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La Patente

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LA PATENTE
José Luis Adrados
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1. La oficina.

Un manotazo certero sobre la mesilla de noche y todo lo que está encima empieza a temblar,

todo. Un cenicero hasta arriba de colillas, unas pilas de las medianas, un vaso con agua que tiene

algo flotando a media altura. Varios objetos más bailan en círculos, o elipses, o lo que sea, sobre el

reducido espacio de la mesilla. Ninguno de esos objetos me molesta especialmente, es el maldito

despertador y su desquiciante zumbido lo que me molesta. El ingeniero que diseñó este trasto,

porque habrá sido un ingeniero, puede estar contento, ha realizado un excelente trabajo, tanto que no

pasa una sola mañana sin que le dedique un recuerdo, a él y a toda su familia.

Al grano, son las siete, las siete en punto, buena hora para levantarse si vives en el Trópico y te

vas a coger olas a una playa de arena blanca, conste que yo no me levantaría ni para eso, pero aquí lo

hago para ir a trabajar. Las siete, buena hora para que los fracasados se vayan preparando, empieza

otra bonita jornada.

Estoy con todo esto en la cabeza, pero al final y como todos los días, decido apagar el

despertador, eso sí, dejándolo sonar un poco más a pesar de lo mucho que me molesta, sé que mis

vecinos también lo oyen. Ya sufro yo bastante su reiterado fornicio, su dormitorio está pared con

pared con el mío. ¡Qué se jodan los vecinos! (en rigor, ya lo hacen)

Una vez restregadas las legañas que me impiden enfocar correctamente la visión, lo paro

apretando el botón, el de parar el zumbido, está en inglés pero debe poner algo así como: “Parar

zumbido”. Mucho manotazo, pero al final lo paro apretando el botón porque el despertador en
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cuestión me costó un dineral y no es plan, desde luego no en mi caso, de andar por ahí dando

manotazos a un cacharro que por su elevado precio ha de durar muchos años. Así lo espero y no

porque se encuentre entre mis aspiraciones el seguir madrugando. ¡Qué asco de vida!

De la ducha al metro (entre medias hay unas cuantas cosas, lo sé, pero dudo que nadie tenga

interés en ellas: vestirse, desayunar…). Yo soy de desayunar en casa, no es por ahorrar, aunque

también, es sobre todo porque a las siete sólo encuentro abiertos bares con gente como yo y eso me

deprime, me deprime muchísimo. En realidad es la gente la que me deprime, toda la gente, no sólo

los que se levantan a las siete y, la verdad, más que depresión es animadversión.

Después de desayunar en casa un café con un bollo haciendo caso omiso de la dieta

mediterránea, bajo a la calle para dirigirme a la boca del metro, palabra que ha pasado de homónima

a análoga y que no dudo que algún poetastro del antiarte utilice incluso como metáfora, porque

efectivamente entrar allí es como meterse enterito en una boca: suciedad, restos de comida y halitosis

crónica. ¡Esto sí que es deprimente! Aunque no sean las siete, aunque vayas leyendo lo último del

Kenfolet o lo que quieras leer, es realmente deprimente.

Para evadirme de tan lúgubres pensamientos me entretengo viendo pasar las estaciones, un

montón de estaciones abarrotadas de gente, una detrás de otra, y otra, y en cada estación una

desagradable vocecita enlatada te recuerda dónde estás y que tengas cuidado al salir del andén. Así,

si metes la pata ni siquiera les puedes denunciar. Una detrás de otra y tú, o yo, disimulando con el

Kenfolet porque leer lo que se dice leer, a las siete y a base de empujones, se lee poco, poco y mal,

que llegas a "Sol" y de las dos páginas que has leído entre empujón y empujón no te acuerdas de

nada. Y es que a las siete hay mucho fracasado empujando. Yo empujo todo lo que puedo, con

disimulo, sí, pero empujo.

Aquí todos vamos a la oficina que es como vulgarmente se dice que vas a trabajar. Antes ir a la

oficina era como para gente destacada, con estudios, ahora todo el mundo va a la oficina; aunque

trabajes en una obra poniendo ladrillos, yo preferiría poner ladrillos si supiera ponerlos, que no sé.
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Lo cierto es que aunque todo el mundo diga que va a la oficina yo voy de verdad. Debo ser el único

fracasado que va a la oficina de verdad, ni siquiera lo puedo omitir sin que pierda una parte de su

significado porque uno puede trabajar en una oficina en Hacienda y dices: trabajo en Hacienda, o en

el Ministerio, o como lo quieras decir, pero yo trabajo en la Oficina de Patentes y por fuerza tienes

que decir oficina te pongas como te pongas. Yo a veces digo que trabajo en una obra aunque no sepa

poner ladrillos.

Después de varios transbordos salgo del metro. Salgo como esas marmotas de los

documentales, documentales americanos supongo. Son unos bichos del tamaño de un perro pequeño,

pero que parecen una rata grande, la cuestión es que son una plaga y lo llenan todo de agujeros, así

que los granjeros de allí, que serán como los de aquí, se dedican a pegarles un tiro según salen de las

madrigueras, yo salgo igual, mirando al cielo primero y luego a los lados para ver si veo de dónde

me va a venir el tiro.

Sigo andando por la acera con cara de no saber por dónde me vienen los tiros. Preferiría hacer

cualquier cosa menos ir a la oficina, que es justo lo que estoy haciendo.

Al entrar en el edificio: modernista, que no tiene nada que ver con moderno aunque algún

capullo crea que sí, lo primero que uno encuentra aparte de desidia es una amplia sala que hace de

vestíbulo. Pasado el vestíbulo se levanta una escalera central que en el primer rellano se hace doble

pudiendo subir indistintamente por el lado izquierdo o por el derecho, normalmente usamos un lado

ignorando la otra posibilidad, es una extraña fidelidad a un itinerario, como los ratones que usan

siempre el mismo camino y si les pones un obstáculo delante se chocan con él. Supongo que lo he

visto en algún documental, veo muchos documentales.

El itinerario escogido me conduce inexorablemente a una sala llena de mesas con ordenadores.

No son las mesas ni los ordenadores lo que me molesta de mi trabajo, ni siquiera es el edificio,

aunque no me gusta nada. Es la gente, la gente me supera, no aguanto a la gente en general y a

algunos en particular. Aquí trabajamos unas veinte personas. Con una parte de mis compañeros,
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vamos a llamarlos así, directamente no me trato por lo que a pesar de mi aversión hacia los de mi

misma especie no suelen ocasionarme mayores problemas, éstos vienen con los que por desgracia

tengo que tratar quiera o no, media docena como mucho y de esos a López es al que menos soporto.

Me resulta especialmente insoportable, su presencia me produce tanta satisfacción como una hernia

de hiato en plena ebullición. El tipo llega todos los días sonriendo a la oficina, ¡cómo si se alegrara

de venir a trabajar! Saluda a todo el mundo con un: buenos días, que suena falsísimo acompañado de

un gesto con la mano, todo como muy exagerado, y si es lunes, ¡joder, cómo odio los lunes!, además

nos suelta lo que ha hecho durante el fin de semana con pelos y señales. Casi siempre que ha estado

en Tarifa haciendo guinsurfin con unas olas, o un viento, o un no sé qué, pero que siempre implica

que ha sido dificilísimo y que no es apto para todo el mundo. Hay que estar fuerte, eso no lo dice él,

lo dice una que se llama Lola, pero él asiente así como con modestia. Es que tú estás superfuerte,

insiste la tal Lola. Y él contesta que no, que es sólo técnica y práctica. Y lo dice poniendo una

posturita como si se agarrara a algo. A mí el tipo más que fuerte me parece que está gordo, pero será

cosa mía. Tampoco le encuentro parecido al Raselcraun. Lola le dice que se parece a Raselcraun. Es

que con el pelo así y con ese cuerpo te pareces a Raselcraun, y él contesta: no exageres, es sólo que

me cuido. Yo sigo pensando que está gordo, también creo que lo está el Raselcraun ése de los

cojones. Será porque mis carnes recubren con escaso entusiasmo un esqueleto de por sí escurridizo.

El caso es que López se pone a saludar y no para. A mí también me saluda igual de sonriente.

Estoy seguro que lo hace sólo por fastidiar, sabe perfectamente que me molesta. El tipo se queda

quieto antes de sentarse en su silla mirando hacia mi mesa, esperando agazapado como una fiera

acechando a su presa. Yo procuro no mirar en su dirección para evitar el saludo. Enciendo mi

ordenador y me quedo mirando fijamente a la pantalla durante unos segundos. La pantalla me

devuelve mi propia imagen como si fuera un espejo. Aprovecho esos instantes para ajustarme el

nudo de la corbata hasta que mi reflejo se transforma en el icono de Microsoft acompañando a una

musiquita infame. Es precisamente en ese momento que al levantar la vista de la pantalla, ahí está él.
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Un segundo, menos incluso, una fracción de segundo, es todo lo que necesita, lo justo para que

López lance su saludo como un zarpazo certero que me acierta en plena cara. Sonríe y dice: buenos

días. Yo le contesto con una especie de mueca que se parece un poco a un saludo, eso es lo más

parecido que soy capaz de esbozar. Tampoco lo haría mejor aunque quisiera, que no quiero.

Por fin me siento. Lo hago protegido por el parapeto que me he ido preparando

meticulosamente tras años de eficiente funcionariado: el ordenador, diferentes útiles de oficina, una

pila considerable de papeles sin archivar y un marco con una foto. La foto es de un suricato. No

tengo parientes, ni novia, ni nadie que quiera ver cada vez que giro la cabeza. En realidad no quiero

un marco con foto, pero me pareció que cubría un buen pedazo del espacio que quiero cubrir.

A las nueve en punto la Oficina de Patentes se abre al público. Es el final de mi tiempo en

soledad relativa. Suelo disfrutar de estos sesenta minutos detrás de mi parapeto haciendo que trabajo,

por desgracia a las nueve y unos minutillos la gente entra en mis dominios sin ningún respeto. No

puedo decir que lo hacen atropelladamente porque lo cierto es que no hay mucha gente que quiera

patentar cosas, pero los que hay son por lo general unos tíos muy raros. La mayoría se creen

inventores a punto de cambiar el curso de la Historia con algo que normalmente ya está inventado o

es tan inútil como su creador. Casi siempre es gente reincidente que en intervalos de uno o dos años

se presentan aquí con algún nuevo engendro. Todo esto no me importaría demasiado si el registro lo

hiciera otro, pero por desgracia ése es mi cometido en esta sacrosanta oficina.

Formalizar el registro de una patente implica hacer un interrogatorio que no me importa en

absoluto de cosas que rara vez despiertan en mí el más mínimo interés. Así ha sido día tras día mi

trabajo, hasta hoy.

Como siempre me sitúo con la cabeza baja oculto tras mi parapeto, fingiendo que hago alguna

cosa, evitando tener que mirar a los que entran hasta el último momento. No es mucho, pero a mí me

vale y en esas estoy cuando por el rabillo del ojo veo cómo se acerca un hombre de mediana edad, o

sea de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, en realidad su edad me da lo mismo, además dentro
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de un rato le pediré su fecha de nacimiento durante el registro de la estupidez que venga a patentar.

Cuando ya no tengo más remedio que mirar lo miro (suelo mirar más o menos a la altura del pecho,

nunca miro a la gente a la cara y mucho menos a los ojos, no soporto mirar a la gente a los ojos) y

veo que el personaje en cuestión es más raro que de costumbre. La mayoría de los que vienen aquí

con la intención de patentar algo son jubilados aburridos que pierden su tiempo y lo que es peor,

hacen que pierda el mío. Éste es diferente, no sólo por ser más joven, su aspecto también es

diferente. Es un tipo con gafas de pasta gruesas, o anchas, o ambas cosas, no sé, como pasadas de

moda, o quizá estén ahora a la última. La verdad es que no tengo la costumbre de hacer un

seguimiento de esas tendencias. A pesar de mi total ignorancia en esos temas me parece que el tipo

viste de forma impecable, si a esto le sumamos su falta de entusiasmo y su timidez éste no es en

absoluto el prototipo de fracasado que se cree un genio. Lo cierto es que este personaje, diferente o

no, está a punto de cambiar mi vida para siempre de una forma radical. Yo aún no lo sé (aunque lo

esté contando), él tampoco como es lógico, pero en unos minutos esta persona me va a presentar un

invento que no sólo despertará mi interés, despertará el interés de mucha gente y por primera vez en

todos los años que llevo aquí aprovecharé mi posición para beneficiar a la única persona que me

importa en este puto mundo: a mí mismo.


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2. El invento.

Vuelvo a casa después de una dura jornada, siete horas de trabajo, monótono por lo general,

aburrido siempre, e irritante en la mayoría de los casos. Esta vez el regreso se torna extraño.

Normalmente sólo es una molestia, quiero decir que volver a casa supone más gente, más

empujones… todo esto me molesta y mucho, pero esta vez además es insólito, sigo pensando en el

tipo de las gafas de pasta y eso en mí no es normal.

Entrar en el metro de nuevo es como hacerlo en las catacumbas, cada vez que lo hago, y lo

hago dos veces al día, me viene una imagen distinta y nunca es agradable. El aire está tan viciado y

espeso que se puede masticar. Afortunadamente en este lugar todos van a lo suyo y rara vez la gente

me mira. No soporto que la gente me mire, para evitarlo llevo gafas de sol, yo nunca uso gafas de

sol, excepto aquí. Al principio tenía ciertas dificultades para moverme por los pasillos menos

iluminados, pero mis ojos se han ido adaptando poco a poco a la penumbra, si a esto le añadimos que

realizo el mismo recorrido día tras día desde hace años y que conozco el trazado de memoria, se

podría decir que soy una especie de mutante, el perfecto habitante de este submundo maloliente y

masificado.

Me sorprendo a mí mismo con la cabeza en otros asuntos tan desconocidos y nuevos que me

producen cierto vértigo, quizá favorecido a esta hora por la falta de oxigeno, devorado más que

consumido por la multitud. En cualquier caso y para mi sorpresa no me desagradan los asuntos que

me rondan, la gente sí.


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No convencido del todo (no suelo estar convencido de nada) me arrastro como cada día hasta

mi morada dejando todo en estambai. Ya en la calle me dirijo caminando hacia la seguridad del

hogar acompañado de un sonido rítmico e intermitente de pies arrastrándose, los míos. Una vez en

casa a salvo de influencias externas que me cuido mucho de mantener a raya, comienzo con el ritual

diario de preparar la comida. Nunca como nada durante la jornada laboral, soy de comer poco, la

escasez de mi cuerpo no invita a los excesos y mi pragmatismo aún menos. Eso quiere decir que las

paradas habituales que hacen mis “compañeros” para tomar café y bollos por aquello de engañar el

hambre, yo las evito gustoso ya que estas paradas suponen minutos adicionales de tranquilidad de los

que puedo disfrutar durante dicha jornada y aunque insisto, tanto en lo de que lo hago gustoso como

en lo de mi parca ingesta, lo cierto es que cuando llego a casa pasadas las cuatro el ruido insistente

de mis tripas me obliga a ponerle remedio perentoriamente, por más que disfrutar lo que se dice

disfrutar, comiendo no disfruto.

Es tal el poco entusiasmo que en esto como en otras cosas pongo, que mi frigorífico podría

servir de armario ropero. De hecho me sirve ocasionalmente, pues tengo la costumbre de utilizarlo

para ese fin cuando llega el verano y en esta maldita ciudad los cuarenta grados forman parte del

mobiliario urbano. Es entonces cuando calzoncillos, calcetines y camisetas de interior pasan de la

cómoda a las rejillas del frigorífico en un salto vertical descendente de treinta y cinco grados

centígrados. De manera que esta parte del para algunos preciado electrodoméstico es para mí inútil y

se ve abocada al mayor de los desprecios durante al menos nueve meses al año, volviendo a cobrar

un protagonismo tan particular al retornar los calores.

La parte del frigorífico que realmente me interesa, la que sirve a mis propósitos culinarios es la

superior, superior en este modelo, el mío. Los modernos frigoríficos con congeladores a ras del suelo

me producen un lumbago reincidente que trato de evitar a toda costa. Todo congelado listo para ser

calentado a golpe de ondas, de microondas.


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Nada que tarde más de cinco minutos en estar preparado es objeto de mi atención. Por otra

parte me es indiferente comer callos, lasaña o caracoles a la riojana, con tal de que el proceso de

elaboración no exceda de esos cinco minutos establecidos. Todo debe estar debidamente aliñado, eso

sí, con una buena cantidad de kétchup, ingrediente fundamental en todo aquello que merezca la pena

ser consumido y éste, el kétchup, es el único alimento que durante la época estival cuando el calor

hace temblar el asfalto y los ánimos, comparte espacio con la ropa más íntima que el Carrefour es

capaz de ofrecerme.

Una vez sofocado el pertinaz sonido intestinal vuelvo a prestar atención a lo acontecido

durante esta jornada, peculiar si tenemos en cuenta que no recuerdo ninguna que despertara en mí ni

atención, ni nada, a lo largo de años de trabajo en la mencionada oficina. Este curioso personaje ha

conseguido desconcertarme y eso nunca me había pasado, no al menos de esta forma.

Dada mi prudencia casi obsesiva y teniendo en cuenta que soy desconfiado por naturaleza, no

me hago demasiadas ilusiones sobre la fiabilidad del invento, esperaré pacientemente hasta ver de

forma tangible lo que me traerá el tipo de las gafas de pasta. Sé por experiencia que del estado de

catarsis que tiene el inventor al contemplar su invento, similar al que tienen algunos al contemplar

una obra de arte, una puesta de sol, la sonrisa de un niño (conste que yo no tengo nada de eso), se

pasa a un estado de depresión que es justo lo contrario a la euforia inicial. Esta metamorfosis, literal

a juzgar por los cambios faciales bien visibles, se debe principalmente a la solicitud por parte de la

Oficina de Patentes al interesado de una enorme cantidad de documentación, necesaria para dar curso

a su petición. Esto sin contar, dicho sea de paso, de las recomendaciones expresas de replantearse tan

magna empresa y de mi aportación personal que suele dejar de manifiesto no sólo mi opinión sobre

lo allí presentado, también procuro dejar claro lo mucho que me incomoda que me hagan perder el

tiempo. Con todo esto, apreciaciones kafkianas aparte, el contacto con la cruda realidad suele ser

violento y rara vez vuelvo a ver a la mayoría de los entusiasmados inventores, que claramente

abrumados desaparecen sin dejar rastro. No obstante debo reconocer que este tipo lejos de
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desanimarse, apuntó todo el rosario de peticiones en una agenda y salió con una sonrisa y un

lacónico pero decidido: hasta mañana.

Después de comer un reflujo intestinal me obliga a buscar el bote de antiácidos. Una tarea que

no me resulta complicada ya que sufro con tal asiduidad esta dolencia, que guardo botes

prácticamente en todos los cajones de la casa. Desde el armario de encima del lavabo, lugar habitual

con dos cuerpos y espejo incorporado, hasta el cajón de los calcetines donde guardo además de los

antiácidos otros medicamentos de uso diario. Los calcetines que en principio sólo pasaban los meses

estivales en el frigorífico, han pasado a ocupar de forma permanente las rejillas del mismo para

contrarrestar el cada vez más incómodo calentamiento de mis pies, quizá provocado por los nuevos y

razonablemente económicos zapatos que acabo de comprar. Este exceso de sudoración ha provocado

que ahora en el cajón de los calcetines, junto a los antiácidos, tenga cremas y desodorantes de uso

podológico. El cajón de la mesita del salón es otro de los lugares donde se acumulan mis preciadas

píldoras. Tras unos tanteos agitando botes cerca del oído derecho un tintineo delata que queda alguna

píldora en uno de ellos, la saco del bote girando el tapón de rosca y me la trago tal cual, sin agua.

Prefiero los tapones de rosca a los que se encajan a presión que por lo general están diseñados para

humillar a todos los que no frecuentamos el gimnasio. Odio los esfuerzos inútiles y sudar, pero sobre

todo odio hacer todo eso en público.

Después de ingerir una pastilla que frene el volcán de mis entrañas enciendo el televisor para

ver un documental de animales, no me importa si son grandes o pequeños, salvajes o domésticos,

depredadores o depredados, con tal de ser animales todo me vale. Todo me vale siempre que no

tengan un fulano explicándome lo que hacen los bichos en el mismo momento que nos lo muestran

las imágenes. No soporto que me traten como a un idiota: “El león se dispone a comerse una gacela”,

dice un fulano colocado a una distancia prudencial delante de un león a punto de comerse una gacela,

cosa que voy a ver en unos segundos y que en cualquier caso me puedo imaginar, los leones no se

toman tantas molestias si no es para acabar comiéndosela.


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Otra de mis escasas aficiones consiste en jugar al ajedrez, que junto al consumo compulsivo de

documentales forman parte de mis momentos de ocio. Los otros momentos que podríamos

denominar obligaciones serían los quehaceres domésticos: limpiar y ordenar, y rara vez me ocupan

más de cinco minutos. Tiempo que casualmente coincide con el dedicado a cocinar. Es decir, si

descontamos estos cinco minutos, los cinco de la comida y otros cinco para la cena, de las ocho horas

que me quedan después de descontar las siete que dedico a dormir, el resto, unas siete horas y

cuarenta y cinco minutos las reparto entre el ajedrez, los documentales y algunas lecturas selectas,

huelga decir que las horas que completan las veinticuatro que tiene el día no merecen mención

alguna.

Mi casa es grande, un viejo piso heredado. Para poder mantenerlo limpio y ordenado en tan

escaso tiempo todo debe estar debidamente despejado, tanto que de los ciento veinte metros

cuadrados útiles que tiene según rezan las escrituras, apenas quince están ocupados por algún tipo de

mobiliario. Dos se reparten entre la cama y la mesilla. La cama de noventa por ciento ochenta cubre

sobradamente las necesidades de espacio que mi cuerpo requiere. El armario apenas ocupa un metro,

siempre he pensado que tener más de tres pantalones es una frivolidad. El sofá, una mesita baja y el

mueble para la tele suman un total de cuatro metros cuadrados. Un pequeño armario en el baño y lo

mínimo imprescindible para equipar una cocina hacen que todo sume trece metros, los dos restantes;

más o menos, están ocupados por una estantería repleta de deuvedés de documentales. El resto es un

páramo yermo por el que de vez en cuando circulan libremente bolas de pelusa que escapan a mis

cinco minutos de limpieza diaria. No soy maniático, así que las tolero con cierto esnobismo.

Poseo una importante colección de deuvedés, casi todos adquiridos en mercadillos ambulantes

donde no es necesario hablar con el vendedor para realizar la transacción. Un rápido vistazo me basta

para saber si su contenido se ajusta a mis preferencias. La colección crece a un ritmo constante de

cuatro deuvedés a la semana, comprados el sábado por la mañana en un rastrillo que se instala en mi

barrio. No soporto las aglomeraciones, eso me obliga a salir a primera hora cuando los vendedores
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ambulantes montan sus precarios tenderetes. Los cuatro deuvedés van a parar a una bolsa junto a la

media docena de churros calientes y grasientos que forman parte del desayuno sabatino, único

capricho que me concedo a pesar de la exasperante simpatía del churrero a quien ignoro sin disimulo.

Juego al ajedrez desde hace años, el reparto de tiempo con el resto de aficiones-obligaciones

me deja un buen número de horas para su práctica. Juego bien, juego bastante bien, nunca he jugado

contra una persona, pero eso no me impide hacer una valoración objetiva de mi juego. Sentarme en

una mesa delante de otra persona durante horas de forma voluntaria me parece sencillamente

impensable, hacerlo durante el trabajo ya supone suficiente tortura de manera que mi afición a tan

ilustre juego se desarrolla en la intimidad de mi casa con una pantalla de ordenador como digno

contrincante. Tengo el programa más potente del mercado, uno de esos al que es imposible ganar si

no eres un genio. Sé que soy bueno, pero no un genio. Ajustando el nivel de la máquina a uno acorde

con el mío puedo jugar durante horas sin las incomodidades propias de un contrincante humano.

Toses, carraspeos y comentarios por lo general absurdos: buena jugada o estoy contra las cuerdas.

No lo soporto. Si además la persona suda… ¡cómo odio que la gente sude! Si hay algo que no

soporto, además de las toses, los carraspeos y los comentarios absurdos, es que la gente sude. Yo

mismo trato de evitar tan abyecta función fisiológica consumiendo con adicción todo tipo de cremas

y desodorantes que corten de raíz este profundo error de la naturaleza.

Un ringggg persistente me saca de mi ensimismamiento. No suelo recibir visitas por lo que

éstas suelen constituir una sorpresa: desagradable en la mayoría de los casos. Me acerco hasta la

puerta con sigilo para no delatar mi presencia y así si lo creo oportuno ignorar al intruso. Al acercar

el ojo a la mirilla veo una cara deformada por el angular de la pequeña lente. La cara ya de por sí

deformada por un acné que parece haberse cebado en ella con entusiasmo, me trae a la memoria el

motivo de tan inoportuna visita. El chaval, el de la cara doblemente deformada, es el repartidor del

supermercado. Hago la compra por internet. Esta práctica que rechacé inicialmente se volvió

sumamente útil cuando descubrí que podía comprar sin tener que deambular por los pasillos
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empujando un ridículo carrito y aguantar colas en las que casi siempre hay un niño llorando, o

gritando, o dando golpecitos, o todo esto simultáneamente, mientras la madre, o el padre, o ambos,

parecen haber recibido algún tipo de antídoto que les hace inmunes al coñazo que da su insoportable

vástago.

Después de unos segundos decido abrir la puerta. No tanto por evitarle la espera al muchacho

del acné conglobata, lo hago sobre todo pensando en el suministro de congelados que trae y que no

admiten demora.

Un ligero chirrido acompaña la hoja de la puerta al abrirse.

—¿Abundio Buendía? —pregunta el chaval de los granos.

Aunque viene dos veces al mes insiste en preguntar mi nombre en un incomprensible sentido

del deber.

Rara vez hablo con los repartidores, pero hoy tengo ganas de conversación así que le contesto

mientras recojo la bolsa con los congelados.

—Sabes perfectamente que soy yo —le digo.

—Este mes tenemos de oferta el detergente de la lavadora…también el papel higiénico y el pan

de molde familiar... —insiste en intervalos periódicos destinados a recordar lo que tiene que decir

con una voz que pasa de un tono exageradamente grave a gallos que me ponen los pelos como

escarpias.

—En la sección de congela... —al cerrar la puerta con chirrido incluido la charla del muchacho

se amortigua hasta quedar como un sonido sordo.

—…dos tenemos los... gracias, señor. Hasta el próximo pedido —el golpeteo metálico de los

cerrojos interiores parece acallar por fin la perorata que a pesar del efecto sordina de la puerta

continúa siendo perceptible.

Puedo escuchar el taconeo sobre los viejos escalones de madera, eso me indica que se marcha,

lo hace mascullando entre dientes algo sobre mi madre que no consigo entender, pero que me puedo
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imaginar. Aprovecho para mirar la factura y contrastarla con el contenido de la bolsa, labor que me

lleva apenas unos segundos puesto que la oferta de este mes sobre el braseado de verduras con

gambas hace que los demás productos, aunque puedan resultar seductores, se hayan visto abocados al

mayor de los desprecios frente al reducido precio de este sabroso y nutritivo braseado en cuestión.

Verificado el número exacto de bolsas, treinta, necesarias para cubrir una quincena de otras tantas

comidas y cenas, las introduzco en el congelador, del mismo modo los dos botes de kétchup

incluidos en el pedido pasan al estante del frigorífico junto a una fila de calcetines debidamente

doblados sobre sí mismos. La factura pasa directamente al cajón de las facturas, allí se amontonan

una cantidad indeterminada de éstas en espera de ser archivadas. Suelo pensar a menudo en esto, en

lo de archivar las facturas, también en otras tareas de índole similar como clasificar mi colección de

deuvedés. Todas ellas y mientras no decida lo contrario se encuentran en espera del momento

oportuno. Otras tareas como pintar la cocina, fijar el rodapié suelto del pasillo, o engrasar las

bisagras de la puerta, hace tiempo que dejaron de formar parte de mis pensamientos al ser

plenamente consciente de que nunca las realizaré. Siento cierta aversión hacia los trabajos manuales,

o sea, lo que ahora llama todo el mundo bricolaje que siempre se han llamado trabajos manuales, o

trabajos a secas y ahora por alguna razón que desconozco se empeñan en llamar bricolaje, como si el

uso del galicismo hiciera esta labor más divertida, ¡cómo odio el bricolaje!

Antes de dejar la factura en el cajón compruebo la cantidad abonada previamente por

transferencia bancaria al supermercado. Esto que también fue objeto de susceptibilidades por mi

parte pasó a ser una práctica habitual al comprobar no sólo su eficacia, también y sobre todo para

evitar la incomodidad de entregar el dinero del suministro al repartidor que ineludiblemente espera

recibir una propina por su trabajo-obligación. Increíble.

Compruebo que el nombre, el mío, esté escrito correctamente. Apreciación nada gratuita si

tenemos en cuenta que en un ochenta por ciento de los casos mi nombre aparece mal escrito.

Abandio, Alundio, Acacio o Ambrosio son algunos de los nombres que con mayor asiduidad
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aparecen en lugar del nombre correcto que para ser sincero nunca me ha gustado ya que durante toda

mi infancia sólo sirvió para ser objeto de mofa y escarnio, y aún hoy consigue soltar sonrisitas en el

descerebrado de turno. Lejos de hacer reproches anacrónicos a mis progenitores pudiera ser cierto

que este hecho, el de mi nombre, mellara unas relaciones familiares que de por sí estaban condenadas

al fracaso.

Una vez superada la interrupción me dispongo para pasar el resto de la tarde jugando una

partida de ajedrez. Tras varias horas de enconada lucha la máquina vence. No soy derrotista, la sola

idea de perder me provoca urticaria, no obstante, el hecho de ser vencido por un programa

informático diseñado expresamente para vencer no hace sino minimizar la sensación amarga de la

derrota. De todo esto saco la satisfacción de ser un digno contrincante que durante horas ha

mantenido un altísimo nivel de juego. La ventaja de perder así, la única ventaja, es no tener que dar

la mano al vencedor y encima soportar los comentarios condescendientes que sólo tratan de hundirte

más en la miseria. El PC vence, sí, pero aprietas un botón y en un segundo está sumido en la

oscuridad, en la profunda negrura de su pantalla de plasma. Vence, sí, pero le privas de cualquier

sensación de victoria que pudiera recorrer sus polvorientos circuitos.

Tras dar buena cuenta del braseado de verduras con gambas doy por finalizado el día con un

documental. El escogido trata sobre el apareamiento de la ballena jorobada. Magnífico animal que

haciendo gala de un descomunal miembro viril se esfuerza en montar a una hembra que no le facilita

en nada las cosas, si a esto le añadimos el hecho nada baladí de hacerlo en un fluido, no es raro que

esta especie esté en peligro de extinción. Una vez más la naturaleza se equivoca no dotando al macho

de algún elemento con el que asir firmemente a tan escurridiza hembra. En esta ocasión el

documental que he visto al menos cuatro veces no me evade de mis pensamientos. Por primera vez

en toda mi vida me voy a la cama esperando que amanezca para ir a trabajar y aunque el responsable

de tan inusual comportamiento sea el fulano del invento, esto me sorprende y me preocupa a partes

iguales. Estoy sumido en un mar de dudas que espero se despejen a lo largo de la que será de todas
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formas una tediosa jornada, no porque desee que ésta lo sea, más bien se trata de ser consecuente con

una trayectoria impecable de dedicación a la misantropía.

A las nueve y unos minutillos empieza el desfile de personajes por la oficina. Como ya he

mencionado anteriormente no se trata de una avalancha de fulanos, no, no son muchos los que tienen

el tiempo suficiente para dedicarse a estos menesteres, los que lo tienen suelen ser físicos o químicos

o algo parecido. La mayoría de estos profesionales traen temas relacionados con fórmulas,

farmacopea, droguería y un sin fin de potingues para uso agrícola y ganadero. Casi todos destinados

a mejorar nuestra vida. A mí todas estas mejoras me resultan absolutamente indiferentes, si

exceptuamos eso sí las mejoras en los antiácidos y desodorantes de los que creo haber mencionado

ya ser incondicional. Todo lo demás me urge tanto como un traje a medida.

Estos inventores, los de verdad, se apresuran a patentar sus más que rentables fórmulas, pero

estos, los rentables, no suelen pasar por mi mesa, ese tipo de patentes se registran en otro

departamento contiguo. Para mi pesar aquí sólo acuden aquellos inclasificables que tienen como

singular objetivo amargarme el día.

Como siempre procuro colaborar lo mínimo posible con los que van llegando, a la espera del

que espero sea el aliciente del día. En realidad es el único aliciente que recuerdo haber tenido nunca,

la llegada de mi apuesta particular todavía dudosa: el fulano de las gafas con el invento.

Después de un par de horas interminables, siempre lo son para que nos vamos a engañar, veo

por el rabillo del ojo el caminar cansino de mi esperado “amigo”, no sé por qué pero el corazón se

me acelera. Se acerca despacio, muy despacio, demasiado despacio. Espero que el muy cretino no se

vaya a otra mesa. No recuerdo haberle dicho que volviera a mi mesa, claro que nunca lo hago con la

esperanza de que los reincidentes vayan donde López (¡qué rarito eres, López!) a darle el coñazo a

él. Despejada mi incertidumbre por fin se para delante de mi mesa. Levanto la vista por encima del

parapeto y con un gesto le indico que me entregue la documentación. Decido no mostrar un excesivo

entusiasmo, es fácil si nunca lo has mostrado, pero no puedo evitar echar una miradita sesgada al
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tiempo que recojo el fajo de papeles. Su aspecto no parece haber cambiado y aunque sigo sin saber si

la anchura de sus gafas está motivada por la moda o por una profunda miopía, su ropa no deja lugar a

dudas, el tipo es pulcro, muy pulcro y elegante. En un primer vistazo determinó que por lo abultado

del fajo la descripción del invento debe ser exhaustiva, bien. En ese mismo primer vistazo alcanzo a

ver el nombre de mi interlocutor, bueno, lo sería si hubiésemos cruzado alguna palabra: Jacinto

Víguenot, el nombre me gusta. Cualquier nombre que se salga un poco de lo normal me gusta. No

porque la antroponimia me seduzca, más bien se trata de la constatación de que nadie con un nombre

así hará bromas con el mío. Mientras el tal Jacinto se queda de pie esperando yo examino

meticulosamente el contenido de la documentación. Hace tiempo que quité las sillas que flanqueaban

mi mesa. No me molesta que la gente espere sentada, pero así evito tener que ofrecer esta

posibilidad. Las muestras de cortesía siempre me han parecido fuera de lugar.

El protocolo me obliga a examinar la documentación antes de entregar la descripción del

invento a mi “compañero” Galindo, el técnico que se encargará de valorar la funcionalidad de lo allí

expuesto. Esta documentación debe ser lo suficientemente clara para que el técnico lo ratifique, pero

no obliga a mostrar todos los detalles para evitar temas de espionaje. Esa premisa siempre me ha

parecido una auténtica gilipollez tratándose de lo que se suele tratar, pero en este caso me alegro de

tan cautelosa medida. La prisa me estresa y el estrés me provoca acidez y aunque dispongo de un

buen arsenal de antiácidos en el archivador procuro no forzar mi organismo en horas de trabajo, así

que me tomo mi tiempo con todo el papeleo. Jacinto Víguenot aguanta estoicamente mi veredicto.

Después de varios minutos de lectura llego al apartado en donde se describe la funcionalidad del

invento, lo allí descrito no sólo alienta todas mis expectativas, me hace sonreír de oreja a oreja y por

si no lo he dicho todavía yo no sonrío nunca.


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3. El ingeniero.

El joven bajó las escaleras de tres en tres ajustando su zancada con precisión para no acabar

empotrado en el rellano junto a un poto medio seco. Al salir a la calle vio el Dodge negro aparcado

enfrente. Dentro su ocupante daba muestras de impaciencia, se notaba por el golpeteo insistente

sobre la puerta y los claxonazos que dejaron a la mitad del vecindario con medio cuerpo colgando de

las ventanas profiriendo gritos recriminatorios que el otro ignoraba sin darse por aludido.

—Ya voy. Sólo son y cuarto, tranquilo —bordeando el coche por delante el joven entró en él

con la sensación-certeza de tener la mirada de todos los vecinos clavada en el cogote.

Por dentro el coche no decepcionaba, es decir, que aquel modelo: el Dodge Dart 370, era

grande, muy grande, lo más parecido a los coches americanos y aunque efectivamente lo era, éste

además lo parecía. Era el coche que utilizaron en su día los ministros del antiguo Régimen y el

propio dictador. No era lo que se dice un coche corriente. Grande por fuera y grande por dentro. El

coche tenía la tapicería desgastada, casi se transparentaba la goma espuma que recubría el armazón,

los plásticos del salpicadero que también habían sufrido el paso del tiempo estaban ligeramente

cuarteados por el sol. Su aspecto general era de cierta decadencia, pero no estaba mal, no demasiado.

—Vamos a pasar un momento por el hipódromo para coger unas facturas —dijo mientras

maniobraba—. Si nos damos prisa llegaremos a tiempo al taller.

Llegar a tiempo significaba hacerlo antes de las diez que era cuando emitían el programa de

radio favorito de Amador. Amador era como su coche, grande y poco corriente, tanto que trabajar

con él se estaba convirtiendo en todo un reto para Deni, el joven que ocupaba el asiento del copiloto
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y que se agarraba como podía a las partes del coche que aún no habían sido arrancadas. La

conducción de Amador era por así decirlo deportiva, si tenemos en cuenta que se jactaba de ser

piloto de rallyes, o de haberlo sido, se podía entender la aprensión del chaval. Claro que no debió

serlo con un cacharro de esas dimensiones que pesaba varias toneladas y cuyo parecido con un coche

deportivo era más que una coincidencia, puro derroche de imaginación.

Amador hacía chirriar las ruedas en cada curva ignorando las leyes que dictaban la física y el

código de circulación, ante el estupor de Deni que cerraba los ojos temiendo seriamente por su vida.

Desde Miraflores se tardaba un buen rato en llegar a Madrid. Hacer una paradita en el

hipódromo era un pequeño alivio, sobre todo al llegar a la zona donde el tráfico se volvía imposible y

la conducción de Amador pasaba a ser aún más temeraria. No es que aquel trasto corriera mucho

pero con su tamaño los continuos volantazos de un carril a otro hacían que el desayuno campara a

sus anchas por todo el aparato digestivo, y todo para recuperar unos metros en el colapso mañanero

del acceso norte. Unos acelerones intimidatorios era todo lo que se podía conseguir dentro de aquel

caos, a pesar de todo y en contra de lo que pudiera parecer Amador parecía disfrutar al volante.

Probablemente era el único individuo en todo Madrid que disfrutaba conduciendo en un atasco.

Amador era ingeniero, o al menos eso decía él, ingeniero mecánico. Tenía un taller a la entrada

de Madrid cerca de las facultades. Una zona tranquila con la Dehesa de la Villa como telón de fondo.

Un poco de campo, todo un lujo en una ciudad como ésta. Todas las mañanas salían de Miraflores de

la Sierra para ir a trabajar, bueno, trabajar trabajar, no se trabajaba mucho. Mucho trabajo no había,

pero para Deni eso era mejor que nada.

Deni, Dionisio en realidad, decidió dar un giro a su vida o quizá fue la vida la que le giró a él

trescientos sesenta grados, seguidos de otros tantos y así hasta dar tantas vueltas que para entonces

había perdido el norte, el sur y cualquier referencia espacial. Lo suyo eran los cambios. De chaval,

todavía lo era, se le conocía en el pueblo por Dioni, en su barrio “el Dioni”. Se cambió de nombre

desde aquello del otro, el del furgón y el correspondiente cachondeo. Por lo que, de el Dioni pasó a
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Deni. Unos meses después se encontró con un tocayo en una serie venezolana de máxima audiencia;

el Deni, claro está, era el tonto de la serie. A pesar de todo decidió dejar las cosas como estaban

sabedor de que lo suyo no tenía remedio y tarde o temprano la serie caería en el olvido.

Tras unos meses como vendedor de fruta ambulante aceptó la oferta que le hizo Amador,

cliente habitual de la frutería, para trabajar con él. Amador era un cliente fiel con una afición por las

manzanas que rayaba en lo obsesivo, era difícil encontrar a alguien que comiera tantas manzanas

como él. Con el trajín de la fruta trabó una amistad con Deni que acabó desembocando en aquella

oferta de trabajo, una oferta formal, eso es lo que creyó Deni. La formalidad laboral era un concepto

difícilmente definible cuando se trataba de Amador. Al final la oferta se quedó en ser un simple

ayudante, una especie de chico para todo. Cobraba poco y cualquier atisbo de legalidad brillaba por

su ausencia, como contrapartida no había mucho que hacer y aquello era mejor que andar dando

tumbos de pueblo en pueblo en una furgoneta atestada con fruta a punto de pasarse de madura.

La parada en el hipódromo no se prolongó durante mucho tiempo. Desde donde estaba

aparcado el Dodge se podía ver parte de la pista. Allí los caballos entrenaban como atletas: series,

resistencia..., todo lo necesario para que los jacos en cuestión ganaran todo lo ganable. Se les veía

corriendo con la cabeza gacha, como con desgana, pero era evidente que corrían rápido. Los jinetes

también daban muestras de aburrimiento dando vueltas a una pista de tierra que rodeaba otra de

hierba reservada para las carreras del fin de semana. Aquellos bichos eran enormes. Al principio,

parecía que era por la diferencia con los joqueis que suelen ser más bien pequeñitos, pero no, esos

caballos pura sangre eran realmente grandes.

Deni ignoraba qué clase de facturas tenía que recoger Amador, alguien que se dedicaba a

falsificarlas sistemáticamente cada vez que llegaba la declaración del IVA. Lo cierto es que fuera lo

que fuese que estuviera haciendo allí no le importaba lo más mínimo, hacía tiempo que no echaba

cuenta de las rarezas de su jefe y aquella parada con vistas panorámicas en horas de trabajo era un

pequeño lujo en su rutina diaria.


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Amador tardó unos cinco minutos en volver. Al entrar en el coche tiró una carpeta de cartón

azul al asiento trasero sin hacer ningún comentario. Arrancó el Dodge y salió derrapando del parquin

de tierra situado frente a una de las cuadras del hipódromo. Daba la impresión que la salida estaba

provocada por una prisa nerviosa, como una huida precipitada, pero no, en realidad Amador salía

derrapando de todos los sitios, desde un semáforo en rojo en mitad de la Gran Vía hasta el garaje de

su casa. Aquel tipo debía gastar más dinero en ruedas que en gasolina. Y aquel trasto gastaba mucha

gasolina, pero mucha, mucha.

Desde el hipódromo hasta el taller se tardaba poco en condiciones normales. Si el tráfico se

disparataba era difícil calcular el tiempo. Esa mañana no fue de las peores y pronto se encontraron

subiendo por delante del paraninfo de la Complutense en dirección al pinar de la Dehesa. Allí, en lo

que había sido un chiringuito de platos combinados estaba el taller. Aquel local escapó

milagrosamente de los planes urbanísticos y se libró del derribo. Desde hacía unos años en la parte

trasera se acumulaban hierros y maderas donde en otro tiempo se apilaron cajas de Mirinda y

Trinaranjus. Todavía conservaba parte del letrero, “Restaurante las Delicias”; aunque sólo podía

leerse “urante a icias”, el resto de las letras fueron cayendo víctimas del abandono y las que

quedaban se mantenían allí por la misma razón.

Amador aparcó el Dodge en la parte trasera, lejos de miradas indiscretas. Según su particular y

paranoide visión del mundo había mucha gente que codiciaba un coche como el suyo y siempre

estaba pensando que querían robárselo.

El antiguo restaurante tenía una puerta trasera por lo que el acceso desde el pequeño parquin

era directo. Nada más entrar Amador cogió una manzana de una caja, siempre mantenía una buena

provisión de la preciada fruta a su alcance. Su afición por las manzanas era conocida por todos, él

mismo se encargaba de decirlo siempre que tenía ocasión para promocionar su libro, un libro que

aunque no tenía como tema central la fruta y sus bondades, sí tenía, sin embargo, una relación directa

ya que Amador pasó de fumador compulsivo a devorador de manzanas, en un acto según él de


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sabiduría que le condujo a predicar con el ejemplo y ya de paso a dejarlo por escrito con la

incomprensible complicidad de una editorial que por cierto nadie conocía. El libro en cuestión se

titulaba: “De la nicotina a la pectina” y explicaba con todo lujo de detalles los pasos a seguir para

dejar tan incívico vicio y a cambio pasarse el día masticando diferentes clases de manzanas: Golden

delicious, Royal Gala, Fuji de Japón, Grany Smith, Reineta de Canadá… incluso una variedad

llamada Macintosh, como los ordenadores. Todas eran aceptadas en tan particular terapia con tal de

abandonar la adicción al fatídico tabaco.

El taller era caótico, tanto que al entrar cualquier persona pensaba que se había equivocado de

sitio. Esta sensación era lógica si tenemos en cuenta que al margen de los restos del antiguo y

destartalado cartel del restaurante, la empresa se hacía llamar “Aplicaciones Avanzadas de Alta

Tecnología AMSA”, como anunciaba otro cartel con todas las letras, pero apoyado en el suelo dando

igualmente muestras de abandono. A pesar de lo que pudiera sugerir el rótulo la empresa AMSA

(Amador Mostacho Sociedad Anónima) carecía de todo referente tecnológico si exceptuamos un par

de viejos ordenadores, más una serie de máquinas que parecían salidas de una película de

holocaustos nucleares y cuya utilidad era un auténtico misterio.

—Enciende la radio que está a punto de comenzar el programa —dijo Amador mientras se

recolocaba la dentadura postiza después de dar buena cuenta de una reineta más dura de lo habitual.

Mientras Deni enchufaba el aparato de radio Amador apretó la tecla del contestador telefónico

dejando salir una voz metálica previamente programada: “Este es el contestador automático de

Aplicaciones Avanzadas de Alta Tecnología AMSA, si tiene algo imposible de fabricar ha

contactado con la empresa que hará sus sueños realidad. Deje su mensaje después de la señal

acústica”. La voz femenina dejó paso a un prolongado y estridente pitido, un segundo después fueron

entrando los diferentes mensajes acumulados. Como cada día estos resultaron ser de proveedores a

los que se debía dinero, antiguos trabajadores a los que se debía dinero, incluida la propietaria de la

voz enlatada y gente en general a la que se debía dinero. Todo estaba dentro de la normalidad de no
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ser por el último mensaje que estuvo a punto de pasar desapercibido al coincidir éste con el

comienzo del programa radiofónico de las diez: “El libro de los récords”, de media hora de duración

sobre el mundo de los Guinness. Tan absurdo como los propios récords que se describían y que, sin

embargo, hacía las delicias de Amador hasta tal punto que lo grababa a diario para después hacer

copias en casete y regalar a sus amigos más allegados. La colección era ya tan abultada que ocupaba

varios cajones de lo que en otro tiempo fue depósito de exquisitas variedades de café.

De forma casi simultánea a la musiquilla que tarareaba el locutor de radio entró el mensaje

número cinco del contestador: “Buenos días, mi nombre es Jacinto Víguenot. He encontrado su

teléfono en las páginas amarillas y me dirijo a ustedes para proponerles la fabricación de un aparato

de mi invención que estoy en trámites de patentar. Para entrar en detalles sobre el mismo pasaré esta

tarde sobre las cinco por sus instalaciones. Un saludo”.


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4. Los preparativos.

Galindo es uno de los que pululan cada día por la oficina. Trabaja aquí claro, pero no todos los

que trabajan aquí se dedican a pasearse por toda la planta. Galindo sí. Es más bien pequeño de

estatura, yo no soy muy grande, pero comparado con Galindo soy un tipo aparente. Al margen de su

escasa estatura Galindo es un tipo normal. Tiene una barriga prominente de esas que llamamos

cervecera, no sé muy bien por qué. Supongo que habrá que beber mucha cerveza para que se te

ponga una barriga como esa. En cualquier caso dudo mucho que la de Galindo haya adquirido esas

dimensiones a golpe de cebada fermentada, no le pega. Su barriga es de las que llaman la atención y

es además la causa de su aspecto aparentemente desaliñado, y digo aparente porque en realidad

Galindo es muy correcto en el vestir, el problema está básicamente en el diseño de sus camisas.

Como en la mayoría de los casos las medidas de esta prenda mantienen unas proporciones de esas

que llaman estándar, dado que las proporciones de Galindo son las que son: brazos cortos y estrecho

de hombros, sólo tenía dos opciones, o llevar mangas y hombros en su sitio o cubrir dignamente su

oronda barriga. Optó por la primera de manera que la camisa le queda impecable por arriba, pero no

alcanza para abarcar todo su perímetro por abajo y se sale continuamente del pantalón. Él intenta

evitarlo remetiéndola cada vez que se pone de pie. Pero la camisa se empeña en salir de nuevo. Este

gesto, el de remeter la camisa es uno de los variados tics de Galindo. En cuanto da dos pasos un trozo

de camisa asoma por debajo del chaleco. Galindo siempre lleva chaleco, además de chaqueta,

corbata y toda la parafernalia propia de un buen oficinista.


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Es el encargado de evaluar los informes: el ingeniero técnico. El chico apuntaba maneras, el

chico que andará ya por los cuarenta. Me consta que en el instituto era un empollón de esos que dan

grima, pequeñito, con menos barriga, aunque ésta también apuntaba maneras, pelo rizado

domesticado a base de toneladas de gomina y unas gafitas obstinadas en resbalar por la nariz para

que a intervalos de un minuto más o menos, Galindo las suba una y otra vez al lugar adecuado, es

decir centradas frente a sus ojos, éste constituye otro de los ya mencionados tics de Galindo. Todo

esto lo hace ahora, cuando apuntaba maneras lo haría igualmente, supongo. Estos hábitos suelen

enquistarse de jovencito y ya no te los quitas de encima en toda la vida.

La cuestión es que yo a Galindo no lo conocí de joven, cuando no tenía tanta barriga, pero sí el

pelo rizado y unas gafas que se podía haber ajustado con una simple visita al óptico y evitar así el

repetitivo y absurdo gesto, pero es que Galindo es así: especial. No es que me caiga mal, vamos no

tan mal como otros de la oficina. Es sólo que un tipo como éste que apuntaba maneras se pasa la vida

evaluando expedientes de inventores que por lo general no inventan nada, y lo peor de todo es que a

Galindo le gusta su trabajo, ¡cómo te puede gustar este trabajo, Galindo! Es más, ¿cómo le puede

gustar cualquier trabajo a nadie? ¡Qué rarito eres Galindo!

Galindo ya no apunta ni maneras ni nada, pero tonto no es, así que después de meditar

detenidamente ésta y otras cuestiones que no vienen al caso he decidido desviar la atención de

Galindo sobre el expediente que me ha presentado la persona que en este momento es el centro de mi

atención, Jacinto Víguenot. Su invento cumplirá con todos los trámites establecidos por esta bendita

oficina para que el proceso continúe, pero cuidándome muy mucho de que el contenido de dicho

expediente no traspase la frontera existente entre mi mesa y la suya. Vamos que no quiero que

Galindo lo vea.

Para evitarlo lo único que tengo que hacer es cambiar el apartado referente a la descripción

técnica. Afortunadamente conservo la mayoría de las descripciones que son presentadas y que se

quedan en el camino atrapadas en el farragoso entramado administrativo. No las guardo por gusto, lo
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hago por acumular una cantidad de papeles lo suficientemente grande para evitar ver y ser visto. De

esta creciente montaña de mampuestos de papel que conforman mi parapeto he cogido un expediente

al azar. El candidato a suplir la descripción del señor Víguenot es un tostador que tuesta por los dos

lados con temporizador, aparato que hubiera resultado muy útil de no ser por un pequeño detalle que

su inventor olvidó: que ya está inventado.

Esta descripción mantendrá entretenido a Galindo que sabiendo como sé lo mucho que se

empeña en sus funciones, lo desmenuzará hasta asegurarse de que dicho invento cumple los

requisitos mínimos establecidos para ser considerado un nuevo invento. El tostador en cuestión tenía

según recuerdo un sistema de expulsión un tanto peculiar, inútil, pero suficiente en cualquier caso

para ser valorado como novedoso. En su momento el inventor, un tal Guzmán, desechó la idea de

continuar el trámite por los costes de fabricación —el muy capullo pretendía hacer la carcasa del

aparato en piedra artificial en lugar del plástico habitual—. Su argumento era la originalidad de tener

un tostador a juego con la encimera. Es probable que en su decisión de abandonar el proyecto

influyera algún que otro comentario despectivo por mi parte. Rara vez hablo con la gente, pero

cuando lo hago puedo ser muy convincente.

Esto supondrá el cumplimiento del trámite establecido con la consiguiente aprobación de

Galindo. Cuando esté hecha dar el cambiazo será un juego de niños. En cualquier caso la aprobación

de Galindo no estará lista hasta dentro de unas semanas, tiempo que espero sea suficiente para que el

señor Víguenot ponga en marcha la segunda parte del proceso, es decir: el prototipo. Todo buen

invento, incluso todo mal invento, debe ir acompañado de un prototipo para que de darse el caso se

pueda demostrar sin ningún género de duda su funcionalidad. Es en este punto donde la mayoría de

los avezados inventores pierden el interés por continuar dadas las complicaciones que suelen darse

para la creación de un prototipo. Normalmente me encargo personalmente de insistir en este hecho

salvo en este caso que de manera excepcional he animado y apremiado al señor Víguenot para la
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ejecución del mismo. Con cierto disimulo eso sí, para que no pueda pensar que mi empeño va mas

allá de lo estrictamente profesional.

Este proceso está despertando en mí sensaciones que tenía olvidadas: la manipulación, el

engaño, la planificación…todo esto que antes podía ser considerado en mí como normal y que en los

últimos años ha pasado a un segundo plano. A pesar de este hecho debo reconocer que empiezo a

divertirme. Al apagar el ordenador la pantalla ha devuelto mi imagen y me ha parecido ver una

sonrisa dibujándose en mi rostro. Esto me asusta un poco, la sonrisa no forma parte de mi repertorio

gestual y temo que si alguien me ve pueda sacar conclusiones equivocadas.

Una vez controlada la situación en la oficina debo concentrarme en la siguiente parte del plan y

para eso, desgraciadamente, tengo que realizar un viaje. Viajar no está dentro de mis aficiones. No

alcanzo a comprender qué extraño placer encuentra la gente en pasarse horas metidos en un medio de

transporte, el que sea, y acabar en un lugar que a buen seguro ser: caro, incómodo, ruidoso y

abarrotado de otros sujetos con el entusiasmo propio de los que creen estar pasándoselo genial.

Aunque la realidad es siempre bien distinta, pocos son los que se atreven a decir abiertamente que

viajar es una mierda. Yo soy de esos pocos y lo diría abiertamente de haber alguien a quien se lo

quisiera decir, que no lo hay.

Lo cierto es que para conseguir mi objetivo tengo que realizar el viaje lo quiera o no. No es un

viaje muy largo, apenas tres horas de coche, al menos eso creo recordar. Hace años que no voy al

pueblo. El pueblo en cuestión es Villanubla del Pedregoso, patria chica de mis progenitores. Tan

pequeño que no aparece ni en los mapas y que según creo en la actualidad está totalmente

abandonado. Tan sólo unas pocas casas se mantienen en pie, aunque su estado debe ser del todo

inhabitable. Dudo mucho que la casa de mis antecesores goce de mejores condiciones, sobre todo si

tenemos en cuenta que incluso en su mejor momento nunca fue lo que se dice habitable. Siempre

desde el punto de vista de alguien que recordar lo que se dice recordar no recuerda mucho, o sea yo.
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Uno de los viajes que me llevaron al pueblo, y no por gusto, fue para asistir al entierro de mis

padres. Para entonces y han pasado casi quince años, (catorce para ser exactos, los he contado)

apenas quedaban ya media docena de habitantes. Todos octogenarios y cuya existencia consistía en

joderse los unos a los otros. Eso parecía mantenerles vivos. Mis padres que al llegarles el deceso

contaban unos setenta años, eran sin ningún género de duda los más jóvenes y los que más

fastidiaban al personal allí reunido. Me preguntaba si la asistencia al sepelio por parte de aquel grupo

de vejestorios sería una forma de proclamar su triunfo o simplemente estaban allí para asegurarse de

que estaban realmente muertos. Pero no, incomprensiblemente los viejos lloraban como magdalenas

con una carga emotiva difícil de fingir. Aquella sinceridad sólo podía deberse a la visión de su propia

muerte ya cercana o simplemente a la más que probable demencia senil. Al margen de estas

apreciaciones mi presencia en aquel lugar distaba mucho de estar relacionada con los sentimientos de

los que buscan dar un último adiós. Mis motivos eran otros.

La muerte de mis padres fue accidental. Volviendo a casa tras un breve paseo se vieron

sorprendidos por un camión sin frenos que los empotró literalmente en la vivienda. El camión hizo

un agujero de grandes proporciones en el dormitorio quedando los cuerpos, o lo que quedaba de

ellos, desparramados sobre la cama.

A pesar de no tener buenas relaciones con ellos, hacía años que no nos hablábamos, mi

presencia estaba perfectamente justificada de manera que recibí el pésame de los allí presentes con

temple esperando que aquello acabara pronto. Una vez finalizadas las exequias un abogado que no sé

de dónde salió, se dirigió a mí para poner en orden algunos asuntos legales. Como era de esperar no

dejaron testamento por lo que el Estado se llevaría un buen pellizco de su legado. Traté de explicar al

letrado, un hombre tan gris como su traje, que allí había poco que rascar. La casa estaba en estado

ruinoso, más ahora, después de que veinte toneladas de remolachas abrieran una nueva entrada en el

inmueble y los terrenos que completaban la propiedad, que rondarían los diez mil metros, no debían

valer gran cosa ya que eran un pedregal del que no brotaban ni las malas hierbas. Aun sabiendo esto
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confiaba en poder sacar algún dinero de todo aquello y no volver por allí en lo que me quedara de

vida, pero me equivocaba.

Si bien era cierto mi desconocimiento sobre el valor de la propiedad, mi sorpresa fue

mayúscula cuando el abogado de marras me explicó que desde hacía unos meses llevaba los asuntos

de mis padres. Al principio no sabía a qué asuntos se refería hasta que con mucha parsimonia el

hombre me explicó que los difuntos, además de la casa con las tierras de Villanubla y una casa en

Madrid, ambas propiedades debidamente documentadas y cuyas escrituras obraban en su poder,

tenían una fortuna de unos doscientos millones de pesetas canjeables previo trámite en el Banco de

España por euros de curso legal.

Cuando me recuperé de shock inicial el abogado, que se presentó como don Mauro Cifuentes

según creo recordar, me estaba ya poniendo en antecedentes sobre un pequeño problema. A saber. Al

dinero de mis padres él, a pesar de ser su albacea, no tenía acceso. Eran conocidas las desavenencias

en mi familia por lo que supuso con buen criterio que yo tampoco lo tendría. No se equivocaba,

sobre todo si tenemos en cuenta mi total ignorancia sobre el tema. Me explicó con parsimonia, con

mucha parsimonia, que teniendo en cuenta la falta de datos sobre esos millones el Estado no podía

reclamar nada, exceptuando eso sí, las dos propiedades ya mencionadas que como es lógico al estar

los fallecidos intestados reclamaría el porcentaje que marca la ley. Maldije para mis adentros y ya un

poco cansado de tanta parsimonia le solté un: —¡Al grano, coño!—, que pudo sonar como un

exabrupto aunque él, muy diplomático, me disculpó entendiendo la tensión en un momento tan

emotivo. Yo emotivo estaba más bien poco, era más una mezcla de sorpresa y cabreo. Descubrir que

tus padres te han ocultado que son ricos y cuando lo descubres resulta que no sólo no puedes acceder

a sus bienes, además y según me acabaría de explicar el abogado de los cojones, tendría que correr

con todos los gastos derivados del proceso legal si quería conservar las dos propiedades escrituradas.

En un principio pensé vender lo de Villanubla para al menos quedarme con la casa de Madrid que me

vendría de perlas, ya que desde que me marché del pueblo con apenas veinte años había vivido en
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pensiones de mala muerte. Don Mauro no obstante me desaconsejó vender la propiedad del pueblo.

Al principio no entendí su insistencia, pero al final me confesó que como ya era viejo, don Mauro

pasaba fácilmente de los setenta y cinco años, ya no tenía ni ánimos ni fuerzas para ponerse a cavar.

Aquello, lo de cavar, lo interpreté en un principio como una clara muestra de demencia, ¡joder,

estaba rodeado de viejos seniles! Pero una vez más me equivocaba. Me explicó, y bajó tanto la voz

que apenas podía escuchar lo que iba a decirme, que la razón por la que desconocía el paradero del

susodicho legado era porque mis padres no se fiaban ni de él ni de nadie, pero de una forma

accidental se enteró que el dinero estaba enterrado en alguna parte de la propiedad.

—Hace apenas unos días que su padre de usted había mezclado la copita de anís que solía

tomar por las tardes con la medicación para la gota, algo totalmente desaconsejado por la

Medicina…—hizo una pausa para coger aire y continuó—. Lo cierto es que como resultado de

aquella mezcla se le soltó la lengua y comentó lo del enterramiento. Por desgracia la mezcla le soltó

también el vientre por lo que tuvo que acudir con cierta premura al escusado sin llegar a decir el

lugar exacto del enterramiento —y terminó diciendo—. Aunque algunos de mis colegas tengan mala

prensa yo no soy un ladrón, es cierto que se me pasó por la cabeza sonsacarle lo del dinero por si

podía embolsarme algo, cosa que habría hecho de buena gana porque sus padres de usted, y siempre

según mi criterio profesional, eran unos auténticos cabrones. Sin ánimo de ofender y dicho esto

desde el respeto —añadió.

Después de todo esto como es lógico no me quedó más remedio que conservar la propiedad.

Esto me obligó a pedir un préstamo para pagar los correspondientes impuestos al Estado. Por si esto

fuera poco, el fulano del camión no tenía seguro y aunque se le condenó por lo ocurrido, su

declaración de insolvencia me dejó sin un duro. Más tarde y para colmo me enteraría que a través del

Consorcio de Seguros podría haber recibido una indemnización, pero debido a la mala gestión de mi

abogado perdí toda opción de cobrarla. Cometí el error de dejar el asunto en manos de don Mauro

que al margen de su senectud resultó ser un pésimo letrado. Hasta los gastos del entierro tuve que
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pagar. Al menos he podido disfrutar del piso de Madrid. Pero después de quince años (catorce) sigo

pagando el maldito préstamo y de la fortuna escondida nada de nada ya que tras varios meses y

decenas de agujeros, los diez mil metros de pedregal se convirtieron en un erial inmenso y poco a

poco fui cayendo en el desánimo. Había tirado la toalla hasta este momento en el que renovadas

esperanzas se ciernen sobre mí, por eso aunque odie viajar, que lo odio, vuelvo a Villanubla.

Teniendo en cuenta que está abandonado y ruinoso no me quedará más remedio que alojarme en un

hotel. El pueblo más cercano está a unos ocho kilómetros al norte, aunque he olvidado su nombre sus

dimensiones eran según recuerdo suficientes como para suponer que allí encontraré algún tipo de

establecimiento hostelero.

Dada la naturaleza del viaje he decidido tomarme unos días de asuntos propios y planificar

todo debidamente. Algo así no debe dejarse al azar. Cualquier desplazamiento fuera de un entorno

controlado me desborda. La idea de tener que pasar alguna noche fuera de dicho entorno me

enferma. Con los años me vuelvo más inseguro. Necesito seguridad. Y eso es justo lo que conseguiré

si todo sale según lo previsto.


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5. El prototipo.

Jacinto Víguenot se presentó a las 17,00 horas. Su puntualidad previamente anunciada rayaba

la acrobacia, pues consiguió de manera sorprendente aparcar el taxi en la puerta coincidiendo con las

señales horarias de Radio Nacional. Todo un logro teniendo en cuenta que había cruzado medio

Madrid para acudir a la cita. Este hecho que podía ser atribuido a la casualidad fue una constante,

como se demostró en las sucesivas entrevistas que tuvieron lugar a posteriori. Jacinto Víguenot era

de una pulcritud extrema, tanto en su aspecto como en sus modales, esto fue sin duda lo que hizo que

no saliera corriendo con el proyecto bajo el brazo a las primeras de cambio. Cuando aquel día se bajó

del taxi delante de lo que parecía, y de hecho era, un restaurante abandonado, su primera impresión

fue que se había equivocado de lugar. —Carretera de la Dehesa, km. 9— repasó leyendo el papel

donde tenía anotada la dirección. No tuvo tiempo de corroborar el dato con el taxista porque éste

salió zumbando apenas Jacinto Víguenot se bajó del auto.

A pesar del convencimiento de estar en una dirección errónea, llamó esperando que al menos el

lugar estuviera habitado y alguien pudiera orientarle sobre el paradero de la empresa AMSA. Deni

abrió la puerta y saludó al recién llegado con un escueto: pase. Jacinto Víguenot intentó preguntar

algo que le sirviera de orientación, pero no pudo porque Deni se adentraba ya en aquella especie de

taller-almacén-desguace…
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—Perdone, estoy buscando la empresa AMSA —dijo casi gritando al joven que se adentraba

en un interior laberíntico dominado por cajas de cartón presumiblemente vacías a juzgar por su

aspecto y disposición.

—¡Perdone! —insistió.

—Bienvenido. ¿El señor Víguenot, supongo? —dijo Amador Mostacho surgiendo de entre las

cajas y tendiéndole la mano—. Le estábamos esperando.

Jacinto Víguenot cambió de lado la carpeta que llevaba bajo el brazo y le estrechó la mano,

dándose cuenta de que no se había equivocado de dirección y de las enormes proporciones de la

mano de su interlocutor, su mano desapareció momentáneamente como engullida por aquella

formidable extremidad.

—Veo que ha encontrado sin problemas nuestra empresa —el vaivén de la mano continuaba

con cierta intensidad—, disculpe el desorden, pero estamos aquí provisionalmente y aún no nos

hemos instalado como es debido.

Jacinto Víguenot no contestó, se limitó a gesticular educadamente quitando importancia a este

hecho, no pudo evitar, eso sí, soltar un ligero suspiro de alivio cuando Amador dejó de sacudirle la

mano y vio cómo aunque blanquecina por la falta de riego ésta recuperaba color y movilidad.

—Supongo que usted es…

—Amador Mostacho, gerente de AMSA, empresa líder del sector tecnológico que nos ocupa

—dijo sin cortarse ni un pelo—. Por lo que hemos hablado por teléfono su interés radica en la

construcción de un prototipo, ¿no es cierto? —dijo Amador en alusión a la llamada que le hizo para

confirmar la cita tras recibir el primer mensaje.

—Cierto. Aquí traigo los planos y la memoria descriptiva, he preferido hacerlo físicamente

para evitar posibles incompatibilidades informáticas —contestó Jacinto Víguenot alargando la

carpeta que sujetaba bajo el brazo. Amador recibió la carpeta y empezó a ojearla deslizando los

folios entre sus dedazos.


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—Pasemos a mi despacho —con la mano le mostró la dirección en la que se debía encontrar el

mismo, seguramente oculto tras la montaña de cajas mal apiladas.

Pasaron a un cuarto de unos diez metros cuadrados igualmente abarrotado de cajas. En un

exiguo espacio se podían adivinar una mesa y dos sillas.

—Por favor, siéntese —retiró algo, no estaba claro qué, dejando libre un asiento.

Amador se sentó detrás de una mesa sorprendentemente despejada y empezó a examinar los

papeles. Jacinto Víguenot se quedó callado observando a la persona que delante de él no paraba de

gesticular de una forma exagerada. Movía la mandíbula describiendo círculos, como recolocándose

la dentadura, más tarde supo que efectivamente se la estaba recolocando, un gesto nada agradable de

ver pero por lo visto inevitable. Según le explicó Amador, que hablaba por los codos, le habían

vendido una dentadura postiza de pésima factura. La dentadura fue adquirida en un viaje a Paraguay,

su país de nacimiento.

—Los protésicos dentales dejan mucho que desear por allí —le dijo—, y eso que se la compré

a un amigo.

En esa primera visita el inventor pudo comprobar que Amador tenía unas manos

desproporcionadas y una dentadura también desproporcionada aunque por otras razones, su aspecto

se completaba con unas gafas que corregían la hipermetropía actuando como lupas, eso le dejaba

unos ojos que aunque normales, también parecían desproporcionados. La primera impresión que

causaba Amador Mostacho era cualquier cosa menos normal, cuando se le iba conociendo se llegaba

a la conclusión de que efectivamente no lo era.

—Veo por sus papeles que se trata de un aparato complejo —comentó levantando la vista—,

necesitaré algún tiempo para analizar toda la memoria y establecer unas pautas de fabricación.

—Verá, señor Mostacho… —Jacinto Víguenot se revolvía inquieto en la silla—. Tengo cierta

prisa por la presentación del prototipo por lo que he pensado que si a usted le parece bien…
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Jacinto Víguenot seguía inquieto sobre la silla, su habitual compostura se estaba viendo

comprometida sin saber muy bien por qué, aún así continuó.

—Me gustaría estar presente durante el proceso. Esto obviamente facilitaría su trabajo puesto

que yo personalmente le daría el despiece y le ayudaría con los cálculos que fuesen necesarios —

dicho esto esperó a que Amador Mostacho terminara de mesarse las sienes mientras seguía ojeando

el contenido de la carpeta.

Mientras esperaba pudo constatar dos cosas más que añadir a las ya constatadas: que Amador

Mostacho tenía mucha caspa y que la causa de su incomodidad estaba provocada por algo húmedo y

viscoso que cubría parcialmente su asiento, con la excusa de llevar sentado toda la mañana se

levantó.

—Bueno, no veo problema en que colabore… —dijo al rato cerrando la carpeta—. Pero

tendremos que dejar claro que yo trabajo sin un horario fijo y que incluso dedicándome en exclusiva

a su proyecto esto llevará tiempo y el coste será elevado.

—El dinero no es problema y si es necesario me trasladaré a algún hotel cercano para estar a su

disposición en todo momento.

Jacinto Víguenot dejó claras unas cuantas cosas más en el transcurso de la entrevista para

evitar cualquier tipo de confusión. Quedaron en elaborar un contrato que firmarían ambos fijando las

condiciones del trabajo. Amador le dijo que no era necesario, que él era un hombre de palabra, que

aquello era un pacto entre caballeros y que jamás había dejado colgado a un cliente con un trabajo.

Jacinto Víguenot le aseguró que la confianza era mutua y que tendría el contrato listo al día

siguiente.

Desde que aquel proyecto había empezado a materializarse Jacinto Víguenot vivía con una

dedicación casi exclusiva al mismo. Su vida transcurría entre su casa, donde además trabajaba, y la

Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma en la que impartía clases de Física Cuántica.


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Procedía de una familia adinerada de empresarios, gracias a eso su situación económica era

más que holgada. En su juventud tuvo algunas discrepancias con sus progenitores por no querer

seguir la tradición familiar de enriquecerse con negocios de la más diversa índole, en lugar de

estudiar Empresariales o Derecho o algo directamente vinculado con la actividad familiar, Jacinto se

volcó en todo aquello que estuviera relacionado con la Ciencia y fue tal su empeño y su talento que a

los treinta y cinco años tenía las licenciaturas en Física, Ingeniería Informática e Ingeniería

Mecánica, un doctorado y dos másteres. Era un hombre taciturno cuya pasión por la Ciencia le había

hecho permanecer alejado de todo lo mundano, sobre todo en los últimos años.

Aunque su situación económica le hubiera permitido dedicarse sólo a sus aficiones, lo cierto es

que le apasionaba enseñar y en cuanto tuvo un respiro entre carreras y doctorados se preparó unas

oposiciones que aprobó sin problemas para entrar como profesor en la Universidad. Habían pasado

ya trece años y seguía ejerciendo como docente con la misma pasión del primer día.

Era bien parecido, elegante y de trato agradable, a pesar de ello no se le conocía compañera ni

ningún tipo de relación presente o pasada. Esto desataba ciertos rumores sobre su persona, rumores

de los que era plenamente consciente y a los que parecía no dar ninguna importancia. Lo que menos

preocupaba a Jacinto Víguenot era que lo tildaran de friki, trucha, o cualquier otra cosa que el

gracejo popular pudiera atribuirle, concentrado como estaba en asuntos de una importancia que

superaba con creces ese tipo de contubernios.

Cuando el inventor abandonó el local de AMSA, Amador se quedó pensativo repasando los

papeles con cara de no entender nada. Sus conocimientos sobre la materia eran limitados, tenía un

título de la Universidad Nacional de Asunción que le acreditaba como Ingeniero Electromecánico,

licenciatura que no había conseguido convalidar en España por lo que sus trabajos se limitaban a

chapucillas más o menos sencillas que realizaba casi siempre delegando en algún taller

especializado. Aquello definitivamente le venía grande. Su situación económica era de una solvencia

escasa, siendo más precisos se podría decir sin temor a equivocarse que estaba en la ruina. Este
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trabajo podía suponer un respiro y serviría para tapar algún que otro agujero en sus finanzas. Desde

hacía tiempo se planteaba sacar su segundo libro, si bien era cierto que del primero: “De la nicotina a

la pectina”, tan sólo se habían vendido ocho ejemplares, seis a miembros de su familia y dos que no

se sabía quién los pudo comprar.

Amador no era de los que se amilanaban y se rendían fácilmente. El hecho de tener cerca de

mil ejemplares, novecientos noventa y dos para ser exactos, almacenados en el local no era óbice

para alguien como él. —Su segundo libro se vendería mejor que el primero—, esto es lo que decía a

todo aquél que quisiera escuchar, incluso los que no querían escuchar recibían la información

igualmente. El error —solía decir— ha estado en el enfoque del libro. Es poco agresivo, la gente

necesita que le den caña.

Ése era su principal argumento, un argumento que podía sonar tan absurdo como cualquier

otro. El único que le escuchaba era Deni y no lo hacía por gusto, lo cierto es que todo lo que decía

Amador le entraba por un oído y le salía por el otro, habilidad que había ido desarrollando en el

transcurso de su relación. En el tiempo que llevaba trabajando con él había tenido tiempo de sobra

para acostumbrarse a sus rarezas, sus aires de visionario y sus extrañas aficiones que nada tenían que

ver con la tecnología. Nada de lo que se realizaba allí se podía considerar tecnológico, exceptuando

el manejo de un viejo magnetofón para grabar los ridículos programas radiofónicos de los records.

—Deni, este trabajo es muy importante, tienes que estar muy alerta para que todo salga según

lo acordado.

Deni asintió con un ligero movimiento de cabeza. No sabía a qué se refería con eso de estar

alerta, pero acostumbrado como estaba a las manías de su jefe se podía esperar cualquier cosa. Aún

recordaba cómo unos meses después de la publicación de su libro para dejar de fumar —de

autoayuda—, como le gustaba definirlo, hizo un viaje de negocios a Canarias. Al volver trajo

consigo un cartón de tabaco rubio como regalo para su cuñado, uno que supuestamente había
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comprado su libro. Resultaba cuanto menos sorprendente regalar cigarrillos si vas de gurú

antitabaco, sorprendente para cualquiera menos para él.

Durante dos semanas el cartón de tabaco estuvo dando tumbos por el local sin que el regalo

llegara a su destinatario, o sea, el cuñado. Una mañana Deni descubrió que el cartón estaba abierto y

faltaban un par de cajetillas. Su primera reacción fue de sorpresa, luego de temor por si pensaba que

él se las había llevado y por último de indiferencia —a mí qué coño me importa— pensó. Tres días

después encontró el cartón vacío y al acercarse a Amador descubrió con estupor que apestaba a

tabaco, le preguntó si se había fumado todo el cartón en tres días, Amador se puso a la defensiva y

contestó que últimamente estaba muy estresado y que no había sido en tres días sino en cuatro. Acto

seguido le dijo que sacara alguna de las cajas con sus libros porque quería promocionarlos

personalmente dado el escaso éxito de su distribuidor.

El caso es que la posibilidad de tener algún ingreso desataba en Amador una euforia creativa

sin parangón e ignorando por completo su incongruente obra literaria había decidido poner en

marcha la siguiente: “Del arma al Karma”, sobre la influencia de la violencia en nuestras vidas

futuras.

Amador era miembro fundador del Asram Rapahasmuti, dirigido por su mujer Purificación

Martínez cuyo nombre había cambiado por el de Laksmi, venerada diosa del Hinduismo, paradigma

de la abundancia y la prosperidad. Un nombre más acorde con la filosofía oriental en la que basaba

sus enseñanzas.

Siendo como era, o como él decía que era, experto conocedor de las técnicas más sofisticadas

en: Hatha Yoga, Bhakti Yoga, Jnana Yoga, Karma Yoga, Pranayama y un sinfín de nombres,

algunos impronunciables, sobre la transición de nuestras almas en la interminable rueda del Samsara,

pensaba que era su deber difundir sus conocimientos, ya que era algo del todo egoísta guardárselos

pudiendo como podía aportar algo de luz a los que vivían en la más absoluta de las tinieblas.
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Lo cierto es que con todo esto dándole vueltas por la cabeza la posibilidad de perder el trabajo

del prototipo se le antojó sencillamente impensable y en un arranque inusual de coherencia decidió

ordenar el local para causar una buena impresión al señor Víguenot que había prometido presentarse

al día siguiente para concretar los pormenores de su futura colaboración.

La transformación de aquel inmenso trastero en algo parecido a un taller vinculado a

actividades tecnológicas era una ardua tarea por no decir una quimera, tanto que como era de esperar,

bastaron unos minutos moviendo cajas para que cogiera el teléfono y llamara a una empresa de

mudanzas. Ellos se encargarían de sacar todas las cajas de allí y llevarlas al garaje de algún amigo

con la promesa de una estancia breve.

Deni, que en condiciones normales hubiese tenido que realizar él solito esa labor, agradeció la

premura de su jefe y la ayuda en forma de camión de mudanzas que estaba a punto de llegar.

Esperaba eso sí, que la empresa contratada no tuviera la costumbre de cobrar por adelantado, porque

las posibilidades de recibir alguna compensación económica por descajonar aquel local eran más que

improbables, remotas.
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6. Villanubla del Pedregoso.

La preparación de este viaje por más que no sea un gran viaje, requiere por mi parte de una

estrategia nada desdeñable y supone en este momento lo único digno de mi atención.

En primer lugar debo utilizar un vehículo, después de meditar mucho sobre esta cuestión, he

decidido hacer uso de mi propio vehículo, sí, de mi vehículo, a pesar de lo que pudiera parecer poseo

un auto, un automóvil en perfecto estado que descansa junto a mi casa, en la calle. No tengo garaje.

Allí está desde hace años cubierto con un toldo que, aun siendo víctima de vandalismo con una cierta

periodicidad, ¡malditos niñatos!, lo mantiene en un más que considerable buen estado. Se trata de un

Clío, un Renault Clío del 90 que adquirí en el 92 en perfecto estado con la promesa del vendedor de

tener un kilometraje inalterado y recambios originales. Había sido coche del año el anterior (el

anterior año, se entiende), y un dato así era más que suficiente para avalar una máquina cuya

precisión estaba fuera de toda duda, de manera que lo compré.

En aquella época tener coche era sinónimo de estatus elevado y yo entonces, aunque pueda

parecer sorprendente, me dejé engatusar por la corriente social. Aquello no duró mucho y los

kilómetros que recorrí con el Clío no alteraron en absoluto su buen funcionamiento.

Fundamentalmente lo usaba para el mismo cometido que busco ahora, o sea desplazarme hasta el

pueblo, curiosidades de la vida, salvo que en esta ocasión la pala que a buen seguro seguirá en el

maletero (nadie roba una pala) no saldrá de ahí. Juré no volver a cavar en mi vida.
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Una vez decidido el cómo del desplazamiento me he de centrar en cuestiones que me obligan a

una profunda reflexión, reflexiono sobre todo en la forma de alimentarme durante esta salida ya que

mi dieta es simple por práctica, pero en ningún caso baladí. Después de meditarlo decido pasar

olímpicamente del tema y comer lo que sea, ¡por un par de días, qué más da!

Tras zanjar esta primera cuestión-reflexión me centro en la segunda. Mi tiempo se va entre el

trabajo, que es trabajo así que da igual, y el tiempo de ocio. Teniendo en cuenta las horas que pasaré

al volante y el tiempo que se irá en las labores que pienso desarrollar in situ, o sea en el puto

pedregal, no creo que quede mucho tiempo para más aficiones. En el peor de los casos el hotel que

espero encontrar fácilmente tendrá televisión y es posible que dentro de la lamentable programación

que a buen seguro ofrecerán las distintas cadenas televisivas, habrá alguna que dé algún tipo de

documental, digo yo.

Hacer la maleta no plantea mayores problemas. Si en condiciones normales no soy de mucho

vestir, en un viaje me apañaré con lo mínimo: un par de pantalones, un par de camisas y el mismo

número de calzoncillos y calcetines, para cuatro días más que suficiente. No suelo sudar como ya he

dejado claro y mis desodorantes se ocupan de mantener a raya el olor corporal.

El único punto que puede llegar a preocuparme es el que concierne a mis ardores estomacales,

la puñetera acidez me aflora en los momentos de cierta tensión y un viaje, por más que lo voy

controlando, me genera tensión y mucha. Para evitar imprevistos llevaré conmigo un depósito de

antiácidos que mantengan a raya mi tormentosa hiperclorhidria.

Aclarados los pormenores del viaje lo emprendo. Dicho así pudiera parecer que es fácil, pero

nada más alejado de la realidad. Salir de esta maldita ciudad es una empresa titánica que no me

esperaba en absoluto, es evidente que los años transcurridos desde la última vez que realicé este viaje

han hecho en esta urbe un daño irreparable: zanjas y calles cortadas aparecen por doquier, máquinas

y operarios afanados en levantar aceras, desmontar plazas, mostrar en definitiva y sin ningún tipo de

escrúpulo las entrañas de la ciudad y quién sabe qué atrocidades más que no he alcanzado a ver
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estando como estoy concentrado en la conducción, conducción siempre comedida y respetuosa con

mis conciudadanos.

A pesar de mi empeño la salida hasta la autovía, de la que desconocía su existencia, me lleva

varias horas. Este contratiempo hace que todos mis cálculos en cuanto a horarios se refiere se vayan

a hacer puñetas y desde este momento no me queda más remedio que improvisar.

La circulación es fluida, la elección del lunes como día de salida ha sido buena y puedo

comprobar con cierta indiferencia cómo otros conductores se meten en un monumental atasco hacia

el otro lado contrario al mío. Todo empieza a rodar según mis deseos. No quiero, pero si quisiera

sonreír lo haría.

Una vez superados los primeros kilómetros los demás se suceden sin demasiadas

complicaciones. El coche parece funcionar correctamente, la respuesta del motor es la esperada,

ronronea como un gatito cuando piso el acelerador dejando en evidencia a otros vehículos más

modernos y seguramente superiores en precio que como he podido comprobar cuando me adelantan

a gran velocidad, sus motores apenas se escuchan y quedan totalmente anulados ante el rugir de mi

Clío. Es por esto entre otras cosas que no alcanzo a entender el motivo por el cual he sido detenido

impunemente en el arcén por una pareja de la Benemérita.

—Pare el coche y retire las llaves del contacto —me dice el guardia con algo de tos subrayando

sus palabras, es posible que el humo que emite el Clío pueda influir en este hecho.

—Documentación.

—Perdone, agente, ¿puedo saber por qué he sido detenido?

—Documentación —insiste el más joven ignorando mi pregunta mientras el otro se mantiene

cerca del coche.

—Verá usted, agente, no utilizo mucho el auto, pero todo está en regla sin ninguna duda —

insisto yo en mi defensa mientras le alargo los papeles.


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Durante un rato, no mucho, el agente mira y remira, se asoma a la matrícula flexionando

lateralmente el torso y doblando el cuello para sin cambiar de postura volver a mirar los papeles y al

enderezarse soltarme lacónicamente:

—El carné.

Yo echo mano a la cartera y con impavidez se lo tiendo al tiempo que le pregunto —¿Todo en

orden, agente? —sé que les molesta.

El tamborilear la puerta con los dedos es otra estrategia que uso para ponerle nervioso.

Su respuesta no se hace esperar.

—Tiene usted el carné caducado desde hace más de diez años, la ITV sin pasar lo menos en

quince, carece de seguro y a juzgar por la velocidad a la que circulaba sospecho que hace mucho que

no coge un coche. Se puede ser prudente, incluso muy prudente, pero circular en una autovía a 50

km/h por el carril de la izquierda es un peligro para el resto de conductores.

Siempre he preferido ser parco en palabras, pero en esta ocasión la locuacidad me parece fuera

de lugar así que me callo, mi silencio no sirve de mucho porque en seguida el agente me pide que me

baje del vehículo:

—Bájese del vehículo.

Me pide que me apoye en el coche:

—Apóyese en el coche.

Me pide, también, que separe las piernas:

—Separe las piernas —¡joder, se está pasando!

Después de un cacheo breve pero igualmente humillante me asegura que el vehículo quedará

inmovilizado y que me vaya preparando para una multa monumental. Yo le pregunto si este asunto

se puede solucionar de otra forma, pero enseguida me doy cuenta que airear un billete de 10€ no ha

sido la mejor idea. Al menos he conseguido que me lleven hasta el siguiente pueblo como les pedí,

aunque he de reconocer que es bastante incómodo viajar con las manos esposadas en la espalda.
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Tras de un par de horas de algo parecido a un diálogo milagrosamente me sueltan, con la

promesa explícita, eso sí, de solucionar todo el papeleo a la mayor brevedad. La diosa Fortuna se

manifiesta de formas caprichosas y esta vez lo hace bajo un espeso bigote y dos estrellas prendidas

en la pechera de un teniente de la Guardia Civil. El teniente, que en un principio mostró un interés

especial en mandarme a galeras, se aviene a razonamientos más civilizados al enterarse de mi

abnegada labor dentro del funcionariado. Me explica que sus aficiones fuera del Cuerpo van más allá

de las comunes entre la ciudadanía: futbol, mus, realitis televisivos… él pasa su tiempo libre

entregado en cuerpo y alma a lo que encumbró a Da Vinci, a Edison, a Graham Bell y a otros de

currículo igualmente abultado: mi teniente es inventor. Así se define él y yo le felicito por ello, acto

seguido me dice lo difícil que le está resultando patentar su último invento: un desatascador de botes

sinfónicos (léase sifónicos), y aunque me lo pone a huevo yo no le corrijo por si acaso. Los

siguientes minutos me los paso diciéndole lo mucho que me gustaría ayudarle con su invento y lo

poco que me costaría hacerlo si pudiera llegar a tiempo a una cita importantísima a la que me dirigía

justo en el momento de la detención.

El incidente se ha saldado con el pago de la grúa que me trajo el coche desde el arcén donde

fue inmovilizado hasta este pueblo cuyo nombre ignoro.

Gracias a este inesperado golpe de suerte puedo continuar el viaje, eso sí, con el horario

previsto totalmente destrozado y los nervios a flor de piel. Además tengo que apretar el acelerador si

quiero llegar a mi destino con la luz del día. Los guardias comprobaron que las luces tampoco

funcionan. Me alegro de mi decisión de salir temprano, y aun habiendo perdido tontamente casi

cinco horas en imprevistos, creo que si le piso llegaré.

Tras consultar el mapa y situarme —¡esto ha cambiado una barbaridad!— llego al pueblo

vecino de Villanubla, éste es el lugar donde pienso alojarme ya que los 8 km que separan ambos

pueblos se me antojan una distancia razonable para ir y venir hasta el hotel. La noche está a punto de

caer. Éste ha sido sin duda un viaje terrible, así que espero poder acomodarme pronto en una
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habitación con las mínimas comodidades que una persona de mi talante necesita, máxime si tenemos

en cuenta los inconvenientes que me está ocasionando este puñetero viaje.

Por la mañana veo las cosas de otro modo, nunca he confiado en que el sueño sea tan reparador

como dicen, pero reconozco que hoy me siento más animado. El día es soleado, la temperatura es

buena y todo apunta a que se mantendrá así a lo largo de toda la jornada. Esto que en realidad me

tiene sin cuidado es, sin embargo, motivo de alborozo para mis vecinos, los de la habitación de al

lado, que desde que asomaron las primeras luces no han parado de deambular de un lado a otro del

cuarto arrastrando objetos, golpeando, tosiendo y carraspeando. Cuando por fin salen estoy

totalmente desvelado, así que decido ponerme en marcha a pesar de lo poco que me gusta madrugar

y aprovechar el día. Al bajar al comedor para desayunar me encuentro con el ruidoso grupo, son

cuatro adultos con pinta de pensionistas ataviados con botas, mochilas y bastones en ambas manos.

Deduzco por su atuendo que se preparan para una excursión, ignoraba por completo que este lugar

tuviera algún interés paisajístico relacionado con el turismo activo. Es cierto que nunca he prestado

demasiada atención a estos temas. También es cierto que no me había fijado en la decoración de este

digno hotel en el que me alojo, pero ahora que me fijo veo con sorpresa que sí, algún interés tiene.

Según puedo apreciar en los carteles que adornan el comedor este lugar es bonito, algo que yo

ignoraba. Al parecer la naturaleza, siempre caprichosa, tuvo a bien hacer surgir por aquí cerca un

caño de agua de considerable caudal que entre rocas y raíces forma el nacimiento de un río, que a su

vez forma cascadas y cañones y no sé cuántos accidentes geográficos más que por lo visto despiertan

el interés de senderistas de todo el mundo, como compruebo para mi desgracia con los de al lado que

vociferan sin parar en un idioma impronunciable e irreconocible.

Ignorando por completo a los jubilados de las narices me dispongo a desayunar. El hotel, que

por cierto no está mal, tiene buffet libre, nunca había estado en un buffet libre, claro que nunca había

estado en un hotel. Compruebo observando a los senderistas cómo funciona este concepto. Al

parecer uno se sirve lo que le da la gana en forma y cantidad. Nadie controla las vituallas, quizá por
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lo temprano de la hora o por ahorrar personal, el caso es que aprovechando esta circunstancia

acumulo suficiente comida para el resto del día: pan, embutidos, pasteles… esto compensa el

madrugón y aunque me aseguro de que mis músculos faciales no se inmuten, por dentro sonrío.

Al salir del hotel el frescor de la mañana me espabila. Ya en el coche dejo la comida sobre el

asiento debidamente empaquetada con periódicos de los que también se puede disponer libremente.

No está nada mal este hotel.

Arranco el auto y pongo rumbo a Villanubla por la que según creo es la carretera correcta, no

hay carteles que indiquen cómo llegar al pueblo y aunque ya se deja ver algún paisano por la calle

me abstengo de preguntar por la dirección correcta. No tengo ninguna intención de confraternizar

con la gente del lugar, no tanto por el hecho en sí de las relaciones humanas, es sobre todo porque

dada la naturaleza de este viaje prefiero que mi presencia pase desapercibida.

El mapa que llevo en la guantera quizá me ayude a orientarme un poco, en seguida compruebo

que no mucho, en él tampoco aparece Villanubla y los escasos recuerdos que tengo de los viajes

realizados hace años no me ayudan demasiado. No entiendo por qué todo el mundo se ha dedicado a

construir casas, rotondas, naves industriales y todo aquello que supuestamente es una contribución al

progreso.

Al cabo de un rato descubro que la carretera que conduce a Villanubla no es una carretera,

ahora es un camino de albero más o menos ancho debidamente señalizado con unos cartelitos de

madera que indican todos los puntos de interés con sus horarios estimados: "Al Salto del Pastor: 1,30

h". “Al barranco hondo: 2,45 h”. Son varias las indicaciones que aparecen grabadas en las tablillas

pintadas hábilmente con llamativos colores, excepto la que a mí me interesa, la de Villanubla que

sigue sin aparecer. Guiado por la intuición enfilo por el camino apremiado por la visión que me

ofrece el retrovisor, los alegres senderistas se aproximan a buen ritmo.

La conducción por el camino es relativamente segura si bien su anchura no me permite ir todo

lo rápido que quisiera. Lo acepto a regañadientes y en esta ocasión no pongo el Clío a todo lo que
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puede dar. Al avanzar voy dejando una nube de humo y polvo que oculta totalmente el paisaje,

paisaje del que no acabo de ver su atractivo, a mí me parece más bien insulso.

Los 8 km que separan un pueblo del otro se completan sin que aparezcan indicios de nada que

pudiera dar muestras de una antigua ocupación. Vuelvo a consultar el mapa con la cada vez mayor

certeza de haberme perdido. De pronto veo gente al otro lado de una gran chopera, unos chopos que

por cierto tampoco recordaba haber visto nunca.

Avanzo hacia los arboles y al bordearlos allí está Villanubla, o lo que queda de Villanubla que

es más de lo que esperaba, de hecho es mucho más de lo que esperaba. Lo que recordaba de mi

última visita no era sino un montón de escombros y ahora, para mi sorpresa, aparecen unas casas,

huertas y un número indeterminado de niños y perros.

Con una mezcla de desconfianza e incredulidad me dirijo hacia la que según creo, es difícil

estar seguro, era mi casa. La ruina se ha convertido en una vivienda de piedra con un porche

apergolado del que cuelgan unos racimos de uvas, pocos y de tamaño reducido ya que no es la época

(algo de lo que me enteraré más tarde).

Me abro paso entre una jauría de perros esqueléticos no muy grandes y afortunadamente

mansos, y unos cuantos niños de tamaños parecidos, pero bastante más agresivos que los canes. En

cuanto creo controlada la situación con los niños llamo a la puerta accionando un extraño artilugio

con campanitas y espero. Del interior de la vivienda sale una mujer joven con una barriga de

abultada redondez y un niño pequeño colgando de un costado.

—¿Puedo ayudarte? —pregunta la mujer tuteándome sin mi permiso, pero con cortesía.

—Verá, señorita..., señora —rectifico dudando sobre su estado, el civil, no el de gestación.

—Estoy buscando una casa que me pertenece y que según todos los indicios es ésta en la que

nos encontramos ahora —le digo sin entrar en detalles.

—¿Ves al hombre que está trabajando en el huerto?, pues habla con él —me dice y acto

seguido se mete en el interior de la casa seguida por la jauría de niños y perros.


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Según avanzo por la estrecha vereda veo con sorpresa, puede que incluso con fascinación, que

el estéril pedregal, mi pedregal, se ha convertido en una gran huerta salpicada de árboles frutales y

hortalizas primorosamente alineadas. Al fondo un hombre empuja un aparato de hierro y madera: un

arado (de eso también me enteraré más tarde), ayudado por un caballo o un mulo, no sé. Al

acercarme el hombre se detiene gritando y emitiendo sonidos extraños dirigidos al caballo o mulo o

lo que sea ese bicho, y parece surtir efecto ya que el animal se detiene en seco cesando toda

actividad.

—¿En qué puedo ayudarte? —me pregunta.

—Mire usted, joven —me cuesta precisar si es joven o no entre el amasijo de pelos enredados

y la barba que cubre su cara—, creo que aquí se está cometiendo un acto de ocupación ilegal ya que

la propiedad en la que nos encontramos me pertenece como podré acreditar en el momento que sea

oportuno —le lanzo sin más preámbulos y dando más explicaciones de las que suelo dar.

—Cierto —contesta él sin inmutarse—, hace años que recuperamos estas casas abandonadas

para poner en marcha un proyecto de vida alejado de la masificación y la contaminación que lo

inunda todo.

—Aprecio su iniciativa, pero preferiría que su proyecto se realizara en la propiedad de otro —

me sorprendo a mí mismo entablando lo que ya parece una conversación, en cualquier caso, la

situación lo requiere.

—Les recomiendo que abandonen mi propiedad a la mayor brevedad posible.

El hombre me mira muy serio al principio, al poco su cara parece esbozar una sonrisa, o al

menos eso creo, para acabar soltando una sonora carcajada que me desconcierta al tiempo que me

preocupa, —¿pero de qué coño se ríe este tío?— pienso.


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7. La construcción.

Cuando Jacinto Víguenot regresó a las instalaciones de AMSA puntual como siempre, el local

estaba aparentemente limpio, se podía incluso vislumbrar algún indicio de actividad relacionada con

algún tipo de industria a juzgar por la fila de estantes con diverso aparataje: cables, circuitos

impresos, teclados de ordenador, pantallas y un sinfín de materiales, en su mayoría desechos, que

junto con algunas herramientas configuraban esta idea inicial.

Amador echó un vistazo a los documentos donde estaban redactados los términos contractuales

de la futura relación laboral, después de leer por encima dichos términos dijo que estaba de acuerdo y

firmó en la parte correspondiente a Gerente de AMSA.

—Si le parece empezaremos hoy mismo con el trabajo. Soy un hombre ocupado y por las

mañanas doy clases en la universidad, por lo tanto trabajaremos conjuntamente por las tardes.

—No hay problema, aunque supongo que querrá tener el presupuesto antes de comenzar.

—Cada cosa a su tiempo, estoy seguro que en la parte económica nos entenderemos pero el

trabajo es necesario que se realice en los plazos establecidos en el contrato.

Amador miró con disimulo el contrato para ver a qué plazos se estaba refiriendo, como no

encontró el apartado en el que se hacía mención a ese dato concluyó:

—Por supuesto, estamos entre profesionales, así que cuando usted quiera empezamos.

Jacinto Víguenot sacó un portátil de la bolsa que colgaba de su hombro y colocándolo sobre

una mesa despejada lo encendió. En unos segundos el Mac Book Pro se puso en marcha dejando ver

una serie de iconos en la pantalla. Con unos movimientos de ratón fue abriendo carpetas hasta dejar a
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la vista los planos correspondientes a la primera de una serie de carpetas, cada una con su memoria

descriptiva anexa.

—He preferido traer mi propio soporte informático por resultar más cómodo a la hora de

localizar los diferentes planos —mientras hablaba, seguía con la mirada fija en la pantalla hasta que

dejó abierta una carpeta etiquetada como: “Primera”.

Sobre el primer dibujo, Jacinto Víguenot explicó a un despistado Amador los pormenores de lo

allí representado. Amador no paraba de mirar hacia otro lado como buscando algo, moviendo con

nerviosismo la dentadura postiza que no acababa de encajar en su mandíbula.

—Deni —llamó a voz en cuello dejando al inventor con la palabra en la boca.

Deni se acercó sin demasiada prisa arrastrando los pies con desgana, cuando estuvo a su lado y

no antes contestó.

—¿Qué?

—Atiende al señor Víguenot y le ayudas en todo lo que necesite. Yo tengo que salir

urgentemente para dejar unos bafles que tengo en el coche, son para la conferencia de

Kristanapamurti. Les he prometido que me encargaría del montaje del audio. Es que llevamos un

centro de yoga y solemos traer a personalidades destacadas para los cursos, conferencias… ya sabe

—dijo dirigiéndose a Jacinto Víguenot que algo desconcertado asentía con leves movimientos de

cabeza.

—Si le apetece puedo conseguirle una entrada para la conferencia, es interesantísima.

Kristanapamurti es una eminencia en el campo de la meditación trascendental.

—Creo que lo dejaré para otra ocasión, pero se lo agradezco igualmente —le dijo rechazando

con educación la oferta.

—Como quiera. Si cambia de idea llámeme y le haremos un sitio. Deni, atiende al caballero

como es debido, yo volveré en cuanto pueda.


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Deni asintió con un gesto casi inapreciable, como indicando que daba por sentado que no

volvería y que le pasaba el marrón del inventor de marras.

Deni era un joven poco ambicioso, a sus veintitantos años se conformaba con el trabajo que

tenía a pesar del futuro más que dudoso que le esperaba allí. Su aspecto era bastante normal si

exceptuamos el pearcing que lucía en la ceja derecha y que no paraba de rascarse: delgado, moreno y

con una incipiente alopecia, algo prematura para alguien de su edad.

El todavía confundido Jacinto Víguenot se giró hacia Deni y con su corrección habitual le

invitó a tomar asiento para explicarle los planos que aparecían en la pantalla del Mac.

Deni a pesar de lo que pudiera parecer, es decir: lento, desidioso y aparentemente lelo, era

realmente habilidoso, un auténtico “manitas”, por lo que su permanente desgana no sería un

obstáculo para cumplir perfectamente con su cometido.

Durante algo más de una hora le estuvo explicando el desarrollo del módulo central de su

invento, no dijo su función ni pensaba decirlo, así figuraba en el contrato. Tenía un aspecto parecido

a un triturador de residuos pero dotado de una serie de pantallas LCD para recibir las lecturas

pertinentes que el aparato debería enviar. Jacinto Víguenot dejó muy claro a Deni que él se

encargaría de todo lo relacionado con la informática del invento, que su misión, la de AMSA, era la

parte mecánica, construir carcasas, soportes, cableados y todo lo que suponía la parte visible del

aparato. Él, a pesar de su formación era incapaz de hacer ese tipo de trabajos ya que como le explicó

era torpe de cojones, o ésa fue la traducción que hizo Deni cuando dijo: —carezco de las dotes

necesarias para la manipulación de objetos y herramientas.

El proceso de trabajo se puso en marcha según lo previsto, en las siguientes semanas Jacinto

Víguenot acudiría a las instalaciones de AMSA para supervisar, corregir y desarrollar los entresijos

de su complicada creación. Durante ese tiempo Amador aparecía y desaparecía con la habilidad de

un prestidigitador, cualquier excusa le valía para escaquearse, a veces éstas eran tan inverosímiles

que Deni miraba divertido a Jacinto Víguenot, el inventor aceptaba la ausencia permanente del
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supuesto cerebro de la empresa y más que molesto se sentía aliviado de que Amador se mantuviera

alejado. Ya se iban conociendo.

Pese a esta circunstancia o gracias a ella, el trabajo iba progresando. El tándem que formaba

con Deni funcionaba, éste demostró ser un alumno aplicado que asimilaba las enseñanzas de un

Jacinto Víguenot cada vez más ilusionado, sus planos se materializaban, los guarismos de sus

formulas matemáticas cobraban vida asomando tímidamente en las pantallas del aparato.

El esqueleto tenía una apariencia extraña, era una especie de cortacésped futurista, se deslizaba

sobre unos pequeños carriles que le dotaban de una movilidad lateral mayor o menor en función de la

longitud de los mismos, que como los de un trávelin debían ser de una precisión milimétrica para

evitar temblores inoportunos, todo el conjunto se montaría sobre unas ruedas que le darían el aspecto

de un pequeño vehículo.

Jacinto Víguenot no desveló en ningún momento cuál era la finalidad del invento. Los burdos

intentos de Amador por sacar alguna información acababan siempre de la misma forma, una amplia

sonrisa y una palmadita en la espalda. Eso era todo lo que conseguía. Por otro lado Deni que

participaba activamente en la creación, se conformaba con ver cómo todo aquello que en un principio

no eran más que líneas y números se convertía en un trasto con soldaduras perfectas, piezas bien

mecanizadas que encajaban con precisión y sistemas eléctricos que le dotaban, gracias a un grupo de

pequeños motores, de una movilidad propia de la más sofisticada robótica. Todo bajo las directrices

del profesor. Disfrutaba con el trabajo en la misma medida que lo hacía enseñando y aunque su

seriedad y corrección le conferían una imagen de sieso, lo cierto es que era divertido, jovial e incluso

algo gamberro cuando tenía la suficiente confianza y con Deni la tenía.

Esta relación de confianza entre ambos dio lugar a una complicidad que animaba a Jacinto a

explicar ciertos aspectos del funcionamiento de la máquina, su pasión por la enseñanza superaba a la

desconfianza propia del creador de manera que poco a poco y sin que Deni se lo pidiera le fue

explicando algunos detalles sobre su creación.


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—Éste será el corazón de la máquina —le decía indicando el receptáculo central de acero

reforzado que Deni había construido.

—Aquí se alojará el proyector de ultrasonidos, que es la parte más complicada y que nos

llevará algún tiempo construir. El ultrasonido es una onda sonora mecánica inaudible al oído humano

ya que su frecuencia es altísima, más de 20.000 hertz. Se genera por la vibración de los cristales de

un transductor que colocaremos aquí —dijo indicando con la punta de un boli el lugar exacto— y

que excitaremos con electricidad, con efecto piezoeléctrico inverso capaz de viajar por una masa

sólida.

Jacinto Víguenot se lanzó con una serie de explicaciones farragosas que para Deni eran ciencia

ficción, pero que escuchaba atento, absorto por la vehemencia desplegada por el profesor.

—A su paso… —continuó mientras limpiaba los cristales de sus gafas de pasta con un pañuelo

que siempre llevaba a punto en el bolsillo—, la onda se atenúa por absorción, se refracta y se refleja

al encontrar una interface.

—¿Qué es una interface? —se atrevió a preguntar Deni, más por cortesía que porque realmente

fuera a entenderlo.

—Me alegro de que me hagas esa pregunta, verás, la interface es la diferencia de impedancia

acústica originada por cambios de efecto de la recepción de onda que generan electricidad. Ahora el

efecto es el contrario, es decir, se crea un piezoeléctrico directo, la computadora lo transforma en

imagen que se percibe por un efecto estroboscopio al hacerse de forma secuencial. Estas imágenes

varían según sea el tipo de ultrasonido. Con el multiplicador tendremos la obtención simultánea de

cortes en los tres planos después de realizar un barrido del objetivo a estudiar con el transductor del

aparato, algo parecido al funcionamiento de los ecógrafos —le aclaró como si ese dato facilitara

considerablemente su comprensión—. Las gráficas se consiguen mediante el uso de un programa

informático de posprocesamiento que es capaz de integrar y reconstruir imágenes de un barrido en

forma artificial.
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Deni escuchaba atentamente sus explicaciones que aun sonándole a chino empezaban a

despertar en él cierta curiosidad, porque aunque el aparato cogía forma a buen ritmo su verdadera

funcionalidad seguía siendo un misterio.

Jacinto Víguenot estaba lanzado y continuó con su parrafada:

—El único problema que tenemos es la intensidad de onda, para que mi invento funcione ésta

debe ser superior a los 1.000mwatt/cm2 lo que generará: calor intenso, desnaturalización enzimática,

ruptura cromosómica… las medidas de seguridad para operar con ella tienen que ser extremas.

En su rostro apareció por primera vez una ligera sombra de duda, o preocupación, no estaba

claro, pero Deni lo notó y según su experiencia la combinación de algo potencialmente peligroso y

Amador Mostacho podía ser explosiva. No sabía cómo pero Amador tendría que mantenerse al

margen.
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8. El proyecto de vida.

Una vez finalizada mi entrevista con el…del proyecto de vida, decido volver al hotel. Es un

regreso incómodo que realizo meditabundo, lo que en un principio iba a ser una inspección y

posterior control del terreno (mi idea inicial era el vallado de la propiedad) se ha convertido en un

escollo en forma de comuna hippy que no sé muy bien cómo sortear. La primera impresión fue de

fastidio, he de reconocer que también de sorpresa, más tarde la cosa se planteaba como un ¡a la

mierda, con los hippies! Pero en última instancia y como consecuencia de lo que he podido hablar

con el tipo de las rastas, el tema está algo más complicado de lo que parecía inicialmente.

Resumiendo: este primer encuentro se ha saldado con una digna retirada por mi parte en

espera de adoptar medidas contundentes, medidas que por otra parte se me antojan difíciles de

abordar. Necesito un abogado, pero dada mi nefasta experiencia en anteriores litigios no confío

mucho en los abogados, es más, el tener que enfrentarme a uno de ellos me provoca una desazón

mayúscula y por desgracia así parece que va a ser.

Cuando haciendo uso de mi autoridad como propietario de la finca insté a estos individuos a

largarse por donde habían venido, su primera reacción como ya he mencionado fue la risa, la

carcajada para ser precisos. Si bien es cierto que su hilarante reacción no auguraba nada bueno, pensé

que quizá no me había expresado con claridad, a primera vista el tipo no parecía muy listo, pero no,

el tipo era listo de hecho el tipo ha resultado ser demasiado listo, tanto que cuando volví al ataque

algo más claro y un poco menos cortés el de las rastas se puso serio y me explicó cómo estaba la
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situación. Me explicó que él y sus compañeros, de los que no precisó número, llevaban en el

proyecto ese de vida más de diez años, o sea más o menos desde que yo no había vuelto por allí, y

que habían trabajado mucho para dejar aquello en condiciones; yo le di las gracias por ello y le dije

que por qué se habían molestado, no pareció escucharme y siguió: después de quitar todas las piedras

del terreno, que eran muchas, las utilizaron para restaurar las casas y los muros colindantes;

plantaron la chopera para proteger la propiedad de los vientos dominantes, del este, precisó, yo le

dije que tenían un tamaño estupendo y que me había sorprendido lo rápido que crecían esos árboles,

no pareció escucharme y siguió: después de abonar debidamente la tierra plantaron frutales y

hortalizas, abrieron veredas, quitaron zarzales y recuperaron el pozo que por cierto daba un agua

abundante y pura; le dije que desconocía la existencia de un pozo y que estaba deseando probar ese

agua tan rica. Esta vez, sí pareció escucharme a juzgar por su mirada, pero siguió: —resumiendo —

me dijo—, al tratarse de una propiedad abandonada a todas luces y con el vacío legal existente en

cuanto a propiedades rurales se refiere, mis compañeros y yo decidimos —seguía sin precisar de

cuantos compañeros estábamos hablando— cubrirnos las espaldas ante una eventual visita, de

manera que durante todos estos años hemos sacado todos los primeros de mes una cantidad de dinero

exacta, subiendo el IPC correspondiente cada año y dejando claro a los empleados del banco que era

para el alquiler de la propiedad. Este alquiler se ha realizado a nombre de Abundio Buendía, que

supongo eres tú —me dijo insistiendo en el tuteo—, y como es lógico conservamos todos los recibos

firmados. Estos recibos aun siendo falsos servirían sin duda en un hipotético juicio para demostrar

que se nos alquiló la propiedad sin contrato y sin que nuestro arrendatario, o sea tú, declarase al fisco

dicha actividad. Resumiendo... —volvió a decir, y me resumió en pocas palabras que su padre le

había proporcionado mis datos incluida una firma mía que por lo visto era muy fácil de falsificar,

algo de lo que yo no era consciente. Su padre le preparó todos los documentos que acreditarían

nuestra relación ficticia y le puso al corriente de algunos secretillos que se ocultaban en la propiedad.

Me dijo que un padre como es lógico quiere lo mejor para sus hijos y que su conocimiento de las
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leyes era bastante preciso ya que, como su padre, él también era abogado. Quién lo diría viendo esas

greñas. Acabó el resumen diciendo que como ya habría adivinado su padre era el difunto don Mauro

Cifuentes, que descansaba en paz y del que yo guardaría un grato recuerdo. Dadas las circunstancias

no me recomendaba recurrir a las autoridades pertinentes para intentar el desalojo, del mismo modo

tampoco me recomendaba hacer uso de la fuerza ya que, y me miró de arriba abajo, no parecía yo un

hombre muy dado a la violencia, además seguía sin decirme de cuántos compañeros estábamos

hablando.

Con todo esto en la cabeza el regreso al hotel por el polvoriento camino se me hace largo y

tedioso. Una vez acomodado en la habitación y aprovechando que los senderistas eslovenos, porque

eran eslovenos, no habían regresado, aproveché para elaborar una estrategia contra los hippies. No lo

tenía nada fácil, si bien los años dedicados al ajedrez me habían forjado como un gran estratega la

realidad era bien distinta y aquí las piezas que tenía que eliminar me tenían cogido por los huevos.

Antes de iniciar mi retirada pude comprobar que efectivamente don Mauro había contado a su

hijo lo del enterramiento del dinero, porque los hippies además de cavar para plantar patatas,

zanahorias y cebollinos se habían dedicado a realizar una cuadrícula en la finca, en ella fueron

practicando de manera selectiva unos agujeros de unos dos metros de profundidad, confiando en que

esa profundidad fuese suficiente para detectar lo que hubiese que detectar, ya que de lo contrario

todo sería una pérdida de tiempo. El método, similar al utilizado en excavaciones arqueológicas,

tenía sus inconvenientes pues resultaba lento y costoso. Según me contó el hippy que hablaba como

una cotorra, en más de una ocasión había pensado contratar una excavadora y poner todo patas

arriba, pero siempre lo descartaba por la dificultad de convencer al maquinista de que volteaba la

tierra para favorecer el crecimiento de las lechugas, eso sin contar el riesgo que suponía usar

maquinaria pesada para encontrar algo que no sería excesivamente grande, se podría destrozar el

paquete, o volver a enterrarlo más profundo junto con la palada de tierra en otro sitio. En definitiva:

tanto esfuerzo sólo compensaba si se aseguraba el éxito y los métodos rápidos eran demasiado
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arriesgados. Todos estos inconvenientes que me contó el de las rastas ya los calculé yo en su

momento y entendía mejor que nadie su cautela.

Al contrario de lo que me pasó a mí él no tiró la toalla, si bien es cierto que como me confesó

el muy hijo de… don Mauro en los años que llevaba en el proyecto de vida ¡joder, con el proyecto de

vida! sólo había excavado un 50% de la propiedad. La idea de estar otro montón de años cavando no

le seducía, pero reconocía que se había acostumbrado a esa forma de vivir, el rollo ese del naturismo

le gustaba así que no tenía mucha prisa. Yo, con toda esta información lo único que puedo hacer es

sacar los aspectos positivos, es decir, si estos cretinos han cavado ya la mitad del terreno significa

que en cuanto pase a la acción sólo tendré la mitad de trabajo. El problema está fundamentalmente en

que no sé cómo pasar a la acción.

Mi vida ha cambiado mucho en todos estos años y aunque nunca dejé de pensar que en algún

rincón de aquel pedregal, bueno que ya no lo es pero que sí lo era cuando yo lo pensaba; en

definitiva que allí en alguna parte se escondía una fortuna que me pertenecía.

Antes de trabajar en la Oficina de Patentes me ganaba la vida como vendedor de seguros,

fueron unos años de continuo contacto con la gente, los suficientes para saber lo ingenuas que

pueden ser algunas personas y lo fácil que resulta convencerlas de cualquier cosa. Después de esos

años de continuo contacto con la gente no quería tener más contacto con nadie, evidentemente no lo

pude conseguir al cien por cien, pero el cambio de puesto de trabajo me ayudó bastante.

Mi afición al aislamiento, una especie de ostracismo renovado y voluntario, me lleva a

menudo a repasar mi vida, más por aburrimiento que por que realmente quiera hacer examen de

conciencia. A mi edad la gente se pregunta si ha merecido la pena todo lo pasado y mira el futuro

con ilusión, no es mi caso, yo no me pregunto si ha merecido la pena lo pasado, yo sé positivamente

que lo pasado ha sido una mierda y el futuro lo será igualmente si no consigo lo que busco, o sea mi

legítima herencia: la pasta, vamos.


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Cuando vendía seguros la situación era bien distinta, me relacionaba fácilmente con las

personas, tenía amigos, tuve incluso novia, trabajaba y utilizaba mi tiempo de ocio como cualquier

persona, iba al futbol, de copas… lo normal, puede parecer que todo aquello me gustaba, que lo

añoro, pero no, nada más lejos de la realidad. Ya en aquellos años empezaron a asquearme muchas

cosas, casi todas relacionadas con los de mi especie, digamos que ya por aquel entonces se

vislumbraba el Abundio que soy hoy.

Mis clientes eran en la mayoría de los casos si no directamente estúpidos sí al menos

ingenuos, claro que yo los buscaba así deliberadamente porque de lo contrario no me compraban los

seguros que aunque dentro de la legalidad, digamos que solían tener una letra endiabladamente

pequeña, ésa que nadie lee y que como es lógico no se explica. Cosas como: seguros de vida que sólo

te cubren si te mueres accidentalmente, pero que excluyen la mayor parte de los accidentes; o

seguros del hogar que te cobran un plus por cubrir algo que nunca sucede, como que tu casa sea

arrollada por un tren que tendría que atravesar media ciudad para estrellarse precisamente contra tu

sala de estar. Estas cosas hacían de mí una especie de diestro esmerado en hacer una buena faena

antes de entrar a matar, con la diferencia de que aquí el morlaco es alguien al que hay que aguantar

con una sonrisa hasta el estoque final, rubricando con maestría en los espacios en blanco marcados

con una cruz, cruz cuyo tamaño solía ser inversamente proporcional a la inteligencia del susodicho o

susodicha.

Si hay algo que se me da bien, realmente bien, es pensar. Pensar no supone un esfuerzo físico,

no hay transpiración, no hay contacto con otros individuos, puedo hacerlo donde y cuando me

plazca. Es un acto íntimo que se desarrolla en situaciones propicias y se culmina sin depender de

agentes externos, una masturbación perfecta cuyo órgano protagonista no obedece a una caprichosa

combinación entre psicología y fisiología. Pensar es fácil y puede ser además muy placentero, me río

yo de los orgasmos.
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Voy a quedarme en el hotel confiando en que los eslovenos tarden en volver y pensar, pensar

en la manera de echar a esos hippies trasnochados para recuperar mi propiedad, que por cierto y

gracias a ellos ahora tendrá más valor. Eso me gusta porque está claro que en cuanto consiga el

dinero que según dijo el difunto don Mauro está en algún rincón del antiguo pedregal, pienso

venderlo todo y no volver aquí en lo que me quede de vida. He de reconocer que hace años di todo

por perdido, ahora recuperada la ilusión esto está volviendo a formar parte de mi atribulada

existencia. Gracias a la inesperada aparición del señor Víguenot que con su invento (quién iba a

decirme a mí que alguien inventaría algo útil) va a revolucionar el campo de la… bueno, el campo

que sea que va a revolucionar, ignoro dónde se encuadra el aparato que presentó para la patente. En

cualquier caso el campo que sin duda va a revolucionar es el mío, el de Villanubla del Pedregoso.
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9. Jacinto Víguenot.

Jacinto Víguenot vivía en una urbanización a las afueras de Madrid, en una zona cercana al

circuito del Jarama. Era una urbanización de lujo con seguridad privada, zonas comunes privadas,

colegios privados y casi todo privado, resultaba curioso cómo esa palabra podía significar cosas tan

dispares. Vivir allí no era una elección personal. A pesar de las discrepancias que tuvo en su día con

el clan familiar estaba predestinado a vivir cerca de ese clan, el chalet que ocupaba estaba frente al

chalet de sus padres, al lado del de su hermano mayor y dos chalets más abajo del de su hermano

pequeño. A Jacinto esto le daba igual, su carácter conformista le impedía enfrentarse a su familia de

manera reiterada, ya lo hizo en el pasado con lo que realmente le importaba, su trabajo, ceder en algo

tan trivial como el lugar de residencia se le antojaba algo completamente inocuo, así que vivía entre

la gente bien para no echar más leña al fuego.

Eso significaba que desplazarse a la Autónoma para impartir sus clases le suponía un tiempo

precioso. La distancia era considerable y en hora punta llegar a su hora se convertía en una auténtica

odisea.

Para tan homérica empresa se desplazaba utilizando el transporte público, por conciencia

ciudadana y por aprovechar ese tiempo para leer, leía cualquier cosa, desde libros científicos

relacionados con su labor docente hasta entretenidos “betseleres” de dudosa calidad. Lo devoraba

todo.
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Durante años, los últimos al menos, su vida se repartía entre sus clases y sus aficiones,

adoraba enseñar, eso le situaba entre unos pocos privilegiados que disfrutaban con su trabajo. En

cuanto a sus aficiones Jacinto ocupaba su tiempo de ocio con las artes, las plásticas y las marciales.

En las primeras, las plásticas, no pasaba de ser un pintor aficionado. En las marciales buscaba

canalizar tensiones a través del ejercicio físico. Su aspecto y sus modales sugerían una personalidad

débil y apocada y así lo era en efecto, por eso mismo desde pequeño sus padres le pusieron un

profesor de Karate para según ellos forjar su personalidad. La personalidad se quedó más o menos

como estaba, pero su cuerpo se fue moldeando por el esfuerzo y el tesón que ponía en esto como en

todo. Llegó a cinturón negro aunque para su padre seguía siendo una nenaza, claro que para su padre

el mismísimo Chuk Norris lo era.

Su afición por los inventos llegó más tarde y fue por casualidad ya que en realidad no tenía

ninguna intención de inventar nada. Su invento, puesto que sólo tenía éste, no fue concebido como

tal, es decir, Jacinto simplemente quería fabricar una máquina capaz de hacer algo que hasta ese

momento no se podía hacer. Entonces se dio cuenta que en eso consistía precisamente lo de inventar

y ya que lo había hecho se animó a patentarlo.

Todo esto no se habría producido de no ser por el motivo que le llevó a hacerlo, siempre hay

un motivo es lógico, pero en el caso de Jacinto lo sorprendente es que ese motivo fuese el amor.

Relacionar un invento ciertamente revolucionario con el amor resultaba poco habitual, sobre todo si

lo inventado era algo tecnológicamente avanzado y de un alto grado de sofisticación.

Jacinto Víguenot estaba enamorado, secretamente enamorado. Un hombre como él de solida

formación e inteligencia privilegiada no podía permitirse perder el norte como consecuencia de la

acción de Cupido. Su estado emocional le producía cierta desazón, intranquilidad y una ligera

sensación de vacío en el estómago, es cierto, pero por lo demás todo era normal, controlable y

normal. Acudía puntual a su trabajo, en sus clases seguía siendo el profesor entregado y accesible
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que había sido siempre, y en su vida privada no daba muestras de estar atravesando ningún mal

momento, al menos no demasiado.

El grado de afectación era suficiente, sin embargo, como para meterse en el lío en el que se

había metido, un lío en el que tendría que invertir muchas horas y mucho dinero, aunque esto último

no le preocupaba demasiado. Y todo para llamar la atención de una mujer. La mujer en cuestión, la

que le privaba de su acostumbrada cordura, era una colega, no de su misma facultad pero colega a fin

de cuentas, profesora de Prehistoria y Paleoantropología en la facultad de Historia, de reconocido

prestigio y codirectora además de una de las excavaciones arqueológicas más importantes del país.

Cuando se conocieron durante el transcurso de unas ponencias universitarias su arrolladora

personalidad le impresionó, era lista y lo sabía y daba la sensación de estar por encima de la mayoría

de sus colegas, probablemente lo estaba. Jacinto Víguenot encajaba su presencia con nerviosismo, de

alguna manera se sentía anulado por aquella mujer y aunque al principio no acertaba a entender la

razón de su estado, pronto analizó pormenorizadamente la situación, como hacía siempre, estudiando

sus síntomas hasta realizar un diagnóstico que le satisficiera —a través del sistema nervioso—,

pensó, —el hipotálamo envía mensajes a las diferentes glándulas del cuerpo, ordenando a las

suprarrenales que aumenten la producción de adrenalina y noradrenalina, estos dos

neurotransmisores eran los encargados de comunicar entre sí a las células nerviosas—. Había leído

algo al respecto así que pronto empezó a darse cuenta de que tenía las suprarrenales fatal.

Jacinto había tenido algunas relaciones a lo largo de su vida, ya no era un hombre joven pero

seguía siendo bien parecido, elegante y rico, a pesar de estas cualidades ninguna mujer logró sacarle

de la soltería. En ese momento entre sus prioridades no se encontraba la versión femenina de

Arsuaga, pero a medida que aumentaba su amistad también aumentaban sus sentimientos hacía ella

así que hizo lo que mejor sabía hacer, poner todo su potencial al servicio de la fémina de forma que

no se notara, por supuesto, y con la esperanza de llamar su atención discretamente y pasar de amigos

a más que amigos.


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En eso estaba cuando empezó a desarrollar lo que ya, casi un año después, se perfilaba como

una realidad, en ese tiempo tan sólo había visto a Silvia, así se llamaba la chica, en media docena de

ocasiones, siempre en eventos relacionados con sus labores como docentes y sin que en ninguno de

esos encuentros se pudiera esperar otra cosa más que charlar animadamente sobre sus respectivas

carreras profesionales, nunca hubo ocasión para el flirteo ni a él se le hubiera ocurrido hacer tal cosa

aun presentándose la ocasión.

Todo empezó en una de esas reuniones. La charla se animó algo más de lo habitual, Jacinto

escuchaba con atención las descripciones que Silvia hacía de la excavación en la que estaba

trabajando, un importante yacimiento que por desgracia se estaba viendo afectado por problemas

presupuestarios por lo que les resultaba difícil avanzar, la orografía del terreno y las malas

condiciones del mismo encarecían notablemente las campañas y se encontraban en un círculo vicioso

de complicada solución. Uno de los presentes, un profesor de Historia Medieval petulante y simplón,

ataviado con chaqueta de espiguilla y pajarita a juego, le sugirió que contratara los servicios de un

georadar, un aparato que podía detectar diferencias de densidad en el terreno sin necesidad de

realizar grandes inversiones. Silvia contestó al de la pajarita que ya había barajado esa opción, pero

por desgracia el aparato en cuestión no contaba con la capacidad suficiente para diferenciar los

posibles fósiles de piedras vulgares, amén de otros inconvenientes relacionados principalmente con

la composición del terreno en el que estaban trabajando.

Aquello no dejó indiferente a Jacinto, atento a la más mínima reacción de su colega pudo

constatar dos cosas: que tenía que ayudarla y que no sabía cómo. Con la primera se lanzó ignorando

la segunda, algo impropio en una persona de su talante.

—No te preocupes, yo solucionaré ese problema —apenas hubo pronunciado esas palabras

notó cómo se le agolpaba una cantidad inusualmente alta de sangre en su cara, también notó las

miradas perplejas de todos los presentes sobre su persona, de los que no le conocían y más aún de los

que sí le conocían.
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—Me encantaría saber cómo piensas hacerlo —contestó Silvia divertida.

En un esfuerzo por controlar su primer impulso que no era otro que el de arrojarse por la

ventana, respiró hondo y dijo:

—Pues todavía no puedo concretar nada, pero hace tiempo que tengo entre manos un

proyecto relacionado precisamente con la mejora de ciertas limitaciones del georadar —mintió.

Si lo que pretendía era impresionarla sin duda lo había conseguido, Jacinto era conocido por

su rectitud y desde luego la arrogancia no se encontraba entre sus defectos, claro que reaccionar con

coherencia ante la subida de adrenalina y noradrenalina tampoco estaba entre sus virtudes.

El problema se centraba básicamente en que sus conocimientos sobre esa materia eran

escasos, es cierto que había leído algo al respecto, más por deformación profesional al tener relación

con la física que porque se hubiera planteado nada serio, en cualquier caso se acababa de meter en un

jardín del que tendría que salir como fuera si no quería pasar de causar buena impresión a causar un

ridículo impresionante.

Silvia comentó su disposición a ayudarle en todo lo que estuviera en su mano dada la enorme

ventaja que los avances tecnológicos podían suponer para su trabajo. Abrumado como estaba sólo

acertó a decir que en cuanto estuviera en disposición de mostrarle algo no dudaría en aceptar su

colaboración. Ésta era una oportunidad de tener un trato especial con ella, aunque dadas las

circunstancias no tenía muy claro si esto le alegraba o no.

Al despedirse Jacinto tenía la certeza de haber cambiado su relación con la arqueóloga, ahora

bien, en qué grado y con qué consecuencias resultaba difícil de precisar. Si en ese momento había

algo de lo que podía estar seguro era que su vida se complicaría considerablemente, claro que no se

imaginaba hasta qué punto.

Ya en su casa se concentró en dejar de temblar como una hoja, un hombre de su edad,

posición y cultura no podía comportarse como un adolescente así que se sirvió un Brandy, o un

Coñac, la verdad es que no los distinguía, ni siquiera sabía quién había dejado allí esa botella. Él no
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bebía habitualmente, pero era evidente que si alguna vez había necesitado una copa era en ese

momento. Lo mejor, pensó, sería ponerse inmediatamente a trabajar en eso que supuestamente estaba

mejorando. Era consciente, muy consciente, del berenjenal en el que se había metido así que echó

mano de su ordenador y empezó a descargarse de Internet todo lo referente al georadar.

Unas horas más tarde tenía suficiente información como para dedicarse a la venta ambulante

del aparato, pero obviamente ése no era su objetivo. Repasó los pros y los contras y analizó

concienzudamente aquellos inconvenientes que dificultaban su uso en el campo de la Arqueología.

El GRP, como se conocía internacionalmente al georadar, basaba su funcionamiento en la

emisión de un pulso electromagnético de corta duración, con una frecuencia nominal característica

que oscilaba entre los 10 MHz y los 2,5 GHz. Para su correcto uso era necesaria la aplicación de una

antena especial. Jacinto repasaba mentalmente sus apuntes con el fin de encontrar algún punto

mejorable. Según la antena seleccionada se obtenían unos radargramas que se acercaban a una

sección transversal del subsuelo bajo la línea por la que se desplazaban las antenas. Los

inconvenientes principales de este sistema se centraban en la interpretación de los datos en

condiciones adversas, los terrenos excesivamente húmedos o muy removidos daban unos perfiles de

baja calidad, los terrenos arcillosos y los que incluían gravas de diferentes tamaños arrojaban

igualmente resultados poco resolutivos. Del mismo modo se podían producir interferencias con

algunos aparatos eléctricos en determinadas circunstancias. Todo esto era meticulosamente apuntado

por Jacinto que a medida que avanzaba en el estudio se empezaba a encontrar en su salsa. No en

vano era considerado una autoridad en todo lo que estuviera relacionado con la Física y la

Informática, el hecho de no haber querido entrar en la empresa privada no restaba ni un ápice su

capacidad. Todo lo que leía pasaba inmediatamente a su ordenador. Empezó a meter datos en un

programa que le iba dando una serie de lecturas que interpretaba con precisión.

Dedicó una semana al estudio del georadar y al finalizar ésta, concluyó que el aparato aun

siendo mejorable no le terminaba de convencer así que puestos a ser osados y metido hasta el cuello
70

como estaba, decidió crear a partir de unos principios similares un aparato que no tuviera las

desventajas del GRP. Su opción no tendría problemas de interpretación puesto que la pantalla

mostraría una imagen de alta resolución en 3D. Sería válido para todo tipo de terrenos y puestos a

mejorar se centró en lo más importante, si quería impresionar a Silvia, su criatura, como él mismo

empezó a denominarlo, sería capaz de diferenciar entre un fósil petrificado y una simple piedra, algo

fundamental en el trabajo de su amiga y que resultaba imposible con otros aparatos.

La decisión estaba tomada. Ahora le esperaban meses de duro trabajo para materializarlo.

Jacinto Víguenot no era de los que se acobardaban, no en temas relacionados con su intelecto, esto

sólo supondría dejar de lado algunas de sus aficiones y dedicar todo ese tiempo al invento.
71

10. Los alienigistas.

Amador Mostacho había hecho de su vida una cruzada. Si bien la suya no tenía como

objetivo el devolver Tierra Santa a la Cristiandad, sus métodos, como en el caso de los cruzados,

eran expeditivos. Siendo precisos los suyos eran al mismo tiempo expeditivos y torpes, esta

contradicción sólo era entendible observando con detenimiento su forma de proceder. Primero se

empeñó en mostrar al mundo los peligros del tabaco y lo hizo a su manera, acosando a los pobres y

perplejos fumadores a golpe de palabra, oral y escrita, disertando con vehemencia mientras blandía

su libro amenazadoramente para después intentar vendérselo, sin éxito claro. Cansado de esta lucha

que en algún momento tachó de causa perdida dado el escaso interés de los fumadores por dejarse

aleccionar, se centró en algo diferente pero que se relacionaba con lo anterior, su interés en mejorar

la salud y por ende la vida de sus congéneres. A fuerza de empeñarse en solucionar los asuntos

terrenales, se fue alejando poco a poco de los mismos. Se fue enganchado a pseudoreligiones que

prometían salud y misticismo todo en uno. Probó por probar (lo probaba todo) varias. De algunas y

siendo fiel a su costumbre se erigió como gurú rápidamente, en otras pasó sin pena ni gloria más por

impaciencia que por antagonismo. En todo lo que detrás de un nombrajo impronunciable aparecía la

palabra yoga, Amador encontró una concomitancia inmediata así que ni corto ni perezoso se abrazó a

estas nuevas deidades y lo hizo con tal ímpetu que recién abrazado a su nueva realidad espiritual

montó junto a su mujer un centro para la práctica del yoga. Al poco tiempo no había en todo Madrid

ningún practicante de tan laxa técnica que no lo conociera, para bien o para mal.
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Esta fidelidad se prolongaba en el tiempo compaginando sin problemas la tecnológica AMSA

y el centro de Yoga, actividades claramente opuestas cuya conexión sólo tenía cabida en su ecléctica

forma de ver la vida. El apoyo que recibía de su mujer era sincero e incondicional, ella se encargaba

de todo lo relacionado con el centro de yoga: daba clases y dirigía retiros. Se podía decir sin temor a

equivocarse que vivía en una permanente ausencia de la realidad. Este comportamiento sería

preocupante en otras circunstancias, curiosamente en esta actividad se interpretaba como una clara

muestra de espiritualidad por lo que el negocio que lo era a fin de cuentas, no iba mal. En cuanto a su

otra actividad, la tecnológica AMSA, funcionaba por inercia, con un movimiento tan leve que su

contabilidad se podría haber anotado en un post it.

Aunque sus obligaciones se parecían bastante a lo que para otros son aficiones, últimamente

Amador estaba consagrado devotamente a su otra afición: los extraterrestres, que pronto pasarían a

formar parte de sus obligaciones. Dicho así podría parecer que Amador era un tipo raro, incluso muy

raro y que su rareza estaba muy por encima de la media. Lo cierto es que si se intentaba buscar una

explicación a su comportamiento no parecía tan raro, todo estaba íntimamente relacionado. Amador

Mostacho solía explicar cómo los visitantes de otras galaxias llevaban miles de años organizándonos

la vida, algo que según los expertos en este campo demostraba su condición de auténticos dioses, de

manera que Amador se limitaba a compaginar unas deidades con otras, las orientales y las estelares.

Para conocer el origen de esta afición había que remontarse algunos años atrás,

concretamente a un verano del recientemente estrenado tercer milenio, cuando por una serie de

movimientos interplanetarios y conjugaciones astrológicas se verificó, sin ningún género de dudas,

que en un terreno sito en las Alpujarras almerienses iba a celebrarse un encuentro sin precedentes

entre un selecto grupo de alienigistas y otro selecto grupo de alienígenas. Los primeros procedían de

los más variados puntos del planeta, de este planeta, mientras que los segundos viajaban

directamente desde Mintaka, una estrella situada a novecientos quince años luz de nuestro Sistema

Solar. En aquella parte de la galaxia los alienígenas estaban preocupados por la extinción de su
73

mundo. Al parecer su estrella principal, una gigante azul-blanca de magnitud 2.2 se moría, y claro,

andaban algo impacientes buscando otro planeta para instalarse. Según el selecto grupo de

alienigistas habían escogido el nuestro para la mudanza por lo que en aquel desolado campo

alpujarreño se concentraron un buen puñado de personas mezclándose con un rebaño de cabras de

raza murciana, adaptadas a ese duro terreno y cuya leche se encontraba entre las mejores para la

elaboración de queso. La intención de los alienigistas era dar la bienvenida a los extraterrestres como

Dios manda. Entre el selecto grupo se encontraba Amador que desde aquel día y como no podía ser

de otro modo pasó a formar parte de un grupo aún más selecto dentro de ese primer grupo.

Los alienígenas no aparecieron, no porque no quisieran, por lo visto se produjo algún error de

cálculo entre los expertos que debían determinar la fecha del contacto. A pesar de este inconveniente

la fiesta de bienvenida se celebró sin los invitados principales, ante la mirada atónita del cabrero que

entre las pancartas desplegadas en varios idiomas para asegurar el entendimiento, no paraba de

contar el rebaño temiendo que en un descuido una de las murcianas pudiera acabar ensartada en un

espetón.

Este fracaso no fue considerado como tal por los organizadores del evento, sabedores todos

los presentes de la dificultad que entrañaba acertar un pronóstico de tal magnitud. No obstante su fe

en el encuentro no mermó un ápice y todos quedaron en reunirse en el futuro para otro encuentro,

cuando tocara.

A partir de aquel contacto frustrado Amador, que hacía gala de un gran carisma y

personalidad, pasó a ser cabeza visible en cuantos eventos tuvieran a bien organizarse, haciéndose

portavoz del grupo ante los posibles medios de comunicación que sus actividades ufológicas

pudieran convocar. No era raro que un informativo o un periódico que no encontrara nada mejor que

contar se pusiera en contacto con Amador para entrevistarle sobre el devenir de los esquivos

mintakianos.
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Fueron varios los intentos de llegar a nuestro planeta por parte de los de Mintaka, siempre

según los cálculos hechos por los miembros alienigistas de mayor solvencia. En cuanto a este tipo de

cálculos se refiere el hecho de no haber acertado en ninguno de ellos se debía, siempre según los de

los cálculos, a errores ajenos a sus ecuaciones, algunos tenían que ver con reformulaciones basadas

en cambios horarios y ajustes entre las diferentes unidades de medida, que, aunque mínimas, en

cifras de tal envergadura acababan descontroladas sin remedio.

De los 915 años luz con respecto a Mintaka que tenían que recorrer y puesto que un año luz

equivale a 9.46 por 10^12 km. significarían 8.2 por 10^15 km. con una velocidad de crucero de

45.000 km/h la nave tardaría:

T= d/v= 8.2 por 10^15 km. / 4.5 por 104 km/h= 1.82 por 1011 h.

Teniendo en cuenta que en un año hay 8760 h. la nave estaría viajando por las diferentes

galaxias 20,78 millones de años. Si a estos datos le añadimos, la discrepancia existente entre algunos

miembros del grupo sobre la velocidad exacta de crucero y el uso o no de agujeros de gusano para

atajar saltándose alguna galaxia, y todo eso sin contar con el calentamiento global provocado por el

cambio climático, un hecho que tenía que estar afectándoles sin ninguna duda. La conclusión a la que

llegaron fue: que como no se podía saber a ciencia cierta la fecha exacta del encuentro, las

concentraciones se celebrarían en unas fechas escogidas al azar y que los extraterrestres, gracias a su

inteligencia superior, ya les encontrarían a ellos. Su misión a partir de ese momento sería la de

transmitir señales de radio en diferentes frecuencias hasta que fueran captadas.

El selecto grupo formado por Amador y sus colegas hacía un seguimiento exhaustivo de toda

la información relacionada con el tema de manera que casi nada escapaba a su control, así fue como

revisando, revisando, dieron con una noticia aparecida en un diario local, “El Farolillo” de Villa

Novilla, en la que se podía leer: “Un campesino asegura recibir interferencias en su aparato de radio

cuando estando rotulando sus tierras con el tractor, un John Deere 9430 de 425 caballos, pasa por un

punto concreto, una hondonada en el terreno de unos mil metros cuadrados. El campesino asegura
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que aquello no es normal, además el tractor, una auténtica bestia según la fuente, se viene abajo

como si le faltara potencia”. La noticia que podía pasar desapercibida para la mayoría de la gente

llamó poderosamente la atención de los miembros del grupo que en primera instancia y antes de

realizar una visita a Villa Novilla realizaron un estudio detallado del terreno haciendo uso de

tecnología punta con lo último en fotografía aérea, descargaron el Google Earth en el PC y

examinaron la hondonada en busca de indicios.


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11. El químico.

Volver a la oficina después de mi viaje a Villanubla ha sido duro, siempre lo es. Esta vez no

tiene nada que ver con los motivos habituales, aversiones de sobra conocidas. No, en este caso y

considerando el cambio claro en mi forma de actuar la vuelta a la oficina es dura simple y llanamente

porque no he conseguido lo que quería. Tengo mal perder, siempre lo he tenido, pero a pesar de

haber perdido el primer asalto la guerra no ha hecho más que empezar. Lo que suele ser un dejar

pasar las horas se ha convertido en un: tengo que elaborar un plan. Tengo el tiempo y tengo los

medios. La oficina es todo lo que necesito. Mantengo mis hábitos, el aislamiento que siempre utilizo

para escapar a posibles conversaciones no deseadas es ahora un arma que pienso esgrimir para otros

fines. Este aislamiento me va a permitir hacer uso de una herramienta que hasta ahora he obviado

porque me era indiferente. Para entenderlo bastará con saber que esta oficina posee sistemas

informáticos de gran potencia, con ordenadores interconectados a otros organismos oficiales. Estos

ordenadores tienen a su vez una base de datos impresionante, algo necesario en un organismo estatal

como éste y que me van a permitir acceder a diferentes departamentos de la Administración Pública

con rapidez. Pienso que si el hijo de don Mauro Cifuentes, abogado colegiado, es además de hijo

colega de su padre, aparecerá en la base de datos que tengo a mi alcance, así que entre inventor e

inventor a los que nunca hice mucho caso y ahora voy a hacer mucho menos, buscaré algo, cualquier

cosa que pueda utilizar en su contra. Es imposible que un tipo con esa pinta sea trigo limpio.
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Después de comprobar que hay más de quinientos abogados con el apellido Cifuentes (a mí

también me sorprende) me veo forzado a utilizar una fuente de información adicional. En nuestro

encuentro Cifuentes hijo no tuvo a bien facilitarme su nombre de pila, no obstante este dato que me

facilitaría bastante las cosas puede ser pasado por alto gracias a otro que espero sea decisivo o al

menos suficiente. La furgoneta aparcada en mi casa de Villanubla y que presumiblemente le

pertenece tenía aunque algo destartalada, una matrícula que si no recuerdo mal y no lo hago porque

la apunté, el siguiente código alfa numérico: CR-0032-AB; concretamente una Fiat Ducato sobre-

elevada cuyo color original pudo ser el blanco por mantenerse más o menos inalterado en el techo de

la misma, el resto era una especie de lienzo atacado con saña por un caterva de adictos al LSD.

Introduciendo la matrícula en el lugar adecuado y tras una breve espera la pantalla me revela

el nombre del propietario, en este caso y para mi fastidio propietaria, una tal Almudena de Cortes

Sanchidrián, casada y residente en Trebujena, provincia de Cádiz. Decido meter el nombre de la

paisana de Trebujena en la base de datos de Tráfico, no porque sienta curiosidad que desde luego no

la siento, pero tendré que ver la relación de esta señora con el ocupa (léase okupa). Entro entonces en

la página de la DGT, unos ruiditos más tarde acompañados de un icono con forma de reloj de arena y

al momento se abre una pantalla con una serie de datos. La tal Almudena tiene pendientes algunas

multas, todas ellas recurridas y por lo tanto en trámite administrativo. La dirección actual según estos

datos es Carretera Comarcal nº 42 km. 57 s/n en Consuegra, afortunadamente aparece un teléfono

que marco de inmediato.

Tras unos segundos de pitido intermitente alguien lo coge.

—¿Diga?

—¿Doña Almudena de Cortes?

—Sí, soy yo.


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—Mire, le llamamos de la Dirección General de Tráfico por una denuncia sobre el vehículo

Fiat Ducato con matrícula CR-0032-AB.

—Esa furgona no es mía.

—Según nuestros datos el vehículo está a su nombre.

—Eso no puede ser porque yo la vendí hace más de tres años —la voz de la mujer parece

algo lenta y pastosa al otro lado de la línea.

—Verá, es posible que usted la vendiera, pero es indudable que no se realizó la pertinente

transferencia porque según nuestros datos usted sigue figurando como titular.

—Mira, tío, a mí eso me da igual, yo la vendí y punto —me dice perdiendo un poco las

formas.

Empezaba a fastidiarme su conversación y su evidente falta de educación pero decidí ir al

grano y facilitarle las cosas por temor a que me colgara.

—Verá, señora —insisto yo en la compostura—, si nos facilita el nombre de la persona que

compró el vehículo podremos evitar la denuncia contra usted y dar salida a todo el papeleo, así usted

no tendrá ningún tipo de problema —después de un largo silencio me dice:

—La hija de puta que me compró la furgo se llama Maribel y todavía estoy esperando que me

pague los dos mil euros que le faltan.

—Bien, ya tenemos algo —le sigo el juego—. ¿Le importaría darnos el apellido de la tal

Maribel para poder proceder debidamente en este asunto?

—Yo no sé el apellido tronco, si lo supiera le habría metido una denuncia que se iba a cagar

—oigo como resopla la tal Almudena al otro lado del teléfono perfectamente integrada en la

conversación.
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—Pero tendrá usted alguna forma de localizarla —pregunto esperando una contestación

subida de tono.

—¿Pero tú te crees que si supiera dónde está no le abría roto las piernas a la muy hija puta,

tronco? Qué son tres mil euros. Qué para mí eso es mucha pasta.

—Bueno, serénese, en primer lugar me dijo dos mil, aunque eso es lo de menos. Piense cómo

podemos dar con ella —tengo que insistir, quizá Maribel no esté vinculada al hijo de don Mauro pero

de momento es la única pista que puedo seguir, además la llamada la paga el contribuyente.

—Mmmm… no sé —dice por fin—. Tengo un número suyo, pero me harté de llamar. Como

sabe que soy yo no me lo coge la muy… —puedo oír unas toses al otro lado que le hacen omitir el

insulto, no es que a mí me moleste el lenguaje de la buena señora, deja claro que no le tiene mucha

simpatía a la tal Maribel y esto me conviene.

—Bien, si es tan amable de darnos ese número nosotros nos aseguraremos de contactar con

ella.

—Espera —más que dejar el teléfono parece que lo ha tirado a juzgar por el ruido que recibo

por el auricular, se oyen unos pasos alejándose, más ruidos que atenuados por la distancia suenan

ligeramente sordos y de nuevo unos pasos que van aumentando en potencia según se acerca.

—Apunta —me dice soltando los guarismos a bocajarro.

Yo apunto el teléfono en un papel y acto seguido cuelgo sin despedirme. No creo que mi

interlocutora eche en falta un besito de despedida.

Me dispongo a realizar la segunda llamada cuando al alzar la vista veo a un hombre parado

delante de mi mesa. Apenas sobresale unos centímetros por encima de mi parapeto de papeles, a la

altura considerable del montón hay que sumar la escasa estatura del señor. A duras penas pasará del
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metro y medio, mayor, con sus gafitas y su escaso pelo rizado formando unos bucles blancos algo

largos para un hombre de su edad. Parece un abuelito encantador de no ser porque viene

directamente a tocarme las narices.

—¿Quería algo? —le pregunto sin disimular mi enfado.

—Nooo. Termine usted con lo que esté haciendo que yo no tengo prisa, ya sabe usted que a

mi edad tenemos todo el tiempo del mundo, pero ustedes los jóvenes tienen que…

—Siéntese en aquella silla y enseguida le atiendo —le corto en vista de la facilidad de palabra

y la confianza que empieza a tomarse.

Observo al abuelo por el rabillo del ojo y cuando aposenta su escaso cuerpo en la silla de

López que ha salido a desayunar continuo con lo que estaba haciendo, o sea, llamar a la del teléfono.

Marco los nueve dígitos de rigor y espero el tono, después de cuatro o cinco tonos o pitidos o

lo que sea salta un contestador automático.

—Éste es mi contestador, ahora no puedo atenderte deja un mensaje y luego te llamo,

chaaooo… —la voz es femenina, no porque suene sensual o algo así, quiero decir que la del teléfono

es una mujer, de todas formas maldigo mi suerte por no poder hablar con ella.

Ignorando la invitación del contestador no dejo ningún mensaje y cuelgo. No puedo dejar mi

nombre y esperar tranquilamente a que me llame, tengo que engañarla, cosa que no me resultará muy

difícil. Empiezo a ponerme en forma.

Miro hacía la mesa de López que sigue desayunando, y veo al abuelete balanceando las

piernas que le cuelgan sin tocar el suelo ¡Joder, qué pequeño es¡ —pienso. No sólo pienso eso,

también pienso en cómo engañar a la otra. Como ya he dicho pensar es lo mío.


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Un par de minutos después vuelvo a llamar. De nuevo los cuatro o cinco tonos, o pitidos y de

nuevo el contestador. Espero a que acabe la vocecita y el piiiiii… prolongado y digo:

—Buenos días, soy Arturo García Valle, notario. Tengo que anunciarle el fallecimiento de

doña Almudena de Cortes Sanchidrían, según hemos podido constatar usted tiene en su haber un

vehículo sin la debida transferencia. La fallecida ha dejado todos los papeles firmados para hacerla

efecto pasando así el vehículo a ser de su única propiedad. Si es tan amable llame al siguiente

número para formalizar la firma.

Una vez detallado el número por dos veces cuelgo. El número es la extensión de mi mesa en

la oficina, teniendo en cuenta que la centralita es automática la llamada entrará directamente si como

yo espero ésta se efectúa.

De momento no puedo hacer nada más, al menos hasta confirmar el vínculo de la tal Maribel

con la furgoneta de los hippies, así que decido darle una oportunidad al abuelo. Con la mano le hago

un gesto para que se acerque, él lo ve y a su vez me hace un gesto señalándose a sí mismo con el

dedo en el pecho. Yo repito el gesto al tiempo que le confirmo que sí con un movimiento de cabeza,

todo esto no es del todo necesario ya que apenas nos separan cuatro metros y bastaría con decirle que

venga. Según se acerca el hombre dando muestras de una buena forma física a pesar de su edad,

compruebo mirando el reloj que López sigue desayunando por lo que a pesar de su exasperante

diligencia el tipo se escaquea como el que más.

—¿En qué puedo ayudarle? —le pregunto cuando casi de puntillas asoma por encima de mis

papeles.

—Mi nombre es Veneroso Padilla, de Agropadilla, la empresa que regento desde hace

cuarenta años. Bueno, yo ya estoy jubilado como usted comprenderá, la empresa la lleva ahora mi
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yerno, no muy bien para que nos vamos a engañar, pero uno ya parece que no pinta nada y mi niña…

pues ya sabe —el hombre parece lanzado y tras una pausa para coger aire sigue.

—La cosa es que nos dedicamos a los productos de uso agrícola. El negocio lo fundó mi

padre que en gloria esté, luego estuve yo y desde hace unos años pues está mi yerno. Ya le digo, un

inútil, pero en fin, la cuestión es que yo aunque estoy jubilado como ya le he dicho, sigo enredando

por ahí. Mi niña dice que me quede en casa o que me vaya a jugar al mus con la gente de mi edad

que ya se ocupa su marido de todo. Claro yo no le digo nada, cómo le voy a decir, pero es que yo a

mi yerno no le dejo solo porque me hunde el negocio en cuatro días. Con lo que le costó a mi pobre

padre levantarlo y a mí, que han sido un montón de años de luchar…

Le veo coger más aire justo cuando la cara adquiría un tono azulado. Yo en este momento no

tengo nada mejor que hacer así que le dejo que siga con lo suyo mientras yo pienso en lo mío.

—La cosa es que como gracias a Dios estoy bien de salud y la cabeza todavía me funciona,

pues sigo con el negocio y aunque a mi yerno le gustaría meterme en un asilo, ¡Yo aquí, al pie del

cañón! La cosa es que como tengo bastante tiempo libre, porque por lo menos Joaquín, mi yerno, el

tema de los papeles sí que me los lleva bien, y yo pues me dedico a otras cosas…

A pesar de no ver más que un trozo de su cara detrás de los papeles la charla me llega fuerte y

clara. Estoy tentado de cortar su interminable perorata, pero al final le dejo que siga con: “la cosa…”.

—Como le decía a mí siempre me ha gustado enredar con la química, no como afición, no,

esto es una cosa muy seria. Yo soy químico de profesión, de carrera vamos, y tengo algunas cosillas

hechas en la industria agrícola: pesticidas y cosas así, con sus patentes y todo eso. Ahora, como

tengo mucho tiempo —para de nuevo a coger aire y sigue— he estado trabajando en un herbicida

que funciona muy bien y aunque yo no quiero más líos de patentes, mi niña erre que erre, que sí, que

si no eso se acaba perdiendo o te lo copian y te quedas sin nada, que piense en mis nietos. Total que
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aquí estoy a ver qué tengo que hacer con esto, porque antes de las otras patentes se ocupaba mi

hermano que en gloria esté, que también era químico y estos temas de papeleos se le daban mejor

que a mí —espero pensando que ha terminado, pero al poco y como sigo sin verle más que los ojos,

oigo que continúa.

—La fórmula está ensayada y su eficacia empíricamente demostrada, por lo que usted me

dirá qué tengo que hacer ahora. Le diré que este herbicida es capaz de acabar con todo tipo de

vegetación, por resistente que sea. En menos de doce horas no queda nada —en ese momento se

calla y aunque parezca mentira es en ese momento cuando quiero que continúe.

—¿Cuando dice vegetación se refiere a cualquier vegetación?

—Lo que sea, tallo blando, tallo duro, con hoja, sin hoja, lo que sea.

—¿Me dijo que se llamaba…?

—Veneroso Padilla, para servirle a usted.

—Verá, don Veneroso —decido apartar un poco los papeles para que podamos vernos mejor,

gesto que no reconozco como mío, pero últimamente todo anda un poco alterado en mi cabeza,

incluso he estado a punto de decirle que tome asiento, claro que no tengo ninguna silla que ofrecerle.

—Su invento necesita una confirmación por parte de nuestros técnicos para que en caso

afirmativo podamos continuar con el trámite —ignoro cómo una patente de este tipo ha acabado en

mi mesa, supongo que el encargado de las patentes de fórmulas químicas estará de vacaciones, el

caso es que ya que está aquí intentaré sacarle algún provecho.

—Necesito que me traiga una muestra del herbicida para que hagamos nosotros los debidos

ensayos, no es que no nos fiemos de sus demostraciones, empíricas o no, pero comprenderá que es el

procedimiento habitual —miento descaradamente, sé que me arriesgo mucho al hacer una petición de
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ese tipo, me juego el puesto si el abuelo se va de la lengua así que no me queda más remedio que

dejar el tema bien atado.

—Verá, don Veneroso. Como creo que su relación con su yerno de usted no es del todo

fluida, le recomiendo a título personal y sin querer yo, por supuesto, meterme en asuntos de familia,

que no le diga nada ni a su yerno ni a su hija ya que en estas cosas de patentes que puede haber

dinero de por medio la cautela nunca sobra —le miro esperando que el argumento sea suficiente y

que su avanzada edad también.

—No se preocupe que mañana mismo tiene usted aquí una garrafita del producto para que

hagan sus pruebas y tranquilo que yo no digo nada a nadie, pero ojo que es un producto fortísimo y

altamente tóxico.

En ese mismo momento suena el teléfono así que descuelgo mientras don Veneroso se aleja

andando hacia atrás y dejando en el aire una serie de movimientos de manos, una mímica que se

pueden traducir como: coja el teléfono, yo ya me voy, volveré con la garrafa, o algo así.

—¿Quién es? —pregunto.

—¡Hola, soy Maribel Cantalejo!

Éste parece ser un día fructífero, si no fuese por mi alejamiento sistemático de cualquier tipo

de dogma, diría que Dios existe.

Miro mi reflejo en la pantalla del PC y de nuevo me sorprendo esbozando una leve sonrisa,

¿Se estará convirtiendo en un hábito?


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12. Un trabajo bien hecho.

Jacinto Víguenot acudió a los talleres AMSA como cada tarde. Después de sus clases en la

Universidad Autónoma que solían prolongarse hasta la hora de comer, se acercaba dando un paseo

hasta un pequeño restaurante donde daba cuenta de una frugal comida. Fiel a sus costumbres

gastronómicas tomaba una ensalada y algo de carne o pescado a la plancha, evitaba fritos y cualquier

alimento con un exceso de grasa, no lo hacía por cuestiones relacionadas con la línea, sus

motivaciones eran fundamentalmente salubres y teniendo en cuenta que el trabajo que realizaba por

la tarde requería de toda su atención, la comida ligera y la ausencia de alcohol se le antojaban

primordiales. Al terminar el café que sí tomaba con moderación, llamaba un taxi para que le acercara

a la Dehesa de la Villa donde se ubicaban las instalaciones de Amador Mostacho.

—Buenas tardes, Deni.

Deni se encontraba en uno de los extremos del local con la careta de soldar en la cabeza, al

ver entrar a Jacinto le devolvió el saludo con un movimiento de cabeza que impulsó la careta para

que cayera justo cuando el fogonazo de la soldadura lo iluminaba todo. Jacinto esperó a que acabara

el trabajo girando la cabeza para evitar el resplandor de la soldadura en sus ojos, al girar la cabeza

pudo ver a Amador sentado en su despacho mesándose los cabellos, toqueteándose las gafas y

moviendo en círculos la mandíbula inferior después de comerse una manzana, todo ello al mismo

tiempo. Con la otra mano estiraba sobre la mesa unos papeles que no alcanzaba a ver. Se había
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acostumbrado a sus apariciones y desapariciones, en el tiempo que llevaba acudiendo a su cita

vespertina Amador no paraba ni un momento, siempre andaba acelerado buscando cosas, sacando

papeles, llamando por teléfono…, en más de una ocasión le había visto falsificar burdamente alguna

factura sin importarle lo más mínimo que le estuviera mirando, Deni solía hacer algún gesto como

dándole a entender que le ignorara. A Jacinto lo único que le importaba a esas alturas era la buena

marcha del prototipo y eso no era precisamente gracias a Amador. Todo se estaba desarrollando

según lo previsto gracias a su propia dedicación y a la de Deni, cada vez más entregado y que día a

día demostraba estar altamente capacitado para cualquier tarea. Su relación con él se había vuelto

muy estrecha, se sentía cómodo trabajando a su lado, a veces le explicaba detalladamente las cosas,

más por deformación profesional que porque realmente Deni lo necesitara, por la diferencia de edad

podía ser casi su hijo y esto propiciaba un sentimiento de afecto que no disimulaba.

—Veo que has terminado el soporte para las ruedas —mientras hablaba se agachó para

examinar el estado de las soldaduras y la posición de los diferentes anclajes—, tiene muy buena

pinta.

—No está mal —contestó con su habitual austeridad dialéctica.

—Estoy terminando de montar los circuitos de alimentación del LCD, en cuanto tengas

instalado el motor de tracción de las ruedas podremos hacer las primeras pruebas de campo.

—¡Guay! —contestó Deni alejándose unos pasos para ver el aparato con un poco más de

perspectiva.

—Nos está quedando genial el… ¿cómo ha dicho que se llama el prototipo? —dijo Amador

que apareció con lo que parecía un mapa bajo el brazo y una botella con una especie de tubérculo

ramificado en su interior.

—Pues lo cierto es que no tiene nombre, supongo que acabará denominándose por el

acrónimo de su definición técnica, no sé…


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—Bueno, lo importante es que funcione. ¿Cuándo lo probamos? —dijo apuntándose

descaradamente a los ensayos que iban a realizar.

—Pues… tengo que poner a punto el monitor y Deni aún tiene que terminar el sistema

locomotriz, es posible que entonces se puedan hacer las primeras lecturas sobre el terreno, en

cualquier caso a partir de ese momento y si no se registran fallos empezaría con el programa

informático que habrá que instalar y desarrollar, estamos hablando de algunos días más. Quizá para

la semana que viene.

—Bien, la semana que viene. Ajustaré mi agenda. Por cierto, he estado mirando las

especificaciones pero no me aclaro con el alcance en vertical y si puede verse afectado por

interferencias, digamos… desconocidas —mientras hablaba se acercó a la mesa y desplegó un mapa

sobre ella dejando la botella con la extraña raíz en su interior.

—Precisamente —estiró las arrugas en un punto concreto—, aquí tengo un sitio perfecto para

probar el aparato, está a unos trescientos kilómetros, es algo de una grandísima importancia que

usted sin duda encontrará fascinante. Ahora no puedo adelantarle nada más, ya le explicaré los

pormenores a su debido tiempo, pero ya le anticipo que esto puede suponer un hito en la

investigación ufológica.

Jacinto se estaba arrepintiendo de haber revelado a Amador algunas características del

aparato, le miro sin saber muy bien qué contestar y tras mirar a Deni, concluyó:

—Bueno, ya hablaremos, no podemos precipitarnos en hacer pruebas hasta que todas las

verificaciones estén realizadas, ahora mismo estamos sometidos a una gran tensión…

—Precisamente tengo la solución para ese asunto —se adelantó a decir Amador echando

mano de la botella que llevaba en la mano.

—Deni, trae un par de vasos que el señor Víguenot va a probar un remedio que es mano de

santo —Deni que ya sabía de qué iba la cosa se fue en busca de los vasos sin mediar palabra, lo

cierto es que Deni rara vez decía nada.


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—Éste es un remedio casero. Bueno, en realidad es algo que lleva miles de años tomándose,

pero yo he mejorado un poco la formula. ¡Ginseng! ¿Le suena? —sin esperar a que el otro contestara

se lanzó en una disertación sobre las bondades del producto.

—El Ginseng como usted sabrá se lleva utilizando en la medicina tradicional china desde

siempre aumentando las prestaciones físicas en todos los aspectos, ya sabe a qué me refiero, y con

las intelectuales qué le voy a contar, para personas como usted y como yo que andamos todo el día

con números en la cabeza resulta fundamental, aumenta la capacidad de reacción y las funciones

respiratorias, se ha comprobado su efecto hipoglucemiante, disminuye la concentración de

hemoglobina, diabetes, hipotermia, fiebre… —mientras soltaba el vademécum cogió los vasos que

Deni había dejado sobre la mesa y sirvió un líquido ocre-amarillento algo viscoso —alteraciones

nerviosas, depresión, anorexia, neuralgias, reumatismo...

Le acercó uno de los vasos y Jacinto que se estaba acostumbrando a seguirle la corriente lo

cogió y lo olió con disimulo.

—Huela, huela. Mano de santo, yo en vez de preparar una infusión lo dejo macerando en

coñac durante un año, entra mejor y además el alcohol tonifica la sangre —de un trago se bebió el

contenido y le dio indicaciones a Deni para que rellenara la botella con el coñac que había en su

despacho. Jacinto se mojó un poco los labios para no hacerle un feo y dejando el vaso sobre la mesa

intentó cambiar de tema.

—Como le decía tenemos que ser cautos con las pruebas preliminares ya que los ajustes entre

longitud de onda y frecuencia son decisivos en la interpretación que el software tiene que hacer.

—Claro, claro, tranquilo que me hago cargo, pero le estoy ofreciendo una oportunidad única

de hacer un descubrimiento sin precedentes. Usted acabe todos esos ajustes y ya hablaremos. ¿Qué?

¿Nota ya los efectos del ginseng? Esto le da una energía y unas ganas de trabajar que es una

maravilla —se levantó recogiendo el mapa que no habían llegado a mirar y concluyó—, bueno yo
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me tengo que ir a una reunión, precisamente con el equipo de expertos que está llevando este asunto

y que ya están al corriente de nuestro aparato y sus cualidades.

Jacinto estuvo a punto de recriminarle su indiscreción por haber mencionado a terceras

personas la existencia del prototipo, pero se lo pensó mejor y dejó que se marchara. Ya solucionaría

eso en su momento, ahora sólo quería centrarse en terminar su invento que pronto estaría en

disposición de ser utilizado y entonces, y sólo entonces, llamaría a Silvia para mostrárselo con la

excusa de necesitar algunos datos del yacimiento para programar el sistema.


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13. Rooibos de Luz de Estrellas.

Al acabar la jornada laboral a eso de las tres tengo cierta dosis de optimismo. Las cosas no

están como para tirar cohetes, pero se va perfilando lo que a buen seguro será un plan. Todavía es

pronto para las manifestaciones de júbilo, todo a su debido tiempo. La llamada de teléfono me ha

revelado cierta información, aún escasa para un contraataque efectivo, sí, pero suficiente en cualquier

caso para que ese plan en ciernes se vaya fraguando. Maribel Cantalejo no ha tardado mucho en

facilitarme lo que necesitaba a cambio de unos ficticios papeles de transferencia. Me ha contado

varias cosas, entre otras algunas que no tienen nada que ver con este asunto y que aunque yo insistí

en no querer escuchar he tenido que escuchar. Después de algunos desvaríos, por fin empezó con lo

que realmente me interesa: que la furgoneta se la quedó el cabrón de su ex, que perdonara por lo de

“cabrón”, qué iba yo a pensar; que estaba muy susceptible porque la dejó con los niños y no le

pasaba ni un duro, que se había ido con la guarra de la Pragnati, que perdonara por lo de “guarra”;

que estaba tomando una medicación muy fuerte para los nervios y no controlaba mucho lo que decía,

que ya me haría cargo; que la Pragnati en realidad se llamaba Lourdes, pero que se había cambiado

el nombre. Viendo que aquello parecía no tener fin y todavía con la retahíla del químico jubilado en

la cabeza decidí recurrir al apremio; le dije que o me daba el nombre de su… lo que fuese o le

embargaba la casa. Yo no sabía si tenía una casa que embargar, pero la amenaza tuvo su efecto, bien

porque sí tenía casa, bien porque efectivamente se automedicaba. Me dijo que el tipo respondía al

nombre de Gopala, más tarde me aclaró que también se había cambiado de nombre, en realidad se
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llamaba Paolo, era italiano, guapísimo (ella lo dijo prolongando mucho la primera “i”, pero yo lo

omito), que no sabía el apellido pero tenía un bar en Madrid, en la calle Huertas, Los Vedas se

llamaba, que significa verdad o conocimiento o ambas cosas en sánscrito. Al final, la buena mujer

me preguntó que dónde podía recoger los papeles. Yo por preguntar le pregunté que para qué quería

los papeles si no tenía la furgoneta, me contestó que no se le había ocurrido, que la dejara en paz y

soltando un exabrupto me colgó.

Con esta información y saltándome mis propias normas no he dudado, o quizá un poco sí, en

coger el metro y en lugar del recorrido habitual que me conduce cada día hasta mi casa, variarlo con

la intención de llegar a la calle Huertas en la que dicho sea de paso, no he estado jamás.

Barajo varios itinerarios que me puedan conducir a esa calle, a pesar de llevar muchos años

viviendo en esta ciudad no conozco demasiado su fisonomía, en mi época de vendedor de seguros

me movía principalmente por la periferia, desde Fuenlabrada a Pinto pasando por Móstoles y

Alcorcón. Del centro conozco más bien poco y con los años mi alejamiento sistemático del bullicio y

la masificación han hecho de esta parte de la ciudad un territorio vedado a mis escasas incursiones

por la urbe. Consulto un mapa del metro con callejero incluido y compruebo que el recorrido más

corto es desde Antón Martín subiendo por la Calle Atocha para después cruzar por León hasta

Huertas, la otra opción, algo más larga sale de Sol, de ahí se sube a la Plaza de Jacinto Benavente y

desde ésta a la del Ángel, en ese punto comienza la calle Huertas, como desconozco a qué altura se

sitúa el bar del tal Paolo opto por este recorrido que a pesar de ser más largo ofrece mayores

garantías de éxito.

No puedo ocultar siendo honesto que el día soleado acompaña y que un paseo por el centro

no me causa ningún mal, además es la hora de comer y si bien no soy dado a los gastos superfluos

me puedo permitir algún dispendio extra ya que tras años de ahorrar la mayor parte del sueldo mi

cuenta corriente arroja unos números vamos a decir que razonables. Escojo una terraza en la plaza de

Santa Ana, próxima a la del Ángel y por tanto al lado mismo de mi objetivo, la elección de esta plaza
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que a pesar de su cercanía se sale del trazado previamente escogido, no es otra que el evitar las obras

de una casa en proceso de rehabilitación. Además de un ruido ensordecedor sale de allí tal cantidad

de polvo que llamar a aquello demolición controlada resulta más que una ironía, una falacia. Con la

suficiente distancia del descomunal polverío me acomodo justo enfrente de un teatro, no soy yo dado

a las farándulas así que aun pudiendo leer la cartelera, porque puedo, gozo de una visión excelente,

no lo hago por falta de interés. Veo acercarse al camarero que portando una carta en la mano me

pregunta:

—¿Qué tomará el señor?

Le digo que primero quiero mirar la carta.

—¿Y de beber?

Le digo que agua.

Toma nota no sé muy bien de qué y se marcha. Para cuando vuelve blandiendo libreta y lápiz

ya he decidido.

—Tomaré un plato combinado, concretamente el número tres —le digo.

—¿Algo más?

—Tráigame un bote de kétchup.

—El plato ya trae kétchup.

—Entonces tráigame más —de nuevo toma nota, supongo que del extra de kétchup y se

marcha. Mientras el camarero llega con la comida puedo observar a una pareja, chica y chico,

ataviados con ponchos a rayas y sendos instrumentos musicales tocando a ritmo de algo

sudamericano.

Me pregunto si estará el Paolo, Gopala o como se llame en el bar, también me pregunto cómo

es posible que la del teléfono no sepa el apellido del italiano por muy italiano que sea siendo al

parecer expareja y padre de sus hijos, pero con tanto cambio de nombre, tanto sánscrito y tanta

medicación para los nervios empieza a no sorprenderme nada.


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Serán las cuatro más o menos cuando me levanto de la mesa, no puedo decir que después de

disfrutar de una buena comida, ni de la música de fondo, que no es tan de fondo porque los muy

jodidos se han puesto a tocar en un banco a unos cinco metros de donde yo estoy, de la comida ni

hablamos, he pagado porque es mi obligación y porque el camarero parece estar en muy buena

forma. Ignorando a la chica del poncho que agita compulsivamente una gorra delante de mí enfilo

calle abajo para cruzar hasta la de Huertas.

Esta calle no es demasiado larga así que espero encontrar el local sin mucha demora. Se

posiciona cuesta abajo, algo que me facilita las cosas sobre todo después de una comida que aunque

mala ha sido abundante.

A media calle puedo apreciar cómo una fachada destaca ostensiblemente del resto aun

estando yo situado a una veintena de metros y con una visión en pronunciado escorzo. Sus colores,

con predominio del naranja, me recuerdan casualmente a la furgoneta del hippy. Al acercarme más

se va perfilando el diseño de la fachada, varios arcoíris se cruzan de lado a lado en una sinfonía de

colores, con flores, unicornios y algún que otro miembro más de una fauna extinta, o inventada

directamente. Dominando sobre todo aquello un símbolo parecido a un tres con unos rabitos y un

gancho a la derecha, más tarde me enteraré que aquello se llama Om y es parte de un mantra o algo

parecido. Coronando todo aquel mural y con un gusto que incluso a mí me parece hortera, el letrero:

Los Vedas, en un neón intermitente de color rosa fuerte que invita a cualquier cosa menos a la vida

eterna.

Entro con cierta predisposición a lo que me puedo encontrar. El local es espacioso, la

decoración previsible y el olor una mezcla muy equilibrada entre iglesia y dormitorio cuartelero. No

veo a nadie, ni dentro ni fuera de la barra, echo un vistazo por la sala contigua: vacía. Decido

sentarme en uno de los bancos pensando que quizá el camarero está en el baño o ha salido a por un

limón o a por lo que quiera que salgan los camareros cuando dejan un bar en semejante desamparo.
94

Mientras espero me entretengo escuchando la música que suena por unos enormes altavoces.

Siguiendo el cableado con la vista llego hasta un giradiscos con pinta de bueno, pero algo pasado de

moda si lo comparamos con los modernos mptreses, mpcuatros y tanta cacharrería digital existente

hoy en día. Sonar suena bien de no ser por lo que suena, una serie de estridentes acordes con un

repiqueteo constante de percusión, el autor es un tal Ravi Shankar según veo en la carátula de la

funda apoyada junto al giradiscos.

Después de un rato de espera y en vista de que allí no aparece nadie y que la música empieza

a gustarme, me preocupo, creo que lo mejor es marcharse y probar suerte otro día. Ya estoy saliendo

por la puerta cuando una chica sentada en el local de enfrente, una especie de portal lleno hasta

arriba de ropa colorida y bisutería me pregunta:

—¿Qué querías?

Como es lógico dudo unos segundos sobre si decirle directamente cuál es el motivo de mi

visita o dar algún rodeo, me decanto por el rodeo.

—Un café.

—No tenemos café —se queda callada y yo también, al cabo de medio minuto me dice.

—El café es muy excitante —noto por su aptitud que no se refería a nada sexual así que

espero un poco más.

—Te puedo hacer una infusión… tenemos muchas infusiones —acepto el ofrecimiento, ya

que he venido hasta aquí no pierdo nada, al menos eso espero.

La chica cruza la calle, entra directamente por un lateral y se sitúa detrás de la barra. Empieza

a sacar unos frasquitos con unas etiquetas escritas a boli.

—Tengo rooibos de… —coloca todos los frascos con la etiqueta mirando hacia ella y

continúa:

—Rooibos de murmullo de bosque, rooibos de luz de estrellas, rooibos de atardecer en la

Habana, rooibos con banana, con canela, con limoncillo, con manzanas asadas y… rooibos natural.
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—¿Cuál me recomiendas? —le pregunto a sabiendas de lo poco que me va a importar su

respuesta.

—A mí el rooibos de luz de estrellas me parece una pasada.

—Pues ése.

Durante la preparación puedo constatar que el proceso no tiene nada raro, se mete una dosis,

supongo que adecuada en una tetera y se añade agua a punto de ebullición.

Cuando la humeante taza está frente a mí le pregunto sin demasiados rodeos.

—¿No estará Paolo por aquí?

—¿El Gopala?... No creo que tarde en llegar —mira un reloj de pared y añade—, tardará unos

diez minutos porque yo tengo que salir y no le gusta dejar el Vedas solo.

—Vale, pues le esperaré saboreando el rooibos este tan rico.

—¿Te gusta...? Es una pasada… Viene de Sudáfrica, de las montañas de Cedar, se saca de

una especie de pino muy rara, yo se lo doy a los niños en el biberón, vale para todo, para el estrés,

para el cáncer, para las hemorroides… es una pasada.

Su vehemente disertación no hace sino aumentar mis dudas, pero al final me arriesgo a

probarlo. Está dulce y la verdad es que no sabe mal, aun poniendo en duda sus beneficios reconozco

que estar, está bueno.

Entre sorbo y sorbo aparece el italiano, su pinta no difiere mucho de la chica del rooibos, ni

de la del hijo de don Mauro y sospecho que la del teléfono no sería muy diferente ¡Joder, son todos

iguales! Pienso para mis adentros.

Sin decir nada veo cómo se va directamente al giradiscos, cambia el de Ravi Shankar por otro

que no puedo ver pero que suena parecido y empieza a abrir y cerrar cajones, no me saluda ni a mí ni

a la otra.

—Gopala, yo me abro.

—Vale —el tipo no parece muy hablador.


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—Eres Paolo, ¿verdad? —le digo yo para romper el hielo.

—¿Qué quieres? —pregunta él.

—Mira, es que he visto un anuncio en internet de una furgoneta, sólo aparece un teléfono

pero no lo coge nadie.

—Yo no sé nada de una furgoneta —habla un español perfecto con apenas un ligero acento

casi imperceptible.

—Pues el caso es que con la matrícula he localizado a una chica que me ha dicho que la

furgoneta es tuya, una Ducato sobreelevada, el precio me interesa.

—Esa furgoneta no está en venta, se la dejé a un amigo del Centro de Revirding.

—Pues parece que tu amigo la ha puesto en venta —lanzo el cebo para ver si pica.

—Será cabrón, esa furgona es mía… ¿Cuánto pide por ella?

—En el anuncio pone seis mil euros —le doy un precio tentador para animarle, a ver si entra

al trapo—, pero como es lógico quiero verla antes.

—Vale, no te preocupes que si te interesa se vende, pero te la vendo yo.

—Parece que tu amigo te la ha querido jugar —decido meter algo de cizaña para ver hasta

dónde llega.

—Ya hablaré yo con ése, en cuanto vaya a por la furgoneta voy a tener unas palabritas con el

santurrón de mierda.

—En el anuncio de internet ponía, preguntar por no sé qué… Cifuentes.

—Agustín Cifuentes, encima pone su antiguo nombre, claro como hay pasta de por medio

reniega de su nombre espiritual, es peor que… —se le ve afectado, o lo parece, tengo la sensación de

estar asistiendo a una obra de teatro conmigo de protagonista y con el camarero de actor secundario.

—Y ¿cuál es su otro nombre?, el espiritual —a mí me importa poco cómo se hace llamar el

tipo que pretende quedarse con lo mío, pero cuanta más información tenga mejor que mejor.
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—Basmathi —me dice cabizbajo intentando sin éxito meter sus dedos entre la maraña de pelo

para que el gesto sea más intenso.

—Basmati —repito yo—. ¿Como el arroz?

—No tío, Basmati no, Basmathi.

—Ahhh… Basmati, perdona… ¿Y estos nombres que os ponéis son por alguna religión o

algo así?

—Mira, tío, nosotros no estamos en nada y estamos en todo, seguimos las enseñanzas de

Buda. No tiene nada que ver con la religión, nuestra movida está por encima de todo lo terrenal, el

dinero, los placeres…, para nosotros el mantra lo ilumina todo: OM MANI PADME HUM, esta es

nuestra única verdad. Respetamos al Dalai Lama por ser la reencarnación de Avalokiteshvara, por

eso lo veneramos, pero no es nuestro líder. Nosotros no tenemos líderes, sólo el mantra y la no

violencia, entiendes tío, nuestra filosofía es la de los Vedas, con eso te lo digo todo.

Me quedo dudando si seguir el rollo al tarado este y tirar un poco más de la manta, por si le

saco algo que pueda luego utilizar contra el Basmati. La decisión está tomada, un poco más de

rooibos de murmullo de bosque y éste me cuenta la vida del Dalai Lama.

No me equivoco, mientras yo le doy al brebaje dulzón él se anima con un canuto de

dimensiones bíblicas. A pesar de la modorra que se le va instalando y de unos ojillos cada vez más

pequeños, me cuenta con pelos y señales algunos secretillos de Agustín Cifuentes, Basmati para los

amigos. Entre otras lindezas me dice que tiene un par de detenciones por tenencia de estupefacientes

y una orden de alejamiento por el allanamiento de una carnicería y ahí está precisamente lo más

sustancioso, en un hecho aparentemente fútil. ¿Cómo es posible que entrar ilegalmente en una

carnicería pueda marcar la diferencia entre su estrategia y la mía?

Ahora soy yo quien le tiene cogido, y pienso apretar.


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14. La arqueóloga.

Todo se iba desarrollando según lo previsto. Para alguien como Jacinto Víguenot, metódico y

calculador, no podía ser de otro modo. Su criatura comenzaba a dar los primeros pasos. La parte

mecánica parecía funcionar a la perfección, dos motores independientes proporcionaban tracción a

las cuatro ruedas colocadas de dos en dos con un sistema diferencial que detectaba si alguna de ellas

se quedaba sin tracción para repartir la fuerza en las restantes, simultáneamente, un sistema de

contrapesos se desplazaba para aumentar el agarre de las ruedas, el generoso diámetro de éstas

sumado al diseño del taqueado más la composición extrablanda de la goma, otorgaban a la máquina

una increíble capacidad para moverse por terrenos muy accidentados, sus prestaciones eran similares

a las de un vehículo lunar.

Jacinto supervisó toda la construcción y el posterior montaje, pero la pericia de Deni

soldando y mecanizando todas las piezas a partir de una aleación de duraluminio ligera y resistente

resultó decisiva. El acople de motores correas y engranajes hacían que el funcionamiento fuera suave

y preciso. Todo el movimiento se controlaba desde un control remoto, la versatilidad del invento y su

autonomía permitían usarlo casi en cualquier parte.

Después de probar la parte mecánica había que verificar todo el sistema informático.

Ajustando los parámetros en combinación con el GPS se podían mandar todos los datos en tiempo

real a cualquier ordenador programado a tal efecto. Mientras Jacinto hacía los últimos ajustes

tecleando sobre un pequeño ordenador portátil incorporado, Deni colocó en el sótano del local una
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serie de objetos dispuestos aleatoriamente y a diferentes alturas, la diferencia de materiales era

primordial así que Deni echó mano de todo lo que había por allí, desde televisores viejos a barras de

hierro, pasando por telas, maderas y plásticos.

—Todo dispuesto, jefe.

Jacinto miró su reloj y le indicó haciendo un gesto con las manos que esperarían un poco más.

—Mi colega estará a punto de llegar, ¿has puesto el champán a enfriar?

—El champán y las copas, jefe. No está mal la botellita.

Aunque Jacinto no era dado a la ostentación sabía disfrutar de los placeres de la vida, si la

ocasión lo requería podía ser un auténtico sibarita, la botella de Dom Pérignon que esperaba en el

frigorífico era prueba de ello, trescientos euros de champagne francés que descorcharía si todo salía

bien. La celebración lo merecía y metidos en gastos no reparó en éste, que comparado con la

pequeña fortuna que había invertido en el proyecto resultaba una nimiedad. Podía permitírselo y

aunque en principio lo que menos le preocupaba era la cuestión económica, lo cierto es que un

invento como ése podía generar pingües beneficios.

Silvia llegó a las instalaciones de AMSA algo acalorada y disculpándose por el retraso.

—Siento llegar tarde pero no encontraba esta dirección, de hecho he tenido que preguntar a

unos policías municipales, al final uno de ellos conocía el sitio y me han traído personalmente. He

llegado con escolta policial —comentó divertida.

—Tranquila, todo está bien y a punto para empezar… perdona, te presento a mi ayudante,

Deni, sin él no hubiera podido terminar el trabajo.

Silvia dio dos besos a Deni que no pudo disimular su sonrojo, en parte por el comentario de

Jacinto, pero también por lo tímido que solía ser con las mujeres y ésta según su opinión era toda una

mujer.
100

—Bueno, veamos qué me tienes preparado. Reconozco que desde que me llamaste por

teléfono para pedirme los topográficos del yacimiento estoy en ascuas —Silvia se mostraba con su

simpatía habitual.

A sus treinta y siete años Silvia estaba considerada una de las mejores en su terreno. Llegar

hasta allí en un mundo dominado por hombres no había sido fácil. Siendo además una mujer

especialmente atractiva sus logros eran juzgados por los más mezquinos como consecuencia de su

condición de mujer. Lo cierto es que su profesionalidad era incuestionable y los que la conocían bien

ya sabían de su valía y le profesaban un gran respeto. Entre sus mayores admiradores estaba Jacinto

que a pesar de moverse en otros círculos su natural curiosidad y su ansia de conocimiento, le habían

llevado a interesarse por la carrera de su amiga, era cierto, sin embargo, que su interés iba más allá

de lo puramente académico.

Algo nervioso por lo que se jugaba Jacinto preparó el prototipo, conectó la alimentación y

con el control remoto empezó a moverlo por la sala. Al principio se limitó a rodar de un lado a otro

como si estuviera calentando neumáticos, incluso se atrevió a bromear sobre su juguete haciendo

alguna derrapada. Cuando estuvo totalmente seguro de controlarlo dirigió el invento hacia el lugar

donde estaban colocados los diferentes objetos para la prueba en el piso inferior. Pidió a sus dos

amigos que se acercaran y encendió el monitor de siete pulgadas incorporado al control remoto.

Pronto empezaron a mostrarse las primeras imágenes, la nitidez no era perfecta pero la figura de un

televisor se distinguía sin problemas, avanzando un metro y medio apareció otro objeto, esta vez se

podía distinguir claramente una caja llena de manzanas.

—¡Asombroso! —exclamó Silvia. Detrás de ella mirando por encima de su hombro, Deni

estaba igualmente impresionado:

—¡Cómo mola!

—Ahora fijaros —Jacinto pulsó las teclas adecuadas en el pequeño teclado y en el monitor

aparecieron unos gráficos.


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—Profundidad en la parte superior, dos metros y ochenta y cuatro centímetros, dimensiones

del objeto cincuenta por setenta por cuarenta y cinco de alto, composición plástico termoestable por

un lado y sodiopotasio, magnesio y fósforo por otro, o sea: manzanas.

—¡Increíble! —comentaron los dos al unísono.

—Cómo puedes… no sé, todo —Silvia se quedó sin palabras ante lo que acababa de

presenciar.

—Verás, el aparato funciona partiendo de unos principios análogos a los de un ecógrafo, en

cuanto a la composición de los objetos se mide por la incorporación de un analizador de masa,

similar al que se usa en los espectrómetros, funciona con un campo eléctrico-magnético que afecta la

trayectoria y la velocidad de las partículas cargadas de una manera determinada. Esta fuerza se

define como de Lorentz, es la que ejercen los campos eléctricos y magnéticos… en fin, no quiero

aburriros con tecnicismos lo importante es que funciona —Jacinto estaba exultante.

—¡Deni, el champán!

Descorcharon la botella y brindaron por el éxito del proyecto, durante la celebración Jacinto

explicó que aún quedaban algunos detalles de programación, pero básicamente el prototipo se podía

considerar terminado. Todo aquello no se habría materializado de no ser por el interés de Jacinto en

complacer a Silvia, ella evidentemente no sospechaba cuál era el verdadero motivo que movía a su

amigo.

—Tenemos que meter algunos datos en el programa del… tendríamos que ir pensando en un

nombre, bueno lo que quería decirte es que si queremos que el invento se pueda utilizar para facilitar

tu trabajo en el yacimiento es necesario sentarnos un rato para que los levantamientos topográficos

que me has traído se puedan traducir en datos que interprete el programa.

Jacinto dejó caer el comentario algo nervioso como si fuera la petición de una cita, no podía

evitar sentirse intimidado por la presencia de Silvia, pero un par de copas de Dom Pérignon podían

hacer milagros.
102

Silvia celebró como propio el éxito de Jacinto, en parte porque era consciente de que un

invento como ése podía suponer un increíble avance en las excavaciones que codirigía. También se

alegraba sinceramente por él, Jacinto era un hombre amable, educado y a todas luces inteligente, esos

atributos eran suficientes para que una mujer como ella sintiera una gran simpatía por él.

Les preguntó si tenían planes para esa noche y propuso invitarles a cenar, después ya se

ocuparían del trabajo. Deni se disculpó diciendo que esa noche no podía, además quería recoger todo

lo que estaba repartido por el sótano antes de que volviera Amador, no porque el orden formara parte

de sus prioridades, más bien era por evitar que asociara esa disposición de objetos con las pruebas

del prototipo, puesto que no había aparecido en todo el día y no era cuestión de tentar a la suerte.

—De manera que nos quedamos solos. Supongo que no me dejarás en la estacada, además

tenemos que trabajar, ¿no?

—Déjame que coja el portátil y nos vamos.

Tras despedirse de Deni se montaron en el coche de Silvia. Mientras se alejaban de allí

Jacinto preguntó si tenía alguna preferencia para cenar, él no era mucho de salir, pero conocía algún

restaurante que no estaba mal.

Silvia le dijo que si no le importaba podían cenar en su casa.

—Soy buena cocinera aunque no lo parezca, además estoy en deuda contigo, todavía no

puedo creer que hayas creado algo tan… increíble, te aseguro que cuando me dijiste que estabas

trabajando en esto no te hice mucho caso.

Jacinto balbuceó alguna cosa casi ininteligible dejando claro que ciertamente se comportó de

forma arrogante, se disculpó y dijo estar abochornado por aquello. En realidad estaba encantado, la

mujer de la que se había enamorado le llevaba a cenar a su casa y le confesaba su admiración, ni en

el mejor de sus sueños se podía imaginar algo parecido.

Tardaron media hora aproximadamente en llegar, su apartamento era amplio, tipo loft,

moderno y funcional. Cenaron comida precocinada, pero de calidad como ella se adelantó a decir,
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todo acompañado de un buen vino que tomaron con moderación. La velada, porque había velas, no

podía ser mejor.

Al terminar Jacinto sacó el portátil dispuesto a continuar con el trabajo, no era muy tarde y

pensó que probablemente se podrían dejar todos los datos metidos.

Abrió la tapa del ordenador y preguntó:

—¿Empezamos?

Ella le contestó con otra pregunta:

—¿Nos vamos a la cama?

Jacinto cerró la tapa, se levantó, se estiró las mangas de la camisa tirando suavemente de los

puños y dijo:

—Cuando quieras.
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15. La metamorfosis.

Como cada día me instalo cómodamente en mi puesto de trabajo dispuesto a dejar pasar las

horas. Podría decir que de la forma más amena posible, pero las palabras horas y amena son

antagónicas por definición, y si no lo son por definición sí lo son por lógica. De los últimos años

apenas tengo vagos recuerdos, tal ha sido el empeño que he puesto en borrar todo este tiempo de mi

memoria. Memoria selectiva, mecanismo de autoprotección, se llame como se llame estos días no

pienso olvidarlos.

Estos días están siendo especialmente provechosos ya que de mi átona existencia apenas

queda nada. Estoy experimentando una metamorfosis mental sin precedentes, me siento vivo, activo,

audaz, incluso malicioso, ¡no!, ¡malicioso no!, ¡directamente malo!: L’enfant terrible. Disfrutando de

este estado espero con tranquilidad la llegada de acontecimientos.

Esta mañana al llegar a la oficina me he permitido el lujo de pasar por delante de todos en

lugar de rodearlos como suelo hacer, sin saludar claro, tampoco es cuestión de romper mis defensas

de la noche a la mañana.

Una vez acoplado al asiento de mi mesa, no todo lo cómodo que sería de desear por cierto,

me dispongo a esperar la llegada de los habituales creadores. No todos son unos genios desde luego,

pero tampoco pretendo denostarlos gratuitamente sobre todo si tenemos en cuenta sus meritorias

aportaciones a la humanidad. Sin ir más lejos espero la llegada de un hombre, no recuerdo su

nombre, que tras su jubilación se ha tomado la molestia de facilitarnos el exterminio de ese reino
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paralelo al nuestro: el vegetal. Su herbicida promete dejar una tierra yerma y desolada, algo

conveniente si se pretende buscar en un huerto una enorme suma de dinero metida en… en donde

quiera que esté metida, ese dato lo tendré en el mismo momento en que lo encuentre y para entonces

lo de menos será el continente teniendo como tendré el contenido.

Tengo sobrados motivos para estar contento, ya no me sorprendo al verme sonreír, no puedo

decir lo mismo de mis compañeros de trabajo que después de tantos años de trabajar con un huraño,

o sea yo, empeñándose en una pretendida cordialidad, en un intento vano de empatía aludiendo al

corporativismo y chorradas por el estilo, y ahora que me dirijo a ellos sin acritud resulta que me

siento rechazado. Creo que este cambio les asusta. Pudiera parecer que me importa, en absoluto, las

probabilidades de mantener esta actitud por mucho tiempo son escasas, las de mantener este trabajo

remotas, siempre y cuando como es lógico encuentre el dinero y para eso tengo dos razones que

invitan al optimismo: la primera es que Agustín Cifuentes es, o mejor dicho será historia y no de la

que se estudia en los libros precisamente, la segunda es sin ninguna duda una buena razón. Mi buen

amigo, porque desde este momento así lo considero, Jacinto Víguenot me ha llamado esta mañana

para comunicarme que el prototipo de su invento está terminado, probado y listo para el proceso de

comercialización en cuanto ultimemos toda la documentación relativa a patentes. Por si esto fuera

poco el señor Víguenot me ha pedido que me encargue personalmente de tramitar las que

corresponden a los diferentes países de la Unión. Este trabajo normalmente se encarga en agencias

privadas preparadas a tal fin, lo que demuestra la confianza que el inventor ha puesto en mi persona.

Como no me ha preguntado si esto supone alguna irregularidad o incompatibilidad con mi puesto en

la Administración, he aceptado gustoso con la promesa de ayudarle en todo aquello que esté en mi

mano, faltaría más.

Espero su visita a lo largo de la mañana, no ha precisado la hora de su llegada por la

coincidencia de su jornada laboral con el horario de esta oficina, lo que le obliga según sus propias

palabras a pedir unas horas por asuntos propios.


106

Aprovecho la relativa tranquilidad para ver a Galindo que se afana con el papeleo para

transformarlo en megabytes almacenables en su disco duro.

—¿Tienes el informe de Jacinto Víguenot?

—Jacinto Víguenot… —Galindo teclea y unos segundos después aparecen unos datos en su

pantalla.

—El del tostador, ¿verdad? —me mira por encima de las gafas que resbalan por su nariz y al

verme asentir continua:

—Según su expediente todo está correcto, por cierto si este señor saca al mercado el tostador

dile que yo le compro uno, la idea de la carcasa a juego con la encimera es genial.

—No te preocupes que yo se lo digo —¡qué rarito eres, Galindo!, pienso para mis adentros—.

Pásame toda su documentación y tranquilo que yo se lo digo.

Con la carpeta bajo el brazo y el informe que ya estará almacenado en la base de datos me

vuelvo a mi mesa, allí veo a un señor bajito con una garrafa de cinco litros que contiene un liquido

verdoso.

—Mire, aquí le traigo la garrafita con el producto para sus pruebas —dice a buena voz al

acercarme.

—Don… ¡cuánto bueno por esta oficina!, pero baje un poco la voz que aquí el personal es

muy quisquilloso y se molestan con cualquier tontería. Deme, deme, que yo guardo la garrafa en este

armario.

—Le traigo también la documentación con la fórmula, el protocolo y todo eso. Un rollo pero

ya me ha dicho mi abogado que estas cosas hay que hacerlas bien.

—Pero hombre, don… —en un rápido vistazo a los papeles veo el nombre del abuelo—

Veneroso, no hacía falta meter al abogado por medio que hay confianza. ¿No le habrá dicho nada de

la garrafa?
107

—No, no. Sólo de los papeles, verá usted, como el hombre ha llevado siempre lo de las

patentes de la empresa, pues lo hace por pura rutina, por echarme una mano, es buena gente. Yo,

gracias a Dios de la cabeza estoy bien, pero me lío un poco con estas cosas.

Para disimular cojo los papeles y empiezo a leer la parte correspondiente al resumen:

”LA COMPOSICIÓN HERBICIDA DE LA PRESENTE INVENCION CONTIENE, COMO INGREDIENTES ACTIVOS: N - BENCIL -

2 - (4 - FLUOR - 3 TRIFLUORMETILFENOXI) BUTANAMIDA , REPRESENTADA POR LA SIGUIENTE FORMULA (1) Y AL

MENOS UN COMPUESTO SELECCIONADO ENTRE UN COMPUESTO NITRILO, QUE TIENE ACTIVIDAD HERBICIDA, UN

COMPUESTO SELECCIONADO ENTRE UN COMPUESTO FENOXI DOBLE, UN COMPUESTO DE AMIDA Y UN COMPUESTO

DE CICLOHEXANDIONA QUE TIENE ACTIVIDAD CONTROLADA CONTRA LAS MALAS HIERBAS GRAMINEAS, UN

COMPUESTO DE SULFONILUREA CON ACTIVIDAD HERBICIDA Y UN COMPUESTO DE DIFENILETER QUE TIENE

ACTIVIDAD HERBICIDA.”

—No se preocupe que esto va a ser coser y cantar. Ande, vaya tranquilo que nosotros le

llamamos en cuanto estén los ensayos, unos quince días más o menos.

Si la cosa sale bien espero que ese margen de tiempo sea suficiente.

Don Veneroso se aleja como un chiquillo con su caramelo, saludando afable a todo el mundo.

Cuando está a punto de salir se vuelve y grita:

—¡Cuidado que es muy tóxico!

Me hundo todo lo que puedo en el asiento para quedar por debajo de mi parapeto,

maldiciendo al viejo y confiando en que los de la oficina no relacionen el comentario conmigo.

Al incorporarme aparece ante mí por encima de la montaña de papeles la figura que he estado

esperando, con una agilidad que me es impropia me levanto.

—Jacinto Víguenot, me alegro de volver a verle —digo tendiéndole la mano con un

entusiasmo no fingido—. Precisamente estaba preparando su documentación. El informe del técnico

está listo y esto ya no es más que seguir los canales administrativos, algo lentos, pero necesarios para

el cumplimiento de la normativa vigente.

Después de estrecharle la mano y como sigo sin tener sillas para ofrecerle asiento decido

quedarme yo también de pie. Él me devuelve el saludo con un sucinto, qué tal, y me dice:
108

—Antes de venir aquí me he pasado por las instalaciones donde se ha construido el prototipo

del ELME —me aclara que el nombre dado viene de Eco Localizador de Material Enterrado.

—Tenía que recoger de allí unos planos y verificar un par de cosas que quedaron pendientes

durante las pruebas.

—Por lo que me ha dicho por teléfono las pruebas han sido un éxito —le digo yo por intentar

mantener un ligero diálogo que en realidad me sobra, pero no es cuestión de apremiarle que es justo

lo que hubiera hecho en otras circunstancias.

—Sí, todo ha ido perfectamente —se queda callado un momento mientras limpia los cristales

de las gafas con un pañuelo pulcramente doblado que acaba de sacar del bolsillo.

—Hay un pequeño problema —me dice, yo le miro y con un ligero movimiento de cabeza le

invito a que continúe.

—El ELME no está.

—¿Cómo que el ELME no está? —repito yo sin entender a qué se refiere.

—Que no está, el prototipo ha desaparecido.

—¿Cómo que ha desaparecido? —vuelvo yo a repetir creyendo entender a qué se refiere.

—Lo han robado.

Me abstengo de repetir la frase ya que basta con ver la cara de idiota que se me ha quedado,

cierro la boca para no acentuarla aún más y pienso o digo, o puede que ambas cosas.

—Ya decía yo que esto estaba saliendo demasiado bien.


109

16. El robo.

El frenazo hizo saltar la grava suelta del aparcamiento. Por el ventanal del restaurante los

clientes podían ver las evoluciones del Dodge Dart maniobrando pesadamente hasta quedar situado

entre dos vehículos. El tamaño del coche hacía que sobresaliera del resto, utilitarios modernos y

compactos de un tamaño claramente inferior.

Amador se bajó del coche buscando con la mirada la vieja autocaravana con motor Mercedes

Benz, inconfundible por la capuchina que coronaba la cabina en la que se podía ver una extraña

figura antropomorfa de color verde oliva con una gran cabeza y unos enormes ojos completamente

negros.

Cuando al fin la localizó al final del aparcamiento junto a unos contenedores de basura, se

dirigió hacia ella.

—Soy yo —dijo llamando con los nudillos a la puerta, algo amarillenta por el efecto que el

paso de los años había dejado en el material plastificado.

La puerta se abrió hacia afuera accionando simultáneamente el dispositivo que bajaba un

escalón plegable.

—Entra, estoy preparando café.

Al subir al vehículo tuvo que girar su corpachón para adaptarlo a las dimensiones del mismo.

Delante de él sentado en un pequeño sofá de dos plazas estaba Germán: hombre gordo de hechuras,

calvo hasta la coronilla pero con el resto del pelo de un largo considerable cayendo lacio por la
110

espalda, lucía también una barba rala con algunas canas asomando entre su color natural, un castaño

suave, se parecía a un conocido actor de cine con la excepción de las gafas de culo de vaso que

llevaba para contrarrestar su miopía y que le dejaban unos ojillos con apariencia de canicas. A su

lado, de pie frente a una pequeñísima cocina, Marcel: francés, renegado y apátrida. Preparaba unas

tazas de café midiendo sus movimientos en el reducido espacio. Marcel vivió muchos años en

Argelia, se quedó allí como maestro después de los Acuerdos de Evian de 1962. Cuando Francia

reconoció la independencia del país magrebí, Marcel se negó a volver con el resto de los europeos

residentes a pesar de las recomendaciones hechas por las autoridades galas. Vivió durante más de

veinte años en el paso de Arak, al norte de Tamanrasat. Al final tuvo que abandonar su casa en el

desierto por la presión cada vez mayor del integrismo en aquel país. Desde entonces vivía en España

instalado en su vieja autocaravana. A sus setenta y cuatro años y arrugado como una pasa, viajaba

allí donde pudiera haber algún indicio de presencia extraterrestre.

—¿Lo has traído? —preguntó Marcel.

—Lo tengo en el maletero del coche.

Tomaron café sobre la pequeña mesa utilizando como posavasos un mapa escala 1:25.000 del

Instituto Geográfico Nacional.

—Cuidado con los vasos que este mapa cuesta una pasta —dijo Germán apartando el suyo de

la zona central—, está hecho a partir de ortofotos digitales en color con un metro de resolución

mosaicadas y realzadas. Cuadrícula UTM, vértices geodésicos, escala gráfica… una maravilla.

—¿Dónde está el objetivo? —preguntó Amador.

Germán dudó unos instantes realizando una pasada con el dedo índice a modo de puntero

hasta que encontró lo que buscaba.

—Aquí, saliendo desde la comarcal 3203 por este camino de tierra a unos ocho kilómetros del

cruce —el mapa mostraba con detalle toda la zona, un gran campo cerealista rodeado de montes en

las proximidades de Ayna, en Albacete.


111

—¿Cuándo nos vas a enseñar el artefacto? —preguntó Marcel con su meloso acento francés.

—Cuando queráis.

Bajaron de la autocaravana cruzando el aparcamiento hasta el lugar donde Amador había

dejado su coche, sacó las llaves y abrió el portón trasero.

Al abrir el maletero el ELME apareció cubierto con una manta, llenando casi por completo el

enorme habitáculo del Dodge.

—Es grande —dijo Germán—. ¿Cómo funciona?

Amador se quedó mirando el ELME y dijo:

—No tengo ni idea.

Deni estaba recogiendo algunas herramientas desperdigadas por el taller. Apenas habían

pasado unas horas desde que oficialmente terminara su trabajo. Le costaba hacerse a la idea de no

seguir con el proyecto, se sentía como un niño al que le habían quitado su juguete favorito.

Escuchó el cerrojo de la puerta y en seguida los pasos de alguien acercándose.

—Deni, ¿dónde está el ELME? —preguntó Jacinto al llegar a su altura.

—¿El qué?

—ELME, olvidé decirte que ya tiene nombre. ¿Dónde lo has puesto?

—Yo no lo he cogido, pensé que te lo habías llevado ya.

De repente los dos se quedaron en silencio, poco a poco sus caras iban reflejando una

creciente preocupación.

—¡Amador! —exclamaron casi al mismo tiempo.

—Pero cómo no se me ha ocurrido. Amador es el tío más previsible del mundo, tenía que

haberme dado cuenta cuando mencionó el rollo ese que tiene con lo de los ovnis —dijo Deni

mientras Jacinto daba vueltas en pequeños círculos llevándose las manos a la cabeza impotente.
112

—A ver, hay que pensar a dónde se lo puede haber llevado. Habló de un lugar a doscientos o

trescientos kilómetros de aquí, pero en qué dirección.

—Déjalo —dijo Jacinto completamente consternado—, es imposible dar con él a estas

alturas.

El móvil de Deni empezó a sonar, lo cogió de encima de la mesa donde se movía por efecto

del vibrador.

—¡Joder, es él, Amador!

—¡A qué esperas, cógelo!

—¿Diga… Amador, eres tú?

—Deni, chaval, necesito que me hagas un favor —al otro lado de la línea estaba Amador, se

le escuchaba entrecortado, apenas se podía entender lo que decía.

Jacinto hacía aspavientos repitiendo un —¿Qué? —, casi inaudible.

—Deni, ¿me oyes?

—Sí, sí te oigo… Amador, ¿tienes tú el ELME?

—¿El qué?

—El… ¡el prototipo, joder! —dijo Deni delante del cada vez más desesperado Jacinto.

—Sí, claro, aquí lo tengo… te oigo fatal.

—¿Pero te das cuenta de lo que has hecho? Está aquí el señor Víguenot a punto de darle un

infarto.

—Precisamente quería hablar con él, dile que se ponga.

—Quiere hablar contigo —atónito le pasó el móvil, sabía que su jefe no estaba bien de la

cabeza, pero esto superaba todo lo imaginable.

—Le voy a poner una denuncia del copón si no me devuelve ahora mismo el prototipo —

gritó Jacinto olvidando por un momento su corrección habitual.


113

—¿Qué renuncia a qué…? Oiga…, le oigo fatal. Esto va a ser por las interferencias, estamos

en la zona cero, necesito que venga para acá. Yo no sé cómo funciona este trasto.

—¿Qué vaya a dónde? Oiga… se ha cortado —dijo devolviéndole el móvil a Deni— ¡Esto es

increíble!

Deni intentó llamar de nuevo, pero una voz enlatada repetía que el abonado estaba apagado o

fuera de cobertura.

Jacinto miró su reloj y dijo que tenía que irse, había quedado en la Oficina de Patentes para

firmar los papeles, ¿cómo iba a explicar al funcionario que su aparato había desaparecido?

Deni le prometió que seguiría intentando llamar y en cuanto supiera algo le avisaría.

—Ya sé que esto pinta muy mal, Amador está como un cencerro pero estoy seguro de que

nunca dañaría el prototipo, sólo hay que localizarlo y recuperar el ELME.

Deni acompañó hasta la puerta a Jacinto que caminaba desolado sin decir nada. En la calle le

esperaba un taxi, el mismo que le había traído, se subió y le dio la dirección de la Oficina de

Patentes. Cuando el taxi arrancaba Deni gritó:

—Tranquilo, yo me encargo.

Tenía dos opciones, esperar a que Amador volviera a llamar o averiguar dónde estaba. No

quería esperar, conocía bien a su jefe y su enorme capacidad para la dispersión así que cerró el taller

y se fue andando hasta la parada del autobús. Pensó que quizá Puri, la mujer de Amador, supiera

dónde estaba su marido. El centro de yoga que dirigía estaba cerca de la plaza Mayor. Tardaría un

buen rato en llegar.

Después de casi una hora entre autobuses y metros llegó a “Sol”, en pleno centro, salió a la

calle frente al reloj del ayuntamiento y en seguida comenzó a caminar. El centro de yoga no quedaba

lejos de allí. Sólo había estado una vez allí ayudando a Amador con una tarima de madera, pero

recordaba bien el lugar. Enfiló por la calle Mayor entre el bullicio de gente que llenaba las aceras a
114

esa hora de la mañana, aunque en esa parte de la ciudad el bullicio era constante y daba igual la hora.

Los turistas y los lugareños se mezclaban a partes iguales en las calles atestadas.

Deni fue dejando la plaza Mayor a su izquierda. A medida que se alejaba de ésta el gentío

disminuía. Dobló a la izquierda para coger por la calle de la Pasa, una de esas calles angostas del

Madrid de los Austrias con más solera que esplendor y más cagadas de perro que adoquines. Casi al

final de la calle cerca de Casa Paco estaba el centro, el Asram, como lo llamaban ellos. Entró en el

portal y recibió en plena cara el tufo a viejo del edificio, una mezcla entre húmedo y rancio, miró en

los buzones para localizar el piso, 1º B, leyó mentalmente.

La escalera tenía los escalones de madera desgastados, pulidos y resbaladizos, con la altura

justa para no acoplarse a la zancada. Resultaba igual de incómodo subir los escalones de uno en uno

que de dos en dos. Al llegar al rellano un letrero naranja con letras blancas no dejaba lugar a dudas:

Asram Rapahasmuti. Llamó y al rato le abrió una chica vestida con ropa blanca, una especie de

pijama, como el que usan en los hospitales pero mucho más amplio.

—Bienvenido hermano, qué deseas.

—¿Está Puri?

—Querrás decir, Laskmi —dijo ella.

—Pues no sé, supongo. La mujer de Amador Mostacho.

—Un momento —la chica se fue por el largo pasillo, a pesar de la amplitud del vestuario

Deni pudo intuir algunas curvas, pensó que tendría un buen culo.

La casa era la típica del casco antiguo, con techos altos y ventanas estrechas con tapaluces.

—¡Deni! —la mujer hizo como que gritaba el nombre, pero de tal manera que apenas pudo

oírse.

—¡Qué sorpresa!, ¿qué haces tú por aquí? —seguía hablando muy bajito y al hacerlo indicaba

a Deni que él hiciera lo mismo.


115

—Verás, es que tenemos un problema en el trabajo y necesito localizar a Amador —Deni

prefirió no entrar en detalles.

—Espero que no sea nada serio… no, seguro que no. Hay que ser positivos, si somos

positivos todo se transforma, nuestro microcosmos se une en un único e infinito cosmos de sabiduría.

¿Dónde me has dicho que está mi marido?

—No te lo he dicho, eso es justo lo que quiero saber. Esta mañana me llamó desde algún sitio

fuera de Madrid, pero se cortó y no tiene cobertura —le explicó procurando de nuevo evitar los

detalles.

—Esos teléfonos… si hicierais como yo que no tengo viviríais en perfecta armonía, sin

tensiones, sin malas vibraciones. Esos aparatos nos roban la energía, yo se lo digo a Amador, pero

claro con su trabajo, el pobre no puede prescindir de la tecnología. Vaya, vaya. Y bueno… ¿qué es lo

que querías?

—Me gustaría saber dónde está Amador —dijo subiendo un poco la voz a punto de perder los

nervios.

Entonces Puri, o Laskmi, se colocó el índice delante de la boca para indicarle que mantuviera

un volumen adecuado, le dijo que tenía un grupo dentro en plena meditación y el ruido enturbiaba

sus auras.

—Espera un momento, tengo que guiarles un poco que si no se me duermen —le dijo

soltando una risita mientras se dirigía a la sala.

Deni empezaba a desesperarse. Laksmi, o Puri, tenía esa capacidad, la de sacar de quicio a

todo aquél que no estuviera levitando en un universo paralelo al suyo.

Tardó cinco minutos en volver a salir. Para entonces Deni se había sentado en el suelo, allí no

había sillas, con la del pijama, intentando entablar algún tipo de conversación. Como no tenía éxito

se alegró de ver salir a la otra.


116

—Parvathi, ¿te importa dirigirles un rato, bonita? Llévate una barrita de incienso que hay uno

que se ha dormido y no para de tirarse pedos —le dijo a la del mutismo.

Al levantarse Deni pudo confirmar que efectivamente tenía un buen culo.

—Deni, Deni… ¡qué sorpresa! Bueno, ¿qué me querías preguntar?

Al cabo de media hora aproximadamente Deni consiguió sacarle algo de información. Le dijo

que Amador había salido de casa muy temprano, no supo decirle exactamente a qué hora, también le

dijo que Amador comentó que tenía que pasar por el taller a recoger una cosa, que había quedado

con sus amigos los de los ovnis para hacer un trabajo de campo, en el campo, que no sabía en qué

campo. Al final, después de divagar lo suyo recordó muy divertida que le había apuntado en un papel

la dirección del lugar al que iba por si tenía que localizarlo por alguna razón. Se levantó con una

sorprendente agilidad para una mujer de su edad y dimensiones. Rondaría los sesenta años y

difícilmente bajaría de los noventa kilos repartidos en un metro ochenta de personalidad. Al rato

volvió con un papelito en la mano.

Deni tuvo que esperar unos segundos a que sus ojos se adaptaran a la luz del mediodía

después de estar en la semipenumbra del Asram, cogió su teléfono y marcó un número. Esperó unos

segundos y dijo:

—Lo tengo.
117

17. El contraataque.

Por segunda vez en poco tiempo me veo al volante de mi Clío en dirección a Villanubla. A

pesar del varapalo comunicado por el inventor me centro en el asunto del hippy, de lo otro ya

veremos. La experiencia es un grado y en este caso la adquirida en el anterior viaje me sirve para

subsanar algunos errores fundamentales. En esta ocasión viajo con la documentación en regla y una

velocidad de crucero más acorde a lo que se espera de un conductor del siglo XXI, todo indica que

ahora la Guardia Civil no encontrará motivo de queja ni de sanción.

Descubro con satisfacción que el viaje, aunque incómodo, se puede realizar en menos tiempo

del previsto como consecuencia de esa velocidad superior; en poco más de dos horas, me encuentro

con la señal de cincuenta que indica la entrada al pueblo de Villaplana.

La idea es alojarme en el mismo hotel que utilicé en mi anterior viaje. El hecho de no haber

otro ratifica esta decisión. En la recepción me aseguro de no coincidir con más senderistas. El

recepcionista me confirma que ningún caminante se encuentra entre la clientela, entre otras cosas

porque se acaba de abrir la veda de caza y no resulta muy recomendable andar alegremente por los

caminos. El hotel está copado por un grupo de cazadores franceses que armados hasta los dientes se

disponen a dar buena cuenta de las famosas perdices de la comarca, de las que yo desconocía su

existencia. Aunque no puedo asegurar que el cambio me favorezca, espero que los cazadores sean

menos escandalosos que los senderistas eslovenos.


118

Después de instalarme bajo al comedor para cenar. Al entrar comprendo lo equivocado que

estoy en lo referente al cambio, comprendo también lo mucho que voy a echar de menos a los

senderistas de esa bella república que otrora formara parte del Imperio Austro-Húngaro.

Por lo que puedo observar los cazadores no dan muestras de cansancio a pesar de pasarse

gran parte del día pateando el monte con la escopeta al hombro —supongo yo— en pos de las

desafortunadas perdices. Su aspecto es más bien alegre, su alegría más bien sospechosa y su caminar

errático más bien…errático, ¡están borrachos como cubas! Resulta sorprendente que en ese estado no

se hayan pegado un tiro los unos a los otros. El camarero me explica sin yo pedir explicaciones, que

se pasan aquí una semana cazando de día y follando de noche.

—Cazar, cazan poco y de lo otro… en este pueblo hay más putas que perdices, pero putas en

plan de locales nocturnos y todo eso, no vaya usted a pensar —saca una libreta del bolsillo y

pregunta —¿Qué va a ser?

Me sorprendo a mí mismo pidiendo unas perdices, no sé muy bien por qué.

Por fortuna los franceses se mantienen inermes durante la cena y todo lo que puede hacer

peligrar mi integridad física es algún pisotón propinado por los miembros del grupo más

perjudicados.

Al terminar el plato de perdices —muy buenas, por cierto— decido dar un ligero paseo para

bajar la cena. El hotel está situado en uno de los extremos del pueblo. Hacia un lado se pueden ver

los neones que anuncian los clubes. El camarero tenía razón, desde aquí puedo distinguir al menos

tres. Parecen rivalizar por el luminoso más luminoso y el nombre más sugerente, que yo omito por

vergüenza ajena y más por ridículo que por obsceno. Si miro en la otra dirección, la opuesta, se abre

un oscuro trayecto hasta las primeras casas. A partir de allí las farolas dispuestas en hilera a

intervalos de unos veinte metros garantizan una visibilidad perfecta. Opto por este itinerario ya que

del otro lado se corre un riesgo innecesario de acabar entre las meretrices y los cazadores del país
119

vecino, que en su estado podrían intentar confraternizar y hacerlo además en un idioma del que, lo

reconozco, no hablo ni una palabra.

Alejándome de esa posibilidad continúo con el paseo sin mayores pretensiones que el de

ayudar a la digestión, lo realizo tranquilo aprovechando para fumar un cigarrillo. Este vicio me

somete únicamente después de cenar, podría decirse que fumo con nocturnidad aunque sin alevosía.

Al peligro explícitamente amenazador impreso en las cajetillas hay que añadir en mi caso el de poder

incendiar involuntariamente las sábanas, ya que fumar en la cama es una de mis peores costumbres,

lo admito.

Llego casi sin darme cuenta al final de la calle, como mi proceso digestivo parece marchar

correctamente me dispongo a dar media vuelta y regresar al hotel. En este punto y haciendo esquina

se encuentran las oficinas de una Caja de Ahorros, me pregunto si será en esta entidad donde los

ocupas hacen el paripé del arrendamiento, lo sea o no a partir de mañana podrán prescindir del

engaño ya que en cuanto aparezca por la que es y seguirá siendo mi casa, las cosas van a cambiar

considerablemente.

A las siete de la mañana ya estoy en pie. Esta hora intempestiva para ir a trabajar lo es más si,

como en este caso, lo que a uno le espera no es una jornada laboral, tampoco puede decirse que ésta

será una jornada de ocio, lo dejaremos en jornada, pero las siete es igualmente una hora inadecuada.

¿Por qué entonces el madrugón? (Se preguntarán) La razón no es otra que la llegada en masa o tropel

de las hordas procedentes del prostíbulo o prostíbulos, y aunque llegan agotados buscando el sueño

reparador su llegada es aparatosa: golpes, risas y tropezones, si bien es cierto que a los cinco minutos

el silencio reina de nuevo en los enmoquetados pasillos. En este punto ya estoy desvelado y

pensando con frialdad me viene a la cabeza el recuerdo de mi última estancia en el hotel, el buffet

libre y su generoso concepto. Así pues ésta puede considerarse una segunda razón que me hace

abandonar el calor del lecho y preparar la fiambrera que en esta ocasión forma parte de mi equipaje.
120

Después de desayunar abundantemente, no por cuestiones de equilibrio alimentario sino más

bien por aquello del concepto, subo de nuevo a la habitación por el efecto que los kiwis, de los que

también he tomado una buena cantidad. Aliviado me preparo un refrigerio en condiciones con los

productos dispuestos amablemente por el hotel y por último pongo rumbo a mi destino (dicho así

suena grandilocuente, pero la verdad es que simplemente salgo hacia el pueblo).

Desde Villaplana hasta Villanubla se tardan unos veinte minutos aproximadamente. El

trayecto es corto pero la estrechez del camino no me permite hacer alardes en la conducción.

Todo lo narrado da una suma de tiempo que podría oscilar en torno a la hora y media, por lo

que para cuando llego a Villanubla son ya las ocho y media más o menos.

Me pregunto si entre las costumbres de estos hippies estará la de madrugar. Ignoro en qué

consisten los proyectos de vida, los Centros de Revirding y cuantas actividades relacionadas con la

salud física y mental se quieran practicar aquí. Madruguen o no voy a tener una entrevista con el

Basmati para dejar unas cuantas cosas claras, así que aparco el Clío frente a la casa principal y me lío

a dar bocinazos con la esperanza, o más bien con la certeza, de ser escuchado.

Al cabo de unos segundos aparece por la puerta el primero de los rastas que me pregunta

cordialmente.

—¿Pero qué coño haces, tío?

Yo le pregunto a mi vez mientras se ajusta los pantalones, si me puede indicar el paradero del

Basmati.

—¿El Basmathi?

Le digo que sí y tras dudar unos segundos me dice:

—Estará en el huerto —me indica la dirección a seguir y se mete de nuevo en la casa a seguir

con lo que estuviera haciendo.

Caminando por la vereda que atraviesa el huerto puedo distinguir entre tomateras, berenjenas

y otra suerte de hortalizas que no consigo identificar, un agujero de unos dos por dos y por un metro
121

de profundidad con herramientas en su interior, picos y palas, eso significa que no se considera

terminado. Lo sé porque como pude comprobar en mi anterior visita cuando los hippies llegan a la

profundidad estipulada, inmediatamente vuelven a llenarlo con la misma tierra dejando el lugar

aparentemente intacto. Eso indica que el trabajo ha sido en vano, claro está. Al término de la

prospección aprovechan para abonar la tierra y plantar lo que determine la estación y las preferencias

gastronómicas de la comunidad.

Casi al final del huerto me encuentro al Basmati con otros dos lo que sean, los tres se miran

sorprendidos por mi presencia.

—Buenos días —saludo yo con educación.

—¿Qué haces tú aquí? —saluda él a su vez.

—Verá usted, don Basmati, después de nuestra última conversación y teniendo en cuenta la

falta de entendimiento que hubo en la misma, me preguntaba si no sería posible tratar este asunto de

nuevo y con argumentos digamos que más contundentes.

—¿Quién es este menda, Basmathi? —pregunta uno de los acólitos.

—Es nuestro querido casero —contesta el Basmati provocando una risa que parece

contagiosa, aunque en mí no tiene ese efecto ya que permanezco impertérrito.

Mientras se ríen los hippies me pregunto si lo de la hilaridad formará parte de las terapias que

aquí se practican, también me pregunto si se comprarán la ropa al peso ya que todos llevan pijamas

naranjas. No pongo en duda su comodidad, pero fuera de este entorno su vestimenta debe resultar

especialmente llamativa.

—Me preguntaba —le digo— si sería posible hablar en privado. No es que yo crea que sus

compañeros no estén capacitados para mantener una conversación coherente, no, pero ya que el

contenido de la misma entraría en el terreno de la confidencialidad y aunque probablemente usted no

tendrá secretos para con ellos —hago una pausa, más por ver su cara que porque necesite hacerla—,
122

creo que tratándose de su pasado, oscuro a todas luces valga la contradicción, preferirá usted que

sigan plantado rabanitos o lo que sea que estén plantando.

Tras una pausa larga pero dentro de la normalidad para alguien con las neuronas en presunta

inferioridad numérica, me dice sucinto:

—Vale —manda a los otros dos a lo de los rabanitos y cuando se alejan lo suficiente se pone

serio, se ajusta el cordón de su pijama naranja y me dice:

—Más te vale tener algo interesante que decirme —su tono suena amenazador, algo impropio

en alguien dedicado a los proyectos de vida.

—Verá usted, hasta mí han llegado rumores de ciertas actividades poco edificantes que al

parecer le son atribuidas. Si se trata de infundios nadie mejor que usted, letrado, sabrá cómo

proceder.

—¿Me estás vacilando, tronco? —pregunta él yo creo que captando la fina ironía.

Le explico de la forma más clara posible que su colega del “Vedas” me ha contado lo de la

orden de alejamiento con el carnicero. Me contesta que eso es agua pasada y que mientras no se

incumpliera no tenía nada contra él. Eso yo ya lo sé, pero insisto, más por fastidiar que por otra cosa.

Le digo lo original que me había parecido su ocurrencia: meter en una carnicería por el método del

butrón a quince perros hambrientos procedentes de la perrera municipal. Los efectos de esa jauría

hambrienta fueron los esperados: devastadores; y claro, de las viandas allí dispuestas no quedaron

más que algunos huesos que por sus dimensiones no pudieron ser arrastrados por los canes, que eran

de tamaño medio en su mayoría.

Aunque él conoce la historia mejor que nadie se la cuento igualmente para que sepa que estoy

al corriente de todos los detalles.

Después del acto vandálico propio del activismo de la época, sorprendentemente el carnicero

no presentó ninguna denuncia a pesar de las sustanciosas, nunca mejor dicho, pérdidas que en kilos

de carne de primera le fueron cuantificadas. Es más, la orden de alejamiento impuesta por el juez
123

para compensar al de las chacinas se derivó de la denuncia presentada por el municipio por la

liberación ilegal de los perros. Paradójicamente el hippy salió absuelto de esa demanda ya que se

consideró como atenuante el buen trato dispensado a los animales cuya alimentación durante los

hechos narrados fue considerada por todos como excelente. El juez, hombre chapado a la antigua,

acabó dictando la orden de alejamiento, porque no se iba a ir de rositas el hippy de los cojones,

palabras textuales según los allí presentes.

La historia podría acabar aquí pero no acaba. Su afición a las drogas, algo evidente a juzgar

por su aspecto y por los dos cargos por posesión que tenía, le colocaban en una posición muy

ventajosa para mí, aunque lo más interesante viene ahora: lo del carnicero que era como mínimo

sospechoso acabó siendo un secreto a voces. Su reiterada negativa a presentar la denuncia por el

asalto a la carnicería se debía al uso de la misma como tapadera y aunque la venta de carne en este

país sea un negocio rentable, salvo por cuatro vegetarianos, el verdadero negocio, el que hacía del

carnicero un hombre respetado era otro: el tráfico de drogas. Entre la mercadería propia de un

establecimiento de estas características tenía una buena cantidad de cocaína que ocultaba hábilmente

entre el surtido de ibéricos. Los perros, no habituados a ese tipo de consumo, dejaron los paquetes

intactos, unos cinco kilos, lo que fue aprovechado por el de las rastas para reubicar la farlopa.

—Resumiendo —le resumo—, el carnicero y sus amigos rusos te están buscando desde

entonces y he pensado que quizá el conservar las piernas fuera motivo suficiente para que a cambio

de mi silencio salgas echando leches de aquí.

De su prepotencia apenas queda nada, de su arrogancia menos, de su mirada desafiante…

vamos que se ve claramente que está acojonado. El soplo del Gopala ha funcionado a la perfección

así que me limito a esperar su reacción.

—Tengo algo que te puede interesar —dice echándome el brazo por encima del hombro,

huelga decir lo mucho que me molesta esta muestra de confianza, pero dejo que siga—, creo que

podemos llegar a un acuerdo.


124

18. El trabajo de campo.

Cuando Jacinto Víguenot salió de la Oficina de Patentes su ánimo se encontraba a la altura

del top manta. No le gustaba quedar mal con nadie, independientemente de si era un buen amigo o un

perfecto desconocido. El funcionario que le había atendido desde el primer momento se mostró

abatido después de darle la mala noticia. Jacinto no pudo evitar sentirse fatal. Qué pensaría el señor

Buendía con el interés que había mostrado en su creación. Le había decepcionado.

Tenía el resto de la mañana libre, así que decidió dar un paseo. Caminar era una buena terapia

que utilizaba cuando necesitaba aclarar las ideas. La pérdida del prototipo le suponía un golpe

importante, pero el verdadero motivo de su desasosiego era su relación con Silvia, recién iniciada y

ahora sin el aparato la continuidad de la misma se tambaleaba. O al menos eso pensaba él.

Su sentido del deber prevalecía a su sentido del ridículo. Definitivamente ésta no era la mejor

circunstancia, no la que él hubiera deseado, pero tenía que llamarla. Se detuvo en una terraza para

tomar un café, descafeinado, ya estaba bastante nervioso, sacó el móvil y buscó en la agenda el

número de la arqueóloga. Justo en ese momento el teléfono empezó a sonar. Sobresaltado apretó la

tecla de descolgar.

—¿Sí, quién es?

—Lo tengo —se oyó al otro lado de la línea, en seguida reconoció la voz de Deni.

—¿Te refieres a lo que creo que te refieres?


125

—Prepárate que nos vamos de viaje —de pronto Deni parecía llevar las riendas del asunto.

Jacinto, algo desconcertado no sabía muy bien cómo reaccionar.

—¿Pero, a dónde?, y ¿Mi trabajo? ¿Estás seguro de saber lo que haces? —Jacinto no era un

hombre dado a la aventura. Su vida era monótona y previsible. Por fortuna para él Deni estaba

acostumbrado a moverse en un terreno diferente.

—Nos vamos a un pueblo de Albacete. Con tu trabajo, tú sabrás, di que estás enfermo, coge

vacaciones o lo que sea que hagáis los profesores cuando no queréis ir al curro. ¡Ah! Por cierto,

llama a la chica de ayer y le dices que se venga, vamos a hacer unas prácticas sobre el terreno.

Jacinto tardó unos segundos en asimilar la información, sobre todo lo referente a la última

parte.

—No creo que sea buena idea involucrarla en un acto delictivo. Además, tendrá cosas que

hacer, su trabajo, no sé… su vida.

—Si no me equivoco y no suelo equivocarme, la chica tiene interés en la máquina y en el

maquinista, así que no seas tonto y aprovecha que no hay mal que por bien no venga.

—Vale, lo intentaré —dijo tras meditarlo— pero dudo que pueda venir. La verdad, ni siquiera

sé como planteárselo. Dame unos minutos y te vuelvo a llamar…por cierto, gracias por todo.

El camarero ya le había dejado el descafeinado sobre la mesa, se lo bebió de un trago

quemándose el paladar y con un —maldita sea—, que no llegó a salir de su boca, retomó la búsqueda

del número. Unos segundos después apareció en la pantalla de su iPhone el nombre que buscaba. Dio

un toquecito con el dedo sobre la pantalla y se llevó el aparato a la oreja. Se estaba pasando la lengua

por su maltrecho paladar cuando se oyó la voz de Silvia.

—¿Diga?

—Silvia, soy yo, Jacinto Víguenot —en seguida se arrepintió de haber dicho su apellido,

acababa de pasar la noche con ella. Pensaría que era un estirado, o peor aún, un memo.

—¿Qué tal está, señor Víguenot? —dijo ella en tono burlón.


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—Bien… verás, te llamaba para comentarte una cosa, no es muy importante pero creo que te

podría interesar… bueno en realidad no sé si te interesa, pero había pensado que si tienes tiempo…

—¡Quieres ir al grano! —contestó Silvia fingiendo impaciencia.

—No puedo decírtelo por teléfono —dijo atribulado— ¿Podemos vernos?

—¿Ahora? —preguntó ella.

—Si es posible, sí.

—Termino dentro de una hora. Si quieres podemos vernos para comer, hoy te dejo elegir.

—¿Te parece bien dentro de hora y cuarto en Casa Lucio?

—Me parece perfecto, allí estaré.

Al colgar Jacinto se percató del tembleque que tenía en las manos. Intentó relajarse y tras

pagar el descafeinado puso rumbo a Casa Lucio. Desde donde estaba tenía una buena tirada hasta el

restaurante, pero calculó la distancia y el tiempo del que disponía. Sacó su teléfono, se conectó a

internet y entró en el callejero de la capital. Fue ampliando y midiendo la distancia exacta. Buscó la

ruta desde Nuevos Ministerios hasta Cibeles… tres kilómetros, de Cibeles subiendo por la calle de

Alcalá hasta Sol… novecientos metros, desde allí hasta el cruce con la Cava de San Miguel…

quinientos metros y otros tantos hasta la mitad de la Cava Baja. Total unos cinco kilómetros. Si

andaba a un ritmo de doce minutos el kilómetro tardaría en recorrer esa distancia una hora, eso le

dejaba tiempo suficiente para hacer el recorrido con tranquilidad. Cerró la conexión y se puso a

caminar. Cuando apenas había recorrido un centenar de metros recordó que quedó en llamar a Deni,

también quería llamar a la Oficina de Patentes para que el funcionario siguiera con los trámites. Sacó

de nuevo el teléfono y llamó al que consideraba más urgente.

—Deni —dijo al descolgar— voy a comer con Silvia. Vete preparando todo, salimos esta

tarde. No sé cómo pero nos vamos a por el ELME.

Cuando llegó a la puerta del conocido restaurador aún quedaban unos minutos para su cita

con Silvia. Se asomó al interior del local para comprobar que ella efectivamente no había llegado y
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que el número de comensales no requería realizar una reserva. Decidió prolongar su paseo unos

minutos más. Jacinto Víguenot no improvisaba jamás. Todos sus actos eran fruto de profundas

deliberaciones, siempre había sido así, y ahora, en el mediodía de su vida estaba a punto de lanzarse

a una aventura que resultaba difícil de prever. En realidad no se imaginaba hasta qué punto.

Después de dar buena cuenta de los sempiternos huevos rotos salieron del restaurante.

Durante la comida Jacinto se limitó a hablar de trivialidades lo que despertó cierta suspicacia en su

amiga. Un poco cansada de su mezcla de corrección y timidez le dijo:

—Supongo que piensas decirme algo más aparte de tus métodos de enseñanza y del buen día

que hace para pasear. Si consideramos que hemos pasado la noche juntos y que acabas de terminar

un invento espectacular y, en fin, como no has hecho ni la más mínima mención a ninguna de estas

dos cuestiones eso quiere decir que hay un problema. Me lo vas a decir o tenemos que esperar a la

cena.

Jacinto tenía sentimientos encontrados por un lado le encantaba que su amiga fuese tan

perspicaz, por el otro hubiese preferido que lo fuese en otra ocasión, en cualquier caso tenía que

decírselo.

—Silvia —dijo por fin— me gustaría que vinieras conmigo a un pueblo de Albacete.

—¿A un pueblo?, ¿a qué pueblo? —preguntó con más sorpresa que curiosidad.

—El caso es que no lo sé, pero no es lo que tú piensas.

—Y qué se supone que tengo que pensar.

—Mira yo no estoy acostumbrado a estas cosas, así que me centraré en los hechos —sabía

que no sonaba muy romántico, pero tampoco tenía claro si ése era el mejor momento para serlo.

—Me han robado el ELME.

—¿Qué?

—Pues eso, que lo han robado. Bueno, no exactamente. La persona que se lo ha llevado tiene

la extraña convicción de estar haciendo algo por el bien de la humanidad, de manera que lo ha
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tomado prestado. Todo esto es difícil de explicar y supongo que más difícil aún de entender.

Tenemos que ir a recuperarlo antes de que ese lunático le pueda causar daños, y he pensado que

quizá quieras venir.

—Y ¿cuándo se supone que nos vamos? —la expresión de su cara dejaba ver una sonrisa un

tanto malévola.

Jacinto miró su reloj de pulsera y dijo:

—Ya.

A última hora de la tarde apenas les quedaban unos kilómetros para llegar al lugar donde,

según el papelito que tenía Deni, se encontraba Amador.

El trayecto había transcurrido con normalidad teniendo en cuenta lo anormal del

desplazamiento y lo precipitado del mismo. Después de la comida en casa Lucio, Silvia hizo unas

llamadas para poder ausentarse de Madrid durante un par de días. La campaña de excavaciones aún

no había comenzado por lo que gozaba de cierta libertad para los imprevistos. Por su parte, Jacinto

también dejó sus asuntos resueltos antes de realizar el viaje. De manera que recogieron a Deni que no

tenía nada mejor que hacer y pusieron rumbo a tierras albaceteñas a bordo del flamante Audi Q7 de

Jacinto.

—Menudo carro —dijo Deni cuando pasaron a recogerlo. Para un hombre que utilizaba

sistemáticamente el transporte público y prefería caminar largas distancias antes que coger un taxi,

no le pegaba tener un coche como aquel. Una vez más la presión familiar le había hecho claudicar.

Tuvo que cambiar su Ibiza por ese monstruo para que el clan familiar mantuviera su estatus en una

urbanización donde no bastaba con ser rico, además había que parecerlo.

Deni repasó una vez más la dirección.

—Carretera comarcal 3203, kilómetro 42.

—Y nada más, no te dio el nombre del pueblo, o de un hotel —insistió Jacinto.


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—Ni nombres, ni hoteles, ni pueblos, sólo esto. Como ya estamos llegando enseguida

saldremos de dudas.

La comarcal era como suelen ser las comarcales, estrecha, mal asfaltada y con los mojones

que indican los puntos kilométricos en un estado lamentable. Cuando llegaron al cruce con la

comarcal 313 la carretera dio un cambio radical, seguía siendo estrecha pero el asfalto estaba en

perfecto estado y su color oscuro indicaba que era algo reciente, desde ese punto quedaban unos

quince kilómetros, pronto empezaron a ver pintadas en la carretera, nombres, fechas y alguna que

otra reivindicación política totalmente fuera de lugar, sin duda el reasfaltado se debía a alguna prueba

ciclista importante a juzgar por los nombres allí inscritos, todos ellos deportistas de primer nivel.

—Kilómetro 42 —dijo Jacinto al pasar por el punto kilométrico— aquí lo único que hay es

una gasolinera y un bar.

Deni estaba un poco desconcertado, pero conociendo a su jefe se podía esperar cualquier

cosa. Entrando ya en el aparcamiento Deni se fijó en un coche que destacaba del resto.

—¡Ahí está su coche! —dijo casi gritando.

—Al menos lo tenemos controlado, si os parece podemos entrar a tomar algo y de paso

echamos un vistazo dentro del bar.

Al entrar comprobaron que Amador no se encontraba entre los parroquianos. La mayoría eran

trabajadores del campo enfundados en monos variopintos con logotipos de diferentes marcas

relacionadas con el sector primario, desde marcas de tractores a piensos compuestos, pasando por

abonos químicos y orgánicos, todos parecían haber terminado su jornada laboral y se acodaban

cansinos en la barra con sus cubatas, debatiendo vehementemente sobre los resultados de la jornada

liguera recién pasada y vaticinando sobre los de la siguiente. Todos los presentes se giraron para

dedicarles una mirada inquisitoria que al momento se transformó en otra de asentimiento y

admiración hacia el miembro femenino del trío.


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—¿Qué va a ser? —preguntó el camarero, un chaval imberbe con la indumentaria típica de la

hostelería, camisa blanca y pantalón negro, el conjunto incluía un trapo con lamparones colgando del

cinturón para acentuar la profesionalidad del muchacho.

—Dos cafés con leche y uno solo —contestó Silvia después de consultar con sus compañeros

de viaje la comanda.

Se sentaron en una de las mesas frente al ventanal para no perder de vista el vehículo de

Amador.

Apenas habían pasado diez minutos cuando una autocaravana entró en el aparcamiento

recorriéndolo hasta el final, su aspecto un tanto destartalado no les llamó especialmente la atención,

si lo hizo, sin embargo, el hombrecillo verde que decoraba la parte superior de la misma y las

diferentes antenas que asomaban en el techo.

Los tres se levantaron de sus asientos pegándose al cristal para alcanzar con la vista el

extremo del aparcamiento en donde finalmente se detuvo, difuminada por una nube de polvo que se

fue asentando lentamente. Esperaron unos minutos para comprobar si se producía algún movimiento

sospechoso o no.

En vista de que no salía nadie del vehículo Deni decidió ir a investigar.

—Esperadme aquí —dijo encaminándose hacia la puerta.

Jacinto y Silvia se quedaron esperando, él con cara de circunstancia y ella, aunque lo

disimulaba, realmente divertida con aquella situación. Durante el viaje le habían explicado los

pormenores de todo lo acontecido y le resultaba tan surrealista que estaba disfrutando como una

chiquilla.

Deni escrutó las inmediaciones en busca de algo reseñable y cuando estuvo seguro de que no

había nada raro llamó a la puerta de la autocaravana, desde el bar sus compañeros esperaban

expectantes. La puerta se abrió ocultando tanto al que se encontraba en el interior como al propio

Deni, al cabo de unos pocos segundos la puerta se cerró, Deni estaba dentro.
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—No tenía que haberle dejado ir solo —se empezó a lamentar Jacinto en un vano intento de

asumir responsabilidades— si no sale en dos minutos llamo a la Guardia Civil.

—No crees que estás exagerando, esperemos un rato y si no sale vamos nosotros, no creo que

se trate de una banda de secuestradores y de ser abducido ni hablamos —dijo ella con sarcasmo.

Al rato y según lo acordado salieron del bar para investigar, Jacinto se situó delante de la

puerta indicando a Silvia que se mantuviera a una distancia prudencial en un gesto tan caballeroso

como innecesario.

Llamó con dos golpes de nudillo y retrocedió unos pasos colocándose instintivamente a la

defensiva, al instante la puerta se abrió, un hombre de cierta edad con la piel arrugada como

pergamino y unas gafas redondas extremadamente pequeñas se volvió hacia el interior y dijo con un

reconocible acento francés:

—Tenemos visita.

El viejo se apartó y dejó pasar al hombre que sin mediar palabra se bajó y abrazó al incrédulo

Jacinto, que desapareció literalmente envuelto por el corpachón del afable Amador Mostacho.

—Cuánto me alegro de verle querido amigo. ¿Qué, cuándo empezamos?


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19. Socios.

El giro que están dando los acontecimientos es digno del más volatinero miembro del Circo

del Sol. El que hasta hace apenas unos minutos era mi peor pesadilla está a punto de convertirse

como por arte de magia en mi socio, aunque dudo mucho que el carácter de esta sociedad se

encuentre entre los epígrafes que dicta el registro mercantil.

Agustín Cifuentes me explica detalladamente cómo se convirtió de la noche a la mañana y

por partida doble en un hombre potencialmente rico. Me pide encarecidamente que no emita juicios

de valor hasta no haber terminado su historia, le pregunto si la cosa va para largo, él me contesta que

sí así que le pregunto amablemente si tiene algún rooibos en la despensa, para amenizar la que será

con seguridad una interesantísima charla.

Me invita a tomar asiento en la casa mientras una de las mujeres de la comunidad, la misma

que apareció la primera vez rodeada de niños y perros, prepara la empalagosa infusión. Cuando la

chica cuyo nombre me es completamente indiferente nos sirve la bebida, ya estamos cómodamente

instalados en una especie de tatami con profusión de cojines de arpillera, algo rasposos pero

confortables, le comento al hippy el buen trabajo de restauración que han hecho en la casa, él

claramente agradecido por la observación me indica que no es para tanto y que con más medios se

podría mejorar. Se sienta al fin frente a mí con las piernas cruzadas en una posición que denomina

del Loto, me explica que en alusión a la flor y no a las apuestas, le comento que me parece muy

interesante, él me invita a adoptarla asegurándome las bondades de la misma para la correcta


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apertura de los chakras, yo le digo que lo intentaré en otra ocasión, pues temo que semejante torsión

deje los ligamentos de mis rodillas en un estado de laxitud permanente, además no sé qué coño es

eso de los chakras y para qué iba a querer yo abrirlos.

Sentado él en su postura y yo en la mía, o sea repantingado cuan largo soy sobre varios de los

cojines, procede al fin a relatarme lo que me tiene que relatar, he de reconocer que estoy expectante.

Comienza por el aciago día de la acción reivindicativa:

El ir contra la carnicería formaba parte de una maniobra hábilmente orquestada por los

miembros de un conocido grupo ecologista que obviamente desconocían los negocios paralelos del

carnicero, por lo que la acción se limitaba exclusivamente a la reivindicación animal. Los

ecologistas, a la sazón, le dejaron más colgado que los chorizos de Cantimpalos, los mismos que

acabaron en las fauces de la dispar jauría. Los ecologistas le aseguraron que el tal Cosme, así se

llamaba el carnicero, era además de un asesino de indefensos animales un delincuente contra la salud

pública porque utilizaba sistemáticamente carne engordada con drogas, refiriéndose al clembuterol,

de la otra droga no mencionaron nada.

La acción debía llevarse a cabo en perfecta coordinación con los miembros del grupo, con

apoyo de pancartas estratégicamente colocadas y la promesa de los medios de comunicación de

acudir al evento, aquello quedó como se vería después en nada.

Los de la tele declinaron la invitación porque se terció un famoso futbolista que pasaba el fin

de semana en un pueblo cercano y los reporteros acudieron allí como las moscas a la miel en busca

de alguna primicia, romances, cuernos, detenciones, lo habitual entre la gente del famoseo y la

farándula. Los del grupo ecologista decidieron a última hora que sin la tele, que para qué, y se fueron

a salvar a un delfín mular atrapado en las redes de un pescador o varado en alguna playa, daba lo

mismo. El caso es que se llevaron las pancartas.

Agustín según dijo de sí mismo era joven, vegetariano y a pesar de haberse licenciado en

derecho, algo tonto. Se metió el solo en aquel follón aludiendo cuestiones éticas, morales y
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filosóficas. Al encontrar el alijo por pura casualidad, se dio cuenta de la gravedad del asunto, pero

pensó que serviría de escarmiento al carnicero así que sin pensarlo, esto resultaba obvio, cogió los

paquetes y se quitó de en medio.

Al ser detenido por la policía como imputado en un delito de maltrato animal, injustamente

como se vería más tarde, los agentes no mencionaron en ningún caso lo del polvo de ángel sustraído

del lugar de los hechos.

Conocedor de esta parte de los acontecimientos y aunque estoy bastante cómodo sobre los

cojines, le apremio a que vaya resumiendo:

Al salir de los calabozos, Cosme “El Carnicero” y unos tipos con pinta de armarios le

esperaban al otro lado de la calle, aunque joven y algo memo, no lo era tanto como para no

percatarse de sus intenciones así que se tiró al suelo de las dependencias boca arriba, convulsionando

descompasadamente y echando espumarajos por la boca, truco que le funcionó a las mil maravillas

cuando fue llamado a filas y que no tenía porque fallar en ese momento. No falló. Al cabo de diez

minutos hizo acto de presencia una ambulancia con todo el repertorio de luces y sirenas, los servicios

sanitarios fueron acuciados para actuar con la mayor brevedad mientras los de las fuerzas públicas

insistían en asegurar que no le habían tocado ni un pelo y que si se moría no lo hiciera allí. De esa

guisa, amarrado a una camilla y con un trozo de trapo en la boca para evitar autolesionarse, salió de

allí bajo la mirada atenta y un tanto incrédula de los mafiosos que para cuando quisieron reaccionar

vieron como la ambulancia se alejaba a toda velocidad hacia el hospital más cercano.

Aprovechando un pequeño atasco y la falta de personal sanitario que le dejó solo en la parte

trasera del vehículo, saltó para escabullirse entre el gentío, no muy abundante a esa hora pero

suficiente en cualquier caso para sus intenciones.

Consciente del lío en el que estaba metido y de la incongruente decisión del juez sobre quién

debía alejarse de quién, recogió la droga que había ocultado hábilmente antes de la detención y se
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perdió durante algún tiempo, fue entonces cuando se acordó de la finca de Villanubla del Pedregoso,

había estado en un par de ocasiones con su padre y pensó que sería un escondite perfecto.

—A los pocos meses de estar aquí mi padre me contó lo del dinero y que tú parecías haber

desistido de su búsqueda. Yo por mi parte aproveché el escondite para montar el centro alternativo,

con el tiempo y para mi sorpresa me convertí en el paladín de este proyecto.

—De vida —le espeto algo cansado de tanta charla—. Mira, todavía no sé que tienes tú que

me pueda interesar y mi paciencia se está agotando.

—La coca.

—¿Cómo… la coca?

—Pues eso, es evidente que el carnicero y los rusos me siguen buscando, pero más por

principios que por los paquetes que después de tantos años creerán extintos, además sospecho que

cinco kilos son calderilla para esa gente. Pero para nosotros este material bien cortado vale una

fortuna.

—Tengo pinta de narco o algo parecido —mi sorpresa va en aumento, a la par que mi

indignación.

—No es eso, tu quieres lo de tus viejos y yo hace tiempo que vengo dándole vueltas al asunto

y estoy harto de cavar… lo que quiero es quedarme aquí al menos un mes, necesito este sitio, si en

todos estos años no he tenido problemas no tendría por qué tenerlos ahora. Con lo de la coca tengo

de sobra, yo me quedo el tiempo necesario para cortar y distribuir la droga, a cambio te quedas un

porcentaje, te ayudo a buscar tus millones y ambos guardamos silencio, te recuerdo que ese dinero

está intestado y ya sabes lo que puede pasar si llegase a oídos de las autoridades.

Valoro debidamente su observación y le pregunto:

—¿Qué pasa con tus amigos?

—Ellos no saben nada, creen que los agujeros los hacemos para buscar las ruinas de una

antigua civilización, mi hermana se encargó de dejar algunas pistas falsas, lo preparé todo con ella.
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—Así que estás dispuesto a ayudarme.

—En lo que sea.

—Pues coge la garrafa de herbicida que está en mi coche y empieza a fumigar, quiero ver este

huerto como el desierto de Atacama.

Dejo a mi nuevo socio consagrado a un trabajo que pensaba realizar yo mismo, este cambio

no estaba previsto pero ya puestos lo acojo con agrado, no soy partidario del uso de productos

químicos, su manipulación me inquieta, máxime si el que manipula soy yo.

De todo lo acontecido sacó diferentes conclusiones que a priori necesito asimilar, así pues el

camino hasta el hotel se torna esta vez ameno, diría incluso que entretenido.

Recapitulando: aunque el invento del señor Víguenot está desaparecido es cierto que todo

apunta a una rápida recuperación, su efímera ausencia es fruto del desequilibrio mental de una

persona que no tengo el gusto de conocer, según me señaló ayer mismo el propio Jacinto Víguenot

en una llamada telefónica cuando el asunto se aclaró.

El coqueteo con el mundo del hampa no es algo que me satisfaga especialmente. El hecho de

no vivir al margen de la ley no significa que en alguna ocasión me pueda haber planteado traspasar

esa delgada línea. Es posible que este sea el momento, aunque sospecho que la persona que me va a

llevar al otro lado no es la más adecuada. Dudo mucho que el de las rastas sepa cortar ese material,

su experiencia en el mundo de las drogas se limita al cultivo esporádico de María y a su posterior

venta entre cuatro colgados como él, para colmo al muy cretino le han trincado en dos ocasiones por

posesión. Llegado el caso de la asociación ilícita procuraré encontrar algo mejor.

Mientras mi estulto amigo, socio o lo que sea acaba con cualquier atisbo de vida vegetal, yo

iré allanando el terreno, metafóricamente hablando, para cuando pueda traer hasta aquí el esquivo

prototipo del señor Víguenot.

En el hotel no parece haber cambiado nada, los galos continúan con su peculiar periplo y a

esta hora aún no han vuelto de su actividad cinegética, la calma que reina en el hotel es pues
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transitoria, circunstancia que aprovecho para realizar una llamada de teléfono, fútil sí, pero gratis

gracias al contrato que acabo de firmar con una firma (valga la redundancia) de telefonía que me

ofrece llamadas sin coste a partir de las seis de la tarde, antes de esa hora evito como es lógico su

uso. La llamada servirá en cualquier caso para mantener ese imaginario cordón umbilical que me une

con el inventor y porque tengo cierta curiosidad.

—¿Si?

—Señor Víguenot. Espero no molestar. Llamaba para saber cómo va el problemilla que me

comentó sobre su invento.

—Le agradezco su interés, le diré que aunque todavía estoy fuera de Madrid espero estar de

vuelta en breve con el prototipo —Jacinto Víguenot se desplazó a un extremo de la autocaravana

buscando un poco de intimidad, tarea harto difícil dadas las exiguas medidas del interior de la

vivienda rodante, por lo que se vio obligado a bajar la voz al límite de lo inteligible.

—Bien, bien, usted tranquilo que yo sigo con el trámite, lo importante ahora es que lo

recupere que lo demás vendrá solo.

Al colgar noto su agradecimiento sincero por mi disposición y entrega que van más allá de

mis funciones.

En ese mismo momento no muy lejos de Villaplana, en Villanubla, Agustín cogía su teléfono

y marcaba un número, cuando descolgaron dijo:

—Soy yo, acabo de estar con nuestro amigo…, de momento seguimos con el plan…sí, he

tenido algunas complicaciones, pero de momento se lo ha tragado todo, hasta me ha dejado un

herbicida para facilitarnos el trabajo. En cuanto tengas alguna novedad me llamas.

Al acabar colgó, se fue a buscar la mochila de fumigar a un cobertizo y empezó a llenarla con

el letal líquido de don Veneroso.


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20. La detención.

Jacinto apagó su iPhone y regresó junto al grupo, no tuvo que andar mucho ya que para

recorrer los apenas cuatro metros que separaban la parte trasera del vehículo del lugar donde se

encontraban, la delantera, bastaba con dar unos pocos pasos.

Después del feliz reencuentro con Amador y su aplastante efusividad, tuvieron a bien conocer

a sus colegas ufólogos. Marcel, adusto por naturaleza y estoico por bagaje quien directamente no

saludó al ser presentado, por el contrario Germán se mostró tal cual era, por un lado desconfiado y

por otro abierto al dialogo, esta dualidad que podría parecer incongruente definía muy bien su

personalidad. Se levantó del asiento obligando a los demás a desplazarse en aquel reducido espacio:

su cuerpo redondo se comprimía en unos desgastados pantalones de cuero que llevaban años sin ser

de su talla, la camiseta con la consigna escrita “Salvad nuestro planeta” se estiraba deformando la

frase y la chaqueta de pana que no se quitaba nunca, carecía de botones por inútiles; el conjunto lo

remataba con unas zapatillas Tao que desafiaban la intemporalidad.

Les besó en la mejilla prolongando con Silvia el contacto más allá de lo que dictan las buenas

maneras, su actitud podría tacharse de oportunista, pero como hizo lo mismo con Jacinto y después

con Deni, ante la sorpresa de uno y el estupor del otro, quedó descartaba la primera apreciación. A

pesar de su tendencia al ósculo prolongado Germán no era precisamente cariñoso, su radical visión

del mundo y la defensa a ultranza de sus ideas lo llevaban a menudo al enfrentamiento, por lo

general dialéctico, entendiendo por diálogo el mensaje escrito, ya que lo hacía a través de algún chat
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o en foros de debate de internet. Si por alguna circunstancia se encontraba frente a frente con alguien

que le contrariaba no dudaba en resolver sus diferencias a puñetazos, en más de una ocasión acabó en

el dispensario con magulladuras de escasa gravedad, a excepción de una vez que le fracturaron el

tabique nasal y le quedó la nariz torcida de por vida.

Como la hora avanzaba conforme a lo establecido por las leyes que rigen el universo y la

autocaravana de Marcel parecía el camarote de los hermanos Marx, Jacinto propuso a sus amigos

buscar un hotel para pasar la noche. La idea fue acogida con entusiasmo por Germán, con

agradecimiento por Amador y con desprecio por Marcel que dejó claro su rechazo aludiendo: que él

no se movería de la que calificó como su casa. Jacinto se vio obligado a matizar lo dicho

anteriormente: se refería exclusivamente a sus compañeros de viaje y para nada quería interferir en

sus hábitos, Amador puso cara de entender el matiz, Germán puso cara de pocos amigos y Marcel se

giró para seguir con sus cosas, por lo que no pudieron ver la cara que puso.

Quedaron en verse al día siguiente para acercarse hasta el campo donde se habían detectado

las interferencias, esperaban que el análisis exhaustivo del terreno arrojara alguna información sobre

el origen de las mismas, un origen que para los ufólogos no tenía duda, su procedencia no era de este

planeta, ni siquiera de esta galaxia. En ese punto se quedaron los tres ufólogos discutiendo sobre esa

cuestión que dependiendo de la expansión del universo, sobre la que no terminaban de ponerse de

acuerdo, podía variar considerablemente. Quedaron en salir por la mañana hacia el punto de

encuentro, como insistieron en llamarlo después de descartar lo de Zona Cero. Jacinto, Silvia y Deni

pasaron la noche en un hotel situado a unos quince kilómetros, el más cercano de los alrededores,

para Jacinto todos los inconvenientes que suponía ese viaje se vieron compensados por la compañía

de Silvia, pasar la noche con ella era suficiente para que su rostro reflejara un ánimo que no podía

disimular.

Con las primeras luces se pusieron en marcha, aparcaron en el mismo lugar que el día

anterior, pegado al coche de Amador que afortunadamente seguía allí, lo mismo que la autocaravana
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que se situaba al fondo junto a los cubos de basura, este hecho generaba ciertas desavenencias entre

Marcel y Germán, el francés insistía en situarse lejos del bar para pasar desapercibidos y por la

amplitud de espacio que le eximía de realizar pesadas maniobras al aparcar, por su parte Germán le

recriminaba que su ubicación apestaba, eso sin contar el ruido del camión de la basura que a la una

de la mañana recogía las inmundicias allí depositadas con un interminable subir, bajar, acelerar,

golpear.

Desayunaron por separado, los recién llegados lo hicieron en el bar, algo en lo que insistió

Jacinto para no molestar, los otros por su parte lo hicieron en el vehículo, algo en lo que insistió

Marcel para que no le molestaran. Después de terminar sus respectivas pitanzas se reunieron bajo el

toldo de la autocaravana en una mesa de camping con cuatro sillas, faltaban dos asientos que

sustituyeron por dos cajas de Pepsi cola que cogieron prestadas de entre las que se apilaban en la

parte trasera del bar. El mapa quedó desplegado sobre la mesa a pesar de las quejas de Germán.

—No entiendo por qué no podemos tener la reunión en el bar como la gente normal, sólo

porque al viejo de los cojones se le antoje estar aquí con la peste a basura.

—Más apestas tú y no me quejo. Sabes perfectamente que nos pueden estar vigilando, aquí

estamos a salvo. El toldo está recubierto de una capa de aluminio —dijo dirigiéndose a los nuevos

miembros— eso nos deja en “sombra” para los satélites espías.

Jacinto y Silvia prefirieron no hacer ningún comentario al respecto, no así Deni que

acostumbrado a lidiar con ellos por su relación con Amador preguntó:

—¿Lo de la teoría de la conspiración no se había superado ya? Lo digo porque aquí el colega

tiene razón, este olor es insoportable.

—¿Quién ha invitado a éste? —preguntó desabrido Marcel.

—Señores, por favor, centrémonos en el asunto que nos concierne o no acabaremos nunca —

intervino Amador en tono conciliador. Acto seguido hizo un gesto a Germán para que comenzara.
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—Veamos, he estado estudiando el Punto de encuentro y según los datos de que dispongo el

llano es un depósito de derrubios bastante antiguo, lo que significa que sea lo que sea que nos

vayamos a encontrar se situará a una profundidad considerable —Germán miró a Jacinto esperando

alguna réplica, como ésta no se produjo continuó:

—El terreno es calizo, todo apunta a unos clastos irregulares en disposición y tamaño

situados en el fondo, a medida que ganamos la superficie se suavizan para rematar en una capa de

tierra fértil que como todos sabéis se utiliza para el cultivo de cereal, la rotación es bianual lo que en

principio nos deja el campo de barbecho para nuestras investigaciones, si llegado el caso tuviéramos

que entrar en el campo cultivado contaríamos con el beneplácito del agricultor que dio la noticia, he

hablado con él y está dispuesto a colaborar en lo que sea.

—¿Cómo es posible que el paisano no se diera cuenta de las interferencias hasta ahora?,

según tengo entendido lleva años trabajando esa tierra —la pregunta de Silvia pareció satisfacer a

Germán que se prestó raudo a dar una explicación.

—A menudo la respuesta más simple es la más acertada. Yo le trasladé la misma pregunta

cuando me entrevisté con él en el bar, con una cervecita y unos caracoles buenísimos que preparan

muy picantes. Su respuesta no sugiere nada raro, me consta que dice la verdad. Hasta hace un par de

meses realizaba su trabajo con un viejo tractor, el caso es que el viejo tractor no tenía radio y su

potencia era ya tan escasa que no se podía apreciar diferencia alguna, fue precisamente al cambiar a

un tractor de tecnología punta cuando noto algo raro, cuenta entre otras mejoras con la incorporación

de radio con mp3, aire acondicionado y no sé cuantas cosas más que no recuerdo porque me

parecieron irrelevantes para el caso, no, sin embargo, lo relativo al motor del tractor, de gran

caballaje y cuya potencia hace palidecer de envidia a sus vecinos, según me dijo subiendo la voz para

que los de al lado pudieran oírlo. Por lo que he podido averiguar estos tractores tienen inyección

electrónica, control electrónico de tracción y un montón de cosas que están relacionadas con los

microchips, parece que todo ha petado por la acción de lo que se oculta bajo la tierra.
142

La explicación satisfizo a todos, a unos porque confirmaba su hipótesis y a otros porque les

daba igual lo que dijera y querían acabar cuanto antes para marcharse a casa con el prototipo.

Pusieron en marcha la comitiva con los tres vehículos, encabezados por el de Marcel que al mejor

estilo de los caza fantasmas conectó un puente beta 1200 mm. de ambulancia que llevaba instalado

en el techo, unas luminarias que además de ilegales resultaban totalmente ridículas.

Llegaron al Punto de encuentro en menos de media hora, Marcel conducía prudentemente por

la carretera, pero al llegar al camino aceleró de forma ostensible a pesar de la plétora de baches que

lo adornaban, porque decía que le recordaba su estancia en tierras argelinas donde la conducción se

realizaba siempre a toda velocidad por caminos similares. La nube de polvo se podía ver a varios

kilómetros, esto irritaba a Germán que insistía en llevar el asunto con la máxima discreción.

Aparcaron a un lado del camino para no entorpecer el paso ocasional de algún vehículo, en su

mayoría relacionado con las labores agrarias. Bajaron el ELME del maletero del Dodge sin que

Jacinto pudiera evitar un pequeño vuelco en su corazón, temía los daños que el traqueteo del camino

le pudieran haber causado. Una vez revisado el prototipo montó las diferentes piezas con ayuda de

Deni y la atenta mirada de Silvia que no perdía detalle, los demás se adentraban en el terreno

llevando una serie de aparatos de medición, desde la radioactividad, a las ondas de radio, una

minúscula antena parabólica conectada a un transmisor al que Marcel enchufó el minijack de los

auriculares para escuchar frecuencias de origen extraterrestre, por su parte Germán y Amador

registraban cualquier variación en una especie de sismógrafo que funcionaba conectado a la batería

de un coche.

—Señores, el ELME está en marcha —dijo Jacinto con una leve reverencia— acabemos con

esto de una vez.

El aparato se movía con soltura por el terreno rotulado sorteando algunas piedras de

considerable tamaño.
143

—Parece que no tiene problemas de tracción —dijo Deni orgulloso del trabajo que había

realizado.

Jacinto guió el ELME hasta el centro del campo con ayuda del control remoto y una vez allí

realizó los ajustes en el ordenador para empezar el estudio, encendió el monitor y dijo:

—Veamos lo que tenemos aquí.

Todos se arremolinaron alrededor de Jacinto, con la excepción Marcel que seguía con los

auriculares puestos y no se enteraba de nada.

El prototipo fue avanzando con lentitud por el terreno mientras almacenaba la información en

el disco duro, con cada pasada se recogían nuevos datos que más tarde analizarían, de momento sólo

les interesaba ver lo que el monitor iba mostrando, piedras y más piedras, de diferentes tamaños y

formas, con barridos a diferente profundidad llegando a unos considerables diez metros, a partir de

esa profundidad el margen de error de los datos aumentaba, dejando de ser fiables a partir de los

veinte metros.

A medida que pasaba el tiempo el desánimo se iba apoderando de los ufólogos que veían

como sus expectativas no se estaban cumpliendo, Amador y Germán con el gesto cetrino y Marcel

que acabó dormido en un talud con los auriculares tapándole parte de la cara.

—Señores —dijo Jacinto al cabo de un rato— me temo que aquí no hay nada, al menos que

se pueda apreciar, en cualquier caso esperaremos hasta revisar los datos almacenados.

Trajo el ELME al lugar donde se encontraban y tras unos ajustes empezó a descargar los

datos que aparecieron en la pantalla de su ordenador con la velocidad esperada.

—Magnetita —dijo Germán claramente decepcionado— maldita sea, eso lo explica todo. Es

un enorme yacimiento de magnetita.

Jacinto que había llegado a la misma conclusión se sorprendió de la rapidez con la que el

ufólogo reconoció los datos.

—Eso parece, ¿cómo lo ha adivinado?


144

—Amigo, que mi pinta de indigente no te lleve a engaño, soy geólogo de profesión, he

pasado muchos años trabajando para empresas mineras por todo el mundo, así conocí a Marcel, vivía

cerca de un yacimiento de uranio que descubrió la empresa Sueca para la que trabajaba, ese fue uno

de los motivos por los que decidió marcharse de ese país, claro que sus opiniones sobre el Islam

también ayudaron, digamos que no eran del agrado del creciente integrismo que se estaba gestando.

—Las interferencias en la radio detectadas por el agricultor están relacionadas con los

campos magnéticos, en algunos puntos son realmente fuertes —dijo Jacinto señalando uno de los

gráficos donde podía apreciarse como la beta se situaba cerca de la superficie—, lo mismo sucede

con los aparatos electrónicos que gestionan el motor, todo se ve afectado.

—Más vale que el paisano vuelva a usar el viejo tractor. En fin desmontemos el chiringuito

que aquí no tenemos nada que hacer —Germán se volvía ya un tanto consternado cuando añadió—.

Oh, oh… me temo que tenemos visita.

Todos se volvieron en dirección al camino apreciando la creciente nube de polvo que se

aproximaba, delante de ella, provocándola, un todoterreno avanzaba a gran velocidad con unos

distintivos bien visibles.

—Mierda, el Seprona —dijo Amador que no parecía ser la primera vez que se topaba con

ellos.

Tras detener el vehículo, bajarse del mismo y realizar el saludo que les exigía el reglamento,

todo en ese orden, uno de los agentes dijo:

—A ver, documentación.

Los siguientes minutos se resolvieron entre explicaciones, razonamientos y disculpas varias.

Para empezar los de la Benemérita les comunicaron: que era completamente ilegal prospectar sin la

debida autorización, que les solicitaron y de la que carecían; que los aparatos allí utilizados

necesitaban un permiso expreso, que les solicitaron y del que también carecían; el puente de señales

luminosas que todavía estaba encendido sobre el techo de la autocaravana necesitaba un permiso,
145

que no se molestaron en pedir porque era evidente que no lo tenían. Cuando por fin consiguieron

despertar a Marcel descubrieron que su visado estaba caducado, a pesar de ser francés de nacimiento

se nacionalizó argelino y por diferentes causas que no venían al caso conservaba pasaporte del país

magrebí. Con todo esto y haciendo caso omiso de sus reiteradas protestas fueron amablemente

invitados a acompañarles hasta el cuartelillo sito en Ayna, principal localidad de la zona y lugar

donde se ubicaban las dependencias del Cuerpo.

La comitiva salió de la hondonada con el único alarde luminotécnico sobre el Nissan Patrol

del Seprona, el resto les seguía a la distancia de seguridad que marcaba el código de circulación por

si acaso.

Varias horas después el entuerto quedó resuelto gracias a la intervención de Jacinto y Silvia,

que acreditaron sus respectivas posiciones como científicos y parte de la documentación relativa al

trámite de la patente que afortunadamente llevaban encima. El no haber realizado ningún agujero

sobre el terreno y el no ostentar usufructo alguno derivado de la prospección, ayudo a que los agentes

zanjaran el asunto sin mayores consecuencias, los intentos de Marcel por desacreditar a la Guardia

Civil como parte de una cédula de la CIA en concomitancia directa con el gobierno no cuajó, no por

inverosímil, sino porque a su edad Marcel empezaba a ser ignorado por todos.

Ya en el hotel se relajaron de las tensiones acumuladas a lo largo de aquella jornada, al día

siguiente volverían a Madrid sacando el aspecto positivo de todo lo acontecido: el ELME funcionaba

perfectamente y no había sufrido ningún daño.

Por la mañana quedaron en el aparcamiento para despedirse de los ufólogos y recoger el

prototipo que permanecía en el maletero del Dodge.

Un somnoliento Amador salió de la autocaravana en calzoncillos dejando claro que no tenía

ni frio, ni sentido del ridículo, se acerco a su coche y abrió el maletero para sacar el ELME.

—¡No está!

Un tenso silencio se apoderó del grupo. Otra vez.


146

21. El Centro de Revirding.

Agustín Cifuentes, Basmathi, se bajó de la furgoneta, la misma que le prestara el Gopala

después de que éste se la quedara al separarse de la que le debía el dinero a la que aún tenía los

papeles a su nombre. Lo cierto es que todo eso a Agustín le importaba más bien poco, si las cosas

cambiaban y seguro que cambiarían, dejaría la mierda de furgoneta y se compraría un deportivo que

es lo que siempre había querido.

Estaba harto de comer coles de Bruselas, de llevar el pelo como el mocho de una fregona y de

vestir a la última moda de los Hare Krishna, todo se le había complicado tanto que ya apenas

recordaba dónde perdió el control de la situación.

Cuando pasó lo del carnicero, o se quitaba de en medio, o le quitaban, no tenía elección,

después se fue montando todo el rollo del revirding, del proyecto de vida y todas esas tonterías. Para

su sorpresa había gente dispuesta a dejar sus predecibles vidas para abrazar los nuevos modelos de

convivencia, así y casi sin darse cuenta se encontró con un buen puñado de incondicionales; adláteres

dispuestos a renunciar a todos sus bienes materiales para seguirle. Al principio no fue consciente de

la repercusión que eso podía tener, pero pronto lo vio claro: ser un líder cuesta.

Llevaba apenas seis meses en su escondite de Villanubla cuando comprendió que aquello era

un filón, sus acólitos le entregaban voluntariamente sus ahorros para que él los administrara, de la

noche a la mañana se vio con una cantidad de dinero nada desdeñable, pero insuficiente en cualquier

caso como para una gloriosa retirada en las Islas Caimán.


147

Se dedicó a invertir el dinero con la esperanza de aumentar los dividendos y así acumular

pingües beneficios que le permitieran la ansiada y definitiva escapada.

Andaba concentrado en esos asuntos cuando su padre, que ya barruntaba el final, le contó lo

del dinero enterrado y el plan que debía llevar a cabo para quitar de en medio al heredero, a quien en

un momento de debilidad le contó todo. Eso explicaba dos cosas: que su progenitor mostrara tanto

interés por aquel lugar desde que fallecieran sus dueños y que el terreno estuviera lleno de agujeros

cuando él llegó, como consecuencia de la infructuosa búsqueda de Abundio Buendía.

En aquel momento hizo una valoración estimativa de sus finanzas, tenía los ahorros de un

grupo de personas que le veneraban como líder de un nuevo movimiento pseudoreligioso, pero no

podía disponer de ese dinero libremente, también contaba con una cantidad muy importante

enterrada en algún rincón de aquel pedregal, de momento sólo podía dedicarse a quitar las piedras y

por último estaba el alijo de cinco kilos de cocaína, intocable si no quería acabar en el fondo de un

pantano atado a la rueda de un tractor. Concluyendo: no tenía nada.

Aquella reflexión le deprimió profundamente.

Superado en primera instancia el desajuste emocional comenzó a levantar el pueblo,

recuperando casas y huertos, plantando árboles y abriendo pozos, se convirtió en un sofista con el

beneplácito de su comunidad que ignoraba su verdadera condición. Cuando el centro funcionó por si

solo decidió fiarse de la palabra de su viejo, que a su vez se fió de la del otro viejo y empezó a buscar

el dinero enterrado, de manera selectiva pero consciente de lo complicado que iba a resultar una

empresa de semejante calado.

Todos los años transcurridos parecían ahora un suspiro, una breve interferencia en el devenir

de una existencia cercana a la bienaventuranza. Eso pensaba, influenciado sin duda por sus

redundantes soflamas. Tras aparcar delante de la casa se estiró como un gato para que sus vertebras

recuperaran el alineamiento que se espera de un santón oriental, éstas andaban algo descolocadas

después de pasar varias horas conduciendo. Entró en la casa justo para asistir al ritual del desayuno.
148

El grupo estaba formado por una docena de personas: seis niños, que no paraban de enredar

alrededor de la mesa; un matrimonio de León, que hartos de una insulsa existencia decidieron

abandonar lo del mundanal para entregarse de lleno a la espiritualidad, con la promesa de recibir a

cambio la eternidad y con el compromiso tácito de entregar a la comunidad el peculio conseguido a

lo largo de una vida de sacrificio, aportaban además cuatro críos, uno que vino con ellos siendo un

bebe y los tres restantes nacidos en el seno de la comunidad con modernas técnicas naturales. Los

responsables de los otros dos niños, nacidos en similares circunstancias y tan molestos como un

grano en el culo, eran una pareja que decidió juntar sus almas tras haber hecho lo propio con sus

cuerpos, formando algo parecido a una familia, que aumentaría en cuanto completara ella su ya

avanzado estado de gestación. Lo que aportaron en su día por el bien de la causa no era mucho, pero

Agustín los aceptó por que trabajaban como mulos sin protestar. El grupo lo culminaban dos

mujeres, solteras y ya entraditas en años que por separado acudieron a la llamada: una de ellas, la

mayor, inglesa de Bristol para más señas, que aburrida de plantar rododendros en su ciudad natal se

instaló en España buscando un clima más proclive a sus aficiones, después de pasar varios años en

una comunidad nudista de la Costa Brava acabó en Villanubla. A pesar de tener las carnes flojas y

algo voladizas todavía gustaba de andar en cueros cuando los rigores del clima se lo permitían. La

última componente del grupo era Kamali, que significa espíritu guía en hindú, se daba la paradoja de

ser ese su verdadero nombre. Sus padres, ya venerables ancianos, se lo pusieron después de un viaje

a la India donde al parecer fue concebida, ese nombre le condicionó de tal forma que había dedicado

toda su vida a la búsqueda del Nirvana, sin éxito, pero con inquebrantable firmeza. Su aportación

económica fue mínima, si bien su contribución principal fue la implantación en la comunidad de un

Centro de Revirding, técnica que lleva a quien se presta a ello a retrotraerse hasta el vientre materno

aportando esta experiencia el alimento esencial para la psique y una sensación de bienestar

difícilmente descriptible. En su momento, Kamali aportó también a Agustín el beneficio de sus


149

curvas, algo escandalosas pero por aquel entonces todavía estables y bien definidas, su relación duró

unos años sin que la ruptura ocasionara trauma en ninguno de los dos.

Hubo otros que se acercaron con resultados dispares en cuanto a permanencia, pero todos

dejaron su huella y sus ahorros.

En esa época del año coincidiendo con los fines de semana, solían tener invitados, eufemismo

que utilizaban para referirse a los incautos que pagaban sumas considerables para vivir en comunión

con la Naturaleza, esa comunión implicaba trabajar en el huerto, trabajar en la casa, trabajar con los

animales y disfrutar de unas comidas tan espirituales como insulsas a base de apios, lechugas y

demás especies que la horticultura pudiera aportar, algún que otro huevo de las gallinas, y la leche

que ellos mismos ordeñaban de cuatro cabras resabiadas. Recibían diversas enseñanzas sobre cómo

hacerse lavativas, auto masajearse y limpiarse las fosas nasales introduciéndose por la nariz una gasa

de medio metro hasta que les salía por la boca; tirando por los dos extremos simultáneamente se

dejaban esa parte del aparato respiratorio como una patena, los que conseguían contener las nauseas

acababan encantados con la experiencia. El colofón solía ser el asistir a una sesión de revirding

incluida como la principal atracción del retiro espiritual.

Todo este montaje dejaba a Agustín unos ingresos, que una vez cubiertas las necesidades

perentorias del grupo, iban a parar a distintos frentes inversionistas, con el conocimiento de los

miembros del grupo, pero ignorando en grado sumo las intenciones reales de su líder que no pasaban

por crear un centro de acogida para budistas tibetanos como ellos creían.

Durante el desayuno los del grupo preguntaron a su líder el motivo de la fumigación del

huerto, él les dijo que era un nuevo fertilizante que venía de la India, totalmente ecológico y que

estaba causando furor entre los horticultores biológicos de toda Europa. Mintió para ganar tiempo, ya

pensaría algo cuando las plantas comenzaran a agonizar.

Al término del ágape dialogaron unos minutos sobre temas trascendentales, mientras los

niños sobre todo los más pequeños se dedicaban a tironear a los perros de las orejas y a vociferar
150

descontroladamente hasta la hora de ir a clase, la escuela se situaba allí mismo con la inglesa como

maestra, lo había sido en su juventud y además era la única lo suficientemente sorda para soportar el

griterío de los mocosos.

Cuando Agustín consideró que ya se habían tratado con el rigor necesario los temas que

engrandecían el alma al tiempo que mantenían el ego a raya, se dirigió al más joven de sus

discípulos:

—Échame una mano, tengo un cacharro en la furgoneta que pesa lo suyo.

Salieron fuera mientras los demás se repartían las labores cotidianas: fregar, cocinar, fumigar,

etc.…

—¿Qué es esto, Basmathi?

—Es una hidrosembradora, he pensado aumentar la producción de la huerta, quizá pueda ser

una nueva fuente de ingresos.

—Ahh…sí —masculló el joven convencido.

—Lo dejaremos en el cobertizo con el candado echado, ya sé que las barreras no deben existir

entre nosotros, pero del mismo modo que protegemos nuestras almas puras del acoso de las

tentaciones debemos proteger esta máquina de lo mismo, de la tentación de que la roben.

—Lo han robado durante la noche —dijo Jacinto al agente que le tomaba declaración en el

cuartel de la Guardia Civil, el mismo que el día anterior visitaron por motivos bien distintos.

—Y dicen que el aparato ha sido sustraído del maletero del vehículo —el agente hablaba al

mismo tiempo que aporreaba con dos dedos el teclado del ordenador en una transición no culminada

entre la Olivetti y el Hp Pavilion. Sin levantar la vista del teclado preguntó:

—¿Marca y matrícula del vehículo donde se produjo la sustracción?

Todos sospechaban que la denuncia iba para largo por lo que decidieron ir a tomar algo a un

bar cercano, no habían desayunado aún cuando se empeñaron en acompañar a Jacinto hasta el pueblo
151

para denunciar el robo, de nada sirvió la oposición de éste, no por evitarles la molestia sino porque

empezaba a estar de los ufólogos hasta las narices, aún así y por no discutir más accedió.

Era un pueblo pintoresco rodeado de vertiginosos acantilados calizos y fértiles campos, no en

vano la comarca era conocida como la suiza manchega. De camino al bar el grupo, excepto Jacinto

que se quedó en el cuartelillo, no paraba de lucubrar sobre los posibles motivos del robo. Para

Amador los ladrones sólo estaban interesados en su coche, pero al no conseguir arrancarlo se

llevaron el ELME por despecho; Germán pensaba que su amigo deliraba si pensaba que alguien en

su sano juicio iba querer llevarse ese trasto. Para él la causa, sin duda, era el escándalo formado con

la detención que había alertado a los buscatesoros de la zona y habrían pensado que el prototipo sería

un moderno detector de metales. —Este sitio tiene que estar atestado de objetos antiguos enterrados,

por eso el Seprona está a la que salta.

De lo que pensaba Marcel no opinaron, sus tesis oscilaban entre Moncloa, la Casa Blanca y el

Foreign Office, de manera que le dejaron con sus argumentaciones procurando no soliviantarle

mucho para que al final desistiera de puro aburrimiento. Deni y Silvia apenas hablaron durante el

paseo, se les veía realmente afectados.

Entraron en un bar del centro, un cartel anunciaba que en ese pueblo se rodó “Amanece que

no es poco”, de José Luis Cuerda, Silvia recordaba el film con agrado, le dio la impresión de que

todo lo sucedido era tan surrealista como el argumento de aquella película, icono de lo absurdo.

Jacinto apareció por el bar una hora más tarde, a tiempo para pagar los cafés con tostadas.

—Ya está, dudo que sirva de algo, pero la denuncia está hecha —dijo abatido y

desesperanzado—. Mientras terminábamos el cuestionario llegaron dos agentes que han estado

interrogando a los posibles testigos, lo único que les ha parecido sospechoso es una furgoneta que

estuvo merodeando por la gasolinera a última hora de la noche, nadie ha visto la matrícula, pero

según unos testigos era vieja y estaba pintada de colorines, con esa descripción esperan encontrarla
152

fácilmente, aunque no pueden estar seguros de que esté implicada en el robo. En fin, sólo podemos

esperar.

Todos se mantuvieron en silencio, incluso Marcel, que a pesar de su constante ausencia de la

realidad comprendía lo decaído que estaba el inventor.

El único que se atrevió a romper el mutismo fue Germán que preguntó:

—¿Qué, otro cafelito?


153

22. El hacker.

De nuevo a bordo de mi automóvil. Vuelvo a Madrid. Tengo que coger unos días de

vacaciones. Me veo forzado a ello. No es que me incomode ausentarme del trabajo, al contrario, mi

nexo es únicamente coyuntural como creo haber dejado claro en más de una ocasión y seguiré

haciéndolo aun a riesgo de ser pesado, lo que me preocupa es la complicación derivada de esa

ausencia. Como mis asuntos acostumbran a ser pocos, al menos aquellos que revisten cierta

importancia, espero poder solucionarlos con presteza. Estableciendo un orden de prioridades diré que

el estado de mis finanzas puede fácilmente encabezar esta lista, por lo tanto en cuanto llegue a casa

consultaré mi saldo para destinar una parte al desembolso que supondrá pasar un tiempo al amparo

de un establecimiento hostelero. No soy de los que dilapidan su patrimonio de manera que este

dispendio extra será considerado como inversión en una empresa, que de simple ha pasado a magna

sin apenas darme cuenta.

Siguiendo con la lista de prioridades diré que una ausencia prolongada requiere algunos

ajustes en lo doméstico. Empezaré vaciando el congelador para poder dejar el suministro eléctrico

debidamente cortado, la misma suerte correrá agua y gas ciudad. Para pedir unos días de vacaciones

tendré que pasar por la oficina, ya que como es preceptivo en el funcionariado la solicitud ha de

hacerse por los cauces ordinarios, vamos que tengo que avisar con tiempo.

Imbuido en mis pensamientos veo pasar los kilómetros con una celeridad endiablada, llevo

una velocidad constante, o de crucero como la denominan algunos, desde mi punto de vista la justa
154

para evitar que las rayas discontinuas pintadas sobre el asfalto me causen mareo. A pesar de lo

adecuado de mi conducción veo con estupor cómo otros conductores más temerarios e

irresponsables, me adelantan como una exhalación desdeñando su propia seguridad y lo que es peor,

la mía, tal es el caso de dos vehículos que en actitud del todo reprobable parecen competir por

alcanzar una imaginaria meta: una vieja autocaravana seguida a escasos centímetros por un enorme

coche, antiguo, de los que utilizaban los correligionarios del dictadorzuelo que atenazó durante años

a este país.

La humareda que van dejando los dos vehículos es tal que me veo obligado

momentáneamente a regular mi propia marcha hasta que se haya disipado.

Después de formalizar la denuncia el grupo decidió abandonar el pueblo, la permanencia

además de inútil era contraproducente, ya que según les expresó el sargento de la Benemérita su

presencia, que estaba lejos de ser discreta, podría alertar a los ladrones haciéndolos huir. El

argumento era tan absurdo como cualquier otro, pero la necesidad de volver a Madrid hizo que la

partida no se demorara. El asunto del robo quedó por lo tanto en manos de las autoridades

competentes.

Jacinto y Silvia por un lado regresaban para poner en orden sus asuntos. Amador y Deni por

el otro regresaban simplemente, mientras que los dos alienigistas al no tener nada mejor que hacer

pusieron rumbo a la capital para establecer una hoja de ruta.

Una vez en la oficina recojo cuatro cosas de mi mesa, no es mucho y no es que lo necesite

precisamente, lo que trato de evitar es que desaparezca, dicho así pudiera parecer que desconfío de

mis compañeros, pero no lo hago, en todos estos años me he asegurado de no poseer nada que les

pueda interesar, ese es precisamente el problema. Cada vez que mi ausencia se prolonga varios días

por el motivo que sea, el personal de limpieza invade mi territorio, ordena, clasifica y elimina, todo
155

ello sin mi consentimiento y con el resultado que ellos esperan pero no yo. Con el fin de evitarlo

guardo mis pertenencias bajo llave para que a mi regreso pueda restablecer el orden, el mío, algo

particular… lo sé, pero me gusta.

Oficialmente mis anticipadas vacaciones no empiezan hasta mañana, eso me deja con una

jornada por delante para realizar llamadas, establecer algunos contactos y con ayuda de la base de

datos realizar consultas que en este momento me pueden ser muy útiles. Me entrego a esta tarea tan

fervientemente que incluso he devuelto el saludo a López sin darme cuenta.

El día puede ser más útil de lo que yo imaginaba si la persona que está entrando en la oficina

en este mismo instante trae las noticias que espero.

—Señor Víguenot, me alegro mucho de verle —se para delante de mí y su silencio me hace

insistir.

—Supongo que estará solucionado el problemilla con su prototipo, ¿verdad?

—Lo han robado.

—Sí, ya sé…, me lo dijo la última vez que hablamos —le digo algo confuso.

—Quiero decir que lo han robado, otra vez —expone cabizbajo pero sereno.

—¿Otra vez? —repetir lo último que mi interlocutor dice me resulta tan estúpido como a

cualquiera, pero me sale así.

—La Guardia Civil está detrás de una pista, una furgoneta sospechosa, aunque sinceramente

no creo que sirva para nada. Esto empieza a ser realmente extraño. ¿Quién puede estar interesado en

el ELME? Sobre todo teniendo en cuenta que quien lo tenga no podrá utilizarlo, el sistema está

protegido con una contraseña.

—Reconozco que estoy consternado por usted, no es que yo tenga un interés personal en su

invento, pero claro soy de esos funcionarios que se involucran, fallo mío, y ahora me encuentro en

una situación un tanto embarazosa, toda la documentación entregada, he movido algunos hilos… me

preguntaba si no podría hacer otro, no sé, más sencillito quizá.


156

—Imposible, la complejidad del aparato es tal que necesitaría varias semanas y sinceramente

no tengo ánimos para volver a empezar. Si no aparece, abandono —su tono aun siendo algo

melodramático no parece dejar lugar a dudas.

—Le entiendo perfectamente, yo en su caso haría lo mismo. Cuando las cosas no están de

Dios… —digo maldiciendo para mis adentros.

Esto más que un contratiempo es una auténtica putada, tengo al hippy entregado en la tarea de

arrasar el huerto y por si fuera poco está el asunto de la coca, que podría acabar con los de narcóticos

aporreando mi puerta.

—Tranquilo señor Víguenot, que si puedo hacer algo por ayudarle lo haré gustoso —le digo

quitando hierro al asunto.

Tras agradecer mi gesto se va con el suyo torcido. Parece que tendré que hacer algún cambio

en los planes iniciales, pienso mientras le veo alejarse camino de las escaleras. De ninguna manera

voy a renunciar a mi objetivo ahora que después de tantos años tengo esperanzas de encontrar mi

herencia. Cogeré las vacaciones, el Clío y saldré de nuevo para Villanubla, y lo haré tan pronto como

devuelva los últimos congelados de braseado de verduras al súper.

Agustín salió del cobertizo malhumorado, cerró de un portazo y tras echar el candado se fue

hacia la casa, los niños acababan de terminar sus clases con la inglesa, lejos de parecer educados, que

es lo que se espera en un proceso llamado educación, éstos salían de la clase como entraron, es decir

como borregos. Su discrepancia sobre los métodos de la maestra para acercar a los niños al mundo de

la cultura era bien sabida, pero lo aceptaba para parecer tolerante, cosa que suele encumbrar a los

líderes y así hacer lo que les venga en gana sin parecer autoritarios. En esos momentos el que los

niños fueran de otros ayudaba bastante y el pensar que su futuro no pasaba por compartirlo con ellos

aún más.
157

Dejó que salieran a la calle vociferando y dando patadas a todo lo que se ponía por delante,

incluyendo sus espinillas si no lograba ponerlas fuera de su alcance a tiempo. Cuando tuvo la

seguridad de estar solo en la habitación cogió el teléfono y marcó un número.

—¿Se puede saber cómo funciona este trasto? —dijo conteniendo a duras penas el tono de su

voz, y sin esperar a que contestaran al otro lado cerró toda posibilidad de diálogo—. Más vale que

vengas aquí ahora mismo y lo pongas en marcha, si no cojo este chisme y lo tiro por un barranco, me

la estoy jugando para nada —le hubiese gustado colgar dando un golpe con el auricular, pero lo más

que pudo hacer fue apretar el botón rojo con saña—. ¡Putos móviles!

Al salir de la casa con cara de pocos amigos vio como se acercaba uno de sus acólitos.

—Basmathi el campo está fertilizado, el producto será muy natural, pero apesta como un

calcetín usado, hemos gastado toda la garrafa, como sobraba un poco hemos aprovechado para

echarle también a los rododendros de la entrada.

—Muy bien, pues nada a seguir con lo vuestro que yo tengo cosas que hacer.

En unas horas el huerto se empezaría a secar. Los rododendros los plantó la inglesa fuera del

huerto, pero ya puestos, —a la mierda con los rododendros—, pensó.

El aparcamiento de AMSA estaba repleto, el Dodge y la autocaravana completaban el

reducido espacio que dejaban libre el resto de cachivaches apilados, Amador tenía la habilidad de ir

acumulando cosas inservibles con la esperanza, decía, de que algo pudiera utilizarse en el futuro.

El cuarteto se sentaba alrededor de una mesa rectangular de cartón recuperada de un

contenedor tras una feria de reciclaje.

—¿Esto aguanta? —preguntó Marcel presionando la parte superior del mueble y rascando

con la uña la superficie.


158

—A lo que estamos, hemos perdido un aparato muy costoso y que puede ser de gran ayuda en

nuestras investigaciones y como en parte somos responsables de su desaparición vamos a emplear

todos nuestros conocimientos para recuperarlo, ¿estáis de acuerdo?

Germán asintió sin demasiado entusiasmo, Marcel comentó que a esas alturas el aparato

estaría en manos de alguna potencia extranjera y Deni, que estaba muy afligido por todo lo que había

pasado, se limitó a expresar sus dudas sobre el entusiasmo que mostraría Jacinto Víguenot al conocer

su desinteresada ayuda.

—Bien, pues si estamos todos de acuerdo empezaremos por escanear todas las

conversaciones de la policía por si sale algo relevante al caso. Deni, tú empezarás el primer turno.

Para Deni aquello no era más que otra pérdida de tiempo, se levantó de la mesa y se fue

detrás de unas estanterías en donde Amador tenía camuflado un escáner totalmente ilegal para

escuchas de radiofrecuencia, se colocó los auriculares, sintonizó una frecuencia usada por la policía y

se dispuso a echar una siestecita arrullado por las idas y venidas de las conversaciones ajenas.

—Creo que lo más indicado en un caso como éste es mantener vigilado al inventor, si la

Guardia Civil se pone en contacto con él no nos enteraremos. Intentaré colarme en su ordenador para

ver si recibe o envía algún correo relacionado con el tema —dijo Germán.

Entre sus variadas aficiones, Germán tenía la de jugar con los ordenadores, si éstos eran de

otros el juego era más divertido. Cuando dejó su trabajo como geólogo estuvo una temporada

dedicado a la seguridad informática para empresas de distinta índole, un samurái en la jerga utilizada

por los hackers. Empezó a moverse por esa subcultura sin demasiado entusiasmo, pero era un

inconformista y todo lo que tuviera que ver con fastidiar a ciertas instituciones sin hacer esfuerzos le

gustaba, siempre había ido a su aire y en La Red todo se etiquetaba amparándose en el anonimato. Al

final su relación con el mundo empresarial se deterioró de tal manera que de White hats, o sea de los

buenos, pasó a Grey hats, de moral más ambigua pero sin llegar a ser un chico malo. Su visión de los
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hackers era ecléctica y con el tiempo dejó de relacionarse con ellos para ir por libre, claro que

mantenía algunos contactos. —Nunca se sabe a quién puedes necesitar— solía decir.

Pasaba de los hacklab, hackmeeting y de todos los espacios autónomos que promovían el

dialogo, todo ese rollo de conciencia colectiva, justicia social, libertad de conocimientos, apropiarse

de tecnología para compartirla con todos…, para Germán lo único importante era sacar algún

beneficio, pero sin arriesgar demasiado. No quería acabar en la cárcel con algunos ilustres activistas

como Kimble, Mitnick o John Draper “Capitán Crunch” el phreaker más famoso de todos los

tiempos, al único que admiraba, inventor del blue boxes, un sistema para realizar llamadas

telefónicas gratis. Lo mismo que él mantenía una guerra abierta con las compañías telefónicas, las

consideraba un nido de estafadores que no merecían consideración.

—Tosi y yo nos encargamos —Tosi era su portátil, un Toshiba Tecra M5 una de las

máquinas más potentes del mercado que además contaba con algún tuneo personalizado que

aumentaba sus prestaciones.

La vida de Germán era simple dentro de lo que cabe, vivía de una pensión de invalidez

conseguida con la ayuda de sus habilidades. Entrar en la Seguridad Social no le resultó fácil, pero

cuando lo consiguió hizo algunos cambios oportunos en los expedientes y pasó a ser un humilde

pensionista con una incapacidad en una pierna, no recordaba en cual, que le impedía ejercer su

trabajo con normalidad. La pensión que se asignó era suficiente para no tener que preocuparse de

nada, y además se podía permitir algunos juguetes caros para entretenerse.

—Bueno, pues si todo está claro seguiremos con el plan, en cuanto tengamos algo,

estableceremos contacto —dijo Amador entre movimientos espasmódicos que se incrementaban de

manera exponencial cuando estaba nervioso.

Marcel por su parte no dijo nada, su carácter agrio chocaba con todos, pero en contra de lo

que pudiera parecer en lo tocante a sus funciones dentro del grupo asumía mansamente cualquier
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cometido que se le encomendara, normalmente no se le encomendaba nada para evitar males

mayores, de manera que todos estaban contentos.


161

23. Los hermanos.

Estaba a punto de ponerse el sol cuando un vehículo se acercó lentamente hasta la casa

principal, el cielo despejado dejaba una franja anaranjada sobre el horizonte, este hecho, aunque

cotidiano, era de incuestionable belleza, pero quedaba eclipsado por el profundo malestar que se

respiraba en el ambiente. Ignorando el crepúsculo y su despliegue cromático el conductor se detuvo,

tocó el claxon un par de veces y al instante la cortina de la ventana se movió levemente, no había

cesado su oscilar cuando la puerta se abrió.

—Hombre, hermanita, por fin —Agustín se acercó al coche que acababa de aparcar junto al

macizo de rododendros.

—Sabes perfectamente que he tenido que hacer un gran esfuerzo para venir así que menos

cachondeo —dijo Silvia saliendo de un Golf de color rojo.

—Aquí todos estamos haciendo muchos esfuerzos. Venga, no te enfades que cada vez

estamos más cerca —se acercó y le dio un abrazo afectuoso. Siempre se habían llevado bien, pero la

situación era realmente grave. Una vez deshecho el fraternal abrazo se quedaron unos segundos

mirándose cogidos de las manos.

—La que hemos liado, Agustín.

Silvia estaba al borde de una crisis de ansiedad, además de estar cometiendo un delito, hecho

grave y de luctuosas consecuencias todavía no calculadas, se sentía fatal por traicionar a Jacinto. De

alguna manera se sentía responsable de su hermano, sobre todo desde que se metió en el monumental
162

enredo que era su vida, Silvia era apenas dos años mayor que él, pero siempre se había comportado

como una madre desde que ésta les faltara siendo niños. Más tarde, al morir su padre, sintió la

obligación de ayudar a su hermano pequeño cuando éste tuviera problemas, o sea, casi siempre.

Agustín tenía la extraña habilidad de meterse en los líos más insólitos sin pretenderlo y una vez

envuelto en ellos los enredaba hasta límites insospechados, lo que tenían en este momento era difícil

de calificar, estrambótico siendo suaves, y ella estaba involucrada irremediablemente, por voluntad

propia derivada del afecto que le profesaba pero también por interés, nunca negó su deseo de

encontrar el dinero enterrado, estaba harta de mendigar subvenciones para financiar sus excavaciones

mientras algunos de sus colegas se convertían en estrellas mediáticas con fondos casi ilimitados.

—¿Dónde está el ELME?

—¿El qué?...Ah, te refieres al puto trasto. Está aquí en el cobertizo.

Agustín abrió el candado y empujó una puerta de goznes oxidados soltando el previsible

chirrido al abrirse, entornó la hoja hasta dejar el paso suficiente para entrar. El cuartucho abarrotado

de trastos sólo tenía un ventanuco que apenas permitía el paso de la luz a esa hora tardía, así que

buscó el interruptor a tientas para encender una escuálida bombilla de pocos vatios y menos luxes.

—Aquí lo tienes —dijo retirando un toldo azul que lo cubría por completo.

—Espero recordar cómo funciona, he visto a Jacinto un par de veces cómo lo ponía en

marcha y discretamente le pedí que me lo explicara con detalle, pero es complicado de configurar.

Silvia dedicó un buen rato a poner en marcha la alimentación con la batería de litio, accionar

interruptores y conectar manguitos, por suerte su trabajo como arqueóloga implicaba en muchas

ocasiones el uso de herramientas y se consideraba ducha en su manejo.

—No va —dijo escuetamente al cabo de un rato.

—No va —sabía la respuesta, pero de todas formas preguntó— ¿El qué no va?

—Pues que no puedo ponerlo en marcha, la contraseña es errónea.

—Prueba otra vez, quizá te has equivocado.


163

—Ya he probado tres veces, es evidente que ha cambiado la contraseña, no puedo acceder al

sistema y sin el ordenador el resto no sirve para nada.

—¡No me jodas! O sea que, ¿estamos como al principio? —Agustín empezó a mesarse

pesadamente la mata de rastas.

—Mira, no sé lo que vamos a hacer, de momento necesito descansar, ahora no puedo pensar

con claridad —miró el reloj y añadió—. Es tarde, vamos a cenar y ya veremos lo que hacemos.

Cuando salieron del cobertizo era noche cerrada, cerraron la puerta y se encaminaron hacia la

casa, al pasar junto al huerto se pararon en seco.

—¡Pero, qué demonios es esto! —dijeron casi a la par entre alarmados y perplejos.

Justo en el momento en que me dispongo a acostarme suena el teléfono con insistencia, en

realidad suena como siempre, pero cuando uno está a punto de acostarse a la hora que suele hacerse

esto, es decir tarde, el sonido siempre resulta insistente y desagradable por lo inoportuno. Estoy a

punto de no contestar con la seguridad de que se tratará de un error, no obstante la curiosidad me

puede y ante la nada desdeñable oportunidad de soltar algún improperio al causante del equívoco

decido cogerlo.

—¿Qué clase de cretino llama a estas horas?

—¿Pero se puede saber qué has metido en la puñetera garrafa? —me sueltan sin mayores

preámbulos y obviando mi pregunta al otro lado de la línea.

—¿Eres tú, Agustín? —digo creyendo reconocer la voz del hippy.

—¡Pues claro que soy yo, quién si no! ¡Qué mierda me has dado para fumigar, tenemos el

huerto iluminado como un árbol de navidad!

—A ver, respira hondo y explícate porque no entiendo nada, ¿de qué me estás hablando? —la

pregunta me parece lógica aunque al formularla voy atando cabos y barrunto el motivo de su

desabrida reacción. Empiezo a temerme algo.


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—Hemos fumigado el huerto con el producto que me dejaste y no sólo no se han secado las

plantas, podríamos decir que ahora lucen mejor que nunca, y no lo digo en sentido figurado, lucen

literalmente; vamos, que brillan con una intensidad fosforescente verde azulada. Precioso si no fuera

porque se ve a varios kilómetros y llama más la atención que un cura en un burdel.

—No tengo ni idea de lo que puede haber pasado, aunque sospecho que podría estar

relacionado con un químico octogenario, es probable que dada su vetustez haya confundido la

fórmula del herbicida, en todo caso y dadas las circunstancias ya es demasiado tarde para

lamentaciones, esperemos que esos efectos que me describes desaparezcan con la misma presteza

que se han manifestado. Huelga decir que por lo circunspecto del caso que nos ocupa habrá que

tomar medidas para ocultarlo.

—Demasiado tarde, colega, el compañero que se ha encargado de la fumigación al ver la

súbita luminiscencia ha llamado a varias televisiones locales pensando que se trataba de una fuga

radioactiva procedente de alguna central nuclear. Tenemos a un nutrido grupo de reporteros

realizando sus interviús a todos los curiosos que se están concentrando junto al huerto, en este

momento debemos estar en todos los informativos de última hora.

La explicación del Basmati lejos de tranquilizarme, cosa que no creo que pretenda, me deja

turbado. Me concentro en modular mi respiración hasta lo fisiológicamente razonable y le explico

que por la mañana cogeré el auto y pondré rumbo a Villanubla, que no se ponga nervioso y trate de

lidiar lo mejor posible a los periodistas. Para minimizar el impacto visual le sugiero que tape la finca

con toldos, paja o lo que tenga más a mano, como me ha colgado después de mandarme a la mierda

entiendo que no dispone ni de toldos, ni de paja. Procuraré descansar un poco antes de encaminarme

de nuevo hacia allí. —Alea jacta est— pienso mientras me acuesto de nuevo, por alguna razón los

latinajos me salen solos al verme sometido a tanta presión, de mi acidez estomacal prefiero no

hablar.
165

—Amador, prepara tus cosas que salimos de viaje —dijo Germán en cuanto éste se puso al

aparato—. Tenemos un caso muy interesante a la vista.

—¿Tú sabes qué hora es? —preguntó adormilado intentando bajar el tono para no despertar a

su mujer que roncaba con estrépito al lado.

—Lo sé perfectamente. Acabamos de ver en televisión una noticia relacionada con una

posible manifestación extraterrestre, un campo de hortalizas iluminado con una luz fluorescente de

origen desconocido, puede proceder de la radiación de una nave alienígena, ya hemos oído hablar de

casos similares. En cuanto amanezca nos ponemos en marcha —sentenció sin darle ninguna opción.

Amador miró el reloj y pensó que si no era tarde para que le despertaran a él tampoco lo sería

para despertar a Deni, así que buscó el número de su ayudante y le llamó para ponerle en

antecedentes.

A las siete de la mañana el Dodge Dart aparcó dando un frenazo frente a la casa de Deni. Al

oír el inconfundible sonido, mezcla de motor revolucionado y petardeo convulso, se asomó a la

ventana para cerciorarse de que su jefe le esperaba abajo, a pesar de lo temprano los bocinazos no se

hicieron esperan. Cuando Deni subió al coche, Amador arrancó de un acelerón con derrapaje

incluido despreciando el descanso del vecindario y la goma de sus neumáticos.

En el camino hasta el taller le explicó con más detalle a dónde iban y por qué, normalmente

Deni no viajaba con él a sus disparatadas reuniones con los alienigistas, pero en esta ocasión su

presencia se hacía indispensable, según le dijo tenía que ayudarles por lo extenso del terreno, por la

necesidad de tomar muestras y porque no tenían nada de trabajo en el taller desde que concluyeran el

prototipo del señor Víguenot. Aparcaron junto a la autocaravana de Marcel, que insistió en quedarse

allí para ahorrarse ir a un camping. Habían tirado un cable desde el lugar donde la tenían aparcada

hasta el taller para disponer de electricidad. A pesar de ser un vehículo viejo y destartalado Marcel y

Germán disfrutaban de un cierto confort, gracias a los ingenios de Germán disponían de televisión

por satélite, internet, teléfono y un sofisticado equipo de radioescucha, todo ello pirateado con
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maestría por el hacker, el interior estaba repleto de aparatos fabricados en su mayoría por él, varios

ordenadores, además de su “Tosi”, y un impresionante equipo de audio dotado con unos “Dionisios”

los Catanzaro Acoustics Dl 253 / Lpa 1133, ideales para percibir cualquier variación de sonido en su

búsqueda de frecuencias de radio por los confines de la galaxia. La extravagancia de la autocaravana

se completaba con dos parabólicas y una antena de radio telescópica acopladas al techo, las luces de

emergencia que llevaban junto a las parabólicas fueron confiscadas por la Guardia Civil de Ayna,

aún así el vehículo distaba mucho de pasar desapercibido.

Tocó varias veces a la puerta hasta que ésta se abrió, Marcel hizo un ademán de saludo y les

indicó que entraran, dentro se encontraron a Germán, por su indumentaria resultaba evidente que se

acababan de levantar. La visión de los dos hombres en calzoncillos minaba cualquier interés por

compartir el desayuno en aquel espacio reducido.

—Sentaos, hay tostadas y café de sobra —dijo Marcel mientras abrasaba unas indefensas

rebanadas de pan al mismo tiempo que se rascaba una nalga blanquecina que le asomaba por debajo

de los gayumbos, demasiado grandes para su escuálido trasero.

Dejó caer las tostadas sobre una bandeja mostrando sus escasas aptitudes culinarias y la

mugre renegrida de la sartén. Al sentarse por fin en torno a la pequeña mesa discutieron sobre el

itinerario a seguir y el equipo necesario para el trabajo de campo que llevarían a cabo, sobre el

vehículo no cabía discusión posible, Marcel no dejaría su casa rodante, además la mayor parte del

equipo se hallaba instalado en la misma, así pues, estaba decidido, irían con el viejo con el

considerable ahorro en gasolina y en alojamiento. Todos se mostraron conformes excepto Deni, la

idea de dormir los cuatro en ese cuchitril le seducía tanto como un forúnculo en el culo.

Recogieron los restos del condumio y tras vestirse los dos que lucían aún sus carnes, enjutas

las unas, rollizas las otras, se pusieron en marcha. Marcel insistió en conducir a pesar del malestar

que manifestó Amador, siempre que tenía ocasión sacaba a colación su pasado como piloto de rallyes

y por lo tanto en ser el más apropiado para la conducción. Mientras los dos seguían discutiendo sobre
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su dilatada experiencia al volante, cosa que nadie dudaba en el caso de Marcel, Germán programó el

GPS para que el itinerario fuese apareciendo en un monitor con indicaciones personalizadas sobre

cruces y desvíos.

—Los aparatos convencionales son muy aburridos —dijo girando el pequeño monitor para

que sus amigos vieran los ajustes que había realizado, la consabida voz femenina que anuncia los

preceptivos cambios en la ruta venía acompañada de la sensual figurita de una fémina que se

contorneaba de un lado a otro como si anunciara el siguiente round en un combate de boxeo.

—Ahora está listo, amigos. ¡A Villanubla!


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24. La reunión.

Hace rato que el sol salió, el tiempo parece bueno y el fresquito de la mañana agradable. Es

cierto que la persistente niebla no permite gozar de una perfecta visibilidad, pero es igualmente cierto

que este meteoro lejos de ser molesto deja en el paisaje unos retazos adheridos al camino que le

confieren una belleza fantasmagórica. Hasta yo, que no suelo apreciar estas cosas, lo aprecio.

Conduciendo con alguna precaución extra debido precisamente a la niebla, que aunque bella merma

la correcta visión del camino, llego a la chopera fácilmente reconocible por las altas copas que

asoman por encima de lo que la niebla difumina por debajo. Detrás las casas restauradas se intuyen

lo mismo que el huerto, motivo de mis más recientes preocupaciones. Al acercarme veo, no sin

pesar, que el hippy tiene razón, son varios los vehículos que se encuentran estacionados en las

inmediaciones, destacando sobre todos ellos uno de proporciones superiores, del tipo casa con ruedas

y dotado de unas aparatosas antenas en su techo. A pesar de lo concurrido la explanada es grande y

puedo dejar el Clío debidamente estacionado, como ignoro la naturaleza del evento y el personal que

como moscas en la miel revolotea por aquí, decido buscar una entrada más discreta por la parte

trasera del edificio. Sorteando una pequeña jungla de plantas entre las que me parece distinguir un

lilo; no es que yo que soy más bien urbanita distinga las diferentes especies que cuelgan de la

pérgola, pero los racimos de flores del color que define esa planta y su olor empalagoso me han dado

la pista definitiva. Pues bien, sorteando hojas y racimos encuentro lo que busco, una puerta, trasera

por definición ya que se encuentra en la parte de atrás. Entro sin llamar porque hacerlo me parece
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fuera de lugar, pensando que esta entrada dará a una estancia secundaria como la cocina. Me

equivoco, al entrar me encuentro de golpe en un salón con un nutrido grupo de personas dialogando,

al menos eso hacían hasta que al verme todos se giran y callan.

—Buenos días —digo por decir algo.

—Buenos días —me responden algunos que no todos.

En eso se acerca el Basmati, me coge del brazo en un visaje de complicidad que no entiendo

ni comparto y me desplaza unos metros del centro de la reunión, su intención, supongo, es decirme

algo con la privacidad que nos confiere el alejamiento.

—Por si no tuviéramos bastante con la prensa ha venido un grupo de ufólogos a meter las

narices, dicen que estamos ante una manifestación extraterrestre, he intentado explicarles que esto no

tiene nada que ver con los marcianos, pero no me hacen ni puto caso.

—No perdamos la calma, ¿cómo está el huerto? —pregunto para ir entrando en materia.

—Al amanecer ha dejado de brillar, pensábamos que se habrían pasado los efectos pero al

coger una planta y meterla en una zona oscura de la casa se ha encendido como una bombilla.

Reaccionan en la oscuridad.

—Parece que se trata de alguna respuesta bioquímica similar a la que se produce en las

luciérnagas —le digo, dejando de manifiesto que mis años de ver documentales no han sido en vano

—. El que preparó el herbicida debió cometer algún error en la fórmula causando el tan casual como

inoportuno incidente.

Tras concluir mi exposición el Basmati me exhorta a encontrar una solución y me sugiere

avisar al químico para que arregle el desaguisado, dice también, creo que con sorna, que si ésta es mi

idea de hacer las cosas con discreción. Unos momentos después que me sirven para reflexionar, no

mucho pero algo es algo, le digo que conociendo a don Veneroso y le explico quién es don

Veneroso, no me parece buena idea, pero después de meditarlo pienso que quizá el abuelete tenga un
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herbicida que funcione de verdad y el efecto se disipe con el fenecimiento definitivo de las

hortalizas.

Con la promesa explícita de contactar con don Veneroso nos reintegramos al grupo, no tengo

ningún interés en conocerlos, pero dado el curso de los hechos me abstengo de expresar mis

misantrópicas opiniones.

—¿Quién es éste? —pregunta el más viejo de todos, un fulano todo pellejo con acento de

gabacho.

—Verán ustedes, ya les he dicho que todo es un error, este señor se encargará de explicárselo

con todo lujo de detalles —el hippy me pasa con descaro la patata caliente, por lo que no me queda

más remedio que subir a la palestra.

—Señores, el fenómeno que han visto todos ha sido producido por una extraña concatenación

de elementos, químicos para ser exactos, que sumados a un capricho de los astros, y de eso los

señores aquí presentes sabrán más que yo, ha derivado en algo tan espectacular como baladí.

—Tú flipas, tío —me suelta un orondo personaje embutido en unos ridículos pantalones de

cuero, el resto de su indumentaria no hace sino empeorar la primera impresión que me ha causado.

Después de ese comentario siguen a lo suyo discutiendo sobre sus disparatadas teorías, una

vez más me siento ignorado sin yo pretenderlo. Cuando todo parece seguir sin remedio un curso

falible llaman a la puerta, al abrir aparece una chica. No le presto demasiada atención, no soy muy

dado a dejarme seducir por el sexo opuesto, pero en este caso pronto me veo obligado a prestarle la

atención que he obviado en un principio.

—¡Silvia!, ¿qué haces tú aquí? —preguntan dos de los que se identificaron como ufólogos,

mientras que los otros dos expresan igualmente su sorpresa. Deduzco sin esfuerzo que se conocen,

del mismo modo veo un posible parentesco con Agustín Cifuentes, en parte por el parecido

subyacente, en parte porque se dirige a ella como su “hermanita”.


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Unas explicaciones pertinentes que escucho sin pretenderlo, pero con una lógica curiosidad, y

me entero que la hermana del hippy conoce a los ufólogos por su relación con el inventor de una

máquina desaparecida mientras prospectaban un campo cerealista buscando evidencias de vida

extraterrestre, aunque fueron más explícitos omito los detalles por inconsistentes y absurdos, la

cuestión es que por razones que me son desconocidas el inventor del que hablan es mi inventor y el

aparato desaparecido, mi aparato. ¿Qué hace toda esta gente aquí? y ¿cuál es su relación con Jacinto

Víguenot? Estas son por ahora cuestiones para las que no tengo respuestas, a su debido tiempo y con

el adecuado interrogatorio esa información llegará.

Aprovecho la escasa atención de la que soy objeto para dar una vuelta de reconocimiento, he

estado aquí varias veces en las últimas semanas, pero aún desconozco ciertos aspectos sobre esta

comunidad que parece vincularse a lo religioso, adalid de lo dogmático, próxima al sofismo en sus

diferentes acepciones y que sospecho más entregada a la lisergia que a la liturgia.

Al salir de la vivienda principal me encuentro con un grupo de periodistas que se arremolinan

alrededor de otro de los ufólogos, el más alto de ellos, un tipo desgarbado con insistentes

movimientos espasmódicos de carácter nervioso. Ver este circo mediático me produce consternación,

desde el principio he basado todo mi planteamiento en la mesura, en este momento me pregunto si se

pueden torcer más las cosas, la respuesta viene sola al ver a este personaje que se ha erigido como

portavoz del grupo.

—¿Podría explicarnos cómo se ha producido este fenómeno? —preguntó una avezada

periodista acercando a la cara de Amador un micrófono con el logotipo de una conocida cadena de

televisión.

—En nuestra opinión, este fenómeno podría estar relacionado con la luminiscencia marina,

una rareza que se conoce desde los tiempos de Cristóbal Colón, el propio Julio Verne lo describe en

su libro “20.000 Leguas de viaje submarino”. La Ciencia ha intentado sin éxito demostrar su origen,
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se dice que puede haber una relación con unas bacterias y unas algas. Nada concluyente. Lo cierto es

que hay numerosos avistamientos de ovnis saliendo de las profundidades marinas acompañadas de

luminiscencias sobre la superficie del agua, aunque no sabemos aún qué las produce todo apunta a la

reacción de sus combustibles en contacto con la idiosincrasia de nuestra biología, tan ajena para ellos

como lo es la suya para nosotros. En este huerto creemos que se ha producido la aproximación de

una nave, es posible que con la intención de efectuar un aterrizaje, al aproximarse y ver los

caballones perfectamente alineados, no han querido perjudicar las hortalizas plantadas, de manera

que han abortado la maniobra, no olvidemos que vienen para ayudarnos no para acabar con nuestro

sustento, y si bien es cierto que en alguna ocasión han aterrizado en campos de cereales dejando unas

marcas circulares bien visibles, tomates y berenjenas parece infundirles un mayor respeto que el trigo

y la cebada.

Amador argumentó con vehemente autoridad sobre éste y otros asuntos relacionados con

manifestaciones de origen extraterrestre ante la sorpresa de los periodistas más serios que fueron

perdiendo interés a medida que las explicaciones se volvían más disparatadas, quedando al final tan

sólo los que explotaban el carácter sensacionalista y frívolo de la televisión.

Dentro de la casa las cosas no estaban mucho mejor. Silvia se acercó a su hermano, la

arqueóloga estaba cada vez más angustiada por el cariz que tomaban los acontecimientos, la noche

anterior después de contemplar con estupefacción los efectos del herbicida decidió irse a un hotel a

descansar, en parte para alejarse de las preocupaciones, en parte porque no aguantaba el papel

mesiánico que desempeñaba su hermano con su grupo de adeptos.

—El joven que ha venido con los ufólogos es el que construyó el prototipo con Jacinto, es

posible que él conozca la contraseña para ponerlo en marcha, pero eso implicaría revelar que lo

tenemos —le dijo a su hermano intentando buscar una solución.


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—A estas alturas me tiene sin cuidado que se entere, eso sin contar que tenemos aquí al

Abundio tocándonos las pelotas, cuando sepa que existe un aparato capaz de encontrar el dinero

enterrado ya nos podemos despedir de quedarnos con toda la pasta.

—Deni tiene una relación muy estrecha con Jacinto, no será fácil convencerle de que nos lo

hemos llevado prestado y que lo pensábamos devolver, pero supongo que tendrá un precio, no parece

sobrarle el dinero —dijo Silvia.

—Genial, a este paso no nos va a sobrar a ninguno —sentenció Agustín que no paraba de

rascarse la cabeza buscando un hueco entre el amasijo de rastas.

Silvia fue hacia el rincón donde sesteaba Deni intentando paliar los efectos del madrugón,

aprovechó la aparente calma después de que todos salieran a atender a los medios y se sentó junto a

él. La arqueóloga le explicó con determinación los pormenores del asunto, desde la distancia Agustín

no podía escuchar la conversación, pero a juzgar por los gestos del muchacho su reacción pasó de la

indignación a la aceptación a medida que las cifras fueron engordando.

—Tres mil euros —anunció—. En cuanto se vayan los periodistas y esto se calme un poco

vamos al cobertizo, tú encárgate de tus acólitos, Amador y los otros van a estar muy ocupados

tomando muestras del herbicida, en cuanto al dueño de la finca habrá que ponerle al corriente de

todo.

Agustín aceptó las condiciones y se fue a comprobar las evoluciones de los diferentes grupos

congregados. Los periodistas más sensatos se habían batido en retirada después de las

manifestaciones de Amador, los demás tuvieron que ser coaccionados mediante la amenaza de soltar

a los perros que aunque famélicos, podían resultar intimidadores si llegaba el caso.

A sus seguidores los mandó a recoger tomates, con la recomendación expresa de que no se

los comieran hasta determinar la causa de su fulgor. Una vez alcanzada cierta normalidad se

metieron sigilosamente en el cobertizo para intentar por segunda vez que el aparato funcionara. Deni
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realizó las operaciones oportunas con mayor celeridad y maestría que anteriormente lo hiciera Silvia

pero con idénticos resultados.

—Ha cambiado la contraseña —dijo al cabo de unos minutos.

Agustín lanzó algunas maldiciones para terminar cayendo abatido sobre un saco de pienso

para gallinas, Deni con cara de circunstancia apuntó una posibilidad aludiendo a los conocimientos

de Germán en el campo de las aplicaciones tecnológicas, la idea no fue acogida con entusiasmo por

los hermanos que veían otro desembolso en ciernes, pero acabaron aceptando ante las nulas

posibilidades de hacer funcionar aquel cacharro.

—Veamos qué tenemos aquí —dijo Germán una vez puesto al corriente, no le interesaban las

razones de unos y de otros, sus motivos eran simples, le fascinaba el prototipo y todo lo relativo a él.

—Este tío es realmente bueno —comentó sin girarse, inmerso ya en los datos que aparecían

en la pantalla—. Me temo que encontrar la entrada me va a llevar bastante tiempo —les miró de

soslayo y con un escueto, trabajo solo, y un movimiento con la mano apuntando hacia la puerta dio a

entender que salieran para no ser molestado. Agustín estuvo a punto de protestar, pero al final se

resignó y dejó al hacker haciendo lo que mejor sabía hacer. Se disponían a salir del cobertizo cuando

en la puerta apoyado sobre el bastidor se encontraron a Abundio, que por su expresión parecía llevar

allí el tiempo suficiente.

—De manera que éste es mi prototipo.


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25. Ya estamos todos.

Han sido necesarias muchas y profundas explicaciones para que acepte la actual situación.

Dejar el prototipo, motivo de tantos desvelos, en manos de un tipo que cree en platillos volantes me

parece un desatino, el que sea un experto en el campo del intrusismo informático, hecho punible y

judicialmente perseguido, no hace sino aumentar mis recelos, pero he de reconocer no obstante que

en este momento el fulano en cuestión nos puede ser muy útil, así pues le dejaremos trabajar si es

que se puede considerar un trabajo semejante acto delictivo.

Salimos uno por uno del cobertizo, un cuartucho de madera sin apenas ventilación con olor a

humedad y a orines de roedor, que el de los pantalones apretados aguante aquí sin marearse no me

sorprende, él mismo desprende un olor similar. Yo por mi parte necesito un aire menos viciado para

respirar, a los otros la idea les parece igualmente plausible por lo que abandonamos el lugar en busca

de otro más confortable donde poder seguir cavilando sobre el tema que nos ocupa.

Volvemos a la casa, cómoda y restaurada con gusto como ya pude apreciar en mi anterior

visita. Una mujer, a la que todos llaman la inglesa, amablemente nos sirve unas humeantes y

dulzonas tazas de rooibos en un juego de porcelana fina que según nos cuenta ella misma aportó

cuando se incorporó a la comunidad, después de comentar al hippy lo bien que se lo ha montado,

intentamos dejar algunas cosas claras. Para empezar expreso mi descontento al comprobar lo mucho

que ha aumentado el grupo. En un principio ya me parecía excesivo compartir sociedad con el de las

rastas, que ahora estén involucrados los ufólogos y la hermana me parece un despropósito que no
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puedo dejar de comentar. Agustín me aclara apartándonos ligeramente del resto, que en realidad sólo

su hermana está en el ajo, los ufólogos no saben nada y únicamente han ofrecido una pequeña

cantidad al tal Deni, que por cierto no ha abierto la boca en todo el tiempo, lo que me hace dudar si

es de naturaleza callada o algo corto de luces. Todo esto me lo comenta bajando ostensiblemente la

voz para que el chaval no se entere, de nuevo me coge del brazo para decírmelo, gesto que además

de no gustarme en absoluto hace que derrame un poco del preciado néctar sobre el sofá, o el tatami o

lo que sea esto sobre lo que estamos sentados.

Hecha esta aclaración y dejando a un lado las tazas, seguimos con el problema que por ahora

nos atañe, el huerto. Agustín me pregunta si he localizado a don Veneroso, al que se refiere como el

viejo incompetente, aun compartiendo yo mismo este punto de vista, me abstengo de descalificarle

públicamente no por respeto a sus canas, que me dan igual, si no porque sometido a un riguroso

control todavía puede sernos útil. Le digo que más tarde le llamaré, no me parece necesario explicar

que prefiero esperar a las seis de la tarde para que la llamada se encuentre en horario de tarifa plana,

pretender ser rico no implica arruinarse en el intento.

Por la puerta aparece el gordo, al que todos llaman Germán, porque será ése su nombre. Al

tratarse de una puerta de doble hoja partida al centro horizontalmente, éste sólo abre la parte de

arriba dejando los pestillos echados en la de abajo, de manera que la parte fija le sirve para apoyarse

con galbana como si de la barra de un bar se tratara. Nos dice que tiene hambre y que cuándo se

come, la pregunta no me parece fuera de lugar si tenemos en cuenta que el sol se sitúa en su punto

más alto y que dejando al margen los diferentes usos horarios hace horas que amaneció, sea la hora

que sea. El gordo nos pide pizza y añade que con mucho queso, Agustín le pregunta si ha conseguido

algo, el gordo contesta que si cree que es tan fácil que lo haga él mismo, por lo que entendemos que

no ha conseguido nada. Tras dar las órdenes oportunas a uno de los que se afanan en la cocina pide

pizzas para todos.


177

El cocinero pregunta de qué queremos las pizzas, como respuesta surgen descoordinados

varios: ¿de qué las tienes?, por lo que el Basmati levantándose de un brinco mientras desenreda sus

piernas entrelazadas se adelanta y dice malhumorado: ¡de cebolla y berenjena para todos, esto no es

un restaurante!, el gordo vuelve a insistir que con mucho queso y añade que le lleven un vinito, que

si puede ser en copa de cristal y que va a seguir con lo suyo. Como nadie objeta nada damos por

tomada la comanda.

En eso estábamos cuando entraron los que faltaban, el gabacho y el tipo grande de los tics.

Sin mediar palabra se dirigen a la cocina en donde ya se empieza a oler a cebolla fresca recién

picada, al salir con las manos húmedas deducimos que se las han lavado y también que no se las han

secado, el Basmati comenta visiblemente molesto que para lavarse las manos está el baño, después

de algunas sacudidas para librarse del líquido elemento el más alto afirma categóricamente que lo

que impregna las plantas es una porquería con un punto de viscosidad más parecido a un ectoplasma

que al combustible utilizado por los mintakianos, que ellos después de analizar varias muestras

consideran todo aquello un fraude puesto que como todo el mundo sabe eso de los ectoplasmas es un

cuento chino y los parapsicólogos, oportunistas y mendaces y que tendrían que estar encerrados por

estudiar fenómenos carentes de toda base científica, y apostilla: no como nosotros que somos gente

seria. Insiste en que nos han tomado el pelo y que de dónde hemos sacado que allí se ha producido

un “encuentro”. Antes de que pueda salir de mi asombro, no porque no comparta parte de sus

opiniones, que las comparto, el gabacho pregunta por Germán.

—¿Dónde está Germán?

Como nadie quiere decir dónde está, o más concretamente, qué está haciendo, recibe la

callada por respuesta. Cualquier otro hubiera repetido la pregunta, quizá con mayor empeño en la

vocalización, máxime tratándose de alguien que aunque con corrección lingüística habla un poco

raro, pero él ajeno a todo y sin ningún atisbo de susceptibilidad parece darse por satisfecho. Se gira,

mira hacia la cocina visible desde esta estancia y se dirige al lugar donde está la inglesa, que acaba
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de entrar cargada con unos troncos cortados en trozos de parecido tamaño y que deben tener como

fin último el proporcionar al horno la temperatura adecuada para la correcta cocción de las pizzas.

—Permítame que le ayude —se ofrece galantemente dejando a un lado la chaqueta y su

habitual aspereza. Desde mi posición puedo ver cómo recogiéndolos del suelo le alcanza algunos de

los trozos ya dispuestos. La pareja, cuya edad no debe distar demasiado la una de la otra, se entrega

en animada charla a la labor de encender el horno, por el momento nos hemos librado de preguntas

inoportunas, es cierto que aquello no dura mucho porque el tipo grande después de mirar varias

veces a su alrededor más que preguntar, afirma:

—Germán no está.

—Se ha quedado en el cobertizo desbloqueando la contraseña de un ordenador —contesta la

chica en un arranque de sinceridad que me inquieta.

El otro no sólo se conforma, para sorpresa de todos y con un discreto, bien, da por zanjada la

cuestión y volviéndose hacia el Basmati le pregunta:

—¿Tu nombre era…?

—Basmathi —le contesta.

—¿Basmati?

—No, no. Basmathi —le corrige el Basmati.

Él se presenta a sí mismo como Amador, Amador Mostacho le dice tendiéndole una tarjeta de

visita, le dice también que se ha dado cuenta por su forma de sentarse que sin duda practica yoga,

después de decir el otro que sí, el tal Amador le dice que él también, que su nombre adoptado es una

deidad del hinduismo llamado Ganesha, pero que habitualmente no lo usa ya que alguien como él,

vinculado estrechamente a la Ciencia, tiene que dar una imagen de seriedad, que lo de Ganesha es

cosa de su mujer, profesora de yoga y directora de un centro en la capital que no puede dejar de

visitar y le da otra tarjeta esta vez del mencionado centro de yoga. Sigue con la arenga ya convertida

en tabarra y a pesar del nulo interés que despiertan en mí ese tipo de alternativas por más sanas que
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puedan resultar, admito que empieza a ser entretenido a falta de otro pasatiempo más afín a mis

preferencias. Me entero por ejemplo que el tal Ganesha es un Dios con cuerpo de elefante que

responde igualmente por Ganapati, supongo que cuando se le reza, invoca u ofrece algún tipo de

sacrificio, ignoro la forma correcta de adoración que se prescribe en estos casos siendo como soy de

natural ateo en cualquiera de las modalidades reconocidas, incluyendo la que aquí se practica.

Al rato y precedido por un aroma agradable aparece el cocinero, un fulano calvo, no muy alto

con un pronunciado hoyuelo en el mentón que se aprecia gracias a un rasurado impecable. Pasamos

todos a un lateral de la sala en donde se asienta una gran mesa de madera que nos servirá para

degustar la comida, la mesa tiene buena factura y la madera parece ser noble: palosanto, según nos

ilustra el hippy.

Al acercarnos me cercioro de algo que ya sospechaba en la distancia, su altura no se

corresponde con el estándar del mundo occidental, es mucho más baja, especialmente diseñada para

comer sentados en el suelo sobre unas esterillas, en una postura que facilita la digestión y la artritis.

Sin dar muestras de queja, ni por mi parte, ni por la del resto de comensales, nos abalanzamos sobre

unas pizzas bien horneadas que sorprendentemente están deliciosas. Como el Germán ha pedido que

le lleven la suya al cobertizo para seguir trabajando no sabemos las evoluciones de éste en la

solución del desbloqueo, hecho que nos ha concentrado aquí y que con cierto grado de relajación,

favorecido por el entorno, parecemos haber olvidado todos.

Pasadas las seis de la tarde me dispongo a llamar al químico, después de varias horas de

espera aguantando a la heterogénea congregación busco el número de don Veneroso en la agenda de

mi móvil, un Nokia con cámara de fotos que se incluía en la oferta y que está resultando ser práctico

y funcional.

La charla con don Veneroso, aun siendo sin coste por mi parte no se prolonga demasiado,

evito los detalles para no extenderme pues tengo el convencimiento de que el viejo no se entera de la

mitad de las cosas que le digo. Para aumentar mi desconcierto anuncia que se va a trasladar
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personalmente hasta Villanubla para comprobar in situ la naturaleza del problema, a mi petición de

traer un herbicida que funcione no pone objeción, ya que cuenta con varios en su almacén. Tengo,

eso sí, que decirle ante su insistencia que no es necesario que traiga un fertilizante por muy bueno

que sea, con el herbicida bastará. A mi pregunta de cómo piensa venir, me contesta: que en su coche,

que es un excelente conductor, que dónde he dicho que está el pueblo y que para qué quiero el

fertilizante. Algunas explicaciones después cuelgo con un más que justificado recelo.

Les anuncio la inminente llegada del químico, la primicia es acogida con desgana, no me

sorprende, yo mismo me pregunto si habrá sido buena idea llamarlo.

Las horas pasan lentamente sin que de momento haya noticias que nos hagan albergar algún

tipo de esperanza. En la espera cada uno se entretiene como puede: Amador y Agustín debaten

acaloradamente sobre el Karma, el Pranayama y otras palabrejas que no acierto a pronunciar, el

francés pelando la pava con la inglesa dejando de lado las históricas rencillas entre sus

correspondientes naciones. Mientras, los diferentes miembros de esta comunidad siguen entregados a

sus faenas cotidianas ajenos a nuestras idas y venidas. La hermana de Agustín está con el chaval

practicando algún tipo de juego que desde aquí no alcanzo a distinguir. Al acercarme veo con cierta

dificultad por su diseño que se trata de un ajedrez, a mi pregunta de qué clase de ajedrez es ese, me

responde el chaval que es su ajedrez, a una nueva pregunta de qué clase de figuras son esas, me

responde que los extraños muñecos que sustituyen a las habituales y reconocibles piezas del ilustre

juego son los Simpson, unos personajes televisivos de cuestionable catadura moral de los que es

ferviente admirador, al preguntar yo si sabe jugar al ajedrez, él me mira con una mezcla de insolencia

y desafío para terminar diciendo:

—¿No lo ves, tío?

Me mantengo en un prudente segundo plano observando las evoluciones del juego y

familiarizándome con las figuras de tan peculiares personajes. Al cabo de unos minutos el tal Deni

ejecuta un movimiento que desemboca en un irremediable jaque: mate de necesidad.


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—¡Eres bueno! —le dice la chica tendiéndole la mano en un gesto tan típico como fariseo.

—¿Quieres jugar? —me pregunta de repente el chaval. No sé qué contestar, nunca he jugado

contra alguien de carne y hueso. Como tardo en reaccionar insiste:

—¿Juegas o qué?

—Vale —le contestó sentándome en el lugar de la chica, su apremio me impide reflexionar

debidamente, y acepto, aunque temiendo la incomodidad de su mirada y de mi espalda por tener que

jugar sentado en el suelo, ¿es que esta gente no conoce el uso de las sillas?

Comenzamos la partida con algún tanteo previo, el no conocernos como rivales hace que

nuestros movimientos sean comedidos. Nunca he subestimado a las máquinas como rivales, del

mismo modo no lo hago con quien se sienta ahora frente a mí por más que su aspecto no me

intimide.

Escojo la apertura Reti, el ataque indio de rey en su variante francesa, eso me sirve para

comprobar, viendo su defensa, que el tal Deni sabe moverlas. Muevo caballo a f3 a lo que él

responde con su peón a d5, yo peón g3 y él a c5, mi alfil a g2 para mover él su caballo a c6; me

enroco, Deni responde con peón a e6, de d3 él pasa a caballo f6, yo muevo el caballo, responde con

alfil, yo peón, se enroca, mi torre se mueve hasta e1. En ese punto nos miramos y aunque procuro

evitar sus ojos me parece ver un brillo que no presagia nada bueno. Sabe jugar, pienso con una

amalgama de sentimientos encontrados. El reto me gusta, la posibilidad de ganar me excita y el

miedo a la derrota me sube por la garganta en forma de reflujo gástrico. Necesito concentrarme, no

sólo por enfrentarme a un oponente cualificado, para mi asombro, también necesito acostumbrarme a

estas figuras: el caballo es un payaso embutido en un flotador con cabeza de équido y el rey un tipo

barrigón llamado Homer que porta una cerveza en la mano. Es cierto que a lo largo de la historia las

figuras han sufrido cambios importantes, sin ir más lejos el alfil fue originalmente un elefante, pero

esta moderna versión me desconcierta.


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Pasan los minutos con presteza, las jugadas se suceden con un ritmo casi vertiginoso, la

partida parece estar predispuesta a dilatarse en el tiempo cuando de forma inesperada irrumpe el

Germán anunciando lo que todos estamos esperando (ya sé que es contradictorio que algo que

esperamos sea inesperado, pero últimamente no ando muy fino).

—¡Estoy dentro! —dice retirándose las gruesas gafas para poder frotarse los ojillos, agotados

por el esfuerzo de mirar fijamente la pantalla durante horas.

Su euforia no dura mucho porque se gira en dirección al aparcamiento y nos anuncia la

llegada de alguien, al parecer éste sí es un hecho inesperado.

—¿Qué está haciendo aquí el inventor? —exclama más que pregunta.

Todos nos incorporamos perplejos, y aunque no lo decimos, lo hacemos también preocupados

por la reacción que puede tener el recién llegado al que suponemos algo molesto, por lo del robo y

todo eso.

—¿Pero cómo se ha enterado este tío de dónde estamos? —pregunta Agustín tan inquieto

como los demás.

—Le he avisado yo —todos nos giramos hacia Deni que sin inmutarse continúa:

—Es mi amigo y tenía que avisarle —curiosamente su gesto no me inspira nobleza, se me

ocurren otros adjetivos que me callo por el reciente e inesperado respeto que su juego me produce.

El sonido del vehículo aparcando se oye duplicado por otro que se acerca en ese momento.

Germán vuelve a mirar y dice sin volverse.

—Acaba de llegar un señor mayor en una furgoneta con un letrero: Agropadilla.

—Creo que ya estamos todos —digo muy bajito porque no espero contestación.
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26. Encuentros y desencuentros.

Desde hacía varias horas todos esperaban pacientemente una resolución por parte de Germán,

cuando por fin logró desbloquear el ELME, su alegría, que apenas duró unos minutos, mudó en

incertidumbre al aparecer en escena el enorme todoterreno del inventor. Jacinto Víguenot se bajó del

coche con cara de circunstancia, la que había, tirando a mala. Aunque no tenía todos los datos, Deni

le había adelantado lo suficiente como para sentirse traicionado, esperó de pie junto a los

rododendros y poco a poco los de dentro fueron asomando. El primero en salir fue Abundio que se

dirigió a él decidido y serio, en parte por la situación, en parte por tener que abandonar la partida de

ajedrez sin concluirla, no le gustaba dejar esas cosas a medias, ni siquiera jugando contra otra

persona, que a pesar de ser novedoso no estaba resultando tan malo como pudiera haber pensado en

un principio. Saludó con corrección y después de comentarle lo bien que iba el trámite de su patente

se excusó porque tenía que atender a don Veneroso que aparcaba en ese mismo momento y cuya

próstata no le permitían demoras innecesarias, ya se haría cargo, le dijo.

Los demás salieron a continuación, con la excepción de Marcel que ocupado en otros

menesteres no se enteró de la reciente visita. Amador se mostró como si no hubiera pasado nada, en

realidad él pensaba que no había pasado nada, por lo que su reacción fue de sorpresa por lo

imprevisto de la visita, Germán por su parte no sabía muy bien que decir así que improvisó.

—Jacinto —le dijo—, eres un monstruo, no te imaginas lo que me ha costado desbloquear la

puta contraseña, he tenido que recurrir a todo lo que tenía, te lo juro, tío. Bueno y ¿para qué has
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venido exactamente? —formuló la pregunta sabedor de lo estúpida que resultaba, por lo que no

esperó respuesta. Como efectivamente no contestó, dio por bueno su silencio y se retiró dejando paso

a Deni que le saludó con un sucinto: hola, al tiempo que apoyaba su mano en el hombro, un gesto de

complicidad que Jacinto le devolvió sin decir nada, tan sólo un leve movimiento de cabeza

acompañado de una mueca.

En último lugar salió Silvia, de los demás no se supo nada, sobre todo de Agustín que se

quitó de en medio hasta que las cosas se calmaran un poco, a fin de cuentas él era el autor material

del robo y su historial delictivo no le permitía muchas alegrías. Silvia se acercó con la boca seca y

sin apenas poder levantar la vista.

—Lo siento muchísimo, no espero que me perdones, pero al menos déjame que te lo

explique.

—No creo que haya nada que explicar —dijo él mirando hacia el huerto, algo extrañado ya

que a pesar del inminente ocaso le pareció ver que las plantas brillaban.

—Ya sé que todo esto es muy raro, pero necesito explicártelo, después si no quieres volver a

hablarme lo entenderé.

—Di lo que tengas que decir —terminó diciendo claramente afectado y entregado al

melodrama.

—Aquí no, preferiría un poco de intimidad.

Le cogió la mano y se lo llevó al interior de la casa en donde encontrarían una mayor

discreción, Jacinto se dejó arrastrar con la sumisión propia del derrotado, así se sentía. Desde fuera

escuchó a Germán que subiendo la voz le dijo:

—En serio tío, muy bueno, cuando quieras te puedo explicar un par de truquitos de mi

cosecha —como seguía sin contestarle se encogió de hombros y se fue en busca de Marcel, no había

dado señales de vida desde hacía un buen rato.


185

En uno de los dormitorios de la casa que se utilizaban para alojar a los clientes del revirding,

decorados con sobriedad pero no exentos de gusto, Silvia encontró la privacidad que buscaba. No

sabía por dónde empezar, notaba que su amigo estaba más que enfadado, decepcionado. Si ya se

sentía fatal su sentimiento de culpa no hacía sino aumentar. Se armó de valor y empezó desde el

principio, le contó la relación que tenía con su hermano y todo el follón que se estaba montando con

el asunto del dinero, le habló de sus propios problemas, y aunque no pretendía justificarlos

aprovechó para utilizar unos argumentos que siempre había rechazado, lo difícil que resultaba para

una mujer triunfar en su trabajo y todo lo concerniente a las desigualdades que ella misma no

compartía en la mayoría de los casos, sobre todo cuando hablaba con otras mujeres sobre el tema.

Siempre se había considerado una luchadora y odiaba entrar en valoraciones sexistas. Estuvo más de

una hora hablando, en todo ese tiempo Jacinto no dijo ni una palabra, se limitó a escuchar

pacientemente sin ocultar su mirada, ella la sostenía durante unos segundos para luego seguir con el

soliloquio, bajando la cabeza o mirando hacía la ventana, viendo como la noche avanzaba y un

resplandor verde azulado se colaba en la habitación.

Me acerco a don Veneroso que sorprendentemente ha llegado en perfectas condiciones y más

rápido de lo calculado.

—¿Cómo está, don Veneroso? —le digo educadamente al bajar éste de la furgoneta, una

Berlingo blanca con el logotipo de su empresa y más abollones de los que se pueden reparar—. No le

esperábamos hasta mañana.

—Vera usted, yo en casa ya no pinto nada así que he cogido unas mudas y me he venido para

acá, total por unos días no creo que me hundan el negocio —mientras hablo con el viejo puedo ver

como se acerca Agustín saliendo a hurtadillas de la parte trasera de la casa. Cuando llega a nuestra

altura les presento sin ganas.


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—Don Veneroso, este es Agustín Cifuentes, encargado del huerto que hemos utilizado para

las pruebas de control de calidad y cuyos resultados ya le he adelantado a usted por teléfono.

Se estrechan la mano con recelo, no es de extrañar, el aspecto del rasta no invita a la

confianza y menos aún para una persona que ya calza una edad. Por su parte Agustín le mira de

arriba abajo no muy convencido de mi decisión de traerlo.

—Veamos esas plantas, no puede ser que no se hayan secado ya. ¿Dónde está el huerto? —le

digo que lo tiene justo detrás de la casa, se gira y dando pasitos cortos, supongo que no los puede dar

más largos, se va en esa dirección.

—Está anocheciendo, no creo que podamos ver nada —dice él.

—Pues yo creo que sí veremos algo, está muy bien iluminado —le contesta el hippy con una

sorna que he de reconocer justificada.

Nos plantamos en el huerto en pocos segundos puesto que apenas nos separan unos metros.

La iluminación empieza a ser notoria, a medida que el sol se hunde en el horizonte y la oscuridad

crece, sobre el huerto en una reacción inversamente proporcional, se hace la luz.

Esto, que hubiese sido para muchos motivo de conmiseración y que, debidamente adornado

con una oportuna aparición virginal podría haber provocado peregrinaciones masivas de marianistas

ávidos por postrarse de hinojos como muestra de devoción, es para nuestra causa una contrariedad

que queremos evitar a toda costa. Don Veneroso insiste en verlo para buscar una explicación a

semejante fenómeno, le dejamos hacer con la convicción de que aquello no tiene remedio. A no ser

procediendo a su erradicación definitiva con un herbicida de reconocida y contrastada eficacia, lo

que viene a ser lo mismo. El abuelo se mete entre unas matas, de tomates según me explica el

cocinero que también anda por allí y que teme por la integridad del químico, por ser aquello con

seguridad tóxico y por lo chiquitillo que se ve al hombre, que apenas sobresale de entre las plantas

más altas. De ahí pasa a las de calabacines, estas bien visibles ya que siendo como son rastreras sus

frutos, aunque algo mermados por lo avanzado de la temporada, se distinguen con facilidad de otros
187

productos hortícolas, aquí don Veneroso se mueve con mayor soltura examinando con ojos expertos

hojas, tallos y folículos.

Después de un rato toqueteándolo todo lanza su veredicto, categórico, como no puede ser de

otro modo en un profesional cualificado:

—No tengo ni idea de lo que ha pasado —dice, y añade—, ¿Han notado ustedes esta baba

viscosa?

—Pues sí, pero aparte de que brillen como el “alumbrao” de la feria de Sevilla y de que

tengan esa porquería, que por cierto no para de crecer, no, no hemos notado nada raro —el sarcasmo

sin ser malo resulta excesivo y fuera de lugar, así se lo hago notar al hippy que muestra signos

evidentes de nerviosismo, le sugiero que me deje hacer ya que la experiencia acumulada en años de

tratar a personas como don Veneroso no es baladí ni cosa de echar en balde. Como es tarde y, —

habrá que cenar— le digo dejando caer el comentario, se va de mala gana a preparar algo con el

cocinero, el tipo del rasurado perfecto que resulta ser un cirujano plástico de León que harto de ganar

dinero se ha retirado aquí con su familia para vivir en comunión con la naturaleza, al margen de

valoraciones personales sobre su decisión, he de reconocer que haciendo pizzas es un auténtico

maestro.

Al quedarme solo con don Veneroso le explico lo mucho que agradecemos su colaboración.

Le digo también que como andamos un poco apurados de tiempo nos sería de gran ayuda que

acabara de una vez y de forma expedita con las plantas, usando algún producto destinado a tal fin, no

importa que no sea de su invención, incluso le recalco que quizá es mejor que no lo sea. Me dice que

tiene en la furgoneta un herbicida muy potente que lleva años vendiéndose muy bien sin queja alguna

por parte de los que lo han utilizado y añade excusándose que es posible que cometiera algún error

en la fórmula del primero, le digo que sí, que es posible, él dice que procurará revisar la

composición, le digo que la revise y por fin me dice que tiene que ir al baño y ahí, ya no le digo

nada.
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Como es tarde decidimos dejar la nueva fumigación para el día siguiente, la excusa es que

estamos nerviosos y cansados, ha sido una jornada muy larga. Lo más fácil habría sido decir que lo

dejábamos por falta de luz, pero seguramente y tal como están los ánimos se habría malinterpretado.

Cenamos y nos fuimos a dormir.

Silvia terminó su relato, por un momento ambos permanecieron en silencio, roto tan sólo por

el sonido de los grillos que a esa hora empezaba a ser considerable y molesto. Al cabo de un rato

Jacinto se puso en pie, se asomó a la ventana y le dijo sin volverse que había perdido todo su interés

en el prototipo, en realidad su único interés radicaba en utilizarlo como pretexto para acercarse a ella,

de alguna manera y de una forma no premeditada se estaba declarando, aquello no suponía una

sorpresa para Silvia, que algo sospechaba, pero no pensaba que el tímido inventor llegara a decir

nada y menos en esas circunstancias, ahora, era ella la que permanecía en silencio mientras él

hablaba.

—A pesar de todo reconozco que he llegado a entusiasmarme con el invento, cómo se ha ido

desarrollando, cómo se iban solucionando los problemas según surgían, durante todo el proceso de

fabricación pensaba en la reacción que tendrías al verlo funcionar —las pausas se prolongaban, como

si no encontrara las palabras adecuadas o estas se resistieran a salir de su boca. Jacinto se armó de

valor y concluyó:

—El prototipo es tuyo, siempre lo ha sido, puedes hacer con él lo que quieras, si os ayuda a

conseguir lo que estáis buscando de alguna manera habré logrado mi objetivo —ahora Silvia sí que

estaba estaba sorprendida, tan sorprendida como conmovida, su amigo además de ser un caballero

demostraba tener unos sentimientos muy fuertes hacia ella. En ese momento se dio cuenta de sus

propios sentimientos y tuvo miedo de perderlo, incluso le pareció realmente atractivo con ese brillo

verde azulado reflejándose en su pelo, había cometido un error, pero aún podía solucionarlo así que

empleó todo su talento en convencerlo para que dejara a un lado su corrección y se uniera a ellos en
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la búsqueda del dinero. Compartiría su parte con él y así costearía el ELME, aunque empezaba a

haber mucha gente en ese asunto todavía quedaría un buen pellizco para sus excavaciones, además

gracias al invento reduciría notablemente los gastos.

Jacinto miró por la ventana y bajo la tenue luz que arrojaba el huerto vio al hombre de la

oficina de patentes con el anciano bajito, se preguntaba que haría él allí y qué relación tendría con

toda esta gente, tenía muchas preguntas sin respuesta, tenía de nuevo el prototipo y un lugar donde

probarlo en condiciones de mayor exigencia que en la primera ocasión y además, tenía a la chica.

Oyó algunos ruidos provenientes de la casa, por lo avanzado de la hora supuso que todo el mundo

empezaba a retirarse para dormir, se volvió y dijo:

—Vale, os ayudaré —y añadió—. ¿Nos vamos a la cama?


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27. Los nuevos preparativos.

Con las primeras luces del orto empezaron a deambular por la finca algunos miembros de la

comunidad, a esa hora la persistente niebla se pegaba a la tierra como un manto algodonoso hasta

que el calor del sol era capaz de disolverla. Los valores inculcados por Agustín en todo lo

concerniente al trabajo y a las prácticas saludables eran acogidas por ellos con entusiasmo, el hecho

de que el propio Agustín no les acompañara en los madrugones estaba relacionado, según les

aseguraba, con sus propias meditaciones, que realizaba en la intimidad de su alcoba, en la cama y

con orden expresa de no ser molestado.

La actividad matutina se centró en repetir la fumigación con la esperanza de que esta vez

fuera definitiva, con el nuevo herbicida dispuesto por don Veneroso se pusieron manos a la obra. Si

en la primera ocasión Agustín tuvo que recurrir al embuste para que la actividad no resultara

sospechosa, ahora todos estaban de acuerdo en acabar con unas plantas tan fosforitas como

insalubres.

Los primeros visitantes en levantarse fueron los que pernoctaban en la autocaravana, más por

el hacinamiento y sus consecuencias que por el hábito de madrugar. Al salir del vehículo se

encontraron a los hippies en plena exterminación. Tras los bostezos y estiramientos de rigor, Amador

y Deni se encaminaron al edificio principal para entregarse a su aseo personal, Marcel prefería

hacerlo en el minúsculo cuarto de baño de su casa rodante, de manera que en cuanto se levantó inició

el ritual diario de ducharse con agua fría, una costumbre adquirida desde sus tiempos en Argelia. Era
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una actividad que realizaba con gusto, porque era más sano y por carecer de agua caliente en la

autocaravana. Germán que tratándose de higiene era reticente al abuso, se quedó remoloneando un

poco más en la cama arrullado por el sonido del agua y los resoplidos entrecortados del viejo.

Para cuando se levantaron los demás el huerto estaba debidamente fumigado, don Veneroso

les advirtió que ese herbicida era potente, pero sensiblemente más lento, así que para proceder al

arrancado de las plantas habría que esperar unos días, tres o cuatro, dijo sin poder precisarlo con más

exactitud. En vista del obligado receso Jacinto y Silvia decidieron regresar a Madrid para dejar

algunos asuntos resueltos, parecían haber dirimido sus diferencias y un transformado Jacinto

prometió volver. En su promesa iba implícito su deseo de ayudar en la búsqueda del botín, por

agradar a Silvia, por el morbo que suponía buscar un tesoro enterrado y porque no pensaba dejar el

ELME en manos de aquellos descerebrados.

Por su parte los ufólogos lejos de angustiarse por el fiasco de la luminiscencia pusieron

rumbo a Sierra Nevada para aprovechar la altitud del Veleta, una montaña con acceso por carretera

que les serviría de observatorio improvisado para captar ondas de radio de procedencia extraterrestre,

no era la primera vez que acudían a esa cita en las alturas y a pesar de no haber recibido nunca el más

mínimo indicio de lo que buscaban, el fracaso no parecía minar su ánimo, así que prepararon el viaje

con aparente entusiasmo, con la excepción de Deni que le parecía una pérdida de tiempo y puestos a

no hacer nada hubiese preferido quedarse en su casa. También prometieron volver en unos días, ante

el estupor de Agustín que interpretó aquello más que como promesa, como amenaza.

Al parecer una buena parte de los aquí presentes tiene la intención de ausentarse, no es que

me importe, en todo caso me aflige saber que piensan volver. Esta adversidad no incluye al señor

Víguenot, su presencia se hace indispensable ya que después de lo visto las probabilidades de poner

en marcha el invento sin su ayuda se me antojan nulas. Por azares del destino mis maquinaciones se

están viendo cumplidas, tengo invento e inventor en el lugar de los hechos y dispuesto a colaborar en
192

la prospección, tan sólo debo admitir el hecho de tener una multitud involucrada en algo que en un

principio tenía que desarrollarse en la más absoluta soledad, una contrariedad que confío poder

solventar.

Aprovechando las ausencias me reúno con el hippy para tratar asuntos que nos conciernen a

ambos. Al estar éstos en el ámbito de lo ilegal es necesario actuar con la máxima cautela. Habida

cuenta de que sus incondicionales, aunque ensimismados en los quehaceres diarios, pueden suponer

un problema, nos reunimos en el cuartucho maloliente donde se guarda el invento. Otro que se ha

quedado es don Veneroso, que insiste en hacer un seguimiento de su producto (el nuevo). Como es

hombre de edad avanzada y sospecho que los años de inhalar productos químicos le han dejado las

neuronas algo maltrechas, le he convencido para que colabore en el negocio de la coca asegurándole

que se trata de un proyecto relacionado con la industria farmacéutica. Convencer al hippy será otro

tema, aunque su delicada situación no invita al optimismo y no creo que ponga objeciones.

—¡Tú estás loco! —me dice dándome a entender que la idea no le acaba de convencer—. El

abuelo cortando la coca y luego qué, ¿se la damos a los hijos del cocinero para que la distribuyan?

Aunque debo reconocer la facilidad que tiene el hippy para la ironía procuro desdeñarla sin

más.

—Don Veneroso es perfecto si lo piensas con calma, tenemos que ser objetivos. El hombre

quiere ayudar, sus conocimientos en química, aun estando mermados por la senectud, son suficientes

para este cometido y lo más importante: se le puede engañar como a un crío.

Tras variados y contundentes argumentos necesarios para convencerlo, al final accede, mis

años de vendedor de seguros me siguen dando fruto después de todo, del mismo modo que uno no se

olvida de montar en bicicleta, yo no he olvidado el bello arte de la embaucación.

Una vez convencido vamos en busca del abuelo, sin demoras puesto que el tiempo apremia,

ignoro cuanto tiempo se necesita para preparar los paquetes, pero al menos dejaremos dispuesto todo

antes de que los demás vuelvan.


193

—¿Dónde vamos a cocinarla? —la pregunta nos sorprende un poco, no por no tener lógica

que la tiene, sino por el hecho de manejarse el abuelo en términos tan afines al mundo del hampa.

—Pues una de las casas abandonadas sería perfecta, está deteriorada pero conserva puertas y

ventanas con cerrojos y pestillos, ocasionalmente la utilizamos de almacén —contesta el otro con

cara de no entender nada.

—Pues venga, se montan unas mesas y unos ventiladores que yo voy a preparar una lista con

los ingredientes que me harán falta. ¿Dónde está la farlopa?

—Está enterrada. Puedo sacarla en un par de horas —le responde el hippy sin salir de su

asombro, yo mismo no entiendo la soltura que tiene este hombre en un tema que doy por supuesto es

ajeno a sus rutinas diarias.

Don Veneroso le da las últimas instrucciones con el aplomo del que está de vuelta de todo,

como digo, ignoro de donde ha sacado el abuelo este temple, pero lejos de hacerle ascos creo que

resulta providencial en un negocio que requiere la aportación de un químico, sea octogenario o no.

En cualquier caso y teniendo en cuenta sus antecedentes, es de obligada responsabilidad por mi parte

controlar las evoluciones del proceso, evoluciones que desconozco por no ser yo ducho en esta

materia, pero después de un herbicida que estimula la bioluminiscencia sería cuanto menos

inadecuado suministrar unas papelinas que dejen un rastro de narices fosforescentes, por muy

sicodélica que sea la historia de algunas drogas.

Llegados a este punto tengo a todo el mundo ocupado en los más diversos preparativos.

Teniendo en cuenta que estoy de vacaciones y con unos días de asueto por delante, me voy, no se

trata de una ausencia prolongada, ni mucho menos definitiva. He pasado muchos años viendo

documentales que han despertado en mí un creciente interés por la ornitología, viviendo en una gran

ciudad los únicos miembros de la avifauna que puedo ver suelen estar enjaulados, con la excepción

de las palomas que por avatares del destino lejos de disfrutar sufro como la mayoría de los

ciudadanos. Salvo un grupo de desalmados que ceban impunemente a tan indignos pájaros a base de
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pan, pipas y alpistes varios, los demás mandaríamos a esas ratas voladoras al infierno. Bien

alimentados esos bichos se reproducen a sus anchas tapizando la ciudad con sus excrementos. Un

abonado que, con la excepción de algunos tiestos de geranios beneficiados por este hecho, resulta

completamente inútil.

Dejando a un lado los molestos columbidos urbanitas, en las Tablas de Daimiel, humedal no

muy distante de aquí, se puede hacer un avistamiento de aves de las más diversas especies. Como no

tengo nada mejor que hacer y las aves acuáticas son de naturaleza esquiva, su observación requiere

de la máxima discreción, por lo que me parece un pasatiempo muy acorde con mis preferencias, al

menos antes lo era. Unos días dedicado a estos menesteres pueden suponerme un ahorro considerable

en el consumo de antiácidos, que en los últimos días devoro con avidez. A mi regreso espero

encontrar todo en condiciones para abordar esta empresa con un mínimo de garantías.

La vieja casa escogida para la transformación de la droga formaba parte de lo que un día fue

el pueblo de Villanubla, antes de que quedara abandonado como otros pueblos de la zona por sus

habitantes, que poco a poco fueron engrosando las listas de obituarios sin mostrar sus herederos

interés alguno por una villa, que además de nubla era del pedregoso. Al abandono de los escasos

vecinos le siguió el asentamiento de Agustín y los suyos que habilitaron algunas casas para

garantizar cierto confort, el resto se hundió irremediablemente aprovechándose los materiales

provenientes de las ruinas para otros menesteres. La casa que les iba a servir de improvisada y

clandestina “cocina” aguantó con entereza la ruina por estar al parecer muy bien construida, aunque

no se rehabilitó en su día como vivienda por su alejamiento del núcleo principal. Este hándicap era

ahora ventaja así que su elección resultaba lógica, también influyó el hecho de no tener otro sitio

donde hacerlo.

Agustín organizó todo para la transformación de la droga, mandó limpiar y ordenar la vieja

casa y dispuso unos tableros sobre caballetes a modo de mesas. En eso estaba cuando apareció don
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Veneroso con su andar de paticorto y su expresiva cordialidad, después de saludar le tendió un papel

con la lista de productos necesarios según su criterio para la elaboración del polvo. Miraba a su

alrededor haciendo gestos de aprobación sobre el lugar escogido, techos altos perfectos para

contribuir a la disipación de posibles gases, ventanas para la ventilación; la casa era además fresca

para mitigar el aumento de temperatura que se deriva de la mezcla de ciertos ingredientes. Recorrió

con calma los apenas cincuenta metros cuadrados de la casa distribuidos en dos espacios,

originalmente tenía más, pero se derribaron los tabiques divisorios para darle un uso más apropiado

como almacén. Cuando el químico terminó la inspección y regresó junto a Agustín éste ya había

leído la lista. Repitió todo delante de él para que le corroborase lo que estaba apuntado, en parte por

no entender muy bien su letra, en parte porque seguía sin fiarse demasiado del criterio de una

persona de esa edad y condición, aunque en el fondo él mismo era un chico de clase media con buena

educación, en ese momento hubiera preferido codearse con alguien de contrastado historial delictivo.

—Acetona, éter, ácido clorhídrico, amoníaco —hizo una pausa para descifrar las siguientes

palabras alternando su mirada entre el papel y la cara de don Veneroso que no perdía su sonrisa

mientras asentía con cada ingrediente repetido—, telas de urdimbre media para colar la mezcla,

permanganato de potasio, pantalla de gas —se paró y en seguida le aclaró el viejo que para el secado,

de manera que siguió—, una balanza, una prensa o maizena.

—¿Una prensa o maizena? —repitió Agustín mirando a don Veneroso.

—Una prensa si piensas hacer paquetes para soltar el jaco al por mayor, si lo que piensas es

sacar papelinas en pequeñas dosis habrá que cortarla más —le aclaró resuelto para seguir—, se puede

cortar con otros polvos inocuos, pero sinceramente no te compliques la vida, la maizena no da sabor,

es barata y se mezcla con facilidad.

—Sí, yo había pensado algo parecido —dijo Agustín.


196

—Cortarla mucho es más trabajo, pero se le saca mucho más rendimiento. En papelinas de un

gramo la mezcla se puede hacer al treinta y cinco por cien y no se entera nadie. ¿De qué cantidad

estamos hablando? —preguntó.

—De cinco kilos —contestó Agustín.

—O sea, cinco kilos de pasta base que una vez procesada se quedará en…más el corte en

papelinas… —don Veneroso fue haciendo cuentas mentalmente mientras hablaba para al final

concluir—. No quiero precipitarme pero estamos hablando de por lo menos quince kilos, kilo arriba

kilo abajo.

Agustín se quedó con la boca abierta hasta que pudo reaccionar, si ya pensaba que cinco kilos

era una locura que quería ocultar a toda costa por las consecuencias que le podía acarrear, ahora se

encontraba con una cantidad potencialmente disparatada, definitivamente si no le mataban los rusos

acabaría en el trullo para el resto de su vida. Estuvo tentado de olvidarse de todo, dejar la coca

enterrada y centrarse sólo en el dinero de Abundio, pero los últimos acontecimientos le colocaban en

una difícil tesitura, por un lado la fortuna que buscaban empezaba a estar muy repartida, eso

suponiendo que acabaran encontrándola. La cantidad que se podía sacar con la droga era muy

superior a lo que había calculado inicialmente y su ambición resultaba mayor que su cobardía,

además su situación económica empezaba a ser desesperada, desde hacía unos meses estaba

totalmente arruinado, ni siquiera su hermana conocía los detalles. Todas las aportaciones que habían

hecho los diferentes miembros de su comunidad y que supuestamente él guardaba celosamente para

objetivos altruistas, acabaron convertidas en sellos con la promesa expresa por parte de la filatélica

de triplicar el capital en poco tiempo, lo que le reportaría el beneficio suficiente como para asegurar

su retiro, y no espiritual precisamente. El tema de los sellos resultó ser un timo que más que

salpicarle le pilló de lleno, no sólo perdió todo el dinero de sus acólitos, perdió también su propio

dinero procedente de una pequeña herencia familiar. Resultaba evidente que la fortuna le era esquiva,
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cuanto más cerca estaba de conseguir algo más pronto recibía un revés que le dejaba en una situación

peor a la inicial.

Un toquecito en el hombro le sacó de su ensimismamiento, bajó la mirada lo suficiente para

encontrar la del pequeño anciano.

—¿Dónde están las chicas para el trabajo? —preguntó don Veneroso algo más colorado de lo

normal.

—¿Chicas? —Preguntó a su vez Agustín desconcertado —¿Qué chicas?


198

28. El regreso.

Un par de días no es mucho, pero sí suficiente para devolver a mis ácidos gástricos la

normalidad que se espera de ellos. La convivencia con somormujos, zampullines, garzas y martinetes

incluso siendo pasiva me conforta, a éstos debo sumar el avistamiento a cierta distancia pero

avistamiento a fin de cuentas de: avefrías, sisones, alcaravanes, canasteras y avetorillos. Eso sin

contar, aunque los cuento, con numerosos grupos de: garcetas, ánades y patos colorados (que sirven

de emblema a este parque nacional) y creo haber visto un avetoro (botaurus stellaris) que nidifica

ocasionalmente por estos humedales y cuya visión me satisface mucho más que la de cualquier

miembro de otra especie, incluida la mía. No he podido ver, sin embargo, avutardas, fochas o

urogallos por no ser habituales de estas tierras manchegas, no importa, si lo del cambio climático

llega a lo prometido por algunos pronto veremos por aquí frailecillos, avestruces y hasta pingüinos

conviviendo todos juntos en perfecta armonía.

De regreso a Villanubla con las retinas ahítas del colorido insultante de los pájaros, me topo

saliendo de un cruce con una autocaravana que me resulta familiar, quisiera equivocarme, pero no lo

hago, el viejo enjuto que la conduce y que además me increpa no sé muy bien por qué, es sin ninguna

duda el mayor de los cazamarcianos, los otros estarán en la parte trasera cavilando algo que

irremisiblemente acabará afectándome. Procuro ignorarlos, al menos hasta llegar al pueblo del que

distan todavía diez kilómetros.


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Como el viejo se coloca delante le dejo una distancia de seguridad más amplia que la

recomendada por el código de circulación para evitar que me llene de polvo y para no escuchar sus

dislates, que grita voz en cuello con medio cuerpo asomando fuera de la ventanilla. Del mismo modo

me parece importante tener un margen de maniobra suficiente para reaccionar a sus cabriolas al

volante, que temo en la misma medida que admiro, pues resulta insólito ver un vehículo de estas

dimensiones esquivando baches en la forma que éste lo hace. Al llegar, aparco junto a la casa, no he

terminado de bajarme del Clío cuando el viejo al que llaman Marcel me vuelve a increpar. Su

vocabulario es abundante para alguien cuya lengua vernácula es otra, su acento resulta algo

empalagoso, pero entendible, es quizá el contenido lo que no acaba de gustarme por ser

excesivamente soez. En otras circunstancias le ignoraría sin más, pero siendo yo el destinatario de

los improperios me veo obligado a escucharle. Al parecer he cometido una infracción al no cederle el

paso en el cruce por lo que según me grita, se ha visto forzado a dar un volantazo, uno más, no veo la

diferencia con los que ya daba voluntariamente. En cualquier caso y estando yo, lo reconozco,

absorto en mis cosas no puedo negar la mayor y reculo. No acostumbro a discutir sobre temas

relacionados con el tráfico y menos si delante tengo a un energúmeno desplegando un abanico de

insultos que van desde lo aceptado por la Real Academia a lo inaceptable por cualquiera que tenga

madre. Como no es mi caso lo dejo correr. Va a ser complicado que el gabacho y yo trabemos algún

tipo amistad, camaradería o vínculo si insiste en tener una actitud tan incívica.

Dejando a un lado al galo y a sus colegas me dirijo al interior de la casa para que el hippy me

ponga al día en lo que concierne al cocinado, cortado o como se diga eso que están haciendo con la

droga, un negocio que hay que llevar con la máxima discreción por ser incompatible con el orden

establecido y la normativa sanitaria.

En la casa me encuentro con la mujer del cocinero, del cocinero de verdad, señora de muy

buen ver gracias presumiblemente a la intervención de su marido, que antes de dedicarse a levantar

masa para pizzas levantaba nalgas, bustos y papadas, contradiciendo a Newton a base de silicona. La
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señora me dice que el Basmati está en la casa que usan de almacén con el señor mayor y el resto de

los miembros de la comunidad. Al entrar en el lugar indicado me encuentro de sopetón con la inglesa

como su madre la trajo al mundo hace ya, y eso resulta evidente, muchos muchos años. Al verme el

hippy se viene hacia mí y cogiéndome del brazo, manía que sigue sin gustarme, me saca fuera con la

intención de comunicarme algo, por su brusquedad intuyo que no muy bueno. Como ya empiezo a

estar acostumbrado a los imprevistos echo mano del bote de antiácidos con la seguridad de tener que

hacer uso de su contenido.

Antes de que pueda yo pedirle una explicación por el numerito de la inglesa, me dice que ya

sabe de dónde ha sacado don Veneroso sus conocimientos en el campo de los narcóticos, como se

queda callado deduzco que espera que le pregunte qué de dónde, así que lo hago:

—¿De dónde? —le pregunto.

—Pues de las películas, el abuelete ha sacado todo lo que sabe del cine. Todo parecía dentro

de la normalidad hasta que insistió en que tenía que haber chicas manipulando la droga, le pregunté

el por qué y me dijo que el trabajo lo tienen que hacer las mujeres y además en pelotas para que no

puedan ocultar las papelinas, cuando he insistido de nuevo en el por qué, me ha salido con que eso es

así en todas las películas que ha visto, que ha visto muchas y que habrá que hacer las cosas bien.

—Y por lo demás, ¿cómo va la cosa? —le pregunto sintiendo las punzadas del reflujo

subiéndome por el esófago.

Como se va sin contestar me procuro la información por otra fuente, el propio don Veneroso

me dice que todo va bien, que conoce de sobra los productos y como mezclarlos, sólo lamenta que

las otras chicas no hayan accedido a desnudarse y no responde si luego falta alguna papelina. Se gira

sobre sus talones y vuelve dentro para seguir con el proceso, que a pesar de no ser muy complicado,

dice, requiere de su presencia si se quieren resultados óptimos.


201

Al cumplirse el cuarto día desde la fumigación la tierra había pasado de feraz a estéril, un

campo agostado y ajado. El proceso no era necesariamente irreversible si bien es cierto que en ese

momento no estaba en el ánimo de nadie volver a plantar pimientos y borrajas en un terreno tan

vapuleado por la química. Sobre el lindero Agustín observaba las plantas lacias y menguadas, sin

indicios de vida ni de luminosidad, listas para ser arrancadas de raíz permitiendo por fin el paso de la

máquina del inventor sin la maraña de hortalizas, tan sólo los árboles frutales de cierto porte se

libraron del exterminio pudiendo, según explicó Jacinto, sortearlos fácilmente en la prospección.

Los días estaban transcurriendo con la normalidad propia de un manicomio. El asunto de la

coca estaba en marcha, don Veneroso controlaba la transformación de la pasta al clorhidrato con

autoridad a pesar del escaso crédito que se le otorgó inicialmente, tan sólo se vio enturbiado su buen

hacer por la intervención de Marcel, que montó en cólera al enterarse de que la inglesa se paseaba en

cueros delante de todos, cosa que hacía habitualmente, por cierto, pero que él interpretó como una

ofensa porque pensaba que entre los dos había surgido algo. Para complicar más las cosas don

Veneroso en lo del surgimiento interpretó lo mismo y de la noche a la mañana lo que surgió con la

fuerza de un geiser, fue un triangulo amoroso que la edad lejos de servir de paliativo, agudizó. El

disenso se zanjó, al menos por el momento, con los dos ancianos deambulando todo el día desnudos,

de mutuo acuerdo y para estar en igualdad de condiciones, ignorando las consecuencias más que

previsibles, en agravamientos prostáticos y cistíticos que no consiguieron amilanar el ánimo de

ninguno de los dos.

Sobre las ocho de la tarde el todoterreno de Jacinto apareció por detrás de la chopera, Jacinto

se bajó primero saludando con su natural corrección, por su parte Silvia al ver el huerto

desmantelado tras un duro día de trabajo arrancando matas, no pudo evitar soltar un grito de júbilo al

tiempo que se abrazaba a Agustín en un gesto que llevaba incluido el cariño y la aprobación.

Los dos hermanos tenían un carácter parecido que chocaba diametralmente con el de su

padre, don Mauro, que era todo mansedumbre. La responsable de tan atávico comportamiento era la
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madre que durante años manejó a su antojo al marido, cuando murió víctima de un colapso, los hijos

siguieron la tradición materna de controlar al bueno de don Mauro hasta que éste ya en edad

avanzada falleció también, dejándoles algo de dinero (del suyo y no mucho) y el secreto que ahora

les había llevado hasta allí, junto a un nutrido grupo de personas de desigual procedencia a la caza de

una fortuna que, más que esquiva, empezaba a resultar ímproba.

Al arrebol de las escasas nubes había que añadir el de sus mejillas que la excitación del

momento teñía confiriéndole una belleza natural que no pasaba desapercibida para Jacinto, estaba

enamorado como un colegial, su vida siempre había estado dedicada al estudio y ahora gracias a ella

descubría un mundo lleno de sorpresas, nunca se había divertido tanto y al verse involucrado en esa

especie de sainete esperpéntico en lugar de preocuparse, que hubiese sido lo normal, se animaba.

—Todo está preparado, mañana a primera hora comenzaremos la búsqueda —les anunció

Agustín recuperado al fin de tanto sobresalto.

Despuntando el día todos se fueron levantando con un nerviosismo similar al que siente un

niño antes de una excursión, como en la casa había espacio suficiente la opción de alojarse en un

hotel, barajada inicialmente, se descartó. Al principio Agustín protestó airadamente, pero después

consideró que por unos días más no merecía la pena discutir, después de todo Abundio era su

“socio”, Jacinto el novio de su hermana y don Veneroso el químico. Al menos el grupo de ufólogos,

de los que parecía no poder librarse, dormían en la autocaravana y se alimentaban con sus propias

existencias.

Al finalizar el desayuno todos se pusieron en marcha, los miembros de la comunidad seguían

entregados al empaquetado de pequeñas dosis de cocaína mezclada con maizena. Agustín, que temía

alguna reacción contraria del grupo al realizar un trabajo tan indigno, se sorprendió viendo como

daban por bueno el argumento de que gracias a unos yupis dispuestos a meterse por la nariz esa

mierda, construirían su anhelado centro de acogida para monjes tibetanos. Por si fuera poco, el
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excirujano plástico y su mujer habían sido habituales en ese tipo de ambientes y garantizaron los

contactos entre sus antiguos parroquianos para una venta lenta pero segura de las papelinas.

Los dos abuelos insistían en la desnudez, aunque accedieron a ponerse al menos unas

zapatillas para mitigar el frio de la mañana, que subiendo por los pies podía ser fatal para su salud.

Ocupados cada cual en sus respectivas obligaciones los restantes se fueron al cobertizo para preparar

el ELME, en los días que habían pasado en Madrid Jacinto y Silvia atendieron sus asuntos personales

con la misma premura que las urgencias de la carne que en esos primeros momentos de la relación

eran tan apremiantes como reiterados. También terminaron de desarrollar el software definitivo para

que la máquina reconociera algunos materiales nuevos que no hubo tiempo de programar en un

primer momento, como ciertos tejidos y los polímeros menos utilizados. Mientras las baterías de litio

terminaban de recargarse Jacinto introdujo los nuevos datos en el disco duro ante la atenta mirada de

Germán, que insistió en estar presente aludiendo a su formación. En algún momento podía serles útil.

Finalizadas las cargas correspondientes todos se dirigieron al huerto, la superficie estaba

razonablemente despejada. Deni colaboró en el trabajo por aburrimiento más que por altruismo y

aclaró que con retirar las ramas más gruesas y de mayor altura era suficiente, dejando claro en todo

momento las virtudes de cuatro por cuatro del prototipo, una parte de su trabajo de la que se sentía

especialmente orgulloso.

Para Abundio este momento era poco menos que un sueño, después de tantos años desde la

trágica muerte de sus padres, de la sorpresa del descubrimiento revelado por el abogado, de los

intentos frustrados de encontrar el dinero y por último del plan que le había llevado de nuevo hasta

allí; y ahora, por fin podía retomar la búsqueda. Lo hacía, eso sí, con todas las complicaciones

acaecidas desde entonces en ese extraño juego en el que se habían visto envueltos todos los

implicados, atribuible a la casualidad o quién sabe si al divertimento divino.

Jacinto introdujo la contraseña, que había vuelto a cambiar colocando un intrincado sistema

de barreras contra el hacker, el propio Germán le felicitó dándole una palmadita en la espalda y
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asegurándole que aquello era insalvable. Desde el muro de piedra que delimitaba el huerto se tenía

una visión global de toda la superficie a cubrir, el ELME arrancó ronroneando como un gatito,

manejando el control remoto Jacinto lo condujo hasta un extremo del huerto, justo donde antes

crecían coliflores y repollos. Desde ese punto empezaría a hacer pasadas a lo ancho procurando

solapar cada una con la siguiente de manera que fuese imposible dejar un solo milímetro sin visionar,

Deni que conocía el funcionamiento a la perfección les anunció que la cosa iba para rato ya que a

pesar de poder desarrollar un velocidad considerable, era necesario hacer las pasadas lentamente para

que el sofisticado sistema pudiera leer los datos. Las pasadas se fueron sucediendo con la lentitud

anunciada, teniendo en cuenta las dimensiones del huerto podían tardar varios días en completarlo,

así que de la euforia inicial se fue pasando a la apatía y al cabo de unas horas cada uno fue buscando

entretenimientos adicionales viendo que éste resultaba un poco monótono. Agustín se fue a la casa

almacén para seguir de cerca el trabajo de don Veneroso, a pesar del nefasto comienzo tenía que

reconocer que el químico estaba haciendo un buen trabajo, de forma incompresible el cine

proporcionaba una información fiable a juzgar por los resultados que se estaban consiguiendo. Una

vez acostumbrado al nudismo del trío de mayor edad, comprobó que todos cumplían de sobra con su

cometido, incluido Marcel, que en condiciones normales no habría accedido a colaborar en algo que

no estuviera relacionado con los extraterrestres y ahora componía paquetitos con maestría con tal de

no dejar a la inglesa a solas con el químico. Por su parte Amador se volcó en la preparación de su

próximo libro aprovechando la tranquilidad del lugar, prometió dejar en el centro regentado por

Agustín un buen número de ejemplares en cuanto salieran de la imprenta. Abundio y Deni retomaron

el ajedrez superada la aversión del primero a los enfrentamientos con humanos, resultó que su nivel

era parejo, por lo que las partidas se dilataban en una apasionante lucha que no dejaba indiferentes a

ninguno de los dos y aunque se negaban a reconocerlo, disfrutaban con la misma pasión de victorias

y derrotas. Jacinto se quedó con la única compañía de Silvia, se turnaban en el manejo del ELME, la

arqueóloga aprendió a utilizarlo sin problemas dando un respiro al inventor, si bien el manejo no era
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complicado si lo era la exigencia de mantenerse atentos al monitor, con el riesgo de perder alguna de

las imágenes que iban apareciendo si no lo hacían.

Durante todo el día estuvo el invento en sus idas y venidas de un lado al otro del huerto,

quitando las paradas necesarias para comer y beber, los dos mantuvieron su trabajo absortos con la

conversación, en ese momento no encontraban mejor excusa para estar juntos que examinar cada

palmo de tierra. El que no hubiese aparecido nada que pudiera ser considerado sospechoso no restaba

ni un ápice el interés de Jacinto, pues con cada pasada recogía datos útiles para la configuración del

futuro uso que pensaba dar al aparato.

Un pilotito rojo empezó a parpadear anunciando el estado de la batería: requería una recarga

sin demora. Justo cuando Jacinto se disponía a dar la sesión por finalizada algo apareció en el

monitor.

—¿Qué es esto? —se preguntó a sí mismo.

Silvia se acercó todo lo que pudo para mirar la pantalla mientras Jacinto movía los mandos

con sumo cuidado para afinar la colocación del aparato y así recibir una visión más nítida.

—Parece un maletín —dijo Silvia sin poder ocultar un deje de entusiasmo en su voz—. Voy a

avisar a Agustín.

Al rato aparecieron todos los demás respondiendo a la llamada de la arqueóloga, que empezó

a gritar llamando a su hermano.

El grupo se arremolinó junto al inventor intentando asomarse lo suficiente para ver algo.

—Desde luego es un maletín… metálico, tengo que ajustar el programa para ver si hay algo

dentro —dijo mientras tecleaba.

—¿Qué es eso que asoma en la parte del asa? —Preguntó Silvia que estaba pegada a la

pantalla intentando ver con mayor claridad—, parece…


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—Espera yo también lo veo, voy a mover un poco más el ELME —con un levísimo giro en

uno de los mandos las ruedas se movieron apenas unos centímetros—, ahora está mejor, espera un

segundo a que se defina la imagen…

—¿Eso es lo que parece que es? —preguntaron casi al unísono todos los que alcanzaban a ver

el monitor.

Jacinto tecleó algo, esperó unos instantes bajo un tenso silencio del grupo que repentinamente

se había quedado mudo y dijo:

—Eso es el cuerpo de una persona… y me temo que está muerto.


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29. El muerto.

Al shock inicial le siguió un aluvión de preguntas que nadie supo responder, algunas tenían

que ver con el muerto. ¿Quién era? ¿Cómo había llegado hasta allí? Pero en seguida se pasó del

muerto al maletín.

—Que le den al muerto, ¿y el dinero, está o no está? —dijo Agustín que fue el primero en

reaccionar.

—Un momento… —Jacinto volvió a los ajustes necesarios para ver dentro del maletín y

poder contestar al interrogante, cuando los tuvo siguió hablando sin dejar de mirar la pantalla.

—Desde luego hay papeles dentro, pero por la forma y cantidad no creo que sea dinero, sólo

hay una forma de averiguarlo —dijo al fin.

—¿Cuál? —dijo Silvia temiéndose la respuesta.

—Desenterrarlo.

—¡Un momento! —soltó Abundio que aún no había terciado en el asunto—, si tenemos un

muerto aquí quiere decir que en algún lugar hay un cenotafio, eso sin contar con la complicación que

supone un levantamiento de cadáver, tarea de competencia exclusiva de un juez y que nos podría

suponer una investigación con las consecuencias que eso acarrearía, definitivamente hay que

descartar algo tan contraproducente.


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—Tienes toda la razón —intervino Deni demostrando cierta empatía con su adversario en el

ajedrez, aunque su verdadero motivo era el temor a ser él uno de los encargados de la exhumación—.

Por cierto, ¿Qué es un cenotafio?

—Justo lo contrario de lo que tenemos aquí —dijo Silvia tomando la palabra—, si tenemos

un cadáver en la finca y teniendo en cuenta que porta un maletín en la mano, quiere decir que muy

antiguo no será, por lo tanto si Agustín no sabe quién es —hizo una pausa mirando a su hermano en

espera de un gesto de confirmación, en cuanto éste se produjo continuó—, entonces nos queda saber

si el señor Buendía, que a fin de cuentas es el dueño del terreno y el hijo de los qué vivieron aquí…

—Alto, alto… a ver, yo no tengo ni idea de quién está enterrado aquí y en el hipotético caso

de que mis padres tuvieran algo que ver, no sólo no es asunto mío, además me importa un carajo.

—Tranquilos señores —intentó tranquilizar los ánimos Jacinto que parecía encantado con los

acontecimientos—, es cierto que tenemos un cadáver, pero no hay por qué acusar a nadie, sin datos

fiables es imposible determinar cuánto tiempo lleva aquí, ni si lo está por algo que sea vinculable a

un hecho delictivo, creo que si todos mantenemos el secreto la única forma de aclarar algo este

asunto es desenterrarlo, con el ELME como mucho puedo analizar los tejidos de la ropa y calcular el

tamaño del cuerpo. Para realizar un estudio más detallado hay que sacarlo.

—Jacinto tiene razón, yo tengo suficientes conocimientos anatómicos para realizar algo

parecido a una autopsia —dijo Silvia marcando con sus dedos unas comillas imaginarias en el aire al

decir la última palabra—, es posible que con eso podamos arrojar algo de luz, en cualquier caso si

tiene los años que parece tener y nadie lo ha reclamado, no tenemos porqué desenterrar nosotros el

tema, lo de desenterrar lo digo en sentido metafórico —aclaró.

A su diatriba le siguió un acusado silencio que acabó con el comentario categórico de su

hermano.

—¡Voy por una pala!


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Cuando regresó del cobertizo no traía una pala, sino dos, y un pico, era evidente que no

pensaba cavar solo, de hecho él no pensaba cavar ya que se apresuró a repartir la herramienta entre

los más dispuestos que empezaron a trabajar con el ahínco de quienes no tienen nada que perder y sí

mucho que ganar.

Tardaron dos horas aproximadamente en sacar al interfecto, en la parte final Silvia asumió el

mando de la operación con la autoridad que le confería su profesión. Sustituyeron las palas por una

paleta de albañil y unas brochas que guardaban desde la última vez que pintaron las ventanas, con la

herramienta acorde a esa labor fue dejando el esqueleto al descubierto. Conservaba la ropa, algo de

pelo y una mínima parte de los tejidos, tiesos cual mojama. Aparte de la ropa lo único no orgánico

era el maletín que desenterró con el mismo cuidado que el resto, esta parte le llevó casi tanto tiempo

como la primera. Como la noche se les había echado encima y la oscuridad era total, con la

excepción de los rododendros de la entrada que habían escapado a la segunda fumigación y todavía

mantenían la luminiscencia, tuvieron que improvisar unos focos para poder continuar.

Con ayuda de una manta levantaron por fin el cadáver, tenían preparada una improvisada

mesa de autopsias en la casa almacén, retirando previamente los productos químicos acumulados por

don Veneroso, quien insistió en poner el máximo cuidado refiriendo lo volátiles e inflamables que

podían resultar.

Teniendo en cuenta lo avanzado de la hora, Silvia insistió en que todos se retiraran a

descansar, ella se quedaría para realizar el examen forense del desconocido. En realidad prefería

hacerlo sola consintiendo únicamente la presencia de Jacinto que no aceptó un no por respuesta. Los

demás se fueron a dormir una vez confirmaron que efectivamente el maletín no contenía ni dinero, ni

bonos, ni nada potencialmente canjeable en moneda de curso legal.

Silvia comenzó a examinar al individuo, o lo que quedaba de él, manteniendo una distancia

de un metro y medio daba vueltas alrededor de la mesa sin perder detalle, Jacinto observaba callado,

con la curiosidad y la admiración de un neófito. Del bolso sacó unos guantes de látex, siempre
210

llevaba un par, más por deformación profesional que como medida profiláctica, se puso las gafas que

sólo utilizaba para trabajar y fue comentando todo lo que hacía. Normalmente utilizaba una cámara

de video para documentar el procedimiento, en un trabajo como el suyo un error podía ser fatal, los

fósiles que manejaba eran en muchos casos únicos y requerían un cuidado exquisito. En este proceso,

y aun siendo consciente de que se trataba de intrusismo profesional, utilizó un protocolo similar para

sentirse más cómoda. Hablar sola le hacía parecer ridícula, así que la presencia de Jacinto como

sustituto de la grabadora le pareció doblemente agradable.

—Empecemos. Tenemos un cuerpo en avanzado estado de descomposición vestido con un

traje en aparente buen estado... —miró el forro para ver si tenía algún distintivo—. ¡De Armani! —

exclamó—. ¡Vaya con el muerto! ¿Supongo que no tendrá documentación?

Cuando se cercioró de que no llevaba encima nada le dijo a Jacinto que fuese mirando los

papeles del maletín por ver si les sacaba de dudas. Con unas tijeras fue cortando el traje hasta dejar el

esqueleto al descubierto, dejó toda la ropa en una caja por si tenían que revisarla más tarde y

continuó con los huesos.

—Por el tamaño del fémur y la forma de la cadera se trata de un barón…de un metro setenta

aproximadamente —calculó echando cuentas mentalmente después de medir la longitud de algunos

huesos, de ahí pasó a la boca, la abrió con sumo cuidado para mirar la dentadura—, el desgaste que

presentan los molares y los caninos indican que se trata de un adulto, tiene un puente en la mandíbula

superior que ha perdido el ajuste, por su aspecto tiene bastantes años, teniendo en cuenta el desgaste

de los dientes y los cabellos adheridos al cráneo, predominantemente canosos, esta persona rondaría

los sesenta o sesentaicinco años más o menos.

Silvia seguía hablando mientras trabajaba, por su parte Jacinto examinaba los papeles, gracias

a lo hermético del maletín estaban intactos, se trataba de folletos de unas urbanizaciones, unos planos

catastrales y algunos contratos de compra venta que por desgracia tenían la parte de los datos en
211

blanco, no encontró nada anormal ni significativo, pero tratándose de alguien tan meticuloso como él

no cejó en su empeño.

—Aquí tenemos algo que nos puede ayudar —dijo Silvia sin levantar la vista del cuerpo, el

que sí levantó la vista fue Jacinto, se acercó para ver a qué se refería su compañera y para darle un

achuchón con la excusa.

—Mira esta marca en la clavícula, ha estado rota recientemente, es decir reciente de antes de

morirse, todavía no sabemos cuánto tiempo lleva muerto, pero la fractura no está operada, algo muy

normal hoy en día ya que evita tener que poner una escayola de grandes dimensiones con el engorro

que eso supone, además es una operación bastante simple y el hueso cura rápido, lo que podría

significar que por alguna razón no se pudo operar —dijo demostrando que sus conocimientos iban

más allá de lo que implica la arqueología.

—¿En qué estás pensando exactamente? —preguntó Jacinto serio, pero mostrando una leve

sonrisa.

—Este hombre estaba muy gordo —dijo indicando con el dedo las rodillas—. Si te fijas en la

articulación verás que tiene una deformación típica de las personas obesas, además antes he visto la

talla del traje, una XXL, con esto y siendo de una edad algo avanzada podría estar en un grupo de

riesgo, es posible que descartaran la operación para evitar riesgos innecesarios en algo que no se

consideraba vital.

—Interesante…y ¿puedes saber de qué murió?

—Pues no, a tanto no llego, pero puedo saber de que no murió. El cráneo está intacto por lo

que no sufrió un traumatismo craneal, no aparecen marcas en ningún hueso que pudieran indicar

heridas de bala o de arma blanca. Todo esto es muy somero, ya lo sé, pero con estos medios no hay

mucho más que pueda saber, y por cierto antes de que me lo preguntes te diré que previamente a

especializarme en paleoantropología estudie dos años de Medicina.


212

—No iba a decir nada —le dijo dándole un beso en la boca—, bueno sí, quería decirte que yo

también he encontrado algo.

—¿Qué?

—En uno de los folletos de casas, bastante feas según mi opinión, hay un membrete. Está casi

borrado, pero creo que si lo escaneo y lo trato con photoshop podría conseguir leer lo que pone.

Parece un sello de empresa, es posible que por ahí podamos averiguar algo sobre el difunto.

Silvia se colgó de su cuello lo besó largamente y le sugirió que dieran por concluida la sesión

de trabajo y comenzaran otro tipo de sesión.

Por la mañana todos esperaban expectantes las conclusiones de la pareja sobre el fiambre.

Durante el desayuno, Jacinto les puso al corriente de todo lo que habían averiguado, excusó a Silvia

que se había quedado un poco más en la cama después del justificado trasnoche y convocó a Germán

para que le ayudara con el asunto del membrete. El alienigista dijo estar a su entera disposición.

Germán solía ser díscolo y antisocial, sin embargo, simpatizaba con el inventor, por lo general su

carácter difícil repelía cualquier intento de acercamiento, pero en el caso de Jacinto la cosa era bien

distinta.

—¿Qué necesitas, colega? —le preguntó utilizando la palabra no como sinónimo de amigo,

realmente le consideraba un colega en el campo de la informática.

—Tengo que escanear y tratar posteriormente una foto, me preguntaba si tienes el equipo

necesario —sabía que en la autocaravana disponía de algunas máquinas aunque no de qué tipo

exactamente.

—Por el escáner no hay problema y para tratar la foto dime que programa necesitas y si no lo

tengo me lo descargo en un momento, tengo conexión permanente a internet vía satélite —le dijo

señalando el techo del vehículo donde sobresalían varias antenas parabólicas.


213

—Con el photoshop me basta. Mira, ésta es la imagen que tenemos que tratar —Germán

escrutó con sus ojillos de ratón el catálogo donde se podía ver en una esquina el desdibujado

membrete.

—Joder, ¿no tienes algo mejor? Aquí no se ve nada.

—Es lo único que tenemos, tengo la sensación de que alguien sacó del maletín todo lo que

pudiera asociarse al muerto, precisamente esto se le pasó por que apenas se distingue.

—Bueno, si es fácil no me motiva, vamos a ver que sacamos de aquí —se metió en la

autocaravana indicando a Jacinto que le siguiera.

Dentro del vehículo no había signos de tecnología, al contrario la sensación era la de estar

habitada por unos neandertales, restos de comida, platos sucios y ropa tirada por el suelo en una

combinación que tiraría de espaldas al menos escrupuloso.

—Perdona el desorden, pero llevamos varios días viviendo cuatro personas aquí dentro y esto

empieza a parecer una leonera —retiró de dos manotazos lo que más estorbaba y abrió un armario

grande que parecía una cama empotrada. Al dejar su interior a la vista Jacinto no pudo reprimir una

exclamación de sorpresa, allí había aparatos que él no había visto jamás.

—Aquí están mis juguetes —dijo Germán con orgullo—. Empecemos, vete escaneando el

folleto mientras me descargo el photoshop. ¿Qué versión quieres?

—Cualquiera, para lo que es, la que tengas más a mano —le dijo descubriendo un escáner de

última generación colocado sobre unos bafles monstruosos.

—Cualquiera… —repitió navegando por internet a una velocidad endiablada—, pues ésta

misma, creo que es la última, CS4, ¿La quieres con todos los aditivos? —dijo refiriéndose a parches

y complementos.

—No hace falta, con el programa pelado me vale.

Mientras esperaban la descarga Germán le puso al corriente de sus “apaños”, tenía una

configuración rapidísima gracias a una sofisticada red de antenas que recibían la señal de diferentes
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satélites de forma simultánea, todo de forma gratuita, —gentileza de la compañía de telefonía— le

dijo mientras le ofrecía su móvil para que llamara también gratis. Jacinto no estaba acostumbrado a

los actos de piratería y lo rechazó educadamente.

—No te cortes, si ellos te roban sistemáticamente, esto es sólo un acto de justicia social.

A pesar de los argumentos del otro eludió la oferta, con su palabra de que si necesitaba llamar

a alguien se lo pediría.

Después de algunos minutos y el trabajo de varios gigas de memoria RAM el membrete se

hizo visible, dejando unas letras razonablemente legibles.

Se ajustó las gafas con un movimiento mecánico y leyó.

—Francisco Basto Antón, promotor inmobiliario, Valdepeñas.


215

30. Valdepeñas.

Es una sorpresa y no diré que grata, saber que mis progenitores se hallan envueltos en un

turbio asunto: una “desaparición”, eufemismo utilizado a veces para referirse a los muertos. En el

caso que nos ocupa: “un muerto”, que ha visto la luz previa exhumación (no autorizada dicho sea de

paso) y cuyas consecuencias aún son difíciles de calcular. No me gustan los eufemismos, pero sin

tener datos fehacientes sobre cómo se ha producido el deceso no me parece apropiado denominarlo

de forma más explícita. Debo decir que me he visto envuelto en este desagradable suceso sin yo

pretenderlo y a pesar de la escasa relación que tenía con mis padres, me siento en cierta medida

responsable, cosa que no me explico. Dejando de lado su carácter morboso, ésta es una contrariedad

que dificulta en gran medida la búsqueda del dinero. El destino se empecina en hacerme partícipe

una y otra vez de fenómenos que además de extraños son ilícitos.

El nombre aparecido en el membrete nos ha permitido al menos confirmar que dinero había,

¿dónde está? Por desgracia esto sigue siendo una incógnita.

Para llegar a esta conclusión ha sido necesario hacer una serie de averiguaciones que sin la

ayuda del señor Víguenot y del otro tipo, el gordo de los pantalones erróneos, no hubiese sido

posible. Una vez consiguieron hacer legible lo ilegible la propia grafía hizo el resto, esta vez la

intervención del gordo ha sido fundamental, lo admito. Empezó a enredar en la red con autoridad,

quiero decir que lo que este tipo hace no se parece en nada a lo que hacemos el resto de los mortales

cuando queremos buscar algo en internet. Ni Google, ni Yahoo, ni nada parecido, éste entró
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directamente en bases de datos no autorizadas saltándose grácilmente cuantas barreras se ponían a su

paso. Al cabo de una hora sabíamos que el tal Francisco Basto Antón era promotor inmobiliario, eso

ya lo ponía el membrete, lo que no ponía era que el fulano estaba buscado por la Interpol por haberse

largado presuntamente con doscientos millones de pesetas de entonces, un millón ciento noventa mil

euros de ahora, aproximadamente. Teniendo en cuenta que la cantidad coincide con la que nosotros

estamos buscando y que el fulano de la promotora puede ser el que está compartiendo mesa con el

clorhidrato, y por lo tanto no ha ido muy lejos, ya sabemos la posible procedencia del dinero. Si mi

padre bajo los efluvios del Anís Castellana, única marca que tomaba, comunicó al llorado don Mauro

la existencia de una fortuna enterrada es porque efectivamente dinero había, si está enterrado como

dijo no lo está aquí, según ha podido confirmar el señor Viguenot una vez concluida la prospección

de lo que restaba de huerto. Para salir de este atolladero me dispongo una vez más a demostrar mis

recuperadas dotes de vendedor y lanzarme a la ingrata tarea de averiguar dónde está la pasta.

Con los datos conseguidos vía internet tengo algo por dónde empezar, dirección del muerto,

nombres de socios y familiares y algunos datos irrelevantes sobre sus aficiones. Pasaré un par de días

en Valdepeñas, región de excelentes caldos. Aun siendo yo de natural abstemio eso no implica

necesariamente que no pueda probar alguno de los productos que esta tierra y sus enólogos me

ofertan, la opción no me desagrada así que no veo motivo alguno para demorar este viaje.

La promotora Basto está enclavada en el corazón de la ciudad, frente a un jardincillo

paupérrimo que debió conocer tiempos mejores y al lado de una cafetería del mismo nombre, todo

apunta a que ambos negocios son regentados por la misma familia. Aprovechando esta circunstancia

entro primero en el bar para tantear el terreno y para tomarme un café, que a esta hora me sube el

ánimo y las pulsaciones. Pido un café con un poco de leche insistiendo en que la leche sea del

tiempo, como al rato escucho el ensordecedor ruido del vaporizador sacando chispas a la lechera

vuelvo a insistir en lo de: “del tiempo”, la chica, porque es una chica la que me atiende, me dice que

si no la calienta no me puede echar espumita y que si el café no tiene espumita su jefe le regaña, le
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digo que no pienso decir nada de la espumita a su jefe, pero sí lo haré si me achicharro la lengua, me

mira largamente con esa cara que ponen los que piensan que eres raro, incluso muy raro y por fin me

sirve el café con la leche directamente del tetra brik. Esta primera toma de contacto me sirve para

determinar que la chica no es de la familia, en parte por referirse al propietario como: su jefe, y no

como su padre o como su tío y porque, aunque no soy antropólogo, adivino por sus rasgos faciales

que la chica en cuestión es descendiente de Atahualpa y no de don Quijote.

Aprovechando que el bar está vacío le pregunto por la familia que lo regenta.

—Esta cafetería y la promotora de al lado, ¿son del mismo dueño, no?

—Son hermanos, esto es de la hermana, aunque mi jefe es el hijo. Lo de al lado es del

hermano, pero lo lleva otro hijo —me aclara sin profundizar en el tema.

Echo en falta la locuacidad de los manchegos así que me veo obligado a insistir.

—Y los primos, ¿se llevan bien? —le digo apurando el último trago de café.

—No sé…supongo, yo llevo poco tiempo aquí.

Su respuesta me deja como estaba así que doy la entrevista por concluida y me preparo para

el siguiente asalto, la analogía con el pugilismo me parece acertada ya que esto se ha convertido en

una lucha, de momento incruenta, pero al correr del tiempo veremos.

Desde fuera y fingiendo mirar las ofertas inmobiliarias del escaparate, echo una mirada al

interior. El aspecto del local es bueno, sin alardes, pero con detalles de cierto nivel: suelo de mármol,

molduras de escayola y columnas forradas de madera presuntamente noble. Son visibles igualmente

adornos acordes a la tipología del establecimiento: algunas maquetas sobre mesas representando las

promociones a una escala manejable y sobre las paredes fotografías de casas, planos de planta y

alzados debidamente enmarcados. Una mujer se emplaza detrás de una mesa de oficina, su edad es

incierta, el excesivo maquillaje y los reflejos del escaparate me impiden hacer un examen fisonómico

más detallado.

Me decido a entrar con cualquier excusa y así poder iniciar mi interrogatorio.


218

—Buenos días —le digo mirando un reloj en la pared y comprobando que aún no son las

doce.

Me responde ella repitiendo la frase.

Tomo asiento sin esperar a que me invite a hacerlo y le digo con mi mejor sonrisa que estoy

buscando una casa para comprar, dejando claro y para que me tome más en serio, que ha de ser

grande, individual y de nueva construcción.

—Un chalet —dice afirmando, pero como el que pregunta.

Tras una profunda inspiración se levanta con una sonrisa que supera con creces a la mía y se

dirige a un mueble archivador, durante el recorrido de apenas cinco metros aprovecha para estirarse

la falda, airearse los cabellos y subirse el pecho hasta el mentón para acto seguido dejar que éste

vuelva a su posición original.

—Precisamente tenemos un chalecito que cumple de sobra con lo que usted quiere, precioso

y muy bien de precio —me dice buscando el fichero en los cajones—. ¡Aquí está!

Vuelve a la mesa deshaciendo lo andado con una carpeta en la mano mientras con la otra se

estira de nuevo la falda. Me mira y con una gran sonrisa dice:

—Es una casa estupenda, yo misma he estado a punto de quitarla del listado para quedármela,

pero mi marido dice que dónde vamos con otra hipoteca y… en fin, no quiero aburrirle, pero al final

nada, que conste que mi casa es monísima y muy céntrica, pero ésta tiene una luz… es que le da el

sol todo el día y eso se nota, porque en invierno gastas la mitad en calefacción.

Cuando creo que no se va a callar nunca, se calla, despliega una docena de fotos como si de

un abanico se tratara y tras recuperar un poco el aliento continúa con una descripción exhaustiva de

salones, cuartos de baño, cocina, etc. Los minutos siguientes los pasamos entre memorias de

calidades, planos de situación y cálculos estimativos de créditos hipotecarios. Empiezo a pensar que

no ha sido buena idea lo del chalet, quizá hubiese bastado con decir que buscaba un garaje en

alquiler.
219

Al finalizar le digo que me gusta mucho, que lo tengo que pensar y que si no tiene algo más

para comparar, en este punto es cuando pierde fuelle y se entrega con profesionalidad, pero sin

entusiasmo a enseñar otras casas que como ella misma dice: ya son otra calidad.

Mientras busca en el archivador aprovecho para indagar sobre lo que me interesa. Usando los

datos de los que dispongo puedo empezar algo parecido a una conversación. El hielo hace rato que

quedó hecho añicos.

—Así que ésta es la promotora de don Francisco.

—¿Conoce usted a Paco, mi marido?

—Bueno, no exactamente, conocí a su padre, o sea a su suegro, antes de que… ya sabe —

dejo caer el tema sin rodeos para ver cómo reacciona.

—Sí, ya sé —su laconismo me dice que habrá que apretar un poco más.

—No se puede decir que tenga un buen recuerdo de él, la verdad es que me hizo perder un

buen dinero.

—¿A usted también? Desde luego… con lo formal que parecía y a su edad, que ya estaba

para sopitas —por su comentario sospecho que se irá soltando poco a poco.

—Verá, yo llevo una empresa de seguros y su suegro contrató con nosotros un seguro de vida

que dejó de pagar.

—Ah sí, ¿y quién es el beneficiario? Lo digo por si tiene la decencia de morirse —lo que dice

me confirma que no sabe nada del muerto, y en su cara veo que se va despertando en ella un interés

creciente por el tema y con él sus ganas de hablar, de manera que sigo tirando de la manta.

—¿El beneficiario? Pues ahora mismo no recuerdo ese dato, tendría que mirar los archivos.

Hace tanto tiempo.

—Supongo que será mi Paco, sólo faltaba, después de lo que nos hizo sería una

compensación. ¿Y, de cuánto era la póliza? Si puede saberse.


220

—Si no recuerdo mal cien millones de entonces, claro que como dejó de pagar no sé en qué

situación quedaría.

—Digo yo que eso se podrá arreglar, si llegara el caso y mi suegro apareciese, difunto quiero

decir. Pagando nosotros lo que quede pendiente…

—Pues, no sé... ¿No saben dónde está? —le digo para que empiece a contar lo que sepa.

—Si lo supiéramos ya estaría aquí, eso se lo aseguro yo. Estará en Brasil el muy…

revolcándose con las mulatas mientras nosotros hemos tenido que salir adelante hipotecándolo todo,

trabajando como negros para poder pagar el pufo que nos dejó, doscientos millones que se llevó el

muy sinvergüenza. Con lo mal que estaba de salud, claro que con ese dineral se habrá curado a base

de bien.

—¿No tenía un socio? —le pregunto para tantear.

—¿El socio?, el hombre casi se muere del disgusto, pero eso sí, le faltó tiempo para

declararse insolvente y quitarse de en medio. Se fue a vivir a Madrid con un sobrino, a estas alturas

estará en un asilo, tiene que ser muy mayor porque le llevaba unos años a mi suegro, tendrá... unos

ochenta y pico. Muerto no está porque todos los días miro los obituarios por si acaso, no por él, por

mi suegro claro.

—Parece mentira, justo cuando los negocios les iban tan bien —lanzo ese comentario a

bocajarro confiando en poder sacar algo más de información. La buena señora canta como un

ruiseñor.

—¿Bien? Iban de maravilla, estábamos a punto de cerrar un negocio inmobiliario que nos

habría hecho ganar una fortuna, todo legal, no vaya usted a pensar. Una urbanización de lujo con

campo de golf incluido en un pueblo perdido en mitad de la nada. A mí el sitio no me gustaba, pero

aquella zona se estaba poniendo de moda con el tema de la caza y empezó a venir gente de dinero.

Ya teníamos todos los permisos para construir, sólo faltaba cerrar la compra de los terrenos, todos los

propietarios estaban de acuerdo menos unos viejos muy antipáticos que no querían vender. Ésa fue
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precisamente la última vez que le vimos, les ofreció más dinero y cuando pensaba cerrar el trato se

ve que se vio con todo el dinero en las manos, se le cruzaron los cables y se largo, el muy

sinvergüenza.

—Me hago cargo, no crea, y ¿cómo dice que se llamaba el pueblo?

—Villanubla de no sé qué, un villorrio de mala muerte. Lo más gracioso es que ahora allí no

se puede hacer nada porque lo hicieron todo Parque Natural por algo que había por la zona, que yo

no digo que no sea bonito y tendrá interés por los pajaritos y todo eso, pero vamos que al lado están

todo el día pegando tiros los cazadores y nadie dice nada.

—Vaya por Dios —le digo fingiendo ser condescendiente, no me parece necesario preguntar

por los viejos antipáticos ya que me imagino la respuesta.

—¿Entonces el negocio no prosperó?

—Pues no, y menudo como se pusieron todos, hechos una furia. El pueblucho ese era una

pedanía del pueblo de al lado y el alcalde, el arquitecto municipal, el concejal de urbanismo, todos

estaban en el ajo, se iban a llevar un dineral en comisiones y claro, no cobraron ni un duro. Llegaron

a amenazar a mi Paco con cerrarle el negocio si no les pagaba porque eran del mismo partido que el

alcalde de aquí, pero mi Paco se puso en sus trece y no cobró nadie. Al final toda esa gente acabó en

la cárcel por unos chanchullos con unos hoteles que ni eran hoteles, ni nada, eran casas de putas, un

escándalo. En un sitio tan pequeño que se conoce todo el mundo, ya me dirás.

Dejo que siga largando, más por curiosidad que por poder aportarme algo relevante. A parte

de lo del lupanar que ya conocía de mis anteriores visitas, me entero de varios chismes que enseguida

empiezan a aburrirme, como siempre.

Aprovechando mis conocimientos en el campo de las corredurías de seguros le suelto todo lo

soltable para consolidar la confianza que está depositando en mi y así poder sacarle el último dato

que necesito, la dirección del exsocio. Cabe la posibilidad de que él, que estuvo implicado

directamente en el asunto inmobiliario, pueda proporcionarme algún dato de mayor importancia, he


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de reconocer que aunque la señora de Basto hijo me ha facilitado una buena información, ésta es

insuficiente para la resolución de este entuerto. Cuando cesa su furibundo ataque contra los del

consistorio, me facilita la última dirección del exsocio sin poner objeciones. Con este dato en mi

poder doy por terminada nuestra conversación, ya que según estoy comprobando su facilidad de

palabra empieza a ser enervante.

Decido con cierta pereza que volver a Madrid sería lo más conveniente dado el cariz que

están tomando las cosas y porque la dirección facilitada pertenece a esta gran ciudad.

Antes de partir hacia la capital del reino debo pasar por Villanubla para recoger algunos

enseres. Aprovecharé para ver las evoluciones de todos los que sin quererlo yo, están implicándose

de forma activa en mis asuntos. Cuando les dejé en el pueblo todos parecían muy entretenidos con la

transformación de la droga, algo que me parece inaudito. He dedicado muchos años a ignorar a mis

congéneres, pero cada vez que les dedico un mínimo de atención me sorprenden con extravagancias

que no alcanzo a comprender.


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31. La visita.

Sin prisa, porque no la hay, me levanto. Decidí alojarme en un hotel modesto pero agradable,

no he cambiado de opinión en lo que respecta a los gastos superfluos, pero habida cuenta del ahorro

que me ha supuesto alojarme estos días con los hippies me puedo permitir este exceso. La pasada

noche además disfruté de una excelente cena bien regada con un vino tinto reserva con

denominación de origen incluido en el precio, de buen paladar, afrutado, con toques de vainilla y

roble y que no era cosa de dejar a medias. Las consecuencias derivadas del abuso, moderado, pero

abuso a fin de cuentas, me hicieron llegar a la cama en un estado de embriaguez lamentable. Aunque

contento.

Al bajar a la recepción pido la cuenta y un par de aspirinas que confío pongan fin a una

persistente cefalea que me atenaza las sienes. El encargado de la recepción, algo afeminado para mi

gusto, me atiende con esmero deseándome un feliz viaje y esperando que mi estancia haya sido de mi

agrado, todo ello después de haber hecho yo efectivo el pago correspondiente. Como no me molesto

en contestar, en parte porque pagar no me gusta, en parte porque la cabeza me estalla y no estoy para

zalamerías, el de la pluma me dice escuetamente que espera que regrese pronto, o mi pronto regreso,

no sé.

A medida que me alejo de la ciudad el dolor de cabeza remite, puede ser que la distancia con

las bodegas me influyan de forma favorable o que el ácido acetilsalicílico lo mitigue como es su
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deber, en cualquier caso pongo kilómetros de por medio con la suficiente concentración al volante

como para hacer el viaje con un mínimo de garantías.

Al llegar a Villanubla me sorprende no ver a nadie merodeando por la finca, no espero un

comité de bienvenida, pero es extraño tanto recogimiento, también es extraño ver un vehículo de lujo

aparcado frente a la casa.

Cuando Abundio Buendía partió con destino a Valdepeñas el grupo se quedó afanado en la

elaboración de las papelinas. No todos participaban activamente, Agustín con buen criterio prefirió

dejar al margen de la operación a su hermana y a Jacinto, éstos a su vez también preferían quedarse

al margen de todos envueltos en el halo de pasión propio de su incipiente relación.

Todos estaban a lo suyo cuando se acercó un coche, que oculto por la fila de chopos no se

hizo visible hasta que estuvo a la altura de la casa. Del vehículo, un Mercedes CL 600 de gran

cilindrada se bajaron cuatro individuos, uno que por su aspecto pasaba desapercibido y tres que por

lo mismo no lo pasaban en absoluto. Por fuerza, parecían recién salidos del gimnasio después de

haberse tragado un frasco entero de anabolizantes. Aun llevando traje con chaqueta y corbata, la

vestimenta no conseguía ocultar una musculatura poderosa que chocaba con su elegancia, más propia

de predicadores sectarios que de unos fornidos deportistas. Estaba claro que no lo eran, ni lo uno ni

lo otro. Como acompañaban al primero que sin ser delgado su porte cumplía sobradamente con los

estándares del españolito medio, todo hacía suponer que eran guardaespaldas, sicarios o algo

parecido. En ningún caso se auguraba nada bueno.

Alertados por el ruido del vehículo que aunque silencioso como corresponde a un auto de alta

gama, hizo el suficiente como para llamar la atención, salieron por este orden: Germán lo hizo desde

la autocaravana, Amador desde la cocina y Agustín no se sabía de dónde venía. Los dos primeros se

acercaron al ver a los desconocidos con la lógica curiosidad, mientras que Agustín al verlos además

de palidecer intento huir, sin lograrlo puesto que uno de los tipos se había situado detrás y apenas
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éste dio dos pasos el otro lo levantó en vilo sin esfuerzo cogiéndolo por las asilas como a un niño

pillado tras una travesura. Al jaleo resultante se unieron el resto de comunitarios más los invitados,

pronto todos se concentraron alrededor de los recién llegados que mantenían en volandas al pobre

Agustín, que de tener el rostro blanco había pasado a tenerlo algo azulado, quizá por la falta de riego

que le producía el apretón del tipo grandote. Como consecuencia del incidente se produjeron las

lógicas preguntas: ¿quiénes son estos tíos?, ¿qué es lo que andan buscando? y cosas por el estilo, la

única que se dirigió a los desconocidos de forma directa exigiendo la liberación de Agustín fue Silvia

que los increpó entre asustada y confundida. A sus quejas los otros respondieron con una risotada y

un...

—Díselo tú, amante de los animales —la respuesta que era a su vez imperativa se produjo

zarandeando aún más si cabe al polícromo Agustín, cuya cara ahora adquiría tintes verdosos.

En un principio Agustín guardó silencio, todos pensaban que era debido a la congoja del

momento, pero pronto se dieron cuenta que era por la presión del brazo hercúleo alrededor de su

cuello, al aflojar la constricción carraspeó y tosió largamente y a medida que iba recuperando su

color natural pudo articular una sola palabra, dos para ser exactos:

—El carnicero.

A su lacónica respuesta algunos no reaccionaron, otros se sobresaltaron puesto que a pesar de

desconocer la historia de aquel fulano, el oficio mencionado podía ser interpretado con un doble

sentido, algo que resultaba inquietante, si a eso le sumaban la presencia de los culturistas la inquietud

se tornaba en terror.

—¿El carnicero...carnicero? —preguntó Silvia que era la única que conocía el pasado de su

hermano con el de las chacinas y jamones.

—El carnicero y los rusos —contestó Agustín con la voz entrecortada por el miedo y porque

seguía sujeto por el cuello en una postura muy molesta.


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Los rusos en realidad no tenían nada que ver con la tierra de Gorbachov, ni de Putin, ni de

ningún descendiente directo o indirecto de varegos, mongoles o cualquier etnia que pudo poblar

aquellas gélidas tierras. Los rusos eran en realidad tres hermanos de Vigo que por su tamaño y rasgos

recibieron ese mote desde su más tierna infancia, suponiendo que alguien así haya sido tierno alguna

vez. El pelo rubio cortado a cepillo muy corto y los ojos azules como el cielo contribuían al equívoco

de forma notable, siendo además parcos en palabras, de escasa cultura y marcado acento gallego, lo

poco que hablaban era tan incomprensible que podían haber pasado igualmente por suecos, daneses o

lituanos.

Como todos los presentes, excepto Silvia, ignoraban los antecedentes de los matones, en un

primer momento hicieron un amago de enfrentamiento, sobre todo los acólitos que se sentían en el

deber de defender a su líder. El bofetón que recibió el más joven y también más osado, fue de tal

magnitud que aterrizó a varios metros claramente conmocionado. A pesar de la contundencia y

sonoridad del tortazo para contrarrestar otro conato de agresión los rusos sacaron unas pistolas, que

sin ser excesivamente grandes intimidaban lo suficiente como para mantener a todos a una distancia

prudencial.

—Bueno, vale ya de tonterías, dime dónde está la coca o te retuerzo el pescuezo como…

como a una gallina —dijo el carnicero simultaneando con la mirada tanto a Agustín como a una

gallina que casualmente picoteaba por allí, lo que evidenciaba su profesión y su falta de imaginación

para las metáforas.

—En la casa del fondo, allí está lo que buscáis —dijo alguien del grupo que empezaba a ser

consciente de la gravedad del asunto.

El carnicero con un gesto mandó a uno de los rusos a mirar, al cabo de unos minutos éste

regresó y asintiendo con una inclinación de cabeza confirmó que el alijo estaba donde le habían

indicado.
227

Don Veneroso, que seguía manteniendo la desnudez por pura cabezonería lo mismo que

Marcel, se adelantó para decirles que la mercancía todavía no estaba lista. Al carnicero le costó unos

segundos reaccionar, el viejo se veía insignificante al lado de uno de los hermanos, el más grande de

ellos, y sin ropa difícilmente se le podía tomar en serio, fue Agustín quien intervino en ese momento

para corroborar que el abuelo era el químico y que decía la verdad, aprovechó también para pedir

clemencia a cambio de entregarles la droga debidamente empaquetada con el consiguiente beneficio

que esto les reportaría.

Pasando por alto la petición ordenó que todos se dirigieran a la casa para ver la mercancía y

para tener controlado al grupo, que a pesar de no resultar una amenaza para unos avezados

delincuentes como ellos, por su número no era cuestión de correr riesgos innecesarios. Así lo

hicieron entre las protestas de unos, los sollozos de otros y las risas y el alborozo de los niños que

pensaban que aquello era un juego muy divertido.

Siempre he sido desconfiado, con los años esta cualidad que creo positiva se ha acentuado.

Como no me cuadra la presencia de un lujoso coche y también me extraña el no ver por aquí a la

caterva con la que me estoy viendo obligado a convivir, me preparo para cualquier eventualidad que

se pudiera presentar, siempre dentro de lo razonable.

Con cautela entro en la casa. No encuentro a nadie, tan sólo el alboroto del gato que

aprovechando la falta de vigilancia revuelve entre estantes y alacenas en busca de algo comestible

que robar, ¡como odio a los gatos! Al verme, el felino pega un acrobático brinco, espectacular, pero

dentro de lo natural tratándose de un animal de estas características. En la trayectoria del salto

derriba un jarrón que consigo atrapar por los pelos antes de que se estrelle contra el suelo, no lo hago

porque le tenga aprecio al jarrón que es horrible, sino por precaución ya que el ruido puede poner en

sobre aviso a alguien. Un sexto sentido que me acabo de descubrir me dice que algo va mal.
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Después de inspeccionar el resto de la casa y no descubrir presencia alguna decido salir, cada

vez más receloso. Me dirijo al cobertizo que tiene el candado de la puerta echado, como no puedo

entrar intento asomarme al ventanuco de ventilación situado en un lugar inaccesible, no entiendo la

razón si su función es la de ventilar. Con ayuda de unos troncos apilados y haciendo unos equilibrios

impropios de alguien como yo que aborrece los deportes en general y los de riesgo en particular,

consigo alcanzarlo. Compruebo que el esfuerzo ha sido en vano puesto que allí a parte de los trastos

habituales no hay nada. El ELME se guardó en un lugar más apropiado una vez concluida la

búsqueda en el huerto.

Una comezón me sube, podría sumarse a la lista de dolencias que me asaltan cuando estoy

nervioso, pero en este caso además estoy preocupado, en la casa aparte del jodido gato había un grifo

abierto y también al pasar frente a la autocaravana he visto la puerta de par en par, todo indica que

mis temores no son infundados. En condiciones normales cogería mi Clío y saldría como alma que

lleva el diablo, acostumbro a huir de los problemas, si estos pueden estar relacionados con ciertos

asuntos (turbios de necesidad), la huida suele ser además rauda, pero esta vez no lo hago.

Incomprensiblemente me quedo y aun siendo el cobarde que soy me encamino a la casa de trapicheo

que es la única que me resta por inspeccionar. Acojonado, sí, pero decidido me acerco hasta la parte

trasera; por alguna razón siempre que queremos sorprender a alguien o que no nos sorprendan a

nosotros lo hacemos así, no tiene mucha lógica pues si todos pensamos lo mismo ésta debería ser la

zona que vigilaríamos con mayor ahínco, como a pesar del razonamiento sigo confuso lo hago

igualmente.

La casa está en aparente calma, nada hace sospechar que algo anormal esté sucediendo. Me

acerco a una ventana cerrada a cal y canto por razones obvias dada la actividad que allí se desarrolla,

desde aquí encuentro un lugar privilegiado de observación. La ventana con su correspondiente

contraventana tiene una madera que el paso del tiempo no ha dejado indemne y una pronunciada

grieta recorre de arriba a abajo una de las hojas, lo suficientemente grande como para ver sin ser
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visto, cosa muy interesante siempre y fundamental en este caso. Al colocar la cara bien pegada a la

madera mi ojo se abre camino entre la penumbra del hueco y alcanzo a ver una buena porción del

recinto, con ciertas limitaciones, pero con un ángulo que abarca unos noventa grados, grado más,

grado menos. Lo primero que veo es a los nudistas en plena faena, a su lado la pareja de León con lo

mismo, hasta aquí todo normal, respiro profundamente. A punto estoy de seguir respirarando

tranquilo cuando forzando un poco más mi limitado ángulo de visión me parece ver una mano

portando algo que de momento no distingo, como las tablas, además de agrietadas, están ligeramente

sueltas las fuerzo haciendo palanca con lo primero que pillo, la llave del coche me parece una

herramienta adecuada, así que la uso, el resultado no se hace esperar. Al forzar la crujiente madera

puedo ver la mano y el objeto, al identificarlo doy un paso atrás por la sorpresa y puede que también

por el pánico. ¡Joder es una pistola!, pienso, igualita a la que en este mismo momento me está

apuntando a la cara y cuyo propietario malcarado me insta para que le acompañe sin oponer

resistencia. La única resistencia que le ofrezco es la de mi propio peso ya que después de la flojera

que siento en las piernas no siento nada más, creo casi con total seguridad que me he desmayado.
230

32. El carnicero.

Al recuperar la consciencia Abundio se encontró con tres tipos armados y otro inerme, pero

igualmente intimidador. El vahído le había dejado algo aturdido de manera que le costó algún tiempo

reaccionar, o le hubiese costado de haber tenido esa intención.

El carnicero se paseaba por la casa con la suficiencia de saberse con la sartén por el mango,

su aspecto era el de un tipo normal, ni muy alto, ni muy bajo, ni gordo, ni flaco; normal. Pero había

algo en él que amedrentaba, el bagaje de quien lleva años cómodamente instalado en la mala vida.

Desde hacía más de veinte años, y a pesar de no haber cumplido aún los cuarenta, compaginaba la

venta de morcones, solomillos y morcillas, con pastillas, cocaína y cannabidos.

Empezó en el negocio de la carne por una tía materna de Alcobendas que le empleó como

aprendiz a los dieciséis años en vista de su nulo interés por los estudios, paradójicamente el chaval

estaba especialmente dotado para los negocios y pronto la carnicería de la tía empezó a remontar de

una notable ruina, provocada principalmente por el Pryca que habían montado a escasas dos calles de

su establecimiento.

Su nombre era Cosme Prieto, “el Coronado”, como todos le llamaban antes de quedarse

definitivamente con el apodo de "el Carnicero", apodo que le gustaba más que el anterior heredado

del padre por los aferes de la madre con medio barrio. Se relacionó desde muy chico con lo más

florido de la bribonería del pueblo. Esas selectas amistades pronto le reportarían beneficios

importantes gracias a la venta de productos cárnicos procedentes de unos almacenes situados a dos
231

calles y que casualmente pertenecían a la gran superficie que había arruinado a la tía. La proximidad

y la escasa vigilancia en las cámaras de frío de la sección de carnes le permitieron disponer de

existencias de forma continuada y a un precio muy competitivo, algo que en un barrio obrero como

el suyo se apreciaba con una fidelidad rayana en la devoción.

A pesar de lo floreciente del negocio el carnicero era ambicioso y del Toyota Celica que se

compró recién cumplidos los dieciocho quiso pasar a un Cheroki que había visto en una película de

mafiosos y que uno de sus conocidos importaba directamente de los Estados Unidos a un precio

excelente y con garantía de piezas originales. —Mira que si me engañas te marco la cara con el

hacha de deshuesar—, le dijo al amigo cuando ultimaban el trámite. Como una cosa llevaba a la otra

en menos de tres años disponía de una flotilla de furgonetas que utilizaba para subir a Galicia a por

terneras de primera calidad y aprovechando el viaje se traía algún que otro paquete metido entre los

costillares.

En uno de esos viajes conoció a los rusos que por entonces ya andaban metidos en trapicheos.

Los rusos tenían fama de peligrosos, pero les faltaba sesera para embarcarse en negocios más

suculentos, la asociación con el carnicero resultó simbiótica, con los contactos de unos y la habilidad

del otro pronto montaron un pequeño imperio con la carnicería de Alcobendas como centro de

distribución. La tía, ignorante de esas actividades, le dejó definitivamente al frente del negocio, ya

tenía edad para jubilarse y gracias a su sobrino se pasó los últimos años de su vida en una residencia

de lujo sin más preocupaciones que no pasarse mucho con los rayos uva.

En una ampliación del negocio que le llevó a viajar a Colombia, el carnicero se trajo una

partida de carne de cebú, un toro africano muy común en aquellas tierras, con una giba prominente

capaz de albergar sin problemas un par de kilos de cocaína entre la grasa del animal. Lo hizo para

probar. Como la prueba salió bien siguió con la importación de carne procedente de aquel país. Con

todos los papeles en regla la carne llegaba regularmente al puerto de Vigo, allí los rusos se

encargaban del resto. En uno de los envíos su socio al otro lado del charco le mandó cinco kilos de
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pasta base sin procesar, para conseguir mayores beneficios, según le dijo, pero el carnicero fiel a sus

principios de no meter a más gente en el negocio rechazó la idea y la pasta base acabó arrumbada en

un rincón de la carnicería. Fue entonces cuando en una encrucijada difícilmente definible Agustín

acabó con los perros en el local y los paquetes en la mochila, el resto de la historia se desarrolló

como ya conocían los artífices del entuerto. Agustín con el alijo enterrado durante todos esos años

sin saber qué hacer con él y el carnicero con los rusos, que pasado un tiempo dejaron de buscarle

para centrarse en su rutina ya que de todas formas la pasta base no les interesaba demasiado, aunque

prometieron darle un buen repaso si algún día le encontraban. Para ello guardaba en su finca de

Toledo una piara de cerdos montunos que por su calidad lo mismo valían para jamones y chorizos

que para, llegado el caso, hacer desaparecer a alguien en cuestión de minutos.

Cuando comenzó a correr la voz de que en un pueblo manchego además de quesos se

distribuían papelinas a buen precio el carnicero mandó a uno de sus camellos a echar un vistazo y

descubrió por pura casualidad a su antiguo "amigo” en competencia desleal y por si fuera poco con

su coca debidamente procesada.

—Joder, Agustín, te veo genial. Por ti no pasan los años, el mismo pelo de estropajo y la

misma cara de gilipollas —le dijo el carnicero sin dejar de pasearse de arriba a abajo mientras los

otros seguían con el empaquetado mirándole de soslayo.

Agustín no se atrevió a contestar y de haberse atrevido tampoco le parecía buena idea

corresponder con otro cumplido.

—¿Que piensan hacer con nosotros? —preguntó desafiante Silvia que siempre había tenido

más arrestos que su hermano.

—Ya veremos —contestó sonriendo de oreja a oreja mirando a los rusos que le devolvieron

la mueca.

—Supongo que se habrán percatado de que somos muchos y pronto alguien nos echara de

menos, algunos tenemos ciertas influencias —dijo Jacinto.


233

Aunque no sabían muy bien a qué se refería, los rusos se empezaron a reír de buena gana con

la consiguiente desconfianza que este hecho provocó en el inventor, que esperaba otra reacción a su

comentario.

El codazo que recibió en el costado por parte de Silvia le indicó que mejor se abstuviera de

hacer argumentaciones de ese tipo.

—Veamos —empezó a decir el carnicero—, de momento vais a terminar de empaquetar todo

el polvo que está preparando el viejo... ¿Alguien me puede decir por qué cojones están en pelotas

estos tres? ¡Joder, qué grima! —dijo refiriéndose a los nudistas, como nadie contestó hizo un gesto

desdeñoso y continuó—. Cuando todo esté listo se guarda como Dios manda en el maletero de mi

coche. De lo que vamos a hacer con vosotros… la verdad es que todavía no lo he pensado, realmente

al único que le tengo ganas es aquí al colega —dijo dando una palmadita en el hombro de Agustín

que aunque suave, le pareció un mazazo por la flojera de piernas que le provocaba el miedo—, con

los demás... tenemos un problema. No tengo por costumbre ocuparme de estas cosas y mucho menos

con niños de por medio, no soy mala gente, pero algo habrá que hacer para que no os vayáis de la

lengua, como os podéis imaginar en mi trabajo todas las precauciones son pocas —sus palabras

tuvieron un efecto demoledor entre algunos de los miembros del grupo que no pudieron contener los

sollozos.

—Estoy seguro que ninguno de nosotros va a decir ni una palabra de todo esto, creo que

estamos entre caballeros —en el mismo momento de decirlo Agustín se dio cuenta de la tontería que

acababa de soltar así que intento enmendarlo—, quiero decir que podemos ofrecer garantías de que

esto sea así sin tener que llegar a algo de lo que puedan arrepentirse... Arrepentirse a los ojos de Dios

quiero decir, me parece usted una persona religiosa y con un alto sentido de la justicia —dijo

inducido por los nervios y por los crucifijos de oro que colgaban del cuello de el carnicero con

pesadas cadenas, además de otras baratijas como dientes de tiburón engarzadas hábilmente entre

piezas del preciado metal, algo exagerado y que le hacía caminar ligeramente encorvado por el peso.
234

El carnicero escuchó divertido los comentarios de Agustín sopesando con la mano los

crucifijos apoyados sobre su incipiente barriga, que lucía sin reparos con los botones de la camisa

desabrochados hasta el ombligo.

—Ya veremos —volvió a repetir mirando con sorna a los rusos.

Dadas las circunstancias, todos prefirieron no hacer demasiados comentarios, tan sólo

Germán se atrevió a romper el silencio, estaba tan asustado como los demás, pero su insolencia

habitual le hacía actuar en cualquier situación con naturalidad. Comentó la necesidad de realizar

actividades tan fundamentales como comer, ir al baño o dormir, en vista de que aquello parecía ir

para largo. El carnicero agradeció la puntualización y, aunque le dijo que por él se podían cagar allí

mismo y comerse después la mierda, acabó reconociendo que tenía razón así que mandó al cocinero

a preparar algo de comer para todos con la compañía de uno de los rusos, para el resto se bastaban

ellos solos y si alguien tenía que ir al baño lo harían por turnos siempre acompañados por uno de los

hermanos. Para dormir trajeron las colchonetas que utilizaban en las sesiones de revirding y las

extendieron allí mismo con la confirmación del carnicero de que si todos colaboraban no estarían

mucho tiempo en esas condiciones, sin puntualizar si habría otras y como serían éstas.

A esas alturas todos eran conscientes del peligro que corrían. La casa no disponía de rincones

donde tener algo de intimidad, aún así Jacinto se las arregló para hablar entre susurros con Silvia sin

que los mafiosos pudieran escucharles.

—Tengo el presentimiento de que esta gente va muy en serio y que de aquí no salimos vivos,

no quiero asustarte, lo que digo es que tenemos que hacer algo si no queremos acabar como ese —

terminó la frase mirando el esqueleto desenterrado, que permanecía en un rincón ajeno a todos los

acontecimientos y al que los mafiosos acostumbrados a ver cadáveres apenas habían prestado

atención.

—Lo sé, pero que podemos hacer, sería un suicidio intentar algo con esos mastodontes

armados.
235

—El que más me preocupa es el que lleva la voz cantante, los otros no parecen muy listos,

pero es cierto que su aspecto no invita al optimismo, nos podrían aplastar con una sola mano.

Tenemos que trazar un plan.

Realmente no se le ocurría nada coherente que poder hacer, la intención de Jacinto era

mantener la esperanza y que Silvia no perdiera la confianza en él.

En ese momento aparecieron procedentes de la cocina el cirujano plástico con unas pizzas,

seguido a pocos centímetros por uno de los matones.

—No es mucho, pero al menos engañaremos el hambre —comentó el cocinero—, sólo he

podido hacerlas de queso con champiñones, esos tan ricos que compraste por internet —dijo mirando

a Agustín con una intensidad anormal. Nadie se percató del comentario del cocinero y mucho menos

de su mirada, el propio Agustín tardó unos segundos en reaccionar y al final dijo:

—Ah, sí, riquísimos, algo caros, pero tienen un sabor excelente.

A la banalidad del comentario le siguió el olisqueo del carnicero que confirmó todo lo dicho.

—Pues va a ser verdad que los vegetarianos comen bien, esto huele que alimenta, aunque con

unas buenas salchichas ya estaría que te cagas —dijo soltando una risotada que helaría la sangre al

más valiente.

—Dejadlas sobre la mesa con cuidado de no manchar el polvo, y ya podéis ir comiendo que

os queda un rato de estar aquí —ordenó con una autoridad que nadie pensaba cuestionar.

Los únicos que notaron algo raro al oír el comentario del cocinero fueron Jacinto y Silvia, ella

porque conocía a su hermano y él porque notó la reacción de su novia. Aprovechando que seguían

manteniendo una buena posición le dijo susurrando al oído:

—Hay algo relacionado con los champiñones que nos quieren hacer notar —dijo Silvia.

—Ya me he dado cuenta, tenemos que conseguir que nos diga lo que pasa —Jacinto miró

fijamente a Agustín y trazó una línea imaginaria en el aire con la forma esquematizada de la seta en

cuestión.
236

Agustín alcanzó a ver el trazo y le devolvió el dibujo sobre el aire, seguido de un movimiento

con el dedo apuntando la boca seguido por un movimiento de negación.

—Trata de decirnos que no nos comamos los champiñones —dijo Jacinto—, tenemos que

decírselo a los demás.

Sabía que no era fácil, pero con paciencia fueron paseándose con la mirada de uno a otro

procurando no ser vistos por los rusos, el carnicero ya estaba dando buena cuenta de una pizza.

—Comer, comer... está cojonuda, este tío sabe lo que hace —le indicó al cocinero levantando

el pulgar en un gesto de aprobación.

Para entonces Abundio ya sabía que algo pasaba y aunque no podía precisar que era, se

abstuvo de comer argumentando que los nervios le habían quitado el hambre, el resto no pareció

enterarse porque al rato todos comían con fruición, fue entonces cuando uno de los rusos dijo que a

él no le gustaban los champiñones y empezó a retirarlos con la punta de una navaja de dimensiones

acordes a su tamaño.

La suerte estaba echada, todos habían comido con la excepción de Jacinto, Silvia, Abundio,

Agustín y el cocinero, para su desgracia uno de los rusos tampoco lo había hecho.

Al cabo de unos minutos los niños empezaron a comportarse de una manera extraña, al

principio resultó divertido hasta que el carnicero se cansó y advirtió a los padres que les controlaran

o de lo contrario los metería en un armario. Apenas transcurrieron un par de minutos más cuando

todos empezaron a experimentar una especie de sopor seguido de una sensación de euforia, lo último

que pudieron recordar es que la casa daba tantas vueltas que pensaron que se trataba de un terremoto.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con nerviosismo el gigantón zarandeando a uno de

sus hermanos que roncaba como un bebe.

En un intervalo de apenas cinco minutos todos estaban completamente dormidos, Agustín

fingió estar en el mismo estado y como los otros sabían que no había comido le imitaron de manera
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que aparentemente todos dormían a pierna suelta, todos menos el ruso, que no paraba de ir de uno a

otro de sus hermanos intentando devolverles la consciencia.

Agustín que estaba apostado hombro con hombro con el cocinero en aptitud inerte, abrió el

rabillo del ojo para controlar al matón y al verlo a cierta distancia vociferando a los otros le dijo en

voz muy baja:

—¿Son los hongos mejicanos? —el cocinero asintió con un leve movimiento de cabeza.

—La dosis normal como alucinógeno es un hongo por persona. ¿Cuántos has echado?

—Todos —contestó el cocinero, y era obvio que todos eran muchos.


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33. La pelea.

La situación aunque no se podía considerar bajo control había dado un giro importante. La

balanza se inclinaba ligeramente a favor del grupo, con cinco de ellos en perfecto estado, contra uno

de los mafiosos, que estaba solo y claramente conmocionado, por desgracia éste seguía siendo un

coloso por tamaño y fuerza y por si fuera poco estaba armado.

El gigantón no paraba de llamar a sus hermanos y al carnicero, mientras los otros fingían

estar dormidos oyeron como les decía a sus compañeros, como si estos pudieran oírle, que iba a

buscar agua para reanimarlos. Cuando se fue los que estaban conscientes se levantaron como un

resorte y con gran nerviosismo empezaron a repetir atropelladamente que necesitaban un plan.

Mientras Jacinto trataba de explicarles dónde podían estar los puntos débiles de su enemigo,

Abundio se plantó delante de ellos portando las armas que había quitado a los que estaban dormidos

en el suelo.

—Creo que esto os puede ser de gran ayuda —dijo como si la cosa no fuera con él.

—Excelente —dijeron los demás.

—Con las armas podemos amenazar al que queda en pie y reducirlo —justo en ese momento

escucharon al ruso que volvía con el agua, se colocaron detrás de la puerta y al entrar éste con un

cubo en la mano le dijeron que se diera la vuelta muy despacio y sin hacer tonterías.

La reacción no se hizo esperar, si bien es cierto que no era exactamente la que ellos

esperaban. El ruso que no se había forjado la fama que tenía por ser un tipo previsible, tiró el cubo
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del agua al suelo y se lanzó con una rapidez inusitada para un hombre de su tamaño contra ellos, por

suerte para el grupo no llevaba en la mano su pistola que probablemente guardó para llenar el cubo o

pensando que con todos dormidos no la necesitaría.

Al verlo venir como un miura sin picar, los que tenían las armas se quedaron paralizados,

además de no esperar el repentino ataque no sabían cómo manejarlas y aunque instintivamente

apretaron el gatillo el seguro estaba puesto y sólo consiguieron enfurecer más si cabe al que se les

venía encima. En un abrir y cerrar de ojos el ruso les tumbó como a los bolos en una bolera, aunque

le llovieron patadas y puñetazos no parecía inmutarse y la primera que soltó él fue a parar a la cara

de Agustín, que quedó tendido en el suelo sin sentido y con los ojos en blanco. Jacinto consiguió

zafarse del brutal abrazo y cogiendo un par de metros de distancia sacó todo el repertorio de golpes

que como experimentado karateka tenía en su haber, era la primera vez en su vida que empleaba las

artes marciales contra alguien, sus principios se lo impedían y su carácter algo pusilánime aún más,

pero en esta situación no le quedaba otra alternativa, en lo único que podía pensar era en defenderse

y por si fuera poco la mujer que amaba estaba debajo de aquel monstruo. Consiguió una patada

certera en la cara del ruso, para su sorpresa éste apenas se tambaleó, aquello en lugar de asustarle le

motivó y casi sin darse cuenta comenzó a soltar una secuencia de golpes que dejaron a su oponente si

no derrotado al menos si algo aturdido. En medio de la confusión Silvia consiguió levantarse

aparentemente ilesa, cogió una olla a presión que habían utilizado para mezclar los ingredientes con

la coca y le golpeó en la nuca a dos manos con una fuerza que ni ella misma se esperaba, el sonido

del impacto retumbó en toda la casa reverberando por los rincones, el tipo detuvo su intentos de parar

los golpes de Jacinto y en unos segundos que se hicieron eternos, cayó pesadamente sobre el suelo de

losas de barro, con tanta contundencia que algunas se partieron bajo su peso.

Todo había pasado muy deprisa, tanto que apenas podían asimilar lo ocurrido, al subidón de

adrenalina le siguió una caída en picado y todos se derrumbaron junto al gigantón porque las piernas

no les sostenían, en esa posición se quedaron unos instantes recuperándose con las espaldas apoyadas
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en la pared, excepto Agustín, que permanecía inconsciente en mitad de la sala con una postura de

contorsionista beodo.

—Analicemos la situación —dijo Abundio con la respiración entrecortada y la cara más

blanca que la pared—, de momento tenemos a todos noqueados, pero no sabemos por cuánto tiempo.

—Los que han comido los hongos tienen para rato, pero su efecto depende de la fortaleza de

cada persona, en principio su efecto es alucinógeno, en dosis altas pasa lo que habéis visto, es como

una borrachera monumental, pero por si acaso y viendo lo animales que son estos tipos lo mejor sería

atarles inmediatamente —el argumento del cocinero-cirujano fue suficiente para que los demás se

levantaran, después de unos segundos cogiendo aire y color en las mejillas se fueron a buscar un

rollo de cuerda que guardaban en el cobertizo.

Al cabo de una hora empezaron a despertar los primeros, como ya se esperaban los rusos

fueron los que más rápido se recuperaron, menos el de la pelea que, o bien por los golpes de Jacinto,

el ollazo de Silvia, o su propio porrazo en la caída, permaneció inconsciente un buen rato más. Los

que acababan de despertar tardaron en recuperar la noción de la realidad, el efecto de los hongos

permanecía en su organismo y la lucidez se hacía de rogar. A los primeros balbuceos incoherentes le

siguieron otros que de todas formas no entendieron por la forma de hablar de los ruso-gallegos, lo

que si entendieron al final fue una retahíla de insultos y amenazas que por un momento les hicieron

dudar de la fortaleza de las cuerdas utilizadas. Por fortuna las ataduras aguantaron y después de unos

minutos de forcejeo cesaron en sus intentos de zafarse, aunque no en los insultos y amenazas que

subían de tono en la misma proporción que su impotencia.

Progresivamente todos se fueron recuperando, sus primeras reacciones fueron de sorpresa por

el vuelco de los acontecimientos seguido todo ello de un quejumbroso malestar rematado por un

intenso dolor de cabeza, los niños que fueron los primeros en caer drogados por los hongos se

recuperaron bien ya que la cantidad ingerida fue pequeña y no llegó a causarles daños que a su edad

podían haber sido serios.


241

El último en recuperarse fue el carnicero que había comido más que nadie y cuyo dolor de

cabeza le dejó encogido como un cachorrillo abandonado en plena calle en un día lluvioso, incapaz

de decir nada, lo único que acertaba a repetir con un hilo de voz una y otra vez al verse atado lo

mismo que sus compañeros fue: estáis muertos, estáis todos muertos. Sus amenazas eran tan inútiles

como las que antes les habían proferido los otros, pero en su boca resultaban convincentes por lo que

Agustín, que ya se había recuperado del puñetazo de la pelea, le sacudió con la misma olla utilizada

anteriormente dejándole de nuevo dormido.

A partir de ese momento todos empezaron a mirarse y a esbozar las primeras sonrisas, tímidas

en primera instancia, al momento se tornaron en gritos de júbilo soltando de golpe toda la tensión

acumulada durante las horas que duró la desagradable experiencia del secuestro. Recuperada la

normalidad y dejando a un lado la hilaridad reinante, se pusieron serios centrándose en el problema

que tenían que lejos de ser fútil seguía siendo de una gravedad considerable.

—¿Qué vamos a hacer con estos tipos? —dijo Amador que había permanecido

sorprendentemente callado todo ese tiempo.

—Llamar a la policía, por supuesto —dijo la inglesa que no parecía muy recuperada de la

sobredosis de hongos.

—Y cómo les explicamos que tenemos a unos traficantes y asesinos atados de pies y manos

junto a un alijo de cocaína, eso sin contar con el esqueleto del señor Basto, que digo yo que les

chocará un poco —dijo Germán con su acostumbrada ironía.

—Es evidente que no podemos llamar a la policía, ni dejar a estos malnacidos atados

eternamente. Además sugiero que nos deshagamos de la droga y del esqueleto, lo más prudente sería

volver a enterrarlo todo —a la exposición de Jacinto nadie puso objeción, ni siquiera Agustín que

pese a su ruina y sus ambiciones se había dado por vencido y empezaba a plantearse seriamente

retomar la abogacía (estuvo trabajando unos meses en el bufete de su padre recién acabada la
242

carrera), así al menos tendría contactos en el gremio judicial, porque sospechaba que tarde o

temprano acabaría como imputado en algún procedimiento.

Valoraron diferentes opciones, entre otras la de dejarles allí y que la policía les trincara con

todo el marrón encima, ya que como argumentó el cirujano sería difícil que pudieran convencer a un

juez de la implicación de unos humildes ciudadanos vinculados a fines relacionados con el naturismo

y la espiritualidad, pero Agustín no quiso arriesgarse con sus antecedentes y el propio Abundio

objetó que como propietario de la finca aquel incidente le supondría a buen seguro un sinfín de

problemas. Decidieron que lo más sensato sería enterrar la coca y el esqueleto como había sugerido

Jacinto, en cuanto al tema de los cuatro mafiosos que permanecían atados, la cosa resultaba más

complicada. Si les soltaban se vengarían como no paraba de repetir el carnicero, que había vuelto a

recobrar la consciencia y no paraba de recordarles lo hambrientos que estaban los cerdos de su finca.

Si se las arreglaban para entregarles a la policía las garantías de que entraran en prisión no eran

totales y de hacerlo pensaron que gente así tendría contactos suficientes como para hacer cumplir sus

amenazas incluso estando encerrados.

En ese momento, entre deliberaciones e incertidumbres, entró Deni con un ordenador portátil

en las manos.

—Mirad lo que he encontrado en el carro de estos fulanos —dijo mientras lo elevaba por

encima de su cabeza como si se tratara de un trofeo para dar mayor énfasis a su hallazgo.

El carnicero lanzó una mirada reprobatoria a uno de los rusos, probablemente el conductor y

responsable de dejar el coche abierto con el ordenador a la vista.

Después se volvió hacia el grupo y dijo desafiante y burlón, que si querían unas clases de

informática fueran a la escuela.

—No creo que sea necesario —contestó Jacinto—, nuestro amigo sabrá echar un vistazo a lo

que tienes ahí —se refería a Germán, quien agradeció el gesto de su colega que de forma clara le
243

estaba atribuyendo unos conocimientos que incluso a él, todo un profesor universitario, se le

escapaban.

—Veamos lo que encontramos aquí.

—Venga, capullo, haber si eres capaz de encontrar algo, bueno haber si eres capaz de

encenderlo —dijo jocundo el mafioso evidenciando que desconocía las cualidades del hacker.

Germán se sentó, levantó la tapa y tras pulsar el interruptor, esperó unos segundos a que se

iluminara, mientras se susurró a sí mismo el modelo del PC: un Acer del doble núcleo.

—No está mal el cacharrillo —dijo ajustando la inclinación de la pantalla para optimizar la

visión y acto seguido empezó a teclear.

—Veo que tiene unas barreritas interesantes, esto no creo que lo hallas instalado tú, ¿verdad?

El carnicero seguía con su actitud desafiante, le dijo con prepotencia que tenía a los mejores

trabajando para él y la contraseña era indescifrable.

—Bueno, no creo que necesite descifrar nada. Estoy dentro —dijo escuetamente anunciando

a sus amigos que tenía acceso al disco duro—, yo que tú iba preparando el finiquito al que te ha

instalado esto, es bastante chapucero.

—Juro que lo mato —masculló entre dientes, la amenaza esta vez parecía ir dirigida al

informático responsable de la deficiente instalación. Resultaba indudable que estaba preocupado,

porque además de bajar su tono de voz y su arrogancia, volvió a mirar al ruso para decirle muy bajito

que era un inepto por no haber guardado debidamente el portátil.

El otro intentó balbucear alguna disculpa. Aunque era un hombretón de aspecto imponente el

carnicero ejercía sobre él una influencia que le anulaba por completo.

En cuestión de minutos Germán tenía abiertas unas cuantas carpetas que revisaba con

detenimiento. A su lado Jacinto observaba sus evoluciones.

—Amigos creo que esto puede ser muy interesante, este tío tiene aquí toda la contabilidad de

sus negocios, es curioso porque hasta los narcos pueden manipular sus cuentas, está claro que tiene
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ciertos chanchullos con sus socios que no quiere que éstos conozcan —dijo mirando a los rusos que

en un principio no entendían a qué se estaba refiriendo.

—Vuestro socio os está robando descaradamente —les dijo claramente en vista de que estos

no se enteraban de nada—, pero esto no es lo que más interesante —continuó—, la doble

contabilidad que se refleja aquí implica que también está robando a un tal, supongo que será un

mote, Jaguar. Y por lo que veo debe ser su proveedor colombiano y también socio mayoritario, si no

me equivoco debe ser el jefe de algún Cártel de por allí y estará encantado de conocer como ha

engordado la cuenta corriente de nuestro amigo a sus espaldas.

La cara del carnicero empezó a cambiar, reflejaba que esa información no sólo era cierta,

además era de una importancia vital para él, entendiendo por vital que su vida podía depender de que

no llegara al interesado. Aparte de su elocuente mutismo desvió la mirada para no encontrar la de los

rusos que en este momento le atravesaban con los ojos al saberse engañados. Es cierto que no eran

muy inteligentes y que el carnicero ejercía una influencia importante sobre ellos, pero no habían

llegado hasta donde estaban por dejarse mangonear y el que lo intentaba acababa en el fondo de una

ría atado a la rueda de un camión.

Maldijo para sí mismo la decisión de llevar el portátil en el coche, tenía la intención de visitar

a su contable para actualizar el estado de sus cuentas en cuanto acabara con aquellos aficionados. Les

había subestimado así que intentó una salida desesperada.

—Venga, para que veáis que soy buena gente podéis quedaros con la coca y os prometo que

nadie va a tocaros ni un pelo mientras yo viva, éste ha sido un desagradable incidente que estoy

dispuesto a olvidar —aunque su situación era grave mantenía la chulería típica del perdonavidas de

barrio que seguía siendo—. En cuanto a vosotros —dijo dirigiéndose por primera vez a los rusos—,

os habéis hecho ricos gracias a mi. De todas formas si he desviado alguna partida a mi favor se puede

solucionar, estoy dispuesto a compensaros, después de todo seguimos estando a bordo del mismo
245

barco —en sus palabras se notaba su temor, sus socios por muy lerdos y fáciles de manejar podían

aplastarle como a un gusano.

Su intento de solucionar el problema quedó suspendido en el aire como el tufo de un bicho

muerto, apestaba, pero para eliminarlo había que acercarse más a él.

—Bien —dijo Silvia tomando por primera vez la voz cantante—, está claro que tus promesas

no valen nada, pero nos aseguraremos de que las cumplas aunque no quieras. Con los datos que

tenemos —hablaba mirando de reojo el ordenador donde Germán comprobaba números, nombres y

direcciones—, te tenemos cogido por los huevos, así que todo esto como es lógico se queda con

nosotros, prepararemos un dossier completito para tu colega colombiano y si alguno de nosotros

tiene el más mínimo problema inmediatamente le llegará toda la información en cuestión de minutos

por obra y gracia de la tecnología, rápida y eficaz. Con los de aquí —dijo refiriéndose a los rusos—,

te las apañas tú solito.

Ante su exposición de los hechos el carnicero no tuvo más remedio que claudicar, asentir y

jurar para sus adentros. El Jaguar era un tipo de esos con los que es mejor no tener ningún roce, si el

amenazaba con su piara de cerdos, el otro directamente te enterraba vivo en un hormiguero de

hormigas bala, un insecto bastante común en las selvas colombianas, era conocido con ese nombre

por el dolor que produce su picadura, comparable al impacto de una bala, la experiencia debía

resultar algo dolorosa claro que nadie sobrevivía para describirla.

Germán le explicó lo fácil que le resultaría, además, enviar todo eso a la policía quedándose

ellos al margen. Debidamente maquillado se le podría vincular a tantas operaciones de tráfico de

drogas que ningún juez dudaría de su culpabilidad. Se pasaría una buena temporada a la sombra. Y

en el trullo, le recordó, sería muy fácil para su socio colombiano darle un repasito.
246

34. El síndrome de Estocolmo.

El síndrome de estrés postraumático se acuñó por primera vez después de la guerra de

Vietnam, para describir las diferentes patologías que experimentaron los veteranos de esa guerra al

volver a sus hogares. Este síndrome no es exclusivo de los conflictos bélicos, se puede dar también

tras un desastre natural o por experiencias traumáticas de cualquier índole.

El síndrome de Estocolmo se describe como una situación de confusión en la que se que llega

a desarrollar un vínculo entre el secuestrado y su secuestrador. La empatía se establece durante el

tiempo que dura la retención forzosa llegando a un entendimiento de las circunstancias en las que se

suceden los hechos, todo ello en unos términos descritos ampliamente por eminentes científicos

como Freud, Lerner… ¡Chorradas!

Después del secuestro, retención, homicidio frustrado o síndrome de la clase y nombre que a

cada cual le apetezca, lo cierto es que nosotros salimos por los pelos, pero indemnes física y

psíquicamente, hablo por mí y aunque no puedo ni quiero estar en la cabeza de los demás, sospecho

que todos piensan de un modo parecido a juzgar por lo que allí aconteció posteriormente.

La resolución del caso, si es que se le puede llamar así, fue fruto de la casualidad, ya que he

descartado directamente la intervención divina, no por ateo sino porque después de la chapuza que

hizo en nuestro mundo, el todopoderoso se debió marchar a probar suerte en otra parte, quizá al

Mintaka ese de las narices del que tanto hablan los tarados que me acompañan.
247

Una vez asegurada nuestra supervivencia a base de argumentos contundentes, el mafioso

apodado “el Carnicero” claudicó; apelativo que no pretendo usar en términos peyorativos ya que

simpatizo con los que ejercen tan digno oficio. Como digo, el Carnicero comprendió que era mejor

dejar las cosas correr, muy a su pesar, pero feliz, si es que semejante energúmeno es capaz de

albergar ese sentimiento. Contento porque sabía que las cosas podían haber sido mucho peor para él,

aunque el modo en que nos despedimos no creo que fuese totalmente de su agrado.

La idea fue del tal Germán, un tipo que me desagradó en un principio, no consiguió

agradarme posteriormente, y acabó por resultarme indiferente, que es lo más cercano al aprecio que

puedo llegar a sentir por alguien. Reconociendo su valía, porque la reconozco, y envidiando

sanamente su imaginación, que para mí la quisiera, al tipo se le ocurrió la ocurrencia, y redundo

deliberadamente, de dejarles maniatados en una cochiquera de una población cercana,

completamente desnudos, emulando a nuestros nudistas que acabaron desistiendo de su empeño, más

por las consecuencias que el enfriamiento les producía a su edad que por ceder en la cabezonada.

Los mafiosos se quedaron allí de esa guisa, embadurnados hasta los ojos en una mezcla

nauseabunda de barro, orines y excrementos de cerdo, en espera de que el dueño de la piara

apareciera en algún momento para atender a sus animales, la sorpresa del ganadero habría de ser

mayúscula, lo mismo que la de los propios gorrinos que a pesar de no tener la agresividad de la que

tanto presumía el carnicero al referirse a los suyos, éstos, curiosos por naturaleza no dejaban de

olisquearlos y darles lametazos confundiéndoles probablemente con miembros de su propia especie.

Una vez solventado el problema de los narcos lo siguiente en un orden establecido de

prioridades fue deshacerse de la droga, la inicial y unánime decisión de enterrarla acabó por

descartarse por pensar que el futuro es imprevisible y las reacciones humanas aún más. Decidimos

quemarla. La fogata sin ser excesiva, porque la cantidad no daba para competir con las fallas, si lo

fue para producir una densa humareda que nos obligó a buscar el barlovento si no queríamos acabar
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con un colocón comparable al de cualquier estrella del Rock, Rap, Hip hop o la disciplina musical

que quieran practicar quienes buscan en estas sustancias inspiración y divertimento.

Ya sé que en un principio decidimos igualmente enterrar de nuevo al promotor, don Paco,

pero también se descartó, esto no quiere decir que seamos de carácter voluble, estos cambios había

que atribuirlos a unos avatares excepcionales que en aquel momento no nos permitían pensar con la

claridad necesaria. Pues bien, meditado el asunto con la mesura que se espera de algo tan relevante,

decidimos dejar el esqueleto en un lugar que no fuese demasiado visible, pero si lo suficiente como

para ser encontrado por alguien que en un momento dado se llevaría un susto de muerte, sí, sin duda,

pero le reportaría a cambio una historia que podría contar a sus nietos o a quien fuese hasta el

aburrimiento.

Antes de soltar lo que quedaba de don Paco en una acequia, que es donde suelen aparecer los

cadáveres, la hermana del hippy se aseguró de no dejar ninguna pista en los restos que nos pudiera

relacionar con él.

Por fin nos vemos libres de unas cargas que pesan lo suyo en las conciencias, más si cabe que

en las espaldas, y aunque no producen lesiones musculares pueden ocasionar otras que requieren de

tratamientos complicados y cuyos facultativos cobran un dineral por aliviarlas, en la mayoría de los

casos sin éxito.

Todo indicaba que allí nos separábamos. El señor Víguenot y Silvia, su reciente novia y

hermana del que brevemente fuera mi “socio”, volvieron a sus respectivas y respetables

obligaciones. Con la máquina llamada ELME y la fortuna familiar del primero, la pareja parecía no

tener de qué preocuparse en el futuro, ni social, ni profesionalmente.

El hippy, a quien no auguré nunca un porvenir muy próspero volvió a Madrid para intentar

retomar su carrera de abogado. Los ufólogos siguieron con lo suyo, que no sé muy bien qué es y que

además me tiene sin cuidado. Los demás, a los que apenas tuve ocasión de tratar, supongo que
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volverían a sus actividades anteriores y se dejarían de aventuras espirituales, cuyos entresijos

también desconozco, pero imagino completamente inútiles.

Yo por mi parte he recuperado la finca con la que no sé qué hacer. Venderla puede ser una

opción, aunque como ya fui informado en su momento, la declaración de Parque Natural de aquel

paraje deja los terrenos sin el valor que los especuladores más avezados buscan para engrosar sus

fortunas, además todo indica a que la burbuja inmobiliaria seguirá pinchada y perdiendo aire a una

velocidad preocupante. Siempre queda la posibilidad de montar un negocio de turismo rural, muy de

moda en estos tiempos.

Lo cierto es que perpetuar mi estancia aquí no tiene sentido, así que me vuelvo a Madrid, me

quedan algunos días de vacaciones que puedo disfrutar en la certidumbre de mi hogar retomando mis

rutinas que tanto echo de menos. Debo reconocer con algo de congoja que los últimos días han sido

no sólo los más extraños de mi vida, también han sido en los que durante más tiempo y con mayor

intensidad me he relacionado con otras personas, la experiencia una vez meditada me deja en

suspenso, si bien no puedo hablar de amistad porque ser lo que se dice ser: no somos amigos, algún

afecto he llegado a sentir hacia ellos.


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EPÍLOGO

Volver a Madrid estaba decidido incluso antes de los recientes acontecimientos, ya que desde

que estuve en la promotora de los Basto la idea de visitar al antiguo socio de don Paco, más que

rondarme por la cabeza, me parecía algo imperativo. Así lo hago. Narrar los pormenores del viaje de

vuelta no tiene sentido de manera que iré al grano:

Tengo la intención de dejar este asunto zanjado cuanto antes, así pues decido pasarme

directamente por la calle Primavera número 25, muy cercana a la plaza de Lavapiés, probablemente

uno de los iconos del casticismo de esta ciudad. He llegado sin problemas a la dirección que con

tanta diligencia me proporcionó la señora del otro don Paco, que heredó además de las deudas, el

nombre y el “don”. La dirección es del sobrino, ése del que no tengo demasiada información, pero

que por lo visto acogió al tío tras los sucesos acaecidos y que espero ahora me puedan aclarar.

Al llamar a la puerta noto que el inmueble tiene la solera propia del barrio, es decir: tufo a

viejo, rancio y repollos cocinándose. Al rato me abre un anciano, aunque no le conozco

personalmente me imagino que se trata del socio, por si acaso le pregunto si es don Federico

Malaespina, me contesta que sí con voz queda, algo que atribuyo a los estragos de la edad más que a

salvaguardar la tranquilidad del edificio, que de tranquilo no tiene nada. Como permanece inmutable

le digo que soy amigo de don Francisco Basto y si puedo hablar con él un momento. Le veo dudar un

rato y al final acaba preguntándome:

—¿Qué quería?
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Aunque mi primera intención era la de tantearle con alguna mentira, empiezo a estar cansado

de dar rodeos, así que le cuento directamente quien soy y lo que quiero.

—Vera, soy el hijo de los Buendía, de Villanubla del Pedregoso y quería saber que pasó allí

cuando desapareció don Paco.

El viejo, que como me dijo la nuera del exsocio tendrá ochenta y tantos muy mal llevados

tarda en reaccionar, no se puede decir que sea muy expresivo, pero parece sorpresa lo poco que se

refleja en su rostro, se aparta un poco y me dice que pase. Aceptando su invitación lo hago.

La casa está en un estado lamentable, sucia, sin ventilar y con muestras evidentes de

abandono, a pesar de no ser asunto mío le pregunto si vive solo a lo que contesta que sí, le pregunto

entonces si no vive el sobrino con él y aquí ya es algo más expresivo aun sin decir ni una palabra, lo

que me confirma que efectivamente vive solo.

—Tengo algunas preguntas que me gustaría hacerle —le digo.

—Pregunte lo que quiera a estas alturas ya me da todo igual, yo tengo un pie en el otro barrio

—a su comentario agorero me abstengo yo de dar una réplica optimista, porque no va conmigo y

porque el viejo tiene razón: está hecho un asco.

—¿Usted sabía que don Paco está muerto? —pregunto.

—No lo voy a saber, si lo enterré yo.

La respuesta me deja atónito, tanto que tardo un buen rato en respirar, lo que hago pasados

unos segundos con una sonora bocanada de aire y exclamando:

—¡Coño! Eso no me lo esperaba.

—Se murió él solito, vamos a dejar las cosas claras, no soy un asesino… bueno, casi.

Como no sé qué decir le invito a seguir con mi silencio, cosa que hace:

—A Paco le dio un infarto, estaba muy mal del corazón.

—Pero, por qué no llamó a una ambulancia, o la Guardia Civil, o a quien se llame en estos

casos.
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—La cosa es algo complicada, además está lo de sus padres.

Aquí ya sí que tengo que preguntar, por fuerza.

—¿Con mis padres? ¿Qué pasa con mis padres? —se le ve nervioso, pero después de un

breve silencio retoma de nuevo su relato.

—Sus padres no murieron accidentalmente, bueno o no del todo —ahí, me callo yo, pero no

él.

—Sus padres, que eran de cuidado, no querían vender, Paco no era mala persona, pero a

veces podía ser muy bruto, era un hombre de campo que un día se vio con unas perras y se volvió

ambicioso. Total, como sus padres querían más dinero Paco intentó convencerles de que vendieran

con métodos poco ortodoxos y mandó a uno del pueblo, más bruto que él, a darles un susto. En ese

lapso de tiempo sus padres se lo debieron pensar mejor, o les convencerían los otros vecinos del

pueblo, que se llevaban a matar. El caso es que llamaron para decir que aceptaban la oferta y allí nos

fuimos Paco y yo con doscientos millones que era el dinero acordado. A pesar de estar todo hablado

y aparentemente claro, durante la entrega y el papeleo posterior con el resto de los vecinos se

calentaron los ánimos más de la cuenta y a Paco le dio el síncope que resultó mortal. Al quedar allí

tendido el cadáver, los vecinos que eran gente mayor y asustadiza, se espantaron y huyeron como

conejos dejándome con el muerto, y nunca mejor dicho. Yo me vi de pronto con el maletín, hacía

años que estaba un poco harto de Paco que me robaba sistemáticamente, él pensaba que yo me

chupaba el dedo, pero siempre fui de poco carácter y lo dejé estar, hasta ese día. Mi socio estaba

muerto, los de Villanubla metidos en sus casas esperando a que pasase el temporal… se me fue la

cabeza y me dije que ya era hora de que las cosas cambiasen. Con gran esfuerzo, yo por entonces ya

tenía una edad, le enterré. Me llevé todo lo que me pudiera involucrar, saque los papeles de la

promotora para no dejar rastros y el dinero. Abandoné sudoroso el lugar, con los riñones doloridos y

la conciencia peor aún. A sus padres les dije que había enterrado el cadáver y el dinero juntos, sin

precisar dónde y les asusté diciéndoles que lo de Paco era culpa suya con la esperanza de que no se
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atrevieran a buscarlo. Conociéndolos sabía que en cuanto se les pasara el susto empezarían a buscar

el dinero, pero entonces mis temores se borraron de golpe, tras el impacto tremendo de un camión

contra la casa, con sus padres entre medias de vehículo e inmueble. Cuando me contaron los

pormenores del suceso me enteré de que el conductor del camión era el tipo que había contratado

Paco para lo del susto, con todo el lío del infarto se me olvidó avisarle para que suspendiera el tema.

Pasados unos días tuve ocasión de hablar con él y me dijo que sólo quería asustarlos un poco, pero le

fallaron los frenos porque el camión era muy viejo y el resto creo que usted ya lo sabe.

Al conocer este dato sobre el óbito de mis padres me han venido de golpe sentimientos

encontrados, de los recuerdos que aún conservo hay uno que los resume todos. Contar esta breve

historia ahora no parece tener lógica, pero servirá para entender lo que siento al saber que el

homicidio fue premeditado y no involuntario como he creído todos estos años. Bueno, en realidad, y

por lo que cuenta este hombre tampoco fue del todo premeditado, en fin, lo que siento no va a

cambiar por un matiz tan insignificante como este.

Siendo yo muy niño tuve meningitis, dolencia grave hoy en día y de extrema gravedad

entonces. Mi madre era devota de una virgen cuyo nombre no recuerdo y cuya representación en

plástico fino veneraba a diario con los más variados rezos colocada sobre el frigorífico a modo de

altar. Al contraer yo la enfermedad le hizo una promesa: si salvaba mi vida, como así fue y prueba de

ello es que lo estoy contando, recorrería de rodillas la distancia que separaba nuestro pueblo de un

santuario cercano de la no mencionada virgen. Cumplió su promesa con una única salvedad, dicha

promesa no le comprometía a ella, sino a mí. Intentó pasarle la pelota a mi padre que como era de

esperar se negó. Para agradecer a la santa de plástico mi milagrosa recuperación me hizo cumplir la

promesa como si de una subrogación se tratara. El resultado fue otro mes de hospitalización por los

derrames de líquido sinovial procedente de mis rodillas, que me obligaron a llevar muletas durante

varios meses hasta que curaron las lesiones, lesiones de las que todavía me resiento en los días

lluviosos. Así de brutos eran mis progenitores.


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A pesar de todo al escuchar de este anciano lo que acabo de escuchar y que no me podía

imaginar, tengo una lógica conmoción, cierto es que no dura mucho y al recuperarme le hago una

pregunta obligada.

—¿Y el dinero?

—Una cosa era lo de Paco, que a fin de cuentas fue fortuito, y otra bien distinta lo de sus

padres. Yo desaparecí todo lo rápido que pude, lógicamente me llevé el dinero que había tenido

escondido durante esos días.

Aunque la respuesta me parece obvia, viendo dónde y cómo vive el viejo, está claro que la

historia no acaba aquí. Como mi silencio es una invitación a seguir el viejo sigue:

—Me vine para Madrid —me cuenta enjugándose con la mano los ojos llorosos, no llora de

verdad, pero a su edad el lagrimeo es constante—, mi sobrino trabajaba aquí en un concesionario de

coches y se ofreció a esconderme en su casa. Cuando se enteró de todos los detalles lo primero que

hizo fue preparar una declaración de insolvencia para evitar que legalmente me pudieran pillar, ya

que los doscientos millones eran de la promotora y del banco que nos hizo el prestado. Mi sobrino

preparó todo el plan para que pareciera que Paco se había largado con el dinero, de manera que al

poco tiempo y con el lío de lo de sus padres se olvidaron del tema, el hijo de Paco y sobre todo la

nuera removieron Roma con Santiago para que la policía le buscase, pero ya sabe usted como son

estas cosas, les dijeron que estaría en el Caribe, o en Brasil, o en algún sitio por el estilo y que lo más

que podían hacer era pasárselo a la Interpol. Todo salió a pedir de boca excepto por una cosa, mi

sobrino que era mi única familia, salió más listo de lo esperado y se quedó con todo el dinero. Me

pasa una pensión todos los meses que apenas me llega para vivir y él mientras se pega la gran vida,

de vez en cuando viene por aquí para recoger el correo porque mantiene esta casa como dirección

para no levantar sospechas y se vuelve a marchar una temporada. Como es un cabronazo me

amenazó con contarlo todo si decía algo. Lo de sus padres, me dijo, se podía considerar asesinato en
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no sé qué grado, pero asesinato a fin de cuentas, así que me callé más por los remordimientos que

tenía que por creer realmente sus amenazas y aquí estoy, viejo, tonto y más solo que la una.

Cuando el anciano termina su relato yo tengo dos cosas muy claras: primero que me puedo

despedir de la pasta y segundo que odio a muerte a alguien a quien no he visto en mi vida, ni siquiera

sé su nombre. Hay una tercera que me cuesta admitir: siento lastima por el pobre viejo, de manera

que voy a hacer algo que nunca imaginé que podría hacer. Llamar a Germán.

Lo que ha pasado después se puede extender gratuitamente, pero esta historia empieza a ser

un poco tediosa así que trataré de resumirla en lo que esencialmente interesa, algo que no hubiera

sospechado ni en el mejor de mis sueños.

El capullo del sobrino efectivamente recibía el correo en esa dirección, hurgando entre la

correspondencia encontré los extractos del banco con el balance de sus cuentas, una visa recién

llegada por correo, facturas de teléfono, electricidad y otras cosas que daban igual, pero que miré por

curiosidad. Con todo eso y las habilidades del hacker, que se prestó gustoso a ayudarnos una vez

conocida la historia, el resultado fue que el dinero, el mismo que me ha sido esquivo durante tantos

años y responsable de todos los acontecimientos que han sido narrados, estaba al alcance de su ratón.

Para mi sorpresa el sobrino en lugar de dilapidar la fortuna en bacanales como hubiera sido de

esperar, lo invirtió sabiamente multiplicándolo. En diferentes cuentas repartidas por paraísos fiscales

de los que nunca había oído hablar, el sobrino acumulaba cifras sorprendentes. De ese modo y con la

inestimable ayuda de Germán, cuya pericia con los ordenadores no dejaré nunca de admirar, todo ese

montante pasó como por arte de magia, de unas cuentas a otras dejando al sobrino más tieso que la

mojama y al bueno de don Federico con las atenciones adecuadas en la mejor residencia de la ciudad.

El ufólogo en un gesto que me cuesta entender renunció a su parte argumentando que no lo

necesitaba, con su renta se podía permitir seguir buscando marcianitos el resto de su vida, y… ya sé

que cuesta creerlo, ni yo mismo lo creo, pero todos los partícipes de esta historia sobre todo los más

necesitados y que insisto: no son mis amigos, recibieron una cantidad de dinero más que generosa.
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Sobra decir que mi cuenta corriente tiene ahora más ceros de los que podía imaginar, y aunque estas

historias suelen acabar mal para que sean creíbles, éste no es el caso.

FIN.

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