1984 Plano
1984 Plano
1984 Plano
George Orwell
1948
Índice general
Parte primera 4
Capítulo I 5
Capítulo II 21
Capítulo III 29
Capítulo IV 37
Capítulo V 46
Capítulo VI 59
Capítulo VII 64
Capítulo VIII 74
Parte segunda 92
Capítulo I 93
Capítulo II 103
Capítulo IV 119
Capítulo V 128
2
Capítulo VI 136
Capítulo IX 155
Capítulo X 187
Capítulo I 194
Capítulo II 206
Capítulo IV 235
Capítulo V 242
Capítulo VI 246
3
Parte primera
4
Capítulo I
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston
Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el moles-
tísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las
Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una
ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel
de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la
pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura:
la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro
y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras.
Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en
esta época la corriente se cortaba durante las horas de día. Esto era parte de
las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que
subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de várices
por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces.
En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme
rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera
que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO
TE VIGILA, decían las palabras al pie.
Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que
ver con la producción de lingotes de hierro. La voz salía de una placa oblonga
de metal, una especie de espejo empañado, que formaba parte de la superfi-
cie de la pared situada a la derecha. Winston hizo funcionar su regulador y
la voz disminuyó de volumen aunque las palabras seguían distinguiéndose.
El instrumento (llamado telepantalla) podía ser amortiguado, pero no había
manera de cerrarlo del todo. Winston fue hacia la ventana: una figura peque-
ña y frágil cuya delgadez resultaba realzada por el «mono» azul, uniforme
del Partido. Tenía el cabello muy rubio, una cara sanguínea y la piel embas-
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tecida por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío de un invierno
que acababa de terminar.
Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío.
Calle abajo se formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles
rotos subían en espirales y, aunque el sol lucía y el cielo estaba intensamente
azul, nada parecía tener color a no ser los carteles pegados por todas partes.
La cara de los bigotes negros miraba desde todas las esquinas que dominaban
la circulación. En la casa de enfrente había uno de estos cartelones. EL GRAN
HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras, mientras los sombríos ojos
miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en línea vertical con aquél,
había otro cartel roto por un pico, que flameaba espasmódicamente azotado
por el viento, descubriendo y cubriendo alternativamente una sola palabra:
INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre los tejados, se quedaba un
instante colgado en el aire y luego se lanzaba otra vez en un vuelo curvo.
Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la gente a través de los
balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo que
importaba verdaderamente era la Polilla del Pensamiento.
A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando da-
tos sobre el hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla
recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que hiciera Winston
superior a un susurro, era captado por el aparato. Además, mientras perma-
neciera dentro del radio de visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez
que oído. Por supuesto, no había manera de saber si le contemplaban a uno
en un momento dado. Lo único posible era figurarse la frecuencia y el plan
que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar un hilo privado. In-
cluso se concebía que los vigilaran a todos a la vez. Pero, desde luego, podían
intervenir su línea de usted cada vez que se les antojara. Tenía usted que vi-
vir —y en esto el hábito se convertía en un instinto— con la seguridad de que
cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien
y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos serían observados.
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro; aun-
que, como él sabía muy bien, incluso una espalda podía ser reveladora. A un
kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston;
se elevaba inmenso y blanco sobre el sombrío paisaje. «Esto es Londres»,
pensó con una sensación vaga de disgusto; Londres, principal ciudad de la
Franja aérea 1, que era a su vez la tercera de las provincias más pobladas
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de Oceanía. Trató de exprimirse de la memoria algún recuerdo infantil que
le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Hubo siempre estas vistas de
decrépitas casas decimonónicas, con los costados revestidos de madera, las
ventanas tapadas con cartón, los techos remendados con planchas de cinc
acanalado y trozos sueltos de tapias de antiguos jardines? ¿Y los lugares bom-
bardeados, cuyos restos de yeso y cemento revoloteaban pulverizados en el
aire, y el césped amontonado, y los lugares donde las bombas habían abier-
to claros de mayor extensión y habían surgido en ellos sórdidas colonias de
chozas de madera que parecían gallineros? Pero era inútil, no podía recordar:
nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros brillantemente
iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban ininteligibles.
El Ministerio de la Verdad —que en neolengua1 se le llamaba el Miniver—
era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier otro objeto que se
presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal de cemento arma-
do blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos
metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas
sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del
Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
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El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto.
Winston nunca había estado dentro del Minimor, ni siquiera se había acerca-
do a medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no ser por un asunto
oficial y en ese caso había que pasar por un laberinto de caminos rodeados
de alambre espinoso, puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras. In-
cluso las calles que conducían a sus salidas extremas, estaban muy vigiladas
por guardias, con caras de gorila y uniformes negros, armados con porras.
Winston se volvió de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente
la expresión de tranquilo optimismo que era prudente llevar al enfrentarse
con la telepantalla. Cruzó la habitación hacia la diminuta cocina. Por haber
salido del Ministerio a esta hora tuvo que renunciar a almorzar en la cantina
y en seguida comprobó que no le quedaban víveres en la cocina a no ser un
mendrugo de pan muy oscuro que debía guardar para el desayuno del día
siguiente. Tomó de un estante una botella de un líquido incoloro con una
sencilla etiqueta que decía: Ginebra de la Victoria. Aquello olía a medicina,
algo así como el espíritu de arroz chino. Winston se sirvió una tacita, se
preparó los nervios para el choque, y se lo tragó de un golpe como si se lo
hubieran recetado.
Al momento, se le volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle. Este
líquido era como ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma sensa-
ción que si le dieran a uno un golpe en la nuca con una porra de goma. Sin
embargo, unos segundos después, desaparecía la incandescencia del vientre
y el mundo empezaba a resultar más alegre. Winston sacó un cigarrillo de
una cajetilla sobre la cual se leía: Cigarrillos de la Victoria, y como lo tenía
cogido verticalmente por distracción, se le vació en el suelo. Con el próximo
pitillo tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al cuarto de estar y se
sentó ante una mesita situada a la izquierda de la telepantalla. Del cajón sacó
un portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de tamaño in-quarto,
con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.
Por alguna razón la telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una
posición insólita. En vez de hallarse colocada, como era normal, en la pared
del fondo, desde donde podría dominar toda la habitación, estaba en la pared
más larga, frente a la ventana. A un lado de ella había una alcoba que apenas
tenía fondo, en la que se había instalado ahora Winston. Era un hueco que,
al ser construido el edificio, habría sido calculado seguramente para alace-
na o biblioteca. Sentado en aquel hueco y situándose lo más dentro posible,
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Winston podía mantenerse fuera del alcance de la telepantalla en cuanto a la
visualidad, ya que no podía evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la mis-
ma distribución insólita del cuarto lo que le indujo a lo que ahora se disponía
a hacer.
Pero también se lo había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón.
Era un libro excepcionalmente bello. Su papel, suave y cremoso, un poco
amarillento por el paso del tiempo, por lo menos hacía cuarenta años que no
se fabricaba. Sin embargo, Winston suponía que el libro tenía muchos años
más. Lo había visto en el escaparate de un establecimiento de compraventa
en un barrio miserable de la ciudad (no recordaba exactamente en qué barrio
había sido) y en el mismísimo instante en que lo vio, sintió un irreprimible
deseo de poseerlo. Los miembros del Partido no deben entrar en las tiendas
corrientes (a esto se le llamaba, en tono de severa censura, «traficar en el
mercado libre»), pero no se acataba rigurosamente esta prohibición porque
había varios objetos —como cordones para los zapatos y hojas de afeitar—
que era imposible adquirir de otra manera. Winston, antes de entrar en la
tienda, había mirado en ambas direcciones de la calle para asegurarse de
que no venía nadie y, en pocos minutos, adquirió el libro por dos dólares
cincuenta. En aquel momento no sabía exactamente para qué deseaba el libro.
Sintiéndose culpable se lo había llevado a su casa, guardado en su cartera de
mano. Aunque estuviera en blanco, era comprometido guardar aquel libro.
Lo que ahora se disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se
consideraba ilegal (en realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pe-
ro si lo detenían podía es tar seguro de que lo condenarían a muerte, o por
lo menos a veinticinco años de trabajos forzados. Winston puso un plumón
en el portaplumas y lo chupó primero para quitarle la grasa. La pluma era
ya un instrumento arcaico. Se usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar,
pero él se había procurado una, furtivamente y con mucha dificultad, sim-
plemente porque tenía la sensación de que el bello papel cremoso merecía
una pluma de verdad en vez de ser rascado con un lápiz tinta. Pero lo malo
era que no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las notas muy
breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe, totalmente inadecuado
para las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó unos
instantes. En los intestinos se le había producido un ruido que podía delatar-
le. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una letra pequeña
e inhábil escribió:
9
4 de abril de 1984
10
4 de abril de 1984. Anoche estuve en los flicks. Todas las películas
eran de guerra. Había una muy buena de un barco lleno de refu-
giados que lo bombardeaban en no sé dónde del Mediterráneo. Al
público le divirtieron mucho dar planos de un hombre muy grande
y muy gordo que intentaba escaparse nadando de un helicóptero
que lo perseguía, Primero se le veía en el agua chapoteando como
una tortuga, luego lo veías por lar visores de las ametralladoras
del helicóptero, luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros y
el agua a su alrededor que se ponía toda roja y el gordo se hundía
como si el agua le entrase por los agujeros que le habían hecho las
balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo
en el agua, y también una lancha salvavidas llena de niños con un
helicóptero que venga a darle vueltas y más vueltas había una mu-
jer de edad madura que bien podía ser una judía y estaba sentada
en la proa con un niño en lar brazos que quizás tuviera unos tres
años. El niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza entre los
pechos de la mujer y parecía que se quería esconder así y la mujer
lo rodeaba con los brazos y lo consolaba como si ella no estuviese
también aterrada y como si por tenerlo así en los brazos fuera a
evitar que le alcanzaran al niño las balas. Entonces va el helicópte-
ro y tira una bomba de veinte kilos sobre el bote y no queda ni una
astilla de él, que fue una explosión pero que magnífica, y luego sa-
lía un primer plano maravilloso del brazo del niño subiendo por el
aire yo creo que un helicóptero con su cámara debe haberlo seguido
así por el aire y la gente aplaudió muchísimo pero una mujer que
estaba entre los proletarios empezó a armar un escándalo terrible
chillando que no debían echar eso no debían echarlo delante de los
críos que no debían hasta que la policía la sacó de allí a rastras no
creo que le pasara nada a nadie le importa lo que dicen los prole-
tarios porque dicen es la reacción típica de las proletarias y nadie
hace caso y nunca…
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querido poner en su libro. Ahora se daba cuenta de que si había querido
venir a casa a empezar su diario precisamente hoy era a causa de este otro
incidente.
Había ocurrido aquella misma mañana en el Ministerio, si es que algo de
tal vaguedad podía haber ocurrido.
Cerca de las once y ciento en el Departamento de Registro, donde traba-
jaba Winston, sacaban las sillas de las cabinas y las agrupaban en el centro
del vestíbulo, frente a la gran telepantalla, preparándose para los Dos Minu-
tos de Odio. Winston acababa de sentarse en su sitio, en una de las filas de
en medio, cuando entraron dos personas a quienes él conocía de vista, pero
a las cuales nunca había hablado. Una de estas personas era una muchacha
con la que se había encontrado frecuentemente en los pasillos. No sabía su
nombre, pero sí que trabajaba en el Departamento de Novela. Probablemen-
te —ya que la había visto algunas veces con las manos grasientas y llevando
paquetes de composición de imprenta— tendría alguna labor mecánica en
una de las máquinas de escribir novelas. Era una joven de aspecto audaz, de
unos veintisiete años, con espeso cabello negro, cara pecosa y movimientos
rápidos y atléticos. Llevaba el «mono» ceñido por una estrecha faja roja que
le daba varias veces la vuelta a la cintura realzando así la atractiva forma
de sus caderas; y ese cinturón era el emblema de la Liga juvenil AntiSex. A
Winston le produjo una sensación desagradable desde el primer momento
en que la vio. Y sabía la razón de este mal efecto: la atmósfera de los campos
de hockey y duchas frías, de excursiones colectivas y el aire general de higie-
ne mental que trascendía de ella. En realidad, a Winston le molestaban casi
todas las mujeres y especialmente las jóvenes y bonitas porque eran siempre
las mujeres, y sobre todo las jóvenes, lo más fanático del Partido, las que se
tragaban todos los slogans de propaganda y abundaban entre ellas las espías
aficionadas y las que mostraban demasiada curiosidad por lo heterodoxo de
los demás. Pero esta muchacha determinada le había dado la impresión de
ser más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor,
la joven le dirigió una rápida mirada oblicua que por unos momentos dejó
aterrado a Winston. Incluso se le había ocurrido que podía ser una agente de
la Policía del Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin embargo,
Winston siguió sintiendo una intranquilidad muy especial cada vez que la
muchacha se hallaba cerca de él, una mezcla de miedo y hostilidad. La otra
persona era un hombre llamado O’Brien, miembro del Partido Interior y ti-
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tular de un cargo tan remoto e importante, que Winston tenía una idea muy
confusa de qué se trataba. Un rápido murmullo pasó por el grupo ya insta-
lado en las sillas cuando vieron acercarse el «mono» negro de un miembro
del Partido Interior. O’Brien era un hombre corpulento con un ancho cuello
y un rostro basto, brutal, y sin embargo rebosante de buen humor. A pesar
de su formidable aspecto, sus modales eran bastante agradables. Solía ajus-
tarse las gafas con un gesto que tranquilizaba a sus interlocutores, un gesto
que tenía algo de civilizado, y esto era sorprendente tratándose de algo tan
leve. Ese gesto —si alguien hubiera sido capaz de pensar así todavía— podía
haber recordado a un aristócrata del siglo XVIII ofreciendo rapé en su cajita.
Winston había visto a O’Brien quizás sólo una docena de veces en otros tan-
tos años. Sentíase fuertemente atraído por él y no sólo porque le intrigaba el
contraste entre los delicados modales de O’Brien y su aspecto de campeón
de lucha libre, sino mucho más por una convicción secreta —o quizás ni si-
quiera fuera una convicción, sino sólo una esperanza— de que la ortodoxia
política de O’Brien no era perfecta. Algo había en su cara que le impulsaba a
uno a sospecharlo irresistiblemente. Y quizás no fuera ni siquiera heterodo-
xia lo que estaba escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia. Pero
de todos modos su aspecto era el de una persona a la que se le podría hablar
si, de algún modo, se pudiera eludir la telepantalla y llevarlo aparte. Winston
no había hecho nunca el menor esfuerzo para comprobar su sospecha y es
que, en verdad, no había manera de hacerlo. En este momento, O’Brien miró
su reloj de pulsera y, al ver que eran las once y ciento, seguramente decidió
quedarse en el Departamento de Registro hasta que pasaran los Dos Minutos
de Odio. Tomó asiento en la misma fila que Winston, separado de él por dos
sillas., Una mujer bajita y de cabello color arena, que trabajaba en la cabina
vecina a la de Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del cabello negro
se sentó detrás de Winston.
Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una mons-
truosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla si-
tuada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los
dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio.
Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Golds-
tein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbi-
dos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco.
Goldstein era el renegado que desde hacía mucho tiempo (nadie podía recor-
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dar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi con la
misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado a ac-
tividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había
escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de
los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba
de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y
más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes
crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones
y traiciones de toda clase procedían — directamente de sus enseñanzas. En
cierto modo, seguía vivo y conspirando. Quizás se encontrara en algún lugar
enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros, e incluso era posible que, como
se rumoreaba alguna vez, estuviera escondido en algún sitio de la propia
Oceanía.
El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Golds-
tein sin experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío,
delgado, con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una cara
inteligente que tenía, sin embargo, algo de despreciable y una especie de
tontería senil que le prestaba su larga nariz, a cuyo extremo se sostenían en
difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de una oveja y su misma voz
tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el que
atacaba venenosamente las doctrinas del Partido; un ataque tan exagerado
y perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que sus acusaciones no
se tenían de pie, y sin embargo, lo bastante plausible para que pudiera uno
alarmarse y no fueran a dejarse influir por insidias algunas personas ignoran-
tes. Insultaba al Gran Hermano, acusaba al Partido de ejercer una dictadura
y pedía que se firmara inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba por la
libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad de reunión y la libertad
de pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido trai-
cionada. Y todo esto a una rapidez asombrosa que era una especie de parodia
del estilo habitual de los oradores del Partido e incluso utilizando palabras de
neolengua, quizás con más palabras neolingüísticas de las que solían emplear
los miembros del Partido en la vida corriente. Y mientras gritaba, por detrás
de él desfilaban interminables columnas del ejército de Eurasia, para que
nadie interpretase como simple palabrería la oculta maldad de las frases de
Goldstein. Aparecían en la pantalla filas y más filas de forzudos soldados, con
impasibles rostros asiáticos; se acercaban a primer término y desaparecían.
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El sordo y rítmico clap-clap de las botas militares formaba el contrapunto de
la hiriente voz de Goldstein.
Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los
espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha
y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a
sus espaldas, pera demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente.
Además, sólo con ver a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira
automáticamente. Era él un objeto de odio más constante que Eurasia o que
Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas
potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar
de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a
pesar de que apenas pasaba día y cada día ocurría esto mil veces — sin que sus
teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las
tribunas públicas, en los periódicos y en los libros… a pesar de todo ello, su
influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a
dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores
que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía
del Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso ejército que actuaba en
la sombra, una subterránea red de conspiradores que se proponían derribar al
Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también
se rumoreaba que existía un libro terrible, compendio de todas las herejías,
del cual era autor Goldstein y que circulaba clandestinamente. Era un libro
sin título. La gente se refería a él llamándole sencillamente el libro. Pero
de estas cosas sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los miembros
corrientes del Partido no hablaban jamás de la Hermandad ni del libro si
tenían manera de evitarlo.
En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban
y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz
que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto
al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar
en tierra. Incluso O’Brien tenía la cara congestionada. Estaba sentado muy
rígido y respiraba con su poderoso pecho como si estuviera resistiendo la pre-
sión de una gigantesca ola. La joven sentada exactamente detrás de Winston,
aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de
pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó a la pantalla.
El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz continuó
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inexorable. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba chillan-
do histéricamente como los demás y dando fuertes patadas con los talones
contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio
no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al con-
trario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque era
uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir.
Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar
rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una
corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un
loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la rabia que se sentía era una
emoción abstracta e indirecta que podía aplicarse a uno u otro objeto como
la llama de una lámpara de soldadura autógena. Así, en un momento deter-
minado, el odio de Winston no se dirigía contra Goldstein, sino contra el
propio Gran Hermano, contra el Partido y contra la Policía del Pensamiento;
y entonces su corazón estaba de parte del solitario e insultado hereje de la
pantalla, único guardián de la verdad y la cordura en un mundo de mentiras.
Pero al instante siguiente, se hallaba identificado por completo con la gente
que le rodeaba y le parecía verdad todo lo que decían de Goldstein. Entonces,
su odio contra el Gran Hermano se transformaba en adoración, y el Gran
Hermano se elevaba como una invencible torre, como una valiente roca ca-
paz de resistir los ataques de las hordas asiáticas, y Goldstein, a pesar de su
aislamiento, de su desamparo y de la duda que flotaba sobre su existencia
misma, aparecía como un siniestro brujo capaz de acabar con la civilización
entera tan sólo con el poder de su voz.
Incluso era posible, en ciertos momentos, desviar el odio en una u otra
dirección mediante un esfuerzo de voluntad. De pronto, por un esfuerzo se-
mejante al que nos permite se parar de la almohada la cabeza para huir de
una pesadilla, Winston conseguía trasladar su odio a la muchacha que se
encontraba detrás de él. Por su mente pasaban, como ráfagas, bellas y des-
lumbrantes alucinaciones. Le daría latigazos con una porra de goma hasta
matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas como a
san Sebastián. La violaría y en el momento del clímax le cortaría la garganta.
Sin embargo, se dio cuenta mejor que antes de por qué la odiaba. La odiaba
porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la cama con ella
y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y cimbreante cintura, que
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parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa banda
roja, agresivo símbolo de castidad.
El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se ha-
bía convertido en un auténtico balido ovejuno. Y su rostro, que había llegado
a ser el de una oveja, se transformó en la cara de un soldado de Eurasia, el
cual parecía avanzar, enorme y terrible, sobre los espectadores disparando
atronadoramente su fusil ametralladora. Enteramente parecía salirse de la
pantalla, hasta tal punto que muchos de los presentes se echaban hacia atrás
en sus asientos. Pero en el mismo instante, produciendo con ello un hondo
suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura se fundía para que surgiera
en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su negra cabellera y sus gran-
des bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de misteriosa calma y tan
grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo que el gran camarada estaba
diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras que
suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y que no es preciso enten-
derlas una por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de ser
pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran
Hermano y en su lugar aparecieron los tres slogans del Partido en grandes
letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
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segundos. Era un estribillo que surgía en todas las ocasiones de gran emo-
ción colectiva. En parte, era una especie de himno a la sabiduría y majestad
del Gran Hermano; pero, más aún, constituía aquello un procedimiento de
autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia mediante un rui-
do rítmico. A Winston parecían enfriársele las entrañas. En los Dos Minutos
de Odio, no podía evitar que la oleada emotiva le arrastrase, pero este infra-
humano canturreo —«¡G-H… G-H… G-H!»— siempre le llenaba de horror.
Desde luego, se unía al coro; esto era obligatorio: Controlar los verdaderos
sentimientos y hacer lo mismo que hicieran los demás era una reacción na-
tural. Pero durante un par de segundos, sus ojos podían haberlo delatado. Y
fue precisamente en esos instantes cuando ocurrió aquello que a él le había
parecido significativo… si es que había ocurrido.
Momentáneamente, sorprendió la mirada de O’Brien. Éste se había levan-
tado; se había quitado las gafas volviéndoselas a colocar con su delicado y
característico gesto. Pero durante una fracción de segundo, se encontraron
sus ojos con los de Winston y éste supo —sí, lo supo— que O’Brien pensaba
lo mismo que él. Un inconfundible mensaje se había cruzado entre ellos. Era
como si sus dos mentes se hubieran abierto y los pensamientos hubieran vo-
lado de la una a la otra a través de los ojos. «Estoy contigo», parecía estarle
diciendo O’Brien. «Sé en qué estás pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu
disgusto. Pero no te preocupes; ¡estoy contigo!» Y luego la fugacísima comu-
nicación se había interrumpido y la expresión de O’Brien volvió a ser tan
inescrutable como la de todos los demás.
Esto fue todo y ya no estaba seguro de si había sucedido efectivamente.
Tales incidentes nunca tenían consecuencias para Winston. Lo único que ha-
cían era mantener viva en él la creencia o la esperanza de que otros, además
de él, eran enemigos del Partido. Quizás, después de todo, resultaran cier-
tos los rumores de extensas conspiraciones subterráneas; quizás existiera de
verdad la Hermandad. Era imposible, a pesar de los continuos arrestos y las
constantes confesiones y ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no
era sencillamente un mito. Algunos días lo creía Winston; otros, no. No ha-
bía pruebas, sólo destellos que podían significar algo o no significar nada:
retazos de conversaciones oídas al pasar, algunas palabras garrapateadas en
las paredes de los lavabos, y, alguna vez, al encontrarse dos desconocidos,
ciertos movimientos de las manos que podían parecer señales de reconoci-
miento. Pero todo ello eran suposiciones que podían resultar totalmente fal-
18
sas. Winston había vuelto a su cubículo sin mirar otra vez a O’Brien. Apenas
cruzó por su mente la idea de continuar este momentáneo contacto. Hubiera
sido extremadamente peligroso incluso si hubiera sabido él cómo entablar
esa relación. Durante uno o dos segundos, se había cruzado entre ellos una
mirada equívoca, y eso era todo. Pero incluso así, se trataba de un aconte-
cimiento memorable en el aislamiento casi hermético en que uno tenía que
vivir.
Winston se sacudió de encima estos pensamientos y tomó una posición
más erguida en su silla. Se le escapó un eructo. La ginebra estaba haciendo
su efecto.
Volvieron a fijarse sus ojos en la página. Descubrió entonces que durante
todo el tiempo en que había estado recordando, no había dejado de escribir
como por una acción automática. Y ya no era la inhábil escritura retorcida
de antes. Su pluma se había deslizado voluptuosamente sobre el suave papel,
imprimiendo en claras y grandes mayúsculas lo siguiente:
19
Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Se despertaba uno
sobresaltado porque una mano le sacudía a uno el hombro, una linterna le
enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno al lecho.
En la mayoría de los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficial-
mente de la detención. La gente desaparecía sencillamente y siempre durante
la noche. El nombre del individuo en cuestión desaparecía de los registros,
se borraba de todas partes toda referencia a lo que hubiera hecho y su paso
por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera existido. Para
esto se empleaba la palabra vaporizado.
Winston sintió una especie de histeria al pensar en estas cosas. Empezó a
escribir rápidamente y con muy mala letra:
20
Capítulo II
Al poner la mano en el pestillo recordó Winston que había dejado el Dia-
rio abierto sobre la mesa. En aquella página se podía leer desde lejos el ABA-
JO EL GRAN HERMANO repetido en toda ella con letras grandísimas. Pero
Winston sabía que incluso en su pánico no había querido estropear el cremo-
so papel cerrando el libro mientras la tinta no se hubiera secado.
Contuvo la respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, le invadió una
sensación de alivio. Una mujer insignificante, avejentada, con el cabello re-
vuelto y la cara llena de arrugas, estaba a su lado.
—¡Oh, camarada! empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y
quejumbrosa—; te sentí llegar y he venido por si puedes echarle un ojo al
desagüe del fregadero. Se nos ha atascado…
Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era una
palabra desterrada por el Partido, ya que había que llamar a todos camaradas,
pero con algunas mujeres se usaba todavía instintivamente). Era una mujer
de unos treinta años, pero aparentaba mucha más edad. Se tenía la impre-
sión de que había polvo reseco en las arrugas de su cara. Winston la siguió
por el pasillo. Estas reparaciones de aficionado constituían un fastidio casi
diario. Las Casas de la Victoria eran unos antiguos pisos construidos hacia
1930 aproximadamente y se hallaban en estado ruinoso. Caían constante-
mente trozos de yeso del techo y de la pared, las tuberías se estropeaban con
cada helada, había innumerables goteras y la calefacción funcionaba sólo a
medias cuando funcionaba, porque casi siempre la cerraban por economía.
Las reparaciones, excepto las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que
ser autorizadas por remotos comités que solían retrasar dos años incluso la
compostura de un cristal roto.
—Si le he molestado es porque Tom no está en casa —dijo la señora Parsons
vagamente.
El piso de los Parsons era mayor que el de Winston y mucho más descui-
dado. Todo parecía roto y daba la impresión de que allí acababa de agitarse
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un enorme y violento animal. Por el suelo estaban tirados diversos artículos
para deportes —bastones de hockey, guantes de boxeo, un balón de reglamen-
to, unos pantalones vueltos del revés— y sobre la mesa había un montón de
platos sucios y cuadernos escolares muy usados. En las paredes, unos car-
teles rojos de la Liga juvenil y de los Espías y un gran cartel con el retrato
de tamaño natural del Gran Hermano. Por supuesto, se percibía el habitual
olor a verduras cocidas que era el dominante en todo el edificio, pero en este
piso era más fuerte el olor a sudor, que —se notaba desde el primer momento,
aunque no podría uno decir por qué— era el sudor de una persona que no se
hallaba presente entonces. En otra habitación, alguien con un peine y un tro-
zo de papel higiénico trataba de acompañar a la música militar que brotaba
todavía de la telepantalla.
—Son los niños —dijo la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva
hacia la puerta—. Hoy no han salido. Y, desde luego…
Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad.
El fregadero de la cocina estaba lleno casi hasta el borde con agua sucia y
verdosa que olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y examinó
el ángulo de la tubería de desagüe donde estaba el tornillo. Le molestaba
emplear sus manos y también tener que arrodillarse, porque esa postura le
hacía toser. La señora Parsons lo miró desanimada:
—Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento. Le
gustan esas cosas. Es muy hábil en cosas manuales. Sí, Tom es muy…
Parsons era el compañero de oficina de Winston en el Ministerio de la Ver-
dad. Era un hombre muy grueso, pero activo y de una estupidez asombrosa,
una masa de entusiasmos imbéciles, uno de esos idiotas de los cuales, todavía
más que de la Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido. A
sus treinta y cinco años acababa de salir de la Liga juvenil, y antes de ser
admitido en esa organización había conseguido permanecer en la de los Es-
pías un año más de lo reglamentario. En el Ministerio estaba empleado en un
puesto subordinado para el que no se requería inteligencia alguna, pero, por
otra parte, era una figura sobresaliente del Comité deportivo y de todos los
demás comités dedicados a organizar excursiones colectivas, manifestacio-
nes espontáneas, las campañas pro ahorro y en general todas las actividades
«voluntarias». Informaba a quien quisiera oírle, con tranquilo orgullo y entre
chupadas a su pipa, que no había dejado de acudir ni un solo día al Centro
de la Comunidad durante los cuatro años pasados. Un fortísimo olor a sudor,
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una especie de testimonio inconsciente de su continua actividad y energía,
le seguía a donde quiera que iba, y quedaba tras él cuando se hallaba lejos.
—¿Tiene usted un destornillador? —dijo Winston tocando el tapón del
desagüe.
—Un destornillador —dijo la señora Parsons, inmovilizándose
inmediatamente—. Pues, no sé. Es posible que los niños…
En la habitación de al lado se oran fuertes pisadas y más trompetazos con el
peine. La señora Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el agua y
quitó con asco el pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se limpió los
dedos lo mejor que pudo en el agua fría del grifo y volvió a la otra habitación.
—¡Arriba las manos! —chilló una voz salvaje.
Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años,
había surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola
automática de juguete mientras que su hermanita, de unos dos años menos,
hacia el mismo ademán con un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con
pantalones cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era el
uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de la broma
sentía cierta inquietud por el gesto de maldad que veía en el niño.
—¡Eres un traidor —grito el chico—. ¡Eres un criminal mental! ¡Eres un
espía de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de sal!
De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él
gritando: «¡Traidor!» «¡Criminal mental!», imitando la niña todos los movi-
mientos de su hermano. Aquello producía un poco de miedo, algo así como
los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se
convertirán en devoradores de hombres. Había una especie de ferocidad cal-
culadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de darle un buen golpe
a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser ya casi
lo suficientemente hombre para hacerlo. «¡Qué suerte que el niño no tenga
en la mano más que una pistola de juguete!», pensó Winston.
La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston
y de éste a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz, pudo notar
Winston que en las arrugas de la mujer había efectivamente polvo.
—Hacen tanto ruido… —dijo ella—. Están disgustados porque no pueden
ir a ver ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no
puedo llevarlos; tengo demasiado quehacer. Y Tom no volverá de su trabajo
a tiempo.
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—¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan —gritó el pequeño con su
tremenda voz, impropia de su edad. —¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos
verlos colgar! —canturreaba la chiquilla mientras saltaba.
Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían
ahorcados en el parque aquella tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir
una vez al mes y constituía un espectáculo popular. A los niños siempre les
hacía gran ilusión asistir a él. Winston se despidió de la señora Parsons y se
dirigió hacia la puerta. Pero apenas había bajado seis escalones cuando algo
le dio en el cuello por detrás produciéndole un terrible dolor. Era como si le
hubieran aplicado un alambre incandescente. Se volvió a tiempo de ver cómo
retiraba la señora Parsons a su hijo del descansillo. El chico se guardaba un
tirachinas en el bolsillo.
—¡Goldstein! —gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta,
pero lo que más asustó a Winston fue la mirada de terror y desamparo de la
señora Parsons.
De nuevo en su piso, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y
volvió a sentarse ante la mesita sin dejar de pasarse la mano por su dolorido
cuello. La música de la telepantalla se había detenido. Una voz militar esta-
ba leyendo, con una especie de brutal complacencia, una descripción de los
armamentos de la nueva fortaleza flotante que acababa de ser anclada entre
Islandia y las islas Feroe.
Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía de llevar
una vida terrorífica. Dentro de uno o dos años sus propios hijos podían des-
cubrir en ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces eran
horribles. Lo peor de todo era que esas organizaciones, como la de los Espías,
los convertían sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables, y, sin
embargo, este salvajismo no les impulsaba a rebelarse contra la disciplina del
Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a todo lo que se relacionaba
con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones colectivas,
la instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los slogans gritados por
doquier, la adoración del Gran Hermano… todo ello era para los niños un es-
tupendo juego. Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos
del Estado, contra los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales
del pensamiento. Era casi normal que personas de más de treinta años les
tuvieran un miedo cerval a sus hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una
semana sin que el Times publicara unas líneas describiendo cómo alguna vi-
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borilla —la denominación oficial era «heroico niño»— había denunciado a
sus padres a la Policía del Pensamiento contándole a ésta lo que había oído
en casa.
La molestia causada por el proyectil del tirachinas se le había pasado.
Winston volvió a coger la pluma preguntándose si no tendría algo más que
escribir. De pronto, empezó a pensar de nuevo en O’Brien.
Años atrás cuánto tiempo hacía, quizás siete años había soñado Winston
que paseaba por una habitación oscura… Alguien sentado a su lado le había
dicho al pasar él: «Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad».
Se lo había dicho con toda calma, de una manera casual, más como una afir-
mación cualquiera que como una orden. Él había seguido andando. Y lo curio-
so era que al oírlas en el sueño, aquellas palabras no le habían impresionado.
Fue sólo, más tarde y gradualmente cuando empezaron a tomar significado.
Ahora no podía recordar si fue antes o después de tener el sueño cuando
había visto a O’Brien por vez primera; y tampoco podía recordar cuándo ha-
bía identificado aquella voz como la de O’Brien. Pero, de todos modos, era
indudablemente O’Brien quien le había hablado en la oscuridad.
Nunca había podido sentirse absolutamente seguro —incluso después del
fugaz encuentro de sus miradas esta mañana— de si O’Brien era un amigo
o un enemigo. Ni tampoco importaba mucho esto. Lo cierto era que existía
entre ellos un vínculo de comprensión más fuerte y más importante que el
afecto o el partidismo. «Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuri-
dad», le había dicho. Winston no sabía lo que podían significas estas palabras,
pero sí sabía que se convertirían en realidad.
La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque
de trompeta y la voz prosiguió en tono chirriante:
«Atención. ¡Vuestra atención, por favor! En este momento nos
llega un notirrelámpago del frente malabar. Nuestras fuerzas
han logrado una gloriosa victoria en el sur de la India. Estoy
autorizado para decir que la batalla a que me refiero puede apro-
ximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto del no-
tirrelámpago…».
Malas noticias, pensó Winston. Ahora seguirá la descripción, con un re-
pugnante realismo, del aniquilamiento de todo un ejército eurásico, con fan-
tásticas cifras de muertos y prisioneros… para decirnos luego que, desde la
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semana próxima, reducirán la ración de chocolate a veinte gramos en vez de
los treinta de ahora.
Winston volvió a eructar. La ginebra perdía ya su fuerza y lo dejaba des-
animado. La telepantalla —no se sabe si para celebrar la victoria o para quitar
el mal sabor del chocolate perdido— lanzó los acordes de Oceanía, todo pa-
ra ti. Se suponía que todo el que escuchara el himno, aunque estuviera solo,
tenía que escucharlo de pie. Sin embargo, Winston se aprovechó de que la
telepantalla no lo veía y siguió sentado.
Oceanía, todo para ti, terminó y empezó la música ligera. Winston se di-
rigió hacia la ventana, manteniéndose de espaldas a la pantalla. El día era
todavía frío y claro. Allá lejos estalló una bombacohete con un sonido sordo
y prolongado. Ahora solían caer en Londres unas veinte o treinta bombas a
la semana.
Abajo, en la calle, el viento seguía agitando el cartel donde la palabra Ing-
soc aparecía y desaparecía. Ingsoc. Los principios sagrados de Ingsoc. Neo-
lengua, doblepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le parecía estar reco-
rriendo las selvas submarinas, perdido en un mundo monstruoso cuyo mons-
truo era él mismo. Estaba solo. El pasado había muerto, el futuro era inimagi-
nable. ¿Qué certidumbre podía tener él de que ni un solo ser humano estaba
de su parte? Y ¿cómo iba a saber si el dominio del Partido no duraría siem-
pre? Como respuesta, los tres slogans sobre la blanca fachada del Ministerio
de la Verdad, le recordaron que:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
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El sol había seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la Ver-
dad, en las que ya no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de una
fortaleza. Winston sintió angustia —ante aquella masa piramidal. Era dema-
siado fuerte para ser asaltada. Ni siquiera un millar de bombascohete podrían
abatirla. Volvió a preguntarse para quién escribía el Diario. ¿Para el pasado,
para el futuro, para una época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino
algo peor: el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas
y a él lo vaporizarían. Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera
escrito antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria.
¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad cuando ni una sola huella suya, ni
siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?
En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía que marchar den-
tro de diez minutos. Debía reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué
curioso: las campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un fantasma so-
litario diciendo una verdad que nadie oiría nunca. De todos modos, mientras
Winston pronunciara esa verdad, la continuidad no se rompía. La herencia
humana no se continuaba porque uno se hiciera oír sino por el hecho de
permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:
Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran
Hermano, la época del doblepensar… ¡muchas felicidades!
Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, en
que empezaba a poder formular sus pensamientos, era cuando había dado
el paso definitivo. Las consecuencias de cada acto van incluidas en el acto
mismo. Escribió El crimental (el crimen de la mente) no implica la muerte; el
crimental es la muerte misma. Al reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo
imprescindible vivir lo más posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de
la mano derecha. Era exactamente uno de esos detalles que le pueden dela-
tar a uno. Cualquier entrometido del Ministerio (probablemente, una mujer:
alguna como la del cabello color de arena o la muchacha morena del De-
partamento de Novela) podía preguntarse por qué habría usado una pluma
27
anticuada y qué habría escrito… y luego dar el soplo a donde correspondiera.
Fue al cuarto de baño y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y ras-
poso jabón que le limaba la piel como un papel de lija y resultaba por tanto
muy eficaz para su propósito.
Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil pretender esconderlo;
pero, por lo menos, podía saber si lo habían descubierto o no. Un cabello
sujeto entre las páginas sería demasiado evidente. Por eso, con la yema de
un dedo recogió una partícula de polvo de posible identificación y la depositó
sobre una esquina de la tapa, de donde tendría que caerse si cogían el libro.
28
Capítulo III
Winston estaba soñando con su madre. Él debía de tener unos diez u on-
ce asíos cuando su madre murió. Era una mujer alta, estatuaria y más bien
silenciosa, de movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A su padre
lo recordaba, más vagamente, como un hombre moreno y delgado, vestido
siempre con impecables trajes oscuros (Winston recordaba sobre todo las
suelas extremadamente finas de los zapatos de su padre) y usaba gafas. Se-
guramente, tanto el padre como la madre debieron de haber caído en una de
las primeras grandes purgas de los años cincuenta.
En aquel momento —en el sueño— su madre estaba sentada en un sitio
profundo junto a él y con su niña en brazos. De esta hermana sólo recordaba
Winston que era una chiquilla débil e insignificante, siempre callada y con
ojos grandes que se fijaban en todo. Se hallaban las dos en algún sitio sub-
terráneo —por ejemplo, el fondo de un pozo o en una cueva muy honda—,
pero era un lugar que, estando ya muy por debajo de él, se iba hundiendo sin
cesar. Sí, era la cámara de un barco que se hundía y la madre y la hermana lo
miraban a él desde la tenebrosidad de las aguas que invadían el buque. Aún
había aire en la cámara. Su madre y su hermanita podían verlo todavía y él a
ellas, pero no dejaban de irse hundiendo ni un solo instante, de ir cayendo en
las aguas, de un verde muy oscuro, que de un momento a otro las ocultarían
para siempre. Winston, en cambio, se encontraba al aire libre y a plena luz
mientras a ellas se las iba tragando la muerte, y ellas se hundían porque él
estaba allí arriba. Winston lo sabía y también ellas lo sabían y él descubría en
las caras de ellas este conocimiento. Pero la expresión de las dos no le repro-
chaba nada ni sus corazones tampoco —él lo sabía— y sólo se transparentaba
la convicción de que ellas morían para que él pudiera seguir viviendo allá
arriba y que esto formaba parte del orden inevitable de las cosas.
No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba segu-
ro de que, de un modo u otro, las vidas de su madre y su hermana fueron
sacrificadas para que él viviera. Era uno de esos ensueños que, a pesar de uti-
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lizar toda la escenografía onírica habitual, son una continuación de nuestra
vida intelectual y en los que nos damos cuenta de hechos e ideas que siguen
teniendo un valor después del despertar. Pero lo que de pronto sobresaltó
a Winston, al pensar luego en lo que había soñado, fue que la muerte de
su madre, ocurrida treinta años antes, había sido trágica y dolorosa de un
modo que ya no era posible. Pensó que la tragedia pertenecía a los tiempos
antiguos y que sólo podía concebirse en una época en que había aún intimi-
dad —vida privada, amor y amistad— y en que los miembros de una familia
permanecían juntos sin necesidad de tener una razón especial para ello. El
recuerdo de su madre le torturaba porque había muerto amándole cuando él
era demasiado joven y egoísta para devolverle ese cariño y porque de algu-
na manera —no recordaba cómo— se había sacrificado a un concepto de la
lealtad que era privatísimo e inalterable. Bien comprendía Winston que esas
cosas no podían suceder ahora. Lo que ahora había era miedo, odio y dolor
físico, pero no emociones dignas ni penas profundas y complejas. Todo esto
lo había visto, soñando, en los ojos de su madre y su hermanita, que lo mi-
raban a él a través de las aguas verdeoscuras, a una inmensa profundidad y
sin dejar de hundirse.
De pronto, se vio de pie sobre el césped en una tarde de verano en que
los rayos oblicuos del sol doraban la corta hierba. El paisaje que se le apare-
cía ahora se le presentaba con tanta frecuencia en sueños que nunca estaba
completamente seguro de si lo había visto alguna vez en la vida real. Cuan-
do estaba despierto, lo llamaba el País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos
por los conejos con un sendero que serpenteaba por él y, aquí y allá, unas
pequeñísimas elevaciones del terreno. Al fondo, se veían unos olmos que se
balanceaban suavemente con la brisa y sus follajes parecían cabelleras de
mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corría un claro arroyuelo de lento
fluir.
La muchacha morena venía hacia él por aquel campo. Con un solo movi-
miento se despojó de sus ropas y las arrojó despectivamente a un lado. Su
cuerpo era blanco y suave, pero no despertaba deseo en Winston, que se li-
mitaba a contemplarlo. Lo que le llenaba de entusiasmo en aquel momento
era el gesto con que la joven se había librado de sus ropas. Con la gracia y el
descuido de aquel gesto, parecía estar aniquilando toda su cultura, todo un
sistema de pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del
Pensamiento pudieran ser barridos y enviados a la Nada con un simple mo-
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vimiento del brazo. También aquel gesto pertenecía a los tiempos antiguos.
Winston se despertó con la palabra «Shakespeare» en los labios.
La telepantalla emitía en aquel instante un prolongado silbido que par-
tía el tímpano y que continuaba en la misma nota treinta segundos. Eran
las cero-siete-quince, la hora de levantarse para los oficinistas. Winston se
echó abajo de la cama —desnudo porque los miembros del Partido Exterior
recibían sólo tres mil cupones para vestimenta durante el año y un pijama
necesitaba seiscientos cupones— y se puso un sucio singlet y unos shorts que
estaban sobre una silla. Dentro de tres minutos empezarían las Sacudidas Fí-
sicas. Inmediatamente le entró el ataque de tos habitual en él en cuanto se
despertaba. Vació tanto sus pulmones que, para volver a respirar, tuvo que
tenderse de espaldas abriendo y cerrando la boca repetidas veces y en rápida
sucesión. Con el esfuerzo de la tos se le hinchaban las venas y sus várices le
habían empezado a escocer.
—¡Grupo de treinta a cuarenta! —ladró una penetrante voz de mujer—.
¡Grupo de treinta a cuarenta! Ocupad vuestros sitios, por favor.
Winston se colocó de un salto a la vista de la telepantalla, en la cual ha-
bía aparecido ya la imagen de una mujer más bien joven, musculosa y de
facciones duras, vestida con una túnica y calzando sandalias de gimnasia.
—¡Doblad y extended los brazos! —gritó—. ¡Contad a la vez que yo! ¡Uno,
dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco de vida
en lo que hacéis! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro!…
La intensa molestia de su ataque de tos no había logrado desvanecer en
Winston la impresión que le había dejado el ensueño y los movimientos rít-
micos de la gimnasia contribuían a conservarle aquel recuerdo. Mientras do-
blaba y desplegaba mecánicamente los brazos —sin perder ni por un instante
la expresión de contento que se consideraba apropiada durante las Sacudidas
Físicas—, se esforzaba por resucitar el confuso período de su primera infancia.
Pero le resultaba extraordinariamente difícil. Más allá de los años cincuenta y
tantos —al final de la década— todo se desvanecía. Sin datos externos de nin-
guna clase a que referirse era imposible reconstruir ni siquiera el esquema de
la propia vida. Se recordaban los acontecimientos de enormes proporciones
—que muy bien podían no haber acaecido—, se recordaban también detalles
sueltos de hechos sucedidos en la infancia, de cada uno, pero sin poder captar
la atmósfera. Y había extensos períodos en blanco donde no se podía colocar
absolutamente nada. Entonces todo había sido diferente. Incluso los nom-
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bres de los países y sus formas en el mapa. La Franja Aérea número l, por
ejemplo, no se llamaba así en aquellos días: la llamaban Inglaterra o Breta-
ña, aunque Londres —Winston estaba casi seguro de ello— se había llamado
siempre Londres.
No podía recordar claramente una época en que su país no hubiera estado
en guerra, pero era evidente que había un intervalo de paz bastante largo du-
rante su infancia porque uno de sus primeros recuerdos era el de un ataque
aéreo que parecía haber cogido a todos por sorpresa. Quizá fue cuando la
bomba atómica cayó en Colchester. No se acordaba del ataque propiamente
dicho, pero sí de la mano de su padre que le tenía cogida la suya mientras des-
cendían precipitadamente por algún lugar subterráneo muy profundo, dando
vueltas por una escalera de caracol que finalmente le había cansado tanto las
piernas que empezó a sollozar y su padre tuvo que dejarle descansar un po-
co. Su madre, lenta y pensativa como siempre, los seguía a bastante distancia.
La madre llevaba a la hermanita de Winston, o quizá sólo llevase un lío de
mantas. Winston no estaba seguro de que su hermanita hubiera nacido por
entonces. Por último, desembocaron a un sitio ruidoso y atestado de gente,
una estación de Metro.
Muchas personas se hallaban sentadas en el suelo de piedra y otras, arraci-
madas, se habían instalado en diversos objetos que llevaban. Winston y sus
padres encontraron un sitio libre en el suelo y junto a ellos un viejo y una
vieja se apretaban el uno contra el otro. El anciano vestía un buen traje os-
curo y una boina de paño negro bajo la cual le asomaba abundante cabello
muy blanco. Tenía la cara enrojecida; los ojos, azules y lacrimosos. Olía a gi-
nebra. Ésta parecía salírsele por los poros en vez del sudor y podría haberse
pensado que las lágrimas que le brotaban de los ojos eran ginebra pura. Sin
embargo, a pesar de su borrachera, sufría de algún dolor auténtico e insopor-
table. De un modo infantil, Winston comprendió que algo terrible, más allá
del perdón y que jamás podría tener remedio, acababa de ocurrirle al viejo.
También creía saber de qué se trataba. Alguien a quien el anciano amaba,
quizás alguna nietecita, había muerto en el bombardeo. Cada pocos minutos,
repetía el viejo:
—No debíamos habernos fiado de ellos. ¿Verdad que te lo dije, abuelita?
Nos ha pasado esto por fiarnos de ellos. Siempre lo he dicho. Nunca debimos
confiar en esos canallas.
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Lo que Winston no podía recordar es a quién se refería el viejo y quiénes
eran esos de los que no había que fiarse. Desde entonces, la guerra había sido
continua, aunque hablando con exactitud no se trataba siempre de la misma
guerra. Durante algunos meses de su infancia había habido una confusa lu-
cha callejera en el mismo Londres y él recordaba con toda claridad algunas
escenas. Pero hubiera sido imposible reconstruir la historia de aquel período
ni saber quién luchaba contra quién en un momento dado, pues no queda-
ba ningún documentó ni pruebas de ninguna clase que permitieran pensar
que la disposición de las fuerzas en lucha hubiera sido en algún momento
distinta a la actual. Por ejemplo, en este momento, en 1984 (si es que efecti-
vamente era 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de Asia
Oriental. En ningún discurso público ni conversación privada se admitía que
estas tres potencias se hubieran hallado alguna vez en distinta posición ca-
da una respecto a las otras. Winston sabía muy bien que, hacía sólo cuatro
años, Oceanía había estado en guerra contra Asia Oriental y aliada con Eu-
rasia. Pero aquello era sólo un conocimiento furtivo que él tenía porque su
memoria «fallaba» mucho, es decir, no estaba lo suficientemente controlada.
Oficialmente, nunca se había producido un cambio en las alianzas. Oceanía
estaba en guerra con Eurasia; por tanto, Oceanía siempre había luchado con-
tra Eurasia. El enemigo circunstancial representaba siempre el absoluto mal,
y de ahí resultaba que era totalmente imposible cualquier acuerdo pasado o
futuro con él.
Lo horrible, pensó por diezmilésima vez mientras se forzaba los hombros
dolorosamente hacia atrás (con las manos en las caderas, giraban sus cuer-
pos por la cintura, ejercicio que se suponía conveniente para. los músculos
de la espalda), lo horrible era que todo ello podía ser verdad. Si el Partido po-
día alargar la mano hacia el pasado y decir que este o aquel acontecimiento
nunca había ocurrido, esto resultaba mucho más horrible que la tortura y la
muerte.
El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia. Él, Winston
Smith, sabía que Oceanía había estado aliada con Eurasia cuatro años antes.
Pero, ¿dónde constaba ese conocimiento? Sólo en su propia conciencia, la
cual, en todo caso, iba a ser aniquilada muy pronto. Y si todos los demás
aceptaban la mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían
lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad.
«El que controla el pasado —decía el slogan del Partido—, controla también
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el futuro. El que controla el presente, controla el pasado». Y, sin embargo, el
pasado, alterable por su misma naturaleza, nunca había sido alterado. Todo
lo que ahora era verdad, había sido verdad eternamente y lo seguiría siendo.
Era muy sencillo. Lo único que se necesitaba era una interminable serie de
victorias que cada persona debía lograr sobre su propia memoria. A esto
le llamaban «control de la realidad». Pero en neolengua había una palabra
especial para ello: doblepensar.
—¡Descansen! —ladró la instructora, cuya voz parecía ahora menos mal-
humorada.
Winston dejó caer los brazos de sus costados y volvió a llenar de aire sus
pulmones. Su mente se deslizó por el laberíntico mundo del doblepensar. Sa-
ber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se
dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos
opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas;
emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre
a ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián
de la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, re-
currir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego
olvidarlo de nuevo, y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento
mismo. Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemen-
te a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que
se había realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra
doblepensar implicaba el uso del doblepensar.
La instructora había vuelto a llamarles la atención:
—Y ahora, a ver cuáles de vosotros pueden tocarse los dedos de los pies
sin doblar las rodillas —gritó la mujer con gran entusiasmo— ¡Por favor, ca-
maradas! ¡Uno, dos! ¡Uno, dos…!
A Winston le fastidiaba indeciblemente este ejercicio que le hacía doler
todo el cuerpo y a veces le causaba golpes de tos. Ya no disfrutaba con sus
meditaciones. El pasado, pensó Winston, no sólo había sido alterado, sino
que estaba siendo destruido. Pues, ¿cómo iba usted a establecer el hecho
más evidente si no existía más prueba que el recuerdo de su propia memo-
ria? Trató de recordar en qué año había oído hablar por primera vez del Gran
Hermano. Creía que debió de ser hacia el sesenta y tantos, pero era imposible
estar seguro. Por supuesto, en los libros de historia editados por el Partido,
el Gran Hermano figuraba como jefe y guardián de la Revolución desde los
34
primeros días de ésta. Sus hazañas habían ido retrocediendo en el tiempo
cada vez más y ya se extendían hasta el mundo fabuloso de los años cuaren-
ta y treinta cuando los capitalistas, con sus extraños sombreros cilíndricos,
cruzaban todavía por las calles de Londres en relucientes automóviles o en
coches de caballos —pues aún quedaban vehículos de éstos—, con lados de
cristal. Desde luego, se ignoraba cuánto había de cierto en esta leyenda y
cuánto de inventado. Winston no podía recordar ni siquiera en qué fecha
había empezado el Partido a existir. No creía haber oído la palabra «Ingsoc»
antes de 1960. Pero era posible que en su forma viejolingüística —es decir,
«socialismo inglés»— hubiera existido antes. Todo se había desvanecido en
la niebla. Sin embargo, a veces era posible poner el dedo sobre una mentira
concreta. Por ejemplo, no era verdad, como pretendían los libros de historia
lanzados por el Partido, que éste hubiera inventado los aeroplanos. Winston
recordaba los aeroplanos desde su más temprana infancia. Pero tampoco po-
dría probarlo. Nunca se podía probar nada. Sólo una vez en su vida había
tenido en sus manos la innegable prueba documental de la falsificación de
un hecho histórico. Y en aquella ocasión…
—¡Smith! —chilló la voz de la telepantalla—; ¡6079 Smith W! ¡Sí, tú! ¡In-
clínate más, por favor! Puedes hacerlo mejor; es que no te esfuerzas; más
doblado, haz el favor.
Ahora está mucho mejor, camarada. Descansad todos y fijaos en mí.
Winston sudaba por todo su cuerpo, pero su cara permanecía completa-
mente inescrutable. ¡Nunca os manifestéis desanimados! ¡Nunca os mostréis
resentidos! Un leve pestañeo podría traicionaros. Por eso, Winston miraba
impávido —a la instructora mientras ésta levantaba los brazos por encima de
la cabeza y, si no con gracia, sí con notable precisión y eficacia, se dobló y se
tocó los dedos de los pies sin doblar las rodillas.
—¡Ya habéis visto, camaradas; así es como quiero que lo hagáis! Mirad-
me otra vez. Tengo treinta y nueve años y cuatro hijos. Mirad —volvió a
doblarse—. Ya veis que mis rodillas no se han doblado. Todos vosotros po-
déis hacerlo si queréis —añadió mientras se ponía derecha—. Cualquier per-
sona de menos de cuarenta y cinco años es perfectamente capaz de tocarse
así los dedos de los pies. No todos nosotros tenemos el privilegio de luchar
en el frente, pero por lo menos podemos mantenernos en forma. ¡Recordad a
nuestros muchachos en el frente malabar! ¡Y a los marineros de las fortalezas
flotantes! Pensad en las penalidades que han de soportar. Ahora, probad otra
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vez. Eso está mejor, camaradas, mucho mejor —añadió en tono estimulante
dirigiéndose a Winston, el cual, con un violento esfuerzo, había logrado to-
carse los dedos de los pies sin doblar las rodillas. Desde varios años atrás, no
lo conseguía.
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Capítulo IV
Con el hondo e inconsciente suspiro que ni siquiera la proximidad de la
telepantalla podía ahogarle cuando empezaba el trabajo del día, Winston se
acercó al hablescribe, sopló para sacudir el polvo del micrófono y se puso
las gafas. Luego desenrolló y juntó con un clip cuatro pequeños cilindros de
papel que acababan de caer del tubo neumático sobre el lado derecho de su
mesa de despacho.
En las paredes de la cabina había tres orificios. A la derecha del hablescribe,
un pequeño tubo neumático para mensajes escritos, a la izquierda, un tubo
más ancho para los periódicos; y en la otra pared, de manera que Winston
lo tenía a mano, una hendidura grande y oblonga protegida por una rejilla
de alambre. Esta última servía para tirar el papel inservible. Había hendidu-
ras semejantes a miles o a docenas de miles por todo el edificio, no sólo en
cada habitación, sino a lo largo de todos los pasillos, a pequeños intervalos.
Les llamaban «agujeros de la memoria». Cuando un empleado sabía que un
documento había de ser destruido, o incluso cuando alguien veía un pedazo
de papel por el suelo y por alguna mesa, constituía ya un acto automático le-
vantar la tapa del más cercano «agujero de la memoria» y tirar el papel en él.
Una corriente de aire caliente se llevaba el papel en seguida hasta los enormes
hornos ocultos en algún lugar desconocido de los sótanos del edificio.
Winston examinó las cuatro franjas de papel que había desenrollado. Ca-
da una de ellas contenía una o dos líneas escritas en el argot abreviado (no
era exactamente neolengua, pero consistía principalmente en palabras neo-
lingüísticas) que se usaba en el Ministerio para fines internos. Decían así:
37
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno refs no-
personas reescribir completo someter antesarclúvar
38
Entonces, con un movimiento casi inconsciente, arrugó los mensajes origi-
nales y todas las notas que él había hecho sobre el asunto y los tiró por el
«agujero de la memoria» para que los devoraran las llamas.
Él no sabía con exactitud lo que sucedía en el invisible laberinto adonde
iban a parar los tubos neumáticos, pero tenía una idea general. En cuanto se
reunían y ordenaban todas las correcciones que había sido necesario introdu-
cir en un número determinado del Times, ese número volvía a ser impreso,
el ejemplar primitivo se destruía y el ejemplar corregido ocupaba su pues-
to en el archivo. Este proceso de continua alteración no se aplicaba sólo a
los periódicos, sino a los libros, revistas, folletos, carteles, programas, pelícu-
las, bandas sonoras, historietas para niños, fotografías, es decir, a toda clase
de documentación o literatura que pudiera tener algún significado político
o ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, el pasado era puesto
al día. De este modo, todas las predicciones hechas por el Partido resulta-
ban acertadas según prueba documental. Toda la historia se convertía así en
un palimpsesto, raspado y vuelto a escribir con toda la frecuencia necesaria.
En ningún caso habría sido posible demostrar la existencia de una falsifica-
ción. La sección más nutrida del Departamento de Registro, mucho mayor
que aquella donde trabajaba Winston, se componía sencillamente de perso-
nas cuyo deber era recoger todos los ejemplares de libros, diarios y otros
documentos que se hubieran quedado atrasados y tuvieran que ser destrui-
dos. Un número del Times que —a causa de cambios en la política exterior
o de profecías equivocadas hechas por el Gran Hermano— hubiera tenido
que ser escrito de nuevo una docena de veces, seguía estando en los archivos
con su fecha original y no existía ningún otro ejemplar para contradecirlo.
También los libros eran recogidos y reescritos muchas veces y cuando se vol-
vían a editar no se confesaba que se hubiera introducido modificación alguna.
Incluso las instrucciones escritas que recibía Winston y que él hacía desapa-
recer invariablemente en cuanto se enteraba de su contenido, nunca daban a
entender ni remotamente que se estuviera cometiendo una falsificación. Só-
lo se referían a erratas de imprenta o a citas equivocadas que era necesario
poner bien en interés de la verdad.
Lo más curioso era —pensó Winston mientras arreglaba las cifras del Mi-
nisterio de la Abundancia— que ni siquiera se trataba de una falsificación.
Era, sencillamente, la sustitución de un tipo de tonterías por otro. La mayor
parte del material que allí manejaban no tenía relación alguna con el mundo
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real, ni siquiera en esa conexión que implica una mentira directa. Las esta-
dísticas eran tan fantásticas en su versión original como en la rectificada. En
la mayor parte de los casos, tenía que sacárselas el funcionario de su cabeza.
Por ejemplo, las predicciones del Ministerio de la Abundancia calculaban la
producción de botas para el trimestre venidero en ciento cuarenta y cinco mi-
llones de pares. Pues bien, la cantidad efectiva fue de sesenta y dos millones
de pares. Es decir, la cantidad declarada oficialmente. Sin embargo, Winston,
al modificar ahora la «predicción», rebajó la cantidad a cincuenta y siete
millones, para que resultara posible la habitual declaración de que se había
superado la producción. En todo caso, sesenta y dos millones no se acerca-
ban a la verdad más que los cincuenta y siete millones o los ciento cuarenta
y cinco. Lo más probable es que no se hubieran producido botas en absolu-
to. Nadie sabía en definitiva cuánto se había producido ni le importaba. Lo
único de que se estaba seguro era de que cada trimestre se producían sobre
el papel cantidades astronómicas de botas mientras que media población de
Oceanía iba descalza. Y lo mismo ocurría con los demás datos, importantes
o minúsculos, que se registraban. Todo se disolvía en un mundo de sombras
en el cual incluso la fecha del año era insegura.
Winston miró hacia el vestíbulo. En la cabina de enfrente trabajaba un
hombre pequeñito, de aire eficaz, llamado Tillotson, con un periódico dobla-
do sobre sus rodillas y la boca muy cerca de la bocina del hablescribe. Daba
la impresión de que lo que decía era un secreto entre él y la telepantalla. Le-
vantó la vista y los cristales de sus gafas le lanzaron a Winston unos reflejos
hostiles.
Winston no conocía apenas a Tillotson ni tenía idea de la clase de trabajo
que le habían encomendado. Los funcionarios del Departamento del Registro
no hablaban de sus ta reas. En el largo vestíbulo, sin ventanas, con su doble
fila de cabinas y su interminable ruido de periódicos y el murmullo de las
voces junto a los hablescribe, había por lo menos una docena de personas a
las que Winston no conocía ni siquiera de nombre, aunque los veía diaria-
mente apresurándose por los pasillos o gesticulando en los Dos Minutos de
Odio. Sabía que en la cabina vecina a la suya la mujercilla del cabello areno-
so trabajaba en descubrir y borrar en los números atrasados de la Prensa los
nombres de las personas vaporizadas, las cuales se consideraba que nunca
habían existido. Ella estaba especialmente capacitada para este trabajo, ya
que su propio marido había sido vaporizado dos años antes. Y pocas cabinas
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más allá, un individuo suave, soñador e ineficaz, llamado Ampleforth, con
orejas muy peludas y un talento sorprendente para rimar y medir los versos,
estaba encargado de producir los textos definitivos de poemas que se habían
hecho ideológicamente ofensivos, pero que, por una u otra razón, continua-
ban en las antologías. Este vestíbulo, con sus cincuenta funcionarios, era sólo
una subsección, una pequeñísima célula de la enorme complejidad del Depar-
tamento de Registro. Más allá, arriba, abajo, trabajaban otros enjambres de
funcionarios en multitud de tareas increíbles. Allí estaban las grandes im-
prentas con sus expertos en tipografía y sus bien dotados estudios para la
falsificación de fotografías. Había la sección de teleprogramas con sus inge-
nieros, sus directores y equipos de actores escogidos especialmente por su
habilidad para imitar voces. Había también un gran número de empleados
cuya labor sólo consistía en redactar listas de libros y periódicos que debían
ser «repasados». Los documentos corregidos se guardaban y los ejemplares
originales eran destruidos en hornos ocultos. Por último, en un lugar desco-
nocido estaban los cerebros directores que coordinaban todos estos esfuerzos
y establecían las líneas políticas según las cuales un fragmento del pasado
había de ser conservado, falsificado otro, y otro borrado de la existencia.
El Departamento de Registro, después de todo, no era más que una simple
rama del Ministerio de la Verdad, cuya principal tarea no era reconstruir el
pasado, sino proporcionarles a los ciudadanos de Oceanía periódicos, pelícu-
las, libros de texto, programas de telepantalla, comedias, novelas, con toda
clase de información, instrucción o entretenimiento. Fabricaban desde una
estatua a un slogan, de un poema lírico a un tratado de biología y desde la car-
tilla de los párvulos hasta el diccionario de neolengua.Y el Ministerio no sólo
tenía que atender a las múltiples necesidades del Partido, sino repetir toda la
operación en un nivel más bajo a beneficio del proletariado. Había toda una
cadena de secciones separadas que se ocupaban de la literatura, la música, el
teatro y, en general, de todos los entretenimientos para los proletarios. Allí
se producían periódicos que no contenían más que informaciones deportivas,
sucesos y astrología, noveluchas sensacionalistas, películas que rezumaban
sexo y canciones sentimentales compuestas por medios exclusivamente me-
cánicos en una especie de calidoscopio llamado versificador. Había incluso
una sección conocida en neolengua con el nombre de Pornosec, encargada de
producir pornografía de clase ínfima y que era enviada en paquetes sellados
41
que ningún miembro del Partido, aparte de los que trabajaban en la sección,
podía abrir.
Habían salido tres mensajes por el tubo neumático mientras Winston. tra-
bajaba, pero se trataba de asuntos corrientes y los había despachado antes
de ser interrumpido por los Dos Minutos de Odio. Cuando el odio terminó,
volvió Winston a su cabina, sacó del estante el diccionario de neolengua,
apartó a un lado el hablescribe, se limpió las gafas y se dedicó a su principal
cometido de la mañana.
El mayor placer de Winston era su trabajo. La mayor parte de éste consistía
en una aburrida rutina, pero también incluía labores tan difíciles e intrinca-
das que se perdía uno en ellas como en las profundidades de un problema
de matemáticas: delicadas labores de falsificación en que sólo se podía guiar
uno por su conocimiento de los principios del Ingsoc y el cálculo de lo que
el Partido quería que uno dijera. Winston servía para esto. En una ocasión
le encargaron incluso la rectificación de los editoriales del Times, que esta-
ban escritos totalmente en neolengua. Desenrolló el mensaje que antes había
dejado a un lado como más difícil. Decía:
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno refs no-
personas reescribir completo someter antesarchivar.
En antiguo idioma (en inglés) quedaba así:
La información sobre la orden del día del Gran Hermano en el
Times del 3 de diciembre de 1983 es absolutamente insatisfacto-
ria y se refiere a las personas inexistentes. Volverlo a escribir por
completo y someter el borrador a la autoridad superior antes de
archivar.
Winston leyó el artículo ofensivo. La orden del día del Gran Hermano se
dedicaba a alabar el trabajo de una organización conocida por FFCC, que pro-
porcionaba cigarrillos y otras cosas a los marineros de las fortalezas flotantes.
Cierto camarada Withers, destacado miembro del Partido Interior, había sido
agraciado con una mención especial y le habían concedido una condecora-
ción, la Orden del Mérito Conspicuo, de segunda clase.
Tres meses después, la FFCC había sido disuelta sin que se supieran los
motivos. Podía pensarse que Withers y sus asociados habían caído en des-
gracia, pero no había información alguna sobre el asunto en la Prensa ni en
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la telepantalla. Era lo corriente, ya que muy raras veces se procesaba ni se
denunciaba públicamente a los delincuentes políticos. Las grandes «purgas»
que afectaban a millares de personas, con procesos públicos de traidores y
criminales del pensamiento que confesaban abyectamente sus crímenes para
ser luego ejecutados, constituían espectáculos especiales que se daban sólo
una vez cada dos años. Lo habitual era que las personas caídas en desgracia
desapareciesen sencillamente y no se volviera a oír hablar de ellas. Nunca se
tenía la menor noticia de lo que pudiera haberles ocurrido. En algunos ca-
sos, ni siquiera habían muerto. Aparte de sus padres, unas treinta personas
conocidas por Winston habían desaparecido en una u otra ocasión.
Mientras pensaba en todo esto, Winston se daba golpecitos en la nariz con
un sujetador de papeles. En la cabina de enfrente, el camarada Tillotson se-
guía misteriosamente inclinado sobre su hablescribe. Levantó la cabeza un
momento. Otra vez, los destellos hostiles de las gafas. Winston se preguntó si
el camarada Tillotson estaría encargado del mismo trabajo que él. Era perfec-
tamente posible. Una tarea tan difícil y complicada no podía estar a cargo de
una sola persona. Por otra parte, encargarla a un grupo sería admitir abier-
tamente que se estaba realizando una falsificación. Muy probablemente, una
docena de personas trabajaban al mismo tiempo en distintas versiones riva-
les para inventar lo que el Gran Hermano había dicho «efectivamente». Y,
después, algún cerebro privilegiado del Partido Interior elegiría esta o aquella
versión, la redactaría definitivamente a su manera y pondría en movimiento
el complejo proceso de confrontaciones necesarias. Luego, la mentira elegida
pasaría a los registros permanentes y se convertiría en la verdad.
Winston no sabía por qué había caído Withers en desgracia. Quizás fuera
por corrupción o incompetencia. O quizás el Gran Hermano se hubiera libra-
do de un subordinado demasiado popular. También pudiera ser que Withers
o alguno relacionado con él hubiera sido acusado de tendencias heréticas. O
quizás —y esto era lo más probable— hubiese ocurrido aquello sencillamente
porque las «purgas» y las vaporizaciones eran parte necesaria de la mecánica
gubernamental. El único indicio real era el contenido en las palabras «refs
nopersonas», con lo que se indicaba que Withers estaba ya muerto. Pero no
siempre se podía presumir que un individuo hubiera muerto por el hecho de
haber desaparecido. A veces los soltaban y los dejaban en libertad durante
uno o dos años antes de ser ejecutados. De vez en cuando, algún individuo a
quien se creía muerto desde hacía mucho tiempo reaparecía como un fantas-
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ma en algún proceso sensacional donde comprometía a centenares de otras
personas con sus testimonios antes de desaparecer, esta vez para siempre.
Sin embargo, en el caso de Withers, estaba claro que lo habían matado. Era
ya una nopersona. No existía: nunca había existido. Winston decidió que no
bastaría con cambiar el sentido del discurso del Gran Hermano. Era mejor
hacer que se refiriese a un asunto sin relación alguna con el auténtico.
Podía trasladar el discurso al tema habitual de los traidores y los crimina-
les del pensamiento, pero esto resultaba demasiado claro; y por otra parte,
inventar una victoria en el frente o algún triunfo de superproducción en el
noveno plan trienal, podía complicar demasiado los registros. Lo que se ne-
cesitaba era una fantasía pura. De pronto se le ocurrió inventar que un cierto
camarada Ogilvy había muerto recientemente en la guerra en circunstancias
heroicas. En ciertas ocasiones, el Gran Hermano dedicaba su orden del día a
conmemorar a algunos miembros ordinarios del Partido cuya vida y muerte
ponía como ejemplo digno de ser imitado por todos. Hoy conmemoraría al
camarada Ogilvy. Desde luego, no existía el tal Ogilvy, pero unas cuantas
líneas de texto y un par de fotografías falsificadas bastarían para darle vida.
Winston reflexionó un momento, se acercó luego al hablescribe y empezó
a dictar en el estilo habitual del Gran Hermano: un estilo militar y pedante
a la vez y fácil de imi tar por el truco de hacer preguntas y contestárselas él
mismo en seguida. (Por ejemplo: «¿Qué nos enseña este hecho, camaradas?
Nos enseña la lección —que es también uno de los principios fundamentales
de Ingsoc— que», etc., etc.).
A la edad de tres años, el camarada Ogilvy había rechazado todos los ju-
guetes excepto un tambor, una ametralladora y un autogiro. A los seis años
—uno antes de lo reglamenta rio por concesión especial— se había alistado
en los Espías; a los nueve años, era ya jefe de tropa. A los once había denun-
ciado a su tío a la Policía del Pensamiento después de oírle una conversación
donde el adulto se había mostrado con tendencias criminales. A los diecisiete
fue organizador en su distrito de la Liga Juvenil Anti-Sex. A los diecinueve
había inventado una granada de mano que fue adoptada por el Ministerio
de la Paz y que, en su primera prueba, mató a treinta y un prisioneros eu-
rasiáticos. A los veintitrés murió en acción de guerra. Perseguido por cazas
enemigos de propulsión a chorro mientras volaba sobre el Océano indico por-
tador de mensajes secretos, se había arrojado al mar con las ametralladoras y
los documentos… Un final, decía el Gran Hermano, que necesariamente des-
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pertaba la envidia. El Gran Hermano añadía unas consideraciones sobre la
pureza y rectitud de la vida del camarada Ogilvy. Era abstemio y no fumador,
no se permitía más diversiones que una hora diaria en el gimnasio y había
hecho voto de soltería por creer que el matrimonio y el cuidado de una fa-
milia imposibilitaban dedicar las veinticuatro horas del día al cumplimiento
del deber. No tenía más tema de conversación que los principios de Ingsoc,
ni más finalidad en la vida que la derrota del enemigo eurasiático y la caza
de espías, saboteadores, criminales mentales y traidores en general.
Winston discutió consigo mismo si debía o no concederle al camarada
Ogilvy la Orden del Mérito Conspicuo; al final decidió no concedérsela por-
que ello acarrearía un excesivo trabajo de confrontaciones para que el hecho
coincidiera con otras referencias.
De nuevo miró a su rival de la cabina de enfrente. Algo parecía decirle que
Tillotson se ocupaba en lo mismo que él. No había manera de saber cuál de
las versiones sería adopta da finalmente, pero Winston tenía la firme convic-
ción de que se elegiría la suya. El camarada Ogilvy, que hace una hora no
existía, era ya un hecho. A Winston le resultaba cu rioso que se pudieran
crear hombres muertos y no hombres vivos. El camarada Ogilvy, que nun-
ca había existido en el presente, era ya una realidad en el pasado, y cuando
quedara olvidado en el acto de la falsificación, seguiría existiendo con la mis-
ma autenticidad y con pruebas de la misma fuerza que Carlomagno o Julio
César.
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Capítulo V
En la cantina, un local de techo bajo en los sótanos, la cola para el almuerzo
avanzaba lentamente. La estancia estaba atestada de gente y llena de un ruido
ensordecedor. De la parrilla tras el mostrador emanaba el olorcillo del asado.
Al extremo de la cantina había un pequeño bar, una especie de agujero en el
muro, donde podía comprarse la ginebra a diez centavos el vasito.
—Precisamente el que andaba yo buscando— dijo una voz a espaldas de
Winston. Éste se volvió. Era su amigo Syme, que trabajaba en el Departa-
mento de Investigaciones. Quizás no fuera «amigo» la palabra adecuada. Ya
no había amigos, sino camaradas. Pero persistía una diferencia: unos cama-
radas eran más agradables que otros. Syme era filósofo, especializado en neo-
lengua. Desde luego, pertenecía al inmenso grupo de expertos dedicados a
redactar la onceava edición del Diccionario de Neolengua. Era más pequeño
que Winston, con cabello negro y sus ojos saltones, a la vez tristes y burlones,
que parecían buscar continuamente algo dentro de su interlocutor.
—Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar —dijo.
—¡Ni una! —dijo Winston con una precipitación culpable—. He tratado de
encontrarlas por todas partes, pero ya no hay.
Todos buscaban hojas de afeitar. La verdad era que Winston guardaba en
su casa dos sin estrenar. Durante los meses pasados hubo una gran escasez
de hojas. Siempre fal taba algún artículo necesario que en las tiendas del
Partido no podían proporcionar; unas veces, botones;. otras, hilo de coser;
a veces, cordones para los zapatos, y ahora faltaban cuchillas de afeitar. Era
imposible adquirirlas a no ser que se buscaran furtivamente en el mercado
«libre».
—Llevo seis semanas usando la misma cuchilla —mintió Winston.
La cola avanzó otro poco. Winston se volvió otra vez para observar a Syme.
Cada uno de ellos cogió una bandeja grasienta de metal de una pila que había
al borde del mostrador.
¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? —le preguntó Syme.
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—Estaba trabajando —respondió Winston en tono indiferente—. Lo veré
en el cine, seguramente.
—Un sustitutivo muy inadecuado —comentó Syme.
Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco», pare-
cían decir los ojos. «Veo a través de ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver
ahorcar los prisioneros». Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia ve-
nenosa. Por ejemplo, hablaba con una satisfacción repugnante de los bom-
bardeos de los helicópteros contra los pueblos enemigos, de los procesos y
confesiones de los criminales del pensamiento y de las ejecuciones en los só-
tanos del Ministerio del Amor. Hablar con él suponía siempre un esfuerzo por
apartarle de esos temas e interesarle en problemas técnicos de neolingüística
en los que era una autoridad y sobre los que podía decir cosas interesantes.
Winston volvió un poco la cabeza para evitar el escrutinio de los grandes
ojos negros.
—Fue una buena ejecución —dijo Syme añorante—. Pero me parece que
estropean el efecto atándoles los pies. Me gusta verlos patalear. De todos
modos, es estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone azul… ¡de un
azul tan brillante! Ese detalle es el que más me gusta.
—¡El siguiente, por favor! —dijo la prole(taria) del delantal blanco que ser-
vía tras el mostrador.
Winston y Syme presentaron sus bandejas. A cada uno de ellos les pusie-
ron su ración: guiso con un poquito de carne, algo de pan, un cubito de queso,
un poco de café de la Victoria y una pastilla de sacarina.
—Allí hay una mesa libre, debajo de la telepantalla —dijo Syme—. De ca-
mino podemos coger un poco de ginebra.
Les sirvieron la ginebra en unas terrinas. Se abrieron paso entre la multitud
y colocaron el contenido de sus bandejas sobre la mesa de tapa de metal,
en una esquina de la cual había dejado alguien un chorreón de grasa del
guiso, un líquido asqueroso. Winston cogió la terrina de ginebra, se detuvo
un instante para decidirse, y se tragó de un golpe aquella bebida que sabía a
aceite. Le acudieron lágrimas a los ojos como reacción y de pronto descubrió
que tenía hambre. Empezó a tragar cucharadas del guiso, que contenía unos
trocitos de un material substitutivo de la carne. Ninguno de ellos volvió a
hablar hasta que vaciaron los recipientes. En la mesa situada a la izquierda
de Winston, un poco detrás de él, alguien hablaba rápidamente y sin cesar,
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una cháchara que recordaba el cua-cua del pato. Esa voz perforaba el jaleo
general de la cantina.
—¿Cómo va el diccionario? —dijo Winston elevando la voz para dominar
el ruido.
—Despacio —respondió Syme—. Por los adjetivos. Es un trabajo fascinador.
En cuanto oyó que le hablaban de lo suyo, se animó inmediatamente. Apar-
tó el plato de aluminio, tomó el mendrugo de pan con gesto delicado y el
queso con la otra mano. Se inclinó sobre la mesa para hablar sin tener que
gritar.
—La onceava edición es la definitiva —dijo—. Le estamos dando al idioma
su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable más que neolengua.
Cuando terminemos nuestra labor, tendréis que empezar a aprenderlo de
nuevo. Creerás, seguramente, que nuestro principal trabajo consiste en in-
ventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es destruir palabras,
centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para dejarlo en
los huesos. De las palabras que contenga la onceava edición, ninguna que-
dará anticuada antes del año 2050—. Dio un hambriento bocado a su pedazo
de pan y se lo tragó sin dejar de hablar con una especie de apasionamiento
pedante. Se le había animado su rostro moreno, y sus ojos, sin perder el aire
soñador, no tenían ya su expresión burlona.
—La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supues-
to, las principales víctimas son los verbos y los adjetivos, pero también hay
centenares de nombres de los que puede uno prescindir. No se trata sólo de
los sinónimos. También los antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene
el empleo de una palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda pala-
bra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo, tenemos «bueno». Si
tienes una palabra como «bueno», ¿qué necesidad hay de la contraria, «ma-
lo»? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra
exactamente contraria a «bueno» y la otra no. Por otra parte, si quieres un
reforzamiento de la palabra «bueno», ¿qué sentido tienen esas confusas e inú-
tiles palabras «excelente, espléndido» y otras por el estilo? Plusbueno basta
para decir lo que es mejor que lo simplemente bueno y dobleplusbueno sirve
perfectamente para acentuar el grado de bondad. Es el superlativo perfecto.
Ya sé que usamos esas formas, pero en la versión final de la neolengua se su-
primirán las demás palabras que todavía se usan como equivalentes. Al final
todo lo relativo a la bondad podrá expresarse con seis palabras; en realidad
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una sola. ¿No te das cuenta de la belleza que hay en esto, Winston? Natu-
ralmente, la idea fue del Gran Hermano —añadió después de reflexionar un
poco.
Al oír nombrar al Gran Hermano, el rostro de Winston se animó automá-
ticamente. Sin embargo, Syme descubrió inmediatamente una cierta falta de
entusiasmo.
—Tú no aprecias la neolengua en lo que vale dijo Syme con tristeza—. In-
cluso cuando escribes sigues pensando en la antigua lengua. He leído algunas
de las cosas que has escrito para el Times. Son bastante buenas, pero no pasan
de traducciones. En el fondo de tu corazón prefieres el viejo idioma con toda
su vaguedad y sus inútiles matices de significado. No sientes la belleza de la
destrucción de las palabras. ¿No sabes que la neolengua es el único idioma
del mundo cuyo vocabulario disminuye cada día?
Winston no lo sabía, naturalmente. Sonrió —creía hacerlo
agradablemente— porque no se fiaba de hablar. Syme comió otro bocado del
pan negro, lo masticó un poco y siguió:
—¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pen-
samiento, estrechar el radio de acción de la mente? Al final, acabaremos
haciendo imposible todo crimen del pensamiento. En efecto, ¿cómo puede
haber crimental si cada concepto se expresa claramente con una sola pala-
bra, una palabra cuyo significado esté decidido rigurosamente y con todos
sus significados secundarios eliminados y olvidados para siempre? Y en la
onceava edición nos acercamos a ese ideal, pero su perfeccionamiento con-
tinuará mucho después de que tú y yo hayamos muerto. Cada año habrá
menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pe-
queño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer
un crimen por el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control
de la realidad. Pero llegará un día en que ni esto será preciso. La revolución
será completa cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Ingsoc e Ingsoc
es neolengua —añadió con una satisfacción mística—. ¿No se te ha ocurrido
pensar, Winston, que lo más tarde hacia el año 2050, ni un solo ser humano
podrá entender una conversación como ésta que ahora sostenemos?
—Excepto… —empezó a decir Winston, dubitativo, pero se interrumpió
alarmado.
49
Había estado a punto de decir «excepto los proles»; pero no estaba muy
seguro de que esta observación fuera muy ortodoxa. Sin embargo, Syme adi-
vinó lo que iba a decir.
—Los proles no son seres humanos —dijo—. Hacia el 2050, quizá antes,
habrá desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la li-
teratura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, By-
ron… sólo existirán en versiones neolingüísticas, no sólo transformados en
algo muy diferente, sino convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la
literatura del Partido cambiará; hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a te-
ner un slogan como el de «la libertad es la esclavitud» cuando el concepto de
libertad no exista? Todo el clima del pensamiento será distinto. En realidad,
no habrá pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos. La ortodo-
xia significa no pensar, no necesitar el pensamiento. Nuestra ortodoxia es la
inconsciencia.
De pronto tuvo Winston la profunda convicción de que uno de aquellos
días vaporizarían a Syme. Es demasiado inteligente. Lo ve todo con dema-
siada claridad y habla con demasiada sencillez. Al Partido no le gustan estas
gentes. Cualquier día desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara.
Winston había terminado el pan y el queso. Se volvió un poco para beber
la terrina de café. En la mesa de la izquierda, el hombre de la voz estridente
seguía hablando sin cesar. Una joven, que quizás fuera su secretaria y que
estaba sentada de espaldas a Winston, le escuchaba y asentía continuamente.
De vez en cuando, Winston captaba alguna observación como: «Cuánta ra-
zón tienes» o «No sabes hasta qué punto estoy de acuerdo contigo», en una
voz juvenil y algo tonta. Pero la otra voz no se detenía ni siquiera cuando la
muchacha decía algo. Winston conocía de vista a aquel hombre aunque sólo
sabía que ocupaba un puesto importante en el Departamento de Novela. Era
un hombre de unos treinta años con un poderoso cuello y una boca grande
y gesticulante.
Estaba un poco echado hacia atrás en su asiento y los cristales de sus ga-
fas reflejaban la luz y le presentaban a Winston dos discos vacíos en vez
de un par de ojos. Lo inquietante era que del torrente de ruido que salía
de su boca resultaba casi imposible distinguir una sola palabra. Sólo un ca-
bo de frase comprendió Winston —«completa y definitiva eliminación del
goldsteinismo»—, pronunciado con tanta rapidez que parecía salir en un so-
lo bloque como la línea, fundida en plomo, de una linotipia. Lo demás era
50
sólo ruido, un cuac-cuac-cuac, y, sin embargo, aunque no se podía oír lo que
decía, era seguro que se refería a Goldstein acusándolo y exigiendo medidas
más duras contra los criminales del pensamiento y los saboteadores. Sí, era
indudable que lanzaba diatribas contra las atrocidades del ejército eurasiáti-
co y que alababa al Gran Hermano o a los héroes del frente malabar. Fuera
lo que fuese, se podía estar seguro de que todas sus palabras eran ortodoxia
pura. Ingsoc cien por cien. Al contemplar el rostro sin ojos con la mandíbula
en rápido movimiento, tuvo Winston la curiosa sensación de que no era un
ser humano, sino una especie de muñeco. No hablaba el cerebro de aquel
hombre, sino su laringe. Lo que salía de ella consistía en palabras, pero no
era un discurso en el verdadero sentido, sino un ruido inconsciente como el
cuac-cuac de un pato.
Syme se había quedado silencioso unos momentos y con el mango de la
cucharilla trazaba dibujos entre los restos del guisado. La voz de la otra mesa
seguía con su rápido cuac-cuac, fácilmente perceptible a pesar de la algarabía
de la cantina.
Hay una palabra en neolengua —dijo Syme— que no sé si la conoces: pat-
hablar, o sea, hablar de modo que recuerde el cuac-cuac de un pato. Es una de
esas palabras interesantes que tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada
a un contrario, es un insulto; aplicada a alguien con quien estés de acuerdo,
es un elogio.
No cabía duda, volvió a pensar Winston, a Syme lo vaporizarían. Lo pensó
con cierta tristeza aunque sabía perfectamente que Syme lo despreciaba y era
muy capaz de denunciarle como culpable mental. Había algo de sutilmente
malo en Syme. Algo le faltaba: discreción, prudencia, algo así como estupidez
salvadora. No podía decirse que no fuera ortodoxo. Creía en los principios del
Ingsoc, veneraba al Gran Hermano, se alegraba de las victorias y odiaba a los
herejes, no sólo sinceramente, sino con inquieto celo hallándose al día hasta
un grado que no solía alcanzar el miembro ordinario del Partido. Sin embargo,
se cernía sobre él un vago aire de sospecha. Decía cosas que debía callar,
leía demasiados libros, frecuentaba el Café del Nogal, guarida de pintores y
músicos. No había ley que prohibiera la frecuentación del Café del Nogal.
Sin embargo, era sitio de mal agüero. Los antiguos y desacreditados jefes del
Partido se habían reunido allí antes de ser «purgados» definitivamente. Se
decía que al mismo Goldstein lo habían visto allí algunas veces hacía años o
décadas. Por tanto, el destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por otra
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parte, era indudable que si aquel hombre olía —sólo por tres segundos— las
opiniones secretas de Winston, lo denunciaría inmediatamente a la Policía
del Pensamiento. Por supuesto, cualquier otro lo haría; Syme se daría más
prisa. Pero no bastaba con el celo. La ortodoxia era la inconsciencia.
Syme levantó la vista:
—Aquí viene Parsons —dijo.
Algo en el tono de su voz parecía añadir, «ese idiota». Parsons, vecino de
Winston en las Casas de la Victoria, se abría paso efectivamente por la ates-
tada cantina. Era un in dividuo de mediana estatura con cabello rubio y cara
de rana. A los treinta y cinco años tenía ya una buena cantidad de grasa en
el cuello y en la cintura, pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Todo
su aspecto hacía pensar en un muchacho con excesiva corpulencia, hasta tal
punto que, a pesar de vestir el «mono» reglamentario, era casi imposible no
figurárselo con los pantalones cortos y azules, la camisa gris y el pañuelo ro-
jo de los Espías. Al verlo, se pensaba siempre en escenas de la organización
juvenil. Y, en efecto, Parsons se ponía shorts para cada excursión colectiva o
cada vez que cualquier actividad física de la comunidad le daba una disculpa
para hacerlo. Saludó a ambos con un alegre ¡Hola, hola!, y sentóse a la mesa
esparciendo un intenso olor a sudor. Su rojiza cara estaba perlada de gotitas
de sudor. Tenía un enorme poder sudorífico. En el Centro de la Comunidad
se podía siempre asegurar si Parsons había jugado al tenis de mesa por la
humedad del mango de la raqueta. Syme sacó una tira de papel en la que
había una larga columna de palabras y se dedicó a estudiarla con un lápiz
tinta entre los dedos.
—Mira cómo trabaja hasta en la hora de comer —dijo Parsons, guiñándole
un ojo a Winston—. Eso es lo que se llama aplicación. ¿Qué tienes ahí, chico?
Seguro que es algo demasiado intelectual para mí. Oye, Smith, te diré por
qué te andaba buscando, es para la sub. Olvidaste darme el dinero.
—¿Qué sub es esa? —dijo Winston buscándose el dinero automáticamente.
Por lo menos una cuarta parte del sueldo de cada uno iba a parar a las subs-
cripciones voluntarias. Estas eran tan abundantes que resultaba muy difícil
llevar la cuenta.
—Para la Semana del Odio. Ya sabes que soy el tesorero de nuestra man-
zana. Estamos haciendo un gran esfuerzo para que nuestro grupo de casas
aporte más que nadie. No será culpa mía si las Casas de la Victoria no pre-
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sentan el mayor despliegue de banderas de toda la calle. Me prometiste dos
dólares.
Winston, después de rebuscar en sus bolsillos, sacó dos billetes grasientos
y muy arrugados que Parsons metió en una carterita y anotó cuidadosamen-
te.
—A propósito, chico —dijo—; me he enterado de que mi crío te disparó
ayer su tirachinas. Ya le he arreglado las cuentas. Le dije que si lo volvía a
hacer le quitaría el tirachinas.
—Me parece que estaba un poco fastidiado por no haber ido a la ejecución
—dijo Winston.
—Hombre, no está mal; eso demuestra que el muchacho es de fiar. Son
muy traviesos, pero, eso sí, no piensan más que en los espías; y en la guerra,
naturalmente. ¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el sábado pasado cuando su
tropa fue de excursión a Berkhamstead? La acompañaban otras dos niñas.
Las tres se separaron de la tropa, dejaron las bicicletas a un lado del camino
y se pasaron toda la tarde siguiendo a un desconocido. No perdieron de vista
al hombre durante dos horas, a campo traviesa, por los bosques… En fin, que,
en cuanto llegaron a Amersham, lo entregaron a las patrullas.
—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Winston, sobresaltado a pesar suyo.
Parsons prosiguió, triunfante:
—Mi chica se aseguró de que era un agente enemigo… Probablemente, lo
dejaron caer con paracaídas. Pero fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué
supones que le conoció al hombre que era un enemigo? Pues notó que llevaba
unos zapatos muy raros. Sí, mi niña dijo que no había visto a nadie con unos
zapatos así; de modo que la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para una
niña de siete años, no está mal, ¿verdad?
—¿Y qué le pasó a ese hombres —se interesó Winston?
—Eso no lo sé, naturalmente. Pero no me sorprendería que… —Parsons
hizo el ademán de disparar un fusil y chasqueó la lengua imitando el disparo.
—Muy bien —dijo Syme abstraído, sin levantar la vista de sus apuntes.
—Claro, no podemos permitirnos correr el riesgo… —asintió Winston, na-
da convencido.
Por supuesto, no hay que olvidar que estamos en guerra.
Como para confirmar esto, un trompetazo salió de la telepantalla vibrando
sobre sus cabezas. Pero esta vez no se trataba de la proclamación de una
victoria militar, sino sólo de un anuncio del Ministerio de la Abundancia.
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—¡Camaradas! —exclamó una voz juvenil y resonante—. ¡Atención, cama-
radas! ¡Tenemos gloriosas noticias que comunicaros! Hemos ganado la ba-
talla de la producción. ¡Tenemos ya todos los datos completos y el nivel de
vida se ha elevado en un veinte por ciento sobre el del año pasado. Esta ma-
ñana ha habido en toda Oceanía incontables manifestaciones espontáneas;
los trabajadores salieron de las fábricas y de las oficinas y desfilaron, con
banderas desplegadas, por las calles de cada ciudad proclamando su gratitud
al Gran Hermano por la nueva y feliz vida que su sabia dirección nos permite
disfrutar. He aquí las cifras completas. Ramo de la Alimentación…
La expresión «por la nueva y feliz vida» reaparecía varias veces. Estas eran
las palabras favoritas del Ministerio de la Abundancia. Parsons, pendiente to-
do él de la llamada de la trompeta, escuchaba, muy rígido, con la boca abierta
y un aire solemne, una especie de aburrimiento sublimado. No podía seguir
las cifras, pero se daba cuenta de que eran un motivo de satisfacción. Fuma-
ba una enorme y mugrienta pipa. Con la ración de tabaco de cien gramos
a la semana era raras veces posible llenar una pipa hasta el borde. Winston
fumaba un cigarrillo de la Victoria cuidando de mantenerlo horizontal para
que no se cayera su escaso tabaco. La nueva ración no la darían hasta maña-
na y le quedaban sólo cuatro cigarrillos. Había dejado de prestar atención a
todos los ruidos excepto a la pesadez numérica de la pantalla. Por lo visto,
había habido hasta manifestaciones para agradecerle al Gran Hermano el au-
mento de la ración de chocolate a veinte gramos cada semana. Ayer mismo,
pensó, se había anunciado que la ración se reduciría a veinte gramos sema-
nales. ¿Cómo era posible que pudieran tragarse aquello, si no habían pasado
más que veinticuatro horas? Sin embargo, se lo tragaron. Parsons lo digería
con toda facilidad, con la estupidez de un animal. El individuo de las gafas
con reflejos, en la otra mesa, lo aceptaba fanática y apasionadamente con un
furioso deseo de descubrir, denunciar y vaporizar a todo aquel que insinuase
que la semana pasada la ración fue de treinta gramos. Syme también se lo
había tragado aunque el proceso que seguía para ello era algo más compli-
cado, un proceso de doblepensar. ¿Es que sólo él, Winston, seguía poseyendo
memoria?
Las fabulosas estadísticas continuaron brotando dula telepantalla. En com-
paración con el año anterior, había más alimentos, más vestidos, más casas,
más muebles, más ollas, más comestibles, más barcos, más autogiros, más li-
bros, más bebés, más de todo, excepto enfermedades, crímenes y locura. Año
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tras año y minuto tras minuto, todos y todo subía vertiginosamente. Wins-
ton meditaba, resentido, sobre la vida. ¿Siempre había sido así; siempre había
sido tan mala la comida? Miró en torno suyo por la cantina; una habitación
de techo bajo, con las paredes sucias por el contacto de tantos trajes grasien-
tos; mesas de metal abolladas y sillas igualmente estropeadas y tan juntas
que la gente se tocaba con los codos. Todo resquebrajado, lleno de manchas
y saturado de un insoportable olor a ginebra mala, a mal café, a sustitutivo
de asado, a trajes sucios. Constantemente se rebelaban el estómago y la piel
con la sensación de que se les había hecho trampa privándoles de algo a lo
que tenían derecho. Desde luego, Winston no recordaba nada que fuera muy
diferente. En todo el tiempo a que alcanzaba su memoria, nunca hubo bas-
tante comida, nunca se podían llevar calcetines ni ropa interior sin agujeros,
los muebles habían estado siempre desvencijados, en las habitaciones había
faltado calefacción. Los metros iban horriblemente atestados, las casas se des-
hacían a pedazos, el pan era negro, el té imposible de encontrar, el café sabía
a cualquier cosa, escaseaban los cigarrillos y nada había barato y abundante
a no ser la ginebra sintética. Y aunque, desde luego, todo empeoraba a medi-
da que uno envejecía, ello era sólo señal de que éste no era el orden natural
de las cosas. Si el corazón enfermaba con las incomodidades, la suciedad y la
escasez, los inviernos interminables, la dureza de los calcetines, los ascenso-
res que nunca funcionaban, el agua fría, el rasposo jabón, los cigarrillos que
se deshacían, los alimentos de sabor repugnante… ¿cómo iba uno a conside-
rar todo esto intolerable si no fuera por una especie de recuerdo ancestral de
que las cosas habían sido diferentes alguna vez?
Winston volvió a recorrer la cantina con la mirada. Casi todos los que allí
estaban eran feos y lo hubieran seguido siendo aunque no hubieran lleva-
do los «monos» azules uni formes. Al extremo de la habitación, solo en una
mesa, se hallaba un hombrecillo con aspecto de escarabajo. Bebía una taza
de café y sus ojillos lanzaban miradas suspicaces a un lado y a otro. Es muy
fácil, pensó Winston, siempre que no mire uno en torno suyo, creer que el
tipo físico fijado por el Partido como ideal —los jóvenes altos y musculosos
y las muchachas de escaso pecho y de cabello rubio, vitales, tostadas por el
sol y despreocupadas— existía e incluso predominaba. Pero en la realidad, la
mayoría de los habitantes de la Franja Aérea número 1 eran pequeños, ce-
trinos y de facciones desagradables. Es curioso cuánto proliferaba el tipo de
escarabajo entre los funcionarios de los ministerios: hombrecillos que engor-
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daban desde muy jóvenes, con piernas cortas, movimientos toscos y rostros
inescrutables, con ojos muy pequeños. Era el tipo que parecía florecer bajo
el dominio del Partido.
La comunicación del Ministerio de la Abundancia terminó con otro trom-
petazo y fue seguida por música ligera. Parsons, lleno de vago entusiasmo
por el reciente bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la boca:
—El Ministerio de la Abundancia ha hecho una buena labor este año —dijo
moviendo la cabeza como persona bien enterada—. A propósito, Smith, ¿no
podrás dejarme alguna hoja de afeitar?
—¡Ni una! —le respondió Winston—. Llevo seis semanas usando la misma
hoja.
—Entonces, nada… Es que se me ocurrió, por si tenías.
—Lo siento —dijo Winston.
El cuac-cuac de la próxima mesa, que había permanecido en silencio mien-
tras duró el comunicado del Ministerio de la Abundancia, comenzó otra vez
mucho más fuerte. Por alguna razón, Winston pensó de pronto en la seño-
ra Parsons con su cabello revuelto y el polvo de sus arrugas. Dentro de dos
años aquellos niños la denunciarían a la Policía del Pensamiento. La señora
Parsons sería vaporizada. Syme sería vaporizado. A Winston lo vaporizarían
también. O’Brien sería vaporizado. A Parsons, en cambio, nunca lo vapori-
zarían. Tampoco el individuo de las gafas y del cuac-cuac sería vaporizado
nunca. Ni tampoco la joven del cabello negro, la del Departamento de Nove-
la. Le parecía a Winston conocer por intuición quién perecería, aunque no
era fácil determinar lo que permitía sobrevivir a una persona.
En aquel momento le sacó de su ensoñación una violenta sacudida. La
muchacha de la mesa vecina se había vuelto y lo estaba mirando. ¡Era la mu-
chacha morena del Departamento de Novela! Miraba a Winston a hurtadillas,
pero con’ una curiosa intensidad. En cuanto sus ojos tropezaron con los de
Winston, volvió la cabeza.
Winston empezó a sudar. Le invadió una horrible sensación de terror. Se
le pasó casi en seguida, pero le dejó intranquilo. ¿Por qué lo miraba aquella
mujer? ¿Por qué se la encontraba tantas veces? Desgraciadamente, no po-
día recordar si la joven estaba ya en aquella mesa cuando él llegó o si había
llegado después. Pero el día anterior, durante los Dos Minutos de Odio, se
había sentado inmediatamente detrás de él sin haber necesidad de ello. Se-
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guramente, se proponía escuchar lo que él dijera y ver si gritaba lo bastante
fuerte.
Pensó que probablemente la muchacha no era miembro de la Policía del
Pensamiento, pero precisamente las espías aficionadas constituían el mayor
peligro. No sabía Winston cuánto tiempo llevaba mirándolo la joven, pero
quizás fueran cinco minutos. Era muy posible que en este tiempo no hubie-
ra podido controlar sus gestos a la perfección. Constituía un terrible peligro
pensar mientras se estaba en un sitio público o al alcance de la telepanta-
lla. El detalle más pequeño podía traicionarle a uno. Un tic nervioso, una
inconsciente mirada de inquietud, la costumbre de hablar con uno mismo
entre dientes, todo lo que revelase la necesidad de ocultar algo. En todo caso,
llevar en el rostro una expresión impropia (por ejemplo, parecer incrédulo
cuando se anunciaba una victoria) constituía un acto punible. Incluso había
una palabra para esto en neolengua: caracrimen.
La muchacha recuperó su posición anterior. Quizás no estuviese persi-
guiéndolo; quizás fuera pura coincidencia que se hubiera sentado tan cerca
de él dos días seguidos. Se le había apagado el cigarrillo y lo puso cuidado-
samente en el borde de la mesa. Lo terminaría de fumar después del trabajo
si es que el tabaco no se había acabado de derramar para entonces. Segura-
mente, el individuo que estaba con la joven sería un agente de la Policía del
Pensamiento y era muy probable, pensó Winston, que a él lo llevaran a los
calabozos del Ministerio del Amor dentro de tres días, pero no era esta una
razón para desperdiciar una colilla. Syme dobló su pedazo de papel y se lo
guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra vez.
—¿Te he contado, chico, lo que hicieron mis críos en el mercado? ¿No?
Pues un día le prendieron fuego a la falda de una vieja vendedora porque
la vieron envolver unas salchichas en un cartel con el retrato del Gran Her-
mano. Se pusieron detrás de ella y, sin que se diera cuenta, le prendieron
fuego a la falda por abajo con una caja de cerillas. Le causaron graves que-
maduras. Son traviesos, ¿eh? Pero eso sí, ¡más finos…! Esto se lo deben a la
buena enseñanza que se da hoy a los niños en los Espías, mucho mejor que
en mi tiempo. Están muy bien organizados. ¿Qué creen ustedes que les han
dado a los chicos últimamente? Pues, unas trompetillas especiales para es-
cuchar por las cerraduras. Mi niña trajo una a casa la otra noche. La probó
en nuestra salita, y dijo que oía con doble fuerza que si aplicaba el oído al
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agujero. Claro que sólo es un juguete; sin embargo, así se acostumbran los
niños desde pequeños.
En aquel momento, la telepantalla dio un penetrante silbido. Era la señal
para volver al trabajo. Los tres hombres se pusieron automáticamente en pie
y se unieron a la multitud en la lucha por entrar en los ascensores, lo que
hizo que el cigarrillo de Winston se vaciara por completo.
58
Capítulo VI
Winston escribía en su Diario:
Fue hace tres años. Era una tarde oscura, en una estrecha callejuela
cerca de una de las estaciones del ferrocarril. Ella, de pie, apoyada
en la pared cerca de una puerta, recibía la luz mortecina de un
farol. Tenía una cara joven muy pintada. Lo que me atrajo fue la
pintura, la blancura de aquella cara que parecía una máscara y los
labios rojos y brillantes. Las mujeres del Partido nunca se pintaba
la cara. No había nadie más en la calle, ni telepantallas. Me dio
que dos dólares. Yo…
Le era difícil seguir. Cerró los ojos y apretó las palmas de las manos contra
ellos tratando de borrar la visión interior. Sentía una casi invencible tenta-
ción de gritar una sarta de palabras. O de golpearse la cabeza contra la pared,
de arrojar el tintero por la ventana, de hacer, en fin, cualquier acto violento,
ruidoso, o doloroso, que le borrara el recuerdo que le atormentaba.
Nuestro peor enemigo, reflexionó Winston, es nuestro sistema nervioso.
En cualquier momento, la tensión interior puede traducirse en cualquier sín-
toma visible. Pensó en un hombre con quien se había cruzado en la calle se-
manas atrás: un hombre de aspecto muy corriente, un miembro del Partido
de treinta y cinco a cuarenta años, alto y delgado, que llevaba una cartera de
mano. Estaban separados por unos cuantos metros cuando el lado izquierdo
de la cara de aquel hombre se contrajo de pronto en una especie de espasmo.
Esto volvió a ocurrir en el momento en que se cruzaban; fue sólo un temblor
rapidísimo como el disparo de un objetivo de cámara fotográfica, pero sin
duda se trataba de un tic habitual. Winston recordaba haber pensado enton-
ces: el pobre hombre está perdido. Y lo aterrador era que el movimiento de
los músculos era inconsciente. El peligro mortal por excelencia era hablar en
sueños. Contra eso no había remedio.
Contuvo la respiración y siguió escribiendo:
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Entré con ella en el portal y cruzamos un patio para bajar luego
a una cocina que estaba en los sótanos. Había una cama contra la
pared, y una lámpara en la mesilla con muy poca luz Ella…
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de un modo explícito— siempre se negaba el permiso si la pareja daba la im-
presión de hallarse físicamente enamorada. La única finalidad admitida en
el matrimonio era engendrar hijos en beneficio del Partido. La relación se-
xual se consideraba como una pequeña operación algo molesta, algo así como
soportar un enema. Tampoco esto se decía claramente, pero de un modo indi-
recto se grababa desde la infancia en los miembros del Partido. Había incluso
organizaciones como la Liga juvenil Anti-Sex, que defendía la soltería abso-
luta para ambos sexos. Los niños debían ser engendrados por inseminación
artificial (semart, como se le llamaba en neolengua) y educados en institu-
ciones públicas. Winston sabía que esta exageración no se defendía en serio,
pero que estaba de acuerdo con la ideología general del Partido. Este trataba
de matar el instinto sexual o, si no podía suprimirlo del todo, por lo menos
deformarlo y mancharlo. No sabía Winston por qué se seguía esta táctica,
pero parecía natural que fuera así. Y en cuanto a las mujeres, los esfuerzos
del Partido lograban pleno éxito.
Volvió a pensar en Katharine. Debía de hacer nueve o diez años, casi once,
que se habían separado. Era curioso que se acordara tan poco de ella. Ol-
vidaba durante días enteros que habían estado casados. Sólo permanecieron
juntos unos quince meses. El Partido no permitía el divorcio, pero fomentaba
las separaciones cuando no había hijos.
Katharine era una rubia alta, muy derecha y de movimientos majestuosos.
Tenía una cara audaz, aquilina, que podría haber pasado por noble antes de
descubrir que no había nada tras aquellas facciones. Al principio de su vida
de casados —aunque quizá fuera sólo que Winston la conocía más íntimamen-
te que a las demás personas— llegó a la conclusión de que su mujer era la
persona más estúpida, vulgar y vacía que había conocido hasta entonces. No
latía en su cabeza ni un solo pensamiento que no fuera un slogan. Se tragaba
cualquier imbecilidad que el Partido le ofreciera. Winston la llamaba en su
interior «la banda sonora humana». Sin embargo, podía haberla soportado
de no haber sido por una cosa: el sexo.
Tan pronto como la rozaba parecía tocada por un resorte y se endurecía.
Abrazarla era como abrazar una imagen con juntas de madera. Y lo que era
todavía más extraño: incluso cuando ella lo apretaba contra sí misma, él te-
nía la sensación de que al mismo tiempo lo rechazaba con toda su fuerza. La
rigidez de sus músculos ayudaba a dar esta impresión. Se quedaba allí echada
con los ojos cerrados sin resistir ni cooperar, pero como sometible. Era de lo
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más vergonzoso y, a la larga, horrible. Pero incluso así habría podido sopor-
tar vivir con ella si hubieran decidido quedarse célibes. Pero curiosamente
fue Katharine quien rehusó. «Debían —dijo— producir un niño si podían».
Así que la comedia seguía representándose una vez por semana regularmen-
te, mientras no fuese imposible. Ella incluso se lo recordaba por la mañana
como algo que había que hacer esa noche y que no debía olvidarse. Tenía dos
expresiones para ello. Una era «hacer un bebé», y la otra «nuestro deber al
Partido» (sí, había utilizado esta frase). Pronto empezó a tener una sensación
de positivo temor cuando llegaba el día. Pero por suerte no apareció ningún
niño y finalmente ella estuvo de acuerdo en dejar de probar. Y poco después
se separaron.
Winston suspiró inaudiblemente. Volvió a coger la pluma y escribió:
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Encendí la luz. Cuando la vi claramente…
Volvió a apoyar las palmas de las manos sobre los ojos. Ya lo había escrito,
pero de nada servía. Seguía con la misma necesidad de gritar palabrotas con
toda la fuerza de sus pulmones.
63
Capítulo VII
Si hay alguna esperanza, escribió Winston,está en los proles.
Si había esperanza, tenia que estar en los proles porque sólo en aquellas
masas abandonadas, que constituían el ochenta y cinco por ciento de la po-
blación de Oceanía, podría encontrarse la fuerza suficiente para destruir al
Partido. Éste no podía descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los te-
nía en su interior, no podían de ningún modo unirse, ni siquiera identificarse
mutuamente. Incluso si existía la legendaria Hermandad —y era muy posible
que existiese— resultaba inconcebible que sus miembros se pudieran reunir
en grupos mayores de dos o tres. La rebeldía no podía pasar de un deste-
llo en la mirada o determinada inflexión en la voz; a lo más, alguna palabra
murmurada. Pero los proles, si pudieran darse cuenta de su propia fuerza, no
necesitarían conspirar. Les bastaría con encabritarse como un caballo que se
sacude las moscas. Si quisieran podrían destrozar el Partido mañana por la
mañana. Desde luego, antes o después se les ocurrirá. Y, sin embargo…
Recordó Winston una vez que había dado un paseo por una calle de mucho
tráfico cuando oyó un tremendo grito múltiple. Centenares de voces, voces
de mujeres, salían de una calle lateral. Era un formidable grito de ira y de-
sesperación, un tremendo ¡O-o-o-o-oh! Winston se sobresaltó terriblemente.
¡Ya empezó! ¡Un motín!, pensó. Por fin, los proles se sacudían el yugo; pero
cuando llegó al sitio de la aglomeración vio que una multitud de doscientas
o trescientas mujeres se agolpaban sobre los puestos de un mercado calle-
jero con expresiones tan trágicas como si fueran las pasajeras de un barco
en trance de hundirse. En aquel momento, la desesperación general se que-
bró en innumerables peleas individuales. Por lo visto, en uno de los puestos
habían estado vendiendo sartenes de lata. Eran utensilios muy malos, pero
los cacharros de cocina eran siempre de casi imposible adquisición. Por fin,
había llegado una provisión inesperadamente. Las mujeres que lograron ad-
quirir alguna sartén fueron atacadas por las demás y trataban de escaparse
con sus trofeos mientras que las otras las rodeaban y acusaban de favoritis-
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mo a la vendedora. Aseguraban que tenía más en reserva. Aumentaron los
chillidos. Dos mujeres, una de ellas con el pelo suelto, se habían apoderado
de la misma sartén y cada una intentaba quitársela a la otra. Tiraron cada una
por su lado hasta que se rompió el mango. Winston las miró con asco. Sin
embargó, ¡qué energías tan aterradoras había percibido él bajo aquella grite-
ría! Y, en total, no eran más que dos o tres centenares de gargantas. ¿Por qué
no protestarían así por cada cosa de verdadera importancia?
Escribió:
Winston pensó que sus palabras parecían sacadas de uno de los libros de
texto del Partido. El Partido pretendía, desde luego, haber liberado a los pro-
les de la esclavitud. Antes de la Revolución, eran explotados y oprimidos
ignominiosamente por los capitalistas. Pasaban hambre. Las mujeres tenían
que trabajar a la viva fuerza en las minas de carbón (por supuesto, las mu-
jeres seguían trabajando en las minas de carbón), los niños eran vendidos a
las fábricas a la edad de seis años. Pero, simultáneamente, fiel a los princi-
pios del doblepensar, el Partido enseñaba que los proles eran inferiores por
naturaleza y debían ser mantenidos bien sujetos, como animales, median-
te la aplicación de unas cuantas reglas muy sencillas. En realidad, se sabía
muy poco de los proles. Y no era necesario saber mucho de ellos. Mientras
continuaran trabajando y teniendo hijos, sus demás actividades carecían de
importancia. Dejándoles en libertad como ganado suelto en la pampa de la
Argentina, tenían un estilo de vida que parecía serles natural. Se regían por
normas ancestrales. Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los
doce años, pasaban por un breve período de belleza y deseo sexual, se casaban
a los veinte años, empezaban a envejecer a los treinta y se morían casi todos
ellos hacia los sesenta años. El duro trabajo físico, el cuidado del hogar y de
los hijos, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y
sobre todo, el juego, llenaban su horizonte mental. No era difícil mantenerlos
a raya. Unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento circulaban entre
ellos, esparciendo rumores falsos y eliminando a los pocos considerados ca-
paces de convertirse en peligrosos; pero no se intentaba adoctrinarlos con la
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ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran sentimientos
políticos intensos. Todo lo que se les pedía era un patriotismo primitivo al
que se recurría en caso de necesidad para que trabajaran horas extraordina-
rias o aceptaran raciones más pequeñas. E incluso cuando cundía entre ellos
el descontento, como ocurría a veces, era un descontento que no servía para
nada porque, por carecer de ideas generales, concentraban su instinto de re-
beldía en quejas sobre minucias de la vida corriente. Los grandes males, ni,
los olían. La mayoría de los proles ni siquiera era vigilada con telepantallas.
La policía los molestaba muy poco. En Londres había mucha criminalidad,
un mundo revuelto de ladrones, bandidos, prostitutas, traficantes en drogas
y maleantes de toda clase; pero como sus actividades tenían lugar entre los
mismos proles, daba igual que existieran o no. En todas las cuestiones de
moral se les permitía a los proles que siguieran su código ancestral. No se les
imponía el puritanismo sexual del Partido. No se castigaba su promiscuidad
y se permitía el divorcio. Incluso el culto religioso se les habría permitido
si los proles hubieran manifestado la menor inclinación a él. Como decía el
Partido: «los proles y los animales son libres».
Winston se rascó con precaución sus varices. Habían empezado a picarle
otra vez. Siempre volvía a preocuparle saber qué habría sido la vida anterior
a la Revolución. Sacó del cajón un ejemplar del libro de historia infantil que
le había prestado la señora Parsons y empezó a copiar un trozo en su diario:
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do con fina chaqueta negra larga a la que llamaban «frac» y un
sombrero muy raro y brillante que parece. el tubo de una estufa, al
que llamaban «sombrero de copa». Este era el uniforme de los capi-
talistas, y nadie más podía llevarlo; los capitalistas eran dueños de
todo lo que había en el mundo y todos los que no eran capitalistas
pasaban a ser sus esclavos. Poseían toda la tierra, todas las casas,
todas las fábricas y el dinero todo. Si alguien les desobedecía, era
encarcelado inmediatamente y podían dejarlo sin trabajo y hacer-
lo morir de hambre. Cuando una persona corriente hablaba con
un capitalista tenía que descubrirse, inclinarse profundamente an-
te él y llamarle señor. El jefe supremo de todos los capitalistas era
llamado el Rey y…
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que marchaba en bloque siempre hacia adelante en unidad perfecta, pensan-
do todos los mismos pensamientos y repitiendo a grito unánime la misma
consigna, trabajando perpetuamente, luchando, triunfantes, persiguiendo a
los traidores… trescientos millones de personas todas ellas con las misma
cara. La realidad era, en cambio: lúgubres ciudades donde la gente, apenas
alimentada, arrastraba de un lado a otro sus pies calzados con agujereados
zapatos y vivía en ruinosas casas del siglo XIX en las que predominaba el
olor a verduras cocidas y retretes en malas condiciones. Winston creyó ver
un Londres inmenso y en ruinas, una ciudad de un millón de cubos de la
basura y, mezclada con esta visión, la imagen de la señora Parsons con sus
arrugas y su pelo enmarañado tratando de arreglar infructuosamente una
cañería atascada.
Volvió a rascarse el tobillo. Día y noche las telepantallas le herían a uno el
tímpano con estadísticas según las cuales todos tenían más alimento, más tra-
jes, mejores casas, entretenimientos más divertidos, todos vivían más tiem-
po, trabajaban menos horas, eran más sanos, fuertes, felices, inteligentes y
educados que los que habían vivido hacía cincuenta años. Ni una palabra de
todo ello podía ser probada ni refutada. Por ejemplo, el Partido sostenía que
el cuarenta por ciento de los proles adultos sabía leer y escribir y que antes
de la Revolución todos ellos, menos un quince por ciento, eran analfabetos.
También aseguraba el Partido que la mortalidad infantil era ya sólo del ciento
sesenta por mil mientras que antes de la Revolución había sido del trescien-
tos por mil… y así sucesivamente. Era como una ecuación con dos incógnitas.
Bien podía ocurrir que todos los libros de historia fueran una pura fantasía.
Winston sospechaba que nunca había existido una ley sobre el jus primae
noctis ni persona alguna como el tipo de capitalista que pintaban, ni siquiera
un sombrero como aquel que parecía un tubo de estufa.
Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había olvida-
do el acto mismo de borrar, y la mentira se convertía en verdad. Sólo una vez
en su vida había tenido Winston en la mano —después del hecho y eso es lo
que importaba— una prueba concreta y evidente de un acto de falsificación.
La había tenido entre sus dedos nada menos que treinta segundos. Fue en
1973, aproximadamente, pero desde luego por la época en que Katharine y
él se habían separado. La fecha a que se refería el documento era de siete u
ocho años antes.
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La historia empezó en el sesenta y tantos, en el período de las grandes pur-
gas, en el cual los primitivos jefes de la Revolución fueron suprimidos de una
sola vez. Hacia 1970 no quedaba ninguno de ellos, excepto el Gran Hermano.
Todos los demás habían sido acusados de traidores y contrarrevolucionarios.
Goldstein huyó y se escondió nadie sabía dónde. De los demás, unos cuantos
habían desaparecido mientras que la mayoría fue ejecutada después de unos
procesos públicos de gran espectacularidad en los que confesaron sus críme-
nes. Entre los últimos supervivientes había tres individuos llamados Jones,
Aaronson y Rutherford. Hacia 1965 —la fecha no era segura— los tres fueron
detenidos. Como ocurría con frecuencia, desaparecieron durante uno o más
años de modo que nadie sabía si estaban vivos o muertos y luego aparecie-
ron de pronto para acusarse ellos mismos de haber cometido terribles críme-
nes. Reconocieron haber estado en relación con el enemigo (por entonces el
enemigo era Eurasia, que había de volver a serlo), malversación de fondos
públicos, asesinato de varios miembros del Partido dignos de toda confianza,
intrigas contra el mando del Gran Hermano que ya habían empezado mucho
antes de estallar la Revolución y actos de sabotaje que habían costado la vida
a centenares de miles de personas. Después de confesar todo esto, los perdo-
naron, les devolvieron sus cargos en el Partido, puestos que eran en realidad
inútiles, pero que tenían nombres sonoros e importantes. Los tres escribie-
ron largos y abyectos artículos en elTimes analizando las razones que habían
tenido para desertar y prometiendo enmendarse.
Poco tiempo después de ser puestos en libertad esos tres hombres, Wins-
ton los había visto en el Café del Nogal. Recordaba con qué aterrada fascina-
ción los había observado con el rabillo del ojo. Eran mucho más viejos que
él, reliquias del mundo antiguo, casi las últimas grandes figuras que habían
quedado de los primeros y heroicos días del Partido. Todavía llevaban como
una aureola el brillo de su participación clandestina en las primeras luchas
y en la guerra civil. Winston creyó haber oído los nombres de estos tres per-
sonajes mucho antes de saber que existía el Gran Hermano, aunque con el
tiempo se le confundían en la mente las fechas y los hechos. Sin embargo,
estaban ya fuera de la ley, eran enemigos intocables, se cernía sobre ellos la
absoluta certeza de un próximo aniquilamiento. Cuestión de uno o dos años.
Nadie que hubiera caído una vez en manos de la Policía del Pensamiento,
podía escaparse para siempre. Eran cadáveres que esperaban la hora de ser
enviados otra vez a la tumba.
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No había nadie en ninguna de las mesas próximas a ellos. No era pruden-
te que le vieran a uno cerca de semejantes personas. Los tres, silenciosos,
bebían ginebra con clavo; una especialidad de la casa. De los tres, era Ruther-
ford el que más había impresionado a Winston. En tiempos, Rutherford fue
un famoso caricaturista cuyas brutales sátiras habían ayudado a inflamar la
opinión popular antes y durante la Revolución. Incluso ahora, a largos inter-
valos, aparecían sus caricaturas y satíricas historietas en el Times. Eran una
imitación de su antiguo estilo y ya no tenían vida ni convencían. Era volver
a cocinar los antiguos temas: niños que morían de hambre, luchas callejeras,
capitalistas con sombrero de copa (hasta en las barricadas seguían los capita-
listas con su sombrero de copa), es decir, un esfuerzo desesperado por volver
a lo de antes. Era un hombre monstruoso con una crencha de cabellos gris
grasienta, bolsones en la cara y unos labios negroides muy gruesos. De joven
debió de ser muy fuerte; ahora su voluminoso cuerpo se inclinaba y parecía
derrumbarse en todas las direcciones. Daba la impresión de una montaña
que se iba a desmoronar de un momento a otro.
Era la solitaria hora de las quince. Winston no podía recordar ya por qué
había entrado en el café a esa hora. No había casi nadie allí. Una musiquilla
brotaba de las telepantallas. Los tres hombres, sentados en un rincón, casi
inmóviles, no hablaban ni una palabra. El camarero, sin que le pidieran nada,
volvía a llenar los vasos de ginebra. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa,
con todas las piezas colocadas, pero no habían empezado a jugar. Entonces,
quizá sólo durante medio minuto, ocurrió algo en la telepantalla. Cambió la
música que tocaba. Era difícil describir el tono de la nueva música: una nota
burlona, cascada, que a veces parecía un rebuzno. Winston, mentalmente, la
llamó «la nota amarilla». Y la voz de la telepantalla cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
Allí yacen ellos y aquí yacemos nosotros.
Bajo el Nogal de las ramas extendidas.
Los tres personajes no se movieron, pero cuando Winston volvió a mirar
la desvencijada cara de Rutherford, vio que estaba llorando. Por vez primera
observó, con sobresalto, pero sin saber por qué se impresionaba, que tanto
Aaronson como Rutherford tenían partidas las narices.
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Un poco después, los tres fueron detenidos de nuevo. Por lo visto, se ha-
bían comprometido en nuevas conspiraciones en el mismo momento de ser
puestos en libertad. En el segundo proceso confesaron otra vez sus antiguos
crímenes, con una sarta de nuevos delitos. Fueron ejecutados y su historia fue
registrada en los libros de historia publicados por el Partido como ejemplo
para la posteridad. Cinco años después de esto, en 1973, Winston desenrolla-
ba un día unos documentos que le enviaban por el tubo automático cuando
descubrió un pedazo de papel que, evidentemente, se había deslizado entre
otros y había sido olvidado. En seguida vio su importancia. Era media página
de un Times de diez años antes —la mitad superior de una página, de mane-
ra que incluía la fecha— y contenía una fotografía de los delegados en una
solemnidad del Partido en Nueva York. Sobresalían en el centro del grupo
Jones, Aaronson y Rutherford. Se les veía muy claramente, pero además sus
nombres figuraban al pie.
Lo cierto es que en ambos procesos los tres personajes confesaron que en
aquella fecha se hallaban en suelo eurasiático, que habían ido en avión desde
un aeródromo secreto en el Canadá hasta Siberia, donde tenían una miste-
riosa cita. Allí se habían puesto en relación con miembros del Estado Mayor
eurasiático al que habían entregado importantes secretos militares. La fecha
se le había grabado a Winston en la memoria porque coincidía con el primer
día de estío, pero toda aquella historia estaba ya registrada oficialmente en
innumerables sitios. Sólo había una conclusión posible: las confesiones eran
mentira.
Desde luego, esto no constituía en sí mismo un descubrimiento. Incluso
por aquella época no creía Winston que las víctimas de las purgas hubieran
cometido los crímenes de que eran acusados. Pero ese pedazo de papel era ya
una prueba concreta; un fragmento del pasado abolido como un hueso fósil
que reaparece en —un estrato donde no se le esperaba y destruye una teoría
geológica. Bastaba con ello para pulverizar al Partido si pudiera publicarse
en el extranjero y explicarse bien su significado.
Winston había seguido trabajando después de su descubrimiento. En cuan-
to vio lo que era la fotografía y lo que significaba, la cubrió con otra hoja de
papel. Afortunadamente, cuando la desenrolló había quedado de tal modo
que la telepantalla no podía verla.
Se puso la carpeta sobre su rodilla y echó hacia atrás la silla para alejarse
de la telepantalla lo más posible. No era difícil mantener inexpresiva la ca-
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ra e incluso controlar, con un poco de esfuerzo, la respiración; pero lo que
no podía controlarse eran los latidos del corazón y la telepantalla los reco-
gía con toda exactitud. Winston dejó pasar diez minutos atormentado por el
miedo de que algún accidente —por ejemplo, una súbita corriente de aire—
lo traicionara. Luego, sin exponerla a la vista de la pantalla, tiró la fotografía
en el «agujero de la memoria» mezclándola con otros papeles inservibles. Al
cabo de un minuto, el documento sería un poco de ceniza.
Aquello había pasado hacía diez u once años. «De ocurrir ahora, pensó
Winston, me habría guardado la foto». Era curioso que el hecho de haber
tenido ese documento entre sus dedos le pareciera constituir una gran dife-
rencia incluso ahora en que la fotografía misma, y no sólo el hecho registrado
en ella, era sólo recuerdo. ¿Se aflojaba el dominio del Partido sobre el pasado
—se preguntó Winston— porque una prueba documental que ya no existía
hubiera existido una vez?
Pero hoy, suponiendo que pudiera resucitar de sus cenizas, la foto no podía
servir de prueba. Ya en el tiempo en que él había hecho el descubrimiento,
no estaba en guerra Oceanía con Eurasia y los tres personajes suprimidos
tenían que haber traicionado su país con los agentes de Asia oriental y no
con los de Eurasia. Desde entonces hubo otros cambios, dos o tres, ya no
podía recordarlo. Probablemente, las confesiones habían sido nuevamente
escritas varias veces hasta que los hechos y las fechas originales perdieran
todo significado. No es sólo que el pasado cambiara, es que cambiaba conti-
nuamente. Lo que más le producía a Winston la sensación de una pesadilla
es que nunca había llegado a comprender claramente por qué se emprendía
la inmensa impostura. Desde luego, eran evidentes las ventajas inmediatas
de falsificar el pasado, pero la última razón era misteriosa. Volvió a coger la
pluma y escribió:
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Cogió el libro de texto infantil y miró el retrato del Gran Hermano que
llenaba la portada. Los ojos hipnóticos se clavaron en los suyos. Era como
si una inmensa fuerza empezara a aplastarle a uno, algo que iba penetrando
en el cráneo, golpeaba el cerebro por dentro, le aterrorizaba a uno y llegaba
casi a persuadirle que era de noche cuando era de día. Al final, el Partido
anunciaría que dos y dos son cinco y habría que creerlo. Era inevitable que
llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo exigía.
Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera
la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más
terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudie-
ran tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son
efectivamente cuatro? O que la fuerza de la gravedad existe. O que el pasado
no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y el mundo exterior sólo existen en
nuestra mente y, siendo la mente controlarse, también puede controlarse el
pasado y lo que llamamos la realidad?
¡No, no!; a Winston le volvía el valor. El rostro de O’Brien, sin saber por
qué, empezó a flotarle en la memoria; sabía, con más certeza que antes, que
O’Brien estaba de su parte. Escribía este Diario para O’Brien; era como una
carta interminable que nadie leería nunca, pero que se dirigía a una persona
determinada y que dependía de este hecho en su forma y en su tono.
El Partido os decía que negaseis la evidencia de vuestros ojos y oídos. És-
ta era su orden esencial. El corazón de Winston se encogió al pensar en el
enorme poder que tenía en frente, la facilidad con que cualquier intelectual
del Partido lo vencería con su dialéctica, los sutiles argumentos que él nunca
podría entender y menos contestar. Y, sin embargo, era él, Winston, quien
tenía razón. Los otros estaban equivocados y él no. Había que defender lo
evidente. El mundo sólido existe y sus leyes no cambian. Las piedras son du-
ras, el agua moja, los objetos faltos de apoyo caen en dirección al centro de
la’ Tierra… Con la sensación de que hablaba con O’Brien, y también de que
anotaba un importante axioma, escribió:
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Capítulo VIII
Del fondo del pasillo llegaba un aroma a café tostado —café de verdad,
no café de la Victoria—, un aroma penetrante. Winston se detuvo involun-
tariamente. Durante unos segundos volvió al mundo medio olvidado de su
infancia. Entonces se oyó un portazo y el delicioso olor quedó cortado tan
de repente como un sonido.
Winston había andado varios kilómetros por las calles y se le habían irri-
tado sus varices. Era la segunda vez en tres semanas que no había llegado a
tiempo a una reunión del Centro Comunal, lo cual era muy peligroso ya que
el número de asistencias al Centro era anotado cuidadosamente. En principio,
un miembro del Partido no tenía tiempo libre y nunca estaba solo a no ser en
la cama. Se suponía que, de no hallarse trabajando, comiendo, o durmiendo,
estaría participando en algún recreo colectivo. Hacer algo que implicara una
inclinación a la soledad, aunque sólo fuera dar un paseo, era siempre un po-
co peligroso. Había una palabra para ello en neolengua: vidapropia, es decir,
individualismo y excentricidad. Pero esa tarde, al salir del Ministerio, el aro-
mático aire abrileño le había tentado. El cielo tenía un azul más intenso que
en todo el año y de pronto le había resultado intolerable a Winston la pers-
pectiva del aburrimiento, de los juegos agotadores, de las conferencias, de
la falsa camaradería lubricada por la ginebra… Sintió el impulso de marchar-
se de la parada del autobús y callejear por el laberinto de Londres, primero
hacia el Sur, luego hacia el Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por
calles desconocidas y sin preocuparse apenas por la dirección que tomaba.
«Si hay esperanza —habría escrito en el Diario—, está en los proles». Estas
palabras le volvían como afirmación de una verdad mística y de un absurdo
palpable. Penetró por los suburbios del Norte y del Este alrededor de lo que
en tiempos había sido la estación de San Pancracio. Marchaba por una calle
empedrada, cuyas viejas casas sólo tenían dos pisos y cuyas puertas abiertas
descubrían los sórdidos interiores. De trecho en trecho había charcos de agua
sucia por entre las piedras. Entraban y salían en las casuchas y llenaban las
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callejuelas infinidad de personas: muchachas en la flor de la edad con bocas
violentamente pintadas, muchachos que perseguían a las jóvenes, y mujeres
de cuerpos obesos y bamboleantes, vivas pruebas de lo que serían las mu-
chachas cuando tuvieran diez años más, ancianos que se movían dificultosa-
mente y niños descalzos que jugaban en los charcos y salían corriendo al oír
los irritados chillidos de sus madres. La cuarta parte de las ventanas de la ca-
lle estaban rotas y tapadas con cartones. La mayoría de la gente no prestaba
atención a Winston. Algunos lo miraban con cauta curiosidad. Dos mons-
truosas mujeres de brazos rojizos cruzados sobre los delantales, hablaban en
una de las puertas. Winston oyó algunos retazos de la conversación.
—Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras estado
en mi lugar hubieras hecho lo mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar
—le dije—, pero tú no tienes los mismos problemas que yo».
—Claro —dijo la otra—, ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo.
Estas voces estridentes se callaron de pronto. Las mujeres observaron a
Winston con hostil silencio cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente
hostilidad sino una especie de alerta momentánea como cuando nos cruza-
mos con un animal desconocido. El «mono» azul del Partido no se veía con
frecuencia en una calle como ésta. Desde luego, era muy poco prudente que
lo vieran a uno en semejantes sitios a no ser que se tuviera algo muy concre-
tó que hacer allí. Las patrullas le detenían a uno en cuanto lo sorprendían en
una calle de proles y le preguntaban: «¿Quieres enseñarme la documentación
camarada? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué hora saliste del trabajo? ¿Tienes la
costumbre de tomar este camino para ir a tu casa?», y así sucesivamente.
No es que hubiera una disposición especial prohibiendo regresar a casa por
un camino insólito, mas era lo suficiente para hacerse notar si la Policía del
Pensamiento lo descubría.
De pronto, toda la calle empezó a agitarse. Hubo gritos de aviso por todas
partes. Hombres, mujeres y niños se metían veloces en sus casas como cone-
jos. Una joven salió como una flecha por una puerta cerca de donde estaba
Winston, cogió a un niño que jugaba en un charco, lo envolvió con el de-
lantal y entró de nuevo en su casa; todo ello realizado con increíble rapidez.
En el mismo instante, un hombre vestido de negro, que había salido de una
callejuela lateral, corrió hacia Winston señalándole nervioso el cielo.
—¡El vapor! —gritó—. Mire, maestro. ¡Échese pronto en el suelo!
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«El vapor» era el apodo que, no se sabía por qué, le habían puesto los pro-
les a las bombas cohetes. Winston se tiró al suelo rápidamente. Los proles
llevaban casi siempre razón cuando daban una alarma de esta clase. Pare-
cían poseer una especie de instinto que les prevenía con varios segundos de
anticipación de la llegada de un cohete, aunque se suponía que los cohetes
volaban con más rapidez que el sonido. Winston se protegió la cabeza con
los brazos. Se oyó un rugido que hizo temblar el pavimento, una lluvia de
pequeños objetos le cayó sobre la espalda. Cuando se levantó, se encontró
cubierto con pedazos de cristal de la ventana más próxima. Siguió andando.
La bomba había destruido un grupo —de casas de aquella calle doscientos
metros más arriba. En el cielo flotaba una negra nube de humo y debajo otra
nube, ésta de polvo, envolvía las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya
una multitud. Había un pequeño montón de yeso en el pavimento delante
de él y en medio se podía ver una brillante raya roja. Cuando se levantó y se
acercó a ver qué era vio que se trataba de una mano humana cortada por la
muñeca. Aparte del sangriento muñón, la mano era tan blanca que parecía
un molde de yeso. Le dio una patada y la echó a la cloaca, y para evitar la
multitud, torció por una calle lateral a la derecha. A los tres o cuatro minutos
estaba fuera de la zona afectada por la bomba y la sórdida vida del suburbio
se había reanudado como si nada hubiera ocurrido. Eran casi las veinte y
los establecimientos de bebida frecuentados por los proles (les llamaban, con
una palabra antiquísima, «tabernas») estaban llenas de clientes. De sus puer-
tas oscilantes, que se abrían y cerraban sin cesar, salía un olor mezclado de
orines, serrín y cerveza.
En un ángulo formado por una casa de fachada saliente estaban reunidos
tres hombres. El de en medio tenía en la mano un periódico doblado que
los otros dos miraban por encima de sus hombros. Antes ya de acercarse
lo suficiente para ver la expresión de sus caras, pudo deducir Winston, por
la inmovilidad de sus cuerpos, que estaban absortos. Lo que leían era segu-
ramente algo de mucha importancia. Estaba a pocos pasos de ellos cuando
de pronto se deshizo el grupo y dos de los hombres empezaron a discutir
violentamente. Parecía que estaban a punto de pegarse.
—¿No puedes escuchar lo que te digo? Te aseguro que ningún número
terminado en siete ha ganado en estos catorce meses.
—Te digo que sí.
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—No, no ha salido ninguno terminado en siete. En casa los tengo apunta-
dos todos en un papel desde hace dos años. Nunca dejo de copiar el número.
Y te digo que ningún número ha terminado en siete…
—Sí; un siete ganó. Además, sé que terminaba en cuatro, cero, siete. Fue
en febrero… En la segunda semana de febrero.
—Ni en febrero ni nada. Te digo que lo tengo apuntado.
—Bueno, a ver si lo dejáis dijo el tercer hombre. Estaban hablando de la
lotería. Winston volvió la cabeza cuando ya estaba a treinta metros de dis-
tancia. Todavía seguían discutiendo apasionadamente. La lotería, que pagaba
cada semana enormes premios, era el único acontecimiento público al que los
proles concedían una seria atención. Probablemente, había millones de pro-
les para quienes la lotería era la principal razón de su existencia. Era toda su
delicia, su locura, su estimulante intelectual. En todo lo referente a la lotería,
hasta la gente que apenas sabía leer y escribir parecía capaz de intrincados
cálculos matemáticos y de asombrosas proezas memorísticas. Toda una tribu
de proles se ganaba la vida vendiendo predicciones, amuletos, sistemas para
dominar el azar y otras cosas que servían a los maniáticos. Winston nada te-
nía que ver con la organización de la lotería, dependiente del Ministerio de la
Abundancia. Pero sabía perfectamente (como cualquier miembro del Partido)
que los premios eran en su mayoría imaginarios. Sólo se pagaban pequeñas
sumas y los ganadores de los grandes premios eran personas inexistentes.
Como no había verdadera comunicación entre una y otra parte de Oceanía,
esto resultaba muy fácil.
Si había esperanzas, estaba en los proles. Ésta era la idea esencial. Decir-
lo, sonaba a cosa razonable, pero al mirar aquellos pobres seres humanos, se
convertía en un acto de fe. La calle por la que descendía Winston, le despertó
la sensación de que: ya antes había estado por allí y que no hacía mucho tiem-
po ‘fue una calle importante. Al final de ella había una escalinata por donde
se bajaba a otra calle en la que estaba un mercadillo de legumbres. Entonces
recordó Winston dónde estaba: en la primera esquina, a unos cinco minutos
de marcha, estaba la tienda de compraventa donde él había adquirido el libro
en blanco donde ahora llevaba su Diario. Y en otra tienda no muy distante,
había comprado la pluma y el frasco de tinta.
Se detuvo un momento en lo alto de la escalinata. Al otro lado de la ca-
lle había una sórdida taberna cuyas ventanas parecían cubiertas de escarcha;
pero sólo era polvo. Un hombre muy viejo con bigotes blancos, encorvado,
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pero bastante activo, empujó la puerta oscilante y entró. Mientras observaba
desde allí, se le ocurrió a Winston que aquel viejo, que por lo menos debía
de tener ochenta años, habría sido ya un hombre maduro cuando ocurrió la
Revolución. Él y unos cuantos como él eran los últimos eslabones que unían
al mundo actual con el mundo desaparecido del capitalismo. En el Partido no
había mucha gente cuyas ideas se hubieran formado antes de la Revolución.
La generación más vieja había sido barrida casi por completo en las grandes
purgas de los años cincuenta y sesenta y los pocos que sobrevivieron vivían
aterrorizados y en una entrega intelectual absoluta. Si vivía aún alguien que
pudiera contar con veracidad las condiciones de vida en la primera mitad del
siglo, tenía que ser un prole. De pronto recordó Winston el trozo del libro
de historia que había copiado en su Diario y le asaltó un impulso loco. En-
traría en la taberna, trabaría conocimiento con aquel viejo y le interrogaría.
Le diría: «Cuénteme su vida cuando era usted un muchacho, ese vivía en-
tonces mejor que ahora o peor?». Precipitadamente, para no tener tiempo de
asustarse, bajó la escalinata y cruzó la calle. Desde luego, era una locura. Co-
mo de costumbre, no había ninguna prohibición concreta de hablar con los
proles y frecuentar sus tabernas, pero no podía pasar inadvertido ya que era
rarísimo que alguien lo hiciera. Si aparecía alguna patrulla, Winston podría
decir que se había sentido mal, pero no lo iban a creer. Empujó la puerta y
le dio en la cara un repugnante olor a queso y a cerveza agria. Al entrar él,
las voces casi se apagaron. Todos los presentes le miraban su «mono» azul.
Unos individuos que jugaban al blanco con unos dardos se interrumpieron
durante medio minuto. El viejo al que él había seguido estaba acodado en
el bar discutiendo con el barman, un joven corpulento de nariz ganchuda y
enormes antebrazos. Otros clientes, con vasos en la mano, contemplaban la
escena.
—¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de cerveza? decía el
viejo.
—¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»? —preguntó el tabernero
inclinándose sobre el mostrador con los dedos apoyados en él.
—Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste
hay que mandarle a la escuela.
—Nunca he oído hablar de pintas para beber. Aquí se sirve por litros, me-
dios litros… Ahí enfrente tiene usted los vasos en ese estante para cada can-
tidad de líquido.
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—Cuando yo era joven insistió el viejo— no bebíamos por litros ni por
medios litros.
—Cuando usted era joven nosotros vivíamos en las copas de los árboles—
dijo el tabernero guiñándoles el ojo a los otros clientes.
Hubo una carcajada general y la intranquilidad causada por la llegada de
Winston parecía haber desaparecido. El viejo enrojeció, se volvió para mar-
charse, refunfuñando, y tropezó con Winston. Winston lo cogió deferente-
mente por el brazo.
—¿Me permite invitarle a beber algo? —dijo.
—Usted es un caballero —dijo el otro, que parecía no haberse fijado en
el «mono» azul de Winston—. ¡Una pinta, quiera usted o no quiera! añadió
agresivo dirigiéndose al tabernero.
Éste llenó dos vasos de medio litro con cerveza negra. La cerveza era la
única bebida que se podía conseguir en los establecimientos de bebidas de
los proles. Estos no estaban autorizados a beber cerveza aunque en la prác-
tica se la proporcionaban con mucha facilidad. El tiro al blanco con dardos
estaba otra vez en plena actividad y los hombres que bebían en el mostrador
discutían sobre billetes de lotería. Todos olvidaron durante unos momentos
la presencia de Winston. Había una mesa debajo de una ventana donde el
viejo y él podrían hablar sin miedo a ser oídos. Era terriblemente peligro-
so, pero no había telepantalla en la habitación. De esto se había asegurado
Winston en cuanto entró.
Debe usted de haber visto grandes cambios desde que era usted un mucha-
cho empezó a explorar Winston.
La pálida mirada azul del viejo recorrió el local como si fuera allí donde
los cambios habían ocurrido.
La cerveza era mejor —dijo por último—; y más barata. Cuando yo era un
jovencito, la cerveza costaba cuatro peniques los tres cuartos. Eso era antes
de la guerra, naturalmente.
—¿Qué guerra era ésa? preguntó Winston.
Siempre hay alguna guerra —dijo el anciano con vaguedad. Levantó el
vaso y brindó: —¡A su salud, caballero!
En su delgada garganta la nuez puntiaguda hizo un movimiento de sor-
prendente rapidez arriba y abajo y la cerveza desapareció. Winston se acercó
al mostrador y volvió con otros dos medios litros.
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—Usted es mucho mayor que yo —dijo Winston—. Cuando yo nací sería
usted ya un hombre hecho y derecho. Usted puede recordar lo que pasaba
en los tiempos anteriores a la Revolución; en cambio, la gente de mi edad
no sabe nada de esa época. Sólo podemos leerlo en los libros, y lo que dicen
los libros puede no ser verdad. Me gustaría saber su opinión sobre esto. Los
libros de historia dicen que la vida anterior a la Revolución era por completo
distinta de la de ahora. Había una opresión terrible, injusticias, pobreza… en
fin, que no puede uno imaginar siquiera lo malo que era aquello. Aquí, en
Londres, la gran masa de gente no tenía qué comer desde que nacían hasta
que morían. La mitad de aquellos desgraciados no tenían zapatos que po-
nerse. Trabajaban doce horas al día, dejaban de estudiar a los nueve años y
en cada habitación dormían diez personas. Y a la vez había algunos indivi-
duos, muy pocos, sólo unos cuantos miles en todo el mundo, los capitalistas,
que eran ricos y poderosos. Eran dueños de todo. Vivían en casas enormes
y suntuosas con treinta criados, sólo se movían en autos y coches de cuatro
caballos, bebían champán y llevaban sombrero de copa.
El viejo se animó de pronto.
—¡Sombreros de copa! —exclamó—. Es curioso que los nombre usted. Ayer
mismo pensé en ellos no sé por qué. Me acordé de cuánto tiempo hace que
no se ve un sombrero de copa. Han desaparecido por completo. La última
vez que llevé uno fue en el entierro de mi cuñada. Y aquello fue… pues por lo
menos hace cincuenta años, aunque la fecha exacta no puedo saberla. Claro,
ya comprenderá usted que lo alquilé para aquella ocasión…
—Lo de los sombreros de copa no tiene gran importancia —dijo Winston
con paciencia—. Pero estos capitalistas —ellos, unos cuantos abogados y sa-
cerdotes y los demás au xiliares que vivían de ellos— eran los dueños de la
tierra. Todo lo que existía era para ellos. Ustedes, la gente corriente, los tra-
bajadores, eran sus esclavos. Los capitalistas podían hacer con ustedes lo que
quisieran. Por ejemplo, mandarlos al Canadá como ganado. Si se les antoja-
ba, se podían acostar con las hijas de ustedes. Y cuando se enfadaban, los
azotaban a ustedes con un látigo llamado el gato de nueve colas. Si se encon-
traban ustedes a un capitalista por la calle, tenían que quitarse la gorra. Cada
capitalista salía acompañado por una pandilla de lacayos que…
—¡Lacayos! Ahí tiene usted una palabra que no he oído desde hace muchí-
simos años. ¡Lacayos! Eso me recuerda muchas cosas pasadas. Hará medio
siglo aproximadamente, solía pasear yo a veces por Hyde Park los domingos
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por la tarde para escuchar a unos tipos que pronunciaban discursos: Ejército
de salvación, católicos, judíos, indios… En fin, allí había de todo. Y uno de
ellos…, no puedo recordar el nombre, pero era un orador de primera, no ha-
cía más que gritar: «!Lacayos, lacayos de la burguesía! ¡Esclavos de las clases
dirigentes!». Y también le gustaba mucho llamarlos parásitos y a los otros les
llamaba hienas. Sí, una palabra algo así como hiena. Claro que se refería al
Partido laborista, ya se hará usted cargo.
Winston tenía la sensación de que cada uno de ellos estaba hablando por
su cuenta. Debía orientar un poco la conversación:
—Lo que yo quiero saber es si le parece a usted que hoy día tenemos más li-
bertad que en la época de usted. ¿Le tratan a usted más como un ser humano?
En el pasado, los ricos, los que estaban en lo alto…
—La Cámara de los Lores —evocó el viejo.
—Bueno, la Cámara de los Lores. Le pregunto a usted si esa gente le trataba
como a un inferior por el simple hecho de que ellos eran ricos y usted po-
bre. Por ejemplo, ¿es cierto que tenía usted que quitarse la gorra y llamarles
«señor» cuando se los cruzaba usted por la calle?
El hombre reflexionó profundamente. Antes de contestar se bebió un cuar-
to de litro de cerveza.
—Sí —dijo por fin—. Les gustaba que uno se llevara la mano a la gorra. Era
una señal de respeto. Yo no estaba conforme con eso, pero lo hacía muchas
veces. No tenía más remedio.
—¿Y era habitual —tenga usted en cuenta que estoy repitiendo lo que he
leído en nuestros libros de texto para las escuelas—, era habitual en aquella
gente, en los capitalistas, empujarles a ustedes de la acera para tener libre el
paso?
—Uno me empujó una vez —dijo el anciano—. Lo recuerdo como si fuera
ayer. Era un día de regatas nocturnas y en esas noches había mucha gente
grosera, y me tropecé con un tipo joven y jactancioso en la avenida Shaf-
tesbury. Era un caballero, iba vestido de etiqueta y con sombrero de copa.
Venía haciendo zigzags por la acera y tropezó conmigo. Me dijo: «¿Por qué
no mira usted por dónde va?». Yo le dije: «¡A ver si se ha creído usted que
ha comprado la acera!». Y va y me contesta: «Le voy a dar a usted para el
pelo si se descara así conmigo». Entonces yo le solté: «Usted está borracho
y, si quiero, acabo con usted en medio minuto». Sí señor, eso le dije y no sé
si me creerá usted, pero fue y me dio un empujón que casi me manda debajo
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de las ruedas de un autobús. Pero yo por entonces era joven y me dispuse a
darle su merecido; sin embargo…
Winston perdía la esperanza de que el viejo le dijera algo interesante. La
memoria de aquel hombre no era más que un montón de detalles. Aunque
se pasara el día interrogándole, nada sacaría en claro. Según sus «declaracio-
nes», los libros de Historia publicados por el Partido podían seguir siendo
verdad, después de todo; podían ser incluso completamente verídicos. Hizo
un último intento.
—Quizás no me he explicado bien. Lo que trato de decir es esto: usted
ha vivido mucho tiempo; la mitad de su vida ha transcurrido antes de la
Revolución. En 1925, por ejemplo, era usted ya un hombre. ¿Podría usted
decir, por lo que recuerda de entonces, que la vida era en 1925 mejor que
ahora o peor? Si tuviera usted que escoger, ¿preferiría usted vivir entonces
o ahora?
El anciano contempló meditabundo a los que tiraban al blanco. Terminó
su cerveza con mas lentitud que la vez anterior y por último habló con un
tono filosófico y tolerante como si la cerveza lo hubiera dulcificado.
—Ya sé lo que espera usted que le diga. Usted querría que le dijera que
prefiero volver a ser joven. Muchos lo dicen porque en la juventud se tiene
salud y fuerza. En cambio, a mis años nunca se está bien del todo. Tengo
muchos achaques. He de levantarme seis y siete veces por la noche cuando
me da el dolor. Por otra parte, esto de ser viejo tiene muchas ventajas. Por
ejemplo, las mujeres no le preocupan a uno y eso es una gran ventaja. Yo
hace treinta años que no he estado con una mujer, no sé si me creerá usted.
Pero lo más grande es que no he tenido ganas.
Winston se apoyó en el alféizar de la ventana. Era inútil proseguir. Iba a
pedir más cerveza cuando el viejo se levantó de pronto y se dirigió renquean-
do hacia el urinario apestoso que estaba al fondo del local. Winston siguió
unos minutos sentado contemplando su vaso vacío y, casi sin darse cuenta,
se encontró otra vez en la calle. Dentro de veinte años, a lo más —pensó—, la
inmensa y sencilla pregunta «¿Era la vida antes de la Revolución mejor que
ahora?» dejaría de tener sentido por completo. Pero ya ahora era imposible
contestarla, puesto que los escasos supervivientes del mundo antiguo eran
incapaces de comparar una época con otra. Recordaban un millón de cosas
insignificantes, una pelea con un compañero de trabajo, la búsqueda de una
bomba de bicicleta que habían perdido, la expresión habitual de una herma-
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na fallecida hacía muchos años, los torbellinos de polvo que se formaron en
una mañana tormentosa hace setenta años… pero todos los hechos trascen-
dentales quedaban fuera del radio de su atención. Eran como las hormigas,
que pueden ver los objetos pequeños, pero no los grandes. Y cuando la me-
moria fallaba y los testimonios escritos eran falsificados, las pretensiones del
Partido de haber mejorado las condiciones de la vida humana tenían que ser
aceptadas necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un
nivel de vida con el cual pudieran ser comparadas.
En aquel momento el fluir de sus pensamientos se interrumpió de repen-
te. Se detuvo y levantó la vista. Se hallaba en una calle estrecha con unas
cuantas tiendecitas oscuras salpicadas entre casas de vecinos. Exactamente
encima de su cabeza pendían unas bolas de metal descoloridas que habían si-
do doradas. Conocía este sitio. Era la tienda donde había comprado el Diario.
Sintió miedo. Ya había sido bastante arriesgado comprar el libro y se había
jurado a sí mismo no aparecer nunca más por allí. Sin embargo, en cuanto
permitió a sus pensamientos que corrieran en libertad, le habían traído sus
pies a aquel mismo sitio. Precisamente, había iniciado su Diario para librarse
de impulsos suicidas como aquél. Al mismo tiempo, notó que aunque eran
las veintiuna seguía abierta la tienda. Creyendo que sería más prudente estar
oculto dentro de la tienda que a la vista de todos en medio de la calle, entró.
Si le preguntaban podía decir que andaba buscando hojas de afeitar.
El dueño acababa de encender una lámpara de aceite que echaba un olor
molesto, pero tranquilizador. Era un hombre de unos sesenta años, de as-
pecto frágil, y un poco encorva do, con una nariz larga y simpática y ojos
de suave mirar a pesar de las gafas de gruesos cristales. Su cabello era casi
blanco, pero las cejas, muy pobladas, se conservaban negras. Sus gafas, sus
movimientos acompasados y el hecho de que llevaba una vieja chaqueta de
terciopelo negro le daban un cierto aire intelectual como si hubiera sido un
hombre de letras o quizás un músico. De voz suave, algo apagada, tenía un
acento menos marcado que la mayoría de los proles.
—Le reconocí a usted cuando estaba ahí fuera parado —dijo
inmediatamente—. Usted es el caballero que me compró aquel álbum
para regalárselo, seguramente, a alguna señorita. Era de muy buen papel.
«Papel crema» solían llamarle. Por lo menos hace cincuenta años que no
se ha vuelto a fabricar un papel como ése —miró a Winston por encima de
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sus gafas—. ¿Puedo servirle en algo especial? ¿O sólo quería usted echar un
vistazo?
—Pasaba por aquí —dijo Winston vagamente—. He entrado a mirar estas
cosas. No deseo nada concreto.
—Me alegro —dijo el otro— porque no creo que pudiera haberle servido.
—Hizo un gesto de disculpa con su fina mano derecha—. Ya ve usted; la tienda
está casi vacía. Entre nosotros, le diré que el negocio de antigüedades está
casi agotado. Ni hay clientes ni disponemos de género. Los muebles, los obje-
tos de porcelana y de cristal… todo eso ha ido desapareciendo poco a poco, y
los hierros artísticos y demás metales han sido fundidos casi en su totalidad.
No he vuelto a ver un candelabro de bronce desde hace muchos años.
En efecto, el interior de la pequeña tienda estaba atestado de objetos, pe-
ro casi ninguno de ellos tenía el más pequeño valor. Había muchos cuadros
que cubrían por completo las paredes. En el escaparate se exhibían portaplu-
mas rotos, cinceles mellados, relojes mohosos que no pretendían funcionar y
otras baratijas. Sólo en una mesita de un rincón había algunas cosas de inte-
rés: cajitas de rapé, broches de ágata, etc. Al acercarse Winston a esta mesa
le sorprendió un objeto redondo y brillante que cogió para examinarlo.
Era un trozo de cristal en forma de hemisferio. Tenía una suavidad muy
especial, tanto por su color como por la calidad del cristal. En su centro, au-
mentado por la superficie curvada, se veía un objeto extraño que recordaba
a una rosa o una anémona.
¿Qué es esto? —dijo Winston, fascinado.
—Eso es coral —dijo el hombre—. Creo que procede del Océano índico.
Solían engarzarlo dentro de una cubierta de cristal. Por lo menos hace un
siglo que lo hicieron. Seguramente más, a juzgar por su aspecto.
—Es de una gran belleza —dijo Winston.
—De una gran belleza, sí, señor —repitió el otro con tono de entendido—.
Pero hoy día no hay muchas personas que lo sepan reconocer —carraspeó—.
Si usted quisiera comprarlo, le costaría cuatro dólares. Recuerdo el tiempo en
que una cosa como ésta costaba ocho libras, y ocho libras representaban… en
fin, no sé exactamente cuánto; desde luego, muchísimo dinero. Pero ¿quién
se preocupa hoy por las antigüedades auténticas, por las pocas que han que-
dado?
Winston pagó inmediatamente los cuatro dólares y se guardó el codiciado
objeto en el bolsillo. Lo que le atraía de él no era tanto su belleza como el
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aire que tenía de pertenecer a una época completamente distinta de la ac-
tual. Aquel cristal no se parecía a ninguno de los que él había visto. Era de
una suavidad extraordinaria, con reflejos acuosos. Era el coral doblemente
atractivo por su aparente inutilidad, aunque Winston pensó que en tiempos
lo habían utilizado como pisapapeles. Pesaba mucho, pero afortunadamente,
no le abultaba demasiado en el bolsillo. Para un miembro del Partido era com-
prometedor llevar una cosa como aquélla. Todo lo antiguo, y mucho más lo
que tuviera alguna belleza, resultaba vagamente sospechoso. El dueño de la
tienda pareció alegrarse mucho de cobrar los cuatro dólares. Winston com-
prendió que se habría contentado con tres e incluso con dos.
—Arriba tengo otra habitación que quizás le interesara a usted ver —le
propuso—. No hay gran cosa en ella, pero tengo dos o tres piezas… Llevare-
mos una luz.
Encendió otra lámpara y agachándose subió lentamente por la empinada
escalera, de peldaños medio rotos. Luego entraron por un pasillo estrecho
siguiendo hasta una habitación que no daba a la calle, sino á un patio y a
un bosque de chimeneas: Winston notó que los muebles estaban dispuestos
como si fuera á vivir alguien en el cuarto. Había una alfombra en el suelo,
un cuadro o dos en las paredes, y un sillón junto a la chimenea. Un anti-
guo reloj de cristal, en cuya esfera figuraban las doce horas, estilo antiguo,
emitía su tictac desde la repisa de la chimenea. Bajo la ventana y ocupando
casi la cuarta parte de la estancia había una enorme cama con el colchón
descubierto.
—Aquí vivíamos hasta que murió mi mujer —dijo el vendedor
disculpándose—. Voy vendiendo los muebles poco a poco. Ésa es una pre-
ciosa cama de caoba. Lo malo son las chinches. Si hubiera manera de acabar
con ellas…
Sostenía la lámpara lo más alto posible para iluminar toda la habitación
y a su débil luz resultaba aquel sitio muy acogedor. A Winston se le ocurrió
pensar que sería muy fácil alquilar este cuarto por unos cuantos dólares a
la semana si se decidiera a correr el riesgo. Era una idea descabellada, desde
luego, pero el dormitorio había despertado en él una especie de nostalgia, un
recuerdo ancestral. Le parecía saber exactamente lo que se experimentaba
al reposar en una habitación como aquélla, hundido en un butacón junto al
fuego de la chimenea mientras se calentaba la tetera en las brasas. Allí solo,
completamente seguro, sin nadie más que le vigilara a uno, sin voces que le
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persiguieran ni más sonido que el murmullo de la tetera y el amable tic-tac
del reloj.
—¡No hay telepantalla! —se le escapó en voz baja.
Ah —dijo el hombre—. Nunca he tenido esas cosas. Son demasiado caras.
Además no veo la necesidad… Fíjese en esa mesita de aquella esquina. Aun-
que, naturalmente, tendría usted que poner nuevos goznes si quisiera utilizar
las ajas. En otro rincón había una pequeña librería. Winston se apresuró a
examinarla. No había ningún libro interesante en ella. La caza y destrucción
de libros se había realizado de un modo tan completo en los barrios proles co-
mo en las casas del Partido y en todas partes. Era casi imposible que existiera
en toda Oceanía un ejemplar de un libro impreso antes de 1960. El vendedor,
sin dejar la lámpara, se había detenido ante un cuadrito enmarcado en palo
rosa, colgado al otro lado de la chimenea, frente a la cama.
—Si le interesan a usted los grabados antiguos… —propuso delicadamente.
Winston se acercó para examinar el cuadro. Era un grabado en acero de
un edificio ovalado con ventanas rectangulares y una pequeña torre en la
fachada. En torno al edificio corría una verja y al fondo se veía una esta-
tua. Winston la contempló unos momentos. Le parecía algo familiar, pero
no podía recordar la estatua.
—El marco está clavado en la pared —dijo el otro—, pero podría destorni-
llarlo si usted lo quiere.
—Conozco ese edificio —dijo Winston por fin—. Está ahora en ruinas, cerca
del Palacio de justicia.
—Exactamente. Fue bombardeado hace muchos años. En tiempos fue una
iglesia. Creo que la llamaban San Clemente. —Sonrió como disculpándose
por haber dicho algo ridículo y añadió: —«Naranjas y limones, dicen las cam-
panas de San Clementes».
—¿Cómo? —dijo Winston.
—Es de unos versos que yo sabía de pequeño. Empezaban: «Naranjas y
limones, dicen las campanas de San Clemente». Ya no recuerdo cómo sigue.
Pero sí me acuerdo de la terminación: «Aquí tienes una vela para alumbrarte
cuando te vayas a acostar. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza». Era
una especie de danza. Unos tendían los brazos y otros pasaban por debajo y
cuando llegaban a aquello de «He aquí el hacha para cortarte la cabeza», baja-
ban los brazos y je cogían a uno. La canción estaba formada por los nombres
de varias iglesias, de todas las principales que había en Londres.
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Winston se preguntó a qué siglo pertenecerían las iglesias. Siempre era
difícil determinar la edad de un edificio de Londres. Cualquier construcción
de gran tamaño e impresionante aspecto, con tal de que no se estuviera de-
rrumbando de puro vieja, se decía automáticamente que había sido construi-
da después de la Revolución, mientras que todo lo anterior se adscribía a
un oscuro período llamado la Edad Media. Los siglos de capitalismo no ha-
bían producido nada de valor. Era imposible aprender historia a través de
los monumentos y de la arquitectura. Las estatuas, inscripciones, lápidas, los
nombres de las calles, todo lo que pudiera arrojar alguna luz sobre el pasado,
había sido alterado sistemáticamente.
—No sabía que había sido una iglesia —dijo Winston.
—En realidad, hay todavía muchas de ellas aunque se han dedicado a otros
fines —le aclaró el dueño de la tienda—. Ahora recuerdo otro verso:
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su conversación, la canción medio recordada le zumbaba a Winston en la ca-
beza. Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente; me debes tres
peniques, dicen las campanas de San Martín. Era curioso que al repetirse esos
versos tuviera la sensación de estar oyendo campanas, las campanas de un
Londres desaparecido o que existía en alguna parte. Winston, sin embargo,
no recordaba haber oído campanas en su vida.
Salió de la tienda del señor Charrington. Se había adelantado a él desde el
piso de arriba. No quería que lo acompañase hasta la puerta para que no se
diera cuenta de que reconocía la calle por si había alguien. En efecto, había
decidido volver a visitar la tienda cuando pasara un tiempo prudencial; por
ejemplo, un mes. Después de todo, esto no era más peligroso que faltar una
tarde al Centro. Lo más arriesgado había sido volver después de comprar el
Diario sin saber si el dueño de la tienda era de fiar. Sin embargo…
Sí, pensó otra vez, volvería. Compraría más objetos antiguos y bellos. Com-
praría el grabado de San Clemente y se lo llevaría a casa sin el marco escon-
diéndolo debajo del «nono». Le haría recordar al señor Charrington el resto
de aquel poema. Incluso el desatinado proyecto de alquilar la habitación del
primer piso, le tentó de nuevo. Durante unos cinco segundos, su exaltación
le hizo imprudente y salió a la calle sin asegurarse antes por el escaparate de
que no pasaba nadie. Incluso empezó a tararear con música improvisada.
Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente. Me debes tres pe-
niques, dicen las…
De pronto pareció helársele el corazón y derretírsele las entrañas. Una
figura en «mono» azul avanzaba hacia él a unos diez metros de distancia.
Era la muchacha del Departamento de Novela, la joven del cabello negro.
Anochecía, pero podía reconocerla fácilmente. Ella lo miró directamente a la
cara y luego apresuró el paso y pasó junto a él como si no lo hubiera visto.
Durante unos cuantos segundos, Winston quedó paralizado. Luego torció
a la derecha y anduvo sin notar que iba en dirección equivocada. De todos
modos, era evidente que la joven lo espiaba. Tenía que haberlo seguido hasta
allí, pues no podía creerse que por pura casualidad hubiera estado pasean-
do en la misma tarde por la misma callejuela oscura a varios kilómetros de
distancia de todos los barrios habitados por los miembros del Partido. Era
una coincidencia demasiado grande. Que fuera una agente de la Policía del
Pensamiento o sólo una espía aficionada que actuase por oficiosidad, poco
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importaba. Bastaba con que estuviera vigilándolo. Probablemente, lo había
visto también en la taberna.
Le costaba gran trabajo andar. El pisapapeles de cristal que llevaba en el
bolsillo le golpeaba el muslo a cada paso y estuvo tentado de arrojarlo muy
lejos. Lo peor era que le dolía el vientre. Por unos instantes tuvo la seguridad
de que se moriría si no encontraba en seguida un retrete público, Pero en
un barrio como aquél no había tales comodidades. Afortunadamente, se le
pasaron esas angustias quedándole sólo un sordo dolor.
La calle no tenía salida. Winston se detuvo, preguntándose qué haría. Mas
hizo lo único que le era posible, volver a recorrerla hasta la salida. Sólo hacía
tres minutos que la joven se había cruzado con él, y si corría, podría alcan-
zarla. Podría seguirla hasta algún sitio solitario y romperle allí el cráneo con
una piedra. Le bastaría con el pisapapeles. Pero abandonó en seguida esta
idea, ya que le era intolerable realizar un esfuerzo físico. No podía correr
ni dar el golpe. Además, la muchacha era joven y vigorosa y se defendería
bien. Se le ocurrió también acudir al Centro Comunal y estarse allí hasta que
cerraran para tener una coartada de su empleo del tiempo durante la tarde.
Pero aparte de que sería sólo una coartada parcial, el proyecto era imposible
de realizar. Le invadió una mortal laxitud. Sólo quería llegar a casa pronto y
descansar.
Eran más de las veintidós cuando regresó al piso. Apagarían las luces a las
veintitrés treinta. Entró en su cocina y se tragó casi una taza de ginebra de la
Victoria. Luego se dirigió a la mesita, sentóse y sacó el Diario del cajón. Pero
no lo abrió en seguida. En la telepantalla una violenta voz femenina cantaba
una canción patriótica a grito pelado. Observó la tapa del libro intentando
inútilmente no prestar atención a la voz.
Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes de
que lo cogieran a uno. Algunos lo hacían. Muchas de las llamadas desapari-
ciones no eran más que suicidios. Pero hacía falta un valor desesperado para
matarse en un mundo donde las armas de fuego y cualquier veneno rápido y
seguro eran imposibles de encontrar. Pensó con asombro en la inutilidad bio-
lógica del dolor y del miedo, en la traición del cuerpo humano, que siempre se
inmoviliza en el momento exacto en que es necesario realizar algún esfuerzo
especial. Podía haber eliminado a la muchacha morena sólo con haber actua-
do rápida y eficazmente; pero precisamente por lo extremo del peligro en
que se hallaba había perdido la facultad de actuar. Le sorprendió que en los
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momentos de crisis no estemos luchando nunca contra un enemigo externo,
sino siempre contra nuestro propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar de la gine-
bra, la sorda molestia de su vientre le impedía pensar ordenadamente. Y lo
mismo ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas o trágicas. En
el campo de batalla, en la cámara de las torturas, en un barco que naufraga,
se olvida siempre por qué se debate uno ya que el cuerpo acaba llenando el
universo, e incluso cuando no estamos paralizados por el miedo o chillando
de dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el
insomnio, contra un estómago dolorido o un dolor de muelas.
Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla
había empezado una nueva canción. Su voz sé le clavaba a Winston en el ce-
rebro como pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O’Brien, a quien dirigía
su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar en las cosas que le sucederían
cuando lo detuviera la Policía del Pensamiento. No importaba que lo mata-
sen a uno en seguida. Esa muerte era la esperada. Pero antes de morir (nadie
hablaba de estas cosas aunque nadie las ignoraba) había que pasar por la
rutina de la confesión: arrastrarse por el suelo, gritar pidiendo misericordia,
el chasquido de los huesos rotos, los dientes partidos y los mechones ensan-
grentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el mismo? ¿Por qué
no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la vigilancia ni dejaba de confesar.
El culpable de crimental estaba completamente seguro de que lo matarían
antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese horror que nada alteraba?
Por fin, consiguió evocar la imagen de O’Brien. «Nos encontraremos en el
sitio donde no hay oscuridad», le había dicho O’Brien en el sueño. Winston
sabía lo que esto significaba, o se figuraba saberlo. El lugar donde no hay
oscuridad era el futuro imaginado, que nunca se vería; pero, por adivinación,
podría uno participar en él místicamente. Con la voz de la telepantalla zum-
bándole en los oídos no podía pensar con ilación. Se puso un cigarrillo en
la boca. La mitad del tabaco se le cayó en la lengua, un polvillo amargo que
luego no se podía escupir. El rostro del Gran Hermano flotaba en su men-
te desplazando al de O’Brien. Lo mismo que había hecho unos días antes,
se sacó una moneda del bolsillo y la contempló. El rostro le miraba pesado,
tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se escondía bajo el oscuro
bigote? Las palabras de las consignas martilleaban el cerebro de Winston:
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LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
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Parte segunda
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Capítulo I
A media mañana, Winston salió de su cabina para ir a los lavabos.
Una figura solitaria avanzaba hacia él desde el otro extremo del largo pasi-
llo brillantemente iluminado. Era la muchacha morena. Habían pasado cua-
tro días desde la tarde en que se la había encontrado cerca de la tienda. Al
acercarse, vio Winston que la joven llevaba en cabestrillo el brazo derecho.
De lejos no se había fijado en ello porque las vendas tenían el mismo color
que el «mono». Probablemente, se habría aplastado la mano para hacer girar
uno de los grandes calidoscopios donde se fabricaban los argumentos de las
novelas. Era un accidente que ocurría con frecuencia en el Departamento de
Novela.
Estaban separados todavía por cuatro metros cuando la joven dio un tras-
pié y se cayó de cara al suelo exhalando un grito de dolor. Por lo visto, había
caído sobre el brazo herido. Winston se paró en seco. La muchacha logró
ponerse de rodillas. Tenía la cara muy pálida y los labios, por contraste, más
rojos que nunca. Clavó los ojos en Winston con una expresión desolada que
más parecía de miedo que de dolor.
Una curiosa emoción conmovió a Winston. Frente a él tenía a la enemiga
que procuraba su muerte. Frente a él, también, había una criatura humana
que sufría y que quizás se hubiera partido el hueso de la nariz. Se acercó a
ella instintivamente, para ayudarla. Winston había sentido el dolor de ella
en su propio cuerpo al verla caer con el brazo vendado.
—¿Estás herida? —le dijo.
—No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.
Hablaba como si le saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.
—¿No te has roto nada?
—No, estoy bien. Me dolió un momento nada más.
Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse Le había
vuelto algo de color y parecía hallarse mucho mejor.
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—No ha sido nada —repitió poco después—. Lo que me dolió fue la muñeca.
¡Gracias, camarada!
Y sin más, continuó en la dirección que traía con paso tan vivo como si
realmente no le hubiera sucedido nada. El incidente no había durado más de
medio minuto. Era un hábito adquirido por instinto ocultar los sentimientos,
y además cuando ocurrió aquello se hallaban exactamente delante de una
telepantalla. Sin embargo, a Winston le había sido muy difícil no traicionarse
y manifestar una sorpresa momentánea, pues en los dos o tres segundos en
que ayudó a la joven a levantarse, ésta le había deslizado algo en la mano.
Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era un pequeño papel doblado.
Al pasar por la puerta de los lavabos, se lo metió en el bolsillo.
Mientras estuvo en el urinario, se las arregló para desdoblarlo dentro del
bolsillo. Desde luego, tenía que haber algún mensaje en ese papel. Estuvo
tentado de entrar en uno de los waters y leerlo allí. Pero eso habría sido una
locura. En ningún sitio vigilaban las telepantallas con más interés que en los
retretes.
Volvió a su cabina; sentóse, arrojó el pedazo de papel entre los demás de
encima de la mesa, se puso las gafas y se acercó al hablescribe. «¡Todavía
cinco minutos! —se dijo a sí mismo—, ¡por lo menos cinco minutos!» Le ga-
lopaba el corazón en el pecho con aterradora velocidad. Afortunadamente,
el trabajo que estaba realizando era de simple rutina —la rectificación de una
larga lista de números— y no necesitaba fijar la atención.
Las palabras contenidas en el papel tendrían con toda seguridad un sig-
nificado político. Había dos posibilidades, calculaba Winston. Una, la más
probable, era que la chica fuera un agente de la Policía del Pensamiento, co-
mo él temía. No sabía por qué empleaba la Policía del Pensamiento ese pro-
cedimiento para entregar sus mensajes, pero podía tener sus razones para
ello. Lo escrito en el papel podía ser una amenaza, una orden de suicidarse,
una trampa… Pero había otra posibilidad, aunque Winston trataba de con-
vencerse de que era una locura: que este mensaje no viniera de la Policía del
Pensamiento, sino de alguna organización clandestina. ¡Quizás existiera una
Hermandad! ¡Quizás fuera aquella muchacha uno de sus miembros! La idea
era absurda, pero se le había ocurrido en el mismo instante en que sintió el
roce del papel en su mano. Hasta unos minutos después no pensó en la otra
posibilidad, mucho más sensata. E incluso ahora, aunque su cabeza le decía
que el mensaje significaría probablemente la muerte, no acababa de creerlo
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y persistía en él la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un
gran esfuerzo conseguir que no le temblara la voz mientras murmuraba las
cantidades en el hablescribe.
Cuando terminó, hizo un rollo con sus papeles y los introdujo en el tubo
neumático. Habían pasado ocho minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz,
suspiró y se acercó el otro montón de hojas que había de examinar. Encima
estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en él había escritas estas palabras
con letra impersonal:
Te quiero.
Winston se quedó tan estupefacto que ni siquiera tiró aquella prueba delic-
tiva en el «agujero de la memoria». Cuando por fin, reaccionando, se dispuso
a hacerlo, aunque sabía muy bien cuánto peligro había en manifestar dema-
siado interés por algún papel escrito, volvió a leerlo antes para convencerse
de que no había soñado.
Durante el resto de la mañana, le fue muy difícil trabajar. Peor aún que
fijar su mente sobre las tareas habituales, era la necesidad de ocultarle a la
telepantalla su agitación interior. Sintió como si le quemara un fuego en el
estómago. La comida en la atestada y ruidosa cantina le resultó un tormento.
Había esperado hallarse un rato solo durante el almuerzo, pero tuvo la mala
suerte de que el imbécil de Parsons se le colocara a su lado y le soltara una in-
terminable sarta de tonterías sobre los preparativos para la Semana del Odio.
Lo que más le entusiasmaba a aquel simple era un modelo en cartón de la ca-
beza del Gran Hermano, de dos metros de anchura, que estaban preparando
en el grupo de Espías al que pertenecía la niña de Parsons. Lo más irritante
era que Winston apenas podía oír lo que decía Parsons y tenía que rogarle
constantemente que repitiera las estupideces que acababa de decir. Por un
momento, divisó a la chica morena, que estaba en una mesa con otras dos
compañeras al otro extremo de la estancia. Pareció no verle y él no volvió a
mirar en aquella dirección.
La tarde fue más soportable. Después de comer recibió un delicado y difícil
trabajo que le había de ocupar varias horas y acaparar su atención. Consis-
tía en falsificar una serie de informes de producción de dos años antes con
objeto de desacreditar a un prominente miembro del Partido Interior que em-
pezaba a estar mal visto. Winston servía para estas cosas y durante más de
95
dos horas logró apartar a la joven de su mente. Entonces le volvió el recuerdo
de su cara y sintió un rabioso e intolerable deseo de estar solo. Porque nece-
sitaba la soledad para pensar a fondo en sus nuevas circunstancias. Aquella
noche era una de las elegidas por el Centro Comunal para sus reuniones. To-
mó una cena temprana —otra insípida comida— en la cantina, se marchó al
Centro a toda prisa, participó en las solemnes tonterías de un «grupo de po-
lemistas», jugó dos veces al tenis de mesa, se tragó varios vasos de ginebra y
soportó durante una hora la conferencia titulada «Los principios de Ingsoc
en el juego de ajedrez». Su alma se retorcía de puro aburrimiento, pero por
primera vez no sintió el menor impulso de evitarse una tarde en el Centro.
A la vista de las palabras Te quiero, el deseo de seguir viviendo le dominaba
y parecía tonto exponerse a correr unos riesgos que podían evitarse tan fá-
cilmente. Hasta las veintitrés, cuando ya estaba acostado —en la oscuridad,
donde estaba uno libre hasta de la telepantalla con tal de no hacer ningún
ruido— no pudo dejar fluir libremente sus pensamientos.
Se trataba de un problema físico que había de ser resuelto: cómo ponerse
en relación con la muchacha y preparar una cita. No creía ya posible que
la joven le estuviera tendiendo una trampa. Estaba seguro de que no era así
por la inconfundible agitación que ella no había podido ocultar al entregarle
el papelito. Era evidente que estaba asustadísima, y con motivo sobrado. A
Winston no le pasó siquiera por la cabeza la idea de rechazar a la muchacha.
Sólo hacía cinco noches que se había propuesto romperle el cráneo con una
piedra. Pero lo mismo daba. Ahora se la imaginaba desnuda como la había
visto en su ensueño. Se la había figurado idiota como las demás, con la cabeza
llena de mentiras y de odios y el vientre helado. Una angustia febril se apo-
deró de él al pensar que pudiera perderla, que aquel cuerpo blanco y juvenil
se le escapara. Lo que más temía era que la muchacha cambiase de idea si
no se ponía en relación con ella rápidamente. Pero la dificultad física de esta
aproximación era enorme. Resultaba tan difícil como intentar un movimien-
to en el juego de ajedrez cuando ya le han dado a uno el mate. Adondequiera
que fuera uno, allí estaba la telepantalla. Todos los medios posibles para co-
municarse con la joven se le ocurrieron a Winston a los cinco minutos de
leer la nota; pero una vez acostado y con tiempo para pensar bien, los fue
analizando uno a uno como si tuviera esparcidas en una mesa una fila de
herramientas para probarlas.
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Desde luego, la clase de encuentro de aquella mañana no podía repetirse.
Si ella hubiera trabajado en el Departamento de Registro, habría sido muy
sencillo, pero Winston tenía una idea muy remota de dónde estaba el Depar-
tamento de Novela en el edificio del Ministerio y no tenía pretexto alguno
para ir allí. Si hubiera sabido dónde vivía y a qué hora salía del trabajo, se las
habría arreglado para hacerse el encontradizo; pero no era prudente seguirla
a casa ya que esto suponía esperarla delante del Ministerio a la salida, lo cual
llamaría la atención indefectiblemente. En cuanto a mandar una carta por co-
rreo, sería una locura. Ni siquiera se ocultaba que todas las cartas se abrían,
por lo cual casi nadie escribía ya cartas. Para los mensajes que se necesitaba
mandar, había tarjetas impresas con largas listas de frases y se escogía la más
adecuada borrando las demás. En todo caso, no sólo ignoraba la dirección de
la muchacha, sino incluso su nombre. Finalmente, decidió que el.sitio más
seguro era la cantina. Si pudiera ocupar una mesa junto a la de ella hacia la
mitad del local, no demasiado cerca de la telepantalla y con el zumbido de
las conversaciones alrededor, le bastaba con treinta segundos para ponerse
de acuerdo con ella.
Durante una semana después, la vida fue para Winston como una pesadi-
lla. Al día siguiente, la joven no apareció por la cantina hasta el momento en
que él se marchaba cuando ya había sonado la sirena. Seguramente, la habían
cambiado a otro turno. Se cruzaron sin mirarse. Al día siguiente, estuvo ella
en la cantina a la hora de costumbre, pero con otras tres chicas y debajo de
una telepantalla. Pasaron tres días insoportables para Winston, en que no la
vio en la cantina. Tanto su espíritu como su cuerpo habían adquirido una hi-
persensibilidad que casi le imposibilitaba para hablar y moverse. Incluso en
sueños no podía librarse por completo de aquella imagen. Durante aquellos
días no abrió su Diario. El único alivio lo encontraba en el trabajo; enton-
ces conseguía olvidarla durante diez minutos seguidos. No tenía ni la menor
idea de lo que pudiera haberle ocurrido y no había que pensar en hacer una
investigación. Quizá la hubieran vaporizado, quizá se hubiera suicidado o, a
lo mejor, la habían trasladado al otro extremo de Oceanía.
La posibilidad a la vez mejor y peor de todas era que la joven, sencillamen-
te, hubiera cambiado de idea y le rehuyera.
Pero al día siguiente reapareció. Ya no traía el brazo en cabestrillo; sólo
una protección de yeso alrededor de la muñeca. El alivio que sintió al verla
de nuevo fue tan grande que no pudo evitar mirarla directamente durante
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varios segundos. Al día siguiente, casi logró hablar con ella. Cuando Wins-
ton llegó a la cantina, la encontró sentada a una mesa muy alejada de la
pared. Estaba completamente sola. Era temprano y había poca gente. La co-
la avanzó hasta que Winston se encontró casi junto al mostrador, pero se
detuvo allí unos dos minutos a causa de que alguien se quejaba de no ha-
ber recibido su pastilla de sacarina. Pero la muchacha seguía sola cuando
Winston tuvo ya servida su bandeja y avanzaba hacia ella. Lo hizo como por
casualidad fingiendo que buscaba un sitio más allá de donde se encontraba la
joven. Estaban separados todavía unos tres metros. Bastaban dos segundos
para reunirse, pero entonces sonó una voz detrás de él: «¡Smith!». Winston
hizo como que no oía. Entonces la voz repitió más alto: «¡Smith!». Era inútil
hacerse el tonto. Se volvió. Un muchacho llamado Wilsher, a quien apenas
conocía Winston, le invitaba sonriente a sentarse en un sitio vacío junto a él.
No era prudente rechazar esta invitación. Después de haber sido reconocido,
no podía ir a sentarse junto a una muchacha sola. Quedaría demasiado en
evidencia. Haciendo de tripas corazón, le sonrió amablemente al muchacho,
que le miraba con un rostro beatífico. Winston, como en una alucinación, se
veía a sí mismo partiéndole la cara a aquel estúpido con un hacha. La mesa
donde estaba ella se llenó a los pocos minutos.
Por lo menos, la joven tenía que haberlo visto ir hacia ella y se habría
dado cuenta de su intención. Al día siguiente, tuvo buen cuidado de llegar
temprano. Allí estaba ella, exactamente, en la misma mesa y otra vez sola. La
persona que precedía a Winston en la cola era un hombrecillo nervioso con
una cara aplastada y ojos suspicaces. Al alejarse Winston del mostrador, vio
que aquel hombre se dirigía hacia la mesa de ella. Sus esperanzas se vinieron
abajo. Había un sitio vacío una mesa más allá, pero algo en el aspecto de
aquel tipejo le convenció a Winston de que éste no se instalaría en la mesa
donde no había nadie para evitarse la molestia de verse obligado a soportar a
los desconocidos que luego se quisieran sentar allí. Con verdadera angustia,
lo siguió Winston. De nada le serviría sentarse con ella si alguien más los
acompañaba. En aquel momento, hubo un ruido tremendo. El hombrecillo
se había caído de bruces y la bandeja salió volando derramándose la sopa
y el café. Se puso en pie y miró ferozmente a Winston. Evidentemente, sos-
pechaba que éste le había puesto la zancadilla. Pero daba lo mismo porque
poco después, con el corazón galopándole, se instalaba Winston junto a la
muchacha.
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No la miró. Colocó en la mesa el contenido de su bandeja y empezó a co-
mer. Era importantísimo hablar en seguida antes de que alguna otra persona
se uniera a ellos. Pero le invadía un miedo terrible. Había pasado una semana
desde ‘ que la joven se había acercado a él. Podía haber cambiado de idea, es
decir, tenía que haber cambiado de idea. Era imposible que este asunto termi-
nara felizmente; estas cosas no suceden en la vida real, y probablemente no
habría llegado a hablarle si en aquel momento no hubiera visto a Ampleforth,
el poeta de orejas velludas, que andaba de un lado a otro buscando sitio. Era
seguro que Ampleforth, que conocía bastante a Winston, se sentaría en su
mesa en cuanto lo viera. Tenía, pues, un minuto para actuar. Tanto él como
la muchacha comían rápidamente. Era una especie de guiso muy caldoso de
habas. En voz muy baja, empezó Winston a hablar. No se miraban. Se lleva-
ban a la boca la comida y entre cucharada y cucharada se decían las palabras
indispensables en voz baja e inexpresiva.
—¿A qué hora sales del trabajo?
—Dieciocho treinta.
—¿Dónde podemos vernos?
—En la Plaza de la Victoria, cerca del Monumento.
—Hay muchas telepantallas allí.
—No importa, porque hay mucha circulación.
—¿Alguna señal?
—No. No te acerques hasta que no me veas entre mucha gente. Y no me
mires. Sigue andando cerca de mí.
—¿A qué hora?
—A las diecinueve.
—Muy bien.
Ampleforth no vio a Winston y se sentó en otra mesa. No volvieron a
hablar y, en lo humanamente posible entre dos personas sentadas una frente
a otra y en la misma mesa, no se miraban. La joven acabó de comer a toda
velocidad y se marchó. Winston se quedó fumando un cigarrillo.
Antes de la hora convenida estaba Winston en la Plaza de la Victoria. Dio
vueltas en torno a la enorme columna en lo alto de la cual la estatua del Gran
Hermano miraba hacia el Sur, hacia los cielos donde había vencido a los avio-
nes eurasiáticos (pocos años antes, los vencidos fueron los aviones de Asia
Oriental), en la batalla de la Primera Franja Aérea. En la calle de enfrente
había una estatua ecuestre cuyo jinete representaba, según decían, a Oliver
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Cromwell. Cinco minutos después de la hora que fijaron, aún no se había
presentado la muchacha. Otra vez le entró a Winston un gran pánico. ¡No
venía! ¡Había cambiado de idea! Se dirigió lentamente hacia el norte de la
plaza y tuvo el placer de identificar la iglesia de San Martín, cuyas campanas
—cuando existían— habían cantado aquello de «me debes tres peniques». En-
tonces vio a la chica parada al pie del monumento, leyendo o fingiendo que
leía un cartel arrollado a la columna en espiral. No era prudente acercarse
a ella hasta que se hubiera acumulado más gente. Había telepantallas en to-
do el contorno del monumento. Pero en aquel mismo momento se produjo
una gran gritería y el ruido de unos vehículos pesados que venían por la iz-
quierda. De pronto, todos cruzaron corriendo la plaza. La joven dio la vuelta
ágilmente junto a los leones que formaban la base del monumento y se unió
a la desbandada. Winston la siguió. Al correr, le oyó decir a alguien que un
convoy de prisioneros eurasiáticos pasaba por allí cerca.
Una densa masa de gente bloqueaba el lado sur de la plaza. Winston, que
normalmente era de esas personas que rehuyen todas las aglomeraciones, se
esforzaba esta vez, a codazos y empujones, en abrirse paso hasta el centro
de la multitud. Pronto estuvo a un paso de la joven, pero entre los dos había
un corpulento prole y una mujer casi tan enorme como él, seguramente su
esposa. Entre los dos parecían formar un impenetrable muro de carne. Wins-
ton se fue metiendo de lado y, con un violento empujón, logró meter entre
la pareja su hombro. Por un instante creyó que se le deshacían las entrañas
aplastadas entre las dos caderas forzudas. Pero, con un esfuerzo supremo,
sudoroso, consiguió hallarse por fin junto a la chica. Estaban hombro con
hombro y ambos miraban fijamente frente a ellos.
Una caravana de camiones, con soldados de cara pétrea armados con fusi-
les ametralladoras, pasaban calle abajo. En los camiones, unos hombres pe-
queños de tez amarilla y harapientos uniformes verdosos formaban una masa
compacta tan apretados como iban. Sus tristes caras mongólicas miraban a
la gente sin la menor curiosidad. De vez en cuando se oían ruidos metálicos
al dar un brinco alguno de los camiones. Este ruido lo producían los grilletes
que llevaban los prisioneros en los pies. Pasaron muchos camiones con la
misma carga y los mismos rostros indiferentes. Winston conocía de sobra el
contenido, pero sólo podía verlos intermitentemente. La muchacha apoyaba
el hombro y el brazo derecho, hasta el codo, contra el costado de Winston.
Sus mejillas estaban tan próximas que casi se tocaban. Ella se había puesto
100
inmediatamente a tono con la situación lo mismo que lo había hecho en la
cantina. Empezó a hablar con la misma voz inexpresiva, moviendo apenas
los labios. Era un leve murmullo apagado por las voces y el estruendo del
desfile.
—¿Me oyes?
—Sí.
—¿Puedes salir el domingo?
—Sí.
—Entonces escucha bien. No lo olvides. Irás a la estación de Paddington…
Con una precisión casi militar que asombró a Winston, la chica le fue
describiendo la ruta que había de seguir: un viaje de media hora en tren;
torcer luego a la izquierda al salir de la estación; después de dos kilómetros
por carretera y, al llegar a un portillo al que le faltaba una barra, entrar por
él y seguir por aquel sendero cruzando hasta una extensión de césped; de allí
partía una vereda entre arbustos; por fin, un árbol derribado y cubierto de
musgo. Era como si tuviese un mapa dentro de la cabeza.
—¿Te acordarás? —murmuró al terminar sus indicaciones.
—Sí.
Tuerces a la izquierda, luego a la derecha y otra vez a la izquierda. Y al
portillo le falta una barra.
—Sí. ¿A qué hora?
—Hacia las quince. A lo mejor tienes que esperar. Yo llegaré por otro ca-
mino. ¿Te acordarás bien de todo?
—Sí.
Entonces, márchate de mi lado lo más pronto que puedas. No necesitaba
habérselo dicho. Pero, por lo pronto, no se podía mover. Los camiones no de-
jaban de pasar y la gente no se cansaba de expresar su entusiasmo. Aunque es
verdad que solamente lo expresaban abriendo la boca en señal de estupefac-
ción. Al principio había habido algunos abucheos y silbidos, pero procedían
sólo de los miembros del Partido y pronto cesaron. La emoción dominante era
sólo la curiosidad. Los extranjeros, ya fueran de Eurasia o de Asia Oriental,
eran como animales raros. No había manera de verlos, sino como prisione-
ros; e incluso como prisioneros no era posible verlos más que unos segundos.
Tampoco se sabía qué hacían con ellos aparte de los ejecutados públicamen-
te como criminales de guerra. Los demás se esfumaban, seguramente en los
campos de trabajos forzados. Los redondos rostros mongólicos habían deja-
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do paso a los de tipo más europeo, sucios, barbudos y exhaustos. Por encima
de los salientes pómulos, los ojos de algunos miraban a los de Winston con
una extraña intensidad y pasaban al instante. El convoy se estaba terminan-
do. En el último camión vio Winston a un anciano con la cara casi oculta por
una masa de cabello, muy erguido y con los puños cruzados sobre el pecho.
Daba la sensación de estar acostumbrado a que lo ataran. Era imprescindible
que Winston y la chica se separaran ya. Pero en el último momento, mien-
tras que la multitud los seguía apretando el uno contra el otro, ella le cogió
la mano y se la estrechó.
No habría durado aquello más de diez segundos y, sin embargo, parecía
que sus manos habían estado unidas durante una eternidad. Por lo menos, tu-
vo Winston tiempo sobra do para aprenderse de memoria todos los detalles
de aquella mano de mujer. Exploró sus largos dedos, sus uñas bien forma-
das, la palma endurecida por el trabajo con varios callos y la suavidad de la
carne junto a la muñeca. Sólo con verla la habría reconocido entre todas las
manos. En ese instante se le ocurrió que no sabía de qué color tenía ella los
ojos. Probablemente, castaños, pero también es verdad que mucha gente de
cabello negro tienen ojos azules. Volver la cabeza y mirarla hubiera sido una
imperdonable locura. Mientras había durado aquel apretón de manos invi-
sible entre la presión de tanta gente, miraban ambos impasibles adelante y
Winston, en vez de los ojos de ella, contempló los del anciano prisionero que
lo miraban con tristeza por entre sus greñas de pelo.
102
Capítulo II
Winston emprendió la marcha por el campo. El aire parecía besar la piel.
Era el segundo día de mayo. Del corazón del bosque venía el arrullo de las
palomas. Era un poco pronto. El viaje no le había presentado dificultades
y la muchacha era tan experimentada que le infundía a Winston una gran
seguridad. Confiaba en que ella sabría escoger un sitio seguro. En general,
no podía decirse que se estuviera más seguro en el campo que en Londres.
Desde luego, no había telepantallas, pero siempre quedaba el peligro de los
micrófonos ocultos que recogían vuestra voz y la reconocían. Además, no era
fácil viajar individualmente sin llamar la atención. Para distancias de menos
de cien kilómetros no se exigía visar los pasaportes, pero a veces vigilaban
patrullas alrededor de las estaciones de ferrocarril y examinaban los docu-
mentos de todo miembro del Partido al que encontraran y le hacían difíciles
preguntas. Sin embargo, Winston tuvo la suerte de no encontrar patrullas y
desde que salió de la estación se aseguró, mirando de vez en cuando cauta-
mente hacia atrás, de que no lo seguían. El tren iba lleno de proles con aire de
vacaciones, quizá porque el tiempo parecía de verano. El vagón en que viaja-
ba Winston llevaba asientos de madera y su compartimiento estaba ocupado
casi por completo con una única familia, desde la abuela, muy vieja y sin
dientes, hasta un niño de un mes. Iban a pasar la tarde con unos parientes
en el campo y, como le explicaron con toda libertad a Winston, para adquirir
un poco de mantequilla en el mercado negro.
Por fin, llegó a la vereda que le había dicho ella y siguió por allí entre los
arbustos. No tenía reloj, pero no podían ser todavía las quince. Había tantas
flores silvestres, que le era imposible no pisarlas. Se arrodilló y empezó a
coger algunas, en parte por echar algún tiempo fuera y también con la vaga
idea de reunir un ramillete para ofrecérselo a la muchacha. Pronto formó un
gran ramo y estaba oliendo su enfermizo aroma cuando se quedó helado al
oír el inconfundible crujido de unos pasos tras él sobre las ramas secas. Siguió
cogiendo florecillas. Era lo mejor que podía hacer. Quizá fuese la chica, pero
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también pudieran haberlo seguido. Mirar para atrás era mostrarse culpable.
Todavía le dio tiempo de coger dos flores más. Una mano se le posó levemente
sobre el hombro.
Levantó la cabeza. Era la muchacha. Ésta volvió la cabeza para prevenir-
le de que siguiera callado, luego apartó las ramas de los arbustos para abrir
paso hacia el bosque. Era evidente que había estado allí antes, pues sus movi-
mientos eran los de una persona que tiene la costumbre de ir siempre por el
mismo sitio. Winston la siguió sin soltar su ramo de flores. Su primera sensa-
ción fue de alivio, pero mientras contemplaba el cuerpo femenino, esbelto y
fuerte a la vez, que se movía ante él, y se fijaba en el ancho cinturón rojo, lo
bastante apretado para hacer resaltar la curva de sus caderas, empezó a sen-
tir su propia inferioridad. Incluso ahora le parecía muy probable que cuando
ella se volviera y lo mirara, lo abandonaría. La dulzura del aire y el verdor
de las hojas lo hechizaban. Ya cuando venía de la estación, el sol de mayo
le había hecho sentirse sucio y gastado, una criatura de puertas adentro que
llevaba pegado a la piel el polvo de Londres. Se le ocurrió pensar que hasta
ahora no lo había visto ella de cara a plena luz. Llegaron al árbol derribado
del que la joven había hablado. Ésta saltó por encima del tronco y, separando
las grandes matas que lo rodeaban, pasó a un pequeño claro. Winston, al se-
guirla, vio que el pequeño espacio estaba rodeado todo por arbustos y oculto
por ellos. La muchacha se detuvo y, volviéndose hacia él, le dijo:
—Ya hemos llegado.
Winston se hallaba a varios pasos de ella. Aún no se atrevía a acercársele
más.
—No quise hablar en la vereda prosiguió ella— por si acaso había algún
micrófono escondido. No creo que lo haya, pero no es imposible. Siempre
cabe la posibilidad de que uno de esos cerdos te reconozcan la voz. Aquí
estamos bien.
Todavía le faltaba valor a Winston para acercarse a ella. Por eso, se limitó
a repetir tontamente:
—¿Estamos bien aquí?
—Sí. Mira los árboles —eran unos arbolillos de ramas finísimas—. No hay
nada lo bastante grande para ocultar un micro. Además, ya he estado aquí
antes.
Sólo hablaban. Él se había decidido ya a acercarse más a ella. Sonriente,
con cierta ironía en la expresión, la joven estaba muy derecha ante él como
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preguntándose por qué tardaba tanto en empezar. El ramo de flores silvestre
se había caído al suelo. Winston le cogió la mano.
—¿Quieres creer —dijo— que hasta este momento no sabía de qué color tie-
nes los ojos? —Eran castaños, bastante claros, con pestañas negras—. Ahora
que me has visto a plena luz y cara a cara, ¿puedes soportar mi presencia?
—Sí, bastante bien.
—Tengo treinta y nueve años. Estoy casado y no me puedo librar de mi
mujer. Tengo varices y cinco dientes postizos.
Todo eso no me importa en absoluto —dijo la muchacha.
Un instante después, sin saber cómo, se la encontró Winston en sus bra-
zos. Al principio, su única sensación era de incredulidad. El juvenil cuerpo
se apretaba contra el suyo y la masa de cabello negro le daba en la cara y,
aunque le pareciera increíble, le acercaba su boca y él la besaba. Sí, estaba
besando aquella boca grande y roja. Ella le echó los brazos al cuello y empe-
zó a llamarle «querido, amor mío, precioso…». Winston la tendió en el suelo.
Ella no se resistió; podía hacer con ella lo que quisiera. Pero la verdad era que
no sentía ningún impulso físico, ninguna sensación aparte de la del abrazo.
Le dominaban la incredulidad y el orgullo. Se alegraba de que esto ocurriera,
pero no tenía deseo físico alguno. Era demasiado pronto. La juventud y la
belleza de aquel cuerpo le habían asustado; estaba demasiado acostumbra-
do a vivir sin mujeres. Quizá fuera por alguna de estas razones o quizá por
alguna otra desconocida. La joven se levantó y se sacudió del cabello una flo-
recilla que se le había quedado prendida en él. Sentóse junto a él y le rodeó
la cintura con su brazo.
—No te preocupes, querido, no hay prisa. Tenemos toda la tarde. ¿Verdad
que es un escondite magnífico? Me perdí una vez en una excursión colectiva
y descubrí este lugar. Si viniera alguien, lo oiríamos a cien metros.
—¿Cómo te llamas? —dijo Winston.
—Julia. Tu nombre ya lo conozco. Winston… Winston Smith.
—¿Cómo te enteraste?
—Creo que tengo más habilidad que tú para descubrir cosas, querido. Dime,
¿qué pensaste de mí antes de darte aquel papelito?
Winston no tuvo ni la menor tentación de mentirle. Era una especie de
ofrenda amorosa empezar confesando lo peor.
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—Te odiaba. Quería abusar de ti y luego asesinarte. Hace dos semanas
pensé seriamente romperte la cabeza con una piedra. Si quieres saberlo, te
diré que te creía en relación con la Policía del Pensamiento.
La muchacha se reía encantada, tomando aquello como un piropo por lo
bien que se había disfrazado.
—¡La Policía del Pensamiento, qué ocurrencia! No es posible que lo creye-
ras.
Bueno, quizá no fuera exactamente eso. Pero, por tu aspecto… quizá por
tu juventud y por lo saludable que eres; en fin, ya comprendes, creí que pro-
bablemente…
—Pensaste que era una excelente afiliada. Pura en palabras y en hechos.
Estandartes, desfiles, consignas, excursiones colectivas y todo eso. Y creíste
que a las primeras de cambio te denunciaría como criminal mental y haría
que te mataran.
—Sí, algo .así. Ya sabes que muchas chicas son de ese modo.
—La culpa la tiene esa porquería —dijo Julia quitándose el cinturón rojo de
la Liga Anti-Sex y tirándolo a una rama, donde quedó colgado. Luego, como si
el tocarse la cintura le hubiera recordado algo, sacó del bolsillo de su «mono»
una tableta de chocolate. La partió por la mitad y le dio a Winston uno de
los pedazos. Antes de probarlo, ya sabía él por el olor que era un chocolate
muy poco frecuente. Era oscuro y brillante, envuelto en papel de plata. El
chocolate, corrientemente, era de un color castaño claro y desmigajaba con
gran facilidad; y en cuanto a su sabor, era algo así como el del humo de la
goma quemada. Pero alguna vez había probado chocolate como el que ella le
daba ahora. Su aroma le había despertado recuerdos que no podía localizar,
pero que lo turbaban intensamente.
—¿Dónde encontraste esto? dijo.
En el mercado negro —dijo ella con indiferencia— Yo me las arreglo bas-
tante bien. Fui jefe de sección en los Espías. Trabajo voluntariamente tres
tardes a la semana en la Liga juvenil Anti-Sex. Me he pasado horas y horas
desfilando por Londres. Siempre soy yo la que lleva uno de los estandartes.
Pongo muy buena cara y nunca intento librarme de una lata. Mi lema es
«grita siempre con los demás». Es el único modo de estar seguros.
El primer trocito de chocolate se le había derretido a Winston en la lengua.
Su sabor era delicioso. Pero le seguía rondando aquel recuerdo que no podía
fijar, algo así como un objeto visto por el rabillo del ojo. Hizo por librarse de
106
él quedándole la sensación de que se trataba de algo que él había hecho en
tiempos y que hubiera preferido no haber hecho.
Eres muy joven —dijo—. Debes de ser unos diez o quince años más joven
que yo. ¿Qué has podido ver en un hombre como yo que te haya atraído?
Algo en tu cara. Me decidí a arriesgarme. Conozco en seguida a la gente
de la acera de enfrente. En cuanto te vi supe que estabas contra ellos.
Ellos, por lo visto, quería decir el Partido, y sobre todo el Partido Inte-
rior, sobre el cual hablaba Julia con un odio manifiesto que intranquilizaba
a Winston, aunque sabía que aquel sitio en que se hallaban era uno de los
poquísimos lugares donde nada tenían que temer. Le asombraba la rudeza
con que hablaba Julia. Se suponía que los miembros del Partido no decían
palabrotas, y el propio Winston apenas las decía como no fuera entre dien-
tes. Sin embargo, Julia no podía nombrar al Partido, especialmente al Partido
Interior, sin usar palabras de esas que solían aparecer escritas con tiza en los
callejones solitarios. A él no le disgustaba eso, puesto que era un síntoma
de la rebelión de la joven contra el Partido y sus métodos. Y semejante acti-
tud resultaba natural y saludable, como el estornudo de un caballo que huele
mala avena. Habían salido del claro y paseaban por entré los arbustos. Iban
cogidos de la cintura siempre que tenían sitio suficiente para pasar los dos
juntos. Notó que la cintura de Julia resultaba mucho más suave ahora que se
había quitado el cinturón. Seguían hablando en voz muy baja. Fuera del claro,
dijo Julia, era mejor ir con prudencia. Llegaron hasta la linde del bosquecillo.
Ella lo detuvo.
—No salgas a campo abierto. Podría haber alguien que nos viera. Estare-
mos mejor detrás de las ramas.
Y permanecieron a la sombra de los arbustos. La luz del sol, filtrándose
por las innumerables hojas, les seguía caldeando el rostro. Winston observó
el campo que los rodeaba y experimentó, poco a poco, la curiosa sensación
de reconocer aquel lugar. Era tierra de pastos, con un sendero que la cru-
zaba y alguna pequeña elevación de cuando en cuando. En la valla, medio
rota, que se veía al otro lado, se divisaban las ramas de unos olmos que se
balanceaban con la brisa, y sus hojas se movían en densas masas como cabe-
lleras femeninas. Seguramente por allí cerca, pero fuera de su vista, habría
un arroyuelo.
—¿No hay por aquí cerca un arroyo? —murmuró.
107
—Sí lo hay. Está al borde del terreno colindante con éste. Hay peces, muy
grandes por cierto. Se puede verlos en las charcas que se forman bajo los
sauces.
—Es el País Dorado… casi —murmuró.
—¿El País Dorado?
No tiene importancia. Es un paisaje que he visto algunas veces en sueños.
—¡Mira! —susurró Julia.
Un pájaro se había movido en una rama a unos cinco metros de ellos y casi
al nivel de sus caras. Quizá no los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos a la
sombra. Extendió las alas, volvió a colocárselas cuidadosamente en su sitio,
inclinó la cabecita un momento, como si saludara respetuosamente al sol y
empezó a cantar torrencialmente. En el silencio de la tarde, sobrecogía el vo-
lumen de aquel sonido. Winston y Julia se abrazaron fascinados. La música
del ave continuó, minuto tras minuto, con asombrosas variaciones y sin repe-
tirse nunca, casi como si estuviera demostrando a propósito su virtuosismo.
A veces se detenía unos segundos, extendía y recogía sus alas, luego hinchaba
su pecho moteado y empezaba de nuevo su concierto. Winston lo contem-
plaba con un vago respeto. ¿Para quién, para qué cantaba aquel pájaro? No
tenía pareja ni rival que lo contemplaran. ¿Qué le impulsaba a estarse allí,
al borde del bosque solitario, regalándole su música al vacío? Se preguntó
si no habría algún micrófono escondido allí cerca. Julia y él habían habla-
do sólo en murmullo, y ningún aparato podría registrar lo que ellos habían
dicho, pero sí el canto del pájaro. Quizás al otro extremo del instrumento
algún hombrecillo mecanizado estuviera escuchando con toda atención; sí,
escuchando aquella. Gradualmente la música del ave fue despertando en él
sus pensamientos. Era como un líquido que saliera de él y se mezclara con
la luz del sol, que se filtraba por entre las hojas. Dejó de pensar y se limitó a
sentir. La cintura de la muchacha bajo su brazo era suave y cálida. Le dio la
vuelta hasta quedar abrazados cara a cara. El cuerpo de Julia parecía fundirse
con el suyo. Donde quiera que tocaran sus manos, cedía todo como si fuera
agua. Sus bocas se unieron con besos muy distintos de los duros besos que se
habían dado antes. Cuando volvieron a apartar sus rostros, suspiraron ambos
profundamente. El pájaro se asustó y salió volando con un aleteo alarmado.
Rápidamente, sin poder evitar el crujido de las ramas bajo sus pies, regre-
saron al claro. Cuando estuvieron ya en su refugio, se volvió Julia hacia él
y lo miró fijamente. Los dos respiraban pesadamente, pero la sonrisa había
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desaparecido en las comisuras de sus labios. Estaban de pie y ella lo miró por
un instante y luego tanteó la cremallera de su mono con las manos. ¡Si! ¡Fue
casi como en un sueño! Casi tan velozmente como él se lo había imaginado,
ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un lado fue con el mismo magnífico
gesto con el cual toda una civilización parecía anihilarse. Su blanco cuerpo
brillaba al sol. Por un momento él no miró su cuerpo. Sus ojos habían bus-
cado ancoraje en el pecoso rostro con su débil y franca sonrisa. Se arrodilló
ante ella y tomó sus manos entre las suyas.
—¿Has hecho esto antes?
—Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces.
—¿Con miembros del Partido?
—Sí, siempre con miembros del Partido.
—¿Con miembros del Partido del Interior?
—No, con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son tan
sagrados como pretenden.
Su corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces. Todo lo que oliera a
corrupción le llenaba de una esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez el Partido
estaba podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y autocontrol no era más
que una trampa tapando la iniquidad. Si hubiera podido contagiarlos a todos
con la lepra o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera hecho! Cualquier cosa con
tal de pudrir, de debilitar, de minar.
La atrajo hacia sí, de modo que quedaron de rodillas frente a frente.
—Oye, cuantos más hombres hayas tenido más te quiero yo. ¿Lo compren-
des?
—Sí, perfectamente.
—Odio la pureza, odio la bondad. No quiero que exista ninguna virtud en
ninguna parte. Quiero que todo el mundo esté corrompido hasta los huesos.
—Pues bien, debe irte bien, cariño. Estoy corrompida hasta los huesos.
—¿Te gusta hacer esto? No quiero decir simplemente yo, me refiero a la
cosa en sí.
—Lo adoro.
Esto era sobre todas las cosas lo que quería oír. No simplemente el amor
por una persona sino el instinto animal, el simple indiferenciado deseo. Esta
era la fuerza que destruiría al Partido. La empujó contra la hierba entre las
campanillas azules. Esta vez no hubo dificultad. El movimiento de sus pechos
fue bajando hasta la velocidad normal y con un movimiento de desamparo se
109
fueron separando. El sol parecía haber intensificado su calor. Los dos estaban
adormilados. Él alcanzó su desechado mono y la cubrió parcialmente.
Al poco tiempo se durmieron profundamente. Al cabo de media hora se
despertó Winston. Se incorporó y contempló a Julia, que seguía durmiendo
tranquilamente con su cara pecosa en la palma de la mano. Aparte de la bo-
ca, sus facciones no eran hermosas. Si se miraba con atención, se descubrían
unas pequeñas arrugas en torno a los ojos. El cabello negro y corto era ex-
traordinariamente abundante y suave. Pensó entonces que todavía ignoraba
el apellido y el domicilio de ella.
Este cuerpo joven y vigoroso, desamparado ahora en el sueño, despertó en
él un compasivo y protector sentimiento. Pero la ternura que había sentido
mientras escuchaba el canto del pájaro había desaparecido ya. Le apartó el
mono a un lado y estudió su cadera. En los viejos tiempos, pensó, un hombre
miraba el cuerpo de una muchacha y veía que era deseable y aquí se acababa
la historia. Pero ahora no se podía sentir amor puro o deseo puro. Ninguna
emoción era pura porque todo estaba mezclado con el miedo y el odio. Su
abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria. Era un golpe contra el
Partido. Era un acto político.
110
Capítulo III
Podemos volver a este sitio —propuso Julia—. En general, puede emplearse
dos veces el mismo escondite con tal de que se deje pasar uno o dos meses.
En cuanto se despertó, la conducta de Julia había cambiado. Tenía ya un
aire prevenido y frío. Se vistió, se puso el cinturón rojo y empezó a planear
el viaje de regreso. A Winston le parecía natural que ella se encargara de
esto. Evidentemente poseía una habilidad para todo lo práctico que Winston
carecía y también parecía tener un conocimiento completo del campo que ro-
deaba a Londres. Lo había aprendido a fuerza de tomar parte en excursiones
colectivas. La ruta que le señaló era por completo distinta de la que él había
seguido al venir, y le conducía a otra estación. «Nunca hay que regresar por
el mismo camino de ida», sentenció ella, como si expresara un importante
principio general. Ella partiría antes y Winston esperaría media hora para
emprender la marcha a su vez.
Había nombrado Julia un sitio donde podían encontrarse, después de tra-
bajar, cuatro días más tarde. Era una calle en uno de los barrios más pobres
donde había un mercado con mucha gente y ruido. Estaría por allí, entre los
puestos, como si buscara cordones para los zapatos o hilo de coser. Si le pare-
cía que no había peligro se llevaría el pañuelo a la nariz cuando se acercara
Winston. En caso contrario, sacaría el pañuelo. Él pasaría a su lado sin mi-
rarla. Pero con un poco de suerte, en medio de aquel gentío podrían hablar
tranquilos durante un cuarto de hora y ponerse de acuerdo para otra cita.
Ahora tengo que irme —dijo la muchacha en cuanto vio que él se había en-
terado bien de sus instrucciones. Debo estar de vuelta a las diecinueve treinta.
Tengo que dedicarme dos horas a la Liga Anti-Sex repartiendo folletos o algo
por el estilo. ¿Verdad que es un asco? Sacúdeme con las manos. ¿Estás seguro
de que no tengo briznas en el cabello? ¡Bueno, adiós, amor mío; adiós!
Se arrojó en sus brazos, lo besó casi violentamente y poco después desapa-
recía por el bosque sin hacer apenas ruido. Incluso ahora seguía sin saber
cómo se llamaba de apellido ni dónde vivía. Sin embargo, era igual, pues
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resultaba inconcebible que pudieran citarse en lugar cerrado ni escribirse.
Nunca volvieron al bosquecillo. Durante el mes de mayo sólo tuvieron una
ocasión de estar juntos de aquella manera. Fue en otro escondite que conocía
Julia, el campanario de una ruinosa iglesia en una zona casi desierta donde
una bomba atómica había caído treinta años antes. Era un buen escondite
una vez que se llegaba allí, pero era muy peligroso el viaje. Aparte de eso, se
vieron por las calles en un sitio diferente cada tarde y nunca más de media ho-
ra cada vez. En la calle era posible hablarse de cierta manera. Mezclados con
la multitud, juntos, pero dando la impresión de que era el movimiento de la
masa lo que les hacía estar tan cerca y teniendo buen cuidado de no mirarse
nunca, podían sostener una curiosa e intermitente conversación que se en-
cendía y apagaba como los rayos de luz de un faro. En cuanto se aproximaba
un uniforme del Partido o caían cerca de una telepantalla, se callaban inme-
diatamente. Y reanudaban la conversación minutos después, empezando a la
mitad de una frase que habían dejado sin terminar, y luego volvían a cortar
en seco cuando les llegaba el momento de separarse. Y al día siguiente se-
guían hablando sin más preliminares. Julia parecía estar muy acostumbrada
a esta clase de conversación, que ella llamaba «hablar por folletones». Tenia
además una sorprendente habilidad para hablar sin mover los labios. Una so-
la vez en todo un mes de encuentros nocturnos consiguieron darse un beso.
Pasaban en silencio por una calle (Julia nunca hablaba cuando estaban lejos
de las calles principales) y en ese momento oyeron un ruido ensordecedor,
la tierra tembló y se oscureció la atmósfera. Winston se encontró tendido al
lado de Julia, magullado y con un terrible pánico. Una bomba cohete había
estallado muy cerca. De pronto se dio cuenta de que tenía junto a la suya la
cara de Julia. Estaba palidísima, hasta los labios los tenía blancos. No era pa-
lidez, sino una blancura de sal. Winston creyó que estaba muerta. La abrazó
en el suelo y se sorprendió de estar besando un rostro vivo y cálido. Es que
se le había llenado la cara del yeso pulverizado por la explosión. Tenía la cara
completamente blanca.
Algunas tardes, a última hora, llegaban al sitio convenido y tenían que
andar a cierta distancia uno del otro sin dar la menor señal de reconocerse
porque había aparecido una patrulla por una esquina o volaba sobre ellos
un autogiro. Aunque hubiera sido menos peligroso verse, siempre habrían
tenido, la dificultad del tiempo. Winston trabajaba sesenta horas a la semana
y Julia todavía más. Los días libres de ambos variaban según las necesidades
112
del trabajo y no solían coincidir. Desde luego, Julia tenía muy pocas veces
una tarde libre por completo. Pasaba muchísimo tiempo asistiendo a con-
ferencias y manifestaciones, distribuyendo propaganda para la Liga juvenil
Anti-Sex, preparando banderas y estandartes para la Semana del Odio, re-
cogiendo dinero para la Campaña del Ahorro y en actividades semejantes.
Aseguraba que merecía la pena darse ese trabajo suplementario; era un ca-
muflaje. Si se observaban las pequeñas reglas se podían infringir las grandes.
Julia indujo a Winston a que dedicara otra de sus tardes como voluntario en
la fabricación de municiones como solían hacer los más entusiastas miem-
bros del Partido. De manera que una tarde cada semana se pasaba Winston
cuatro horas de aburrimiento insoportable atornillando dos pedacitos de me-
tal que probablemente formaban parte de una bomba. Este trabajo en serie lo
realizaban en un taller donde los martillazos se mezclaban espantosamente
con la música de la telepantalla. El taller estaba lleno de corrientes de aire y
muy mal iluminado.
Cuando se reunieron en las ruinas del campanario llenaron todos los hue-
cos de sus conversaciones anteriores. Era una tarde achicharrante. El aire del
pequeño espacio sobre las campanas era ardiente e irrespirable y olía de un
modo insoportable a palomar. Allí permanecieron varias horas, sentados en
el polvoriento suelo, levantándose de cuando en cuando uno de ellos para
asomarse cautelosamente y asegurarse de que no se acercaba nadie.
Julia tenía veintiséis años. Vivía en una especie de hotel con otras treinta
muchachas («¡Siempre el hedor de las mujeres! ¡Cómo las odio!», comentó);
y trabajaba, como él había adivinado, en las máquinas que fabricaban novelas
en el departamento dedicado a ello. Le distraía su trabajo, que consistía prin-
cipalmente en manejar un motor eléctrico poderoso, pero lleno de resabios.
No era una mujer muy lista —según su propio juicio—, pero manejaba hábil-
mente las máquinas. Sabía todo el procedimiento para fabricar una novela,
desde las directrices generales del Comité Inventor hasta los toques finales
que daba la Brigada de Repaso. Pero no le interesaba el producto terminado.
No le interesaba leer. Consideraba los libros como una mercancía, algo así
como la mermelada o los cordones para los zapatos.
Julia no recordaba nada anterior a los años sesenta y tantos y la única
persona que había conocido que le hablase de los tiempos anteriores a la Re-
volución era un abuelo que había desaparecido cuando ella tenia ocho años.
En la escuela había sido capitana del equipo de hockey y había ganado duran-
113
te dos años seguidos el trofeo de gimnasia. Fue jefe de sección en los Espías
y secretaria de una rama de la Liga de la juventud antes de afiliarse a la Liga
juvenil Anti-Sex. Siempre había sido considerada como persona de absoluta
confianza. Incluso (y esto era señal infalible de buena reputación) la habían
elegido para trabajar en Pomosec, la subsección del Departamento de Novela
encargada de fabricar pornografía barata para los proles. Allí había trabajado
un año entero ayudando a la producción de libritos que se enviaban en pa-
quetes sellados y que llevaban títulos como Historias deliciosas, o Una noche
en un colegio de chicas, que compraban furtivamente los jóvenes proletarios,
con lo cual se les daba la impresión de que adquirían una mercancía ilegal.
—¿Cómo son esos libros? —le preguntó Winston por curiosidad.
—Pues una porquería. Son de lo más aburrido. Hay sólo seis argumentos.
Yo trabajaba únicamente en los calidoscopios. Nunca llegué a formar parte
de la Brigada de Repaso.
No tengo disposiciones para la literatura. Sí, querido, ni siquiera sirvo para
eso.
Winston se enteró con asombro de que en la Pornosec, excepto el jefe, no
había más que chicas. Dominaba la teoría de que los hombres, por ser menos
capaces que las mujeres de dominar su instinto sexual, se hallaban en mayor
peligro de ser corrompidos por las suciedades que pasaban por sus manos.
—Ni siquiera permiten trabajar allí a las mujeres casadas —añadió—. Se
supone que las chicas solteras son siempre muy puras. Aquí tienes por lo
pronto una que no lo es.
Julia había tenido su primer asunto amoroso a los dieciséis años con un
miembro del Partido de sesenta años, que después se suicidó para evitar que
lo detuvieran. «Fue una gran cosa —dijo Julia—, porque, si no, mi nombre se
habría descubierto al confesar él». Desde entonces se habían sucedido varios
otros. Para ella la vida era muy sencilla. Una lo quería pasar bien; ellos —es
decir, el Partido— trataban de evitarlo por todos los medios; y una procu-
raba burlar las prohibiciones de la mejor manera posible. A Julia le parecía
muy natural que ellos le quisieran evitar el placer y que ella por su parte
quisiera librarse de que la detuvieran. Odiaba al Partido y lo decía con las
más terribles palabrotas, pero no era capaz de hacer una crítica seria de lo
que el Partido representaba. No atacaba más que la parte de la doctrina del
Partido que rozaba con su vida. Winston notó que Julia no usaba nunca pala-
bras de neolengua excepto las que habían pasado al habla corriente. Nunca
114
había oído hablar de la Hermandad y se negó a creer en su existencia. Creía
estúpido pensar en una sublevación contra el Partido. Cualquier intento en
este sentido tenía que fracasar. Lo inteligente le parecía burlar las normas
y seguir viviendo a pesar de ello. Se preguntaba cuántas habría como ella
en la generación más joven, mujeres educadas en el mundo de la revolución,
que no habían oído hablar de nada más, aceptando al Partido como algo de
imposible modificación —algo así como el cielo— y que sin rebelarse contra
la autoridad estatal la eludían lo mismo que un conejo puede escapar de un
perro.
Entre Winston y Julia no se planteó la posibilidad de casarse. Había de-
masiadas dificultades para ello. No merecía la pena perder tiempo pensando
en esto. Ningún comité de Oceanía autorizaría este casamiento, incluso si
Winston hubiera podido librarse de su esposa Katharine.
—¿Cómo era tu mujer?
—Era…, ¿conoces la palabra piensabien, es decir, ortodoxa por naturaleza,
incapaz de un mal pensamiento?
—No, no conozco esa palabra, pero sí la clase de persona a que te refieres.
Winston empezó a contarle la historia de su vida conyugal, pero Julia pare-
cía saber ya todo lo esencial de este asunto. Con Julia no le importaba hablar
de esas cosas. Katharine había dejado de ser para él un penoso recuerdo,
convirtiéndose en un recuerdo molesto.
Lo habría soportado si no hubiera sido por una cosa —añadió. Y le contó la
pequeña ceremonia frígida que Katharine le había obligado a celebrar la mis-
ma noche cada semana—. Le repugnaba, pero por nada del mundo lo habría
dejado de hacer. No te puedes figurar cómo le llamaba a aquello.
—«Nuestro deber para con el Partido» —dijo Julia inmediatamente.
—¿Cómo lo sabías?
—Querido, también yo he estado en la escuela. A las mayores de dieciséis
años les dan conferencias sobre temas sexuales una vez al mes. Y luego, en el
Movimiento juvenil, no dejan de grabarle a una esas estupideces en la cabeza.
En muchísimos casos da resultado. Claro que nunca se tiene la seguridad
porque la gente es tan hipócrita…
Y Julia se extendió sobre este asunto. Ella lo refería todo a su propia sexua-
lidad. A diferencia de Winston, entendía perfectamente lo que el Partido se
proponía con su puritanismo sexual. Lo más importante era que la represión
sexual conducía a la histeria, lo cual era deseable ya que se podía transformar
115
en una fiebre guerrera y en adoración del líder. Ella lo explicaba así «Cuando
haces el amor gastas energías y después te sientes feliz y no te importa nada.
No pueden soportarlo que te sientas así. Quieren que estés a punto de estallar
de energía todo el tiempo. Todas estas marchas arriba y abajo vitoreando y
agitando banderas no es más que sexo agriado. Si eres feliz dentro de ti mis-
mo, ¿por qué te ibas a excitar por el Gran Hermano y el Plan Trienal y los Dos
Minutos de Odio y todo el resto de su porquería?». Esto era cierto, pensó él.
Había una conexión directa entre la castidad y la ortodoxia política. ¿Cómo
iban a mantenerse vivos el miedo, y el odio y la insensata incredulidad que el
Partido necesitaba si no se embotellaba algún instinto poderoso para usarlo
después como combustible? El instinto sexual era peligroso para el Partido y
éste lo había utilizado en provecho propio. Habían hecho algo parecido con
el instinto familiar. La familia no podía ser abolida; es más, se animaba a la
gente a que amase a sus hijos casi al estilo antiguo. Pero, por otra parte, los
hijos eran enfrentados sistemáticamente contra sus padres y se les enseñaba
a espiarlos y a denunciar sus desviaciones. La familia se había convertido en
una ampliación de la Policía del Pensamiento. Era un recurso por medio del
cual todos se hallaban rodeados noche y día por delatores que les conocían
íntimamente.
De pronto se puso a pensar otra vez en Katharine. Ésta lo habría denuncia-
do a la P. del P. con toda seguridad si no hubiera sido demasiado tonta para
descubrir lo herético de sus opiniones. Pero lo que se la hacía recordar en
este momento era el agobiante calor de la tarde, que le hacía sudar. Empezó
a contarle a Julia algo que había ocurrido, o mejor dicho, que había dejado de
ocurrir en otra tarde tan calurosa como aquélla, once años antes. Katharine
y Winston se habían extraviado durante una de aquellas excursiones colecti-
vas que organizaba el Partido. Iban retrasados y por equivocación doblaron
por un camino que los condujo rápidamente a un lugar solitario. Estaban al
borde de un precipicio. Nadie había allí para preguntarle. En cuanto se die-
ron cuenta de que se habían perdido, Katharine empezó a ponerse nerviosa.
Hallarse alejada de la ruidosa multitud de excursionistas, aunque sólo fuese
durante un momento, le producía un fuerte sentido de culpabilidad. Quería
volver inmediatamente por el camino que habían tomado por error y em-
pezar a buscar en la dirección contraria. Pero en aquel momento Winston
descubrió unas plantas que le llamaron la atención. Nunca había visto nada
parecido y llamó a Katharine para que las viera.
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—¡Mira, Katharine; mira esas flores! Allí, al fondo; ¿ves que son de dos
colores diferentes?
Ella había empezado ya a alejarse, pero se acercó un momento, a cada ins-
tante más intranquila. Incluso se inclinó sobre el precipicio para ver donde
señalaba Winston. Él es taba un poco más atrás y le puso la mano en la cintu-
ra para sostenerla. No había nadie en toda la extensión que se abarcaba con
la vista, no se movía ni una hoja y ningún pájaro daba señales de presencia.
Entonces pensó Winston que estaban completamente solos y que en un sitio
como aquél había muy pocas probabilidades de que tuvieran escondido un
micrófono, e incluso si lo había, sólo podría captar sonidos. Era la hora más
cálida y soñolienta de la tarde. El sol deslumbraba y el sudor perlaba la cara
de Winston. Entonces sé le ocurrió que…
—¿Por qué no le diste un buen empujón? dijo Julia—. Yo lo habría hecho.
—Sí, querida; yo también lo habría hecho si hubiera sido la misma persona
que ahora soy. Bueno, no estoy seguro…
—¿Lamentas ahora haber desperdiciado la ocasión?
—Sí. En realidad me arrepiento de ello.
Estaban sentados muy juntos en el suelo. Él la apretó más contra sí. La
cabeza de ella descansaba en el hombro de él y el agradable olor de su cabe-
llo dominaba el desagradable hedor a palomar. Pensó Winston que Julia era
muy joven, que esperaba todavía bastante de la vida y por tanto no podía
comprender que empujara una persona molesta por un precipicio no resuel-
ve nada.
—Habría sido lo mismo —dijo.
—Entonces, ¿por qué dices que sientes no haberlo hecho? —Sólo porque
prefiero lo positivo a lo negativo. Pero en este juego que estamos jugando no
podemos ganar. Unas clases de fracaso son quizá mejores que otras, eso es
todo.
Notó que los hombros de ella se movían disconformes. Julia siempre lo
contradecía cuando él opinaba en este sentido. No estaba dispuesta a aceptar
como ley natural que el individuo está siempre vencido. En cierto modo com-
prendía que también ella estaba condenada de antemano y que más pronto o
más tarde la Policía del Pensamiento la detendría y la mataría; pero por otra
parte de su cerebro creía firmemente que cabía la posibilidad de construirse
un mundo secreto donde vivir a gusto. Sólo se necesitaba suerte, astucia y
audacia. No comprendía que la felicidad era un mito, que, la única victoria
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posible estaba en un lejano futuro mucho después de la muerte, Y que des-
de el momento en que mentalmente le declaraba una persona la guerra al
Partido, le convenía considerarse como un cadáver ambulante.
—Los muertos somos nosotros —dijo Winston. Todavía no hemos muerto
—replicó Julia prosaicamente.
Físicamente, todavía no. Pero es cuestión de seis meses, un año o quizá
cinco. Le temo a la muerte. Tú eres joven y por eso mismo quizá le temas a
la muerte más que yo. Naturalmente, haremos todo lo posible por evitarla lo
más que podamos. Pero la diferencia es insignificante. Mientras que los seres
humanos sigan siendo humanos, la muerte y la vida vienen a ser lo mismo.
—Oh, tonterías. ¿Qué preferirías: dormir conmigo o con un esqueleto? ¿No
disfrutas de estar vivo?
¿No te gusta sentir: esto soy yo, ésta es mi mano, esto mi pierna, soy real,
sólida, estoy viva?… ¿No te gusta?
Ella se dio la vuelta y apretó su pecho contra él. Podía sentir sus senos,
maduros pero firmes, a través de su mono. Su cuerpo parecía traspasar su
juventud y vigor hacia él.
—Sí, me gusta —dijo Winston.
—No hablemos más de la muerte. Y ahora escucha, querido; tenemos que
fijar la próxima cita. Si te parece bien, podemos volver a aquel sitio del bos-
que. Ya hace mucho tiempo que fuimos. Basta con que vayas por un camino
distinto. Lo tengo todo preparado. Tomas el tren… Pero lo mejor será que te
lo dibuje aquí.
Y tan práctica como siempre amasó primero un cuadrito de polvo y con
una ramita de un nido de palomas empezó a dibujar un mapa sobre el suelo.
118
Capítulo IV
Winston examinó la pequeña habitación en la tienda del señor Charring-
ton. Junto a la ventana, la enorme cama estaba preparada con viejas mantas
y una colcha raquítica. El antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban las do-
ce horas, seguía con su tic-tac sobre la repisa de la chimenea. En un rincón,
sobre la mesita, el pisapapeles de cristal que había comprado en su visita
anterior brillaba suavemente en la semioscuridad.
En el hogar de la chimenea había una desvencijada estufa de petróleo, una
sartén y dos copas, todo ello proporcionado por el señor Charrington. Wins-
ton puso un poco de agua a hervir. Había traído un sobre lleno de café de
la Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban
las siete y veinte; pero en realidad eran las diecinueve veinte.
Julia llegaría a las diecinueve treinta.
El corazón le decía a Winston que todo esto era una locura; sí, una locu-
ra consciente y suicida. De todos los crímenes que un miembro del Partido
podía cometer, éste era el de más imposible ocultación. La idea había flota-
do en su cabeza en forma de una visión del pisapapeles de cristal reflejado
en la brillante superficie de la mesita. Como él lo había previsto, el señor
Charrington no opuso ninguna dificultad para alquilarle la habitación. Se
alegraba, por lo visto, de los dólares que aquello le proporcionaría. Tampoco
parecía ofenderse, ni inclinado a hacer preguntas indiscretas al quedar bien
claro que Winston deseaba la habitación para un asunto amoroso. Al contra-
rio, se mantenía siempre a una discreta distancia y con un aire tan delicado
que daba la impresión de haberse hecho invisible en parte. Decía que la in-
timidad era una cosa de valor inapreciable. Que todo el mundo necesitaba
un sitio donde poder estar solo de vez en cuando. Y una vez que lo hubiera
logrado, era de elemental cortesía, en cualquier otra persona que conociera
este refugio, no contárselo a nadie. Y para subrayar en la práctica su teoría,
casi desaparecía, añadiendo que la casa tenía dos entradas, una de las cuales
daba al patio trasero que tenía una salida a un callejón.
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Alguien cantaba bajó la ventana. Winston se asomó por detrás de los visi-
llos. El sol de junio estaba aún muy alto y en el patio central una monstruosa
mujer sólida como una columna normanda, con antebrazos de un color mo-
reno rojizo, y un delantal atado a la cintura, iba y venía continuamente desde
el barreño donde tenía la ropa lavada hasta el fregadero, colgando cada vez
unos pañitos cuadrados que Winston reconoció como pañales. Cuando la
boca de la mujer no estaba impedida por pinzas para tender, cantaba con
poderosa voz de contralto:
Era sólo una ilusión sin esperanza
Que pasó como un día de abril,
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era una
de las producciones de una subsección del Departamento de Música con des-
tino a los proles. La letra de estas canciones se componía sin intervención
humana en absoluto, valiéndose de un instrumento llamado «versificador».
Pero la mujer la cantaba con tan buen oído que el horrible sonsonete se había
convertido en unos sonidos casi agradables. Winston oía la voz de la mujer,
el ruido de sus zapatos sobre el empedrado del patio, los gritos de los niños
en la calle, y a cierta distancia, muy débilmente, el zumbido del tráfico, y sin
embargo su habitación parecía impresionantemente silenciosa gracias a la
ausencia de telepantalla.
«¡Qué locura! ¡Qué locura!», pensó Winston. Era inconcebible que Julia
y él pudieran frecuentar este sitio más de unas semanas sin que los cazaran.
Pero la tentación de disponer de un escondite verdaderamente suyo bajo te-
cho y en un sitio bastante cercano al lugar de trabajo, había sido demasiado
fuerte para él. Durante algún tiempo después de su visita al campanario les
había sido por completo imposible arreglar ninguna cita. Las horas de trabajo
habían aumentado implacablemente en preparación de la Semana del Odio.
Faltaba todavía más de un mes, pero los enormes y complejos preparativos
cargaban de trabajo a todos los miembros del Partido. Por fin, ambos pudie-
ron tener la misma tarde libre. Estaban ya de acuerdo en volver a verse en el
claro del bosque. La tarde anterior se cruzaron en la calle. Como de costum-
bre, Winston no miró directamente a Julia y ambos se sumaron a una masa
120
de gente que empujaba en determinada dirección. Winston se fue acercando
a ella. Mirándola con el rabillo del ojo notó en seguida que estaba más pálida
que de costumbre.
—Lo de mañana es imposible —murmuró Julia en cuanto creyó prudente
poder hablar.
—¿Qué?
—Que mañana no podré ir.
La primera reacción de Winston fue de violenta irritación. Durante el mes
que la había conocido la naturaleza de su deseo por ella había cambiado. Al
principio había habido muy poca sensualidad real. Su primer encuentro amo-
roso había sido un acto de voluntad. Pero después de la segunda vez había
sido distinto. El olor de su pelo, el sabor de su boca, el tacto de su piel pa-
recían habérsele metido dentro o estar en el aire que lo rodeaba. Se había
convertido en una necesidad física, algo que no solamente quería sino sobre
lo que a la vez tenía derecho. Cuando ella dijo que no podía venir, había
sentido como si lo estafaran. Pero en aquel momento la multitud los aplas-
tó el uno contra el otro y sus manos se unieron y ella le acarició los dedos
de un modo que no despertaba su deseo, sino su afecto. Una honda ternura,
que no había sentido hasta entonces por ella, se apoderó súbitamente de él.
Le hubiera gustado en aquel momento llevar ya diez años casado con Julia..
Deseaba intensamente poderse pasear con ella por las calles, pero no como
ahora lo hacía, sino abiertamente, sin miedo alguno, hablando trivialidades
y comprando los pequeños objetos necesarios para la casa. Deseaba sobre to-
do vivir con ella en un sitio tranquilo sin sentirse obligado a acostarse cada
vez que conseguían reunirse. No fue en aquella ocasión precisamente, sino
al día siguiente, cuando se le ocurrió la idea de alquilar la habitación del se-
ñor Charrington. Cuando se lo propuso a Julia, ésta aceptó inmediatamente.
Ambos sabían que era una locura. Era como si avanzaran a propósito hacia
sus tumbas. Mientras la esperaba sentado al borde de la cama volvió a pensar
en los sótanos del Ministerio del Amor. Era notable cómo entraba y salía en
la conciencia de todos aquel predestinado horror. Allí estaba, clavado en el
futuro, precediendo a la muerte con tanta inevitabilidad como el 99 prece-
de al 100. No se podía evitar, pero quizá se pudiera aplazar. Y sin embargo,
de cuando en cuando, por un consciente acto de voluntad se decidía uno a
acortar el intervalo, a precipitar la llegada de la tragedia.
121
En este momento sintió Winston unos pasos rápidos en la escalera. Julia
irrumpió en la habitación. Llevaba una bolsa de lona oscura y basta como la
que solía llevar al Ministerio. Winston le tendió los brazos, pero ella apartóse
nerviosa, en parte porque le estorbaba la bolsa llena de herramientas.
—Un momento —dijo—. Deja que te enseñe lo que traigo. ¿Trajiste ese
asqueroso café de la Victoria? Ya me lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo
necesitaremos. Mira.
Se arrodilló, tiró al suelo la bolsa abierta y de ella salieron varias herra-
mientas, entre ellas un destornillador, pero debajo venían varios paquetes
de papel. El primero que cogió Winston le produjo una sensación familiar y
a la vez extraña. Estaba lleno de algo arenoso, pesado, que cedía donde quiera
que se le tocaba.
—No será azúcar, ¿verdad? dijo, asombrado.
—Azúcar de verdad. No sacarina, sino verdadero azúcar. Y aquí tienes un
magnífico pan blanco, no esas porquerías que nos dan, y un bote de merme-
lada. Y aquí tienes un bote de leche condensada. Pero fíjate en esto; estoy
orgullosísima de haberlo conseguido. Tuve que envolverlo con tela de saco
para que no se conociera, porque…
Pero no necesitaba explicarle por qué lo había envuelto con tanto cuidado.
El aroma que despedía aquello llenaba la habitación, un olor exquisito que
parecía emanado de su primera infancia, el olor que sólo se percibía ya de
vez en cuando al pasar por un corredor y antes de que le cerraran a uno la
puerta violentamente, ese olor que se difundía misteriosamente por una calle
llena de gente y que desaparecía al instante.
—Es café —murmuró Winston—; café de verdad.
—Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! —dijo Julia.
—¿Cómo te las arreglaste para conseguir todo esto?
—Son provisiones del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de nada.
Pero, claro está, los camareros, las criadas y la gente que los rodea cogen
cosas de vez en cuando. Y… mira: también te traigo un paquetito de té.
Winston se había sentado junto a ella en el suelo. Abrió un pico del paquete
y lo olió.
—Es té auténtico.
—Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado la India o algo así
—dijo Julia vagamente—. Pero escucha, querido: quiero que te vuelvas de es-
122
palda unos minutos. Siéntate en el lado de allá de la cama. No te acerques
demasiado a la ventana. Y no te vuelvas hasta que te lo diga.
Winston la obedeció y se puso a mirar abstraído por los visillos de museli-
na. Abajo en el patio la mujer de los rojos antebrazos seguía yendo y viniendo
entre el lavadero y el tendedero. Se quitó dos pinzas más de la boca y cantó
con mucho sentimiento:
123
Al abrazarla sintió Winston un perfume a violetas sintéticas. Recordó enton-
ces la semioscuridad de una cocina en un sótano y la boca negra cavernosa
de una mujer. Era el mismísimo perfume que aquélla había usado, pero a
Winston no le importaba esto por lo pronto.
—¡También perfume! —dijo.
—Sí, querido; también me he puesto perfume. ¿Y sabes lo que voy a hacer
ahora? Voy a buscarme en donde sea un verdadero vestido de mujer y me
lo pondré en vez de estos asquerosos pantalones. ¡Llevaré medias de seda y
zapatos de tacón alto! Estoy dispuesta a ser en esta habitación una mujer y
no una camarada del Partido.
Se sacaron las ropas y se subieron a la gran cama de caoba. Era la primera
vez que él se desnudaba por completo en su presencia. Hasta ahora había
tenido demasiada vergüenza de su pálido y delgado cuerpo, con las varices
saliéndole en las pantorrillas y el trozo descolorido justo encima de su tobillo.
No había sábanas pero la manta sobre la que estaban echados estaba gastada
y era suave, y el tamaño y lo blando de la cama los tenía asombrados.
—Seguro que está llena de chinches, pero ¿qué importa? —dijo Julia.
No se veían camas dobles en aquellos tiempos, excepto en las casas de los
proles. Winston había dormido en una ocasionalmente en su niñez. Julia no
recordaba haber dormido nunca en una.
Durmieron después un ratito. Cuando Winston se despertó, el reloj marca-
ba cerca de las nueve de la noche. No se movieron, porque Julia dormía con
la cabeza apoyada en el hueco de su brazo. Casi toda su pintura había pasado
a la cara de Winston o a la almohada, pero todavía le quedaba un poco de
colorete en las mejillas. Un rayo de sol poniente caía sobre el pie de la cama
y daba sobre la chimenea donde el agua hervía a borbotones. Ya no cantaba
la mujer en el patio, pero seguían oyéndose los gritos de los niños en la calle.
Julia se despertó, frotándose los ojos, y se incorporó apoyándose en un codo
para mirar a la estufa de petróleo.
—La mitad del agua se ha evaporado —dijo—. Voy a levantarme y a prepa-
rar más agua en un momento. Tenemos una hora. ¿Cuándo cortan las luces
en tu casa?
—A las veintitrés treinta.
—Donde yo vivo apagan a las veintitrés en punto. Pero hay que entrar
antes porque… ¡Fuera de aquí, asquerosa!
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Julia empezó a retorcerse en la cama, logró coger un zapato del suelo y lo
tiró a ‘un rincón, igual que Winston la había visto arrojar su diccionario a la
cara de Goldstein aquella mañana durante los Dos Minutos de Odio.
—¿Qué era eso? le preguntó Winston, sorprendido. —Una rata. La vi aso-
marse por ahí. Se metió por un boquete que hay en aquella pared. De todos
modos le he dado un buen susto.
—¡Ratas! —murmuró Winston—. ¿Hay ratas en esta habitación?
—Todo está lleno de ratas —dijo ella en tono indiferente mientras volvía
a tumbarse—. Las tenemos hasta en la cocina de nuestro hotel. Hay partes
de Londres en que se encuentran por todos lados. ¿Sabes que atacan a los
niños? Sí; en algunas calles de los proles las mujeres no se atreven a dejar a
sus hijos solos ni dos minutos. Las más peligrosas son las grandes y oscuras.
Y lo más horrible es que siempre…
—¡No sigas, por favor! —dijo Winston, cerrando los ojos con fuerza.
—¡Querido, te has puesto palidísimo! ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?
—¡Una rata! ¡Lo más horrible del mundo!
Ella lo tranquilizó con el calor de su cuerpo. Winston no abrió los ojos
durante un buen rato. Le había parecido volver a hallarse de lleno en una pe-
sadilla que se le presentaba con frecuencia. Siempre era poco más o menos
igual. Se hallaba frente a un muro tenebroso y del otro lado de este muro ha-
bía algo capaz de enloquecer al más valiente. Algo infinitamente espantoso.
En el sueño sentíase siempre decepcionado porque sabía perfectamente lo
que ocurría detrás del muro de tinieblas. Con un esfuerzo mortal, como si se
arrancara un trozo de su cerebro, conseguía siempre despertarse sin llegar
a descubrir de qué se trataba concretamente, pero él sabía que era algo rela-
cionado con lo que Julia había estado diciendo y sobre todo con lo que iba a
decirle cuando la interrumpió.
—Lo siento dijo—; no es nada. Lo que ocurre es que no puedo soportar las
ratas.
—No te preocupes, querido. Aquí no entrarán porque voy a tapar ese aguje-
ro con tela de saco antes de que nos vayamos. Y la próxima vez que vengamos
traeré un poco de yeso y lo taparemos definitivamente.
Ya había olvidado Winston aquellos instantes de pánico. Un poco avergon-
zado de sí mismo sentóse a la cabecera de la cama. Julia se levantó, se puso
el «mono» e hizo el café. El aroma resultaba tan delicioso y fuerte que tu-
vieron que cerrar la ventana para no alarmar a la vecindad. Pero mejor aún
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que el sabor del café era la calidad que le daba el azúcar, una finura sedosa
que Winston casi había olvidado después de tantos años de sacarina. Con
una mano en un bolsillo y un pedazo de pan con mermelada en la otra se pa-
seaba Julia por la habitación mirando con indiferencia la estantería de libros,
pensando en la mejor manera de arreglar la mesa, dejándose caer en el viejo
sillón para ver sí era cómodo y examinando el absurdo reloj de las doce horas
con aire divertido y tolerante. Cogió el pisapapeles de cristal y se lo llevó a la
cama, donde se sentó para examinarlo con tranquilidad. Winston se lo quitó
de las manos, fascinado, como siempre, por el aspecto suave, resbaloso, de
agua de lluvia que tenía aquel cristal.
—¿Qué crees tú que será esto? —dijo Julia.
—No creo que sea nada particular… Es decir, no creo que haya servido
nunca para nada concreto. Eso es lo que me gusta precisamente de este objeto.
Es un pedacito de historia que se han olvidado de cambiar; un mensaje que
nos llega de hace un siglo y que nos diría muchas cosas si supiéramos leerlo.
—¿Y aquel cuadro —señaló Julia— también tendrá cien años?
—Más, seguramente doscientos. Es imposible saberlo con seguridad. En
realidad hoy no se sabe la edad de nada.
Julia se acercó a la pared de enfrente para examinar con detenimiento el
grabado. Dijo:
—¿Qué sitio es éste? Estoy segura de haber estado aquí alguna vez.
—Es una iglesia o, por lo menos, solía serlo. Se llamaba San Clemente. —
La incompleta canción que el señor Charrington le había enseñado volvió
a sonar en la cabeza de Winston, que murmuró con nostalgia: Naranjas y
limones, dicen las campanas de San Clemente.
Y se quedó estupefacto al oír a Julia continuar:
—No puedo recordar cómo sigue. Pero sé que termina así. Aquí tienes una
vela para alumbrarte cuando te acuestes. Aquí tienes un hacha para cortarte la
cabeza.
Era como las dos mitades de una contraseña. Pero tenía que haber otro
verso después de «las campanas de Old Bailey». Quizá el señor Charrington
acabaría acordándose de este final.
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—¿Quién te lo enseñó? dijo Winston.
—Mi abuelo. Solía cantármelo cuando yo era niña. Lo vaporizaron tenien-
do yo unos ocho años… No estoy segura, pero lo cierto es que desapareció.
Lo que no sé, y me lo he preguntado muchas veces, es qué sería un limón
—añadió—. He visto naranjas. Es una especie de fruta redonda y amarillenta
con una cáscara muy fina.
—Yo recuerdo los limones —dijo Winston—. Eran muy frecuentes en los
años cincuenta y tantos. Eran unas frutas tan agrias que rechinaban los dien-
tes sólo de olerlas.
—Estoy segura de que detrás de ese cuadro hay chinches —dijo Julia—. Lo
descolgaré cualquier día para limpiarlo bien. Creo que ya es hora de que nos
vayamos. ¡Qué fastidio, ahora tengo que quitarme esta pintura! Empezaré
por mí y luego te limpiaré a ti la cara.
Winston permaneció unos minutos más en la cama. Oscurecía en la habi-
tación. Volvióse hacia la ventana y fijó la vista en el pisapapeles de cristal. Lo
que le interesaba inagotablemente no era el pedacito de coral, sino el interior
del cristal mismo. Tenía tanta profundidad, y sin embargo era transparente,
como hecho con aire. Como si la superficie cristalina hubiera sido la cubierta
del cielo que encerrase un diminuto mundo con toda su atmósfera.
Tenía Winston la sensación de que podría penetrar en ese mundo cerrado,
que ya estaba dentro de él con la cama de caoba y la mesa rota y el reloj
y el grabado e incluso con el mismo pisapapeles. Sí, el pisapapeles era la
habitación en que se hallaba Winston, y el coral era la vida de Julia y la suya
clavadas eternamente en el corazón del cristal.
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Capítulo V
Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos
indiferentes comentaron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él.
Al tercer día entró Winston en el vestíbulo del Departamento de Registro
para mirar el tablón de anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los
miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era
idéntica a la de antes —nada había sido tachado en ella—, pero contenía un
nombre menos. Bastaba con eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca
había existido.
Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sin
ventanas y con buena refrigeración mantenían una temperatura normal, pe-
ro en la calle el pavimento echaba humo y el ambiente del metro a las horas
de aglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor los preparativos
para la Semana del Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedi-
caban a esta tarea horas extraordinarias. Había que organizar los desfiles,
manifestaciones, conferencias, exposiciones de figuras de cera, programas
cinematográficos y de telepantalla, erigir tribunas, construir efigies, inven-
tar consignas, escribir canciones, extender rumores, falsificar fotografías…
La sección de Julia en el Departamento de Novela había interrumpido su
tarea habitual y confeccionaba una serie de panfletos de atrocidades. Wins-
ton, aparte de su trabajo corriente, pasaba mucho tiempo cada día revisando
colecciones del Times y alterando o embelleciendo noticias que iban a ser ci-
tadas en los discursos. Hasta última hora de la noche, cuando las multitudes
de los incultos proles paseaban por las calles, la ciudad presentaba un aspec-
to febril. Las bombas cohete caían con más frecuencia que nunca y a veces
se percibían allá muy lejos enormes explosiones que nadie podía explicar y
sobre las cuales se esparcían insensatos rumores.
La nueva canción que había de ser el tema de la Semana del Odio (se lla-
maba la Canción del Odio) había sido ya compuesta y era repetida incansa-
blemente por las telepantallas. Tenía un ritmo salvaje, de ladridos y no podía
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llamarse con exactitud música. Más bien era como el redoble de un tambor.
Centenares de voces rugían con aquellos sones que se mezclaban con el chas-
chas de sus renqueantes pies. Era aterrador. Los proles se habían aficionado a
la canción, y por las calles, a media noche, competía con la que seguía siendo
popular: «Era una ilusión sin esperanza». Los niños de Parsons la tocaban a
todas horas, de un modo alucinante, en su peine cubierto de papel higiénico.
Winston tenía las tardes más ocupadas que nunca. Brigadas de voluntarios
organizadas por Parsons preparaban la calle para la Semana del Odio cosien-
do banderas y estandartes, pintando carteles, clavando palos en los tejados
para que sirvieran de astas y tendiendo peligrosamente alambres a través
de la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de que las casas de la
Victoria era el único grupo que desplegaría cuatrocientos metros de propa-
ganda. Se hallaba en su elemento y era más feliz que una alondra. El calor
y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otra vez los shorts
y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba, aserra-
ba, daba tremendos martillazos, improvisaba, aconsejaba a todos y expulsaba
pródigamente una inagotable cantidad de sudor.
En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo cartel que se repe-
tía infinitamente. No tenía palabras. Se limitaba a representar, en una altu-
ra de tres o cuatro metros, la monstruosa figura de un soldado eurasiático
que parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara mogólica inexpresiva,
unas botas enormes y, apoyado en la cadera, un fusil ametralladora a pun-
to de disparar. Desde cualquier parte que mirase uno el cartel, la boca del
arma, ampliada por la perspectiva, por el escorzo, parecía apuntarle a uno
sin remisión. No había quedado ni un solo hueco en la ciudad sin aprove-
char para colocar aquel monstruo. Y lo curioso era que había más retratos
de este enemigo simbólico que del propio Gran Hermano. Los proles, que
normalmente se mostraban apáticos respecto a la guerra, recibían así un tra-
llazo para que entraran en uno de sus periódicos frenesíes de patriotismo.
Como para armonizar con el estado de ánimo general, las bombas cohetes
habían matado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de cine
de Stepney, enterrando en las ruinas a varios centenares de víctimas. Todos
los habitantes del barrio asistieron a un imponente entierro que duró muchas
horas y que en realidad constituyó un mitin patriótico. Otra bomba cayó en
un solar inmenso que utilizaban los niños para jugar y varias docenas de
éstos fueron despedazados. Hubo muchas más manifestaciones indignadas,
129
Goldstein fue quemado en efigie, centenares de carteles representando al sol-
dado eurasiático fueron rasgados y arrojados a las llamas y muchas tiendas
fueron asaltadas. Luego se esparció el rumor de que unos espías dirigían los
cohetes mortíferos por medio de la radio y un anciano matrimonio acusado
de extranjería pereció abrasado cuando las turbas incendiaron su casa.
En la habitación encima de la tienda del señor Charrington, cuando podían
ir allí, Julia y Winston se quedaban echados uno junto al otro en la desnu-
da cama bajo la ventana abierta, desnudos para estar más frescos. La rata
no volvió, pero las chinches se multiplicaban odiosamente con ese calor. No
importaba. Sucia o limpia, la habitación era un paraíso. Al llegar echaban
pimienta comprada en el mercado negro sobre todos los objetos, se sacaban
la ropa y hacían el amor con los cuerpos sudorosos, luego se dormían y al
despertar se encontraban con que las chinches se estaban formando para el
contraataque. Cuatro, cinco, seis, hasta siete veces se encontraron allí duran-
te el mes de junio. Winston había dejado de beber ginebra a todas horas. Le
parecía que ya no lo necesitaba. Había engordado. Sus varices ya no le moles-
taban; en realidad casi habían desaparecido y por las mañanas ya no tosía al
despertarse. La vida había dejado de serle intolerable, no sentía la necesidad
de hacerle muecas a la telepantalla ni el sufrimiento de no poder gritar pala-
brotas cada vez que oía un discurso. Ahora que casi tenían un hogar, no les
parecía mortificante reunirse tan pocas veces y sólo un par de horas cada vez.
Lo importante es que existiese aquella habitación; saber que estaba allí era
casi lo mismo que hallarse en ella. Aquel dormitorio era un mundo completo,
una bolsa del pasado donde animales de especies extinguidas podían circu-
lar. También el señor Charrington, pensó Winston, pertenecía a una especie
extinguida. Solía hablar con él un rato antes de subir. El viejo salía poco, por
lo visto, y apenas tenía clientes. Llevaba una existencia fantasmal entre la
minúscula tienda y la cocina, todavía más pequeña, donde él mismo se guisa-
ba y donde tenía, entre otras cosas raras, un gramófono increíblemente viejo
con una enorme bocina. Parecía alegrarse de poder charlar. Entre sus inútiles
mercancías, con su larga nariz y gruesos lentes, encorvado bajo su chaque-
ta de terciopelo, tenía más aire de coleccionista que de mercader. De vez en
cuando, con un entusiasmo muy moderado, cogía alguno de los objetos que
tenía a la venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería comprar, sino
enseñándoselo sólo para que lo admirase. Hablar con él era como escuchar
el tintineo de una desvencijada cajita de música. Algunas veces, se sacaba
130
de los desvanes de su memoria algunos polvorientos retazos de canciones
olvidadas. Había una sobre veinticuatro pájaros negros y otra sobre una va-
ca con un cuerno torcido y otra que relataba la muerte del pobre gallo Robín.
«He pensado que podría gustarle a usted», decía con una risita tímida cuando
repetía algunos versos sueltos de aquellas canciones. Pero nunca recordaba
ninguna canción completa.
Julia y Winston sabían perfectamente —en verdad, ni un solo momento
dejaban de tenerlo presente— que aquello no podía durar. A veces la sensa-
ción de que la muerte se cernía sobre ellos les resultaba tan sólida como el
lecho donde estaban echados y se abrazaban con una desesperada sensuali-
dad, como un alma condenada aferrándose a su último rato de placer cuando
faltan cinco minutos para que suene el reloj. Pero también había veces en que
no sólo se sentían seguros, sino que tenían una sensación de permanencia.
Creían entonces que nada podría ocurrirles mientras estuvieran en su habita-
ción. Llegar hasta allí era difícil y peligroso, pero el refugio era invulnerable.
Igualmente, Winston, mirando el corazón del pisapapeles, había sentido co-
mo si fuera posible penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez dentro
el tiempo se podría detener. Con frecuencia se entregaban ambos a ensueños
de fuga. Se imaginaban que tendrían una suerte magnífica por tiempo indefi-
nido y que podrían continuar llevando aquella vida clandestina durante toda
su vida natural. O bien Katharine moriría, lo cual les permitiría a Winston
y Julia, mediante sutiles maniobras, llegar a casarse. O se suicidarían jun-
tos. O desaparecerían, disfrazándose de tal modo que nadie los reconocería,
aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo en una fábrica
y viviendo siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como aquélla. Los
dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había escapatoria. E
incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo a
efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando un presente sin futuro,
era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones ejecutan el movimiento
respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.
Además, a veces hablaban de rebelarse contra el Partido de un modo ac-
tivo, pero no tenían idea de cómo dar el primer paso. Incluso si la fabulosa
Hermandad existía, quedaba la dificultad de entrar en ella. Winston le contó
a Julia la extraña intimidad que había, o parecía haber, entre él y O’Brien,
y del impulso que sentía a veces de salirle al encuentro a O’Brien y decirle
que era enemigo del Partido y pedirle ayuda. Era muy curioso que a Julia no
131
le pareciera una locura semejante proyecto. Estaba acostumbrada a juzgar a
las gentes por su cara y le parecía natural que Winston confiase en O’Brien
basándose solamente en un destello de sus ojos. Además, Julia daba por cier-
to que todos, o casi todos, odiaban secretamente al Partido e infringirían sus
normas si creían poderlo hacer con impunidad. Pero se negaba a admitir que
existiera ni pudiera existir jamás una oposición amplia y organizada. Los
cuentos sobre Goldstein y su ejército subterráneo, decía, eran sólo un mon-
tón de estupideces que el Partido se había inventado para sus propios fines
y en los que todos fingían creer. Innumerables veces, en manifestaciones es-
pontáneas y asambleas del Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas
pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres nunca había oído y en cu-
yos supuestos crímenes no creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los
procesos públicos, Julia acudía entre las jóvenes de la Liga juvenil que rodea-
ban el edificio de los tribunales noche y día y gritaba con ellas: «¡Muerte a
los traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio siempre insultaba a Golds-
tein con más energía que los demás. Sin embargo, no tenía la menor idea de
quién era Goldstein ni de las doctrinas que pudiera representar. Había creci-
do dentro de la Revolución y era demasiado joven para recordar las batallas
ideológicas de los años cincuenta y sesenta y tantos. No podía imaginar un
movimiento político independiente; y en todo caso el Partido era invencible.
Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo más mínimo. Lo más que po-
día hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos, por actos, aislados
de violencia como matar a alguien o poner una bomba en cualquier sitio.
En cierto modo, Julia era menos susceptible que Winston a la propaganda
del Partido. Una vez se refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó asom-
brado cuando ella, sin concederle importancia a la cosa, dio por cierto que no
había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas cohete que caían diaria-
mente sobre Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía sólo
para que la gente estuviera siempre asustada. A Winston nunca se le había
ocurrido esto. También despertó en él Julia una especie de envidia al confe-
sarle que durante los dos Minutos de Odio lo peor para ella era contenerse
y no romper a reír a carcajadas. Pero Julia nunca discutía las enseñanzas del
Partido a no ser que afectaran a su propia vida. Estaba dispuesta a aceptar la
mitología oficial, porque no le parecía importante la diferencia entre verdad
y falsedad. Creía por ejemplo —Porque lo había aprendido en la escuela—
que el Partido había inventado los aeroplanos. (En cuanto a Winston, recor-
132
daba que en su época escolar, en los años cincuenta y tantos, el Partido no
pretendía haber inventado, en el campo de la aviación, más que el autogiro;
una docena de años después, cuando Julia iba a la escuela, se trataba ya del
aeroplano en general; al cabo de otra generación, asegurarían haber descu-
bierto la máquina de vapor.) Y cuando Winston le dijo que los aeroplanos
existían ya antes de nacer él y mucho antes de la Revolución, esto le pareció
a la joven carecer de todo interés. ¿Qué importaba, después de todo, quién
hubiese inventado los aeroplanos? Mucho más le llamó la atención a Wins-
ton que Julia no recordaba que Oceanía había estado en guerra, hacía cuatro
años, con Asia Oriental y en paz con Eurasia. Desde luego, para ella la gue-
rra era una filfa, pero por lo visto no se había dado cuenta de que el nombre
del enemigo había cambiado. «Yo creía que siempre habíamos estado en gue-
rra con Eurasia», dijo en tono vago. Esto le impresionó mucho a Winston.
El invento de los aeroplanos era muy anterior a cuando ella nació, pero el
cambiazo en la guerra sólo había sucedido cuatro años antes, cuando ya Ju-
lia era una muchacha mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto durante
un cuarto de hora. Al final, logró hacerle recordar confusamente que hubo
una época en que el enemigo había sido Asia Oriental y no Eurasia. Pero ella
seguía sin comprender que esto tuviera importancia. «¿Qué más da?», dijo
con impaciencia. «Siempre ha sido una puñetera guerra tras otra y de sobras
sabemos que las noticias de guerra son todas una pura mentira».
A veces le hablaba Winston del Departamento de Registro y de las desca-
radas falsificaciones que él perpetraba allí por encargo del Partido. Todo esto
no la escandalizaba. Él le contó la historia de Jones, Aaronson y Rutherford,
así como el trascendental papelito que había tenido en su mano casualmen-
te. Nada de esto la impresionaba. Incluso le costaba trabajo comprender el
sentido de lo que Winston decía.
—¿Es que eran amigos tuyos? —le preguntó.
—No, no los conocía personalmente. Eran miembros del Partido Interior.
Además, eran mucho mayores que yo. Conocieron la época anterior a la Re-
volución. Yo sólo los conocía de vista.
—Entonces ¿por qué te preocupas? Todos los días matan gente; es lo co-
rriente.
Intentó hacerse comprender:
—Ése era un caso excepcional. No se trataba sólo de que mataran a alguien.
¿No te das cuenta de que el pasado, incluso el de ayer mismo, ha sido supri-
133
mido? Si sobrevive, es únicamente en unos cuantos objetos sólidos, y sin
etiquetas que los distingan, como este pedazo de cristal. Y ya apenas cono-
cemos nada de la Revolución y mucho menos de los años anteriores a ella.
Todos los documentos han sido destruidos o falsificados, todos los libros han
sido otra vez escritos, los cuadros vueltos a pintar, las estatuas, las calles y
los edificios tienen nuevos nombres y todas las fechas han sido alteradas. Ese
proceso continúa día tras día y minuto tras minuto. La Historia se ha parado
en seco. No existe más que un interminable presente en el cual el Partido
lleva siempre razón. Naturalmente, yo sé que el pasado está falsificado, pero
nunca podría probarlo aunque se trate de falsificaciones realizadas por mí.
Una vez que he cometido el hecho, no quedan pruebas. La única evidencia se
halla en mi propia mente y no puedo asegurar con certeza que exista otro ser
humano con la misma convicción que yo. Solamente en ese ejemplo que te he
citado llegué a tener en mis manos una prueba irrefutable de la falsificación
del pasado después de haber ocurrido; años después.
Y total, ¿qué interés puede tener eso? ¿De qué te sirve saberlo?
—De nada, porque inmediatamente destruí la prueba. Pero si hoy volviera
a tener una ocasión semejante guardaría el papel.
—¡Pues yo no! —dijo Julia—. Estoy dispuesta a arriesgarme, pero sólo por
algo que merezca la pena, no por unos trozos de papel viejo. ¿Qué habrías
hecho con esa fotografía si la hubieras guardado?
—Quizás nada de particular. Pero al fin y al cabo, se trataba de una prueba
y habría sembrado algunas dudas aquí y allá, suponiendo que me hubiese
atrevido a enseñársela a alguien. No creo que podamos cambiar el curso de
los acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se creen algunos
centros de resistencia, grupos de descontentos que vayan aumentando e in-
cluso dejando testimonios tras ellos de modo que la generación siguiente
pueda recoger la antorcha y continuar nuestra obra.
No me interesa la próxima generación, cariño. Me interesa nosotros.
No eres una rebelde más que de cintura para abajo —dijo él.
Ella encontró esto muy divertido y le echó los brazos al cuello, complacida.
Julia no se interesaba en absoluto por las ramificaciones de la doctrina del
partido. Cuando Winston hablaba de los principios de Ingsoc, el doblepen-
sar, la mutabilidad del pasado y la degeneración de la realidad objetiva y se
ponía a emplear palabras de neolengua, la joven se aburría espantosamente,
además de hacerse un lío, y se disculpaba diciendo que nunca se había fijado
134
en esas cosas. Si se sabía que todo ello era un absoluto camelo, ¿para qué
preocuparse? Lo único que a ella le interesaba era saber cuándo tenía que vi-
torear y cuándo le correspondía abuchear. Si Winston persistía en hablar de
tales temas, Julia se quedaba dormida del modo más desconcertante. Era una
de esas personas que pueden dormirse en cualquier momento y en las postu-
ras más increíbles. Hablándole, comprendía Winston qué fácil era presentar
toda la apariencia de la ortodoxia sin tener idea de qué significaba realmente
lo ortodoxo. En cierto modo la visión del mundo inventada por el Partido se
imponía con excelente éxito a la gente incapaz de comprenderla. Hacía acep-
tar las violaciones más flagrantes de la realidad porque nadie comprendía del
todo la enormidad de lo que se les exigía ni se interesaba lo suficiente por
los acontecimientos públicos para darse cuenta de lo que ocurría. Por falta
de comprensión, todos eran políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo
tragaban todo y lo que se tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba
residuos lo mismo que un grano de trigo puede pasar, sin ser digerido y sin
hacerle daño, por el cuerpecito de un pájaro.
135
Capítulo VI
Por fin, había ocurrido. Había llegado el esperado mensaje. Le parecía a
Winston que toda su vida había estado esperando que esto sucediera.
Iba por el largo pasillo del Ministerio y casi había llegado al sitio donde
Julia le deslizó aquel día en la mano su declaración. La persona, quien quiera
que fuese, tosió ligera mente sin duda como preludio para hablar. Winston
se detuvo en seco y volvió la cara. Era O’Brien.
Por fin, se hallaban cara a cara y el único impulso que sentía Winston era
emprender la huida. El corazón le latía a toda velocidad.
No habría podido hablar en ese momento. Sin embargo, O’Brien, ponién-
dole amistosamente una mano en el hombro, siguió andando junto a él. Em-
pezó a hablar con su característica cortesía, seria y suave, que le diferenciaba
de la mayor parte de los miembros del Partido Interior.
—He estado esperando una oportunidad de hablar contigo —le dijo—, estu-
ve leyendo uno de tus artículos en neolengua publicados en el Times. Tengo
entendido que te interesa, desde un punto de vista erudito, la neolengua.
Winston había recobrado ánimos, aunque sólo en parte. No muy erudito
—dijo—. Soy sólo un aficionado. No es mi especialidad. Nunca he tenido que
ocuparme de la estructura interna del idioma.
—Pero lo escribes con mucha elegancia —dijo O’Brien—. Y ésta no es só-
lo una opinión mía. Estuve hablando recientemente con un amigo tuyo que
es un especia lista en cuestiones idiomáticas. He olvidado su nombre aho-
ra mismo; que lo tenía en la punta de la lengua. Winston sintió un escalo-
frío. O’Brien no podía referirse más que a Syme. Pero Syme no sólo estaba
muerto, sino que había sido abolido. Era una nopersona. Cualquier referen-
cia identificable a aquel vaporizado habría resultado mortalmente peligrosa.
De manera que la alusión que acababa de hacer O’Brien debía de significar
una señal secreta. Al compartir con él este pequeño acto de crimental, se ha-
bían convertido los dos en cómplices. Continuaron recorriendo lentamente
el corredor hasta que O’Brien se detuvo. Con la tranquilizadora amabilidad
136
que él infundía siempre a sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre la nariz y
prosiguió:
—Lo que quise decir fue que noté en tu artículo que habías empleado dos
palabras ya anticuadas. En realidad, hace muy poco tiempo que se han que-
dado anticuadas. ¿Has visto la décima edición del Diccionario de Neolengua?
—No —dijo Winston—. No creía que estuviese ya publicado. Nosotros se-
guimos usando la novena edición en el Departamento de Registro.
Bueno, la décima edición tardará varios meses en aparecer, pero ya han
circulado algunos ejemplares en pruebas. Yo tengo uno. Quizás te interese
verlo, ¿no?
—Muchísimo —dijo Winston, comprendiendo inmediatamente la inten-
ción del otro.
—Algunas de las modificaciones introducidas son muy ingeniosas. Creo
que te sorprenderá la reducción del número de verbos. Vamos a ver. ¿Será
mejor que te mande un mensajero con el diccionario? Pero temo no acordar-
me; siempre me pasa igual. Quizás puedas recogerlo en mi piso a una hora
que te convenga. Espera. Voy a darte mi dirección.
Se hallaban frente a una telepantalla. Como distraído, O’Brien se buscó ma-
quinalmente en los bolsillos y por fin sacó una pequeña agenda forrada en
cuero y un lápiz tinta morado. Colocándose respecto a la telepantalla de ma-
nera que el observador pudiera leer bien lo que escribía, apuntó la dirección.
Arrancó la hoja y se la dio a Winston.
—Suelo estar en casa por las tardes —dijo—. Si no, mi criado te dará el
diccionario.
Ya se había marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez
no había necesidad de ocultar nada. Sin embargo, grabó en la memoria las
palabras escritas, y horas después tiró el papel en el «agujero de la memoria»
junto con otros.
No habían hablado más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podía
tener un significado. Era una manera de que Winston pudiera saber la direc-
ción de O’Brien. Aquel recurso era necesario porque a no ser directamente,
nadie podía saber dónde vivía otra persona. No había guías de direcciones.
«Si quieres verme, ya sabes dónde estoy», era en resumen lo que O’Brien le
había estado diciendo. Quizás se encontrara en el diccionario algún mensaje.
De todos modos lo cierto era que la conspiración con que él soñaba existía
efectivamente y que había entrado ya en contacto con ella.
137
Winston sabía que más pronto o más tarde obedecería la indicación de
O’Brien. Quizás al día siguiente, quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba
seguro. Lo que sucedía era sólo la puesta en marcha de un proceso que ha-
bía empezado a incubarse varios años antes. El primer paso consistió en un
pensamiento involuntario y secreto; el segundo fue el acto de abrir el Dia-
rio. Aquello había pasado de los pensamientos a las palabras, y ahora, de las
palabras a la acción. El último paso tendría lugar en el Ministerio del Amor.
Pero Winston ya lo había aceptado. El final de aquel asunto estaba implícito
en su comienzo. De todos modos, asustaba un poco; o, con más exactitud,
era un pregusto de la muerte, como estar ya menos vivo. Incluso mientras
hablaba O’Brien y penetraba en él el sentido de sus palabras, le había reco-
rrido un escalofrío. Fue como si avanzara hacia la humedad de una tumba y
la impresión no disminuía por el hecho de que él hubiera sabido siempre que
la tumba estaba allí esperándole.
138
Capítulo VII
Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia: «He soñado que…»,
y se detuvo porque no podía explicarlo. Era excesivamente complicado. No
sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados con él que
habían surgido en su mente segundos después de despertarse. Siguió tendi-
do, con los ojos cerrados y envuelto aún en la atmósfera del sueño. Era un
amplio y luminoso ensueño en el que su vida entera parecía extenderse ante
él como un paisaje en una tarde de verano después de la lluvia. Todo había
ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la superficie de éste era la
cúpula del cielo y dentro de la cúpula todo estaba inundado por una luz clara
y suave gracias a la cual podían verse interminables distancias. El ensueño
había partido de un gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a ha-
cer, treinta años más tarde, por la mujer judía del noticiario cinematográfico
cuando trataba de proteger a su niño de las balas antes de que los autogiros
los destrozaran a ambos.
—¿Sabes? —dijo Winston—; hasta ahora mismo he creído que había asesi-
nado a mi madre.
—¿Por qué la asesinaste? —le preguntó Julia medio dormida.
—No, no la asesiné. Físicamente, no.
En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos ins-
tantes después de despertar, le había vuelto el racimo de pequeños acon-
tecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado reprimiendo
deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba seguro de
la fecha, pero debió de ser hacía menos de diez años o, a lo mas, doce.
Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiem-
po antes, pero sí las revueltas circunstancias de aquella época, el pánico pe-
riódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse en
las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que apa-
recían por las esquinas en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con
camisas del mismo color, las enormes colas en las panaderías, el intermiten-
139
te crepitar de las ametralladoras a lo lejos… y, sobre todo, el hecho de que
nunca había bastante comida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros
chicos rebuscando en las latas de la basura y en los montones de desperdi-
cios, encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de patata e incluso,
con mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que los niños sa-
caban cuidadosamente de entre la ceniza; y también, la paciente espera de
los camiones que llevaban pienso para el ganado y que a veces dejaban caer,
al saltar en un bache, bellotas o avena.
Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni dema-
siado apenada, pero se operó en ella un súbito cambio. Parecía haber perdido
por completo los ánimos. Era evidente —incluso para un niño como Winston
que la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que ocurriría.
Hacía todo lo necesario —guisaba, lavaba la ropa y la remendaba, arregla-
ba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo—, todo ello muy despacio y
evitándose todos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una
tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmó-
vil en la cama, con su niñita en los brazos, una criatura muy silenciosa de dos
o tres años con un rostro tal delgado que parecía simiesco. De vez en cuan-
do, la madre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir
nada. A pesar de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que
todo esto se relacionaba con lo que había de ocurrir: aquel acontecimiento
implícito en todo y del que nadie hablaba.
Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre ce-
rrada casi totalmente ocupada por la cama. Había un hornillo de gas y un
estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario de su ma-
dre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo
recordaba su continua hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas
de comer. Winston le preguntaba a su madre, con reproche una y otra vez,
por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su
afán de lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón, de-
bía tener la ración mayor. Pero por mucho que la pobre mujer le diera, él
pedía invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no
fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba
alimentarse; pero era inútil. Winston cogía pedazos de comida del plato de
su hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que con su conduc-
ta condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podía evitarlo.
140
Incluso creía tener derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía justifi-
carlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho cuidado, se apoderaba de
la escasa cantidad de alimento guardado en la alacena.
Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho tiempo —meses
enteros— que no daban chocolate. Winston recordaba con toda claridad
aquel cuadrito oscuro y preciadísimo. Era una tableta de dos onzas (por en-
tonces se hablaba todavía de onzas) que les correspondía para los tres. Parecía
lógico que la tableta fuera dividida en tres partes iguales. De pronto —en el
ensueño—, como si estuviera escuchando a otra persona, Winston se oyó gri-
tar exigiendo que le dieran todo el chocolate. Su madre le dijo que no fuese
ansioso. Discutieron mucho; hubo llantos, lloros, reprimendas, regateos… su
hermanita agarrándose a la madre con las dos manos —exactamente como
una monita— miraba a Winston con ojos muy abiertos y llenos de tristeza.
Al final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de la tableta y a la
hermanita la otra cuarta parte. La pequeña la cogió y se puso a mirarla con
indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston se la quedó mirando un
momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a la nena el trocito
de chocolate y salió huyendo.
—¡Winston! ¡Winston! —le gritó su madre—. Ven aquí, devuélvele a tu her-
mana el chocolate.
El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba preo-
cupadísima. Incluso en ese momento, pensaba en aquello, en lo que había
de suceder de un momento a otro y que Winston ignoraba. La hermanita,
consciente de que le habían robado algo, rompió a llorar. Su madre la abra-
zó con fuerza. Algo había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston
que su hermana se moría. Salió corriendo escaleras abajo con el chocolate
derritiéndosele entre los dedos.
Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el chocolate, se sintió
algo avergonzado y corrió por las calles mucho tiempo hasta que el hambre
le hizo volver. Pero su madre ya no estaba allí. En aquella época, estas des-
apariciones eran normales. Todo seguía igual en la habitación. Sólo faltaban
la madre y la hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni siquiera
ahora estaba seguro Winston de que su madre hubiera muerto. Era muy po-
sible que la hubieran mandado a un campo de trabajos forzados. En cuanto
a su hermana, quizás se la hubieran llevado —como hicieron con el mismo
Winston— a una de las colonias de niños huérfanos (les llamaban Centros
141
de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la guerra civil; o
quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos forzados o
sencillamente la habrían dejado morir en cualquier rincón.
El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la
madre, que parecía contener un profundo significado. Entonces recordó otro
ensueño que había tenido dos meses antes, cuando se le había aparecido hun-
diéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a través del
agua que se oscurecía por momentos.
Le contó á Julia la historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los
ojos, la joven dio una vuelta en la cama y se colocó en una posición más
cómoda.
—Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo —dijo indiferente—.
Todos los niños son unos cerdos. —Sí, pero el sentido de esa historia…
Winston comprendió, por la respiración de Julia, que estaba a punto de
volverse a dormir. Le habría gustado seguirle contando cosas de su madre.
No suponía, basándose en lo que podía recordar de ella, que hubiera sido una
mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin embargo, estaba seguro de
que su madre poseía una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de
regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella eran realmente suyos
y no los que el Estado le mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar que
una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas, careciera por ello de sentido.
Cuando se amaba a alguien, se le amaba por él mismo, y si no había nada más
que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él se había apoderado de to-
do el chocolate, su madre abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto
no cambiaba nada, no servía para producir más chocolate, no podía evitar la
muerte de la niña ni la de ella, pero a la madre le parecía natural realizarlo.
La mujer refugiada en aquel barco (en el noticiario) también había protegido
al niño con sus brazos, con lo cual podía salvarlo de las balas con la misma
eficacia que si lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido
había persuadido a la gente de que los simples impulsos y sentimientos de
nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del Partido, nada importaba
lo que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hiciera o se dejara de ha-
cer. Cuanto le sucedía a uno se desvanecía y ni usted ni sus acciones volvían
a figurar para nada. Le apartaban a usted, con toda limpieza, del curso de
la historia. Sin embargo, hacía sólo dos generaciones, se dejaban gobernar
por sentimientos privados que nadie ponía en duda. Lo que importaba eran
142
las relaciones humanas, y un gesto completamente inútil, un abrazo, una lá-
grima, una palabra cariñosa dirigida a un moribundo, poseían un valor en
sí. De pronto pensó Winston que los proles seguían con sus sentimientos y
emociones. No eran leales a un Partido, a un país ni a un ideal, sino que se
guardaban mutua lealtad unos a otros. Por primera vez en su vida, Winston
no despreció a los proles ni los creyó sólo una fuerza inerte. Algún día muy
remoto recobrarían sus fuerzas y se lanzarían a la regeneración del mundo.
Los proles continuaban siendo humanos. No se habían endurecido por den-
tro. Se habían atenido a las emociones primitivas que él, Winston, tenía que
aprender de nuevo por un esfuerzo consciente. Y al pensar esto, recordó que
unas semanas antes había visto sobre el pavimento una mano arrancada en
un bombardeo y que la había apartado con el pie tirándola a la alcantarilla
como si fuera un inservible troncho de lechuga.
—Los proles son seres humanos dijo en voz alta— Nosotros, en cambio, no
somos humanos.
¿Por qué? dijo Julia, que había vuelto a despertarse. Winston reflexionó
un momento.
—¿No se te ha ocurrido pensar dijo— que lo mejor que haríamos sería
marcharnos de aquí antes de que sea demasiado tarde y no volver a vernos
jamás?
—Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a
hacerlo.
—Hemos tenido suerte dijo Winston—; pero esto no puede durar mucho
tiempo. Somos jóvenes. Tú pareces normal e inocente. Si te alejas de la gente
como yo, puedes vivir todavía cincuenta años más.
—No. Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no te
desanimes tanto. Yo sé arreglármelas para seguir viviendo.
—Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año… no se sabe. Pero
al final es seguro que tendremos que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos
que nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no habrá nada, lo que se
dice nada, que podamos hacer el uno por el otro. Si confieso, te fusilarán, y
si me niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer
o decir, o dejar de decir y hacer, serviría para aplazar tu muerte ni cinco
minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha muerto.
Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que no nos traicionemos,
aunque por ello no iban a variar las cosas.
143
—Si quieren que confesemos —replicó Julia— lo haremos. Todos confiesan
siempre. Es imposible evitarlo. Te torturan.
—No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo
que digas o hagas, sino los sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de
amar… esa sería la verdadera traición.
Julia reflexionó sobre ello.
—A eso no pueden obligarte —dijo al cabo de un rato—. Es lo único que no
pueden hacer. Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera
de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.
—Eso es verdad —dijo Winston con un poco más de esperanza—. No pue-
den penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir
siendo humanos, aun que esto no tenga ningún resultado positivo, los habre-
mos derrotado.
Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni de-
jaba de oír. Podían espiarle a uno día y noche, pero no perdiendo la cabeza
era posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían logrado encontrar
el procedimiento de saber lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera
menos cierto cuando le tenían a uno en sus manos. No se sabía lo que pasaba
dentro del Ministerio del Amor, pero era fácil figurárselo: torturas, drogas,
delicados instrumentos que registraban las reacciones nerviosas, agotamien-
to progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios impla-
cables y persistentes. Los hechos no podían ser ocultados, se los exprimían
a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios. Pero si la
finalidad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido huma-
nos hasta el final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían
cambiarlos; es más, ni uno mismo podría suprimirlos.. Sin duda, podrían sa-
ber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho o
pensado; pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso
para su dueño, se mantendría siempre inexpugnable.
144
Capítulo VIII
Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.
La habitación donde estaban era alargada y de suave iluminación. La te-
lepantalla había sido amortiguada hasta producir sólo un leve murmullo. La
riqueza de la alfombra azul oscuro daba la impresión de andar sobre el tercio-
pelo. En un extremo de la habitación estaba sentado O’Brien ante una mesa,
bajo una lámpara de pantalla verde, con un montón de papeles a cada lado.
No se molestó en levantar la cabeza cuando el criado hizo pasar a Julia y
Winston.
El corazón de Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo ha-
bían hecho; por fin lo habían hecho… Esto era lo único que Winston podía
pensar. Había sido un acto de inmensa audacia entrar en este despacho, y
una locura inconcebible venir juntos; aunque realmente habían llegado por
caminos diferentes y sólo se reunieron a la puerta de O’Brien. Pero sólo el
hecho de traspasar aquel umbral requería un gran esfuerzo nervioso. En muy
raras ocasiones se podía penetrar en las residencias del Partido Interior, ni
siquiera en el barrio donde tenían sus domicilios. La atmósfera del inmenso
bloque de casas, la riqueza de amplitud de todo lo que allí había, los olores
—tan poco familiares— a buena comida y a excelente tabaco, los ascensores
silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con chaqueta blanca apre-
surándose de un lado a otro… todo ello era intimidante. Aunque tenía un
buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso por miedo a que surgiera de
algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus documentos y
le mandara salir. Sin embargo, el criado de O’Brien los había hecho entrar a
los dos sin demora. Era un hombre sencillo, de pelo negro y chaqueta blanca
con un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que los había con-
ducido, estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel crema
de absoluta limpieza. Winston no recordaba haber visto ningún pasillo cuyas
paredes no estuvieran manchadas por el contacto de cuerpos humanos.
145
O’Brien tenía un pedazo de papel entre los dedos y parecía estarlo estu-
diando atentamente. Su pesado rostro inclinado tenía un aspecto formidable
e inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte segundos inmóvil. Luego se acer-
có el hablescribe y dictó un mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.
«Reí 1 coma 5 coma 7 aprobado excelente. Sugerencia contenida
doc G doblemás ridículo rozando crimental destruir. No convie-
ne construir antes conseguir completa información maquinaria
puntofinal mensaje».
Se levantó de la silla y se acercó a ellos cruzando parte de la silenciosa
alfombra. Algo del ambiente oficial parecía haberse desprendido de él al ter-
minar con las palabras de neolengua, pero su expresión era más severa que de
costumbre, como si no le agradara ser interrumpido. El terror que ya sentía
Winston se vio aumentado por el azoramiento corriente que se experimenta
al serle molesto a alguien. Creía haber cometido una estúpida equivocación.
Pues ¿qué prueba tenía él de que O’Brien fuera un conspirador político? Sólo
un destello de sus ojos y una observación equívoca. Aparte de eso, todo eran
figuraciones suyas fundadas en un ensueño. Ni siquiera podía fingir que ha-
bían venido solamente a recoger el diccionario porque en tal caso no podría
explicar la presencia de Julia. Al pasar O’Brien frente a la telepantalla, pare-
ció acordarse de algo. Se detuvo, volvióse y giró una llave que había en la
pared. Se oyó un chasquido. La voz se había callado de golpe.
Julia lanzó una pequeña exclamación, un apagado grito de sorpresa. En
medio de su pánico, a Winston le causó aquello una impresión tan fuerte
que no pudo evitar estas palabras:
—¿Puedes cerrarlo?
—Sí —dijo O’Brien—; podemos cerrarlos. Tenemos ese privilegio.
Estaba sentado frente a ellos. Su maciza figura los dominaba y la expresión
de su cara continuaba indescifrable. Esperaba a que Winston hablase; pero
¿sobre qué? Incluso ahora podía concebirse perfectamente que no fuese más
que un hombre ocupado preguntándose con irritación por qué lo habían inte-
rrumpido. Nadie hablaba. Después de cerrar la telepantalla, la habitación pa-
recía mortalmente silenciosa. Los segundos transcurrían enormes. Winston
dificultosamente conseguía mantener su mirada fija en los ojos de O’Brien.
Luego, de pronto, el sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa.
Con su gesto característico, O’Brien se aseguró las gafas sobre la nariz.
146
—¿Lo digo yo o lo dices tú? preguntó O’Brien.
—Lo diré yo —respondió Winston al instante—. ¿Está eso completamente
cerrado?
—Sí; no funciona ningún aparato en esta habitación. Estamos solos.
—Pues vinimos aquí porque…
Se interrumpió dándose cuenta por primera vez de la vaguedad de sus
propósitos. No sabía exactamente qué clase de ayuda esperaba de O’Brien.
Prosiguió, consciente de que sus palabras sonaban vacilantes y presuntuosas:
—Creemos que existe un movimiento clandestino, una especie de organiza-
ción secreta que actúa contra el Partido y que tú estás metido en esto. Quere-
mos formar parte de esta organización y trabajar en lo que podamos. Somos
enemigos del Partido. No creemos en los principios de Ingsoc. Somos crimi-
nales del pensamiento. Además, somos adúlteros. Te digo todo esto porque
deseamos ponernos a tu merced. Si quieres que nos acusemos de cualquier
otra cosa, estamos dispuestos a hacerlo.
Winston dejó de hablar al darse cuenta de que la puerta se había abierto.
Miró por encima de su hombro. Era el criado de cara amarillenta, que había
entrado sin llamar. Traía una bandeja con una botella y vasos.
—Martín es uno de los nuestros —dijo O’Brien impasible—. Pon aquí las be-
bidas, Martín. Sí, en la mesa redonda. ¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos
para hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín. Ahora puedes dejar
de ser criado durante diez minutos.
El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin abandonar el aire servil. Pa-
recía un lacayo al que le han concedido el privilegio de sentarse con sus amos.
Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba que aquel hombre se
pasara la vida representando un papel y que le pareciera peligroso prescindir
de su fingida personalidad aunque fuera por unos momentos. O’Brien tomó
la botella por el cuello y llenó los vasos de un líquido rojo oscuro. A Winston
le recordó algo que desde hacía muchos años no bebía, un anuncio luminoso
que representaba una botella que se movía sola y llenaba un vaso inconta-
bles veces. Visto desde arriba, el líquido parecía casi negro, pero la botella, de
buen cristal, tenía un color rubí. Su sabor era agridulce. Vio que Julia cogía
su vaso y lo olía con gran curiosidad.
—Se llama vino —dijo O’Brien con una débil sonrisa—. Seguramente, uste-
des lo habrán oído citaren los libros. Creo que a los miembros del Partido Ex-
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terior no les llega. —Su cara volvió a ensombrecerse y levantó el vaso—: Creo
que debemos empezar brindando por nuestro jefe: por Emmanuel Goldstein.
Winston cogió su vaso titubeando. Había leído referencias del vino y ha-
bía soñado con él. Como el pisapapeles de cristal o las canciones del señor
Charrington, pertenecía al romántico y desaparecido pasado, la época en que
él se recreaba en sus secretas meditaciones. No sabía por qué, siempre había
creído que el vino tenía un sabor intensamente dulce, como de mermelada
y un efecto intoxicante inmediato. Pero al beberlo ahora por primera vez,
le decepcionó. La verdad era que después de tantos años de beber ginebra
aquello le parecía insípido. Volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.
—Entonces, ¿existe de verdad ese Goldstein? preguntó.
—Sí, esa persona no es ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.
—Y la conspiración…, la organización, ¿es auténtica? ¿no es sólo un inven-
to de la Policía del Pensamiento?
—No, es una realidad. La llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la
Hermandad, sino que existe y que uno pertenece a ella. En seguida volve-
ré a hablarte de eso. —Miró el reloj de pulsera—. Ni siquiera los miembros
del Partido Interior deben mantener cerrada la telepantalla más de media
hora. No debíais haber venido aquí juntos; tendréis que marcharos por sepa-
rado. Tú, camarada —le dijo a Julia—, te marcharás primero. Disponemos de
unos veinte minutos. Comprenderéis que debo empezar por haceros algunas
preguntas. En términos generales, ¿qué estáis dispuestos a hacer?
—Todo aquello de que seamos capaces —dijo Winston.
O’Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que casi
le volvía la espalda a Julia, dando por cierto que Winston podía hablar a la
vez por sí y por ella. Empezó pestañeando un momento y luego inició sus
preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se tratara de una rutina, una
especie de catecismo, la mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.
—¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?
—Sí.
—¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?
—Sí.
—¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares
de personas inocentes?
—Sí.
—¿A vender a vuestro país a las potencias extranjeras?
148
—Sí.
—¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a co-
rromper a los niños, a distribuir drogas, a fomentar la prostitución, a extender
enfermedades venéreas… a hacer todo lo que pueda causar desmoralización
y debilitar el poder del Partido?
—Sí.
—Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar ácido
sulfúrico a la cara de un niño, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?
—Sí.
—¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a —vivir el resto de vues-
tras vidas como camareros, cargadores de puerto, etc?
—Sí.
—¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en
que lo ordenásemos?
—Sí.
—¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?
—No —interrumpió Julia.
A Winston le pareció que había pasado muchísimo tiempo antes de con-
testar. Durante algunos momentos creyó haber perdido el habla. Se le movía
la lengua sin emitir sonidos, formando las primeras sílabas de una palabra y
luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra iba a decir:
—No —dijo por fin.
—Hacéis bien en decírmelo —repuso O’Brien—. Es necesario que lo conoz-
camos todo.
Se volvió hacia Julia y añadió con una voz algo más animada:
—¿Te das cuenta de que, aunque él sobreviviera, sería una persona diferen-
te? Podríamos vernos obligados a darle una nueva identidad. Le cambiaría-
mos la cara, los movimientos, la forma de sus manos, el color del pelo… hasta
la voz, y tú también podrías convertirte en una persona distinta. Nuestros ci-
rujanos transforman a las personas de manera que es imposible reconocerlas.
A veces, es necesario. En ciertos casos, amputamos algún miembro.
Winston no pudo evitar otra mirada de soslayo a la cara mongólica de
Martín. No se le notaban cicatrices. Julia estaba algo más pálida y le resalta-
ban las pecas, pero miró a O’Brien con valentía. Murmuró algo que parecía
conformidad.
—Bueno. Entonces ya está todo arreglado —dijo O’Brien.
149
Sobre la mesa había una caja de plata con cigarrillos. Con aire distraído,
O’Brien la fue acercando a los otros. Tomó él un cigarrillo, se levantó y em-
pezó a pasear por la habitación como si de este modo pudiera pensar mejor.
Eran cigarrillos muy buenos; no se les caía el tabaco y el papel era sedoso.
O’Brien volvió a mirar su reloj de pulsera.
—Vuelve a tu servicio, Martín —dijo—. Volveré a poner en marcha la tele-
pantalla dentro de un cuarto de hora. Fíjate bien en las caras de estos cama-
radas antes de salir. Es posible que los vuelvas a ver. Yo quizá no.
Exactamente como habían hecho al entrar, los ojos oscuros del hombreci-
llo recorrieron rápidos los rostros de Julia y Winston. No había en su actitud
la menor afabilidad. Estaba registrando unas facciones, grabándoselas, pero
no sentía el menor interés por ellos o parecía no sentirlo. Se le ocurrió a
Winston que quizás un rostro transformado no fuera capaz de variar de ex-
presión. Sin hablar ni una palabra ni hacer el menor gesto de despedida, salió
Martín, cerrando silenciosamente la puerta tras él. O’Brien seguía paseando
por la estancia con una mano en el bolsillo de su «mono» negro y en la otra
el cigarrillo.
—Ya comprenderéis —dijo— que tendréis que luchar a oscuras. Siempre a
oscuras. Recibiréis órdenes y las obedeceréis sin saber por qué. Más adelante
os mandaré un libro que os aclarará la verdadera naturaleza de la sociedad
en que vivimos y la estrategia que hemos de emplear para destruirla. Cuando
hayáis leído el libro, seréis plenamente miembros de la Hermandad. Pero en-
tre los fines generales por los que luchamos y las tareas inmediatas de cada
momento habrá un vacío para vosotros sobre el que nada sabréis. Os digo que
la Hermandad existe, pero no puedo deciros si la constituyen un centenar de
miembros o diez millones. Por vosotros mismos no llegaréis a saber nunca si
hay una docena de afiliados. Tendréis sólo tres o cuatro personas en contacto
con vosotros que se renovarán de vez en cuando a medida que vayan desapa-
reciendo. Como yo he sido el primero en entrar en contacto con vosotros,
seguiremos manteniendo la comunicación. Cuando recibáis órdenes, proce-
derán de mí. Si creemos necesario comunicaros algo, lo haremos por medio
de Martín. Cuando, finalmente, os cojan, confesaréis. Esto es inevitable. Pe-
ro tendréis muy poco que confesar aparte de vuestra propia actuación. No
podréis traicionar más que a unas cuantas personas sin importancia. Quizá
ni siquiera os sea posible delatarme. Por entonces, quizá yo haya muerto o
seré ya una persona diferente con una cara distinta.
150
Siguió paseando sobre la suave alfombra. A pesar de su corpulencia, tenía
una notable gracia de movimientos. Gracia que aparecía incluso en el gesto
de meterse la mano en el bolsillo o de manejar el cigarrillo. Más que de fuerza
daba una impresión de confianza y de comprensión irónica. Aunque hablara
en serio, nada tenía de la rigidez del fanático. Cuando hablaba de asesinatos,
suicidio, enfermedades venéreas, miembros amputados o caras cambiadas, lo
hacía en tono de broma. «Esto es inevitable» —parecía decir su voz—; «esto
es lo que hemos de hacer queramos o no. Pero ya no tendremos que hacerlo
cuando la vida vuelva a ser digna de ser vivida». Una oleada de admiración,
casi de adoración, iba de Winston a O’Brien. Casi había olvidado la sombría
figura de Goldstein. Contemplando las vigorosas espaldas de O’Brien y su
rostro enérgicamente tallado, tan feo y a la vez tan civilizado, era imposible
creer en la derrota, en que él fuera vencido. No se concebía una estratagema,
un peligro a que él no pudiera hacer frente. Hasta Julia parecía impresionada.
Había dejado quemarse solo su cigarrillo y escuchaba con intensa atención.
O’Brien prosiguió:
—Habréis oído rumores sobre la existencia de la Hermandad. Supongo que
la habréis imaginado a vuestra manera. Seguramente creeréis que se trata de
un mundo subterráneo de conspiradores que se reúnen en sótanos, que escri-
ben mensajes sobre los muros y se reconocen unos a otros por señales secre-
tas, palabras misteriosas o movimientos especiales de las manos. Nada de eso.
Los miembros de la Hermandad no tienen modo alguno de reconocerse entre
ellos y es imposible que ninguno de los miembros llegue a individualizar sino
a muy contados de sus afiliados. El propio Goldstein, si cayera en manos de
la Policía del Pensamiento, no podría dar una lista completa de los afiliados
ni información alguna que les sirviera para hacer el servicio. En realidad, no
hay tal lista. La Hermandad no puede ser barrida porque no es una organiza-
ción en el sentido corriente de la palabra. Nada mantiene su cohesión a no
ser la idea de que es indestructible. No tendréis nada en que apoyaros apar-
te de esa idea. No encontraréis camaradería ni estímulo. Cuando finalmente
seáis detenidos por la Policía, nadie os ayudará. Nunca ayudamos a nuestros
afiliados. Todo lo más, cuando es absolutamente necesario que alguien calle,
introducimos clandestinamente una hoja de afeitar en la celda del compañe-
ro detenido. Es la única ayuda que a veces prestamos. Debéis acostumbraros
a la idea de vivir sin esperanza. Trabajaréis algún tiempo, os detendrán, con-
fesaréis y luego os matarán. Esos serán los únicos resultados que podréis ver.
151
No hay posibilidad de que se produzca ningún cambio perceptible durante
vuestras vidas. Nosotros somos los muertos. Nuestra única vida verdadera es-
tá en el futuro. Tomaremos parte en él como puñados de polvo y astillas de
hueso. Pero no se sabe si este futuro está más o menos lejos. Quizá tarde mil
años. Por ahora lo único posible es ir extendiendo el área de la cordura poco
a poco. No podemos actuar colectivamente. Sólo podemos difundir nuestro
conocimiento de individuo en individuo, de generación en generación. Ante
la Policía del Pensamiento no hay otro medio.
Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.
—Ya es casi la hora de que te vayas, camarada —le dijo a Julia—. Espera. La
botella está todavía por la mitad.
Llenó los vasos y levantó el suyo.
—¿Por qué brindaremos esta vez? —dijo, sin perder su tono irónico—. ¿Por
el despiste de la Policía del Pensamiento? ¿Por la muerte del Gran Hermano?
¿Por la humanidad? ¿Por el futuro?
—Por el pasado —dijo Winston.
—Sí, el pasado es más importante —concedió O’Brien seriamente.
Vaciaron los vasos y un momento después se levantó Julia para marcharse.
O’Brien cogió una cajita que estaba sobre un pequeño armario y le dio a la
joven una tableta delgada y blanca para que se la colocara en la lengua. Era
muy importante no salir oliendo a vino; los encargados del ascensor eran
muy observadores. En cuanto Julia cerró la puerta, O’Brien pareció olvidarse
de su existencia. Dio unos cuantos pasos más y se paró.
—Hay que arreglar todavía unos cuantos detalles —dijo—. Supongo que
tendrás algún escondite.
Winston le explicó lo ¿le la habitación sobre la tienda del señor Charring-
ton.
—Por ahora, basta con eso. Más tarde te buscaremos otra cosa. Hay que
cambiar de escondite con frecuencia. Mientras tanto, te enviaré una copia
del libro. —Winston observó que hasta O’Brien parecía pronunciar esa pa-
labra en cursiva—. Ya supondrás que me refiero al libro de Goldstein. Te lo
mandaré lo más pronto posible. Quizá tarde algunos días en lograr el ejem-
plar. Comprenderás_ que circulan muy pocos. La Policía del Pensamiento los
descubre y destruye casi con la misma rapidez que los imprimimos nosotros.
Pero da lo mismo. Ese libro es indestructible. Si el último ejemplar desapa-
152
reciera, podríamos reproducirlo de memoria. ¿Sueles llevar una cartera a la
oficina? —añadió.
—Sí. Casi siempre.
—¿Cómo es?
—Negra, muy usada. Con dos correas.
Negra, dos correas, muy usada… Bien. Algún día de éstos, no puedo darte
una fecha exacta, uno de los mensajes que te lleguen en tu trabajo de la
mañana contendrá una errata y tendrás que pedir que te lo repitan. Al día
siguiente irás al trabajo sin la cartera. A cierta hora del día, en la calle, se te
acercará un hombre y te tocará en el brazo, diciéndote: «Creo que se te ha
caído esta cartera». La que te dé contendrá un ejemplar del libro de Goldstein.
Tienes que, devolverlo a los catorce días o antes por el mismo procedimiento.
Estuvieron callados un momento.
—Falta un par de minutos para que tengas que irte —dijo O’Brien—. Qui-
zá volvamos a encontrarnos, aunque es muy poco probable, y entonces nos
veremos en…
Winston lo miró fijamente.
—¿… En el sitio donde no hay oscuridad? —dijo vacilando.
O’Brien asintió con la cabeza, sin dar señales de extrañeza:
—En el sitio donde no hay oscuridad —repitió como si hubiera recogido la
alusión—. Y mientras tanto, ¿hay algo que quieras decirme antes de salir de
aquí? ¿Alguna pregunta?
Winston pensó unos instantes. No creía tener nada más que preguntar.
En vez de cosas relacionadas con O’Brien o la Hermandad, le acudía a la
mente una imagen superpuesta de la oscura habitación donde su madre había
pasado los últimos días y el dormitorio en casa del señor Charrington, el
pisapapeles de cristal y el grabado con su marco de palo rosa. Entonces dijo:
—¿Oíste alguna vez una vieja canción que empieza: Naranjas y limones,
dicen las campanas de San Clemente.
O’Brien, muy serio, continuó la canción:
153
—Sí, lo sé, y ahora creo que es hora de que te vayas. Pero, espera, toma
antes una de estas tabletas.
O’Brien, después de darle la tableta, le estrechó la mano con tanta fuerza
que los huesos de Winston casi crujieron. Winston se volvió al llegar a la
puerta, pero ya O’Brien empezaba a eliminarlo de sus pensamientos. Espera-
ba con la mano puesta en la llave que controlaba la telepantalla. Más allá veía
Winston la mesa despacho con su lámpara de pantalla verde, el hablescribe
y las bandejas de alambre cargadas de papeles. El incidente había termina-
do. Dentro de treinta segundos —pensó Winston— reanudaría O’Brien su
interrumpido e importante trabajo al servicio del Partido.
154
Capítulo IX
Winston se encontraba cansadísimo, tan cansado que le parecía estarse
convirtiendo en gelatina. Pensó que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de la
gelatina, sino su transparencia. Era como si al levantar la mano fuera a ver la
luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil estructura
de nervios, huesos y piel. Todas las sensaciones le parecían ampliadas. Su
«mono» le estaba ancho, el suelo le hacía cosquillas en los pies y hasta el
simple movimiento de abrir y cerrar la mano constituía para él un esfuerzo
que le hacía sonar los huesos.
Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo mismo que todos
los funcionarios del Ministerio. Ahora había terminado todo y nada tenía
que hacer hasta el día siguiente por la mañana. Podía pasar seis horas en
su refugio y otras nueve en su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se dirigió
despacio en dirección a la tienda del señor Charrington, sin perder de vista
las patrullas, pero convencido, irracionalmente, de que aquella tarde no se
cernía sobre él ningún peligro. La pesada cartera que llevaba le golpeaba la
rodilla a cada paso. Dentro llevaba el libro, que tenía ya desde seis días antes
pero que aún no había abierto. Ni siquiera lo había mirado.
En el sexto día de la Semana del Odio, después de los ‘ desfiles, discursos,
gritos, cánticos, banderas, películas, figuras de cera, estruendo de trompetas
y tambores, arrastrar de pies cansados, rechinar de tanques, zumbido de las
escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos…, después de seis días de todo esto,
cuando el gran orgasmo político llegaba a su punto culminante y el odio
general contra Eurasia era ya un delirio tan exacerbado que si la multitud
hubiera podido apoderarse de los dos mil prisioneros de guerra eurasiáticos
que habían sido ahorcados públicamente el último día de los festejos, los
habría despedazado…, en ese momento precisamente se había anunciado que
Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía luchaba ahora contra Asia
Oriental. Eurasia era aliada.
155
Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido ningún engañó.
Sencillamente, se hizo saber del modo más repentino y en todas partes al
mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental. Winston
tomaba parte en una manifestación que se celebraba en una de las plazas
centrales de Londres en el momento del cambiazo. Era de noche y todo esta-
ba cegadoramente iluminado con focos. En la plaza había varios millares de
personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el uniforme de los Espías.
En una plataforma forrada de trapos rojos, un orador del Partido Interior, un
hombre delgaducho y bajito con unos brazos desproporcionadamente largos
y un cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos atravesados
sobre él, arengaba a la multitud. La pequeña figura, retorcida de odio, se aga-
rraba al micrófono con una mano mientras que con la otra, enorme, al final
de un brazo huesudo, daba zarpazos amenazadores por encima de su cabe-
za. Su voz, que los altavoces hacían metálica, soltaba una interminable sarta
de atrocidades, matanzas en masa, deportaciones, saqueos, violaciones, tor-
turas de prisioneros, bombardeos de poblaciones civiles, agresiones injustas,
propaganda mentirosa y tratados incumplidos. Era casi imposible escucharle
sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada momento, la furia de
la multitud hervía inconteniblemente y la voz del orador era ahogada por
una salvaje y bestial gritería que brotaba incontrolablemente de millares de
gargantas. Los chillidos más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El
discurso duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subió apre-
suradamente a la plataforma y le entregó a aquel hombre un papelito. Él lo
desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz ni en su ges-
to, ni siquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los nombres
eran diferentes. Sin necesidad de comunicárselo por palabras, una oleada de
comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba en guerra con Asia Orien-
tal! Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las bande-
ras, los carteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados. Aquellos
no eran los rostros del enemigo. ¡Sabotaje! ¡Los agentes de Goldstein eran
los culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras todos se dedicaban a
arrancar carteles y a romper banderas, pisoteando luego los trozos de papel
y cartón roto. Los Espías realizaron prodigios de actividad subiéndose a los
tejados para cortar las bandas de tela pintada que cruzaban la calle. Pero a
los dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había sol-
tado el micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al aire. Al minuto
156
siguiente, la masa volvía a gritar su odio exactamente como antes. Sólo que
el objetivo había cambiado.
Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo
exactamente a la mitad de una frase, no sólo sin detenerse, sino sin cam-
biar siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos tenía
Winston otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran
algarabía, cuando se le acercó un desconocido y, dándole un golpecito en
un hombro, le dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a usted esta cartera».
Winston tomó la cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar
varios días sin que pudiera abrirla. En cuanto terminó la manifestación, se
fue directamente al Ministerio de la Verdad, aunque eran ya las veintitrés. Lo
mismo hizo todo el personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que repe-
tían continuamente las telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus puestos
apenas eran necesarias. Todos sabían lo que les tocaba hacer en tales casos.
Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre
en guerra con Asia Oriental. Una gran parte de la literatura política de aque-
llos cinco años quedaba anticuada, absolutamente inservible. Documentos
e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, pelí-
culas, bandas sonoras, fotografías… todo ello tenía que ser rectificado a la
velocidad del rayo. Aunque nunca se daban órdenes en estos casos, se sabía
que los jefes de departamento deseaban que dentro de una semana no que-
dara en toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la
alianza con Asia Oriental. El trabajo que esto suponía era aplastante. Sobre
todo porque las operaciones necesarias para realizarlo no se llamaban por
sus nombres verdaderos. En el Departamento de Registro todos trabajaban
dieciocho horas de las veinticuatro con dos turnos de tres horas cada uno
para dormir. Bajaron colchones y los pusieron por los pasillos. Las comidas
se componían de sandwiches y café de la Victoria traído en carritos por los
camareros de la cantina: Cada vez que Winston interrumpía el trabajo para
uno de sus dos descansos diarios, procuraba dejarlo todo terminado y que en
su mesa no quedaran papeles. Pero cuando volvía al cabo de tres horas, con
el cuerpo dolorido y los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia de
cilindros de papel le había cubierto la mesa como una nevada, casi enterran-
do el hablescribe y esparciéndose por el suelo, de modo que su primer trabajo
consistía en ordenar todo aquello para tener sitio donde moverse. Lo peor de
todo era que no se trataba de un trabajo mecánico. A veces bastaba con sus-
157
tituir un nombre por otro, pero los informes detallados de acontecimientos
exigían mucho cuidado e imaginación.
Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la guerra
de una parte del mundo a otra eran considerables.
Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse las
gafas cada cinco minutos. Era como luchar contra alguna tarea física aplas-
tante, algo que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin embargo se
hacía por una impaciencia neurótica de verlo terminado. Es curioso que no
le preocupara el hecho de que todas las palabras que iba murmurando en el
hablescribe, así como cada línea escrita con su lápiz-pluma, era una mentira
deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor de que la falsificación
no fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus compañeros. En la
mañana del sexto día el aluvión de cilindros de papel fue disminuyendo. Pa-
só media hora sin que saliera ninguno por el tubo; luego salió otro rollo y
después nada absolutamente. Por todas partes ocurría igual. Un hondo y se-
creto suspiro recorrió el Ministerio. Se acababa de realizar una hazaña que
nadie podría mencionar nunca. Era imposible ya que ningún ser humano
pudiera probar documentalmente que la guerra con Eurasia había sucedido.
Inesperadamente, se anunció que todos los trabajadores del Ministerio esta-
ban libres hasta el día siguiente por la mañana. Era mediodía. Winston, que
llevaba todavía la cartera con el libro, la cual había permanecido entre sus
pies mientras trabajaba y debajo de su cuerpo mientras dormía, se fue a casa,
se afeitó y casi se quedó dormido en el baño, aunque el agua estaba casi fría.
Luego, con una sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda del
señor Charrington. Por supuesto, estaba cansadísimo, pero se la había pasa-
do el sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y sucia estufa y puso a
calentar un cazo con agua. Julia llegaría en seguida., Mientras la esperaba,
tenía el libro. Sentóse en la desvencijada butaca y desprendió las correas de
la cartera.
Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en
cuya cubierta no había nombre ni título alguno. La impresión también era
algo irregular. Las páginas estaban muy gastadas por los bordes y el libro se
abría con mucha facilidad, como si hubiera pasado por muchas manos. La
inscripción de la portada decía:
158
TEORÍA Y PRÁCTICA DEL COLECTIVISMO
OLIGÁRQUICO
por
EMMANUEL GOLDSTEIN
CAPÍTULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
Durante todo el tiempo de que se tiene noticia probablemente
desde fines del período neolítico ha habido en el mundo tres cla-
ses de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han sub-
dividido de muchos modos, han llevado muy diversos nombres y
su número relativo, así como la actitud que han guardado unos
hacia otros, ha variado de época en época; pero la estructura
esencial de la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de
enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables,
la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giros-
copio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que
lo empujemos en un sentido o en otro.
CAPÍTULO III
La guerra es la paz
159
La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un aconte-
cimiento que pudo haber sido previsto — y que en realidad lo fue antes de
mediar el siglo XX. Al ser absorbida Europa por Rusia y el Imperio Británico
por los Estados Unidos, habían nacido ya en esencia dos de los tres poderes
ahora existentes, Eurasia y Oceanía. El tercero, Asia Oriental, sólo surgió co-
mo unidad aparte después de otra década de confusa lucha. Las fronteras en-
tre los tres superestados son arbitrarias en algunas zonas y en otras fluctúan
según los altibajos de la guerra, pero en general se atienen a líneas geográ-
ficas. Eurasia comprende toda la parte norte de la masa terrestre europea y
asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de Bering. Oceanía comprende las
Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australa-
sia y África meridional. Asia Oriental, potencia más pequeña que las otras y
con una frontera occidental menos definida, abarca China y los países que
se hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y fluctuante porción
de Manchuria, Mongolia y el Tibet.
Estos tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra
permanente y llevan así veinticinco años. Sin embargo, ya no es la guerra
aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras décadas
del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre combatientes inca-
paces de destruirse unos a otros, sin una causa material para luchar y que
no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras. Esto no quiere decir
que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos sangrientas
ni más caballerosas. Por el contrario, el histerismo bélico es continuo y uni-
versal, y las violaciones, los saqueos, la matanza de niños, la esclavización
de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros hasta el punto de
quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y cuando esto no lo
comete el enemigo sino el bando propio, se estima meritorio. Pero en un sen-
tido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la mayoría especialistas
muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando hay lucha,
tiene lugar en confusas fronteras que el hombre medio apenas puede situar
en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes que guardan los lugares es-
tratégicos en el mar. En los centros de civilización la guerra no significa más
que una continua escasez de víveres y alguna que otra bomba cohete que
puede causar unas veintenas de víctimas. En realidad, la guerra ha cambia-
do de carácter. Con más exactitud, puede decirse que ha variado el orden de
importancia de las razones que determinaban una guerra. Se han convertido
160
en dominantes y son reconocidos conscientemente motivos que ya estaban
latentes en las grandes guerras de la primera mitad del siglo XX.
Para comprender la naturaleza de la guerra actual —pues, a pesar del re-
agrupamiento que ocurre cada pocos años, siempre es la misma guerra— hay
que darse cuenta en primer lugar de que esa guerra no puede ser decisiva.
Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado definitivamente ni
siquiera por los otros dos en combinación. Sus fuerzas están demasiado bien
equilibradas. Y sus defensas son demasiado poderosas. Eurasia está protegida
por sus grandes espacios terrestres, Oceanía por la anchura del Atlántico y
del Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y laboriosidad de sus habitantes.
Además, ya no hay nada por qué luchar. Con. las economías autárquicas, la
lucha por los mercados, que era una de las causas principales de las guerras
anteriores, ha dejado de tener, sentido, y la competencia por las materias
primas ya no es una cuestión de vida o muerte. Cada uno de los tres superes-
tados es tan inmenso que puede obtener casi todas las materias que necesita
dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se propone la guerra el dominio
del trabajo. Entre las fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un
modo permanente a ninguno de ellos, se extiende un cuadrilátero, con sus
ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que contiene casi una
quinta parte de la población de la Tierra. Las tres potencias luchan constante-
mente por la posesión de estas regiones densamente pobladas, así como por
las zonas polares. En la práctica, ningún poder controla totalmente esa área
disputada. Porciones de ella están cambiando a cada momento de manos, y
lo que en realidad determina los súbitos y múltiples cambios de alianzas es
la posibilidad de apoderarse de uno u otro pedazo de tierra mediante una
inesperada traición.
Todos esos territorios disputados contienen valiosos minerales y algunos
de ellos producen ciertas cosas, como la goma, que en los climas fríos es
preciso sintetizar por métodos relativamente caros. Pero, sobre todo, propor-
cionan una inagotable reserva de mano de obra muy barata. La potencia que
controle el África Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la India Meridio-
nal o el Archipiélago Indonesio, dispone también de centenares de millones
de trabajadores mal pagados y muy resistentes. Los habitantes de esas regio-
nes, reducidos más o menos abiertamente a la condición de esclavos, pasan
continuamente de un conquistador a otro y son empleados como carbón o
aceite en la carrera de armamento, armas que sirven para capturar más te-
161
rritorios y ganar así más mano de obra, con lo cual se pueden tener más
armas que servirán para conquistar más territorios, y así indefinidamente.
Es interesante observar que la lucha nunca sobrepasa los límites de las zonas
disputadas. Las fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la cuenca
del Congo y la orilla septentrional del Mediterráneo; las islas del Océano ín-
dico y del Pacífico son conquistadas y reconquistadas constantemente por
Oceanía y por Asia Oriental; en Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y
Asia Oriental nunca es estable; en tomo al Polo Norte, las tres potencias re-
claman inmensos territorios en su mayor parte inhabitados e inexplorados;
pero el equilibrio de poder no se altera apenas con todo ello y el territorio
que constituye el suelo patrio de cada uno de los tres superestados nunca
pierde su independencia. Además, la mano de obra de los pueblos explota-
dos alrededor del Ecuador no es verdaderamente necesaria para la economía
mundial. Nada atañe a la riqueza del mundo, ya que todo lo que produce se
dedica a fines de guerra, y el objeto de prepararse para una guerra no es más
que ponerse en situación de emprender otra guerra. Las poblaciones esclavi-
zadas permiten, con su trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra. Pero si
no existiera ese refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso
por el cual ésta se mantiene no variarían en lo esencial.
La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los principios
del doblepensar) la reconocen y, a la vez, no la reconocen, los cerebros diri-
gentes del Partido Interior. Consiste en usar los productos de las máquinas
sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta fines del siglo XIX había
sido un problema latente de la sociedad industrial qué había de hacerse con el
sobrante de los artículos de consumo. Ahora, aunque son pocos los seres hu-
manos que pueden comer lo suficiente, este problema no es urgente y nunca
podría tener caracteres graves aunque no se emplearan procedimientos arti-
ficiales para destruir esos productos. El mundo de hoy, si lo comparamos con
el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de desolación; y aún más
si lo comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. A
principios del siglo XX la visión de una sociedad futura increíblemente rica,
ordenada, eficaz y con tiempo para todo —un reluciente mundo antiséptico
de cristal, acero y cemento, un mundo de nívea blancura— era el ideal de casi
todas las personas cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a una ve-
locidad prodigiosa y parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera
jamás. Sin embargo, no continuó el perfeccionamiento, en parte por el empo-
162
brecimiento causado por una larga serie de guerras y revoluciones, y en parte
porque el progreso científico y técnico se basaba en un hábito empírico de
pensamiento que no podía existir en una sociedad estrictamente reglamen-
tada. En conjunto, el mundo es hoy más primitivo que hace cincuenta años.
Algunas zonas secundarias han progresado y se han realizado algunos per-
feccionamientos, ligados siempre a la guerra y al espionaje policíaco, pero
los experimentos científicos y los inventos no han seguido su curso y los des-
trozos causados por la guerra atómica de los años cincuenta y tantos nunca
llegaron a ser reparados. No obstante, perduran los peligros del maquinis-
mo. Cuando aparecieron las grandes máquinas, se pensó, lógicamente, que
cada vez haría menos falta la servidumbre del trabajo y que esto contribui-
ría en gran medida a suprimir las desigualdades en la condición humana. Si
las máquinas eran empleadas deliberadamente con esa finalidad, entonces el
hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades y el cansancio serían
necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en reali-
dad, sin ser empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso automático
—produciendo riqueza que no había más remedio que distribuir—, elevó efec-
tivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que vivían a mediados de
siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo XIX.
Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordina-
rio amenazaba con la destrucción —era ya, en sí mismo, la destrucción— de
una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas horas,
tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con
cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y poseyera cada uno un auto o
quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma más obvia e hiriente de
desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir
a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en
el sentido de posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribui-
da mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de una pequeña
casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conser-
varse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran
masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían
muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a refle-
xionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada
no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían barriéndoles.
A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose en la pobreza
163
y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola —como querían algunos pen-
sadores de principios de este siglo— no era una solución práctica, puesto que
estaría en contra de la tendencia a la mecanización, que se había hecho casi
instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que permaneciera
atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y caería antes o
después bajo el dominio de un enemigo bien armado.
Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas res-
tringiendo la producción. Esto se practicó en gran medida entre 1920 y 1940.
Muchos países dejaron que su economía se anquilosara. No se renovaba el
material indispensable para la buena marcha de las industrias, quedaban sin
cultivar las tierras, y grandes masas de población, sin tener en qué traba-
jar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto implicaba una debili-
dad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba
inevitablemente una gran oposición. El problema era mantener en marcha
las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo. Los bie-
nes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la única
manera de lograr esto era la guerra continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas
humanas, sino de los productos del trabajo. La guerra es una manera de pul-
verizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz constante
podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con
ello, se hicieran a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se
destruyeran, su fabricación no deja de ser un método conveniente de gastar
trabajo sin producir nada que pueda ser consumido. En una fortaleza flotan-
te, por ejemplo, se emplea el trabajo que hubieran dado varios centenares
de barcos de carga. Cuando se queda anticuada, y sin haber producido nin-
gún beneficio material para nadie, se construye una nueva fortaleza flotante
mediante un enorme acopio de mano de obra. En principio, el esfuerzo de
guerra se planea para consumir todo lo que sobre después de haber cubierto
unas mínimas necesidades de la población. Este mínimo se calcula siempre
en mucho menos de lo necesario, de manera que hay una escasez crónica
de casi todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se considera como
una ventaja. Constituye una táctica deliberada mantener incluso a los gru-
pos favorecidos al borde de la escasez, porque un estado general de escasez
aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la distinción
entre un grupo y otro resulte más evidente. En comparación con el nivel de
164
vida de principios del siglo XX, incluso los miembros del Partido Interior lle-
van una vida austera y laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan
—un buen piso, mejores telas, buena calidad del alimento, bebidas y tabaco,
dos o tres criados, un auto o un autogiro privado— los colocan en un mundo
diferente del de los miembros del Partido Exterior, y estos últimos poseen
una ventaja similar en comparación con las masas sumergidas, a las que lla-
mamos «los proles». La atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde
la posesión de un trozo de carne de caballo establece la diferencia entre la
riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra,
y por tanto en peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida
casta parezca la condición natural e inevitable para sobrevivir.
Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la
efectúa de un modo aceptable psicológicamente. En principio, sería muy sen-
cillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y pirámides, abrien-
do zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas cantidades
de bienes y prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base económica y no
la emotiva para una sociedad jerarquizada. Lo que interesa no es la moral
de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen absorbidas por su
trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más humilde
de los miembros del Partido sea competente, laborioso e incluso inteligente
—siempre dentro de límites reducidos, claro está—, pero siempre es preciso
que sea un fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el
odio, la adulación y una continua sensación orgiástica de triunfo. En otras
palabras, es necesario que ese hombre posea la mentalidad típica de la guerra.
No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victoria
decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es
que exista un estado de guerra. La desintegración de la inteligencia especial
que el Partido necesita de sus miembros, y que se logra mucho mejor en
una atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero se nota con más relieve
a medida que subimos en la escala jerárquica. Precisamente es en el Partido
Interior donde la histeria bélica y el odio al enemigo son más intensos. Para
ejercer bien sus funciones administrativas, se ve obligado con frecuencia el
miembro del Partido Interior a saber que esta o aquella noticia de guerra es
falsa y puede saber muchas veces que una pretendida guerra o no existe o
se está realizando con fines completamente distintos a los declarados. Pero
ese conocimiento queda neutralizado fácilmente mediante la técnica del do-
165
blepensar. De modo que ningún miembro del Partido Interior vacila ni un
solo instante en su creencia mística de que la guerra es una realidad y que
terminará victoriosamente con el dominio indiscutible de Oceanía sobre el
mundo entero.
Todos los miembros del Partido Interior creen —en esta futura victoria to-
tal como en un artículo de fe. Se conseguirá, o bien paulatinamente mediante
la adquisición de más territorios sobre los que se basará una aplastante pre-
ponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa
sin cesar la búsqueda de nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas activi-
dades en que todavía pueden encontrar salida la inventiva y las investigacio-
nes científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia —en su antiguo sentido— ha
dejado casi de existir. En neolengua no hay palabra para ciencia. El método
empírico de pensamiento, en el cual se basaron todos los adelantos científicos
del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de Ingsoc. E incluso
el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser empleados
para disminuir la libertad humana.
Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la Tie-
rra y extinguir de una vez para siempre la posibilidad de toda libertad del
pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de resolver el
Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que es-
tá pensando determinado ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos
segundos y sin previo aviso, a varios centenares de millones de personas.
Éste es el principal objetivo de las investigaciones científicas. El hombre de
ciencia actual es una mezcla de psicólogo y policía que estudia con extraordi-
naria minuciosidad el significado de las expresiones faciales, gestos y tonos
de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la verdad, la terapéutica
del shock, del hipnotismo y de la tortura física; y si es un químico, un físico
o un biólogo, sólo se preocupará por aquellas ramas que dentro de su espe-
cialidad sirvan para matar. En los grandes laboratorios del Ministerio de la
Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las selvas brasileñas, en el
desierto australiano o en las islas perdidas del Antártico, trabajan incansa-
blemente los equipos técnicos. Unos se dedican sólo a planear la logística de
las guerras futuras; otros, a idear bombas cohete cada vez mayores, explo-
sivos cada vez más poderosos y corazas cada vez más impenetrables; otros
buscan gases más mortíferos o venenos que puedan ser producidos en can-
tidades tan inmensas que destruyan la vegetación de todo un continente, o
166
cultivan gérmenes inmunizados contra todos los posibles antibióticos; otros
se esfuerzan por producir un vehículo que se abra paso por la tierra como un
submarino bajo el agua, o un aeroplano tan independiente de su base como
un barco en el mar, otros exploran posibilidades aún más remotas, como la
de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes suspendidas en
el espacio a miles de kilómetros, o producir terremotos artificiales utilizando
el calor del centro de la Tierra.
Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y nin-
guno de los tres superestados adelanta a los otros dos de un modo definitivo.
Lo más notable es que las tres potencias tienen ya, con la bomba atómica, un
arma mucho más poderosa que cualquiera de las que ahora tratan de conver-
tir en realidad. Aunque el Partido, según su costumbre, quiere atribuirse el
invento, las bombas atómicas aparecieron por primera vez a principios de los
años cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas en gran escala unos diez
años después. En aquella época cayeron unos centenares de bombas en los
centros industriales, principalmente de la Rusia Europea, Europa Occiden-
tal y Norteamérica. El objeto perseguido era convencer a los gobernantes de
todos los países que unas cuantas bombas más terminarían con la sociedad
organizada y por tanto con su poder. A partir de entonces, y aunque no se
llegó a ningún acuerdo formal, no se arrojaron más bombas atómicas. Las
potencias actuales siguen produciendo bombas atómicas y almacenándolas
en espera de la oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día. Mien-
tras tanto, el arte de la guerra ha permanecido estacionado durante treinta o
cuarenta años. Los autogiros se usan más que antes, los aviones de bombar-
deo han sido sustituidos en gran parte por los proyectiles autoimpulsados y
el frágil tipo de barco de guerra fue reemplazado por las fortalezas flotantes,
casi imposibles de hundir. Pero, aparte de ello, apenas ha habido adelantos bé-
licos. Se siguen usando el tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora
e incluso el rifle y la granada de mano. Y, a pesar de las interminables matan-
zas comunicadas por la Prensa y las telepantallas, las desesperadas batallas
de las guerras anteriores —en las cuales morían en pocas semanas centenares
de miles e incluso millones de hombres— no han vuelto a repetirse.
Ninguno de los tres superestados intenta nunca una maniobra que supon-
ga el riesgo de una seria derrota. Cuando se lleva a cabo una operación de
grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa contra un alia-
do. La estrategia que siguen los tres superestados —o que pretenden seguir—
167
es la misma. Su plan es adquirir, mediante una combinación, un anillo de
bases que rodee completamente a uno de los estados rivales para firmar lue-
go un pacto de amistad con ese rival y seguir en relaciones pacíficas con él
durante el tiempo que sea preciso para que se confíen. En este tiempo, se al-
macenan bombas atómicas en los sitios estratégicos. Esas bombas, cargadas
en los cohetes, serán disparadas algún día simultáneamente, con efectos tan
devastadores que no habrá posibilidad de respuesta. Entonces se firmará un
pacto de amistad con la otra potencia, en preparación de un nuevo ataque.
No es preciso advertir que este plan es un ensueño de imposible realización.
Nunca hay verdadera lucha a no ser en las zonas disputadas en el Ecuador
y en los Polos: no hay invasiones del territorio enemigo. Lo cual explica que
en algunos sitios sean arbitrarias las fronteras entre los superestados. Por
ejemplo, Eurasia podría conquistar fácilmente las Islas Británicas, que for-
man parte, geográficamente, de Europa, y también sería posible para Oceanía
avanzar sus fronteras hasta el Rin e incluso hasta el Vístula. Pero esto vio-
laría el principio —seguido por todos los bandos, aunque nunca formulado—
de la integridad cultural. Así, si Oceanía conquistara las áreas que antes se
conocían con los nombres de Francia y Alemania, sería necesario exterminar
a todos sus habitantes —tarea de gran dificultad física o asimilarse una po-
blación de un centenar de millones de personas que, en lo técnico, están a la
misma altura que los oceánicos. El problema es el mismo para todos los su-
perestados, siendo absolutamente imprescindible que su estructura no entre
en contacto con extranjeros, excepto en reducidas proporciones con prisio-
neros de guerra y esclavos de color. Incluso el aliado oficial del momento es
considerado con mucha suspicacia. El ciudadano medio de Oceanía nunca ve
a un ciudadano de Eurasia ni de Asia Oriental —aparte de los prisioneros—
y se le prohíbe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar
en relación con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo
esencial y que casi todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de men-
tiras. Se rompería así el mundo cerrado en que vive y quizá desaparecieran
él miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite,
por tanto, en los tres Estados que por mucho que cambien de manos Persia,
Egipto, Java o Ceilán, las fronteras principales nunca podrán ser cruzadas
más que por las bombas.
Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido
tácitamente y sobre el que se basa toda conducta oficial, a saber: que las
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condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas. En Ocea-
nía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el neobolchevismo y
en Asia Oriental lo que se conoce por un nombre chino que suele traducir-
se por «adoración de la muerte», pero que quizá quedaría mejor expresado
como «desaparición del yo». Al ciudadano de Oceanía no se le permite sa-
ber nada de las otras dos ideologías, pero se le enseña a condenarlas como
bárbaros insultos contra la moralidad y el sentido común. La verdad es que
apenas pueden distinguirse las tres ideologías, y los sistemas sociales que
ellas soportan son los mismos. En los tres existe la misma estructura pira-
midal, idéntica adoración a un jefe semidivino, la misma economía orienta-
da hacia una guerra continua. De ahí que no sólo no puedan conquistarse
mutuamente los tres superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si
lo consiguieran. Por el contrario, se ayudan mutuamente manteniéndose en
pugna. Y los grupos dirigentes de las tres Potencias saben y no saben, a la vez,
lo que están haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del mundo, pero es-
tán convencidos al mismo tiempo de que es absolutamente necesario que la
guerra continúe eternamente sin ninguna victoria definitiva. Mientras tanto,
el hecho de que no hay peligro de conquista hace posible la denegación sis-
temática de la realidad, que es la característica principal del Ingsoc y de sus
sistemas rivales. Y aquí hemos de repetir que, al hacerse continúa, la guerra
ha cambiado fundamentalmente de carácter.
En tiempos pasados, una guerra, casi por definición, era algo que más pron-
to o más tarde tenía un final; generalmente, una clara victoria o una derrota
indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno de los principales ins-
trumentos con que se mantenían las sociedades humanas en contacto con
la realidad física. Todos los gobernantes de todas las épocas intentaron im-
poner un falso concepto del mundo a sus súbditos, pero no podían fomentar
ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. Como quiera que la derrota sig-
nificaba la pérdida de la independencia o cualquier otro resultado indeseable,
habían de tomar serias precauciones para evitar la derrota. Estos hechos no
podían ser ignorados. Aun admitiendo que en filosofía, en ciencia, en ética
o en política dos y dos pudieran ser cinco, cuando se fabricaba un cañón o
un aeroplano tenían que ser cuatro. Las naciones mal preparadas acababan
siempre siendo conquistadas, y la lucha por una mayor eficacia no admitía
ilusiones. Además, para ser eficaces había que aprender del pasado, lo cual
suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas anteriores. Los perió-
169
dicos y los libros de historia eran parciales, naturalmente, pero habría sido
imposible una falsificación como la que hoy se realiza. La guerra era una
garantía de cordura. Y respecto a las clases gobernantes, era el freno más
seguro. Nadie podía ser, desde el poder, absolutamente irresponsable desde
el momento en que una guerra cualquiera podía ser ganada o perdida.
Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque des-
aparece toda necesidad militar. El progreso técnico puede cesar y los hechos
más palpables pueden ser negados o descartados como cosas sin importancia.
Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamiento. Como cada uno de
los tres superestados es inconquistable, cada uno de ellos es, por tanto, un
mundo separado dentro del cual puede ser practicada con toda tranquilidad
cualquier perversión mental. La realidad sólo ejerce su presión sobre las ne-
cesidades de la vida cotidiana: la necesidad de comer y de beber, de vestirse
y tener un techo, de no beber venenos ni caerse de las ventanas, etc… Entre
la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor físico, sigue habiendo
una distinción, pero eso es todo. Cortados todos los contactos con el mundo
exterior y con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre en
el espacio interestelar, que no tiene manera de saber por dónde se va hacia
arriba y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son
absolutos como pudieran serlo los faraones o los césares. Se ven obligados a
evitar que sus gentes se mueran de hambre en cantidades excesivas, y han de
mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar que sus rivales. Pero, una
vez conseguido ese mínimo, pueden retorcer y deformar la realidad dándole
la forma que se les antoje.
Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una impostu-
ra. Se podría comparar esto a las luchas entre ciertos rumiantes cuyos cuer-
nos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero aunque es
una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de
bienes y ayuda a conservarla atmósfera mental imprescindible para una so-
ciedad jerarquizada. Como se ve, la guerra es ya sólo un asunto de política
interna. En el pasado, los grupos dirigentes de todos los países, aunque re-
conocieran sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en
lo posible la destructividad de la guerra, en definitiva luchaban unos contra
otros y el vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días río luchan unos
contra otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el ob-
jeto de la guerra no es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener
170
intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra guerra se ha he-
cho equívoca. Quizá sería acertado decir que la guerra, al hacerse continua,
ha dejado de existir. La presión que ejercía sobre los seres humanos entre
la Edad neolítica y principios del siglo XX ha desaparecido, siendo sustitui-
da por algo completamente distinto. El efecto sería muy parecido si los tres
superestados, en vez de pelear cada uno con los otros, llegaran al acuerdo —
respetándolo— de vivir en paz perpetua sin traspasar cada uno las fronteras
del otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría siendo un mundo cerrado
libre de la angustiosa influenció del peligro externo. Una paz que fuera de
verdad permanente sería lo mismo que una guerra permanente. Éste es el
sentido verdadero (aunque la mayoría de los miembros del Partido lo entien-
den sólo de un modo superficial) de la consigna del Partido: la guerra es la
paz.
Winston dejó de leer un momento. A una gran distancia había estallado
una bomba. La inefable sensación de estar leyendo el libro prohibido, en una
habitación sin telepantalla, seguía llenándolo de satisfacción. La soledad y la
seguridad eran sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su cuerpo,
la suavidad de la alfombra, la caricia de la débil brisa que entraba por la
ventana… El libro le fascinaba o, más exactamente, lo tranquilizaba. En cierto
sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto era una parte de su encanto.
Decía lo que el propio Winston podía haber dicho, si le hubiera sido posible
ordenar sus propios pensamientos y darles una clara expresión. Este libro
era el producto de una mente semejante a la suya, pero mucho más poderosa,
más sistemática y libre de temores. Pensó Winston que los mejores libros son
los que nos dicen lo que ya sabemos. Había vuelto al capítulo 1 cuando oyó
los pasos de Julia en la escalera. Se levantó del sillón para salirle al encuentro.
Julia entró en ese momento, tiró su bolsa al suelo y se lanzó a los brazos de
él. Hacía más de una semana que no se habían visto.
—Tengo el libro —dijo Winston en cuanto se apartaron.
—¿Ah, sí? Muy bien —dijo ella sin gran interés y casi inmediatamente se
arrodilló junto a la estufa para hacer café.
No volvieron a hablar del libro hasta después de media hora de estar en
la cama. La tarde era bastante fresca para que mereciera la pena cerrar la
ventana. De abajo llegaban las habituales canciones y el ruido de botas sobre
el empedrado. La mujer de los brazos rojizos parecía no moverse del patio.
A todas horas del día estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño,
171
Winston volvió a coger el libro, que estaba en el suelo, y se sentó apoyando
la espalda en la cabecera de la cama.
—Tenemos que leerlo —dijo—. Y tú también. Todos los miembros de la
Hermandad deben leerlo.
—Léelo tú —dijo Julia con los ojos cerrados—. Léelo en voz alta. Así es
mejor. Y me puedes explicar los puntos difíciles.
El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de tres o cua-
tro horas más. Winston se puso el libro abierto sobre las rodillas en ángulo
y empezó a leer:
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Entonces son derrotados por los Medianos, que llevan junto a ellos a los Ba-
jos porque les han asegurado que ellos representan la libertad y la justicia.
En cuanto logran sus objetivos, los Medianos abandonan a los Bajos y los
relegan a su antigua posición de servidumbre, convirtiéndose ellos en los Al-
tos. Entonces, un grupo de los Medianos se separa de los demás y empiezan
a luchar entre ellos. De los tres grupos, solamente los Bajos no logran sus
objetivos ni siquiera transitoriamente. Sería exagerado afirmar que en toda
la Historia no ha habido progreso material. Aun hoy, en un período de de-
cadencia, el ser humano se encuentra mejor que hace unos cuantos siglos.
Pero ninguna reforma ni revolución alguna han conseguido acercarse ni un
milímetro a la igualdad humana. Desde el punto de vista de los Bajos, ningún
cambio histórico ha significado mucho más que un cambio en el nombre de
sus amos.
A fines del siglo XIX eran muchos los que habían visto claro este juego.
De ahí que surgieran escuelas del pensamiento que interpretaban la Historia
como un proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era la ley inalte-
rable de la vida humana. Desde luego, esta doctrina ha tenido siempre sus
partidarios, pero se había introducido un cambio significativo. En el pasado,
la necesidad de una forma jerárquica de la sociedad había sido la doctrina
privativa de los Altos. Fue defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos,
etc. Los Medianos, mientras luchaban por el poder, utilizaban términos como
«libertad», «justicia» y «fraternidad». Sin embargo, el concepto de la frater-
nidad humana empezó a ser atacado por individuos que todavía no estaban
en el Poder, pero que esperaban estarlo pronto. En el pasado, los Medianos
hicieron revoluciones bajo la bandera de la igualdad, pero se limitaron a im-
poner una nueva tiranía apenas desaparecida la anterior. En cambio, los nue-
vos grupos de Medianos proclamaron de antemano su tiranía. El socialismo,
teoría que apareció a principios del siglo XIX y que fue el último eslabón de
una cadena que se extendía hasta las rebeliones de esclavos en la Antigüedad,
seguía profundamente infestado por las viejas utopías. Pero a cada variante
de socialismo aparecida a partir de 1900 se abandonaba más abiertamente
la pretensión de establecer la libertad y la igualdad. Los nuevos movimien-
tos que surgieron a mediados del siglo, Ingsoc en Oceanía, neobolchevismo
en Eurasia y adoración de la muerte en Asia oriental, tenían como finalidad
consciente la perpetuación de la falta de libertad y de la desigualdad social.
Estos nuevos movimientos, claro está, nacieron de los antiguos y tendieron
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a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus ideologías. Pero el pro-
pósito de todos ellos era sólo detener el progreso e inmovilizar a la Historia
en un momento dado. El movimiento de péndulo iba a ocurrir una vez más
y luego a detenerse. Como de costumbre, los Altos serían desplazados por
los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en Altos, pero esta vez,
por una estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían su posición
permanentemente.
Las nuevas doctrinas surgieron en parte a causa de la acumulación de co-
nocimientos históricos y del aumento del sentido histórico, que apenas había
existido antes del siglo XIX. Se entendía ya el movimiento cíclico de la His-
toria, o parecía entenderse; y al ser comprendido podía ser también alterado.
Pero la causa principal y subyacente era que ya a principios del siglo XX
era técnicamente posible la igualdad humana. Seguía siendo cierto que los
hombres no eran iguales en sus facultades innatas y que las funciones habían
de especializarse de modo que favorecían inevitablemente a unos individuos
sobre otros; pero ya no eran precisas las diferencias de clase ni las grandes
diferencias de riqueza. Antiguamente, las diferencias de clase no sólo habían
sido inevitables, sino deseables. La desigualdad era el precio de la civilización.
Sin embargo, el desarrollo del maquinismo iba a cambiar esto. Aunque fuera
aún necesario que los seres humanos realizaran diferentes clases de trabajo,
ya no era preciso que vivieran en diferentes niveles sociales o económicos.
Por tanto, desde el punto de vista de los nuevos grupos que estaban a punto
de apoderarse del mando, no era ya la igualdad humana un ideal por el que
convenía luchar, sino un peligro que había de ser evitado. En épocas más
antiguas, cuando una sociedad justa y pacífica no era posible, resultaba muy
fácil creer en ella. La idea de un paraíso terrenal en el que los hombres vivi-
rían como hermanos, sin leyes y sin trabajo agotador, estuvo obsesionando
a muchas imaginaciones durante miles de años. Y esta visión tuvo una cierta
importancia incluso entre los grupos que de hecho se aprovecharon de cada
cambio histórico. Los herederos de la Revolución francesa, inglesa y america-
na habían creído parcialmente en sus frases sobre los derechos humanos, li-
bertad de expresión, igualdad ante la ley y demás, e incluso se dejaron influir
en su conducta por algunas de ellas hasta cierto punto. Pero hacia la década
cuarta del siglo XX todas las corrientes de pensamiento, político eran auto-
ritarias. Pero ese paraíso terrenal quedó desacreditado precisamente cuando
podía haber sido realizado, y en el segundo cuarto del siglo XX volvieron a
174
ponerse en práctica procedimientos que ya no se usaban desde hacía siglos:
encarcelamiento sin proceso, empleo de los prisioneros de guerra como escla-
vos, ejecuciones públicas, tortura para extraer confesiones, uso de rehenes y
deportación de poblaciones en masa. Todo esto se hizo habitual y fue defen-
dido por individuos considerados como inteligentes y avanzados. Los nuevos
sistemas políticos se basaban en la jerarquía y la regimentación.
Después de una década de guerras nacionales, guerras civiles, revolucio-
nes y contrarrevoluciones en todas partes del mundo, surgieron el Ingsoc y
sus rivales cómo teorías políticas inconmovibles. Pero ya las habían anuncia-
do los varios sistemas, generalmente llamados totalitarios, que aparecieron
durante el segundo cuarto de siglo y se veía claramente el perfil que había
de tener el mundo futuro. La nueva aristocracia estaba formada en su ma-
yoría por burócratas, hombres de ciencia, técnicos, organizadores sindicales,
especialistas en propaganda, sociólogos, educadores, periodistas y políticos
profesionales. Esta gente, cuyo origen estaba en la clase media asalariada y
en la capa superior de la clase obrera, había sido formada y agrupada por
el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno centraliza-
do. Comparados con los miembros de las clases dirigentes en el pasado, esos
hombres eran menos avariciosos, les tentaba menos el lujo y más el placer
de mandar, y, sobre todo, tenían más consciencia de lo que estaban haciendo
y se dedicaban con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta última
diferencia era esencial. Comparadas con la que hoy existe, todas las tiranías
del pasado fueron débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se hallaban
contagiados siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les impor-
taba dejar cabos sueltos por todas partes. Sólo se preocupaban por los actos
realizados y no se interesaban por lo que los súbditos pudieran pensar. En
parte, esto se debe a que en el pasado ningún Estado tenía el poder necesario
para someter a todos sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin embargo,
el invento de la imprenta facilitó mucho el manejo de la opinión pública, y
el cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar este proceso. Con
el desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo posible recibir
y transmitir simultáneamente en el mismo aparato, terminó la vida privada.
Todos los ciudadanos, o por lo menos todos aquellos ciudadanos que poseían
la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos, podían ser te-
nidos durante las veinticuatro horas del día bajo la constante observación de
175
la policía y rodeados sin cesar por la propaganda oficial, mientras que se les
cortaba toda comunicación con el mundo exterior.
Por primera vez en la Historia existía la posibilidad de forzar a los gober-
nados, no sólo a una completa obediencia a la voluntad del Estado, sino a la
completa uniformidad de opinión.
Después del período revolucionario entre los años cincuenta y tantos y se-
tenta, la sociedad volvió a agruparse como siempre, en Altos, Medios y Bajos.
Pero el nuevo grupo de Altos, a diferencia de sus predecesores, no actuaba ya
por instinto, sino que sabía lo que necesitaba hacer para salvaguardar su po-
sición. Los privilegiados se habían dado cuenta desde hacía bastante tiempo
de que la base más segura para la oligarquía es el colectivismo. La riqueza y
los privilegios se defienden más fácilmente cuando se poseen conjuntamen-
te. La llamada «abolición de la propiedad privada», que ocurrió a mediados
de esté siglo, quería decir que la propiedad iba a concentrarse en un núme-
ro mucho menor de manos que anteriormente, pero con esta diferencia: que
los nuevos dueños constituirían un grupo en vez de una masa de individuos.
Individualmente, ningún miembro del Partido posee nada, excepto insigni-
ficantes objetos de uso personal. Colectivamente, el Partido es el dueño de
todo lo que hay en Oceanía, porque lo controla todo y dispone de los pro-
ductos como mejor se le antoja. En los años que siguieron a la Revolución
pudo ese grupo tomar el mando sin encontrar apenas oposición porque todo
el proceso fue presentado como un acto de colectivización. Siempre se ha-
bía dado por cierto que si la clase capitalista era expropiada, el socialismo
se impondría, y era un hecho que los capitalistas habían sido expropiados.
Las fábricas, las minas, las tierras, las casas, los medios de transporte, todo
se les había quitado, y como todo ello dejaba de ser propiedad privada, era
evidente que pasaba a ser propiedad pública. El Ingsoc, procedente del an-
tiguo socialismo y que había heredado su fraseología, realizó los principios
fundamentales de ese socialismo, con el resultado, previste y deseado, de que
la desigualdad económica se hizo permanente.
Pero los problemas que plantea la perpetuación de una sociedad jerarqui-
zada son mucho más complicados. Sólo hay cuatro medios de que un grupo
dirigente sea derribado del Poder. O es vencido desde fuera, o gobierna tan in-
eficazmente que las masas se le rebelan, o permite la formación de un grupo
medio que lo pueda desplazar, o pierde la confianza en sí mismo y la voluntad
de mando. Estas causas no operan sueltas, y por lo general se presentan las
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cuatro combinadas en cierta medida. El factor que decide en última instancia
es la actitud mental de la propia clase gobernante.
Después de mediados del siglo XX, el primer peligro había desaparecido.
No había posibilidad de una derrota infligida por una potencia enemiga. Cada
uno de los tres superestados en que ahora se divide el mundo es inconquista-
ble, y sólo podría llegar a ser conquistado por lentos cambios demográficos,
que un Gobierno con amplios poderes puede evitar muy fácilmente. El se-
gundo peligro es sólo teórico. Las masas nunca se levantan por su propio
impulso y nunca lo harán por la sola razón de que están oprimidas. Las crisis
económicas del pasado fueron absolutamente innecesarias y ahora no se to-
lera que ocurran, pero de todos modos ninguna razón de descontento podrá
tener ahora resultados políticos, ya que no hay modo de que el descontento
se articule. En cuanto al problema de la superproducción, que ha estado la-
tente en nuestra sociedad desde el desarrollo del maquinismo, queda resuelto
por el recurso de la guerra continua (véase el capítulo III), que es también ne-
cesaria para mantener la moral pública a un elevado nivel. Por tanto, desde
el punto de vista de nuestros actuales gobernantes, los únicos peligros au-
ténticos son la aparición de un nuevo grupo de personas muy capacitadas
y ávidas de poder o el crecimiento del espíritu liberal y del escepticismo en
las propias filas gubernamentales. O sea, todo se reduce a un problema de
educación, a moldear continuamente la mentalidad del grupo dirigente y del
que se halla: inmediatamente debajo de él. En cambio, la consciencia de las
masas sólo ha de ser influida de un modo negativo.
Con este fondo se puede deducir la estructura general de la sociedad de
Oceanía. En el vértice de la pirámide está el Gran Hermano. Éste es infalible
y todopoderoso. Todo triunfo, todo descubrimiento científico, toda sabidu-
ría, toda felicidad, toda virtud, se considera que procede directamente de su
inspiración y de su poder. Nadie ha visto nunca al Gran Hermano. Es una
cara en los carteles, una voz en la telepantalla. Podemos estar seguros de que
nunca morirá y no hay manera de saber cuándo nació. El Gran Hermano
es la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su función es ac-
tuar como punto de mira para todo amor, miedo o respeto, emociones que
se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo que hacia una or-
ganización. Detrás del Gran Hermano se halla el Partido Interior, del cual
sólo forman parte seis millones de personas, o sea, menos del seis por ciento
de la población de Oceanía. Después del Partido Interior, tenemos el Partido
177
Exterior; y si el primero puede ser descrito como «el cerebro del Estado»,
el segundo pudiera ser comparado a las manos. Más abajo se encuentra la
masa amorfa de los proles, que constituyen quizá el 85 por ciento de la po-
blación. En los términos de nuestra anterior clasificación, los proles son los
Bajos. Y las masas de esclavos procedentes de las tierras ecuatoriales, que pa-
san constantemente de vencedor a vencedor (no olvidemos que «vencedor»
sólo debe ser tomado de un modo relativo) y no forman parte de la población
propiamente dicha.
En principio, la pertenencia a estos tres grupos no es hereditaria. No se
considera que un niño nazca dentro del Partido Interior porque sus padres
pertenezcan a él. La entrada en cada una de las ramas del Partido se realiza
mediante examen a la edad de dieciséis años. Tampoco hay prejuicios racia-
les ni dominio de una provincia sobre otra. En los más elevados puestos del
Partido encontramos judíos, negros, sudamericanos de pura sangre india, y
los dirigentes de cualquier zona proceden siempre de los habitantes de esa
área. En ninguna parte de Oceanía tienen sus habitantes la sensación de ser
una población colonial regida desde una capital remota. Oceanía no tiene ca-
pital y su jefe titular es una persona cuya residencia nadie conoce. No está
centralizada en modo alguno, aparte de que el inglés es su principal lingua
franca y que la neolengua es su idioma oficial. Sus gobernantes no se hallan
ligados por lazos de sangre, sino por la adherencia a una doctrina común.
Es verdad que nuestra sociedad se compone de estratos —una división muy
rígida en estratos— ateniéndose a lo que a primera vista parecen normas he-
reditarias. Hay mucho menos intercambio entre los diferentes grupos de lo
que había en la época capitalista o en las épocas preindustriales. Entre las dos
ramas del Partido se verifica algún intercambio, pero solamente lo necesario
para que los débiles sean excluidos del Partido Interior y qué los miembros
ambiciosos del Partido Exterior pasen a ser inofensivos al subir de catego-
ría. En la práctica, los proletarios no pueden entrar en el Partido. Los más
dotados de ellos, que podían quizá constituir un núcleo de descontentos, son
fichados por la Policía del Pensamiento y eliminados. Pero semejante estado
de cosas no es permanente ni de ello se hace cuestión de principio. El Partido
no es una clase en el antiguo sentido de la palabra. No se propone transmitir
el poder a sus hijos como tales descendientes directos, y si no hubiera otra
manera de mantener en los puestos de mando a los individuos más capaces,
estaría dispuesto el Partido a reclutar una generación completamente nueva
178
de entre las filas del proletariado. En los años cruciales, el hecho de que el
Partido no fuera un cuerpo hereditario contribuyó muchísimo a neutralizar
la oposición. El socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar contra
algo que se llamaba «privilegios de clase», daba por cierto que todo lo que
no es hereditario no puede ser permanente. No comprendía que la continui-
dad de una oligarquía no necesita ser física ni se paraba a pensar que las
aristocracias hereditarias han sido siempre de corta vida, mientras que orga-
nizaciones basadas en la adopción han durado centenares y miles de años.
Lo esencial de la regla oligárquica no es la herencia de padre a hijo, sino la
persistencia de una cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de
vida impuesto por los muertos a los vivos. Un grupo dirigente es tal grupo
dirigente en tanto pueda nombrarla sus sucesores. El Partido no se preocu-
pa de perpetuar su sangre, sino de perpetuarse a sí mismo. No importa quién
detenta el Poder con tal de que la estructura jerárquica sea siempre la misma.
Todas las creencias, costumbres, aficiones, emociones y actitudes mentales
que caracterizan a nuestro tiempo sirven para sostener la mística del Parti-
do y evitar que la naturaleza de la sociedad actual sea percibida por la masa.
La rebelión física o cualquier movimiento preliminar hacia la rebelión no
es posible en nuestros días. Nada hay que temer de los proletarios. Dejados
aparte, continuarán, de generación en generación y de siglo en siglo, traba-
jando, procreando y muriendo, no sólo sin sentir impulsos de rebelarse, sino
sin la facultad de comprender que el mundo podría ser diferente de lo que es.
Sólo podrían convertirse en peligrosos si el progreso de la técnica industrial
hiciera necesario educarles mejor; pero como la rivalidad militar y comercial
ha perdido toda importancia, el nivel de la educación popular declina conti-
nuamente. Las opiniones que tenga o no tenga la masa se consideran con
absoluta indiferencia. A los proletarios se les puede conceder la libertad in-
telectual por la sencilla razón de que no tienen intelecto alguno. En cambio,
a un miembro del Partido no se le puede tolerar ni siquiera la más pequeña
desviación ideológica.
Todo miembro del Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte, vigi-
lado por la Policía del Pensamiento. Incluso cuando está solo no puede tener
la seguridad de hallarse efectivamente solo. Dondequiera que esté, dormido
o despierto, trabajando o descansando, en el baño o en la cama, puede ser
inspeccionado sin previo aviso y sin que él sepa que lo inspeccionan. Nada
de lo que hace es indiferente para la Policía del Pensamiento. Sus amistades,
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sus distracciones, su conducta con su mujer y sus hijos, la expresión de su
rostro cuando se encuentra solo, las palabras que murmura durmiendo, in-
cluso los movimientos característicos de su cuerpo, son analizados escrupu-
losamente. No sólo una falta efectiva en su conducta, sino cualquier pequeña
excentricidad, cualquier cambio de costumbres, cualquier gesto nervioso que
pueda ser el síntoma de una lucha interna, será estudiado con todo interés.
El miembro del Partido carece de toda libertad para decidirse por una direc-
ción determinada; no puede elegir en modo alguno. Por otra parte, sus actos
no están regulados por ninguna ley ni por un código de conducta claramen-
te formulado. En Oceanía no existen leyes. Los pensamientos y actos que,
una vez descubiertos, acarrean la muerte segura, no están prohibidos expre-
samente y las interminables purgas, torturas, detenciones y vaporizaciones
no se le aplican al individuo como castigo por crímenes que haya cometido,
sino que son sencillamente el barrido de personas que quizás algún día pu-
dieran cometer un crimen político. No sólo se le exige al miembro del Partido
que tenga las opiniones que se consideran buenas, sino también los instintos
ortodoxos. Muchas de las creencias y actitudes que se le piden no llegan a
fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser proclamadas sin incurrir
en flagrantes contradicciones con los principios mismos del Ingsoc. Si una
persona es ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama piensabien) sa-
brá en cualquier circunstancia, sin detenerse a pensarlo, cuál es la creencia
acertada o la emoción deseable. Pero en todo caso, un enfrentamiento men-
tal complicado, que comienza en la infancia y se concentra en torno a las
palabras neolingüísticas paracrimen, negroblanco y doblepensar, le convierte
en un ser incapaz de pensar demasiado sobre cualquier tema.
Se espera que todo miembro del Partido carezca de emociones privadas y
que su entusiasmo no se enfríe en ningún momento. Se supone que vive en
un continuo frenesí de odio contra los enemigos extranjeros y los traidores
de su propio país, en una exaltación triunfal de las victorias y en absoluta
humildad y entrega ante el poder y la sabiduría del Partido. Los desconten-
tos producidos por esta vida tan seca y poco satisfactoria son suprimidos de
raíz mediante la vibración emocional de los Dos Minutos de Odio, y las es-
peculaciones que podrían quizá llevar a una actitud escéptica o rebelde son
aplastadas en sus comienzos o, mejor dicho, antes de asomar a la conscien-
cia, mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La primera etapa
de esta disciplina, que puede ser enseñada incluso a los niños, se llama en
180
neolengua paracrimen. Paracrimen significa la facultad de parar, de cortar en
seco, de un modo casi instintivo, todo pensamiento peligroso que pretenda
salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no percibir las analogías, de no
darse cuenta de los errores de lógica, de no comprender los razonamientos
más sencillos si son contrarios a los principios del Ingsoc y de sentirse fasti-
diado e incluso asqueado por todo pensamiento orientado en una dirección
herética. Paracrimen equivale, pues, a estupidez protectora. Pero no basta con
la estupidez. Por el contrario, la ortodoxia en su más completo sentido exige
un control sobre nuestros procesos mentales, un autodominio tan completo
como el de una contorsionista sobre su cuerpo. La sociedad oceánica se apoya
en definitiva sobre la creencia de que el Gran Hermano es omnipotente y que
el Partido es infalible. Pero como en realidad el Gran Hermano no es omnipo-
tente y el Partido no es infalible, se requiere una incesante flexibilidad para
enfrentarse con los hechos. La palabra clave en esto es negroblanco. Como
tantas palabras neolingüísticas, ésta tiene dos significados contradictorios.
Aplicada a un contrario, significa la costumbre de asegurar descaradamente
que lo negro es blanco en contradicción con la realidad de los hechos. Apli-
cada a un miembro del Partido significa la buena y leal voluntad de afirmar
que lo negro es blanco cuando la disciplina del Partido lo exija. Pero también
se designa con esa palabra la facultad de creer que lo negro es blanco, más
aún, de saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez se creyó lo
contrario. Esto exige una continua alteración del pasado, posible gracias al
sistema de pensamiento que abarca a todo lo demás y que se conoce con el
nombre de doblepensar.
La alteración del pasado es necesaria por dos razones, una de las cuales
es subsidiaria y, por decirlo así, de precaución. La razón subsidiaria es que
el miembro del Partido, lo mismo que el proletario, tolera las condiciones
de vida actuales, en gran parte porque no tiene con qué compararlas. Hay
que cortarle radicalmente toda relación con el pasado, así como hay que ais-
larlo de los países extranjeros, porque es necesario que se crea en mejores
condiciones que sus antepasados y que se haga la ilusión de que el nivel de
comodidades materiales crece sin cesar. Pero la razón más importante pa-
ra «reforman» el pasado es la necesidad de salvaguardar la infalibilidad del
Partido. No solamente es preciso poner al día los discursos, estadísticas y
datos de toda clase para demostrar que las predicciones del Partido nunca
fallan, sino que no puede admitirse en ningún caso que la doctrina política
181
del Partido haya cambiado lo más mínimo porque cualquier variación de tác-
tica política es una confesión de debilidad. Si, por ejemplo, Eurasia o Asia
Oriental es la enemiga de hoy, es necesario que ese país (el que sea de los
dos, según las circunstancias) figure como el enemigo de siempre. Y si los
hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos. Así, la Historia
ha de ser escrita continuamente. Esta falsificación diaria del pasado, realiza-
da por el Ministerio de la Verdad, es tan imprescindible para la estabilidad
del régimen como la represión y el espionaje efectuados por el Ministerio del
Amor.
La mutabilidad del pasado es el eje del Ingsoc. Los acontecimientos preté-
ritos no tienen existencia objetiva, sostiene el Partido, sino que sobreviven
sólo en los documentos y en las memorias de los hombres. El pasado es úni-
camente lo que digan los testimonios escritos y la memoria humana. Pero
como quiera que el Partido controla por completo todos los documentos y
también la mente de todos sus miembros, resulta que el pasado será lo que
el Partido quiera que sea. También resulta que aunque el pasado puede ser
cambiarlo, nunca lo ha sido en ningún caso concreto. En efecto, cada vez
que ha habido que darle nueva forma por las exigencias del momento, esta
nueva versión es ya el pasado y no ha existido ningún pasado diferente. Esto
sigue siendo así incluso cuando —como ocurre a menudo— el mismo acon-
tecimiento tenga que ser alterado, hasta hacerse irreconocible, varias veces
en el transcurso de un año. En cualquier momento se halla el Partido en po-
sesión de la verdad absoluta y„ naturalmente, lo absoluto no puede haber
sido diferente de lo que es ahora. Se verá, pues, que el control del pasado de-
pende por completo del entrenamiento de la memoria. La seguridad de que
todos los escritos están de acuerdo con el punto de vista ortodoxo que exi-
gen las circunstancias, no es más que una labor mecánica. Pero también es
preciso recordar que los acontecimientos ocurrieron de la manera deseada.
Y si es necesario adaptar de nuevo nuestros recuerdos o falsificar los docu-
mentos, también es necesario olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede
aprenderse como cualquier otra técnica mental. La mayoría de los miembros
del Partido lo aprenden y desde luego lo consiguen muy bien todos aquellos
que son inteligentes además de ortodoxos. En el antiguo idioma se conoce
esta operación con toda franqueza como «control de la realidad». En neo-
lengua se le llama doblepensar, aunque también es verdad que doblepensar
comprende muchas cosas.
182
Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones con-
tradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez
en la mente. El intelectual del Partido sabe en qué dirección han de ser al-
terados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad; pero al
mismo tiempo se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepen-
sar en el sentido de que la realidad no queda violada. Este proceso ha de ser
consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero tam-
bién tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad
y, por tanto, de culpabilidad. El doblepensar está arraigando en el corazón
mismo del Ingsoc, ya que el acto esencial del Partido es el empleo del enga-
ño consciente, conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza
a la auténtica honradez. Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en
ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva
a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar
la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber
que existe esa realidad que se niega…, todo esto es indispensable. Incluso
para usar la palabra doblepensar es preciso emplear el doblepensar. Porque
para usar la palabra se admite que se están haciendo trampas con la realidad.
Mediante un nuevo acto de doblepensar se borra este conocimiento; y así
indefinidamente, manteniéndose la mentira siempre unos pasos delante de
la verdad. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido —y
seguirá siéndolo durante miles de años— de parar el curso de la Historia.
Todas las oligarquías del pasado han perdido el poder porque se anquilo-
saron o por haberse reblandecido excesivamente. O bien se hacían estúpidas
y arrogantes, incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias, y eran ven-
cidas, o bien se volvían liberales y cobardes, haciendo concesiones cuando
debieron usar la fuerza, y también fueron derrotadas. Es decir, cayeron por
exceso de consciencia o por pura inconsciencia. El gran éxito del Partido es
haber logrado un sistema de pensamiento en que tanto la consciencia como
la inconsciencia pueden existir simultáneamente. Y ninguna otra base inte-
lectual podría servirle al Partido para asegurar su permanencia. Si uno ha de
gobernar, y de seguir gobernando siempre, es imprescindible que desquicie
el sentido de la realidad. Porque el secreto del gobierno infalible consiste en
combinar la creencia en la propia infalibilidad con la facultad de aprender de
los pasados errores.
183
No es preciso decir que los más sutiles cultivadores del doblepensar son
aquellos que lo inventaron y que saben perfectamente que este sistema es
la mejor organización del engaño mental. En nuestra sociedad, aquellos que
saben mejor lo que está ocurriendo son a la vez los que están más lejos de
ver al mundo como realmente es. En general, a mayor comprensión, mayor
autoengaño: los más inteligentes son en esto los menos cuerdos. Un claro
ejemplo de ello es que la histeria de guerra aumenta en intensidad a medi-
da que subimos en la escala social. Aquellos cuya actitud hacia la guerra es
más racional son los súbditos de los territorios disputados. Para estas gen-
tes, la guerra es sencillamente una calamidad continua que pasa por encima
de ellos con movimiento de marea. Para ellos es completamente indiferente
cuál de los bandos va a ganar. Saben que un cambio de dueño significa sólo
que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes, pero sometidos a nuevos
amos que los tratarán lo mismo que los anteriores. Los trabajadores algo más
favorecidos, a los que llamamos proles, sólo se dan cuenta de un modo inter-
mitente de que hay guerra. Cuando es necesario se les inculca el frenesí de
odio y miedo, pero si se les deja tranquilos son capaces de olvidar durante lar-
gos períodos que existe una guerra. Y en las filas del Partido —sobre todo en
las del Partido Interior hallamos el verdadero entusiasmo bélico. Sólo creen
en la conquista del mundo los que saben que es imposible. Esta peculiar tra-
bazón de elementos opuestos —conocimiento con ignorancia, cinismo con
fanatismo— es una de las características distintivas de la sociedad oceánica.
La ideología oficial abunda en contradicciones incluso cuando no hay razón
alguna que las justifique. Así, el Partido rechaza y vivifica todos los princi-
pios que defendió en un principio el movimiento socialista, y pronuncia esa
condenación precisamente en nombre del socialismo. Predica el desprecio de
las clases trabajadoras. Un desprecio al que nunca se había llegado, y a la vez
viste a sus miembros con un uniforme que fue en tiempos el distintivo de
los obreros manuales y que fue adoptado por esa misma razón. Sistemática-
mente socava la solidaridad de la familia y al mismo tiempo llama a su jefe
supremo con un nombre que es una evocación de la lealtad familiar. Inclu-
so los nombres de los cuatro ministerios que los gobiernan revelan un gran
descaro al tergiversar deliberadamente los hechos. El Ministerio de la Paz se
ocupa de la guerra; El Ministerio de la Verdad, de las mentiras; el Ministerio
del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la Abundancia, del hambre. Estas
contradicciones no son accidentales, no resultan de la hipocresía corriente.
184
Son ejercicios de doblepensar. Porque sólo mediante la reconciliación de las
contradicciones es posible retener el mando indefinidamente. Si no, se vol-
vería al antiguo ciclo. Si la igualdad humana ha de ser evitada para siempre,
si los Altos, como los hemos llamado, han de conservar sus puestos de un
modo permanente, será imprescindible que el estado mental predominante
sea la locura controlada.
Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos dejado a un lado. A saber:
¿por qué debe ser evitada la igualdad humana? Suponiendo que la mecánica
de este proceso haya quedado aquí claramente descrita, debemos preguntar-
nos: ¿cuál es el motivo de este enorme y minucioso esfuerzo planeado para
congelar la historia de un determinado momento?
Llegamos con esto al secreto central. Como hemos visto, la mística del Par-
tido, y sobre todo la del Partido Interior, depende del doblepensar. Pero a más
profundidad aún, se halla el motivo original, el instinto nunca puesto en du-
da, el instinto que los llevó por primera vez a apoderarse de los mandos y que
produjo el doblepensar, la Policía del Pensamiento, la guerra continua y to-
dos los demás elementos que se han hecho necesarios para el sostenimiento
del Poder. Este motivo consiste realmente en…
Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un
nuevo ruido. Le parecía que Julia había estado completamente inmóvil desde
hacía un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura para arriba, con
su mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura atravesándole los ojos.
Su seno subía y bajaba poco a poco y con regularidad.
Julia.
No hubo respuesta.
—Julia, ¿estás despierta?
Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente en
el suelo, se echó y estiró la colcha sobre los dos.
Todavía, pensó, no se había enterado de cuál era el último secreto. Enten-
día el cómo; no entendía el porqué. El capítulo 1, como el capítulo III, no le
habían enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían servido para
sistematizar los conocimientos que ya poseía. Pero después de leer aquellas
páginas tenía una mayor seguridad de no estar loco. Encontrarse en minoría,
incluso en minoría de uno solo, no significaba estar loco. Había la verdad y
lo que no era verdad, y si uno se aferraba a la verdad incluso contra el mun-
do entero, no estaba uno loco. Un rayo amarillento del sol poniente entraba
185
por la ventana y se aplastaba sobre la almohada. Winston cerró los ojos. El
sol en sus ojos y el suave cuerpo de la muchacha tocando al suyo le daba
una sensación de sueño, fuerza y confianza. Todo estaba bien y él se hallaba
completamente seguro allí. Se durmió con el pensamiento «la cordura no de-
pende de las estadísticas», convencido de que esta observación contenía una
sabiduría profunda.
186
Capítulo X
Se despertó con la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero una
mirada al antiguo reloj le dijo que eran sólo las veinte y treinta. Siguió ador-
milado un rato; le despertó otra vez la habitual canción del patio:
retuercen el corazón.
187
Mientras se apretaba el cinturón del «mono», Winston se asomó a la ven-
tana. El sol debía de haberse ocultado detrás de las casas porque ya no daba
en el patio. El cielo estaba tan azul, entre las chimeneas, que parecía recién la-
vado. Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lavadero a las cuerdas,
cantando y callándose y no dejaba de colgar pañales. Se preguntó Winston
si aquella mujer lavaría ropa como medio de vida, o si era la esclava de vein-
te o treinta nietos. Julia se acercó a él; juntos contemplaron fascinados el ir
y venir de la mujerona. Al mirarla en su actitud característica, alcanzando
el tendedero con sus fuertes brazos, o al agacharse sacando sus poderosas
ancas, pensó Winston, sorprendido, que era una hermosa mujer. Nunca se
le había ocurrido que el cuerpo de una mujer de cincuenta años, deformado
hasta adquirir dimensiones monstruosas a causa de los partos y endurecido,
embastecido por el trabajo, pudiera ser un hermoso cuerpo. Pero así era, y
después de todo, ¿por qué no? El sólido y deformado cuerpo, como un blo-
que de granito, y la basta piel enrojecida guardaba la misma relación con el
cuerpo de una muchacha que un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va
a ser inferior el fruto a la flor?
—Es hermosa —murmuró.
—Por lo menos tiene un metro de caderas —dijo Julia.
—Es su estilo de belleza.
Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó
sobre su costado. Nunca podrían permitírselo. La mujer de abajo no se preo-
cupaba con sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido y un
vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente
unos quince. Habría florecido momentáneamente —quizá durante un año—
y luego se había hinchado como una fruta fertilizada y se había hecho dura
y basta, y a partir de entonces su vida se había reducido a lavar, fregar, re-
mendar, guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y luego para sus
nietos durante una continuidad de treinta años. Y al final todavía cantaba.
La reverencia mística que Winston sentía hacia ella tenía cierta relación con
el aspecto del pálido y limpio cielo que se extendía por entre las chimeneas
y los tejados en una distancia infinita. Era curioso pensar que el cielo era el
mismo para todo el mundo, lo mismo para los habitantes de Eurasia y de Asia
Oriental, que para los de Oceanía. Y en realidad las gentes que vivían bajo
ese mismo cielo eran muy parecidas en todas partes, centenares o millares
de millones de personas como aquélla, personas que ignoraban mutuamente
188
sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo casi
exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que
almacenaban en sus corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía
que en el futuro habría de cambiar al mundo. ¡Si había alguna esperanza, ra-
dicaba en los proles! Sin haber leído el final del libro, sabía Winston que ese
tenía que ser el mensaje final de Goldstein. El futuro pertenecía a los proles.
Y, ¿podía él estar seguro de que cuando llegara el tiempo de los proles, el
mundo que éstos construyeran no le resultaría tan extraño a él, a Winston
Smith, como le era ahora el mundo del Partido? Sí, porque por lo menos se-
ría un mundo de cordura. Donde hay igualdad puede haber sensatez. Antes
o después ocurriría esto, la fuerza almacenada se transmutaría en conscien-
cia. Los proles eran inmortales, no cabía dudarlo cuando se miraba aquella
heroica figura del patio. Al final se despertarían. Y ‘hasta que ello ocurriera,
aunque tardasen mil años, sobrevivirían a pesar de todos los obstáculos co-
mo los pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la vitalidad que el Partido no
poseía y que éste nunca podría aniquilar.
—¿Te acuerdas —le dijo a Julia— de aquel pájaro que cantó para nosotros,
el primer día en que estuvimos juntos en el lindero del bosque?
—No cantaba para nosotros —respondió ella—. Cantaba para distraerse,
porque le gustaba. Tampoco; sencillamente, estaba cantando.
Los pájaros cantaban; los proles cantaban también, pero el Partido no can-
taba. Por todo el mundo, en Londres y en Nueva York, en África y en el Brasil,
así como en las tierras prohibidas más allá de las fronteras, en las calles de
París y Berlín, en las aldeas de la interminable llanura rusa, en los bazares de
China y del Japón, por todas partes existía la misma figura inconquistable,
el mismo cuerpo deformado por el trabajo y por los partos, en lucha perma-
nente desde el nacer al morir, y que sin embargo cantaba. De esas poderosas
entrañas nacería antes o después una raza de seres conscientes. «Nosotros
somos los muertos; el futuro es de ellos», pensó Winston. Pero era posible
participar de ese futuro si se mantenía alerta la mente como ellos, los proles,
mantenían vivos sus cuerpos. Todo el secreto estaba en pasarse de unos a
otros la doctrina secreta de que dos y dos son cuatro.
—Nosotros somos los muertos —dijo Winston. —Nosotros somos los muer-
tos —repitió Julia con obediencia escolar.
—Vosotros sois los muertos —dijo una voz de hierro tras ellos.
189
Winston y Julia se separaron con un violento sobresalto. A Winston pa-
recían habérsele helado las entrañas y, mirando a Julia, observó que se le
habían abierto los ojos desmesuradamente y que había empalidecido hasta
adquirir su cara un color amarillo lechoso. La mancha del colorete en las
mejillas se destacaba violentamente como si fueran parches sobre la piel.
—Vosotros sois los muertos —repitió la voz de hierro.
—Ha sido detrás del cuadro —murmuró Julia.
—Ha sido detrás del cuadro —repitió la voz—. Quedaos exactamente donde
estáis. No hagáis ningún movimiento hasta que se os ordene.
¡Por fin, aquello había empezado! Nada podían hacer sino mirarse fijamen-
te. Ni siquiera se les ocurrió escaparse, salir de la casa antes de que fuera de-
masiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo pensar que la voz de hierro
procedente del muro pudiera ser desobedecida. Se oyó un chasquido como
si hubiese girado un resorte, y un ruido de cristal roto. El cuadro había caído
al suelo descubriendo la telepantalla que ocultaba.
—Ahora pueden vernos —dijo Julia.
—Ahora podemos veros —dijo la voz—. Permaneced en el centro de la ha-
bitación. Espalda contra espalda. Poneos las manos enlazadas detrás de la
cabeza. No os toquéis el uno al otro.
Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston le parecía sentir el temblor del
cuerpo de Julia. O quizá no fuera más que su propio temblor. Podía evitar que
los dientes le castañetearan, pero no podía controlar las rodillas. Se oyeron
unos pasos de pesadas botas en el piso bajo dentro y fuera de la casa. El
patio parecía estar lleno de hombres; arrastraban algo sobre las piedras. La
mujer dejó de cantar súbitamente. Se produjo un resonante ruido, como si
algo rodara por el patio. Seguramente, era el barreño de lavar la ropa. Luego,
varios gritos de ira que terminaron con un alarido de dolor.
—La casa está rodeada —dijo Winston.
—La casa está rodeada —dijo la voz.
Winston oyó que Julia le decía:
—Supongo que podremos decirnos adiós.
—Podéis deciros adiós —dijo la voz. Y luego, otra voz por completo distinta,
una voz fina y culta que Winston creía haber oído alguna vez, dijo:
—Y ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para alumbraras mientras
os acostáis, aquí tenéis un hacha para cortaras la cabeza.
190
Algo cayó con estrépito sobre la cama a espaldas de Winston. Era el marco
de la ventana, que había sido derribado por la escalera de mano que habían
apoyado allí desde abajo. Por la escalera de la casa subía gente. Pronto se lle-
nó la habitación de hombres corpulentos con uniformes negros, botas fuertes
y altas porras en las manos.
Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía los ojos. Sólo le importaba una
cosa: estarse inmóvil y no darles motivo para que le golpearan. Un individuo
con aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era sólo una raya, se detuvo
frente a él, balanceando la porra entre los dedos pulgar e índice mientras
parecía meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi intolerable la sensación
de hallarse desnudo, con las manos detrás de la cabeza. El hombre sacó un
poco la lengua, una lengua blanquecina, y se lamió el sitio donde debía haber
tenido los labios. Dejó de prestarle atención a Winston. Hubo otro ruido
violento. Alguien había cogido el pisapapeles de cristal y lo había arrojado
contra el hogar de la chimenea, donde se había hecho trizas.
El fragmento de coral, un pedacito de materia roja como un capullito de los
que adornan algunas tartas, rodó por la estera. «¡Qué pequeño es!», pensó
Winston. Detrás de él se produjo un ruido sordo y una exclamación conteni-
da, a la vez que recibía un violento golpe en el tobillo que casi le hizo caer al
suelo. Uno de los hombres le había dado a Julia un puñetazo en la boca del
estómago, haciéndola doblarse como un metro de bolsillo. La joven se retor-
cía en el suelo esforzándose por respirar. Winston no se atrevió a volver la
cabeza ni un milímetro, pero a veces entraba en su radio de visión la lívida
y angustiada cara de Julia. A pesar del terror que sentía, era como si el dolor
que hacía retorcerse a la joven lo tuviera él dentro de su cuerpo, aquel dolor
espantoso que sin embargo era menos importante que la lucha por volver
a respirar. Winston sabía de qué se trataba: conocía el terrible dolor que ni
siquiera puede ser sentido porque antes que nada es necesario volver a respi-
rar. Entonces, dos de los hombres la levantaron por las rodillas y los hombros
y se la llevaron de la habitación como un saco. Winston pudo verle la cara
amarilla, y contorsionada, con los ojos cerrados y sin haber perdido todavía
el colorete de las mejillas.
Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le habían pegado. Le acudían
a la mente pensamientos de muy poco interés en aquel momento, pero que
no podía evitar. Se preguntó qué habría sido del señor Charrington y qué
le habrían hecho a la mujer del patio. Sintió urgentes deseos de orinar y se
191
sorprendió de ello porque lo había hecho dos horas antes. Notó que el reloj dé
la repisa de la chimenea marcaba las nueve, es decir, las veintiuna, pero por
la luz parecía ser más temprano. ¿No debía estar oscureciendo a las veintiuna
de una tarde de agosto? Pensó que quizás Julia y él se hubieran equivocado
de hora. Quizás habían creído que eran las veinte y treinta cuando fueran en
realidad las cero treinta de la mañana siguiente, pero no siguió pensando en
ello. Aquello no tenía interés. Se sintieron otros pasos, más leves éstos, en
el pasillo. El señor Charrington entró en la habitación. Los hombres de los
uniformes negros adoptaron en seguida una actitud más sumisa. También
habían cambiado la actitud y el aspecto del señor Charrington. Se fijó en los
fragmentos del pisapapeles de cristal.
—Recoged esos pedazos —dijo con tono severo. Un hombre se agachó para
recogerlos.
Charrington no hablaba ya con acento eockney. Winston comprendió en
seguida que aquélla era la voz que él había oído poco antes en la telepantalla.
Charrington llevaba toda vía su chaqueta de terciopelo, pero el cabello, que
antes tenía casi blanco, se le había vuelto completamente negro. No lleva-
ba ya gafas. Miró a Winston de un modo breve y cortante, como si sólo le
interesase comprobar su identidad y no le prestó más atención. Se le reco-
nocía fácilmente, pero ya no era la misma persona. Se le había enderezado
el cuerpo y parecía haber crecido. En el rostro sólo se le notaban cambios
muy pequeños, pero que sin embargo lo transformaban por completo. Las
cejas negras eran menos peludas, no tenía arrugas, e incluso las facciones le
habían cambiado algo. Parecía tener ahora la nariz más corta Era el rostro
alerta y frío de un hombre de unos treinta y cinco años. Pensó Winston que
por primera vez en su vida contemplaba, sabiendo que era uno de ellos, a un
miembro de la Policía del Pensamiento.
192
Parte tercera
193
Capítulo I
No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no
había manera de comprobarlo.
Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de
reluciente porcelana blanca. Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría
luz y había un sonido bajo y constante, un zumbido que Winston suponía re-
lacionado con la ventilación mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie
de estante a lo largo de la pared, le daba la vuelta a la celda, interrumpido
sólo por la puerta y, en el extremo opuesto, por un retrete sin asiento de
madera. Había cuatro telepantallas, una en cada pared.
Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que
lo encerraron en el camión para llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un
hambre roedora, anormal. Aunque estaba justificada, porque por lo menos
hacía veinticuatro horas que no había comido; quizá treinta y seis. No sabía,
quizá nunca lo sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde que lo
detuvieron no le habían dado nada de comer.
Se estuvo lo más quieto que pudo en el estrecho banco, con las manos
cruzadas sobre las rodillas. Había aprendido ya a estarse quieto. Si se hacían
movimientos inesperados, le chillaban a uno desde la telepantalla, pero la
necesidad de comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que más le
apetecía era un pedazo de pan. Tenía una vaga idea de que en el bolsillo de
su «mono» tenía unas cuantas migas de pan. Incluso era posible —lo pensó
porque de cuando en cuando algo le hacía cosquillas en la pierna que tuviera
allí guardado un buen mendrugo. Finalmente, pudo más la tentación que el
miedo; se metió una mano en el bolsillo.
—¡Smith! —gritó una voz desde la telepantalla—. ¡6079! ¡Smith W! ¡En las
celdas, las manos fuera de los bolsillos!
Volvió a inmovilizarse y a cruzar las manos sobre las rodillas. Antes de
llevarlo allí lo habían dejado algunas horas en otro sitio que debía de ser una
cárcel corriente o un calabozo temporal usado por las patrullas. No sabía
194
exactamente cuánto tiempo le habían tenido allí; desde luego varias horas;
pero no había relojes ni luz natural y resultaba casi imposible calcular el
tiempo. Era un sitio ruidoso y maloliente. Lo habían dejado en una celda
parecida a esta en que ahora se hallaba, pero horriblemente sucia y conti-
nuamente llena de gente. Por lo menos había a la vez diez o quince personas,
la mayoría de las cuales eran criminales comunes, pero también se hallaban
entre ellos unos cuantos prisioneros políticos. Winston se había sentado si-
lencioso, apoyado contra la pared, encajado entre unos cuerpos sucios y de-
masiado preocupado por el miedo y por el dolor que sentía en el vientre para
interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la asombrosa diferencia
de conducta entre los prisioneros del Partido y los otros. Los prisioneros del
Partido estaban siempre callados y llenos de terror, pero los criminales co-
rrientes parecían no temer a nadie. Insultaban a los guardias, se resistían a
que les quitaran los objetos que llevaban, escribían palabras obscenas en el
suelo, comían descaradamente alimentos robados que sacaban de misteriosos
escondrijos de entre sus ropas e incluso le respondían a gritos a la telepan-
talla cuando ésta intentaba restablecer el orden. Por otra parte, algunos de
ellos parecían hallarse en buenas relaciones con los guardias, los llamaban
con apodos y trataban de sacarles cigarrillos. También los guardias trataban a
los criminales ordinarios con cierta tolerancia, aunque, naturalmente, tenían
que manejarlos con rudeza. Se hablaba mucho allí de los campos de trabajos
forzados adonde los presos esperaban ser enviados. Por lo visto, se estaba
bien en los campos siempre que se tuvieran ciertos apoyos y se conociera
el tejemaneje. Había allí soborno, favoritismo e inmoralidades de toda clase,
abundaba la homosexualidad y la prostitución e incluso se fabricaba clandes-
tinamente alcohol destilándolo de las patatas. Los cargos de confianza sólo se
los daban a los criminales propiamente dichos, sobre todo a los gangsters y a
los asesinos de toda clase, que constituían una especie de aristocracia. En los
campos de trabajos forzados, todas las tareas sucias y viles eran realizadas
por los presos políticos.
En aquella celda había presenciado Winston un constante entrar y salir de
presos de la más variada condición: traficantes de drogas, ladrones, bandidos,
gente del mercado negro, borrachos y prostitutas. Algunos de los borrachos
eran tan violentos que los demás presos tenían que ponerse de acuerdo para
sujetarlos. Una horrible mujer de unos sesenta años, con grandes pechos caí-
dos y greñas de cabello blanco sobre la cara, entró empujada por los guardias.
195
Cuatro de éstos la sujetaban mientras ella daba patadas y chillaba. Tuvieron
que quitarle las botas con las que la vieja les castigaba las espinillas y la em-
pujaron haciéndola caer sentada sobre las piernas de Winston. El golpe fue
tan violento que Winston creyó que se le habían partido los huesos de los
muslos. La mujer les gritó a los guardias, que ya se marchaban: «¡Hijos de
perra!». Luego, notando que estaba sentada en las piernas de Winston, se
dejó resbalar hasta la madera.
—Perdona, querido —le dijo—. No me hubiera sentado encima de ti, pero
esos matones me empujaron. No saben tratar a una dama. —Se calló unos mo-
mentos y, después de darse unos golpecitos en el pecho, eructó ruidosamente.
Perdona, chico —dijo—. Yo ya no soy yo.
Se inclinó hacia delante y vomitó copiosamente sobre el suelo.
Esto va mejor —dijo, volviendo a apoyar la espalda en la pared y cerrando
los ojos—. Es lo que yo digo: lo mejor es echarlo fuera mientras esté reciente
en el estómago.
Reanimada, volvió a fijarse en Winston y pareció tomarle un súbito cariño.
Le pasó uno de sus fláccidos brazos por los hombros y lo atrajo hacia ella,
echándole encima un pestilente vaho a cerveza y porquería.
—¿Cómo te llamas, cariño? —le dijo.
—Smith.
—¿Smith? —repitió la mujer—. Tiene gracia. Yo también me llamo Smith.
Es que —añadió sentimentalmente yo podía ser tu madre.
En efecto, podía ser mi madre, pensó Winston. Tenía aproximadamente la
misma edad y el mismo aspecto físico y era probable que la gente cambiara
algo después de pasar veinte años en un campo de trabajos forzados.
Nadie más le había hablado. Era sorprendente hasta qué punto desprecia-
ban los criminales ordinarios a los presos del Partido. Los llamaban, despec-
tivamente, los polits, y no sentían ningún interés por lo que hubieran hecho
o dejado de hacer. Los presos del Partido parecían tener un miedo atroz a
hablar con nadie y, sobre todo, a hablar unos con otros. Sólo una vez, cuan-
do dos miembros del Partido, ambos mujeres, fueron sentadas juntas en el
banco, oyó Winston entre la algarabía de voces, unas cuantas palabras mur-
muradas precipitadamente y, sobre todo, la referencia a algo que llamaban
la «habitación uno-cero-uno». No sabía a qué se podían referir.
Quizá llevara dos o tres horas en este nuevo sitio. El dolor de vientre no se
le pasaba, pero se le aliviaba algo a ratos y entonces sus pensamientos eran
196
un poco menos tétricos. En cambio, cuando aumentaba el dolor, sólo pensa-
ba en el dolor mismo y en su hambre. Al aliviarse, se apoderaba el pánico
de él. Había momentos en que se figuraba de modo tan gráfico las cosas que
iban a hacerle que el corazón le galopaba y se le cortaba la respiración. Sen-
tía los porrazos que iban a darle en los codos y las patadas que le darían las
pesadas botas claveteadas de hierro. Se veía a sí mismo retorciéndose en el
suelo, pidiendo a gritos misericordia por entre los dientes partidos. Apenas
recordaba a Julia. No podía concentrar en ella su mente. La amaba y no la
traicionaría; pero eso era sólo un hecho, conocido por él como conocía las
reglas de aritmética. No sentía amor por ella y ni siquiera se preocupaba por
lo que pudiera estarle sucediendo a Julia en ese momento. En cambio pen-
saba con más frecuencia en O’Brien con cierta esperanza. O’Brien tenía que
saber que lo habían detenido. Había dicho que la Hermandad nunca inten-
taba salvar a sus miembros. Pero la cuchilla de afeitar se la proporcionarían
si podían. Quizá pasaran cinco segundos antes de que los guardias pudieran
entrar en la celda. La hoja penetraría en su carne con quemadora frialdad e
incluso los dedos que la sostuvieran quedarían cortados hasta el hueso. Todo
esto se le representaba a él, que en aquellos momentos se encogía ante el
más pequeño dolor. No estaba seguro de utilizar la hoja de afeitar incluso si
se la llegaban a dar. Lo más natural era seguir existiendo momentáneamen-
te, aceptando otros diez minutos de vida aunque al final de aquellos largos
minutos no hubiera más que una tortura insoportable.
A veces procuraba calcular el número de mosaicos de porcelana que cu-
brían las paredes de la celda. No debía de ser difícil, pero siempre perdía la
cuenta. Se preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora sería. Lle-
gó a estar seguro de que afuera hacía sol y poco después estaba igualmente
convencido de que era noche cerrada. Sabía instintivamente que en aquel
lugar nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde no había oscuridad: y
ahora sabía por qué O’Brien había reconocido la alusión. En el Ministerio del
Amor no había ventanas. Su celda podía hallarse en el centro del edificio o
contra la pared trasera, podía estar diez pisos bajo tierra o treinta sobre el
nivel del suelo. Winston se fue trasladando mentalmente de sitio y trataba
de comprender, por la sensación vaga de su cuerpo, si estaba colgado a gran
altura o enterrado a gran profundidad.
Afuera se oía ruido de pesados pasos. La puerta de acero se abrió con
estrépito. Entró un joven oficial, con impecable uniforme negro, una figura
197
que parecía brillar por todas partes con reluciente cuero y cuyo pálido y
severo rostro era como una máscara de cera. Avanzó unos pasos dentro de la
celda y volvió a salir para ordenar a los guardias que esperaban afuera que
hiciesen entrar al preso que traían. El poeta Ampleforth entró dando tumbos
en la celda. La puerta volvió a cerrarse de golpe.
Ampleforth hizo dos o tres movimientos inseguros como buscando una
salida y luego empezó a pasear arriba y abajo por la celda. Todavía no se
había dado cuenta de la presencia de Winston. Sus turbados ojos miraban
la pared un metro por encima del nivel de la cabeza de Winston. No llevaba
zapatos; por los agujeros de los calcetines le salían los dedos gordos. Llevaba
varios días sin afeitarse y la incipiente barba le daba un aire rufianesco que no
le iba bien a su aspecto larguirucho y débil ni a sus movimientos nerviosos.
Winston salió un poco de su letargo. Tenía que hablarle a Ampleforth aun-
que se expusiera al chillido de la telepantalla. Probablemente, Ampleforth era
el que le traía la hoja de afeitar.
—Ampleforth.
La telepantalla no dijo nada. Ampleforth se detuvo, sobresaltado. Su mira-
da se concentró unos momentos sobre Winston.
—¡Ah, Smith! —dijo—. ¡También tú!
—¿De qué te acusan?
—Para decirte la verdad… —sentóse embarazosamente en el banco de en-
frente a Winston—. Sólo hay un delito, ¿verdad?
—¿Y tú lo has cometido?
—Por lo visto.
Se llevó una mano a la frente y luego las dos apretándose las sienes en un
esfuerzo por recordar algo.
—Estas cosas suelen ocurrir —empezó vagamente—. A fuerza de pensar en
ello, se me ha ocurrido que pudiera ser… fue desde luego una indiscreción,
lo reconozco. Estábamos preparando una edición definitiva de los poemas de
Kipling. Dejé la palabra Dios al final de un verso. ¡No pude evitarlo! —añadió
casi con indignación, levantando la cara para mirar a Winston—. Era imposi-
ble cambiar ese verso. God (Dios) tenía que rimar con God. ¿Te das cuenta de
que sólo hay doce rimas para roden nuestro idioma? Durante muchos días
me he estado arañando el cerebro. Inútil, no había ninguna otra rima posible.
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Cambió la expresión de su cara. Desapareció de ella la angustia y por unos
momentos pareció satisfecho. Era una especie de calor intelectual que lo ani-
maba, la alegría del pedante que ha descubierto algún dato inútil.
—¿Has pensado alguna vez —dijo— que toda la historia de la poesía inglesa
ha sido determinada por el hecho de que en el idioma inglés escasean las
rimas?
No, aquello no se le había ocurrido nunca a Winston ni le parecía que en
aquellas circunstancias fuera un asunto muy interesante.
—¿Sabes si es ahora de día o de noche? —le preguntó. Ampleforth se so-
bresaltó de nuevo:
—No había pensado en ello. Me detuvieron hace dos días, quizá tres. —Su
mirada recorrió las paredes como si esperase encontrar una ventana—. Aquí
no hay diferencia entre el día y la noche. No es posible calcular la hora.
Hablaron sin mucho sentido durante unos minutos hasta que, sin razón
aparente, un alarido de la telepantalla los mandó callar. Winston se inmovi-
lizó como ya sabía hacerlo. En cambio, Ampleforth, demasiado grande para
acomodarse en el estrecho banco, no sabía cómo ponerse y se movía nervio-
so. Unos ladridos de la telepantalla le ordenaron que se estuviera quieto. Pasó
el tiempo. Veinte minutos, quizás una hora… Era imposible saberlo. Una vez
más se acercaban pasos de botas. A Winston se le contrajo el vientre. Pronto,
muy pronto, quizá dentro de cinco minutos, quizás ahora mismo, el ruido de
pasos significaría que le había llegado su turno.
Se abrió la puerta. El joven oficial de antes entró en la celda. Con un rápido
movimiento de la mano señaló a Ampleforth.
—Habitación uno-cero-uno —dijo.
Ampleforth salió conducido por los guardias con las facciones alteradas,
pero sin comprender.
A Winston le pareció que pasaba mucho tiempo. Había vuelto a dolerle
atrozmente el estómago. Su mente daba vueltas por el mismo camino. Tenía
sólo seis pensamientos: el dolor de vientre; un pedazo de pan; la sangre y
los gritos; O’Brien; Julia; la hoja de afeitar. Sintió otra contracción en las
entrañas; se acercaban las pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de
aire trajo un intenso olor a sudor frío. Parsons entró en la celda. Vestía sus
shorts caquis y una camisa de sport.
Esta vez, el asombro de Winston le hizo olvidarse de sus preocupaciones.
—¡Tú aquí! —exclamó.
199
Parsons dirigió a Winston una mirada que no era de interés ni de sorpre-
sa, sino sólo de pena. Empezó a andar de un lado a otro con movimientos
mecánicos. Luego empezó a temblar, pero se dominaba apretando los puños.
Tenía los ojos muy abiertos.
—¿De qué te acusan? —le preguntó Winston.
—Crimental —dijo Parsons dando a entender con el tono de su voz que
reconocía plenamente su culpa y, a la vez, un horror incrédulo de que esa
palabra pudiera aplicarse a un hombre como él. Se detuvo frente a Winston
y le preguntó con angustia: —¿No me matarán, verdad, amigo? No le matan
a uno cuando no ha hecho nada concreto y sólo es culpable de haber teni-
do pensamientos que no pudo evitar. Sé que le juzgan a uno con todas las
garantías. Tengo gran confianza en ellos. Saben perfectamente mi hoja de
servicios. También tú sabes cómo he sido yo siempre. No he sido inteligente,
pero siempre he tenido la mejor voluntad. He procurado servir lo mejor posi-
ble al Partido, ¿no crees? Me castigarán a cinco años, ¿verdad? O quizá diez.
Un tipo como yo puede resultar muy útil en un campo de trabajos forzados.
Creo que no me fusilarán por una pequeña y única equivocación.
—¿Eres culpable de algo? —dijo Winston.
—¡Claro que soy culpable! —exclamó Parsons mirando servilmente a la
telepantalla—. ¿No creerás que el Partido puede detener a un hombre inocen-
te? —Se le calmó su rostro de rana e incluso tomó una actitud beatífica—. El
crimen del pensamiento es una cosa horrible dijo sentenciosamente—. Es una
insidia que se apodera de uno sin que se dé cuenta. ¿Sabes cómo me ocurrió
a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue. Me he pasado la vida trabajando tan con-
tento, cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya ves, resulta que
tenía un mal pensamiento oculto en la cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche,
empecé a hablar dormido, y ¿sabes lo que me oyeron decir?
Bajó la voz, como alguien que por razones médicas tiene que pronunciar
unas palabras obscenas.
—¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí varias
veces. Entre nosotros, chico, te confesaré que me alegró que me detuvieran
antes de que la cosa pasara a mayores. ¿Sabes lo que voy a decirles cuando me
lleven ante el tribunal? «Gracias —les diré—, «gracias por haberme salvado
antes de que fuera demasiado tarde». —¿Quién te denunció? —dijo Winston.
—Fue mi niña —dijo Parsons con cierto orgullo dolido—. Estaba escuchan-
do por el agujero de la cerradura. Me oyó decir aquello y llamó a la patrulla
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al día siguiente. No se le puede pedir más lealtad política a una niña de sie-
te años, ¿no te parece? No le guardo ningún rencor. La verdad es que estoy
orgulloso de ella, pues lo que hizo demuestra que la he educado muy bien.
Anduvo un poco más por la celda mirando varias veces, con deseo conte-
nido, a la taza del retrete. Luego, se bajó a toda prisa los pantalones.
—Perdona, chico —dijo—. No puedo evitarlo. Es por la espera, ¿sabes?
Asentó su amplio trasero sobre la taza. Winston se cubrió la cara con las
manos.
—¡Smith! —chilló la voz de la telepantalla—. ¡6079 Smith W! Descúbrete la
cara. En las celdas, nada de taparse la cara.
Winston se descubrió el rostro. Parsons usó el retrete ruidosa y abundan-
temente. Luego resultó que no funcionaba el agua y la celda estuvo oliendo
espantosamente durante varias horas.
Se llevaron a Parsons. Entraron y salieron más presos, misteriosamente.
Una mujer fue enviada a la «habitación 101» y Winston observó que esas
palabras la hicieron cambiar de color. Llegó el momento en que, si hubiera
sido de día cuando le llevaron allí, sería ya la última hora de la tarde; y de
haber entrado por la tarde, sería ya media noche. Había seis presos en la
celda entre hombres y mujeres. Todos estaban sentados muy quietos. Frente
a Winston se hallaba un hombre con cara de roedor; apenas tenía barbilla y
sus dientes eran afilados y salientes. Los carrillos le formaban bolsones de tal
modo que podía pensarse que almacenaba allí comida. Sus ojos gris pálido se
movían temerosamente de un lado a otro y se desviaba su mirada en cuanto
tropezaba con la de otra persona.
Se abrió la puerta de nuevo y entró otro preso cuyo aspecto le causó un es-
calofrío a Winston. Era un hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero o
un técnico. Pero lo sorprendente en él era su figura esquelética. Su delgadez
era tan exagerada que la boca y los ojos parecían de un tamaño despropor-
cionado y en sus ojos se almacenaba un intenso y criminal odio contra algo
o contra alguien.
El individuo se sentó en el banco a poca distancia de Winston. Éste no vol-
vió a mirarle, pero la cara de calavera se le había quedado tan grabada como
si la tuviera continua mente frente a sus ojos. De pronto comprendió de qué
se trataba. Aquel hombre se moría de hambre. Lo mismo pareció ocurrírseles
casi a la vez a cuantos allí se hallaban. Se produjo un leve movimiento por
todo el banco. El hombre de la cara de ratón miraba de cuando en cuando al
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esquelético y desviaba en seguida la mirada con aire culpable para volverse
a fijarse en él irresistiblemente atraído. Por fin se levantó, cruzó pesadamen-
te la celda, se rebuscó en el bolsillo del «mono» y con aire tímido sacó un
mugriento mendrugo de pan y se lo tendió al hambriento.
La telepantalla rugió furiosa. El de la cara de ratón volvió a su sitio de un
brinco. El esquelético se había llevado inmediatamente las manos detrás de
la espalda como para demostrarle a todo el mundo que se había negado a
aceptar el ofrecimiento.
—¡Bumstead! —gritó la voz de un modo ensordecedor‘. ¡2713 Bumstead J!
Tira ese pedazo de pan.
El individuo tiró el mendrugo al suelo.
—Ponte de pie de cara a la puerta y sin hacer ningún movimiento.
El hombre obedeció mientras le temblaban los bolsones de sus mejillas. Se
abrió la puerta de golpe y entró el joven oficial, que se apartó para dejar pasar
a un guardia achaparrado con enormes brazos y hombros. Se colocó frente
al hombre del mendrugo y, a una orden muda del oficial, le lanzó un terrible
puñetazo a la boca apoyándolo con todo el peso de su cuerpo. La fuerza del
golpe empujó al individuo hasta la otra pared de la celda. Se cayó junto al
retrete. Le brotaba una sangre negruzca de la boca y de la nariz. Después,
gimiendo débilmente, consiguió ponerse en pie. Entre un chorro de sangre y
saliva, se le cayeron de la boca las dos mitades de una dentadura postiza.
Los presos estaban muy quietos, todos ellos con las manos cruzadas sobre
las rodillas. El hombre ratonil volvió a su sitio. Se le oscurecía la carne en
uno de los lados de la cara. Se le hinchó la boca hasta formar una masa in-
forme con un agujero negro en medio. Sus ojos grises seguían moviéndose,
sintiéndose más culpable que nunca y como tratando de averiguar cuánto lo
despreciaban los otros por aquella humillación.
Se abrió la puerta. Con un pequeño gesto, el oficial señaló al hombre es-
quelético.
—Habitación 101 dijo.
Winston oyó a su lado una ahogada exclamación de pánico. El hombre se
dejó caer al suelo de rodillas y rogaba con las manos juntas:
—¡Camarada! ¡Oficial! No tienes que llevarme a ese sitio; ¿no te lo he dicho
ya todo? ¿Qué más quieres saber? ¡Todo lo confesaría, todo! Dime de qué se
trata y lo confesaré. ¡Escribe lo que quieras y lo firmaré! Pero no me lleves a
la habitación 101.
202
—Habitación 101 —dijo el oficial.
La cara del hombre, ya palidísima, se volvió de un color increíble. Era —no
había lugar a dudas— de un tono verde.
—¡Haz algo por mí! —chilló—. Me has estado matando de hambre durante
varias semanas. Acaba conmigo de una vez. Dispara contra mí. Ahórcame.
Condéname a veinticinco años. ¿Queréis que denuncie a alguien más? De-
cidme de quién se trata y yo diré todo lo que os convenga. No me importa
quién sea ni lo que vayáis a hacerle. Tengo mujer y tres hijos. El mayor de
ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger a los cuatro y cortarles el cuer-
po delante de mí y yo lo contemplaré sin rechistar. Pero no me llevéis a la
habitación 101.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
El hombre del rostro de calavera miró frenéticamente a los demás presos
como si esperara encontrar alguno que pudiera poner en su lugar. Sus ojos
se detuvieron en la aporreada cara del que le había ofrecido el mendrugo. Lo
señaló con su mano huesuda y temblorosa.
—¡A ése es al que debíais llevar, no a mí! —gritó—. ¿No habéis oído lo que
dijo cuando le pegaron? Os lo contaré si queréis oírme. El sí que está contra
el Partido y no yo. —Los guardias avanzaron dos pasos. La voz del hombre
se elevó histéricamente. —¡No lo habéis oído! —repitió—. La telepantalla no
funcionaba bien. Ése es al que debéis llevaros. ¡Sí, él, él; yo no!
Los dos guardias lo sujetaron por el brazo, pero en ese momento el preso
se tiró al suelo y se agarró a una de las patas de hierro que sujetaban el ban-
co. Lanzaba un aullido que parecía de algún animal. Los guardias tiraban de
él. Pero se aferraba con asombrosa fuerza. Estuvieron forcejeando así quizá
unos veinte segundos. Los presos seguían inmóviles con las manos cruzadas
sobre las rodillas mirando fijamente frente a ellos. El aullido se cortó; el hom-
bre sólo tenía ya alientos para sujetarse. Entonces se oyó un grito diferente.
Un guardia le había roto de una patada los dedos de una mano. Lo pusieron
de pie alzándolo como un pelele. —Habitación 101 —dijo el oficial.
Y se lo llevaron al hombre, que apenas podía apoyarse en el suelo y que se
sujetaba con la otra la mano partida. Había perdido por completo los ánimos.
Pasó mucho tiempo. Si había sido media noche cuando se llevaron al hom-
bre de la cara de calavera, era ya por la mañana; si había sido por la maña-
na, ahora sería por la tarde. Winston estaba solo desde hacía varias horas.
Le producía tal dolor estarse sentado en el estrecho banco que se atrevió a
203
levantarse de cuando en cuando y dar unos pasos por la celda sin que la te-
lepantalla se lo prohibiera. El mendrugo de pan seguía en el suelo, —en el
mismo sitio donde lo había tirado el individuo de cara ratonil. Al principio,
necesitó Winston esforzarse mucho para no mirarlo, pero ya no tenía ham-
bre, sino sed. Se le había puesto la boca pegajosa y de un sabor malísimo. El
constante zumbido y la invariable luz blanca le causaban una sensación de
mareo y de tener vacía la cabeza. Cuando no podía resistir más el dolor de
los huesos, se levantaba, pero volvía a sentarse en seguida porque estaba de-
masiado mareado para permanecer en pie. En cuanto conseguía dominar sus
sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces pensaba con leve esperanza
en O’Brien y en la hoja de afeitar. Bien pudiera llegar la hoja escondida en
el alimento que le dieran, si es que llegaban a darle alguno. En Julia pensaba
menos. Estaría sufriendo, quizás más que él. Probablemente estaría chillando
de dolor en este mismo instante. Pensó: «Si pudiera salvar a Julia duplican-
do mi dolor, ¿lo haría? Sí, lo haría». Esto era sólo una decisión intelectual,
tomada porque sabia que su deber era ese; pero, en verdad, no lo sentía. En
aquel sitio no se podía sentir nada excepto el dolor físico y la anticipación de
venideros dolores. Además, ¿era posible, mientras se estaba sufriendo real-
mente, desear que por una u otra razón le aumentara a uno el dolor? Pero
a esa pregunta no estaba él todavía en condiciones de responder. Las botas
volvieron a acercarse. Se abrió la puerta. Entró O’Brien.
Winston se puso en pie. El choque emocional de ver a aquel hombre le
hizo abandonar toda preocupación. Por primera vez en muchos años, olvidó
la presencia de la telepantalla.
—¡También a ti te han cogido! —exclamó.
—Hace mucho tiempo que me han cogido —repuso O’Brien con una iro-
nía suave y como si lo lamentara. Se apartó un poco para que pasara un
corpulento guardia que tenía una larga porra negra en la mano.
—Ya sabías que ocurriría esto, Winston —dijo O’Brien—. No te engañes a
ti mismo. Lo sabías… Siempre lo has sabido.
Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo de
pensar en ello. Sólo tenía ojos para la porra que se balanceaba en la mano del
guardia. El golpe podía caer en cualquier parte de su cuerpo: en la coronilla,
encima de la oreja, en el antebrazo, en el codo…
¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con la
otra mano el codo golpeado. Había visto luces amarillas. ¡Era inconcebible
204
que un solo golpe pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo. Volvió a ver claro.
Los otros dos lo miraban desde arriba. El guardia se reía de sus contorsiones.
Por lo menos, ya sabía una cosa. Jamás, por ninguna razón del mundo, puede
uno desear un aumento de dolor. Del dolor físico sólo se puede desear una
cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico. Ante eso
no hay héroes. No hay héroes, pensó una y otra vez mientras se retorcía en
el suelo, sujetándose inútilmente su inutilizado brazo izquierdo.
205
Capítulo II
Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más
elevada sobre el suelo y que estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre
su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O’Brien estaba de pie a su
lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta
blanca en una de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmica.
Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse
plena cuenta de lo que le rodeaba. Tenía la impresión de haber venido na-
dando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una especie de
mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profun-
didades. Desde el momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad
ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos. A veces la concien-
cia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había
parado en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absolu-
to vacío. Pero si esos ratos eran segundos, horas, días, o semanas, no había
manera de saberlo.
La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría
cuenta de que todo lo ocurrido entonces había sido sólo una ligera introduc-
ción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos los presos.
Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie
de delitos: espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era
real, la confesión era sólo cuestión de trámite. Winston no podía recordar
cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos.
Recordaba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o
seis individuos con uniformes negros. A veces emplearon los puños, otras
las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas. Sabía que había
rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose
en un inútil esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos
sólo conseguía que le propinaran más patadas en las costillas, en el vientre,
en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna
206
vertebral. A veces gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empe-
zaran a pegarle y bastaba con que un puño hiciera el movimiento de retroceso
precursor del golpe para que confesara todos los delitos, verdaderos o ima-
ginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no confesar
nada, tenían que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras oca-
siones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir: «Confesaré, pero todavía
no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más,
dos golpes más y les diré lo que quieran». Cuando le golpeaban hasta dejar-
lo tirado como un saco de patatas en el suelo de piedra para que recobrara
alguna energía, al cabo de varias horas volvían a buscarlo y le pegaban otra
vez. También había períodos más largos de descanso. Los recordaba confusa-
mente porque los pasaba adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se
acordaba de que un barbero había ido a afeitarle la barba al rape y algunos
hombres de actitud profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le ob-
servaban sus movimientos reflejos, le levantaban los párpados y le recorrían
el cuerpo con dedos rudos en busca de huesos rotos o le ponían inyecciones
en el brazo para hacerle dormir.
Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi úni-
camente a amenazas, a anunciarle un horror al que le enviarían en cuanto
sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya
rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos
regordetes con movimientos rápidos y gafas brillantes que se relevaban para
«trabajarlo» en turnos que duraban —no estaba seguro— diez o doce horas.
Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor
leve, pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle
confesar. Le daban bofetadas, le retorcían las orejas, le tiraban del pelo, le
hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar, le
enfocaban la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a
lágrima viva… Pero la finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la
facultad de razonar, de encontrar argumentos. La verdadera arma de aque-
llos hombres era el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora,
lleno de trampas, deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confe-
sar a cada paso mentiras y contradicciones, hasta que empezaba a llorar no
sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba media docena
de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo
amenazaban, a cada vacilación, con volverlo a entregar a los guardias. Pero
207
de pronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada, trataban de despertar
sus sentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran Hermano, y le pregunta-
ban compungidos si no le quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para
desear no haber hecho todo el mal que había hecho. Con los nervios destroza-
dos después de tantas horas de interrogatorio, estos amistosos reproches le
hacían llorar con más fuerza. Al final se había convertido en un muñeco: una
boca que afirmaba lo que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le
ponían delante. Su única preocupación consistía en descubrir qué deseaban
hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a
insultarlo y a amenazarlo. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros
del Partido, haber distribuido propaganda sediciosa, robo de fondos públicos,
venta de secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase… Confesó
que había sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en 1968. Confesó que tenía
creencias religiosas, que admiraba el capitalismo y que era un pervertido se-
xual. Confesó haber asesinado a su esposa, aunque sabía perfectamente —y
tenían que saberlo también sus verdugos— que su mujer vivía aún. Confesó
que durante muchos años había estado en relación con Goldstein y había
sido miembro de una organización clandestina a la que habían pertenecido
casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácil era
confesarlo todo —fuera verdad o mentira— y comprometer a todo el mundo.
Además, en cierto sentido, todo ello era verdad. Era cierto que había sido un
enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción alguna entre
los pensamientos y los actos.
También recordaba otras cosas que surgían en su mente de un modo inco-
nexo, como cuadros aislados rodeados de oscuridad.
Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía,
porque lo único que él veía era un par de ojos. Allí cerca se oía el tic-tac,
lento y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño y se
hicieron más luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su asiento y
sumergiéndose en los ojos, fue tragado por ellos.
Estaba atado a una silla rodeada de esferas graduadas, bajo cegadores focos.
Un hombre con bata blanca leía los discos. Fuera se oía que se acercaban
pasos. La puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera entró seguido
por dos guardias.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
208
El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera, miró a Winston; se
limitaba a observar los discos.
Winston rodaba por un interminable corredor de un kilómetro de anchura
inundado por una luz dorada y deslumbrante. Se reía a carcajadas y gritaba
confesiones sin cesar. Lo confesaba todo, hasta lo que había logrado callar
bajo las torturas. Le contaba toda la historia de su vida a un público que
ya la conocía. Lo rodeaban los guardias, sus otros verdugos de lentes, los
hombres de las batas blancas, O’Brien, Julia, el señor Charrington, y todos
rodaban alegremente por el pasillo riéndose a carcajadas. Winston se había
escapado de algo terrorífico con que le amenazaban y que no había llegado a
suceder. Todo estaba muy bien, no había más dolor y hasta los más mínimos
detalles de su vida quedaban al descubierto, comprendidos y perdonados.
Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo habían tendido, pues
casi tenía la seguridad de haber oído la voz de O’Brien. Durante todos los in-
terrogatorios anteriores, a pesar de no haberlo llegado a ver, había tenido la
constante sensación de que O’Brien estaba allí cerca, detrás de él. Esa O’Brien
quien lo había dirigido todo. Él había lanzado a los guardias contra Winston
y también él había evitado que lo mataran. Fue él quién decidió cuándo tenía
Winston que gritar de dolor, cuándo podía descansar, cuándo lo tenían que
alimentar, cuándo habían de dejarlo dormir y cuándo tenían que reanimarlo
con inyecciones. Era él quien sugería las preguntas y las respuestas. Era su
atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo. Y una vez —Winston
no podía recordar si esto ocurría mientras dormía bajo el efecto de la droga, o
durante el sueño normal o en un momento en que estaba despierto— una voz
le había murmurado al oído: «No te preocupes, Winston; estás bajo mi custo-
dia. Te he vigilado durante siete años. Ahora ha llegado el momento decisivo.
Te salvaré; te haré perfecto». No estaba seguro si era la voz de O’Brien; pero
desde luego era la misma voz que le había dicho en aquel otro sueño, siete
años antes: «Nos encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad».
Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba.
Incluso la cabeza estaba sujeta por detrás al lecho. O’Brien lo miraba serio,
casi triste. Su rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado, y con bolsas
bajo los ojos y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era mayor de lo
que Winston creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años. Apoya-
ba la mano en una palanca que hacía mover la aguja de la esfera, en la que
se veían unos números.
209
—Te dije —murmuró O’Brien— que, si nos encontrábamos de nuevo, sería
aquí.
—Sí —dijo Winston.
Sin advertencia previa —excepto un leve movimiento de la mano de
O’Brien— le inundó una oleada dolorosa. Era un dolor espantoso porque no
sabía de dónde venía y tenía la sensación de que le habían causado un daño
mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de algún recurso eléctri-
co, pero sentía como si todo el cuerpo se le descoyuntara. Aunque el dolor le
hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es que se le rompiera
la columna vertebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz tratando de
estarse callado lo más posible.
—Tienes miedo —dijo O’Brien observando su cara— de que de un momen-
to a otro se te rompa algo. Sobre todo, temes que se te parta la espina dorsal.
Te imaginas ahora mismo las vértebras soltándose y el líquido raquídeo sa-
liéndose. ¿Verdad que lo estás pensando, Winston?
Winston no contestó. O’Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor
se retiró con tanta rapidez como había llegado.
—Eso era cuarenta dijo O’Brien—. Ya ves que los números llegan hasta el
ciento. Recuerda, por favor, durante nuestra conversación, que está en mi
mano infligirte dolor en el momento y en el grado que yo desee. Si me dices
mentiras o si intentas engañarme de alguna manera, o te dejas caer por deba-
jo de tu nivel normal de inteligencia, te haré dar un alarido inmediatamente.
¿Entendido?
—Sí —dijo Winston.
O’Brien adoptó una actitud menos severa. Se ajustó pensativo las gafas y
anduvo unos pasos por la habitación. Cuando volvió a hablar, su voz era sua-
ve y paciente. Parecía un médico, un maestro, incluso un sacerdote, deseoso
de explicar y de persuadir antes que de castigar.
—Me estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mere-
ces. Sabes perfectamente lo que te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos
años aunque te has esforzado en convencerte de que no lo sabías. Estás tras-
tornado mentalmente. Padeces de una memoria defectuosa. Eres incapaz de
recordar los acontecimientos reales y te convences a ti mismo porque esta-
bas decidido a no curarte. No estabas dispuesto a hacer el pequeño esfuerzo
de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te aferras a tu en-
fermedad por creer que es una virtud. Ahora te pondré un ejemplo y te con-
210
vencerás de lo que digo. Vamos a ver, en este momento, ¿con qué potencia
está en guerra Oceanía?
—Cuando me detuvieron, Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental.
—Con Asia Oriental. Muy bien. Y Oceanía ha estado siempre en guerra
con Asia Oriental, ¿verdad?
Winston contuvo la respiración. Abrió la boca para hablar, pero no pudo.
Era incapaz de apartar los ojos del disco numerado.
—La verdad, por favor, Winston. Tu verdad. Dime lo que creas recordar.
—Recuerdo que hasta una semana antes de haber sido yo detenido, no
estábamos en guerra con Asia Oriental en absoluto. Éramos aliados de ella.
La guerra era contra Eurasia. Una guerra que había durado cuatro años. Y
antes de eso…
O’Brien lo hizo callar con un movimiento de la mano.
—Otro ejemplo. Hace algunos años sufriste una obcecación muy seria.
Creíste que tres hombres que habían sido miembros del Partido, llamados
Jones, Aaronson y Rutherford —unos individuos que fueron ejecutados por
traición y sabotaje después de haber confesado todos sus delitos—; creíste,
repito, que no eran culpables de los delitos de que se les acusaba. Creíste que
habías visto una prueba documental innegable que demostraba que sus con-
fesiones habían sido forzadas y falsas. Sufriste una alucinación que te hizo
ver cierta fotografía. Llegaste a creer que la habías tenido en tus manos. Era
una foto como ésta.
Entre los dedos de O’Brien había aparecido un recorte de periódico que
pasó ante la vista de Winston durante unos cinco segundos. Era una foto
de periódico y no podía dudarse cuál. Sí, era la fotografía; otro ejemplar del
retrato de Jones, Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en
Nueva York, aquella foto que Winston había descubierto por casualidad once
años antes y había destruido en seguida. Y ahora había vuelto a verla. Sólo
unos instantes, pero estaba seguro de haberla visto otra vez. Hizo un desespe-
rado esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse ni siquiera un
centímetro. Había olvidado hasta la existencia de la amenazadora palanca.
Sólo quería volver a coger la fotografía, o por lo menos verla más tiempo.
—¡Existe! —gritó. No —dijo O’Brien.
Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un «agujero de la memo-
ria». O’Brien levantó la rejilla. El pedazo de papel salió dando vueltas en el
211
torbellino de aire caliente y se deshizo en una fugaz llama. O’Brien volvió
junto a Winston.
—Cenizas —dijo—. Ni siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha exis-
tido.
—¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú también
lo recuerdas.
—Yo no lo recuerdo —dijo O’Brien.
Winston se desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió un mortal desam-
paro. Si hubiera estado seguro de que O’Brien mentía, se habría quedado
tranquilo. Pero era muy posible que O’Brien hubiera olvidado de verdad la
fotografía. Y en ese caso habría olvidado ya su negativa de haberla recorda-
do y también habría olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar
seguro de que todo esto no era más que un truco? Quizás aquella demencia
dislocación de los pensamientos pudiera tener una realidad efectiva. Eso era
lo que más desanimaba a Winston.
O’Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un profe-
sor esforzándose por llevar por buen camino a un chico descarriado, pero
prometedor.
—Hay una consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Wins-
ton, por favor.
—El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente
controla el pasado —repitió Winston, obediente.
—El que controla el presente controla el pasado —dijo O’Brien moviendo
la cabeza con lenta aprobación—. ¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe
verdaderamente?
Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el
disco. No sólo no sabía si la respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no,
sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él tenía por
cierta.
O’Brien sonrió débilmente:
—No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado
en lo que se conoce por existencia. Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe
el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio en alguna parte,
hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo?
—No.
—Entonces, ¿dónde existe el pasado?
212
—En los documentos. Está escrito.
—En los documentos… Y, ¿dónde más?
—En la mente. En la memoria de los hombres.
—En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos
los documentos y controlamos todas las memorias. De manera que controla-
mos el pasado, ¿no es así?
—Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado?
—exclamó Winston olvidando del nuevo el martirizador eléctrico—. Es un ac-
to involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar la memoria?
¡La mía no la habéis controlado!
O’Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.
—Al contrario —dijo por fin—, eres tú el que no la ha controlado y por eso
estás aquí. Te han traído porque te han faltado humildad y autodisciplina.
No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la cordura.
Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Winston;
solamente el espíritu disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad
es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también que
la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas
a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están
viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es
externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio. No en
la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece
pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar
la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad.
Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Este es el
hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un
acto de autodestrucción, un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte
si quieres volverte cuerdo.
Después de una pausa de unos momentos, prosiguió: Recuerdas haber es-
crito en tu Diario: «la libertad es poder decir que dos más dos son cuatro?».
—Sí —dijo Winston.
O’Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escon-
diendo el dedo pulgar extendió los otros cuatro.
—¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?
—Cuatro.
213
—¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos
hay?
—Cuatro.
La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había
subido a cincuenta y cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque
apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O’Brien lo contem-
plaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor,
aunque no desapareció del todo, se alivió bastante.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—¡¡Cuatro‼ ¡¡Cuatro‼ ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y
pesado y los cuatro dedos ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante
sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes, pero seguían
siendo cuatro, sin duda alguna.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—¡¡Cuatro‼ ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
—¡Cuántos dedos, Winston!
—¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
—No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cua-
tro. Por favor, ¿cuántos dedos?
—¡¡Cuatro‼ ¡¡Cinco‼ ¡¡Cuatro‼ Lo que quieras, pero termina de una vez.
Para este dolor.
Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de O’Brien rodeándole los
hombros. Quizá hubiera perdido el conocimiento durante unos segundos. Se
habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía mucho frío,
temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas
por las mejillas. Durante unos instantes se apretó contra O’Brien como un
niño, confortado por el fuerte brazo que le rodeaba los hombros. Tenía la
sensación de que O’Brien era su protector, que el dolor venía de fuera, de
otra fuente, y que O’Brien le evitaría sufrir.
—Tardas mucho en aprender, Winston —dijo O’Brien con suavidad.
—No puedo evitarlo —balbuceó Winston—. ¿Cómo puedo evitar ver lo que
tengo ante los ojos si no los cierro? Dos y dos son cuatro.
214
—Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en
ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es
fácil recobrar la razón.
Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a inmovili-
zarlo, pero ya no sentía dolor y le había desaparecido el temblor. Estaba débil
y frío. O’Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de la bata blanca, que
había permanecido inmóvil durante la escena anterior y ahora, inclinándose
sobre Winston, le examinaba los ojos de cerca, le tomaba el pulso, le acercaba
el oído al pecho y le daba golpecitos de reconocimiento. Luego, mirando a
O’Brien, movió la cabeza afirmativamente.
—Otra vez —dijo O’Brien.
El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de marcar
ya setenta o setenta y cinco. Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los
dedos continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único importante era
conservar la vida hasta que pasaran las sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea
de si lloraba o no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los ojos. O’Brien había
vuelto a bajar la palanca.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—¡¡Cuatro‼ Supongo que son cuatro. Quisiera ver cinco. Estoy tratando de
ver cinco.
—¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?
—Verlos de verdad.
—Otra vez dijo O’Brien.
Es probable que la aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un mo-
do intermitente podía recordar Winston a qué se debía su martirio. Detrás
de sus párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en una extraña dan-
za, entretejiéndose, desapareciendo unos tras otros y volviendo a aparecer.
Quería contarlos, pero no recordaba por qué. Sólo sabía que era imposible
contarlos y que esto se debía a la misteriosa identidad entre cuatro y cinco. El
dolor desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos, halló que seguía viendo
lo mismo; es decir, innumerables dedos que se movían como árboles locos
en todas direcciones cruzándose y volviéndose a cruzar. Cerró otra vez los
ojos.
—¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?
—No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis… Te
aseguro que no lo sé.
215
—Esto va mejor —dijo O’Brien.
Le pusieron una inyección en el brazo. Casi instantáneamente se le espar-
ció por todo el cuerpo una cálida y beatífica sensación. Casi no se acordaba
de haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a O’Brien. Le conmovió
ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente. Si se
hubiera podido mover, le habría tendido una mano. Nunca lo había querido
tanto como en este momento y no sólo por haberle suprimido el dolor. Aquel
antiguo sentimiento, aquella idea de que no importaba que O’Brien fuera un
amigo o un enemigo, había vuelto a apoderarse de él. O’Brien era una perso-
na con quien se podía hablar. Quizá no deseara uno tanto ser amado como
ser comprendido. O’Brien lo había torturado casi hasta enloquecerlo y era
seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero no importaba. En cierto
sentido, más allá de la amistad, eran íntimos. De uno u otro modo y aunque
las palabras que lo explicarían todo no pudieran ser pronunciadas nunca,
había desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar. O’Brien lo mi-
raba con una expresión reveladora de que el mismo pensamiento se le estaba
ocurriendo. Empezó a hablar en un tono de conversación corriente.
—¿Sabes dónde estás, Winston? —dijo.
—No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor.
—¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí?
—No sé. Días, semanas, meses… creo que meses.
—¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?
—Para hacerles confesar.
—No, no es ésa la razón. Di otra cosa.
—Para castigarlos.
—¡No! —exclamó O’Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y
su rostro se había puesto de pronto serio y animado a la vez—. ¡No! No te
traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que te diga pa-
ra qué te hemos traído? ¡¡Para curarte‼ ¡¡Para volverte cuerdo‼ Debes saber,
Winston, que ninguno de los que traemos aquí sale de nuestras manos sin
haberse curado. No nos interesan esos estúpidos delitos que has cometido.
Al Partido no le interesan los actos realizados; nos importa sólo el pensa-
miento. No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos.
¿Comprendes lo que quiero decir?
Estaba inclinado sobre Winston. Su cara parecía enorme por su proximi-
dad y horriblemente fea vista desde abajo. Además, sus facciones se alteraban
216
por aquella exaltación, aquella intensidad de loco. Otra vez se le encogió el
corazón a Winston. Si le hubiera sido posible, habría retrocedido. Estaba se-
guro de que O’Brien iba a mover la palanca por puro capricho. Sin embargo,
en ese momento se apartó de él y paseó un poco por la habitación. Luego
prosiguió con menos vehemencia:
—Lo primero que debes comprender es que éste no es un lugar de martirio.
Has leído cosas sobre las persecuciones religiosas en el pasado. En la Edad
Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar la herejía y
terminaron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje
quemado han surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los
enemigos abiertamente y mientras aún no se habían arrepentido. Se moría
por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria
pertenecía a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más
tarde, en el siglo XX, han existido los totalitarios, como los llamaban: los
nazis alemanes y los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los herejes
con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición. Y se imaginaron que
habían aprendido de los errores del pasado. Por lo menos sabían que no se
deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a un juicio público, se
dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente
por medio de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres despre-
ciables, verdaderos peleles capaces de confesarlo todo, que se insultaban a sí
mismos acusándose unos a otros y pedían sollozando un poco de misericor-
dia. Sin embargo, después de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo.
Los muertos se han convertido en mártires y se ha olvidado su degradación.
¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer lugar, porque las confesio-
nes que habían hecho eran forzadas y falsas. Nosotros no cometemos esta
clase de errores. Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. No-
sotros hacemos que sean verdaderas. Y, sobre todo, no permitimos que los
muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda esperanza
de que la posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de
ti. Desaparecerás por completo de la corriente histórica. Te disolveremos en
la estratosfera, por decirlo así. De ti no quedará nada: ni un nombre en un pa-
pel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás aniquilado tanto en el pretérito
como en el futuro. No habrás existido.
«Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura
momentánea. O’Brien se detuvo en seco como si hubiera oído el pensamien-
217
to de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un poco en-
tornados y le dijo: —Estás pensando que si nos proponemos destruirte por
completo, ¿para qué nos tomamos todas estas molestias?; que si nada va a
quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que tú digas o pienses? ¿Verdad
que lo estás pensando?
—Sí —dijo Winston.
O’Brien sonrió levemente y prosiguió:
Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una
mancha en el tejido; una mancha que debemos borrar. ¿No te dije hace poco
que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos contentamos
con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuan-
do por fin te rindas a nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad.
No destruimos a los herejes porque se nos resisten; mientras nos resisten no
los destruimos. Los convertimos, captamos su mente, los reformamos. Al he-
reje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva
dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en
cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de matarlo. Nos resulta
intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo,
por muy secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muer-
te podemos permitir alguna desviación. Antiguamente, el hereje subía a la
hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando
con ella. Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión ence-
rrada en el cráneo cuando avanzaba por un pasillo de la prisión en espera
del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto el cerebro que
vamos a destruir. La consigna de todos los despotismos era: «No harás esto
o lo otro». La voz de mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello».
Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de los que traemos aquí puede volverse
contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traido-
res en cuya inocencia creíste un día —Jones, Aaronson y Rutherford— los
conquistamos al final. Yo mismo participé en su interrogatorio. Los vi ceder
paulatinamente, sollozando, llorando a lágrima viva, y al final no los domi-
naba el miedo ni el dolor, sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán
de penitencia. Cuando acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hom-
bre. Nada quedaba en ellos sino el arrepentimiento por lo que habían hecho
y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían
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que se les matase en seguida para poder morir con la mente limpia. Temían
que pudiera volver a ensuciárseles.
La voz de O’Brien se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía el
entusiasmo del loco y la exaltación del fanático. «No está mintiendo pensó
Winston, no es un hipócrita; cree todo lo que dice». A Winston le oprimía el
convencimiento de su propia inferioridad intelectual. Contemplaba aquella
figura pesada y de movimientos sin embargo agradables que paseaba de un
lado a otro entrando y saliendo en su radio de visión. O’Brien era, en todos
sentidos, un ser de mayores proporciones que él. Cualquier idea que Winston
pudiera haber tenido o pudiese tener en lo sucesivo, ya se le había ocurrido a
O’Brien, examinándola y rechazándola. La mente de aquel hombre contenía
a la de Winston. Pero, en ese caso, ¿cómo iba a estar loco O’Brien? El loco
tenía que ser él, Winston. O’Brien se detuvo y lo miró fijamente. Su voz había
vuelto a ser dura:
No te figures que vas a salvarte, Winston, aunque te rindas a nosotros por
completo. Jamás se salva nadie que se haya desviado alguna vez. Y aunque
decidiéramos dejarte vivir el resto de tu vida natural, nunca te escaparás de
nosotros. Lo que está ocurriendo aquí es para siempre. Es preciso que se te
grabe de una vez para siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás
recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas de las que no te recobrarás
aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento
humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más serás capaz de amar,
de amistad, de disfrutar de la vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo,
de tener valor, de ser un hombre íntegro… Estarás hueco. Te vaciaremos y te
rellenaremos de… nosotros.
Se detuvo y le hizo una señal al hombre de la bata blanca. Winston tuvo
la vaga sensación de que por detrás de él le acercaban un aparato grande.
O’Brien se había sentado junto a la cama de modo que su rostro quedaba
casi al mismo nivel del de Winston.
—Tres mil —le dijo, por encima de la cabeza de Winston, al hombre de la
bata blanca.
Dos compresas algo húmedas fueron aplicadas a las sienes de Winston.
Éste sintió una nueva clase de dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese do-
lor. O’Brien le puso una mano sobre la suya para tranquilizarlo, casi con
amabilidad.
—Esta vez no te dolerá —le dijo—. No apartes tus ojos de los míos.
219
En aquel momento sintió Winston una explosión devastadora o lo que pa-
recía una explosión, aunque no era seguro que hubiese habido ningún ruido.
Lo que si se produjo fue un cegador fogonazo. Winston no estaba herido;
sólo postrado. Aunque estaba tendido de espaldas cuando aquello ocurrió,
tuvo la curiosa sensación de que le habían empujado hasta quedar en aque-
lla posición. El terrible e indoloro golpe le había dejado aplastado. Y en el
interior de su cabeza también había ocurrido algo. Al recobrar la visión, re-
cordó quién era y dónde estaba y reconoció el rostro que lo contemplaba;
pero tenía la sensación de un gran vacío interior. Era como si le faltase un
pedazo del cerebro.
—Esto no durará mucho —dijo O’Brien—. Mírame a los ojos. ¿Con qué país
está en guerra Oceanía?
Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un ciudadano
de este país. También recordaba que existían Eurasia y Asia Oriental; pero
no sabía cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no tenía idea de que
hubiera guerra ninguna.
—No recuerdo.
Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuerdas ahora?
—Sí.
—Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental. Desde el princi-
pio de tu vida, desde el principio del Partido, desde el principio de la Histo-
ria, la guerra ha continuado sin interrupción, siempre la misma guerra. ¿Lo
recuerdas?
—Sí.
—Hace once años inventaste una leyenda sobre tres hombres que habían
sido condenados a muerte por traición. Pretendías que habías visto un pedazo
de papel que probaba su inocencia. Ese recorte de papel nunca existió. Lo
inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora recuerdas el momento en que lo
inventaste, ¿te acuerdas?
—Sí.
—Hace poco te puse ante los ojos los dedos de mi mano. Viste cinco dedos.
¿Recuerdas?
—Sí.
O’Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.
—Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos? —Sí.
220
Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero pronto
volvió a ser todo normal y sintió de nuevo el antiguo miedo, el odio y el des-
concierto. Pero durante unos instantes —quizá no más de treinta segundos—
había tenido una luminosa certidumbre y todas las sugerencias de O’Brien
habían venido a llenar un hueco de su cerebro convirtiéndose en verdad ab-
soluta. En esos instantes dos y dos podían haber sido lo mismo tres que cinco,
según se hubiera necesitado. Pero antes de que O’Brien hubiera dejado caer
la mano, ya se había desvanecido la ilusión. Sin embargo, aunque no podía
volver a experimentarla, recordaba aquello como se recuerda una viva ex-
periencia en algún período remoto de nuestra vida en que hemos sido una
persona distinta.
—Ya has visto que es posible —le dijo O’Brien.
—Sí —dijo Winston.
O’Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que el
hombre de la bata blanca preparaba una inyección. O’Brien miró a Winston
sonriente. Se ajustó las gafas como en los buenos tiempos.
—¿Recuerdas haber escrito en tu diario que no importaba que yo fuera
amigo o enemigo, puesto que yo era por lo menos una persona que te com-
prendía y con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta hablar contigo.
Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece a la mía excepto en que está enfer-
ma. Antes de que acabemos esta sesión puedes hacerme algunas preguntas
si quieres.
—¿La pregunta que quiera?
—Sí. Cualquiera. —Vio que los ojos de Winston se fijaban en la esfera
graduada—: Ahora no funciona.
¿Cuál es tu primera pregunta?
—¿Qué habéis hecho con Julia? —dijo Winston.
O’Brien volvió a sonreír.
—Te traicionó, Winston. Inmediatamente y sin reservas. Pocas veces he
visto a alguien que se nos haya entregado tan pronto. Apenas la reconoce-
rías si la vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su suciedad men-
tal… todo eso ha desaparecido de ella como si lo hubiera quemado. Fue una
conversión perfecta, un caso para ponerlo en los libros de texto.
—¿La habéis torturado?
O’Brien no contestó.
—A ver, la pregunta siguiente.
221
—¿Existe el Gran Hermano?
—Claro que existe. El Partido existe. El Gran Hermano es la encarnación
del Partido.
—¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?
—Tú no existes —dijo O’Brien.
A Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de desamparo. Com-
prendía por qué le decían a él que no existía; pero era un juego de palabras
estúpido. ¿No era un gran absurdo la afirmación «tú no existes»? Pero, ¿de
qué servía rechazar esos argumentos disparatados?
—Yo creo que existo —dijo con cansancio—. Tengo plena conciencia de mi
propia identidad. He nacido y he de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo
un lugar concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido puede ocupar a la
vez el mismo punto. En este sentido, ¿existe el Gran Hermano?
—Eso no tiene importancia. Existe.
—¿Morirá el Gran Hermano?
—Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.
Existe la Hermandad?
—Eso no lo sabrás nunca, Winston. Si decidimos libertarte cuando acabe-
mos contigo y si llegas a vivir noventa años, seguirás sin saber si la respuesta
a esa pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un enigma.
Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más rápidamente. Todavía
no había hecho la pregunta que le preocupaba desde un principio. Tenía que
preguntarlo, pero su lengua se resistía a pronunciar las palabras. O’Brien pa-
recía divertido. Hasta sus gafas parecían brillar irónicamente. Winston pensó
de pronto: «Sabe perfectamente lo que le voy a preguntan». Y entonces le
fue fácil decir:
—¿Qué hay en la habitación 101?
La expresión del rostro de O’Brien no cambió. Respondió:
—Sabes muy bien lo que hay en la habitación 101, Winston. Todo el mundo
sabe lo que hay en la habitación 101. —Levantó un dedo hacia el hombre de
la bata blanca. Evidentemente, la sesión había terminado. Winston sintió en
el brazo el pinchazo de una inyección. Casi inmediatamente, se hundió en
un profundo sueño.
222
Capítulo III
—Hay tres etapas en tu reintegración —dijo O’Brien—; primero aprender,
luego comprender y, por último, aceptar. Ahora tienes que entrar en la se-
gunda etapa.
Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no lo ataban
tan fuerte. Aunque seguía sujeto al lecho, podía mover las rodillas un poco
y volver la cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos. Además, ya
no le causaba tanta tortura la palanca. Podía evitarse el dolor con un poco de
habilidad, porque ahora sólo lo castigaba O’Brien por faltas de inteligencia.
A veces pasaba una sesión entera sin que se moviera la aguja del disco. No
recordaba cuántas sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por un
tiempo largo, indefinido —quizá varias semanas—, y los intervalos entre las
sesiones quizá fueran de varios días y otras veces sólo de una o dos horas.
—Mientras te hallas ahí tumbado —le dijo O’Brien—, te has preguntado
con frecuencia, e incluso me lo has preguntado a mí, por qué el Ministerio
del Amor emplea tanto tiempo y trabajo en tu persona. Y cuando estabas
en libertad te preocupabas por lo mismo. Podías comprender el mecanismo
de la sociedad en que vivías, pero no los motivos subterráneos. ¿Recuerdas
haber escrito en tu Diario: «Comprendo el cómo; no comprendo el porqué»?
Cuando pensabas en el porqué es cuando dudabas de tu propia cordura. Has
leído el libro de Goldstein, o partes de él por lo menos. ¿Te enseñó algo que
ya no supieras?
—¿Lo has leído tú? dijo Winston.
—Lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ya sabes que ningún libro
se escribe individualmente.
—¿Es cierto lo que dice?
—Como descripción, sí. Pero el programa que presenta es una tontería. La
acumulación secreta de conocimientos, la extensión paulatina de ilustración
y, por último, la rebelión proletaria y el aniquilamiento del Partido. Ya te
figurabas que esto es lo que encontrarías en el libro. Pura tontería. Los prole-
223
tarios no se sublevarán ni dentro de mil años ni de mil millones de años. No
pueden. Es inútil que te explique la razón por la que no pueden rebelarse; ya
la conoces. Si alguna vez te has permitido soñar en violentas sublevaciones,
debes renunciar a ello. El Partido no puede ser derribado por ningún proce-
dimiento. Las normas del Partido, su dominio es para siempre. Debes partir
de ese punto en todos tus pensamientos.
O’Brien se acercó más al lecho.
—¡Para siempre! —repitió—.Y ahora volvamos a la cuestión del cómo y el
porqué. Entiendes perfectamente cómo se mantiene en el poder el Partido.
Ahora dime, ¿por qué nos aferramos al poder? ¿Cuál es nuestro motivo? ¿Por
qué deseamos el poder? Habla —añadió al ver que Winston no le respondía.
Sin embargo, Winston siguió callado unos instantes. Sentíase aplanado
por una enorme sensación de cansancio. El rostro de O’Brien había vuelto a
animarse con su fanático entusiasmo. Sabía Winston de antemano lo que iba
a decirle O’Brien que el Partido no buscaba el poder por el poder mismo, sino
sólo para el bienestar de la mayoría. Que le interesaba tener en las manos las
riendas porque los hombres de la masa eran criaturas débiles y cobardes que
no podían soportar la libertad ni encararse con la verdad y debían ser do-
minados y engañados sistemáticamente por otros hombres más fuertes que
ellos. Que la Humanidad sólo podía escoger entre la libertad y la felicidad, y
para la gran masa de la Humanidad era preferible la felicidad. Que el Partido
era el eterno guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para
lograr el bien sacrificando su propia felicidad a la de los demás. Lo terrible,
pensó Winston, lo verdaderamente terrible era que cuando O’Brien le dijera
esto, se lo estaría creyendo. No había más que verle la cara. O’Brien lo sa-
bía todo. Sabía mil veces mejor que Winston cómo era en realidad el mundo,
en qué degradación vivía la masa humana y por medio de qué mentiras y
atrocidades la dominaba el Partido. Lo había entendido y pesado todo y, sin
embargo, no importaba: todo lo justificaba él por los fines. ¿Qué va uno a
hacer, pensó Winston, contra un loco que es más inteligente que uno, que le
oye a uno pacientemente y que sin embargo persiste en su locura?
—Nos gobernáis por nuestro propio bien —dijo débilmente—. Creéis que
los seres humanos no están capacitados para gobernarse, y en vista de ello…
Estuvo a punto de gritar. Una punzada de dolor se le había clavado en el
cuerpo. O’Brien había presionado la palanca y la aguja de la esfera marcaba
treinta y cinco.
224
—Eso fue una estupidez, Winston; has dicho una tontería. Debías tener un
poco más de sensatez.
Volvió a soltar la palanca y prosiguió:
—Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quie-
re tener el poder por amor al poder mismo. No nos interesa el bienestar de
los demás; sólo nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo, ni la longevi-
dad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro. Ahora comprenderás lo que
significa el poder puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado
porque sabemos lo que estamos haciendo. Todos los demás, incluso los que
se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los
comunistas rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nun-
ca tuvieron el valor de reconocer sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo
creían sinceramente, que se habían apoderado de los mandos contra su vo-
luntad y para un tiempo limitado y que a la vuelta de la esquina, como quien
dice, había un paraíso donde todos los seres humanos serían libres e iguales.
Nosotros no somos así. Sabemos que nadie se apodera del mando con la in-
tención de dejarlo. El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se
establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolu-
ción para establecer una dictadura. El objeto de la persecución no es más que
la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura.
Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme?
A. Winston le asombraba el cansancio del rostro de O’Brien. Era fuerte,
carnoso y brutal, lleno de inteligencia y de una especie de pasión controlada
ante la cual sentíase uno desarmado; pero, desde luego, estaba cansado. Tenía
bolsones bajo los ojos y la piel floja en las mejillas. O’Brien se inclinó sobre
él para acercarle más la cara, para que pudiera verla mejor.
—Estás pensando —le dijo— que tengo la cara avejentada y cansada. Pien-
sas que estoy hablando del poder y que ni siquiera puedo evitar la decrepitud
de mi propio cuerpo.
¿No comprendes, Winston, que el individuo es sólo una célula? El cansan-
cio de la célula supone el vigor del organismo. ¿Acaso te mueres al cortarte
las uñas?
Se apartó del lecho y empezó a pasear con una mano en el bolsillo.
—Somos los sacerdotes del poder —dijo—. El poder es Dios. Pero ahora el
poder es sólo una palabra en lo que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas
una idea de lo que el poder significa. Primero debes darte cuenta de que el
225
poder es colectivo. El individuo sólo detenta poder en tanto deja de ser un
individuo. Ya conoces la consigna del Partido: «La libertad es la esclavitud».
¿Se te ha ocurrido pensar que esta frase es reversible? Sí, la esclavitud es la
libertad. El ser humano es derrotado siempre que está solo, siempre que es
libre. Ha de ser así porque todo ser humano está condenado a morir irremi-
siblemente y la muerte es el mayor de todos los fracasos; pero si el hombre
logra someterse plenamente, si puede escapar de su propia identidad, si es
capaz de fundirse con el Partido de modo que él es el Partido, entonces será
todopoderoso e inmortal. Lo segundo de que tienes que darte cuenta es que
el poder es poder sobre seres humanos. Sobre el cuerpo, pero especialmente
sobre el espíritu. El poder sobre la materia…, la realidad externa, como tú la
llamarías…, carece de importancia. Nuestro control sobre la materia es, desde
luego, absoluto.
Durante unos momentos olvidó Winston la palanca. Hizo un violento es-
fuerzo para incorporarse y sólo consiguió causarse dolor.
Pero, ¿cómo vais a controlar la materia? —exclamó sin poderse contener—
. Ni siquiera conseguís controlar el clima y la ley de la gravedad. Además,
existen la enfermedad, el dolor, la muerte…
O’Brien le hizo callar con un movimiento de la mano:
—Controlamos la materia porque controlamos la mente. La realidad está
dentro del cráneo. Irás aprendiéndolo poco a poco, Winston. No hay nada
que no podamos conseguir: la invisibilidad, la levitación… absolutamente to-
do. Si quisiera, podría flotar ahora sobre el suelo como una pompa de jabón.
No lo deseo porque el Partido no lo desea. Debes librarte de esas ideas deci-
monónicas sobre las leyes de la Naturaleza. Somos nosotros quienes dictamos
las leyes de la Naturaleza.
—¡No las dictáis! Ni siquiera sois los dueños de este planeta. ¿Qué me dices
de Eurasia y Asia Oriental? Todavía no las habéis conquistado.
—Eso no tiene importancia. Las conquistaremos cuando nos convenga. Y si
no las conquistásemos nunca, ¿en qué puede influir eso? Podemos borrarlas
de la existencia. Oceanía es el mundo entero.
—Es que el mismo mundo no es más que una pizca de polvo. Y el hombre es
sólo una insignificancia. ¿Cuánto tiempo lleva existiendo? La Tierra estuvo
deshabitada durante millones de años.
—¡Qué tontería! La Tierra tiene sólo nuestra edad. ¿Cómo va a ser más
vieja? No existe sino lo que admite la conciencia humana.
226
—Pero las rocas están llenas de huesos de animales desaparecidos, masto-
dontes y enormes reptiles que vivieron en la Tierra muchísimo antes de que
apareciera el primer hombre.
—¿Has visto alguna vez esos huesos, Winston? Claro que no. Los inven-
taron los biólogos del siglo XIX. Nada hubo antes del hombre. Y después
del hombre, si éste desapareciera definitivamente de la Tierra, nada habría
tampoco. Fuera del hombre no hay nada.
—Es que el universo entero está fuera de nosotros. ¡Piensa en las estrellas!
Puedes verlas cuando quieras. Algunas de ellas están a un millón de años-luz
de distancia. Jamás podremos alcanzarlas.
¿Qué son las estrellas? —dijo O’Brien con indiferencia—. Solamente unas
bolas de fuego a unos kilómetros de distancia. Podríamos llegar a ellas si qui-
siéramos o hacerlas desaparecer, borrarlas de nuestra conciencia. La Tierra
es el centro del universo. El sol y las estrellas giran en torno a ella.
Winston hizo otro movimiento convulsivo. Esta vez no dijo nada. O’Brien
prosiguió, como si contestara a una objeción que le hubiera hecho Winston:
—Desde luego, para ciertos fines es eso verdad. Cuando navegamos por el
océano o cuando predecimos un eclipse, nos puede resultar conveniente dar
por cierto que la Tierra gira alrededor del sol y que las estrellas se encuentran
a millones y millones de kilómetros de nosotros. Pero, ¿qué importa eso?
¿Crees que está fuera de nuestros medios un sistema dual de astronomía? Las
estrellas pueden estar cerca o lejos según las necesitemos. ¿Crees que ésa es
tarea difícil para nuestros matemáticos? ¿Has olvidado el doblepensar?
Winston se encogió en el lecho. Dijera lo que dijese, le venía encima la
veloz respuesta como un porrazo, y, sin embargo, sabía —,cabía— que llevaba
razón. Seguramente había alguna manera de demostrar que la creencia de
que nada existe fuera de nuestra mente es una absoluta falsedad. ¿No se
había demostrado hace ya mucho tiempo que era una teoría indefendible?
Incluso había un nombre para eso, aunque él lo había olvidado. Una fina
sonrisa recorrió los labios de O’Brien, que lo estaba mirando.
—Te digo, Winston, que la metafísica no es tu fuerte. La palabra que tratas
de encontrar es solipsismo. Pero estás equivocado. En este caso no hay solip-
sismo. En todo caso, habrá solipsismo colectivo, pero eso es muy diferente;
es precisamente lo contrario. En fin, todo esto es una digresión —añadió con
tono distinto—. El verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar
día y noche, no es poder sobre las cosas, sino sobre los hombres. —Después
227
de una pausa, asumió de nuevo su aire de maestro de escuela examinando a
un discípulo prometedor: —Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre
su poder sobre otro?
Winston pensó un poco y respondió:
—Haciéndole sufrir.
—Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre,
¿cómo vas á estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El
poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de
hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas
elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es
lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas
que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y
de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará
cada día más despiadado. El progreso de nuestro mundo será la consecución
de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en
la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más
emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el auto rebajamiento. Todo lo
demás lo destruiremos, todo. Ya estamos suprimiendo los hábitos mentales
que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos
que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer.
Nadie se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no
habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer,
como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual
será arrancado donde persista. La procreación consistirá en una formalidad
anual como la renovación de la cartilla de racionamiento. Suprimiremos el
orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existi-
rá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al
Gran Hermano. No habrá risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un
enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya distinción entre
la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no
lo olvides, Winston, siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio, que
aumentará constantemente y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá la
emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si
quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando
un rostro humano… incesantemente.
228
Se calló, como si esperase a que Winston le hablara. Pero éste se enco-
gía más aún. No se le ocurría nada. Parecía helársele el corazón. O’Brien
prosiguió:
—Recuerda que es para siempre. Siempre estará ahí la cara que ha de ser
pisoteada. El hereje, el enemigo de la sociedad, estarán siempre a mano para
que puedan ser derrota dos y humillados una y otra vez. Todo lo que tú has
‘sufrido desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará sin cesar. El
espionaje, las traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones y las
desapariciones se producirán continuamente. Será un mundo de terror a la
vez que un mundo triunfal. Mientras más poderoso sea el Partido, menos to-
lerante será. A una oposición más débil corresponderá un despotismo más
implacable. Goldstein y sus herejías vivirán siempre. Cada día, a cada mo-
mento, serán derrotados, desacreditados, ridiculizados, les escupiremos enci-
ma, y, sin embargo, sobrevivirán siempre. Este drama que yo he representado
contigo durante siete años volverá a ponerse en escena una y otra vez, gene-
ración tras generación, cada vez en forma más sutil. Siempre tendremos al
hereje a nuestro albedrío, chillando de dolor, destrozado, despreciable y, al
final, totalmente arrepentido, salvado de sus errores y arrastrándose a nues-
tros pies por su propia voluntad. Ese es el mundo que estamos preparando,
Winston. Un mundo de victoria tras victoria, de triunfos sin fin, una presión
constante sobre el nervio del poder. Ya veo que empiezas a darte cuenta de
cómo será ese mundo. Pero acabarás haciendo más que comprenderlo. Lo
aceptarás, lo acogerás encantado, te convertirás en parte de él.
Winston había recobrado suficiente energía para hablar:
—¡No podréis conseguirlo! —dijo débilmente.
—¿Qué has querido decir con esas palabras, Winston?
—No podréis crear un mundo como el que has descrito. Eso es un sueño,
un imposible.
—¿Por qué?
—Es imposible fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad.
No perduraría.
—¿Por qué no?
—No tendría vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría. —No seas tonto. Es-
tás bajo la impresión de que el odio es más agotador que el amor. ¿Por qué va
a serlo? Y si lo fuera, ¿qué diferencia habría? Supón que preferimos gastar-
nos más pronto. Supón que aceleramos el tempo de la vida humana de modo
229
que los hombres sean seniles a los treinta años. ¿Qué importaría? ¿No com-
prendes que la muerte del individuo no es la muerte? El Partido es inmortal.
Como de costumbre, la voz había vencido a Winston. Además, temía éste
que si persistía su desacuerdo con O’Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin
embargo, no podía estarse callado. Apagadamente, sin argumentos, sin nada
en que apoyarse excepto el inarticulado horror que le producía lo que había
dicho O’Brien, volvió al ataque.
—No sé, no me importa. De un modo o de otro, fracasaréis. Algo os derro-
tará. La vida os derrotará.
—Nosotros, Winston, controlamos la vida en todos sus niveles. Te figuras
que existe algo llamado la naturaleza humana, que se irritará por lo que ha-
cemos y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que nosotros creamos
la naturaleza humana. Los hombres son infinitamente maleables. O quizás
hayas vuelto a tu antigua idea de que los proletarios o los esclavos se levan-
tarán contra nosotros y nos derribarán. Desecha esa idea. Están indefensos,
como animales. La Humanidad es el Partido. Los otros están fuera, son insig-
nificantes.
—No me importa. Al final, os vencerán. Antes o después os verán como
sois, y entonces os despedazarán.
—¿Tienes alguna prueba de que eso esté ocurriendo? ¿O quizás alguna
razón de que pudiera ocurrir?
—No. Es lo que creo. Sé que fracasaréis. Hay algo en el universo —no sé lo
que es: algún espíritu, algún principio contra lo que no podréis.
—¿Acaso crees en Dios, Winston?
—No.
—Entonces, ¿qué principio es ese que ha de vencernos?
—No sé. El espíritu del Hombre.
—¿Y te consideras tú un hombre?
—Sí.
—Si tú eres un hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha
extinguido; nosotros somos los herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo,
absolutamente solo? Te encuentras fuera de la historia, no existes. —Cambió
de tono y de actitud y dijo con dureza: —¿Te consideras moralmente superior
a nosotros por nuestras mentiras y nuestra crueldad?
—Sí, me considero superior.
230
O’Brien guardó silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos
voces. Después de un momento, Winston reconoció que una de ellas era la
suya propia. Era una cinta magnetofónica de la conversación que había sos-
tenido con O’Brien la noche en que se había alistado en la Hermandad. Se
oyó a sí mismo prometiendo solemnemente mentir, robar, falsificar, asesinar,
fomentar el hábito de las drogas y la prostitución, propagar las enfermeda-
des venéreas y arrojar vitriolo a la cara de un niño. O’Brien hizo un pequeño
gesto de impaciencia, como dando a entender que la demostración casi no
merecía la pena. Luego hizo funcionar un resorte y las voces se detuvieron.
—Levántate de ahí dijo O’Brien.
Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con
gran dificultad.
—Eres el último hombre —dijo O’Brien—. Eres el guardián del espíritu hu-
mano. Ahora te verás como realmente eres. Desnúdate.
Winston se soltó el pedazo de cuerda que le sostenía el «mono». Había
perdido hacía tiempo la cremallera. No podía recordar si había llegado a des-
nudarse del todo desde que lo detuvieron. Debajo del «mono» tenía unos
andrajos amarillentos que apenas podían reconocerse como restos de ropa
interior. Al caérsele todo aquello al suelo, vio que había un espejo de tres
lunas en la pared del fondo. Se acercó a él y se detuvo en seco. Se le había
escapado un grito involuntario.
—Anda —dijo O’Brien—. Colócate entre las tres lunas. Así te verás también
de lado.
Winston estaba aterrado. Una especie de esqueleto muy encorvado y de
un color grisáceo andaba hacia él. La imagen era horrible. Se acercó más al
espejo. La cabeza de aquella criatura tan extraña aparecía deformada, ya que
avanzaba con el cuerpo casi doblado. Era una cabeza de presidiario con una
frente abultada y un cráneo totalmente calvo, una nariz retorcida y los pó-
mulos magullados, con unos ojos feroces y alertas. Las mejillas tenían varios
costurones. Desde luego, era la cara de Winston, pero a éste le pareció que
había cambiado aún más por fuera que por dentro. Se había vuelto casi calvo
y en un principio creyó que tenía el pelo cano, pero era que el color de su
cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo entero, excepto las manos y la cara, se
había vuelto gris como si lo cubriera una vieja capa de polvo. Aquí y allá, ba-
jo la suciedad, aparecían las cicatrices rojas de las heridas, y cerca del tobillo
sus varices formaban una masa inflamada de, la que se desprendían escamas
231
de piel. Pero lo verdaderamente espantoso era su delgadez. La cavidad de sus
costillas era tan estrecha como la de un esqueleto. Las piernas se le habían
encogido de tal manera que las rodillas eran más gruesas que los muslos. Es-
to le hizo comprender por qué O’Brien le había dicho que se viera de lado.
La curvatura de la espina dorsal era asombrosa. Los delgados hombros avan-
zaban formando un gran hueco en el pecho y el cuello se doblaba bajo el
peso del cráneo. De no haber sabido que era su propio cuerpo, habría dicho
Winston que se trataba de un hombre de más de sesenta años aquejado de
alguna terrible enfermedad.
—Has pensado a veces —dijo O’Brien— que mi cara, la cara de un miembro
del Partido Interior, está avejentada y revela un gran cansancio. ¿Qué piensas
contemplando la tuya?
Cogió a Winston por los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerlo de
frente.
—¡Fíjate en qué estado te encuentras! —dijo—. Mira la suciedad que cubre
tu cuerpo. ¿Sabes que hueles como un macho cabrío? Es probable que ya no
lo notes. Fíjate en tu horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el brazo con el pulgar
y el índice. Y podría doblarte el cuello como una remolacha. ¿Sabes que has
perdido veinticinco kilos desde que estás en nuestras manos? Hasta el pelo
se te cae a puñados. ¡Mira! —le arrancó un mechón dé pelo—. Abre la boca.
Te quedan nueve, diez, once dientes. ¿Cuántos tenías cuando te detuvimos?
Y los pocos que te quedan se te están cayendo. ¡¡Mira‼
Agarró uno de los dientes de abajo que le quedaban a Winston. Éste sintió
un dolor agudísimo que le corrió por toda la mandíbula. O’Brien se lo había
arrancado de cuajo, tirándolo luego al suelo.
Te estás pudriendo, Winston. Te estás desmoronando. ¿Qué eres ahora?
Una bolsa llena de porquería. Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que tienes
enfrente? Es el último hombre. Si eres humano, ésa es la Humanidad.. Anda,
vístete otra vez.
Winston empezó a vestirse con movimientos lentos y rígidos. Hasta aho-
ra no había notado lo débil que estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la
mente: que debía de llevar en aquel sitio más tiempo de lo que se figuraba.
Entonces, al mirar los miserables andrajos que se habían caído en torno suyo,
sintió una enorme piedad por su pobre cuerpo. Antes de saber lo que estaba
haciendo, se había sentado en un taburete junto al lecho y había roto a llorar.
Se daba plena cuenta de su terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un
232
montón de huesos envueltos en trapos sucios que lloraba iluminado por una
deslumbrante luz blanca. Pero no podía contenerse. O’Brien —le puso una
mano en el hombro casi con amabilidad.
—Esto no durará siempre —le dijo—. Puedes evitarte todo esto en cuanto
quieras. Todo depende de ti.
—¡Tú tienes la culpa! —sollozó Winston—. Tú me convertiste en este gui-
ñapo.
—No, Winston, has sido tú mismo. Lo aceptaste cuando te pusiste contra
el Partido. Todo ello estaba ya contenido en aquel primer acto de rebeldía.
Nada ha ocurrido que tú no hubieras previsto.
Después de una pausa, prosiguió:
Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está
tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu está en el mismo estado. Has sido golpeado
e insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el suelo en tu propia
sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia, has traicionado
a todos. ¿Crees que hay alguna degradación en que no hayas caído?
Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas.
Miró a O’Brien.
—No he traicionado a Julia —dijo.
O’Brien lo miró pensativo.
—No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella adoración por O’Brien
que nada parecía capaz de destruir. «¡Qué inteligente —pensó—, qué inteli-
gente es este hombre!» Nunca dejaba O’Brien de comprender lo que se le
decía. Cualquiera otra persona habría contestado que había traicionado a
Julia. ¿No se lo habían sacado todo bajo tortura? Les había contado absoluta-
mente todo lo que sabía de ella: su carácter, sus costumbres, su vida pasada;
había confesado, dando los más pequeños detalles, todo lo que había ocu-
rrido entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y ella a él, sus comidas,
alimentos comprados en el mercado negro, sus relaciones sexuales, sus va-
gas conspiraciones contra el Partido… y, sin embargo, en el sentido que él le
daba a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es decir, no había dejado
de amarla. Sus sentimientos hacia ella seguían siendo los mismos. O’Brien
había entendido lo que él quería decir sin necesidad de explicárselo.
—Dime —murmuró Winston—, ¿cuándo me matarán?
233
—A lo mejor, tardan aún mucho tiempo —respondió O’Brien—. Eres un
caso difícil. Pero no pierdas la esperanza. Todos se curan antes o después. Al
final, te mataremos.
234
Capítulo IV
Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte. Aun-
que hablar de días no era muy exacto.
La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda
era un poco más confortable que las demás en que había estado. La cama
tenía una almohada y un colchón y había también un taburete. Lo habían
bañado, permitiéndole lavarse con bastante frecuencia en un barreño de ho-
jalata. Incluso le proporcionaron agua caliente. Tenía ropa interior nueva y
un nuevo «mono». Le curaron las várices vendándoselas adecuadamente. Le
arrancaron el resto de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.
Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría
sido posible medir el tiempo si le hubiera interesado, pues lo alimentaban a
intervalos regulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada veinticuatro
horas, aunque no estaba seguro si se las llevaban de día o de noche. El alimen-
to era muy bueno, con carne cada tres comidas. Una vez le dieron también
un paquete de cigarrillos. No tenía cerillas, pero el guardia que le llevaba la
comida, y que nunca le hablaba, le daba fuego. La primera vez que intentó fu-
mar, se mareó, pero perseveró, alargando el paquete mucho tiempo. Fumaba
medio cigarrillo después de cada comida.
Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no
lo usó. Se hallaba en un continuo estado de atontamiento. Con frecuencia se
tendía desde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo a ratos
y a ratos pensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una
luz muy fuerte sobre el rostro. La única diferencia que notaba con ello era
que sus sueños tenían así más coherencia. Soñaba mucho y a veces tenía
ensueños felices. Se veía en el País Dorado o sentado entre enormes, soleadas
y gloriosas ruinas con su madre, con Julia o con O’Brien, sin hacer nada, sólo
tomando el sol y hablando de temas pacíficos. Al despertarse, pensaba mucho
tiempo sobre lo que había soñado. Había perdido la facultad de esforzarse
intelectualmente al desaparecer el estímulo del dolor. No se sentía aburrido
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ni deseaba conversar ni distraerse por otro medio. Sólo quería estar aislado,
que no le pegaran ni lo interrogaran, tener bastante comida y estar limpio.
Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse
de la cama. Su mayor afán era yacer en calma y sentir cómo se concentraba
más energía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo para asegurar-
se de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban redondeando y
su piel fortaleciendo. Por último, vio con alegría que sus muslos eran mucho
más gruesos que sus rodillas. Después de esto, aunque sin muchas ganas al
principio, empezó a hacer algún ejercicio con regularidad. Andaba hasta tres
kilómetros seguidos; los medía por los pasos que daba en torno a la celda. La
espalda se le iba enderezando. Intentó realizar ejercicios más complicados, y
se asombró, humillado, de la cantidad asombrosa de cosas que no podía ha-
cer. No podía coger el taburete estirando el brazo ni sostenerse en una sola
pierna sin caerse. Intentó ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores terri-
bles en los muslos y en las pantorrillas. Se tendió de cara al suelo e intentó
levantar el peso del cuerpo con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni un
centímetro. Pero después de unos días más —otras cuantas comidas— incluso
eso llegó a realizarlo. Lo hizo hasta seis veces seguidas. Empezó a enorgulle-
cerse de su cuerpo y a albergar la intermitente ilusión de que también su
cara se le iba normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba la mano a
su cráneo calvo, recordaba el rostro cruzado de cicatrices y deformado que
había visto aquel día en el espejo. Se le fue activando el espíritu. Sentado en
la cama, con la espalda apoyada en la pared y la pizarra sobre las rodillas, se
dedicó con aplicación a la tarea de reeducarse.
Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad —lo comprendía ahora—
había estado expuesto a capitular mucho antes de tomar esa decisión. Desde
que le llevaron al Ministerio del Amor —e incluso durante aquellos minu-
tos en que Julia y él se habían encontrado indefensos espalda contra espalda
mientras la voz de hierro de la telepantalla les ordenaba lo que tenían que
hacer— se dio plena cuenta de la superficialidad y frivolidad de su intento de
enfrentarse con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo había vigila-
do la Policía del Pensamiento como si fuera un insecto cuyos movimientos se
estudian bajo una lupa. Todos sus actos físicos, todas sus palabras e incluso
sus actitudes mentales habían sido registradas o deducidas por el Partido. In-
cluso la motita de polvo blanquecino que Winston había dejado sobre la tapa
de su diario la habían vuelto a colocar cuidadosamente en su sitio. Durante
236
los interrogatorios le hicieron oír cintas magnetofónicas y le mostraron foto-
grafías. Algunas de éstas recogían momentos en que Julia y él habían estado
juntos. Sí, incluso… Ya no podía seguir luchando contra el Partido. Además,
el Partido tenía razón. ¿Cómo iba a equivocarse el cerebro inmortal y colec-
tivo? ¿Con qué normas externas podían comprobarse sus juicios? La cordu-
ra era cuestión de estadística. Sólo había que aprender a pensar como ellos
pensaban. ¡¡Claro que…!
El pizarrín se le hacía extraño entre sus dedos entorpecidos. Empezó a
escribir los pensamientos que le acudían. Primero escribió con grandes ma-
yúsculas:
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
EL PODER ES DIOS
Lo aceptaba todo. El pasado podía ser alterado. El pasado nunca había sido
alterado. Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental. Oceanía había estado
siempre en guerra con Asia Oriental. Jones, Aaronson y Rutherford eran cul-
pables de los crímenes de que se les acusó. Nunca había visto la fotografía
que probaba su inocencia. Esta foto no había existido nunca, la había inven-
tado él. Recordó haber pensado lo contrario, pero estos eran falsos recuerdos,
productos de un autoengaño. ¡Qué fácil era todo! Rendirse, y lo demás venía
por sí solo. Era como andar contra una corriente que le echaba a uno hacia
atrás por mucho que luchara contra ella, y luego, de pronto, se decidiera uno
a volverse y nadar a favor de la corriente. Nada habría cambiado sino la pro-
pia actitud. Apenas sabía Winston por qué se había revelado. ¡Todo era tan
fácil, excepto…!
Todo podía ser verdad. Las llamadas leyes de la Naturaleza eran tonte-
rías. La ley de la gravedad era una imbecilidad. «Si yo quisiera —había dicho
237
O’Brien—, podría flotar sobre este suelo como una pompa de jabón». Wins-
ton desarrolló esta idea: «Si él cree que está flotando sobre el suelo y yo
simultáneamente creo que estoy viéndolo flotar, ocurre efectivamente». De
repente, como un madero de un naufragio que se suelta y emerge en la super-
ficie, le acudió este pensamiento: «No ocurre en realidad. Lo imaginamos. Es
una alucinación». Aplastó en el acto este pensamiento levantisco. Su error
era evidente porque presuponía que en algún sitio existía un mundo real don-
de ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía existir un mundo semejante? ¿Qué
conocimiento tenemos de nada si no es a través de nuestro propio espíritu?
Todo ocurre en la mente y sólo lo que allí sucede tiene una realidad.
No tuvo dificultad para eliminar estos engañosos pensamientos; no se vio
en verdadero peligro de sucumbir a ellos. Sin embargo, pensó que nunca de-
bían habérsele ocurrido. Su cerebro debía lanzar una mancha que tapara cual-
quier pensamiento peligroso al menor intento de asomarse a la conciencia.
Este proceso había de ser automático, instintivo. En neolengua se le llamaba
paracrimen. Era el freno de cualquier acto delictivo.
Se entrenó en el paracrimen. Se planteaba proposiciones como éstas: «El
Partido dice que la tierra no es redonda», y se ejercitaba en no entender los
argumentos que contradecían a esta proposición. No era fácil. Había que te-
ner una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas
aritméticos derivados de la afirmación dos y dos son cinco requerían una
preparación intelectual de la que él carecía. Además para ello se necesitaba
una mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en
un determinado momento y en el siguiente desconocer los más burdos erro-
res lógicos. Era tan precisa la estupidez como la inteligencia y tan difícil de
conseguir.
Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su
cerebro cuánto tardarían en matarlo. «Todo depende de ti», le había dicho
O’Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar ese plazo con
ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían tener-
lo muchos años aislado, mandarlo a un campo de trabajos forzados o soltarlo
durante algún tiempo, como solían hacer. Era perfectamente posible que an-
tes de matarlo le hicieran representar de nuevo todo el drama de su detención,
interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llegaba en un momen-
to esperado. La tradición —no la tradición oral, sino un conocimiento difuso
que le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera oído nunca era
238
que le mataban a uno por detrás de un tiro en la nuca. Un tiro que llegaba
sin aviso cuando le llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.
Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por
un corredor en espera del disparo. Sabía que dispararían de un momento
a otro. Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente con el
Partido. No más dudas ni más discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el
cuerpo saludable y fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo.
Ya no iba por los estrechos y largos pasillos del Ministerio del Amor, sino
por un pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un
kilómetro de anchura por, el cual había transitado ya en aquel delirio que le
produjeron las drogas. Se hallaba en el País Dorado siguiendo unas huellas
en los pastos roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo sus pies y
la dulce tibieza del sol. Al borde del campo había unos olmos cuyas hojas se
movían levemente y algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.
De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído
a sí mismo gritando:
—¡Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Amor mío! Julia.
Durante un momento había tenido una impresionante alucinación de su
presencia. No sólo parecía que Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como
si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la había querido más
que nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su ayuda.
Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho? ¿Cuántos
años de servidumbre se había echado encima por aquel momento de debili-
dad?
Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que
dejaran sin castigar aquel estallido. Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes,
que él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía al Partido,
pero seguía odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una aparien-
cia conformista. Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se había
rendido, pero con la esperanza de mantener inviolable lo esencial de su cora-
zón, Winston sabía que estaba equivocado, pero prefería que su error hubie-
ra salido a la superficie de un modo tan evidente. O’Brien lo comprendería.
Aquellas estúpidas exclamaciones habían sido una excelente confesión.
Tendría que empezar de nuevo. Aquello iba a durar años y años. Se pasó
una mano por la cara procurando familiarizarse con su nueva forma. Tenía
profundas arrugas en las mejillas, los pómulos angulosos y la nariz aplastada.
239
Además, desde la última vez en que se vio en el espejo tenía una dentadura
postiza completa. No era fácil conservar la inescrutabilidad cuando no se sa-
bía la cara que tenía uno. En todo caso no bastaba el control de las facciones.
Por primera vez se dio cuenta de que la mejor manera de ocultar un secreto
es ante todo ocultárselo a uno mismo. De entonces en adelante no sólo debía
pensar rectamente, sino sentir y hasta soñar con rectitud, y todo el tiempo
debería encerrar su odio en su interior como una especie de pelota que for-
maba parte de sí mismo y que sin embargo estuviera desconectada del resto
de su persona; algo así como un quiste.
Algún día decidirían matarlo. Era imposible saber cuándo ocurriría, pe-
ro unos segundos antes podría adivinarse. Siempre lo mataban a uno por la
espalda mientras andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez segundos. Y
entonces, de repente, sin decir una palabra, sin que se notara en los pasos
que aún diera, sin alterar el gesto… podría tirar el camuflaje, y ¡bang!, soltar
las baterías de su odio. Sí, en esos segundos anteriores a su muerte, todo su
ser se convertiría en una enorme llamarada de odio. Y casi en el mismo ins-
tante ¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá demasiado pronto. Le
habrían destrozado el cerebro antes de que pudieran considerarlo de ellos. El
pensamiento herético quedaría impune. No se habría arrepentido, quedaría
para siempre fuera del alcance de esa gente. Con el tiro habrían abierto un
agujero en esa perfección de que se vanagloriaban. Morir odiándolos, ésa era
la libertad.
Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que cualquier disciplina in-
telectual. Tenía primero que degradarse, que mutilarse. Tenía que hundirse
en lo más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le causaba más repug-
nancia del Partido? Pensó en el Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo
constantemente en los carteles de propaganda se lo imaginaba siempre de un
metro de anchura), con sus enormes bigotes negros y los ojos que le seguían
a uno a todas partes, era la imagen que primero se presentaba a su mente.
¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el Gran Hermano?
En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con
estrépito. O’Brien entró en la celda. Detrás de él venían el oficial de cara de
cera y los guardias de negros uniformes.
—Levántate —dijo O’Brien—. Ven aquí.
Winston se acercó a él. O’Brien lo cogió por los hombros con sus enormes
manazas y lo miró fijamente:
240
—Has pensado engañarme —le dijo—. Ha sido una tontería por tu parte.
Ponte más derecho y mírame a la cara. Después de unos minutos de silencio,
prosiguió en tono más suave:
—Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas
en lo emocional. Dime, Winston, y recuerda que no puedes mentirme; sabes
muy bien que descubro todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles son los verdaderos
sentimientos que te inspira el Gran Hermano?
—Lo odio.
—¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último
medio. Tienes que amar al Gran Hermano. No basta que le obedezcas; tienes
que amarlo.
Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.
—Habitación 101 —dijo.
241
Capítulo V
En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Winston —o creyó
saber— hacia dónde se hallaba, aproximadamente, en el enorme edificio sin
ventanas. Probablemente, había pequeñas diferencias en la presión del aire.
Las celdas donde los guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del
suelo. La habitación donde O’Brien lo había interrogado estaba cerca del te-
cho. Este lugar de ahora estaba a muchos metros bajo tierra. Lo más profundo
a que se podía llegar.
Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Pero Winston no
se fijó más que en dos mesitas ante él, cada una de ellas cubierta con gamuza
verde. Una de ellas estaba sólo a un metro o dos de él y la otra más lejos, cerca
de la puerta. Winston había sido atado a una silla tan fuerte que no se podía
mover en absoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por
detrás una especie de almohadilla obligándole a mirar de frente.
Se quedó sólo un momento. Luego se abrió la puerta y entró O’Brien.
—Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo
sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto he-
cho de alambres, algo así como una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa
próxima a la puerta: a causa de la posición de O’Brien, no podía Winston ver
lo que era aquello.
—Lo peor del mundo —continuó O’Brien— varía de individuo a individuo.
Puede ser que le entierren vivo o morir quemado, o ahogado o de muchas
otras maneras. A, veces se trata de una cosa sin importancia, que ni siquiera
es mortal, pero que para el individuo es lo peor del mundo.
Se había apartado un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo que
había en la mesa. Era una jaula alargada con un asa arriba para llevarla. En
la parte delantera había algo que parecía una careta de esgrima con la parte
cóncava hacia afuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver
242
que la jaula se dividía a lo largo en dos departamentos y que algo se movía
dentro de cada uno de ellos. Eran ratas.
—En tu caso —dijo O’Brien—, lo peor del mundo son las ratas.
Winston, en cuanto entrevió al principio la jaula, sintió un temblor premo-
nitorio, un miedo a no sabía qué. Pero ahora, al comprender para qué servía
aquella careta de alambre, parecían deshacérsele los intestinos.
—No puedes hacer eso! —gritó con voz descompuesta—. ¡Es imposible! ¡No
puedes hacerme eso!
Recuerdas —dijo O’Brien— el momento de pánico que surgía repetidas
veces en tus sueños? Había frente a ti un muro de negrura y en los oídos te
vibraba un fuerte zumbido. Al otro lado del muro había algo terrible. Sabías
que sabías lo que era, pero no te atrevías a sacarlo a tu consciencia. Pues bien,
lo que había al otro lado del muro eran ratas.
—¡O’Brien! dijo Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz. —
Sabes muy bien que esto no es necesario. ¿Qué quieres que diga?
O’Brien no contestó directamente. Había hablado con su característico es-
tilo de maestro de escuela. Miró pensativo al vacío, como si estuviera diri-
giéndose a un público que se encontraba detrás de Winston.
—El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es ca-
paz de resistir el dolor incluso hasta bordear la muerte. Pero para todos hay
algo que no puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera se puede
pensar en ello. No se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo desde
una gran altura, no es cobardía que te agarres a una cuerda que encuentres
a tu caída. Si subes a la superficie desde el fondo de un río, no es cobardía
llenar de aire los pulmones. Es sólo un instinto que no puede ser desobedeci-
do. Lo mismo te ocurre ahora con las ratas. Para ti son lo más intolerable del
mundo, constituyen una presión que no puedes resistir aunque te esfuerces
en ello. Por eso las ratas te harán hacer lo que se te pide.
—Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?
O’Brien levantó la jaula y la puso en la mesa más próxima a Winston, co-
locándola cuidadosamente sobre la gamuza. Winston podía oírse la sangre
zumbándole en los oídos. Se sentía más abandonado que nunca. Estaba en
medio de una gran llanura solitaria, un inmenso desierto quemado por el sol
y le llegaban todos los sonidos desde distancias inconmensurables. Sin em-
bargo, la jaula de las ratas estaba sólo a dos metros de él. Eran ratas enormes.
243
Tenían esa edad en que el hocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y su
piel es parda en vez de gris.
—La rata —dijo O’Brien, que seguía dirigiéndose a su público invisible—,
a pesar de ser un roedor, es carnívora. Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele
ocurrir en los barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles, las mujeres
no se atreven a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos.
Las ratas los atacan, y bastaría muy poco tiempo para que sólo quedaran de
ellos los huesos. También atacan a los enfermos y a los moribundos. Demues-
tran poseer una asombrosa inteligencia para conocer cuándo está indefenso
un ser humano.
Las ratas chillaban en su jaula. Winston las oía como desde una gran dis-
tancia. Las ratas luchaban entre ellas; querían alcanzarse a través de la divi-
sión de alambre. Oyó también un profundo y desesperado gemido. Ese gemi-
do era suyo.
O’Brien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un resor-
te. Winston hizo un frenético esfuerzo por desligarse de la silla. Era inútil:
todas las partes de su cuerpo, incluso su cabeza, estaban inmovilizadas per-
fectamente. O’Brien le acercó más la jaula. La tenía Winston a menos de un
metro de su cara.
—He apretado el primer resorte —dijo O’Brien—. Supongo que compren-
derás cómo está construida esta jaula. La careta se adaptará a tu cabeza, sin
dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará el cierre
de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas.
¿Has visto alguna vez cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la
cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces se abren paso a través
de las mejillas y devoran la lengua.
La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chilli-
dos que parecían venir de encima de su cabeza. Luchó furiosamente contra
su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio segundo…, pensar
era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le dio en el
olfato como si hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas
y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía negro. Durante unos instantes se
convirtió en un loco, en un animal que chillaba desesperadamente.Sin em-
bargo, de esas tinieblas fue naciendo una idea. Sólo había una manera de
salvarse. Debía interponer a otro ser humano, el cuero de otro ser humano
entre las ratas y él.
244
El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la visión
de todo lo que no fuera la puertecita de alambre situada a dos palmos de su
cara. Las ratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de ellas saltaba alocada,
mientras que la otra, mucho más vieja, se apoyaba con sus patas rosadas y
husmeaba con ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes amarillos.
Otra vez se apoderó de él un negro pánico. Estaba ciego, desesperado, con el
cerebro vacío.
—Era un castigo muy corriente en la China imperial dijo O’Brien, tan di-
dáctico como siempre.
La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego…, no,
no fue alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza. De-
masiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de
pronto que en todo el mundo sólo había una persona a la que pudiese trans-
ferir su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a
gritar una y otra vez, frenéticamente:
—¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo
que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí,
no! ¡A Julia! ¡A mí, no!
Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las ratas
a vertiginosa velocidad. Estaba todavía atado a la silla, pero había pasado a
través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los océanos, e iba
lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar
de las ratas… Se encontraba ya a muchos años-luz de distancia, pero O’Brien
estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el alambre en las mejillas. Pero en la
oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el primer
resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había llegado a abrirse.
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Capítulo VI
El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía,
amarillento, sobre las polvorientas mesas. Era la solitaria hora de las quince.
Las telepantallas emitían una musiquilla ligera.
Winston, sentado en su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío.
De vez en cuando levantaba la mirada a la cara que le miraba fijamente des-
de la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decía el letrero.
Sin que se lo pidiera, un camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra
de la Victoria, echándole también unas cuantas gotas de otra botella que te-
nía un tubito atravesándole el tapón. Era sacarina aromatizada con clavo, la
especialidad de la casa.
Winston escuchaba la telepantalla. Sólo emitía música, pero había la posi-
bilidad de que de un momento a otro diera su comunicado el Ministerio de la
Paz. Las noticias del frente africano eran muy intranquilizadoras. Winston
había estado muy preocupado todo el día por esto. Un ejército eurasiático
(Oceanía estaba en perra con Eurasia; Oceanía había estado siempre en gue-
rra con Eurasia) avanzaba hacia el sur con aterradora velocidad. El comuni-
cado de mediodía no se había referido a. ninguna zona concreta, pero pro-
bablemente a aquellas horas se lucharía ya en la desembocadura del Congo.
Brazzaville y Leopoldville estaban en peligro. No había que mirar ningún
mapa para saber lo que esto significaba. No era sólo cuestión de perder el
África central. Por primera vez en la guerra, el territorio de Oceanía se veía
amenazado.
Una violenta emoción, no exactamente miedo, sino una especie de excita-
ción indiferenciada, se apoderó de él, para luego desaparecer. Dejó de pensar
en la guerra. En aquellos días no podía fijar el pensamiento en ningún tema
más que unos momentos. Se bebió el vaso de un golpe. Como siempre, le
hizo estremecerse e incluso sentir algunas arcadas.
El líquido era horrible. El clavo y la sacarina, ya de por sí repugnantes, no
podían suprimir el aceitoso sabor de la ginebra, y lo peor de todo era que
246
el olor de la ginebra, que le acompañaba día y noche, iba inseparablemente
unido en su mente con el olor de aquellas…
Nunca las nombraba, ni siquiera en sus más recónditos pensamientos. Era
algo de que Winston tenía una confusa conciencia, un olor que llevaba siem-
pre pegado a la nariz. La ginebra le hizo eructar. Había engordado desde que
lo soltaron, recobrando su antiguo buen color, que incluso se le había inten-
sificado. Tenía las facciones más bastas, la piel de la nariz y de los pómulos
era rojiza y rasposa, e incluso su calva tenía un tono demasiado colorado. Un
camarero, también sin que él se lo hubiera pedido, le trajo el tablero de aje-
drez y el número del Times correspondiente a aquel día, doblado de manera
que estuviese a la vista el problema de ajedrez. Luego, viendo que el vaso de
Winston estaba vacío, le trajo la botella de ginebra y lo llenó. No había que
pedir nada. Los camareros conocían las costumbres de Winston. El tablero
de ajedrez le esperaba siempre, y siempre le reservaban la mesa del rincón.
Aunque el café estuviera lleno, tenía aquella mesa libre, pues nadie quería
que lo vieran sentado demasiado cerca de él. Nunca se preocupaba de contar
sus bebidas. A intervalos irregulares le presentaban un papel sucio que le
decían era la cuenta, pero Winston tenía la impresión de que siempre le co-
braban más de lo debido. No le importaba. Ahora siempre le sobraba dinero.
Le habían dado un cargo, una ganga donde cobraba mucho más que en su
antigua colocación.
La música de la telepantalla se interrumpió y sonó una voz. Winston le-
vantó la cabeza para escuchar. Pero no era un comunicado del frente; sólo
un breve anuncio del Ministerio de la Abundancia. En el trimestre pasado,
ya en el décimo Plan Trienal, la cantidad de cordones para los zapatos que
se pensó producir había sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento.
Estudió el problema de ajedrez y colocó las piezas. Era un final ingenio-
so. «Juegan las blancas y mate en dos jugadas». Winston miró el retrato
del Gran Hermano. Las blancas siempre ganan, pensó con un confuso mis-
ticismo. Siempre, sin excepción; está dispuesto así. En ningún problema de
ajedrez, desde el principio del mundo, han ganado las negras ninguna vez.
¿Acaso no simbolizan las blancas el invariable triunfo del Bien sobre el Mal?
El enorme rostro miraba a Winston con su poderosa calma. Las blancas siem-
pre ganan.
La voz de la telepantalla se interrumpió y añadió en un tono diferente y
mucho más grave: «Estad preparados para escuchar un importante comuni-
247
cado a las quince treinta. ¡Quince treinta! Son noticias de la mayor impor-
tancia. Cuidado con no perdérselas. ¡Quince treinta!». La musiquilla volvió
a sonar.
A Winston le latió el corazón con más rapidez. Sena el comunicado del
frente; su instinto le dijo que habría malas noticias. Durante todo el día ha-
bía pensado con excitación en la posible derrota aplastante en África. Le
parecía estar viendo al ejército eurasiático cruzando la frontera que nunca
había sido violada y derramándose por aquellos territorios de Oceanía co-
mo una columna de hormigas. ¿Cómo no había sido posible atacarlos por el
flanco de algún modo? Recordaba con toda exactitud el dibujo de la costa oc-
cidental africana. Cogió una pieza y la movió en el ajedrez. Aquél era el sitio
adecuado. Pero a la vez que veía la horda negra avanzando hacia el Sur, vio
también otra fuerza, misteriosamente reunida, que de repente había cortado
por la retaguardia todas las comunicaciones terrestres y marítimas del enemi-
go. Sentía Winston como si por la fuerza de su voluntad estuviera dando vida
a esos ejércitos salvadores. Pero había que actuar con rapidez. Si el enemigo
dominaba toda el África, si lograban tener aeródromos y bases de submari-
nos en El Cabo, cortarían a Oceanía en dos. Esto podía significarlo todo: la
derrota, una nueva división del mundo, la destrucción del Partido. Winston
respiró hondamente. Sentía una extraordinaria mezcla de sentimientos, pe-
ro en realidad no era una mezcla, sino una sucesión de capas o estratos de
sentimientos en que no se sabía cuál era la capa predominante.
Le pasó aquel sobresalto. Volvió a poner la pieza en su sitio, pero por un
instante no pudo concentrarse en el problema de ajedrez. Sus pensamientos
volvieron a vagar. Casi conscientemente trazó con su dedo en el polvo de la
mesa:
2+2=
«Dentro de ti no pueden entrar nunca», le había dicho Julia. Pues, sí, po-
dían penetrar en uno. «Lo que te ocurre aquí es para siempre», le había dicho
O’Brien. Eso era verdad. Había cosas, los actos propios, de las que no era po-
sible rehacerse. Algo moría en el interior de la persona; algo se quemaba, se
cauterizaba. Winston la había visto, incluso había hablado con ella. Ningún
peligro había en esto. Winston sabía instintivamente que ahora casi no se
interesaban por lo que él hacía. Podía haberse citado con ella si lo hubiera
248
deseado. Esa única vez se habían encontrado por casualidad. Fue en el Par-
que, un día muy desagradable de marzo en que la tierra parecía hierro y toda
la hierba había muerto. Winston andaba rápidamente contra el viento, con
las manos heladas y los ojos acuosos, cuando la vio a menos de diez metros de
distancia. En seguida le sorprendió que había cambiado de un modo indefini-
ble. Se cruzaron sin hacerse la menor señal. Él se volvió y la siguió, pero sin
un interés desmedido. Sabía que ya no había peligro, que nadie se interesaba
por ellos. Julia no le hablaba. Siguió andando en dirección oblicua sobre el
césped, como si tratara de librarse de él, y luego pareció resignarse a llevarlo
a su lado. Por fin, llegaron bajo unos arbustos pelados que no podían servir
ni para esconderse ni para protegerse del viento. Allí se detuvieron. Hacía
un frío molestísimo. El viento silbaba entre las ramas. Winston le rodeó la
cintura con un brazo.
No había telepantallas, pero debía de haber micrófonos ocultos. Además,
podían verlos desde cualquier parte. No importaba; nada importaba. Podrían
haberse echado sobre el suelo y hacer eso si hubieran querido. Su carne se
estremeció de horror tan sólo al pensarlo. Ella no respondió cuando la agarró
del brazo, ni siquiera intentó desasirse. Ya sabía Winston lo que había cam-
biado en ella. Tenía el rostro más demacrado y una larga cicatriz, oculta en
parte por el cabello, le cruzaba la frente y la sien; pero el verdadero cambio
no radicaba en eso. Era que la cintura se le había ensanchado mucho y toda
ella estaba rígida. Recordó Winston como una vez después de la explosión de
una bomba cohete había ayudado a sacar un cadáver de entre unas ruinas y
le había asombrado no sólo su increíble peso, sino su rigidez y lo difícil que
resultaba manejarlo, de modo que más parecía piedra que carne. El cuerpo
de Julia le producía ahora la misma sensación. Se le ocurrió pensar que la
piel de esta mujer sería ahora de una contextura diferente.
No intentó besarla ni hablaron. Cuando marchaban juntos por el césped,
lo miró Julia a la cara por primera vez. Fue sólo una mirada fugaz, llena de
desprecio y de repugnancia. Se preguntó Winston si esta adversión procedía
sólo de sus relaciones pasadas, o si se la inspiraba también su desfigurado
rostro y el agüilla que le salía de los ojos. Sentáronse en dos sillas de hierro
uno al lado del otro, pero no demasiado juntos. Winston notó que Julia estaba
a punto de hablar. Movió unos cuantos centímetros el basto zapato y aplastó
con él una rama. Su pie parecía ahora más grande, pensó Winston. Julia, por
fin, dijo sólo esto:
249
—Te traicioné.
—Yo también te traicioné —dijo él.
Julia lo miró otra vez con disgusto. Y dijo:
—A veces te amenazan con algo…, algo que no puedes soportar, que ni
siquiera puedes imaginarte sin temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a
mí, házselo a otra persona, a Fulano de Tal». Y quizá pretendas, más adelante,
que fue sólo un truco y que lo dijiste únicamente para que dejaran de marti-
rizarte y que no lo pensabas de verdad. Pero, no. Cuando ocurre eso se desea
de verdad y se desea que a la otra persona se lo hicieran. Crees entonces que
no hay otra manera de salvarte y estás dispuesto a salvarte así. Deseas de
todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra persona y no a ti. No te
importa en absoluto lo que pueda sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.
—Sólo te importas entonces tú mismo —repitió Winston como un eco.
Y después de eso no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que
antes.
No —dijo él—; no se siente lo mismo.
No parecían tener más que decirse. El viento les pegaba a los cuerpos sus
ligeros «monos». A los pocos instantes les producía una sensación embara-
zosa seguir allí callados. Además, hacía demasiado frío para estarse quietos.
Julia dijo algo sobre que debía coger el Metro y se levantó para marcharse.
Tenemos que vernos otro día —dijo Winston.
Sí, tenemos que vernos —dijo ella.
Winston, irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos detrás de ella. No
volvieron a hablar. Aunque Julia no le dijo que se apartara, andaba muy rá-
pida para evitar que fuese junto a ella. Winston se había decidido a acompa-
ñarla a la estación del Metro, pero de repente se le hizo un mundo tener que
andar con tanto frío. Le parecía que aquello no tenía sentido. No era tanto el
deseo de apartarse de Julia como el de regresar al café lo que le impulsaba,
pues nunca le había atraído tanto El Nogal como en este momento. Tenía una
visión nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el ajedrez y la gine-
bra que fluía sin cesar. Sobre todo, allí haría calor. Por eso, poco después y no
sólo accidentalmente, se dejó separar de ella por una pequeña aglomeración
de gente. Hizo un desganado intento de volver a seguirla, pero disminuyó el
paso y se volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco metros más allá se
volvió a mirar. No había demasiada circulación, pero ya no podía distinguirla.
Julia podría haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que se apresura-
250
ban en dirección al Metro. Es posible que no pudiera reconocer ya su cuerpo
tan deformado.
«Cuando ocurre eso, se desea de verdad», y él lo había pensado en serio.
No solamente lo había dicho, sino que lo había deseado. Había deseado que
fuera ella y no él quien tuviera que soportar a las…
Se produjo un sutil cambio en la música que brotaba de la telepantalla.
Apareció una nota humorística, «la nota amarilla». Una voz —quizá no es-
tuviera sucediendo de verdad, sino que fuera sólo un recuerdo que tomase
forma de sonido— cantaba:
yo te vendí y tú me vendiste.
251
Tenía alguna relación con la cuestión de si las comas deben ser colocadas
dentro o fuera de las comillas. Había otros cuatro en el subcomité, todos en
situación semejante a la de Winston. Algunos días se marchaban apenas se
habían reunido después de reconocer sinceramente que no había nada que
hacer. Pero otros días se ponían a trabajar casi con encarnizamiento haciendo
grandes alardes de aprovechamiento del tiempo redactando largos informes
que nunca terminaban. En esas ocasiones discutían sobre cual era el asunto
sobre cuya discusión se les había encargado y esto les llevaba a complicadas
argumentaciones y sutiles distingos con interminables digresiones, peleas,
amenazas e incluso recurrían a las autoridades superiores. Pero de pronto
parecía retirárseles la vida y se quedaban inmóviles en torno a la mesa mi-
rándose unos a otros con ojos apagados como fantasmas que se esfuman con
el canto del gallo.
La telepantalla estuvo un momento silenciosa. Winston levantó la cabeza
otra vez. ¡El comunicado! Pero no, sólo era un cambio de música. Tenía el
mapa de África detrás de los párpados, el movimiento de los ejércitos que
él imaginaba era este diagrama; una flecha negra dirigiéndose verticalmente
hacia el Sur y una flecha blanca en dirección horizontal, hacia el Este, cor-
tando la cola de la primera. Como para darse ánimos, miró el imperturbable
rostro del retrato, ¿Podía concebirse que la segunda flecha no existiera?
Volvió a aflojársele el interés. Bebió más ginebra, cogió la pieza blanca e
hizo un intento de jugada. Pero no era aquélla la jugada acertada, porque…
Sin quererlo, le flotó en la memoria un recuerdo. Vio una habitación ilumi-
nada por la luz de una vela con una gran cama de madera clara y él, un chico
de nueve o diez años que estaba sentado en el suelo agitando un cubilete de
dados y riéndose excitado. Su madre estaba sentada frente a él y también
se reía. Aquello debió de ocurrir un mes antes de desaparecer ella. Fueron
unos momentos de reconciliación en que Winston no sentía aquel hambre
imperiosa y le había vuelto temporalmente el cariño por su madre. Recor-
daba bien aquel día, un día húmedo de lluvia continua. El agua chorreaba
monótona por los cristales de las ventanas y la luz del interior era demasia-
do débil para leer. El aburrimiento de los dos niños en la triste habitación
era insoportable. Winston gimoteaba, pedía inútilmente que le dieran de co-
mer, recorría la habitación revolviéndolo todo y dando patadas hasta que los
vecinos tuvieron que protestar. Mientras, su hermanita lloraba sin parar. Al
final le dijo su madre: «Sé bueno y te compraré un juguete.’ Sí, un juguete
252
precioso que te gustará mucho». Y había salido a pesar de la lluvia para ir
a unos almacenes que estaban abiertos a esa hora y volvió con una caja de
cartón conteniendo el juego llamado «De las serpientes y las escaleras». Era
muy modesto. El cartón estaba rasgado y los pequeños dados de madera, tan
mal cortados que apenas se sostenían. Winston recordaba el olor a humedad
del cartón. Había mirado el juego de mal humor. No le interesaba gran cosa.
Pero entonces su madre encendió una vela y se sentaron en el suelo a jugar.
Jugaron ocho veces ganando cuatro cada uno. La hermanita, demasiado pe-
queña para comprender de qué trataba el juego, miraba y se reía porque los
veía reír a ellos dos. Habían pasado la tarde muy contentos, como cuando él
era más pequeño.
Apartó de su mente estas imágenes. Era un falso recuerdo. De vez en cuan-
do le asaltaban falsos recuerdos. Esto no importaba mientras que se supiera
lo que era. Winston volvió a fijar la atención en el tablero de ajedrez, pero
casi en el mismo instante dio un salto como si lo hubieran pinchado con un
alfiler.
Un agudo trompetazo perforó el aire: Era el comunicado, ¡victoria!; siem-
pre significaba victoria la llamada de la trompeta antes de las noticias. Una
especie de corriente eléctrica recorrió a todos los que se hallaban en el café.
Hasta los camareros se sobresaltaron y aguzaron el oído.
La trompeta había dado paso a un enorme volumen de ruido. Una voz exci-
tada gritaba en la telepantalla, pero apenas había empezado fue ahogada por
una espantosa algarabía en las calles. La noticia se había difundido como por
arte de magia. Winston había oído lo bastante para saber que todo había suce-
dido como él lo había previsto: una inmensa armada, reunida secretamente,
un golpe repentino a la retaguardia del enemigo, la flecha blanca destrozando
la cola de la flecha negra. Entre el estruendo se destacaban trozos de frases
triunfales: «Amplia maniobra estratégica… perfecta coordinación… tremen-
da derrota… medio millón de prisioneros… completa desmoralización… con-
trolamos el África entera… La guerra se acerca a su final… victoria… la mayor
victoria en la historia de la Humanidad. ¡Victoria, victoria, victoria!».
Bajo la mesa, los pies de Winston hacían movimientos convulsivos. No se
había movido de su asiento, pero mentalmente estaba corriendo, corriendo a
vertiginosa velocidad, se mezclaba con la multitud, gritaba hasta ensordecer.
Volvió a mirar el retrato del Gran Hermano. ¡Aquél era el coloso que do-
minaba el mundo! ¡La roca contra la cual se estrellaban en vano las hordas
253
asiáticas! Recordó que sólo hada diez minutos —sí, diez minutos tan sólo—
todavía se equivocaba su corazón al dudar si las noticias del frente serían de
victoria o de derrota. ¡Ah, era más que un ejército eurasiático lo que había pe-
recido! Mucho había cambiado en él desde aquel primer día en el Ministerio
del Amor, pero hasta ahora no se había producido la cicatrización final e in-
dispensable, el cambio salvador. La voz de la telepantalla seguía enumerando
el botín, la matanza, los prisioneros, pero la gritería callejera había amainado
un poco. Los camareros volvían a su trabajo. Uno de ellos acercó la botella de
ginebra. Winston, sumergido en su feliz ensueño, no prestó atención mien-
tras le llenaban el vaso. Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de regreso
al Ministerio del Amor, con todo olvidado, con el alma blanca como la nieve.
Estaba confesándolo todo en un proceso público, comprometiendo a todos.
Marchaba por un claro pasillo con la sensación de andar al sol y un guardia
armado lo seguía. La bala tan esperada penetraba por fin en su cerebro.
Contempló el enorme rostro. Le había costado cuarenta años saber qué
clase de sonrisa era aquella oculta bajo el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil
incomprensión! ¡Qué tozudez, la suya exilándose a sí mismo de aquel co-
razón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las
mejillas. Pero ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lu-
cha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba
al Gran Hermano.
254
Apéndice: Los principios de neolengua
Neolengua era la lengua oficial de Oceanía y fue creada para solucionar
las necesidades ideológicas del Ingsoc o Socialismo Inglés. En el año 1984
aún no había nadie que utilizara la neolengua como elemento único de co-
municación, ni hablado ni escrito. Los editoriales del Times estaban escritos
en neolengua, pero era un tour de forte que solamente un especialista podía
llevar a cabo. Se esperaba que la neolengua reemplazara a la vieja lengua (o
inglés corriente, diríamos nosotros) hacia el año 2050. Entretanto iba ganan-
do terreno de una manera segura y todos los miembros del Partido tendían,
cada vez más, a usar palabras y construcciones gramaticales de neolengua
en el lenguaje ordinario. La versión utilizada en 1984, comprendida en las
ediciones novena y décima del Diccionario de Neolengua, era provisional, y
contenía muchas palabras superfluas y formaciones arcaicas que más tarde se
suprimirían. Aquí nos referiremos a la última versión, la más perfeccionada,
tal como aparece en la onceava edición del Diccionario.
La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expre-
sión a la cosmovisión y hábitos mentales propios de los devotos del Ingsoc,
sino también imposibilitar otras formas de pensamiento. Lo que se pretendía
era que una vez la neolengua fuera adoptada’ de una vez por todas y la vieja
lengua olvidada, cualquier pensamiento herético, es decir, un pensamiento
divergente de los principios del Ingsoc, fuera literalmente impensable, o por
lo menos en tanto que el pensamiento depende de las palabras. Su vocabula-
rio estaba construido de tal modo que diera la expresión exacta y a menudo
de un modo muy sutil a cada significado que un miembro del Partido qui-
siera expresar, excluyendo todos los demás sentidos, así como la posibilidad
de llegar a otros sentidos por métodos indirectos. Esto se conseguía inven-
tando nuevas palabras y desvistiendo a las palabras restantes de cualquier
significado heterodoxo, y a ser posible de cualquier significado secundario.
Por ejemplo: la palabra libre aún existía en neolengua, pero sólo se podía uti-
lizar en afirmaciones como «este perro está libre de piojos», o «este prado
255
está libre de malas hierbas». No se podía usar en su viejo sentido de «po-
líticamente libre» o «intelectualmente libre», ya que la libertad política e
intelectual ya no existían como conceptos y por lo tanto necesariamente no
tenían nombre. Aparte de la supresión de palabras definitivamente heréti-
cas, la reducción del vocabulario por sí sola se consideraba como un objetivo
deseable, y no sobrevivía ninguna palabra de la que se pudiera prescindir. La
finalidad de la neolengua no era aumentar, sino disminuir el área del pensa-
miento, objetivo que podía conseguirse reduciendo el número de palabras al
mínimo indispensable.
La neolengua se basaba en la lengua inglesa tal como ahora la conocemos,
aunque muchas frases de neolengua, incluso sin contener nuevas palabras,
serían apenas inteligibles para el que hablara el inglés actual. Las palabras
de neolengua se dividían en tres clases distintas, conocidas por los nombres
de vocabulario A, vocabulario B (también llamado de palabras compuestas)
y vocabulario C. Lo más simple sería discutir cada clase separadamente, pero
las peculiaridades gramaticales de la lengua pueden ser tratadas en la sección
dedicada al vocabulario A, ya que las mismas reglas se aplicaban a las tres
categorías.
El vocabulario A. El vocabulario A consistía en las palabras de uso coti-
diano: cosas como comer, beber, trabajar, vestirse, subir y bajar escaleras,
conducir vehículos, cuidar el jardín, cocinar y cosas por el estilo. Se com-
ponía prácticamente de palabras que ya poseemos —palabras como golpear,
correr, perro, árbol, azúcar, casa, campo—; pero en comparación con el vo-
cabulario inglés de hoy en día, su número era extremadamente pequeño, al
mismo tiempo que sus significados eran más rigurosamente restringidos. To-
das las ambigüedades y distintas variaciones de significado habían sido pur-
gadas. En tanto que fuera posible, una palabra de neolengua de este tipo
quedaba reducida simplemente a un sonido preciso que expresaba un con-
cepto claramente entendido. Hubiera sido totalmente inconcebible utilizar
el vocabulario A para propósitos literarios o para discusiones políticas o fi-
losóficas. Su intención era la de expresar pensamientos simples y objetivos,
casi siempre relacionados con objetos concretos o acciones físicas.
La gramática de la neolengua tenía dos grandes peculiaridades. La primera
era una intercambiabilidad casi total entre las distintas partes de la oración.
Cualquier palabra de la lengua (en principio esto era aplicable incluso a pala-
bras abstractas como si o cuando) se podía usar como verbo, nombre, adjetivo
256
o adverbio. Entre la forma del verbo y la del nombre, cuando eran de la misma
raíz, no había nunca ninguna variación y así esta regla por si misma supo-
nía la destrucción de muchas de las formas arcaicas. La palabrapensamiento,
por ejemplo, no existía en neolengua. En su lugar existía pensar, que hacía
la función de verbo y de nombre. Aquí no se seguía ningún principio eti-
mológico. En algunos casos se conservaba el sustantivo original y en otros
casos el verbo. Incluso cuando un nombre y un verbo de significado parecido
no tenían una relación etimológica, con frecuencia se suprimía el uno o el
otro. No existía, por ejemplo, una palabra como cortar, ya que su significado
quedaba lo suficientemente cubierto por el nombre-verbo cuchillo. Los adje-
tivos se forzaban añadiendo el sufijo lleno al nombre-verbo, y los adverbios
añadiendo demudo. Así, por ejemplo, rapidolleno quería decir rapidez, y ra-
pidodemodo significaba rápidamente. Se conservaron algunos adjetivos de
hoy en día como bueno, fuerte, grande, negro, blando, pero en un número
muy reducido. Por otra parte, su necesidad era mínima, ya que se llegaba a
cualquier significado adjetival añadiendo lleno a un sustantivo-verbo. No se
conservaron ninguno de los adverbios hoy existentes exceptuando algunos
que acababan en demodo; la terminación demodo era invariable. La palabra
bien, por ejemplo, se sustituyó por buenmodo. Además, a cualquier palabra
—y esto, como principio, se aplicaba a todas las palabras del idioma—, se le da-
ba sentido de negación añadiendo el prefijo in o se le daba fuerza con el sufijo
plus, o para aumentar el énfasis, dobleplus. Así por ejemplo, hirió significaba
«caliente», mientras que plusfrío y dobleplu frío significaban respectivamen-
te «muy frió» y «extraordinariamente frío». También era posible, como en
el inglés de hoy en día, modificar el significado de casi todas las palabras con
preposiciones afijas como, ante, post, sobre, sub, etc. A base de este método fue
posible disminuir enormemente el vocabulario. Poniendo por caso la palabra
bueno, ya no habría necesidad de la palabra malo ya que el significado reque-
rido se expresaba tan bien o incluso mejor por inbueno. Lo único necesario,
en el caso de que dos palabras formaran una pareja de significación opuesta,
era decidir cuál suprimir. Oscuridad, por ejemplo, podía ser reemplazada por
inluz o luz por inascuro, según lo que se prefiera. La segunda característica
1
En inglés. En español acabarían en la misma letra o seguirían como los verbos regula-
res, ejemplo: robé, hace, pensé, comer, comí. Los ejemplos ingleses robar, pensar en español
ya son verbos y no justifican el ejemplo.
257
de la gramática de la neolengua era su regularidad. Aparte de algunas excep-
ciones abajo mencionadas, todas las inflexiones seguían las mismas reglas.
Así, en todos los verbos el pretérito y el participio pasado eran el mismo y
terminaban en ed.1 El pretérito de pensar, pensé, de robar, robé, y así en toda
la lengua; todas las otras formas: mandó, dio, habló, trajo, cogido, etc. fueron
abolidas. Los plurales de hombre, buey, vida eran hombres, bueys, vidas.
La única clase de palabras a las que todavía se les permitía inflexiones irre-
gulares eran los pronombres, los relativos, los adjetivos demostrativos y los
verbos auxiliares. Todos estos seguían su uso antiguo excepto que «quien»
había sido suprimido por innecesario y los tiempos condicionales de deber,
debería, habían caído en desuso ya que habían sido cubiertos por «haría,
habría hecho». Había también ciertas irregularidades en la formación de pa-
labras creadas por la necesidad del habla fácil y rápida.
Una palabra que fuese difícil de pronunciar o que podía entenderse in-
correctamente, se estimaba ipso facto una mala palabra; así que ocasional-
mente, por la eufonía, se insertaban letras en una palabra o se conservaba
una forma arcaica. Pero esta necesidad tenía más relación sobre todo con
el vocabulario B. La razón de la importancia concedida a la facilidad de la
pronunciación, se aclarará más tarde en este ensayo.
El vocabulario B: El vocabulario B consistía en palabras que habían sido
construidas deliberadamente con propósitos políticos. Es decir, palabras que
no solamente tenían en todos los casos implicaciones políticas sino que ade-
más poseían la intención de imponer una deseable actitud mental en la per-
sona que las utilizaba. Sin una compresión total de los principios del Ingsoc
era difícil usar estas palabras correctamente. En algunos casos se podían tra-
ducir a la vieja lengua o incluso a palabras tomadas del vocabulario A, pero
ello exigía una larga parrafada y siempre se perdían ciertos énfasis. Las pala-
bras del vocabulario B eran una especie de taquigrafía verbal que a menudo
englobaban toda una serie de ideas expresadas en unas pocas sílabas y a la
vez con un sentido más exacto y más fuerte que en el lenguaje ordinario. Las
palabras B eran en todos los casos palabras compuestas.2 Consistían en dos o
más palabras juntadas de un modo fácilmente pronunciable. El resultado era
2
Palabras compuestas como «hablarsubir» también se encontraban, claro está, en el
vocabulario A, pero no eran más que abreviaciones de conveniencia y no tenían ideología de
ningún color en especial.
258
siempre un verbonombre y se utilizaba según las reglas normales. Pongamos
un único ejemplo: la palabra bienpensar, que significa de un modo general
«ortodoxia», o si uno quiere tomarla como verbo, «pensar de un modo orto-
doxo». Su declinación era la siguiente: nombre-verbo, bienpensar; pretérito
y participio pasado, bienpensado participio presente, bienpensante; adjetivo,
bienpensadolleno; adverbio, bienpensadammte; nombre verbal, bienpensado.
Las palabras B no se construían de acuerdo con ningún plan etimológico.
Las palabras podían ser de cualquier parte de la lengua, se podían poner en
un orden cualquiera y ser mutiladas de modo que las hiciera de fácil pro-
nunciación a la vez qué indicaban su derivación. En la palabra crimenpensar
(pensamientocrimen), por ejemplo, el pensar iba detrás mientras que en pen-
sarpol (Policía del Pensamiento) iba primero y en la última palabra, policía
había perdido las tres sílabas finales. Dada la dificultad de asegurar la eufo-
nía, las formaciones irregulares eran más comunes en el vocabulario B que
en el vocabulario A. Por ejemplo, las formas adjetivadas de Miniver, Minipax
y Minimor eran, respectivamente, Miniverlleno, Minipaxlleno y Minimorlleno,
simplemente porque verdadlleno, pazlleno y amorlleno eran algo difíciles de
pronunciar. En principio, de todos modos, todas las palabras B se modulaban
del mismo modo.
Algunas de las palabras B tenían significados muy sutiles, apenas inteli-
gibles para quien no dominara la lengua en su totalidad. Consideremos, por
ejemplo, una frase típica del editorial del Times como ésta: «Viejos pensa-
dores incorazonsentir Ingsoc». El modo más sencillo de entender esto en la
Viejalengua sería: «Como que se formaron con las ideas de antes de la Re-
volución, no pueden tener una comprensión emocional de los principios del
Socialismo Inglés». Pero ésta no es una traducción adecuada. En primer lu-
gar, para lograr captar el significado de la frase arriba mencionada, habría
que tener una idea clara de lo que se entiende por Ingsoc. Y además, sólo una
persona totalmente educada en el Irigsoc podía apreciar toda la fuerza de la
palabra corazonsentir, que implicaba una ciega y entusiasta aceptación difí-
cil de imaginar hoy; de la palabra viedopensar, que estaba inextricablemente
mezclada con la idea de maldad y decadencia. Pero la función especial de cier-
tas palabras de neolengua, de las que vio era una, no era tanto expresar su
significado como destruirlos. Estas palabras, pocas en número, por supuesto,
habían extendido su significado hasta el punto de contener, dentro de ellas
mismas, toda una serie de palabras que como quedaban englobadas por un
259
solo término comprensivo, ahora podían ser relegadas y olvidadas. La ma-
yor dificultad con la que se encontraban los compiladores del Diccionario
de Neolengua no era inventar nuevas palabras, sino la de precisar, una vez
inventadas aquéllas, cuál era su significado. Es decir, precisar qué series de
palabras quedaban invalidadas con su existencia. Tal como ya hemos visto
con la palabra liben, las palabras que en su día hubieran tenido un significado
herético, a veces se conservaban por conveniencia, pero limpias de los signi-
ficados indeseables. Innombrables palabras como honor, justicia, moralidad,
internacionalismo, democracia, ciencia y religión simplemente habían deja-
do de existir. Unas cuantas palabras hacían de tapadera y, al encubrirlas, las
abolían. Todas las palabras agrupadas bajo los conceptos de libertad e igual-
dad, por ejemplo, se contenían en una sola, crimenpensar, mientras que todas
las palabras reunidas bajo los conceptos de objetividad y racionalismo queda-
ban comprendidas en la única palabra viejopensar. Mayor precisión hubiera
sido peligrosa. Lo que se requería de un miembro del Partido era un pun-
to de vista similar al de los antiguos hebreos que sabían, sin saber mucho
más, que todas las naciones aparte de la suya adoraban a «dioses falsos».
No necesitaban saber que estos dioses se llamaban Baal, Osiris, Moloch, Ash-
taroth, etc. Probablemente cuanto menos supiesen sobre ellos, mejor para
su ortodoxia. Conocían a Jehová y sus mandamientos; sabían, por lo tanto,
que todos los dioses con otros nombres y atributos eran dioses falsos. De
manera parecida, el miembro del Partido sabía lo que constituía la correcta
norma de conducta, y de un modo increíblemente vago y general lo que po-
día apartarle de ella. Su vida sexual, por ejemplo, estaba totalmente regulada
por las dos palabras de neolengua sexocrimen (inmoralidad sexual) y buen-
sexo (castidad). El sexocrimen cubría infracciones de todo tipo: fornicación,
adulterio, homosexualidad y otras perversiones y, además, el coito normal
practicado por placer. No había necesidad de nombrarlos separadamente, ya
que todos eran igualmente culpables y merecían la muerte. En el vocabulario
C, que consistía en palabras técnicas y científicas, existía la necesidad de dar
nombres especializados a ciertas aberraciones sexuales, pero el ciudadano
normal no las necesitaba. Éste sabía lo que se quería decir buensexo, es de-
cir, el coito normal entre marido y mujer con el solo propósito de engendrar
hijos y sin placer físico por parte de la mujer; todo lo demás era sexocrimen.
En neolengua era casi imposible seguir un pensamiento herético más allá de
la percepción de su carácter herético; a partir de este punto faltaban las pa-
260
labras necesarias. Ninguna palabra en el vocabulario B era ideológicamente
neutral. Muchas eran eufemismos. Palabras como, por ejemplo, gozocampo
(campo de trabajos forzados) o Minipax(Ministerio de la Paz, es decir, Minis-
terio de la Guerra) significaban exactamente lo opuesto de lo que parecían
indicar. Algunas palabras, por otro lado, traducían una franca y despreciativa
comprensión por la naturaleza real de la sociedad de Oceanía. Por ejemplo,
prolealimento significaba la porquería de entretenimiento y falsas noticias
que el Partido daba a las masas. Otras palabras además eran ambivalentes,
teniendo la connotación de «bueno» cuando eran aplicadas al Partido y de
«malo» cuando eran aplicadas al enemigo. Pero además había gran cantidad
de palabras que a primera vista parecían meras abreviaciones y que extraían
su color ideológico no de su significado sino de su estructura. Hasta donde
fuera posible todo lo qué pudiera tener un significado político de cualquier
tipo entraba en el vocabulario B. Los nombres de organizaciones, grupos de
personas, doctrinas, países o instituciones o edificios públicos, habían que-
dado recortados de forma muy sencilla, es decir, una sola palabra fácilmente
pronunciable con el menor número de sílabas y que conservaba la derivación
original. En el Ministerio de la Verdad, por ejemplo, el Departamento de Re-
gistro donde trabajaba Winston Smith se llamaba Regdep, el Departamento
de Ficción se llamaba Ficdep, el Departamento de Teleprogramas se llamaba
Teledep, etc. La finalidad no era sólo ganar tiempo. Incluso en las primeras dé-
cadas del siglo veinte, las palabras y frases abreviadas habían sido uno de los
rasgos característicos del lenguaje político y era notorio que la tendencia a
usar abreviaturas de este tipo era más marcada en países y organizaciones to-
talitarias. Ejemplos de ello son palabras tales como Nazi, Gestapo, Comintern,
Inprecorr y Agitrop. Al principio esta práctica se había adoptado instintiva-
mente, pero en neolengua se utilizaba con un propósito consciente. Habían
observado que abreviando un nombre se estrechaba y alteraba sutilmente su
significado, perdiendo la mayoría de asociaciones de ideas que de otra ma-
nera habría mantenido. Las palabras Internacional Comunista, por ejemplo,
evocan la imagen polifacética de solidaridad humana, banderas rojas, barri-
cadas, Karl Marx y la Comuna de París. La palabra Comintern, por otro lado,
sólo sugiere una organización tupida y cerrada, con una doctrina concreta.
Se refiere a algo tan fácilmente reconocible y limitado en su propósito como
una silla o una mesa. Comintern es una palabra que se puede pronunciar ca-
si sin pensar, mientras que Internacional Comunista, es una frase en la que
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uno tiene que detenerse por lo menos unos momentos. Del mismo modo, las
asociaciones ideológicas que la palabra Miniver evoca son menores y más
controlables que las sugeridas por Ministerio de la Verdad. Esta era la razón
del hábito de abreviar siempre que fuera posible, así como también el casi exa-
gerado cuidado que dedicaban a facilitar la pronunciación de las palabras. En
neolengua, la obsesión de la eufonía pesaba más que cualquier otra considera-
ción, salvo la exactitud del significado. Si era necesario, siempre se sacrificaba
la regularidad de la gramática en aras de la eufonía. Y con razón, ya que lo que
se requería, sobre todo por razones políticas, eran palabras cortas y de signifi-
cado inequívoco que pudieran pronunciarse rápidamente y que despertaran el
mínimo de sugerencias en la mente del parlante. Las palabras del vocabulario
B incluso ganaban en fuerza por el hecho de ser tan parecidas. Casi invariable-
mente estas palabras —bienpensar, Minipax, prolealimento, sexocrimen, gozo-
campo, Ingsoc, corazonsentir, pensarol y muchas otras— eran palabras de dos
o tres sílabas con el acento tónico igualmente distribuido entre la primera
sílaba y la última. Su uso fomentaba una especie de conversación similar a
un cotorreo, a la vez roto y monótono; era esto precisamente lo que preten-
dían. La intención era formar un lenguaje, sobre todo el que versaba sobre
materias no neutrales ideológicamente, tan independiente como fuera posi-
ble de la conciencia. En asuntos, de la vida cotidiana, sin duda era necesario,
o algunas veces necesario, reflexionar antes de hablar, pero un miembro del
Partido, llamado a emitir un juicio político o ético, debía ser capaz de dispa-
rar las opiniones correctas tan automáticamente como una ametralladora las
balas. Su entrenamiento lo preparaba para ello, el lenguaje le daba un instru-
mento casi infalible y la textura de las palabras, con su sonido duro y una
especie de fealdad salvaje de acuerdo con el espíritu del Ingsoc, acababan de
completar el proceso. Además contribuía el hecho de tener pocas palabras
donde escoger. En relación con el nuestro, el vocabulario de la neolengua
era mínimo, y continuamente inventaban nuevos modos de reducirlo. Des-
de luego, la neolengua difería de la mayoría de otros lenguajes en que su
vocabulario se empequeñecía en vez de agrandarse. Cada reducción era una
ganancia, ya que cuanto menor era el área para escoger, más pequeña era la
tentación de pensar. En definitiva, —se esperaba construir un lenguaje arti-
culado que surgiera de la laringe sin involucrar en absoluto a los centros del
cerebro. Este objetivo se explicita francamente en la palabra de neolengua
haNapato, que significa «cuacuar como un pato»; como otras palabras de
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neolengua, baWpato era de significado ambivalente. Si las opiniones cuacua-
das eran ortodoxas, sólo implicaban alabanza y cuando el Times se refería a
uno de los oradores del Partido como a un dobleplusbum cuacuador estaba
emitiendo un caluroso y valioso cumplido.
El vocabulario C. El vocabulario C era complementario de los otros dos y
contenía totalmente términos científicos y técnicos. Éstos se parecían a los
términos científicos en uso hoy en día y procedían de las mismas raíces, pero
se tomó el cuidado habitual para definirlos rápidamente, y despojarlos de los
significados indeseables. Se atenían a las mismas reglas gramaticales que las
palabras de los otros dos vocabularios. Muy pocas palabras C tenían uso en
las conversaciones cotidianas o en el lenguaje político. Cualquier científico
o técnico podía encontrar todas las palabras necesarias en la lista dedicada a
su especialidad, pero sólo tenía una mínima idea de las palabras de las otras
listas. Solamente unas cuantas palabras eran comunes a todas las listas y no
existía un vocabulario que expresase la función de la ciencia como actitud
mental o como método intelectual independiente de sus ramas particulares.
No había, de hecho, palabra para designar la «Ciencia», quedando cualquier
significado que pudiera tener suficientemente cubierto por la palabra Ingsoc.
Por lo que se ha explicado, podrá verse que en neolengua la expresión de
opiniones heterodoxas de bajo nivel era casi imposible. Era factible, claro
está, emitir herejías de un tono muy crudo y elemental, como una especie
de blasfemia. Hubiera sido posible, por ejemplo, decir el «Gran Hermano in-
bueno». Pero esta aseveración, que a un oído ortodoxo le sonaba como una
manifiesta absurdidad, no podría haber sido sostenida con argumentos racio-
nales, ya que faltaban las palabras necesarias. Sólo podían sostenerse ideas
contrarias al Ingsoc de una manera vaga y sin palabras, y formularlas en unos
términos muy genéricos que mezclaban y condenaban todo tipo de herejías,
sin definirlas particularmente. De hecho, sólo podía utilizarse la neolengua
para fines heterodoxos traduciendo de un modo ilegítimo algunas de las pala-
bras a la Viejalengua. Por ejemplo, «Todos los hombres son iguales» era una
afirmación posible en neolengua, pero en el mismo sentido en que «Todos los
hombres tienen el pelo rojo» pudiera serlo en Viejalengua. No contiene nin-
gún error gramatical, pero expresa una no-verdad palpable como que todos
los hombres son de la misma estatura, peso o fuerza. El concepto de igualdad
política ya no existía y por lo tanto esta significación secundaria había sido
limpiada de la palabra igual. En 1984, cuando Viejalengua era todavía el me-
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dio normal de comunicación, teóricamente existía el peligro de que al usar
palabras de neolengua uno recordara sus significados originales. En la prác-
tica no era difícil, para alguien bien versado en el doblepmar, evitar que esto
ocurriera, pero dentro de dos generaciones se evitaría incluso la posibilidad
de este peligro. Una persona creciendo con neolengua como único lengua-
je, no sabría nunca que igual había tenido antes la acepción de «igualdad
política», o que «libre» había significado anteriormente «intelectualmente
libre», del mismo modo que, por ejemplo, una persona que no hubiera oído
hablar nunca de ajedrez, podría saber los segundos significados aplicables a
la reina y a la torre. Por lo tanto, quedaría descartada la posibilidad de co-
meter muchos crímenes y errores simplemente porque no tenían nombre y,
en consecuencia, son inimaginables. Y era de esperar que con el paso del
tiempo las características que distinguían a la neolengua, se volverían más
y más acusadas: sus palabras irían disminuyendo, sus significados cada vez
más restringidos y más remoto el peligro de utilizarlos impropiamente. Al
desaparecer la Viejalengua se habría roto el último lazo con el pasado. La
historia ya se había reescrito, pero algunos fragmentos de la vieja literatura
sobrevivían aquí y allá, imperfectamente censurados, y mientras persistie-
ra el conocimiento de la Viejalengua era posible leerlos. En el futuro tales
fragmentos, incluso si sobrevivieran, serían inteligibles e intraducibles. Era
imposible traducir un pasaje de Viejalengua a Neolengua, salvo que se refi-
riera a algún proceso técnico, a hechos de la vida cotidiana o bien fuese ya
de tendencia ortodoxa (bienpensante sería la expresión en neolengua). En la
práctica, esto suponía que ningún libro escrito antes de 1960 podía traducirse
por completo. La literatura anterior a la Revolución sólo podía estar sujeta a
una traducción ideológica, o sea, a una alteración tanto de las palabras como
del sentido. Tomemos por ejemplo el tan conocido pasaje de la Declaración
de la Independencia:
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tos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla e instituir
una nueva…
265
Biblioteca anarquista
Anti-Copyright
George Orwell
1984
1948
es.theanarchistlibrary.org