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Un Día en La Playa

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Un día en la playa.

Durante unas vacaciones veraniegas asistí a un… ¿cómo definirlo?, no es fácil.

Lo llamaré: acontecimiento. Y si una vez leído el relato alguien encuentra una

palabra mejor, no tendré ningún problema en considerar un oportuno cambio.

Este acontecimiento sucedió en la costa andaluza, al sur, muy al sur; en su

orilla más meridional, sobre la delgada línea incolora conocida como Estrecho de

Gibraltar. Un enclave histórico cuyo mar, viniendo desde el Este, se abre a lo

desconocido flanqueado por dos moles de verticalidad cenicienta. Los griegos las

llamaron Estelas de Heracles y los romanos las renombraron más tarde como

Columnas de Hércules, cosas de gente antigua empeñada en idealizar dos montes que

ya tenían nombre: Kalpe y Abyla. Ahora los conocemos como Gibraltar y Musa. Al

primero le decimos el Peñón, porque lo es, y muy grande, aunque su nombre viene

de una castellanización de la antigua fonética Jbel Tarik (gibaltarik), o sea montaña

de Tarik, general bereber que lidero la conquista musulmana de la península Ibérica.

Al segundo nuestros vecinos también le ponen delante Jbel, montaña, en este caso de

Moisés. No son más que nombres, aunque cargados de Historia. Cierto es que estos

dos promontorios calizos, idealizados o no, fueron por mucho tiempo límite del

mundo conocido. Desde allí se abría un mar sombrío en donde no osaban penetrar

los navegantes, un mar peligroso, plagado de monstruos inimaginables que habitaban

en la oscuridad de sus fosas abisales. Ahora los peligros son otros y los monstruos

viajan con nosotros de la mano. Pero no adelantemos acontecimientos, ni siquiera

éste que protagoniza mi historia.

Estaba yo tumbado plácidamente en la playa, disfrutaba de la caricia del sol y

del rumor de unas olas que en intervalos precisos lamían la arena blanca para borrar
las huellas que dejan los paseantes. Disfrutaba también de un buen libro, un disfrute

que , dependiendo del libro, puede ser muy grande. Una afición ésta de la lectura,

que siempre me ha proporcionado largas horas de discreto deleite. En esta ocasión

fue, sin embargo, efímero, pues apenas unos minutos después de iniciada mi lectura

(La civilización del espectáculo, de Mario Vargas Llosa) vinieron a instalarse junto a

mí unas personas que con su animada algarabía la frustraron, una pena. El grupo lo

formaban dos mujeres y cinco niños de diferentes edades. El entretenimiento estaba

garantizado. Tras acomodarse en la arena con todo el pertrecho (sombrillas, neveras,

tumbonas, pelotas…), los niños salieron raudos en pos de las olas; lo normal. Hubo

algún grito esporádico de las madres, que de ese modo buscaban prevenir a los más

pequeños de los peligros que acechan en la mar, a saber: corrientes, medusas,

embarcaciones deportivas, tiburones y algún que otro monstruo heredado de la

antigüedad. Y en seguida las idas y venidas apresuradas de los chiquillos: de la orilla

a la toalla y de la toalla a la orilla, a por un bocadillo, a por agua, a coger un

flotador, a dejarlo… Mientras, las madres, dos mujeres de entre treinta y treinta y

cinco años, conversaban animadamente sobre temas de actualidad al tiempo que se

embadurnaban el cuerpo con crema solar de coco. No es que yo sea cotilla, no creo

serlo. Nunca me han interesado especialmente las conversaciones ajenas, máxime si,

como en este caso, las imagino banales y por tanto vacías de contenido. Pero,

privado del placer de la lectura y a falta de otra cosa mejor que hacer, escuché.

Pronto empecé a sentirme incómodo con su conversación. Después de alguna frase

suelta de escasa relevancia, las dos mujeres dieron un giro a la charla y empezaron a

quejarse airadamente por el aumento de inmigrantes que en los últimos años estaban

llegando a nuestras costas. Ilegales, puntualizaron. Según decían, los sin papeles
estaban dejando sin trabajo a los autóctonos porque trabajaban por dos duros y sin

contratos. Además, aseguraba la una mientras la otra confirmaba entre aspavientos,

habían traído al país delincuencia e inseguridad. Un escándalo. Se referían a ellos

como negros y moros, colocando delante la palabra putos, un adjetivo denigrante

cuya intención no dejaba lugar a dudas, sobre todo por la coletilla de una de ellas

que con cada nueva queja no paraba de repetir: —Y si por eso tengo que ser racista,

pues lo soy. Ea—. Yo nunca me he considerado especialmente comprometido, ni soy

activista de nada, pero, evidentemente, empezaba a desagradarme mucho aquel

despliegue gratuito de racismo y xenofobia. A punto estuve de levantarle y salir

corriendo con mi libro bajo el brazo, pero no lo hice. En lugar de eso me puse a

reflexionar, a veces me da por ahí, no sé porqué.

Todos tenemos una idea aproximada del significado de estas dos palabras:

racismo y xenofobia, las dos suelen aparecer asociadas entre sí, ambas con unas

connotaciones poco edificantes, si tenemos en cuenta lo poco que se puede construir

con ellas. Para certificar lo que digo transcribiré el significado que el diccionario da

de las mismas: “Racismo. (Masculino). Exacerbación del sentido racial de un grupo

étnico, especialmente cuando convive con otro u otros. Doctrina antropológica o

política basada en este sentimiento y que en ocasiones a motivado la persecución de

un grupo étnico considerado como inferior”. “Xenofobia. (De xeno- y fobia).

(Femenino). Odio, repugnancia u hostilidad hacia los extranjeros.”

Por fortuna estas acepciones rara vez se utilizan en sentido literal, no digo que

no haya quien las sienta así, y yo, ciertamente, lo siento por ellos. Pero en la

mayoría de los casos usamos estas palabras sin pararnos a pensar, ignorando el

significado que con tanto esmero han elaborado nuestros académicos de la lengua.
Siempre me ha molestado el mal uso que hacemos del lenguaje, aunque en este caso,

debo decir que nunca me alegré tanto por un hecho tan lamentable. ¿Cuál fue la

razón de mi alborozo?, es simple: las muestras de racismo y xenofobia exhibido por

las dos mujeres resultaron ser falsas, y ellas ni siquiera lo sabían. Me explico: El

Estrecho de Gibraltar separa dos mares lo mismo que dos continentes, y puestos a

decir, diré que separa también promesas, sueños y esperanzas, que por lo general son

falsas promesas, sueños y esperanzas. La proximidad de sus costas siempre ha sido

una invitación para los que tratan de alcanzar la opuesta y por este motivo el flujo

de personas procedentes del continente africano es constante. Acuden al primer

mundo atraídos por la promesa de una vida mejor, acuden engañados, sin duda, pero

lo siguen haciendo pues la vida de mierda que encuentran aquí sigue siendo mejor

que la mierda de vida que tienen en sus países de origen. Hacinados en frágiles

embarcaciones afrontan una travesía que se intuye corta y a veces, muchas veces,

demasiadas, acaba siendo eterna. No abundaré en detalles, no por eludir una realidad

incómoda para los que estamos al otro lado, mis motivos tienen que ver con el

respeto. Una vez hecha esta aclaración volveré al principio, retomando este relato

vacacional que se ha movido por unos derroteros todavía confusos. Mi experiencia

playera, ésa que definí como acontecimiento, pudo quedarse en indignada crítica

hacia las dos mujeres si no hubiese pasado lo que a continuación pasó. Un suceso

que dio a la charla racista un protagonismo inusitado.

Quiso la casualidad que en mitad de la conversación sucediera algo que,

aunque relativamente habitual, no dejaba de ser increíble. Unas sirenas ulularon

precediendo a la llegada de dos coches de la Guardia Civil, aparcaron al borde

mismo de la arena cesando de inmediato el molesto sonido pero no el despliegue de


sus luminarias azuladas, que no pararon de girar. Al poco apareció recortada en el

horizonte la silueta de un helicóptero, vimos como se acercaba veloz hasta alcanzar

nuestra posición, justo sobre nuestras cabezas; el ronroneo inicial de sus aspas pasó a

ser un ensordecedor ruido y volar de arena similar al de el peor temporal de

Levante. Semejante despliegue en una playa con bañistas no dejaba indiferente a

nadie y el motivo del mismo no se hizo esperar. Siguiendo con la mirada lo que

miraban los guardias vimos a lo lejos dos embarcaciones, la primera era una

inestable patera abarrotada de gente, la segunda el pequeño barco de Protección Civil

que la custodiaba. Pronto nos empezamos a arremolinar todos los presentes en un

punto de la playa en el que supuestamente arribarían las embarcaciones. Así fue. A

pesar de las instrucciones de la Guardia Civil, que insistía en espantar a los curiosos,

todos nos acercamos para ver un espectáculo que resultó ser poco alentador. La

patera clavó su quilla en la arena hasta quedar varada. De ella surgieron como

duendes una treintena de personas: hombres, mujeres y niños, subsaharianos en su

mayoría; su estado era penoso. A pesar de la agradable temperatura que se disfrutaba

en la playa, los recién llegados temblaban como hojas al viento. Algunos con claros

signos de hipotermia, otros deshidratados, varios con quemaduras producidas por el

sol y por el gasoil de los motores en contacto con el agua salada, todos hambrientos:

apenas se tenían en pie. De una forma totalmente espontanea, la gente empezó a

ayudarlos a llegar a la orilla, sujetándolos, aupándolos, llevándolos en volandas,

cubriéndolos con toallas, camisetas, cualquier cosa que les diera calor. Empezaron a

circular botellas de agua, zumos, batidos, bocadillos, patatas fritas, lo que fuese; ante

la mirada de guardias y miembros de Protección Civil que, desbordados por las

circunstancias, desistieron en su intento de poner orden y dejaron colaborar a la


gente. Al caos reinante vinieron a unirse algunas ambulancias con sus

correspondientes equipos sanitarios. En medio de aquel desbarajuste vi a las dos

mujeres: las racistas, una de ellas, la que apenas unos minutos antes se quejaba con

vehemencia de los inmigrantes se fue derechita hacia una chica negra, apenas una

niña. Llevaba en brazos un bebe de pocos meses envuelto en un hatillo de ropa, el

niño lloraba con fuerza y la madre, impotente, aún más. Mi vecina racista, a juzgar

por lo abultado de sus pechos, debía tener a su vez un hijo lactante. Se plantó

decidida delante de un guardia que atendía a la joven madre y sin darle ninguna

posibilidad de réplica le dijo: —Dame al niño, hombre de Dios, no ves que está

desmayao.

Cogió al niño sujetándolo con una mano mientras con la otra se abría un lado

del bikini, a la vista quedó la magnífica teta y con mañas de madre curtida en esas

lides se colgó al niño del pecho. Éste empezó a chupar con fuerza la riquísima leche

cesando de inmediato el llanto. La estampa no podía ser más bella, la diminuta

figura color caoba del niño en contraste con la refulgente blancura del pecho

desnudo. Un cruce de miradas surgió entre la joven madre y la improvisada nodriza,

las dos con una sonrisa, las dos con lágrimas en los ojos.

Yo, que asistía como espectador al acto, dije para mis adentros: —Y presume

de racista, pobre ignorante, no tiene ni idea de lo que significa esa palabra.

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