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1984 - George Orwell (1)

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Primera

Parte
Descripción aterradora de la vida bajo la vigilancia constante del "Gran
Hermano". 1984 sitúa su acción en un Estado totalitario. Como explica
O’Brien, el astuto y misterioso miembro de la dirección del partido dominante,
el poder es el valor absoluto y único: para conquistarlo no hay nada en el
mundo que no deba ser sacrificado y, una vez alcanzado, nada queda de
importante en la vida a no ser la voluntad de conservarlo a cualquier precio.
La vigilancia despiadada de este Superestado ha llegado a apoderarse de la
vida y la conciencia de sus súbditos, interviniendo incluso y sobre todo en las
esferas más íntimas de los sentimientos humanos. Todo está controlado por
la sombría y omnipresente figura del Gran Hermano, el jefe que todo lo ve,
todo lo escucha y todo lo dispone. Winston Smith, el protagonista, aparece
inicialmente como símbolo de la rebelión contra este poder monstruoso, pero
conforme el relato avanza está cada vez más cazado por este engranaje,
omnipotente y cruel. Por su magnífico análisis del poder y de las relaciones y
dependencias que crea en los individuos, 1984 es una de las novelas más
inquietantes y atractivas de este siglo.
George Orwell

1984

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Parte primera
CAPÍTULO I
ra un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston

E Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el


molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal
de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una
ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de
colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared.
Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un
hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas
y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el
ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba
durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la
Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve
años y una úlcera de várices por encima del tobillo derecho, subió lentamente,
descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el
cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados
de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN
HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.
Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver
con la producción de lingotes de hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal,
una especie de espejo empañado, que formaba parte de la superficie de la pared
situada a la derecha. Winston hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó de
volumen aunque las palabras seguían distinguiéndose. El instrumento (llamado
telepantalla) podía ser amortiguado, pero no había manera de cerrarlo del todo.
Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña y frágil cuya delgadez resultaba
realzada por el «mono» azul, uniforme del Partido. Tenía el cabello muy rubio, una
cara sanguínea y la piel embastecida por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y
el frío de un invierno que acababa de terminar.
Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle
abajo se formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en
espirales y, aunque el sol lucía y el cielo estaba intensamente azul, nada parecía tener
color a no ser los carteles pegados por todas partes. La cara de los bigotes negros
miraba desde todas las esquinas que dominaban la circulación. En la casa de enfrente
había uno de estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las
grandes letras, mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la
calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel roto por un pico, que flameaba
espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y cubriendo alternativamente

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una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre los tejados, se
quedaba un instante colgado en el aire y luego se lanzaba otra vez en un vuelo curvo.
Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la gente a través de los balcones y
ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo que importaba
verdaderamente era la Polilla del Pensamiento.
A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando datos sobre
el hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y
transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que hiciera Winston superior a un
susurro, era captado por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro del radio
de visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no
había manera de saber si le contemplaban a uno en un momento dado. Lo único
posible era figurarse la frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento
para controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los vigilaran a todos a la vez.
Pero, desde luego, podían intervenir su línea de usted cada vez que se les antojara.
Tenía usted que vivir —y en esto el hábito se convertía en un instinto— con la
seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por
alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos serían observados.
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro; aunque,
como él sabía muy bien, incluso una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de
distancia, el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston; se elevaba inmenso y
blanco sobre el sombrío paisaje. «Esto es Londres», pensó con una sensación vaga de
disgusto; Londres, principal ciudad de la Franja aérea 1, que era a su vez la tercera de
las provincias más pobladas de Oceanía. Trató de exprimirse de la memoria algún
recuerdo infantil que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Hubo siempre estas
vistas de decrépitas casas decimonónicas, con los costados revestidos de madera, las
ventanas tapadas con cartón, los techos remendados con planchas de cinc acanalado y
trozos sueltos de tapias de antiguos jardines? ¿Y los lugares bombardeados, cuyos
restos de yeso y cemento revoloteaban pulverizados en el aire, y el césped
amontonado, y los lugares donde las bombas habían abierto claros de mayor
extensión y habían surgido en ellos sórdidas colonias de chozas de madera que
parecían gallineros? Pero era inútil, no podía recordar: nada le quedaba de su infancia
excepto una serie de cuadros brillantemente iluminados y sin fondo, que en su
mayoría le resultaban ininteligibles.
El Ministerio de la Verdad —que en neolengua (la neolengua era el idioma oficial
de Oceanía) se le llamaba el Miniver— era diferente, hasta un extremo asombroso, de
cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal
de cemento armado blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos
trescientos metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse,
adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del

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Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel
del suelo y las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había
otros tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la
arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria se
podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban instalados los cuatro
Ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio
de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las
bellas artes. El Ministerio de la Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del
Amor, encargado de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al
que correspondían los asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniver,
Minipax, Minimor y Minindancia.
El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto. Winston
nunca había estado dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio
kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso
había que pasar por un laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso, puertas
de acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus
salidas extremas, estaban muy vigiladas por guardias, con caras de gorila y uniformes
negros, armados con porras.
Winston se volvió de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente la
expresión de tranquilo optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la
telepantalla. Cruzó la habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido del
Ministerio a esta hora tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida
comprobó que no le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy
oscuro que debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante una
botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía: Ginebra de la
Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el espíritu de arroz chino. Winston
se sirvió una tacita, se preparó los nervios para el choque, y se lo tragó de un golpe
como si se lo hubieran recetado.
Al momento, se le volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle. Este líquido
era como ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que si le
dieran a uno un golpe en la nuca con una porra de goma. Sin embargo, unos segundos
después, desaparecía la incandescencia del vientre y el mundo empezaba a resultar
más alegre. Winston sacó un cigarrillo de una cajetilla sobre la cual se leía:
Cigarrillos de la Victoria, y como lo tenía cogido verticalmente por distracción, se le
vació en el suelo. Con el próximo pitillo tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió.

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Volvió al cuarto de estar y se sentó ante una mesita situada a la izquierda de la
telepantalla. Del cajón sacó un portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de
tamaño in-quarto, con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.
Por alguna razón la telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una posición
insólita. En vez de hallarse colocada, como era normal, en la pared del fondo, desde
donde podría dominar toda la habitación, estaba en la pared más larga, frente a la
ventana. A un lado de ella había una alcoba que apenas tenía fondo, en la que se había
instalado ahora Winston. Era un hueco que, al ser construido el edificio, habría sido
calculado seguramente para alacena o biblioteca. Sentado en aquel hueco y
situándose lo más dentro posible, Winston podía mantenerse fuera del alcance de la
telepantalla en cuanto a la visualidad, ya que no podía evitar que oyera sus ruidos. En
parte, fue la misma distribución insólita del cuarto lo que le indujo a lo que ahora se
disponía a hacer.
Pero también se lo había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón. Era un
libro excepcionalmente bello. Su papel, suave y cremoso, un poco amarillento por el
paso del tiempo, por lo menos hacía cuarenta años que no se fabricaba. Sin embargo,
Winston suponía que el libro tenía muchos años más. Lo había visto en el escaparate
de un establecimiento de compraventa en un barrio miserable de la ciudad (no
recordaba exactamente en qué barrio había sido) y en el mismísimo instante en que lo
vio, sintió un irreprimible deseo de poseerlo. Los miembros del Partido no deben
entrar en las tiendas corrientes (a esto se le llamaba, en tono de severa censura,
«traficar en el mercado libre»), pero no se acataba rigurosamente esta prohibición
porque había varios objetos —como cordones para los zapatos y hojas de afeitar—
que era imposible adquirir de otra manera. Winston, antes de entrar en la tienda,
había mirado en ambas direcciones de la calle para asegurarse de que no venía nadie
y, en pocos minutos, adquirió el libro por dos dólares cincuenta. En aquel momento
no sabía exactamente para qué deseaba el libro. Sintiéndose culpable se lo había
llevado a su casa, guardado en su cartera de mano. Aunque estuviera en blanco, era
comprometido guardar aquel libro.
Lo que ahora se disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se
consideraba ilegal (en realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo
detenían podía estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por lo menos a
veinticinco años de trabajos forzados. Winston puso un plumín en el portaplumas y lo
chupó primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se
usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar, pero él se había procurado una,
furtivamente y con mucha dificultad, simplemente porque tenía la sensación de que el
bello papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado con un lápiz
tinta. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las
notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe, totalmente

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inadecuado para las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó
unos instantes. En los intestinos se le había producido un ruido que podía delatarle. El
acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una letra pequeña e inhábil
escribió:
4 de abril de 1984
Se echó hacia atrás en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero
que no sabía con certeza era si aquel era, de verdad, el año 1984. Desde luego, la
fecha había de ser aquélla muy aproximadamente, puesto que él había nacido en 1944
o 1945, según creía; pero, «¡cualquiera va a saber hoy en qué año vive!», se decía
Winston.
Y se le ocurrió de pronto preguntarse: ¿Para quién estaba escribiendo él este
diario? Para el futuro, para los que aún no habían nacido. Su mente se posó durante
unos momentos en la fecha que había escrito a la cabecera y luego se le presentó,
sobresaltándose terriblemente, la palabra neolingüística doblepensar. Por primera vez
comprendió la magnitud de lo que se proponía hacer. ¿Cómo iba a comunicar con el
futuro? Esto era imposible por su misma naturaleza. Una de dos: o el futuro se
parecía al presente y entonces no le haría ningún caso, o sería una cosa distinta y, en
tal caso, lo que él dijera carecería de todo sentido para ese futuro.
Durante algún tiempo permaneció contemplando estúpidamente el papel. La
telepantalla transmitía ahora estridente música militar. Es curioso: Winston no sólo
parecía haber perdido la facultad de expresarse, sino haber olvidado de qué iba a
ocuparse. Por espacio de varias semanas se había estado preparando para este
momento y no se le había ocurrido pensar que para realizar esa tarea se necesitara
algo más que atrevimiento. El hecho mismo de expresarse por escrito, creía él, le
sería muy fácil. —Sólo tenía que trasladar al papel el interminable e inquieto
monólogo que desde hacía muchos años venía corriéndole por la cabeza. Sin
embargo, en este momento hasta el monólogo se le había secado. Además, sus
varices habían empezado a escocerle insoportablemente. No se atrevía a rascarse
porque siempre que lo hacía se le inflamaba aquello. Transcurrían los segundos y él
sólo tenía conciencia de la blancura del papel ante sus ojos, el absoluto vacío de esta
blancura, el escozor de la piel sobre el tobillo, el estruendo de la música militar, y una
leve sensación de atontamiento producido por la ginebra.
De repente, empezó a escribir con gran rapidez, como si lo impulsara el pánico,
dándose apenas cuenta de lo que escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas
torcidas y si primero empezó a «comerse» las mayúsculas, luego suprimió incluso los
puntos:

4 de abril de 1984. Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eran de
guerra. Había una muy buena de un barco lleno de refugiados que lo bombardeaban

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en no sé dónde del Mediterráneo. Al público le divirtieron mucho dar planos de un
hombre muy grande y muy gordo que intentaba escaparse nadando de un helicóptero
que lo perseguía, Primero se le veía en el agua chapoteando como una tortuga, luego
lo veías por los visores de las ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo
iban agujereando a tiros y el agua a su alrededor que se ponía toda roja y el gordo se
hundía como si el agua le entrase por los agujeros que le habían hecho las balas. La
gente se moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo en el agua, y también una
lancha salvavidas llena de niños con un helicóptero que venga a darle vueltas y más
vueltas había una mujer de edad madura que bien podía ser una judía y estaba
sentada en la proa con un niño en los brazos que quizás tuviera unos tres años. El
niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza entre los pechos de la mujer y
parecía que se quería esconder así y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo
consolaba como si ella no estuviese también aterrada y como si por tenerlo así en los
brazos fuera a evitar que le alcanzaran al niño las balas. Entonces va el helicóptero
y tira una bomba de veinte kilos sobre el bote y no queda ni una astilla de él, que fue
una explosión pero que magnífica, y luego salía un primer plano maravilloso del
brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con su cámara debe
haberlo seguido así por el aire y la gente aplaudió muchísimo pero una mujer que
estaba entre los proletarios empezó a armar un escándalo terrible chillando que no
debían echar eso no debían echarlo delante de los críos que no debían hasta que la
policía la sacó de allí a rastras no creo que le pasara nada a nadie le importa lo que
dicen los proletarios porque dicen es la reacción típica de las proletarias y nadie
hace caso y nunca...
Winston dejó de escribir, en parte debido a que le daban calambres. No sabía por
qué había soltado esta sarta de incongruencias. Pero lo curioso era que mientras lo
hacía se le había aclarado otra faceta de su memoria hasta el punto de que ya se creía
en condiciones de escribir lo que realmente había querido poner en su libro. Ahora se
daba cuenta de que si había querido venir a casa a empezar su diario precisamente
hoy era a causa de este otro incidente.
Había ocurrido aquella misma mañana en el Ministerio, si es que algo de tal
vaguedad podía haber ocurrido.
Cerca de las once y cinco en el Departamento de Registro, donde trabajaba
Winston, sacaban las sillas de las cabinas y las agrupaban en el centro del vestíbulo,
frente a la gran telepantalla, preparándose para los Dos Minutos de Odio. Winston
acababa de sentarse en su sitio, en una de las filas de en medio, cuando entraron dos
personas a quienes él conocía de vista, pero a las cuales nunca había hablado. Una de
estas personas era una muchacha con la que se había encontrado frecuentemente en
los pasillos. No sabía su nombre, pero sí que trabajaba en el Departamento de Novela.
Probablemente —ya que la había visto algunas veces con las manos grasientas y

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llevando paquetes de composición de imprenta— tendría alguna labor mecánica en
una de las máquinas de escribir novelas. Era una joven de aspecto audaz, de unos
veintisiete años, con espeso cabello negro, cara pecosa y movimientos rápidos y
atléticos. Llevaba el «mono» ceñido por una estrecha faja roja que le daba varias
veces la vuelta a la cintura realzando así la atractiva forma de sus caderas; y ese
cinturón era el emblema de la Liga juvenil AntiSex. A Winston le produjo una
sensación desagradable desde el primer momento en que la vio. Y sabía la razón de
este mal efecto: la atmósfera de los campos de hockey y duchas frías, de excursiones
colectivas y el aire general de higiene mental que trascendía de ella. En realidad, a
Winston le molestaban casi todas las mujeres y especialmente las jóvenes y bonitas
porque eran siempre las mujeres, y sobre todo las jóvenes, lo más fanático del
Partido, las que se tragaban todos los slogans de propaganda y abundaban entre ellas
las espías aficionadas y las que mostraban demasiada curiosidad por lo heterodoxo de
los demás. Pero esta muchacha determinada le había dado la impresión de ser más
peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor, la joven le dirigió
una rápida mirada oblicua que por unos momentos dejó aterrado a Winston. Incluso
se le había ocurrido que podía ser una agente de la Policía del Pensamiento. No era,
desde luego, muy probable. Sin embargo, Winston siguió sintiendo una intranquilidad
muy especial cada vez que la muchacha se hallaba cerca de él, una mezcla de miedo y
hostilidad. La otra persona era un hombre llamado O'Brien, miembro del Partido
Interior y titular de un cargo tan remoto e importante, que Winston tenía una idea
muy confusa de qué se trataba. Un rápido murmullo pasó por el grupo ya instalado en
las sillas cuando vieron acercarse el «mono» negro de un miembro del Partido
Interior. O'Brien era un hombre corpulento con un ancho cuello y un rostro basto,
brutal, y sin embargo rebosante de buen humor. A pesar de su formidable aspecto, sus
modales eran bastante agradables. Solía ajustarse las gafas con un gesto que
tranquilizaba a sus interlocutores, un gesto que tenía algo de civilizado, y esto era
sorprendente tratándose de algo tan leve. Ese gesto —si alguien hubiera sido capaz de
pensar así todavía— podía haber recordado a un aristócrata del siglo XVIII
ofreciendo rapé en su cajita. Winston había visto a O’Brien quizás sólo una docena de
veces en otros tantos años. Sentíase fuertemente atraído por él y no sólo porque le
intrigaba el contraste entre los delicados modales de O'Brien y su aspecto de
campeón de lucha libre, sino mucho más por una convicción secreta —o quizás ni
siquiera fuera una convicción, sino sólo una esperanza— de que la ortodoxia política
de O'Brien no era perfecta. Algo había en su cara que le impulsaba a uno a
sospecharlo irresistiblemente. Y quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba
escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia. Pero de todos modos su aspecto
era el de una persona a la que se le podría hablar si, de algún modo, se pudiera eludir
la telepantalla y llevarlo aparte. Winston no había hecho nunca el menor esfuerzo

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para comprobar su sospecha y es que, en verdad, no había manera de hacerlo. En este
momento, O'Brien miró su reloj de pulsera y, al ver que eran las once y cinco,
seguramente decidió quedarse en el Departamento de Registro hasta que pasaran los
Dos Minutos de Odio. Tomó asiento en la misma fila que Winston, separado de él por
dos sillas. Una mujer bajita y de cabello color arena, que trabajaba en la cabina
vecina a la de Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del cabello negro se sentó
detrás de Winston.
Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa
máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la
habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos
de punta. Había empezado el Odio.
Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el
Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca
del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado
que desde hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las
figuras principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran Hermano,
y luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado
a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los
programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos
dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y
más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes
crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y
traiciones de toda clase procedían directamente de sus enseñanzas. En cierto modo,
seguía vivo y conspirando. Quizás se encontrara en algún lugar enemigo, a sueldo de
sus amos extranjeros, e incluso era posible que, como se rumoreaba alguna vez,
estuviera escondido en algún sitio de la propia Oceanía.
El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein sin
experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con una
aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una cara inteligente que tenía, sin
embargo, algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su larga
nariz, a cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de
una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual
discurso en el que atacaba venenosamente las doctrinas del Partido; un ataque tan
exagerado y perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que sus acusaciones no
se tenían de pie, y sin embargo, lo bastante plausible para que pudiera uno alarmarse
y no fueran a dejarse influir por insidias algunas personas ignorantes. Insultaba al
Gran Hermano, acusaba al Partido de ejercer una dictadura y pedía que se firmara
inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la libertad de
Prensa, la libertad de reunión y la libertad de pensamiento, gritando histéricamente

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que la revolución había sido traicionada. Y todo esto a una rapidez asombrosa que era
una especie de parodia del estilo habitual de los oradores del Partido e incluso
utilizando palabras de neolengua, quizás con más palabras neolingüísticas de las que
solían emplear los miembros del Partido en la vida corriente. Y mientras gritaba, por
detrás de él desfilaban interminables columnas del ejército de Eurasia, para que nadie
interpretase como simple palabrería la oculta maldad de las frases de Goldstein.
Aparecían en la pantalla filas y más filas de forzudos soldados, con impasibles rostros
asiáticos; se acercaban a primer término y desaparecían. El sordo y rítmico clap-clap
de las botas militares formaba el contrapunto de la hiriente voz de Goldstein. .
Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los
espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna
faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, era
demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a
Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él un objeto
de odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba
en guerra con alguna de estas potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo
extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos
lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día y cada día ocurría esto mil veces sin
que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las
tribunas públicas, en los periódicos y en los libros... a pesar de todo ello, su influencia
no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse engañar por
él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores que trabajaban siguiendo
sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el jefe supremo
de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red de
conspiradores que se proponían derribar al Estado. Se suponía que esa organización
se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba que existía un libro terrible,
compendio de todas las herejías, del cual era autor Goldstein y que circulaba
clandestinamente. Era un libro sin título. La gente se refería a él llamándole
sencillamente el libro. Pero de estas cosas sólo era posible enterarse por vagos
rumores. Los miembros corrientes del Partido no hablaban jamás de la Hermandad ni
del libro si tenían manera de evitarlo.
En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y
gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de
la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y
cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O'Brien tenía la
cara congestionada. Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho
como si estuviera resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven sentada
exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo!
!Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo

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arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz
continuó inexorable. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba
chillando histéricamente como los demás y dando fuertes patadas con los talones
contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el
que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era
absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado
irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y
venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían
recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno,
incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la
rabia que se sentía era una emoción abstracta e indirecta que podía aplicarse a uno u
otro objeto como la llama de una lámpara de soldadura autógena. Así, en un
momento determinado, el odio de Winston no se dirigía contra Goldstein, sino contra
el propio Gran Hermano, contra el Partido y contra la Policía del Pensamiento; y
entonces su corazón estaba de parte del solitario e insultado hereje de la pantalla,
único guardián de la verdad y la cordura en un mundo de mentiras. Pero al instante
siguiente, se hallaba identificado por completo con la gente que le rodeaba y le
parecía verdad todo lo que decían de Goldstein. Entonces, su odio contra el Gran
Hermano se transformaba en adoración, y el Gran Hermano se elevaba como una
invencible torre, como una valiente roca capaz de resistir los ataques de las hordas
asiáticas, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su desamparo y de la duda que
flotaba sobre su existencia misma, aparecía como un siniestro brujo capaz de acabar
con la civilización entera tan sólo con el poder de su voz.
Incluso era posible, en ciertos momentos, desviar el odio en una u otra dirección
mediante un esfuerzo de voluntad. De pronto, por un esfuerzo semejante al que nos
permite separar de la almohada la cabeza para huir de una pesadilla, Winston
conseguía trasladar su odio a la muchacha que se encontraba detrás de él. Por su
mente pasaban, como ráfagas, bellas y deslumbrantes alucinaciones. Le daría
latigazos con una porra de goma hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete y la
atravesaría con flechas como a san Sebastián. La violaría y en el momento del clímax
le cortaría la garganta. Sin embargo, se dio cuenta mejor que antes de por qué la
odiaba. La odiaba porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la cama
con ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y cimbreante cintura, que
parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa banda roja,
agresivo símbolo de castidad.
El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se había
convertido en un auténtico balido ovejuno. Y su rostro, que había llegado a ser el de
una oveja, se transformó en la cara de un soldado de Eurasia, el cual parecía avanzar,
enorme y terrible, sobre los espectadores disparando atronadoramente su fusil

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ametralladora. Enteramente parecía salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos
de los presentes se echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante,
produciendo con ello un hondo suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura se
fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su negra
cabellera y sus grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de misteriosa
calma y tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo que el gran camarada
estaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras que
suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y que no es preciso entenderlas una
por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de ser pronunciadas.
Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran Hermano y en su lugar
aparecieron los tres slogans del Partido en grandes letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Pero daba la impresión —por un fenómeno óptico psicológico— de que el rostro
del Gran Hermano persistía en la pantalla durante algunos segundos, como si el
«impacto» que había producido en las retinas de los espectadores fuera demasiado
intenso para borrarse inmediatamente. La mujeruca del cabello color arena se lanzó
hacia delante, agarrándose a la silla de la fila anterior y luego, con un trémulo
murmullo que sonaba algo así como «¡Mi salvador!», extendió los brazos hacia la
pantalla. Después ocultó la cara entre sus manos. Sin duda, estaba rezando a su
manera.
Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y profundo: «¡Ge-
Hache. Ge-Hache... Ge-Hache!», dejando una gran pausa entre la G y la H. Era un
canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían oírse pisadas de pies desnudos y el
batir de los tam-tam. Este canturreo duró unos treinta segundos. Era un estribillo que
surgía en todas las ocasiones de gran emoción colectiva. En parte, era una especie de
himno a la sabiduría y majestad del Gran Hermano; pero, más aún, constituía aquello
un procedimiento de autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia
mediante un ruido rítmico. A Winston parecían enfriársele las entrañas. En los Dos
Minutos de Odio, no podía evitar que la oleada emotiva le arrastrase, pero este
infrahumano canturreo —«¡G-H... G-H... G-H!»— siempre le llenaba de horror.
Desde luego, se unía al coro; esto era obligatorio: Controlar los verdaderos
sentimientos y hacer lo mismo que hicieran los demás era una reacción natural. Pero
durante un par de segundos, sus ojos podían haberlo delatado. Y fue precisamente en
esos instantes cuando ocurrió aquello que a él le había parecido significativo... si es
que había ocurrido.
Momentáneamente, sorprendió la mirada de O'Brien. Éste se había levantado; se
había quitado las gafas volviéndoselas a colocar con su delicado y característico

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gesto. Pero durante una fracción de segundo, se encontraron sus ojos con los de
Winston y éste supo —sí, lo supo— que O'Brien pensaba lo mismo que él. Un
inconfundible mensaje se había cruzado entre ellos. Era como si sus dos mentes se
hubieran abierto y los pensamientos hubieran volado de la una a la otra a través de los
ojos. «Estoy contigo», parecía estarle diciendo O'Brien. «Sé en qué estás pensando.
Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto. Pero no te preocupes; ¡estoy contigo!» Y luego
la fugacísima comunicación se había interrumpido y la expresión de O'Brien volvió a
ser tan inescrutable como la de todos los demás.
Esto fue todo y ya no estaba seguro de si había sucedido efectivamente. Tales
incidentes nunca tenían consecuencias para Winston. Lo único que hacían era
mantener viva en él la creencia o la esperanza de que otros, además de él, eran
enemigos del Partido. Quizás, después de todo, resultaran ciertos los rumores de
extensas conspiraciones subterráneas; quizás existiera de verdad la Hermandad. Era
imposible, a pesar de los continuos arrestos y las constantes confesiones y
ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no era sencillamente un mito.
Algunos días lo creía Winston; otros, no. No había pruebas, sólo destellos que podían
significar algo o no significar nada: retazos de conversaciones oídas al pasar, algunas
palabras garrapateadas en las paredes de los lavabos, y, alguna vez, al encontrarse dos
desconocidos, ciertos movimientos de las manos que podían parecer señales de
reconocimiento. Pero todo ello eran suposiciones que podían resultar totalmente
falsas. Winston había vuelto a su cubículo sin mirar otra vez a O'Brien. Apenas cruzó
por su mente la idea de continuar este momentáneo contacto. Hubiera sido
extremadamente peligroso incluso si hubiera sabido él cómo entablar esa relación.
Durante uno o dos segundos, se había cruzado entre ellos una mirada equívoca, y eso
era todo. Pero incluso así, se trataba de un acontecimiento memorable en el
aislamiento casi hermético en que uno tenía que vivir.
Winston se sacudió de encima estos pensamientos y tomó una posición más
erguida en su silla. Se le escapó un eructo. La ginebra estaba haciendo su efecto.
Volvieron a fijarse sus ojos en la página. Descubrió entonces que durante todo el
tiempo en que había estado recordando, no había dejado de escribir como por una
acción automática. Y ya no era la inhábil escritura retorcida de antes. Su pluma se
había deslizado voluptuosamente sobre el suave papel, imprimiendo en claras y
grandes mayúsculas lo siguiente:
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
Una vez y otra, hasta llenar media página.

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No pudo evitar un escalofrío de pánico. Era absurdo, ya que escribir aquellas
palabras no era más peligroso que el acto inicial de abrir un diario; pero, por un
instante, estuvo tentado de romper las páginas ya escritas y abandonar su propósito.
Sin embargo, no lo hizo, porque sabia que era inútil. El hecho de escribir ABAJO
EL GRAN HERMANO o no escribirlo, era completamente igual. Seguir con el diario
o renunciar a escribirlo, venía a ser lo mismo. La Policía del Pensamiento lo
descubriría de todas maneras. Winston había cometido —seguiría habiendo cometido
aunque no hubiera llegado a posar la pluma sobre el papel— el crimen esencial que
contenía en sí todos los demás. El crimental (crimen mental), como lo llamaban. El
crimental no podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a
tenerlo oculto años enteros, pero antes o después lo descubrían a uno.
Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Se despertaba uno
sobresaltado porque una mano le sacudía a uno el hombro, una linterna le enfocaba
los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno al lecho. En la mayoría de
los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficialmente de la detención. La
gente desaparecía sencillamente y siempre durante la noche. El nombre del individuo
en cuestión desaparecía de los registros, se borraba de todas partes toda referencia a
lo que hubiera hecho y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás
hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra vaporizado.
Winston sintió una especie de histeria al pensar en estas cosas. Empezó a escribir
rápidamente y con muy mala letra:

me matarán no me importa me matarán me dispararán en la nuca me da lo


mismo abajo el gran hermano siempre le matan a uno por la nuca no me importa
abajo el gran hermano...

Se echó hacia atrás en la silla, un poco avergonzado de sí mismo, y dejó la pluma


sobre la mesa. De repente, se sobresaltó espantosamente. Habían llamado a la puerta.
¡Tan pronto! Siguió sentado inmóvil, como un ratón asustado, con la tonta
esperanza de que quien fuese se marchara al ver que no le abrían. Pero no, la llamada
se repitió.
Lo peor que podía hacer Winston era tardar en abrir. Le redoblaba el corazón
como un tambor, pero es muy probable que sus facciones, a fuerza de la costumbre,
resultaran inexpresivas. Levantóse y se acercó pesadamente a la puerta.

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CAPÍTULO II
l poner la mano en el pestillo recordó Winston que había dejado el Diario

A abierto sobre la mesa. En aquella página se podía leer desde lejos el


ABAJO EL GRAN HERMANO repetido en toda ella con letras
grandísimas. Pero Winston sabía que incluso en su pánico no había querido estropear
el cremoso papel cerrando el libro mientras la tinta no se hubiera secado.
Contuvo la respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, le invadió una
sensación de alivio. Una mujer insignificante, avejentada, con el cabello revuelto y la
cara llena de arrugas, estaba a su lado.
—¡Oh, camarada! —empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y quejumbrosa
—; te sentí llegar y he venido por si puedes echarle un ojo al desagüe del fregadero.
Se nos ha atascado...
Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era una
palabra desterrada por el Partido, ya que había que llamar a todos camaradas, pero
con algunas mujeres se usaba todavía instintivamente). Era una mujer de unos treinta
años, pero aparentaba mucha más edad. Se tenía la impresión de que había polvo
reseco en las arrugas de su cara. Winston la siguió por el pasillo. Estas reparaciones
de aficionado constituían un fastidio casi diario. Las Casas de la Victoria eran unos
antiguos pisos construidos hacia 1930 aproximadamente y se hallaban en estado
ruinoso. Caían constantemente trozos de yeso del techo y de la pared, las tuberías se
estropeaban con cada helada, había innumerables goteras y la calefacción funcionaba
sólo a medias cuando funcionaba, porque casi siempre la cerraban por economía. Las
reparaciones, excepto las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que ser
autorizadas por remotos comités que solían retrasar dos años incluso la compostura
de un cristal roto.
—Si le he molestado es porque Tom no está en casa —dijo la señora Parsons
vagamente.
El piso de los Parsons era mayor que el de Winston y mucho más descuidado.
Todo parecía roto y daba la impresión de que allí acababa de agitarse un enorme y
violento animal. Por el suelo estaban tirados diversos artículos para deportes —
bastones de hockey, guantes de boxeo, un balón de reglamento, unos pantalones
vueltos del revés— y sobre la mesa había un montón de platos sucios y cuadernos
escolares muy usados. En las paredes, unos carteles rojos de la Liga juvenil y de los
Espías y un gran cartel con el retrato de tamaño natural del Gran Hermano. Por
supuesto, se percibía el habitual olor a verduras cocidas que era el dominante en todo
el edificio, pero en este piso era más fuerte el olor a sudor, que —se notaba desde el
primer momento, aunque no podría uno decir por qué— era el sudor de una persona
que no se hallaba presente entonces. En otra habitación, alguien con un peine y un

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trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la música militar que brotaba todavía
de la telepantalla.
—Son los niños —dijo la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva hacia la
puerta—. Hoy no han salido. Y, desde luego...
Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. El
fregadero de la cocina estaba lleno casi hasta el borde con agua sucia y verdosa que
olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y examinó el ángulo de la tubería
de desagüe donde estaba el tornillo. Le molestaba emplear sus manos y también tener
que arrodillarse, porque esa postura le hacía toser. La señora Parsons lo miró
desanimada:
—Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento. Le gustan
esas cosas. Es muy hábil en cosas manuales. Sí, Tom es muy...
Parsons era el compañero de oficina de Winston en el Ministerio de la Verdad.
Era un hombre muy grueso, pero activo y de una estupidez asombrosa, una masa de
entusiasmos imbéciles, uno de esos idiotas de los cuales, todavía más que de la
Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido. A sus treinta y cinco
años acababa de salir de la Liga juvenil, y antes de ser admitido en esa organización
había conseguido permanecer en la de los Espías un año más de lo reglamentario. En
el Ministerio estaba empleado en un puesto subordinado para el que no se requería
inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura sobresaliente del Comité
deportivo y de todos los demás comités dedicados a organizar excursiones colectivas,
manifestaciones espontáneas, las campañas pro ahorro y en general todas las
actividades «voluntarias». Informaba a quien quisiera oírle, con tranquilo orgullo y
entre chupadas a su pipa, que no había dejado de acudir ni un solo día al Centro de la
Comunidad durante los cuatro años pasados. Un fortísimo olor a sudor, una especie
de testimonio inconsciente de su continua actividad y energía, le seguía a donde
quiera que iba, y quedaba tras él cuando se hallaba lejos.
—¿Tiene usted un destornillador? —dijo Winston tocando el tapón del desagüe.
—Un destornillador —dijo la señora Parsons, inmovilizándose inmediatamente
—. Pues, no sé. Es posible que los niños...
En la habitación de al lado se oían fuertes pisadas y más trompetazos con el
peine. La señora Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el agua y quitó con
asco el pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se limpió los dedos lo mejor
que pudo en el agua fría del grifo y volvió a la otra habitación.
—¡Arriba las manos! —chilló una voz salvaje.
Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años, había
surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola automática de
juguete mientras que su hermanita, de unos dos años menos, hacia el mismo ademán
con un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con pantalones cortos azules, camisas

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grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era el uniforme de los Espías. Winston levantó
las manos, pero a pesar de la broma sentía cierta inquietud por el gesto de maldad que
veía en el niño.
—¡Eres un traidorl —grito el chico—. ¡Eres un criminal mental! ¡Eres un espía
de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de sal!
De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él gritando:
«¡Traidor!» «¡Criminal mental!», imitando la niña todos los movimientos de su
hermano. Aquello producía un poco de miedo, algo así como los juegos de los
cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se convertirán en devoradores de
hombres. Había una especie de ferocidad calculadora en la mirada del pequeño, un
deseo evidente de darle un buen golpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera,
una convicción de ser ya casi lo suficientemente hombre para hacerlo. «¡Qué suerte
que el niño no tenga en la mano más que una pistola de juguete!», pensó Winston.
La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y de
éste a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz, pudo notar Winston que
en las arrugas de la mujer había efectivamente polvo.
—Hacen tanto ruido... —dijo ella—. Están disgustados porque no pueden ir a ver
ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no puedo llevarlos;
tengo demasiado quehacer. Y Tom no volverá de su trabajo a tiempo.
—¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan —gritó el pequeño con su
tremenda voz, impropia de su edad.
—¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar! —canturreaba la chiquilla
mientras saltaba.
Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían ahorcados
en el parque aquella tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir una vez al mes y
constituía un espectáculo popular. A los niños siempre les hacía gran ilusión asistir a
él. Winston se despidió de la señora Parsons y se dirigió hacia la puerta. Pero apenas
había bajado seis escalones cuando algo le dio en el cuello por detrás produciéndole
un terrible dolor. Era como si le hubieran aplicado un alambre incandescente. Se
volvió a tiempo de ver cómo retiraba la señora Parsons a su hijo del descansillo. El
chico se guardaba un tirachinas en el bolsillo.
—¡Goldstein! —gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta, pero lo
que más asustó a Winston fue la mirada de terror y desamparo de la señora Parsons.
De nuevo en su piso, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y volvió a
sentarse ante la mesita sin dejar de pasarse la mano por su dolorido cuello. La música
de la telepantalla se había detenido. Una voz militar estaba leyendo, con una especie
de brutal complacencia, una descripción de los armamentos de la nueva fortaleza
flotante que acababa de ser anclada entre Islandia y las islas Feroe.
Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía de llevar una vida

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terrorífica. Dentro de uno o dos años sus propios hijos podían descubrir en ella algún
indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces eran horribles. Lo peor de todo
era que esas organizaciones, como la de los Espías, los convertían sistemáticamente
en pequeños salvajes ingobernables, y, sin embargo, este salvajismo no les impulsaba
a rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a
todo lo que se relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las
excursiones colectivas, la instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los
slogans gritados por doquier, la adoración del Gran Hermano... todo ello era para los
niños un estupendo juego. Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos
del Estado, contra los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales del
pensamiento. Era casi normal que personas de más de treinta años les tuvieran un
miedo cerval a sus hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una semana sin que el
Times publicara unas líneas describiendo cómo alguna viborilla —la denominación
oficial era «heroico niño»— había denunciado a sus padres a la Policía del
Pensamiento contándole a ésta lo que había oído en casa.
La molestia causada por el proyectil del tirachinas se le había pasado. Winston
volvió a coger la pluma preguntándose si no tendría algo más que escribir. De pronto,
empezó a pensar de nuevo en O'Brien.
Años atrás —cuánto tiempo hacía, quizás siete años— había soñado Winston que
paseaba por una habitación oscura... Alguien sentado a su lado le había dicho al pasar
él: «Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad». Se lo había dicho con
toda calma, de una manera casual, más como una afirmación cualquiera que como
una orden. Él había seguido andando. Y lo curioso era que al oírlas en el sueño,
aquellas palabras no le habían impresionado. Fue sólo, más tarde y gradualmente
cuando empezaron a tomar significado. Ahora no podía recordar si fue antes o
después de tener el sueño cuando había visto a O'Brien por vez primera; y tampoco
podía recordar cuándo había identificado aquella voz como la de O'Brien. Pero, de
todos modos, era indudablemente O'Brien quien le había hablado en la oscuridad.
Nunca había podido sentirse absolutamente seguro —incluso después del fugaz
encuentro de sus miradas esta mañana— de si O'Brien era un amigo o un enemigo. Ni
tampoco importaba mucho esto. Lo cierto era que existía entre ellos un vínculo de
comprensión más fuerte y más importante que el afecto o el partidismo. «Nos
encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad», le había dicho. Winston no sabía
lo que podían significar estas palabras, pero sí sabía que se convertirían en realidad.
La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque de
trompeta y la voz prosiguió en tono chirriante:
«Atención. ¡Vuestra atención, por favor! En este momento nos llega un
notirrelámpago del frente malabar. Nuestras fuerzas han logrado una gloriosa victoria
en el sur de la India. Estoy autorizado para decir que la batalla a que me refiero puede

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aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto del notirrelámpago...»
Malas noticias, pensó Winston. Ahora seguirá la descripción, con un repugnante
realismo, del aniquilamiento de todo un ejército eurásico, con fantásticas cifras de
muertos y prisioneros... para decirnos luego que, desde la semana próxima, reducirán
la ración de chocolate a veinte gramos en vez de los treinta de ahora.
Winston volvió a eructar. La ginebra perdía ya su fuerza y lo dejaba desanimado.
La telepantalla —no se sabe si para celebrar la victoria o para quitar el mal sabor del
chocolate perdido— lanzó los acordes de Oceanía, todo para ti. Se suponía que todo
el que escuchara el himno, aunque estuviera solo, tenía que escucharlo de pie. Sin
embargo, Winston se aprovechó de que la telepantalla no lo veía y siguió sentado.
Oceanía, todo para ti, terminó y empezó la música ligera. Winston se dirigió
hacia la ventana, manteniéndose de espaldas a la pantalla. El día era todavía frío y
claro. Allá lejos estalló una bombacohete con un sonido sordo y prolongado. Ahora
solían caer en Londres unas veinte o treinta bombas a la semana.
Abajo, en la calle, el viento seguía agitando el cartel donde la palabra Ingsoc
aparecía y desaparecía. Ingsoc. Los principios sagrados de Ingsoc. Neolengua,
doblepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le parecía estar recorriendo las
selvas submarinas, perdido en un mundo monstruoso cuyo monstruo era él mismo.
Estaba solo. El pasado había muerto, el futuro era inimaginable. ¿Qué certidumbre
podía tener él de que ni un solo ser humano estaba de su parte? Y ¿cómo iba a saber
si el dominio del Partido no duraría siempre? Como respuesta, los tres slogans sobre
la blanca fachada del Ministerio de la Verdad, le recordaron que:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos. También en ella, en
letras pequeñas, pero muy claras, aparecían las mismas frases y, en el reverso de la
moneda, la cabeza del Gran Hermano. Los ojos de éste le perseguían a uno hasta
desde las monedas. Sí, en las monedas, en los sellos de correo, en pancartas, en las
envolturas de los paquetes de los cigarrillos, en las portadas de los libros, en todas
partes. Siempre los ojos que os contemplaban y la voz que os envolvía. Despiertos o
dormidos, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la cama, no
había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos
dentro de su cráneo.
El sol había seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la Verdad, en
las que ya no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza.
Winston sintió angustia ante aquella masa piramidal. Era demasiado fuerte para ser
asaltada. Ni siquiera un millar de bombascohete podrían abatirla. Volvió a
preguntarse para quién escribía el Diario. ¿Para el pasado, para el futuro, para una

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época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino algo peor: el aniquilamiento
absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y a él lo vaporizarían. Sólo la Policía
del Pensamiento leería lo que él hubiera escrito antes de hacer que esas líneas
desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad
cuando ni una sola huella suya, ni siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a
sobrevivir físicamente?
En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía que marchar dentro de diez
minutos. Debía reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las
campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un fantasma solitario diciendo una
verdad que nadie oiría nunca. De todos modos, mientras Winston pronunciara esa
verdad, la continuidad no se rompía. La herencia humana no se continuaba porque
uno se hiciera oír sino por el hecho de permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en
tinta su pluma y escribió:

Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar


libremente, en que los hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitarios...
Para cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho:
Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran
Hermano, la época del doblepensar... ¡muchas felicidades!

Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, en que
empezaba a poder formular sus pensamientos, era cuando había dado el paso
definitivo. Las consecuencias de cada acto van incluidas en el acto mismo. Escribió
El crimental (el crimen de la mente) no implica la muerte; el crimental es la muerte
misma. Al reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo imprescindible vivir lo más
posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente
uno de esos detalles que le pueden delatar a uno. Cualquier entrometido del
Ministerio (probablemente, una mujer: alguna como la del cabello color de arena o la
muchacha morena del Departamento de Novela) podía preguntarse por qué habría
usado una pluma anticuada y qué habría escrito... y luego dar el soplo a donde
correspondiera. Fue al cuarto de baño y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro
y rasposo jabón que le limaba la piel como un papel de lija y resultaba por tanto muy
eficaz para su propósito.
Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil pretender esconderlo; pero,
por lo menos, podía saber si lo habían descubierto o no. Un cabello sujeto entre las
páginas sería demasiado evidente. Por eso, con la yema de un dedo recogió una
partícula de polvo de posible identificación y la depositó sobre una esquina de la tapa,
de donde tendría que caerse si cogían el libro.

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CAPÍTULO III
inston estaba soñando con su madre. Él debía de tener unos diez u once

W años cuando su madre murió. Era una mujer alta, estatuaria y más bien
silenciosa, de movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A su
padre lo recordaba, más vagamente, como un hombre moreno y delgado, vestido
siempre con impecables trajes oscuros (Winston recordaba sobre todo las suelas
extremadamente finas de los zapatos de su padre) y usaba gafas. Seguramente, tanto
el padre como la madre debieron de haber caído en una de las primeras grandes
purgas de los años cincuenta.
En aquel momento —en el sueño— su madre estaba sentada en un sitio profundo
junto a él y con su niña en brazos. De esta hermana sólo recordaba Winston que era
una chiquilla débil e insignificante, siempre callada y con ojos grandes que se fijaban
en todo. Se hallaban las dos en algún sitio subterráneo —por ejemplo, el fondo de un
pozo o en una cueva muy honda—, pero era un lugar que, estando ya muy por debajo
de él, se iba hundiendo sin cesar. Sí, era la cámara de un barco que se hundía y la
madre y la hermana lo miraban a él desde la tenebrosidad de las aguas que invadían
el buque. Aún había aire en la cámara. Su madre y su hermanita podían verlo todavía
y él a ellas, pero no dejaban de irse hundiendo ni un solo instante, de ir cayendo en
las aguas, de un verde muy oscuro, que de un momento a otro las ocultarían para
siempre. Winston, en cambio, se encontraba al aire libre y a plena luz mientras a ellas
se las iba tragando la muerte, y ellas se hundían porque él estaba allí arriba. Winston
lo sabía y también ellas lo sabían y él descubría en las caras de ellas este
conocimiento. Pero la expresión de las dos no le reprochaba nada ni sus corazones
tampoco —él lo sabía— y sólo se transparentaba la convicción de que ellas morían
para que él pudiera seguir viviendo allá arriba y que esto formaba parte del orden
inevitable de las cosas.
No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba seguro de que,
de un modo u otro, las vidas de su madre y su hermana fueron sacrificadas para que
él viviera. Era uno de esos ensueños que, a pesar de utilizar toda la escenografía
onírica habitual, son una continuación de nuestra vida intelectual y en los que nos
damos cuenta de hechos e ideas que siguen teniendo un valor después del despertar.
Pero lo que de pronto sobresaltó a Winston, al pensar luego en lo que había soñado,
fue que la muerte de su madre, ocurrida treinta años antes, había sido trágica y
dolorosa de un modo que ya no era posible. Pensó que la tragedia pertenecía a los
tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una época en que había aún
intimidad —vida privada, amor y amistad— y en que los miembros de una familia
permanecían juntos sin necesidad de tener una razón especial para ello. El recuerdo
de su madre le torturaba porque había muerto amándole cuando él era demasiado

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joven y egoísta para devolverle ese cariño y porque de alguna manera —no recordaba
cómo— se había sacrificado a un concepto de la lealtad que era privatísimo e
inalterable. Bien comprendía Winston que esas cosas no podían suceder ahora. Lo
que ahora había era miedo, odio y dolor físico, pero no emociones dignas ni penas
profundas y complejas. Todo esto lo había visto, soñando, en los ojos de su madre y
su hermanita, que lo miraban a él a través de las aguas verdeoscuras, a una inmensa
profundidad y sin dejar de hundirse.
De pronto, se vio de pie sobre el césped en una tarde de verano en que los rayos
oblicuos del sol doraban la corta hierba. El paisaje que se le aparecía ahora se le
presentaba con tanta frecuencia en sueños que nunca estaba completamente seguro de
si lo había visto alguna vez en la vida real. Cuando estaba despierto, lo llamaba el
País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos por los conejos con un sendero que
serpenteaba por él y, aquí y allá, unas pequeñísimas elevaciones del terreno. Al
fondo, se veían unos olmos que se balanceaban suavemente con la brisa y sus follajes
parecían cabelleras de mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corría un claro
arroyuelo de lento fluir.
La muchacha morena venía hacia él por aquel campo. Con un solo movimiento se
despojó de sus ropas y las arrojó despectivamente a un lado. Su cuerpo era blanco y
suave, pero no despertaba deseo en Winston, que se limitaba a contemplarlo. Lo que
le llenaba de entusiasmo en aquel momento era el gesto con que la joven se había
librado de sus ropas. Con la gracia y el descuido de aquel gesto, parecía estar
aniquilando toda su cultura, todo un sistema de pensamiento, como si el Gran
Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento pudieran ser barridos y enviados a
la Nada con un simple movimiento del brazo. También aquel gesto pertenecía a los
tiempos antiguos. Winston se despertó con la palabra «Shakespeare» en los labios.
La telepantalla emitía en aquel instante un prolongado silbido que partía el
tímpano y que continuaba en la misma nota treinta segundos. Eran las cero—siete—
quince, la hora de levantarse para los oficinistas. Winston se echó abajo de la cama
—desnudo porque los miembros del Partido Exterior recibían sólo tres mil cupones
para vestimenta durante el año y un pijama necesitaba seiscientos cupones— y se
puso un sucio singlet y unos shorts que estaban sobre una silla. Dentro de tres
minutos empezarían las Sacudidas Físicas. Inmediatamente le entró el ataque de tos
habitual en él en cuanto se despertaba. Vació tanto sus pulmones que, para volver a
respirar, tuvo que tenderse de espaldas abriendo y cerrando la boca repetidas veces y
en rápida sucesión. Con el esfuerzo de la tos se le hinchaban las venas y sus varices le
habían empezado a escocer.
—¡Grupo de treinta a cuarenta! —ladró una penetrante voz de mujer—. ¡Grupo
de treinta a cuarenta! Ocupad vuestros sitios, por favor.
Winston se colocó de un salto a la vista de la telepantalla, en la cual había

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aparecido ya la imagen de una mujer más bien joven, musculosa y de facciones duras,
vestida con una túnica y calzando sandalias de gimnasia.
—¡Doblad y extended los brazos! —gritó—. ¡Contad a la vez que yo! ¡Uno, dos,
tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco de vida en lo que
hacéis! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro!...
La intensa molestia de su ataque de tos no había logrado desvanecer en Winston
la impresión que le había dejado el ensueño y los movimientos rítmicos de la
gimnasia contribuían a conservarle aquel recuerdo. Mientras doblaba y desplegaba
mecánicamente los brazos —sin perder ni por un instante la expresión de contento
que se consideraba apropiada durante las Sacudidas Físicas—, se esforzaba por
resucitar el confuso período de su primera infancia. Pero le resultaba
extraordinariamente difícil. Más allá de los años cincuenta y tantos —al final de la
década— todo se desvanecía. Sin datos externos de ninguna clase a que referirse era
imposible reconstruir ni siquiera el esquema de la propia vida. Se recordaban los
acontecimientos de enormes proporciones —que muy bien podían no haber acaecido
—, se recordaban también detalles sueltos de hechos sucedidos en la infancia, de cada
uno, pero sin poder captar la atmósfera. Y había extensos períodos en blanco donde
no se podía colocar absolutamente nada. Entonces todo había sido diferente. Incluso
los nombres de los países y sus formas en el mapa. La Franja Aérea número l, por
ejemplo, no se llamaba así en aquellos días: la llamaban Inglaterra o Bretaña, aunque
Londres —Winston estaba casi seguro de ello— se había llamado siempre Londres.
No podía recordar claramente una época en que su país no hubiera estado en
guerra, pero era evidente que había un intervalo de paz bastante largo durante su
infancia porque uno de sus primeros recuerdos era el de un ataque aéreo que parecía
haber cogido a todos por sorpresa. Quizá fue cuando la bomba atómica cayó en
Colchester. No se acordaba del ataque propiamente dicho, pero sí de la mano de su
padre que le tenía cogida la suya mientras descendían precipitadamente por algún
lugar subterráneo muy profundo, dando vueltas por una escalera de caracol que
finalmente le había cansado tanto las piernas que empezó a sollozar y su padre tuvo
que dejarle descansar un poco. Su madre, lenta y pensativa como siempre, los seguía
a bastante distancia. La madre llevaba a la hermanita de Winston, o quizá sólo llevase
un lío de mantas. Winston no estaba seguro de que su hermanita hubiera nacido por
entonces. Por último, desembocaron a un sitio ruidoso y atestado de gente, una
estación de Metro.
Muchas personas se hallaban sentadas en el suelo de piedra y otras, arracimadas,
se habían instalado en diversos objetos que llevaban. Winston y sus padres
encontraron un sitio libre en el suelo y junto a ellos un viejo y una vieja se apretaban
el uno contra el otro. El anciano vestía un buen traje oscuro y una boina de paño
negro bajo la cual le asomaba abundante cabello muy blanco. Tenía la cara

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enrojecida; los ojos, azules y lacrimosos. Olía a ginebra. Ésta parecía salírsele por los
poros en vez del sudor y podría haberse pensado que las lágrimas que le brotaban de
los ojos eran ginebra pura. Sin embargo, a pesar de su borrachera, sufría de algún
dolor auténtico e insoportable. De un modo infantil, Winston comprendió que algo
terrible, más allá del perdón y que jamás podría tener remedio, acababa de ocurrirle al
viejo. También creía saber de qué se trataba. Alguien a quien el anciano amaba,
quizás alguna nietecita, había muerto en el bombardeo. Cada pocos minutos, repetía
el viejo:
—No debíamos habernos fiado de ellos. ¿Verdad que te lo dije, abuelita? Nos ha
pasado esto por fiarnos de ellos. Siempre lo he dicho. Nunca debimos confiar en esos
canallas.
Lo que Winston no podía recordar es a quién se refería el viejo y quiénes eran
esos de los que no había que fiarse. Desde entonces, la guerra había sido continua,
aunque hablando con exactitud no se trataba siempre de la misma guerra. Durante
algunos meses de su infancia había habido una confusa lucha callejera en el mismo
Londres y él recordaba con toda claridad algunas escenas. Pero hubiera sido
imposible reconstruir la historia de aquel período ni saber quién luchaba contra quién
en un momento dado, pues no quedaba ningún documentó ni pruebas de ninguna
clase que permitieran pensar que la disposición de las fuerzas en lucha hubiera sido
en algún momento distinta a la actual. Por ejemplo, en este momento, en 1984 (si es
que efectivamente era 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de
Asia Oriental. En ningún discurso público ni conversación privada se admitía que
estas tres potencias se hubieran hallado alguna vez en distinta posición cada una
respecto a las otras. Winston sabía muy bien que, hacía sólo cuatro años, Oceanía
había estado en guerra contra Asia Oriental y aliada con Eurasia. Pero aquello era
sólo un conocimiento furtivo que él tenía porque su memoria «fallaba» mucho, es
decir, no estaba lo suficientemente controlada. Oficialmente, nunca se había
producido un cambio en las alianzas. Oceanía estaba en guerra con Eurasia; por tanto,
Oceanía siempre había luchado contra Eurasia. El enemigo circunstancial
representaba siempre el absoluto mal, y de ahí resultaba que era totalmente imposible
cualquier acuerdo pasado o futuro con él.
Lo horrible, pensó por diezmilésima vez mientras se forzaba los hombros
dolorosamente hacia atrás (con las manos en las caderas, giraban sus cuerpos por la
cintura, ejercicio que se suponía conveniente para los músculos de la espalda), lo
horrible era que todo ello podía ser verdad. Si el Partido podía alargar la mano hacia
el pasado y decir que este o aquel acontecimiento nunca había ocurrido, esto
resultaba mucho más horrible que la tortura y la muerte.
El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia. Él, Winston
Smith, sabía que Oceanía había estado aliada con Eurasia cuatro años antes. Pero,

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¿dónde constaba ese conocimiento? Sólo en su propia conciencia, la cual, en todo
caso, iba a ser aniquilada muy pronto. Y si todos los demás aceptaban la mentira que
impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira
pasaba a la Historia y se convertía en verdad. «El que controla el pasado —decía el
slogan del Partido—, controla también el futuro. El que controla el presente, controla
el pasado.» Y, sin embargo, el pasado, alterable por su misma naturaleza, nunca había
sido alterado. Todo lo que ahora era verdad, había sido verdad eternamente y lo
seguiría siendo. Era muy sencillo. Lo único que se necesitaba era una interminable
serie de victorias que cada persona debía lograr sobre su propia memoria. A esto le
llamaban «control de la realidad». Pero en neolengua había una palabra especial para
ello: doblepensar.
—¡Descansen! —ladró la instructora, cuya voz parecía ahora menos
malhumorada.
Winston dejó caer los brazos de sus costados y volvió a llenar de aire sus
pulmones. Su mente se deslizó por el laberíntico mundo del doblepensar. Saber y no
saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras
cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que
son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica,
repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible
y que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario
olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se
necesitara y luego olvidarlo de nuevo, y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al
procedimiento mismo. Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir
conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer
que se había realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra
doblepensar implicaba el uso del doblepensar.
La instructora había vuelto a llamarles la atención:
—Y ahora, a ver cuáles de vosotros pueden tocarse los dedos de los pies sin
doblar las rodillas —gritó la mujer con gran entusiasmo— ¡Por favor, camaradas!
¡Uno, dos! ¡Uno, dos...!
A Winston le fastidiaba indeciblemente este ejercicio que le hacía doler todo el
cuerpo y a veces le causaba golpes de tos. Ya no disfrutaba con sus meditaciones. El
pasado, pensó Winston, no sólo había sido alterado, sino que estaba siendo destruido.
Pues, ¿cómo iba usted a establecer el hecho más evidente si no existía más prueba
que el recuerdo de su propia memoria? Trató de recordar en qué año había oído
hablar por primera vez del Gran Hermano.— Creía que debió de ser hacia el sesenta
y tantos, pero era imposible estar seguro. Por supuesto, en los libros de historia
editados por el Partido, el Gran Hermano figuraba como jefe y guardián de la
Revolución desde los primeros días de ésta. Sus hazañas habían ido retrocediendo en

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el tiempo cada vez más y ya se extendían hasta el mundo fabuloso de los años
cuarenta y treinta cuando los capitalistas, con sus extraños sombreros cilíndricos,
cruzaban todavía por las calles de Londres en relucientes automóviles o en coches de
caballos —pues aún quedaban vehículos de éstos—, con lados de cristal. Desde
luego, se ignoraba cuánto había de cierto en esta leyenda y cuánto de inventado.
Winston no podía recordar ni siquiera en qué fecha había empezado el Partido a
existir. No creía haber oído la palabra «Ingsoc» antes de 1960. Pero era posible que
en su forma viejolingüística —es decir, «socialismo inglés»— hubiera existido antes.
Todo se había desvanecido en la niebla. Sin embargo, a veces era posible poner el
dedo sobre una mentira concreta. Por ejemplo, no era verdad, como pretendían los
libros de historia lanzados por el Partido, que éste hubiera inventado los aeroplanos.
Winston recordaba los aeroplanos desde su más temprana infancia. Pero tampoco
podría probarlo. Nunca se podía probar nada. Sólo una vez en su vida había tenido en
sus manos la innegable prueba documental de la falsificación de un hecho histórico.
Y en aquella ocasión...
—¡Smith! —chilló la voz de la telepantalla—; ¡6079 Smith W! ¡Sí, tú! ¡Inclínate
más, por favor! Puedes hacerlo mejor; es que no te esfuerzas; más doblado, haz el
favor.
Ahora está mucho mejor, camarada. Descansad todos y fijaos en mí.
Winston sudaba por todo su cuerpo, pero su cara permanecía completamente
inescrutable. ¡Nunca os manifestéis desanimados! ¡Nunca os mostréis resentidos! Un
leve pestañeo podría traicionaros. Por eso, Winston miraba impávido —a la
instructora mientras ésta levantaba los brazos por encima de la cabeza y, si no con
gracia, sí con notable precisión y eficacia, se dobló y se tocó los dedos de los pies sin
doblar las rodillas.
—¡Ya habéis visto, camaradas; así es como quiero que lo hagáis! Miradme otra
vez. Tengo treinta y nueve años y cuatro hijos. Mirad —volvió a doblarse—. Ya veis
que mis rodillas no se han doblado. Todos vosotros podéis hacerlo si queréis —
añadió mientras se ponía derecha—. Cualquier persona de menos de cuarenta y cinco
años es perfectamente capaz de tocarse así los dedos de los pies. No todos nosotros
tenemos el privilegio de luchar en el frente, pero por lo menos podemos mantenernos
en forma. ¡Recordad a nuestros muchachos en el frente malabar! !Y a los marineros
de las fortalezas flotantes! Pensad en las penalidades que han de soportar. Ahora,
probad otra vez. Eso está mejor, camaradas, mucho mejor —añadió en tono
estimulante dirigiéndose a Winston, el cual, con un violento esfuerzo, había logrado
tocarse los dedos de los pies sin doblar las rodillas. Desde varios años atrás, no lo
conseguía.

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CAPÍTULO IV
on el hondo e inconsciente suspiro que ni siquiera la proximidad de la

C telepantalla podía ahogarle cuando empezaba el trabajo del día, Winston se


acercó al hablescribe, sopló para sacudir el polvo del micrófono y se puso
las gafas. Luego desenrolló y juntó con un clip cuatro pequeños cilindros de papel
que acababan de caer del tubo neumático sobre el lado derecho de su mesa de
despacho.
En las paredes de la cabina había tres orificios. A la derecha del hablescribe, un
pequeño tubo neumático para mensajes escritos, a la izquierda, un tubo más ancho
para los periódicos; y en la otra pared, de manera que Winston lo tenía a mano, una
hendidura grande y oblonga protegida por una rejilla de alambre. Esta última servía
para tirar el papel inservible. Había hendiduras semejantes a miles o a docenas de
miles por todo el edificio, no sólo en cada habitación, sino a lo largo de todos los
pasillos, a pequeños intervalos. Les llamaban «agujeros de la memoria». Cuando un
empleado sabía que un documento había de ser destruido, o incluso cuando alguien
veía un pedazo de papel por el suelo y por alguna mesa, constituía ya un acto
automático levantar la tapa del más cercano «agujero de la memoria» y tirar el papel
en él. Una corriente de aire caliente se llevaba el papel en seguida hasta los enormes
hornos ocultos en algun lugar desconocido de los sótanos del edificio.
Winston examinó las cuatro franjas de papel que había desenrollado. Cada una de
ellas contenía una o dos líneas escritas en el argot abreviado (no era exactamente
neolengua, pero consistía principalmente en palabras neolingüísticas) que se usaba en
el Ministerio para fines internos. Decían así:
times 17.3.84. discurso gh malregistrado áfrica rectificar
times 19.12.83 predicciones plantrienal cuarto trimestre 83 erratas comprobar
número corriente
times 14.2.84. Minibundancia malcitado chocolate rectificar
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas reescribir
completo someter antesarchivar
Con cierta satisfacción apartó Winston el cuarto mensaje. Era un asunto
intrincado y de responsabilidad y prefería ocuparse de él al final. Los otros tres eran
tarea rutinaria, aunque el segundo le iba a costar probablemente buscar una serie de
datos fastidiosos.
Winston pidió por la telepantalla los números necesarios del Times, que le
llegaron por el tubo neumático pocos minutos después. Los mensajes que había
recibido se referían a artículos o noticias que por una u otra razón era necesario
cambiar, o, como se decía oficialmente, rectificar. Por ejemplo, en el número del
Times correspondiente al 17 de marzo se decía que el Gran Hermano, en su discurso

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del día anterior, había predicho que el frente de la India Meridional seguiría en calma,
pero que, en cambio, se desencadenaría una ofensiva eurasiática muy pronto en
África del Norte. Como quiera que el alto mando de Eurasia había iniciado su
ofensiva en la India del Sur y había dejado tranquila al Africa del Norte, era por tanto
necesario escribir un nuevo párrafo del discurso del Gran Hermano, con objeto de
hacerle predecir lo que había ocurrido efectivamente. Y en el Times del 19 de
diciembre del año anterior se habían publicado los pronósticos oficiales sobre el
consumo de ciertos productos en el cuarto trimestre de 1983, que era también el sexto
grupo del noveno plan trienal. Pues bien, el número de hoy contenía una referencia al
consumo efectivo y resultaba que los pronósticos se habían equivocado muchísimo.
El trabajo de Winston consistía en cambiar las cifras originales haciéndolas coincidir
con las posteriores. En cuanto al tercer mensaje, se refería a un error muy sencillo que
se podía arreglar en un par de minutos. Muy poco tiempo antes, en febrero, el
Ministerio de la Abundancia había lanzado la promesa (oficialmente se le llamaba
«compromiso categórico») de que no habría reducción de la ración de chocolate
durante el año 1984. Pero la verdad era, como Winston sabía muy bien, que la ración
de chocolate sería reducida, de los treinta gramos que daban, a veinte al final de
aquella semana. Como se verá, el error era insignificante y el único cambio necesario
era sustituir la promesa original por la advertencia de que probablemente habría que
reducir la ración hacia el mes de abril.
Cuando Winston tuvo preparadas las correcciones las unió con un clip al ejemplar
del Times que le habían enviado y los mandó por el tubo neumático. Entonces, con
un movimiento casi inconsciente, arrugó los mensajes originales y todas las notas que
él había hecho sobre el asunto y los tiró por el «agujero de la memoria» para que los
devoraran las llamas.
Él no sabía con exactitud lo que sucedía en el invisible laberinto adonde iban a
parar los tubos neumáticos, pero tenía una idea general. En cuanto se reunían y
ordenaban todas las correcciones que había sido necesario introducir en un número
determinado del Times, ese número volvía a ser impreso, el ejemplar primitivo se
destruía y el ejemplar corregido ocupaba su puesto en el archivo. Este proceso de
continua alteración no se aplicaba sólo a los periódicos, sino a los libros, revistas,
folletos, carteles, programas, películas, bandas sonoras, historietas para niños,
fotografías, es decir, a toda clase de documentación o literatura que pudiera tener
algún significado político o ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, el
pasado era puesto al día. De este modo, todas las predicciones hechas por el Partido
resultaban acertadas según prueba documental. Toda la historia se convertía así en un
palimpsesto, raspado y vuelto a escribir con toda la frecuencia necesaria. En ningún
caso habría sido posible demostrar la existencia de una falsificación. La sección más
nutrida del Departamento de Registro, mucho mayor que aquella donde trabajaba

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Winston, se componía sencillamente de personas cuyo deber era recoger todos los
ejemplares de libros, diarios y otros documentos que se hubieran quedado atrasados y
tuvieran que ser destruidos. Un número del Times que —a causa de cambios en la
política exterior o de profecías equivocadas hechas por el Gran Hermano— hubiera
tenido que ser escrito de nuevo una docena de veces, seguía estando en los archivos
con su fecha original y no existía ningún otro ejemplar para contradecirlo. También
los libros eran recogidos y reescritos muchas veces y cuando se volvían a editar no se
confesaba que se hubiera introducido modificación alguna. Incluso las instrucciones
escritas que recibía Winston y que él hacía desaparecer invariablemente en cuanto se
enteraba de su contenido, nunca daban a entender ni remotamente que se estuviera
cometiendo una falsificación. Sólo se referían a erratas de imprenta o a citas
equivocadas que era necesario poner bien en interés de la verdad.
Lo más curioso era —pensó Winston mientras arreglaba las cifras del Ministerio
de la Abundancia— que ni siquiera se trataba de una falsificación. Era, sencillamente,
la sustitución de un tipo de tonterías por otro. La mayor parte del material que allí
manejaban no tenía relación alguna con el mundo real, ni siquiera en esa conexión
que implica una mentira directa. Las estadísticas eran tan fantásticas en su versión
original como en la rectificada. En la mayor parte de los casos, tenía que sacárselas el
funcionario de su cabeza. Por ejemplo, las predicciones del Ministerio de la
Abundancia calculaban la producción de botas para el trimestre venidero en ciento
cuarenta y cinco millones de pares. Pues bien, la cantidad efectiva fue de sesenta y
dos millones de pares. Es decir, la cantidad declarada oficialmente. Sin embargo,
Winston, al modificar ahora la «predicción», rebajó la cantidad a cincuenta y siete
millones, para que resultara posible la habitual declaración de que se había superado
la producción. En todo caso, sesenta y dos millones no se acercaban a la verdad más
que los cincuenta y siete millones o los ciento cuarenta y cinco. Lo más probable es
que no se hubieran producido botas en absoluto. Nadie sabía en definitiva cuánto se
había producido ni le importaba. Lo único de que se estaba seguro era de que cada
trimestre se producían sobre el papel cantidades astronómicas de botas mientras que
media población de Oceanía iba descalza. Y lo mismo ocurría con los demás datos,
importantes o minúsculos, que se registraban. Todo se disolvía en un mundo de
sombras en el cual incluso la fecha del año era insegura.
Winston miró hacia el vestíbulo. En la cabina de enfrente trabajaba un hombre
pequeñito, de aire eficaz, llamado Tillotson, con un periódico doblado sobre sus
rodillas y la boca muy cerca de la bocina del hablescribe. Daba la impresión de que lo
que decía era un secreto entre él y la telepantalla. Levantó la vista y los cristales de
sus gafas le lanzaron a Winston unos reflejos hostiles.
Winston no conocía apenas a Tillotson ni tenía idea de la clase de trabajo que le
habían encomendado. Los funcionarios del Departamento del Registro no hablaban

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de sus tareas. En el largo vestíbulo, sin ventanas, con su doble fila de cabinas y su
interminable ruido de periódicos y el murmullo de las voces junto a los hablescribe,
había por lo menos una docena de personas a las que Winston no conocía ni siquiera
de nombre, aunque los veía diariamente apresurándose por los pasillos o gesticulando
en los Dos Minutos de Odio. Sabía que en la cabina vecina a la suya la mujercilla del
cabello arenoso trabajaba en descubrir y borrar en los números atrasados de la Prensa
los nombres de las personas vaporizadas, las cuales se consideraba que nunca habían
existido. Ella estaba especialmente capacitada para este trabajo, ya que su propio
marido había sido vaporizado dos años antes. Y pocas cabinas más allá, un individuo
suave, soñador e ineficaz, llamado Ampleforth, con orejas muy peludas y un talento
sorprendente para rimar y medir los versos, estaba encargado de producir los textos
definitivos de poemas que se habían hecho ideológicamente ofensivos, pero que, por
una u otra razón, continuaban en las antologías. Este vestíbulo, con sus cincuenta
funcionarios, era sólo una subsección, una pequeñísima célula de la enorme
complejidad del Departamento de Registro. Más allá, arriba, abajo, trabajaban otros
enjambres de funcionarios en multitud de tareas increíbles. Allí estaban las grandes
imprentas con sus expertos en tipografía y sus bien dotados estudios para la
falsificación de fotografías. Había la sección de teleprogramas con sus ingenieros, sus
directores y equipos de actores escogidos especialmente por su habilidad para imitar
voces. Había también un gran número de empleados cuya labor sólo consistía en
redactar listas de libros y periódicos que debían ser «repasados». Los documentos
corregidos se guardaban y los ejemplares originales eran destruidos en hornos
ocultos. Por último, en un lugar desconocido estaban los cerebros directores que
coordinaban todos estos esfuerzos y establecían las líneas políticas según las cuales
un fragmento del pasado había de ser conservado, falsificado otro, y otro borrado de
la existencia.
El Departamento de Registro, después de todo, no era más que una simple rama
del Ministerio de la Verdad, cuya principal tarea no era reconstruir el pasado, sino
proporcionarles a los ciudadanos de Oceanía periódicos, películas, libros de texto,
programas de telepantalla, comedias, novelas, con toda clase de información,
instrucción o entretenimiento. Fabricaban desde una estatua a un slogan, de un poema
lírico a un tratado de biología y desde la cartilla de los párvulos hasta el diccionario
de neolengua. Y el Ministerio no sólo tenía que atender a las múltiples necesidades
del Partido, sino repetir toda la operación en un nivel más bajo a beneficio del
proletariado. Había toda una cadena de secciones separadas que se ocupaban de la
literatura, la música, el teatro y, en general, de todos los entretenimientos para los
proletarios. Allí se producían periódicos que no contenían más que informaciones
deportivas, sucesos y astrología, noveluchas sensacionalistas, películas que
rezumaban sexo y canciones sentimentales compuestas por medios exclusivamente

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mecánicos en una especie de calidoscopio llamado versificador. Había incluso una
sección conocida en neolengua con el nombre de Pornosec, encargada de producir
pornografía de clase ínfima y que era enviada en paquetes sellados que ningún
miembro del Partido, aparte de los que trabajaban en la sección, podía abrir.
Habían salido tres mensajes por el tubo neumático mientras Winston trabajaba,
pero se trataba de asuntos corrientes y los había despachado antes de ser interrumpido
por los Dos Minutos de Odio. Cuando el odio terminó, volvió Winston a su cabina,
sacó del estante el diccionario de neolengua, apartó a un lado el hablescribe, se
limpió las gafas y se dedicó a su principal cometido de la mañana.
El mayor placer de Winston era su trabajo. La mayor parte de éste consistía en
una aburrida rutina, pero también incluía labores tan difíciles e intrincadas que se
perdía uno en ellas como en las profundidades de un problema de matemáticas:
delicadas labores de falsificación en que sólo se podía guiar uno por su conocimiento
de los principios del Ingsoc y el cálculo de lo que el Partido quería que uno dijera.
Winston servía para esto. En una ocasión le encargaron incluso la rectificación de los
editoriales del Times, que estaban escritos totalmente en neolengua. Desenrolló el
mensaje que antes había dejado a un lado como más difícil. Decía:

times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas reescribir


completo someter antesarchivar.

En antiguo idioma (en inglés) quedaba así:

La información sobre la orden del día del Gran Hermano en el Times del 3 de
diciembre de 1983 es absolutamente insatisfactoria y se refiere a las personas
inexistentes. Volverlo a escribir por completo y someter el borrador a la autoridad
superior antes de archivar.

Winston leyó el artículo ofensivo. La orden del día del Gran Hermano se dedicaba
a alabar el trabajo de una organización conocida por FFCC, que proporcionaba
cigarrillos y otras cosas a los marineros de las fortalezas flotantes. Cierto camarada
Withers, destacado miembro del Partido Interior, había sido agraciado con una
mención especial y le habían concedido una condecoración, la Orden del Mérito
Conspicuo, de segunda clase.
Tres meses después, la FFCC había sido disuelta sin que se supieran los motivos.
Podía pensarse que Withers y sus asociados habían caído en desgracia, pero no había
información alguna sobre el asunto en la Prensa ni en la telepantalla. Era lo corriente,
ya que muy raras veces se procesaba ni se denunciaba públicamente a los
delincuentes políticos. Las grandes «purgas» que afectaban a millares de personas,

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con procesos públicos de traidores y criminales del pensamiento que confesaban
abyectamente sus crímenes para ser luego ejecutados, constituían espectáculos
especiales que se daban sólo una vez cada dos años. Lo habitual era que las personas
caídas en desgracia desapareciesen sencillamente y no se volviera a oír hablar de
ellas. Nunca se tenía la menor noticia de lo que pudiera haberles ocurrido. En algunos
casos, ni siquiera habían muerto. Aparte de sus padres, unas treinta personas
conocidas por Winston habían desaparecido en una u otra ocasión.
Mientras pensaba en todo esto, Winston se daba golpecitos en la nariz con un
sujetador de papeles. En la cabina de enfrente, el camarada Tillotson seguía
misteriosamente inclinado sobre su hablescribe. Levantó la cabeza un momento. Otra
vez, los destellos hostiles de las gafas. Winston se preguntó si el camarada Tillotson
estaría encargado del mismo trabajo que él. Era perfectamente posible. Una tarea tan
difícil y complicada no podía estar a cargo de una sola persona. Por otra parte,
encargarla a un grupo sería admitir abiertamente que se estaba realizando una
falsificación. Muy probablemente, una docena de personas trabajaban al mismo
tiempo en distintas versiones rivales para inventar lo que el Gran Hermano había
dicho «efectivamente». Y, después, algún cerebro privilegiado del Partido Interior
elegiría esta o aquella versión, la redactaría definitivamente a su manera y pondría en
movimiento el complejo proceso de confrontaciones necesarias. Luego, la mentira
elegida pasaría a los registros permanentes y se convertiría en la verdad.
Winston no sabía por qué había caído Withers en desgracia. Quizás fuera por
corrupción o incompetencia. O quizás el Gran Hermano se hubiera librado de un
subordinado demasiado popular. También pudiera ser que Withers o alguno
relacionado con él hubiera sido acusado de tendencias heréticas. O quizás —y esto
era lo más probable— hubiese ocurrido aquello sencillamente porque las «purgas» y
las vaporizaciones eran parte necesaria de la mecánica gubernamental. El único
indicio real era el contenido en las palabras «refs nopersonas», con lo que se indicaba
que Withers estaba ya muerto. Pero no siempre se podía presumir que un individuo
hubiera muerto por el hecho de haber desaparecido. A veces los soltaban y los
dejaban en libertad durante uno o dos años antes de ser ejecutados. De vez en cuando,
algún individuo a quien se creía muerto desde hacía mucho tiempo reaparecía como
un fantasma en algún proceso sensacional donde comprometía a centenares de otras
personas con sus testimonios antes de desaparecer, esta vez para siempre. Sin
embargo, en el caso de Withers, estaba claro que lo habían matado. Era ya una
nopersona. No existía: nunca había existido. Winston decidió que no bastaría con
cambiar el sentido del discurso del Gran Hermano. Era mejor hacer que se refiriese a
un asunto sin relación alguna con el auténtico.
Podía trasladar el discurso al tema habitual de los traidores y los criminales del
pensamiento, pero esto resultaba demasiado claro; y por otra parte, inventar una

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victoria en el frente o algún triunfo de superproducción en el noveno plan trienal,
podía complicar demasiado los registros. Lo que se necesitaba era una fantasía pura.
De pronto se le ocurrió inventar que un cierto camarada Ogilvy había muerto
recientemente en la guerra en circunstancias heroicas. En ciertas ocasiones, el Gran
Hermano dedicaba su orden del día a conmemorar a algunos miembros ordinarios del
Partido cuya vida y muerte ponía como ejemplo digno de ser imitado por todos. Hoy
conmemoraría al camarada Ogilvy. Desde luego, no existía el tal Ogilvy, pero unas
cuantas líneas de texto y un par de fotografías falsificadas bastarían para darle vida.
Winston reflexionó un momento, se acercó luego al hablescribe y empezó a dictar
en el estilo habitual del Gran Hermano: un estilo militar y pedante a la vez y fácil de
imitar por el truco de hacer preguntas y contestárselas él mismo en seguida. (Por
ejemplo: «¿Qué nos enseña este hecho, camaradas? Nos enseña la lección —que es
también uno de los principios fundamentales de Ingsoc— que», etc., etc.)
A la edad de tres años, el camarada Ogilvy había rechazado todos los juguetes
excepto un tambor, una ametralladora y un autogiro. A los seis años —uno antes de lo
reglamentario por concesión especial— se había alistado en los Espías; a los nueve
años, era ya jefe de tropa. A los once había denunciado a su tío a la Policía del
Pensamiento después de oírle una conversación donde el adulto se había mostrado
con tendencias criminales. A los diecisiete fue organizador en su distrito de la Liga
Juvenil Anti-Sex. A los diecinueve había inventado una granada de mano que fue
adoptada por el Ministerio de la Paz y que, en su primera prueba, mató a treinta y un
prisioneros eurasiáticos. A los veintitrés murió en acción de guerra. Perseguido por
cazas enemigos de propulsión a chorro mientras volaba sobre el Océano Índico
portador de mensajes secretos, se había arrojado al mar con las ametralladoras y los
documentos... Un final, decía el Gran Hermano, que necesariamente despertaba la
envidia. El Gran Hermano añadía unas consideraciones sobre la pureza y rectitud de
la vida del camarada Ogilvy. Era abstemio y no fumador, no se permitía más
diversiones que una hora diaria en el gimnasio y había hecho voto de soltería por
creer que el matrimonio y el cuidado de una familia imposibilitaban dedicar las
veinticuatro horas del día al cumplimiento del deber. No tenía más tema de
conversación que los principios de Ingsoc, ni más finalidad en la vida que la derrota
del enemigo eurasiático y la caza de espías, saboteadores, criminales mentales y
traidores en general.
Winston discutió consigo mismo si debía o no concederle al camarada Ogilvy la
Orden del Mérito Conspicuo; al final decidió no concedérsela porque ello acarrearía
un excesivo trabajo de confrontaciones para que el hecho coincidiera con otras
referencias.
De nuevo miró a su rival de la cabina de enfrente. Algo parecía decirle que
Tillotson se ocupaba en lo mismo que él. No había manera de saber cuál de las

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versiones sería adoptada finalmente, pero Winston tenía la firme convicción de que se
elegiría la suya. El camarada Ogilvy, que hace una hora no existía, era ya un hecho. A
Winston le resultaba curioso que se pudieran crear hombres muertos y no hombres
vivos. El camarada Ogilvy, que nunca había existido en el presente, era ya una
realidad en el pasado, y cuando quedara olvidado en el acto de la falsificación,
seguiría existiendo con la misma autenticidad y con pruebas de la misma fuerza que
Carlomagno o Julio César.

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CAPÍTULO V
n la cantina, un local de techo bajo en los sótanos, la cola para el almuerzo

E avanzaba lentamente. La estancia estaba atestada de gente y llena de un


ruido ensordecedor. De la parrilla tras el mostrador emanaba el olorcillo del
asado. Al extremo de la cantina había un pequeño bar, una especie de agujero en el
muro, donde podía comprarse la ginebra a diez centavos el vasito.
—Precisamente el que andaba yo buscando —dijo una voz a espaldas de
Winston. Éste se volvió. Era su amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de
Investigaciones. Quizás no fuera «amigo» la palabra adecuada. Ya no había amigos,
sino camaradas. Pero persistía una diferencia: unos camaradas eran más agradables
que otros. Syme era filósofo, especializado en neolengua. Desde luego, pertenecía al
inmenso grupo de expertos dedicados a redactar la onceava edición del Diccionario
de Neolengua. Era más pequeño que Winston, con cabello negro y sus ojos saltones,
a la vez tristes y burlones, que parecían buscar continuamente algo dentro de su
interlocutor.
—Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar —dijo.
—¡Ni una! —dijo Winston con una precipitación culpable—. He tratado de
encontrarlas por todas partes, pero ya no hay.
Todos buscaban hojas de afeitar. La verdad era que Winston guardaba en su casa
dos sin estrenar. Durante los meses pasados hubo una gran escasez de hojas. Siempre
faltaba algún artículo necesario que en las tiendas del Partido no podían proporcionar;
unas veces, botones; otras, hilo de coser; a veces, cordones para los zapatos, y ahora
faltaban cuchillas de afeitar. Era imposible adquirirlas a no ser que se buscaran
furtivamente en el mercado «libre».
—Llevo seis semanas usando la misma cuchilla —mintió Winston.
La cola avanzó otro poco. Winston se volvió otra vez para observar a Syme. Cada
uno de ellos cogió una bandeja grasienta de metal de una pila que había al borde del
mostrador.
—¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? —le preguntó Syme.
—Estaba trabajando —respondió Winston en tono indiferente—. Lo veré en el
cine, seguramente.
—Un sustitutivo muy inadecuado —comentó Syme.
Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco», parecían decir
los ojos. «Veo a través de ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar los
prisioneros.» Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia venenosa. Por ejemplo,
hablaba con una satisfacción repugnante de los bombardeos de los helicópteros contra
los pueblos enemigos, de los procesos y confesiones de los criminales del
pensamiento y de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Hablar con

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él suponía siempre un esfuerzo por apartarle de esos temas e interesarle en problemas
técnicos de neoligüística en los que era una autoridad y sobre los que podía decir
cosas interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para evitar el escrutinio de los
grandes ojos negros.
—Fue una buena ejecución —dijo Syme añorante—. Pero me parece que
estropean el efecto atándoles los pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es
estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone azul... ¡de un azul tan brillante!
Ese detalle es el que más me gusta.
—¡El siguiente, por favor! —dijo la proletaria del delantal blanco que servía tras
el mostrador.
Winston y Syme presentaron sus bandejas. A cada uno de ellos les pusieron su
ración: guiso con un poquito de carne, algo de pan, un cubito de queso, un poco de
café de la Victoria y una pastilla de sacarina.
—Allí hay una mesa libre, debajo de la telepantalla —dijo Syme—. De camino
podemos coger un poco de ginebra.
Les sirvieron la ginebra en unas terrinas. Se abrieron paso entre la multitud y
colocaron el contenido de sus bandejas sobre la mesa de tapa de metal, en una
esquina de la cual había dejado alguien un chorreón de grasa del guiso, un líquido
asqueroso. Winston cogió la terrina de ginebra, se detuvo un instante para decidirse, y
se tragó de un golpe aquella bebida que sabía a aceite. Le acudieron lágrimas a los
ojos como reacción y de pronto descubrió que tenía hambre. Empezó a tragar
cucharadas del guiso, que contenía unos trocitos de un material substitutivo de la
carne. Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que vaciaron los recipientes. En la mesa
situada a la izquierda de Winston, un poco detrás de él, alguien hablaba rápidamente
y sin cesar, una cháchara que recordaba el cua-cua del pato. Esa voz perforaba el
jaleo general de la cantina.
—¿Cómo va el diccionario? —dijo Winston elevando la voz para dominar el
ruido.
—Despacio —respondió Syme—. Por los adjetivos. Es un trabajo fascinador.
En cuanto oyó que le hablaban de lo suyo, se animó inmediatamente. Apartó el
plato de aluminio, tomó el mendrugo de pan con gesto delicado y el queso con la otra
mano. Se inclinó sobre la mesa para hablar sin tener que gritar.
—La onceava edición es la definitiva —dijo—. Le estamos dando al idioma su
forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable más que neolengua. Cuando
terminemos nuestra labor, tendréis que empezar a aprenderlo de nuevo. Creerás,
seguramente, que nuestro principal trabajo consiste en inventar nuevas palabras.
Nada de eso. Lo que hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día.
Estamos podando el idioma para dejarlo en los huesos. De las palabras que contenga
la onceava edición, ninguna quedará anticuada antes del año 2050—. Dio un

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hambriento bocado a su pedazo de pan y se lo tragó sin dejar de hablar con una
especie de apasionamiento pedante. Se le había animado su rostro moreno, y sus ojos,
sin perder el aire soñador, no tenían ya su expresión burlona.
—La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las
principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de
nombres de los que puede uno prescindir. No se trata sólo de los sinónimos. También
los antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una palabra sólo
porque sea lo contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Por
ejemplo, tenemos «bueno». Si tienes una palabra como «bueno», ¿qué necesidad hay
de la contraria, «malo»? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es
la palabra exactamente contraria a «bueno» y la otra no. Por otra parte, si quieres un
reforzamiento de la palabra «bueno», ¿qué sentido tienen esas confusas e inútiles
palabras «excelente, espléndido» y otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo
que es mejor que lo simplemente bueno y dobleplusbueno sirve perfectamente para
acentuar el grado de bondad. Es el superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas
formas, pero en la versión final de la neolengua se suprimirán las demás palabras que
todavía se usan como equivalentes. Al final todo lo relativo a la bondad podrá
expresarse con seis palabras; en realidad una sola. ¿No te das cuenta de la belleza que
hay en esto, Winston? Naturalmente, la idea fue del Gran Hermano —añadió después
de reflexionar un poco.
Al oír nombrar al Gran Hermano, el rostro de Winston se animó
automáticamente. Sin embargo, Syme descubrió inmediatamente una cierta falta de
entusiasmo.
—Tú no aprecias la neolengua en lo que vale —dijo Syme con tristeza—. Incluso
cuando escribes sigues pensando en la antigua lengua. He leído algunas de las cosas
que has escrito para el Times. Son bastante buenas, pero no pasan de traducciones. En
el fondo de tu corazón prefieres el viejo idioma con toda su vaguedad y sus inútiles
matices de significado. No sientes la belleza de la destrucción de las palabras. ¿No
sabes que la neolengua es el único idioma del mundo cuyo vocabulario disminuye
cada día?
Winston no lo sabía, naturalmente. Sonrió —creía hacerlo agradablemente—
porque no se fiaba de hablar. Syme comió otro bocado del pan negro, lo masticó un
poco y siguió:
—¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento,
estrechar el radio de acción de la mente? Al final, acabaremos haciendo imposible
todo crimen del pensamiento. En efecto, ¿cómo puede haber crimental si cada
concepto se expresa claramente con una sola palabra, una palabra cuyo significado
esté decidido rigurosamente y con todos sus significados secundarios eliminados y
olvidados para siempre? Y en la onceava edición nos acercamos a ese ideal, pero su

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perfeccionamiento continuará mucho después de que tú y yo hayamos muerto. Cada
año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más
pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer un
crimen por el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la
realidad. Pero llegará un día en que ni esto será preciso. La revolución será completa
cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Ingsoc e Ingsoc es neolengua —añadió
con una satisfacción mística—. ¿No se te ha ocurrido pensar, Winston, que lo más
tarde hacia el año 2050, ni un solo ser humano podrá entender una conversación
como ésta que ahora sostenemos?
—Excepto... —empezó a decir Winston, dubitativo, pero se interrumpió
alarmado.
Había estado a punto de decir «excepto los proles»; pero no estaba muy seguro de
que esta observación fuera muy ortodoxa. Sin embargo, Syme adivinó lo que iba a
decir.
—Los proles no son seres humanos —dijo—. Hacia el 2050, quizá antes, habrá
desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la literatura del
pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron... sólo existirán en
versiones neolingüísticas, no sólo transformados en algo muy diferente, sino
convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la literatura del Partido cambiará;
hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a tener un slogan como el de «la libertad es
la esclavitud» cuando el concepto de libertad no exista? Todo el clima del
pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el sentido en que
ahora lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento.
Nuestra ortodoxia es la inconsciencia.
De pronto tuvo Winston la profunda convicción de que uno de aquellos días
vaporizarían a Syme. Es demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada claridad y
habla con demasiada sencillez. Al Partido no le gustan estas gentes. Cualquier día
desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara.
Winston había terminado el pan y el queso. Se volvió un poco para beber la
terrina de café. En la mesa de la izquierda, el hombre de la voz estridente seguía
hablando sin cesar. Una joven, que quizás fuera su secretaria y que estaba sentada de
espaldas a Winston, le escuchaba y asentía continuamente. De vez en cuando,
Winston captaba alguna observación como: «Cuánta razón tienes» o «No sabes hasta
qué punto estoy de acuerdo contigo», en una voz juvenil y algo tonta. Pero la otra voz
no se detenía ni siquiera cuando la muchacha decía algo. Winston conocía de vista a
aquel hombre aunque sólo sabía que ocupaba un puesto importante en el
Departamento de Novela. Era un hombre de unos treinta años con un poderoso cuello
y una boca grande y gesticulante.
Estaba un poco echado hacia atrás en su asiento y los cristales de sus gafas

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reflejaban la luz y le presentaban a Winston dos discos vacíos en vez de un par de
ojos. Lo inquietante era que del torrente de ruido que salía de su boca resultaba casi
imposible distinguir una sola palabra. Sólo un cabo de frase comprendió Winston
—«completa y definitiva eliminación del goldsteinismo»—, pronunciado con tanta
rapidez que parecía salir en un solo bloque como la línea, fundida en plomo, de una
linotipia. Lo demás era sólo ruido, un cuac-cuac-cuac, y, sin embargo, aunque no se
podía oír lo que decía, era seguro que se refería a Goldstein acusándolo y exigiendo
medidas más duras contra los criminales del pensamiento y los saboteadores. Sí, era
indudable que lanzaba diatribas contra las atrocidades del ejército eurasiático y que
alababa al Gran Hermano o a los héroes del frente malabar. Fuera lo que fuese, se
podía estar seguro de que todas sus palabras eran ortodoxia pura. Ingsoc cien por
cien. Al contemplar el rostro sin ojos con la mandíbula en rápido movimiento, tuvo
Winston la curiosa sensación de que no era un ser humano, sino una especie de
muñeco. No hablaba el cerebro de aquel hombre, sino su laringe. Lo que salía de ella
consistía en palabras, pero no era un discurso en el verdadero sentido, sino un ruido
inconsciente como el cuac-cuac de un pato.
Syme se había quedado silencioso unos momentos y con el mango de la
cucharilla trazaba dibujos entre los restos del guisado. La voz de la otra mesa seguía
con su rápido cuac-cuac, fácilmente perceptible a pesar de la algarabía de la cantina.
Hay una palabra en neolengua —dijo Syme— que no sé si la conoces: pathablar,
o sea, hablar de modo que recuerde el cuac-cuac de un pato. Es una de esas palabras
interesantes que tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada a un contrario, es un
insulto; aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, es un elogio.
No cabía duda, volvió a pensar Winston, a Syme lo vaporizarían. Lo pensó con
cierta tristeza aunque sabía perfectamente que Syme lo despreciaba y era muy capaz
de denunciarle como culpable mental. Había algo de sutilmente malo en Syme. Algo
le faltaba: discreción, prudencia, algo así como estupidez salvadora. No podía decirse
que no fuera ortodoxo. Creía en los principios del Ingsoc, veneraba al Gran Hermano,
se alegraba de las victorias y odiaba a los herejes, no sólo sinceramente, sino con
inquieto celo hallándose al día hasta un grado que no solía alcanzar el miembro
ordinario del Partido. Sin embargo, se cernía sobre él un vago aire de sospecha. Decía
cosas que debía callar, leía demasiados libros, frecuentaba el Café del Nogal, guarida
de pintores y músicos. No había ley que prohibiera la frecuentación del Café del
Nogal. Sin embargo, era sitio de mal agüero. Los antiguos y desacreditados jefes del
Partido se habían reunido allí antes de ser «purgados» definitivamente. Se decía que
al mismo Goldstein lo habían visto allí algunas veces hacía años o décadas. Por tanto,
el destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por otra parte, era indudable que si
aquel hombre olía —sólo por tres segundos— las opiniones secretas de Winston, lo
denunciaría inmediatamente a la Policía del Pensamiento. Por supuesto, cualquier

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otro lo haría; Syme se daría más prisa. Pero no bastaba con el celo. La ortodoxia era
la inconsciencia.
Syme levantó la vista:
—Aquí viene Parsons —dijo.
Algo en el tono de su voz parecía añadir, «ese idiota». Parsons, vecino de
Winston en las Casas de la Victoria, se abría paso efectivamente por la atestada
cantina. Era un individuo de mediana estatura con cabello rubio y cara de rana. A los
treinta y cinco años tenía ya una buena cantidad de grasa en el cuello y en la cintura,
pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Todo su aspecto hacía pensar en un
muchacho con excesiva corpulencia, hasta tal punto que, a pesar de vestir el «mono»
reglamentario, era casi imposible no figurárselo con los pantalones cortos y azules, la
camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al verlo, se pensaba siempre en escenas
de la organización juvenil. Y, en efecto, Parsons se ponía shorts para cada excursión
colectiva o cada vez que cualquier actividad física de la comunidad le daba una
disculpa para hacerlo. Saludó a ambos con un alegre ¡Hola, hola!, y sentóse a la mesa
esparciendo un intenso olor a sudor. Su rojiza cara estaba perlada de gotitas de sudor.
Tenía un enorme poder sudorífico. En el Centro de la Comunidad se podía siempre
asegurar si Parsons había jugado al tenis de mesa por la humedad del mango de la
raqueta. Syme sacó una tira de papel en la que había una larga columna de palabras y
se dedicó a estudiarla con un lápiz tinta entre los dedos.
—Mira cómo trabaja hasta en la hora de comer —dijo Parsons, guiñándole un ojo
a Winston—. Eso es lo que se llama aplicación. ¿Qué tienes ahí, chico? Seguro que es
algo demasiado intelectual para mí. Oye, Smith, te diré por qué te andaba buscando,
es para la sub. Olvidaste darme el dinero.
—¿Qué sub es esa? —dijo Winston buscándose el dinero automáticamente. Por lo
menos una cuarta parte del sueldo de cada uno iba a parar a las subscripciones
voluntarias. Estas eran tan abundantes que resultaba muy difícil llevar la cuenta.
—Para la Semana del Odio. Ya sabes que soy el tesorero de nuestra manzana.
Estamos haciendo un gran esfuerzo para que nuestro grupo de casas aporte más que
nadie. No será culpa mía si las Casas de la Victoria no presentan el mayor despliegue
de banderas de toda la calle. Me prometiste dos dólares.
Winston, después de rebuscar en sus bolsillos, sacó dos billetes grasientos y muy
arrugados que Parsons metió en una carterita y anotó cuidadosamente.
—A propósito, chico —dijo—; me he enterado de que mi crío te disparó ayer su
tirachinas. Ya le he arreglado las cuentas. Le dije que si lo volvía a hacer le quitaría el
tirachinas.
—Me parece que estaba un poco fastidiado por no haber ido a la ejecución —dijo
Winston.
—Hombre, no está mal; eso demuestra que el muchacho es de fiar. Son muy

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traviesos, pero, eso sí, no piensan más que en los espías; y en la guerra, naturalmente.
¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el sábado pasado cuando su tropa fue de excursión a
Berkhamstead? La acompañaban otras dos niñas. Las tres se separaron de la tropa,
dejaron las bicicletas a un lado del camino y se pasaron toda la tarde siguiendo a un
desconocido. No perdieron de vista al hombre durante dos horas, a campo traviesa,
por los bosques... En fin, que, en cuanto llegaron a Amersham, lo entregaron a las
patrullas. —
—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Winston, sobresaltado a pesar suyo. Parsons
prosiguió, triunfante:
—Mi chica se aseguró de que era un agente enemigo... Probablemente, lo dejaron
caer con paracaídas. Pero fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué supones que le
conoció al hombre que era un enemigo? Pues notó que llevaba unos zapatos muy
raros. Sí, mi niña dijo que no había visto a nadie con unos zapatos así; de modo que
la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para una niña de siete años, no está mal,
¿verdad?
—¿Y qué le pasó a ese hombre? —se interesó Winston.
—Eso no lo sé, naturalmente. Pero no me sorprendería que... —Parsons hizo el
ademán de disparar un fusil y chasqueó la lengua imitando el disparo.
—Muy bien —dijo Syme abstraído, sin levantar la vista de sus apuntes.
—Claro, no podemos permitirnos correr el riesgo... —asintió Winston, nada
convencido.
—Por supuesto, no hay que olvidar que estamos en guerra.
Como para confirmar esto, un trompetazo salió de la telepantalla vibrando sobre
sus cabezas. Pero esta vez no se trataba de la proclamación de una victoria militar,
sino sólo de un anuncio del Ministerio de la Abundancia.
—¡Camaradas! —exclamó una voz juvenil y resonante—. ¡Atención, camaradas!
¡Tenemos gloriosas noticias que comunicaros! Hemos ganado la batalla de la
producción. Tenemos ya todos los datos completos y el nivel de vida se ha elevado en
un veinte por ciento sobre el del año pasado. Esta mañana ha habido en toda Oceanía
incontables manifestaciones espontáneas; los trabajadores salieron de las fábricas y
de las oficinas y desfilaron, con banderas desplegadas, por las calles de cada ciudad
proclamando su gratitud al Gran Hermano por la nueva y feliz vida que su sabia
dirección nos permite disfrutar. He aquí las cifras completas. Ramo de la
Alimentación...
La expresión «por la nueva y feliz vida» reaparecía varias veces. Estas eran las
palabras favoritas del Ministerio de la Abundancia. Parsons, pendiente todo él de la
llamada de la trompeta, escuchaba, muy rígido, con la boca abierta y un aire solemne,
una especie de aburrimiento sublimado. No podía seguir las cifras, pero se daba
cuenta de que eran un motivo de satisfacción. Fumaba una enorme y mugrienta pipa.

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Con la ración de tabaco de cien gramos a la semana era raras veces posible llenar una
pipa hasta el borde. Winston fumaba un cigarrillo de la Victoria cuidando de
mantenerlo horizontal para que no se cayera su escaso tabaco. La nueva ración no la
darían hasta mañana y le quedaban sólo cuatro cigarrillos. Había dejado de prestar
atención a todos los ruidos excepto a la pesadez numérica de la pantalla. Por lo visto,
había habido hasta manifestaciones para agradecerle al Gran Hermano el aumento de
la ración de chocolate a veinte gramos cada semana. Ayer mismo, pensó, se había
anunciado que la ración se reduciría a veinte gramos semanales. ¿Cómo era posible
que pudieran tragarse aquello, si no habían pasado más que veinticuatro horas? Sin
embargo, se lo tragaron. Parsons lo digería con toda facilidad, con la estupidez de un
animal. El individuo de las gafas con reflejos, en la otra mesa, lo aceptaba fanática y
apasionadamente con un furioso deseo de descubrir, denunciar y vaporizar a todo
aquel que insinuase que la semana pasada la ración fue de treinta gramos. Syme
también se lo había tragado aunque el proceso que seguía para ello era algo más
complicado, un proceso de doblepensar. ¿Es que sólo él, Winston, seguía poseyendo
memoria?
Las fabulosas estadísticas continuaron brotando de la telepantalla. En
comparación con el año anterior, había más alimentos, más vestidos, más casas, más
muebles, más ollas, más comestibles, más barcos, más autogiros, más libros, más
bebés, más de todo, excepto enfermedades, crímenes y locura. Año tras año y minuto
tras minuto, todos y todo subía vertiginosamente. Winston meditaba, resentido, sobre
la vida. ¿Siempre había sido así; siempre había sido tan mala la comida? Miró en
torno suyo por la cantina; una habitación de techo bajo, con las paredes sucias por el
contacto de tantos trajes grasientos; mesas de metal abolladas y sillas igualmente
estropeadas y tan juntas que la gente se tocaba con los codos. Todo resquebrajado,
lleno de manchas y saturado de un insoportable olor a ginebra mala, a mal café, a
sustitutivo de asado, a trajes sucios. Constantemente se rebelaban el estómago y la
piel con la sensación de que se les había hecho trampa privándoles de algo a lo que
tenían derecho. Desde luego, Winston no recordaba nada que fuera muy diferente. En
todo el tiempo a que alcanzaba su memoria, nunca hubo bastante comida, nunca se
podían llevar calcetines ni ropa interior sin agujeros, los muebles habían estado
siempre desvencijados, en las habitaciones había faltado calefacción. Los metros iban
horriblemente atestados, las casas se deshacían a pedazos, el pan era negro, el té
imposible de encontrar, el café sabía a cualquier cosa, escaseaban los cigarrillos y
nada había barato y abundante a no ser la ginebra sintética. Y aunque, desde luego,
todo empeoraba a medida que uno envejecía, ello era sólo señal de que éste no era el
orden natural de las cosas. Si el corazón enfermaba con las incomodidades, la
suciedad y la escasez, los inviernos interminables, la dureza de los calcetines, los
ascensores que nunca funcionaban, el agua fría, el rasposo jabón, los cigarrillos que

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se deshacían, los alimentos de sabor repugnante... ¿cómo iba uno a considerar todo
esto intolerable si no fuera por una especie de recuerdo ancestral de que las cosas
habían sido diferentes alguna vez?
Winston volvió a recorrer la cantina con la mirada. Casi todos los que allí estaban
eran feos y lo hubieran seguido siendo aunque no hubieran llevado los «monos»
azules uniformes. Al extremo de la habitación, solo en una mesa, se hallaba un
hombrecillo con aspecto de escarabajo. Bebía una taza de café y sus ojillos lanzaban
miradas suspicaces a un lado y a otro. Es muy fácil, pensó Winston, siempre que no
mire uno en torno suyo, creer que el tipo físico fijado por el Partido como ideal —los
jóvenes altos y musculosos y las muchachas de escaso pecho y de cabello rubio,
vitales, tostadas por el sol y despreocupadas— existía e incluso predominaba. Pero en
la realidad, la mayoría de los habitantes de la Franja Aérea número 1 eran pequeños,
cetrinos y de facciones desagradables. Es curioso cuánto proliferaba el tipo de
escarabajo entre los funcionarios de los ministerios: hombrecillos que engordaban
desde muy jóvenes, con piernas cortas, movimientos toscos y rostros inescrutables,
con ojos muy pequeños. Era el tipo que parecía florecer bajo el dominio del Partido.
La comunicación del Ministerio de la Abundancia terminó con otro trompetazo y
fue seguida por música ligera. Parsons, lleno de vago entusiasmo por el reciente
bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la boca:
—El Ministerio de la Abundancia ha hecho una buena labor este año —dijo
moviendo la cabeza como persona bien enterada—. A propósito, Smith, ¿no podrás
dejarme alguna hoja de afeitar?
—¡Ni una! —le respondió Winston—. Llevo seis semanas usando la misma hoja.
—Entonces, nada... Es que se me ocurrió, por si tenías.
—Lo siento —dijo Winston.
El cuac-cuac de la próxima mesa, que había permanecido en silencio mientras
duró el comunicado del Ministerio de la Abundancia, comenzó otra vez mucho más
fuerte. Por alguna razón, Winston pensó de pronto en la señora Parsons con su
cabello revuelto y el polvo de sus arrugas. Dentro de dos años aquellos niños la
denunciarían a la Policía del Pensamiento. La señora Parsons sería vaporizada. Syme
sería vaporizado. A Winston lo vaporizarían también. O'Brien sería vaporizado. A
Parsons, en cambio, nunca lo vaporizarían. Tampoco el individuo de las gafas y del
cuac-cuac sería vaporizado nunca. Ni tampoco la joven del cabello negro, la del
Departamento de Novela. Le parecía a Winston conocer por intuición quién
perecería, aunque no era fácil determinar lo que permitía sobrevivir a una persona.
En aquel momento le sacó de su ensoñación una violenta sacudida. La muchacha
de la mesa vecina se había vuelto y lo estaba mirando. ¡Era la muchacha morena del
Departamento de Novela! Miraba a Winston a hurtadillas, pero con una curiosa
intensidad. En cuanto sus ojos tropezaron con los de Winston, volvió la cabeza.

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Winston empezó a sudar. Le invadió una horrible sensación de terror. Se le pasó
casi en seguida, pero le dejó intranquilo. ¿Por qué lo miraba aquella mujer? ¿Por qué
se la encontraba tantas veces? Desgraciadamente, no podía recordar si la joven estaba
ya en aquella mesa cuando él llegó o si había llegado después. Pero el día anterior,
durante los Dos Minutos de Odio, se había sentado inmediatamente detrás de él sin
haber necesidad de ello. Seguramente, se proponía escuchar lo que él dijera y ver si
gritaba lo bastante fuerte.
Pensó que probablemente la muchacha no era miembro de la Policía del
Pensamiento, pero precisamente las espías aficionadas constituían el mayor peligro.
No sabía Winston cuánto tiempo llevaba mirándolo la joven, pero quizás fueran cinco
minutos. Era muy posible que en este tiempo no hubiera podido controlar sus gestos a
la perfección. Constituía un terrible peligro pensar mientras se estaba en un sitio
público o al alcance de la telepantalla. El detalle más pequeño podía traicionarle a
uno. Un tic nervioso, una inconsciente mirada de inquietud, la costumbre de hablar
con uno mismo entre dientes, todo lo que revelase la necesidad de ocultar algo. En
todo caso, llevar en el rostro una expresión impropia (por ejemplo, parecer incrédulo
cuando se anunciaba una victoria) constituía un acto punible. Incluso había una
palabra para esto en neolengua: caracrimen.
La muchacha recuperó su posición anterior. Quizás no estuviese persiguiéndolo;
quizás fuera pura coincidencia que se hubiera sentado tan cerca de él dos días
seguidos. Se le había apagado el cigarrillo y lo puso cuidadosamente en el borde de la
mesa. Lo terminaría de fumar después del trabajo si es que el tabaco no se había
acabado de derramar para entonces. Seguramente, el individuo que estaba con la
joven sería un agente de la Policía del Pensamiento y era muy probable, pensó
Winston, que a él lo llevaran a los calabozos del Ministerio del Amor dentro de tres
días, pero no era esta una razón para desperdiciar una colilla. Syme dobló su pedazo
de papel y se lo guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra vez.
—¿Te he contado, chico, lo que hicieron mis críos en el mercado? ¿No? Pues un
día le prendieron fuego a la falda de una vieja vendedora porque la vieron envolver
unas salchichas en un cartel con el retrato del Gran Hermano. Se pusieron detrás de
ella y, sin que se diera cuenta, le prendieron fuego a la falda por abajo con una caja de
cerillas. Le causaron graves quemaduras. Son traviesos, ¿eh? Pero eso sí, ¡más
finos...! Esto se lo deben a la buena enseñanza que se da hoy a los niños en los
Espías, mucho mejor que en mi tiempo. Están muy bien organizados. ¿Qué creen
ustedes que les han dado a los chicos últimamente? Pues, unas trompetillas especiales
para escuchar por las cerraduras. Mi niña trajo una a casa la otra noche. La probó en
nuestra salita, y dijo que oía con doble fuerza que si aplicaba el oído al agujero. Claro
que sólo es un juguete; sin embargo, así se acostumbran los niños desde pequeños.
En aquel momento, la telepantalla dio un penetrante silbido. Era la señal para

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volver al trabajo. Los tres hombres se pusieron automáticamente en pie y se unieron a
la multitud en la lucha por entrar en los ascensores, lo que hizo que el cigarrillo de
Winston se vaciara por completo.

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CAPÍTULO VI
inston escribía en su Diario:

W Fue hace tres años. Era una tarde oscura, en una estrecha
callejuela cerca de una de las estaciones del ferrocarril. Ella, de pie,
apoyada en la pared cerca de una puerta, recibía la luz mortecina de un farol. Tenía
una cara joven muy pintada. Lo que me atrajo fue la pintura, la blancura de aquella
cara que parecía una máscara y los labios rojos y brillantes. Las mujeres del Partido
nunca se pintaban la cara. No había nadie más en la calle, ni telepantallas. Me dijo
que dos dólares. Yo...

Le era difícil seguir. Cerró los ojos y apretó las palmas de las manos contra ellos
tratando de borrar la visión interior. Sentía una casi invencible tentación de gritar una
sarta de palabras. O de golpearse la cabeza contra la pared, de arrojar el tintero por la
ventana, de hacer, en fin, cualquier acto violento, ruidoso, o doloroso, que le borrara
el recuerdo que le atormentaba.
Nuestro peor enemigo, reflexionó Winston, es nuestro sistema nervioso. En
cualquier momento, la tensión interior puede traducirse en cualquier síntoma visible.
Pensó en un hombre con quien se había cruzado en la calle semanas atrás: un hombre
de aspecto muy corriente, un miembro del Partido de treinta y cinco a cuarenta años,
alto y delgado, que llevaba una cartera de mano. Estaban separados por unos cuantos
metros cuando el lado izquierdo de la cara de aquel hombre se contrajo de pronto en
una especie de espasmo. Esto volvió a ocurrir en el momento en que se cruzaban; fue
sólo un temblor rapidísimo como el disparo de un objetivo de cámara fotográfica,
pero sin duda se trataba de un tic habitual. Winston recordaba haber pensado
entonces: el pobre hombre está perdido. Y lo aterrador era que el movimiento de los
músculos era inconsciente. El peligro mortal por excelencia era hablar en sueños.
Contra eso no había remedio.
Contuvo la respiración y siguió escribiendo:

Entré con ella en el portal y cruzamos un patio para bajar luego a una cocina
que estaba en los sótanos. Había una cama contra la pared, y una lámpara en la
mesilla con muy poca luz Ella...

Le rechinaban los dientes. Le hubiera gustado escupir. A la vez que en la mujer


del sótano, pensó Winston en Katharine, su esposa. Winston estaba casado; es decir,
había estado casado. Probablemente seguía estándolo, pues no sabía que su mujer
hubiera muerto. Le pareció volver a aspirar el insoportable olor de la cocina del
sótano, un olor a insectos, ropa sucia y perfume baratísimo; pero, sin embargo, atraía,

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ya que ninguna mujer del Partido usaba perfume ni podía uno imaginársela
perfumándose. Solamente los proles se perfumaban, y ese olor evocaba en la mente,
de un modo inevitable, la fornicación.
Cuando estuvo con aquella mujer, fue la primera vez que había caído Winston en
dos años aproximadamente. Por supuesto, toda relación con prostitutas estaba
prohibida, pero se admitía que alguna vez, mediante un acto de gran valentía, se
permitiera uno infringir la ley. Era peligroso pero no un asunto de vida o muerte,
porque ser sorprendido con una prostituta sólo significaba cinco años de trabajos
forzados. Nunca más de cinco años con tal de que no se hubiera cometido otro delito
a la vez. Lo cual resultaba estupendo ya que había la posibilidad de que no le
descubrieran a uno. Los barrios pobres abundaban en mujeres dispuestas a venderse.
El precio de algunas era una botella de ginebra, bebida que se suministraba a los
proles. Tácitamente, el Partido se inclinaba a estimular la prostitución como salida de
los instintos que no podían suprimirse. Esas juergas no importaban políticamente ya
que eran furtivas y tristes y sólo implicaban a mujeres de una clase sumergida y
despreciada. El crimen imperdonable era la promiscuidad entre miembros del Partido.
Pero —aunque éste era uno de los crímenes que los acusados confesaban siempre en
las purgas— era casi imposible imaginar que tal desafuero pudiera suceder.
La finalidad del Partido en este asunto no era sólo evitar que hombres y mujeres
establecieran vínculos imposibles de controlar. Su objetivo verdadero y no declarado
era quitarle todo placer al acto sexual. El enemigo no era tanto el amor como el
erotismo, dentro del matrimonio y fuera de él. Todos los casamientos entre miembros
del Partido tenían que ser aprobados por un Comité nombrado con este fin y —
aunque al principio nunca fue establecido de un modo explícito— siempre se negaba
el permiso si la pareja daba la impresión de hallarse físicamente enamorada. La única
finalidad admitida en el matrimonio era engendrar hijos en beneficio del Partido. La
relación sexual se consideraba como una pequeña operación algo molesta, algo así
como soportar un enema. Tampoco esto se decía claramente, pero de un modo
indirecto se grababa desde la infancia en los miembros del Partido. Había incluso
organizaciones como la Liga juvenil Anti-Sex, que defendía la soltería absoluta para
ambos sexos. Los niños debían ser engendrados por inseminación artificial (semart,
como se le llamaba en neolengua) y educados en instituciones públicas. Winston
sabía que esta exageración no se defendía en serio, pero que estaba de acuerdo con la
ideología general del Partido. Este trataba de matar el instinto sexual o, si no podía
suprimirlo del todo, por lo menos deformarlo y mancharlo. No sabía Winston por qué
se seguía esta táctica, pero parecía natural que fuera así. Y en cuanto a las mujeres,
los esfuerzos del Partido lograban pleno éxito.
Volvió a pensar en Katharine. Debía de hacer nueve o diez años, casi once, que se
habían separado. Era curioso que se acordara tan poco de ella. Olvidaba durante días

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enteros que habían estado casados. Sólo permanecieron juntos unos quince meses. El
Partido no permitía el divorcio, pero fomentaba las separaciones cuando no había
hijos.
Katharine era una rubia alta, muy derecha y de movimientos majestuosos. Tenía
una cara audaz, aquilina, que podría haber pasado por noble antes de descubrir que no
había nada tras aquellas facciones. Al principio de su vida de casados —aunque quizá
fuera sólo que Winston la conocía más íntimamente que a las demás personas— llegó
a la conclusión de que su mujer era la persona más estúpida, vulgar y vacía que había
conocido hasta entonces. No latía en su cabeza ni un solo pensamiento que no fuera
un slogan. Se tragaba cualquier imbecilidad que el Partido le ofreciera. Winston la
llamaba en su interior «la banda sonora humana». Sin embargo, podía haberla
soportado de no haber sido por una cosa: el sexo.
Tan pronto como la rozaba parecía tocada por un resorte y se endurecía.
Abrazarla era como abrazar una imagen con juntas de madera. Y lo que era todavía
más extraño: incluso cuando ella lo apretaba contra sí misma, él tenía la sensación de
que al mismo tiempo lo rechazaba con toda su fuerza. La rigidez de sus músculos
ayudaba a dar esta impresión. Se quedaba allí echada con los ojos cerrados sin resistir
ni cooperar, pero como sometible. Era de lo más vergonzoso y, a la larga, horrible.
Pero incluso así habría podido soportar vivir con ella si hubieran decidido quedarse
célibes. Pero curiosamente fue Katharine quien rehusó. «Debían —dijo— producir un
niño si podían.» Así que la comedia seguía representándose una vez por semana
regularmente, mientras no fuese imposible. Ella incluso se lo recordaba por la
mañana como algo que había que hacer esa noche y que no debía olvidarse. Tenía dos
expresiones para ello. Una era «hacer un bebé», y la otra «nuestro deber al Partido»
(sí, había utilizado esta frase). Pronto empezó a tener una sensación de positivo temor
cuando llegaba el día. Pero por suerte no apareció ningún niño y finalmente ella
estuvo de acuerdo en dejar de probar. Y poco después se separaron.
Winston suspiró inaudiblemente. Volvió a coger la pluma y escribió:

Se arrojó sobre la cama y en seguida, sin preliminar alguno, del modo más
grosero y horrible que se puede imaginar, se levantó la falda. Yo...

Se vio a sí mismo de pie en la mortecina luz con el olor a cucarachas y a perfume


barato, y en su corazón brotó un resentimiento que incluso en aquel instante se
mezclaba con el recuerdo del blanco cuerpo de Katharine, frígido para siempre por el
hipnótico poder del Partido. ¿Por qué tenía que ser siempre así? ¿No podía él
disponer de una mujer propia en vez de estas furcias a intervalos de varios años? Pero
un asunto amoroso de verdad era una fantasía irrealizable. Las mujeres del Partido
eran todas iguales. La castidad estaba tan arraigada en ellas como la lealtad al

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Partido. Por la educación que habían recibido en su infancia, por los juegos y las
duchas de agua fría, por todas las estupideces que les metían en la cabeza, las
conferencias, los desfiles, canciones, consignas y música marcial, les arrancaban todo
sentimiento natural. La razón le decía que forzosamente habría excepciones, pero su
corazón no lo creía. Todas ellas eran inalcanzables, como deseaba el Partido. Y lo que
él quería, aún más que ser amado, era derruir aquel muro de estupidez aunque fuera
una sola vez en su vida. El acto sexual, bien realizado, era una rebeldía. El deseo era
un crimental. Si hubiera conseguido despertar los sentidos de Katharine, esto habría
equivalido á una seducción aunque se trataba de su mujer.
Pero tenía que contar el resto de la historia. Escribió:

Encendí la luz. Cuando la vi claramente...

Después de la casi inexistente luz de la lamparilla de aceite, la luz eléctrica


parecía cegadora. Por primera vez pudo ver a la mujer tal como era. Avanzó un paso
hacia ella y se detuvo horrorizado. Comprendía el riesgo a que se había expuesto. Era
muy posible que las patrullas lo sorprendieran a la salida. Más aún: quizá lo
estuvieran esperando ya a la puerta. Nada iba a ganar con marcharse sin hacer lo que
se había propuesto.
Todo aquello tenía que escribirlo, confesarlo. Vio de pronto a la luz de la
bombilla que la mujer era vieja. La pintura se apegotaba en su cara tanto que parecía
ir a resquebrajarse como una careta de cartón. Tenía mechones de cabellos blancos;
pero el detalle más horroroso era que la boca, entreabierta, parecía una oscura
caverna. No tenía ningún diente.
Winston escribió a toda prisa:

Cuando la vi a plena luz resultó una verdadera vieja. Por lo menos tenía
cincuenta años. Pero, de todos modos, lo hice.

Volvió a apoyar las palmas de las manos sobre los ojos. Ya lo había escrito, pero
de nada servía. Seguía con la misma necesidad de gritar palabrotas con toda la fuerza
de sus pulmones.

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CAPÍTULO VII
i hay alguna esperanza, escribió Winston, está en los proles.

S Si había esperanza, tenía que estar en los proles porque sólo en aquellas
masas abandonadas, que constituían el ochenta y cinco por ciento de la
población de Oceanía, podría encontrarse la fuerza suficiente para destruir al Partido.
Éste no podía descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los tenía en su interior,
no podían de ningún modo unirse, ni siquiera identificarse mutuamente. Incluso si
existía la legendaria Hermandad —y era muy posible que existiese— resultaba
inconcebible que sus miembros se pudieran reunir en grupos mayores de dos o tres.
La rebeldía no podía pasar de un destello en la mirada o determinada inflexión en la
voz; a lo más, alguna palabra murmurada. Pero los proles, si pudieran darse cuenta de
su propia fuerza, no necesitarían conspirar. Les bastaría con encabritarse como un
caballo que se sacude las moscas. Si quisieran podrían destrozar el Partido mañana
por la mañana. Desde luego, antes o después se les ocurrirá. Y, sin embargo...
Recordó Winston una vez que había dado un paseo por una calle de mucho tráfico
cuando oyó un tremendo grito múltiple. Centenares de voces, voces de mujeres,
salían de una calle lateral. Era un formidable grito de ira y desesperación, un
tremendo ¡O-o-o-o-oh! Winston se sobresaltó terriblemente. ¡Ya empezó! ¡Un motín!,
pensó. Por fin, los proles se sacudían el yugo; pero cuando llegó al sitio de la
aglomeración vio que una multitud de doscientas o trescientas mujeres se agolpaban
sobre los puestos de un mercado callejero con expresiones tan trágicas como si fueran
las pasajeras de un barco en trance de hundirse. En aquel momento, la desesperación
general se quebró en inmumerables peleas individuales. Por lo visto, en uno de los
puestos habían estado vendiendo sartenes de lata. Eran utensilios muy malos, pero los
cacharros de cocina eran siempre de casi imposible adquisición. Por fin, había
llegado una provisión inesperadamente. Las mujeres que lograron adquirir alguna
sartén fueron atacadas por las demás y trataban de escaparse con sus trofeos mientras
que las otras las rodeaban y acusaban de favoritismo a la vendedora. Aseguraban que
tenía más en reserva. Aumentaron los chillidos. Dos mujeres, una de ellas con el pelo
suelto, se habían apoderado de la misma sartén y cada una intentaba quitársela a la
otra. Tiraron cada una por su lado hasta que se rompió el mango. Winston las miró
con asco. Sin embargó, ¡qué energías tan aterradoras había percibido él bajo aquella
gritería! Y, en total, no eran más que dos o tres centenares de gargantas. ¿Por qué no
protestarían así por cada cosa de verdadera importancia?
Escribió:

Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de


haberse rebelado, no serán conscientes. Éste es el problema.

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Winston pensó que sus palabras parecían sacadas de uno de los libros de texto del
Partido. El Partido pretendía, desde luego, haber liberado a los proles de la esclavitud.
Antes de la Revolución, eran explotados y oprimidos ignominiosamente por los
capitalistas. Pasaban hambre. Las mujeres tenían que trabajar a la viva fuerza en las
minas de carbón (por supuesto, las mujeres seguían trabajando en las minas de
carbón), los niños eran vendidos a las fábricas a la edad de seis años. Pero,
simultáneamente, fiel a los principios del doblepensar, el Partido enseñaba que los
proles eran inferiores por naturaleza y debían ser mantenidos bien sujetos, como
animales, mediante la aplicación de unas cuantas reglas muy sencillas. En realidad, se
sabía muy poco de los proles. Y no era necesario saber mucho de ellos. Mientras
continuaran trabajando y teniendo hijos, sus demás actividades carecían de
importancia. Dejándoles en libertad como ganado suelto en la pampa de la Argentina,
tenían un estilo de vida que parecía serles natural. Se regían por normas ancestrales.
Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los doce años, pasaban por un
breve período de belleza y deseo sexual, se casaban a los veinte años, empezaban a
envejecer a los treinta y se morían casi todos ellos hacia los sesenta años. El duro
trabajo físico, el cuidado del hogar y de los hijos, las mezquinas peleas entre vecinos,
el cine, el fútbol, la cerveza y sobre todo, el juego, llenaban su horizonte mental. No
era difícil mantenerlos a raya. Unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento
circulaban entre ellos, esparciendo rumores falsos y eliminando a los pocos
considerados capaces de convertirse en peligrosos; pero no se intentaba adoctrinarlos
con la ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran sentimientos
políticos intensos. Todo lo que se les pedía era un patriotismo primitivo al que se
recurría en caso de necesidad para que trabajaran horas extraordinarias o aceptaran
raciones más pequeñas. E incluso cuando cundía entre ellos el descontento, como
ocurría a veces, era un descontento que no servía para nada porque, por carecer de
ideas generales, concentraban su instinto de rebeldía en quejas sobre minucias de la
vida corriente. Los grandes males, ni los olían. La mayoría de los proles ni siquiera
era vigilada con telepantallas. La policía los molestaba muy poco. En Londres había
mucha criminalidad, un mundo revuelto de ladrones, bandidos, prostitutas, traficantes
de drogas y maleantes de toda clase; pero como sus actividades tenían lugar entre los
mismos proles, daba igual que existieran o no. En todas las cuestiones de moral se les
permitía a los proles que siguieran su código ancestral. No se les imponía el
puritanismo sexual del Partido. No se castigaba su promiscuidad y se permitía el
divorcio. Incluso el culto religioso se les habría permitido si los proles hubieran
manifestado la menor inclinación a él. Como decía el Partido: «los proles y los
animales son libres».
Winston se rascó con precaución sus varices. Habían empezado a picarle otra vez.

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Siempre volvía a preocuparle saber qué habría sido la vida anterior a la Revolución.
Sacó del cajón un ejemplar del libro de historia infantil que le había prestado la
señora Parsons y empezó a copiar un trozo en su diario:

En los antiguos tiempos (decía el libro de texto) antes de la gloriosa Revolución,


no era Londres la hermosa ciudad que hoy conocemos. Era un lugar tenebroso, sucio
y miserable donde casi nadie tenía nada que comer y donde centenares y millares de
desgraciados no tenían zapatos que ponerse ni siquiera un techo bajo el cual dormir.
Niños de la misma edad que vosotros debían trabajar doce horas al día a las órdenes
de crueles amos que los castigaban con látigos si trabajaban con demasiada lentitud
y solamente los alimentaban con pan duro y agua. Pero entre toda esta horrible
miseria, había unas cuantas casas grandes y hermosas donde vivían los ricos, cada
uno de los cuales tenía por lo menos treinta criados a su disposición. Estos ricos se
llamaban capitalistas. Eran individuos gordos y feos con caras de malvados como el
que puede apreciarse en la ilustración de la página siguiente. Podréis ver, niños, que
va vestido con fina chaqueta negra larga a la que llamaban «frac» y un sombrero
muy raro y brillante que parece el tubo de una estufa, al que llamaban «sombrero de
copa». Este era el uniforme de los capitalistas, y nadie más podía llevarlo; los
capitalistas eran dueños de todo lo que había en el mundo y todos los que no eran
capitalistas pasaban a ser sus esclavos. Poseían toda la tierra, todas las casas, todas
las fábricas y el dinero todo. Si alguien les desobedecía, era encarcelado
inmediatamente y podían dejarlo sin trabajo y hacerlo morir de hambre. Cuando una
persona corriente hablaba con un capitalista tenía que descubrirse, inclinarse
profundamente ante él y llamarle señor. El jefe supremo de todos los capitalistas era
llamado el Rey y...

Winston se sabía toda la continuación. Se hablaba allí de los obispos y de sus


vestimentas, de los jueces con sus trajes de armiño, de la horca, del gato de nueve
colas, del banquete anual que daba el alcalde y de la costumbre de besar el anillo del
Papa. También había una referencia al jus primae noctis que no convenía mencionar
en un libro de texto para niños. Era la ley según la cual todo capitalista tenía el
derecho de dormir con cualquiera de las mujeres que trabajaban en sus fábricas.
¿Cómo saber qué era verdad y qué era mentira en aquello? Después de todo,
podía ser verdad que la Humanidad estuviera mejor entonces que antes de la
Revolución. La única prueba en contrario era la protesta muda de la carne y los
huesos, la instintiva sensación de que las condiciones de vida eran intolerables y que
en otro tiempo tenían que haber sido diferentes. A Winston le sorprendía que lo más
característico de la vida moderna no fuera su crueldad ni su inseguridad, sino
sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido. La vida no se parecía, no

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sólo a las mentiras lanzadas por las telepantallas, sino ni siquiera a los ideales que el
Partido trataba de lograr. Grandes zonas vitales, incluso para un miembro del Partido,
nada tenían que ver con la política: se trataba sólo de pasar el tiempo en inmundas
tareas, luchar para poder meterse en el Metro, remendarse un calcetín como un
colador, disolver con resignación una pastilla de sacarina y emplear toda la habilidad
posible para conservar una colilla. El ideal del Partido era inmenso, terrible y
deslumbrante; un mundo de acero y de hormigón armado, de máquinas monstruosas y
espantosas armas, una nación de guerreros y fanáticos que marchaba en bloque
siempre hacia adelante en unidad perfecta, pensando todos los mismos pensamientos
y repitiendo a grito unánime la misma consigna, trabajando perpetuamente, luchando,
triunfantes, persiguiendo a los traidores... trescientos millones de personas todas ellas
con las misma cara. La realidad era, en cambio: lúgubres ciudades donde la gente,
apenas alimentada, arrastraba de un lado a otro sus pies calzados con agujereados
zapatos y vivía en ruinosas casas del siglo XIX en las que predominaba el olor a
verduras cocidas y retretes en malas condiciones. Winston creyó ver un Londres
inmenso y en ruinas, una ciudad de un millón de cubos de la basura y, mezclada con
esta visión, la imagen de la señora Parsons con sus arrugas y su pelo enmarañado
tratando de arreglar infructuosamente una cañería atascada.
Volvió a rascarse el tobillo. Día y noche las telepantallas le herían a uno el
tímpano con estadísticas según las cuales todos tenían más alimento, más trajes,
mejores casas, entretenimientos más divertidos, todos vivían más tiempo, trabajaban
menos horas, eran más sanos, fuertes, felices, inteligentes y educados que los que
habían vivido hacía cincuenta años. Ni una palabra de todo ello podía ser probada ni
refutada. Por ejemplo, el Partido sostenía que el cuarenta por ciento de los proles
adultos sabía leer y escribir y que antes de la Revolución todos ellos, menos un
quince por ciento, eran analfabetos. También aseguraba el Partido que la mortalidad
infantil era ya sólo del ciento sesenta por mil mientras que antes de la Revolución
había sido del trescientos por mil... y así sucesivamente. Era como una ecuación con
dos incógnitas. Bien podía ocurrir que todos los libros de historia fueran una pura
fantasía. Winston sospechaba que nunca había existido una ley sobre el jus primae
noctis ni persona alguna como el tipo de capitalista que pintaban, ni siquiera un
sombrero como aquel que parecía un tubo de estufa.
Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había olvidado el
acto mismo de borrar, y la mentira se convertía en verdad. Sólo una vez en su vida
había tenido Winston en la mano —después del hecho y eso es lo que importaba—
una prueba concreta y evidente de un acto de falsificación. La había tenido entre sus
dedos nada menos que treinta segundos. Fue en 1973, aproximadamente, pero desde
luego por la época en que Katharine y él se habían separado. La fecha a que se refería
el documento era de siete u ocho años antes.

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La historia empezó en el sesenta y tantos, en el período de las grandes purgas, en
el cual los primitivos jefes de la Revolución fueron suprimidos de una sola vez. Hacia
1970 no quedaba ninguno de ellos, excepto el Gran Hermano. Todos los demás
habían sido acusados de traidores y contrarrevolucionarios. Goldstein huyó y se
escondió nadie sabía dónde. De los demás, unos cuantos habían desaparecido
mientras que la mayoría fue ejecutada después de unos procesos públicos de gran
espectacularidad en los que confesaron sus crímenes. Entre los últimos supervivientes
había tres individuos llamados Jones, Aaronson y Rutherford. Hacia 1965 —la fecha
no era segura— los tres fueron detenidos. Como ocurría con frecuencia,
desaparecieron durante uno o más años de modo que nadie sabía si estaban vivos o
muertos y luego aparecieron de pronto para acusarse ellos mismos de haber cometido
terribles crímenes. Reconocieron haber estado en relación con el enemigo (por
entonces el enemigo era Eurasia, que había de volver a serlo), malversación de
fondos públicos, asesinato de varios miembros del Partido dignos de toda confianza,
intrigas contra el mando del Gran Hermano que ya habían empezado mucho antes de
estallar la Revolución y actos de sabotaje que habían costado la vida a centenares de
miles de personas. Después de confesar todo esto, los perdonaron, les devolvieron sus
cargos en el Partido, puestos que eran en realidad inútiles, pero que tenían nombres
sonoros e importantes. Los tres escribieron largos y abyectos artículos en el Times
analizando las razones que habían tenido para desertar y prometiendo enmendarse.
Poco tiempo después de ser puestos en libertad esos tres hombres, Winston los
había visto en el Café del Nogal. Recordaba con qué aterrada fascinación los había
observado con el rabillo del ojo. Eran mucho más viejos que él, reliquias del mundo
antiguo, casi las últimas grandes figuras que habían quedado de los primeros y
heroicos días del Partido. Todavía llevaban como una aureola el brillo de su
participación clandestina en las primeras luchas y en la guerra civil. Winston creyó
haber oído los nombres de estos tres personajes mucho antes de saber que existía el
Gran Hermano, aunque con el tiempo se le confundían en la mente las fechas y los
hechos. Sin embargo, estaban ya fuera de la ley, eran enemigos intocables, se cernía
sobre ellos la absoluta certeza de un próximo aniquilamiento. Cuestión de uno o dos
años. Nadie que hubiera caído una vez en manos de la Policía del Pensamiento, podía
escaparse para siempre. Eran cadáveres que esperaban la hora de ser enviados otra
vez a la tumba.
No había nadie en ninguna de las mesas próximas a ellos. No era prudente que le
vieran a uno cerca de semejantes personas. Los tres, silenciosos, bebían ginebra con
clavo; una especialidad de la casa. De los tres, era Rutherford el que más había
impresionado a Winston. En tiempos, Rutherford fue un famoso caricaturista cuyas
brutales sátiras habían ayudado a inflamar la opinión popular antes y durante la
Revolución. Incluso ahora, a largos intervalos, aparecían sus caricaturas y satíricas

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historietas en el Times. Eran una imitación de su antiguo estilo y ya no tenían vida ni
convencían. Era volver a cocinar los antiguos temas: niños que morían de hambre,
luchas callejeras, capitalistas con sombrero de copa (hasta en las barricadas seguían
los capitalistas con su sombrero de copa), es decir, un esfuerzo desesperado por
volver a lo de antes. Era un hombre monstruoso con una crencha de cabellos gris
grasienta, bolsones en la cara y unos labios negroides muy gruesos. De joven debió
de ser muy fuerte; ahora su voluminoso cuerpo se inclinaba y parecía derrumbarse en
todas las direcciones. Daba la impresión de una montaña que se iba a desmoronar de
un momento a otro.
Era la solitaria hora de las quince. Winston no podía recordar ya por qué había
entrado en el café a esa hora. No había casi nadie allí. Una musiquilla brotaba de las
telepantallas. Los tres hombres, sentados en un rincón, casi inmóviles, no hablaban ni
una palabra. El camarero, sin que le pidieran nada, volvía a llenar los vasos de
ginebra. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa, con todas las piezas colocadas,
pero no habían empezado a jugar. Entonces, quizá sólo durante medio minuto, ocurrió
algo en la telepantalla. Cambió la música que tocaba. Era difícil describir el tono de
la nueva música: una nota burlona, cascada, que a veces parecía un rebuzno. Winston,
mentalmente, la llamó «la nota amarilla». Y la voz de la telepantalla cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
Allí yacen ellos y aquí yacemos nosotros.
Bajo el Nogal de las ramas extendidas.
Los tres personajes no se movieron, pero cuando Winston volvió a mirar la
desvencijada cara de Rutherford, vio que estaba llorando. Por vez primera observó,
con sobresalto, pero sin saber por qué se impresionaba, que tanto Aaronson como
Rutherford tenían partidas las narices.
Un poco después, los tres fueron detenidos de nuevo. Por lo visto, se habían
comprometido en nuevas conspiraciones en el mismo momento de ser puestos en
libertad. En el segundo proceso confesaron otra vez sus antiguos crímenes, con una
sarta de nuevos delitos. Fueron ejecutados y su historia fue registrada en los libros de
historia publicados por el Partido como ejemplo para la posteridad. Cinco años
después de esto, en 1973, Winston desenrollaba un día unos documentos que le
enviaban por el tubo automático cuando descubrió un pedazo de papel que,
evidentemente, se había deslizado entre otros y había sido olvidado. En seguida vio
su importancia. Era media página de un Times de diez años antes —la mitad superior
de una página, de manera que incluía la fecha— y contenía una fotografía de los
delegados en una solemnidad del Partido en Nueva York. Sobresalían en el centro del
grupo Jones, Aaronson y Rutherford. Se les veía muy claramente, pero además sus
nombres figuraban al pie.

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Lo cierto es que en ambos procesos los tres personajes confesaron que en aquella
fecha se hallaban en suelo eurasiático, que habían ido en avión desde un aeródromo
secreto en el Canadá hasta Siberia, donde tenían una misteriosa cita. Allí se habían
puesto en relación con miembros del Estado Mayor eurasiático al que habían
entregado importantes secretos militares. La fecha se le había grabado a Winston en
la memoria porque coincidía con el primer día de estío, pero toda aquella historia
estaba ya registrada oficialmente en innumerables sitios. Sólo había una conclusión
posible: las confesiones eran mentira.
Desde luego, esto no constituía en sí mismo un descubrimiento. Incluso por
aquella época no creía Winston que las víctimas de las purgas hubieran cometido los
crímenes de que eran acusados. Pero ese pedazo de papel era ya una prueba concreta;
un fragmento del pasado abolido como un hueso fósil que reaparece en un estrato
donde no se le esperaba y destruye una teoría geológica. Bastaba con ello para
pulverizar al Partido si pudiera publicarse en el extranjero y explicarse bien su
significado.
Winston había seguido trabajando después de su descubrimiento. En cuanto vio lo
que era la fotografía y lo que significaba, la cubrió con otra hoja de papel.
Afortunadamente, cuando la desenrolló había quedado de tal modo que la telepantalla
no podía verla.
Se puso la carpeta sobre su rodilla y echó hacia atrás la silla para alejarse de la
telepantalla lo más posible. No era difícil mantener inexpresiva la cara e incluso
controlar, con un poco de esfuerzo, la respiración; pero lo que no podía controlarse
eran los latidos del corazón y la telepantalla los recogía con toda exactitud. Winston
dejó pasar diez minutos atormentado por el miedo de que algún accidente —por
ejemplo, una súbita corriente de aire— lo traicionara. Luego, sin exponerla a la vista
de la pantalla, tiró la fotografía en el «agujero de la memoria» mezclándola con otros
papeles inservibles. Al cabo de un minuto, el documento sería un poco de ceniza.
Aquello había pasado hacía diez u once años. «De ocurrir ahora, pensó Winston,
me habría guardado la foto.» Era curioso que el hecho de haber tenido ese documento
entre sus dedos le pareciera constituir una gran diferencia incluso ahora en que la
fotografía misma, y no sólo el hecho registrado en ella, era sólo recuerdo. ¿Se
aflojaba el dominio del Partido sobre el pasado —se preguntó Winston— porque una
prueba documental que ya no existía hubiera existido una vez?
Pero hoy, suponiendo que pudiera resucitar de sus cenizas, la foto no podía servir
de prueba. Ya en el tiempo en que él había hecho el descubrimiento, no estaba en
guerra Oceanía con Eurasia y los tres personajes suprimidos tenían que haber
traicionado su país con los agentes de Asia oriental y no con los de Eurasia. Desde
entonces hubo otros cambios, dos o tres, ya no podía recordarlo. Probablemente, las
confesiones habían sido nuevamente escritas varias veces hasta que los hechos y las

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fechas originales perdieran todo significado. No es sólo que el pasado cambiara, es
que cambiaba continuamente. Lo que más le producía a Winston la sensación de una
pesadilla es que nunca había llegado a comprender claramente por qué se emprendía
la inmensa impostura. Desde luego, eran evidentes las ventajas inmediatas de
falsificar el pasado, pero la última razón era misteriosa. Volvió a coger la pluma y
escribió:

Comprendo CÓMO: no comprendo POR QUÉ.

Se preguntó, como ya lo había hecho muchas veces, si no estaría él loco. Quizás


un loco era sólo una «minoría de uno». Hubo una época en que fue señal de locura
creer que la tierra giraba en torno al sol: ahora, era locura creer que el pasado es
inalterable. Quizá fuera él el único que sostenía esa creencia, y, siendo el único,
estaba loco. Pero la idea de ser un loco no le afectaba mucho. Lo que le horrorizaba
era la posibilidad de estar equivocado.
Cogió el libro de texto infantil y miró el retrato del Gran Hermano que llenaba la
portada. Los ojos hipnóticos se clavaron en los suyos. Era como si una inmensa
fuerza empezara a aplastarle a uno, algo que iba penetrando en el cráneo, golpeaba el
cerebro por dentro, le aterrorizaba a uno y llegaba casi a persuadirle que era de noche
cuando era de día. Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que
creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su
posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que
existiera la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más
terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener
razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son efectivamente
cuatro? O que la fuerza de la gravedad existe. O que el pasado no puede ser alterado.
¿Y si el pasado y el mundo exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente
controlable, también puede controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad?
¡No, no!; a Winston le volvía el valor. El rostro de O'Brien, sin saber por qué,
empezó a flotarle en la memoria; sabía, con más certeza que antes, que O'Brien
estaba de su parte. Escribía este Diario para O'Brien; era como una carta interminable
que nadie leería nunca, pero que se dirigía a una persona determinada y que dependía
de este hecho en su forma y en su tono.
El Partido os decía que negaseis la evidencia de vuestros ojos y oídos. Ésta era su
orden esencial. El corazón de Winston se encogió al pensar en el enorme poder que
tenía enfrente, la facilidad con que cualquier intelectual del Partido lo vencería con su
dialéctica, los sutiles argumentos que él nunca podría entender y menos contestar. Y,
sin embargo, era él, Winston, quien tenía razón. Los otros estaban equivocados y él
no. Había que defender lo evidente. El mundo sólido existe y sus leyes no cambian.

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Las piedras son duras, el agua moja, los objetos faltos de apoyo caen en dirección al
centro de la Tierra... Con la sensación de que hablaba con O'Brien, y también de que
anotaba un importante axioma, escribió:

La libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede
esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados.

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CAPÍTULO VIII
el fondo del pasillo llegaba un aroma a café tostado —café de verdad, no

D café de la Victoria—, un aroma penetrante. Winston se detuvo


involuntariamente. Durante unos segundos volvió al mundo medio
olvidado de su infancia. Entonces se oyó un portazo y el delicioso olor quedó cortado
tan de repente como un sonido.
Winston había andado varios kilómetros por las calles y se le habían irritado sus
varices. Era la segunda vez en tres semanas que no había llegado a tiempo a una
reunión del Centro Comunal, lo cual era muy peligroso ya que el número de
asistencias al Centro era anotado cuidadosamente. En principio, un miembro del
Partido no tenía tiempo libre y nunca estaba solo a no ser en la cama. Se suponía que,
de no hallarse trabajando, comiendo, o durmiendo, estaría participando en algún
recreo colectivo. Hacer algo que implicara una inclinación a la soledad, aunque sólo
fuera dar un paseo, era siempre un poco peligroso. Había una palabra para ello en
neolengua: vidapropia, es decir, individualismo y excentricidad. Pero esa tarde, al
salir del Ministerio, el aromático aire abrileño le había tentado. El cielo tenía un azul
más intenso que en todo el año y de pronto le había resultado intolerable a Winston la
perspectiva del aburrimiento, de los juegos agotadores, de las conferencias, de la falsa
camaradería lubricada por la ginebra... Sintió el impulso de marcharse de la parada
del autobús y callejear por el laberinto de Londres, primero hacia el Sur, luego hacia
el Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por calles desconocidas y sin
preocuparse apenas por la dirección que tomaba.
«Si hay esperanza —había escrito en el Diario—, está en los proles.» Estas
palabras le volvían como afirmación de una verdad mística y de un absurdo palpable.
Penetró por los suburbios del Norte y del Este alrededor de lo que en tiempos había
sido la estación de San Pancracio. Marchaba por una calle empedrada, cuyas viejas
casas sólo tenían dos pisos y cuyas puertas abiertas descubrían los sórdidos interiores.
De trecho en trecho había charcos de agua sucia por entre las piedras. Entraban y
salían en las casuchas y llenaban las callejuelas infinidad de personas: muchachas en
la flor de la edad con bocas violentamente pintadas, muchachos que perseguían a las
jóvenes, y mujeres de cuerpos obesos y bamboleantes, vivas pruebas de lo que serían
las muchachas cuando tuvieran diez años más, ancianos que se movían
dificultosamente y niños descalzos que jugaban en los charcos y salían corriendo al
oír los irritados chillidos de sus madres. La cuarta parte de las ventanas de la calle
estaban rotas y tapadas con cartones. La mayoría de la gente no prestaba atención a
Winston. Algunos lo miraban con cauta curiosidad. Dos monstruosas mujeres de
brazos rojizos cruzados sobre los delantales, hablaban en una de las puertas. Winston
oyó algunos retazos de la conversación.

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—Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras estado en mi
lugar hubieras hecho lo mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar —le dije—,
pero tú no tienes los mismos problemas que yo».
—Claro —dijo la otra—, ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo.
Estas voces estridentes se callaron de pronto. Las mujeres observaron a Winston
con hostil silencio cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente hostilidad sino
una especie de alerta momentánea como cuando nos cruzamos con un animal
desconocido. El «mono» azul del Partido no se veía con frecuencia en una calle como
ésta. Desde luego, era muy poco prudente que lo vieran a uno en semejantes sitios a
no ser que se tuviera algo muy concreto que hacer allí. Las patrullas le detenían a uno
en cuanto lo sorprendían en una calle de proles y le preguntaban: «¿Quieres
enseñarme la documentación camarada? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué hora saliste del
trabajo? ¿Tienes la costumbre de tomar este camino para ir a tu casa?», y así
sucesivamente. No es que hubiera una disposición especial prohibiendo regresar a
casa por un camino insólito, mas era lo suficiente para hacerse notar si la Policía del
Pensamiento lo descubría.
De pronto, toda la calle empezó a agitarse. Hubo gritos de aviso por todas partes.
Hombres, mujeres y niños se metían veloces en sus casas como conejos. Una joven
salió como una flecha por una puerta cerca de donde estaba Winston, cogió a un niño
que jugaba en un charco, lo envolvió con el delantal y entró de nuevo en su casa; todo
ello realizado con increíble rapidez. En el mismo instante, un hombre vestido de
negro, que había salido de una callejuela lateral, corrió hacia Winston señalándole
nervioso el cielo.
—¡El vapor! —gritó—. Mire, maestro. ¡Échese pronto en el suelo!
«El vapor» era el apodo que, no se sabía por qué, le habían puesto los proles a las
bombas cohetes. Winston se tiró al suelo rápidamente. Los proles llevaban casi
siempre razón cuando daban una alarma de esta clase. Parecían poseer una especie de
instinto que les prevenía con varios segundos de anticipación de la llegada de un
cohete, aunque se suponía que los cohetes volaban con más rapidez que el sonido.
Winston se protegió la cabeza con los brazos. Se oyó un rugido que hizo temblar el
pavimento, una lluvia de pequeños objetos le cayó sobre la espalda. Cuando se
levantó, se encontró cubierto con pedazos de cristal de la ventana más próxima.
Siguió andando. La bomba había destruido un grupo de casas de aquella calle
doscientos metros más arriba. En el cielo flotaba una negra nube de humo y debajo
otra nube, ésta de polvo, envolvía las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya una
multitud. Había un pequeño montón de yeso en el pavimento delante de él y en medio
se podía ver una brillante raya roja. Cuando se levantó y se acercó a ver qué era vio
que se trataba de una mano humana cortada por la muñeca. Aparte del sangriento
muñón, la mano era tan blanca que parecía un molde de yeso. Le dio una patada y la

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echó a la cloaca, y para evitar la multitud, torció por una calle lateral a la derecha. A
los tres o cuatro minutos estaba fuera de la zona afectada por la bomba y la sórdida
vida del suburbio se había reanudado como si nada hubiera ocurrido. Eran casi las
veinte y los establecimientos de bebida frecuentados por los proles (les llamaban, con
una palabra antiquísima, «tabernas») estaban llenas de clientes. De sus puertas
oscilantes, que se abrían y cerraban sin cesar, salía un olor mezclado de orines, serrín
y cerveza.
En un ángulo formado por una casa de fachada saliente estaban reunidos tres
hombres. El de en medio tenía en la mano un periódico doblado que los otros dos
miraban por encima de sus hombros. Antes ya de acercarse lo suficiente para ver la
expresión de sus caras, pudo deducir Winston, por la inmovilidad de sus cuerpos, que
estaban absortos. Lo que leían era seguramente algo de mucha importancia. Estaba a
pocos pasos de ellos cuando de pronto se deshizo el grupo y dos de los hombres
empezaron a discutir violentamente. Parecía que estaban a punto de pegarse.
—¿No puedes escuchar lo que te digo? Te aseguro que ningún número terminado
en siete ha ganado en estos catorce meses.
—Te digo que sí.
—No, no ha salido ninguno terminado en siete. En casa los tengo apuntados todos
en un papel desde hace dos años. Nunca dejo de copiar el número. Y te digo que
ningún número ha terminado en siete...
—Sí; un siete ganó. Además, sé que terminaba en cuatro, cero, siete. Fue en
febrero... En la segunda semana de febrero.
—Ni en febrero ni nada. Te digo que lo tengo apuntado.
—Bueno, a ver si lo dejáis —dijo el tercer hombre. Estaban hablando de la
lotería. Winston volvió la cabeza cuando ya estaba a treinta metros de distancia.
Todavía seguían discutiendo apasionadamente. La lotería, que pagaba cada semana
enormes premios, era el único acontecimiento público al que los proles concedían una
seria atención. Probablemente, había millones de proles para quienes la lotería era la
principal razón de su existencia. Era toda su delicia, su locura, su estimulante
intelectual. En todo lo referente a la lotería, hasta la gente que apenas sabía leer y
escribir parecía capaz de intrincados cálculos matemáticos y de asombrosas proezas
memorísticas. Toda una tribu de proles se ganaba la vida vendiendo predicciones,
amuletos, sistemas para dominar el azar y otras cosas que servían a los maniáticos.
Winston nada tenía que ver con la organización de la lotería, dependiente del
Ministerio de la Abundancia. Pero sabía perfectamente (como cualquier miembro del
Partido) que los premios eran en su mayoría imaginarios. Sólo se pagaban pequeñas
sumas y los ganadores de los grandes premios eran personas inexistentes. Como no
había verdadera comunicación entre una y otra parte de Oceanía, esto resultaba muy
fácil.

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Si había esperanzas, estaba en los proles. Ésta era la idea esencial. Decirlo,
sonaba a cosa razonable, pero al mirar aquellos pobres seres humanos, se convertía en
un acto de fe. La calle por la que descendía Winston, le despertó la sensación de que
ya antes había estado por allí y que no hacía mucho tiempo fue una calle importante.
Al final de ella había una escalinata por donde se bajaba a otra calle en la que estaba
un mercadillo de legumbres. Entonces recordó Winston dónde estaba: en la primera
esquina, a unos cinco minutos de marcha, estaba la tienda de compraventa donde él
había adquirido el libro en blanco donde ahora llevaba su Diario. Y en otra tienda no
muy distante, había comprado la pluma y el frasco de tinta.
Se detuvo un momento en lo alto de la escalinata. Al otro lado de la calle había
una sórdida taberna cuyas ventanas parecían cubiertas de escarcha; pero sólo era
polvo. Un hombre muy viejo con bigotes blancos, encorvado, pero bastante activo,
empujó la puerta oscilante y entró. Mientras observaba desde allí, se le ocurrió a
Winston que aquel viejo, que por lo menos debía de tener ochenta años, habría sido
ya un hombre maduro cuando ocurrió la Revolución. Él y unos cuantos como él eran
los últimos eslabones que unían al mundo actual con el mundo desaparecido del
capitalismo. En el Partido no había mucha gente cuyas ideas se hubieran formado
antes de la Revolución. La generación más vieja había sido barrida casi por completo
en las grandes purgas de los años cincuenta y sesenta y los pocos que sobrevivieron
vivían aterrorizados y en una entrega intelectual absoluta. Si vivía aún alguien que
pudiera contar con veracidad las condiciones de vida en la primera mitad del siglo,
tenía que ser un prole. De pronto recordó Winston el trozo del libro de historia que
había copiado en su Diario y le asaltó un impulso loco. Entraría en la taberna, trabaría
conocimiento con aquel viejo y le interrogaría. Le diría: «Cuénteme su vida cuando
era usted un muchacho, ¿se vivía entonces mejor que ahora o peor?».
Precipitadamente, para no tener tiempo de asustarse, bajó la escalinata y cruzó la
calle. Desde luego, era una locura. Como de costumbre, no había ninguna prohibición
concreta de hablar con los proles y frecuentar sus tabernas, pero no podía pasar
inadvertido ya que era rarísimo que alguien lo hiciera. Si aparecía alguna patrulla,
Winston podría decir que se había sentido mal, pero no lo iban a creer. Empujó la
puerta y le dio en la cara un repugnante olor a queso y a cerveza agria. Al entrar él,
las voces casi se apagaron. Todos los presentes le miraban su «mono» azul. Unos
individuos que jugaban al blanco con unos dardos se interrumpieron durante medio
minuto. El viejo al que él había seguido estaba acodado en el bar discutiendo con el
barman, un joven corpulento de nariz ganchuda y enormes antebrazos. Otros clientes,
con vasos en la mano, contemplaban la escena.
—¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de cerveza? —decía el viejo.
—¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»? —preguntó el tabernero
inclinándose sobre el mostrador con los dedos apoyados en él.

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—Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste hay que
mandarle a la escuela.
—Nunca he oído hablar de pintas para beber. Aquí se sirve por litros, medios
litros... Ahí enfrente tiene usted los vasos en ese estante para cada cantidad de
líquido.
—Cuando yo era joven —insistió el viejo— no bebíamos por litros ni por medios
litros.
—Cuando usted era joven nosotros vivíamos en las copas de los árboles —dijo el
tabernero guiñándoles el ojo a los otros clientes.
Hubo una carcajada general y la intranquilidad causada por la llegada de Winston
parecía haber desaparecido. El viejo enrojeció, se volvió para marcharse,
refunfuñando, y tropezó con Winston. Winston lo cogió deferentemente por el brazo.
—¿Me permite invitarle a beber algo? —dijo.
—Usted es un caballero —dijo el otro, que parecía no haberse fijado en el
«mono» azul de Winston—. ¡Una pinta, quiera usted o no quiera! —añadió agresivo
dirigiéndose al tabernero.
Éste llenó dos vasos de medio litro con cerveza negra. La cerveza era la única
bebida que se podía conseguir en los establecimientos de bebidas de los proles. Estos
no estaban autorizados a beber cerveza aunque en la práctica se la proporcionaban
con mucha facilidad. El tiro al blanco con dardos estaba otra vez en plena actividad y
los hombres que bebían en el mostrador discutían sobre billetes de lotería. Todos
olvidaron durante unos momentos la presencia de Winston. Había una mesa debajo
de una ventana donde el viejo y él podrían hablar sin miedo a ser oídos. Era
terriblemente peligroso, pero no había telepantalla en la habitación. De esto se había
asegurado Winston en cuanto entró.
—Debe usted de haber visto grandes cambios desde que era usted un muchacho
—empezó a explorar Winston.
La pálida mirada azul del viejo recorrió el local como si fuera allí donde los
cambios habían ocurrido.
—La cerveza era mejor —dijo por último—; y más barata. Cuando yo era un
jovencito, la cerveza costaba cuatro peniques los tres cuartos. Eso era antes de la
guerra, naturalmente.
—¿Qué guerra era ésa? —preguntó Winston.
—Siempre hay alguna guerra —dijo el anciano con vaguedad. Levantó el vaso y
brindó—: ¡A su salud, caballero!
En su delgada garganta la nuez puntiaguda hizo un movimiento de sorprendente
rapidez arriba y abajo y la cerveza desapareció. Winston se acercó al mostrador y
volvió con otros dos medios litros.
—Usted es mucho mayor que yo —dijo Winston—. Cuando yo nací sería usted

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ya un hombre hecho y derecho. Usted puede recordar lo que pasaba en los tiempos
anteriores a la Revolución; en cambio, la gente de mi edad no sabe nada de esa época.
Sólo podemos leerlo en los libros, y lo que dicen los libros puede no ser verdad. Me
gustaría saber su opinión sobre esto. Los libros de historia dicen que la vida anterior a
la Revolución era por completo distinta de la de ahora. Había una opresión terrible,
injusticias, pobreza... en fin, que no puede uno imaginar siquiera lo malo que era
aquello. Aquí, en Londres, la gran masa de gente no tenía qué comer desde que
nacían hasta que morían. La mitad de aquellos desgraciados no tenían zapatos que
ponerse. Trabajaban doce horas al día, dejaban de estudiar a los nueve años y en cada
habitación dormían diez personas. Y a la vez había algunos individuos, muy pocos,
sólo unos cuantos miles en todo el mundo, los capitalistas, que eran ricos y
poderosos. Eran dueños de todo. Vivían en casas enormes y suntuosas con treinta
criados, sólo se movían en autos y coches de cuatro caballos, bebían champán y
llevaban sombrero de copa.
El viejo se animó de pronto.
—¡Sombreros de copa! —exclamó—. Es curioso que los nombre usted. Ayer
mismo pensé en ellos no sé por qué. Me acordé de cuánto tiempo hace que no se ve
un sombrero de copa. Han desaparecido por completo. La última vez que llevé uno
fue en el entierro de mi cuñada. Y aquello fue... pues por lo menos hace cincuenta
años, aunque la fecha exacta no puedo saberla. Claro, ya comprenderá usted que lo
alquilé para aquella ocasión...
—Lo de los sombreros de copa no tiene gran importancia —dijo Winston con
paciencia—. Pero estos capitalistas —ellos, unos cuantos abogados y sacerdotes y los
demás auxiliares que vivían de ellos— eran los dueños de la tierra. Todo lo que
existía era para ellos. Ustedes, la gente corriente, los trabajadores, eran sus esclavos.
Los capitalistas podían hacer con ustedes lo que quisieran. Por ejemplo, mandarlos al
Canadá como ganado. Si se les antojaba, se podían acostar con las hijas de ustedes. Y
cuando se enfadaban, los azotaban a ustedes con un látigo llamado el gato de nueve
colas. Si se encontraban ustedes a un capitalista por la calle, tenían que quitarse la
gorra. Cada capitalista salía acompañado por una pandilla de lacayos que...
—¡Lacayos! Ahí tiene usted una palabra que no he oído desde hace muchísimos
años. ¡Lacayos! Eso me recuerda muchas cosas pasadas. Hará medio siglo
aproximadamente, solía pasear yo a veces por Hyde Park los domingos por la tarde
para escuchar a unos tipos que pronunciaban discursos: Ejército de salvación,
católicos, judíos, indios... En fin, allí había de todo. Y uno de ellos..., no puedo
recordar el nombre, pero era un orador de primera, no hacía más que gritar:
«¡Lacayos, lacayos de la burguesía! ¡Esclavos de las clases dirigentes!». Y también le
gustaba mucho llamarlos parásitos y a los otros les llamaba hienas. Sí, una palabra
algo así como hiena. Claro que se refería al Partido laborista, ya se hará usted cargo.

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Winston tenía la sensación de que cada uno de ellos estaba hablando por su
cuenta. Debía orientar un poco la conversación:
—Lo que yo quiero saber es si le parece a usted que hoy día tenemos más libertad
que en la época de usted. ¿Le tratan a usted más como un ser humano? En el pasado,
los ricos, los que estaban en lo alto...
—La Cámara de los Lores —evocó el viejo.
—Bueno, la Cámara de los Lores. Le pregunto a usted si esa gente le trataba
como a un inferior por el simple hecho de que ellos eran ricos y usted pobre. Por
ejemplo, ¿es cierto que tenía usted que quitarse la gorra y llamarles «señor» cuando
se los cruzaba usted por la calle?
El hombre reflexionó profundamente. Antes de contestar se bebió un cuarto de
litro de cerveza.
—Sí —dijo por fin—. Les gustaba que uno se llevara la mano a la gorra. Era una
señal de respeto. Yo no estaba conforme con eso, pero lo hacía muchas veces. No
tenía más remedio.
—¿Y era habitual —tenga usted en cuenta que estoy repitiendo lo que he leído en
nuestros libros de texto para las escuelas—, era habitual en aquella gente, en los
capitalistas, empujarles a ustedes de la acera para tener libre el paso?
—Uno me empujó una vez —dijo el anciano—. Lo recuerdo como si fuera ayer.
Era un día de regatas nocturnas y en esas noches había mucha gente grosera, y me
tropecé con un tipo joven y jactancioso en la avenida Shaftesbury. Era un caballero,
iba vestido de etiqueta y con sombrero de copa. Venía haciendo zigzags por la acera y
tropezó conmigo. Me dijo: «¿Por qué no mira usted por dónde va?». Yo le dije: «¡A
ver si se ha creído usted que ha comprado la acera!». Y va y me contesta: «Le voy a
dar a usted para el pelo si se descara así conmigo». Entonces yo le solté: «Usted está
borracho y, si quiero, acabo con usted en medio minuto». Sí señor, eso le dije y no sé
si me creerá usted, pero fue y me dio un empujón que casi me manda debajo de las
ruedas de un autobús. Pero yo por entonces era joven y me dispuse a darle su
merecido; sin embargo...
Winston perdía la esperanza de que el viejo le dijera algo interesante. La memoria
de aquel hombre no era más que un montón de detalles. Aunque se pasara el día
interrogándole, nada sacaría en claro. Según sus «declaraciones», los libros de
Historia publicados por el Partido podían seguir siendo verdad, después de todo;
podían ser incluso completamente verídicos. Hizo un último intento.
—Quizás no me he explicado bien. Lo que trato de decir es esto: usted ha vivido
mucho tiempo; la mitad de su vida ha transcurrido antes de la Revolución. En 1925,
por ejemplo, era usted ya un hombre. ¿Podría usted decir, por lo que recuerda de
entonces, que la vida era en 1925 mejor que ahora o peor? Si tuviera usted que
escoger, ¿preferiría usted vivir entonces o ahora?

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El anciano contempló meditabundo a los que tiraban al blanco. Terminó su
cerveza con mas lentitud que la vez anterior y por último habló con un tono filosófico
y tolerante como si la cerveza lo hubiera dulcificado.
—Ya sé lo que espera usted que le diga. Usted querría que le dijera que prefiero
volver a ser joven. Muchos lo dicen porque en la juventud se tiene salud y fuerza. En
cambio, a mis años nunca se está bien del todo. Tengo muchos achaques. He de
levantarme seis y siete veces por la noche cuando me da el dolor. Por otra parte, esto
de ser viejo tiene muchas ventajas. Por ejemplo, las mujeres no le preocupan a uno y
eso es una gran ventaja. Yo hace treinta años que no he estado con una mujer, no sé si
me creerá usted. Pero lo más grande es que no he tenido ganas.
Winston se apoyó en el alféizar de la ventana. Era inútil proseguir. Iba a pedir
más cerveza cuando el viejo se levantó de pronto y se dirigió renqueando hacia el
urinario apestoso que estaba al fondo del local. Winston siguió unos minutos sentado
contemplando su vaso vacío y, casi sin darse cuenta, se encontró otra vez en la calle.
Dentro de veinte años, a lo más —pensó—, la inmensa y sencilla pregunta «¿Era la
vida antes de la Revolución mejor que ahora?» dejaría de tener sentido por completo.
Pero ya ahora era imposible contestarla, puesto que los escasos supervivientes del
mundo antiguo eran incapaces de comparar una época con otra. Recordaban un
millón de cosas insignificantes, una pelea con un compañero de trabajo, la búsqueda
de una bomba de bicicleta que habían perdido, la expresión habitual de una hermana
fallecida hacía muchos años, los torbellinos de polvo que se formaron en una mañana
tormentosa hace setenta años... pero todos los hechos trascendentales quedaban fuera
del radio de su atención. Eran como las hormigas, que pueden ver los objetos
pequeños, pero no los grandes. Y cuando la memoria fallaba y los testimonios
escritos eran falsificados, las pretensiones del Partido de haber mejorado las
condiciones de la vida humana tenían que ser aceptadas necesariamente porque no
existía ni volvería nunca a existir un nivel de vida con el cual pudieran ser
comparadas.
En aquel momento el fluir de sus pensamientos se interrumpió de repente. Se
detuvo y levantó la vista. Se hallaba en una calle estrecha con unas cuantas
tiendecitas oscuras salpicadas entre casas de vecinos. Exactamente encima de su
cabeza pendían unas bolas de metal descoloridas que habían sido doradas. Conocía
este sitio. Era la tienda donde había comprado el Diario. Sintió miedo. Ya había sido
bastante arriesgado comprar el libro y se había jurado a sí mismo no aparecer nunca
más por allí. Sin embargo, en cuanto permitió a sus pensamientos que corrieran en
libertad, le habían traído sus pies a aquel mismo sitio. Precisamente, había iniciado su
Diario para librarse de impulsos suicidas como aquél. Al mismo tiempo, notó que
aunque eran las veintiuna seguía abierta la tienda. Creyendo que sería más prudente
estar oculto dentro de la tienda que a la vista de todos en medio de la calle, entró. Si

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le preguntaban podía decir que andaba buscando hojas de afeitar.
El dueño acababa de encender una lámpara de aceite que echaba un olor molesto,
pero tranquilizador. Era un hombre de unos sesenta años, de aspecto frágil, y un poco
encorvado, con una nariz larga y simpática y ojos de suave mirar a pesar de las gafas
de gruesos cristales. Su cabello era casi blanco, pero las cejas, muy pobladas, se
conservaban negras. Sus gafas, sus movimientos acompasados y el hecho de que
llevaba una vieja chaqueta de terciopelo negro le daban un cierto aire intelectual
como si hubiera sido un hombre de letras o quizás un músico. De voz suave, algo
apagada, tenía un acento menos marcado que la mayoría de los proles.
—Le reconocí a usted cuando estaba ahí fuera parado —dijo inmediatamente—.
Usted es el caballero que me compró aquel álbum para regalárselo, seguramente, a
alguna señorita. Era de muy buen papel. «Papel crema» solían llamarle. Por lo menos
hace cincuenta años que no se ha vuelto a fabricar un papel como ése —miró a
Winston por encima de sus gafas—. ¿Puedo servirle en algo especial? ¿O sólo quería
usted echar un vistazo?
—Pasaba por aquí —dijo Winston vagamente—. He entrado a mirar estas cosas.
No deseo nada concreto.
—Me alegro —dijo el otro— porque no creo que pudiera haberle servido. —Hizo
un gesto de disculpa con su fina mano derecha—. Ya ve usted; la tienda está casi
vacía. Entre nosotros, le diré que el negocio de antigüedades está casi agotado. Ni hay
clientes ni disponemos de género. Los muebles, los objetos de porcelana y de cristal...
todo eso ha ido desapareciendo poco a poco, y los hierros artísticos y demás metales
han sido fundidos casi en su totalidad. No he vuelto a ver un candelabro de bronce
desde hace muchos años.
En efecto, el interior de la pequeña tienda estaba atestado de objetos, pero casi
ninguno de ellos tenía el más pequeño valor. Había muchos cuadros que cubrían por
completo las paredes. En el escaparate se exhibían portaplumas rotos, cinceles
mellados, relojes mohosos que no pretendían funcionar y otras baratijas. Sólo en una
mesita de un rincón había algunas cosas de interés: cajitas de rapé, broches de ágata,
etc. Al acercarse Winston a esta mesa le sorprendió un objeto redondo y brillante que
cogió para examinarlo.
Era un trozo de cristal en forma de hemisferio. Tenía una suavidad muy especial,
tanto por su color como por la calidad del cristal. En su centro, aumentado por la
superficie curvada, se veía un objeto extraño que recordaba a una rosa o una
anémona.
—¿Qué es esto? —dijo Winston, fascinado.
—Eso es coral —dijo el hombre—. Creo que procede del Océano índico. Solían
engarzarlo dentro de una cubierta de cristal. Por lo menos hace un siglo que lo
hicieron. Seguramente más, a juzgar por su aspecto.

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—Es de una gran belleza —dijo Wínston.
—De una gran belleza, sí, señor —repitió el otro con tono de entendido—. Pero
hoy día no hay muchas personas que lo sepan reconocer —carraspeó—. Si usted
quisiera comprarlo, le costaría cuatro dólares. Recuerdo el tiempo en que una cosa
como ésta costaba ocho libras, y ocho libras representaban... en fin, no sé
exactamente cuánto; desde luego, muchísimo dinero. Pero ¿quién se preocupa hoy
por las antigüedades auténticas, por las pocas que han quedado?
Winston pagó inmediatamente los cuatro dólares y se guardó el codiciado objeto
en el bolsillo. Lo que le atraía de él no era tanto su belleza como el aire que tenía de
pertenecer a una época completamente distinta de la actual. Aquel cristal no se
parecía a ninguno de los que él había visto. Era de una suavidad extraordinaria, con
reflejos acuosos. Era el coral doblemente atractivo por su aparente inutilidad, aunque
Winston pensó que en tiempos lo habían utilizado como pisapapeles. Pesaba mucho,
pero afortunadamente, no le abultaba demasiado en el bolsillo. Para un miembro del
Partido era comprometedor llevar una cosa como aquélla. Todo lo antiguo, y mucho
más lo que tuviera alguna belleza, resultaba vagamente sospechoso. El dueño de la
tienda pareció alegrarse mucho de cobrar los cuatro dólares. Winston comprendió que
se habría contentado con tres e incluso con dos.
—Arriba tengo otra habitación que quizás le interesara a usted ver —le propuso
—. No hay gran cosa en ella, pero tengo dos o tres piezas... Llevaremos una luz.
Encendió otra lámpara y agachándose subió lentamente por la empinada escalera,
de peldaños medio rotos. Luego entraron por un pasillo estrecho siguiendo hasta una
habitación que no daba a la calle, sino a un patio y a un bosque de chimeneas:
Winston notó que los muebles estaban dispuestos como si fuera a vivir alguien en el
cuarto. Había una alfombra en el suelo, un cuadro o dos en las paredes, y un sillón
junto a la chimenea. Un antiguo reloj de cristal, en cuya esfera figuraban las doce
horas, estilo antiguo, emitía su tictac desde la repisa de la chimenea. Bajo la ventana
y ocupando casi la cuarta parte de la estancia había una enorme cama con el colchón
descubierto.
—Aquí vivíamos hasta que murió mi mujer —dijo el vendedor disculpándose—.
Voy vendiendo los muebles poco a poco. Ésa es una preciosa cama de caoba. Lo malo
son las chinches. Si hubiera manera de acabar con ellas...
Sostenía la lámpara lo más alto posible para iluminar toda la habitación y a su
débil luz resultaba aquel sitio muy acogedor. A Winston se le ocurrió pensar que sería
muy fácil alquilar este cuarto por unos cuantos dólares a la semana si se decidiera a
correr el riesgo. Era una idea descabellada, desde luego, pero el dormitorio había
despertado en él una especie de nostalgia, un recuerdo ancestral. Le parecía saber
exactamente lo que se experimentaba al reposar en una habitación como aquélla,
hundido en un butacón junto al fuego de la chimenea mientras se calentaba la tetera

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en las brasas. Allí solo, completamente seguro, sin nadie más que le vigilara a uno,
sin voces que le persiguieran ni más sonido que el murmullo de la tetera y el amable
tic-tac del reloj.
—¡No hay telepantalla! —se le escapó en voz baja.
—Ah —dijo el hombre—. Nunca he tenido esas cosas. Son demasiado caras.
Además no veo la necesidad... Fíjese en esa mesita de aquella esquina. Aunque,
naturalmente, tendría usted que poner nuevos goznes si quisiera utilizar las alas.
En otro rincón había una pequeña librería. Winston se apresuró a examinarla. No
había ningún libro interesante en ella. La caza y destrucción de libros se había
realizado de un modo tan completo en los barrios proles como en las casas del Partido
y en todas partes. Era casi imposible que existiera en toda Oceanía un ejemplar de un
libro impreso antes de 1960. El vendedor, sin dejar la lámpara, se había detenido ante
un cuadrito enmarcado en palo rosa, colgado al otro lado de la chimenea, frente a la
cama.
—Si le interesan a usted los grabados antiguos... —propuso delicadamente.
Winston se acercó para examinar el cuadro. Era un grabado en acero de un
edificio ovalado con ventanas rectangulares y una pequeña torre en la fachada. En
torno al edificio corría una verja y al fondo se veía una estatua. Winston la contempló
unos momentos. Le parecía algo familiar, pero no podía recordar la estatua.
—El marco está clavado en la pared —dijo el otro—, pero podría destornillarlo si
usted lo quiere.
—Conozco ese edificio —dijo Winston por fin—. Está ahora en ruinas, cerca del
Palacio de justicia.
—Exactamente. Fue bombardeado hace muchos años. En tiempos fue una iglesia.
Creo que la llamaban San Clemente. —Sonrió como disculpándose por haber dicho
algo ridículo y añadió—: «Naranjas y limones, dicen las campanas de San
Clemente».
—¿Cómo? —dijo Winston.
—Es de unos versos que yo sabía de pequeño. Empezaban: «Naranjas y limones,
dicen las campanas de San Clemente». Ya no recuerdo cómo sigue. Pero sí me
acuerdo de la terminación: «Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando te vayas a
acostar. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza». Era una especie de danza.
Unos tendían los brazos y otros pasaban por debajo y cuando llegaban a aquello de
«He aquí el hacha para cortarte la cabeza», bajaban los brazos y le cogían a uno. La
canción estaba formada por los nombres de varias iglesias, de todas las principales
que había en Londres.
Winston se preguntó a qué siglo pertenecerían las iglesias. Siempre era difícil
determinar la edad de un edificio de Londres. Cualquier construcción de gran tamaño
e impresionante aspecto, con tal de que no se estuviera derrumbando de puro vieja, se

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decía automáticamente que había sido construida después de la Revolución, mientras
que todo lo anterior se adscribía a un oscuro período llamado la Edad Media. Los
siglos de capitalismo no habían producido nada de valor. Era imposible aprender
historia a través de los monumentos y de la arquitectura. Las estatuas, inscripciones,
lápidas, los nombres de las calles, todo lo que pudiera arrojar alguna luz sobre el
pasado, había sido alterado sistemáticamente.
—No sabía que había sido una iglesia —dijo Winston.
—En realidad, hay todavía muchas de ellas aunque se han dedicado a otros fines
—le aclaró el dueño de la tienda—. Ahora recuerdo otro verso:

Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente, me debes tres


peniques, dicen las campanas de San Martín.

—No puedo recordar más versos.


—¿Dónde estaba San Martín? —dijo Winston.
—¿San Martín? Está todavía en pie. Sí, en la Plaza de la Victoria, junto al Museo
de Pinturas. Es una especie de porche triangular con columnas y grandes escalinatas.
Winston conocía bien aquel lugar. El edificio se usaba para propaganda de varias
clases: exposiciones de maquetas de bombas cohete y de fortalezas volantes, grupos
de figuras de cera que ilustraban las atrocidades del enemigo y cosas por el estilo.
—San Martín de los Campos, como le llamaban —aclaró el otro—, aunque no
recuerdo que hubiera campos por esa parte.
Winston no compró el cuadro. Hubiera sido una posesión aún más incongruente
que el pisapapeles de cristal e imposible de llevar a casa a no ser que le hubiera
quitado el marco. Pero se quedó unos minutos más hablando con el dueño, cuyo
nombre no era Weeks —como él había supuesto por el rótulo de la tienda—, sino
Charrington. El señor Charrington era viudo, tenía sesenta y tres años y había
habitado en la tienda desde hacía treinta. En todo este tiempo había pensado cambiar
el nombre que figuraba en el rótulo, pero nunca había llegado a convencerse de la
necesidad de hacerlo. Durante toda su conversación, la canción medio recordada le
zumbaba a Winston en la cabeza. Naranjas y limones, dicen las campanas de San
Clemente; me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín. Era curioso
que al repetirse esos versos tuviera la sensación de estar oyendo campanas, las
campanas de un Londres desaparecido o que existía en alguna parte. Winston, sin
embargo, no recordaba haber oído campanas en su vida.
Salió de la tienda del señor Charrington. Se había adelantado a él desde el piso de
arriba. No quería que lo acompañase hasta la puerta para que no se diera cuenta de
que reconocía la calle por si había alguien. En efecto, había decidido volver a visitar
la tienda cuando pasara un tiempo prudencial; por ejemplo, un mes. Después de todo,

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esto no era más peligroso que faltar una tarde al Centro. Lo más arriesgado había sido
volver después de comprar el Diario sin saber si el dueño de la tienda era de fiar. Sin
embargo...
Sí, pensó otra vez, volvería. Compraría más objetos antiguos y bellos. Compraría
el grabado de San Clemente y se lo llevaría a casa sin el marco escondiéndolo debajo
del «mono». Le haría recordar al señor Charrington el resto de aquel poema. Incluso
el desatinado proyecto de alquilar la habitación del primer piso, le tentó de nuevo.
Durante unos cinco segundos, su exaltación le hizo imprudente y salió a la calle sin
asegurarse antes por el escaparate de que no pasaba nadie. Incluso empezó a tararear
con música improvisada.

Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente. Me debes tres


peniques, dicen las...

De pronto pareció helársele el corazón y derretírsele las entrañas. Una figura en


«mono» azul avanzaba hacia él a unos diez metros de distancia. Era la muchacha del
Departamento de Novela, la joven del cabello negro. Anochecía, pero podía
reconocerla fácilmente. Ella lo miró directamente a la cara y luego apresuró el paso y
pasó junto a él como si no lo hubiera visto.
Durante unos cuantos segundos, Winston quedó paralizado. Luego torció a la
derecha y anduvo sin notar que iba en dirección equivocada. De todos modos, era
evidente que la joven lo espiaba. Tenía que haberlo seguido hasta allí, pues no podía
creerse que por pura casualidad hubiera estado paseando en la misma tarde por la
misma callejuela oscura a varios kilómetros de distancia de todos los barrios
habitados por los miembros del Partido. Era una coincidencia demasiado grande. Que
fuera una agente de la Policía del Pensamiento o sólo una espía aficionada que
actuase por oficiosidad, poco importaba. Bastaba con que estuviera vigilándolo.
Probablemente, lo había visto también en la taberna.
Le costaba gran trabajo andar. El pisapapeles de cristal que llevaba en el bolsillo
le golpeaba el muslo a cada paso y estuvo tentado de arrojarlo muy lejos. Lo peor era
que le dolía el vientre. Por unos instantes tuvo la seguridad de que se moriría si no
encontraba en seguida un retrete público, pero en un barrio como aquél no había tales
comodidades. Afortunadamente, se le pasaron esas angustias quedándole sólo un
sordo dolor.
La calle no tenía salida. Winston se detuvo, preguntándose qué haría. Mas hizo lo
único que le era posible, volver a recorrerla hasta la salida. Sólo hacía tres minutos
que la joven se había cruzado con él, y si corría, podría alcanzarla. Podría seguirla
hasta algún sitio solitario y romperle allí el cráneo con una piedra. Le bastaría con el
pisapapeles. Pero abandonó en seguida esta idea, ya que le era intolerable realizar un

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esfuerzo físico. No podía correr ni dar el golpe. Además, la muchacha era joven y
vigorosa y se defendería bien. Se le ocurrió también acudir al Centro Comunal y
estarse allí hasta que cerraran para tener una coartada de su empleo del tiempo
durante la tarde. Pero aparte de que sería sólo una coartada parcial, el proyecto era
imposible de realizar. Le invadió una mortal laxitud. Sólo quería llegar a casa pronto
y descansar.
Eran más de las veintidós cuando regresó al piso. Apagarían las luces a las
veintitrés treinta. Entró en su cocina y se tragó casi una taza de ginebra de la Victoria.
Luego se dirigió a la mesita, sentóse y sacó el Diario del cajón. Pero no lo abrió en
seguida. En la telepantalla una violenta voz femenina cantaba una canción patriótica a
grito pelado. Observó la tapa del libro intentando inútilmente no prestar atención a la
voz.
Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes de que lo
cogieran a uno. Algunos lo hacían. Muchas de las llamadas desapariciones no eran
más que suicidios. Pero hacía falta un valor desesperado para matarse en un mundo
donde las armas de fuego y cualquier veneno rápido y seguro eran imposibles de
encontrar. Pensó con asombro en la inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la
traición del cuerpo humano, que siempre se inmoviliza en el momento exacto en que
es necesario realizar algún esfuerzo especial. Podía haber eliminado a la muchacha
morena sólo con haber actuado rápida y eficazmente; pero precisamente por lo
extremo del peligro en que se hallaba había perdido la facultad de actuar. Le
sorprendió que en los momentos de crisis no estemos luchando nunca contra un
enemigo externo, sino siempre contra nuestro propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar
de la ginebra, la sorda molestia de su vientre le impedía pensar ordenadamente. Y lo
mismo ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas o trágicas. En el campo
de batalla, en la cámara de las torturas, en un barco que naufraga, se olvida siempre
por qué se debate uno ya que el cuerpo acaba llenando el universo, e incluso cuando
no estamos paralizados por el miedo o chillando de dolor, la vida es una lucha de
cada momento contra el hambre, el frío o el insomnio, contra un estómago dolorido o
un dolor de muelas.
Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla había
empezado una nueva canción. Su voz sé le clavaba a Winston en el cerebro como
pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O'Brien, a quien dirigía su Diario, pero en vez
de ello, empezó a pensar en las cosas que le sucederían cuando lo detuviera la Policía
del Pensamiento. No importaba que lo matasen a uno en seguida. Esa muerte era la
esperada. Pero antes de morir (nadie hablaba de estas cosas aunque nadie las
ignoraba) había que pasar por la rutina de la confesión: arrastrarse por el suelo, gritar
pidiendo misericordia, el chasquido de los huesos rotos, los dientes partidos y los
mechones ensangrentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el mismo?

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¿Por qué no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la vigilancia ni dejaba de confesar.
El culpable de crimental estaba completamente seguro de que lo matarían antes o
después. ¿Para qué, pues, todo ese horror que nada alteraba?
Por fin, consiguió evocar la imagen de O'Brien. «Nos encontraremos en el sitio
donde no hay oscuridad», le había dicho O'Brien en el sueño. Winston sabía lo que
esto significaba, o se figuraba saberlo. El lugar donde no hay oscuridad era el futuro
imaginado, que nunca se vería; pero, por adivinación, podría uno participar en él
místicamente. Con la voz de la telepantalla zumbándole en los oídos no podía pensar
con ilación. Se puso un cigarrillo en la boca. La mitad del tabaco se le cayó en la
lengua, un polvillo amargo que luego no se podía escupir. El rostro del Gran
Hermano flotaba en su mente desplazando al de O'Brien. Lo mismo que había hecho
unos días antes, se sacó una moneda del bolsillo y la contempló. El rostro le miraba
pesado, tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se escondía bajo el oscuro
bigote? Las palabras de las consignas martilleaban el cerebro de Winston:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

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