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LIPOVETSKY, GILLES - La Sociedad de La Decepción (1) (OCR) (Por Ganz1912)

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I

1912
Gilíes Lipovetsky

La sociedad
de la decepción
Entrevista con Bertrand Richard

Traducción de AntonioProrrieteo Moya

EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Titulo de la edición original:
La société de déception
© Leí ¿ditions Textuei
Parb, 2006

Ouvragepublié avec le concours du Ministirefranqais


chargé de la ctdture-Centre National du Lime
Publicado con la ayuda del Ministerio francés
de Cultura-Centro Nacional del Libro

Diseño de la colección:
Julio Vivas
Ilustración: foto © DR

Primera edición: mayo 2008

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A , 2008


Pedro de la Creu, 58
08034 Barcelona.

ISBN: 978-84-339-6276-8
Depósito Legal: B. 18504-2008

Printed in Spain

Liberdúplex, S. L, U., cera. BV 2249, lun 7,4 - Polígono Torrentfondo


08791 Sant Lloren^ d’Hortons

h t t p s ://tinyurl.com/y7 9 4dggv
h t t p s ://tinyurl.com/y9malmmm
ganzl912
ÍNDICE

Prefacio, por Bertrand R ichard...................... 9


LA ESPIRAL DE LA D E C E P C IÓ N ...................... 15
Conocemos las «culturas de la vergüen­
za» y las «culturas de la culpa». Pero con
el hedonismo actual, aunado con cierto
«espíritu de la época» hecho de ansiedad
y violencia en las relaciones sociales, se
pone en marcha una auténtica maqui­
naria de la decepción. Los individuos se
ven ante exigencias contradictorias ati­
zadas e histerizadas por el hiperconsu-
mo. En contra de las ideas dominantes,
donde más se nota la decepción es en la
parte de los deseos no materiales. Expli­
caciones.
CONSAGRACIÓN Y DESENCANTO
DEMOCRÁTICOS................................................... 59
Los comportamientos consumistas han
alcanzado la esfera política. Al mismo
tiempo, el éxito de la democracia libe­
ral ha menguado el entusiasmo por
ella. De ahí una pregunta insólita: ¿no
será la democracia un bien de consumo
como cualquier otro? Gilíes Lipovetsky
sondea a la ciudadanía hipermoderna,
que es capaz de combinar el abstencio­
nismo más veleidoso con la indigna­
ción más sincera ante la sospecha de
que se atacan los principios del derecho
y la libertad. Regreso al código genéti­
co de nuestras democracias.

LA ESPERANZA RECUPERADA............................ 99
El pujante movimiento de hiperconsu-
mo que integra y absorbe los deseos
más potentes del género humano tras­
torna todos los puntos de referencia
morales heredados, todavía operativos
hace cincuenta años. De modo que lu­
char frontalmente contra el capitalismo
consumista no parece sólo ineficaz, sino
también ilusorio. Con «pasiones contra
pasiones» conseguiremos mantener ale­
jada la hidra consumista.
ganzl912
PREFACIO

Hubo un tiempo no muy lejano en que el


pesimismo finisecular de un Arthur Schopen-
hauer se expresaba así: «La vida es un péndulo
que oscila entre el sufrimiento y el tedio.» Des
Esseintes, el célebre e inquieto héroe de A rebotín
de Joris-Karl Huysmans, paseaba su languidez en
una época en que el progreso había matado el
sueño, en que la democracia burguesa había so­
cavado la revuelta, en que los jóvenes ávidos de
aventuras llegaban demasiado tarde á un mundo
demasiado viejo. Ya estaba en marcha la decep­
ción para quien se contentaba con tomarse un
vaso de cerveza junto a la Estación del Norte en
vez de hacer un viaje de verdad a Londres, dema­
siado fatigoso. Al caracterizar nuestra sociedad
hipermoderna como «sociedad de la decepción»,
¿está Gilíes Lipovetsky, analista de la hipermo-
dernidad, demostrando algo evidente, algo que

9
tiene ya más de un siglo y. continuadores actua­
les, de Cloran a Houellebecq, representantes de
un mismo malestar?
Evidentemente, el autor de La era d el vacío
no oculta que la decepción es en todo momento
ese no-ser-del-todo, esa insatisfacción existen-
cial que arraiga allí donde hay algo humano.
Pero para añadir enseguida que la decepción
moderna se ha radicalizado y multiplicado a un
nivel desconocido en la historia de Occidente.
¿Por qué? ¿Somos quizá más metafísicos y más
propensos al hastío que nuestros predecesores?
Seguramente no. Más bien es que no vivimos
íntegramente en el mismo mundo. La moda, el
hedonismo, el nomadismo tecnológico y afecti­
vo, el individualismo explorador, sostenidos y
exaltados por el consumo, hilo de Ariadna de los
trabajos de Gilíes Lipovetsky y su cláve para in­
terpretar nuestra modernidad, nos responsabili­
zan de nuestra felicidad de manera creciente y al
mismo tiempo nos someten a unas exigencias
algo dictatoriales que saben vendernos. Cuanto
más dominamos nuestro destino individual, más
posibilidades tenemos de inventar nuestra vida,
más accesible nos parece la armonía y más inso­
portable y frustrante nos parece su terca negativa
a presentarse. Esto es el imperio de la decepción:
esta libertad, vigente en todas las esferas de la vi­
da humana, con fondo de rigor liberal y con la

10
escatología por los suelos. De aquí la «fatiga de
ser uno mismo», las tasas de suicidio en alza, las
depresiones, las adicciones de toda índole... De
esta configuración surge básicamente una ten­
dencia, no tanto al cinismo cuanto a una forma
de pasotismo endurecido y sombrío que nos con­
vierte en los niños mimados de las sociedades de
la abundancia. Con tanto consumir acabaremos
consumiendo también los bienes materiales y es­
pirituales que muchas otras generaciones de seres
humanos se esforzaron por conseguir. Entre el
incesante despilfarro de unos y la tranquila indi­
ferencia a la democracia de otros, ya no seremos
dignos de las conquistas de nuestros predeceso­
res. Pero en Gilíes Lipovetsky no se encontrará
ninguna interpretación moralizante o metafísica
de esta era de la decepción, sino una agude­
za pascaliana para distinguir cuáles son sus com­
petencias, sus ambivalencias y también sus im­
previstos. Es una tentación, sin duda, sentar al
ultraconsumo en el banquillo por esta nuestra
agresiva y decepcionante manera de entender
la oposición clásica entre el materialismo malo y la
salvación por las cosas del alma y el espíritu...
Manera también de eludir el análisis concre­
to de la porción de nuestra época que no es atri-
buible a una sola identidad: pues ¿qué pensar,
dentro de una lógica puramente despectiva de la
modernidad, de la explosión actual del volunta­

11
riado y las asociaciones, por ejemplo? Y lo que
hoy nos decepciona, nos dice Gilíes Lipovetsky,
no son forzosamente los bienes materiales. Un fri­
gorífico no tiene vida y por poco que cumpla su
misión satisfactoriamente seguirá siendo el mis­
mo y no decepcionará. ¿Se, deberá la amargura a
la comparación con las posesiones de otro? Esto
ya no es tan matemático y se puede sentir tanto
placer en comprar un Logan como un exquisito
Jaguar. No, nos decepcionan mucho más los ser­
vicios públicos, los productos culturales —siem­
pre nos «decepciona» tal o cual película, tal o
cual libro-, y los misterios insondables del amor,
de la sexualidad, la intensidad vibratoria de nues­
tras existencias, a menudo obstaculizada. Lo que
nos toca lo más inmaterial, lo más específica­
mente humano, eso es lo que nos hace derramar
lágrimas. ¿Y cómo no sentirnos decepcionados,
heridos, dolidos con nuestras laboriosas demo­
cracias, cuando, pese a tener por «código genéri­
co» los derechos humanos, dejan tantos sufri­
mientos intactos?
Gilíes Lipovetsky navega por este laberinto
guardándose mucho de juzgar. Este pensador atí­
pico, al margen de las guerras de ideas, al que
aburren los sistemas y al que las sutilezas del pen­
samiento puro dejan estupefacto, busca en los
hechos los rasgos elementales de nuestra existen­
cia real. En los últimos años su método ha ad­

12
quirido una innegable sensibilidad a lo que frus­
tra, a lo que malogra, a lo que melancoliza la
vida, y eso que se le venía reprochando que era
un optimista a machamartillo. Es cierto que em­
pezó a escribir, en 1983, con la voluntad de opo­
nerse (para contrarrestarlas) a las escuelas de la
sospecha que estaban en boga cuando estudiaba
filosofía. Es cierto asimismo que este sibarita que
se pasea por las ciudades observando la publicidad,
a las mujeres, las modas, la variedad de compor­
tamientos y placeres de unos y otros, ha pensado
siempre que en nuestras opciones y en nuestros
actos había muchísima más libertad de lo que
querrían reconocer los hermeneutas de la domi­
nación. De todos modos, su trabajo ha consisti­
do siempre en desenterrar los detalles a menudo
contradictorios de nuestras existencias, aunque
sea a costa del aparato teórico, que le trae sin cui­
dado. Y ahí está el hecho de que la era del consu­
mo, del «hiperconsumo», como dice él, ha modi­
ficado nuestra vida infinitamente más que todas
las filosofías del siglo XX juntas. Para bien o para
mal. Para bien porque, según él, en su funciona­
miento ha7 mucho más liberalismo que en todas
las actividades de los movimientos antipublicidad,
7a que, por ejemplo, nos libera de la dictadura
de las marcas organizando el low cost; para mal,
porque I107 todo o casi todo se juzga con esque­
mas que son los del consumo: relación calidad/

13
precio, satisfacción/desagrado, competición/arrin-
conamiento. Y la verdad es que nada de esto nos
hace más felices. Pero como no podrá haber «fin
de la Historia», y para Gilíes Lipovetsky menos
que para los demás, es lícito trabajar para que la
fiebre consumista, los excesos que le son propios,
no sean más que una indisposición pasajera de la
humanidad.
B ertrand R ichard

14
LA ESPIRAL DE LA DECEPCIÓN

Gilíes Lipovetsky, a ju z gar p o r la acogida de


sus obras y a pesar d el título de la prim era, La era
del vacío, p a rece que lo que domina en usted es el
optim ism o. Inclttso se le ha reprochado que no se
interese p o r los problem as d e la vida social actual.
Sin em bargo, en sus dos últimos libros, Los tiem­
pos hipermodernos y La felicidad paradójica, hay
un pesim ism o latente, com o si le inquietase p o r
dónde va el mundo. ¿ Q iiépiensa usted?

Quizá sea útil recordar el contexto intelec­


tual en que escribí La era d el vacío. A fines de los
años setenta y principios de los ochenta, el mar­
xismo estaba en el centro de la palestra intelec­
tual. Los problemas de la «falsa conciencia», la
alienación y la manipulación estaban a la orden
del día. Siguiendo a otros investigadores o coin­
cidiendo con ellos (Louis Dumont, Claude Le-

15 i
fort, Fran^ois Furet, Marcel Gauchet, Luc Ferry,
Alain Renaut), estas recetas me resultaban cada
vez más inútiles para comprender el funciona­
miento de las sociedades desarrolladas. La relec­
tura de Tocqueville desempeñó aquí un papel
crucial, puesto que permitía analizar la sociedad
democrática e individualista como algo más que
un epifenómeno sin consistencia o la expresión
pura de la economía capitalista. Así, siguiendo
este camino, me dediqué a descifrar la nueva con­
figuración de las sociedades democráticas, trans­
formadas en profundidad por lo que llamé «se­
gunda revolución democrática».

Eso iba contra los análisis de Foucault, p ero


también contm los d e los situacionistas, que insis­
tían en la program ación tentacular de los a m p o s y
las ah?ias.

Totalmente. Allí donde estos autores y mu­


chos otros denunciaban, bajo las imposturas de
la democracia liberal, el control totalitario de la
existencia, yo destacaba el nuevo lugar del indivi­
duo-agente, la fuerza autonomizadora subjetiva
impulsada por la segunda modernidad, la del
consumo, el ocio, el bienestar de masas. Ya no
era apropiado interpretar nuestra sociedad como
una máquina de disciplina, de control y de con­
dicionamiento generalizado, mientras la vida pri­

16
vada y pública parecía más libre, más abierta,
más estructurada por las opciones y juicios indi­
viduales. Contra las escuelas de la sospecha, quise
destacar el proceso de liberación del individuo,
en relación con las imposiciones colectivas, que
se concretaba en la liberación sexual, la emanci­
pación de las costumbres, la ruptura del compro­
miso ideológico, la vida «a la carta». El hedonis­
mo de la sociedad de consumo había sacudido
los cimientos del orden autoritario, disciplinario
y moralista: La era d el vacio proponía un esque­
ma interpretativo de esta «corriente de aire fres­
co», de esta «descrispación» -término giscardia-
no-, que se observaba en las formas de vida, en
la educación, en lós papeles sexuales, en la rela­
ción con la política. De ahí la impresión de opti­
mismo que produjo este primer libro, y los que
le siguieron.

En otras palabras, p o r oponerse a las escuelas d e


la sospecha sus lectores pensaron que era usted opti­
mista; algunos dijeron que un defensor dem asiado
ingenuo d e la m odernidad.

Sí. El optimismo que se me atribuyó proce­


día de análisis que rechazaban las cantilenas de la
alienación y el control programado de la vida por
el capitalismo burocrática.

17
¿Fue una impresión falsa?

No, en absoluto. Pero a los lectores un poco


atentos no se les escapó que la revolución indivi-
dual-narcisista no era un fenómeno totalmente
positivo. Si el optimismo a propósito de la aventu­
ra democrática de la libertad era real, no lo era tan­
to en relación con la felicidad de los individuos:
basta leer las ultimas páginas de El im perio de lo efí­
mero para convencerse. Yo me he negado siempre
a la denuncia apocalíptica, es demasiado fácil. Lo
que sean las sociedades democráticas actuales no
justifica, desde mi punto de vista, la demonización
de que son objeto. Yo quiero teorizar una realidad
plural, polidimensional, por lo demás raramente
vivida, por ejemplo por sus detractores profesiona­
les, como un infierno absoluto. Nuestro universo
social nos da derecho a ser a la vez optimistas y pe­
simistas. No hay contradicción: todo depende de
la esfera de la realidad de que se hable.
Así pues, el cambio de acento que señaló us­
ted al principio de la entrevista es real. Se explica
por dos series de fenómenos. En primer lugar,
el entusiasmo liberacionista se ha esfumado: la
emancipación dé los individuos, ya conquistada,
no hace soñar a nadie. Luego tenemos el aire de
la época, caracterizado por la mundialización y la
ideología de la salud; es menos ligero y está cada
vez más cargado de incertidumbre e inseguridad.

18
El hedonismo ha perdido su estilo triunfal: de un
clima progresista hemos pasado a una atmósfera
de ansiedad. Se tenía la sensación de que la exis­
tencia se aligeraba? ahora todo vuelve a crisparse
y a endurecerse, la l es la «felicidad paradójica»: ~
la sociedad del entretenimiento y el bienestar
convive con la intensificación de la dificultad de
vivir y del malestar subjetivo. Conviene recordar
que yo no escribo libros de filosofía pura: yo sólo
quiero explicar las lógicas que orquestan las trans­
formaciones del presente social e histórico desde
una perspectiva a largo plazo. No hay ninguna cul­
tura individualista que sea inmutable, ninguna
soció antropología democrática sin problemas ni
etapas históricas. La época ha cambiado y mis li­
bros acusan este cambio.

Pero ¿se trata sólo de «felicidad paradójica»?


¿No estamos d e p eo r humor? ¿No sentim os una es­
p ecie de decepción perm anente en este m undo m o­
nopolizado p o r el hedonismo d el Homo festivus,
descrito p o r el llorado Philippe M uray?

Con el tema de la decepción pone usted el


dedo en una profunda llaga de la vida en las so­
ciedades actuales. Aprovechando la ocasión; me
gustaría repasar y explorar con usted este «conti­
nente» de nuestro tiempo, tan importante como
insuficientemente analizado.

19
Naturalmente, como muchos otros senti­
mientos, la decepción es una experiencia univer­
sal. Como ser deseante cuya esencia es negar lo
que es -Sartre decía que el hombre” no es lo que
es y es lo que no es-, el hombre es un ser que es-
pera y, por lo mismo, acaba conociendo la~He-
cepción. Deseo y decepción van juntos, y pocas
veces se salva la distancia que hay entre la espera
y lo real, entre el principio del placer y el princi­
pio de realidad. Pero aunque la decepción forma
parte de la condición humana, es preciso obser­
var que la civilización moderna, individualista y
democrádca, le ha dado un peso y un relieve ex­
cepcionales, un área psicológica y social sin pre­
cedentes históricos. Los filósofos pesimistas de
los dos últimos siglos (Schopenhauer, Cioran)
niegan la posibilidad de la felicidad, ya que el
deseo y iá existencia sólo pueden conducir a una
decepción infinita. De Balzac a Stendhal, de Mus-
set a Maupassant, de Flaubert a Céline, de Chéjov
a Proust, los temas del tedio, el resentimiento, la
frustración, la vida malograda, las «ilusiones per­
didas», los sinsabores de la existencia recorren la
literatura moderna. ¿En qué otra época habría
podido escribirse aquella frase inmortal de Ma-
llarmé: «La carne es triste, ay, y ya he leído todos
los libros»? Pero aún hay más: todo indica, inclu­
so más allá del espejo de la literatura, que la edad
moderna ha contribuido a precipitar las desilu­

20
siones de las clases medias, a multiplicar el núme­
ro de descontentos y amargados por una realidad
que no puede coincidir con los ideales democráti­
cos. Se ha salvado otra etapa suplementaria, ya
ningún grupo social está a salvo de la catarata de
decepciones. Mientras que las sociedades tradicio­
nales, que enmarcaban estrictamente los deseos y
las aspiraciones, consiguieron limitar el alcance de
la decepción, las sociedades hipermodernas apa­
recen como sociedades de inflación decepcionali­
te. Cuando se promete la felicidad a todos y se
anuncian placeres en cada esquina, la vida coti­
diana es una dura prueba. Más aún cuando la
«calidad de vida» en todos los ámbitos (pareja, se­
xualidad, alimentación, hábitat, entorno, ocio,
etc.) es hoy el nuevo horizonte de espera de los
individuos. ¿Cómo escapar a la escalada de la de­
cepción en el momento del «cero defectos» gene­
ralizado? Cuanto más aumentan las exigencias de
mayor bienestar y una vida mejor, más se ensan­
chan las arterias de la frustración. Los valores he-
donistas, la superoferta, los ideales psicológicos,
los ríos de información, todo esto ha dado lugar a
un individuo más reflexivo, más exigente, pero
también más propenso a sufrir decepciones. Des­
pués de las «culturas de la vergüenza» y de las
«culturas de la culpa», como las que analizó Ruth
Benedict, henos ahora en las culturas de la ansie­
dad, la frustración y el desengaño. La sociedad

21
hipermoderna se caracteriza por la multiplicación
y alta frecuencia de las decepciones, tanto en el
aspecto público como en el privado. Tan cierto
es que nuestra época se empeña en fotografiar
sistemáticamente el estado de nuestros chascos
mediante multitud de sondeos de opinión. El
crecimiento del dominio de la decepción es con­
temporáneo de la medición estadística del humor
de los individuos, de la cuantificación regular del
optimismo y el desánimo de los empresarios y
los ciudadanos, de los asalariados y los consumi­
dores.

Según eso, ¿no será la sociedad de la decepción


la cabeza de p u en te d el desencanto m oderno d el
m undo?

Efectivamente. El otro gran fenómeno en


que se basa el concepto de civilización decepcio­
nante es la desregulación y debilitamiento de los
dispositivos de la socialización religiosa en las so­
ciedades hiperindividualistas. Es sabido que la
religión no ha impedido jamás las angustias de
la amargura, pero nadie negará que, en su mo­
mento de preponderancia, consiguió crear un re­
fugio, un puerto de acogida, un sostén sólido
para las penalidades de la existenciá. Aunque la
fe en Dios no desaparezca, todo indica que la re­
ligión ya no tiene la misma capacidad consolado­

22
ra. Sólo el 18 % de los franceses cree «totalmen­
te» en el cielo y el 29% en la vida eterna; sólo
dice rezar habitualmente el 20%; la costumbre
de rezar habitualmente en la franja de los 18-24
años ha bajado al 10%. Ante la decepción los in­
dividuos no disponen ya de hábitos religiosos ni
de creencias «llaves en mano» capaces de aliviar
sus dolores y resentímientos. Hoy cada cual ha
de buscar su propia tabla de salvación, con de­
crecientes ayudas y consuelos por parte de la re­
lación con lo sagrado. La sociedad hipermoderna
es la que multiplica las ocasiones de experimen­
tar decepción sin ofrecer ya dispositivos «institu­
cionalizados» para remediarlo. Pero evitemos un
malentendido: con la idea de sociedad de la de­
cepción no estoy sugiriendo una época de des­
moralización infinita. Aunque abundan las frus­
traciones, tampoco faltan razones para esperar.
La desagradable experiencia de la desilusión se
difunde sobre el telón de fondo de una cultura
desbordante de proyectos y placeres cotidianos.
Cuanto más se multiplican las vivencias decep­
cionantes, más numerosas son las invitaciones a
no quedarse quietos y las ocasiones de distraerse
y gozar. Para combatir la decepción, las socieda-
des tradicionales tenían el consuelo religioso; las
'sociedadesiripermodernas utilizan de cortafuegos
la incitación incesante a consumir, a gozar, a
cambiar. Tras las «técnicas» reguladas colectiva-

23
mente por el mundo de la religión, han llegado
las «medicaciones» diversificadas y desreguladas
del universo individualista en régimen de auto­
servicio.

¿Qtté grandes herram ientas teóricas hay para


descifi'ar la decepción propia de los M odernos?

En el siglo XIX hubo dos grandes pensadores


que subrayaron la expansión y la nueva fisonomía
de la decepción vigente en los tiempos modernos.
Para Alexis de Tocqueville, el autor d e La dem o­
>■ cracia en América, la abolición de las prerrogati­
vas de nacimiento fomentó el deseo de elevarse,
h: de salir de la propia condición, de adquirir sin ce­
sar nuevos bienes materiales, reputación y poder:
la igualdad de condiciones transformó la ambi­
ción en un sentimiento universal e insaciable. Pero
con la apertura de nuevas esperanzas se multipli­
can las frustraciones y las envidias: los individuos
se sienten heridos por las desigualdades más ni­
mias, nadie soporta que el vecino tenga más que
uno. Los goces materiales son numerosos, pero
f: más lo son los sentimientos de desdicha que pro­
H;.",

ducen los goces ajenos. De este modo, nos dice


Tocqueville, el aumento de los bienes materiales,
lejos de reducir el descontento de los hombres,
tiende a elevarlo. Crecen la insatisfacción y la
frustración, mientras que las desigualdades pier­

24
den terreno y se difunden las riquezas materiales.
Por este motivo, en las sociedades igualitarias «se
frustran más a menudo las esperanzas y los de­
seos, se agitan e inquietan más las almas y se agu­
dizan las preocupaciones» (La dem ocracia en
América, 1835-1840).
También Emile Durkbeim puso de relieve el
alcance de la decepción y el descontento en las
modernas sociedades individualistas, que, a causa
de su movilidad y su anomia, ya no ponen lími­
tes a los deseos. En las sociedades antiguas, los
individuos vivían en armonía con su condición
social y no deseaban más que lo que podían es­
perar legítimamente: en consecuencia, las decep­
ciones y las insatisfacciones no pasaban de cierto
umbral. M uy distintas son las sociedades moder­
nas, en las que los individuos ya no saben qué es
posible y qué no, qué aspiraciones son legítimas
y cuáles excesivas: «soñamos con lo imposible». Al
no estar ya sujetos por normas sociales estrictas,
los apetitos se disparan, los individuos ya no es­
tán dispuestos a resignarse como antes y ya no se
contentan con su suerte. Todos quieren superar
la situación en que se encuentran, conocer goces
y sensaciones renovadas. Al buscar la felicidad
cada vez más lejos, al exigir siempre más, el indi­
viduo queda indefenso ante las amarguras del
presente y ante los sueños incumplidos: «Conti­
nuamente se conciben y frustran esperanzas que

25
dejan tras de sí una impresión de cansancio y de­
sencanto» (El suicidio). Allí donde Tocqueville
veía el aumento de la decepción en el seno de
una sociedad que favorecía «los pequeños place­
res tranquilos y permitidos», Durkheim se fija en
la «enfermedad del infinito» (ibid.), que, desen­
cadenada por la pérdida de autoridad de las nor­
mas sociales, genera una profunda decepción.

¿Qiié nos p erm ite hoy diagnosticar el crecim ien­


to d e la decepción?

^ A la escala de la historia secular de la moder­


nidad, el momento actual se caracteriza por la
s desutopización o la desmitifícación del futuro.
La modernidad triunfante se ha confundido con
un desatado optimismo histórico, con una fe in­
quebrantable en la marcha irreversible y conti­
nua hacia una «edad de oro» prometida por la di­
námica de la ciencia y la técnica, de la razón o la
revolución. En esta visión progresista, el futuro
se concibe siempre como superior al presente, y
las grandes filosofías de la historia, de Turgot a
Condorcet, de Hegel a Spencer, han partido de
la idea de que la historia avanza necesariamente
para garantizar la libertad y la felicidad del géne­
ro humano. Como usted sabe, las tragedias del
siglo XX, y en la actualidad, los nuevos peligros
tecnológicos y ecológicos han propinado golpes

26
muy serios a esta creencia en un futuro incesan­
temente mejor. Estas dudas engendraron la con­
cepción de la posmodernidad como desencanto
ideológico y pérdida de la credibilidad de ios sis­
temas progresistas. Dado que se prolongan las es­
peras democráticas de justicia y bienestar, en
nuestra época prosperan el desasosiego y el de­
sengaño, la decepción y la angustia. ¿Y si el futu­
ro fuera peor que el pasado? En este contexto, la
creencia de que la siguiente generación vivirá
mejor que la de sus padres anda de capa caída.
En 2004, el 60% de los franceses se mostraba
optimista respecto de su futuro, pero sólo el
34% tenía la misma confianza en el de sus Hijos.
No olvidemos, sin embargo, que este pesimismo
no es irresistible: el 80% de los estadounidenses
cree que sus hijos vivirán por lo menos al mismo
nivel que sus padres.

Nuestra época está pues caracterizada p o r la


desaparición de las grandes utopias fiituristas. ¿No
cree que habría que hablar, hoy más que nunca, de
las «desilusio?ies d el prog*eso», que decía R aym ond
Aron?

La ciencia y la técnica alimentaban la espe­


ranza de un progreso irreversible y continuo: hoy
despiertan la duda y la inquietud con la destruc­
ción de los grandes equilibrios ecológicos y con

27
las amenazas de las industrias transgénicas. La
caída del muro de Berlín y el librecambismo pla­
netario debían traer crecimiento, estabilidad, re­
ducción de la pobreza. El resultado ha sido, so­
bre todo en Africa, en América Latina y otros lu­
gares, el aumento de la miseria y el estallido de
crisis económicas y financieras. En cuanto a la
rica Europa, hay paro crónico de masas y más
precariedad en los empleos. Los derechos socia­
les protegían desde siempre mejor a los trabaja­
dores: hoy vemos las sacudidas del Estado-pro­
videncia, la reducción de la protección social,
el cuestionamiento de las conquistas sociales. Se
pensaba que las desigualdades se reducirían pro­
gresivamente en virtud de una especie de «ten­
dencia a la media» de la sociedad: pero las de­
sigualdades aumentan, la movilidad social dismi­
nuye, el ascensor social está averiado. Por todas
partes reaparecen los extremos y se fortalecen, en­
tre los más despojados e incluso en ciertos sectores
de la clase media, con la sensación de desclasa-
miento social, de fragilización del nivel de vida,
de una forma nueva de marginación. La lógica del
«mejor todavía» ha sido sustituida por la desorien­
tación, el miedo, la decepción del «cada vez me­
nos». En toda Europa crece la impresión de que
las promesas del progreso no se han cumplido.
En Asia, la mundialización se recibe con confian­
za en el futuro. No así en Europa, y menos en

28
Francia, donde las desregulaciones liberales gene­
ran descontento y decepción, miedo y a veces re­
vuelta.

Usted ha escrito algo terrible en La felicidad


paradójica: «Una d e las ironías d e la época es que
los excluidos d el consum o también son una especie
de hiperconsum idores.» ¿Q ué conclusión hay que
sacar d e esto? ¿Qtie el consumo sobrecargado acultu­
ra., castiga, ahoga toda posibilidad d e revuelta?
-4 ^
La pobreza de nuestros días no es la del pasa­
do. Antaño, los desheredados lo eran casi de na­
cimiento. Hoy ya no ocurre así. Todo o casi
todo el mundo vive en un contexto de apremio
de las necesidades y de bienestar, todo el mun­
do aspira a participar en el orbe del consumo, el
ocio y las marcas. Todos, al menos en espíritu,
nos hemos vuelto hiperconsumidores. Los edu­
cados en un cosmos consumista y que no pueden
tener acceso a él viven su situación sintiéndo­
se frustrados, humillados y fracasados. Solicitar
ayudas sociales, economizar lo esencial, privarse
de todo, vivir con la angustia de no llegar a fin
de mes: aquí, la idea de decepción es sin duda in­
suficiente, dado que se conjuga con vergüenza y
autorreproche. La civilización del bienestar de-
masas ha hecho desaparecer la pobreza absoluta,
pero ha aumentado la pobreza interior, la sensa­

29
ción de subsistir, de sub-existir, entre quienes no
participan en la «fiesta» consumista prometida a
todos.
En cuanto a la revuelta «castrada», ya se ha­
blaba de ella en los años sesenta. Marcuse decía
que el consumo había conseguido integrar a la
clase obrera creando un hombre unidimensional
que no se oponía ya al orden de la sociedad ca­
pitalista. Sin embargo, este análisis presenta difi­
cultades. En primer lugar, vuelven las denuncias
radicales del mercado y de la técnica. A conti­
nuación, que la idea de ruptura revolucionaria ya
no es creíble, pero no por eso se ha embotado en
absoluto la capacidad de crítica social. La verdad
es que se ha generalizado en el conjunto de esfe­
ras de la vida social. Matrimonio entre homose­
xuales, la droga, las madres de alquiler, la alimenta­
ción, las modalidades de consumo, los programas
de televisión, el velo islámico, la construcción eu­
ropea, el trabajo dominical; ¿qué dominio esca­
pa ya al_cuestión amiento y la disensión? Aunque
la perspectiva revolucionaria no esté ya vigente, la
unanimidad en las opiniones no es lo que nos
amenaza.

Al m argen d e las heridas infligidas p o r el sub­


consum o, ¿no recibe tam bién fron talm en te el uni­
verso laboral la onda expansiva de la decepción?

30
No cuesta Imaginar el resentimiento de los
jóvenes que están inactivos durante años o que
van de miniempleo en miniempleo, de cursillo en
cursillo, sin acceso a la sociedad de hiperconsumo
y, en definitiva, sin ganarse la propia estima. En
el otro extremo de la existencia, con el paro per­
petuo de personas de más de cincuenta anos, ob­
servamos también mucha decepción: ¿cómo no
estar amargados cuando nos sentimos «tirados
después de usados», cuando nos hemos vuelto
«inservibles», inútiles para el mundo? Ante esto
los individuos se sienten humillados y fracasados
a nivel personal, allí donde antaño estas situacio­
nes se vivían como destino de clase. Hoy, el éxito
o el fracaso se remiten a la responsabilidad del
individuo. De pronto, la vida entera se nos pre­
senta como un gran desbarajuste, con el sufri­
miento moral de no estar a la altura de la tarea
de construimos solos.
Por lo demás, ni siquiera los que tienen traba­
jo están totalmente libres de desilusión. Muchos
estudios señalan actualmente la presencia de «de­
presiones» entre los directivos: están estresados y
se han vuelto escépticos, descontentos e indife­
rentes: ellos son los nuevos decepcionados de la
empresa. Los que tienen título distan de ocupar
puestos a la altura de sus ambiciones. Al mismo
tiempo, aumenta el número de asalariados que se
quejan de no ser debidamente valorados por sus

31
superiores y de no ser respetados por los usuarios
y los clientes. En la actualidad, la «falta de recono­
cimiento» figura en segando lugar (detrás de las
presiones por la eficacia y ios resultados) como
factor de riesgo de la salud mental del individuo
en el trabajo. El aumento de la decepción no deri­
va mecánicamente de los despidos, las deslocaliza­
ciones o la gestión estresante del potencial de cada
individuo: arraiga igualmente en los ideales indi­
vidualistas de plenitud personal, vehiculados a
gran escala por la sociedad de hiperconsumo. El
ideal de bienestar ya no se refiere sólo a lo mate­
rial: ha ganado el pulso en la propia vida profesio­
nal, que debe llevar a buen término las promesas
de realización personal. Ya no basta con ganarse la
vida, hay que ejercer un trabajo que guste, rico en
contactos, con «buen ambiente». De aquí el cre­
ciente desfase entre las aspiraciones a la realización
de uno mismo y una realidad profesional a menu­
do estresante, ofensiva o fastidiosa. A medida que
se destradicionaliza, la actividad profesional se
vuelve una esfera más decepcionante, aunque los
asalariados no acaben de reconocerlo. Casi todos
dicen que son «felices en el trabajo» y que «con­
fían en la empresa», pero, mira por dónde, creen
que los demás se sienten infelices e insatisfechos.

¿Diría usted que el fracaso d e las filosofías m o­


rales de la felicid a d es más responsable de la decep­

32
ción que el endurecim iento neoliberal al que se en ­
fren ta n los individuos?

Los dos fenómenos se conjugan juntos y se


potencian entre sí. La exigencia de realizarse y ser
felices se intensifica incluso cuando las dificulta­
des objetivas aumentan un punto. Bajo el efecto
de esta confluencia, la decepción es una expe­
riencia que se extiende.

El neoliberalism o no es el tínico generador de


decepción» tam bién tenem os el sistema escolar. Cre­
ce la convicción de que la escuela ya no p en n ite as­
cen d er en la escala social, que los títidos ya no g a ­
rantizan la obtención d e un empleo de calidad. Y a
veces, cuando se p roced e de un barrio difícil, los tí­
tidos y a no p erm iten tener empleo de ninguna clase.

La verdad es que esa idea carece de funda­


mento sólido, porque los titulados tienen más
oportunidades de introducirse en la vida profesio­
nal que los que carecen de referencias académicas.
Sin embargo, es innegable que hoy los títulos no
permiten tanto como durante la Treintena Glo­
riosa [1945-1973] acceder a los empleos que sería
lícito pretender. Cada vez es menos segura la con­
cordancia entre el título y el nivel del empleo.
Hasta los años sesenta, la escuela de la República y
la prolongación de la escolaridad crearon una es-

33
peranza de promoción social entre las capas me­
nos favorecidas. Esta dinámica se ha encasquilla­
do. El éxito escolar y la selección de élites siguen
estando determinados en amplísima medida por
el origen social. Sólo una pequeña fracción de hi­
jos de inmigrantes consigue entrar en la universi­
dad. De aquí la pérdida de confianza y las desilu­
siones en relación con la escuela, que no llega o
apenas llega a cumplir su papel de correctora de
desigualdades y agente de movilidad social. En la
base de la escala social, muchos jóvenes se pre­
guntan por qué estudiar una carrera si ésta no
permite obtener un empleo correspondiente a sus
esperanzas y ellos están condenados al paro y a
los salarios de hambre. La institución, que anta­
ño era portadora de un proyecto igualitario y de
promoción social, ya no lo es. Cada año salen del
sistema escolar 160.000 jóvenes sin ninguna clase
de título o calificación. Entre el 20% y el 35%
de los jóvenes de sexto curso no sabe leer y escri­
bir bien. La probabilidad de que los niños pro­
cedentes de las capas populares sean directivos es
cada vez menor. El problema es tan grave como
escandaloso: la escuela es hoy el centro de la de­
cepción. ' ' *
--- f
Una especie d e «m elancolía d el saber», p o r uti­
lizar la expresión d el novelista M ichel Rio, que
hace que se m ire más hacia el pasado, hacia la es­

34
cuela de la Tercera República, que hacia la reforma
d e la escuela actual

En efecto. Pero las razones no son sólo escola­


res. Antes, la escuela, pero también el ejército, la
República, estaban a la altura del proyecto políti­
co de integración. nacional de las diferentes
poblaciones inmigrantes. Este ,modelo funciona­
ba,, era capaz de despertar el deseo de ser francés,
el orgullo de ser francés..., como mi abuelo, que
llegó de Rusia. Nosotros estamos en otro plano: el
sentimiento de ser parte de una nación decre­
ce entre los jóvenes, mientras que aumentan los
particularismos religiosos y localistas. La máquina
de integrar, de hacer que los franceses se sientan
felices de serlo, se ha averiado. ¿Cómo aislar este
fenómeno de la agudización de la precariedad del
empleo y de ja degradación de la situación econó­
mica y social? El paro de los jóvenes y de sus pa­
dres crea sentimientos de injusticia y margina-
ción. Los jóvenes de la periferia están en cierto
modo hiperintegrados en nuestra sociedad, por su
aspiración a gozar de las ventajas de este mundo.
No tienen alma de inmigrante, en absoluto: for­
mados por el universo consumista, comparten sus
sueños. Mientras tanto viven en el infierno de una
cotidianidad hecha de frustraciones: por eso unos
caen en la violencia y la delincuencia y a otros
les tienta el repliegue identitario, incluso el isla-

35
mismo radical, que funcionan como instrumentos
de reconocimiento y afirmación de uno mismo.
Caben pocas dudas al respecto: en la sociedad
hiperindividualista, la integración en la comuni­
dad nacional exige como condición imprescindi­
ble la integración por el trabajo. Pero condición
imprescindible no significa condición suficiente
en una época en que se consolidan la negación de
todas las formas de depreciación de uno mismo y
la necesidad de reconocimiento público de las di­
ferencias locales. Para volver a poner en marcha la
máquina integradora, harán falta, al margen del
crecimiento sostenido, políticas que tengan en
cuenta, de un modo u otro, la cuestión de la di­
versidad etnocultural: en pocas palabras, promo­
ver medidas para remediar las prácticas discrimi­
natorias de que son objeto las minorías visibles en
las empresas, los medios, los partidos políticos.
También hará falta, en el ámbito educativo, fo­
mentar las becas y los dispositivos de sostén que
permitan a los «marginados» y a los jóvenes de fa­
milias inmigrantes tener un mayor acceso a la me­
jor educación. No habrá integración sin una polí­
tica justa hacia las minorías visibles, sin acciones
decididas que aumenten la igualdad de oportuni­
dades.

Pese a todo, ¿no es la vida privada el lugar f a ­


vorito de la espim l d e la decepción ?

36
En las sociedades dominadas por la indivi­
duación extrema, la esfera de la intimidad es la
que sufre la decepción de manera más inmediata
e intensa. Pensemos en el término «decepción»:
se vincula sobre todo con la vida sentimental.
Nuestras grandes desilusiones y frustraciones son
mucho más afectivas que políticas o consumistas.
¿Quién no ha vivido esta torturante experiencia?
El estrecho vínculo del amor con la decepción no
es nada nuevo, evidentemente. Lo nuevo es la
multiplicación de las experiencias amorosas en el
curso de la vida. No es que nos desengañemos
más que antes: es que nos desengañamos más a
menudo.
¿Cómo se explica que la decepción esté to­
davía asociada hasta este punto a la vida senti­
mental? Hay que olvidarse de ese lugar común
que dice que las relaciones comerciales han con­
seguido fagocitar todas las dimensiones de la vida,
incluidos los sentimientos y el amor, una vieja
idea que se encuentra ya claramente formulada en
Marx. En realidad, no hay nada más inexacto: el
amor no deja de celebrarse en la vida cotidiana,
en las canciones, el cine, la televisión, las revistas.
Si el utilitarismo comercial progresa, lo mismo le
ocurre a la sentimentalizadón del mundo. Ya no
hay matrimonios por interés, sólo el amor une a
la pareja; las mujeres sueñan todavía con el Prín­
cipe Azul y los hombres con el amor; se sigue

37
obrando de manera desinteresada con los hijos y
se les quiere más que nunca. Para muchos de
nosotros, el amor sigue siendo la experiencia
más deseable, la que mejor representa la «verda­
dera vida». Los hechos están ahí: la comercializa­
ción de las formas de vida no comporta en abso­
luto la descalificación de los valores afectivos y
desinteresados. Lejos de ser una antigualla, la va­
loración del amor es el correlato de la cultura de
la autonomía individual, que rechaza las pres­
cripciones colectivas que niegan el derecho a la
búsqueda personal de la felicidad. Con la diná­
mica individualizadora, todos quieren ser reco­
nocidos, valorados, preferidos a los demás, de­
seados por sí mismos y no comparados con seres
anónimos e «intercambiables». Si adjudicamos
tanto valor al amor es, entre otras cosas, porque
responde a las necesidades narcisistas de los indi­
viduos para valorarse como personas únicas.
Pero precisamente por brillar en el firma­
mento de los valores, el amor genera con fre­
cuencia lacerantes decepciones. Llega un mo­
mento en que deja de haber «encandilamiento»
y se apagan las perfecciones y los encantos que
adornaban al otro. ¿Qué idealización, qué sueño
puede durar indefinidamente entre la imperfec­
ción de las personas y la repeúción de los días?
Poco a poco descubrimos aspectos del otro que
no nos gustan y nos ofenden. El amor no es sólo

38
ciego; también es frágil y fugitivo. Las personas
que aman en determinado momento dejan de
amar porque los sentimientos no son objetos in­
mutables y las personas no evolucionan de ma­
nera sincrónica. Lo que era euforia se vuelve
aburrimiento o desánimo, incomprensión o irri­
tación, drama con su ración de amargura y a ve­
ces de odio. Las separaciones,/ los divorcios, los
conflictos por la custodia de los hijos, la falta de
comunicación íntima, las depresiones que sur­
gen de ahí, todo esto ilustra las desilusiones en­
gendradas por la vida sentimental. En este senti­
do hay que escuchar a Rousseau: dado que el
hombre es un ser incompleto, incapaz de bastar­
se solo, necesita a otros para realizarse. Pero si la
felicidad depende de otros, entonces el hombre
está inevitablemente condenado a una «felicidad
frágil». Depositamos en el otro esperanzas tre­
mendas, pero el otro se nos escapa, no lo posee­
mos, cambia y nosotros cambiamos. Así, cada
cual ve burladas sus mejores esperanzas.

Es convincente lo que d ice usted d el amor\ pero


d é todos modos, ¿no es p a ten te que la lógica d el con ­
sum o Í7ifluye en la lógica d e la construcción d el
am or? El im perativo perfeccionista, las cualidades
d e las que hay que jactarse, ¿no nos transforma todo
esto en «partículas» d el m ercado de la com petencia
amorosa y sexual, com o ha señalado M ichel H oue-

39
llebecq, entre otros? El sentim iento se mantiene, es
verdad, p ero su f o m a d e expresión ¿no se ha p erd i­
do, o quizá debería d ecir m odificado?

Desde la década de 1950, los mejores obser­


vadores advirtieron que la vida sexual era ya una
esfera estructurada como el consumo. Podría
decirse pues, con más exactitud, que no vamos
de experiencia sexual en experiencia sexual, sino
de experiencia amorosa en experiencia amorosa.
En cierto sentido, esta turn over [rotación] afec­
tiva concuerda con la lógica de la renovación
perpetua del hiperconsumo. Pero la vida amo­
rosa no se mueve por los mismos resortes afecti­
vos, ya que ahí se aloja la esperanza del «para
siempre», así como los comportamientos «desin­
teresados». A pesar de todo lo que ha cambiado, la
relación amorosa no es equivalente a las relacio­
nes que tenemos con los servicios y las mercan­
cías. En el consumo, el cambio continuo se vive
con alegría; en la vida amorosa, se vive como
fracaso.

Se espera m ttcho d el otro. ¿Qtiizá dem asiado?

Es posible, pero no por eso hay que elogiar


un ideal de vida autárquico e indiferente a los
demás. Si alguna cosa es deseable, no es prescin­
dir de los demás, sino tener algo que demandar­

40
les, aunque sea poco. Esto es más fácil de decir
que de hacer.

Esto p lan tea e l tema d el fim cion am ien to d e la


econom ía d el deseo. Antoine Compagnon, en Les
Cinq Paradoxes de la modernité, una reflexión cen-
tm da en el cam po estético, dice que la m odernidad ha
term inado p o r am ar lo nuevo en arte no p o r el conte­
nido que esto nuevo pu eda aportar sino p o r la nove­
dad com o tal. ¿No se reproduce esto en el campo senti­
m ental y sexual, en una especie de deseo sin fin ?

Yo diría que no. La verdad es que el culto a lo


nuevo, en el dominio sexual, está en declive. En la
prensa femenina hay muchos artículos alrededor
del tema «ya no hay hombres». El cine y la litera­
tura ya no recurren tanto a la figura de Don Juan.
Se ve menos la inclinación masculina a buscar
aventuras fáciles. Los jóvenes viven muy pronto
en pareja. Es como si la conquista de mujeres fue­
ra menos prioritario, menos identitario, en una
cultura que privilegia la atención a uno mismo, la
relación, la comunicación intimista. Ya no hay
obsesión por la cantidad, importa mucho más la
calidad del sentimiento, el entendimiento, la com­
plicidad, los proyectos compartidos con otro. En
la hora del hiperindividualismo valoramos menos
la experiencia por la experiencia que lo «experien­
cia!», menos la «colección» que la emoción.

41
¿No se vive al misino tiem po un desencanto es­
p ecífica m en te libidinal?

Está de moda decir que el hedonismo sexual


desenfrenado se ha vuelto una obligación terro­
rista, fuente de tedio, desánimo e insatisfacción.
Nadie ha conseguido pintar mejor que Houlle-
becq ese clima depresivo y de decepción que ha
seguido a Mayo del 68. Nos explica que la diná­
mica de la economía liberal se ha anexionado
la vida sexual reproduciendo en ella el mismo
«horror» a la frustración, la marginación y la
desigualdad. Hay una parte de verdad en este
cuadro: como todos vivimos rodeados de ten­
taciones sexuales, lo real es forzosamente más
frustrante, en particular cuando la propia vida
sexual va francamente mal. Y es más problemáti­
co cuando se ha asociado la felicidad al erotismo
galopante. Yo quisiera matizar un poco este en­
foque tan pesimista. En primer lugar, no está ni
mucho menos claro que el saldo sea negativo a
día de hoy. Recordemos que tres de cada cuatro
franceses afirman estar satisfechos sexualmente.
En segundo lugar, el erotismo se ha vuelto más
variado, más hedonista, más libre para más per­
sonas: fíjese en los homosexuales, las mujeres, los
jóvenes. Y decir que los hombres están aterrori­
zados porque las mujeres tienen más experiencia
es una exageración: la inquietud no es perma­

42
nente. No es justo decir que hay un fracaso glo­
bal de la revolución sexual. La decepción libidi-
nal depende de los momentos de la vida, con sus
altibajos, sus golpes de suerte y sus desgracias.

¿Espues más antropológica que social?

Lo decepcionante no es tanto la liberación


sexual como la ausencia de vida erótica, la trans­
formación de la relación en rutina, la falta de
comunicación entre las personas. En este terre­
no, la revolución sexual ha dado de sí todo lo
que podía. No se le puede pedir que garantice el
orgasmo permanente a seis mil millones de indi­
viduos. En las sociedades en que la sexualidad es
libre, es inevitable que haya frustraciones e insa­
tisfacciones. La felicidad de los sentidos no es un
asunto que afecte a ningún programa político:
depende, de manera inevitable, de las atraccio­
nes, las preferencias y los gustos individuales. No
se puede complacer a todo el mundo y además
indefinidamente.

Una pregun ta más en relación con la vida p r i­


vada y cuya im portancia no hace sino crecer: ¿qué
relación hay enti'e el consum o y la decepción?

Los primeros analistas del consumo de masas


no dudaban en hablar de «maldición de la abun­

43
dancia». Para estos teóricos, el paraíso de la mer­
cancía produce insuficiencia y resentimiento.
¿Por qué? Porque cuanto más se incita a la gente
a comprar, más insatisfacciones hay: nada más
satisfacerse una necesidad, aparece otra, y este ci­
clo no tiene fin. Como el mercado nos atrae sin
cesar con lo mejor, lo que poseemos resulta nece­
sariamente decepcionante. La sociedad de consu­
mo nos condena a vivir en un estado de insufi­
ciencia perpetua, a desear siempre más de lo que
podemos comprar. Se nos aparta implacable­
mente del estado de plenitud, se nos tiene siem­
pre insatisfechos, amargados por todo lo que no
podemos permitirnos. Se ha dicho que el sistema
del consumo comercial es un poco como el tonel
de las Danaídes que además sabe aprovechar el
descontento y la frustración de todos.

jEs tam bién la condición d e su posibilidad.

La de su reactivación sí, pero ¿comporta de­


cepción por sistema? Para responder a esta pre­
gunta podemos remitirnos al notable libro de Al-
bert Hirschman, B onheur privé, action p u bliq u e
(1983), uno de los pocos que ha puesto de mani­
fiesto los diferentes potenciales de decepción en
relación con diferentes categorías de bienes co­
merciales.

44
Interesante... ¿No todas las form as de consum o
poseen la misma capacidad de décepción?

Según Hirschman, Ibis bienes realmente no


duraderos (el ejemplo típico es la comida) ocu­
pan un lugar privilegiado, en la medida en que
son capaces de procurarnos placeres intensos, re­
novados sin cesar, a prueba de decepción. En
cambio, lo característico de lofc bienes duraderos
es comportar sistemáticamente la decepción del
consumidor. Y esto porque sólo producen placer
en el momento de la compra o en el de su prime­
ra utilización (frigorífico, coche, afeitadora eléc­
trica). En este cuadro hay un vivo conflicto entre
comodidad y placer. Incluso los servicios son
fuente de decepción en la medida en que su cali­
dad suele ser inferior a las esperanzas puestas en
el respectivo dominio.
En mi opinión, Hirschman exagera el po­
tencial de decepción de los bienes de consumo
duraderos. No hay por qué ponerse a hablar de
decepción sólo porque el frigorífico ya no nos
proporcione placer: sencillamente, no pensamos
en él, ya no es más que un instrumento de con­
fort. Nos hemos acostumbrado a él y a su utili­
dad, pero la decepción no es esto. Por otro lado,
y Hirschman no ignora esta dimensión del pro­
blema, los objetos llamados «nómadas» o de co­
municación (teléfono móvil, ordenador, cadena

45
de música, lector de DVD, iPod...) cada vez
producen menos decepción, porque son motivo
de placeres renovados, estéticos o relaciónales: lo
que decepciona en las nuevas tecnologías no es
el medio, sino el mensaje que éste transmite. Lo
que no impide que se hayan multiplicado las
protestas contra la vida «tecnificada»: nunca va­
mos suficientemente deprisa, el neoconsumidor
lo quiere todo, todo inmediatamente, y la me­
nor avería o demora le pone furioso. La hiperve-
locidad es ya otro motivo de irritación y descon­
tento.
A mí me parece que para enfocar bien las co­
sas hay que invertir los términos del modelo in­
terpretativo propuesto por Hirschman, Los que
hoy producen muchas más insatisfacciones y de­
cepciones son los bienes no duraderos. ¿Cómo se
puede decir que la comida frena la decepción
cuando no hace más que aumentar la cantidad
de ciudadanos que se quejan de la mala calidad de
los alimentos, de la comida basura, de la desapa­
rición de los sabores? La alimentación se ha vuel­
to también fuente de ansiedad, por culpa de los
transgénicos, las grasas, los azúcares, los coloran­
tes y los tratamientos químicos que se consideran
peligrosos para la salud. Hoy comemos con cul­
pa y con temor. Primero, porque estamos infor­
mados a través de los medios que hacen de inter­
mediarios de la ciencia: así pasamos de un comer

46
tradicional a un comer reflexivo y cauteloso. Se­
gundo, porque en nuestra época se ha disparado
la obsesión por la delgadez y las dietas; en Es­
tados Unidos, una cantidad elevada de mujeres
afirma que su peso es el tema fundamental de su
vida. Es un poco triste, pero es así.

Las marcas, el hijo, las tentaciones d e la p u b li­


cidad, ¿no crea este universo de sueños una m onta­
ña d e decepciones?

¿Está decepcionado el consumidor porque


no puede permitirse las mejores marcas? ¿Se sien­
te humillado por pasar las vacaciones en una
tienda de campaña y no en un hotel de cuatro
estrellas? No lo creo. El consumidor puede en­
contrar innumerables satisfacciones con produc­
tos y servicios que no son los más caros, porque
en materia de placer lo más importante, al me­
nos en nuestros días, no es el precio de las cosas,
sino el cambio que operan en nuestro marco de
vida, su capacidad para ser novedosas, la expe­
riencia y el simulacro de aventura que proporcio­
nan. En términos generales, el consumo engen­
dra más satisfacciones que decepciones, porque
es una ocasión para renovar lo cotidiano, un pe­
queño «acontecimiento» en la rutina de los días,
capaz de «rejuvenecer», en cierto modo, nuestra
vida. Si el consumo comercial es menos decep-

47
donante de lo que se suele decir, se debe a que es
un instrumento privilegiado para introducir cam­
bios en la vida y a que la novedad es uno de los
principales ingredientes del placer.

¿No se le podría replicar diciendo que esas sa­


tisfacciones son artificiales o, en cualquier caso, de
un n ivel ontológico d ébil? En Á rebours, la gran
obra d e Huysmans, Des Esseintes, el protagonista,
quiere hacer un viaje de p la cer a Londres, p ero a l
fin a l se contenta con tomarse una. cerveza inglesa en
la Estación d el Norte. ¿No organiza e l consum o hi-
p ern io den tó form as parecidas de p la cer reducido,
am inorado?

Pero ¿qué es un placer verdadero? Y, como


usted sabe, la diversidad humana es un hecho
muy real. En materia de placer y felicidad hay
que saber aceptar y comprender lo que no coin­
cide con nuestros gustos personales. Rechazo las
interpretaciones aristocráticas y moralistas que
aspiran a jerarquizar las vivencias hedonistas.

Sin embargo, se le pu ede objetar que hay una es­


p ecie de continuación d el fenóm eno de clases, una es­
p ecie de abuso contm quienes no tienen los m edios
para gozar d e una buena sonata, p o r p on er un ejem ­
p lo d el universo cidturaL

48
Pero es que en el interior mismo de cada cla­
se se puede ver yá la diversificación de los gustos.
Las desigualdades sociales para acceder a la cultu­
ra son hechos innegables, pero es que hay además
una dimensión individual, heterogeneidades, gus­
tos subjetivos heteróclitos. Con la desestructura­
ción de los modelos de clase y la individuación de
las formas de vida, los comportamientos cultura­
les son mucho más imprevisibles. Es cierto que
podemos lamentar que no todas las personas se­
pan apreciar una obra de Haydn o de Chopin,
pero no debemos exagerar la expresión de este
pesar. Pues quienes no saborean estas composi­
ciones pueden apreciar obras pictóricas, de litera­
tura, de teatro o de cine.

¿Se despliega pites la inflación de la decepción


sobre e l telón d e fo n d o de la desaparición d e la so­
ciedad de clases?

Las desigualdades en los ingresos aumentan


y las diferencias sociales en las formas de vivir
saltan a la vista. Pese a todo, nuestra época se
distingue por una notable desestructuración de
las culturas de clase: ya no hay habitas de clase,
una forma de vida característica de ios diferentes
grupos sociales. Estamos en una época en que las
desigualdades sociales vuelven a aumentar y en la
que, al mismo tiempo, se extienden por todos los

49
estratos de la sociedad las aspiraciones a la moda,
al bienestar, al ocio. Todos quieren aprovechar
todo lo que hay en el mercado, han caído las an­
tiguas inhibiciones y resignaciones de clase. En
este contexto florece una especie nueva de consu­
midor, el «turboconsumidor» nómada, cada vez
menos enclaustrado en los antiguos territorios de
clase, cada vez más imprevisible, desunificado,
individuado. Este proceso de desregulación social
que comporta exigencias individuales más firmes
en materia de consumo es uno de los vectores de
la expansión de la decepción.

¿O jiépapel desem peña el ofro en el orden d e los


consumos decepcionantesf

Produce más contrariedades el uso de los


bienes públicos que el de los privados. ¿De qué
se quejan más los consumidores? De los embote­
llamientos, de las playas atestadas, de los paisajes
desfigurados por las inmobiliarias o invadidos
por los turistas, del hacinamiento en los trans­
portes públicos, del ruido de los vecinos, etc. Di­
cho de otro modo, lo que nutre la decepción no
es tanto la comodidad privada co m o la incomo­
didad pública o la comodidad de los demás.
Como era de esperar, la decepción es más
frecuente en el dominio de los servicios, en la re­
lación con las personas. Son innumerables las

50
quejas acerca de los profesores, la mala calidad de
la asistencia técnica en Internet, la falta de inte­
rés humano de los médicos. Es lo que ha llevado
a hablar de la «paradoja de la salud»: cuanto más
se eleva el nivel de salud, más decepciones y des­
contentos se producen.
Pero no debemos perder de vista que, en
otro plano, 7 a diferencia de lo que sucedía en
el pasado, la relación con el cbnsumo está cada
vez más personalizada. Ya no compramos tanto
para ganar la estima de los otros cuanto pensan­
do en nosotros mismos, para comunicarnos, es­
tar en forma 7 con buena salud, vibrar, sentir
emociones, vivir experiencias sensitivas o estéti­
cas. En este contexto, el consumo para-que-nos-
vea-el-otro, típico de las sociedades de clases a la
andgua, disminu7e en beneficio de un consu­
mo para-uno-mismo: el consumo individualista
emocional ha ocupado el lugar del consumo ex­
hibicionista de clase. Paralelamente, nos resen­
timos menos de lo que tiene el otro, porque es­
tamos mucho más preocupados por nuestras
propias experiencias. Si los primeros tiempos de
la democracia favorecieron la aparición de la en­
vidia, 7a no ocurre lo mismo en la época del
hiperindividualismo consumista: no se detecta
a mucha gente mordiéndose los nudillos de en­
vidia al ver el flamante coche del vecino. La
envidia suscitada por los bienes no comerciales

51
(amor, belleza, prestigio, éxito, poder) se mantie­
ne; la suscitada por los bienes materiales está en
declive.

¿ Qtié otros nexos hay entre el consum o y la de­


cepción?

¿A qué se debe la escalada consumista? ¿Qué


es lo que hace correr sin cesar al hiperconsu-
midor? ¿El poder de la oferta, del marketing y la
publicidad? La explicación es insuficiente. No se
puede comprender el frenesí comprador actual
sin relacionarlo con los valores hedonistas de
nuestra cultura y también con el aumento del
malestar, con la soledad de los individuos, con
los múltiples fracasos que se experimentan en la
vida personal. El hiperconsumo crece como un
sucedáneo de la vida a la que se aspira, funciona
a la manera de un paliativo de los deseos defrau­
dados de cada cual. Cuanto más se multiplican
los desengaños y las frustraciones de la vida pri­
vada, más se dispara el consumismo como con­
suelo, como satisfacción compensatoria, como
una forma de «levantar el ánimo». Por este moti­
vo cabe augurar un largo porvenir a la fiebre
consumista.

A propósito d el capitalismo d e consum o, que


fim cion a a tm vés d e la dinám ica d e la novedad,

52
¿no hay ahí un sistema económ ico trem endam ente
adaptado al deseo humano?

El capitalismo de consumo no ha creado to­


das las piezas de la cultura de lo nuevo. La era
democrática ha trabajado igualmente en este sen­
tido, produciendo un hombre «destradicionaliza-
do», deseoso de novedades y de bienestar. Ya de­
cía Baudelaire que «la curiosidad se ha vuelto
una pasión fatal, irresistible». Pero no olvidemos
que los placeres humanos se han vivido durante
milenios articulados en estructuras sociales y cro­
nologías inmutables. La repetición de la tradi­
ción ancestral no impidió toda una serie de pla­
ceres más o menos intensos (juegos, bailes, fiestas
dionisíacas). La moderna economía de consumo
no expresa por arte de magia la verdad del deseo
humano: más bien contribuye a sobreexcitarlo, a
apartarlo de los dispositivos sociales repetitivos,
a ponerlo en movimiento incesante.

También se lee, aquí y allá, que la decepción


p rod u cid a p o r la vida materialista y consumista
está en la base d e la reaparición de lo religioso y d e
las sabidurías tradicionales.

La verdad es que la mayoría de los nuevos


acólitos no rechazan ya ascéticamente los placeres
del consumo, ni siquiera los fanáticos. En la base

53
de la reafirmación de lo religioso se encuentra más
bien la caducidad de las grandes utopías universa­
listas, la decadencia de la fe en las grandes religio­
nes «históricas», la disolución de las estructuras
comunitarias. Privados de sistemas de sentido in-
tegrador, muchos individuos encuentran una ta­
bla de salvación en la revaluación de espiritualida­
des antiguas o nuevas, capaces de ofrecer unidad,
un sentido, puntos de referencia, una integración
comunitaria: es lo que necesita el hombre para
combatir la angustia del caos, la incertidumbre y
el vacío. La reactivación de la fe deriva menos de
la hipertrofia comercial que de un déficit de senti­
do colectivo y de integración comunitaria.
Así pues, la reaparición de nuevas «religiones
emocionales» es igualmente inseparable de la de­
cepción experimentada en el seno de las Iglesias
«frías», en las tradiciones formalizadas e intelectua-
lizadas, que no ofrecen a los individuos elementos
capaces de satisfacer su búsqueda de plenitud es­
piritual, su necesidad de participar físicamente en
la vida religiosa, su deseo de compartir sentimien­
tos intensos. Lo que decepciona al individuo hi-
permoderno, ávido de vibraciones interiores, no
es únicamente el consumo, sino más que nada el
universo racionalizado de la modernidad, que
comporta instituciones religiosas «burocratizadas»
que ya no permiten el contacto inmediato, sensi­
ble, «extático» con lo divino.

54
En este contexto, ¿cómo se ve el consumo cultu­
ral en la civilización decepcionante?

El cambio, en relación con los años cincuen­


ta y sesenta, es importante. Ahora se denuncian
menos los objetos, pero se deplora mucho más la
situación del mercado de los bienes culturales.
Lo que podríamos llamar «productos de sentido»
causan mucha más decepción que los bienes dura­
deros. No creo que podamos contar las veces que
nos ha decepcionado una película, una obra de
teatro, un concierto, una novela o un ensayo. No
olvidemos que la televisión capta la atención de
los franceses casi tres horas y media diarias y que
ha generado la práctica del zapeo, que expresa ya
un vago aburrimiento, una especie de minide­
cepción del espectador. La tele es un objeto que
nos decepciona habitualmente, pero que no deja­
mos de mirar: estamos en contacto con ella in­
cluso cuando no esperamos maravillas.
Algo más sobre un sector de la cultura par­
ticularmente representativo de la nueva socie­
dad de la decepción: el arte actual. El es respon­
sable de la decepción que siente una cantidad
creciente de espectadores, que piensan que «eso
no es arte», que no vale para nada, que no tiene
interés, «sea lo que sea». Durante siglos y mile­
nios, las obras de arte han sido motivo de admi­
ración y delectación: en la actualidad estamos ya

55
hartos de tantas deconstrucciones, de las instala­
ciones minimalistas o conceptuales, del videoarte
en el que no pasa nada. Anne Cauquelin añade
que el deseo de defraudar las expectativas de la
opinión dominante es ya una acción voluntaria y
deliberada, un instrumento reivindicado por los
artistas (Petit traité d ’a rt contem p orain, 1996). Se
advierte la novedad radical dé la época: en las so­
ciedades tradicionales, el sistema cultural estaba
profundamente integrado o interiorizado (ni re­
chazo ni desánimo), aunque la vida material era
muy difícil; lo que se ve hoy es lo contrario: las
satisfacciones materiales son incontables, mientras
que las decepciones culturales proliferan.

Sin embargo, las g a n d e s exposiciones tienen


m ucho éxito.

Las exposiciones que atraen a cientos de mi­


les de visitantes presentan a las figuras gloriosas y
consagradas del arte: carecen de riesgos. Si algu­
na decepción se siente, se debe menos a las obras
que a una visita echada a perder por la abundan­
cia de visitantes. Nada que ver con el arte actual,
que apenas moviliza al 1 % o 2 % de la pobla­
ción. Nos encontramos ante una situación insóli­
ta: en las sociedades tradicionales, la oferta era
repetitiva, los gustos culturales uniformes, y esta­
ban adaptados a ella. En la actualidad, el merca­

56
do multiplica la oferta mientras los gustos se di­
versifican, se diferencian, se singularizan: por este
motivo la decepción vinculada al consumo cultu­
ral es crónica, inevitable.

Casualmente, en contra de todos los suptiestos


procesos de estandarización d el mundo actual, usted
da f e de una gran diversidad.

Todavía se toma el pantalón vaquero, la


Coca-Cola o el McDonald's como ejemplos de
la masificación del mundo, pero fijémonos en el
cine, en la música, en los libros. El panorama es
muy distinto. En 2004, las editoriales estadouni­
denses lanzaron al mercado alrededor de 190.000
títulos. En 2005 se publicaron 68.000 títulos en
Francia (repartidos en 50% novedades, 50%
reimpresiones); de Hollywood salieron casi 700
largometrajes; la producción francesa cinema­
tográfica ascendió a 240 películas. El capitalismo
bipercomercial funciona por la diversificación
acelerada de la oferta, por la multiplicación ince­
sante de la variedad de productos culturales. Lo
problemático es la inflación de novedades y la re­
ducción del tiempo de vida de las obras, no su
uniformidad. Vivimos en una sociedad de sobre­
abundancia de ofertas y de des estabilización de
las culturas de clase: y en este contexto aumenta
la individuación de los gustos.

57
CONSAGRACIÓN Y DESENCANTO
DEMOCRÁTICOS

Gilíes Lipovetsky, ¿se ha «salvado» la esfera p o ­


lítica o tam bién ha e7itmdo en la espiral d e la de­
cepción?

La democracia liberal es estructuralmente in­


separable de la decepción, y ello, como dice Clau-
de Lefort, por la indeterminación de la misma
democracia, es decir, de un poder que no perte­
nece a nadie, de un poder que es objeto de una
competición cuyo resultado depende de eleccio­
nes. Esta competencia pacífica por el uso del
poder conduce a un cambio de gobierno o a la
prorrogación del anterior. Hay pues institucio­
nalmente ganadores y perdedores, con la consi­
guiente decepción de estos últimos. Por lo de­
más, el campo de los ganadores no está a salvo de
los mañanas que desencantan. Con la «vuelta al
rigor» que sobrevino dos años después del eslo-

59
gan rimbaudiano «Cambiar la vida», los socialis­
tas que votaron a Fran^ois Mitterrand en 1981
tuvieron razones para sentirse traicionados. El elec­
torado de derechas cierra hoy filas alrededor de la
misma bandera ante los gobiernos de su color
que no consiguen, por ejemplo, establecer servi­
cios mínimos en los transportes públicos o libe­
ralizar las leyes laborales. En estas condiciones,
nuestra época acusa una fuerte corriente de des­
confianza, de escepticismo, de falta de credibili­
dad de los dirigentes políticos: tres de cada cua­
tro franceses afirma desconfiar de los políticos.
Veinte años después, crece en todo el país la pér­
dida de confianza en la clase política. Incapaz de
cumplir sus promesas y de aportar soluciones a
los problemas del paro, la inseguridad, la inmi­
gración, el poder político se considera ineficaz,
burocrático, aislado de las verdaderas preocupa­
ciones de los ciudadanos. Este recelo hacia los
responsables políticos se agrava por la convicción
de que sus actos sirven básicamente a sus propios
intereses, a su reelección, a la obsesión por los
sondeos de popularidad. Son muchos los aspec­
tos que nutren un desencanto político que no
sólo aumenta, sino que se expresa más abierta­
mente que en el pasado, porque está decreciendo
la influencia de los partidos sobre el electorado
y la influencia de las creencias e identidades polí­
ticas de menor cohesión. Impulsados por esta des­

60
confianza y esta decepción, los votos de castigo
se multiplican: los electores quieren castigar a las
clases pudientes y a los partidos gubernamentales
considerados «incapaces», cínicos, aferrados a sus
privilegios, sin valentía política.

«Sortez les sortants!» ¿No corren brisas d ep o u -


jadism o p o r ahí... ?* t

Reaparece el populismo, la extrema derecha


obtiene éxitos electorales repetidos, por toda Eu­
ropa hay movimientos contestatarios que recha­
zan el orden establecido y a la clase política. Al
mismo tiempo resurge y se trivializa el discurso
xenófobo. Pero no hay que ver la realidad de hoy
con el cristal del pasado: el conflicto entre los
electores y los representantes elegidos ya no tiene
nada en común con el que había antes de la gue­
rra. El «todos podridos» [consigna de los años

* Por Fierre Poujade (1920-2003), organizador de un


partido populista de derechas que participó en las elecciones
generales de 1955-1956 con la consigna «Sortez les sortants!»,
una expresión que se remonta a los dempos de la Revolución
Francesa y que era la fórmula con que se invitaba a abandonar
su escaño a los representantes que terminaban su mandato (sor­
tants, «salientes») y que no podían ser reelegidos; en aquel con­
texto significaba literalmente «salgan los salientes»; la consigna
de Poujade habría que entenderla más bien en el senddo de
«no volváis a votar al gobierno anterior». (N. d e lT .)

61
trei?ttd¡ tiende a transformarse en «todos nulida­
des», el antiparlamentarismo ya no es violento y
en ninguna parte está en peligro la salud moral
de la democracia: la decepción actual es insepara­
ble del respeto por el orden democrático pluralis­
ta. La política está desacreditada, la democracia
confirmada: en la época individualista hipermo-
derna domina la pacificación política de las de­
cepciones.

EL abstencionism o progresa a l mismo tiem po


que el voto d e castigo. ¿Q ué ha sido entonces de la
ciudadanía hiperm odem a?

El abstencionismo viene aumentando desde


los años ochenta: se ha instalado como un fenó­
meno duradero de la vida política. Una minoría
no vota nunca o casi nunca, mientras que cada
vez hay más electores que votan intermitente­
mente, en función de los escrutinios y de lo que
esté en juego. Menos de un elector de cada dos
votó en 2002 en las dos vueltas; dos de cada tres
electores menores de veinticinco años que habían
votado al menos una vez no votaban sistemática­
mente. Hay que ver ahí un rasgo del neoindivi-
dualismo, que no coincide tanto con una despo­
litización absoluta como con una desregulación
de los comportamientos electorales. Aparece un
ciudadano de nuevo cuño que vota con creciente

62
irregularidad, que participa y se moviliza cuando
le apetece. El voto obligatorio ha sido reemplaza­
do por el voto «a la carta»: el espíritu consumista
se ha inmiscuido Hasta en las prácticas cívicas. La
negativa a votar refleja a veces descontento, de­
cepción, desconfianza en relación con los candi­
datos o con el juego político. Podría expresar
también falta de interés o la sensación de impo­
tencia. Sea lo que fuere, los elevados índices de
abstención contribuyen a la crisis de la represen-
tatividad democrática en la que estamos sumer­
gidos.

¿Cómo caracterizar el reformateo d e la relación


con la política,?

El general De Gaulle decía que «la política


que no permite sonar está condenada». ¿Dónde
está la inspiración en las ambiciones políticas? En
relación con la modernidad triunfal, lo que más
ha cambiado es que ya no tenemos grandes siste­
mas portadores de esperanza colectiva, de utopías
capaces de hacer soñar, de grandes objetivos que
permitan creer en un mundo mejor. No llega­
mos ni a construir Europa, qué vamos a llegar.
La idea de progreso ha retrocedido en beneficio
del abordaje social del paro, la reducción de la
deuda pública, la modernización del Estado, las
medidas para reforzar la competítividad de las eco­

63
nomías. Los grandes inspirados han sido reem­
plazados por políticos que deben enfrentarse en
medida creciente a los problemas inevitables del
presente, gobernantes que ya sólo prometen un
mal menor y cuyo objetivo esencial es la moder­
nización de la sociedad, la gestión de la crisis, la
adaptación forzosa del país a la mundialización.
La imagen que da la esfera política de manera
creciente es la de un poder impotente para plani­
ficar el futuro, un poder «tecno critico» cuyas me­
didas reformistas son en realidad menos elegidas
que impuestas por las vueltas y obstáculos del de­
curso histórico. En este contexto, los ciudadanos
están cada vez más desilusionados.
En el escenario de una sociedad enferma de
paro y desorientada por la desaparición de los
proyectos políticos organizativos, crecen el escep­
ticismo, el alejamiento de los ciudadanos de la
cosa publica, la caída de las militancias activas.
Son muchos los ciudadanos que se sienten poco
afectados por la vida política, no les interesan los
programas de los partidos y no confían en nadie
para que gobierne el país. Más de seis franceses
de cada diez se declaran «muy poco» o «nada» in­
teresados por la política, y el caso se repite en
más del 70% de los comprendidos en la franja
de los 18-29 años. Las películas y los partidos de
fútbol consiguen audiencias superiores a las de
los programas políticos. En la actualidad decep-

64
dona más la eliminación de Francia de los Mun­
diales que el resultado de unas elecciones. De los
veinte anos en adelante crece la despolitización,
que no perdona ni siquiera a los jóvenes licencia­
dos, que acaban de terminar una larga carrera.
Amplio desinterés por la política, dedicación a
las alegrías privadas: tal es la fórmula química­
mente pura del individualismo hipermoderno.
Una desafección que, por lo deiiiás, debe menos
a la decepción propiamente política que a una
cultura global que exalta sin cesar el consumo 7
la plenitud personal: el sentido de la vida se bus­
ca 7 encuentra ahora donde no está la política.

¿Ha quedado entonces desfasada la interven­


ción d e los ciudadanos?

La indiferencia 7 el zapeo electoral no exclu-


7en en absoluto las luchas colectivas ni los com­
promisos públicos centrados en la defensa de los
derechos humanos, en la escuela o en la protec­
ción del ambiente. La oposición a la guerra en
Irak movilizó a los europeos. El referendo sobre
el pro7ecto de Constitución europea ha levanta­
do fuertes polémicas. Lo que se impone no es un
desinterés estricto por la cosa publica, sino una
sensibilidad más pragmática en espera de políti­
cas concretas, más próximas a las preocupaciones
de los ciudadanos.

65
Con las desilusiones colectivas y la erosión de
los difere7ites interm ediarios —sindicatos, partidos.,
clases sociales—, ¿cómo se recom pone la dem ocracia
política? ¿Cuáles son los síntom as de esta desestabili­
zación de las identidades p olíticas? Y p o r líltimo,
¿qué ha sido d e las firm a s de perten en cia política?

A pesar de la profunda despolitización y de


la debilitación de la oposición izquierda-derecha,
la mayoría de los franceses (seis de cada diez) si­
gue estando situada políticamente. No obstante,
hay que señalar que más de uno de cada tres ale­
ga no estar «ni a la izquierda ni a la derecha» y
no confía para gobernar en ninguno de los dos
bandos. Al mismo tiempo, la volatilidad o la
fluidez electoral es mayor que antes. Los indivi­
duos todavía se consideran de derechas o de iz­
quierdas, pero crece la convicción de que esta
clasificación está «desfasada» o es discriminatoria.
Un sondeo del Instituto Francés de Opinión Pú­
blica revela que más de seis de cada diez ciudada­
nos no hacen ya diferencias entre los dos bandos
y se declaran favorables a un gobierno de con­
centración de izquierda-derecha. Así como hay
una reducción de las conciencias de clase, hay
igualmente una identificación menos intensa con
las familias políticas: el posicionamiento político
es hoy mucho menos productor de identidad so­
cial que antes. Mientras que la intensidad de las

66
identificaciones partidistas anda a la baja, la sub-
jetivación de la identidad política progresa. La
reducción de la influencia de los partidos y de
las ideologías mesiánicas aumenta la cantidad de
electores que no siguen las consignas de ningún
partido. En la actualidad, los que se declaran de
acuerdo sólo con una proporción de las ideas del
partido por el que tienen intención de votar son
más numerosos que los que comulgan con casi
todas sus ideas. A la relación con la política le su­
cede lo mismo que a la relación con la religión:
Hay una creciente proliferación de «creencias sin
filiación», de adhesiones por principios y sin par­
ticipación, de lealtades sin unanimidad. Además,
los electores manifiestan una tendencia creciente
a titubear, a esperar a la campaña electoral para
decidirse. En las democracias hipermodernas, lo
que gana puntos es el «elector estratégico», la dis­
tancia y autonomía respecto de los partidos. Es el
momento de las identidades políticas reflexivas y
des institucionalizadas.

¿E spues este contexto d e «descomposición» p o lí­


tica lo que sostiene lo que M ichael Walzer llama
«n u evo tribalism o »?

Es innegable. El desapego a la política es ac­


tualmente contemporáneo de un incremento de
los sentimientos comunitarios y de las «búsque-

67
das de raíces». Al producirse un vacío, la dinámi­
ca de individuación y la desaparición de las gran­
des visiones ideológico-políticas han precipita­
do la necesidad de identificarse con comunidades
particulares, étnicas, religiosas o regionales. Con­
forme desaparecen los polos de identificación de
carácter universal, que se perciben ya como abs­
tracciones lejanas, los individuos se vuelven hacia
su comunidad concreta e inmediata. La identi­
dad de los individuos pasa cada vez menos por la
adhesión a principios políticos generales y cada
vez más por referentes históricos, culturales, reli­
giosos o étnicos. Una explosión de identidades
que engendra un proceso de balcanizactón social
cuyo resultado es un mosaico de minorías y gru­
pos que se menosprecian o se odian.

¿Qité alim enta la decepción en una época de


despolitización ?

Cuatro factores fundamentales, a mi juicio,


destilan estructuralmente la desilusión. En pri­
mer lugar tenemos el fenómeno de la descreencia
utópica, característico de nuestra época. Las me-
gaideologías del siglo XX ocultaban todo lo que
podía contradecir el futuro radiante: falseando la
realidad, estuvieron a salvo, al menos durante un
tiempo, del escepticismo, de la desconfianza y
del desencanto. Ya no ocurre así en nuestras so­

68
ciedades, donde el acceso a la información se ha
independizado de la influencia de los partidos.
Menos cegados por las retóricas totalizadoras,
mucho más informados y más independientes de
los partidos, los ciudadanos se muestran más re­
celosos de los dirigentes políticos y sus mensajes.
Sólo hay espiral de la decepción donde hay de­
mocracia mediática y un ciudadano informado
por conductos no partidistas, y por ello capaz de
ser más crítico.
En segundo lugar, y no nos engañemos con
esto, la decepción no se nutre sólo de la imperi­
cia de los gobernantes. Hay algo mucho más
profundo que opera en este sentido y que es con­
sustancial al universo democrático, a saber, el sis­
tema de los derechos humanos, auténtico código
genético y axiomática moral de las democracias
liberales. Tomando por referente una utopía abs­
tracta de ese calibre, el desajuste con la realidad
es terrible. ¿Cómo podría lo real estar a la altura
de ideales tan elevados como la libertad, la igual­
dad y la felicidad de todos? ¿Cómo es posible
imaginar realizadas en la tierra la libertad y la fe­
licidad completas? Ya sabe usted lo que se dice:
«No se puede socorrer a todo el mundo.» Com­
parada con los derechos humanos, la acción po­
lítica concreta parece muy calculada, injusta,
siempre por debajo de lo que idealmente se espe­
ra y de lo que exige el respeto universal por la

69
i

I persona. Hay ahí un foco permanente de desen-


; canto que no tiene trazas de apagarse.

¿Cuál es el tercer fa ctor?

Bueno, ya lo hemos visto, es el nuevo con­


texto mundial, caracterizado por la liberalizadón
y la fmancierización de la economía. La conse­
cuencia de esta nueva fase del capitalismo es que
se reducen radicalmente los márgenes de manio­
bra del poder publico, su capacidad para dirigir
la marcha económica de la sociedad. Mitterrand
expresó bien este «drama» cuando declaró que en
la lucha contra el paro «se ha ensayado todo».
' *< Extrapolándolo, «no se puede hacer nada más»,
esto es lo que sugiere el nuevo orden mundial.
Con lo cual cobra fuerza la idea de que estamos
menos gobernados por los representantes políti­
cos que por el empuje anónimo de los ciclos eco­
nómicos. Es imposible que una enajenación polí­
tica así no produzca desmotivación y desencanto.
Como también lo es que la impotencia para diri­
gir el curso de las cosas no genere desilusión en
sociedades en las que, en principio, el pueblo se
proclama soberano y dueño de su destino.

¿No están igualm ente en entredicho los mensa­


je s políticos?

70
Sin duda: es el cuarto factor. La desaparición
de las ideologías demiúrgicas y la tremenda ex­
pansión del «cuarto poder» han transformado en
profundidad la retórica de lo político. La televi­
sión en concreto ha impulsado la formación de
un discurso simplificado al máximo, de un len­
guaje aséptico, tecnocrático, pulido, «políticamen­
te correcto», que ya no hace soñar, que ya no
«electriza» ni entusiasma a nadie. Al desacralizar-
se, el Estado-espectáculo ha trivializado, clorofor­
mizado la escena política. Es un «hablar triste»
que a muchísimos ciudadanos les parece compli­
cado, abstracto, alejado de sus preocupaciones;
los jóvenes aducen con frecuencia que no entien­
den las discusiones de los dirigentes políticos y
que no perciben diferencias entre los partidos, ex­
ceptuando a las formaciones extremistas. Ironía
de la época: cuanto más sencillos, directos, «co­
municativos» y en contacto con la gente quieren
parecer nuestros representantes, más incompren­
sibles, aburridos y desmotivadores se vuelven sus
mensajes.

¿Afecta a la vida cotidiana el desencanto p o líti­


co h iperm od em of

Aunque el paro tiene efectos muy importan­


tes en el ánimo y el comportamiento de los indi­
viduos, la desconfianza hacia la política apenas

71
repercute en los estilos de vida y en el consumo. El
desencanto o pesimismo político no pone freno a
los apetitos consumistas. Ahí tenemos otra caracte­
rística de la despolitización hipermoderna, que es
inseparable de una decepción «débil», más genera­
dora de indiferencia y distanciamiento que de aba­
timiento. Pero la decepción causada por la esfera
pública no explica ya, como pensaba Hirschman,
la sobreinversión en vida privada y consumo. La
búsqueda de las alegrías privadas se intensifica aho­
ra al margen de las desilusiones políticas. Dicha
búsqueda ha adquirido una especie de autonomía
creciente, que se apoya en el estímulo sistemático
de las novedades comerciales, el ocio y la plenitud
individual.

¿Caminan todas las dem ocracias actuales hacia


el mismo desencanto político?

Todas están caracterizadas por la dinámica


de los derechos humanos, la mundialización libe­
ral y la sobremediatización. Lo cual no elimina
en absoluto las particularidades nacionales. En
América Latina, por ejemplo, la corrupción tiene
un papel muy importante en la decepción políti­
ca de las poblaciones. En Europa mucho menos.
Esto no impide que haya fuertes corrientes de
decepción, en Francia muy concretamente: da fe
de ello que seamos el país con más abstención,

72
con menos filiaciones a partidos y sindicatos, y
con una extrema derecha que obtiene los mejores
resultados después de veinte años. ¿A qué se debe
esto? Es imposible dar cuenta de este fenómeno
sin remitirnos a un elemento muy arraigado en
nuestra historia y nuestra cultura política colber-
tista-jacobina-intervencionista. En este modelo,
la lógica del beneficio, la economía de mercado
y sus consecuencias no fueron totalmente acep­
tadas en ningún momento. El poder público se
reconoce como instrumento supremo de la uni­
dad y la cohesión social, la instancia productora
del bien público y del vínculo social. Ahora
bien, la «mundialización» choca de frente con el
modelo del Estado productor de la Nación. El
abismo existente entre el «modelo francés» (pa­
pel del Estado como vehículo de igualdad, lugar
de la ley, importancia de los servicios públicos)
y la dinámica neoliberal explica la amplitud de
la decepción. La impotencia pública en un país
que espera mucho del Estado comporta la de­
sacreditación de los agentes públicos, así como el
malestar en general. En el caso francés, ninguna
formación política importante ensalza los méri­
tos del liberalismo y la competencia. No es sólo
que la izquierda se acerque a veces a la extrema
izquierda desempolvando la retórica anticapita­
lista, antipatronal, antibeneficio; es que incluso
un presidente derechista como Jacques Chirac ha

73
al empleado pero no el empleo, que en la «revo­
lución conservadora» y la condena de otra era de
la economía de mercado.

El consum o es uno d e los hilos conductores d e


su interpretación de la modernidad\ La lógica co­
m ercial de la sociedad hiperm odem a., dice usted\
invade casi todos los dom inios de la vida privada y
colectiva. ¿Es la lógica d el hiperconsum o lo que nos
hace renegar d e nuestra vida dem ocrática y lo que
podría, p o r el sim ple gusto de la novedad, llevam os
a adoptar un régim en distinto d e la dem ocracia?
¿Es la dem ocracia, en el fon do, un bien de consum o
com o cualquier otro?

Desde el siglo XIX, la modernidad política ha


visto enfrentarse a los turiferarios de la democra­
cia y a sus enemigos radicales. Para la izquierda
marxista, el orden liberal debía derribarse porque
era un régimen político al servicio de los intere­
ses de la burguesía; la extrema derecha, por su
parte, declaró una guerra implacable al parlamen­
tarismo, a la democracia y al individualismo, que
eran sinónimos de decadencia, mediocridad y
anarquía. Aparato de coerción de los propietarios
contra el proletariado, «veneno», «porquerías
parlamentarias», «basura de Asamblea»: las fami­
lias políticas más dispares eran testigos de un
desprecio y un odio incontenibles a la democra-

76
cia parlamentaria. No hace mucho, los manifes­
tantes todavía canturreaban: «A las elecciones ios
mamones.» Esa época ha pasado. La democracia,
en la época de la hipermodernidad, ha vencido
en el exterior (el gran enemigo comunista ha caí­
do) y en el interior, al eliminar tanto las pasiones
nacionales agresivas como las perspectivas revo­
lucionarias. Ya no hay, por lo menos en Occi­
dente, enemigos dispuestos a empuñar las armas
contra ella. Estamos en la etapa triunfal, consen­
sual, de las democracias. Somos testigos de la
consagración de los derechos humanos, que se
imponen como el gran referente, el centro de
gravedad ideológico de nuestro mundo. En la
medida en que se organizan guerras «preventi­
vas» para establecerla, la democracia se ha con­
vertido en un producto de exportación. En el
presente no es un bien canjeable como los de­
más: se impone como valor absoluto y no nego­
ciable, el modelo del bien colectivo, la condición
política de los demás bienes.

¿Es tan total su triunfa com o d ice usted? ¿No


ha fracasado en m ultitud de cuestiones (sobre todo
en la referente a la pobreza), suficientes para que se
acabe p o r considerar algo transitorio? En otras p a ­
labras, más que de un trhm fo apático, ¿no cabría
hablar de fracasos reales de la dem ocracia para los
que sencillam ente no hay respuesta?

77
Consagración ideológica de los derechos hu­
manos no es sinónimo de democracia social ni
de inserción de todos en una sociedad justa y ar­
moniosa. Si bien triunfa la democracia política,
no sucede lo mismo con la dinámica de la igual­
dad social. En la Treintena Gloriosa tuvimos una
época relativamente feliz, porque vivíamos en
una sociedad en que se reducían las desigualda­
des entre las clases..Como usted sabe, desde los
ochenta y sobre todo desde los noventa, este es­
quema ha pasado a la historia. En nuestra época
se agravan los problemas planteados por la extre­
ma pobreza, el paro masivo, los w ork ing p oors
[trabajadores que no pueden salir de la pobreza],
la indefensión y la descalificación social. Los dis­
turbios de los barrios periféricos del otoño de
2005 son indicadores de la extensión del proble­
ma. Por lo demás, a juzgar por las poblaciones
como las de la antigua Unión Soviética que aspi­
ran a la democracia y acaban a veces añorando la
situación anterior, la decepción democrática es
manifiesta. El fin del comunismo y el triunfo de
la democracia pudieron hacer creer que íbamos
hacia un mundo de paz y prosperidad: huelga de­
cir que no es eso exactamente lo que hay. Para los
individuos excluidos, desafiliados, sin perspecti­
vas de futuro, la democracia no cumple sus pro­
mesas: sigue siendo una especie de cáscara vacía.

78
¿No ha consum ido el consumo a la dem ocracia?

Sólo una pequeña fracción de europeos se de­


clara estar dispuesta a sacrificarse por la libertad.
Y no se ha olvidado la famosa consigna de los pa­
cifistas alemanes: «Antes rojo que muerto.» ¿Se ha
quedado anémica la democracia? No lo creo. El
entusiasmo por la democracia no es desbordante,
pero ya no se la detesta, ya no se promueve su eli­
minación. Como se sabe, los franceses leen cada
vez menos prensa periódica, pero imagine que se
suprime la libertad de prensa: la indignación y la
movilización serian inmensas. Del mismo modo,
se consideraría abominable la idea de renunciar al
principio del sufragio universal. Recuerdo que
Winston Churchill decía a propósito de la demo­
cracia que era el peor de los regímenes, excep­
tuando todos los demás. En el fondo, este juicio
se ha incorporado a los hábitos de vida: es posible
que la gente no ame la democracia con amor ar­
diente, pero no quiere de ninguna manera que
haya otro régimen. Y no estoy seguro de que no
estemos dispuestos a morir por defenderla. La
desacralizadón de lo político ha dado lugar a
todo menos a un relativismo total: a pesar de in­
negables fenómenos de disgregación, seguimos fe­
rozmente aferrados a los grandes principios demo­
cráticos. Paradoja de la época: cuanto más crece
la decepción, más se consolida la adhesión masiva

79
a. los valores democráticos. La queremos, pero sin
pasión. Y la queremos sobre todo cuando tene­
mos la sensación de que está en peligro.

¿No es p a n icu la m ien te deprim ente que la de­


m ocracia no tenga y a alternativa?

No hay nada que lamentar en la desapari­


ción de las grandes religiones seculares de la Re­
volución y la Nación. Ya no está en circulación
la nostalgia de lo que engendró las sanguinarias
barbaries del siglo XX. El fin de la edad de oro
de lo político no tiene nada de deprimente. A
fin de cuentas, hay muchos otros proyectos y es­
peranzas capaces de orientar la existencia y de
motivar las pasiones. La creación, la investiga­
ción científica, los descubrimientos científicos y
técnicos, la búsqueda de la felicidad individual:
no estamos condenados a desilusionarnos porque
se hayan agotado los grandes proyectos mesiáni-
cos. Hay muchos otros que pueden llenar una
vida: el compromiso con las causas humanitarias,
la investigación, la creación, la educación de los
niños, la invención de formas de trabajo más gra­
tificantes. ¿Proyectos pequeños en comparación
con el prometeísmo político? Yo no diría tanto.
La invención de la píldora o de Internet ha cam­
biado más el mundo y nuestra vida que las con­
signas trotskistas. Ya no hay alternativa legítima

80
a la democracia política, pero todo está por in­
ventar en lo que se refiere a la democracia como
estado social. El «fin de la Historia» no se produ­
cirá esta semana, pues la historia no es única­
mente política: los asuntos que construirán el fu­
turo (la educación, la relación entre los sexos, el
trabajo, la vida cotidiana, etc.) no dejarán de in­
ventarse y reinventarse.

M e gustaría preguntarle p o r la incapacidad de


la dem ocracia para responder a la dem anda de fe li­
cidad. ¿Presupone su diagfióstico que In felicid a d es­
capa a la dem ocracia, que es un fen óm en o d e otro
orden, que no está bajo la responsabilidad d e ésta,
que está en otra p arte y que en consecuencia nos he­
mos engañado en lo que se refiere a esta fu n ció n de
la dem ocracia com o proveedora de felicidad?

El derecho a la «búsqueda de la felicidad» figu­


ra en la Declaración, de Independencia de-Estados
Unidos, de 1776. La Declaración de los Derechos
del Hombre y el Ciudadano de 1789 estipula que
sus principios tienen por finalidad «la felicidad de
todos». Al mismo tiempo, la tradición liberal ha
considerado siempre que la esfera de la felicidad
no afecta a la política, sino a los individuos. Recor­
demos la famosa fórmula de Benjamin Constant:
«Que el Estado se limite a ser justo; ya nos encar­
garemos nosotros de ser felices.» Pero hay que te-

81
ner en cuenta parámetros nuevos en un momento
en que la cuestión de la felicidad está cada vez más
vinculada socialmente a las técnicas y los estilos de
vida consumistas. ¿Qué enseñanzas extraemos de
aquí? Al menos una: que la felicidad no es sólo un
asunto extrapolítico, sino también independiente
de la técnica, del progreso, de la fuga hacia delante
del consumo. Consumimos cada vez más, pero no
por eso somos más felices. El mundo técnico per­
mite que tengamos una vida más larga y material­
mente más cómoda. Es mucho. Pero esto no es la
felicidad, que huye con obstinación de las ávidas
garras de los individuos. Mientras el dominio tec-
nocientífico crece indefinidamente, la felicidad si­
gue siendo lo más indomeñable, lo más imprevisi­
ble del mundo humano: ilumina nuestra existencia
cuando le viene en gana, por lo general sin que sea­
mos totalmente responsables. La felicidad viene
cuando no se la espera y se nos va cuando creemos
tenerla segura. Ni la política ni la Historia son me­
canismos que avancen gloriosamente hacia la feli­
cidad.

¿No cree usted que hay una sensación d e sacie-


dad, léase ingratitud, en tre los ciudadanos que ya
viven bien y que ahom defienden con menos entu­
siasmo lo que anibicionaban hace un siglo? ¿No cree
que, en la nueva sensibilidad colectiva, hay una es­
p ecie d e deseo en sordina, algo más sentimental?

82
Se ha hablado hace poco de «melancolía», a
propósito del malestar francés. Esta dimensión
existe, pero me parece menos significativa que la
fuerza del miedo y la inseguridad. Vistos desde el
exterior, parecemos «niños mimados»; desde den­
tro, la vida parece cada vez más difícil, más caóti­
ca y estresante. La. inquietud, más aún que la de­
cepción, cala hasta el alma del individuo actual.
Se la ve un poco por todas partes, en lo que se
piensa de la mundialización, de Europa, de la si­
tuación laboral, de los títulos, de la inmigración,
la alimentación, la salud, la contaminación. Lo
nuevo es que este miedo generalizado se difunde
con el telón de fondo de la fiebre consumista; en
este punto al menos no hay saciedad: cuanto más
se consume, más se quiere consumir, porque la
satisfacción de una necesidad genera nuevas de­
mandas. Lo que triunfa no es tanto la nostal­
gia del pasado cuanto la inquietud por la preca­
riedad del futuro.

¿Deja algún espacio para la política este consu­


mo que todo lo invade? ¿O nos constiela de lo que
y a no fu n cion a ?

Al estimular los placeres privados, el bienes­


tar y el ocio, el universo consumista ha dejado sin
herederos los grandes proyectos revolucionarios y
nacionales, ha minado el espíritu de militancia y

83
las grandes pasiones políticas. El ideal casi religio­
so de comprometerse en cuerpo y alma con gran­
des causas se ha esfumado, ya no es apto para dar
sentido a la vida. La plenitud personal es lo que
se impone como ideal ultimo, es el gran referente
y el motor psicológico de la era hiperconsumido-
ra. El Homo políticas ha cedido el paso al Homo
felix . No se trata ya de «cambiar la sociedad», sino
de vivir mejor en el presente, uno mismo y los su­
yos, de ganar dinero, de consumir, irse de vaca­
ciones, viajar, distraerse, hacer deporte, arreglar la
casa. Los sueños del «gran ocaso» se han extingui­
do y la cosa publica ya no motiva las pasiones
más que superficialmente. Sin embargo, las de­
mandas que se hacen a la política no han desapa­
recido, antes bien aumentan. Los mismos que se
desinteresan olímpicamente de la política esperan
de ella ventajas y beneficios: seguridad, educa­
ción, ayudas públicas, protección del ambiente,
eliminación de las desigualdades. Así, la crisis ac­
tual de los barrios periféricos se puede interpretar
como una demanda al Estado. Como la indivi­
duación del mundo crea vulnerabilidad, es inse­
parable de una multitud de demandas de medios
de seguridad, de programas de protección, de ex­
pectativas en relación con el Estado.

A lo largo d e los años, los grandes pensadores de


la m odernidad han hecho sonar la alarm a a p rop ó-

84
sito d e las amenazas que pesan sobre las dem ocra­
cias. ¿Les da la razón, según usted, la existencia de
la sociedad d e hiperconsum o?

Pensemos en Tocqueville y en Nietzsche, en


cuyos análisis se encuentra lo que podríamos lla­
mar paradigma de la m ediocridad democrática. El
primero habla de un hombre «medio», de costum­
bres tranquilas, pero sin grandeza ni nobleza, ab­
sorto en la búsqueda de placeres «triviales y ridícu­
los». El segundo retrata al «último hombre», sin
valor, incapaz de elevarse por encima de sus deseos
amorfos. Años después, Ortega y Gasset denun­
ciará al «hombre masa» de la era democrática, que
vive en una inmanencia vulgar y degenerada.
¿Está ahí el modelo tipo del individuo de los
tiempos del hiperconsumo? Yo creo que no. No
es verdad que el consumo-mundo haya consegui­
do colonizar todas las dimensiones del deseo hu­
mano. Nunca ha habido tantos investigadores, ar­
tistas, creadores, empresarios, deportistas de alto
nivel. La pasión por el riesgo se expande. Los de­
seos de aprender y meditar, de mejorar, de vencer
a los demás no han desaparecido, de ningún
modo, y no desaparecerán porque son «estimula­
dos» por el orden social democrático en el que
cada cual debe inventar su vida y construir su
identidad personal y social. Unos se obsesionan
por el bienestar, por los placeres «fáciles»; otros

85
por inventar, progresar y superarse. Las personas
siguen deseando comprender y esforzarse para
«perfeccionarse», para ser «más», para dominar,
ser reconocidas, ganar el aprecio de ellos mismos
y el de los demás, trascenderse. No hay que tener
miedo: la voluntad de poder en senddo nietzschea-
no no está en peligro de extinción. El hipercon-
sumo no ha transformado a las personas en borre­
gos que sólo viven pensando en la seguridad y el
entretenimiento. Narciso no reina en solitario.

Si la dem ocracia, a su entender, no se ha con ­


vertido en un sim ple bien de consumo, ¿no experi­
menta en cam bio algunas derivas? Si la dem ocracia
liberal no aniquila la «voluntad de poder», ¿no des-
truye en cam bio la vitalidad d el nexo social?

Ya en los años sesenta los situacionistas die­


ron Ja alarma al condenar el aislamiento de las
personas y la «comunicación sin respuesta» que
comportaban los medios de masas. Actualmente,
el sociólogo norteamericano Jeremy Rifkin se
pregunta si la comercialización total de los estilos
de vida no atroña la sociabilidad, la empatia, los
sentimientos que definen lo humano. Se nos
dice, aquí y allá, que la hipertrofia del consumo
comercializado, de los medios y del cibermundo
destruye los contactos directos y el gusto por la
sociabilidad. Sin embargo, los hechos no confir-

86
man estos temores. Lejos de quedar desfasados,
los sentimientos de identificación con nuestros
semejantes se expresan masivamente cuando se
producen grandes catástrofes. Jamás ha habido
tantas asociaciones ni tanto voluntariado. La
gente sale cada vez más para conocer el mundo y
disfruta reuniéndose con los amigos. Proliferan
los restaurantes, los festivales, las expresiones pú­
blicas. Ni el consumo, ni la televisión ni Internet
hacen peligrar la inclinación a la sociabilidad. Lo
que se busca y se inventa son nuevas relaciones
interindividuales. El individualismo total que
nos define no se reduce a encerrarse en uno mis­
mo y utilizar a los demás: también es sensibiliza­
ción, aunque sea superficial y pasajera, al sufri­
miento de los desconocidos y búsqueda de lazos
interhumanos postradicionales, es decir, selectos,
variados y renovados.

Sí, p ero tam bién es posible otm interpretación,


más crítica, d e las cosas: nos vemos, nos reunimos,
celebram os fiestas, pero en la vacuidad o volatilidad
más absoluta.

Me parece que eso es más un juicio moral


que una observación psicológica. Después de
todo, ¿por qué tienen que ser eternos los lazos
entre las personas? Un encuentro con otro puede
ser breve pero intenso y, en cierto modo, «inolvi-

87
dable». A veces hay más intensidad y más «ver­
dad» en las experiencias breves que no se anqui­
losan en la rutina de los días. ¿Por qué se suele
decir que sólo lo que dura está libre de vacuidad
y superficialidad?

Un antiguo eco platónico, seguram ente...

Es verdad, pero en un plano psicológico, la


valoración de la duración expresa sobre todo el
deseo de seguridad afectiva, el miedo a la sole­
dad, el temor a ser abandonados. ¿Y cómo no
percatarse de que la duración ya no es la prueba
de una comunicación interpersonal profunda?
Con el tiempo vienen también el tedio, la repeti­
ción, la irritación, el cansancio de lo que ya no
cambia: ya no se habla porque ha desaparecido el
encanto del descubrimiento y la pasión. La dura­
ción no me parece un ideal por sí misma, todo
depende de la forma como se viva.

En la época d e la m undialización de los m erca­


dos se nos bombardea con la idea d e que vivim os en
p len o nihilismo. La pru eb a es la corrupción, el rey
dinero, el «horror económ ico», el utilitarismo co­
m ercial...

Diversos fenómenos de importancia crucial


pueden explicar la interpretación nihilista de la

88
hipermodernidad. ¿Qué vemos a nuestro alre­
dedor? Una modernización desenfrenada e im­
perativa que, lejos de ser rematada por la fuerza
de los ideales, lo es por la competencia mundia-
lizada, la eficacia, las exigencias de rentabilidad
y de supervivencia económica. Ser cada vez más
perfecto, avanzar o desaparecer, modernizar por
modernizar, ganar la batalla de los índices de au­
diencia: con el triunfo de la especulación, el eco-
nomismo y la técnica vuelve a toda máquina algo
parecido a un niliilismo tecnocomercial. ¿Signifi­
ca eso que la sociedad de mercado representa el
nihilismo acabado, la «rebarbarización» del mun­
do? A mi modo de ver, eso es tomar la parte por
el todo, por muy poderosa que sea la parte. Pues
ios referentes de sentido y de valor no han sido
eliminados. La democracia y los derechos huma­
nos gozan de una legitimidad excepcional; las de­
sigualdades aumentan, pero las protestas sociales
se dejan sentir; si la ecosfera está amenazada,
también hay una conciencia del deber de reac­
cionar. Nuestro universo no ha secado las fuen­
tes capaces de regar la crítica, no hemos perdido
los principios ideales que permiten justificar la
crítica del presente. El neoliberalismo no ha con­
seguido erradicar la base de los valores democrá-
tico-humanistas. La democracia posee todavía los
medios para corregirse, para reorientarse y rein­
ventarse. La sociedad hipermoderna está domi-

89
nada por las figuras del accionista y el consumi­
dor, pero eso no significa que sea una sociedad
«posdemocrática», cerrada en sí misma y huérfa­
na de todo ideal de justicia.

¿No hay p u es bancarrota d e los valores bajo los


golpes d el capitalismo fin an ciero?

La sociedad hiperindividualista no destruye


los referentes morales: destradicionaliza la mo­
ral, pone en cuestión todo lo que antes era in­
discutido. Donde la Iglesia fijaba antes imperati­
vamente el bien y el mal, hoy hay comités de
ética, polémicas, debates sobre el aborto, sobre
la adopción de niños por homosexuales, sobre la
procreación, las manipulaciones genéticas, la eu-
tanasia. La época está llena de conflictos de ín­
dole moral. No vivimos la decadencia de la mo­
ral, sino una pluralización de las éticas, acorde
con una sociedad secularizada, democrática e in­
dividualista.

¿ Qiié opina usted de lo que algim os consideran


«m uerte d e la cultura», derrota d el pen sam iento?

En la modernidad inaugural, se acusaba a la


democracia de poner en peligro el pensamiento
individual por el empuje del conformismo y el
«despotismo de la mayoría». Hoy es el consumo
y los medios lo que alimenta las inquietudes en
este plano. El «valor de espíritu» de que hablaba
Valéry está amenazado por la búsqueda de los
mejores índices de audiencia y por una cultura
de la pantalla que sustituye la reflexión por la
emoción, el espíritu crítico por la animación-
espectáculo. En la época de la sociedad de hiper-
consumo lo desechable sustituye a lo duradero,
todo debe distraer deprisa y sin esfuerzo. El capi­
talismo y el espíritu de goce han minado la auto­
ridad y la dignidad de la cultura. Unos hablan de
una etapa «poscultural», otros de barbarie inte­
lectual y estética.
Estas observaciones no carecen de verdad.
Pero conviene no proyectarlas sobre un futuro
que se presenta como un destino ineludible.
Hay otros guiones posibles, en la medida en que
existen amortiguadora y tendencias contra el
expansionismo consumista. Las críticas a la es­
cuela y la televisión están vivas; los padres expre­
san su preocupación por las consecuencias de las
horas que pasan ios hijos delante de la pantalla.
Estamos igualmente en un punto en que se ha
erosionado la fe en la educación permisiva. Se
cuelga un blog cada segundo. Los foros de deba­
te en la red y los filocafés conocen un notable
éxito. Aunque estos fenómenos sean insepara­
bles de cierto narcisismo y de una expresividad a
veces confusa, expresa el deseo de ser menos pa-

91
sivos, cierta necesidad de comprender y una cu­
riosidad aguzada. No es verdad que la sociedad
de la diversión ¿Laya triturado el deseo de com­
prender, de aprender y reflexionar. Se puede creer
razonablemente que esta dinámica crecerá en el
futuro.

¿Por qué?

Quisiera adelantar dos razones. En primer


lugar, el boom de Internet, que es un medio que
estimula la curiosidad, que anima a los indivi­
duos a plantear nuevos problemas, a ampliar sus
conocimientos. Naturalmente, no caeremos en la
ingenuidad de creer que la democratización de
la información o una televisión de mejor calidad
bastarán por sí solos para remediar los problemas
planteados por el futuro inmediato de la cultura
y el pensamiento contemporáneos. El papel de la
escuela será primordial para aprender a situarse
en la hipertrofia informativa. Uno de los grandes
desafíos del siglo XXI será inventar nuevos siste­
mas de formación intelectual, una escuela pos-
disciplinal, pero también poshedonista. La cante­
ra es amplia. En este sentido, todo o casi todo
está por pensar y acometer.
En segundo lugar, no perdamos de vista el
lugar y la importancia creciente de las ciencias en
nuestras sociedades. Ahora bien, la ciencia no es

92
sólo «razonamiento» técnico o razón «calculado­
ra», por hablar como Heidegger, es también un
dominio que abre el espíritu, una invitación a
comprender y probar, una herramienta que fo­
menta el cuestionamiento del saber admitido.
Pienso en esas sociedades en que la ciencia ocupa
un lugar tan estratégico que los individuos están
lanzados en una carrera que no les permite ya ha­
cer uso libre de la razón.

¿Llegarían las ciencias a reemplazar a las hu­


m anidades clásicas, con vistas a la em ancipación
p o r el saber?
í
í3, Aunque la cultura científica fomenta el espí­
ritu de la duda, no podría sustituir a las humani­
dades, que proporcionan referentes de sentido y
marcos de inteligibilidad irreemplazables. Tene­
mos una gran necesidad de esas brújulas de refle­
xión ligadas por la historia universal del pensa­
miento. Son indispensables porque estamos cada
vez más ahogados por los flujos ininterrumpidos
de la información. Estoy convencido de que la
creciente influencia de las ciencias deparará más
bien una nueva era de las humanidades que su
extinción positivista.

la­ Vayamos a los p eligivs que amenazan aquí y


ahora las instituciones de la libertad, p orq u e es ahí

93
sobre todo donde p u ed e haber m ucha decepción...
A lpinos hablan ya de la inevitable vuelta d e la no­
che d el despotismo.

Yo partiría de un hecho comprobado: la de­


recha se ha instalado duraderamente en nuestro
paisaje político, pero se muestra contenida, en
ninguna parte ha destruido el orden y la legitimi­
dad democráticos. Es uno de los grandes méritos
de la era consumista e hiperindividualista.
Pero hay otros nubarrones despuntando en
el horizonte. En su último libro, El hom bre si?i
pravedad (2002), Charles Melman sostiene que
nos aguarda un regreso del autoritarismo. Anun­
cia la venida inevitable de un «fascismo volunta­
rio». La sociedad de goce o de hiperconsumo,
tal es la tesis del autor, creará una angustia in­
superable, a causa de la extrema confusión en
que nos hunde: los individuos ya no saben lo
que está bien y lo que está mal, no disponen ya
de referentes estructurado res. Por este motivo,
la gente reclamará una vuelta al orden. No será
ya un terror venido de fuera, sino un fascismo
«de dentro», nacido de la exasperación del indi­
vidualismo y la necesidad de aliviar la angustia
ligada a la desarticulación* de todos los referen­
tes. Ante todo he de decir que yo no estoy de
acuerdo con esta descripción. Sin duda la socie­
dad de hiperconsumo fabrica inseguridad y fra-

94
gilidad psicológica a dosis elevadas. Pero la «so­
lución» que Melman ve perfilarse no me parece
I?:' que sea la que .tenga más probabilidades de ma­
a:-.
:i ■■
terializarse. ¿Se pide la «vuelta al orden»? Sí, pero
recordemos que en cuanto una pequeña medida
!;■
s-,-. política infringe las libertades individuales, se
organiza una protesta. Ni siquiera en un contex­
A;-. to bélico se renuncia a la primacía de los dere­
sv-
y chos humanos: recuerde el escándalo de las tor­
turas de la cárcel de Abu Ghraib, en Irak. Para
I-.
remediar la angustia, ¿qué hace el Hoino dem o-
a..-
cm ticus transformado en Homo psycbologicus? Se
S- ■
■j v
vuelve hacia las medicaciones farmacológicas y
Ü':V psicológicas (psicotropos, psicoterapias, aseso­
|y
i :- ría general): en otras palabras, busca soluciones
particulares para problemas particulares. Lo que
Í-: ■ progresa es esta vía hiperindividualista, psicoló­
p:
L gica o «química» y no política: ella será sin duda i
la respuesta dominante al nuevo malestar en la
cultura. Ningún fenómeno observable justifica
por el momento la hipótesis de un futuro neo-
totalitario. La segunda revolución individualista
debilita las defensas psicológicas de los indivi­
íV duos, pero consolida las instituciones democrá­
ticas.

En cualquier caso, este individuo hipennoder-


no, desestabilizado, a disgusto consigo mismo, no anun­
cia un ¿futuro m uy halagüeño... ¿No hay aq u í una

95
insoslayable f í e n t e de inquietudes para las dem ocra­
cias liberales?

Con la individuación exacerbada de nuestra


época, las grandes instituciones han perdido su
poder tradicional de regulación social. Las Igle­
sias, los partidos políticos, los sindicatos enmar­
can cada vez menos, ya lo hemos visto, las creencias
y los comportamientos individuales. Esto com­
porta una inestabilidad, una gran indefensión
psicológica, un individuo desorientado que po­
dría buscar la integración comunitaria en grupos,
en «sectas», en redes a veces agresivas y radica­
les. De ahí surgen otros peligros: no proceden de
mayorías, sino de minorías activas. Aunque sin
llegar a hacer tambalear la democracia, estas mi­
norías pueden generalizar el terror, aterrorizar la
vida cotidiana, con la efectividad que todos co­
nocemos. El peligro que nos acecha está en la
desestructuración individualista y en nuevas mi­
norías que podrán no ser capaces de subvertir el
todo colectivo de las democracias, pero sí de ases­
tar golpes serios y repetidos a nuestros estilos de
vida y a la tranquilidad pública. El barco liberal
no naufraga, pero el efecto sobre los partidos es
considerable. Con el telón de fondo de la fragili-
zación psicológica de los individuos, el peligro al
que hay que enfrentarse no es tanto el hundi­
miento de las democracias políticas cuanto su

96
hostigamiento por parte de minorías peligrosas.
Después de la sangrienta dictadura del Estado to­
talitario, después de la suave tiranía del Estado
superprotector, la era de la escalada de la decep­
ción contempla el ascenso de la tiranía de las mi­
norías activistas.

97
i -y..-
LA ESPERANZA RECUPERADA

Es extraño, p ero basta ahora no ha hablado us­


ted d e la fam ilia. ¿Ha sido tam bién absorbida p o r
la esfera de la decepción?

El momento cumbre de la familia decepcio­


nante ha pasado ya. Basta acordarse de la célebre
frase «Familia, te odio» [de André Gide] y, más
cerca de nosotros, de las violentas filípicas contra
la familia burguesa, en el momento álgido de la
contracultura, para darse cuenta de lo que nos
separa de aquello. El valor de la familia está hoy
consensuado, se sitúa en el primer puesto de las
prioridades de los individuos, la inmensa mayo­
ría desea tener más tiempo libre para dedicarlo a
los suyos, equilibrar vida profesional y vida fami­
liar. Esta es fuente de un alto nivel de satisfac­
ción, incluso entre los adolescentes, que mayori-
tariamente declaran llevarse bien con sus padres.

99
La familia autoritaria ha sido reemplazada por la
familia afectiva, selecta, que da seguridad. Ya no
se considera una instancia alienante y represiva y
ahora es uno de los lugares privilegiados de la fe­
licidad.
Pero ¿esquiva totalmente a la hidra de la de­
cepción? Evidentemente no. Jamás ha habido
tantos jóvenes que se declaran felices en familia y
jamás se han registrado tantos suicidios y trastor­
nos mentales entre ellos. Desacuerdos, conflictos
por la custodia de los hijos, divorcios, mujeres
maltratadas, aumento de la «conciliación fami­
liar» (intervención sociopsicológica para encon­
trar una solución a los conflictos que enfrentan a
los padres): son muchos los fenómenos que testi­
fican que estamos muy lejos de tener un puerto
de paz y una esfera de plenitud sin sombras. La
dinámica de individuación de la familia permite
una reinversión en el plano afectivo, pero tam­
bién arrastra multitud de decepciones y resenti­
mientos ligados a las crisis de la vida en pareja.
Conforme aumentan las esperanzas de felicidad
en la vida privada y familiar, se multiplican ine­
vitablemente las decepciones.
El cuadro estaría incompleto si nos olvidára­
mos de las críticas dirigidas hoy a los padres lla­
mados «dimisionarios». En este contexto es donde
se utiliza, tanto en la derecha como en la izquier­
da, la amenaza de suspender, léase suprimir, las

100
prestaciones familiares. En nuestra época crecen
las desilusiones y las inquietudes en familias que,
faltas de autoridad, son incapaces de cumplir con
la educación y la socialización del hijo.

¿Qitiere eso decir que la fam ilia se ha vuelto un


lugar puram en te compensatorio y que se reinvierte
en ella lo que no satisface en otros lugares?

En cualquier caso, la familia es un lugar de


confianza que contrasta felizmente con la descon­
fianza que inspiran la empresa y la política, los
medios y el otro en general. Sobre este último
punto, fíjese que sólo dos franceses de cada diez
piensan que se puede confiar en la mayoría de las
personas. Muchas categorías sociales son objeto
de una gran desconfianza (inmigrantes, droga-
dictos, jóvenes de las ciudades), mientras que no
sucede lo mismo en el círculo de la familia, don­
de lo que domina es la confianza. En este sentido
ha habido un giro copernicano en relación con
las sociedades tradicionales, en las que se descon­
fiaba del resto de la familia y de los vecinos. La
familia actual es ese lugar protector en el que rei­
na la confianza y se practica la ayuda y la solida­
ridad: funciona como una instancia consoladora,
un lugar en el que refugiarse de un exterior que
hiere y angustia.

101
La sociedad d e la decepción que usted describe,
¿no es inseparable d e un im portante aumento de la
sensación de soledad?

Más de la tercera parte de los europeos cono­


ce la soledad «de vez en cuando» o «a menudo».
En su base están la individuación de los estilos
de vida, la liberación de los vínculos colectivos,
la desinstitucionalización de la familia y la reli­
gión. Actualmente viven solos seis millones de
franceses; en París, uno de cada dos domicilios
está ocupado por una persona sola. Los ancianos
están cada vez más aislados y durante más tiem­
po. Muchos estudios señalan el drama del aisla­
miento afectivo y social que sufren los parados.
En un plano completamente distinto, la multipli­
cación de los sitios de contacto en Internet ejem­
plifica la importancia social de la soledad, así
como el deseo de ponerle fin. No podemos co­
mentar este problema sin recordar los elevados
índices de suicidios (últimamente, 160.000 anua­
les en Francia), sobre todo entre los jóvenes, que
ponen al descubierto la fragilidad del individuo
hipermoderno ante una soledad interior a veces
insoportable. Pero para no quedarnos en una
realidad tan trágica, pensemos en otro fenómeno
típico de nuestro tiempo, la pasión por los ani­
males domésticos. En Francia hay más de 56 mi­
llones y más de un hogar de cada dos posee al

102
menos un animal de compañía. En parte hay que
atribuir esta pasión a la disolución de los lazos
sociales que caracteriza a nuestra época. Pero sólo
en parte, porque el apego a un perro o un gato es
también una forma de protegerse de las decep­
ciones que surgen de la relación con los demás. A
diferencia de los humanos, los animales no de­
cepcionan nunca. No se espera de ellos lo que no
pueden dar, se les quiere porque siempre son así,
porque nunca cambian y nunca nos engañarán.
El animal de compañía es un seguro contra las
esperanzas defraudadas y al mismo tiempo una
compensación por los desengaños que vive el in­
dividuo en la actualidad.

Pasión p o r los anim ales domésticos, paten te in­


suficiencia de la fa m ilia (basta recordar la catástro­
f e d el verano d e 2003, cuando la sequía puso a l
descubierto el aislamieyito de los ancianos), a pesar
de su carácter tranquilizador. ¿No estamos en ple7ia
regresión moral\ psicológica y afectiva?

En la sociedad de la decepción, mientras los


mayores se visten con desenfado y no quieren
envejecer, los jóvenes adultos juegan a ser niños
en los parques temáticos, van en patinete y com­
pran ositos de peluche. «Adulescente», síndrome
de Peter Pan: algunos, a la luz de estos fenóme­
nos, diagnostican la desaparición de las diferen-

103
cías entre las edades y las generaciones, en bene­
ficio de una «guardería universal» y una humani­
dad infantilizada. El igualitarismo extremo llega­
ría así a crear un estado de indiferenciación entre
los niños y los adultos, con el triunfo de la pueri­
lidad generalizada. Pero ¿es esto convincente? Yo
creo que no. Porque ¿de qué regresión hablamos?
No tomemos los juegos de una sociedad por su
sustancia. ¿De veras la humanidad se ha vuelto
bebéfila? Ni mucho menos, porque el fenómeno
que comentamos no es en el fondo más que una
sim ulación hidica. El hiperconsumidor juega con
la separación de las edades, no la suprime ni la
desprecia. El niño no se ha convertido en mode­
lo del adulto, como suele decirse precipitada­
mente. Aparentar menos edad de la que se tiene
es una aspiración actual legítima, hacerse el niño
no. Los códigos morales de las edades siguen te­
niendo vigencia social y exigen comportamien­
tos diferenciados, como los mercadotécnicos sa­
ben muy bien. Una mujer de cuarenta años no
se viste como las de quince y no «va» a los mis­
mos lugares. ¿De qué hablamos entonces? El
neoconsumidor quiere olvidar, evadirse, escapar
unos instantes al peso de la responsabilidad de
ser sujeto. No es regresión psicológica, sino libe­
ración pasajera de las crecientes molestias del tra­
bajo, de las tensiones y preocupaciones de la vida
cotidiana. El fenómeno es mucho más la expre­

104
sión de una sociedad lúdico-hedonista, que legiti­
ma todas las formas de placer, que la de una socie­
dad que niega la diferencia entre las edades. Los
mismos a quienes les gusta «experimentar una re­
gresión» en la intimidad pueden haber sido, unas
horas antes, negociantes intratables y devotos del
trabajo. Crece el consumo regresivo porque se in­
tensifican las exigencias del gobierno de uno mis­
mo. El movimiento de fondo de la era hiperindlvi-
dualista coincide mucho más con una reflexividad
inquieta que con la regresividad pueril.

A pesar d el hedonism o hídico que ha m encio­


nado, es innegable que proliferan los snfiim ientos
interiores. ¿Sería la sociedad d e la decepción básica­
m ente una sociedad de la depresión?

El período hipermoderno es inseparable de


un aumento impresionante de las depresiones y
el malestar en general. El porcentaje de casos de­
presivos en Francia se ha multiplicado por siete
entre 1970 y 1996; el 11% de los franceses ha
tenido hace poco un episodio depresivo y el
12% del porcentaje anterior declara haber sufri­
do ansiedad general en el curso de los seis últi­
mos meses. Pero al mismo tiempo, alrededor de
nueve de cada diez europeos dicen que son feli­
ces o muy felices, a pesar del paro masivo y de la
creciente sensación de inseguridad. Yo haría dos

105
observaciones a este respecto. La primera es que
el pesimismo actual no es identificable con la de­
cepción profunda y el desánimo insuperable. Se­
gunda observación: la sociedad de la decepción es
una sociedad en que a los individuos les cuesta re­
conocer su decepción y su insatisfacción. Confe­
sarlas es cada vez más difícil en una cultura en
que infelicidad significa fracaso personal y en la
que se prefiere dar envidia a recibir compasión. Y
a nadie le gusta deprimirse confesándose infeliz,
para que al compararse con los que están peor
haya motivos para no sentirse la más desdichada
de las criaturas.

Es un p o co el m étodo Coué...

Seguramente. Unos nueve de cada diez fran­


ceses se declaran felices o muy felices en la em­
presa; sin embargo, menos de un asalariado de
cada dos dice que su trabajo sea placentero y sólo
un tercio admite encontrar en el trabajo un nivel
de realización personal. Al mismo tiempo, los in­
dividuos se declaran optimistas sobre ellos, pero
pesimistas sobre los demás. La decepción que
triunfa a escala macrosocial, de golpe, no com­
porta de ningún modo parálisis o inercia indivi­
dual: es más bien lo contrario. Incluso en Fran­
cia, donde la densidad empresarial es menor que
en otros países, alrededor del 27 % de los ciuda­

106
danos querría tener una empresa propia; todos
los años se fundan cerca de 70.000 asociaciones;
hay 30.000 artistas plásticos; y proliferan las
prácticas deportivas y expresivas (fotografía, ví­
deo, literatura, blog, música); los individuos no
dejan de formarse e informarse, de viajar, hacer
fo o t ín g y ejercicios para estar en forma. Nuestra
sociedad es depresiva y decepcionante, pero so­
bre un telón de fondo de activismo generalizado
y de expresión personal en todos los sentidos. La
era de la decepción no se conjuga tanto con el
inmovilismo cuanto con la autoconstrucción vo-
luntarista y la redistribución permanente de los
elementos de nuestro marco de vida.

Pero ¿no es la con stricción de uno mismo p reci­


sam ente lo más d ifícil d e conseguir>y causa de decep­
ción?

En la época en la que entramos, la auto­


construcción es todo menos una aventura senci­
lla y tranquila. Solo con sus propios recursos, el
individuo debe ahora hacerse de arriba abajo, y
fuera de los antiguos marcos colectivos y religio­
sos. ¿Y cómo, en efecto, no ser presa de la de­
cepción, cuando uno es el único responsable de
sí mismo y ya nada detiene la proyección de es­
peranzas?
Llevada a l extremo, ¿no conduce la sociedad de
la decepción a cien o «olvido d el otro», a cieñ a fo r ­
ma de anom ia litoral generalizada?

Es un lugar común remitir el individualismo


al egoísmo, al cinismo absoluto. Desde este punto
de vista, la sociedad hipermoderna de mercado se
correspondería con una época en que los indivi­
duos estarían replegados en sí mismos, insensibili­
zados a los demás, obsesionados por el dinero y sus
propios asuntos. Sin embargo, hay otros fenóme­
nos que invitan a presentar un cuadro más matiza­
do, menos pesimista. Más de 400 organizaciones
no gubernativas tienen categoría consultiva cerca
del Consejo de Europa. Cuatro de cada cinco aso­
ciaciones francesas funcionan gracias a los volun­
tarios, que ascendían a unos 12 millones en 2004,
es decir, el 27% de los franceses mayores de quin­
ce anos; 3,5 millones de voluntarios dedican por lo
menos dos horas semanales a una asociación. Y el
fenómeno progresa. Se observa igualmente el cre­
cimiento del volumen de donativos filantrópicos;
casi uno de cada dos franceses se solidariza dando
dinero a una organización. El comercio justo en­
cuentra un eco favorable, aunque todavía inci­
piente. Se multiplican las agencias que evalúan a
las empresas con criterios éticos. Las inversiones
económicas en las empresas en función de crite­
rios no sólo económicos, sino también comunica­

108
tivos y ambientales (los fondos de «inversión so­
cialmente responsable»), marchan, pasados unos
años, viento en popa. Es evidente que individua­
lismo desatado no es sinónimo de indiferencia a
los problemas del otro, ya que los individuos ma­
nifiestan todavía actitudes de respeto, ayuda y so­
lidaridad. Muchos ciudadanos se toman en serio
la idea de dejar un planeta habitable a las genera­
ciones futuras; hay enérgicas y numerosas reaccio­
nes de indignación ante la corrupción, los delitos,
la violencia contra las personas. Por todas partes
vemos multiplicarse comportamientos éticos «in­
doloros» y circunstanciales, sin obligaciones ni gran­
des sacrificios (donativos para los telemaratones
benéficos, huelga de solidaridad con las víctimas
del tsunami). En cualquier caso, estos impulsos
compasivos de masas ponen de manifiesto que el
individuo centrado en sí mismo todavía es capaz
de sentirse afectado por la desgracia de sus seme­
jantes y de tener sensibilidad altruista. El hombre
actual no es más egoísta e «inhumano» que el de
antes: en los dominios tradicionales, la envidia co­
rroía a las personas y la consagración del deber no
impidió ni las guerras mundiales ni ios campos de
exterminio. Hiperindividualismo no quiere decir
naufragio de los valores y los ideales desinteresa­
dos. Es una de sus tendencias, pero no la única. El
individualismo no es incompatible con la respon­
sabilidad y el imperativo éticos.

109
Entonces, según usted, el «crepitscido d el de­
ber», títido de una obra suya, no es en m odo alguno
un fen óm en o desesperante. También hay protestas
nuevas, nuevas radicalidades que salen a l paso d el
carácter excesivo de la sociedad de hiperconsum o,
con los m ovim ientos antipublicidad, con los alter-
mundialistas, sobre todo. ¿Cómo interpreta usted
estas nuevas indignaciones?

Una característica de la hipermodernidad es


que ya no ofrece soluciones de recambio globales
y verosímiles al mercado y a la democracia. Sin
embargo, esta situación inédita no ha hecho de­
saparecer el espíritu de protesta radical, sobre to­
do a través de los movimientos altermundialis-
tas, los paladines del anticrecimiento o los acti­
vistas antipublicidad que condenan el reclamo
como máximo símbolo de la comercialización de
la vida. ¿Cuál es el efecto práctico de estos movi­
mientos? Desinflar los neumáticos de los coches,
pintarrajear las vallas publicitarias del metro, pa­
rodiar logotipos, organizar el «día sin compras»;
pero todo esto es tan insignificante, tan ruidosa­
mente exagerado y tan «desechable» como los
productos denunciados por los nuevos militan­
tes. Han llegado los tiempos del «radicalismo
portátil», de la disidencia ludico-espectacular,
llamativamente en sintonía con el espectáculo
publicitario. Por lo demás, no es sólo la simple

110
complicidad de estas corrientes con el universo
que condenan. Pues lejos de hacer descarrilar el
sistema, proporcionan nuevo combustible al or­
den mediático-publicitario. No se trata en modo
alguno de una fuerza subversiva, sino de un nue­
vo elemento de la sociedad del entretenimiento
mediático. El efecto de los activistas antipublici­
dad en el funcionamiento de la economía comer­
cial es muy pequeño, por no decir nulo; en cam­
bio, reciben una amplia cobertura mediática. Es
una rebelión confortable, una protesta-entreteni­
miento que sirve para llenar las páginas de los
medios. Estas iniciativas no cambiarán en abso­
luto el orden comercial, pero dan ideas nuevas a
la mercadotecnia y a la publicidad; paradójica­
mente, contribuyen a la renovación y a la creati­
vidad de la mercadotecnia que pretenden abolir.
Y añadiría que, si es verdad que a escala planeta­
ria el poder del consumo está todavía en sus co­
mienzos (China y la India apenas han entrado
todavía en materia), les esperan muchas decep­
ciones a los antipublicitarios, demasiadas para
contarlas.
Sin embargo, estas luchas que proclaman que
la felicidad comercial no nos satisface expresan
la búsqueda de un horizonte que no sea el del
consumo pasajero y la agresividad comercial. Al
menos ahí tenemos una buena noticia; el capita­
lismo de hiperconsumo no ha conseguido trans­

111
formar a los individuos en compradores puros.
Es innegable que el orden comercial tiene un po­
der tremendo, pero no es ilimitado, pues la «ti­
ranía de las marcas» no impide en absoluto las
críticas ni guardar las distancias respecto del con-
sumismo. Lo demuestra el aumento de la concien­
cia antimarca, de la que da fe él éxito mundial del
libro de Naomi Klein, así como el empuje del fe­
nómeno de los «alterconsumidores». Vemos igual­
mente el crecimiento de lo que a veces se llama
«atención a la ganga»: no comprar caro parece
abora más inteligente, menos impuesto, más mali­
cioso. Así, conforme se consuma la omnipresencia
de las marcas, los individuos se independizan de
ellas.

Entonces, ¿no ve usted ninguna virtu d en estos


m ovim ientos de protesta?

Hablemos claro; no han sido los activistas


antipublicidad quienes han favorecido el creci­
miento de esta sensibilidad «crítica» o descon­
fiada. El principal artífice ha sido el ptopio ca­
pitalismo: el loiu cost y el «maxidescuento» han
contribuido infinitamente más a distanciar de las
marcas al consumidor que los actos de resistencia
de los antipublicitarios. En efecto, los artículos
de «primeros precios» son ya de buena calidad:
entonces, ¿por qué pagar tres veces más por un

112
logotipo? Hay en marcha una dinámica de dis-
tanciación y desfidelización respecto de las mar­
cas. Lo que hace al consumidor más experto o
reflexivo es este nuevo despliegue del mercado,
no las «transgresiones» de los antipublicitarios.
Por un lado, la dinámica del mercado que diver­
sifica la oferta y los precios, por otro la indivi­
duación de lo social y la debilitación de los mo­
delos culturales de clase, y por'último el acceso a
más información a través de los medios o de In­
ternet, esto es lo que hace guardar distancias al
consumidor, que ahora es más exigente en cues­
tión de calidad, precios y servicios. En este con­
texto, el hiperconsumidor ha adquirido un poder
y una libertad de elección que no existían antes.
Puede variar y combinar las compras, aprovechar
una alternativa real en cuesdón de precios, acce­
der a productos o a servicios antes reservados a
las clases pudientes (el avión, por ejemplo). Bajo
el «fascismo de las marcas» aumenta el poder del
Homo consumericus. Y si bien hay un aumento
innegable de la vida comercializada, es insepara­
ble de una mayor autonomía del consumidor-
agente.

D ice usted que nuestro sistema no es totalitario.


Pero ¿no se p odría ver, en el fi'acaso de los m ovi­
m ientos antipublicidad para ser subversivos, la
p m eb a d e la fon n id a b le capacidad de digestión de

113
este sistema que, a fuerza d e absorberlo todo, y a no
p erm ite la protesta verdadera?

La capacidad de «recuperación» del capitalis­


mo es un tema que está sobre el tapete desde
hace cuarenta años. En los años sesenta, por
ejemplo, se condenaba la integración de la clase
obrera en las estructuras establecidas del capita­
lismo. Hoy se denuncia el «pensamiento único»,
la desaparición de los modelos de ruptura, la ab­
sorción de las vanguardias artísticas por el carna­
val de la Cultura y el Museo. La observación es
exacta: todo lo que es «transgresor», radical o
subversivo tiende a disolverse en el sistema infi­
nito del consumo y la comunicación. Los hippies
y los punkies consiguieron cambiar la moda; la
bohemia y el anticonformismo son absorbidos
por la nueva burguesía «informada»; las obras
transgresoras se venden a precio de oro; el lujo
juega a la provocación. Es evidente que las nue­
vas sociedades liberales «soportan» muy bien las
rebefiones, comprendida la que se cree más radi­
cal. Si la subversión no existiera, habría que in­
ventarla. Sobre este asunto haré dos observacio­
nes. En primer lugar, se simplifica demasiado
cuando se descalifica el fenómeno de la oposi­
ción institucionalizada con las sempiternas lógi­
cas de la distinción y el consumo competitivo.
Hay algo más profundo en juego: es el culto a lo

114
Nuevo, que es consustancial a la civilización mo­
derna, democrática e individualista, como ya he­
mos visto. Si la disidencia cultural se absorbe tan
bien, no es sólo porque permite establecer dife­
rencias entre lo simbólico y lo social, sino tam­
bién porque es el ejemplo vivo del principio de
lo Nuevo. En segundo lugar, la deglución siste­
mática de la disidencia no es indicio de neoto-
talitarismo, sino más bien de' una sociedad de
movimiento e invención acelerados que necesita
eliminar parte de sí para renovarse y reinventar­
se a perpetuidad. Como todo se absorbe ense­
guida, hay que reintroducir lo nuevo sin cesar.
Todo lo contrario de la sociedad totalitaria, que
es una sociedad dirigida por el poder político y
que se dedica a contener la entrada de lo nuevo.
Si hay radicalismo, no está ya en los Grandes
Rechazos (anticapitalismo, anticonsumismo, an­
tidesarrollo), que parecen retóricas de encanta­
miento. Se encuentra en la invención permanen­
te de líneas internas de transformación, en ios
avances intelectuales, científicos y técnicos que
cambian efectivamente lo real sin las ilusiones
del izquierdismo cultural. No sufrimos una falta
de «negatividad», sino un déficit de «positividad»
y de inteligibilidad de la vida. Actualmente, la
tecnociencia es más subversiva que la política y
que el campo cultural: ella es el verdadero motor
de la «revolución permanente» y sin duda lo será

115
cada vez más. En la sociedad hipermo tierna, la
institución más racional) la tecnociencia, es igual­
mente el más transgresor, el más desestabilizador
de los referentes de nuestro mundo.

Eso que ha dicho de la antipublicidad es una


im pertinencia, ¿Haría usted la misma observación
irónica acerca d el altermundtalism o? ¿No podría
decirse que en el tem a de la reducción de la deuda
d e los más pobres han tenido una influencia positi­
va cierta co m en te d el alteim undialism o o los toa-
bajos de Joseph Stiglitz?

Las manifestaciones altermun dialistas han te­


nido el mérito, como señala Stiglitz, de fomen­
tar el examen de conciencia entre los gobernan­
tes; ellas llamaron la atención sobre los efectos
negativos de la liberalizadón de los mercados fi­
nancieros, sobre las promesas que no cumple la
mundialización y sobre las insuficiencias de las
grandes instituciones económicas internaciona­
les. Han desempeñado sin duda un papel en el
proceso de cancelación de la deuda de algunos de
los países más pobres, en los acuerdos para el en­
vío de medicamentos genéricos, en el proyecto
de ley para crear un impuesto de solidaridad en
los pasajes de avión, con objeto de aumentar la
ayuda al desarrollo. En este sentido, la corriente
altermundialista es un contrapoder útil para ha­

lló
cer visibles las injusticias degradantes y reanudar
el debate público.'
Pero este aspecto no debe ocultar ni la con­
fusión identitaria ni la pobreza programática del
fenómeno. ¿Qué es exactamente el altermundia-
lismo cuando este movimiento se presenta como
un mosaico heterogéneo compuesto por tercer-
mundistas, antiimperialistas, nacionalistas de iz­
quierda, marxistas, alternativos y ecologistas?
Carente de unidad y movimiento hecho de mo­
vimientos, por si fuera poco no propone ningún
esbozo de modelo alternativo, ningún programa
convincente, ningún sistema de recambio que
pueda dar lugar a un mundo liberado de la po­
breza y las desigualdades. ¿Poner fin al horror
capitalista? ¿Para sustituirlo con qué? Conoce­
mos los calamitosos resultados a que están conde­
nadas las economías dirigidas. ¿«Desglobalizar»,
reinstaurar las medidas proteccionistas? Eso es
olvidar todo lo que el crecimiento económico de
Asia oriental, en particular, debe a la formidable
dinámica de las exportaciones. Además, ¿quién
ignora que el nacionalismo comercial acabaría
con las empresas exportadoras? ¿Abolir la «dicta­
dura de los mercados»? Sí, pero ¿cómo? Si «es
posible otro mundo», no será precisamente la ta­
sación de los movimientos internacionales de ca­
pitales lo que permitirá realizar el gran designio
anunciado. La tasa Tobin no basta para impedir

117
los éxodos masivos de fondos de especulación y
no habría podido impedir la crisis asiática de
1997. Es de primera necesidad denunciar los
errores cometidos por el Fondo Monetario In­
ternacional o el Banco Mundial y enderezar crí­
ticas a los «fundamentalistas del mercado». Pero
no por eso debemos poner en la picota la mun-
dializadón capitalista, que ha hecho que dismi­
nuya la pobreza y permitido la alfabetización de
millones de personas. No hay una versión única
del mercado y podemos construir una mundiali-
zación menos anárquica y más preocupada por
la justicia social. Pero sobre la forma de llegar a
eso, el altermundialismo no dice nada. Plantea
problemas a los que no aporta ninguna solución
viable. En el bosquejo de otra mundialización
influirá más la racionalización del propio capita­
lismo que las consignas radicales del antiliberalís-
mo económico.

Algunos proponen que baya un numerus clau-


sus en la adquisición de bienes duraderos, para li­
m itar el consumo. ¿Es igual de inconcebible?

Vieja polémica: cómo determinar lo que es


superfluo y lo que es necesario. ¿Dónde comien­
zan y dónde terminan las «falsas» necesidades?
¿Se va a impedir a los turistas que viajen en avión
porque supone un derroche de energía? Los ene­

118
migos de la vida comercializada denen razón al
decir que la carrera desenfrenada del consumo
no da la felicidad, pero su ataque contra lo «inú-
di» está demasiado impregnado de ascetismo. Al­
gunas de nuestras alegrías se basan en frivolida­
des, en placeres fáciles, en pequeños lujos: es una
de las dimensiones del deseo y de la vida Huma­
na. Se puede pensar que esta parte inútil, en las
condiciones actuales, es un exceso, pero no hay
que buscar su erradicación pura y simple. Sería
mayor el mal que el bien obtenido, porque sólo
una sociedad autoritaria y antidemocrática puede
imponer una alteración semejante de la vida coti­
diana. La «sencillez voluntaria» acabaría siendo
enseguida sencillez despótica. De todos modos,
esta utopía no tiene ninguna posibilidad de reali­
zarse, ya que choca de frente con la aspiración
del individuo democrático a los goces fáciles y
variados. Esto no impide que se puedan concebir
y legitimar medidas limitadoras para reducir, por
ejemplo, los consumos más contaminantes, los
que más atenten contra el medio natural.

¿ Cómo cabría esperar una casa así en esta socie­


d a d d e la decepción? Usted y a ha m encionado la si-
nistrosis actual, p ero hay que esperar algo más que
el sim ple equilibrio entre decepción y placeres: hay
que recuperar el gusto p o r el progreso, p o r un m un­
do mejor.

119
No faltan razones para tener esperanza. Em­
pezando por la propia mundialización, que deja
entrever la posibilidad de que miles de millones
de personas salgan del subdesarrollo. Que el nue­
vo orden económico genere desigualdades extre­
mas no debe hacernos olvidar esta dimensión.
No hay ninguna razón para no tener esperanza
en las ciencias y las técnicas. En los últimos dece­
nios la población ha ganado cada ano tres meses
de esperanza de vida. Una niña tiene hoy el 50%
de probabilidades de vivir por lo menos cien
años. Una vida más larga y con mejor salud: casi
nada, no despreciemos el placer de ver acercarse
este sueño inmemorial de la humanidad.
Pero en un plano completamente distinto
hay otra dimensión que debería suscitar algún
optimismo. Una característica de nuestras socie­
dades es que la vida en ellas es cada vez más abier­
ta, es decir, más móvil, no está socialmente pre­
determinada, se basa en un amplio abanico de
opciones, posibilidades y modelos. Sin duda son
legión las ansiedades, las depresiones, las lesiones
de la autoestima, pero también gozamos de ma­
yor número de estímulos y ocasiones para cam­
biar las circunstancias. Nuestra época tiene esta
característica, que ofrece multitud de puntos de
apoyo para cambiar y combatir más rápidamente
las desdichas que nos afligen. En la época hipe-
rindividualista, la vida permite más recuperacio­

120
nes, alternancias y cambios frecuentes: es una so­
ciedad. que se dedica a fomentar la «resiliencia»,
la posibilidad de salir de una cosa introduciéndo­
se en otra. Al abrir el futuro y sus opciones, la so­
ciedad bipermoderna aumenta las posibilidades
de poner al individuo en movimiento, de rehacer
su vida, de recomenzar con otro pie. Si bien son
numerosas las,insatisfacciones y las decepciones,
también lo son las ocasiones de librarse de ellas.
La sociedad actual es una sociedad de desorgani­
zación psicológica que es inseparable de un pro­
ceso de relanzamiento subjetivo permanente por
medio de una multitud de «propuestas» que re­
nuevan la esperanza de felicidad. Cuanto más de­
cepcionante es la sociedad, más medios imple-
menta para reoxigenar la vida.

¿No es eso ilusorio y artificial?

La ilusión es también uno de los medios para


salir del pesimismo. Desde este punto de vista
hay una sabiduría de la ilusión. Aunque la socie­
dad individualista de la hiperoferta nos pierde,
nos salva al mismo tiempo porque nos presenta
más oportunidades de redinamizarnos y dedicar­
nos a nuevos objetivos. No hablamos de «tiranía
de la felicidad», aunque vivimos en una sociedad
en que nos sentimos culpables por no ser felices.
Porque hay otra dimensión: está en que la cre-

121
cíente oferta de felicidad (espectáculos, viajes,
juegos, deportes, técnicas psicocorporales) re­
dunda en un aumento de razones para esperar
una mejora aceptable de nuestra suerte. ¿Aumen­
ta la esperanza las ilusiones y las decepciones? Sin
duda, pero ¿cómo vivir sin esperanza, sin la idea
de «otra cosa»? El grado cero de la esperanza es el
horror. ¿Cómo no entender que las invitaciones
a la plenitud permiten también confiar en un fu­
turo diferente y nos ayudan a modificar los ele­
mentos insatisfactorios de nuestra vida? La época
hipermoderna contiene muchos defectos, pero al
menos permite imaginar y emprender cambios
más frecuentes en la vida personal: da acceso a
- las posibilidades al ofrecer multitud de fórmulas
para la felicidad.

Vemos un recrudecim iento de las críticas contra


el capitalismo d e consumo. ¿En q u é m edida es p osi­
ble reducir el exceso de la vida com ercial? Más
exactamente, ¿nos p erm ite la sociedad diversificar
suficientem ente nuestros objetivos vitales fu era d el
campo d el consum o?

Denunciar en bloque el cosmos del hiper-


consumo me parece infundado. No todo en él es
negativo, ni mucho menos. Pero sobre todo es
que esos dardos no son una forma eficaz de con­
trarrestar los perjuicios o los excesos del consu­

122
mo. No se reducirá la influencia del consumo en
nuestras vidas por condenarlo en nombre de
principios morales e intelectuales. Nada reducirá
la pasión consumista, salvo la competencia de
otras pasiones. Cómo no recordar aquí la propo­
sición VII del libro cuarto de la Etica de Spi-
noza: «Un afecto no puede ser reprimido ni su­
primido sino por medio de otro afecto contrario
y más fuerte que el que hay que reprimir.» Ex­
trapolando esta perspectiva, el principal objetivo
que debemos fijarnos es ofrecer metas a los in­
dividuos, fines capaces de motivarles fuera de la
esfera del consumo. De este modo, y sólo de este
modo, podría frenarse la fiebre compradora.
Pero ¿por qué exactamente hay que fijarse como
meta la reducción de la vida consumista? No
porque el consumo sea el mal, sino.porque es
excesivo o exagerado y no puede satisfacer todos
los deseos humanos, que no son sólo deseos de
goce inmediato. Conocer, aprender, crear, in­
ventar, progresar, ganar autoestima, superarse fi­
guran entre los muchos ideales o ambiciones
que los bienes comerciales no pueden satisfacer.
El hombre no es sólo un ser comprador, también
es un ser que piensa, crea, lucha y construye. De­
beríamos guiarnos por esta máxima de «sabidu­
ría»: obra de tal modo que el consumismo no sea
omnipresente ni hegemónico en tu vida ni en la
de los demás. Y eso para que no termine por ser

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devastador. Que es lo que tiende a ser en parti­
cular entre las poblaciones más marginadas, que
no tienen otra meta que comprar y comprar cada
vez más. En este plano, el consumo-mundo es
peligroso: aplasta las demás potencialidades o las
demás dimensiones de Ja vida propiamente hu­
mana. Debemos luchar contra las violencias o las
desestructuraciones del hiperconsumo que no
permite a los individuos construirse, comprender
el mundo, superarse.
Para que eso suceda no sirven de gran cosa
las lamentaciones de los moralistas. Tenemos,
más que nada, que desarrollar una política que
yo calificaría de inseparable de una ética de las
pasiones, que parta de la idea de que el hom­
bre está hecho de «contradicciones», como decía
Pascal. No hay por qué poner en la picota la sa­
tisfacción inmediata del consumlsmo; tampoco
hay que ponerla por las nubes, dado que no se
adecúa a las necesidades formativas de la perso­
na, por lo menos desde una perspectiva verdade­
ramente humanista. Es imprescindible dar a los
niños y a los ciudadanos en general marcos y
puntos de referencia intelectuales que la vida
consumista no hace más que revolver y trastor­
nar. También es necesario, mediante una autén­
tica formación, ofrecerles horizontes vitales más
variados, en el deporte, el trabajo, la cultura, la
ciencia, el arte o la música. Lo importante es que

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con estas pasiones pueda el individuo relativizar
el mundo del consumo, encontrar el sentido de
su vida al margen de la adquisición de bienes in­
cesantemente renovados. Pensemos en los gran­
des creadores, en los grandes empresarios, en los
grandes políticos: lo que les motiva y carga de
energía su existencia no son los goces consumis­
tas, sencillamente porque su actividad o su traba­
jo les resulta mucho más estimulante.
Esto necesita nuevos proyectos políticos y
pedagógicos, porque la mecánica del mercado no
bastará: no estará a la altura de esta tarea. Harán
falta la intervención del Estado y de las familias,
la participación de la escuela, medidas volunta­
rias en favor de los desprotegidos, con objeto de
que la adquisición hedonista de bienes comercia­
les no parezca el alfa y la omega de la vida.

Y esa dem ocracia posconsum ista p o r la que us­


ted hace votos, ¿tiene alguna posibilidad de existir?

Estoy convencido de que llegará un día en


que la cultura consumista no tendrá ya el mismo
impacto, la misma importancia en la vida de las
personas. A fin de cuentas, esta cultura es una in­
vención reciente en la historia: comienza su an­
dadura a fines del siglo XIX y adquiere una fuerza
considerable a partir de la década de 1950. A la
escala de la historia humana es un pequeño pa-

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réntesis. ¿Cómo imaginar que una cultura sea
eterna? Por lo demás, aunque tenga méritos no
despreciables, la civilización consumista es inse­
parable de sombras notables. Desestructura a los
individuos volviéndolos frágiles a nivel psicológi­
co. La felicidad de las personas no progresa en
proporción con las riquezas. En pocas palabras,
no está a la altura de las más altas expectativas
humanas. Dadas estas condiciones, la primacía
consumista recibirá el finiquito en el futuro. Evi­
dentemente, aún no hemos llegado allí. Por el
momento, sólo una minoría del planeta apoya
este modelo, los demás se apelotonan en su puer­
ta [la de la civilización del consumo], entusias­
mados ante la idea de gustar sus frutos lo antes
posible. Pero a largo plazo, inevitablemente, se
producirá una «transvaloración de los valores».
No pienso de ningún modo en nada parecido a
un «superhombre» ni en una revolución del mo­
do de producción, sino más bien en una trans­
formación cultural que revalorice las prioridades
de la vida, la jerarquía de los objetivos, el lugar
de los goces inmediatos en el sistema de valores.
En un momento dado, las personas encontrarán
la sal de la vida al margen del hedonismo con­
sumista, sin que por ello la humanidad salga de la
era democrática: se organizará una especie de «de­
mocracia posconsumista». Se construirá un nue­
vo ideal de vida que, sin hacer las paces con el

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principio ascético, ya no tendrá por eje estructu­
rado r y predominante los goces de la felicidad
comercializada. Aparecerán objetivos nuevos con
capacidad para tirar de la fuerza de vivir y que
abrirán otros caminos hacia la felicidad.
Por una de esas ironías que gustan a la histo­
ria,. Nietzsche («Endureceos») y Marx («El traba­
jo, primera necesidad de la existencia») podrían
servirnos de profetas, no del superhombre ni del
comunismo, sino de la sociedad de poshipercon-
sumo.

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