Crónicas de Un Narrador
Crónicas de Un Narrador
Crónicas de Un Narrador
DE UN NARRADOR
© CRÓNICAS DE UN NARRADOR
© Pierre Castro Sandoval
© Edición Digital, 2020
LP5 Editora
Colección Narrativa para descargar
Poco antes de empezar la cuarentena, cuando todavía podíamos pasear por las
calles y gastarnos el sencillo en futilidades, pasé por una librería y me compré un
kit de plumones para dibujar sobre tela. En otra tienda compré un par de polos
blancos. Pensé que ya que sabía dibujar podría diseñar mi propia ropa. Con todo
lo que vino después, nunca saqué los plumones de su estuche y los polos blancos
se quedaron colgados en mi ropero. Mi vestimenta se ha reducido a las 4 o 5
prendas más cómodas que tengo y que lavo una vez por semana. Imagino les ha
pasado lo mismo a ustedes. Ayer, sin embargo, vi la caja de plumones bajo la mesa
de centro y la abrí. Saqué del ropero uno de los polos y escribí sobre el pecho:
Cuarentena, día 25: Hoy hizo erupción el volcán Anak Krakatoa. Con el plumón rojo
dibujé el volcán y la lava. Como pensé que era una noticia terrible, cogí otro plumón
y escribí más abajo Día 26: Hoy vi Tiempos Modernos de Charles Chaplin y lloré
como weón. Lo demás ha sido cuestión de ir recordando. Día 4: Nicole logró
regresar a Arequipa camuflada en un camión de frijoles, le di mis cuentos de Bryce
para el camino y una postal incompleta para llenarla cuando volvamos a vernos.
Día 12: Avistamiento de delfines en el litoral. Día 9: Descubrí que tenía 120 soles
ahorrados en monedas y fui al mercado por alimentos. Día 23: Aprendí a cocinar
olluquitos. Día 20: El remix Contigo Perú, Contigo aprendí y Resistiré ya me tiene
loco. Día 10: Insomnio. Día 17: Primera chupeta virtual con mis amigos. Día 3:
Empecé a leer El Quijote, si no es ahora ¿cuándo? Día 17: Me he vuelto un adicto al
Scrabble Online. Día 24: Vizcarra anuncia que no nos esperen en abril. Día 28: Murió
el tío de un amigo cercano sin que nadie pudiera ir a despedirlo. Etc. etc. etc. He
dejado los plumones y el polo a la mano para seguir llenándolo como un diario. A
veces me imagino en el futuro usando esa huachafa camiseta por la calle. No me
va a importar. Si salgo de esta, tendré muchos menos reparos para ser feliz con
cualquier pendejada. Imagino que alguien -detenido junto a mí en un semáforo- la
mira de reojo y lee sobre mi omóplato izquierdo: Día 1: Hoy vi el mar por última
vez. Día 45: Se me acabaron las latas de atún. Tal vez al leer eso recordará también
cómo pasó la cuarentena. Quién lo acompañaba. Qué cocinaba por las tardes. A qué
tuvo que renunciar. A qué amigos no volvió a ver. Qué aprendió de todo eso. Y
cuando la luz cambie a verde y estemos a punto de volver a ser dos desconocidos
en la ciudad, leerá sobre mi omóplato derecho la frase que también algún día
escribiremos sobre esta historia: Día X: Hoy encontraron la cura.
El pote de café
Son las 7:59 de la noche cuando empiezan a escucharse en mi calle los primeros
acordes de “Contigo Perú”. No sé cuál de mis vecinos es el dueño de los alto-
parlantes. Tienen buena definición y alcance. A veces estiro el pescuezo e intento
rastrear el sonido del cajón, la voz del Zambo Cavero, la guitarra de Óscar Avilés.
Parece que es en la otra cuadra, por donde venden alitas bróster. De todas formas,
no importa mucho de dónde viene la alegría cuando es contagiosa como un virus.
La gente empieza a asomarse a las ventanas, se encienden las luces, nos miramos
las cabezas despeinadas. Van 8 días de cuarentena y contando. Cada vez son menos
los que se asoman a aplaudir. Todavía menos los que se animan a cantar. Esta
noche yo estoy leyendo echado en el mueble de mi sala y decido que ya basta. Que
ya no quiero asomarme. Que prefiero seguir leyendo. Me paro a bajar las persianas
y entonces lo veo. Está justo en el edificio del frente. Es un niño pequeño, mirando
la calle desde su balcón. Está solo. Sus papás no han salido esta noche con él.
Supongo que, al igual que yo, ya se aburrieron del protocolo y están adentro viendo
una peli. No es un niño tan chiquito, tiene 7 u 8 años, es probable que ya entienda
que algo grave está pasando. No aplaude, se sostiene con ambas manos de la
baranda y observa. Tiene una expresión de incertidumbre, como una euforia con
el freno puesto. Voltea la cabeza hacia ambos lados de la calle y finalmente su
mirada se cruza con la mía. Yo tengo en las manos el cordel de la persiana que está
lista para caer y devolverme a mi libro de Arthur C. Clarke. En la historia que he
dejado a medias, un astronauta estudia -en un planeta lejano- los restos de una
civilización aniquilada en unos segundos por una supernova. El astronauta
descubre sobrecogido, así como yo también lo comprendí alguna vez, lo minúsculos
y volátiles que somos dentro del Cosmos. Podemos desaparecer en un segundo,
como las pelusas de un diente de león. Ya le ha pasado a otras especies ¿Por qué
no podría pasarnos a nosotros? Algún día ese niño estudiará, leerá, se hará
preguntas y -si no se vuelve un lector de Coelho y se compra eso de que el Universo
conspira a nuestro favor- también lo descubrirá y perderá sus certezas. Tal vez
dejará también de tener ganas de aplaudir. Pero eso no va a suceder esta noche.
Nadie debería descubrirlo a los 7 años. Así que enrollo mi mano en el cordel y tiro
con fuerza hacia abajo. La persiana sube, abro toda la ventana y mis manos corren
una hacia la otra repetidas veces. El niño se anima y también empieza a chocar sus
pequeñas palmas. Nos quedamos ahí un rato, mirando la calle, la ciudad, el mundo
que compartimos. Al rato ambos nos giramos y volvemos a casa, un poco menos
minúsculos, un poco menos volátiles.
Verde como la esperanza
Ayer mi vecina del depa de al lado me tocó la puerta. Dijo que por la ventana le
había llegado el olor de mi hierba. Me preguntó si no tendría un poco para venderle
porque se le había acabado. Fui al cuarto a traer mi pote de vidrio y se lo enseñé.
No quedaba ni para medio porro, pero igual saqué la mitad y se la di. Esta mañana
me tocó la puerta. Traía -en una tapita de Nescafé- 5 moños como el que yo le había
regalado ayer. Son para ti, dijo. Y se fue sonriendo. He recuperado la fe en la
humanidad. Creo que sí vamos a sobrevivir al Coronavirus.
Dos soles de culantro
1
Pocos días antes de la cuarentena, una tarde como esta, me fui al Olivar a escribir. No pude hacerlo porque
un viejito se sentó junto a mí y me hizo conversación durante dos horas. Decidí entonces que esa sería la
historia que contaría. Lo intenté, pero no lo conseguí. Era una historia sencilla sobre ir al parque y conversar
con un extraño, tal vez por eso no encontraba un conflicto decente, el corazón que le diera vida al relato. Sin
embargo, ahora que ir a pasear al parque y conversar con otro ser humano son lujos que no podemos
permitirnos, he podido sentarme y terminarla. No sé si bien o mal. Hay cosas como ir al parque, mirar a los
peces o conversar con un desconocido, que solo nos revelan su magia cuando nos vemos privados de ellas.
se desploma en el extremo libre del banquito. Como decía Ribeyro “A mí los
tullidos, los tarados, los pordioseros y los parias. Ellos vienen naturalmente a mí
sin que tenga necesidad de convocarlos”. El abuelo huele a chivo y lo primero que
hace es estirar la antena de su maltrecha radio y sintonizar una emisora de boleros.
Está sonando “Mi viejo”, la hermosa y tristísima canción de Piero. Lo malo es que
no la está cantando Piero sino un mexicano que no logro reconocer. Imagino que
el tío está pensando algo así: Este chibolo weón, qué chucha va a saber de buena
música, ahora solo escuchan la tusa, la tusa. Ya alguna vez me metí en problemas
por una situación parecida. Viajaba de Sullana a Talara en un EPPO. En el asiento
de al lado un señor llenaba un crucigrama. Lo tenía bastante avanzado, pero no
lograba completar las casillas que salían de una extraña fotografía: un tipo con cara
de extraterrestre. Era David Bowie en su versión de Ziggy Stardust y las arañas de
Marte. Volteé a mirarlo y supe que el tío no la iba a chuntar. No pude contenerme.
-Es David Bowie -le dije señalando la foto– un músico inglés-. Con ese alarde de
sabiduría pop empeñé la tranquilidad del resto de mi viaje interprovincial. Después
de rellenar las casillas, el señor quiso saber el apellido de mi familia, a qué me
dedicaba y cómo se llamaba mi abuela. Conversamos el resto del camino y para
cuando estábamos por llegar al terminal, ya casi habíamos firmado un contrato
para que fuera mi representante literario en Talara y Negritos. Debí haber
aprendido la lección aquella vez. Debí haberme quedado callado. Pero esta vez
tampoco puedo contenerme: - ¿De quién es esa versión de Mi viejo? Me escucho
preguntar. Como si hubiera estado esperando la bola para batearla, el viejo
contesta: -Ahhh, es Vicente Fernández. - ¿Pero la original no es de Piero? repregunto.
- ¿Quién? Vicente Fernández la cantaba con su hijo en una película, Mi querido viejo,
buena película, carajo, ahora solo pasan cojudeces. Googleo el título. La peli es de
1991. La canción de Piero es del ‘75. Pero no digo nada. Una quinceañera gordita
en un vestido de fiesta morado se sube al puente de madera. Va escoltada por su
familia y un par de fotógrafos que le hacen tomas desde la orilla. Sonríe nerviosa
y se asoma al estanque. Sus ojos buscan algo, acaso la misma tortuga que
perseguían los niños hace un rato. Pero la tortuga y la infancia se le han escapado.
-Es sencillo ser feliz -dice de pronto el viejo mirando a la quinceañera y haciendo
una panorámica de todo el parque -no sé por qué los políticos se meten en tantas
huevadas, mira tú… Humala, preso; Keiko, presa; PPK, encerrado en su casa con
prisión domiciliaria; Alan, muerto con un balazo en el cabeza. ¡Y todo por qué? Por
unos millones. ¿Quién tiene vida para gastarse 100 millones? ¡100 millones! Hay que
ser abusivo. O como me decía mi hermano: “Cajón con G” Jeje “Eres un cajón con G”,
me decía él. Mira que venir a este parque es gratis, caminar es gratis, conversar es
gratis. Y cuando quiero bailar con mi germita, nos vamos al club Apurímac en la
cuadra 2 de la Brasil, nos pedimos una jalea entre los dos, bien servida, carajo, y
bailamos toda la tarde. ¿Tú eres casado? ¿Ah?,¿no? Cuidado, ah, ya sabes que soltero
maduro, jeje… Ah, tienes novia. Hay que escoger bien. De todas las germas que tuve
en mi vida una era alcohólica y drogadicta. ¿Tú no eres drogadicto?, ¿no? Ah ya,
parece nomás. Ella fue la que me regaló esta radio portátil. Yo le regalaba libros de
Vargas Llosa, de poesía, de Agatha Christie, de Corín Tellado. Pero a ella lo que más
le gustaba era cachar, carajo. Era como esa rubia de la película… ¿Cómo se llama
esa de la chica que amarra al policía a la cama? ¡Esa! Claro, con Michael Douglas.
¿Él también se murió, ¿verdad? -No -le digo- se acaba de morir su papá, Kirk Douglas,
a los 103 años. Michael está, tío, pero todavía actúa. - ¿Ah sí? -Sí, tiene una serie sobre
dos viejos amigos que se ayudan a lidiar con la decrepitud, debería verla. -Ah no,
carajo, yo no soy de tomar esas pastillas que toman ahora ¿cómo se llaman? Sí, las
azulitas. A mis 80 años todavía tengo balas en el revólver. Aunque la verdad es que
ahora prefiero bailar o estar con mis nietos. Oye, tú traes tu computadora para
trabajar aquí que es más tranquilo, ¿no? Ah, para escribir. ¿Eres escritor? Cómo es
la tecnología, yo también tengo mi computadora para hablar con mi hija que vive en
el extranjero. ¿Sabes que ahora existe hasta un aparato para hacer limonada? Mira,
tú metes el limón partido por la mitad y luego solo tienes que apretarlo. También
hay para naranjas. -Tío, no sea pendejo, el exprimidor debe ser más viejo que Kirk
Douglas, le digo. -Ah, bueno, es que la manía de exprimir es vieja, pues. La vida te
exprime, los políticos nos exprimen. Hasta nuestros futbolistas se consiguen unas
potonas que les exprimen el pájaro y luego ya no saben ni dónde queda el arco jeje.
Otras épocas eran las de Cubillas, Chumpitaz, Sotil, Cachito Ramírez. Aunque el Cholo
Sotil también ganó más plata que político. Se fue a jugar al Barcelona y se compró
un Ferrari amarillo. Al final todo lo perdió. Facilito se va la plata. ¿Sabes cómo se
llamaba antes el Sporting Cristal? Sporting Tabaco, porque era de los trabajadores
de la compañía tabacalera que estaba en el Rímac. Recién a mediados de los 50 lo
compró la Backus y se pasó a llamar Sporting Cristal. ¿Sabes a quién eliminamos en
el 70? A Argentina, con 2 goles de Cachito Ramírez. Ah, no te gusta mucho el fútbol.
¿Qué te gusta, pues? -Contar historias. “Vivir para contarla”, como decía Vargas
Llosa. ¿Ah, no fue Vargas Llosa? No jodas. Bueno, tú eres el que sabe. Yo también leía
bastante, ya te digo que tenía libros hasta para regalar, pero ahora lo que más me
gusta es la música, por eso llevo siempre mi radio portátil. Ya está viejita, pero me
ha durado bastante. ¿Qué habrá sido de esa fulana? Dice de pronto como quien
lanza una piedra al estanque de la memoria. Luego se queda mirando las ondas en
el agua, los peces anaranjados, los niños que siguen corriendo y las nuevas
quinceañeras que vienen a sacarse fotos al puentecito. Al rato saca del bolsillo un
saquito de franela, apaga su radio y comienza a guardarla en ese estuche. Parece
que se dispone a partir. -Creo que ya me acordé de Piero -dice mientras se levanta
del banquito y reúne sus cosas -era argentino, ¿no? Él cantaba Mi viejo, sí, ya me
acordé, antigua es esa canción, ya debe ser abuelo también. Así es la vida. Un día
eres el hijo y después el viejo de la canción eres tú, carajo. Pero quién nos va a quitar
lo bailado. Ya después uno se muere nomás. Tanta vaina. Lo importante, como decía
mi hermano, es no ser un cajón con G. No te olvides de eso. Ya te dejo para que
escribas. Bien rápido se ha hecho de noche, ¿no? -Sí, le respondo. Pero no sé si
estamos hablando del día o de la vida. Después lo veo irse lento, como perdonando
el viento, cantaba Piero. Antes de alejarse, voltea y me echa una última mirada.
-Oye, si un día cuentas esta historia jeje hazme quedar bien- dice sonriendo
(continúa…)
Si mis amigos del colegio pudieran verme ahora tal vez no hubieran tirado
mi mochila al techo. Si supieran que aquí soy el nuevo Tatán no le hubieran
prendido fuego a mi carpeta.
-Pierre, en tu libro tú les has puesto chapas a todos tus amigos del colegio,
pero dinos cuál era la tuya.
Csmre, me cagan. Ya algunos periodistas me han hecho esa pregunta y siempre la
he esquivado. A ellos no puedo negárselo. Trago saliva. Escuchen, les digo, cuando
era niño yo era bien culón. Risas bajitas. A un pendejo se le ocurrió una palabra.
Una palabra chiquita pero que se me pegó como un herraje a la vaca: Potito. Así
me decían en primaria. Les falta barriga a los conchesumares para carcajearse.
Parece que les hubieran dado la libertad condicional a todos. A la mierda, otra
pregunta.
-Querido Pierre- me dice otro reo. Y esto que dice es lo que me quiebra, lo
que me hace saltar las lágrimas. Pero mejor lo voy a guardar para el final.
Después cae el telón, nos tomamos fotos, les firmo los libros, el rap, los poemas,
los dibujos y ellos vuelven ¿A dónde? ¿A dónde mierda vuelven?
Antes de salir del Penal me dicen que tienen que pedirme algo, que si no
acepto no hay problema, pero les alegraría mucho que aceptara.
- ¿De promo? ¿Estudian acá dentro? -Claro, me dicen, y este año acabamos la
secundaria - ¿Aceptas?
***
Estos presos del Penal Sarita Colonia no se van a fugar. No van a atravesar
estas rejas con un alicate sino con su diploma de secundaria y las ganas de no
volver a entrar. Me pregunto qué siente un exconvicto cuando ve por última vez el
penal desde la calle. Esa sonrisa. Ese calor del sol en la mollera. El sol debe calentar
diferente afuera. Tal vez sienten un poco de miedo también. A algunos los espera
un chibolito, a otros una esposa o una madre que ya no tendrá que hacer cola
frente al penal para llevarles bolsas de Cuates y Cheetos.
También los espera Lima por supuesto. “Porque en todo Lima está la
tentación que te devora -escribió Oswaldo en Los inocentes- Y el dinero. Sobre todo,
el dinero, que hay que conseguirlo como sea”.
Me despido de mis amigos del Sarita Colonia. La próxima vez que los vea tal vez
nos crucemos en la calle. Antes esa posibilidad me hubiese aterrado. Ahora pienso
que es bueno que los hombres nunca pierdan la oportunidad de redimirse.
La frase me tira 10 años atrás. Estoy junto a Oswaldo Reynoso en una casona
de Barranco. Vamos a presentar mi primer libro de cuentos. Mi papá y mi mamá
han venido desde Piura. También están todos mis amigos. Y cuando Oswaldo recibe
el micrófono dice esto: Hay una diferencia entre hacer reír a alguien y hacerlo
sonreír. Lo primero es fácil. Luego toma mi libro y sonríe. A mi mamá le brillan los
ojos.
Casi llego a casa. Camino por mi cuadra moviendo los dedos sobre un
teclado imaginario. ¿Cómo voy a empezar a contar esta historia? ¿Cuál es la parte
importante? Recuerdo los gatos del penal, las bolsas de cuates esperando bajo el
sol, las rejas, los guardias, la humeante olla de comida en el patio. Pero sobre todo
recuerdo sus caras divertidas, los dibujos que habían hecho, ese instante de la obra
teatral en que volvieron a ser chibolos y se lanzaron bolas de papel como
verdaderos colegiales, esa pintura sobre una tablita de madera que me regaló uno
de ellos diciéndome: “dile a tu editor que si quiere la use de portada para cuando
reediten tu libro”. Recuerdo la graduación de esa mañana cuando les cambié de
lado la borla en su birrete y me preguntaron si alguna vez iba a escribir algo sobre
ellos.
Algunos poetas escriben, como decía César Calvo, “para que los hermanos
como Ángel Avendaño no sientan tanto frío en las prisiones, y para que el general
Velasco lea estas líneas y sepa que Avendaño sigue preso por orden de una culebra
disfrazada”. Hay otros escritores, como Manuel Puig en El beso de la mujer araña,
que con la historia de dos presos que traban amistad contándose las películas que
vieron alguna vez convierte una celda en un cine. Otros como José María Arguedas
o Reinaldo Arenas que con El sexto y Antes que anochezca pueden hacer que te dé
miedo pisar un Penal. Hay otros más fatalistas que pueden hacerte sentir que el
mundo entero es una gran cárcel y otros que, al contrario, parecen revelarnos que
el alma humana puede ser libre incluso estando encadenada.
Y al final de esta larga cola estoy yo con mis cuentos en las manos. Pensando
que de todos aquellos momentos en que sentí que mi vocación de escritor se
confirmaba, como cuando le pude contar a mi papá que había ganado el Copé o
cuando vi a un niño leyendo mi libro en la banquita de un centro comercial, o
cuando al escribir una historia pude convertir un recuerdo triste en algo feliz,
nunca había sentido tan claramente el sentido de mis mañanas frente al teclado
hasta que un preso del Sarita Colonia me dijo que lo había hecho sonreír.
Las fotocopias
Durante todo el día de ayer –mi hermoso primer día de vacaciones- recibí
notificaciones de mis queridos exalumnos que me etiquetaban, cagaos de risa, en
una noticia que dice así:
¡Profeee, su caso! me dicen los conchesumares xD. Las primeras dos veces
que lo vi me dio risa. A la tercera ya me reía, pero de costado como Terminator.
Ahora ya estoy como Kathy Bates sacando el martillo en Misery. Y les voy a explicar
por qué.
Imaginen esto -mis pequeños emisarios del Armagedón-. En mi cuarto hay un
closet. En ese closet hay un cajón. Y en ese cajón hay una copia de todos los cuentos
que alguna vez me emocionaron desde que tenía 17 años. Es el Anthology de 22
años de lecturas. Ahí están Un día perfecto para el pez plátano de Salinger, De qué
hablamos cuando hablamos de amor de Carver, La venganza de los malditos de
Bukowski, El Ojo Silva de Roberto Bolaño, El muchacho que predecía los terremotos
de Margaret St. Clair, Romper el cerdito de Keret, Papá Noél duerme en casa de
Samanta Schweblin, Maleficio de Marguerite Yourcenar, Gato bajo la lluvia de
Hemingway, Por las azoteas de Ribeyro. Y también hay cómics: Mafalda, Boogie el
aceitoso, Inodoro Pereyra, PowerPaola, Persépolis, Maus. Cada mañana, antes de ir
a clase, abro ese cajón y me pongo a pensar: ¿Qué les llevaré hoy a estos
velociraptores urbanos para que se emocionen y no me hagan rabiar?
No solo lo hago por ustedes, claro. Lo hago por mí. No saben lo divertido
que es ver la cara de alguien que está leyendo POR PRIMERA VEZ: Dejar a Matilde
de Alberto Moravia, El lago de Bradbury o El amor es ciego de Boris Vian. Ese
maravilloso momento en que llegas a la línea final de “Con Jimmy en Paracas” y el
papá pregunta: Manolo ¿qué quiere decir “bungalow” en castellano? ¡Cuántas veces
el cuento que quiero leerles no está en internet! Y tengo que apretujar mis amados
libros en el scanner. Abrirlos en dos como se abre de patas Van Damme en
Kickboxer, con el riesgo de que se deshojen y mueran, tal como le pasó a mi vieja
edición de Lima en Rock autografiada por el propio Oswaldo. Pero lo hice. Y lo hice
feliz, para que ustedes conocieran a Cara de Ángel, al Príncipe, al Rosquita.
Recuerdo que incluso lo scaneé a colores para que pudieran ver cómo ese libro de
hojas amarillas fue escrito sin miedo en la década del 60, cuando ni sus viejos
habían aprendido a pajearse.
Después me voy al instituto con una hora de anticipación (una hora que
nadie me paga), hago la fila en la fotocopiadora (la fila que ustedes no harán),
espero, ayudo a engrapar, pago, y camino hacia el salón con un kilo de fotocopias
en la mano. Luego debo pasar como un cobrador de combi entre sus asientos,
esperar como pendejo a que saquen su billetera de Pucca, y cobrarles lo mismo
que yo acabo de pagar por las copias. Si alguna vez les cobré 1 sol por una separata
que valía 0.90 lo hice para no llenarme de céntimos, lo mismo que cuando me
costaban 1.20 y redondeaba para abajo. Eso sin contar que usualmente saco 30
copias y solo van 20 alumnos así que me regreso a casa con los tamales fríos sin
vender.
Que alguien crea que un profe puede viajar a Cancún con el dinero de las
copias solo confirma que los Comunicadores realmente son unas bestias en
matemáticas y deberían suicidarse pronto.
De todas formas, según la noticia, los papás del colegio han exigido que se
haga una investigación al profesor. Y yo pienso: ¿Quién es esta gente loca que
reclama por un sol de cultura y no por los mil dólares que paga por un celular
nuevo que dentro de un año será obsoleto?
Ser su profe es una de las cosas más bonitas que me pasó en la vida. La
verdad, es tan paja que lo haría gratis, así como gratis he escrito cuentos durante
23 años. Pero cuántas veces se me ha roto el corazón al salir del salón y ver una
separata abandonada sobre una carpeta. La veo ahí tirada y me pregunto ¿No
tendrán una novia o una mamá a la que regalarle esos cuentos? ¿No querrán leer
esas historias nunca más? Luego la recojo y me la llevo, se la doy al señor de la
limpieza o a la chica de las fotocopiadoras a quien a veces descubro espiando la
separata.
No sé qué hacen con las separatas al final del ciclo. Imagino que algunos de
ustedes las guardan con cariño o se las han regalado a un amigo. También sé que
realmente no creen que los saqueo con las copias. Si me gustara el dinero no sería
escritor ni mucho menos profe, dos de los trabajos peor pagados en el Perú. Si les
conté toda esta historia, tampoco lo hice para reivindicarme. Sé que me quieren y
que les gusta joderme. Siempre he sentido su cariño, tanto cuando me regalan un
libro al final del ciclo como cuando me etiquetan en un meme.
Lo hice para que recuerden que, así como se pueden compartir memes
también se pueden compartir cuentos, poemas y cómics. Y el día que lo hagan, van
a formar parte de una de las costumbres más viejas de la humanidad: la de pasar
historias de boca en boca, de mano en mano y -ahora con internet- de post en post.
Dicen que ahora la gente ya no conoce ni a sus vecinos. Pero esas son mentiras del
capitalismo para vendernos porteros eléctricos y drones asesinos. En mi edificio al
menos, nos conocemos bien. Y no es porque seamos locashos barranquinashos que
se juntan en la bioferia del domingo a intercambiar recetas de quinoto. Es por algo
tan sencillo como esto: la ventana de nuestros baños da a un tragaluz común que
nos une a todos en un cague colectivo. Se oye todo. De modo que si a veces olvido
el celular cuando ya tengo las nalgas puestas sobre el inodoro, puedo entretenerme
escuchando esas conversaciones, que son como mi facebook vecinal. Y no es poca
cosa, eh. Por ese tragaluz me enteré que venía de nuevo Kevin Johansen, que
Vizcarra cerraba el Congreso (de la alegría hasta se me relajaron las tripas) y que
Jennifer Aniston se había abierto un instagram y la red había colapsado. Como ese
día sí tenía mi celular en la mano, le di follow al toque. Rachel siempre fue mi
favorita. Lo único que falta para que todo sea perfecto es un sistema de botones
que te permita sintonizar a tu vecino predilecto: el músico, el analista político, la
chismosa. A los que yo más nítidamente oigo es a los nuevos del piso de abajo, una
pareja de jóvenes latinoamericanos que acaba de mudarse. Por las voces, me
parece que él es argentino y ella colombiana. Son re-divertidos. Hace poco estaba
rasurándome con la puerta del baño abierta. Nicole leía echada en el mueble de la
sala. De pronto los escuché conversar. Con la mano izquierda le hice una seña a
Nicole para que se acercara de puntillas -¿Pero no la has visto, loca? preguntó el
argentino. -¡Tenés que verla! Estaban hablando de una película. -¡Se te va a parar el
clítoris! le dijo. Ella soltó una risita. -¿De qué trata, amor? preguntó interesada.
-Mira che, no te la voy a spoilear, pero hay una frase, una frase que dice la mujer de
la peli. Es tan brutal que le destruye la vida a su ex con dos palabras. ¡Te digo que se
te va a parar el clítoris! A este punto de la conversación lo único que Nicole y yo
esperábamos era que el argentino soltara el jodido título de la película. Nosotros
también queríamos que se nos parase el clítoris. -¡El velo pintado! Dijo él
finalmente. Ni yo ni Nicole la conocíamos. Pero como justo ese día teníamos
pensado ir al Centro, pasamos por el Pasaje 18 de Polvos Azules para comprarla en
el stand de la Holy. Esa noche la vimos. Estuvo buena, aunque tampoco tanto. Le
dimos 3.6/5 en el nuevo ranking de clítoris erectos. Tal vez mis vecinos tengan
mayor facilidad para el orgasmo cinematográfico. Porque bueno, todavía no les
conté esto, pero es que además de cinéfilos, son recontra cacheros. Y performáticos
además. Les gusta coger bajo la fresca cascada de la ducha. De modo que de cuando
en cuando los oímos a través del tragaluz. A mí me parece sano que la gente cache
y que haga ruido si quiere. Pero a mis vecinos no les hizo mucho chiste. Mandaron
un email a la Junta de Vecinos pidiendo mesura con los "ruidos molestos" a mitad
del día. Decía Ribeyro que las únicas veces en que la desnudez de los animales nos
molesta es cuando sus actos se asemejan a los nuestros, por ejemplo cuando hacen
el amor.
Tal vez escuchar a una joven pareja culear a mitad del día, les recordó lo
poco que ellos lo hacen ahora, que ya se les está gastando la pilita erótica del amor.
Me dio vergüenza ajena aquel email. ¿Cómo le vas a explicar a un par de jóvenes y
candentes latinos que no pueden coger cuando se les antoja? A la mañana siguiente
el argentino respondió gramputeando respetuosamente a todo la Junta. Dijo que
no entendía por qué en el Perú la gente no se ocupaba de sus asuntos y dejaba al
resto en paz. -¡Nunca he inclumplido una norma! Dijo, -solo quiero vivir mi vida, y
lo mismo deberían hacer ustedes. Puta, yo terminé de leer su correo y me puse a
aplaudir. Me paré de mi silla y me paseé por todo mi depa levantando los brazos y
diciendo: bieeeen, csmre, bien, carajo. La vaina es que de todas formas los ruidos
eróticos cesaron, y de paso las recomendaciones cinematográficas. Tal vez a ella sí
le dio un poco de pudor aquel infame correo. Imagino que ahora ya solo cogen en
su cama y con las cortinas cerradas, como cualquier par de aburridos limeños. A
veces por las mañanas mientras me rasuro o me echo una cagadita, me asomo al
tragaluz y los extraño en silencio. Ellos nos recordaban a todos ese par de cosas
que compartimos las personas felices: cachar y ver películas. Dos viejas costumbres
que hacen que de vez en cuando se nos pare el clítoris. Y que dejemos de joder
tanto a los demás.
La maravillosa historia de Canchita
y Roberta Planta
Tengo un amigo que tiene la cabeza como una olla de popcorn recién hecho. Le
decimos Canchita. Si viviéramos en Brasil le diríamos Pipoca y Cabeza’e’cotufas si
fuésemos chamos venezolanos. También podríamos haberle puesto Pochoclo,
Poporopo, Poporocho o Pororó, porque el maíz reventado a fuerza de calor es uno
de esos productos mágicos que cada pueblo americano quiso renombrar a su
manera. Pero como nosotros nacimos en Perú, le pusimos Canchita, que suena más
cariñoso y le hace justicia. Porque la verdad es que Canchita se hace querer, es un
buen muchacho, esmirriado como una lagartija del desierto, solo come hojas de
lechuga, recorre Lima en bicicleta y siempre te sonríe, si no con la boca, con el
alma. Me hace recordar eso que dijo el negro Fontanarrosa cuando le preguntaron
qué soñaba para su hijo: “Que sus amigos sonrían al verlo llegar” dijo. La huevada
es que Canchita, además de tener el corazón noble y la cabellera como una olla de
maíz reventado, también tiene el cerebro en pleno proceso de combustión, por
toda la hierba que se fuma. Una vez, en medio de una fiesta en mi casa, desapareció
y al rato lo encontré en mi cuarto a oscuras. Estaba sentado en el vértice que
formaban las dos mamparas y miraba desde el piso 11 hacia la noche de Lima.
Edificios luminosos y carros que atravesaban la Vía Expresa a todo dar. -¿Qué haces,
Canchita? Le pregunté. -Estoy manejando tu edificio por el espacio sideral, me dijo.
Su tórax se mecía suavemente y sus manos se aferraban a un timón imaginario.
Viéndolo yo también empecé a sentir que mi departamentito de Diez Canseco era
el Halcón Milenario, así que me fui del cuarto. Si uno se queda mucho rato junto a
Canchita termina por contagiarte la ingravidez. Conversar con él es como tener un
ácido en la lengua. Eventualmente todo empieza a ponerse extraño y maravilloso.
Y hacía tiempo que yo no veía a Canchita. (Qué loco, escribí "Canchita" y el
Facebook me sugirió que etiquetara su nombre real. ¿Cómo sabe Facebook que es
a él a quien me refiero?) Bueno, la vaina es que he pasado meses sin verlo y de
pronto me suena el teléfono. Es él. -Aló, Pierre, estás en tu jato? Csm. Me cuenta
que está en Barranco, a un par de cuadras de mi nuevo hogar porque acaba de salir
de un Taller. -¿Un taller de qué? Acá en Barranco solo puede ser una de esas
pendejadas para estafar tías recién divorciadas: Taller para alinear los chakras,
Taller para bailar como la Rosalía, Taller para dibujar como Cherman, Taller para
decirle a tus amigas que eres escritora. Pero no, no es nada de eso. –Es un Taller
para el Autocultivo de Cannabis. Porque Canchita será pastrulo, pero también
emprendedor. O sea que prende y emprende. –Solo que hay un problema, me dice.
-¿Qué pasa? -No puedo llevarme las plantas hasta mi jato pe’. Canchita vive del otro
lado del Rímac.
-Se van a maltratar con el viaje en combi ¿Puedes cuidármelas tú? Y aquí
entra el segundo CSM de la historia. -Ven, le digo, -ven y acá vemos. A los 5 minutos
llega Cancha con una gran sonrisa y 2 vasitos de tecnopor llenos de tierra húmeda.
Un minúsculo brotecito verde asoma de cada vaso. Parece el niño que vuelve del
Nido con su embrión de tomate recién germinado y se lo da a su mamá para que
lo ponga junto a la ventana. –Siéntate, le digo. Le preparo un té de manzanilla y
mientras tanto Canchita me explica cada cuánto hay que echarles agua (reposada
previamente 24 horas) y cuánta luz debe caerle a los vasitos.
-Si puedes, les pones música de Air Supply para que se relajen. Adopción
responsable pe’. -Mira, aquí las voy a poner, le digo y coloco los vasitos en la
banquita de madera junto a la ventana. -Aquí van a estar contentas. Canchita me
abraza y se va. Quién sabe cuándo volveré a ver a mi amigo. Al día siguiente
despierto y me asomo a verlas. Bienvenidas a mi hogar, les digo antes de sentarme
a escribir. Y desde entonces, cada dos días les echo un chorrito de agua reposada.
A veces saco la guitarra y les canto canciones dulces como Puff the magic dragon
o Bird on the wire. Realmente quiero que sobrevivan porque esta es la 3ra vez que
tengo cannabis a mi cuidado y siempre he fracasado. La primera vez que lo intenté
tenía 20 años. Vivía solo en mi cuartito de estudiante universitario y acababa de
perder a mi primer amor. ¿Qué mejor momento para dedicarme a la horticultura?
Puse la maceta en la cornisa de la ventana y le tiré las pepas que había guardado
de mi primera vez. Y empezó a crecer, maravillosa gobernaba los altos cielos de
Los Álamos de Monterrico. Al poco tiempo una paloma puso sus huevitos encima
de los brotes y después apoyó su emplumado culo encima de la maceta. Shuu
Shuuu, palomitaa ¿Pero con qué cara podía desalojar a una futura madre en
nombre del tetrahidracanabinol? La dejé nomás y me resigné, no sin cierta alegría,
porque en esa época ya había yo empezado a comprender que me estaba
convirtiendo en uno de esos hombres que cuando siembran marihuana cosechan
pichones de paloma. Una amiga le apodó La paloma CEDRO en honor a su lucha
contra la drogadicción y ahí quedó la historia. La segunda vez que lo intenté, años
después, realmente lo intenté. Tenía unas pepas maravillosas porque entonces ya
mi empleo me daba para sacar producto de calidad. Nada de roja ni ponzoña. Puro
scan scannercaligrafilisticopialidoso. Fui hasta SODIMAC y compré una jardinera
de 60 cm, tierra preparada, pulverizador de agua y toda la vaina. Entonces me ganó
la soberbia. Todo orgulloso puse la jardinera en el pasadizo de la quinta como una
vieja que saca sus helechos para poner piconas a las vecinas. La vaina es que no
solo se pusieron piconas sino paranoicas y me las asesinaron. Así que ahora, esta
vez, realmente quiero ver a estas crecer y florecer. Y crecen, causa. Por algo se
llama hierba. Le basta que la dejes tranquila con un poco de agua y luz. Ya lo decía
La Raza: Pongo, pongo, pongo la semillita / Cada día con agua riego la hierbita /
Crece sola y es natural / Por qué chucha me dicen que es ilegal/ Después de dos
meses, una de las plantitas se ha marchitado y ha muerto, pero la otra, su hermana,
alza sus hojas como una alta palmera y le da sombra a mi pequeña pantera de
plástico. Al cabo de 3 meses, le han crecido 4 juegos de ramitas verdes como
jóvenes iguanas. Y entonces, justo entonces, mi viejo me fonea desde Talara y
anuncia que va a venir de visita a Lima. La CSMMM. A ver, mi viejo sabe. Claro que
sabe, porque ha leído mis cuentos. Sobre todo ese que le dediqué y que se llama
“Mi viejo en Facebook y un kilo de mandarinas”. Pero una cosa es que sepa que de
vez en cuando me fumo un troncho (en la inexacta precisión de ese “de vez en
cuando” se apoya nuestro tratado de paz) y otra cosa, es que vea un sembradío de
macoña al llegar al depa de su primogénito. Así que digo: ni cagando, se va a
loquear y va a tirar su calzoncillo al techo, como dice él. Déjala ahí, me dice un
amigo, acaso tu viejo la va a reconocer? Weón, mi viejo es Raúl Castro, ex
presidente de Cuba, me va a estatizar la planta, tssss. Mi viejo ha dicho que llega
el domingo. Así que el sábado por la mañana, un sábado como hoy, decido sacar la
plantita del hogar. Sé a quién se la voy a heredar, por supuesto, tengo –además de
Canchita- decenas de amigos drogadictos a los que quiero mucho. El único
problema es que no sé cómo llevármela. A estas alturas del partido la plantita ya
mide 50 centímetros de alto. No es poca cosa. Además tiene un olor potente y
seductor como el último perfume de Paco Rabanne. Es una misión delicada, como
cuando Miyagi y Daniel San trasplantan el bonsái al acantilado. Si pido un Beat el
taxista va a olerla, se va a paltear y va a desviarse hasta la comisaría más cercana.
Tengo que ir en mi bici, no hay de otra. Con mucho cuidado meto la maceta a un
morral y me lo ato al cogote. Es importante que no se maltrate, que llegue radiante.
Apoyo el morral contra mi pecho, el último brote de hojas asoma fuera y me hace
cosquillas en el cuello. Tranquila, bandida, le digo, vas a estar bien. Put your head
on my shoulder. Bajo por las escaleras para no cruzarme con mis vecinos hipsters,
saco la bici del sótano y salgo pedaleando de Barranco. Nunca hasta ese sábado de
mi puta vida me había dado cuenta de la cantidad de patrulleros y serenazgos que
recorren las calles de Miraflores. Barrio pa’ pendejo este. Me cruzo a una Pati en
Reducto, a dos en Larco y al último serenazgo en el Parque Kennedy. He logrado
sortearlos a todos como en una misión de Grand Theft Auto. Finalmente, la
maravillosa avenida Pardo me protege bajo la fresca sombra de sus ficus. Recuerdo
el nombre de una hermosa película iraní de Abbas Kiarostami: ¿Dónde está la casa
de mi amigo? Y es eso lo que me voy repitiendo mientras pedaleo el resto del
camino. ¿Dónde está la casa de mi amigo? ¿Dónde está la casa de mi amigo? ¿Dónde
está la casa de mi amigo? Mi amigo vive con su novia en el Barrio de Ribeyro, entre
el mar y la Huaca Juliana. Al llegar, ato mi bici a un poste y subo por las escaleras.
Toco el timbre y me abren la puerta. Les he traído un regalo, les digo. Y entonces,
como quien devela un monumento maravilloso, saco la planta del morral. La cara
que ponen es todo mi premio. Es la cara del niño que ve por primera vez un avión
en el aire. O para ser más preciso, la de Leo di Caprio en aquella escena de La playa
cuando se encuentran con el sembradío infinito: “Csmre, eso es lo que yo llamo un
montón de marihuana” Qué Papá Noel ni qué huevada. Esta es la prueba definitiva
de la amistad. -¡Ya se me ocurrió hasta un nombre para ponerle! Me dice mi pata
que además es DJ -En honor al rock la vamos a llamar Roberta Planta. ¡Dámela,
drogadicto! Me dice ella y la coloca junto a una ventana donde tiene al resto de sus
plantitas no alucinógenas. Después nos ponemos a beber y a reír a carcajadas hasta
que cae la noche. Al dormirme, sueño que la planta florece y nos conversa. En mi
sueño la planta tiene la cara de mi pata Canchita que maneja mi edificio por el
espacio sideral. -¿Qué haces, Canchita? Le pregunto. Y entonces Canchita se voltea
hacia mí y me dice -hago que mis amigos sonrían al verme llegar.
Un lenguado de 400 kilos
Oe, ptmre. Uno de mis alumnos de Periodismo, el que está a punto de chorrearse
a la bica como gorda por tobogán, escoge escribir para el trabajo final un PERFIL
sobre su abuelo Gastón: un señor de 82 años que practica el buceo y la caza
submarina. Es una buena historia, pienso mientras leo y mastico mi pan chapla.
Por eso le perdono que me la haya mandado tarde, le perdono que sea un archivo
rtf en vez de un doc (se le ha malogrado la laptop, dice el csm) y le perdono incluso
que los nombres de las playas donde su abuelo pescaba estén escritas en
minúscula: pucusana, punta hermosa, san bartolo.
Conchasumare.
Tal vez es mi culpa por llevarles tanta poesía, pienso. Tal vez la cagué cuando los
mandé a leer a Hemingway. Yo quería que aprendieran de su novelita aquel estilo
duro, ágil y directo como un gancho. Ellos aprendieron que hay peces de 400
kilogramos y que los viejos solitarios pueden pescarlos en los golfos.
Ya no me queda más que jalarlo. Pero entonces recuerdo otra historia, una que me
contó mi mamá. Es de la época en la que era secretaria en Serpetro y su oficina
quedaba cerca al muelle de Talara. A veces los pescadores pasaban por la oficina a
ofrecer pescado y su jefe siempre dejaba indicado que le dejaran uno o dos de la
pesca del día. Cierta mañana el pescador pasó:
—¿Cuánto le dejo?
—¡¿Un parrr? Señora Mirtha, ¿usté sabe de qué porte es un pez espada?
Viajo a Talara para firmar unos documentos. Es un viaje violento, de ida y vuelta.
Porque estamos a mitad de semana y yo debo volver para dictar clases. Llevo 2
polos, 2 pares de medias y 2 boxers en la mochila, pero nunca llego a cambiarme.
Tomar una ducha significa media hora menos para conversar con mi mamá, así
que me la salto. La limpieza puede esperar. Al amanecer me paso el día con mi
viejo corriendo del banco al notario, del notario a la sunarp, de la sunarp al notario
otra vez. Para colmo a las 2pm cierran el puente de Sullana y mi bus de Talara a
Piura es el último que logra cruzarlo a tiempo. Al bajar corriendo del EPPO, escojo
a cualquiera de los mototaxistas que jalan pasajeros en la puerta del terminal.
Tengo 10 minutos para llegar a Cruz del Sur y emprender el regreso a Lima.
Mientras corremos hacia su moto, el tipo me alcanza un casco ¿Un casco? Sí. No
tiene un mototaxi. He contratado una moto lineal. Esto es “Rápidos y Furiosos”
versión Churre, feat. Armonía 10 y Los piuranitos. Cantinerooooo ♫ El casco
además no me entra porque tengo cabeza de rottweiler.
Así que mientras sorteamos a toda velocidad piuranos, piajenos y camiones
cargados de algarrobos yo pienso: Ya me morí, csm. Ahora sí me morí, como diría
Javier Heraud: entre pájaros y árboles. O sea, entre gallinazos y matacojudos.
Mientras veo pasar mi vida entera ante mis ojos y me despido del mundo, recuerdo
uno de los pocos momentos de paz que tuve durante el viaje. Estoy sentado en la
plataforma del BCP de Talara frente a una señorita que me abre una cuenta
corriente. Como el sistema se demora en cargar, yo me distraigo posteando fotos
de pacazos en mi Instagram. Pero cada que levanto la vista de mi cel, encuentro a
la señorita echándome miradas furtivas. - ¿Usted a qué se dedica, joven? Me
pregunta por fin. -Soy profesor, le digo, y también escribo cuentos. -Ahhh yaaa, con
razón tiene esa cara de filósofo. Ohyara ons. Será que no me he bañado, porque yo
con lo único que estoy filosofando es con el cebiche de caballa que mi viejo me va
a invitar donde El Zambón cuando terminemos los trámites. -Gracias, le digo, sin
saber muy bien qué estoy agradeciendo. -Tengo una niña de 4 años, me dice, no sé
qué cuentos comprarle. El otro día le llevé uno de un osito que pasea por el parque
con su abuelo. Cuando acabó me dijo Ya mami, pero ¿qué más? -Nada más, le dije,
porque ahí acababa el cuento.
-Lo que pasa es que algunos editores creen que los niños son huevones y son
más vivos que las arañas. Yo nunca leí un solo libro para niños. Deme un papel. La
señorita me pasa un formulario del banco que ya no sirve y empiezo a anotarle
títulos: Momo de Michael Ende, Matilda de Roald Dahl, El libro de la selva, Las
crónicas de Narnia, tal vez más adelante algo de Verne o de Stephen King, en ayunas
y dosis moderadas. Me siento como un doctor escribiendo una receta.
-Dele esto a su hija, todo va a estar bien. Dieciocho horas después, mi bus
llega al terminal de Javier Prado, 25 minutos antes de mi clase de las 9am en
Miraflores. El taxista que me lleva a ISIL me ve inquieto. - ¿Tienes clase? Pregunta.
-Sí, tengo que dictar en 20 minutos. - ¡Ah, eres el profe! Claro pe. Como ya han pasado
18 horas y más de mil kilómetros desde que me vieron cara de filósofo, este ya me
ve cara de indigente. Por eso no me cree que soy profe. Pero resulta que no solo
soy profe. Conversando descubrimos que soy el profe de su hijo. - ¿Y te hacen sufrir
mucho? Pregunta riendo. -Tienen una ortografía que hace llorar, le digo, pero
siempre es más chévere aguantar a un alumno que a un jefe. -Pucha, me dice, es que
en esta época quién escribe bien. Ya nadie ya. Lo que sí me jode un poco, es que ahora
solo hablan con jergas en inglés, no se les entiende nada. -Señor, sus hijos viven en
una aldea global, para ellos el mundo está a la vuelta de la esquina, decir tweet, chat,
post es como decir camote, perro, chaufa. -No sé, dice, nosotros antes también
hablábamos con jergas, pero decíamos cosas en español. -Señor, no estamos en
Madrid, el español también es un idioma extranjero. Ya cálmese y no sea tan viejo
lesbiano. Ahí en la esquina me deja. Entro corriendo al instituto con mi mochila a
cuestas, marco mi entrada en un aparato que me escanea la mano. Corro al baño a
lavarme la cara y todavía me quedan un par de minutos para comprar un café y un
caprese. Parado frente a mis alumnos me tiemblan las piernas de cansancio, pero
veo sus caras sonrientes como de publicidad de yogurt y recupero el buen humor.
Quisiera explicarles que no he dormido ni me he bañado en 2 días. Que lo único
que quiero es irme a mi cama y morir una semana. Pero entonces pienso en sus
viejos. Ese taxista que ya no entiende el idioma de sus hijos, esa funcionaria del
banco que quiere encontrar un cuento que emocione a su hijita, así como a ella
alguna vez la emocionó un cuento de Hans Christian Andersen o de los hermanos
Grimm. Entonces saco mis plumones y empiezo a anotar algo en la pizarra blanca.
No sé qué es. Estoy tan cansado que realmente no sé ni qué curso dicto. Son
palabras al azar las que escribo. Pero a veces basta con empezar a poner algo.
Luego la historia va saliendo solita.
Selfi
¿Alguna vez se han preguntado por qué los escritores salimos en las fotos con cara
de que estamos frente al puesto de tamales decidiendo si llevamos uno o dos?
Miren a Vallejo nomás. ¿Apagué la terma? ¿Serán los potros de bárbaros Atilas?
¿Seguirá asada Georgette? Les voy a contar el making off destavaina, porque justo
ayer me citan de Planeta para hacerme una sesión. Son fotos para promocionar tu
libro, dicen. Ven a la librería Book Vivant, dicen. A las 11am, dicen.
Así que yo chapo mi bici y voy. Pero antes me baño, me echo Old Spice y
me pongo mi camisa tonera. Diez minutos después, pedaleo por Miraflores más
contento que Carlos Vives en su vídeo, porque justo esa mañana mi libro entra a
imprenta. Además, he salido a doble página en el diario y mi viejo está que compra
todo el tiraje de Perú21 para repartirlo a mi familia en Talara. Y pa concha, en una
semana empiezan mis vacaciones. Ya no se puede más gozadera. Me emociona
además que los de Planeta hayan escogido esa librería, porque justo cuando llego
y dejo mi bici estacionada al frente, recuerdo que ese era el parque al que hace 15
años veníamos con Gonza, Karen, Erika y Bruno en nuestros recreos de la escuelita
de escritura creativa, cuando éramos jóvenes, cuando no habíamos publicado ni
mierda.
Total, que entro a Book Vivant y ahí está Henry esperándome con su cámara.
A ver Pierre, ponte acá, me dice. Siéntate ahí y haz como que miras libros. Dale.
Estoy sentado frente a la sección de autores que comienzan con H, así que
los libros que tengo al frente son de Hornby y de Houellebecq. ¿Cómo chucha se
pronuncia Houellebecq? Recuerdo un meme que decía que hay que pronunciarlo
como si cantaras una canción de Ricky Martin: ♪ Houellebecq, que sin ti la vida se
Esa es la cara con la que salgo en la primera foto que me inmortalizará. Cara
de laconchadetutía. Luego me hacen otras tomas mirando al infinito y avistando
pájaros inexistentes. Otra con cara de que quiero ubicar el nombre de una canción,
pero justo he desinstalado el Shazam. Otra serio, como si acabara de recordar a
todos los amigos que me deben libros. Hasta que Henry sonríe, le pone la tapita al
lente de su cámara y me dice: -Ya estamos, Pierre.
Mientras pedaleo rumbo a casa, me digo: ¿será que una de esas fotos tan
solemnes va a salir en la solapa de mi libro? Estoy seguro de que Henry es un gran
fotógrafo y de que están buenísimas. El problema es que el sujeto retratado no se
va a parecer a mí. Mis amigos van a abrir el libro y van a decir: ¿oe y este concha
desde cuándo se peina? ¿Por qué no sale Boston -borracho y stone-? Así que cuando
un par de minutos después Víctor me llama y me dice ¡Pierre, tenemos que mandar
la portada a imprenta ahoritaaa, pásame la foto! Yo paro la bici en Angamos y le
digo: Puta, Víctor, las de Henry van a demorar así que usa esta que te mando nomás.
—Ah yaaa
Como estoy cerca a Surquillo, decido pasar por una leche de tigre de 5 lucas
en “Al toke pez”. Avanzo entre las combis y recuerdo esas fotos de escritores
hechas por genios del lente como Baldomero Pestana o Daniel Modzinski. Recuerdo
la pintura de Ribeyro hecha por Herman Braun-Vega que aparece en la portada de
Prosas Apátridas. Y pienso en mi foto que dice: Selfi.
Csmre.
Hace unos días leía una entrevista que le hace Fernando Ampuero a Gabriel
García Márquez. Hablan sobre la fama y el Gabo le cuenta que una vez le preguntó
a Fidel qué es lo que más quería en la vida. Y Fidel respondió: "Chico, lo que yo más
quisiera en la vida es poder pararme en una esquina". En ese momento el Gabo se
da cuenta de que es lo mismo que él quiere. Y es lo mismo que yo quiero. Escapar
de la solemnidad.
Ahhh, por supuesto que quiero la fama, pero la quiero para mis cuentos, no
para mi cara o mi nombre. Quiero que mientras mis libros pasan de mano en mano,
yo siga siendo el tipo despeinado que monta bicicleta por Surquillo como Carlos
Vives. Quiero seguir llegando hasta “Al toke pez” donde Toshi, que saltea mariscos
en una gran sartén, me recibe sonriente con un vasito de chicha gratis y a mí -eso-
me parece suficiente recompensa por todas las historias que escribí en la vida.
Pierre Castro Sandoval (Trujillo, Perú 1979)
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