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Dos Imágenes en Un Estanque - Giovanni Papini

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Casa digital del escritor Luis López Nieves

Dos imágenes en un estanque


[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Papini

¿Solo para volver a ver mi rostro en un estanque muerto, lleno de hojas muertas,
en un jardín estéril, me detuve después de tanto tiempo en la pequeña capital?
Cuando me aproximaba a ella no pensaba tener otro motivo que este.

Regresando del mar y de las grandes ciudades de la costa, sentía el deseo de las
cosas ocultas, de las calles estrechas, de los muros silenciosos y un poco
ennegrecidos por las lluvias. Estaba seguro de hallar todo eso en la pequeña
capital, en la ciudad donde había estudiado durante cinco años, con maestros de
clásicas barbas blancas, las ciencias más germánicas y más fantásticas.

Recordaba a menudo la querida ciudad, tan sola en medio de la llanura, como


una exiliada (he pensado siempre que existen también ciudades desterradas de
su propia patria), sin río, sin torres ni campanarios, casi sin árboles, pero
totalmente quieta y resignada en torno al gran palacio rococó, en el que charla y
duerme la corte. En las calles, a cada cien pasos, hay un pozo y junto al pozo una
fuente y sobre cada fuente un guerrero de terracota, pintado de azul y rojo
pálido.
Recordaba también la casa en que viví durante los años de mi aprendizaje
científico. Mis ventanas no se abrían sobre la plaza sino sobre un gran jardín,
cerrado entre las casas, donde había, en un rincón, un estanque circuido por
rocas artificiales. A nadie le importaba el jardín: el viejo señor había muerto y la
hija, aburrida y devota, consideraba a los árboles como herejes y a las flores como
vanidosas. También el estanque había muerto por su culpa. Ningún chorro
brotaba ya de su seno. El agua parecía tan cansada e inmóvil como si fuese la
misma desde hacía una cantidad enorme de años. Por lo demás, las hojas de los
árboles la cubrían casi enteramente e incluso las hojas parecían haber caído allí
en otoños míticamente lejanos.
Este jardín fue el sitio de mis alegrías mientras viví en la pequeña capital. Tenía
la libertad de poder visitarlo cada hora y cuando los maestros no me llamaban
me sentaba con algún libro junto al estanque, y cuando estaba cansado de leer o
la luz menguaba, intentaba mirar mis ojos reflejados en el agua o contaba las
viejas hojas y seguía con estática ansiedad sus lentos viajes bajo el hálito
desigual del viento. Alguna vez las hojas se apartaban o se reunían todas en el
fondo y entonces veía en el agua mi rostro y lo contemplaba tan largamente que
me parecía no existir más por mí mismo, con mi cuerpo, sino ser solamente una
imagen fijada en el estanque por la eternidad.

Fue por eso que corrí inmediatamente al jardín, apenas llegué a la pequeña
capital. Habían pasado muchos años, pero la ciudad se mantenía igual. Por las
mismas calles estrechas pasaban las mismas mujeres enanas y amarillentas, de
cofias ajadas, y los guerreros de terracota, inútiles y ridículos, se apoyaban en el
puño de las espadas sobre las habituales fuentes.

Y también el jardín estaba tal como yo lo había dejado, también el estanque


estaba como yo lo vi por última vez, antes de regresar a mi patria. Alguna mata
de más en los canteros, algunas hojas más en el estanque y todo el resto como
antaño. Quise entonces volver a ver mi cara en el agua y me di cuenta de que era
diferente, muy diferente de aquella que tan lúcidamente recordaba. El encanto
de ese estanque, de ese sitio volvió a apoderarse de mí. Me senté sobre una de las
rocas artificiales y con la mano moví las hojas muertas para formar un espejo
más grande a mi rostro palidecido y transfigurado. Permanecí algunos minutos
mirando mi imagen y pensando en las leyes del tiempo cuando vi dibujarse en el
agua otra imagen junto a la mía. Me volví bruscamente: un hombre se había
sentado a mi lado y se reflejaba junto a mí en el estanque. Lo miré sorprendido -
volví a mirarlo y me pareció que se me asemejaba un poco. Dirigí de nuevo los
ojos al estanque y contemplé otra vez su imagen reflejada sobre el fondo
sombrío. Al instante comprendí la verdad: ¡su imagen se parecía perfectamente a
la que yo reflejaba siete años antes!

En otro tiempo, quizás, aquello me hubiera espantado y seguramente habría


gritado como quien se halla preso en el círculo de alguna invencible obsesión.
Pero yo sabía ahora que solamente lo imposible se vuelve real algunas veces y
por lo tanto no sentí el menor asomo de terror. Tendí la mano al hombre, que me
la estrechó, y le dije:
-Sé que tú eres yo mismo, un yo que pasó hace mucho, un yo que creía muerto
pero que vuelvo a ver aquí, tal como lo dejé, sin cambio visible.
Y no sé, oh mi yo pasado, qué deseas de mi yo presente, pero sea lo que fuere no
sabré negártelo.
El hombre me miró con cierto estupor, como si me viera por primera vez, y
respondió después de unos instantes de vacilación:

“Quisiera estar un poco contigo. Cuando tú creíste partir definitivamente yo


permanecí aquí, en esta ciudad donde no pasa el tiempo, sin moverme, sin hacer
nada, esperándote. Sabía que regresarías. Habías dejado la parte más sutil de tu
alma en el agua de este estanque y de esta alma yo he vivido hasta hoy. Pero
ahora quisiera unirme nuevamente a ti, permanecer estrechado a ti, viviendo
contigo, escuchando de ti el relato de tus vidas de todos estos años. Yo soy como
tú eras entonces y no conozco de ti más que lo que tú conocías entonces.
Comprende mi ansiedad de saber y de escuchar. Hazme de nuevo tu compañero
hasta que partas una vez más de esta ciudad exiliada del mundo y del tiempo.”
Asentí con la cabeza y salimos del jardín tomados de la mano, como dos
hermanos.

Comenzó entonces para mí uno de los periodos más singulares de mi vida, esta
vida mía tan diferente ya de la de otros hombres. Viví conmigo mismo -con mi yo
transcurrido- algunos días de imprevista alegría. Mis dos yo caminaban por las
calles mal empedradas, en medio del silencio que reinaba desde hacía tanto
tiempo en la pequeña capital -¡un silencio que databa del siglo decimoctavo!-, y
conversaban incesantemente tratando de recordar las cosas que vieron, los
hombres que conocieron, los sentimientos que los agitaron, los sueños que
dejaron un amargo sabor en sus espíritus. Las dos almas -la antigua y la nueva-
buscaron juntas la universidad, silenciosa y sepulcral como un monasterio
montañés -recorrieron el jardín a la francesa, detrás del palacio rococó, donde
las estatuas, mutiladas y ennegrecidas, no concedían más de una mirada a las
alamedas infinitas- y se aventuraron hasta el Liliensee, una chacra mal excavada
que por decreto de los viejos príncipes había llegado a obtener el nombre de
lago. ¡No puedo recordar aquellos días de paseos y de confidencias sin que
desfallezca por un instante mi corazón! Pero luego de las primeras horas de
efusión, después de los primeros días de evocaciones, comencé a sentir un tedio
inenarrable al escuchar a mi compañero. Ciertas ingenuidades, ciertas
brutalidades, ciertos modos grotescos que continuamente exhibía me
desagradaban. Me percaté, además, al hablar extensamente con él, de que estaba
lleno de ideas ridículas, de teorías ya muertas, de entusiasmos provincianos
hacia cosas y seres que yo ni siquiera recordaba. Confiaba en ciertas palabras, se
conmovía con ciertos versos, se exaltaba ante ciertos espectáculos que a mí, en
cambio, me inspiraban muecas o sonrisas. Su cabeza estaba llena todavía de ese
romanticismo genérico, desproporcionado, hecho de cabelleras desmelenadas,
de montañas malditas, de bosques tenebrosos, de tempestades y de batallas con
redoblar de truenos y tambores, y su corazón se deshacía en aquel pathos
germánico (flores azules, luna entre nubes, tumbas de castas novias, cabalgatas
nocturnas, etcétera) del cual vivían los esmirriados petimetres melancólicos y las
señoritas rubias un poco obesas.
Su ingenuo orgullo, su inexperiencia del mundo, su ignorancia profunda de los
secretos de la vida, que al principio me divertían, terminaron por cansarme, por
suscitar en mí una especie de compasión despreciativa que poco a poco llegó a la
repugnancia.

Durante algunos días aún supe resistir mi deseo de insultarlo o de huir, pero una
mañana, luego de que hubo declamado con gran énfasis un lied estúpidamente
conmovedor, sentí que mi desprecio iba transformándose en odio.
“Y sin embargo, pensé, yo mismo he sido en otra época este hombre del que me
burlo, este joven ridículo e ignorante. Él es todavía, de alguna manera, yo mismo.
Durante estos largos años yo he vivido, he visto, he adivinado, he pensado y él ha
permanecido aquí, en la soledad, intacto, perfectamente igual a ese que era yo el
día en que dejé estos lugares. Ahora mi yo presente desprecia a mi yo pasado -y
sin embargo en ese tiempo yo creía, más que hoy todavía, ser el hombre superior,
el ser alto y noble, el sabio universal, el genio expectante. Y recuerdo que
entonces despreciaba a mi yo pasado, mi pequeño yo de niño ignorante y sin
refinamiento todavía. Ahora desprecio a aquel que despreciaba. Y todos estos
menospreciadores y menospreciados han tenido el mismo nombre, han habitado
el mismo cuerpo, se presentaron ante los hombres como un solo ser vivo.
Después de mi yo presente, se formará otro que juzgará a mi alma de hoy tal
como yo juzgo hoy a la de ayer. ¿Quién tendrá piedad de mí si yo no la tengo para
mí mismo?”

Mientras yo pensaba esto, el yo antiguo me hablaba y declamaba. Yo no tenía


nada ya para decirle y callaba; él no tenía nada más para decirme, pero, en vez de
callar, fabricaba frases y recitaba poesías horriblemente extensas. ¿Qué había
ahora de común entre nosotros? Habiendo agotado los recuerdos del pasado
lejano, yo no podía hablar con él del pasado próximo, de todo mi mundo reciente
de bellezas conocidas, de corazones amados y destrozados, de paradojas
improvisadas en torno de la mesa de té, y mucho menos del sueño doloroso que
ocupa ahora íntegramente mi alma. Era inútil decirle todo eso; él no me
comprendía. El sonido de ciertas palabras que me sugería toda una escena, las
asociaciones de ideas de un perfume, de un nombre, de un rumor nada le decían
a su alma. Me rogaba que le hablara, y si consentía, me escuchaba con curiosidad
pero sin sentir, sin comprender, sin revivir conmigo lo que yo le narraba. Sus ojos
se perdían en el vacío y apenas yo enmudecía recomenzaba sus declamaciones y
sus melosidades sentimentales.
Llegó, pues, un día en que el odio contra ese pasado yo mío no supo ya
contenerse. Le dije entonces con mucha firmeza que no podía más vivir con él y
que debía separarme de su compañía para acabar con mi disgusto. Mis palabras
lo sorprendieron y lo entristecieron profundamente. Sus ojos me miraron
suplicando. Su mano me estrechó con más fuerza.

“¿Por qué quieres dejarme -dijo con su odiosa voz de teatral apasionamiento-;
por qué quieres dejarme una vez más tan solo? ¡Te he estado esperando durante
tanto tiempo en silencio, durante tantos años he contado las horas que me
acercaban a estos momentos! Y ahora que estás conmigo, ahora que te amo, que
hablamos del amor y de la belleza del mundo, de los pesares de sus criaturas,
¿quieres dejarme solo en esta ciudad tan triste, tan lentamente triste?”

No respondí a sus palabras sino con un gesto de rabia. Pero cuando me adelanté
para irme sentí su brazo aferrarme con violencia y escuché de nuevo su voz que
me decía sollozando:
“No, tú no partirás. ¡No te dejaré partir! Soy tan feliz ahora de poder hablar a
alguien que puede comprenderme, a alguien que todavía tiene un corazón,
ardiente, que viene de las ciudades de los vivos, que puede escuchar todos mis
gemidos y acoger mis confesiones. ¡No, tú no partirás, no podrás partir! ¡No
permitiré que te vayas!”

Tampoco esta vez respondí y todo el día permanecí con él sin hablar. Él me
miraba en silencio y me seguía siempre.
Al día siguiente me preparé para irme pero él se plantó ante la puerta y no me
dejó salir hasta que no le hube prometido que me quedaría con él durante todo el
día.

Así pasaron todavía cuatro días. Yo intentaba eludirlo, pero él me perseguía


constantemente, aburriéndome con sus lamentaciones e impidiéndome, aun por
la fuerza, abandonar la ciudad. Mi odio, mi desesperación crecían de hora en
hora. Finalmente, al quinto día, viendo que no podía liberarme de su celosa
vigilancia, pensé que sólo me quedaba un medio y salí resueltamente de casa
seguido de su lamentable sombra.

También aquel día anduvimos por el estéril jardín donde tantas horas había
pasado yo con su alma, y nos aproximamos, también aquel día, al estanque
muerto cubierto de hojas muertas. También aquel día nos sentamos sobre las
falsas rocas y separamos con la mano las hojas para contemplar nuestras
imágenes. Cuando nuestros dos rostros aparecieron juntos sobre el espejo
sombrío del agua, me volví rápidamente, aferré a mi yo pasado por los hombros y
lo arrojé de cara al agua, en el sitio donde aparecía su imagen. Empujé su cabeza
bajo la superficie y la sostuve quieta con toda la energía de mi odio exasperado.
Él intentó resistirse; sus piernas se agitaron violentamente pero su cabeza
permaneció bajo el remolino trémulo del estanque. Después de algunos
instantes sentí que su cuerpo se aflojaba y debilitaba. Entonces lo solté y cayó
aún más abajo, hacia el fondo del agua. Mi odioso yo pasado, mi ridículo y
estúpido yo de otros años había muerto para siempre. Abandoné con calma el
jardín y la ciudad. Nadie me molestó jamás por este hecho. Y vivo ahora todavía
en el mundo, en las grandes ciudades de la costa, y me parece que me falta algo
cuyo preciso recuerdo no poseo. Cuando me asalta la alegría con sus tontas risas
pienso que soy el único hombre que ha matado a su yo y que vive todavía. Pero
esto no es suficiente para que permanezca serio.

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