Difuntos
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Librodot El día de los difuntos de 1836 José Mariano Larra
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis
meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal mal de casado,
ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis
faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos Gobiernos, ora alzaba la vista
al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba
avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono,
semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.
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La melancolía llegó entones a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado
una situación, ocurrióme de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para
los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión...
-¡Fuera, exclamé, fuera! - como si estuviera viendo representar a un actor español-:
¡fuera!-, como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojéme a la calle; pero en
realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas
en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para
eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo
espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid.
Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia,
cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una
esperanza o de un deseo. Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión
que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de
que soy capaz las calles del grande osario.
-¡Necios!- decía a los transeuntes-. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por
ventura. ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a
vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros
padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos
tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos
no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados, ni movilizados; ellos no
son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del
cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al
mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar.
Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí los
puso, y ésa la obedecen.
-¿Qué monumento es éste?- exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio-. ¿Es él
mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos?
¡Palacio! Por un lado mira a Madrid, es decir a las demás tumbas; por otro mira a
Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me
acordé del verso de Quevedo:
Y ni los v... ni los diablos veo.
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Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos. R.I.P. Los Ministerios:
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el
sarcófago; una nota al pie decía:
El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar.
Y otra añadía, más moderna sin duda: Y resucitó al tercero día.
Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de
vejez. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían
puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin
embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de
borrarse: Gobernación. ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los
sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en España,
en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre
epitafio y añadí, involuntariamente:
Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el
relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los
escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
La calle de Postas, la calle de la Montera. Estos no son sepulcros. Son osarios, donde,
mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
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inscripción.
El Salón de Cortes. Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo
en lenguas de fuego.
Aquí yace el Estatuto.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas.
Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón,
lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué
dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!
¡Silencio, silencio!