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Mario Vargas Llosa: El Callejon

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El Callejón!

Mario Vargas Llosa

El callejón de la esquina ejercía sobre mí poder hipnótico. Desde la azo


tea de la casa, -cuando lograba hurtarme unos minutos a la vigilancia de la
terrible Angelina(Moderna Mamsell Agata con plumero y todo) me quedaban
contemplando con envidia aquel agujero rodeado de puertas pequeñitas de alas
que salían a toda hora innumerables muchachos para organizar baturrillos mi
lagrosos. Eran de ver aquellos juegos. La gritería que se armaba a cada instante
encandilaba al barrio sacando a las casas vecinas de su continua siesta. Las
ventanas se llenaban de mujeres encolerizadas que con el puño en alto pedían
a gritos tormentos infernales para los chiquillos del callejón. Estos continuaban
sus juegos impasibles, salvo algunas veces, que, coléricos por la considerable
dosis de insultos recibidos, tranquilizaban definitivamente a los moradores de
una casa rompiéndoles los vidrios a pedradas.
Yo participaba desde mi azotea en todo aquello. Me emocionaba con los
juegos y a viva voz alentaba a las pandillas en sus correrías sobre los techos;
cuando algún policía informado por anónima vecina hacía su aparición por las

Al parecer, esle el primer cuento que Mario Vargas Llosa dio a las prensas. Señala Carlos E. Zavaleta en El
go-o (le tas /c/m.v (Lima. Pomincia Universidad Católica. Fondo Editorial. 1997. p. 2.79)que rué el cuento
"El abuelo" el primero que publicó y después incluyó en su tínico volumen de cuentos. Lasjefes. Podemos
acotar, por nuestra parte que. precisamente, el cuento "Los jefes" -que da título a su libro publicado en
España- apareció en Memtrio Ati/í/zk»(N" 358. Febrero de 1957) y esiA fechado en "Miraflores. enero de
1955". Además,el mismo autor, en un artículo de ABC de Madrid (1 de abril de 1979). recuerda que "(l)os
seis cuentos de Los jefes son un puñado de sobrevivientes de los muchos que escribí y rompí cuando era
estudiante,en Lima,entre 1953 y 1957...". El que damos a conocer-sobreviviente por partida doble- ap.v
reció en la revista Turismo, Año XX. N" 170. Marzo de 1954. pp.[10-11]. acompañado de una ilustración
de Raúl Vizcaira (1902-1977), pintor y dibujante, y que pudo haber sido escrito probablemente en el año
1953 y revisado para su edición a inicios de 1954. Como se comprenderá, tiene particular interés este texto
desconocido, porque muestra la voluntad de sus primeros escarceos narrativos, además de asumir la temática
de la migración, eje de la preocupación social y estética de los años Cincuenta. (Mifuicl Angel Rodríguez
Rea)

Letras (Lima), 95-96: 187-193, 1998.


inmediaciones, yo les advenía el peligro y entonces, como por encanto, la pe
lota de trapo desaparecía en el laberinto de puertas. Alguna vez logré llegarme
al callejón. Era diferente de cerca. Menos satánico que como lo nombraban en
casa y un poco más sucio. Los charcos, en hilera como las puertas, y los mon
tículos de basura en las esquinas despedían mal olor. Pero todo ello contribuía
a darle un encanto especial. Y la gente que vivía en él era diferente también.
Formaba un lodo con las casuchas descoloridas. Mujeres desgrei'iadas de edad
indescifrable y hombres toscos, siempre en camiseta, que conversaban gritan
do. Pero era a los muchachos a los que más admiraba yo. Descalzos,
semidesnudos. con su honda bajo el brazo y con proyectiles de todas clases en
los bolsillos de sus overoles, constituían el motivo principal del callejón. Había
uno sobre todo, ya mayorcito, que era la figura central. Organizador y director
de los juegos, los demás se movilizaban en torno de él en busca de iniciativas.
Se llamaba Tomás y repartía palizas e insultos con sorprendente facilidad. Sin
embargo, todos le respetaban y querían, Cuando no estaba, los juegos carecían
de la emoción y alegría necesaria. Se notaba un desgano colectivo y los gritos
y las carcajadas no tenían la animación de otras veces. La falta de interés en el
juego .se hacían cada vez más insistente y pronto, uno a uno, los chiquillos iban
desapareciendo en las casuchas. El callejón se quedaba frío, desolado.
Una tarde, el callejón comenzó a quedarse vacío ante la sorpresa llena de
alegrías de la vecindad. Con grandes atados o viejas maletas aseguradas con
gruesas sogas, las familias se iban marchando. Pronto supe la razón. Angelina,
en un largo discurso lleno de agradecimiento a las divinidades, me explicó que
el dueño iba a lumbar aquellas casuchas para construir un edificio.
Desde entonces amo los callejones. Les tengo presentes de la misma
manera que conservaba Chocano. el fabricante de versos, el recuerdo de aque
llo que no logró en su infancia: los juguetes. Por eso siempre he procurado lle
garme a ellos de alguna manera. Poco a poco he ido conociéndoles en sus va
rios aspectos. Alguna vez, tras correrías noctámbulas salpicadas de humo y
huecas palabras, me he dado con un callejón endurecido por la noche. El borra-
chito que dormita a sus puertas y la pobreza que se encubre pudorosamente tras
las sombras,-siempre lo mismo- me ha despejado de golpe la cabeza, como al
contacto de una inmensa tragedia. Yo he quedado contemplándole largo rato,
ab.sorbido por su soledad, dialogando con él. Saben mucho los callejones, so
bre lodo aquellos enclavados como islas en los barrios modernos. Así, con dos
clases de vida diferente desarrolladas paralelamente a su contorno, ellos, en su
eterna misión de observación, sacan profundas conclusiones de la vida. Yo re
cuerdo uno, en Piura, hace pocos años. Se trataba de abrir una avenida y para
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ello tumbaron muchas casas. Al caer una de ellas quedó descubierto un callejón
que languidecía a sus espaldas, tiempo atrás. Siíbitamenie. al impulso del pro
greso, el callejón que había vivido siempre aislado como un pequeño santuario,
se dio a la luz del bullicio urbano. Le descubrí, el mismo día de su advenimien
to a la ciudad, a través de los escombros de la casa derruida. Era un callejón
pequeñiio. sin pretensiones. Construcciones de caña brava y barro, más o me
nos rústicas, enmarcaban los altibajos terrosos de su cuerpo. Al fondo, domi
nando a las demás le limitaba una enorme choza. En ella vivía un zapatero
anciano, casi ciego. El callejón, entre bostezos, me contó aquella noche su his
toria.

-«La historia de este viejo -me dijo- es mi propia historia. Hace ochenta
años yo era apenas un pedazo solitario de tierra. Una tarde llegaron a mí tres
personas. Eran Anselmo (el zapatero) recién nacido y sus padres. Habían deja
do su pueblo porque querían hacerse ricos en la ciudad. Pero recordaban dema
siado a su tierra; tanto que se olvidaron del motivo que los trajo y se quedaron
para siempre tal como llegaron. Descargaron sobre mí sus ataduras y durmie
ron haciendo un bulto con sus cuerpos. Esa noche, mientras los padres, agota
dos por la larga jornada, dormían profundamente, el niño echó a llorar. Así nací
la primera vez...».

Hasta entonces apenas si le había escuchado. Era su voz la que me inte


resaba profundamente. La voz de un callejón es una voz extraña, con un acento
muy especial. Hablaba casposamente, con grandes pausas y variadas
inflexiones como para dar mayor consistencia a su relato. Pero aquello último
me sorprendió.

-¿Cuántas veces ha nacido usted? -inquirí deseoso de conocer aquella


peculiaridad .suya.
-Dos. Hoy nací por segunda vez. cuando cayo esto.(Debió mirar compa
sivamente aquel hacinamiento de ladrillos y maderas, pero no lo noté). Es inte
resante darse así. de pronto, con una ciudad. Uno se siente confundido, turbado
con tanto ruido. Yo ya estoy viejo, acostumbrado a mi vida. Es tarde para cam
biar. Pero volvamos a mi infancia. Fui poco a poco conformándome, a medida
que llegaban los provincianos para hacerse ricos. Venían llenos de entusiasmo
y ambiciones, pero terminaban como los padres de Anselmo trayendo caña y
barro y construyendo sus ramadas sobre mí. El Anselmo fue creciendo lenta
mente conmigo. Una vez llegó sangrando. Alguien le había golpeado la cabe
za con una piedra. Todos creímos que iba a morir y cuando se repuso corrió el

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alcohol varios días. Fue una juerga monstruo. Terminamos con los huesos
molidos de tanta jarana».

Calló. Estaba viejo, sin duda. Se aferraba a los recuerdos con tenacidad,
como un moribundo. No debía interrumpir su meditación, Di media vuelta para
marcharme pero él me detuvo.

-Aguarde. Es temprano aún: Vea, en aquella choza, la segunda, no duer


men todavía. Son el Jacinto y la Juliana, que discuten como siempre. El tiene la
culpa. Es un borracho incorregible y cada vez que toma se le vienen los celos
y le pega a su mujer hasta agotarse. Entonces ella le tira una manta encima y
luego hace entrar al zambo de la primera choza, a ese que todos le dicen
«Trompudo». Y le engaña, allí, en sus propias narices».

Me sentí encantado con las confidencias del callejón. Eran, claro está,
más agradables que sus recuerdos infantiles.

-¿Qué más? ¿Qué más? -le pregunté-. Cuénteme otras anécdotas...


Ya no respondió. A los pocos segundo unos sonidos lentos y espaciados,
como de piedras desprendidas, me indicaron que el viejo dormía profundamen
te.

Los callejones de los extramuros suelen ser amargados, escépticos. Están


torturados por la miseria que palpita sobre ellos. Su suciedad, los despojos re
partidos en su desordenada geometría, su impresionante humanidad, les
acompleja. Son los más numerosos, naturalmente. Hay barrios enteros de ellos.
Rodean Lima del Callao a Surquillo y de Mendocita a Bajo el Puente. Se alzan
dominando la ciudad como encarnaciones infernales. Pero infernales por su
terrible miseria, por su conocimiento del hombre en sus instantes más dramá
ticos. Es decir, divinamente infernales. Una vez, ocurrió un crimen en uno de
ellos.(Lo sé: es cosa corriente).Yo trabajaba en un Diario, y tenía un poco de
aquella cualidad periodística que frente a cualquiera situación, antes que nada,
ve la noticia; que ante lo más angustioso, se deleita augurando titulares a cinco
columnas. Un crimen pasional, nada menos. Avidos de datos, pronto estuvimos
allí, fotógrafo y cronista. La cosa parecía sencilla. Una mujer joven, recién
casada, se había visto asediada constantemente por un vecino. Aquella tarde,
aprovechando la ausencia del marido penetró a la casa tratando de obligarla a
satisfacer sus deseos. Entró el marido y lo mató a cuchilladas. Lo de siempre.

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El fotógrafo tomo varias placas, de la casa, de los vecinos, del charco de
sangre coagulada que inundaba el piso. Yo conversé con casi todos los poblado
res del callejón. Estuvieron de acuerdo en sus declaraciones. El intruso se la
había buscado por seguir a mujer casada. El tentador, persiguiéndola a todas
horas, le había hecho la vida un infierno. Era una víctima. Estaba bien muerto.

Después de marcharme regresé, pero solo. Había interrogado al vecinda


rio, pero había olvidado al testigo principal, al que habría de saberlo todo con
detalles que indudablemente salpicarían el crimen con sabrosas anécdotas: al
callejón. A él recurrí en busca de antecedentes del crimen. Aquellos sucesos
concatenados ligeramente, fortuitamente, que habían desembocado esa tarde en
un charco de sangre. Al menos por una vez, sería mejor conocerles que inven
tarles. Pero me di con una sorpresa al llegar. La mujer -la víctima- que aque
lla tarde se encontraba ausente, prestando las declaraciones del caso, había
vuelto.¡Qué primicia! Me dediqué de lleno a ella; después de hacerse de rogar
mucho, accedió a declarar. Repitió todo lo que dijeron los vecinos, pero dando
mayor dramaticidad a cada episodio, con llamados a la religión y restregándose
los ojos innumerables veces. Fue un poco grotesco, claro. Cuando me retiraba,
escuché la voz del callejón. Entonces recordé. Le había olvidado.

-Usted venía a hablar conmigo («Ah, pensé, lo sabía»). No se vaya sin


hacerlo. Vale la pena de lodos modos».

Me disculpé como pude por haberle olvidado. El comprendería. La mu


jer ahí, no era para menos. De lodos modos, si sabía algo más del asunto yo me
sentiría dichoso de escucharle. Cualquier cosa, algún encuentro ocasional, al
guna palabritas sueltas, algo nuevo, en fin.

Los periodistas -comenzó- son terriblemente ingenuos. Dudo que alguna


vez hayan logrado informar sobre algo tal como ocurrió exactamente. Siempre
se dejan llevar de los primeros impulsos, de lo que está más a la vista, de lo
inmediato. Parecen policías.

Yo le miraba. De aquella pared deslucida -la de la izquierda- parecía


venir la voz. Había sobre ella multitud de inscripciones. Recordé Les murs
crient de Henri-Fran90is Rey, y la vez que lo leí con ayuda de un diccionario y
de Juliette, una francesita inmigrante. Luego escuché de nuevo. La voz enjui
ciaba aún la labor periodística.

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absurdo. Siempre, siempre se equivocan. Ahora por ejemplo. Usled
va y escribe lo que le han dicho, lo que ha visto y eso es todo. Lo demás no
importa.

Pregunté qué otra cosa podía importar y no me respondió. Sentí que des
de sus adoquines disparejos el callejón me miraba con profundo desprecio. Y
él, notándolo, se preocupó de tranquilizarme:

-No le desprecio. Me da profunda lástima. Lo mismo que esa mujer que


acaba de entrevistar. Es terriblemente ingenua, también. Sus lágrimas son sin
ceras. No comprende nada de lo que ha pasado y llora y habla de los santos.
Ella, lenta, inconscientemente, ha preparado el crimen de esta tarde. Cuando
era niña le gustaba jugar al amor, como todo el mundo, pero ella lo hacía dema
siado distraídamente. Con el que más jugaba era con Marcelo, el que mataron
hoy. El no la quería tampoco. Se encontraban cuando lodos estaban durmiendo,
aquí, en esta esquina. Se sentaban sobre esa piedra y así pasaban las horas. Yo
Ies contemplaba. Era divertido verles. Los dos estaban muy lejos, eran dos ex
traños que se acariciaban por costumbre. Luego vino Julián. En una borrachera
donde la Matilde, desaparecieron los dos. Yo lo vi todo. Ella lo obligó a robár
sela. Pues él dudaba todavía. «Para qué hacerlo así. Mejor hablaré con tus pa
dres. Mañana mismo si quieres». Pero no, ella amaba el juego, la emoción, la
novedad. Regresaron a la semana y dijeron que el cura los había casado. Esa
misma noche, como siempre, vino al sitio donde solía encontrarse con Marcelo.
Como si nada hubiera cambiado. Ninguno recordaba a Julián. ¡Ingenuos! ¡In
genuos! Y así, todos los días. Hasta ayer. Ella ya se había cansado de hacer lo
mismo. Faltaba un poco de juego. «Mañana ven a verme después del almuerzo.
Tengo algo que decirte». Y se fue rápidamente. Esta mañana al irse a la fábri
ca Julián -almuerza allí todos los días- ella le pidió que volviera a las tres.
Marcelo la perseguía. Todos lo habían notado. Ultimamente se mostraba más
violento, la había amenazado con ir a su casa esa tarde. Y fue. Marcelo fue;
también se prestó a jugar el pobre ingenuo. Eso fue todo. Una estupidez en el
fondo. Pero no. Mañana se hablará de tragedia, de pasiones desencadenadas
frente a frente. No hubo nada de eso. Todo se limitó a ser un poco de diver
sión».

Le pregunte al callejón si eso era todo. Se hacía tarde y tenía que ir a


hacer la crónica.

-Una cosa más -respondió-. No publique las fotos que me tomaron esta
tarde. Comprenda que no puedo prestarme a esta farsa.

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Desde esa vez, antes de hablar con un callejón, le estudio detenidamente.
No quiero volver a encontrarme con otro nihilista que ande diciendo ingenuo a
todo el mundo. Sin embargo,creo que la mayoría lo son. Conocen la vida de
masiado íntimamente. Y es por eso. que el callejón es un pequeño mundo apar
te, donde la alegría de los chiquillos rotosos es demasiado pequeña para eclip
sar el desgarramiento humano sobre le cual se levanta.

Hace pocos días, el Martes de Carnaval, ya obscureciendo, pasé por un


callejón. Me asaltaron varias mujeres amparadas en la máscara de barro y be
tún de sus rostros. Fue inútil todo intento de defensa. Eran mujeres fuertes -
mujeres de callejón- y después de echarme un baldazo de agua verde, me fro
taron el rostro con yeso. En casos así, lodos nos volvemos bestiales, nos posee
una enfermiza ansia de venganza. «Llamaré un policía. Mandaré preso a todo
el callejón», Pero mientras buscaba un policía, al verme en ese estado verde-
blanco se exacerbaba el fervor carnavalesco de las gentes, y me echaban agua
de todas las ventanas. Di varias vueltas a la manzana hasta que el frío que sen
tía me hizo reflexionar que mis ansias policíacas podrían conducirme a una
pulmonía fulminante. Tomé un carro y le hice pasar por el callejón. Debía ven
garme, aunque fuera insultando a la mujeres desde lejos(Ya sé: cobardemente).
Les grité lodos los insultos que conozco y otros que inventé con la furia. Pero
estaban tan ocupadas asaltando a otro viandante que no creo que me oyeran. Y
en eso vino una carcajada irónica, lapidaria, despectiva. Miré: nadie reía en esa
forma. Sí, era la risa del callejón.

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