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Enamorada

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Enamorada.

Ningún libro de relatos está completo sin uno de amor. Esta historia será para

algunos de amor verdadero, estoy seguro, habrá otros, sin embargo, que no le

concederán tales atributos, sus razones tendrán. Pero, qué es el amor sino un estado

emocional que, fuera de nuestro control, a veces nos convierte en marionetas. Esta es

la historia de una marioneta enamorada.

Estaba yo tranquilo en mi casa, una mañana, o una tarde, cuando sonó el

teléfono con la insistencia propia de los de su calaña. Al otro lado de la línea me

encontré con una vieja amiga: Katia, polaca de Cracovia, amiga culta, inteligente y

divertida, directora del Museo de Arte Moderno de aquella magnífica ciudad. Nos

habíamos conocido tiempo atrás durante una de mis exposiciones itinerantes (soy

pintor) instalada en su museo cracoviano. Desde entonces manteníamos una sólida

amistad a distancia.

Katia iniciaba sus vacaciones y tenía previsto pasar unos días en Marruecos, un

país tan exótico para un polaco como lo pueda ser Ucrania para un español. De

camino al país magrebí pasaría por mi casa para una breve visita, le dije que estaría

encantado de recibirla y tan sólo lamentaba la mencionada brevedad. Tras concretar

las fechas de su llegada nos despedimos deseosos de volver a vernos.

Katia era una mujer grande, un metro ochenta y setenta y cinco kilos de peso

lo acreditaban, tenía una melena desarbolada y rizada, ya entrecana, que no se

molestaba en mantener a raya y mucho menos en teñir para ocultar las secuelas de

sus cuarenta años. Demasiado inteligente y no muy atractiva, una combinación que

solía espantar a la mayoría de los hombres, quizá por eso mi amiga permanecía

soltera a pesar de sus extraordinarias cualidades y su entrañable simpatía.


Llegó por la tarde en un tren procedente de Madrid, al día siguiente pensaba

coger un ferry con destino a Tánger desde Algeciras, no mentía, su visita iba a ser

breve, teníamos el tiempo justo para cenar y tener una buena charla de sobremesa.

Así lo hicimos. Para compensar tan escaso tiempo prolongamos la noche todo lo que

ésta puede dar de sí, hasta la amanecida. Con el sol apuntando maneras en el

horizonte, me dispuse a conducir los veinte minutos que nos separaban del puerto de

Algeciras. Ojerosos por la falta de sueño, la boca pastosa por el exceso de vino que

precedió a la cena, cansados, pero con el recuerdo vivo de una buena conversación,

nos despedimos, ella para el barco y yo a trabajar.

Pasados veinte días Katia regresó, repitiendo el proceso a la inversa. De nuevo

cenamos y charlamos, para esta ocasión dejamos a un lado el arte, nuestro tema más

recurrente, por otro más mundano: el amor. No diré que me sorprendió oír a mi

amiga hablando de mariposas en el estómago, todos en algún momento de nuestra

vida hemos sentido los dardos de Cupido cercenando nuestras carnes más o menos

prietas, pero sus circunstancias diferían notablemente de las habituales. Durante su

periplo marroquí, Katia conoció a un muchacho, uno de tantos que en el país vecino

se buscan la vida ofreciendo sus servicios al turista, de improvisados guías la mayoría

de las veces. Hicham, que así se llamaba el muchacho, era, según la descripción de

Katia, tímido, educado y simpático, añadió que vivía en Rabat y también que era de

familia humilde. Dijo más cosas de Hicham, muchas más: moreno, delgado, pelo

rizado, ojos grandes… concluyó a requerimiento mío con un par de datos

importantes: dieciocho años y dispuesto a casarse con ella en cuanto regresara a

Marruecos, cosa que haría tan pronto arreglase todo el papeleo.


Tardé unos segundos en reaccionar pensando que quizá bromeaba, ya he

comentado que mi amiga polaca tenía un sentido del humor un tanto especial.

Cuando comprendí que hablaba en serio tuve que interpretar el horrible papel de

amigo sensato.

—Ese chico sólo busca salir de la miseria.

—Lo sé.

—Podría ser tu hijo.

—Un hijo muy guapo.

—En cuanto tenga los papeles se marchará.

—Viviré cada minuto que estemos juntos con intensidad.

—¿Por qué lo haces?

—Estoy enamorada.

La cordura, el pragmatismo, la madurez, todos los atributos que creemos

fundamentales se desvanecen ante la llamada del amor.

Estuvimos largo rato hablando, yo intentando convencerla de algo, no sabría

decir de qué, ella eludiendo mis razonamientos y ensalzando las virtudes de su

amado. Si alguien piensa que mi amiga se había vuelto loca, que iba a hacer el

ridículo con aquel muchacho, que acabaría de nuevo sola y humillada; si alguien lo

piensa, se equivoca.

Katia no se había vuelto loca, era plenamente consciente de todo eso y de más

cosas. Era consciente de las intenciones del muchacho y las encontraba honestas, era

consciente de su físico poco agraciado y de las pocas posibilidades de encontrar un

chico guapo que la quisiera, aunque fuese brevemente. Era consciente, en definitiva,

de su vida, llena de logros y satisfacciones profesionales, del disfrute de sus


privilegiadas amistades (me incluyó, cosa que le agradezco), pero carente de pasiones

de otra índole. Era consciente de las noches en soledad y de las camas vacías. Sí, era

plenamente consciente de su futuro y por eso, precisamente por eso, estaba dispuesta

a vivir por una vez el presente de forma apasionada.

No quise insistir en mis argumentos, los esgrimí con torpeza y en esos lances

Katia era una poderosa adversaria. Opté por apoyarla, no estaba muy convencido,

pero me parecía más honesto hacerlo, después de todo ¿quién era yo para aconsejarla

sobre ese tema? Regresó a Polonia dispuesta a solucionar los engorrosos trámites,

ignoro cuan engorrosos fueron, pues desconozco los entresijos de la burocracia

polaca, aunque la presumo como todas: lenta, tediosa y completamente inútil.

Volví a la rutina de mi vida y reconozco que durante el mes que vino a

continuación no me acordé de Katia ni de su novio Hicham ni de la boda en ciernes.

Una llamada me sacó del olvido.

—Mañana por la tarde llegaré a tu casa.

Reconocí de inmediato la voz de Katia. Tras concretar los detalles de su

llegada colgué. Al parecer mi amiga seguía en sus trece.

Katia pasó por mi casa, estaba radiante, llevaba todo lo necesario para

formalizar el matrimonio con Hicham, no pregunté en qué consistía, a mi ignorancia

sobre la administración polaca había que sumarle una aún mayor sobre la marroquí,

di por sentado que mi amiga no habría dejado ningún cabo suelto en un asunto de

tanta trascendencia. Lo único que me quedaba por hacer era desearle lo mejor, algo

que hice de corazón, y preparar el viaje a Marruecos para asistir a la boda como

invitado.
Han pasado muchos años, más de los que uno quiere reconocer, durante este

tiempo he mantenido mi amistad con Katia, a distancia, como siempre fue, con

algunas visitas esporádicas, de aquí parar allá y de allá para acá. Los lectores más

curiosos se preguntarán ¿cómo no?, qué fue de aquella aventura. Pues bien, a día de

hoy Katia sigue casada con Hicham. El joven marroquí, ya no tan joven, es un

afamado escritor con varias novelas traducidas a diferentes idiomas, su talento afloró

tan pronto encontró el ambiente adecuado para ello, y a pesar de los años

transcurridos, mis amigos (incluyo a Hicham porque así lo considero) siguen

amándose con la pasión del primer día.

Que nadie se sorprenda, desde el principio dije que éste era un relato de

amor, de amor verdadero.

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