ignoro si tiene usted por norma cubrir al
máximo el Cuadro Orgánico.
—No está mal —respondió Blackie con voz suave—; como tú y yo
sabemos, algunos de esos muchachos no van a disponer de muchos días para
disfrutarlo. Recuerda que no ascendemos a ninguno de ellos a cabo interino
hasta que no ha estado en combate, al menos en los «Bribones de Blackie».
Háblalo con tu sargento de pelotón y me lo haces saber. No hay prisa; basta
con que sea antes de irnos a la cama esta noche. Y ahora… ¿algo más?
—Bueno… capitán, me preocupan los trajes.
—Y a mí también. Los de todos los pelotones.
—Ignoro lo referente a los otros pelotones, pero con cinco reclutas por
adaptar, más cuatro trajes averiados y cambiados, aparte de otros más
sustituidos por anormal rendimiento la semana pasada… Bueno, no sé cómo
se va a apañar Cunha y Navarre para repasarlo y tenerlo a punto para la fecha
calculada. Eso en el supuesto de que no surjan otras complicaciones.
—Siempre surgen complicaciones.
—Sí, capitán; pero representan doscientas ochenta y seis horas-hombre
para calentamiento y adaptación, más otras ciento veintitrés horas para
comprobaciones rutinarias. Ya sabe que siempre sale algo más.
—Bien, ¿y qué opinas, se debería hacer? Los demás pelotones fe
prestarán su ayuda si terminan su labor antes de tiempo, cosa que dudo. Pero
no nos pidas ayuda a los «Glotones»; lo más probable es que la necesitemos
también.
—Capitán… no sé qué pensará usted de esto, teniendo en cuenta que me
dijo que permaneciera alejado de la tropa. Pero cuando yo era cabo fui
ayudante del sargento de artillería y blindaje…
—Continúa.
—Bueno, pues que al final fui sargento de artillería y blindaje. Pero me
parecía estar en las botas de otro, porque no soy un mecánico completo. No
obstante soy un buen ayudante y si se me permitiera… bueno, puedo calentar
trajes nuevos, o hacer verificaciones rutinarias… y echar una mano a Cunha y
a Navarre.
Blackie se recostó en su asiento y guiñó el ojo.
—Muchacho, he repasado las Ordenanzas cuidadosamente, y no he visto
ningún artículo que prohíba a un oficial mancharse las manos. Digo esto
porque algunos «jóvenes caballeros» de los que se me han asignado parece
ser que 3o habían visto. Está bien; ponte un mono de trabajo y así no te
ensuciarás las manos. Ve a popa y dile al sargento de tu pelotón lo relativo a
Brumby, ordenándole que prepare las recomendaciones para cubrir las
vacantes del Cuadro Orgánico, en el caso de que yo decidiera confirmar tu
recomendación para Brumby. Dile además que te vas a dedicar a la
verificación y reparación de artillería y blindaje, y que deseas que él se cuide
de todo lo demás. Indícale que si tiene algún problema, puede verte en la
armería. No le hagas saber que me lo consultaste; simplemente, dale la orden.
¿Me entiendes?
—Sí, se… Así lo haré.
—Muy bien. Adelante con ello. Cuando pases por la sala de juego, haz el
favor de expresar mis saludos a Rusty y decirle que a ver si arrastra hasta
aquí su perezoso esqueleto.
Jamás estuve tan ocupado como las dos semanas que siguieron; ni
siquiera tanto como cuando estuve en el campamento de instrucción. Porque
no sólo trabajaba de mecánico de artillería y blindaje diez horas diarias, sino
que, además, me veía obligado a estudiar matemáticas, naturalmente, y con el
mareante de profesor era imposible pasarlo por alto. Y no era esto solo,
porque las comidas me llevaban hora y media diaria, aparte de las
necesidades de la vida como era afeitarse, tomar un baño, poner botones de
uniforme y buscar al oficial de policía de a bordo para que abriese el lavadero
a fin de sacar uniformes limpios diez minutos antes de la inspección. (Parece
una norma de la Navy el que sus dependencias se encuentren cerradas con
llave siempre que se necesitan).
Entre montar la guardia, la parada, inspecciones y las pequeñas rutinas
del pelotón, se me iba otra hora diaria. Pero, además, yo era el «George».
Cada unidad tiene su «George» que recae sobre el oficial más moderno. Éste
se cuida de otras misiones extras, cual son atletismo, correo, árbitro de las
competiciones, escuelas, cursos por correspondencia, fiscal de los consejos
de guerra, tesorero del fondo sobre préstamos mutuos, custodio de las
publicaciones registradas, almacén, comedor de la tropa, etcétera, etcétera.
Rusty Graham fue el «George» hasta que tuvo la suerte de cargármelo a
mí. No se sintió tan dichoso cuando insistí en pasar revista minuciosamente al
inventario que yo tenía que firmar. Sugirió que, si yo no tenía el sentido
común bastante para hacerme cargo del inventario firmado de un oficial
comisionado, tal vez una orden directa me hiciera cambiar de tono. Pero yo
insistí obstinado diciéndole que me diera la orden por escrito, con una copia
certificada de forma que yo pudiera quedarme con el original y endosar la
copia al jefe de la unidad.
Rusty se retractó de mala gana, pues un segundo teniente no va a ser tan
estúpido como para dar esa orden por escrito. Yo tampoco lo hice de buen
grado porque Rusty era mi compañero de camarote y profesor en
matemáticas, pero pasamos revista al inventario. Sufrí la reprensión del
teniente Warren, por ser tan absurdamente oficioso, pero abrió su caja fuerte
y me dejó ver las publicaciones registradas. El capitán Blackstone abrió
también la suya sin hacer comentarios. No estoy seguro de si aprobó mi
proceder en aquel asunto.
Las publicaciones estaban bien, pero no los otros efectos. ¡Pobre Rusty!
Había aceptado el inventario de su predecesor, sin verlo siquiera, y ahora
faltaban cosas. Lo peor era que al otro oficial no lo verían porque estaba
muerto. Rusty pasó una noche inquieta… y yo también. Entonces nos fuimos
a ver a Blackie y le dijimos la verdad.
Blackie le echó una buena reprimenda. Luego vio cuáles eran los efectos
que faltaban y encontró la forma de darlos por «desaparecidos en combate».
Aquello redujo las pérdidas de Rusty a unos cuantos días de su haber, pero
Blackie le obligó a continuar en el cargo, a fin de posponer el recuento de
caja indefinidamente.
Pero no todas las obligaciones del «George» producían dolores de cabeza;
allí no había consejos de guerra. Los buenos equipos de combate no los
precisan. Tampoco había correo que censurar, puesto que la nave volaba bajo
el sistema de Cherenkov. Lo mismo ocurría con los préstamos, por razones
similares. El atletismo lo delegué en Brumby. Los arbitrajes tenían lugar muy
pocas veces. El comedor de la tropa era excelente; yo daba el visto bueno al
menú y, a veces, inspeccionaba la cocina (y robaba alguno que otro bocadillo,
vestido con el mono de faena, cuando trabajaba hasta muy tarde en la
armería). Los cursos por correspondencia implicaban un enorme papeleo
puesto que había algunos que, con guerra o sin ella, continuaban su
formación cultural; pero delegué en el sargento de mi pelotón, y los archivos
eran llevados por el cabo interino que le hacía de secretario.
No obstante, las obligaciones del «George», como eran tantas, le
absorbían a uno dos horas diarias.
Como puede verse, mi tiempo se distribuía de la forma siguiente: diez
horas para artillería y blindaje, tres para matemáticas, hora y media para
comidas, dos horas que me llevaban las funciones de «George», y ocho horas
para dormir. Total, veintiséis horas y media diarias. La nave no se encontraba
ya ante el día de veinticinco horas de Santuario. Una vez que partimos de allí
adoptamos el horario de Greenwich y el calendario universal.
La única solución consistía en quitármelo de mis horas de reposo.
A la una de la madrugada me encontraba sentado en la sala de jueces,
esforzándome en estudiar matemáticas, cuando entró el capitán Blackstone.
—Buenas noches, capitán —dije.
—Querrás decir buenos días. ¿Qué diantres te pasa, hijo? ¿Es que padeces
insomnio?
—Oh, no exactamente.
Cogió un puñado de papeles, añadiendo:
—¿Por qué no hace tu sargento los trabajos burocráticos…? ¡Oh,
comprendo. Vete a a la cama.
—Pero, capitán…
—Vuelve a sentarte. Johnnie, he estado buscándote para hablar contigo:
Por las noches, no te veo nunca en la sala de juego. Si paso por tu camarote te
encuentro sentado a la mesa. Cuando tu compañero de camarote se acuesta,
tú te vienes aquí. ¿Cuál es tu problema?
—Bueno… es que siempre ando falto de tiempo.
—Todos lo estamos. ¿Cómo va el trabajo en la armería?
—Muy bien. Creo que lo tendremos a tiempo terminado.
—Eso creo yo también. Escucha, hijo; es preciso que conserves el sentido
de la proporción. Tienes dos deberes primordiales: el primero consiste en ver
si el equipo de tu pelotón está dispuesto, pero ya lo haces. No tienes que
preocuparte por el pelotón en sí, según te tengo dicho. El segundo, tan
importante como el primero, es que debes encontrarte dispuesto para luchar.
En esto pareces estar fallando.
—Estaré dispuesto, capitán.
—No digas tonterías. Apenas si haces ejercicio y no duermes lo
suficiente. ¿Es ésta la manera de entrenarse para un lanzamiento? Hijo,
cuando mandes un pelotón, hay que estar siempre en forma. Desde ahora en
adelante harás ejercicios desde las diecisiete treinta horas a las dieciocho cada
día. A las veintitrés quiero verte acostado con las luces apagadas; y si
permaneces despierto quince minutos durante dos noches seguidas, habrás de
presentarte al médico para que te imponga un tratamiento. Es una orden.
—Sí, señor —dije sintiendo que el mamparo se caía sobre mí, pero añadí
lleno de desespero—: Capitán, ¿cómo es posible que me acueste a las
veintitrés… y, sin embargo, me deje todo hecho?
—Pues no lo hagas todo. Hijo, como digo, debes mantener el sentido de
la proporción. Dime cómo empleas el tiempo.
Se lo dije y él asintió con la cabeza.
—Justamente lo que me pensaba —dijo al tiempo que tomaba mis
«deberes» de matemáticas y los sacudía delante de mí—. Tira esto. Ya sé que
deseas aprender matemáticas. ¿Pero por qué trabajar tan duro cuando dentro
de poco entraremos en acción?
—Bueno, yo pensaba…
—«Pensar» es precisamente lo que no has hecho. Hay cuatro
posibilidades para que dejes de estudiar tanto, pero con una sola basta. La
primera y principal es que puedes morir en la acción. Segunda, puedes quedar
inválido y ser retirado con un ascenso honorario. A lo mejor sales indemne de
todo… pero sufres un suspenso por tu examinador, es decir, por mí. Esto es
exactamente a lo que te estás haciendo acreedor en estos momentos, hijo.
Piensa que no permitiré que seas lanzado al combate si te veo con los ojos
encarnados por falta de dormir y con los músculos fláccidos a causa de tan
poco ejercicio. La última posibilidad es que pilles un constipado o te pongas
enfermo… en cuyo caso a lo mejor te permitía saltar conduciendo tu pelotón.
Pero supongamos que eres capaz de salir con todo adelante, y nos brindas la
mejor escena guerrera que jamás vieron los tiempos desde que Aquiles mató
a Héctor, y yo te apruebo. Habiendo dejado a un lado las matemáticas,
podrías terminarlas en nuestro viaje de regreso. Pero de eso me encargaré yo.
Hablaré con el mareante. De todo lo demás quedas relevado desde ahora
mismo. En nuestro viaje de retorno, si volvemos, estudias cuantas
matemáticas quieras. Pero no llegarás a ninguna parte si no aprendes a hacer
las cosas por el principio. ¡Así que vete a dormir!
Una semana más tarde realizamos un «rendezvous», saliendo del sistema
Cherenkov para correr a menos velocidad que la de la luz, mientras que la
flota intercambiaba señales. Recibimos instrucciones, plan de batalla y
nuestra Misión y Orden, cuyo mensaje era más largo que una novela, pero
nos dijeron que no íbamos a saltar.
Deberíamos estar en la Operación, pero descenderíamos cómodamente en
las naves de rescate, igual que caballeros. Esto era factible porque la
Federación dominaba ya la superficie, que había sido tomada por las
divisiones II, III y V de la I.M., las cuales pagaron su tributo.
Aquel territorio no parecía ser digno del precio pagado por él. El planeta
P es más pequeño que la Tierra con una gravedad en la superficie de 0,7.
Principalmente es una especie de océano ártico, frío, y cubierto de rocas, con
una flora formada de liqúenes y sin fauna de interés. Su aire no es respirable
por mucho tiempo, estando contaminado de óxido nitroso y de una gran
proporción de ozono. Su único continente tiene aproximadamente una
extensión como la mitad de Australia, además de muchas islas inservibles.
Probablemente requeriría mayores trabajos de acondicionamiento que Venus
para que pudiéramos valernos de él.
Sin embargo, nosotros no estábamos comprando aquel predio para vivir
en él. Estábamos allí porque estaban los «bugs», y ellos también habían ido a
él a causa de nosotros. Eso es lo que opinaba nuestro Estado Mayor. Nos
decía el Estado Mayor que el planeta P era una base avanzada incompleta,
probabilidad el más menos 87 ó el 6, respectivamente, por ciento, para ser
usada contra nosotros.
Si el planeta carecía de valor, la mejor manera de eliminar esta base de
los «bugs» habría consistido en mantener la Navy a una distancia segura y
eliminar aquel horrible esferoide, inhabitable tanto para el Hombre como para
el Bug. Pero el Alto Mando pensaba de otra forma.
La operación consistía en un «raid». Suena a poco veraz el llamar «raid»
a una batalla que comprendía cientos de naves espaciales y miles de bajas,
sobre todo teniendo en cuenta que, mientras tanto, la Navy y otros muchos
soldados estaban operando a distancias de varios años-luz, dentro del espacio
de los «bugs», para mantenerlos ocupados e impedir que enviasen refuerzos
al planeta P.
Pero el Alto Mando no desperdiciaba hombres; este gigantesco «raid»
podía determinar quién ganaría la guerra, ya fuera al año siguiente o dentro
de treinta años. Necesitábamos saber más sobre la psicología de los «bugs».
¿Tendríamos que eliminar a todos ellos de la Galaxia? ¿O sería posible
dominarlos e imponer la paz? Lo ignorábamos. Sabíamos menos acerca de
ellos que sabemos acerca de las termitas.
Para conocer su psicología teníamos que comunicarnos con ellos,
enteramos de sus motivaciones, descubrir por qué luchaban y bajo qué
condiciones se detendrían. Para ello, el Cuerpo de Psicología de Guerra
necesitaba prisioneros.
Los trabajadores «bugs» son fáciles de capturar. Pero un trabajador de
éstos es poco más que una máquina animada. A los guerreros se les puede
capturar al quemarles los miembros y dejarles indefensos, pero, sin un
cerebro rector, son casi tan estúpidos como los obreros. De tales prisioneros,
nuestros propios sabios habían hecho importantes descubrimientos; gracias a
ello habían inventado un gas aceitoso que mataba a los «bugs» pero no a
nosotros, analizando los elementos bioquímicos de guerreros y trabajadores,
y pudimos contar con nuevas armas a causa de tales investigaciones, en el
breve plazo de tiempo transcurrido desde que yo me enrolé. Pero para
descubrir el por qué luchaban los «bugs» necesitábamos estudiar a su casta
pensadora. Por otra parte, esperábamos, asimismo, intercambiar prisioneros.
Hasta ahora no habíamos capturado nunca vivo a ningún «bug» pensador.
Habíamos limpiado la superficie de algunas colonias, tales como la de Sheol
o, con frecuencia, realizado incursiones descendiendo a las entrañas del
planeta a través de sus agujeros y ya no volvieron más. De esa forma se
habían perdido muchos hombres valerosos.
Pero todavía habíamos perdido más al no conseguir realizar su rescate. A
veces, un grupo de combatientes se quedaba sobre el terreno de un planeta
porque su nave o naves eran borradas del cielo. ¿Qué les sucedía a tales
hombres? Posiblemente morían hasta el último de ellos. Lo más probable es
que lucharan hasta agotar la fuerza de sus trajes y municiones. Llegado este
extremo, son capturados con tanta facilidad como si de escarabajos se tratara
yaciendo sobre sus espaldas.
Sabíamos, por los «skinnies», nuestros co-beligerantes, que muchas de
nuestras tropas desaparecidas aún estaban vivas, prisioneras de los «bugs».
Pensábamos que serían militares, o al menos estábamos seguros de que había
cientos de ellos. La inteligencia opinaba que los prisioneros eran siempre
llevados a Klendathu. Los «bugs» sienten tanta curiosidad hacia nosotros,
como nosotros la sentimos hacia ellos. Una raza de individuos como la
nuestra, que es capaz de construir astronaves, ciudades, y ejércitos, puede
resultar mucho más misteriosa para una entidad constituida en forma de
colmena, como son los «bugs», que la intriga que nosotros podamos sentir
hacia ellos.
Como puede comprenderse, necesitábamos rescatar a aquellos
prisioneros.
En la fría lógica del universo, esto puede constituir una debilidad. Tal vez
alguna raza, que no se preocupe por rescatar a los suyos, consiga explotar
esta flaqueza humana nuestra y eliminamos. Los «skinnies» apenas si sufren
semejante flaqueza y los «bugs» no parecen conocerla en absoluto. Nadie vio
jamás a un «bug» acudir en ayuda de un compañero herido. Saben cooperar
perfectamente en la lucha, pero cuando sus unidades carecen de utilidad son
abandonadas.
Nuestro comportamiento es diferente. Cuántas veces hemos visto morir a
dos personas que intentaban salvar a un niño que se estaba ahogando. Si un
hombre se pierde en las montañas, centenares de hombres emprenderán su
búsqueda y, con frecuencia, dos o tres de ellos encontrarán la muerte. Y si se
repite el caso, volverán a salir otros tantos voluntarios en su búsqueda.
Esto es poco aritmético… pero muy humano. Está expresado en todos
nuestros folklores, en cada religión humana, a lo largo de nuestra entera
literatura; es una convicción racial de que cuando un ser humano se encuentre
en peligro, los demás semejantes no deben escatimar el precio de su rescate.
¿Debilidad? Puede que sea la principal fortaleza que nos hace conquistar
una Galaxia.
Debilidad o fortaleza, lo cierto es que los «bugs» no la tienen; esto
imposibilitaba la acción de intercambiar soldados.
Pero en una poligarquía al estilo de la colmena, ciertas castas tienen su
valor. Al menos esto pensaban nuestros técnicos en Psicología de la Guerra.
Si conseguíamos capturar a los «bugs» pensadores, sanos y salvos,
estaríamos en condiciones óptimas para negociar. ¡Y supónganse que
capturáramos a una reina!
¿Qué valor comercial tendría una reina? ¿El de un regimiento de
soldados? Nadie lo sabía pero en el Plan de Batalla se nos ordenaba capturar
a la «realeza» de los «bugs», pensadores y reinas, «a toda costa», bajo el
supuesto de canjearlos por seres humanos.
El tercer propósito de la Operación Realeza era el de desarrollar métodos:
cómo descender por sus agujeros, cómo sacarles de ellos y cómo ganar la
guerra sin el uso de las armas totales. De soldado nuestro a guerrero suyo,
nosotros podíamos derrotarlos sobre el terreno; de nave a nave, las nuestras
eran mejores; pero, hasta el presente, no habíamos sido afortunados al
intentar perseguirles en sus madrigueras subterráneas.
Si no conseguíamos intercambiar prisioneros bajo cualquier término,
todavía nos quedaban tres recursos: a) ganar la guerra; b) ganarla en forma
que pudiéramos abrigar la esperanza de rescatar a nuestros soldados
prisioneros, y c) morir en el intento y perder la guerra, cosa bastante posible.
El planeta P era un buen campo experimental para determinar si era posible
sacarlos de sus agujeros y acabar con ellos.
Las tácticas fueron leídas a cada soldado y nuevamente volvió a
escucharlas en su sueño durante la preparación hipnótica. Por tanto, si bien
todos sabíamos que la Operación Realeza perseguía el eventual rescate de
nuestros compañeros, también estábamos enterados de que en el planeta P no
había prisioneros humanos, puesto que allí no habíamos hecho ningún «raid».
Así, pues, no existirían razones para pretender ganar medallas, bajo el
violento deseo de tomar parte personal en el rescate. Era otra cacería de
«bugs», aunque llevada a cabo con fuerzas masivas y nuevas técnicas. Nos
proponíamos «pelar» aquel planeta, como si fuera una cebolla, hasta estar
convencidos de que no quedaba escondido en él un solo «bug».
La Navy había arrasado las islas y la parte no ocupada del continente,
hasta convertirlos en una superficie radiactiva. Podíamos lanzarnos contra los
«bugs» sin miedo a nuestra retaguardia. La Navy mantenía, asimismo, una
nutrida red de patrullas, en apretadas órbitas en torno al planeta, a fin de
guardarnos y escoltar los transportes, así como de vigilar la superficie para
estar seguros de que los «bugs» no irrumpían detrás de nosotros a pesar del
bombardeo radiactivo.
De acuerdo con las órdenes del Plan de Batalla, los «Bribones de
Blackie» nos encargaríamos de apoyar a la fuerza de choque, cuando se nos
ordenase o cuando se presentara la ocasión, relevando a otra compañía en la
zona conquistada, protegiendo a otras unidades en la misma, manteniendo
contacto con las unidades de la I.M. que nos rodeaban… y abatiendo a todos
los «bugs» que asomasen sus horribles cabezas.
En vista de ello, nuestro descenso resultó cómodo y sin oposición
enemiga. Yo conduje mi pelotón trotando dentro de nuestros trajes
acorazados. Blackie se fue a reunir con el capitán que mandaba la compañía
que estaba relevando, se hizo cargo de la situación y consideró el terreno.
Luego se dirigió hacia el horizonte igual que una liebre espantada.
Hice que Cunha enviara los exploradores de sus primeras secciones a fin
de localizar los extremos avanzados de mi área de patrulla y mandé al
sargento de mi pelotón para que se desplegase a mi izquierda y estableciera
contacto con otra patrulla del V Regimiento. A nosotros, el III Regimiento, se
nos había encomendado cubrir una extensión de trescientas millas de anchura
por ochenta de profundidad. Mi zona formaba un rectángulo de cuarenta
millas de profundidad por diecisiete de anchura, situada en la punta avanzada
del flanco izquierdo. Detrás de nosotros venían los «Glotones», el pelotón del
teniente Khoroshen a la derecha, y Rusty iba más allá.
Nuestro I Regimiento había relevado ya a un regimiento de la V División
que se hallaba delante de nosotros, sirviéndonos de vanguardia. Delante y
atrás, a derecha e izquierda, según la orientación del Plan de Batalla, cada
traje de mando llevaba marcadas las coordenadas que coincidían con el
terreno de operaciones. No teníamos un frente verdadero, sino simplemente
una zona, y la única batalla que hasta entonces se estaba librando estaba a
varios cientos de millas de distancia, arbitrariamente a nuestra derecha y a
nuestra retaguardia.
En algún sitio de aquéllos, probablemente a doscientas millas, estaría el
segundo pelotón, de la Compañía G, 2? Batallón, del III Regimientot,
vulgarmente llamados «Los Camorristas».
O a lo mejor se encontraban a cuarenta años-luz de distancia. La
organización táctica nunca coincide con el Cuadro Orgánico. Todo lo que yo
sabía del Plan era que una unidad llamada «2° Batallón» se encontraba sobre
nuestro flanco derecho, al otro lado de los muchachos del Normandy Beach.
Pero ese batallón podía venir prestado de otra división. El mariscal del
Espacio juega su partida de ajedrez sin consultar a las piezas.
De todos modos, yo no debía estar pensando en «Los Camorristas» en
aquel instante, porque tenía mucho que hacer en los «Glotones». Mi pelotón
estaba bien por el momento, seguro en un planeta hostil, pero yo tenía mucho
por hacer antes de que la primera escuadra de Cunha llegara a la punta
avanzada. Tenía que:
1) Localizar al jefe del pelotón que había estado ocupando mi área.
2) Establecer mis extremos e identificarlos a los jefes de escuadra y
sección.
3) Establecer contacto con ocho jefes de pelotón sobre mis flancos y
extremos de vanguardia, cinco de los cuales (es decir, los de los regimientos
V y I) estarían ya en posición, y otros tres (como Khoroshen, de los
«Bribones», y Bayonne y Sukarno, de los «Glotones») que en aquellos
momentos estaban entrando en posición.
4) Hacer que mis muchachos se desplegaran a sus puntos respectivos, lo
más rápidamente posible y por las rutas más cortas.
El último tenía que situarse el primero en su puesto, dada la columna en
formación abierta que adoptamos al desembarcar. La última escuadra de
Brumby tenía que desplegarse hacia el flanco izquierdo. La de Cunha se
extendía desde el frente hacia la izquierda en oblicuo. Las otras cuatro
escuadras, entretanto, se abrirían en abanico.
Se trataba de un despliegue normal en redondo, cuya forma rápida de
realizarlo ya había sido estudiada a bordo por nosotros.
—¡Cunha, Brumby! —exclamé, valiéndome del circuito correspondiente
—. Hagan el despliegue.
—Roger, secciones una y dos.
—Jefes de sección, tomen el mando y prevengan a los reclutas, que son
varios. No quiero bajas por error —mordí el circuito privado y dije—: Sarge,
¿ha establecido contacto por la izquierda?
—Sí, señor. Ellos me ven a mí y también a usted.
—Está bien. No veo ninguna boya en nuestro punto de aterrizaje…
—Han desaparecido.
—… entonces seleccione a Cunha por el D. R. Lo mismo al explorador
Hughes; que Hughes establezca una nueva boya.
Me pregunté por qué el III y el V no habrían reemplazado las boyas de
aterrizaje, en mi extremo avanzado izquierdo, donde se agruparon tres
regimientos. De nada servía hacer comentarios.
—Contraseña D. R. —proseguí—. Sigan dos, siete, cinco; millas doce.
—Señor, el reverso marca nueve, seis; doce millas escasas.
—Bastante aproximado. Todavía no hallé mi número opuesto, así que me
dispongo a localizarlo y corto.
—Suerte, señor Rico.
Me lancé a toda marcha, usando el circuito de oficiales.
—«Square Black One», responda. «Black One», los «Querubines de
Chang», ¿me oyen? ¡Respondan!
Yo quería hablar con el jefe del pelotón que estábanlos relevando, no
solamente por decir «estás relevado». Necesitaba hablar con él. No me
gustaba lo que había visto.
Una de dos: o el Alto Mando obró con excesivo optimismo creyendo que
habíamos montado una abrumadora fuerza contra una base pequeña de los
«bugs», no desarrollada plenamente, o a los «Bribones» les habían
adjudicado un terreno que se hundía bajo sus pies. En el escaso tiempo que
llevaba fuera de la nave, yo había localizado media docena de trajes
blindados sobre el terreno, vacíos supongo, o con sus ocupantes muertos,
pero demasiado lejos para poderlos ver.
Además de aquello, mi radar táctico mostraba un pelotón entero, el mío,
entrando en posición y sólo una dispersión en avance o todavía en la estación.
Tampoco podía ver ningún sistema que captara sus movimientos.
Yo era el responsable de las 680 millas cuadradas de terreno hostil y
deseaba imperiosamente descubrir todo cuanto pudiera antes de que mis
propias escuadras se adentraran en él. El Plan de Batalla había ordenado una
nueva doctrina táctica que a mí se me antojaba decepcionante. Consistía en
no cerrar los túneles de los «bugs». Blackie lo había explicado
entusiásticamente como si fuera de su propia invención, pero yo dudo que le
gustara.
La estrategia era simple y yo creo que lógica, siempre y cuando nos
hubiéramos podido permitir tales pérdidas. Consistía en dejar que los «bugs»
salieran a la superficie y allí matarlos; en dejarles que continuaran saliendo.
Pero sin bombardear ni gasear sus agujeros. Después de algún tiempo, un día,
dos días, una semana, si realmente contábamos con una fuerza abrumadora,
acabarían de salir. Según apreciaciones del Estado Mayor, los «bügs»
emplearían del 70 al 90 por ciento de sus guerreros antes de cejar en su
empeño por arrojarnos de la superficie.
Luego comenzaríamos a «pelar» la cebolla, matando a los guerreros
supervivientes en nuestro descenso hacia sus entrañas para capturar a la
«realeza» con vida. Sabíamos que la casta pensadora era semejante. Los
habíamos visto muertos, por fotografía, y nos constaba que no podían correr.
Apenas si tenían patas y sus cuerpos eran abotargados, en su mayoría
compuestos del sistema nervioso. Las reinas no habían sido vistas nunca por
ningún ser humano, pero el Cuerpo de Guerra Química preparó unos bocetos
sobre cómo podrían ser: eran unos monstruos inmundos, mayores que un
caballo y totalmente inmóviles.
Aparte de las castas pensadores y de las reinas, podía existir otro tipo de
«realeza»; habría que alentar a sus guerreros para que salieran y murieran, y
después capturar a todos los que ño fuesen dichos guerreros o trabajadores.
Un plan necesario y muy bonito, sobre el papel. Lo cual significaba que
yo tenía una zona de 17 por 40 millas, y era posible que estuviese acribillada
de agujeros «bugs». Necesitaba las coordenadas de cada uno de ellos.
Si eran demasiados los que había, entonces podría concentrarme sobre
unos cuantos y desplegar a mis hombres para que vigilasen los otros. Un
soldado con su traje de merodeador puede cubrir mucho terreno, pero le
resulta imposible mirar todos los objetos al mismo tiempo; no es ningún
superhombre.
Me lancé varias millas al frente de la primera escuadra, sin dejar de
llamar al jefe del pelotón de los Querubines, mientras variaba mi llamada
dirigiéndome a cualquier oficial de ellos y describiendo las características del
dispositivo de transmisión de mi boya (dah-di-dah-dah).
Ninguna respuesta.
Por último obtuve una de mi jefe:
—¡Johnnie, déjate de hacer tanto ruido! Respóndeme por el circuito de
conferencias.
Así lo hice y Blackie me dijo hoscamente que desistiera de llamar al jefe
de los Querubines en la Square Black One, porque no quedaba ninguno. ¡Oh,
puede que quedase algún no comisionado vivo en alguna parte, pero la
cadena de mando se había roto!
Según las Ordenanzas, hay siempre alguien que ocupe los puestos vacíos.
Y hay que ocuparlos aunque sean varios los eslabones rotos, tal y como me
había dicho el coronel Nielssen en una ocasión, en un pasado confuso… casi
hacía un mes.
El capitán Chang había entrado en acción con tres oficiales, además de él.
Ahora sólo quedaba uno, Abe Moise, mi compañero de clase, y Blackie
estaba tratando de conocer la situación a través de él. Abe no fue de mucha
ayuda. Cuando yo me uní a la conferencia y me identifiqué, Abe pensó que
yo era su jefe de batallón y facilitó un informe casi desalentadoramente
preciso, dada la total carencia de sentido.
Blackie interrumpió y me dijo a mí que continuara adelante.
—Olvídate de las buenas noticias. La situación la puedes ver tú mismo,
echando un vistazo a tu alrededor.
—¡Entendido, jefe!
Me lancé a través de mi propia zona, hacia el extremo más alejado, o sea
el de aterrizaje, avanzando tan rápido como pude y establecí contacto con mi
primer circuito.
—¡Sarge! ¿Qué hay sobre la boya?
—No queda sitio en aquella parte, señor. Se ha abierto un nuevo cráter,
como de la escala seis.
Emití un silbido para mí solo. En un cráter de la escala seis se podría
introducir al Tours. Uno de los medios empleados por los «bugs» contra
nosotros cuando nos encontrábamos luchando sobre la superficie de su
terreno, consistía en las minas de tierra. No parecían emplear nunca misiles,
como no fuera desde naves espaciales en vuelo. Si te encontrabas sobre el
terreno, cerca de la explosión, el cráter te engullía, y si te pillaba saltando por
el aire, la conmoción producida por la onda explosiva podía trastornar tus
giróscopos y dejar el traje fuera de control.
Yo no había visto nunca un cráter superior al de la escala cuatro. Según
nuestras teorías, ellos no se atrevían nunca a provocar explosiones demasiado
potentes.
—Ponga otra boya equivalente —le dije—. Dígaselo a los jefes de
sección y escuadra.
—Así lo haré, señor. Angulo: uno, uno, cero; millas: uno, punto, uno. Da-
di-dit. Podrá leerlo con facilidad, señor, sintonizando el tres, tres, cinco,
desde donde está.
Su voz sonaba tan calmosa como la de un sargento-instructor en un
ejercicio. Me pregunté si la mía no estaría siendo demasiado chillona.
Encontré lo que me decía en la indicación situada sobre mi ceja izquierda:
uno largo y dos cortos.
—De acuerdo. Veo que la primera escuadra de Cunha está a punto de
entrar en posición. Que se reparta dicha escuadra y patrulle por el cráter.
Compense las áreas. Brumby tendrá que tomar cuatro millas más de
profundidad.
Pensé lleno de inquietud que cada hombre patrullaba ya en una extensión
de catorce millas cuadradas. El querer abarcar tanto implicaba dieciséis
millas cuadradas por hombre, y un «bug» podía aparecer a través de un
agujero de menos de cinco pies de anchura.
—¿Cómo está el cráter de «caliente»? —pregunté.
—Por los bordes, rojo ámbar, señor. Yo no he estado en él.
—No se metan dentro. Lo comprobaré después.
Aquella temperatura podría matar a un hombre que no llevara protección,
pero un soldado del espacio con su traje acorazado aguantaría sus efectos
durante un buen rato. Si en los bordes existía semejante radiación, la reinante
en el fondo freiría los ojos de cualquiera.
—Dígale a Naidi que ponga a Malan y a Bjork en la zona ámbar para que
monten escuchadores del terreno.
De mis cinco reclutas, dos estaban en la primera escuadra, y los reclutas
son como los cachorros: les gusta meter las narices en todas partes.
—Dígale a Naidi que me interesan dos cosas: el movimiento en el interior
del cráter, y los ruidos en el terreno que lo circunda.
Nosotros no habríamos mandado tropas a través de un agujero tan
radiactivo porque la mera salida les habría matado. Pero los «bugs» no tenían
el menor reparo en hacerlo, si de esta manera podían capturarnos.
—Que Naidi me pase sus informes… Quiero decir que nos los pase a
usted y a mí.
—Sí, señor —añadió el sargento de mi pelotón—. ¿Puedo hacer una
sugerencia?
—Por supuesto. Y no es necesario que pida permiso para hacerla la
próxima vez.
—Navarre podría manejar el resto de la primera sección. El sargento
Cunha podría llevar la escuadra hasta el cráter y dejar a Naidi libre para
supervisar la vigilancia de los escuchadores subterráneos.
Yo sabía lo que él estaba pensando. Naidi era un cabo tan reciente que
nunca había mandado una escuadra sobre el terreno y, por tanto, era el menos
indicado para cubrir lo que parecía la parte más peligrosa de Square Black
One. Deseaba sacar de allí a Naidi por las mismas razones que yo sacara a los
reclutas.
Me pregunté si sabría en qué estaba yo pensando. Aquel «cascanueces»
estaba usando el mismo traje que llevara cuando formaba la plana mayor del
batallón de Blackie y contaba con un circuito más que yo; el circuito privado
del capitán Blackstone.
Blackie se hallaba probablemente al tanto, escuchando a través de aquel
circuito especial. Ciertamente, el sargento de mi pelotón no estaba de acuerdo
con mi disposición sobre el mismo. Si yo no tomaba su consejo, lo primero
que escucharía yo sería posiblemente la voz de Blackie diciendo: «Sargento,
hágase cargo del pelotón. Señor Rico, queda relevado».
Pero, ¡diantre!, un cabo al que no se le permite mandar en su escuadra no
es tal cabo… y jefe de pelotón que se limita a repetir lo que dice el sargento
era como un traje vacío. No me. lo pensé más.
—No puedo desperdiciar un cabo amamantando a dos reclutas, ni a un
sargento para que mande a cuatro soldados y a un cabo.
—Pero…
—Ni una palabra más. Quiero que la vigilancia del cráter se releve cada
hora. Quiero que nuestra primera patrulla salga en seguida. Los jefes de
escuadra comprobarán todos los agujeros mencionados en el informe,
estableciéndose boyas sobre ellos para que los jefes de sección, los sargentos
y los jefes de pelotón puedan identificarlos cuando se los encuentren. Si no
son demasiado numerosos, montaremos una guardia sobre cada uno… Más
tarde decidiré.
—Sí, señor.
—En la segunda ronda, quiero que se haga la patrulla con mayor lentitud,
tan apretada como sea posible, a fin de descubrir los agujeros que se nos
pasaran en la primera. Los ayudantes del jefe de escuadra usarán lentes
infrarrojos en esta pasada. Los jefes de escuadra tendrán bajo su control a
todos los soldados, o trajes, que haya sobre el terreno; los Querubines pueden
haber dejado algún herido con vida. Pero que nadie se detenga, ni siquiera
para comprobar el estado físico, hasta que yo lo ordene. Primero hemos de
conocer la situación de los «bugs».
—Sí, señor.
—¿Alguna sugerencia?
—Sólo una, señor —respondió—. Yo creo que los exploradores de la
escuadra deberían usar los lentes infrarrojos en esta primera pasada.
Esta sugerencia tenía sentido, puesto que la temperatura del aire de la
superficie era mucho más baja que la usada por los «bugs» en sus túneles; de
cualquier agujero camuflado saldría un penacho semejante a un geyser visto
con los gemelos infrarrojos. Eché un vistazo a mi pantalla de radar.
—Los muchachos de Cunha están casi en el límite. Inicie su marcha.
—Muy bien, señor.
—Corto.
Cambié al circuito general y proseguí hacia el cráter en tanto escuchaba a
todos a la vez, mientras que el sargento de mi pelotón revisaba el plan
preestablecido, destacando a una escuadra para que se encaminara al cráter y
partiendo de dos escuadras, mientras se mantenía la segunda sección en un
movimiento rotativo, tal y como se había planeado de antemano, pero con un
aumento de cuatro millas de profundidad. Alcanzó la marcha de las
secciones, las mandó reunirse y se unió a la primera escuadra cuando
convergía sobre el cráter de llegada. Le dio instrucciones y volvió con los
jefes de sección con tiempo suficiente para facilitarles la nueva orientación
sobre su regreso.
Todo esto lo hizo con tanta precisión como las percusiones del tambor
mayor en una parada, y lo ejecutó con más rapidez y menos palabras de las
que podría yo haber empleado. El realizar estas operaciones con un pelotón
diseminado sobre muchas millas de terreno, resultaba mucho más difícil que
los movimientos acompasados del tambor en una parada, pues requería suma
precisión para impedir que vueles la cabeza de tu propio compañero durante
la acción, o, como en el presente caso, el pasar dos veces sobre el mismo
punto y dejar otros sin recorrer.
Pero el director del ejercicio sólo tenía un control de radar de su
formación; sólo podía ver con sus ojos a los que tenía cerca de él. Mientras
yo escuchaba, lo observaba, lo observaba en mi propia pantalla; era como una
luciérnaga que se pasaba arrastrando frente a mi rostro en líneas.
«Arrastrándose» porque incluso a cuarenta millas por hora resulta una
marcha lenta cuando se trata de una formación de veinte millas de espesor en
cualquier despliegue visto por un hombre.
Yo escuchaba a todo el mundo a la vez, porque deseaba oír lo que decían
las escuadras.
No se oía nada. Cunha y Brumby delegaron en sus mandos secundarios y
callaron. Los cabos se dejaban oír cuando era necesario hacer cambios en las
escuadras. Los cazadores de sección y escuadra daban ocasionales
correcciones de intervalos y alineación, y los soldados rasos no decían una
palabra.
Yo oía la respiración de cincuenta hombres igual que el mudo resoplido
de las olas rompientes, quebrado tan sólo por las órdenes necesarias con las
menos palabras posibles. Blackie tenía razón; se me había hecho entrega de
un pelotón «mejor templado que un violín».
En realidad, no me necesitaban. Podría haberme marchado a casa, y el
pelotón habría seguido funcionando igual de bien. Quién sabe si todavía
mejor.
Yo no estaba seguro de tener razón cuando saqué a Cunha para vigilar el
cráter. Si surgían complicaciones y a aquellos muchachos no se los podía
socorrer a tiempo, la excusa de obrar «con arreglo a las Ordenanzas» carecía
de valor. Tan perjudicial resulta que te dejes matar, o dejes que maten a otros,
«con arreglo a las Ordenanzas» como de cualquier otro modo.
Me pregunté si en los «Camorristas» no quedaría una vacante de
sargento.
La mayor parte de la zona conocida por Square Black One, era tan plana
como la pradera que rodeaba al campamento Currie, y mucho más
improductiva. En esto me sentí afortunado, porque nos brindaba una buena
oportunidad para localizar y destruir con facilidad a los «bugs» que surgieran
sobre la superficie. Ibamos tan diseminados sobre el terreno que la mayor
ligazón permitida era de cuatro millas de intervalo entre hombre y de unos
seis minutos de distancia entre patrulla y patrulla. Esta formación no es lo
suficientemente compacta; la parte localizada permanecería sin observación
por lo menos tres o cuatro minutos desde una oleada a otra, y en tres minutos
podían aparecer muchos «bugs» sobre el terreno sin ser vistos. Cierto que el
radar puede ver a mayor distancia que el ojo humano, pero no con tanta
precisión y detalle.
Además de esto, nosotros no nos atrevíamos a emplear más que armas
selectivas de corto alcance, ya que nuestros propios compañeros estaban
desperdigados alrededor nuestro en todas direcciones. Si aparecía un «bug» y
le repelías con armas letales, lo más seguro es que al otro lado de él se
encontrase algún soldado de los nuestros; esto limitaba considerablemente el
alcance y poder de las armas a emplear. En esta operación, sólo los sargentos
y oficiales iban armados de cohetes y, aun así, no pensábamos tener que
usarlos. Si un cohete no hace blanco en su objetivo, tiene la mala costumbre
de seguir buscando hasta encontrar otro… y los cohetes no saben distinguir a
los nuestros del contrario. El cerebro que va dentro del cohete resulta
altamente estúpido.
Yo de buena gana hubiera cambiado aquella patrulla, sobre cuya área
había miles de infantes en torno a nosotros, por otra acción de choque llevada
a cabo con un solo pelotón, en donde conoces la posición de los tuyos,
sabiendo que todo lo demás es territorio enemigo.
No malgasté el tiempo en lamentaciones. Seguí adelante hacia el cráter, al
tiempo que observaba el terreno y trataba de cotejarlo con la pantalla de
radar. No encontré ningún agujero «bug», pero salté sobre un torrente seco,
casi un cañón, en donde podían esconderse varios. No me detuve a mirarlo;
simplemente di las coordenadas al sargento de mi pelotón y le dije que
enviara alguien a inspeccionarlo.
El cráter era todavía mayor de lo que había supuesto; el Tours se habría
perdido dentro de él. Orienté mi contador de radiación hacia la cascada
direccional, tomé lecturas sobre el suelo y lados del cráter y obtuve unos
datos pocos tranquilizadores por resultar un tanto insalubres para un hombre
expuesto a ellos un buen rato, aunque fuera con un traje blindado. Calculé su
profundidad y anchura con el buscador de campo de mi escafandra y luego
estuve merodeando a su alrededor tratando de localizar bocas subterráneas.
No encontré ninguna, pero me acerqué hasta los servicios de vigilancia
instalados en el cráter por pelotones vecinos de los regimientos V y I,
consiguiendo montarla por sectores en una acción combinada que resultara
factible el demandarse ayuda entre los tres pelotones, todo lo cual sería
posible a través del primer teniente Do Campo de los «Cazadores de
Cabezas», situados a nuestra izquierda. Luego saqué al cabo de Naidi y
media escuadra, incluyendo a los reclutas, y los envié al pelotón, de todo lo
cual informé a mi jefe y al propio sargento.
—Capitán —le dije a Blackie—, hasta ahora no hemos captado
vibraciones subterráneas. Voy a bajar para inspeccionar en busca de agujeros.
Las lecturas dicen que no encontraremos demasiados si…
—Joven, permanece fuera del cráter.
—Pero, capitán; sólo quería…
—Ni media palabra. No podrás obtener nada útil. Quédate fuera.
—Sí, señor.
Las siguientes nueve horas resultaron tediosas. Habíamos sido preparados
de antemano para soportar cuarenta horas de servicio, dos revoluciones del
planeta P, mediante un sueño compulsorio, elevación de la cantidad de azúcar
contenido en la sangre e hipnoinstrucción, aparte de que los trajes,
naturalmente, son autosuficientes para las necesidades personales de su
portador. Dichos trajes no tienen autonomía para tantas horas, pero cada
hombre llevaba unidades de fuerza extra y de energía superior, mediante
cápsulas de aire de repuesto. No obstante, una patrulla sin incidentes ni
acción acaba siendo presa del aburrimiento.
Pensé que sería conveniente el que Cunha y Brumby se turnaran haciendo
de sargento, con lo cual dejaba al sargento propiamente dicho libre para
explorar alrededor. Di órdenes para que ninguna descubierta se hiciera en la
forma anterior, de manera que cada hombre inspeccionase un terreno nuevo
para él. Hay numerosas formas de cubrir una zona dada, realizando varias
combinaciones. Además de esto, previa consulta con mi sargento, ofrecí
puntos para entrar a formar en la escuadra de honor a quien primero
descubriera un agujero «bug», lo destruyera, etc. Es un truco de campamento
de instracción que ayuda a permanecer alerta, a conservar la vida y a alejar el
aburrimiento.
Finalmente recibimos la visita de una unidad especial formada por tres
ingenieros de guerra, en un vehículo aéreo utilitario, acompañando a un
talento, a un «médium espacial». Blackie me había advertido sobre su
llegada.
—Protégelos y dales cuanto necesiten.
—Sí, señor. ¿Y qué van a necesitar?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Si el mayor Landry te pide que te
arranques la piel y bailes delante de ellos en tus propios huesos, ¡hazlo!
—Sí, señor. Lo que diga el mayor Landry.
Dejé correr las voces y nombré centinelas por subzonas. Luego fui a
recibirlos tan pronto como llegaron, sintiendo gran curiosidad en ver trabajar
por primera vez a un talento espacial. Descendieron junto a mi flanco derecho
y saltaron fuera del vehículo. El mayor Landry y los dos oficiales llevaban
armaduras y lanzallamas, pero el talento tan sólo iba provisto de una máscara
de oxígeno. Iba vestido con un uniforme de campaña, sin insignias de clase
alguna, y parecía mostrar gran desdén hacia todo aquello. No me lo
presentaron. Parecía un muchacho de dieciséis años… hasta que lo tuve más
cerca y pude contemplar la profusa red de arrugas que circundaban sus
cansados ojos.
Nada más salir se quitó la máscara de oxígeno. Yo quedé alarmado y me
puse a hablar al mayor Landry, de casco a casco, sin radio.
—¡Mayor, el aire de estas inmediaciones está «ardiendo»! Además, nos
han advertido de que…
—No siga —dijo el mayor. El ya lo sabe.
Cerré mi boca. El médium se adelantó a cierta distancia, volvióse y
levantó el labio inferior. Tenía los ojos cerrados y parecía ensimismado en
sus pensamientos. Volvió a abrirlos y dijo, displicente:
—¿Cómo esperar que pueda trabajar con todos esos estúpidos saltando a
mi alrededor?
—Mande cuerpo a tierra a su pelotón —ordenó hoscamente el mayor
Landry.
Yo tragué saliva y traté de razonar; luego puse el circuito general y
ordené:
—Primer pelotón, ¡cuerpo a tierra!
Decía mucho en favor del teniente Silva el que sólo escuchara yo una
repetición de mi orden, de mando en mando, hasta llegar a la última escuadra.
—Mayor —dije—, ¿puedo dejarles que se muevan sobre la superficie?
—No. Y cállese.
En seguida, el médium volvió al vehículo y se puso la máscara. En él no
había sitio para mí, pero se me permitió, más bien diría me ordenaron, asirme
al mismo para ser remolcado. Cambiamos de sitio, a un par de millas de
distancia. Nuevamente se quitó la máscara y anduvo merodeando por los
alrededores. Esta vez habló a uno de los ingenieros de guerra, quien asentía y
tomaba notas.
Aquella unidad especial se posó una docena de veces sobre mi zona,
realizando siempre las mismas operaciones, aparentemente rutinarias. Luego
se pasaron al terreno ocupado por el V Regimiento. Antes de que se
marcharan, el oficial que había estado tomando apuntes sacó un pliego de
papel del fondo de su portafolios y me lo entregó.
—Aquí tiene su submapa. La gruesa raya roja indica la única avenida que
los «bugs» tienen en su zona. Por donde empieza tiene casi mil pies de
profundidad, pero va ascendiendo progresivamente hacia su flanco izquierdo
de retaguardia hasta llegar a menos de cuatrocientos cincuenta pies de la
superficie. El trazado de rayas claras azules que se unen a ella, constituyen
una gran colonia «bug», único lugar de donde proceden, a unos cien pies de
profundidad en la superficie marcada.
Yo me quedé mirándolo.
—¿Es digno de crédito este mapa?
El oficial ingeniero echó un vistazo al médium, y luego me respondió con
gran calma:
—¡Naturalmente, idiota! ¿Es que trata de desconcertarle?
Se marcharon mientras yo me quedaba estudiando el mapa. El
ingenieroartista había hecho copia del plano y la caja combinaba ambas
copias en una imagen aérea de los primeros mil pies bajo la superficie. Yo
quedé tan pasmado que me tuvieron que recordar el estado de mi pelotón para
que lo sacase de su «cuerpo a tierra». Luego retiré del cráter a los puestos de
escucha, saqué los hombres de cada escuadra y les di instrucciones a la vista
de aquel mapa infernal para que escuchasen a lo largo de la gran avenida
«bug» y sobre la ciudad.
Pasé información a Blackie. Cuando empecé a describirle los túneles
«bugs» por medio de las coordenadas, me cortó en seco.
—El mayor Landry me transmitió un facsímil de todo ello. Dame sólo las
coordenadas de tus puestos de escucha.
Así lo hice.
—No está mal, Johnnie —dijo— Pero tampoco es tal y como yo quiero.
Pías colocado más escuchas de los necesarios sobre las marcas de los túneles.
Despliega cuatro hombres a lo largo de esa avenida y otros cuatro más en
torno a su ciudad. Te quedarán cuatro; sitúalos en el triángulo formado por tu
extremo derecho de retaguardia y el túnel principal. Los otros tres colócalos
en el área mayor, sobre el otro lado del túnel.
—Sí, señor —añadí—. Capitán, ¿podemos fiarnos de este mapa?
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Bueno… parece cosa de magia. Magia negra.
—Oh. Escucha, hijo. Tengo un mensaje especial para ti del mariscal del
Espacio. Me encarga que te comunique que el mapa es oficial… y que él se
encargará de todo lo demás, para que tú puedas encargarte plenamente de tu
pelotón. ¿Me has entendido?
—Sí, capitán.
—Pero los «bugs» pueden salir de un momento a otro, de forma que
concede especial atención a los puestos de escucha que tienes «fuera» de la
zona de los túneles. Informa en el acto de cualquier ruido superior a vuelo de
una mariposa en cualquiera de esos cuatro puestos, sea de la naturaleza que
sea.
—Sí, señor.
—Por si no lo has oído nunca, cuando salgan harán un mido como si
estuvieran friendo tocino. Manda hacer alto a tus patrullas. Deja un hombre
vigilando el cráter. Manda dormir a la mitad de tu pelotón durante un par de
horas, mientras que la otra mitad se turna en la escucha.
—Sí, señor.
—Puede que veas más ingenieros de guerra. He aquí el plan
seleccionado: Una compañía de zapadores volará y taponará el túnel principal
por donde se halla más cerca de la superficie, bien por tu flanco izquierdo, o
más allá del territorio del «Cazador de Cabezas». Simultáneamente, otra
compañía de ingenieros hará lo mismo donde el túnel se multiplica a unas
treinta millas fuera de tu flanco derecho, en los dominios del Regimiento.
Cuando se haya hecho esto quedará bloqueado un buen tramo de la avenida
principal y separado de la colonia. Mientras tanto, se estará haciendo lo
mismo en otros puntos varios. Después… a esperar. Pueden ocurrir dos
cosas: o que los «bugs» irrumpan hasta la superficie, en cuyo caso libraremos
una recia batalla, o se mantendrán abajo y tendremos que descender tras ellos,
un sector cada vez.
—Comprendo.
Yo no estaba seguro de todo aquello, pero comprendía mi parte, es decir,
reorganizar mis puestos de escucha y poner a dormir medio pelotón. Luego, a
la caza del «bug»; en la superficie, si había suerte, o en las entrañas del
planeta, si no la había.
—Que tu flanco establezca contacto con esa compañía de zapadores tan
pronto como llegue. Préstales la ayuda que necesiten.
—Bien capitán —asentí animoso.
Los ingenieros de guerra son casi tan formidables como los infantes; es
un placer trabajar con ellos. Puede que no sean expertos en la lucha, pero son
valientes. Mientras la batalla ruge a su alrededor, ellos continúan trabajando,
cumpliendo un lema no oficial muy cínico y antiguo que reza: «Primero les
volamos y luego morimos». Esto es, literalmente, cierto.
—Cumple tus órdenes, hijo.
Doce puestos de escucha significaban que podía situar media escuadra en
cada uno de ellos, con un cabo o su sustituto y tres soldados rasos, y luego
hacer que dos de cada grupo de a cuatro estuviesen durmiendo mientras que
los otros dos se turnaban escuchando. Navarre y otro cazador de la sección
podían turnarse, durmiendo uno de ellos mientras que el otro vigilaba el
cráter, y los sargentos de sección hacer lo mismo para hacerse cargo del
pelotón. Este nuevo plan fue ejecutado en diez minutos; una vez que destaqué
al personal y di instrucciones advertí a todos para que estuvieran atentos a la
llegada de la compañía de ingenieros. Tan pronto como cada sección tuvo
montados los puestos de escucha, abrí el circuito general.
—¡Números impares! ¡Tiéndanse dispuestos a dormir! ¡Uno… dos…
tres… cuatro… cinco…! ¡Duerman!
Un traje no es ninguna cama, pero sirve para dormir. Lo bueno que tiene
la hipnopreparación para el combate es que, en el improbable caso que el
soldado tenga ocasión de descansar, puede ser dormido en el instante
accionando el pulsador post-hipnótico de mando por otra persona que no sea
hipnotizado; será despertado con igual rapidez, alerta y dispuesto para luchar.
Es una especie de salvavidas porque un hombre puede encontrarse tan
exhausto en la batalla que ve cosas que realmente no existen y en cambio no
ve a los que debería combatir.
Pero yo no tenía intención de dormir. No me habían dicho que durmiera,
y yo no lo había preguntado. La sola idea de dormir, sabiendo que tal vez
muchos millares de «bugs» estaban sólo a unos cientos de pies a punto de
salir, me daba un vuelco en el estómago. A lo mejor tenía razón aquel
médium y los «bugs» tal vez no pudieran llegar hasta nosotros sin poner en
alerta a nuestros puestos de escucha.
Tal vez, pero yo no quería correr el albur.
Conecté mi circuito privado.
—Sarge…
—¿Sí, señor?
—Eche usted también una siestita. Me quedaré yo vigilando. Túmbese y
dispóngase a dormir. Uno… dos…
—Perdone, señor; tengo una sugerencia.
—Diga.
—Si yo he comprendido el plan, para las próximas cuatro horas no se
espera ninguna acción. Usted podría dormir ahora, y luego…
—¡Olvídelo, sarge! No pienso dormir. Voy a hacer las rondas de los
puestos de escucha y esperar la llegada de la compañía de zapadores.
—Muy bien, señor.
—Mientras estoy aquí comprobaré el número tres. Usted quédese aquí
con Brumby y duerma un poco mientras que yo…
—¡Johnnie!
Interrumpí la conversación. ¿Habría estado escuchando el viejo?
—Sí, capitán.
—¿Están montados todos tus puestos?
—Sí, capitán, y mis números impares están durmiendo. Ahora voy a
inspeccionarle y luego…
—Que lo haga el sargento. Quiero que tú te pongas a dormir.
—Pero, capitán…
—Tiéndete; es una orden. Prepárate a dormir. Uno… dos… tres…
¡Johnnie!
—Capitán, con su permiso, me gustaría revisar mis puestos primero.
Luego me pondré a dormir, si usted lo dice, pero a mí me gustaría más
permanecer despierto.
—Escucha, hijo —sonó en mi oreja la risotada de Blackie—, has estado
durmiendo una hora y diez minutos.
—¿Qué dice, señor?
—Coteja el tiempo transcurrido y verás.
Así lo hice y me sentí en ridículo.
—¿Estás bien despierto ya, hijo?
—Sí, señor. Creo que sí.
—Las cosas han ido rápidas. Despierta a tus números impares y pon los
pares a dormir. Con un poco de suerte, descansarán una hora. Así que hagan
el relevo de los puestos y los inspeccionan.
Así lo hice y comencé mi ronda sin decir una palabra al sargento. Me
sentí incómodo, tanto para con el sargento como ante Blackie. Ante mi jefe
de compañía por haberme puesto a dormir contra mis deseos, y ante el
sargento porque tenía la vaga sospecha de que no me habrían puesto a dormir
si no fuera él el verdadero jefe y yo una mera figura decorativa.
Pero después de pasar inspección a los puestos tres y uno, sin que se
oyera el menor ruido, pese a que estaban situados en la zona más avanzada de
los «bugs», me apacigüé. Después de todo, era absurdo el culpar a un
sargento, aunque fuera a un sargento de la flota, por lo que había dispuesto el
capitán.
—Sarge…
—Sí, señor Rico.
—¿Quiere usted echar un sueño con los números pares? Le despertaré un
par de minutos antes que a ellos.
Dudó ligeramente.
—Señor, me gustaría inspeccionar yo mismo los puestos de escucha.
—¿No lo ha hecho ya?
—No, señor. La última hora me la he pasado durmiendo.
—¿Eh?
Su voz parecía turbada.
—Me lo ordenó el capitán. Puso a Brumby temporalmente en su puesto y
a mí me hizo dormir nada más relevarle a usted.
Yo empecé a responder y luego me eché a reír inevitablemente.
—Sargento, usted y yo podemos volver a dormimos donde sea. Estamos
perdiendo el tiempo, porque el capitán Blackie dirige personalmente este
pelotón.
—Me he dado cuenta, señor —respondió torpemente—, de que al capitán
Blackie le asiste la razón siempre que hace alguna cosa.
Yo asentí con la cabeza, pensativo, olvidándome de que mi interlocutor se
encontraba a diez millas de distancia.
Si, es cierto. Siempre tiene razón. Y… puesto que nos ha hecho dormir a
los dos, quiere decir que ahora nos quiere despiertos y con los ojos bien
alerta.
—Eso creo yo.
—¿Tiene idea de por qué lo hizo?
Más bien tardó en responder.
—Señor Rico —dijo lentamente—, si el capitán lo supiera, nos lo habría
dicho. Nunca se guarda para sí las informaciones. Pero a veces está cierto de
algunas cosas, sin saber explicarlas. El capitán tiene corazonadas y… bueno,
yo he aprendido a respetarlas.
—¿Ah, sí? Todos los jefes de escuadra son números pares y están
durmiendo, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Despierte al subcabo de cada escuadra. No vamos a despertar a todos…
Pero, cuando lo hagamos, quiero que los segundos se tengan bien en cuenta,
porque pueden ser importantes.
—En seguida.
Revisé los puestos avanzados que quedaban. Luego lo hice con los cuatro
que limitaban el poblado de los «bugs», conectando mis auriculares en
paralelo con el de los escuchas. Tuve que esforzarme en afinar el oído porque
podía sentirlos, allá abajo, parloteando entre ellos. Me dieron ganas de salir
corriendo, pero logré dominarme para no darlo a entender a los demás.
Me pregunté si aquel «talento especial» no sería simplemente un hombre
dotado de una increíble precisión auditiva. Pero prescindiendo de la forma en
que lo había hecho, lo cierto era que los «bugs» se encontraban donde él
había dicho. En la Escuela de Oficiales nos habían hecho demostraciones
grabadas sobre el raido de los «bugs»; estos cuatro puestos de escucha
estaban captando el típico ruido que produce una gran población «bug», es
decir, el cuchicheo que puede representar su expresión, aunque pensándolo
bien, ¿por qué iban a necesitar de una expresión oral cuando todos se hallan
controlados a distancia por una casta pensadora? Se percibía un crujir de
ramajes y hojas secas, acompañado de un profundo clamor de fondo, de los
que siempre se captan en las colonias «bugs», parecido al de una maquinaria
y que posiblemente sea producido por sus acondicionadores de aire.
Lo que yo no oía era el chirrido, el machaqueo que suelen hacer al
perforar la roca. Procedente de la colonia se oía un rumor de fondo que se
convertía en un estrépito de cuando en cuando, como si pasara un tráfico
pesado. Me puse a escuchar en el puesto cinco y luego se me ocurrió la idea
de que los cuatro escuchas situados a lo largo del túnel dijeran «ahora»
cuando sintieran que el tráfico se hacía más intenso. En seguida informé al
capitán.
—Capitán…
—¿Sí, Johnnie?
—El tráfico a lo largo de esta avenida va en una sola dirección. Avanza
desde aquí hacia donde está usted. Su velocidad es, aproximadamente, de
ciento diez millas por hora y cada minuto viene a pasar una caravana.
—Buen cálculo, Johnnie —agregó—. Yo tengo ciento ocho millas y un
paso cada cincuenta y ocho segundos.
—Oh —exclamé, sintiéndome un poco frustrado. Cambien de tema—.
Todavía no he visto a la compañía de zapadores.
—Ni la verás. Han elegido otro sitio, en la parte central de la retaguardia
correspondiente a la zona del «Cazador de Cabezas». Perdona, debí habértelo
dicho. ¿Algo más?
—No, señor.
Desconectamos y yo me sentí mejor. Un olvido podía ocurrirle hasta a
Blackie. Además, nada de malo tenía mi idea. Abandoné la zona del túnel
para inspeccionar el puesto de escucha doce, situado por retaguardia y a la
derecha del área de los «bugs». Como en los otros, había dos hombres
durmiendo, otro escuchando y el otro en pie.
—¿Algo nuevo? —le dije al que estaba en pie.
—No, señor.
El que estaba escuchando, uno de mis cinco reclutas, levantó la cabeza y
dijo:
—Señor Rico, creo que esto se está poniendo feo.
—Veamos —le dije.
Se hizo a un lado para que yo pudiera escuchar.
Se oía el «freír de tocino» tan fuerte, que casi podía olerlo. Conecté el
circuito general.
—¡Primer pelotón, arriba! ¡Todo el mundo alerta!
Luego conecté el circuito de oficiales.
—¡Capitán, capitán Blackstone! ¡Urgente!
—Calma, Johnnie. ¿Qué ocurre?
—Se oye «freír tocino», señor —respondí haciendo un esfuerzo
desesperado para tranquilizar mi voz—. Puesto doce; coordenadas: nueve
Este, Square Black One.
—Nueve Este —ratificó—. ¿Decibelios?
Miré precipitadamente al medidor del aparato.
—No sé, capitán. Ha rebasado el máximo de la escala. ¡Suena como si
estuviese debajo de mis pies!
—¡Magnífico! —respondió aprobador, aunque yo dudaba de su franqueza
—. ¡Es la mejor noticia que hemos recibido hoy! Hijo, ahora, despierta a
todos tus hombres…
—Ya están despiertos, señor.
—Muy bien. Pon dos escuchas más de refuerzo en torno al puesto doce.
Trata de averiguar por dónde irrumpirán los «bugs». «¡Y mantente alejado de
ese punto!». ¿Entendido?
—Le he recibido, señor —dije cautelosamente—, pero no le comprendo.
—Johnnie —dijo emitiendo un suspiro—, me vas a tornar el cabello gris.
Escucha, hijo. Necesitamos que salgan, cuantos más mejor. Tú no tienes
potencia de fuego suficiente para enfrentarte a ellos. Sólo puedes volar su
túnel en el momento de salir a la superficie, y esto es precisamente lo que no
debes hacer. Si aparecen con todas sus fuerzas, un regimiento de los nuestros
será insuficiente. Pero eso es lo que quiere el general, para lo cual tiene
esperando en órbita una brigada ligera. De forma que procura localizar el
punto de salida, retírate y mantenlo bajo observación. Si tienes la suerte de
que la irrupción se produzca en tu zona, lo que tú comuniques irá derecho
hasta el Alto Mando. ¡Así que salud y suerte! ¿Me has entendido?
—Sí, señor. Debo localizar el punto de irrupción; retirarme y evitar todo
contacto con el enemigo. Sólo vigilar e informar.
—¡Buena suerte!
Retiré los escuchas y diez del trozo medio del «boulevard» «bug» y les
puse junto a las coordenadas Easter 9, a derecha e izquierda, parando cada
media milla a escuchar el «freír de tocino». Al mismo tiempo levanté el
puesto doce y lo llevé hacia nuestra retaguardia, mientras comprobaba que se
producía una disminución de ruido.
Entretanto, el sargento de mi pelotón estaba reagrupando a todos nuestros
hombres en el área situada entre la colonia «bug» y el cráter, a excepción de
otros doce que se hallaban escuchando el terreno. Como quiera que teníamos
órdenes de no atacar, a los dos nos inquietaba el tener al pelotón
excesivamente diseminado con respecto al apoyo mutuo. En vista de ello
reunimos a todos en una línea compacta de cinco millas de longitud, con la
sección de Brumby a la izquierda, más cerca de la colonia «bug». Con esto se
encontraban los hombres separados entre sí a menos de trescientos metros,
casi hombro con hombro, para las tropas del espacio, mientras que quedaban
todavía nueve hombres a la escucha con el apoyo a distancia de un flanco o
de otro. Sólo tres escuchas que operaban conmigo se hallaban fuera del
alcance de una ayuda inmediata.
Le dije a Bayonne, de los «Glotones», y a Do Campo, de los «Cazadores
de Cabezas», que yo no estaba patrullando, y por qué, e informé al capitán
Blackstone de nuestro agrupamiento.
—Está bien —gruñó—. ¿Puedes decirme algo acerca de esa irrupción?
—Parece dirigirse hacia el centro de Diez Este, capitán, pero es difícil de
precisar. Los ruidos son muy fuertes en un área de unas tres millas de
amplitud, y parecen irse aumentando. Estoy tratando de centrar su intensidad
sobre nuestra escala —y añadí—: ¿No podrían avanzar a través de un nuevo
túnel situado a flor de superficie?
Pareció sorprendido.
—Es posible, pero espero que no; lo que necesitamos es que salgan
cuanto antes. Hazme saber si se desplaza el centro de los ruidos. Vigílalo
atentamente.
—Sí, señor. Capitán…
—¿Eh? Dime.
—Nos dijo que no atacásemos cuando salgan…, si salen. ¿Qué hemos de
hacer, seguir de espectadores?
Hubo un prolongado silencio de quince o veinte segundos, durante los
cuales debió consultar con el mando. Al fin, dijo:
—Amigo Rico, abstente de atacar dentro de Diez Este y sus alrededores.
En cualquier parte, lo que interesa es capturar «bugs».
—Sí, señor —afirmé contento—. ¿Hemos de cazar «bugs»?
—¡Johnnie! —dijo incisivo—. Si lo que intentas es cazar medallas, en
vez de «bugs», como me supongo, tu hoja de examen no va a resultar muy
halagüeña.
—Capitán —respondí con seriedad—. No me interesa ganar medallas. Lo
que quiero es cazar «bugs».
—Perfecto. Y ahora, deja de importunarme.
Llamé al sargento de mi pelotón, le expliqué los nuevos límites bajo los
que teníamos que operar y le dije que lo hiciera saber a todos nuestros
hombres, asegurándose de que cada traje estaba recién repostado de aire y
potencia de salto.
—Acabamos de repostar, señor. Suguiero sean relevados los hombres que
se hallan con usted.
Designó tres de ellos. Aquella medida era razonable, porque mis escuchas
no habían tenido tiempo para repostar. Pero todos los sustitutos que nombró
eran exploradores.
Para mis adentros maldije mi estupidez por no haber comprendido antes
que el traje de un explorador es tan rápido como el traje de comando y doble
de veloz que el de un merodeador. Me había estado rondando el
presentimiento de que me dejaba algo sin hacer, pero el descuido se debió al
nerviosismo que siempre experimentaba en torno a los «bugs».
Ahora lo sabía mejor. Me encontraba a diez millas de distancia de mi
pelotón con un grupo de tres hombres, cada uno vestido con un traje de
merodeador. Cuando los «bugs» salieran a la superficie, me iba a enfrentar
con una decisión imposible… a menos que los hombres que estaban conmigo
pudieran unirse al resto con la misma rapidez que yo.
—De acuerdo —asentí—, pero ya no necesito tres hombres. Envía en
seguida a Hughes para que releve a Nyberg. Con los otros tres exploradores
releva a los escuchas de los puestos más avanzados.
—¿Sólo a Hughes? —preguntó, dubitativo.
—Con Hughes es suficiente. Me encargaré yo mismo de un escuchador.
Con dos de nosotros bastará para cubrir la zona, ahora que sabemos dónde
están —y añadí—: Envíame pronto a Hughes.
Durante los treinta y siete minutos que siguieron nada sucedió. Entre
Hughes y yo estuvimos repasando los arcos de arriba abajo en toda su
longitud alrededor de Easter -0, escuchando cinco segundos cada vez que
cambiábamos de posición. No era necesario acoplar el micrófono con
claridad y potencia al «freír de tocino». La zona afectada por el ruido se
ensanchaba, pero su centro no cambió. Una vez llamé al capitán Blackstone
para decirle que el ruido había parado abruptamente, y tres minutos más tarde
volví a llamarle para decirle que el ruido se reanudaba.
Indistintamente me valí del circuito de exploradores y le dije al sargento
de mi pelotón que se hiciera cargo del mismo y de los puestos de escucha
cercanos a la unidad.
Al final de este tiempo, todo sucedió de golpe.
Por el circuito de exploradores exclamó una voz:
—¡Tocino frito! ¡Albert Two!
Conecté con el capitán y le dije:
—¡Capitán! ¡«Tocino frito» en Albert Two, Black One! —y conectando
con los pelotones que me rodeaban, añadí—: ¡Conexión general! ¡«Tocino
frito»! ¡En Albert Two, Square Black!
—Ruido de «tocino frito», en Adolf Three, Green Twelve —informó
inmediatamente Do Campo.
Retransmití aquello a Blackie y conecté de nuevo con el circuito de mis
propios exploradores.
—¡Los «bugs», los «bugs»! —dijeron—. ¡Socorro!
—¿Dónde?
No hubo respuesta. Conecté con el sargento.
—¡Sarge! ¿Quién ha visto a los «bugs»?
—Están saliendo de su ciudad —me respondió—. Por Bangkok Six.
—¡Localícelos! —dije mientras conectaba con Blackie—. «Bugs» en
Bangkok Six, Black One; ¡estoy atacando!
—Ya te he oído —respondió con calma—. ¿Cómo van las cosas por
Easter Diez?
—En Easter Diez…
El terreno se abrió bajo mis pies y quedé sumido entre los «bugs».
No supe lo que me había pasado. Tampoco me encontraba herido; era
como si cayera sobre las ramas de un árbol… pero en unas ramas que tenían
vida y me sujetaban mientras que mis giróscopos se oponían a ello y trataban
de elevarse. Caí en una profundidad de diez o quince pies, lo suficiente para
no ver la luz del día.
Entonces, una oleada de monstruos vivientes me devolvieron a la
superficie como queriendo expulsarme de las tinieblas. Caí de pie, luchando y
comunicando a la vez.
—¡Irrupción por Easter Diez… no, por Easter Once, donde estoy ahora!
Hay un gigantesco cráter por el que salen sin cesar. A centenares, o más.
Llevaba un lanzallamas en cada mano y los abrasaba vivos mientras
comunicaba aquello.
—¡Sal de ahí, Johnnie!
—¡Allá voy! —dije al tiempo que comenzaba a saltar.
Me detuve a tiempo y paré de accionar mis lanzallamas para observar la
escena, al apercibirme de pronto de lo que ocurría.
—Rectifico —dije sin poder dar crédito a mis ojos—. La irrupción en
Easter Once es una trampa. No son guerreros.
—Repite.
—La irrupción de Easter Once, Black One corre enteramente a cargo de
trabajadores. Hasta ahora no hay guerreros. Estoy rodeado de «bugs» y aún
siguen saliendo más, pero ninguno de ellos va armado y los más cercanos a
mí tienen las características típicas del trabajador. No he sido atacado —y
añadí—: Capitán ¿no cree usted que podría tratarse de un movimiento de
diversión, para realizar la verdadera salida por otra parte?
—Podría ser —admitió—. Tu informe va derecho a la División, de
manera que déjales que sean ellos los que decidan. Explora los alrededores y
comprueba lo que has dicho. No te fíes de que todos sean trabajadores;
puedes encontrarte con serias sorpresas.
—Bien, capitán.
Ejecuté un salto elevado y amplio pretendiendo escapar de aquella masa
de monstruos, inofensivos pero repugnantes.
La rocosa planicie se hallaba sembrada de formas negras que se
deslizaban serpenteando en todas direcciones. Conseguí dominar los mandos
de mis cohetes propulsores y multipliqué el salto, gritando:
—¡Hughes! ¡Informe!
—«Bugs», señor Rico. ¡Millones de ellos! ¡Los estoy quemando a
millares!
—Hughes, eche un vistazo de cerca a esos «bugs». Son todos trabajadores
y no luchan, ¿verdad?
—¿Eh?
Me posé sobre el suelo y se lo repetí.
—¡Tiene usted razón! ¡Oiga! ¿Cómo lo sabía?
—Reúnase con su escuadra, Hughes —cambié el circuito—. Capitán,
aquí cerca han salido varios millones de «bugs», por un número
indeterminado de agujeros. No me han atacado. Repito: no he sido atacado en
absoluto. Si entre ellos se encuentra algún guerrero, se libra del fuego usando
a los trabajadores como camuflaje.
No me respondió.
A mi izquierda, en lontananza, se produjo un relumbrón extremadamente
brillante, seguido de otro igual pero un poco más hacia el frente derecho.
Automáticamente anoté el tiempo y sus características.
—Capitán Blackstone, ¡responda! —Di un elevado salto con intención de
localizar su boya, pero el horizonte de Square Black One estaba interrumpido
por numerosas colinas bajas. Cambié el circuito y llamé al sargento.
—¡Sarge! ¿Puede comunicar en mi nombre con el capitán?
En aquel mismo instante surgió la boya del sargento de mi pelotón. Me
dirigí hacia ella dando a mi traje el mayor impulso posible. Yo no había
observado el despliegue muy de cerca; el sargento era quien llevó el pelotón
y yo me estuve encontrando demasiado ocupado, primero escuchando sobre
el terreno y luego con unos cientos de «bugs». Había suprimido todo, excepto
las boyas de los no comisionados para que me permitieran ver mejor.
Estudié el esqueleto del despliegue; escogí a Brumby y a Cunha, a sus
jefes de escuadra y cazadores de sección.
—Cunha, ¿dónde está el sargento del pelotón?
—Se encuentra reconociendo un hoyo, señor.
—Dile que voy hacia allá —cambié el circuito, sin avisar—. Los
«Bribones» del primer pelotón llamando al segundo pelotón, ¡responda!
—¿Qué desea? —gruñó el teniente Khoroshen.
—No localizo al capitán.
—Claro, ha causado baja.
—¿Ha muerto?
—No, pero está falto de energía; por eso está fuera de combate.
—Oh. ¿Entonces ha asumido usted el mando?
—Así es. ¿Necesita ayuda?
—Mm… no. No, señor.
—Entonces cállese hasta que la necesite de veras —me dijo Khoroshen
—. Aquí tenemos más trabajo del que podemos hacer.
—Entendido.
De repente descubrí que yo también tenía más trabajo del necesario.
Mientras comuniqué con Khoroshen, hice un minucioso reconocimiento del
terreno, a corta distancia, hasta llegar junto a mi pelotón, viendo desaparecer
a mi primera sección, uno tras otro, encabezados por la boya de Brumby.
—¡Cunha! ¿Qué le está sucediendo a la primera sección?
—Se internan siguiendo al sargento —repuso con voz tensa.
Si en las Ordenanzas había algo escrito sobre aquello, a mí me era
desconocido. ¿Habría actuado Brumby sin recibir órdenes, o era yo el que no
las había oído? Pero cuando se encontraba ya descendiendo por un agujero
«bug», fuera de mi control auditivo, y visual, no era el momento para andarse
con legalismos. Mañana tendríamos tiempo de poner las cosas en claro… si
es que llegábamos a ese mañana.
—Muy bien —respondí—. Ahora vuelvo.
Mi último salto me situó entre ellos. Vi a un «bug» a mi derecha y lo
eliminé antes de posarme sobre el terreno. Éste no era un trabajador; éste no
paró de hacer fuego mientras se movía.
—He perdido tres hombres —me informó Cunha compungido—. Ignoro
los que habrá perdido Brumby. Salieron por tres sitios a la vez; ésta es la
causa de nuestras bajas. Pero los estamos exterminando.
Una tremenda onda expansiva sacudió mis costados cuando emprendía mi
asalto. Tres minutos, treinta y siete segundos, equivalentes a treinta millas.
¿Sería la compañía de zapadores volando los agujeros?
—Primera sección, prepárense a recibir otra sacudida.
Caí en oblicuo, casi encima de un grupo de tres «bugs». No estaban
muertos, pero tampoco luchaban; estaban acurrucados. Les obsequié con una
granada y levanté el vuelo.
—Ya les pueden atacar, que se hallan turulatos. Y cuidado con la
siguiente expío…
Mientras estaba diciendo esto estalló una segunda sacudida. Pero no fue
tan violenta como la anterior.
—¡Cunha! Retire su sección. Que todos estén bien alertas.
La retirada fue lenta y penosa. Tenían demasiados puestos vacíos, según
pude ver desde mi control a distancia. Pero la matanza de enemigos era
precisa y rápida. Yo hice una incursión por sus alas y me encontré con media
docena de «bugs», el último de los cuales entró de repente en actividad antes
de que lo chamuscara. ¿Por qué les aturdiría más que a nosotros la explosión?
¿Sería porque no llevaban blindaje, o era el cerebro «bug» que los gobernaba
quien se encontraba aturdido allá abajo en las cavernas subterráneas?
El repliegue apareció con diecinueve hombres, dos muertos, dos heridos y
otros tres fuera de combate por avería en el traje, a dos de los cuales Navarre
trataba de reparar insuflándoles energía de otros trajes pertenecientes a
soldados muertos o heridos. La avería del tercer traje se hallaba en la radio, y
en el radar, y no podía ser reparado, por lo que Navarre colocó su ocupante a
guardia de los heridos, que era lo más que se podía hacer hasta que llegaran
refuerzos.
Mientras tanto me puse a inspeccionar, acompañado del sargento Cunha,
los tres puntos por donde habían salido los «bugs» desde sus madrigueras.
Cotejándolo con el submapa mostraba, como era de suponer, que
establecerían sus salidas por las bocas de los túneles más cercanos a la
superficie.
Un orificio se encontraba cerrado; era un montón de rocas sueltas. El
segundo no mostraba actividad de los «bugs». Le dije a Cunha que colocara
allí dos hombres, junto al cráter, con la exclusiva misión de matar «bugs»,
armados de bombas, por si comenzaban a salir más. Para el mariscal del
Espacio resulta muy sencillo decidir desde su puesto de mando qué cráteres
son los que hay que dejar abiertos, pero yo me encontraba ante una situación
real, no ante una teoría.
Luego contemplé el tercer cráter, el que se había tragado a mi sargento y
a la mitad de mi pelotón. Aquí, un corredor «bug» se extendía a unos veinte
pies de la superficie, y no habían hecho más que remover el techo en una
extensión de unos cincuenta pies. Lo que yo no sabía era dónde había ido a
parar la roca que ocasionaba el ruido Semejante al «freír de tocino» mientras
operaban en ella. El techo pétreo había desaparecido y los lados del orificio
estaban en declive y estriados. El mapa mostraba lo que había sucedido: los
otros dos cráteres surgieron de pequeños túneles laterales y éste formaba
parte de su principal laberinto. Así, pues, aquellos otros dos agujeros
ejercieron un plan de diversión para que de éste saliera el ataque
fundamental.
¿Pueden ver los «bugs» a través de la sólida roca?
En la profundidad de aquel cráter nada había a la vista; ni «bugs» ni seres
humanos. Cunha señaló la dirección por donde se había internado la segunda
sección. Habían transcurrido siete minutos y cuarenta segundos desde que se
internara el sargento del pelotón, o algo más de siete desde que Brumby
siguió tras él. Me puse a escrutar la oscuridad e hice de tripas corazón.
—Sargento, hágase cargo de la sección —dije procurando que mi voz
sonara jovial—. Si necesita ayuda, pídasela al teniente Khoroshen.
—¿Ordenes, señor?
—Ninguna. A menos que procedan de arriba. Yo voy a descender por el
cráter en busca de la segunda sección; así que estaré un rato fuera de
contacto.
Dicho esto, me lancé precipitadamente hacia el interior, porque mis
nervios empezaban a alborotarse. A mis espaldas empezaron a sonar voces de
mando:
—¡Sección!
—¡Por escuadras!… ¡Síganme! —resonó la voz de Cunha, al tiempo que
se lanzaba también él detrás de mí.
De aquella forma me pareció no resultar el viaje tan solitario.
Ordené a Cunha que dejara dos hombres guardando el cráter para cubrir
nuestra retaguardia, uno de los cuales fue situado sobre el suelo del túnel y el
otro a la altura de la superficie. Los demás nos dirigimos a través del túnel,
siguiendo el camino que había llevado la segunda sección, a la mayor
velocidad posible, pero ésta no podía ser mucha, ya que el techo del túnel nos
tocaba la cabeza. Un hombre puede moverse con su traje de fuerza,
balanceándose al estilo del patinador, sin necesidad de apoyar los pies, pero
no le resulta fácil ni natural; sin el traje blindado habríamos podido caminar
más aprisa.
Inmediatamente tuvimos que hacer uso de los lentes de infrarrojos, lo
cual virio a confirmarnos lo que hasta entonces era una simple teoría: que la
visión de los «bugs» es infrarroja. La oscuridad del túnel quedaba bien
iluminada vista con los lentes infrarrojos. Hasta entonces, no presentaba
características especiales, sino simplemente unas paredes de roca rasa
formando una bóveda a partir del suelo, llano y liso.
Llegamos ante el cruce con el otro túnel y yo me detuve en seco. Existen
normas sobre la manera de disponer de una fuerza de choque subterránea,
pero ¿de qué sirven? Lo único cierto es que quien las escribió nunca las había
experimentado, ya que, antes de la Operación Realeza, nadie había salido a la
superficie para decir si resultaban prácticas.
Una norma decía que se debía dejar vigilada toda intersección de túneles
como la presente. Pero yo ya había dejado a dos hombres custodiando la boca
del cráter, y si dejaba el diez por ciento de mis hombres vigilando cada
intersección, muy pronto estaría muerto en un diez por ciento.
Llegué a la conclusión de que debíamos seguir todos juntos, y también
decidí evitar que me hicieran un solo prisionero. Antes de caer en manos de
los «bugs», era preferible pagarles un buen tributo en terreno. Esta decisión
me quitó un gran peso de mi mente y me olvidé de las preocupaciones.
Atisbé cautelosamente por la intersección, mirando por ambos túneles. Ni
rastro de «bugs». Llamé por el circuito de los no comisionados.
—¡Brumby!
El estrépito fue sorprendente. Cuando se emplea la radio del traje, como
te hallas aislado de tu potencia de salida, apenas si oyes tu propia voz. Pero
aquí, bajo el terreno, en medio de aquella red de llanos pasadizos, la voz
volvía a mí como si todo aquel complejo fuera un enorme megáfono:
¡BRUUUMMBY!».
Mis orejas se atronaron.
—¡SEÑOR RICCCCO! —volvieron a percutir.
—No tan alto —dije, procurando hablar más bajo yo también—. ¿Dónde
se encuentra?
—No lo sé, señor —respondió Brumby en un tono menos ensordecedor
—. Estamos perdidos.
—Bueno. Tenga un poco de calma. Ahora vamos hacia allá. No puede
encontrarse muy lejos. ¿Está con usted el sargento del pelotón?
—No, señor. No nos hemos…
—Manténgase a la escucha —dije cambiando el circuito—. Sarge…
—Le oigo, señor —sonó su voz calmosa, manteniendo un volumen bajo
—. Brumby y yo estamos en contacto por radio, pero no hemos conseguido
encontrarnos.
—¿Dónde está usted?
Vaciló ligeramente.
—Señor, mi consejo es establecer contacto con la sección de Brumby, y
luego volver a la superficie.
—¿Alguna pregunta?
—Señor Rico, se pasaría una semana entera aquí abajo y no lograría
localizarme… Además, yo no me puedo mover. Debe usted…
—Ni una palabra, «sarge». ¿Se encuentra herido?
—No, señor. Pero…
—Entonces, ¿por qué no se puede mover? ¿Está rodeado de «bugs»?
—Enjambres de ellos. No pueden llegar hasta mí por ahora… pero no
puedo salir. Por eso entiendo que debería usted…
—«Sarge», está malgastando el tiempo. Estoy seguro de que sabe usted el
camino que llevó. Dígamelo mientras yo lo cotejo con el mapa. Deme la
lectura precisa sobre su trazador D. R. Es una orden, responda.
Así lo hizo, con toda exactitud y concisión y yo conecté mi lámpara de
cabeza, sacudí hacia arriba los lentes infrarrojos y seguí el camino que me
indicaba sobre el mapa.
—Comprendido —dije en seguida—. Se encuentra casi debajo de
nosotros, a dos niveles más profundos; ya sé qué camino seguir. Estaremos
allí tan pronto como recojamos a la segunda sección. Aguante lo que pueda
—y cambié al circuito de Brumby—. Brumby…
—Diga, señor.
—Cuando llegó usted a la primera intersección del túnel, ¿tiró hacia la
derecha, a la izquierda o al frente?
—Al frente, señor.
—Está bien. Cunha, siga adelante con los suyos. Brumby, ¿tiene
dificultades con los «bugs»?
—Hasta ahora no, señor. Pero ésa fue la causa de que nos perdiéramos.
Nos enzarzamos con un grupo de ellos y, cuando todo terminó nos habíamos
perdido.
Empecé a pedir novedades sobre las bajas habidas, pero en seguida pensé
que no podía esperar buenas noticias. Deseaba poder reunir a mi pelotón y
conseguir sacarlo de allí. Una ciudad «bug» sin «bugs» a la vista, en cierto
modo, era mucho más inquietante que si hubiera estado poblada. Brumby nos
fue guiando a través de dos túneles nuevos, y yo arrojaba bombas de
«whisky» por los corredores que no usábamos. La bomba de «whisky» es un
derivado del gas que habíamos venido empleando hasta entonces contra los
«bugs», y, en vez de matar, al que pasa por encima le produce una especie de
paralización. Nosotros íbamos equipados con ellas para esta operación, pero
yo habría dado una tonelada de las mismas por unas cuantas libras de
armamento mortífero. Sin embargo, conseguí proteger nuestros flancos.
En un tramo largo de túnel perdí contacto con Brumby. Supongo que se
debió a una extraña reflexión de onda radiofónica, porque, en la siguiente
intersección, volvimos a enlazar.
Pero entonces no supo decirme el camino que debía yo tomar. Era el
lugar, o las inmediaciones, donde fueron atacados por los «bugs».
Y allí fue donde también nos atacaron a nosotros.
No sé de dónde salieron. Un momento antes, todo estaba tranquilo. Luego
oí las voces de «¡Bugs, bugs!», desde las paredes. Sospecho que aquellas
paredes lisas no son tan sólidas como parecen. Es la única explicación que
encuentro, por la forma en que surgieron y nos rodearon de repente.
No podíamos usar los lanzallamas ni las bombas porque lo más probable
es que nos alcanzáramos entre nosotros mismos. Pero los «bugs» no
guardaban semejantes reparos si conseguían hacerse con nuestras armas. A
pesar de ello, teníamos manos y pies…
Puede que no durara aquello más de un minuto. De pronto se acabaron los
«bugs»; sólo quedaban piezas de ellos esparcidas por el suelo… y cuatro de
los nuestros abatidos.
Uno era el sargento Brumby, muerto. Durante la refriega, se unió a
nosotros la segunda sección. No se encontraba muy lejos de allí; a la vista de
aquel complicado laberinto, procuró mantenerse unida para no extraviar aún
más a sus hombres, y oyeron el ruido de la lucha. Guiados por este estrépito
lograron ser atraídos hacia nosotros, cosa que hasta entonces no habían
conseguido por la radio.
Cunha y yo llegamos a la conclusión de que nuestras bajas eran muertos,
y cuando lo hubimos comprobado, consolidamos las dos secciones formando
una sola con cuatro escuadras, y nos lanzamos túnel abajo hasta toparnos con
los «bugs» que tenían cercado al sargento del pelotón.
La pelea duró un santiamén, teniendo en cuenta que él me había advertido
de antemano con lo que me iba a encontrar. Tenía hecho prisionero a un
cerebro «bug» y estaba usando su cuerpo como escudo. No podía salir de allí,
pero ellos no le podían atacar sin cometer literalmente un suicidio, matando a
su propio cerebro.
En cambio nosotros no padecíamos tal handicap, y les atacamos por
retaguardia.
Al contemplar el horrible ser que tenían prisionero, me sentí alborozado a
pesar de nuestras propias pérdidas, pero de repente oí de cerca el
característico ruido del «freír de tocino». Un enorme trozo de techo cayó
sobre mi persona y la Operación Realeza había terminado, por lo que a mí
concernía.
Al despertarme sobre el lecho, pensé que me encontraba en la Escuela de
Aspirantes a Oficiales y que había sufrido una larga y complicada pesadilla
«bugs». Pero no me encontraba en la Escuela de Oficiales; estaba en la
enfermería temporal del transporte Argonne y, en realidad había estado
mandando un pelotón en combate durante casi doce horas.
Pero ahora no era más que un paciente sufriendo intoxicación de peróxido
nitroso y una sobreexposición a las radiaciones, al haber estado sin la
protección del traje blindado durante más de una hora antes de ser rescatado,
más algunas costillas rotas y un golpe en la cabeza que me dejó fuera de
combate.
Pasó mucho tiempo hasta centrar en mi mente todo lo relativo a la
Operación Realeza, y hay cosas que todavía no he logrado comprender. Por
ejemplo, por qué Brumby se internó en el cráter con su sección. Brumby se
halla muerto y Naidi cayó después de él; pero yo me alegro de que los dos
obtuvieran su ascenso y luciesen sus nuevos galones aquel mismo día sobre
el planeta P, cuando nada salió de acuerdo con los planes.
En su día supe por qué el sargento de mi pelotón decidió internarse hasta
la ciudad de los «bugs». Es que me había oído informar al capitán Blackstone
de que la «irrupción principal» era una trampa que nos tendía el enemigo,
haciendo salir sus trabajadores a la superficie para que nos entretuviéramos
exterminándolos. Al irrumpir en el lugar donde él estaba los auténticos
guerreros, llegó a la conclusión (correctamente, como más tarde pensó el
Estado Mayor) de que los «bugs» iban a hacer un ataque desesperado, pues,
de lo contraído, no arriesgarían sus trabajadores por el mero hecho de atraer
nuestro fuego.
Se dio cuenta de que el contraataque hecho desde la población «bug» no
tenía la debida fuerza, y pensó que el enemigo no contaba con las reservas
suficientes, llegando a la conclusión de que, en aquel momento óptimo, mi
hombre actuando sólo tenía la oportunidad de llegar hasta donde estaba la
«realeza» y capturarla. No olvidemos que éste era el total propósito de la
Operación. Habíamos movilizado fuerzas ingentes para esterilizar al planeta
P, pero nuestro objetivo principal consistía en capturar a las castas reales y
aprender a efectuar el descenso hasta llegar a ellas. Y eso es lo que el
sargento intentó; cogió por los pelos la ocasión que se le brindaba y consiguió
ambos objetivos.
El primer pelotón, los «Bribones», podía decir «misión cumplida». No
muchos pelotones, entre los centenares de ellos que tomaron parte en la
Operación, podían decir lo mismo. No se capturó ninguna reina, pues los
«bugs» las inmolaron ante el peligro de su caída y sólo fueron hechos
prisioneros seis cerebros. Pero no pudieron intercambiarse por prisioneros
nuestros, ya que vivieron escaso tiempo. Sin embargo, los técnicos de la
Guerra Psicológica obtuvieron especímenes vivos, por lo que es de suponer
que la Operación Realeza fue un éxito.
El sargento de mi pelotón consiguió un ascenso por mérito en campaña. A
mí no se me ofreció, ni lo habría aceptado, pero no quedé sorprendido al
enterarme de su ascenso. El capitán Blackie me había dicho que me llevaba
«el mejor sargento de la flota», y nunca abrigué la menor duda de que la
opinión de Blackie era correcta. Yo ya conocía de antes a mi sargento. No
creo que ningún otro «Bribón» conociera este detalle; al menos por mi parte
y, con toda seguridad, tampoco por parte de él. Dudo incluso que lo supiera el
propio Blackie. Pero yo conocía al sargento de mi pelotón desde que llegué al
campamento Currie. Se llamaba Zim.
Lo que no me pareció un éxito fue mi parte en la Operación. Me pasé más
de un mes en el Argonne, primero como paciente y luego como un pasajero
de visita, antes de que pudieran aproximarse a Santuario para dejarme a mí y
a unos cuantos más. Durante el viaje tuve tiempo suficiente para pensar;
principalmente acerca de las bajas habidas y, en general, en cuanto al
desbarajuste de mi actuación como jefe de pelotón, durante el breve plazo
que lo mandé sobre el terreno. Yo sabía que no me salieron las cosas como el
teniente hubiera deseado. Ni siquiera me habían herido en una verdadera
acción de guerra, ya que dejé que me abatiera una simple roca.
Y en cuanto a las bajas… Ignoraba cuántas pudo haber. Lo único que
sabía era que, cuando reagrupé mis fuerzas, de las seis escuadras con que
había empezado, sólo quedaban cuatro. También desconocía yo cuántos
hombres logró Zim sacar a la superficie, antes de que los «Bribones» fueran
relevados y rescatados.
Ni siquiera sabía si el capitán Blackstone estaba todavía vivo (de hecho lo
estaba cuando yo me interné), y no tenía la menor idea sobre el
procedimiento a seguir con un aspirante vivo cuando su examinador se
hallaba muerto. De lo que sí estaba cierto era de que mi hoja de examen me
devolvería otra vez al empleo de sargento. En realidad, poco importaba que
mis libros de matemáticas se encontraran a bordo de otra astronave.
A pesar de todo, cuando me levanté de la cama, la primera semana de
hallarme en el Argonne, y después de pasarme un día entero pensando y
holgazaneando, pedí prestados algunos libros a un oficial moderno y me puse
a estudiar. Las matemáticas son una materia dura que te ocupa por entero la
mente. Pero no estorba el saber matemáticas, cualquiera que sea tu rango.
Todas las cosas de cierta importancia se fundamentan en las matemáticas.
Cuando finalmente llegué a la Escuela de Oficiales y devolví mis barritas,
supe que volvía a ser cadete, en vez de sargento. Creo que Blackie me
concedió el beneficio de la duda.
Mi compañero Angel se encontraba en nuestra habitación, con los pies
apoyados sobre la mesa, y, frente a él, había un paquete con mis libros de
matemáticas. Levantó la mirada y pareció sorprendido.
—¡Eh! ¡Juan! ¡Si te dábamos por muerto!
—¿Quién, yo? A mí no me quieren tanto los «bugs». ¿Y tú, cuándo sales?
—¡Cómo, si ya he vuelto! —protestó Angel—. Salí un día después que
tú, hice tres saltos y estuve de vuelta en una semana. ¿Cómo has estado tanto
tiempo fuera?
—Me he pasado todo un mes en el regreso, como si fuera un viaje de
placer.
—Los hay con suerte. ¿Cuántos saltos hiciste?
—Ninguno —reconocí.
—¡Qué suerte tienen algunos!
Tal vez Angel tuviera razón, en su día me gradué. Pero él aportó bastante
de mi suerte, enseñándome pacientemente. Yo creo que mi suerte consistió en
toparme con personas como Angel y Jelly y el teniente y Carlos y el teniente
coronel Dubois, sí, y papá, y Blackie… ¡y Brumby…!, y Arce, y, entre todos,
siempre el sargento Zim. Zim, ahora capitán efectivo, con el rango
permanente de primer teniente. No sería justo para mí el tenerlo como un
subordinado mío.
Mi compañero de clase, Bennie Montez, y yo nos encontrábamos en el
astródromo de la flota, el día siguiente a nuestra graduación, esperando el
momento de embarcar. Eran tan recientes nuestras divisas de primer teniente
que nos producía cierto nerviosismo el ser saludados. Yo trataba de
disimularlo leyendo la lista de naves que orbitaban en torno a Santuario. Era
una lista tan larga que se adivinaba fácilmente que algo gordo se estaba
fraguando, si bien no habían creído oportuno el decírmelo. Me sentía
excitado. Mis dos mayores deseos eran que me destinaran a mi antigua
unidad y que mi padre estuviese todavía en ella. Y ahora esto, fuere lo que
fuere, significaba que iba a estrenar mi empleo a las órdenes del teniente
Jelal, en vísperas de algún salto de importancia. Mis deseos se habían
cumplido. Me sentí tan abrumado que era incapaz de hablar sobre ello. De
forma que me puse a estudiar las listas. ¡Dios santo, qué cantidad de naves!
Estaban clasificadas por tipos, pues, de otro modo, serían muy difícil de
localizar. Empecé repasando los transportes de tropas, que es lo único que
puede importar a un infante móvil.
¡Allí estaba el Mannerheim! ¿Tendría ocasión de ver a Carmen?
Probablemente no, pero podría enviar un despacho y saber algo de ella.
Entre las naves pesadas estaba el nuevo Valley Forge y el nuevo Ypres, el
Marathón, el Alamein, el Iwo, el Gallipoli, el Leyte, el Marne, el Tours, el
Gettysburg, el Hasting, el Alamo, el Waterloo… todos ellos cubiertos de
gloria por sus acciones bélicas.
Y las naves ligeras, que llevaban nombres de soldados, como Horatius,
Alvin York, Swap Fox, el propio Rog, bendito sea, Coronel Bowie,
Devereux, Vercingetorix, Sandino, Aubrey Cousens, Kamehameha, Audie
Murphy, Xenophon, Aguinaldo…
—Debe haber uno llamado Magsaysay —dije.
—¿Qué? —respondió Bennie.
—Ramón Magsaysay —le expliqué—. Fue un gran hombre, un gran
soldado; probablemente ¡sería jefe de Guerra Psicológica si viviera hoy. ¿Es
que no has estudiado Historia?
—Bueno —admitió Bennie—, he estudiado que Simón Bolívar construyó
las Pirámides, echó a pique a la Armada Invencible y realizó el primer viaje a
la Luna.
—Te olvidas de su matrimonio con Cleopatra.
—¿Ah, sí? Bueno, yo creo que cada país tiene una versión de la Historia.
—Estoy seguro de ello —dije, añadiendo algo para mis adentros.
—¿Qué has dicho? —preguntó Bennie.
—Perdona, Bernardo. Es sólo un dicho que, traducido de mi propia
lengua, quiere decir, más o menos: «Donde está el corazón está el hogar».
—¿Pero qué lengua es ésa?
—El tagalo. Mi lengua nativa.
—¿Es que no se habla inglés en tu tierra?
—Oh, claro que sí. En los negocios, escuelas y todo eso. Pero en familia
se habla bastante la lengua nativa. Tradiciones, ya sabes.
—Sí, comprendo. Mi gente suele hablar también en español. ¿Pero
dónde?…
El altavoz comenzó a anunciar: «Meadowland», y Bennie me hizo una
mueca.
—¡Tengo una cita con una nave! ¡Suerte, amigo! ¡Hasta la vista!
—Cuidado con los «bugs» —le dije, y continué leyendo la lista.
Paul Maleter, Montgomery, Tchaka, Gerónimo…
Entonces escuché el sonido más dulce del mundo:… «gloria, gloria al
nombre de Rodger Young».
Recogí apresuradamente mis cosas y eché a correr. «Donde está el
corazón está el hogar»… Corría hacia mi hogar.
XIV
Génesis, IV; 9.