Quienes y Cuando - Salzano 2009
Quienes y Cuando - Salzano 2009
Quienes y Cuando - Salzano 2009
2009
Por Daniel SALZANO
Burros / así le decíamos a las carreras de caballos / burros / ir a los burros / vamos a los
burros / ojo / no es lo mismo ser burrero que ser caballero / no está bien visto por el
establishment / por la arquidiócesis / por las suegras / y si le decís a un moralista de clase
media que te encantan los burros es muy probable que le mande un anónimo al cuerpo de
Bomberos.
Una vez vi a un burrero que se comía un puñado de boletos / mientras los demás lo
miraban sin hacer aspavientos / con el mismo estilo que los críticos de arte se enfrentan a
las lisas nalgas de mármol y los suaves pechos de Afrodita / sin embargo, eran los mismos
burreros que daban vuelta la cabeza con horror cada vez que un caballo se quebraba / y
había que matarlo.
Pero volvamos al hipódromo / uno de los pocos lugares donde se puede ir / para no tener
que mirar a la gente / Cesare Pavese decía / que él leía sin parar para no tener que mirar a
la gente.
¡Habla memoria!: para mí la mayor metáfora del burrero es la del pibe de Los
cuatrocientos golpes / la película / cuando se escapa del reformatorio y corre y corre sin
parar hasta que llega a la orilla del mar y se detiene / y no puede seguir / no puede
regresar / el hipódromo está lleno de gente como él / que no puede avanzar ni recular /
horas días enteros sentados en la tribuna / con el trasero congelado / fuera del mundo /
sabiendo que cualquiera va a ganar / menos ellos.
La velocidad tiene mucho que ver con las carreras / la belleza también / la emoción / y la
plata / naturalmente / pero en los burros la plata es como un personaje indispensable en
poder de un escritor omnipotente / va / viene / permanece / se pierde / se duplica / se presta
/ se escapa / no conozco a ningún burrero que juegue solamente por la plata / es más / creo
que les daría lo mismo apostar con la guita del Estanciero / a veces levantan la cabeza
como lobos y gritan Teresita / suponiendo que le hayan jugado a Teresita.
Beethoven era de Sagitario / el signo más completo del Zodíaco / Sagitario es el signo que
fusiona al arquero –que arroja sus flechas al cielo– con la grupa de un caballo / Edith Piaf
también era de Sagitario: chaquetilla vestido cartera ojeras repertorio boina pena y corazón
enteramente negros.
Cuando el hipódromo de barrio Jardín era el hipódromo de barrio Jardín / cada burrero /
por orden del destino / tenía asignado su lugar en la tribuna / y ese lugar era sagrado / en la
legión extranjera pasaba lo mismo: / si moría un legionario / su fusil quedaba donde
estaba / nadie volvía utilizarlo.
Aunque a veces hay / en el hipódromo ya no hay carreras ni los lunes ni los martes ni los
miércoles ni los jueves ni los viernes ni los sábados ni los domingos / el hipódromo es una
postal / que me recuerda el patio de una escuela / cuando los chicos ya están todos
recibidos.
Me juego la camisa a que terminarán llevándose los palos por delante y llenándolo de
viviendas exclusivas / oh / ya saben a qué tipo de casas me refiero / Mirador de los
Corceles / Balcones del Matungo / Terrazas de la Manada / oh Dios ¡cómo detesto esos
nombrecitos! / supongo / que ya deben haber encargado los carteles: / alto standing /
materiales de primera calidad / portero automático / sauna / piso marmolado / piscina / aire
acondicionado / y un vago invencible y entrañable olor a bosta.
Empecé a ir a los burros inmediatamente después de haber sido dado de baja del cuartel / la
colimba me atravesó el cráneo en varias direcciones / nadie puede resultar ileso después de
pasar 500 días siendo bueno / afeitándose con agua fría / apestando a coliflor / y sin leer un
puto verso de Vallejo.
Parecés enfermo / ¿te sentís bien? / ese era el tipo de cosas que me decían en casa cada vez
que me dejaba crecer la barba / y me iba a los burros en el ómnibus 10.
Para ir a los burros no era necesario sacar las manos de los bolsillos / todo corría por
cuenta de la omnipresencia majestuosa y tranquilizadora de los caballos.
Otra forma de elegir era optando entre el color de las chaquetillas: / cielo cobrizo / hierba
negra / rojo Monroe / celeste María Inmaculada / amarillo Maradona / o sino / por la
sangre de sus padres: / todos los descendientes de Jerry Honor eran invencibles arriba de la
milla / y todos los hijos de Forli ganaban por knock out.
Nunca vi correr sobre la nieve / bajo la lluvia en cambio muchas veces / fabricaba un
bonete con una hoja del diario / me cubría la cabeza / ¿cómo había llegado hasta ahí? / a
veces / en la tribuna / aparecía una etiqueta estrujada de cigarrillos Colorado / a veces una
estampita bien rezada de la Virgen Desatanudos / o una tirita de Bayaspirina / vacía /
Bayaspirina: chaquetilla y gorra verde esperanza.
Quiero decir que si yo hubiese sido un pura sangre / jamás hubiera apostado un peso a
favor de mi persona.
Acabé distinguiendo con exactitud los diferentes pelajes: tordillo bayo ruano alazán zaino /
y recorté para pegar en la puerta del ropero una frase del poeta Frank Ormsby: “En
cuestión de caballos, como en todos los órdenes de la vida, la felicidad consiste en ser
siempre un aficionado”.
Tampoco es que hubiera enloquecido / simplemente las cosas no habían salido como yo
esperaba / no sé cómo se las arregla / pero la vida dispara / siempre antes que nosotros / es
lo único que nos enseña el presente al convertirse en pasado.
En invierno iba al Alto (¿cómo no lo dije antes?: El Alto) y me daba la gran vida tomando
café en unos vasitos blancos de papel / anoten la receta: café Bahuri, tres cucharadas de
azúcar y una lágrima de ginebra / el famoso elixir de los burreros.
Otra reflexión de Ormsby: “Sólo puedes escribir lo que sabes, aun cuando no sepas que lo
sabes”. Okey. Sólo que la leí mucho tiempo después que había dejado de ir a las carreras.
Supongo que dejé de hacerlo por las mismas oscuras e imprecisas razones por las que
desapareció la Escuela Olmos / ardió el Teatro Comedia / demolieron Nueva Córdoba /
eliminaron el Córdoba Sport Club / y empujaron los vagones del Belgrano en dirección al
precipicio.
A la historia de Córdoba le das una buena patada en el culo / y zas / caemos todos / de
cabeza.
Un domingo no fui a las carreras / y nadie pasó lista / y dos domingo después hice lo
mismo / a ver si me explico mejor: seguíamos durmiendo juntos / pero no nos rozábamos.
Atención: muchas veces uno finge ser malo para que lo dejen tranquilo / o lo que es peor /
uno finge ser malo para ser querido.
La última vez que fui al Alto le jugué al 9 / Taxidermia / corría con los colores de
Talleres / Taxidermia se limitó a mirarme / y en esa mirada estaba todo dicho / ni yo quería
morir por él / ni él quería morir por mí / había que tomarse el palo.
Siempre lo mismo: llegás al final del tablero, pasás por la salida, cobrás cinco mil y volvés
a empezar de cero.
Hoy los burreros juegan por Internet / negociando directamente con San Isidro / Kentucky /
y el derby de Epson / siempre con la misma barba / pegada al mismo hueso / los ves
analizar los papeles delante de un televisor y parece que estuvieran en el bingo / las
carreras han dejado de ser un juicio de Dios / y sin Dios no hay apuestas que valgan /
Dostoievski / ludópata mayor / iba todas las noches al casino y ponía cien mil rublos al
negro / y si ganaba los dejaba / y los dejaba / y los seguía dejando / mientras la gente
arremolinaba a su alrededor / Dios estaba a punto de aparecer / sólo hacía falta que
volviera a salir negro.
“Me doy cuenta de que hablar de caballos se parece un poco a un juego de muñecas rusas.
Una historia sale de la otra. Pero todas son hermosas historias, siempre fascinantes, que
exaltan y divierten, historias bonitas, capaces de tener con el ánimo en suspenso al lector
más exigente” (Aldo Santini).
Enero es el momento
Lo mejor de enero es la bandeja del desayuno: pan integral, miel y queso cuartirolo. Con la
yema del dedo, no sé si queriendo o sin queriendo, me tocás la mano. Gracias. Calculo que
nos deben quedar entre mil y mil quinientos desayunos.
Lo más intimidatorio de enero es ese calor aluvional que se lleva todo por delante. En la
calle Roma, por ejemplo, abre un surco en el asfalto y no para hasta llegar al mesozoico:
los esquíes de acero del tranvía.
Lo mejor de enero, antes de salir a trabajar, era volver desde la puerta de calle para besarte
los pies.
Y sin embargo, para lo mejor de enero yo votaría por el espadachín mayor de la ciudad,
Jerónimo Luis de Cabrera, que con convicción de loco y protegido por un funghi de latón,
continúa leyendo con la rodilla levemente flexionada.
Lo más triste, sin dudas, es el sinamor, el miedo de no amar ni ser amado. Ay del perro que
se atreva a desgarrar la bolsa de consorcio y se encuentre con dos docenas de corazones
destrozados. Es inútil que aúlles Bobby, Dios no tiene respuesta para eso. Lo más cruel de
enero son los perros abandonados. Creen que la luz roja es para avanzar y en la esquina de
27 de Abril y Obispo Trejo, los escarchan.
Lo mejor de enero ya pasó. Sucedió a comienzos del siglo pasado, cuando mi abuela llegó
de Nápoles para casarse con mi abuelo, el del sombrero bombín y el último botón del
chaleco desabrochado. Se conocían a través de retratos. Quiero decir que nunca se habían
visto. Ni besado. Se encontraron por primera vez en la casa de Mister Ellis, ingeniero del
Belgrano. ¿Cómo se inicia el amor cuando lo único que has hecho con tu novia es rozarle
la espalda con el guante? Entonces mi abuelo, el del bombín, le susurró al oído: “Si te
casas conmigo me caso contigo”. Se lo dijo en napolitano. Se casaron ese mismo mes. Yo
desciendo en línea recta de esa historia. A veces, cuando una nota se resiste, opto por el
sistema del bombín: “Si te escribís conmigo me escribo contigo”.
Querido mes de enero: no dejes que me conviertan en piedra y tampoco permitas que me
arrojen al patio mezclado con agua y lavandina.
Enero, sol y rosas rojas. El mejor lugar para leer es bajo la pálida luz que se cuela entre los
bancos de la iglesia de San Francisco. Un buen lugar, por ejemplo, para leer los cuentos de
Italo Calvino. Antonio Machado, no. A Machado se lo puede leer en la iglesia, en la
cancha, en el café y en el colectivo. Yo hablo siempre – decía– con el hombre que va
conmigo.
A ver, don Antonio, un versito para los chochamus: “Pensando que no veía / porque Dios
no lo miraba / dijo Abel cuando moría: / Se acabó lo que se daba”.
Hace muchos años que no consigo hablar con mi papá: ¿Qué tal? Como siempre. ¿Cómo
estás? Bien. ¿Has comido? Un poco ¿Querés picar algo? No, está bien así. Lleva los
anteojos de soldar recogidos sobre la frente y se seca el sudor con el antebrazo. Contra la
pared amarilla del taller cuelga la llave inglesa sobre el almanaque de Marilyn Monroe.
–¿Cómo andan las cosas en el diario, hijo?
Me paso el mes rezando para que den un programa doble: El desconocido y Disparen sobre
el pianista.
Pero no siempre será enero, amor. Al menos para nosotros. Ya vendrán los malos tiempos
en los que miraremos con envidia las viejas fotos del álbum recordando lo que fuimos. Los
días maduran y caen, esa es la cuestión. Al dorso de la foto dice: “Enero de 1976, Río
Ceballos”. Es una contundente imagen del verano: vos y yo con los pies hundidos en el
agua, fumando de un mismo cigarrillo. Al bebé, que acababa de nacer, no se lo ve porque
estaba en el moisés, a la sombra de un árbol del balneario.
Al llegar el primer mes del año, el circo Tony Tachuela se instalaba en la esquina del río y
la avenida 24. Me acuerdo de Vicente, el payaso como la gente, que vestido de león,
ocupaba el centro de la pista y preguntaba a través de una bocina: “¿Quién quiere ser yo?”.
Y todos, desde las gradas de madera, le respondíamos: “¡¡Yooooooooooooo...!!”.
Todavía me produce una dispersa inquietud ir a la Terminal de Ómnibus para esperar a los
parientes de Balnearia que vienen a la ciudad a pasar las vacaciones. Algunos llevan bigote
y tutean fraternalmente a los taxistas. Ya conocen el Buen Pastor, los Capuchinos, la
Compañía de Jesús y el Teatro Comedia, antes del incendio. No hay cosas nuevas para
enseñarles. Córdoba es la cuarta ciudad de la República. La segunda es Rosario y la tercera
cualquiera. Hemos envejecido juntos separados por una línea infranqueable de doscientos
kilómetros de largo. No bien bajan del ómnibus, en lugar de abrazarnos, nos damos la
mano. Y ya está.
Uno de los inconvenientes de enero son los escritores que se sientan a tu mesa, en el café,
para confesarte que no consiguen escribir porque se sienten escépticos, deprimidos. ¿Así
que no podés escribir porque te sentís deprimido? Voy a decirte una cosa: levantá el trasero
de la silla y ponete a trabajar ahora mismo. Y si no se te ocurre absolutamente nada escribí
a.e.i.o.u. con los ojos cerrados hasta que se te acaben las hojas de la resma. Mirate las
manos. Tenés los dedos gordos. Te falta entrenamiento.
En enero nació Fellini, lo cual lo convierte en un mes por encima de toda sospecha. Y
Chéjov. Y Griffith. Y Dorothy Malone. El día en que, sostenida por un paracaídas, la vi
bajar del cielo con la falda desplegada, decidí convertirla en mi única heredera. Lo mejor
de enero es cuando a Canal 8 se le acaban las películas y dan la última que les queda, Luz
y sombras. Kirk Douglas toca la trompeta y se la pasa diciendo todo el tiempo que hay una
nota en el aire, una nota que no tiene nombre y que no se deja capturar y al final te hace
llorar, porque la nota que anda buscando es la de la sirena de la ambulancia que viene a
buscarlo porque ya está para el arrastre.
Lo mejor es la mujer de la calle Montevideo, la del tercero, que mira a través de la ventana.
¡A que tiene un piano en el living comedor! Cuando Córdoba tenía medio millón de
habitantes, 250 mil mujeres tocaban Para Elisa. Las mujeres solas son las que mejor saben
mirar por la ventana.
Una vez fuimos de picnic a Alta Gracia. Estiramos una lona sobre el césped y desplegamos
toda la artillería gastronómica. Recuerdo el último dado de queso que pasaba del palillo de
mamá al de papá y otra vez al de mamá:
1. La reina cobra
La reina Cobra vive en Borneo / en el imperio de los pigmeos.
¿Qué es lo que tiene nuestra señora que llora y suspira a toda hora?
Los hechiceros hacen conjuros / ¡Bungo Barante Burungo Buro! / ¡Burungo Buro Bungo
Barante! / ¡que todo vuelva a ser como antes!
La reina Cobra deja Borneo / el viejo imperio de los pigmeos. / Mientras su barco se va
alejando los enanitos la están llorando.
Todas las noches sobre la arena / los de Borneo cantan sus penas: / ¡Bungo Barante
Burungo Buro! ¡Burungo Buro Bungo Barante! / ¡que todo vuelva a ser como antes!
2. Un uomo afortunato
Perdoná que te despierte pero estoy muy preocupado, me llamaron desde Italia, el traslado
está arreglado.
Me habló un gringo pomposo, se tiró más de una hora, parecía que en la lengua tenía una
topadora.
Multi auguri multi auguri, lui e un uomo afortunado, benvenuto a casa nostra, ci vediamo
ci vediamo.
No le dije al italiano que lo nuestro ha terminado, que si viajo viajo solo, porque estamos
separados.
Multi auguri multi auguri, lui e un uomo afortunado, benvenuto a casa nostra, ci vediamo
ci vediamo.
Sin embargo no me veo saliendo de trabajar, cien mil gringos conversando y yo sin con
quien hablar.
Quiero decir que te extraño, quiero decir que te quiero y que sin vos no me importa el
chalet de Maranello.
Sé que estás medio dormida, no quiero que digas nada, pero ya que estás en cama,
consultalo con la almohada.
O nos vamos los dos juntos a vivir a Maranello, o llamo a la topadora y le digo que no
puedo.
La Muerte llevaba puesta una túnica de seda, de perfil se le veía el hueso de la cadera.
Escuchen crecer el miedo en el barrio Rosedal, los vecinos cuchichean: ahí va la mujer
fatal.
Con la falange del medio, presionando el llamador la Muerte tocó dos timbres, en la casa
de Amador.
Vengo a buscarte querido, mejor que no digas nada, si estas cosas se prolongan, resultan
medio pesadas.
Tomaron un cafecito sentados en la cocina, ella endulzó con azúcar, Amador con sacarina.
Él encendió un cigarrillo ella le dio una pitada, pero el humo se le iba, por los huecos de la
cara.
Afuera empezó la lluvia, hablaron de muchas cosas, Amador cayó en la cuenta que la
Muerte era preciosa.
Escuchen la melodía del agua contra el cristal, un hombre y una mujer se acaban de
enamorar.
¿Cómo es la cosa Amador, con una mujer fatal? ¡Qué lujo besar la Muerte! ¡Dale Amador,
confesá!
Los siguientes nueve meses la Muerte guardó reposo. Su hijo, lo palpitaba, sería un bebé
precioso.
Nunca dibuja otra cosa que banderas de piratas, dos grandes tibias cruzadas, y el retrato de
mamá.
4. Dakota Gómez
Dakota Gómez es boxeadora profesional / vista de espaldas parece un toro de la Rural.
Se pinta poco, no usa cartera ni lleva tacos / dos matorrales de pelo espeso en los sobacos.
Su historia empieza desde la misma maternidad / pesaba el doble que los bebés de la
misma edad.
Sus piececitos no estaban hechos para escarpines / era muy raro verla en la cuna con
mocasines.
En el colegio desde el comienzo fue un papelón / sólo era buena para borrar en el pizarrón.
Todo un cuaderno para escribir amo a mi mamá / en el acento rompía el lápiz por la mitad.
Cumplió los 15 pero la fiesta acabó muy mal / sopló las velas y armó un incendio
monumental.
Culpa del fuego su cumpleaños se echó a perder / vaya manera tan desgraciada de ser
mujer.
Pero Dakota como un soldado se la aguantó / pensó y no dijo la puta madre que lo parió.
Fue en el gimnasio que está en la esquina de Ituzaingó / que haciendo pesas Dakota Gómez
se enamoró.
Ella lo espía mientras el chico hace flexiones / sueña que llevan sincronizados los
corazones.
Son los gigantes seres sensibles para el amor / lloran a gritos cuando un idiota pisa una
flor.
La vida es dura para los seres excepcionales / si entran no caben, si caben sobran, todos
son males.
Y en este rincón, señoras y señores, Dakota Gómez / una mina de oro con dos cojones.
5. Caracortada
Ese pibe que camina bordeando la Costanera, lleva un caño recortado debajo de la
campera.
Le dicen Caracortada causa de la cicatriz, que le dibuja la cara del ojo hasta la nariz.
¿Dónde vas Caracortada bordeando la Costanera? Voy donde nadie pregunte, voy donde
nadie me espera.
¿Cuál es tu nombre legal? ¡Contestá Caracortada! El día que yo nací la Muni estaba
cerrada.
No tengo padre ni madre, no vivo en ningún lugar, tengo piojos en el alma, y no los puedo
matar.
¿Quién te hizo la cicatriz que te dibuja la cara? El que la hizo lo sabe, y se la tengo jurada.
¿Sabés sumar y restar? ¿Cumpliste el ciclo lectivo? Sé leer el tres y el seis, el número del
colectivo.
Aries
El primero pero no el mejor, el más poderoso pero no el más fuerte, el más rápido pero no
el más veloz. O sea: el cuento chino más rentable del zodíaco. Dejame a mí, te dicen, yo lo
arreglo. Eso sí, no se te ocurra pedirles que te arreglen los papeles de la jubilación porque
terminarás cobrando la pensión de alguna viuda. Aries es el signo del Correcaminos. Bi-
bip. Con las chicas andan bien en los primeros rounds. Son generosos y encaradores.
Mucho bombón y nenúfares de La Japonesita. Pero después, con la conquista asegurada, se
ponen muy pesados: ella quiere ir a Cancún, pero él la lleva al Valle de la Luna. La más
recurrida causal de divorcio del zodíaco. Pero eso no es lo más importante. El verdadero
escollo es que todos somos hinchas del Coyote.
Tauro
Bi-bip bi-bip, viene el Correcaminos a toda mecha y, boum, se lleva por delante al toro, su
vecino colindante. Tauro, señores, es la leyenda más sólida del club: come y bebe hasta los
topes, adora el silencio de los olivos y no le gusta alejarse de su casa. Organiza sus propias
fiestas, escribe sus propios libros y prepara su propio café. Balzac, Tauro a la enésima,
decía que el café era el elixir de la literatura. Balzac no era un tauro, sino un avión que
atraía a las chicas leyéndoles la borra del café:
Un respeto para Tauro: toda la Patria se va blanqueando en sus pupilas mientras los trenes
arrasan con el pasto de las llanuras argentinas.
Géminis
Observa atentamente las modificaciones que se producirán en el rostro de tu madre, niña,
cuando le digas que estás en tratativas sentimentales con un Géminis. Te prometo que
verás cosas asombrosas. Atiende en primer lugar a la coloratura de su rostro, que pasará en
un instante del rosa al amarillo. Luego, sacudida por la ira, su cráneo se transformará en
una enorme remolacha y, por fin, soltará un ¡¡¡nooooooooooooooooo!!!, cuya intensidad
desgarradora hará repicar las campanas de la iglesia .
Y es que Géminis no es un loco, sino dos. Dos locos en un mismo envase. Dos locos que se
buscan y nunca se encuentran. “¿Has visto pasar a mi hermano?”, tal es la consigna del
signo más inestable de la rueda. Cada vez que escribe su anuario celestial, Horangel los
deja para el final. Entonces escribe cualquier locura. Y acierta en todas.
Cáncer
Las chicas, loco, las chicas. Es tan femenino Cáncer que hasta los hombres son mujeres.
Caminan de lado, crecen a saltitos, y entre la tristeza y la nada eligen Los puentes de
Madison. ¿Alguna vez han llevado en moto a una chica de Cáncer? Se aferran con tanta
fuerza y convicción que las costuras de la campera les llenan la cara de tatuajes. Yo no sé
si 2009 será o no será bueno para el signo, pero en materia de amores bastaría con que me
dediquen un golpe de pestaña para que reciban de mi puño y letra, dibujado, un angelito.
Un angelito nunudo.
Leo
Miren, si se caen al foso de un león y el rey de la selva los despedaza, no será porque tenga
hambre. Pueden estar seguros de que los animales en los zoológicos tienen comida en
abundancia. Tampoco porque sea sanguinario. Es sencillamente porque le han invadido el
territorio. Lo mismo pasa con el rey del horóscopo, que gobierna el imperio despedazando
a los intrusos. Se dice que son vagos. Falso. Pasan buena parte de su tiempo peleando y
patrullando un territorio que defienden hasta morir. Fíjense en el pupo de Tarzán: esa
enorme cicatriz rosada que lo envuelve como la órbita de un planeta es un obsequio del
monarca. Horangel los define como marcadamente masculinos, calientes, fijos, positivos,
cariñosos y muy demostrativos
Virgo
Cada vez que en la Sociedad Astrológica Argentina organizan un seminario sobre Virgo
hay que suspenderlo por falta de inscriptos. Pareciera que Leo, al retirarse, deja un espacio
imposible de llenar. O, al menos, imposible de llenar por un signo en el que los hombres
llevan las venas muy ocultas y las mujeres demasiado expuestas: para conseguir novio
cavan un pozo y se esconden esperando el paso de un curioso. El tipo se asoma y ahí
nomás desaparece. Siempre las verás con su pinta de oscuras mariposas sumando puntos
para un Discoplus desconocido. Cada maestrito –según Zeus– tiene su propio librito.
Según el mío, Virgo es el gato más misterioso del zodíaco. Un gato que no tiene otra
función que vigilar su propia porcelana.
Libra
Sagitario
El signo de la libertad, los espacios abiertos y las grandes ilusiones. Mitad hombre y mitad
caballo. Sagitario es el signo de la flecha. Antes de morir, Robin Hood pidió su arco, lo
tensó, disparó el último proyectil de su existencia y ordenó ser enterrado exactamente en el
lugar de su caída. A ver quién da más. El signo más generoso de la primera división, el
signo para la niña que nadie saca a bailar y para los alumnos fracasados que huelen a
cerveza. Alguna vez hablaremos de la terrible muerte del centauro, sospechado de traición
por los hombres y también por los caballos. Buen viaje, Sagitario. Desde el Observatorio,
de barrio Güemes, es posible ver sus herraduras sujetas por los clavos de plata de las
estrellas.
Escorpio
El signo de la bragueta, el máster del universo del calzoncillo, el inesperado campeón del
siglo 21 que, con sólo nueve años transcurridos, ya se lo ha metido en el bolsillo.
Escorpio era, hasta no hace mucho tiempo, la oveja negra del rebaño. Tan es así que en el
programa astrológico del santo Tomás, los signos eran once porque Escorpio, el calentón,
directamente se omitía.
No es de extrañar que con el reposicionamiento de valores que nos tiene entre divertidos y
estupefactos, el signo del tomala vos dámela a mí, figure como el adalid del cambio, el
profeta sin ropas que señala el camino del futuro. www.zoncillolca.org.ar.
Capricornio
Y si en la distribución de los órganos del cuerpo a Géminis se le confían los pulmones y a
Escorpio la manija de la panza, a Capricornio, el 10, se le asigna la cabeza.
Capricornio, la cabra, es de los que calibran, esperan, calculan, razonan, tantean, pasan
meses sin variar de posición y recién cuando todo está a punto de caramelo, hop, pegan un
salto y ascienden un peldaño, un escollo menos en su obsesión por alcanzar la cima. Niños
tristes, viejos sabios y campeones solitarios. Bobby Fischer, el ajedrecista más
deslumbrante del planeta, nació bajo el signo de Cáncer, pero todos sabemos que tendría
que haber nacido en Capricornio. Lo que pasa es que la Astrología no es una ciencia, sino
una manera de consultar el diario en el bar, comiendo medialunas y tomando la leche.
Acuario
Se dice que son capaces de identificar a las chicas del consorcio nada más que por el
sonido de los zapatos. Lo que nadie dice es que Acuario se sirve de su perspicacia para
vivir panza arriba tocando el ukelele. Es el único signo de todos que olímpicamente se mea
en las estrellas. Ese magnífico desparpajo hizo que, en los sesenta, la humanidad los
venerara: mucha mandanga, mucha comuna, mucha pipa, mucho amor y poca guerra.
Estamos hablando, claro, de Acuario. Pero nadie puede pasarse la vida meando las estrellas
y ahora tendrán que esperar un par de centurias para que vuelvan a ser los campeones del
Zodíaco. Pepper, el Sargento, era de Acuario. “¡Qué fuerte!”, decíamos, con un tono de
creciente respeto, cada vez que lo veíamos pasar haciendo repimporotear los tacos de sus
botas en la vereda. “¡Qué fuerte!”.
Piscis
The end. Para algunos, el santo patrono de los pies, y para otros, el santo patrono del
zodíaco. Y es que a Piscis se llega únicamente después de atravesar los once signos
precedentes. Las ventajas están a la vista: sabiduría y experiencia. Las desventajas
también: fatiga y desencanto. Sólo se vive cuando se sueña y Piscis es un signo que ha
dejado de soñar. Cuando Serrat les pide a los niños que se dejen de joder con la pelota, lo
hace para que Piscis pueda descansar. Quieren una buena figura para el signo: la del jefe de
estación haciendo un solitario. El gran viejo del zodíaco toma el fresco en la plaza, va al
cineclub a ver películas de amor y cuando muere no lo hace de manera natural sino porque
Aries, bi-bip, viene por atrás pidiendo cancha y se lo lleva por delante.
Y ahora, lectores, la pregunta del millón: ¿a qué película corresponde este diálogo?
¿Vientolo, qué se llevó? ¿El viento que se lo llevó? ¿Lo que el llevo se vientó? ¿Lo que el
viento se llevó?
Lo cierto es que tengo en mi poder tres folios de 46 líneas cada uno para desarrollar un
tema que ha inspirado incontables artículos, anécdotas infinitas y una cantidad de libros
que, enganchados entre sí, alcanzarían para refundar la Biblioteca Vélez Sársfield. Estamos
hablando, a no dudar, de la película más famosa de la historia. Más famosa que
Casablanca, que Jules et Jim, que Los tres chanchitos y Cantando bajo la lluvia.
Con semejante prontuario escribir tres folios de LQEVSLL parecería una bicoca. No lo es.
Sucede algo parecido a cuando, a los 15 años, leía revistas de cine y quería hacerle el amor
a todas las actrices tal como las veía, con sus bikinis, sus pantaloncitos y sus soleras. Pero
cuando llegaba el momento de ir a la cama ellas se sacaban la ropa para no arrugarla y
quedaban desnudas. Todas las actrices desnudas son iguales. Todas las películas desnudas
son iguales. Quiero decir que con tres folios no hay tiempo para nada, maldita sea. Tendría
que haber escrito esta nota a los 15 años. Escribir es como hacer el amor. Escribir sobre
una película significa hacerle el amor a esa película.
La historia de LQEVSLL comienza (un círculo puede comenzar a medirse por cualquiera
de sus puntos) en el despacho de Samuel Goldwyn, el Zeus de la Metro, una oficina de 40
x 40 presidida por un sillón de terciopelo en el que el hombre más bicho de la industria
hundía su trasero de inmigrante bien alimentado. Ojo que en Estados Unidos, en 1939
había más cines (15.115) que bancos (14.952) y la cantidad de salas por habitante era tres
veces superior a la de nuestros días. Estadísticamente, por semana, la taquilla movía
cincuenta millones de entradas y la producción total de la fábrica de sueños orillaba las
cuatrocientas películas anuales. Y Goldwyn, que después de almorzar eructaba como un
Chrysler, encabezaba el pelotón al frente de un estudio, el del león, donde siempre daba la
impresión de que el sol proyectaba alegres motas doradas.
Francis Scott Fitzgerald figuraba en la lista de escritores que reclutó. En serio. El autor de
El gran Gatsby trabajaba en un despacho no más grande que una mesa de ping pong y,
como se aburría sin intermitencias, se la pasaba tomando cocacolas y alineando los envases
contra el zócalo. A las botellas se las proveía un distribuidor que previamente las bendecía
con ginebra. El escritor murió a los 45 años con el hígado inflado como un zapallo y una
pila de resúmenes sobre su escritorio que la Metro utilizó para rellenar su archivo del
olvido. Es muy probable que algunos diálogos de Lo que el viento se llevó, pertenezcan a
uno de los grandes autores de la literatura norteamericana. A este tipo de datos me refiero
cuando digo que, si los obviamos, las películas desnudas son todas iguales.
Devuélvase al remitente
Ni la novela de Margaret Mitchell, ni el resumen que le prepararon resultaron del agrado
de Samuelillo, a quien sólo le gustaban las historias de amorcitos resueltos en el último
instante y con total felicidad. Por eso, cuando escuchó con los ojos cerrados la sinopsis del
best-seller, tuvo palpitaciones preocupantes: ¡un novelón de mil páginas sobre la guerra de
Secesión que incluía batallas, incendios, odios, rencores, miserias humanas y que concluía
con un final urdido para llorar a mares! Fue al terminar la lectura del resumen que hizo
titilar la aguja del sismógrafo con una frase memorable: “Las películas sobre la guerra de
Secesión no le interesan a nadie”. Devuélvase al remitente.
La RKO también la rechazó, aunque antes hubo de lidiar con su estrella mayor, Katharine
Hepburn que vio en el personaje de Scarlett, un alter ego de sus propios cojones y
arrogancia. Hasta llegó a deslizar la posibilidad de hacerla gratis. Pero, no nos engañemos,
las finanzas del estudio no estaban para una película de cañones. Ni siquiera para una de
cebitas. Faltaban tres años todavía para que en la RKO desembarcara Orson Superwelles
con su máquina de abollar gansos (el guión de El ciudadano).
La novela a todo esto ya había salido a la venta y las ediciones se agotaban. Fue más o
menos por esa altura de las circunstancias que, de manera decisiva, terció David
O’Selznick, un culoveoculoquiero, que ejercía como productor independiente y cuya
enfermiza ansiedad lo había llenado de tics, como si todo el tiempo estuviera espantando
bichos alrededor de su cabeza. La Mitchell, una escritora sobrada de clase y enamorada del
profundo sur norteamericano, ni siquiera se reunió con el productor para negociar la venta
de los derechos. Le ofrecieron cincuenta de los grandes y aceptó sin comentarios. Pudieron
haber sido cien. O treinta. A ella le hubiera dado lo mismo.
Para dirigir la película más famosa de todos los tiempos, Selznick, el receloso, contrató los
servicios de George Cukor. Cukor, loco, un erudito en lentejuelas que, puertas adentro de
Hollywood, pasaba por ser la mejor amiga de la Garbo. ¿Necesitabas un maestro para
poner a las estrellas en vereda? Cukor. ¿Necesitabas un maestro para convertir la guerra de
Secesión en la película más famosa de todos los tiempos? Cualquiera menos Cukor, que a
la hora del chop leía figurines y se protegía las uñas con una mano de laca. Obviamente
Selznick maliciaba a esas alturas que LQEVSLL sería lo que fuera Scarlett y si no, no sería
nada.
Menudo mambo: tenía al director y tenía a la modista, pero aún carecía de reparto. Para
elegir a Scarlett, brillante, organizó un referéndum de alcance nacional que ganó Bette
Davis con la fusta debajo del brazo. Selznick la llamó para tentarla y le contestó una voz de
teniente coronel de inconfundible gravedad:
Perfecto.
Bueno, no tanto, porque la Warner, que la tenía contratada en exclusividad, decidió ceder a
su estrella con la condición de que el papel de Rhett Butler se lo asignaran al otro campeón
del estudio, Errol Flynn. Bette Davis, que lo despreciaba por bobo y fanfarrón, liquidó el
conflicto a su manera:
Reaparece Samuelillo
Para el rol de Rhett Butler, el candidato secreto de Selznick era Gary Cooper, Coop, un
combói lungo, manso y dulce que había convertido en arte la rotación del palillo entre los
labios. Pero Coop, en cuyo temperamento no figuraba la posibilidad de tirarse un año
trabajando con un productor que no tenía a los patitos en fila, zafó graciosamente a través
de un telegrama:
Y sin Cooper en la bolsa no había más remedio que negociar con Clark Gable, el rey, un
actor de bigotes trabajados y risa terrible que no elegía sus papeles porque a él esas
menudencias no lo preocupaban. A él los papeles se los elegía directamente la Metro, su
estudio, a través de su capo totalizador... ¡Samuel Goldwyn!
Para ceder a Gable, Goldwyn, suegro y enemigo jurado de Selznick, le hizo comer
cucarachas, tragar vidrio, hacer saltos de rana y firmar un contrato terrible en el que cedía
al actor a cambio del diez por ciento de la recaudación bruta y la exclusividad de
exhibición de la película en la cadena de cines de su estudio. La película todavía estaba sin
hacer y Selznick ya tenía empeñado el futuro de sus nietos.
Scarlett O’Hara: –Pero, amor, si no escribís toda la historia y dejás el final para el sábado
que viene, ¿qué será de mi vida?
Daniel Salzano:
La dinastía Selznick
¿Qué les puedo decir de David O. Selznick por veinticinco monedas de diez centavos?
Por ejemplo, que provenía de una tribu estrafalaria. El padre, Lewis, filósofo y millonario,
educó a sus hijos como príncipes de un reino imaginario. América –les decía– es el dinero
que se lleva en el bolsillo, pero también el que se esconde en los bolsillos de los demás.
Cuando David O. iba al colegio secundario recibía una asignación semanal de setecientos
dólares, una fortunita. Gástalos, le ordenaba Lewis. Regálalos. Tíralos. El resto, concluía,
se dará por añadidura.
Con los años, Myron, el hermano mayor, se convirtió en agente artístico, aplicando un
método de su propia invención: financiaba la carrera de los aspirantes y cuando llegaba el
momento de firmar contrato con un estudio de los grandes se quedaba con 75 por ciento de
las ganancias.
David, el segundo, era un avión. Un avión sin paracaídas. Un gigantón, miope, obsesivo,
pertinaz, ocurrente, ambicioso, competitivo, desagradable, manguero y –muy
frecuentemente– genial. Tan genial que entró al oficio por la puerta de servicio: se casó
con la hija de Louis B. Mayer, zar absoluto de la Metro. Después ya nadie pudo sacárselo
de encima.
O’Hara en un negocio mucho más rentable que si hubiera contado con su presencia. Para
ello organizó una búsqueda nacional de aspirantes. Entrevistó a 1.400 candidatas, hizo
pruebas de cámara a 90 y gastó 100 de los grandes aplicando una promoción desaforada
alrededor de una película que todavía no existía. Para convertirte en Scarlett sólo debías
llenar un cupón, enviar una foto con los brazos y las piernas desnudas y esperar la llamada
del jefazo. Avión. Hotel. Desayuno. La gloria.
Y ahora, chicos, tomad nota del listado de las actrices de primera división que, en algún
momento, boquearon en la tronera de Scarlett O’Hara: Katharine Hepburn, Bette Davis,
Joan Bennett, Miriam Hopkins, Lana Turner, Susan Hayward, Irene Dunne, Anne
Sheridan, Lucille Ball, Loretta Young y –¡oh!– Paulette Godard, la esposa de facto de
Charles Chaplin. Selznick, el tábano, la citó secretamente para ofrecerle el papel más
ambicionado de la historia si, a su vez, ella conseguía que “Carlitos” le firmara la
exclusividad por una década. Paulette esperó a la hora del desayuno para intentar
convencerlo. “Carlitos”, como todas las mañanas, comió bien: salchichas, huevos, tostadas,
café y jugo de naranjas. Escuchó atentamente a su mujer y tras limpiarse los labios con una
servilleta, se puso de pie y le respondió lo mismo que respondía Rhett Butler a Scarlett
O’Hara en el momento culminante de la historia:
¡Habla Napoleón!
Con el corpachón arrinconado entre la espada y la pared, el príncipe del reino imaginario
se encomendó de un saque a Dios, los ángeles, los apóstoles y los santos Evangelios,
decidiendo comenzar el rodaje del amor de sus amores, contando con la ausencia de su
estrella principal. ¿Quién da más?
Por supuesto, organizó el debut a lo Pashá, con el tout Hollywood vestido de etiqueta y un
batallón de fotógrafos disparando sus balas de magnesio. Estaba tan loco David –o su
genio había alcanzado tal grado de intensidad– que, para iniciar la filmación, eligió la
escena más espectacular del libro, el incendio de la ciudad de Atlanta. Y cuando Selznick
decía incendio quería decir incendio. No quemó realmente una ciudad, pero se las ingenió
bastante bien con los restos escenográficos de sus producciones anteriores, incluyendo a
King Kong. Hasta la última banana de la jungla de Kong ardió en aquella jornada
memorable. Fachadas falsas, iglesias, tabernas, carlingas, diligencias, desmoronamientos y
compactas vaharadas de un humo hediondo que obligaban a los asistentes a cubrirse el
rostro con pañuelos. Y a todo esto, montado napoleónicamente sobre una plataforma que le
permitía abarcar todo el panorama, el yerno de Samuel Goldwyn, soltaba directivas a
través de un megáfono similar al del perro de la Víctor.
–¡¡Fuego, fuego, que arda Atlanta, que arda Hollywood, que las llamas consuman a todos
los banqueros, intermediarios, abogados y comemierdas que se han interpuesto en mi
camino!!
Lo que sigue pertenece a la leyenda: las llamas del incendio de Atlanta, comenzaban a
apagarse, cuando apareció su hermano, Myron Selznick, acompañado por una joven actriz
más bien desconocida, Vivien Leigh.
Myron, que conocía las reacciones de su hermano tanto como las suyas, eligió
cuidadosamente las palabras de la presentación.
“Le eché un vistazo –afirmaría más tarde David en su autobiografía– y supe que Myron
tenía razón”.
La fecha del encuentro consta en actas: 10 de diciembre de 1938. O sea, que el incendio de
verdad, el de la Segunda Guerra Mundial, estaba a la vuelta de esquina.
Y ahora hablemos de Vivien Leigh, de quien por aquellos días sólo se conocían pocos
rounds de entrenamiento y que había viajado desde Londres para acompañar a su querido,
Laurence Olivier, contratado para la filmación de Cumbres borrascosas.
Pero Selznick no la contrató por esas nimiedades, sino porque, aún inmóvil, la Leigh
esparcía el mismo tipo de azuquita con la que Margaret Mitchell había espolvoreado a la
superwoman de su relato.
Lo curioso es que en la novela, la “buena” no era Scarlett, sino su hermana y la “mala” era
Scarlett, ciegamente enamorada del mosca muerta de su cuñado. Enamorarse del cuñado
no estaba bien, hacerle la zancadilla a la hermana tampoco estaba bien y emporcarse hasta
el cuello con el fango de la guerra tampoco era bien mirado en el mundo de las damas,
pero lo cierto es que Scarlett era una una poderosa mujer de pelo en pecho, que hacía lo
que quería y después lo que debía. Tal vez ésa sea la clave decisiva para comprender el
éxito arrollador de la película (1939). La heroína no era una protagonista del siglo XIX,
sino un anticipo del modelo de mujer del porvenir. La lucha más estimulante de LQEVSLL
no es entre el Norte y el Sur, sino entre el deseo y la vanidad de la mujer moderna.
Se me acabó el diario
Es probable, muy probable, que la gesta renovadora de Scarlett haya sido una jugada
maestra del director George Cukor, mucho más cómodo trabajando con chicas que con
chicos. Pero es difícil establecerlo con precisión porque si los prolegómenos de LQEVSLL
fueron enrevesados, su rodaje fue caótico. Un ejemplo: no bien Gable advirtió que entre
Cukor y la Leigh se establecía una complicidad artística intensa y susurrante (y que los
planos más picantes de la trama se los llevaba la actriz), se plantó ante Selznick y lo
enfrentó con la típica amenaza de los despechados:
–O él, o yo.
Obviamente, cuando encendieron los ventiladores del Oscar la película los cazó sin
esfuerzos, como si fueran mariposas, y desde entonces y hasta la explosión de Spielberg en
los años setenta, figuraría a la cabeza de la tabla ecuménica de recaudaciones. Primero
venía Lo que el viento se llevó, después no venía nadie y después, otra vez, Lo que el
viento se llevó. Hoy no figura ni a los diez, pero debería.
Y que conste que termino aquí no porque se haya acabado la historia, sino porque se me ha
terminado el diario.
Domingo 8 al viernes 13 de febrero de 2009
Todo en él era trucho. Hasta su signo astrológico. Había nacido en mayo de 1895, pero
Rodolfo Valentino no era Tauro sino lobo. El signo del lobo no figura en los manuales,
pero se lo reconoce de inmediato: si se le cae el último botón, en lugar de coserlo destroza
la camisa a tijerazos.
Y ahora hablemos del inmigrante mayor del siglo 20, Valentino, un lobo excepcional que
murió de peritonitis: aunque el dolor le perforaba el intestino, se lo aguantó y no dijo nada
porque le daba vergüenza. Tenía 31 años, se había convertido en el actor más famoso del
mundo y, de rebote, en el primer galán cinematográfico en venderse como un santo. A su
muerte siguió un acontecimiento inesperado: nadie sabía cómo se enterraban las estrellas.
Lo calzaron de frac, le extendieron una gruesa mano de cera por la cara y le cruzaron los
brazos sobre el pecho de manera tal que se le viera el crucifijo.
No hay más que ver sus fotos iniciales para advertir que era un chico con pretensiones, un
flaco de huesos bien formados, cejas anchas y una expresión de esas que sólo se consiguen
mirándose durante horas al espejo. Insisto con las fotos. No hay una sola en la que no se lo
note muy atento a promocionar el esqueleto: si no está exhibiendo los meloncitos de los
brazos está imitando la postura de los boxeadores. Los pibes que lo rodean están, pero no
existen.
El padre lo fajaba regularmente con el cinto, pero esas eran cosquillas para el cuete de
Castellaneta, que a los 14 años fue inscripto en la Academia Militar de Taranto para seguir
la carrera de las armas.
A él las armas no le interesaban. Lo que verdaderamente lo atraía era la capa azul del
regimiento. Convertido en recluta, hizo estragos con el fiado que los comerciantes
concedían a los cadetes. Lo trasladaron a un cuartel de Venecia y después a otro de
Génova. Fuori, Musolino, fuori.
No había terminado de expirar su señor padre cuando Rodolfo de las Etcéteras ya estaba
reclamando la parte de la herencia que le correspondía. Lo justo como para mandarse a
mudar a París.
Devuélvase al remitente
Un año más tarde y Rodolfo ya estaba en la frontera esposado y conducido por las
autoridades francesas con la expresa prohibición de volver a pisar el territorio. Doce meses
le habían bastado para violar los 10 mandamientos por delante y por detrás: falsificó,
timbeó, chantajeó, chuleó y embaucó en orden indistinto y con la misma intensidad. Cada
tanto, con tamangos alquilados, bailaba tangó con las ancianas de París. Y también con los
ancianos. En el pueblo, entretanto, sus amigos ya eran casi todos jóvenes maridos y/o
doctores.
Salió del país con cuatro mil dólares (los ahorros de su madre) y tras 20 días de travesía
llegó a Nueva York descalzo y sin un peso. Timbeando con los demás inmigrantes, se
había jugado los botines. El camino hacia la tierra prometida no tenía que pasar
forzosamente por el aburrimiento.
Eso sí, lo instalaron lejos de la caja, porque Rudy, si te la podía poner, te la ponía. Su
primera amiga fue chilena, Blanca de Saulles, casada y heredera de una fortuna interesante.
El segundo amigo se llamó Alex Salm, un conde trucho que lo apartó del mundo de la
gastronomía, le facilitó un smoking y lo introdujo en el ambiente de los bailarines de
alquiler. Un dólar la pieza. Dos dólares, tres. Alex Salm se quedaba con la mitad de lo
recaudado. No tardó, guiado por el conde, y en calidad de latin lover, en extender su radio
de acción a las camas de tres plazas.
Pero ya se sabe cómo acaban estas cosas: una llamada anónima, un allanamiento policial, y
ahí tenemos al hijo del veterinario vestido de frufrú, con la boquita pintada y las muñecas
esposadas. El conde tuvo que movilizar cielo y tierra para impedir que a su socio no lo
deportaran a Ushuaia.
Un campesino extraviado
Tuvo que permanecer borrado un tiempo prudencial y cuando reapareció lo hizo
estrenando un look inesperado: cabello engominado, raya a la derecha, polainas de niño
bien y la comisura de los ojos extendida a través de un pincel untado en azabache. Debutó
como danzarín en Delmonico’s, el palacio de la milonga, y alcanzó prestigio como
castigador todo terreno. Nombre artístico: Marqués de Valentina.
Antes de llegar a Hollywood, su destino definitivo, tuvo que zigzaguear a lo ancho del país
esquivando por causas diferentes el rigor de la Justicia. Recién cuando llegó a la costa
oeste advirtió fehacientemente que estaba bien jodido: un empujón más y el mar se lo
tragaba. Entró a la industria del cine por la puerta de servicio, haciendo de extra y
comiendo el menú para pistines en la cantina de perdedores. Sin embargo, experto en
malarias como era, el lobisón encaró directamente para el lado de los bifes y acabó
arrimándole la bocha sentimental a June Mathis, una guionista bien relacionada que lo
llevó de la mano, le abrió una cuenta en Armani y lo cubrió con una capa de rocío. Fue ella
quien le consiguió un lugar bajo el cielo de Los cuatro jinetes del apocalipsis. No
desaprovechó la chance. Tenía 26 años y seguía siendo un campesino extraviado, pero eso
lo sabemos nada más que él, ustedes y yo.
En la película –vestido con un traje de gaucho of the pampas– bailaba mirando fija,
voluptuosa, sensual, lujuriosa, insistente y libidinosamente a su pareja. Fue tan apoteósica
la escena que la gente exigía detener la proyección de la película para poder verla otra vez.
Hizo 14 películas que le insumieron los últimos cinco años de su vida. En ese lapso se
casó, descasó, recasó, divorció, fue demandado por estafas, injurias, malversación de
fondos y falso testimonio. ¿Más? Impuso para los hombres la moda del abrigo de visón,
recibió clases de filosofía con un maestro zen y vivió perpetuamente rodeado por una corte
de expertos vividores que lo exprimieron sin misericordia. Sus películas, por contrato,
estaban obligadas a incluir tres besos por lo menos: besos absurdos, brujos y teatrales.
Demasiadas contradicciones para un hombre que del cine para afuera se había casado con
la joven bailarina Jean Acker y la misma noche de bodas fue expulsado del dormitorio
entre floreros rotos y gritos destemplados.
Por burro, y no por toro ni por lobo, murió en agosto de 1926 víctima de una peritonitis a
la que restó importancia porque, probablemente, lo avergonzaba más que lo que le dolía.
Imposible calcular el número de personas que despidió sus restos. Cuatro días tardó el
show del cadáver en atravesar el país desde Nueva York al cementerio de Los Ángeles. El
espectáculo, monstruoso, incluía misas programadas, discursos alusivos y la prensa
forrándose los bolsillos con ediciones extraordinarias.
Star system, bolilla uno: Rodolfo Valentino. Tengo que cortar porque se me está acabando
la tarjeta.
Está enterrado en un cementerio de Los Ángeles. Si lo van a visitar tengan en cuenta una
cosa: sólo se admiten pimpollos de rosas rojas.
Jerónimo Luis de Cabrera, sevillano con barba de anacoreta, lector del Evangelio según
San Mateo y dueño de una espada que al darse con las piedras provocaba un feliz
chisporroteo, fundó la ciudad de Córdoba bajo el signo de las madres y de las novias,
Cáncer, tras ascender la cuesta de 24 de Septiembre y luego torcer a la derecha en
dirección al río.
El preciso lugar de la fundación era relativamente fácil de encontrar: uno se daba una
vuelta por barrio Yapeyú y cuando sentía unas tremendas ganas de llorar es que había
llegado a destino. Estaba claro que Jerónimo no había conseguido vivir como un rey, que
había pasado más hambre que un perro y que los años se le habían venido encima de
repente, pero basta con analizar la firma que estampó al pie del acta fundacional, para
advertir que aún le gustaba jugar con fuego.
Hubiera sido un buen padre, pero no pudo demostrarlo: víctima de enrevesados celos
palaciegos, lo liquidaron dos años después como si fuera un chorro de gallinas. Una
tristeza muy profunda debe habernos invadido porque cuatro siglos después lo seguimos
dibujando de perfil en las paredes de los colectivos. Ninguna otra provincia lo hace.
Jerónimo, el conquistador, nuestro padre, debe haber sido un tipo tierno, un hombre dulce.
Nunca lo sabremos. ¿Por eso es que la sensación de dolor no cede? Nunca lo sabremos.
Hace sesenta años barrio Yapeyú era un hermoso lugar para la infancia: sus calles eran tan
grandes que directamente no existían, las siestas se extendían hasta las seis y bastaba con
sacudir el tronco de un paraíso para que cayeran regalos fabulosos: desde un insecto de
cien patas color oro, hasta ranitas croadoras de San Ramón Nonato. A eso sumémosle una
variada colección de piedras que echaban luz al mediodía y por la noche parecían
calaveras. Si tirabas una piedra al agua y no eras capaz de hacer diez sapitos, por lo menos:
es que te andaba haciendo falta entrenamiento. Lugones definió el don de la piedra
cordobesa como una seña de identidad, una inmodificable exigencia del instinto. Pedradón:
“proyectil único, cargado con la potencia del universo”. (Negrazón y Chaveta, Obras
completas).
Cuando yo era tan chico que había que mirar dos veces para verme, iba con el perro
Mambrú a explorar la flora y fauna de la Nueva Andalucía. Llevaba un pañuelo de cuatro
nudos para que el sol no me cocinara la cabeza y oculta entre la piel y la camisa, la cuchara
de madera para remover la salsa, que había en la cocina. La cuchara era para excavar.
Cabrera había fundado la ciudad por las inmediaciones y, por lo tanto, era probable que
durmieran olvidadas las monedas del tesoro. ¿O acaso no era un conquistador?
Explorando por los alrededores encontré una piel de lagarto. La levanté, la llevé a casa y la
colgué por la cola en el alambre de la ropa. Mi papá estaba leyendo el diario. Parecía un
maestro decepcionado. Entonces apareció mi mamá y le dijo que yo había colgado un
lagarto por la cola y lo había sujetado con el mismo broche que ella utilizaba para secar las
fundas y los calzoncillos. Justicia. Tuve que huir de ellos y ahora que escribo, advierto que
a ellos vuelvo.
Las excavaciones no eran complejas. Señalaba con piedras una superficie de un metro
cuadrado y cavaba dentro del perímetro con la cuchara. Dos horas de trabajo concienzudo
podían significar el hallazgo de una lata de picadillo, el tajo peligroso de un cuchillo
abandonado y un atado vacío de cigarrillos Colorado. A veces se arrimaba una gallina y si
se te ocurría espantarla lo más probable es que inmediatamente después viniera el gallo. En
el barrio Yapeyú la familia era sagrada.
A veces tropezaba con un peine. “Peines pantera, peinan la vida entera”. Los peines, por
repetidos, eran las piezas arqueológicas que más rápidamente descatalogaba.
Cuando me cansaba de hurgar en las entrañas del rioba, chamuyaba con Mambrú. Pero
Mambrú, experimentado, o no me creía o no me escuchaba. Es probable que, observados a
través de un catalejo, el perro y yo, nos pareciéramos a esos restos de naufragio que en las
películas aparecen y luego desaparecen. Y reaparecen otra vez.
Después apoyaba la nuca sobre una piedra y me ponía a relojear el infinito. “La eternidad
más hermosa es la más lejana”, eso escribió el chileno Enrique Lihn. Cuando leí ese verso
yo ya era un hombre hecho y derecho. Cuando leí ese verso lo primero que pensé es si yo,
años atrás, había sido un chico hecho y derecho.
No quisiera olvidarme del perro Mambrú, con las orejitas paradas, custodiando las
championes de Cabrera.
Coño, ya estoy viejo. Me he convertido en un hombre lento. Son las once menos diez y
escribo con los ojos cerrados. No quisiera olvidarme del perro Mambrú ni de todos
nosotros. Somos esas miles de cabecitas que, observadas con un catalejo, vuelven y
vuelven y vuelven a volver. Tal parece ser el destino de los huérfanos de la Nueva
Andalucía.
Ahora vivo en una casa de Nueva Córdoba, pero aunque es mi casa, se trata de un exilio.
Me he perdido. En cualquier momento vendrá la muerte y me pondrá la mano sobre el
hombro. Vamos a casa, dirá. Y yo sé exactamente dónde iremos.
De Daniel Moyano podría decir muchas cosas, pero con cautela. Moyano era mucho
Moyano y si me descuido es capaz de quedarse con la nota.
Riojano de adopción, como Quiroga, Daniel solía aparecer de vez en cuando por el bar
enfrentado a la vieja redacción de La Voz del Interior y pedía un cafecito. Media hora
más tarde los periodistas del diario habían abandonado sus tareas para instalarse a su lado y
escuchar sus narraciones.
A veces inventaba, como cuando contaba que había permanecido dos días y una noche
encerrado en la jaula de los monos del zoológico de Córdoba. ¿Inventaba?
Pero la historia que verdaderamente lo apasionaba era la de Facundo Quiroga. Cada vez
que aparecía el tema del caudillo, Moyano se ponía a hablar como si fuera dos Moyanos, la
cara se le iluminaba de emoción y sus brillantes ojos negros, como la antena de la RKO,
despedían rayos hacia al éter. Su cabeza era el archivo en donde había clasificado todos los
datos del caudillo: desde el nombre de sus cinco hijas hasta el del peluquero que lo
convenció para afeitarse la barba y ondularse las patillas.
En su momento de sangre esplendorosa, el montonero mayor del siglo XIX había
manejado un ejército personal de seiscientos reclutas a los que conocía por el cargo, apodo,
nombre y apellido. Él mismo había diseñado la bandera, negra como el averno. Era un
señor de la guerra adelantado, planeaba sus batallas con reloj, compás y un mapamundi.
La última vez que vi a Daniel promediaban los setenta y, una de dos: o hablabas en
jeringozo o te encerraban en el baúl de un Falcon modelo Calavera y, flop, desaparecías.
Estaba muy entusiasmado porque gracias a una beca que le habían otorgado en los Estados
Unidos iba a poder efectuar una tomografía de la gran colisión entre unitarios y federales.
La tomografía, obviamente, llevaba la figura de Facundo como emblema.
Se quedó a vivir en España, donde falleció con lo puesto en 1992. Tenía 62 años. Quiroga,
47.
Fue justamente en Moyano en el primero que pensé cuando vi la imagen de Facundo
ilustrando metafóricamente el proyecto de la Restauración del Camino Real, una obra
imprescindible para saber a qué andarivel pertenecemos: si al del último suburbio porteño
o al primero del imperio de las Incas.
Veamos:
1) Escribo porque creo que mi papá permanece haciendo guardia a mis espaldas leyendo
todo lo que aparece. Mi papá era un hombre hermoso que compraba las camisas en las
inmediaciones del Mercado Norte. Era inconfundible, parecía un leñador del Belgrano.
Cuando una de las hermanas le regaló una camisa de Rigar’s, una camisa celeste, no se la
puso nunca porque adujo que Rigar’s era peronista. ¿De dónde sacaba esas informaciones?
El Sorocabana era radical. La Oriental era demócrata. Escribo porque, como las mil hojas
de las chicas Franceschini, estoy hecho capa sobre capa con las sombras y el aserrín de la
ciudad.
Supongo que detrás mío está él y detrás de él está Dios. Como si los oyera:
Dios es argentino.
2) Escribo sin tener las manos adecuadas. Mis manos no están hechas para escribir sino
para trasplantar almácigos, zarandear arena o repulgar empanadas. Son cuadradas, cortas y
peludas. Así eran las manos del mono King Kong. Cada vez que voy al cine y lo veo
subido a la torre más alta de Manhattan abandono la butaca porque experimento una
imperiosa necesidad de escribir. Tan imperiosa como suelen resultar a veces las ganas de
mear. O sea: se escribe como se mea.
Soy un escritor de provincia: escribo por lo que quiero y no por lo que soy.
3) Lorca escribía para que lo amaran, Vallejo porque no lo amaban, Kerouac porque
viajaba en tren y se aburría, Borges porque sabía tejer en punto cruz y Roberto Arlt porque
se las aguantaba.
Yo aprendí los rudimentos del oficio en una academia de la calle Eufrasio Loza. Iba al
turno de las dos, la hora de la novela. La maestra me acomodaba un dedo sobre la eñe y se
iba a escuchar a Jaime Kloner. A veces la escuchábamos juntos. Por eso tardé tanto en
recibirme. ¿Alguna vez han hecho rodar una pelota de goma desde lo alto de una escalera?
Así escribía yo: dando intempestivos rebotes. Cien palabras por minuto los días pares y
cincuenta los impares. Cuando terminé, me dio un consejo indispensable: “Ya has
aprendido a escribir. Ahora andá y aprendé a leer.”
Se me acaba de ocurrir una idea para resolver el conflicto: escribiré un mensaje con fibrón
y lo dejaré sujeto con una chinche en la puerta de calle: “DON CUEVAS: MI MUJER HA
CAMBIADO DE OPINIÓN”. El tapicero leerá el mensaje, dudará, tocará timbre hasta
cansarse y por fin se largará sin llevarse los sillones. Salvado.
Calculo que la triquiñuela tardará un año en descubrirse. Y, para entonces, yo seré un viejo
chinchudo al que no se le podrá reprochar nada porque, furioso, dará golpes de puño sobre
la mesa.
5) Soy un escritor de amorcitos provincianos. Escribo para que vuelvan, para que no se
vayan, para que me enamoren, para que se dejen y para que no me dejen. Me vuelven loco,
me contentan, me inspiran, me deprimen.
También escribo para los amorcitos que nadie saca a bailar, los que nunca se olvidan de
cambiarle el agua a los canarios, y las que miran el mismo figurín y lo hojean
humedeciendo con la lengua la yema de los dedos.
Posdata: escribo porque hay días en que algunos transeúntes, titubeantes, me detienen, me
aprietan un brazo y me dicen que soy un grosso. ¡Un grosso! Entonces les pido un minuto
de silencio y tardo horas en recuperar la voz.
Cultivo, por experiencia, el viejo estilo de los pugilistas provincianos: ocupo el centro del
ring y espero a ver qué pasa. Si las palabras no aparecen entonces salgo a buscarlas. Hay
palabras que ya no existen. Hay otras que nunca se han pronunciado. Y otras que están
naciendo. A veces se ocultan:
Nunca escribí un anónimo. Ni una esquela mortuoria. Y por una extraña decisión que aún
no consigo descifrar, cada vez que alguien me pide que le escriba el prólogo de un libro me
dan ganas de pegarle en el hueso de la nariz y que le salga por la nuca.
En el cuartel me dedicaba a escribir las cartas de amor de los soldados analfabetos. Decile
que la quiero, me pedían. Pero a mí eso me parecía un desperdicio y, desatado, escribía
unas arrolladoras cartas pasionales donde les daba y pedía leña, les exigía fuerzas, les
prometía delicias y les deslizaba palabritas en francés: monamur, cucú, adieu, cherí,
mumurrumumumú. Pero los soldados me las hacían borrar porque, a lo sumo, antes de
partir, les habían dado nada más que un beso en la mejilla.
Escribía las cartas de amor de los soldados pero no podía leer las respuestas porque ellos
no me dejaban. Estaban celosos. ¿Qué quería decir mumurrumumumú?
8) Escribo porque nadie me enseñó, porque los triptongos me hacen acordar a los
cronopios de Cortázar y porque todavía no sé qué es un adverbio. De esas minucias se
ocupan las manos, que lo saben de memoria.
A ver si me explico: mientras ellas escriben el renglón treinta y cuatro, yo estoy pensando
en el treinta y seis. Dos líneas de ventaja es el número ideal para cualquier escritor. Con
menos no alcanza y con más podrías convertirte en un número de feria.
9) Escribo porque cuando consigo una oración que se sostiene sola en el aire, derrotando la
ley de gravedad, suelto un grito de amor que pone en alerta al vecindario. Escribo porque
sentado como un jockey ante el tablero de la Olivetti, aún experimento poluciones. Escribo
porque en cuarto año, en una redacción, utilicé la palabra fornicio y me expulsaron de la
clase. Y escribo porque hace tres años, en Pekín, pagué diez dólares a una china de 100
años para que me localizara el chakra de la fontanella. Lo consiguió. Fue entonces cuando
caí en la cuenta de que, desde que yo era un bebé y mi mamá dejó de hacerlo, nadie había
vuelto a acariciarme la fontanella. Escribo por las secretas lágrimas derramadas en un
mercado de Pekín.
10) Escribo porque soy capaz de levantarme a las 3 de la mañana y atravesar descalzo los
mosaicos del pasillo para apuntar una palabra en la libreta de la cocina. Generalmente se
trata de una palabra que no sirve para nada. Pero eso carece de importancia. Lo esencial
está en la planta de los pies y en la temperatura glacial de los mosaicos.
Quien no esté dispuesto a cruzar descalzo el frío de Siberia por el amor de un sustantivo, es
mejor que abandone. O vaya a una maestra particular.
11) Cada vez que un estudiante viene a visitarme para hablar de literatura le pido que me
deje tomarle el pulso. Le coloco dos dedos sobre la muñeca y le voy recitando nombre
alusivos: William Faulkner... Nicanor Parra... Osvaldo Soriano... Walt Whitman... Paul
Verlaine. Si su pulso permanece inalterable le señalo, implacable, la puerta de salida.
12) “Escribir es una práctica, cuyo sentido yace en el misterio del corazón”. Bien ahí,
Mallarmé. Y eso que lo dijo en 1890, cuando el corazón no podía ser nada más que una
metáfora. Cien años más tarde, tumbado en la camilla para artistas del Allende, logré ver el
mío a través de una pantalla. Se parecía a la esponja del rincón de Bonavena, pero con
rayos de sol, encajes de sombras y huevos de león.
“Escribir es una práctica del corazón para desentrañar el sentido de los escritores” (2009).
Bien ahí, Salzano.
Papá
No, el mío, no; sino Hemingway, Papá que, tal como confirman los libreros de la calle
Deán Funes, es de los pocos escritores que ha logrado meterle una bala entre las cejas al
siglo 20, el del olvido.
Consta en actas que fue hijo de un médico enviciado con la pesca y de una señora muy
aseñorada que le enseñó a tocar el piano. Sin embargo, pensándolo bien, Papá no fue hijo
de nadie porque su orgullo no lo permitía. Tan es así que, cuando se enteró de su suicidio,
Zelda Fitzgerald lo calzó en la pera con una definición que aún se utiliza en los manuales:
“Ningún hombre podría ser tan viril como él quería”.
Inició su andadura literaria escribiendo relatos de hoja y media en los que un leñador de los
bosques canadienses se machaca los dedos al mismo tiempo que su esposa comienza con
los dolores de parto. Si se queda a ayudarla morirá desangrado. Si se va al hospital salvará
la mano, pero perderá el respeto de su mujer y, lo que es peor, el de su hijo que aún no ha
nacido. Se habla poco y nada en esos cuentos. Tan poco y tan nada que terminaron
abriéndose paso e imponiéndose como un estilo. Papá inventó la economía de guerra
literaria.
Si yo fuera profesor de cualquier cosa, empezaría mis clases leyendo algo suyo: “El
Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5.963 metros de altura. Y se dice que es
la montaña más alta de África. Cerca de la cima occidental se encuentra el cadáver de un
leopardo reseco y congelado. Nadie ha conseguido explicar qué buscaba el leopardo en
aquellas alturas”.
El genio de Hemingway era tan contaminante que otro escritor y alcohólico atroz, Charles
Bukowski, sufrió una prolongada interrupción en su carrera porque todo lo que producía
era como si lo hubiera escrito el maestro. Se le había pegado. La curiosa manera que
encontró Bukowski para despegarse del estigma de Papá, fue escribir un cuento en el que
lo enfrentaba sobre un ring y lo noqueaba. El cuento se llama “Clase” y acabo de leerlo.
Bueno, me dije, aquí hay una buena nota para la página del sábado. Pero –¡oh!– resulta que
en lugar de escribir sobre Bukowski –que ya lleva quince años muerto– me puse a escribir
del perdedor, que ya lleva medio siglo congelado en la cima del Kilimanjaro.
Hemingway recibió el Nobel a los cincuenta y cinco años y durante la ceremonia se
comportó como si ya lo hubiera ganado un par de veces. Para un tipo como él que se iba a
las islas Filipinas para ver cómo eran de cerca los tifones, recibir el Nobel debió significar
algo tan riesgoso como un helado de vainilla y chocolate. El problema es que, de tifón en
tifón, Papá acabó entrampado en el cepo de su propio mito: no podía hacer la plancha, si
no era en un mar sobrado de tiburones; y no podía fumar, si no eran los habanos que le
obsequiaba Fidel.
Las últimas cosas que escribió no fueron ni buenas ni malas, sino que directamente no
fueron: sufría mucho, la depresión le impedía respirar y cuando conseguía conciliar el
sueño se le presentaba el fantasma de Johnnie Walker y le pegaba con el bastón en la
cabeza. Quería escribir y lo único que le salía eran las equis.
Así mueren los hombres de verdad, debe haber pensado antes de suicidarse con una
escopeta de matar rinocerontes.
A una de sus casas más famosas, la de La Habana, se la puede visitar, mirando a través de
las ventanas. Lo que más me impresionó fue la visión de sus zapatones con la boca
desmesuradamente abierta. Eran zapatos que estaban listos para seguir caminando y llegar
hasta el final.
Nadie ha conseguido explicar qué hacía yo en Cuba espiando a través de las ventanas de la
casa de Papá.
Miércoles 4 al viernes 6
El chico
Por aquellos días Córdoba era una ciudad tan diminuta que / incluyendo la torre de los
Capuchinos / cabía en el bolsillo del gigante Gulliver / en serio / multiplicabas lado por
lado / y el resultado no llegaba al millón de pasos cuadrados / para tener una idea / Londres
superaba los 19 y París los 26.
Lo que quiero decir es que en un laberinto que empezaba en los andenes del Mitre y
terminaba en el palo del córner de la cancha de Belgrano / todo lo que podía hacer un chico
/ yo / era caminar buscando la salida.
Lo que quiero decir es que con cada día que pasaba mi corazón se ponía más grueso /
mientras salían a espiar / como ángeles / los primeros pelitos del sobaco.
El destino de los chicos es aparecer y desaparecer / como un relámpago / hoy son chicos /
mañana son jóvenes / y un día cualquiera / dejamos de verlos.
Pero volvamos a Gulliver City / por aquellos días el Palace era un hotel de elegancia
decadente / en la confitería Oriental el café se tomaba con una servilleta de hilo sobre las
rodillas / y los 16 ventiladores del cine Opera accionados a toda mecha / era la sensación
más parecida a viajar en avión a Buenos Aires / los chicos de aquellos días no conocían
Buenos Aires.
Llegué a dar ciento veinte vueltas completas sin salir de las puertas giratorias del Correo.
En síntesis / Córdoba estaba hecha a la medida de los hombres / a los chicos les
correspondía hacer la primera comunión en la iglesia del Perpetuo Socorro / y / encerrados
con llave en el retrete / jugar a las visitas con el almanaque de Marilyn Monroe / yo lo
hice / cuando ella vivía todavía.
Me hubiera gustado que me vieran en la edad del pavo / caminando por 24 de Septiembre /
aparentando ser alguien que sabía adónde iba / pero todo lo que encontraba a lo largo de
aquel paseo interminable eran chapitas de Córdoba Dorada / camiones circulando a través
del aire sucio del mercado / y familias de seis miembros sentadas frente al televisor para
ver el Dodge de Karl Malden en las calles de San Francisco.
Pero yo no era bueno para ver televisión / aguantaba media hora y me largaba / lárgate / así
decía John Wayne / lárgate.
Siempre estaba rodeado de amigos invisibles / para no tener que cruzarme con los ojos de
nadie / miraba las estrellas: Géminis / Tauro / Leo / todas ordenadas / en perfecto estado de
funcionamiento.
Antecedentes del chico: 1) había dejado de estudiar o estaba a punto de hacerlo / 2) iba a
ver películas francesas porque los franceses se besaban con la boca abierta / 3) a veces
pedía monedas en la puerta de La Merced para tomarme un licuado de banana con leche /
4) por puras ganas de joder me encerraba en los armarios / 5) había ganado un encendedor
Omega volteando patitos en la kermés de los salesianos / naturalmente fumaba hasta por
las orejas / posdata: / yo creo que un hombre tiene dos obligaciones en la vida: ser
romántico y fumar con los ojos cerrados.
Seis: / había dejado mis datos personales en Vértice Musical / y no porque verdaderamente
necesitara trabajar, sino porque quería escuchar los discos de Chubby Checker.
Lo único que realmente me pertenecía era un pulóver negro de cuello alto que amaba
descaradamente mirarse en los espejos / ahora pienso que tal vez yo no quería abandonar el
laberinto / sino ser Yves Montando.
En ocasiones / acompañado del pulóver que caminaba solo / iba a escuchar conferencias de
intelectuales con olor a pipa / sacos de tweed / y parches de gamuza / yo lo que
ambicionaba era saber cómo se podía escapar del laberinto / pero todo lo que encontraba
era una tarima / una mesa / un vaso / y un cuarto litro de agua mineral Villavicencio .
Ahora mismo / Córdoba debe andar por los dos millones de pasos cuadrados / cada vez que
tengo que dar una charla / antes de empezar / me tomo un tiempo prudencial para buscar
entre la gente al chico del pulóver.
Pero o ya se ha ido, o no aparece / el chico que fui no pudo salir jamás del laberinto.
El resto de su filmografía es pan para hoy y hambre para mañana porque Liza (los cursis de
la Academia Pitman pronunciaban Laisa) fue de las que, con sospechosa facilidad,
encontraban motivos para fracasar. Una característica bastante parecida a la de su mamá,
Judy Garland, sólo que Liza no reventó en mitad de su carrera.
Laboratorios Garland
Judy Garland, la madre, terminó su vida, su vidita, tironeada simultáneamente por sus dos
grandes amores: el show en todas sus facetas y su metejón por los paraísos artificiales. En
serio. Ahí viene la Garland cuchicheaban entre sí las empleadas de la farmacia Del Águila
cada vez que la veían entrar, blanca como un pollo y oculta tras unos anteojos color porrón.
–No señora.
Judy Garland, dueña de una infancia sobrada de apremios, aprendió a jugar a la payana con
genioles y cuando murió, entre vómitos y arcadas, tenía 47 años.
El forense que le hizo la autopsia cayó de rodillas junto a la camilla de disecciones porque
su hígado había crecido hasta ocupar el lugar del corazón. Estas imágenes irreales de Judy
Garland constituyen la esencia de su mito, el sostén siempre renovado de su voz. De haber
seguido viva no se habría librado de ver cómo remataban los accesorios de su propia
leyenda.
Judy Valium fue una niña precoz a quien su madre, como en las novelas baratas, obligaba a
bailar el charleston frente a los cazadores de talentos. Bailaba bien pero cantaba mejor,
razón que explica su temprana presencia en las películas juveniles de la Metro. La Garland
era una gordita con cuerpo de placard y mirada seductora que, prematuramente
desarrollada, actuaba con el tórax envuelto con una cinta aisladora. No era una belleza,
pero tenía talento como cantante y actriz. La Metro, la fábrica, hizo el resto: transformó su
complejo de inferioridad en delirio de grandeza. Después, años después, cuando no
figuraba ni a los diez, le soltaron la mano y le rescindieron el contrato. Todavía le sobraba
voz pero se había quedado pelada. Se refugió en las arenas movedizas de Londres y llegó a
estar tan desquiciada que afirmaba que el clima de la ciudad la estimulaba.
A la misma edad en que las chicas no saben si dormir acompañadas por el perro Pluto o
por el Pato Donald, Judy Judy estaba tan pasada de revoluciones que cada vez que la
invitaban a una fiesta de cumpleaños, lo primero que hacía era entrar al cuarto de baño,
encerrarse con llave, registrar el botiquín y forrarse los bolsillos con pastillas. Cuando
conseguían sacarla, sus labios de princesa despedían unas burbujas de colores que ningún
laboratorio conseguía analizar.
Liza, que está cumpliendo ahora mismo los 63 (nació el 12 de marzo de 1946), vivió parte
de su infancia bajo la tutela de su padre, inventor del Liza May con que la inscribieron en
el registro civil.
Judy no quería llamarla Liza sino Dina y, como marido y mujer no se ponían de acuerdo,
lo resolvieron a cara o cruz. Si hubiera ganado la madre, el 26 no actuaría Liza Minnelli en
el Orfeo sino Dina, Daina, y no se hubiera vendido ninguna entrada porque ¿quién escuchó
cantar alguna vez a Dina Minnelli?
Y ahora hablemos de LM, para cuya actuación se ha fijado un precio de 250 pesos el ring
side y 90 el gallinero.
¡Es para este tipo de circunstancias, señora Presidenta, que se debería instrumentar el plan
canje y no para el recambio de licuadoras y bicicletas!
En realidad Sally Bowles no era Sally Bowles sino el otro yo de Liza, un cuete de veinte
años que, como su alter ego, cargaba dos o tres amantes simultáneos y por las noches, en el
cabaret, cantaba y bailaba subida al respaldo de una silla. Su idea de la vida consistía en
tomar champán, liquidar una buena cena acompañada por algún oficial del alto mando
alemán, comprar vestidos caros y armar camorras en hoteles de primera cuando creía que
la mucama le había robado unas monedas que después encontraba debajo de la cama.
Liza asumió de pecho todas las virtudes y defectos de Sally Bowles: una voz potente pero
no excesivamente melodiosa, un corpachón desordenado y una boca capaz de ventilar dos
fasos simultáneos. ¿Más adjetivos?: Solidaria, intrépida, divertida, ingenua y generosa. Fue
Bob Fosse –que antes de dirigirla en cine ya la había fogueado en Broadway– el autor del
milagro.
Ya vendrán los datos necesarios para el identikit de la chica del ring side de los 250 pesos,
pero, hasta tanto, vaya una anécdota por anticipado:
Judy Garland llama a su hija desde Londres para invitarla a la ceremonia de su cuarto
casamiento.
Liza: –No puedo ir mamá. Ese día debuto en Las Vegas, en el Flamingo.
1) Creo en las bestialidades sentimentales: la del mono King Kong, la del fantasma de la
Ópera y la de aquella película de Fellini en la que Anthony Quinn se envolvía el pecho con
cadenas y con un solo golpe de corazón las destrozaba.
3) Creo en los barrios que se hacían a sí mismos, a escala de la gente. Acá estaba la casa
del zapatero, acá vivían los Cabrera, acá el maquinista del Belgrano, acá vivía el peronista
y, antes de llegar a la esquina, la casa de la modista, mi mamá. Las elongaciones
maternales son interminables. Un ejemplo: si me portaba mal me daba a elegir entre leer el
catecismo o coser botones. Yo elegía los botones. Todavía soy un campeón haciéndolo.
Creo en los hombres que se encierran en el garaje y, de una sentada, cosen los botones de
toda la familia. La famosa elongatsione lacrimale.
4) Creo en las máquinas de coser Singer y en el dedal que recibí una vez liquidadas las
costas del juicio sucesorio. Sus cenizas pesaban como cien gramos de tapioca, doscientos
de Quaker, trescientos de azúcar impalpable, cuatrocientos de queso rallado y medio kilo
de alpiste. ¿Poca cosa? Vengan y muéstrenme otras cenizas como esas.
5) Si en lugar de un dedal me hubiera dejado diez, me los pondría a todos y escribiría una
nota sobre los musicales de Fred Astaire en la época dorada de la Metro: taracataracata tac.
6) Creo en los chicos que no son buenos para jugar al fútbol y que, por descarte, deciden
jugar al básquet. Creo en los chicos que no pueden jugar al básquet porque todos los demás
juegan al fútbol.
8) Creo en el olvido porque no me queda otro recurso. Por ejemplo: no consigo recordar
quién dirigió Duelo al sol. Podría buscar el dato en los archivos, pero no creo en los
archivos. La cultura –justamente– es aquello que nos queda. Además, la falta de memoria
ocasiona ausencia de remordimientos.
10) Está bien, no recuerdo quién dirigió Duelo al sol, pero cada vez que entro a un cine las
butacas me saludan como si fuera el rey Arturo. Yo duermo y Clint Eastwood se encarga
del resto.
11) Las cosas son así: primero te toca probar la miel y después te toca probar el cuchillo. A
eso llamo yo un buen elongamiento literario.
12) “Creo que creo en lo que creo que no creo”. Oliverio Girondo.
13) Creo en los fumadores compulsivos, forzados a deambular por la ciudad como
leprosos. Creo que va siendo hora de que regrese el invierno para dibujar corazones en la
ventana. Creo en la telepatía , en los hechizos y en el pan con manteca. Creo que me muero
por besarte aquí y aquí. Creo en los puentes de madera de París y en ese almacén de San
Vicente donde, si comprás un kilo de arroz, te lo envuelven en una bolsa de papel marrón y
la ajustan con piolín. A ese tipo de elongaciones me refiero.
14) ¡Me acordé! Duelo al sol fue dirigida por King Vidor y termina con Jennifer Jones y
Gregory Peck abrazados bajo la lluvia, agonizantes, porque previamente los dos se han
cocinado a balazos. Peck mata a Jones y Jones mata a Peck. Uno de los dos dice “¡Amor
mío!”. O los dos.
15) Para que una elongación valga la pena, es necesario que la mujer de tu vida te bese
inmediatamente después de haberte pegado un tiro.
Oscar Alemán
Hace cien años / consta en actas / nacía en el Chaco / República Argentina / el guitarrista
mayor de la nación / Oscar Alemán / un negrito flaco y fiero al que le decían tití / como a
los monos / pero a él esos detalles le pasaban de costado / demasiado tenía con aprender a
leer de ojito / y trabajar para parar la olla familiar / los alemanes eran pobres de paredes
grises / pobres de agua que corre sin cesar en el retrete / pobres sin radio / sin leche / ni
heladera.
A los seis años OA vivía hacinado con los suyos en un conventillo de Barracas / y / como
no tenía zapatos bailaba el malambo / descalzo / en las esquinas de la calle Florida.
Cuando la mishiadura ya no tenía más agujeros para agregarle al cinto / el Alemán mayor y
cuatro de sus hijos / emigraron a Río de Janeiro / como carecían de papeles entraron por la
puerta de servicio.
El viejo tocaba la guitarra / y los hijos bailaban chiquita banana / no quedan fotos del
equipo / es como si no quedaran fotos de Django Reinhardt / o de Cacho Tirao / Tití era
una rana de pantalones cortos / rodillas debiluchas / y peinado virulé.
Es verdad que a los pobres les falla todo / y si no miren lo que les pasó a los alemanes de
esta historia: / no bien recibieron / desde Buenos Aires / la noticia de que la madre había
muerto / el grupo se desintegró / el viejo se tiró desde arriba de un puente / y los hijos
salieron disparados cada uno por su lado. Nunca más volvieron a verse / Oscar / a lo largo
de su vida / pondría muchos avisos en los diarios.
El rey del malambo acabó anclado en una pensión de mala muerte / en la pensión había un
loro que se la pasaba gritando socorro socorro socorro / tenía que pagar seis reis cada 24
horas / y comer cada 48 / se había convertido en un bailarín todo terreno / un clown que
abría la puerta de los coches frente a los hoteles / un garoto de segunda categoría / menos
mal que era lampiño / nadie le hubiera dejado propina a un garoto con bigotes / todavía no
había tocado nunca la guitarra / le hubiera gustado pero tenía manos de bebé / manitos
ideales para tocar el cavaquinho.
Aún con un anillo en cada dedo / Oscarsinho seguía teniendo las manos de Pulgarcito.
No puedo contar toda su vida / pero ustedes pueden imaginarlo tocando el cavaquinho en
teatros de varieté / aparecía en escena con un collar de flores truchas alrededor del cuello /
como las chicas de Hawaii / ¿conocen la musiquita de Hawaii? / clipoing clipoing
clipoing / toda vida tiene su precio / pero a él le cobraban demasiado.
Volvió a Buenos Aires / seguía sin papeles / y Discépolo / Discepolín / fue el primero en
contratarlo para una revista que dirigía en el Empire / hacía lo que le pidieran: guitarreiro /
carameleiro / porteiro / taquilleiro / lo dejaban dormir en la tramoya / acompañado por el
chico que vendía diarios en la esquina. Su divisa: “Nada significa si no tiene swing”.
Guitarrero y pugilista / en serio / pesaba 53 kilos / peso gallo / así consta en su ficha de la
Federación Argentina de Boxeo / Alemán Oscar / peleó en treinta ocasiones / ganó en 28/ y
no perdió en ninguna.
Tenía estilo.
Dios mío / se me está terminando el papel / y no he dicho todavía que fue seriamente
pretendido por la orquesta de Duke Ellington / que fue el músico mimado de Josephine
Baker / que en Europa –por el color de su piel– fue perseguido por los sabuesos de la
Gestapo y / cuando volvió a Buenos Aires / fue perseguido por los sabuesos del
peronismo / que no veían con buenos ojos que un negro hablara en francés y tocara la
guitarra con las manos atadas a la espalda.
Cuando ya era el mejor guitarrista del mundo / actuó en La Taberna de Julio / en la Ruta 9 /
Córdoba / Argentina / yo no sé si recuerdan / pero el baño de la Taberna estaba al final de
un pasillo tan angosto / que si uno iba / el otro no volvía / fue ahí donde conocí al
M.G.D.M.
¿Qué les puedo decir de Oscar Alemán a cambio de dos pesos con ochenta? / que parecía
un hombre indefenso / amable / un vendedor de biblias / que gastaba unas patillas muy
finas / anteojos de miope veterano / y que llevaba bordadas sus iniciales en las solapas de
su saco repimporoteante.
La gente le pedía que tocara Rosa madreselva y él inclinaba la cabeza. El cliente siempre
tiene razón / después golpeaba el piso con el taco de sus fabulosos tamangos combinados /
bésame / bésame mucho / como si fuera esta noche la última vez.
Baglietto tenía razón. A la Bergman podías verla cuarenta, cincuenta veces, y en todas te
enloquecía. Cabrera Infante, el cuentista cubano, la llamaba “la mujer del amor eterno”. No
en vano durante los cuarenta fue, balance en mano, la actriz más popular del mundo. Más
que Hayworth, más que Hayward, más que Katharine Hepburn y más que su paisana, Greta
Garbo, tan distante que, más que retirarse, se extravió.
Ingrid Bergman, además, sabía tocar el piano y era tan severa como delicada.
Una chica como todas las demás, pero mejor que todas las demás.
Ingrid Bergman, especuló el productor de Lo que el viento se llevó, era la huerfanita que el
público norteamericano soñaba con adoptar: sana, obediente y agradecida. Una chica de
pollera plisada y pies planos que baldeaba sin que se lo pidieran, cortaba leña para la
chimenea del hogar y se hacía cargo de la granja si Billy o Wendell quedaban inutilizados
por la patada de una mula.
He aquí, detallada, la lista de personajes que encarnó durante su primera etapa en la fábrica
de sueños: enfermera, maestra jardinera, madre superiora, científica abnegada, granjera,
maestra de piano y campesina bávara con trencitas a lo Heidi. Era, además, una excelente
paridora.
Lo que la gente ignoraba es que no tenía nada que ver con esos personajes de cartón
ideados para el público del sábado a la noche. Tanto es así que tras representar durante un
tiempo prudencial el rol de mosca muerta, se plantó para dar a conocer sus condiciones:
–Si me vuelven a proponer un solo personaje más donde tenga que colaborar en la
colonización de la condición femenina me vuelvo a Suecia caminando.
Selznick, el mago, la fue despegando del cliché pero tomándose su tiempo: le dejó pintarse
las uñas pero no los labios, le permitió besar en el zaguán pero no en el dormitorio y trató
de que la ovulación no le pesara demasiado.
Hasta que un día por los mentideros de la fábrica circuló un chisme de cien octanos: la
chica de las cincuenta mil entradas por minuto, exhibía una bandera republicana en el
cuarto de invitados y giraba dinero regularmente a España para ayudar a las Brigadas
Internacionales.
Por aquellos días, en Hollywood, el compromiso político era patrimonio de los snobs. Pero
ella militaba con toda seriedad y consiguió que Selznick comprara los derechos de Por
quién doblan las campanas. Hemingway, su autor, cedió los cinco mil dólares en que se
cerró la transacción para el aguante de la causa.
No tardó en recibir algunos toquecitos del FBI. “Seniora Verkman, la prócsima ves que
acuda a las reuniones de los surdos la vamos a debolber a Europa enbuelta para regalo”.
Hasta que una noche, afirma la leyenda, fue al cine y vio una película que operó en su
interior como el rayo misterioso en el pelo de la mina de Gardel. La película, italiana, se
llamaba Roma ciudad abierta, estaba rodada en blanco y negro con negativo vencido y
llevaba la firma de Roberto Rossellini.
“Señor Roberto Rossellini, si necesita una actriz sueca que habla muy bien el inglés, que
no ha olvidado su alemán, que chapurrea un poco el francés, y que en italiano solo conoce
‘ti amo’, estoy dispuesta a acudir y hacer un filme con usted”.
Lo que sucedió a continuación fue tan aluvional como desproporcionado. El expreso deseo
de la Bergman de cambiar de bando y sumarse a la causa neorrealista desató un huracán de
comentarios maliciosos y las cincuenta mil entradas por minuto se fueron a pique. A su
alrededor, incontables, comenzaron a crecer los hongos de la perfidia.
Bitch, puta, era lo más selecto de lo que le decían. Multipliquen la palabra bitch por 220
millones de habitantes y tendrán una idea de lo que significa un futuro sin futuro: “Las
acciones de Ingrid Bergman son un hedor en las fosas nasales de la gente decente y una
desgracia para las más finas sensibilidades de la feminidad”. No digo nada que no se sepa,
todo está escrito en la biblioteca.
Uno a uno fueron rescindiendo todos sus contratos y cuando Robertone aterrizó en USA
para recogerla en un DC 4 copiosamente ametrallado con huevos de gallina, la prensa hizo
un gran despliegue de mala leche: describieron las caras y las manos de la pareja, las suelas
de sus zapatos, catalogaron su vestuario y hasta escarbaron en los restos de comida que
habían encargado. No habían comenzado ni siquiera a quererse A y B, cuando,
mediáticamente, ya estaban muertos y sepultados.
Oh Dios, si la Bergman hubiera sabido que Rossellini a esas alturas, ya había dado por
finalizada su militancia neorrealista, probablemente le hubiera hundido los tacos en el
cristal de los Ray Ban. Pero él –iracundo, caprichoso, melifluo– tenía siempre la última
palabra.
Hay libros sobre todos y cada uno de los siete ciclos, pero no existe todavía un estudio
totalizador sobre aquel gringo volcánico e inabarcable, al que parecían brotarle rossellinis
por todos lados. La iba de profeta. Y lo era. Del cine, proclamaba, no le interesaba otra
cosa que la mirada inocente de los espectadores.
La odisea de la pareja seguramente vale por las películas que rodó, pero mucho más por el
coraje con que afrontó al acoso paranoico de una sociedad horrorizada.
Menos mal que el ciclo sabatino que le está dedicando el Cineclub Municipal, incluye los
dos grandes hits de la pareja (Strómboli y Viaje en Italia) porque si no habría que
denunciarlo a la embajada. Es gratis, el ciclo. Siempre hay gente que a las siete de la tarde,
en el ocaso otoñal, se pone un saquito de lana para asistir al show de los viejos amantes.
A y B convivieron entre 1949 y 1956, pero él comenzó a pisar con frecuencia el filo de los
cuernos y finalmente la dejó plantada por una 906090 cuyo nombre no aparece registrado
en las enciclopedias. Ella –se veía venir– regresó a los Estados Unidos. En 1956 los
pecados ya no eran tan pecados. Volvió para hacer Anastasia, justamente el drama de una
mujer que no sabe quién es, si una hija perdida del zar Alejandro o una oportunista en
manos de expertos vividores. La película no se había estrenado todavía y ella ya había
ganado el Oscar.
Lo que más me gusta de la valija de la historia del cine, es que lleva pegadas todas las
iniciales de la muchedumbre.
Domingo 5 a viernes 10
Memoria etológica. Chupar una naranja, pelar una mandarina, escupir las pepas, flupt,
flupt, robar uvas, naranjas, sandías, meternos dos melones debajo del pulóver y hablar con
voz de mariquita, sacudiendo las caderas tal como las movían las chicas del subdesarrollo.
Escuchar la radio tumbado sobre la alfombra del living y cada tanto probar fortuna
cantando un bolero debajo de la ducha: “Quiero tenerte muy cerca / mirarme en tus ojos /
verte junto a mí / piensa que tal vez mañana / yo ya estaré lejos / muy lejos de aquíiiiiiiii”.
Las duchas del subdesarrollo: levantábamos la cabeza y no la bajábamos hasta que el agua
nos llenaba la boca.
Estas son las memorias del subdesarrollo. Dios mío, no permitas que las escriba mal.
Memoria pura. La chica del millón de dólares del subdesarrollo era, por lo general, la chica
del lado.
Ya no existen chicas. Ni lados. Y ya que estamos, también han desaparecido las cajas de
metal litografiadas en tecnicolor: Galletitas Mil Delicias, Té Melka, Caramelos Tofi. Si yo
he comido todas esas galletas y todos esos caramelos, ¿por qué sufro todavía?
¿Cómo se llamaba el caballo blanco trucho bello bello que hacía guardia en la puerta del
negocio? Se llamaba Tincho. Me lo dijo don Alonso. Yo le dije que Tincho era nombre de
perro y él asintió con la cabeza. Después me regaló una docena de tachuelas para
cancherear el agujero del balero.
¡Dónde está el sol que pueda disolverme y el rayo que me devuelva aquel balero!
La ambrosía soñada por Chammás: dulce de leche, harina, azúcar y huevos de gallina.
Mi viejo, que la iba de Gardel con las ninfas del subdesarrollo, me daba consejos: “Si te
gusta una chica, llevale a la madre media docena de alfajores”. Nunca me gustaron las
madres de las chicas. Todavía no me gustan. Apenas me ven y se les erizan los pelos del
pescuezo. Era inútil que pronunciara las eses. O que me pusiera corbata. Ellas, las madres,
ponían a hervir ajos en la cocina para fumigarme. Conocí a una suegra cuya perfidia me
hacía llorar. En lugar de llamarme Daniel me llamaba Ernesto.
El amor del subdesarrollo consistía en introducir una rodilla entre las rodillas de la mujer
amada y jadear como un búfalo en un extremo del zaguán. Los rugidos eran tan auténticos
y poderosos que la araña del living oscilaba y el piso retumbaba de repente, como el mar.
Las rodillas del subdesarrollo eran dos bochas de bowling pegadas con cemento.
Memoria perceptiva. Voy a mencionar, con los ojos vendados, tres pilares del
subdesarrollo: manteca Paz, bizcochos Canale y Gary Cooper, un modelo inalcanzable
para los niños del subdesarrollo. Medía 1,90. Y caminaba con la perfección de una
bailarina del far-west.
Burt Lancaster, no. A Lancaster le pedías prestado el caballo para ir hasta la esquina y te lo
prestaba.
–Gracias, Burt.
Más pilares: las rodilleras Prócer, la escoba de 15, los bifes de marucha, la propalación
Saturno, el cine de la calle Bulnes y el vestido rojo de Eva Perón flameando en el andén
del último vagón del tren más famoso de Argentina. Yo la vi. Era una mujer color marfil
de cejas debiluchas y unos ojos oscuros y brillantes. De los zapatos no puedo decir nada
porque no llegué a verlos a causa del gentío. El rumor afirmaba que, desde el tren, iba a
repartir juguetes: pelotas Pulpo, revólveres Rebo, camioncitos de bomberos, mecanos y
camisetas del seleccionado. Si mi viejo se hubiera enterado de que yo me había escapado
de casa para ir a tirarle la manga a la Jefa Espiritual de la Nación, me hubiera dado un par
de toques con el Tónico Negro.
El Tónico Negro era un cinturón de cuero crudo que se utilizaba en casos muy severos.
Memoria artificial. La sidra Tunuyán era el único champán que vendía el almacenero de
la esquina y, según la más arraigada tradición, se bebía únicamente en Navidad.
Navidad, niños, dadme unos renglones de ventaja para poder hablar de la Navidad. Mejor
dicho, del pesebre que fabricábamos atando con alambre dos cajones de manzanas
deliciosas: hombrecitos de plástico, grandes copos nevados de algodón Estrella, un burro
sin orejas, un buey de ojos azules, un tanque de guerra, dos ovejas, pastores de plastilina,
un camión de bomberos y una ambulancia con la cruz roja dibujada sobre el techo. José era
un santo de trapo con sotana y la Virgen una muñeca oxigenada a la que embellecíamos de
prepo cubriéndole el rostro con una foto de Elizabeth Taylor. Y ahora, atención, observad a
los Reyes Magos, que no eran tres sino cuatro: el de espadas, el de oros, el de copas y el de
bastos. La ambulancia del subdesarrollo ululaba sin cesar por los alrededores de Belén y
cada dos minutos había que darle cuerda. Nos turnábamos. Dale, loco, ahora te toca a vos
Hace 45 años que me moría de ganas de decirlo nuevamente: “Dale, loco, ahora te toca a
vos”.
Memoria principal. En las bibliotecas del subdesarrollo había nada más que cuatro libros:
Pinocho, Los tres mosqueteros, Azabache y La isla del tesoro, todos y cada uno de ellos
maculados con grandes manchas de café con leche. Durante la merienda del subdesarrollo
estaba permitido tomar la leche y leer al mismo tiempo. La isla del tesoro era el único que
incluía ilustraciones: piratas desbordados discutiendo las órdenes de Silver agitando unas
espantosas cimitarras.
–Neurosis.
–Sisoruen.
¡Bravo maestro!
Memoria olfativa. Jazmines del cielo, coronas de novia, alcohol alcanforado y los vahos
de spray que escupía Cachita, peluquera patriótica y nacionalista que sujetaba un retrato
del Potro en el ángulo derecho del espejo principal. Mi mamá, cuando iba a la peluquería,
cerraba los ojos para no verlo. Lo hacía por disciplina partidaria y amor a mi papá. Che,
una pregunta: ¿qué se ama cuando se ama?
Las espigas de San Cayetano, los churros de la feria y el rollo de papel higiénico que,
convenientemente arrojado desde el pullman del Cine Cervantes, trazaba en el espacio una
irrefutable paráfrasis de la vida.
Sopa, puré, bife, una manzana y, para terminar, por Elevedós, El León de Francia, la
novela. El León era un espadachín de cuidado, un jinete corajudo y un gavilán pollero que
seducía a las mujeres a cambio de una rosa.
Memoria inmediata. La cabeza cuadrada del Mono Gatica oculta por una nube de talco
perfumado en la peluquería del pasaje Muñoz.
Pasaje Muñoz: túnel de 100 metros cavado en las entrañas del Mesozoico cordobés.
Ah, y el frac azul de Jorge Arduh, el fantasista del teclado, exhibido vistiendo el maniquí
de la tintorería Palermo.
Me gustaría saber si en quinto grado empecé a pensar en alguna chica. Me gustaría saber si
ella me veía cada vez que subía al trampolín y me tiraba de cabeza. Me hubiera gustado
vivir para siempre en esa foto, en el aire, con los brazos bien abiertos y sin llegar a ningún
lado. Me hubiera gustado enseñarle la foto a mi nieta.
A toda mecha
Mercedes Sosa, niña de San Miguel de Tucumán, donde, si no la tiene todavía, algún día
tendrá su propia calle, acaba de publicar un disco nuevo –Cantora– cuyo poderío es tan
arrollador que ganó un Disco de Oro sin prácticamente salir a la venta. Lo más seguro es
que Mercedes, como hizo Chaplin con el Oscar que le dieron por El circo, no lo exhibirá
como la cabeza de un ciervo en la pared del living, sino que lo pondrá entre la puerta y el
marco para evitar los desmanes del viento.
Una vez nomás, una sola vez pude hablar con ella y me sostuvo la mano como hacen los
gatos con las mariposas. De esto hace diez años. Hace diez años yo tenía las paredes del
hígado y el corazón firmes y rosadas y Mercedes cantaba como a ella le daba la gana. Hoy
lo hace sentada como el mujerón de acero que ilustraba los billetes de un peso, moneda
nacional de curso legal.
Cualquier persona nacida un 9 de Julio, como ella, tiene la obligación de ser extraordinaria.
¿Extraordinaria? Mercedes es, a mano alzada, nuestro último mito nacional.
A la libertad, como hace ella, hay que agarrarla por la cola y sacudirla como a un bife, plís
plás. No nos deberíamos alejar nunca de la sombra de Mercedes.
Nació el mismo año en que el avión de Gardel, en Medellín, escribió en el aire la palabra
fin. Es fácil sacar la cuenta de su edad. Fácil y jodido.
Cualquiera, sin posibilidad de equivocarse, puede imaginarla tal como debe haber nacido:
negra / negrita, gorda / gordita.
Atravesó su infancia como quien atraviesa una novela Dickens. Poca plata y muchas
privaciones. Al final del sufrimiento sólo había una salida: la puerta de calle. Una vez al
día –al anochecer– veía pasar a dos hermanos de la orden de San Francisco y los seguía
hasta la puerta de la iglesia. Uno de ellos le prometió que le enseñaría a hablar con todos
los pájaros del campo. Tal vez lo hizo.
El papá pintaba trenes en Tafí Viejo hasta que, sin que nadie supiera por qué, lo
cesantearon. Para sostener el hogar cambió el oficio por la desdicha y dejó el pago para
hombrear bolsas en el puerto de Buenos Aires. Salió con 58 años, permaneció fuera un par
de temporadas y, cuando volvió, parecía de 99.
La mamá, la mami, planchaba por cuenta ajena en el rincón más oscuro de la casa, con
cuarenta grados a la sombra.
A Mercedes le gustaba escuchar radio pero, como no tenían, se arreglaba con lo poco que
se filtraba a través de la casa del vecino. Todavía escucha radio. Tiene muy claro el origen
de su berretín: sólo la música consigue reunirla otra vez con su familia.
El relevo de Gardel tiene la lágrima fácil y de llorar nunca se priva. Sus lágrimas derrapan
todo el tiempo, como autitos de glicerina.
¿Cuál Mercedes Sosa? ¿La piba del lado?
Margarita Palacios era número puesto en Córdoba, en la programación del Cabildo Park,
en el Parque Sarmiento. La gente pedía un porrón, unas papitas, y los chicos jugaban a la
payana con las piedras que decoraban los laterales del escenario.
A ver, una de la Palacios que sepamos todos : “Santa María linda / tal vez un día / pueda
volver / a tus valles floridos / que quiero ver”.
Mercedes no oculta que hay una reverberación tonal de Margarita en su voz. Caprichos del
oído define. Y a los oídos hay que dejarlos hacer lo que se les de la gana.
Pregunta para cazadores de autógrafos. ¿Con qué nombre se inscribió para participar en el
concurso? Respuesta: Gladys Osorio. Y es que si en la casa se enteraban de que andaba
merodeando por los alrededores del varieté la hubieran fajado. A partir de ese momento, y
a razón de doscientos pesos mensuales, se comprometió a cantar dos veces por semana.
Total, en la casa no tenían radio. Pero las vecinas sí. Cualquiera puede imaginar el resto:
¿Esa que canta no es la Mechita?
La acusaron y, en recompensa, recibió dos biabas: una por hacer lo que no tenía autorizado
y otra por cantar… ¡folklore!
Somos buenos para los funerales, pero somos buenísimos para las contradicciones.
Se recibió de maestra. En el diploma dice: Haydée Mercedes Sosa. ¿Haydée? Esa es otra
historia. La elección de su nombre acarreó severas discusiones entre sus padres. Ella quería
bautizarla Haydée Mercedes, y él Marta. Perdió él pero en realidad ganó porque en la casa
nunca la llamaron Haydée, ni Mercedes, ni Negra, ni Mechita, sino Marta.
Cuando un chico es muy inquieto, en España se dice que tiene el hormiguillo. Bueno, a
once mil kilómetros de la madre patria, resulta que Haydée de las Etcéteras lo tenía, pero
de tamaño baño: mandaba a las productoras porteñas unas fotos de cuerpo entero donde
aparecía con la boca y las uñas pintadas, falda mini y zapatos blancos.
No bien se enamoró, y con el hormiguillo a cuestas, acabó recalando en Mendoza, cuna del
Nuevo Cancionero, trovadores con marcada conciencia social y hambre de paraíso:
Armando Tejada Gómez, Oscar Mathus y Tito Francia. Mercedes cerraba los recitales
porque, como a Billie Holliday, para ganar el favor del público le bastaba con ponerse una
flor sobre la oreja.
Poco equipaje: un bombo y una escoba. Usó más la escoba que el bombo y cuando nació
Fabián, despuntaba el vicio de la canción en soledad, baldeando escaleras.
Puro Dickens: Fabián con los abuelos, en Tucumán, y ella de ocho a ocho haciendo
paquetes en una tienda de Florida.
Cualquier papel era bueno para escribir canciones. Sobre todo el papel para envolver
regalos: “Ay qué camino tan desparejo / la angustia cerca y mi niño lejos”.
A ella le permitieron quedarse siempre y cuando no cantara. Y así fue cómo de prepo,
conoció Madrid.
El exilio es un hueso triste: cepillo, fregona y tarareo. Yerba de ayer, peñas clandestinas y
un cacho de pan que a veces se confunde con un beso. Pura literatura, Haydée, pura
literatura.
He salteado, sin querer, su debut en Cosquín, en 1965, apadrinada por Cafrune. El debut de
la Negra en el festival es como el de Maradona jugando para Argentino Juniors en la
cancha de Talleres. Todos estuvimos ahí.
Población de exiliados argentinos radicados en España entre 1976 y 1982: Mercedes Sosa
y 25.000.
Y por si alguien no lo ha notado todavía, adviértase que la Negra más famosa del país es
blanca.
“Cuando salí al escenario y se me vino tanto amor encima se me secó la garganta. Creí que
no iba a poder cantar. Yo ya no era yo. Yo era ellos, el temible pueblo querido. Quisiera
despedazarme, hacerme muchos pedacitos para entregarme a cada uno. ¿Qué hacer con mi
corazón?”.
Somos buenos para los funerales, para las contradicciones y para flotar en un suave arroyo
verde tras el viejo barco de Mercedes.
Rosales Carlos Alberto no acude a la cita porque –alega– se ha quedado sin dientes y lo
íbamos a agarrar para la joda.
Garoffi Mateo tampoco porque está pesando 120. Sin zapatos. Típico chiste de Garoffi.
Menú: Ensalada capresse, Revuelto Gramajo y Strudel de manzanas con salsa de amapolas.
Vinos Santa Julia. Agua mineral Saldán. Adornos florales. Noventa y cinco pesos por
cabeza. R.S.V.P.
Pum, pum, pum. Ese que descarga golpes de puño sobre la tabla de la mesa y cuya voz se
eleva por encima de todas las demás es Caparrós, cada vez más loco y poderoso. Aún
conserva la mirada penetrante con la que nos abría la puerta cuando íbamos a buscarlo.
Parecía que nos iba a partir el espinazo. Todo lo que dice se convierte en una verdad
irrebatible: Kirchner, pum. La Kirchner, pum pum. Talleres, pum pum pum. Bolivia 6
Argentina 1. Pumpumpuruburumpumpum. Tiene una mujer, dos hijas y tres nietas. Entre
las seis, laboriosamente, han logrado anudarle la corbata como la gente.
El nieto mayor de Muñoz Eliseo, también Muñoz y también Eliseo, vive en un barco sin
bandera dedicado a proteger a las ballenas. Al abuelo lo conmueve la decisión del nieto
pero mucho más lo conmueven las ballenas. “Tienen barba en lugar de dientes”, afirma en
voz muy baja. No espera que nadie le responda.
No mucho:
–Prácticamente he dejado los libros porque me olvido de los nombres. De golpe aparece un
tal Jimmy. Y yo me pregunto ¿de dónde salió este Jimmy?
–El otro día fui al súper, me dieron un peso de vuelto y en lugar de meterme la moneda en
el bolsillo, me la metí en la boca.
Salsa de amapolas
Palabras utilizadas con insistencia durante la cena: chupina, suspensión, timbre, diciembre,
marzo, colesterol, glucemia, Viagra, nuera, corrupción, capotón, bolilla, bolillero,
trimestral, culasón, Alfonsín, Alfonsín, Alfonsín.
Muñoz, en un susurro, le pide al mozo que se lo cambie por un flan. Con dulce de leche.
A través del hilo musical, se escuchan dos temas de Sinatra: Llévame volando a la luna y
Tenías que ser tú. A ver si de una puta vez empieza el otoño.
Creo que cuando los hombres cumplen sesenta años se convierten en santos.
Y ahora a brindar por cuenta de la casa con una copa de champagne Navarro Correas.
Muñoz, en un segundo susurro tan respetuoso como el primero, le pregunta al mozo si la
puede cambiar por un fernet.
Estamos exactamente en la medianoche. A partir de ahora se habla con los ojos cerrados.
Allende, como cuando era adolescente, lleva las manos en los bolsillos. Algunas personas
tienen la necesidad de usar guantes. Él necesita llevar las manos en los bolsillos. “Nadie
está solo” escribió Rilke. ¿Y Allende qué?
Un mocasín a la deriva
Uriarte, que corresponde a ese tipo de personas que no toman aspirinas aunque les duela la
cabeza, es el único que fuma todavía.
–Fumar es una cuestión de principios. Mi viejo fumó toda la vida. Mi abuelo fumó toda la
vida. Y yo no necesito a nadie que venga a decirme la mierda que es el tabaco.
Hansen, el del Ganges, se zambulle bajo las aguas secretas de la mesa para rescatar el
mocasín perdido. Sorpresa: ya no nos estrechamos la mano sino que nos besamos. Nadie
utiliza escarbadientes. Germán tiene cataratas.
Noticia bomba: García se sacó la lotería. ¿Cuál García? En el curso había tres: Facundo,
Ignacio y Perón García, que no se llamaba Perón, pero el padre, diputado, se lo había
presentado. Hasta los celadores le decían Perón.
Dos detalles que recuerdo del Perón: 1) podía silbar y cantar al mismo tiempo y 2) una vez
abrió la puerta del baño y se encontró con la madre desnuda embutida en una faja. El
Raviol, ansioso, le preguntó que qué le había visto y recibió como precisa respuesta una
cachetada.
Siendo las dos menos cuarto advierto que si me apoyo en el respaldo de la silla y me echo
para atrás, la plaza San Martín se tambalea. La iglesia Catedral, tenue como la bruma, se
deja absorber por todo el cielo.
Allende recuerda que el apellido del Bofe era Ávalos. Habría que avisarle a Caparrós. Pero
nadie lo hace.
Como todos los años, Uriarte, el fumador, anota en una servilleta los datos actualizados de
cada uno, nombre, dirección y teléfono.
Boludo ya no quiere decir boludo. Ahora cualquiera es un boludo. Hasta las mujeres son
boludos. Acepto que mi aspecto haya cambiado y también que a lo largo de mi vida, un par
de veces me cansé de ser quien era, pero no acepto que la palabra boludo –impecable,
decisiva– se haya convertido en comodín de un lenguaje cada vez más perezoso. ¿Cómo
llamaremos ahora a los boludos?
El año que viene volveremos a reunirnos entre el 15 y el 30 de abril. Tal vez Garoffi haya
perdido algunos kilos y tengamos noticias de Horacio Gallina, un chico con estilo.
Bajo un cielo remachado por estrellas, un puñado de alumnos del Belgrano chamuya como
si, por un instante, hubiera tomado la ciudad.
“La generación perdida descubre la salsa de amapolas”. Buen título para una nota que no
puedo escribir por discreción, pero que me encantaría que leyeran, muchachos.
El tarro de la vida
Mayo primero / día del trabajador / feriado que nos proporcionaba más angustias que
alegrías: / la plaza Alem bárbaramente vacía / cines sin películas / panadería La Espiga /
almacén El Volcán / cerrado cerrado / y el cielo / interminable / que nos aburría.
En aquellas jornadas prohibidas para menores / misteriosas / tristes / nada se parecía a nada
/ los partidos barra contra barra terminaban cero a cero / y los tranvías / como elefantes /
reunidos en manada / descansaban de pie / o de rodillas.
Maldita desolación la del primero / yo soy el que está recostado sobre el piso / escuchando
un disco de Paul Anka / y mi hermano / el del papel manteca / está calcando un dibujo de
Misterix / yo tenía pecas / pantalones cortos lustrosos por el uso / y mi hermano los dientes
separados.
La flor del primero de mayo es el clavel / invento registrado en Europa / por los
muchachos de la CGT / tenían prohibido manifestarse / realizar actos alusivos / agitar
banderas / cavar trincheras / repartir panfletos / entonces decidieron salir a pasear con un
clavel en el ojal / rojo / a mí lo que me mata es el momento en que la policía se muere por
dar órdenes / a ver carajo / circulen / pero no puede / eso es lo que cuenta la leyenda.
Creo firmemente que en la base del tarro de la vida / hay una dulzura / que no se puede
cambiar.
Mayo no comenzaba el primero / sino el dos / cuando el diario volvía a venderse en las
esquinas / y don Maximiliano Pérez levantaba la persiana de la panadería / hola don
Maximiliano / hay veces que cuando nadie me ve / me llevo la solapa a la boca / y
susurro: / hola don Maximiliano / y me contesto solo: / chau Daniel.
Justo cuando el último tuquito del verano / va directo hacia la luna / estalla en la mitad / le
calculo cincuenta años / más o menos.
Nunca entendí / lo que querían decir con una composición sobre el mes de mayo / todavía
no estoy seguro de saberlo:
¿Las piernas de Manuel Belgrano eran atractivas por el modelo de pantalón que utilizaba /
o por su prolija manera de sentarse?
¿Imagináis a don Cornelio Saavedra durante un cuarto intermedio / del día D / orinando en
el retrete del Cabildo / con un puño apoyado en la pared / susurrando “Dios mío, qué hago
acá, en qué me he metido?”
Si la única voz que se recuerda es la de Moreno / ¿es porque las demás sonaban como
estorbos?
Y a todo esto la maestra / recorriendo el espacio con zancadas de león / para levantar en
peso y por la oreja al primero que realizara movimientos subversivos.
Fernández / así se llamaba el mejor alumno del grado / el mejor alumno del colegio / el
mejor alumno del departamento Colón / vivía en la calle Potosí / era presidente vitalicio
del club de la escarapela / sus brazos eran largos como las alas de un avión / y era tan
ambicioso en la carrera por quedarse con el piolín de la bandera / que si en un examen le
preguntabas / el nombre de Castelli / él te decía Horacio / vos escribías Horacio / y la
maestra te hacía escribir cien veces Juan José Juan José Juan José.
La ropa de entretiempo
Mayo es el último mes del año en el que aún somos permeables / todavía vibran los
mosquitos / las cosas van y vienen / aire puro y fresco entre las 6.30 y las nueve de la
mañana / conozco tan bien el área peatonal / que la puedo caminar de punta a punta / con
los ojos vendados / o leyendo / el invierno anda por ahí / escondido / duro como un
cuchillo / y con ganas de matar.
¿Una ayudita? Mi mamá sacaba del ropero una bolsa de algodón sobre la que había
bordado con caligrafía de modista “ropa de entretiempo”.
¡Ropa de entretiempo!
Mi mamá estaba mandada a hacer para / medio siglo después / provocarme una melancolía
del grado nueve en la escala de Richter.
Mayo es el mes en que el diario publica las mejores notas del año / cumple cien años la
biblioteca Vélez Sársfield / la gente saca a ventilar sus gorras con orejeras / y no ha de
tardar en estrenarse una nueva película de Eastwood.
Ayer caminé por los alrededores del mercado y pensé en los inmigrantes bolivianos /
tristemente sabedores que no encontrarán amor hasta que vuelvan / tal vez regresen a casa
durante el mes de mayo.
Mayo 13, Día del Sheriff
Ojo con mayo / con esa pinta de nena melancólica / porque cuando pega es un hachazo.
Adolfo Pedernera / el hombre que entrenaba al Club Atlético Talleres / cuando Talleres
mandaba en Córdoba / y Córdoba mandaba en la República Argentina / murió en mayo /
Pedernera decía: / “¿Por qué tengo que tener la radio prendida cuando puedo oír la música
de la cortadora de césped?” / a ese tipo de hachazos me refiero.
En una ocasión le preguntaron a Humberto Saba que cómo debían escribir los poetas y su
respuesta fue: “Con honradez” / bueno / nadie escribió tanta ni tan buena poesía honrada
como José Martí / el maestro cubano de quien / todos sabemos la misma: “Yo soy un
hombre sincero / de donde crece la palma / y antes de morirme quiero / echar mis versos
del alma” / yo creo que cuando uno escribe así / puede decirse a sí mismo / bueno / ya está.
¿Cartón lleno?/ no todavía / en el fondo de mi cabeza / hay un hombre flaco / que brilla
como la dulce luz del alma infantil / es el sheriff de A la hora señalada / Gary Cooper /
cuyas zancadas pasilargas y levemente chanfleadas / lo convirtieron en una gran imagen
del siglo pasado / pobre Coop: almacenaba en sus entrañas un cáncer atado y bien atado /
pero no quería saber nada: / despidió al cocinero porque / según él / se estaba poniendo
amarillo a causa de tanto zapallo en las comidas.
El cofre de enero es para dar tumbos/ vagabundear / y dormir cada tanto en la comisaría.
El de febrero es como una máquina de fotos / por donde entra y sale la vida / con velocidad
uno en quinientos.
El de marzo tiene los asientos forrados con cuero de chancho / como el Dodge de
artillería / que usaba Vito Corleone en El Padrino.
El de abril es como mi papá con la mano en la cadera / los pies cruzados / fumando un
cigarrillo / removiendo la polenta.
El de noviembre es un hombre con la cabeza entre las manos / sucede en cualquier boliche
de Alta Córdoba.
Y el cofre de mayo / el mío / corresponde a los niños que amenazan con ser grandes.
Y bien / resulta que ya soy tan grande como nunca lo hubiera soñado / tan grande que
desbordo el cofre / y me deshago / no bien desaparezca / mi lugar será ocupado por otro
niño un poco loco / que camina con las manos junto a las caderas / como si llevase dos
pistolas / un niño que nunca se pondrá la escarapela antes de tiempo / y que es capaz de
leer mientras camina.
En la base del tarro de la vida hay una dulzura que no se puede cambiar / una dulzura que
no tiene nada que ver / con sustantivo y adjetivo.
Ave Eva
Ay mamita con el carácter inestable de la Eva, tenida de puertas para afuera del partido
como Jefa Espiritual de la Nación, pero, de puertas para adentro, tenida por camorrera,
lengua larga, rencorosa y con una reserva de energía tan notable que podía hacer girar los
molinos del Río de La Plata. Una mujer que pocas veces elaboraba lo que decía porque,
como la Esfinge, conocía de antemano todas las respuestas. Al libro que publicó se lo
escribieron y el lineamiento general de sus discursos contaba con la previa aprobación de
su marido, pero hay salidas suyas, espontáneas, que la revelan como una tigresa de muchas
garras:
–Morir no es problema porque sólo se muere una vez. Lo difícil es seguir vivo después de
muerto.
No he leído todos los libros que se han escrito sobre Evita pero, después de hojearlos, hay
generalidades que concuerdan: era capaz de leer las caras y las manos, estaba enterada de
todo y lo que no sabía por un lado lo averiguaba por otro, se enfurecía ante los
adormecimientos de la tropa y, como una pitonisa, estaba dotada para el ejercicio del
delirio.
Pero Evita pasaba de cortesías. Exceptuando a la clase obrera, todo lo demás le resbalaba.
Una viñeta doméstica
Llueve copiosamente sobre Buenos Aires mientras, en su casa, el matrimonio Perón
discute sobre la conveniencia o no de asistir a la inauguración de un policlínico.
Perón, aún en pijama, juega con sus perros, mientras Eva, arreglada de punta en blanco, se
pasea con manifiesta impaciencia.
–Yo te dije que no te comprometieras. Que les dijeras que sí sin decir que sí.
(Evita no sabía decir sí sin decir sí, ni decir no sin decir no).
–Muy bien. Vos quedate si querés. Pero yo voy. ¡Tengo que ir!
Un llanto total
Nació en Los Toldos en 1919, y su vida, desde el comienzo, estuvo regida por el caos: se
llamaba Eva María Ibarguren pero su mamá, Juana, la presentaba como María Eva Duarte
porque ése era el apellido de su padre natural. “Un llanto total”, así describió Osvaldo
Soriano la infancia de Evita: nadie carga en la mochila con dos apellidos simultáneos en un
pueblo de 2.000 habitantes y resulta ileso.
Pata de tero, oscura, pálida y lapidariamente enfrentada con su madre. La despreciaba con
tanta intensidad que, no bien llegó a Buenos Aires, lo primero que hizo fue teñirse de
rubio. Nunca más dejó de hacerlo.
Yo la vi.
Recuerdo a los hombres con la foto de Evita sujeta en la cinta de sus sombreros de fieltro.
No usaba maquillaje –excepto una línea oscura en las comisuras de sus ojos, que hacía sus
pupilas oscuras más grandes y más luminosas– y no era bella. O por lo menos no lo era
como las heroínas de la época: Zully Moreno, Sabina Olmos, Mecha Ortiz, Libertad
Lamarque. Y es que lo suyo no era el cine sino el radioteatro: tenía una voz clara e
insospechadamente poderosa. Hacía de mala. De Madame Bovary. De Catalina de Médici.
La revista Radiolandia la presentó como una joven promesa que soñaba noche y día con
Chopin.
Lo cierto es que había aprobado la primera bolilla: la miseria había quedado rezagada,
vivía en la Capital, trabajaba en radio El Mundo y, a diferencia de su madre, no era ni
gorda, ni morocha, ni sensual, ni paridora.
Santa Argentina
Los planetas A y B coincidieron por primera vez durante un festival de beneficencia
celebrado en el Luna Park.
En 1944, Eva Duarte era una actriz del pelotón que no atraía multitudes pero tampoco las
espantaba. Analizando las manías estratégicas del general que jamás daba puntada sin hilo,
es probable que no sólo viera en ella los espejos profundos de sus ojos, sino el escalón
donde hacer pie para hincarle el diente al hueso de la radio. Mussolini le había batido la
justa: “Para gobernar sólo hacen falta dos cosas: propaganda y sindicatos”.
Perón y Evita se venían mutuamente como anillo al dedo: ella necesitaba cubrir la ausencia
de un padre fuerte y poderoso y él (viudo flamante) una mujer que, además, formara parte
del batallón radiofónico. A los dos les gustaba el vino tinto, los muebles lacados de blanco
y compartían el mismo desapego por los años duros de la infancia: él había crecido en
silencio, cazando guanacos con un palo, y ella no había tenido ni padre, ni baño, ni fotos,
ni nada.
No tardó Juan Perón, el estratega de la casa, en advertir que, para el pueblo, la peronista
era ella y él no era más que otro milico. Entonces, en lugar de sosegarla, la mandó al frente
con la obligación de ponerle el pecho a los estoques. Le montó una fundación
plenipotenciaria para que hiciera lo que quisiera y se quedó de una pieza cuando advirtió
que la gente encendía velas al pie de sus retratos.
La única vez que Evita perdió la compostura fue cuando llegó a Madrid y se encontró con
Franco, dominada por la histeria, comenzó a reírse como loca.
Histérica o no, en España se metió a la gente en el bolsillo, hizo estragos entre las
jerarquías diplomáticas y religiosas y congregó a cuarenta mil fanáticos que la ovacionaron
cuando salió a saludar desde el balcón del Palacio Real. A Madonna, en la película, no le
salió ni parecido.
Su vida se interrumpió cuando tenía 33 años. Junten a dos chicas, una de 16 y otra de 17 y
advertirán lo poco que vivió Evita.
Cuando una persona cumple 90 años (seis mujeres de 16) su rostro se empequeñece, los
huesos se vuelven delicados, la piel se torna reluciente y las arrugas se superponen
alrededor de los ojos y la boca. Sin embargo no es en sus palmas que suda el miedo, sino
en las nuestras.
Evita cuelga de un cielo cuyo azul está asegurado para lo que le queda de vida a la
Argentina.
Yo creo que Whitman no corregía lo que escribía / ni tampoco lo leía / ni siquiera miraba
el papel donde lo hacía / le bastaba con abrir la boca y los versos le salían lavados /
peinados / y con los zapatos puestos: “Nunca hubo mayor inicio que ahora / ni mayor
juventud o vejez que ahora / y nunca habrá más perfección que ahora / ni más cielo ni más
infierno que ahora”.
Entonces el gran Jefe Caballo Loco dejaba de leer/ y permanecía inmóvil como una foto /
porque los grandes jefes no manifiestan sus emociones.
Era tan bueno Walter Whitman / que hasta Borges lo llevaba asomado al ojo de buey de su
billetera / entretanto yo / por si alguna vez me enamoraba / había aprendido algunos versos
suyos de memoria / sin embargo / el día en que me enamoré / no dije una palabra / y es que
una cosa era ir a chapar a la última fila del Gran Rex / y otra muy distinta decirle a una
mujer que querías hundirle la lengua hasta tocarle el corazón desnudo.
Uno de Eudeba
También tenía un gurrumín editado por Eudeba / con lo mejor de Mallarmé / cada vez que
iba a visitarme una chica tenía que esconderlo / ¿Mallarmé? / exclamaba horrorizada
mientras lo levantaba con la punta de los dedos / como si fuera un bife de hígado.
Neruda parecía un animal / con una nariz que no aceptaba discrepancias / y un pulóver de
Armani amarrado a los huesos de la espalda / esa foto me cayó muy mal / nunca me
cayeron bien los poetas que escriben con la misma naturalidad con que se nace rubio / o
con el pelo crespo.
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El tercero o cuarto era de Rilke / poeta de lenta / elaborada / y rica escritura a media voz /
que todas las mañanas / se echaba una gota de agua azul en cada ojo / René Kart Wilhelm
Johann Josef María Rilke / como su nombre lo indica / utilizaba bastón / guantes de
cabritilla / evitaba los charcos para no estropearse los zapatos / y sólo se dejaba querer por
mujeres que iban de condesa para arriba.
A Rilke siguió un largo período de nada / gran Jefe Caballo Loco / colocó tres libros de
César Vallejo debajo de la nuca / estiró las piernas / cerró los ojos durante nueve lunas / y
luego escribió: “Esta tarde llueve, como nunca; y no tengo ganas de vivir, corazón”.
Luego advirtió que era un verso de Vallejo que se le había metido por las orejas / mientras
él / intentaba conectar con Manitú.
Un trompetista que aspire a ganar el Premio Nobel no debe escuchar nunca los discos de
Miles Davis / de la misma manera que un poeta / no debe leer nunca a Federico / un
escritor que admite devotos pero no discípulos.
¿Estás a punto de leer Poeta en Nueva York? / nooo, nooo / por favor / no-no, no lo hagas.
Escribe o mueres
Por aquellos días yo estaba en la pubertad / sentado ante la máquina de escribir / como si
estuviera en misa / delante del altar / gané el segundo premio en los juegos florales de Bell
Ville / escribe / escribe / escribe o muere.
Así es como veo yo a la poesía: / un hombre / una mujer / y a los dos días una
preocupación bajo la lluvia.
Así es como veo yo a los libros de poesía: / si me acompañan cuando viajo en colectivo / si
se mantienen en posición de firmes mientras hago cola para cobrar la jubilación / si me
aprietan el corazón como las uvas / si su sangre es sangre de hombre / si son buenos y
terribles / si no se empeñan en joderlo todo poniendo la ficha negra en el cuadrado rojo / si
están dispuestos a jurar que la vida es el deseo / si apuntan naturalmente hacia la luz / si
saben que la continuación de Trejo es Rivera Indarte / si se dejan cuando tengo ganas / si
me dejo cuando tienen ganas / si huelen a noche más que a día / si cuando tienen ganas de
morir se mueren y a otra cosa / si son capaces de decirme a qué hora y en qué lugar vamos
a vernos / si creen que ningún amor merece la muerte que recibe / si antes de abrirlos hay
que esperar a que se enfríen / si cuando me dejan de gustar yo dejo de gustarles / entonces
es que estoy a punto para viajar a Estocolmo / y recibir el Premio Nobel.
Su verso más hermoso dice así: “Converso con el hombre que siempre va conmigo” /
bueno / yo viví 20 años fuera del país / sin hablar con nadie que no fuera / el hombre que
siempre iba conmigo / hablaba 100 metros con mi hermano / 100 metros con mi viejo /
otros 100 con los muertos del Cementerio San Jerónimo / y otros 100 con doña
Guillermina / la almacenera de la calle Esquiú / que llevaba las cuentas en una hoja de
diario / como no sabía leer ni escribir / hacía rayas / y círculos / y rombos / cuando el
cliente pagaba / los tachaba con una cruz.
Después leí a Paul Morand / a Girondo / a González Tuñón / a Jack Spicer /a José Hierro /
a Joaquín Sabina / buenos muchachos / me fui convirtiendo en un roedor / un ladrón / un
cazador de libros / empecé a guardarlos en el botiquín / en el horno de la cocina / en la
alacena / sobre el ropero / debajo / entre las sábanas / adentro del televisor / pregúntenme
lo que quieran / porque conozco todas las respuestas:
Cualquiera puede adivinar el final de esta nota: / la mariposa de la pieza del gran Jefe
Caballo Loco pondrá huevos / los huevos se convertirán en larvas / las larvas en crisálidas /
y las crisálidas nuevamente en mariposas / la señora del tercero / será la primera en
advertirlo.
Fue así como se puso en marcha la Revolución argentina, un sismo histórico que, en los
hechos, sólo sirvió para convertir la persecución en una de las bellas artes.
Onganía intervino todas las universidades del país por considerarlas portadoras del dengue
bolchevique, disolvió el Congreso de la Nación, puso en marcha la Dirección de
Investigaciones Políticas Antidemocráticas, congeló los salarios, devaluó la moneda en un
40 por ciento y condenó a los sindicatos a trabajar en la espesura.
En Córdoba se anuncia una huelga que se presiente como de padre y señor mío. Lo malicia
el profesor Francis Drake en el horóscopo de La Voz del Interior: "Algo desconocido se
está cocinando, una cosa que no se puede definir y que quizá tenga que ver con un modesto
mundo mejor para el país".
09.00 horas
Mientras en la Residencia de Olivos el general Onganía realiza sus abluciones matinales,
en Córdoba las calles se van poblando a la manera de los desfiles patrios: la gente en la
vereda de los pares y las fuerzas del orden en la de los impares.
Como esos elefantes que en mitad de la sabana notan las sigilosas pisadas de los cazadores
pigmeos, el general Eliodoro Sánchez Lahoz, titular del Tercer Cuerpo, vacila ante el
espejo. Presiente la inminencia de un desastre. Se trata de un militar y veterano que ya no
se sorprende ante las traiciones y no se ilusiona con nuevas amistades. Esa mosca que le
hace bzzzz detrás de la oreja es la primera señal del Cordobazo.
En las calles no se advierte mucho movimiento, pero vayas donde vayas todo está lleno de
amigos.
Dato para coleccionistas: la CGT (versiones A y B) había convocado a una huelga general
para el día 30, pero la adelanta para el 29 como señal de repudio por la detención del
dirigente Raimundo Ongaro, el Camilo Cienfuegos de la gesta: "Acá todo se arreglaría si
gobernaran juntos Perón y Arturo Illia".
11.00 horas
Los bares del casco chico entornan sus puertas porque, curiosos al fin y al cabo, quieren
saber de qué se trata y las cortinas metálicas de La Voz del Interior permanecen abiertas de
manera tal que permiten el paso de los hombres e impiden la marcha de los tanques.
En El Ángel Azul están dando Cul de sac, una de Polanski. El Ángel Azul es el único cine
del mundo cuyo nombre está inspirado en Marlene Dietrich. Antes tallaban mucho esos
detalles. ¿Para qué remover todas estas viejas historias?
Cuerpo a tierra y a través de las persianas de sus ventanas entreabiertas, los vecinos de la
calle Ancha, apuntan sus prismáticos en dirección a la Fiat. Por ahí, está cantado, se
desplazarán, como en Macbeth, los primeros árboles de Smata.
Después de hablar con un Dios que se niega a abrir los ojos, el gobernador Carlos
Caballero descuelga el tubo del teléfono y comienza a jugar al comprapan en busca de
refuerzos:
11.30 horas
La primera granada de gas lacrimógeno estalla en Deán Funes y General Paz, a pocos
metros de las Academias Pitman. ¿Cómo que qué Academias Pitman?
Para una ciudad como Córdoba, largamente entrenada en sistemas represivos, la explosión
de una bomba lacrimógena es tan intimidatoria como un caramelo de menta. El gas se
combate con una cáscara de limón y una pizca de bicarbonato. Y, si no, se moja el pañuelo
en la fuente del paseo Sobremonte y se lo cruza sobre el rostro como hacían Bogart y
Cagney cada vez que asaltaban un banco por cuenta de la Warner.
Un rumor: hace días que Tosco Agustín, líder de Luz y Fuerza, anda mangando cajas de
cartón en los negocios de sus amigos. Cajas vacías. Si Córdoba es Wagner, Tosco es
Sigfrido. Eso no lo dice ninguna antología. ¿Para qué querías las cajas, Agustín?
Tres mil obreros, encabezados por el secretario de Smata, Elpidio Torres, entran a fuego
lento en la ciudad arrastrando los tachos a patadas.
¡Cuánto duele poner orden cuando todos los papeles están apilados en el escritorio en un
desorden de 40 años!
12.20 horas
Frente a la pizzería Roma, heredera fracasada de Don Luis, se pasea, heroico, el
protagonista de la foto más popular de la jornada. Con velocidad 1/500 y diafragma 5.6, se
lo puede admirar como al Discóbolo en el momento de lanzar una pedrada que después de
rebotar en Xerox y Citroën se estrella contra las campanas de la Catedral. Hoy es una foto
tan famosa como la de los soldados que ascendieron a la colina de Iwo Jima.
Suenan disparos por la zona de la vieja terminal de ómnibus, en la calle Vélez Sársfield.
Los amantes circunstanciales recluidos en los hoteles aledaños y estimulados por el olor a
pólvora, la clandestinidad y la adrenalina, procrean como conejos.
Algunos negocios son pasto de las llamas: Xerox, Feigin, Marimón, Citroën y la Confitería
Oriental. Los primeros por ser considerados brazos representativos del pulpo capitalista. La
Oriental, en cambio, para robarle las masitas.
13.00 horas
Los dragones lanzagases, un batallón en vías de extinción, irrumpen en el foyer del diario
Córdoba lanzando una advertencia cinematográfica:
– "¡Quietos, chupatintas!".
En una película de John Ford –El hombre que mató a Liberty Valance–, un puñado de
fascistas del far west irrumpía en la redacción del diario del pueblo y, además de
incendiarlo, le propinaban una paliza al director. James Stewart acudía en socorro del viejo
periodista:
Nada más que por esa respuesta deberían existir los cineclubes. Y se debería haber
realizado el Cordobazo.
16.30 horas
¡Aviones! ¿Cuántos son? Más de uno y menos de 10. Alcanzo a escucharlos pero no llego
a verlos. Me asomo trabajosamente por entre los barrotes oxidados de una cama que sirve
de puerta en el Hospital de Clínicas. Siento unas ganas terribles de incluir a todo el mundo
en el relato. Para protegerlos.
En Alberdi, el Cordobazo funciona como una pintura cabeza abajo de Chagall: llueven
pernos, bombillas, huevos duros, arandelas, estetoscopios, termómetros, papagayos,
tensiómetros y apuntes de Anatomía Patológica. Leves, caen los copos de nieve del
algodón Estrella.
Desde un bulín estudiantil de la calle Santa Rosa, emite Radio Clínicas. "¡Más madera, es
la guerra!", proclama el locutor en obvia referencia a los hermanos Marx.
El 29 terminamos roncos, no afónicos.Y es que a las palabras las inventa el pueblo.
19.30 horas
Por aquí no se puede pasar y por ahí no se puede llegar. La Luna delata a los perseverantes
universitarios que continúan levantando barricadas. Faltan dos días de disturbios pero
nadie lo sabe todavía.
Yo no sé si fue Onganía o fue Perón el que aconsejó que a los cordobeses había que
dejarlos que se cocinaran en su salsa. Nada iguala al orgullo, ¿no es cierto?
Oh, ¿dónde están los libros sobre este tipo de hazañas, cada vez menos heroicas, pero cada
vez más entrañables, viejas y familiares?
Pobre Ezequiel
¿A quién le gustaba estar charlando en el patio, con los tíos, con los abuelos, y en mitad de
la conversación advertir que su voz, las vocales, sonaban como si se hubieran equivocado
de persona?
Un día me cambiaba la voz y al día siguiente me cambiaban los pies: me acostaba calzando
el 36 y amanecía calzando el 38.
Un detalle significativo: en lugar de meterlo conmigo, como había hecho desde siempre,
dejaba al pato Ezequiel al costado de la bañera. Eso es lo terrible que tienen los patos de
goma: dejás de jugar con ellos y no tardan en perder el color y perecer. Pobre, Ezequiel,
apartado para siempre al borde de la bañera.
Lo cierto es que yo tenía, no sé si 9, si 10, si 11, o 12 años y de niño requetefeliz que había
sido, plís plás, de un día para el otro me convertí en un hombrecito hosco y peleador, un
malevito que aprendió a eructar al mismo tiempo que decía el abecedario y que robaba
patentes con un destornillador de mango amarillo para después sujetarlas a la pared del
dormitorio. ¿Querés pelear?, me decían; y sí, quería.
Mamá pava: –¿Qué te ha pasado en ese ojo?
Los pavos son esclavos de la edad y las líneas luminosas de sus rostros están cargadas de
misterios. Son intensos, desgraciados, ariscos, desconfiados, les resulta difícil administrar
el fluido de la vida, la impaciencia los supera, la paciencia los humilla, tienen las gambas
blancas, azuladas, y buscan a las diosas griegas que posan desnudas en las páginas del
Espasa Calpe.
Más pavo me volvía y mis ocurrencias eran cada vez más delirantes: robaba hilos de cobre,
grifos, monederos, juntaba diarios, revistas, guías telefónicas, y con todo el botín
escondido en una bolsa de arpillera iba a la feria de la calle 24 de Septiembre y lo vendía.
La plata dejaba de ser plata para convertirse en guita y la guita era tan caliente que, para no
quemarme, la llevaba envuelta en un pañuelo.
Vendía ropa usada, sacapuntas, antenas, timbres, ovillos de hilo, capullos de rosas y una
vez vendí un planisferio editado por Peuser que robé de la celaduría del colegio: Egipto,
Arizona, Singapore, Bombinha, Irlanda, Alto Perú.
Una vez subí a la bicicleta de un amigo, me largué en línea recta por Colón y cuando
llegué al cementerio San Jerónimo comencé a pedalear entre los nichos. Cada muerto era
un gomía del que, sin mayor dificultad, lograba traducir lo esencial: eran buenos, estaban
tristes y necesitaban hablar. Me abordó un policía para interrogarme:
–¿Nombre?
Seamos francos. Era bueno para saltar tapias, robar patentes y firmar los exámenes en
blanco, pero cualquiera podía advertir que era incapaz de llegar al fondo de las cosas.
Mi mejor amigo resultó ser un encendedor Omega que negocié a cambio de diez pesos y
cinco etiquetas de cigarrillos Colorado. Me apoyaba en el buzón de Viamonte y 25 de
Mayo y me tiraba las horas muertas probándolo como a un coche de carrera, clik, clik, clik,
fuego, fuego, fuego. ¿Cómo hacía para soportar el peso de un buzón tan grande a mis
espaldas?
Lo que más me reconfortaba era subir al techo de mi casa y, tumbado boca arriba, esperar
la caída de una estrella. El cielo de Córdoba estaba sobrado de estrellas y todas tenían
nombre de mujer: Paulita, Nené, Adela, Genoveva, Julia, Liliana, Raquel. A veces las unía
con líneas de puntos: la famosa constelación del Nueve Noventa.
Recién bajaba cuando todos dormían y entonces me acostaba a lo bestia, como estaba, sin
sacarme ni la camisa ni el pantalón ni las championes. La pubertad cerraba mis ojos y la
pubertad me los abría. Todo ocurría al mismo tiempo y en menos de un minuto.
¡Una mujer de verdad! Bum, bum, bum, bum. Babum-bum. ¡Bum, bum! ¡Babum bumbum!
Si el encendedor hubiera fallado no se qué hubiera sido de mi vida. Pero no falló. Nunca lo
hacía. Ella, con la barbilla inclinada, no hizo más que aproximar el cigarrillo y llevarse el
fuego puesto.
Aún amo con locura a esa mujer que, sin saberlo, me liberó del maleficio de la pubertad y
me colocó de frente a la verdadera importancia de la vida.
No me pregunten mucho sobre el tema. El buzón, el único que lo sabía todo, lleva más de
treinta años desaparecido. El pavo también desapareció pero, en compensación, Dios
perdió su toque.
Tarzán
Cuando su primer hijo fue depositado en la balanza de la maternidad y la aguja se clavó en
los dos mil gramos, Franz Joseph Weissmüller se sintió profundamente decepcionado. ¡Su
hijo era un alfeñique!
Para un gigante como él que había sido capitán de húsares en las fuerzas del Imperio
Austro-húngaro, engendrar un bebé que pesaba como un hámster era una insolencia del
destino.
Húsar hasta los 25 años en Hungría y panadero desde los 26 en Chicago, Weissmüller era
un gigantón de cien flexiones diarias, bajo cuya piel los músculos abultaban y se movían.
Tenía pensado bautizar a su cachorro con dos nombres a medida, Gyula Ladislao –¡Gyula
Ladislao Weissmüller!–, pero al verlo así de gurrumín cambió de idea y lo anotó solamente
como John, Johnny, Juancito.
Herido en su autoestima por la falta de atención paterna (el capitán de húsares, que aún
gastaba botas de jinete, jamás se dignó a hacerle caballito), John, Juancito, se defendió
durante sus primeros años apelando a un repertorio de enfermedades que ni siquiera
figuraban en los libros. Mucha fiebre, mucha tos, mucha modorra. A él le hubiera gustado
ser como papá, que se erguía sobre las manos y podía levantar una silla con los dientes,
pero, en los hechos, no era más que un pibe intrascendente.
Sin embargo, y para sosegar el huracán del desencanto, comenzó a tallar la mano maestra
de la madre, la capitana, que lo animaba todo el tiempo y no lo llamaba Juan, sino
campeón. Vamos, campeón. Arriba, campeón.
–Natación.
Comenzó nadando cien metros diarios, pero resultaron insuficientes porque Johnny
reclamaba más y más. El hijo del capitán no era un hámster, sino una rana. Terminó los
estudios sin salir del agua y cuando se presentó a recibir el diploma lo hizo embutido en un
traje XXXL extraído del guardarropa del padre. Además, se le habían curado las
amígdalas.
Tarzán y Johnny eran gemelos: el mismo jopo inspirado en la cola de una víbora, el mismo
grito de victoria y las mismas debilidades. Yo, Tarzán, decía Weissmüller mientras se
golpeaba el pecho de tambor y señalaba con el dedo índice a sus dos grandes amores: la
mona Chita y Juana, su musa, su amante,su delirio:
En uno de esos canales de pago, cuya señal se detecta entre el 30 y el 40, han programado
un integral de Tarzán que incluye las doce películas que el hijo del húsar interpretó para la
Metro, un estudio cinematográfico al que el hombre mono hizo ganar dólares en pala.
Entretanto y mientras sus películas arrasaban en taquilla, Johnny, el invencible, hizo de su
vida privada un desastre indefendible: nadaba borracho, se casaba sin cesar, gradualmente
iba perdiendo sus tensos equilibrios y la grasa que le envolvía el corazón solía incursionar
por su cerebro de manera tal que, cada tanto, se volvía un loco peligroso.
Era un chico grande, un irresponsable que cuando leyó el telegrama de despido de la Metro
sintió lo mismo que si le hubieran dicho que los reyes son los padres.
Murió en 1989, en un hospital donde cada dos por tres se escapaba de la pieza para
representar, desnudo y alucinado, los mejores momentos de su vida en la espesura.
Y ahora, para terminar, una que sepamos todos: “Yo, Tarzán; tú, Juana; ella, Chita”.
Lamento haber perdido el don divino de hacer anillos de humo y el don más divino todavía
de sujetar el pucho entre el pulgar y el anular y arrojarlo al vacío con la misma gracia con
que lo hacían Las Águilas Humanas.
Lamento no haberle dado la moneda que llevaba en el bolsillo al violinista que tocaba en
Deán Funes, en la calle de los libros. Acompañando al violinista había una cabra haciendo
equilibrio y debajo de la cabra un banquito de tres patas: una figura de inmensa
arquitectura. Lamento no tener a quién contárselo. Tengo muchas cosas que contar: 1) los
sonidos de la ciudad cuando despierta; 2) la música de la gran orquesta de grillos afinando
en la isla Crisol; 3) el sosiego del estante donde la biblioteca Vélez Sársfield conserva los
libros dedicados a los grandes paquidermos.
Lamento haber dejado de creer que la felicidad está a la vuelta de la esquina. Lo lamento.
Lamento que lo único que me importe a estas alturas sean las historias. Bah, en realidad no
es que lo lamente demasiado porque si consigo creer en las historias, creer de verdad, aún
estoy a tiempo de alcanzar la redención.
Lamento que los lectores ignoren la historia del oso Boris, que se escapó de la jaula del
Zoológico y lo hicieron regresar a cambio de una botella familiar de Pritty. Pobre oso. La
fiebre, los años y la desesperación por regresar al polo lo fueron consumiendo. ¡Ea,
concejales! ¿Para cuándo una calle de dos manos que se llame como Boris?
Lamento no haber comprado acciones del bar Sorocabana cuando estaban por el suelo.
Lamento haber dormido tan pocas veces hasta el mediodía. Y no haber sido Hamlet nada
más que para decir:
Lamento haber tenido tan poca fiebre: solamente un par de veces treinta y nueve, y una
sola vez –cuando estaba de guardia en el cuartel y me dormí de pie bajo el claro resplandor
de las estrellas–, cuarenta.
Lamento que mi papá no esté conmigo. Más o menos tendríamos la misma edad. No hay
nada más intenso para mí que escribir sobre mi padre: no encontró otra misión que seguir
la vida desde atrás, tras mis pasos y los de mi hermano, hasta que la muerte se lo llevó por
delante en el interior de una ambulancia. La ambulancia no llegó a arrancar y tampoco
pudo hacer sonar la sirena. A él le habría encantado. Leía el diario con los anteojos en la
punta de la nariz. Lamento que se aproxime el Día del Padre, y que aún no exista el Día del
Huérfano.
Lamento no haber sido capaz de resolver el acertijo que planteaba la relojería Escasany en
la esquina de 9 de Julio y San Martín. ¿Cómo podían ser a la vez las 11.15, las 13.15, las
17.15, las 20.15 y las 4.15? ¿Es que nunca iba a poder encontrarse la gente de Berlín con la
de París, la de París con la de Montevideo y la de Montevideo con la gente agolpada frente
a la relojería? Sólo Dios hubiera podido solucionar ese conflicto. Y yo creía en Dios.
¿Acaso no había visto galopar a cien mil búfalos desbocados en la pantalla horizontal de
Cinerama?
Lamento haber tomado tantas decisiones equivocadas. Lamento no haber tomado más
decisiones equivocadas. Lamento pagar tantos impuestos. Lamento no haber tenido la
cabeza más fría y los pies más calientes.
Lamento no disparar más flechas contra un fardo de paja, como hacía cuando jugaba con
mi hijo. Lamento que mi hijo ya sea grande como dos hijos. Lamento que él ya sepa quién
es y yo lo ignore. Cuando me invita a comer ñoquis a su casa, me desliza una ración extra
de queso rallado. Él tenía inclinaciones por la medicina y yo por el asesinato.
Los hijos son como el agua que se derrama entre las manos.
Lamento no memorizar más que media docena de boleros. Lamento haber conservado nada
más que tres juguetes: el patito de lata que arrastraba por la vereda, el revólver de matar
indios con un corcho y el autito que se estrellaba contra las chinelas del abuelo.
Lamento que, cada vez que escucha mis oraciones –como hacen los griegos cuando juegan
al dominó–, Dios golpee el escritorio con el puño cerrado. Paso. Paso. Paso.
“A la edad nuestra es inútil preocuparse por lo que nos pueda pasar a la larga”. Lamento
que mi amigo me diga esto cuando sólo me falta un trago para acabar el cortado.
La verdad es que yo me dejo la piel viviendo cada día, y cuando ya no pueda más, tengo
pensado sacar un préstamo en el Sanatorio Allende. No es broma: todavía tengo mucho
que escribir, tengo que grabar un lomplei, casarme, tener hijos, ir a la cancha, ir más allá de
las ciudades, conocer la Plaza Roja, visitar la casa de Chéjov, hacer un gol olímpico y
recibirme en el Manuel Belgrano.
Lamento que contra la dictadura viviéramos mejor que con la democracia. ¡Qué sencillo
era localizar al enemigo! ¡Qué felices éramos con tan obvios adversarios! ¿Quiénes son
esos candidatos pelados y con mirada de dragón que se asoman por encima de la tapia para
ofrecerse como salvadores de la Patria en los próximos comicios?
La última vez que fui a votar al Monserrat entré al cuarto oscuro y me tuvo que sacar una
ambulancia. El enfermero me enseñaba tres dedos y me preguntaba si sabía cuántos eran.
Yo no podía contestar. Y ahora tampoco puedo. Es terrible: la democracia convertida en
nuestra propia parodia. Lamento que, en este momento de la historia, los mejores carezcan
de convicción y los mediocres se sientan abrumados por una vehemencia apasionada. En
síntesis: lamento que las ideologías no hayan podido independizarse de los testículos.
Al primer candidato que me pare para preguntarme por la locomotora de oro del Belgrano,
que prometa un poco más de justicia y de belleza, que acaricie los piojos en el pelo rapado
de los chicos, que camine cien metros a mi lado como si fuera una cuestión de vida o
muerte, que me recorra la cara con la yema de los dedos, que hable con mi propia voz, que
se distraiga atraído por el discurso de la lluvia, que se detenga ante el violinista y la cabra
de la calle Deán Funes y diga ¡ah, esto sí que es arte!, yo lo votaría.
Lamento que el promedio de amorcitos haya descendido de 275 a 134 por ciudad y
kilómetro cuadrado.
Lamento que las cosas no puedan suceder antes de que sucedan y lamento no poder abrir
más mi corazón. El corazón abierto de par en par asusta un huevo.
La cama abierta y la casa vacía asustan el otro. Me siento dolorido, como si acabaran de
darme una paliza. Rechino los dientes y advierto que lo mejor sería que me fuera a dormir
y que dejara esta nota inacabada.
No sé a qué calle irme a vivir, si a la calle del oso Boris o a la del inventor de la Grillete.
Si yo fuera verdaderamente bueno les haría escuchar los sonidos del otoño. Pertenezco a
una generación cuya infancia estuvo íntimamente relacionada con los árboles. Nos
divertíamos recogiendo las hojas muertas, una por una y contándolas en voz alta:
SYFVB les haría escuchar el sonido de la lluvia cuando caía dentro del vaso que poníamos
boca arriba, en mitad del patio. Pero no soy verdaderamente bueno para eso. Ni para
transmitir el lenguaje de los truenos. Nos tapábamos los oídos, buscábamos a mamá en la
cocina y le pedíamos que rezara para que acabara la tormenta. Si yo fuera bueno de verdad
les haría escuchar las oraciones de la gente que no le hace mal a nadie.
Tampoco soy tan bueno como para hacerles escuchar los pedos cantarines que
expulsábamos entre carcajadas cuando nos aburríamos a la hora de la siesta. Si
conseguíamos que coincidiera la explosión con la llama de un fósforo encendido en las
inmediaciones del cañón, la colisión se traducía en una relampagueante llamarada azul
celeste que se estiraba como la cola de un gato. Esa era nuestra verdadera poesía.
Sé imitar muy bien al Pato Donald pero no soy lo suficientemente bueno como para
escribirlo.
Si yo fuera etcétera etcétera, podría hacerles oír los sonidos de la vida: un hombre que
pregunta por la calle Independencia, el mozo detrás de la barra que lee el suplemento de
deportes, la angustia de los hombres cuando comienzan a perder el pelo y las voces que se
superponen en el interior de mi cabeza para recordar el pasado y organizar el futuro.
Y la última: faltan dos semanas para las elecciones y no soy capaz de hacerles escuchar el
nombre de un político, porque directamente nadie lo menciona. ¡Cómo hacerles escuchar el
sonido del fracaso! Todo lo que podemos hacer es ir y venir con nuestros pobres pasitos,
consultar el padrón, localizar la mesa, entregar el documento, entrar al cuarto oscuro,
recorrer la exposición de sufragios apilados y separados entre sí por siglas que nadie quiere
ni comprende, abrir el sobre y meter una boleta, cualquier boleta, porque, votemos lo que
votemos, no haremos otra cosa que beneficiar el desencanto.
Si yo fuera verdaderamente bueno les haría escuchar el sonido de nuestra verdadera poesía,
los pobres pasitos de la gente.
Después hay que levantar un paredón de libros / como quien se está haciendo la casita / se
aconseja incluir en los cimientos las obras completas de Fiódor Mijáilovich Dostoievski /
La isla del tesoro / dos o tres de Víctor Hugo / mil quinientos versos de Oliverio Girondo /
y alguna novelita de Elmore Leonard / Leonard escribe como escriben los fotógrafos: / “La
mujer que acompañaba a Harry aquella noche se parecía a Gina Lollobrígida”.
Los detalles son para el final / depende de cada uno / de su estilo / yo / por ejemplo /
incluiría cartas de amor / Rilke para no perder la mano escribía una cada 24 horas /
Pushkin las escribía con caligrafía de mujer y se las mandaba a sí mismo para no sentirse
desgraciado / y Apollinaire por su parte elevó el género del cuchi cuchi a la categoría de
arte.
En lo que respecta a la crónica propiamente dicha del centenario / les diré que dividiendo
el millón de pasos cuadrados que mide esta ciudad / entre sus 1.775. 034 habitantes / se
obtiene un promedio de cinco libros por cabeza / Roberto Arlt vale dos / Cervantes vale
tres / Macondo vale cuatro / y Wallace Stevens vale cinco / Wallace Stevens escribió:
“Hay hilos en tus ojos / en la superficie del agua / y en los bordes de la nieve”.
Oh por favor / no vayan a creer que soy un maniático del género / un coleccionista / un
obsesivo que antes de acostarse dobla los pantalones por la raya / acomoda un zapato al
lado del otro zapato / y preserva sus libros a golpes de plumero / a los libros no se los
golpea / a los libros se los saca a pasear cuando tienen miedo de morir / entonces se les
habla con voz pausada y tranquilizadora: / ésta es la calle Rivera Indarte / librito / esos
botes de madera que avanzan por el lago del Parque Sarmiento pertenecieron a los
corsarios de Salgari / librito / esta ciudad tiene 1.775.034 habitantes / librito / y todos echan
en falta un poco de ternura.
Biblioteca Vélez Sársfield / Lima 1184 / frente a la plaza Alberdi / mayores mujeres
hombres niños gratis / el abrigo se puede colgar en el mismo perchero donde Juan Filloy /
padre tutelar / colgaba el paraguas y el sombrero.
Murió tan pobre y con tanta dignidad que al no tener con qué pagar la última consulta del
médico, le entregó el reloj que le había obsequiado el gobierno de Buenos Aires. Y la
última: para identificar su tumba, utilizaron como lápida el mármol de la cómoda de su
dormitorio.
Las cosas eran así: cada vez que perdía una batalla, el gobierno central lo ascendía. Una
retorcida estrategia para mantenerlo sujeto a los vaivenes de una guerra, la de la
independencia, que sin haber comenzado ya había pasado de moda. O que resultaba
demasiado cara de costear. A veces, repasando apuntes, da la impresión de que para el
poder central, Manuel Belgrano ni siquiera estaba vivo.
Una vez, sólo una vez, manifestó su desazón en un gesto que pertenece a la leyenda: arrojó
al fuego todos sus documentos. No quería ser más Manuel Belgrano. Quería nacer de
nuevo. Así y todo, el hombre invisible tuvo fuerzas para enfrentar al poder y crear la
Bandera esplendorosa. “Yo respondo a la Nación con mi cabeza”.
O por lo menos yo lo haría. Todos lo haríamos. Belgrano tenía unos ojos vivos de lector
famélico en medio de una cara llena de ángulos frágiles y huesos transparentes, la punta de
la nariz y las orejas luminosas y una pinta general de mosca muerta. Por lo menos es lo que
se puede deducir con sólo mirar un billete de 10 pesos. Aunque las apariencias engañan.
Parecía débil por fuera, pero su alma podía ser tan fuerte como la de un fraile misionero.
Comenzó como niño bien, bailarín de sociedad y leguleyo de salón que terminó como jefe
de un ejército sin pólvora al que siempre, como en el juego del compra pan, lo mandaban a
la otra esquina.
Era tan ejemplar y desprendido que, por la dudas y curándose en salud, el divino país lo
encasilló exclusivamente como creador de la Bandera, una especie de guerrero inofensivo
al que, además, cargaron con voz de mariquita.
O, como lo definió Osvaldo Soriano, ¿qué tal un Belgrano poniendo el pecho, como las
primeras rocas de la costa?
30) Mi prima Carlota confesando sus pecados al oído del padre Benito: / bendígame, padre,
porque he pecado / una vez dije una mentira / y una vez fui desobediente / además / padre /
una vez un chico me tocó. / “¿Te tocó impúdicamente? ¿te tocó el pecho por ejemplo?” /
Se restregó contra mí muy suavemente / padre, 31) aquí está nuestra verdadera poesía.
32) La plaza de los Burros, 33) la Escuela Raúl Alfonsín, 34) la calle del León de Francia,
35) los cuarenta guasos, 36) el transatlántico de la vidriera de la agencia de viajes Oceanía,
37) la balanza de la farmacia Minuzzi, 38) la profundidad del tiempo, 39) atención al
batallón antidisturbios larguensé, 40) disolvernos como sal en un mar de lágrimas, 41)
apoyarnos tiernamente contra el balcón de La Cañada, 42) aquí está nuestra verdadera
poesía.
43) Cuando hice el servicio militar, arrancaron las vías del Belgrano, ahora sólo queda el
espectro de mi padre controlando las barreras en Fragueiro, 44) aquí está nuestra verdadera
poesía.
45) Los pescaditos del pasaje Muñoz, 46) defender el alfabeto, 47) dibujar un círculo en la
humedad de la ventana y llenarlo con un beso, 48) tomar seis lágrimas al hilo en la barra
del bar Sorocabana, 49) recordar dónde se guardaba el colador de los fideos, 50) escuchar
el pronóstico del tiempo, 51) la sensación térmica en Río Tercero, 52) dejar la llave debajo
del felpudo, 53) ¿volveremos a vivir tan intensamente alguna vez?, 54) aquí está nuestra
verdadera poesía.
55) La ciudad que se desplaza al centro todas las mañanas, 56) la parte del libro en la que
el Quijote viaja encerrado en una jaula, 57) los diez renglones finales de El gran Gatsby,
58) la imagen radiante y el contorno dorado de Agustín Tosco, 59) los capullos de
mariposa, 60) las alfombras voladoras, 61) la sangre incorrupta de Van Gogh en un libro
de la Biblioteca Vélez Sársfield, 62) los discursos de Leandro Alem: “Recordad,
correligionarios, que los pájaros no cantan sin motivo”, 63) aquí está nuestra verdadera
poesía.
64) Llevar la contra, 65) jurar por Dios, 66) por la madre, 67) por los hijos, 68) abatir las
estrellas, 69) pisar el césped, 70) los amantes emboscados en la última fila del Gran Rex,
71) aceitunas negras, pan criollo, manchas de tinta, luces de neón, papeles arrugados,
boletos capicúa y una brocha para escribir con trazos rojos en las paredes de Cofico, 72)
Córdoba no es azul, 73) es roja como el lomo de las obras completas de Vallejo, como las
baldosas del Cineclub Municipal, como el acordeón de Heraldo Bosio y como la
chaquetilla que usó Leguisamo la última vez que corrió el premio San Jerónimo, 74 ) aquí
está nuestra verdadera poesía.
75) Subir en bicicleta por la calle Lavalleja, 76) las galletitas Opera, 77) las Rodhesia, 78)
los helados de la Venezia: crema americana y Viamonte, dulce de leche y Jacinto Ríos,
chocolate y Lima, 79) una sucesión de días comunes que no terminan en nada, 80) el olor
que despiden los diarios sin leer y los libros muy leídos, 81) los soldados de la plaza de la
Intendencia que avanzan decididos sobre la blanca palidez de las Malvinas, 82) la
palangana de aluminio del cuartel rebosante de agua helada, 83) los palos de la luz, 84)
hacer el amor tendidos sobre el césped del zaguán, 85) los hombres tristes y silenciosos
que caminan sin alejarse demasiado de las puertas de Caruso, 86 ) el dedal de mamá que a
veces me pongo para que juegue el dedo gordo, 87) el último número de teléfono del
diario, el último que recuerdo, 88) “buenas noches, hijo”, “buenas noches, papá”, 89) las
dos AM y tres bajo cero en el área peatonal, 90) la aparición de la nuca de Gatica sentado
como un emperador en el sillón mayor de la peluquería del Pasaje Muñoz, 91) envuelto
como la Virgen en una nube de talco, 92) aquí está nuestra verdadera poesía.
93) La foto de Kempes avanzando entre holandeses que se rompen como el hielo, 94) el
reloj de Trust Joyero, ¿dónde está?, 95) cerrar las puertas a la noche, 96) los antiguos
dioses de la ortografía diaguita: queasí, quedesí, quemirái, 97) la estela de los aviones en el
cielo buscando inútilmente el Aeropuerto Internacional de Pajas Blancas, 98) el dedo
índice del chico que se desliza entre los renglones del libro de lectura, 99) qué hermosas se
ven las palabras desde aquí, 100) aquí está nuestra verdadera poesía.
La del padre
En la página que le destinaron en el libro de los muertos / no se advierten quejas oficiales /
o por lo menos grandes quejas oficiales / entraba a trabajar a las seis / se levantaba a las
cinco / fumaba a las diez / se acostaba a las once / a veces se distraía / y permanecía
ensimismado / estudiando las baldosas de la galería / rojas y amarillas.
Ahora sé que / con unos guantes que compró en el bazar El Obrero / construyó la casa nada
más que para ocupar la galería / como un rey / cuando llovía.
En el recuadro de las señas particulares / el libro de los muertos dice: tiraba los puchos al
jardín / como una de esas ideas veloces / que atraviesan la ventana.
Si hubiera ido a trabajar en bicicleta habría sido igual que Jean Gabin en la época del
realismo poético / pero él prefería caminar y además no le gustaban las películas
francesas / a Hiroshima mon amour le decía Yira yira mon amour / y se arqueaba de risa /
¡yira yira mon amour!
Cada vez que iba al cine con mamá le decía ya vuelvo / y no volvía / la esperaba en el hall /
charlando con el acomodador / los acomodadores huelen a pila / palabra de mi viejo.
Lo cierto es que nadie se atrevía a abrir la lata de Toddy de hojalata / donde había
acumulado las cosas de valor: / una medalla para jubilados con buena conducta / dos tiras
de genioles / un frasco de Hepatalgina / una foto en blanco y negro de la tercera división
del Club Talleres / con los brazos cruzados y una vincha de Comanche anudada sobre la
frente / la escritura de la casa / y la mujer desnuda de bolsillo / almanaque gentileza de
Gomería El Colorado.
Tenía una licuadora Philips / una cocina Volcán / y una heladera General Electric / pero no
era un hombre moderno / lo dice el libro de los muertos: / regaba las plantas con
manguera / y si pasaba alguien lo mojaba / mi mamá le decía Gringo / Gringo / lleva
décadas aprender a mojar a la gente / con el dedo haciendo presión en la manguera.
Sólo había dos maneras de cursar el colegio secundario: o por dentro o por fuera / a mí me
encantaba la parte de afuera / era muy bajito / la estatura no tiene nada que ver ni con la
parte de adentro ni la de afuera / pero ahora / mientras escribo / lo primero que recuerdo es
que era un alumno muy bajito. Yo soy enteramente solidario con los chicos bajitos / que
esconden los libros entre el cinto y la barriga / y se hacen la chupina / con las manos en los
bolsillos.
A ver pibe / vaciá los bolsillos / tres monedas de cincuenta / una caja de fósforos para
incendiar la ciudad / un cortaplumas para grabar un corazón vacío / y un pañuelo porque /
no nos engañemos / hay más posibilidades de llorar por la parte de afuera que por la parte
de adentro.
Era tan bajito que usé pantalones cortos hasta tercer año / no había pantalones largos de mi
talla en ninguna sastrería / Thompson y Williams no los fabricaba / ni Juvens / ni Casa
Muñoz / en invierno se me enfriaban las rodillas / yo escribo para la gente que tiene frío en
las rodillas.
El celador pasaba lista / ¿Salzano? / ¿Salzano?/ y nadie contestaba / falté tantas veces que
un día volví a clase y en mi banco había sentada otra persona / era un perdedor tan
consumado que a veces perdía hasta los libros / me los olvidaba en el asiento del ómnibus /
y no lo perseguía / me encantaba la idea de que alguien los encontrara / los abriera
esperanzado / y tropezara con una frase indescifrable: (a + b)2 = a2 + 2 · a · b + b2
Cada vez que faltaba al colegio / bajaba por Trejo / y dividía a las personas en dos
categorías: las que se santiguaban y las que no se santiguaban frente a la Compañía de
Jesús / los segundos no tenían corazón / y los primeros eran pan comido: me hacía el rengo
y les pedía una moneda para ir al San Roque a visitar un pariente moribundo.
Una vez una señora me dio un peso / y quiso saber cómo me llamaba / tardé mucho en
contestarle / porque estaba ante la ocasión más grande de mi vida: / convertirme en otra
persona / estuve a punto de decirle que me llamaba Aníbal pero le dije que me llamaba Jim
/ estaba completamente loco / nadie se llama Jim en Argentina / la señora me miró con
desconfianza y entonces la embarré del todo:
–Jim Álvarez.
Trejo era la mejor calle de la ciudad / para tirar la manga / al llegar a Deán Funes / ya me
alcanzaba para comprar un paquete de Wilton / el cigarrillo de las estrellas / tenía tanto
miedo que me vieran fumando / que hubiera preferido hacerlo con los ojos vendados /
después iba hasta la fuente de la plaza San Martín / y me enjuagaba la boca / ese era el
problema de los Wilton: / apestaban / no tenía más que ponerme la mano debajo de la pera
y echar el aliento hacia la nariz / para advertirlo / a continuación arrancaba unas hojas de
paraíso / las masticaba / y las tragaba. Era preferible oler a clorofila que al cigarrillo de las
estrellas.
A veces me quedaba leyendo en un banco de la plaza / con las rodillas heladas / a lo largo
de un invierno liquidé todas las novelas de Graham Greene / por lo menos todas las que
tenía la Biblioteca Vélez Sársfield / suponía que si me pillaban fuera de clase / la gente
diría / sí / es un manguero / y un canallita / pero si lee a Graham Greene / no puede ser una
mala persona.
Lo único que aprendí / por la parte de adentro del colegio / fue a firmar / miles y miles de
firmas esparcidas en las contratapas de libros y cuadernos / sobre la superficie del banco /
en la palma de la mano / y en la rodillas heladas / comenzaba dibujando un palo grueso /
un palo similar a las lanzas que manejaban los cazadores en las cuevas de Altamira /
después trazaba la línea del horizonte y ahí nomás dibujaba un sol enorme / la vida / la
firma terminaba con la típica colita de chancho de los chicos que jamás han besado a una
mujer.
Te he sido fiel / ciudad / siempre hablo de vos / cuando hablo de Anthony Quinn hablo de
vos / o de Jim Álvarez / o del cigarrillo de las estrellas / y no digamos de la Compañía de
Jesús.
Yo no sé si a todos los leptores les pasa lo mismo, pero por más que me consentro en los
candidatos que aspiran al sufrajio universal me siento como el prínsipe Amlet cuando con
una calabera entre las manos reflecsionaba sobre la losa de una tunba abandonada. En
síntesix: no me gusta ni nadie ni ninguno.
Córdoba, como Vd. habrá visto en paredes y ballas y edifisios está enpapelada con miles
de carteles donde se ven los rostros de los candidatos, como si alguien pudiera desidir el
sufrajio por el ancho de una ceja o el tamanio de un bigote! Pero lo más ecstraordinario es
que aunque todas las caras son distintas los tecstos son iguales: futuro, eficacia, bienestar,
educasión, honestidad, bellesa, libertá, igualdád y fraternidad.
Una de tres: 1) a todos les hizo la propaganda el mismo imprentero, 2) tienen las mismas
preferencias estéticas y 3) no han acvertido que la onda fasial se puso y pasó de moda en
las elecsiones de Perón-Quijano. Si la Mona Alisa se hubiera presentado, les hubiera
pasado la escova a todos juntos.
El problema, senior Director, es que en estas elecsiones hay DOS pelados y los dos son
peronistas: Mondino y Acastellio, que fue a la misma inprenta de Mondino, aunque con
mucha picardía en la parte de abajo le ha metido unas servilletas de colores, con la
solapada intensión de cacturar el voto femenino.
Alvertidos los radicales Aguad y Mestre que la competencia los había dejado sin asul,
octaron por el blanco. ¿O acaso la ensenia nasional no es asul y blanca? Pero el problema
no es el color blanco sino elios que, para la ocasión se vistieron de negro, como si fueran
vendedores en enciclopediaS. ¡El negro, senior Director, no es un buen color para la épica!
Y otro detalie más: ninguno de ambos mira hacia el futuro como Acastellio, sino a la
grande, solitaria y melancólica Casa Radical. Como todos los seres umanos facinados por
el ayer, los dos paresen mansos. Si yo fuera fotógrafo ambulante los votaría.
Al candidato Juez me lo imajino a los ochenta anios metido en una de esas nobelas de Jack
London en la que los últimos buscadores de oro avansan hacia el polo en busca de nuevas
aventuras. Lleva un gorro de lana gujereado, un revolvito cobijado en el sobaco y unos
ojitos velados donde conviven las ganas de vivir y furiosas esperanzas. Cada vez que
cuenta la historia de su vida y llega a la parte en la que fue elejido senador en Argentina,
los demás se golpean con los codos y sonríen. ¡Este Luis, sienpre jodiendo¡
Onetti tenía ojos de pescado y una mirada de intensidad tan insoportable, que "daba la
impresión de mirar desde el otro lado de las cosas" (Antonio Muñoz Molina). En su caso,
el otro lado de las cosas estaba ocupado por un laberinto impredecible: soledad, lucidez,
exilio, dos centímetros de ceniza entre ceca y ceca, envases de litro y discos de Gardel.
Una cosa es segura: resultaba más fácil leerlo que entrevistarlo, porque no se dejaba. O, si
se dejaba, en el fondo, no quería. Y ya se sabe lo que ocurre cuando un entrevistado no
quiere ni se deja: el encuentro se convierte en una expresiva sucesión de puntos
suspensivos.
Onetti se tiró los últimos años de su vida exiliado en una pieza de Madrid, tumbado en una
cama de dos plazas, leyendo novelitas policiales, mezclando agua y whisky por mitades y
fumando como un tren. Tenía su justificación: "Es la única manera de escuchar los relojes
en la oscuridad".
Su único cable a tierra era Dolly, su mujer, que lo trataba con una conmovedora dulzura.
Onetti daba las órdenes desde la cama y Dolly las obedecía a lo largo y ancho de la casa: si
le pedía un trago, le servía medio. Ese tipo de cosas. Hacían las palabras cruzadas a
medias. Ella, sentada, le preguntaba:
–Tucídides.
Dolly era los dos al mismo tiempo, a punto tal que cuando presentía desde la cocina que la
mufa existencial de Ojos de Pescado estaba a punto de tumbar a un nuevo periodista,
entraba al dormitorio y abría las ventanas.
Esta anécdota vale por diez: una vez, la Sorbona le organizó un homenaje y él, después de
escuchar los discursos de circunstancias, subió al estrado, recogió la plaqueta y dijo
gracias. Merci. Nada más. En serio. Y cerró su memorable intervención con una frase que
entró como por un tubo al libro Guinness, de los récords:
–Vamos, Dolly.
Y se fueron.
Era tan alto como Marcelo Milanesio el autor de El astillero, lungo, oscuro, miope,
desordenado y probablemente aterrador. Un escritor para lectores deprimidos y un maestro
del absurdo de la vida: decepción, traiciones, miseria, pobreza y, de propina, al final, una
muerte redentora. Nadie escribía como él: "... Dos días después de su regreso, según se
supo, Larsen salió temprano de la pensión y fue caminando lentamente –acentuados, para
quien pudiera reconocerlo, el balanceo, el taconear, la gordura, aquella expresión de
condescendencia, de hacer favores y rechazar el agradecimiento– por la rambla desierta".
Juan Carlos Onetti nació hace exactamente un siglo en Montevideo, dejó una obra densa,
sesuda y generosa y sólo los franceses más soberbios continúan negándole la patente del
existencialismo para atribuírsela exclusivamente a Jean Paul Sartre.
Fue periodista, claro, fanático de los sucesos policiales. Al comienzo firmaba utilizando su
apellido original: O’Netty. Los O’Netty provenían de Irlanda y, cuando emigraron a la
tierra prometida, el funcionario que los barajó en la aduana escribió el apellido tal como
sonaba. Por un error parecido, a Napoleón Bonaparte se lo conoció durante años en algunas
regiones de Italia como Buonaparte Napulene.
Aparte de que, para conmemorar su centenario, el paisito ha decidido dedicarle una plaza,
un barrio, un bulevar y una dársena, de Ojos de Pescado, salvo en lo que concierne a Dolly,
se saben unas pocas cosas sueltas: dos o tres reculadas memorables, media docena de
libros imprescindibles y una labor periodística que ejerció a caballo entre Montevideo y
Buenos Aires. Estuvo preso por cuestiones ideológicas. Nadie podría vanagloriarse de ser
un uruguayo verdadero, sin haber estado preso.
No terminó el colegio secundario porque el secundario le ganó de mano y lo abandonó
primero. Para sobrevivir, entró a fajarse con la vida tal como venía: plomero, albañil,
maestro rural, corrector de pruebas y gavilán pollero inasequible al desaliento: cuatro
esposas en total y la última, Dolly, de la que nadie nunca pudo saber si fue la quinta porque
cuando se lo preguntaban, Ojos de Pescado respondía:
Ganó el Cervantes cuando ya estaba exiliado en Madrid y tuvo que abandonar el catre para
ir a recibirlo. Fue una jornada memorable: se cepilló cuidadosamente el último diente que
le quedaba y, del brazo de Dolly, se plantó ante Juan Carlos I para recibir un cheque por
diez millones de pesetas. Lo más destacable que le confesó al monarca fue que su tango
preferido era Mi noche triste y que con los diez millones de pesetas iba a comprar algunos
ceniceros porque, como fumaba boca arriba, tenía las sábanas colmadas de agujeros.
Para conseguir algún libro suyo es aconsejable visitar los piringundines de la avenida
Olmos, donde suelen aparecer viejas ediciones de sus obras maestras, editadas por la
imprenta de la esquina. Ejemplares impresos en papel muy malo, con portadas desgarradas
y la firma compartida de un hombre y una mujer en la primera y en la última página.
Libros que se compran para leer, claro, pero también para liberarlos de esa montonera de
ejemplares usados, rotos y perdidos.
Vaga toda la noche por la plaza Alberdi, espiando las luces apagadas de la Biblioteca
Vélez Sársfield.
Uracan
"El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas
había que señalarlas con el dedo". Palabras de Gabriel García Márquez.
Al despuntar el siglo veinte, con el fútbol sucedía una cosa parecida. Como los clubes
todavía no existían había que señalarlos con el dedo. No hay un solo equipo en el mundo
cuya fundación no esté cimentada por sentimientos intensos, deseos encontrados y largas
horas de debate en la mesa del fondo del boliche de la esquina. Música de Pugliese, café
Bahuri y el Gordo que no viene porque tuvo que ir al cine con la hermana y el novio. La
vida, dijo Marechal, es el último poema que siempre estamos a tiempo de escribir.
Y ahora, que dé un paso al frente el Club Atlético Huracán, el Globo, nacido en 1903 "con
el fin de fomentar el juego atlético, especialmente el football". Pura melancolía, Huracán
nació un 25 de Mayo, el mismo día que Argentina.
Los fundadores del club orillaban un promedio de 17 años y en su gran mayoría eran
vecinos de Pompeya. No pudieron esquivar la tradición y para que el club existiera
tuvieron que señalarlo con el dedo, es decir, designarlo con un nombre. No querían
términos ingleses y para ratificar su voluntad nacionalista coincidieron en bautizarlo con
un nombre tan inusual como enternecedor: "Verde Esperanza que Nunca se Pierde". Para
elegir un nombre como ese hay que tener 17 años, ni un día más ni un día menos. Y una
ventaja supletoria: la inclusión de la esperanza los liberaba de la segunda disputa que
marca la tradición, la elección de los colores: Huracán nació con pantalones, calzoncillos y
botines verdes.
Decidido el nombre y los colores, los muchachos ardían de impaciencia: ¿Qué se hace
después de fundar un club que no tiene técnico, no tiene sede, no tiene cancha y marca el
límite del arco apilando piedras y remeras?
Respuesta: se encarga el sello. ¡El sello! Y es que para el sello de goma siempre alcanzan
las últimas monedas.
Y si es atractiva la historia del club así como comienza, esperen a leer el segundo capítulo,
que es mejor, porque resulta que el sello –el sello más famoso del fútbol argentino– volvió
de la fábrica incluyendo dos pifias memorables: "El Uracan". Así decía. Y todo por culpa
del librero, el inmigrante Giacomino Luigi Richino, que escribió huracán en cocoliche,
mitad italiano y mitad argentino. Sin embargo, a pesar de los errores, se lo llevaron, porque
en el fútbol las cosas son así: fundás un club nada más que para mojar el sello en la
almohadilla y estampártelo sobre la frente.
Más leña para la locomotora sentimental de Uracan: una de las primeras decisiones que se
adoptaron fue ofrecerle la presidencia honoraria a Jorge Newbery, el rey del cielo, quien no
sólo aceptó la designación, sino que hizo los trámites para conseguirles un terreno y les
cedió el logotipo de su celebérrimo globo aerostático. ¡El globito!
Una sola vez en su historia profesional, Huracán salió campeón: lo dirigía Menotti,
jugaban Babington, Houseman y Brindisi y su hincha más conspicuo era Ringo Bonavena.
Falta una fecha nada más para terminar el campeonato y Huracán está prendido en el
pelotón de cabecera. Es una de las pocas formas de felicidad que admite un deporte en el
que, cada vez a mayor velocidad, el pasado se borra y el futuro no es de nadie.
Me siento demasiado cordobés para apoyar a un equipo porteño pero, como escribir me
vuelve loco, estoy incondicionalmente a favor de las faltas de ortografía: nueve de cada
diez partes de mi ser pertenecen a Taiere y la parte restante es de Uracan.
Tauro. Un buen chorro de aceite de oliva sobre una ensalada de tomates, cebolla y
achicoria, un cigarro cubano fumado debajo de la parra y un cuarteto de Beethoven
sonando a media luz en la victrola. Es todo lo que necesita Tauro para reventar de
felicidad. A ver si nos entendemos: Orson Welles era de Tauro y ¿qué probabilidades
tendría de sobrevivir un microbio empecinado en tumbar al autor de El ciudadano?
Ninguna. Y cuando digo Welles digo Balzac, que activaba su producción literaria con la
ingesta de tres cafeteras diarias. Esa gente no es para usar barbijos. Ni para consultar
termómetros. He visto a más de un tauro junto a la ventana, abriendo el puño para dejar
volar al virus de la gripe. Andá, pobre animal, el mundo es demasiado grande para nosotros
dos.
Gèminis. Atención. Signo dual y sinvergüenza pero de buenos sentimientos. Eso decía mi
mamá mientras me señalaba: “No sirve para nada pero tiene buenos sentimientos”. ¿Qué es
lo que verdaderamente querías decir, mamá? ¿Que era bueno porque no quería hacer
barquitos con la hoja del diario de los muertos? Los geminianos somos buenos por la parte
de afuera pero no por la de adentro, porque ahí conviven dos hermanos –Castor y Pólux–
hijos de una misma madre pero de distinto padre. Y si se pelean entre sí lloran, y si se
separan se buscan, y si no se encuentran se esperan y, si no acuden a la cita entonces
Géminis escribe, porque es lo único que sabe hacer. A los geminianos no los mata la gripe
sino un ómnibus en medio de la calle: los mellizos desprecian los semáforos como
desprecian cualquier forma de gobierno. Géminis no es un signo, sino dos grandes nubes
de pluma.
Leo. Y ahora, lectores, con ustedes Leo, el amo del Zodíaco, signo al que conviene tratar
con precauciones porque si te alejás morís congelado y si te acercás terminás achicharrado.
¿Cómo se concilia en una misma parcela fealdad y seducción, glotonería y elocuencia?
Cuesta comprenderlo. Tal como le costó a quienes compartieron la vida de Ernesto
Hemingway, un Leo que ejerció como tal en las buenas y en las malas, que atravesó dos
guerras escribiendo y que cuando recibió el Premio Nobel se comportó con la displicencia
de los que saben que lo tienen merecido. Cuando descubrió que no era tan bueno como
suponía, se suicidó. Eso es Leo. A los virus de la gripe que se ofrecen voluntariamente para
contagiarlo, los laboratorios los conservan en el interior de la caja fuerte. Son los famosos
microbios suicidas.
Virgo. Jorge Luis Borges, que sufrió el signo en carne propia, decía que la perfección no
es una virtud sino un defecto porque no puede tener hijos. Y el objetivo superior de Virgo
es la perfección. ¿Han visto llenar una planilla a una chica de Virgo? Suman y restan
bañadas en lágrimas porque Dios les tiene prohibido equivocarse. Virgo es la mejor
alumna del grado: impuestos pagos, pasaporte actualizado y comprobantes de caja
archivados por especie y por color: los de Carrefour con los de Carrefour, los de Falabella
con los de Falabella. ¡Y cómo cierran las piernas cuando suben al tren fantasma!
Mucho antes de que la gripe oficializara su presencia en Argentina, Virgo llevaba meses
acaparando Tamiflú. Dice que no tiene celos pero claro que tiene celos. Dice que no está
enojada pero claro que está enojada. Dice que no le gusta la lluvia pero claro que le gusta.
Sólo que la quiere toda para ella.
Libra. “Todo a su tiempo y armoniosamente”. Con una divisa como esa no hay cuerpo que
aguante. Libra arrastra su condena desde el logotipo: un hombre cuyo destino es mantener
la balanza en equilibrio sólo está en condiciones de jugar por el empate. Y el empate es la
sublimación de la duda. Ve una margarita y la deshoja: me quiere, no me quiere. Y cuando
se le cruza un gato negro, en lugar de eludirlo prefiere llamar un taxi.
El equilibrio de Libra orilla la santidad: son los únicos que, para no ofender al cuerpo, usan
barbijo en la boca y en el calzoncillo. Cada vez que un paciente de Libra pedía turno en el
consultorio del doctor Freud, la secretaria tenía orden de decir que el maestro, que abjuraba
de la astrología, había dado parte de enfermo.
Sagitario. El mejor amigo, el más votado. Ubicuo, funcional, polivalente y con una ventaja
adicional: cada vez que se manda a mudar prescinde del boleto porque Sagitario es un
hombre con cuerpo de caballo. El primer centauro se llamó Quirón y fue la consecuencia
de una artimaña sexual del viejo Zeus, que sedujo a una mujer disfrazado de caballo.
Quirón vivió alejado de los hombres y en estrecho contacto con la naturaleza. Los sapos le
enseñaron a curar los males con emplastos y cuando conoció a Diana, la cazadora, se
enamoró de tal manera que acabó prendado para siempre.
Sagitario es el signo que siempre está yendo. Sabe que para combatir la gripe bastaría con
respetar la inteligencia de la gente, pero no lo dice. ¿Quién le creería a un hombre que para
caminar necesita dos pares de zapatos?
Capricornio. No bien completó la rueda astral, Zeus procedió a lotear el cuerpo humano
entregando un órgano a cada signo. A Capricornio le tocó la cima de la montaña. O sea, la
cabeza. La tarea no parece excesivamente complicada para el signo más inteligente del
horóscopo, pero Zeus no se la quiso poner fácil y en el pliego de condiciones incluyó la
presencia de Saturno, un planeta que se comporta como un tenista que juega solo. Y eso
por no hablar de sus misterios: una semana está gordo como Buda y en la siguiente, flaco
como el viento. Capricornio es la cabra, cuyo método consiste en trepar sin resbalar y, una
vez en la cumbre, impedir que le roben la billetera. En lo que respecta a la pandemia, ¿qué
virus con dos dedos de frente se tomaría el trabajo de escalar el Aconcagua por el dudoso
placer de pellizcar el pellejo de una cabra?
Acuario. A ver, Acuario, decime la verdad: ¿te has lavado las manos con jabón? ¿has
repasado tus uñas con un hisopo embebido en lavandina? No, no y no. Acuario se protege
de la gripe según su propio estilo: dos medidas de vodka, una lágrima de gin, un golpe de
sifón y dos cubitos de hielo. Los virus, gloriosos, mueren ahogados en alcohol.
Durante mi niñez tuve un amigo que era de Acuario. Recuerdo que nos sentábamos cerca
de las vías del tren y arrancábamos el pastito que crecía entre los durmientes, un pasto tan
ralo como los pelos de una vieja. Lo de los pelos de la vieja lo dijo mi amiguito. Desde
entonces, cada vez que no encuentro una palabra lo llamo por teléfono. A ver, Cañones,
batime la justa, ¿es verdad que la eternidad nunca se acaba?
Piscis. Tras una épica odisea sembrada de invasiones, revoluciones y cambios sustanciales,
los únicos seres vivos que han llegado al siglo 21 son los pescaditos del pasaje Muñoz. Y
es que el secreto de Piscis consiste en dormir con los ojos abiertos. Es el último signo de la
rueda y, por lo tanto, el que llega al poder más fatigado. Lástima, porque lo sabe todo. Sin
embargo, a ellos sólo les atrae permanecer junto al cristal de la pecera soltando globitos
por la boca. Las burbujas de Piscis no son burbujas sino pensamientos.
Hace 40 años, a las 2.17 horas del 20 de julio de 1969, Neil Armstrong y Edwin Aldrin,
piloteando el módulo de exploración Eagle, se posaron sin mayores contratiempos sobre la
postal más famosa del siglo pasado: el hombre llegaba a la Luna. Diez minutos más tarde y
ambos comprobaron lo que cualquier vecino de barrio Observatorio sabía por instinto: la
Luna podía ser comparada con un espejito de mano, con un dibujo de Miró, o con una
zamba de Yupanqui, pero que ahí no había nada ni vivía nadie. En la Luna había muchas
piedras, pero ningún sentimiento.
Por ahí, con insistencia, circula la versión de que todo fue una rocambolesca maniobra de
la CIA para hundir psicológicamente a los rusos y dejarlos abandonados en la banquina de
la Guerra Fría.
Otra versión –la más afiebrada– insiste en desenmascarar el alunizaje como una patraña
urdida en la moviola de la Nasa: un estudio de rodaje convenientemente iluminado, dos
actores con el rostro protegido por una escafandra, toneladas de polvo de hornear Royal
esparcidos por el piso y una bandera norteamericana que flameaba contrariando las leyes
de la física.
John Ford dijo: “Si tienes que escoger entre la ficción y la verdad, escribe la leyenda”.
“Bel ami”
Córdoba era increíblemente inmensa y uno de mis amigos más querido era Mambrú, un
perro con nombre de soldado.
Sus ojos eran negros, pero negro A y negro B. Con el A miraba en dirección al ferrocarril
Belgrano y con el B a la iglesia de la Sagrada Familia. A veces, cuando se enojaba, decía
“Ftt” un par de veces y después se ensimismaba para atender sus propios problemas: la
cabeza de los perros no da para resolver el binomio de Newton, pero les alcanza para vivir
en paz consigo mismos. Ftt.
Mambrú era el perro oficial de la calle Jerónimo Luis de Cabrera. Quiero decir que no era
enteramente mío sino de todos y cada vez que se ponía de moda la perrera nos turnábamos
para hacerlo dormir en una casa diferente. Algunos padres se oponían. Entonces
probábamos fortuna con distintos argumentos:
–No me digas.
Una vez lo colamos en el Cine Avenida y se portó como un duque, aunque en lugar de
mirar lo que sucedía en la pantalla lo hizo todo el tiempo en dirección a la cabina de
proyección. Habíamos ido a ver una de Dick Tracy. Dick Tracy contra la Araña Negra. La
Araña Negra era un rengo de sombrero que firmaba sus asesinatos con una inicial sobre la
frente de los muertos.
–¿Qué te pareció, Mambrú?
–Ftt.
Estoy convencido de que sólo los chicos son capaces de educar convenientemente a los
perros. Cuando alguien se dirigía a Mambrú con lenguaje de bebé, el perro lo evitaba. Y es
que él, en lugar de bebé, prefería ser un perro. Y llamarse Sultán. O Firpo. O Bonavena. La
fama no le preocupaba, no sabía quién era Antonioni y lo invadía una especie de fulgor
cada vez que se enamoraba.
Mambrú, el infatigable, se anotaba a cualquier hora y en todas las distancias. Lo único que
lo arredraba eran las gallinas. Ya volveremos a hablar de las gallinas.
Por lo demás, su identikit no ofrecía ningún dato excepcional. Quiero decir que ladraba en
los momentos más inesperados, perseguía a los ciclistas, meaba con los ojos cerrados y
cuando las mariposas llegaban en tropel volando desde Argüello, no paraba hasta comer
media docena. Después vomitaba.
Cuando íbamos a fumar a la orilla de las vías se ponía a saltar como chiflado porque estaba
empeñado en comerse el humo, como a las mariposas.
Cada año de los nuestros se contabilizaba por siete de los suyos. Pero nunca se lo dijimos.
Con el único que verdaderamente tenía problemas severos era con Adolfo, el bombero de
la esquina. Cada vez que iba a trabajar con las botas puestas y el casco dorado, Mambrú lo
atacaba con una saña inexplicable. Bastaba verlos para advertir que algo muy auténtico y
muy real iba verdaderamente mal entre los dos. El perro lo acosaba, lo toreaba, le gruñía y,
una vez que pudo, lo mordió en la pantorrilla. Cuando le estaban poniendo la cuarta o la
quinta inyección en el Antirrábico, Adolfo, el bombero, salió a buscarlo especialmente y le
pegó un tiro en la cabeza. Nosotros no escuchamos el disparo porque estábamos en la
escuela.
Caracortada
Ese pibe que camina bordeando la Costanera / lleva un caño recortado debajo de la
campera.
Le dicen Caracortada causa de la cicatriz / que le dibuja la cara del ojo hasta la nariz.
¿Dónde vas Caracortada bordeando la Costanera? / Voy donde nadie pregunta, voy donde
nadie me espera.
¿Cuál es tu nombre legal? / ¡Contestá Caracortada! / El día que yo nací, la Muni estaba
cerrada.
Caracortada / Caracortada / merece todo / no tiene nada
No tiene miedo no tiene padres / no vive en ningún lugar / tiene piojos en el alma / y no los
puede aplastar.
¿Quién te hizo la cicatriz / que te dibuja la cara? / El que lo hizo lo sabe / y se la tengo
jurada.
¿Sabés sumar y restar? / ¿Cumpliste el ciclo lectivo? / Sé leer el tres y el seis / el número
del colectivo.
A veces pienso que hubiera podido ser un buen boxeador de peso gallo. Me veo de
maravillas aspirando por la nariz y expirando por la boca, fumando puros habanos en los
momentos de gloria y disputando el título ecuménico en Japón, con pantalones patrióticos
y una bata esponsoreada por la Dirección de Turismo de la Provincia, Rubén Libros y la
Casa Colorada. Lo que no acabo de imaginar es cuál hubiera sido mi nombre de combate.
¿Cómo hizo Rocky Marciano para llamarse de esa manera? ¿Y El Bombardero de Detroit?
¿Y Nocáu Lausse?
De todas maneras, estoy seguro de que hubiera podido ser un buen boxeador. Es más: creo
que los puntos que ligan a la literatura con el boxeo existen y son tan abundantes como
apasionantes: hay que ocupar el centro del ring, hay que comprender el sentido final de las
mentiras, pensar sobre el terreno, entrenarse diariamente e improvisar sobre la marcha. El
sonido que conseguía Humberto Madriaga haciendo soga sobre el entablonado del
Córdoba Sport Club era exactamente igual al que produce una Olivetti Lettera 35 en manos
de un escritor bien entrenado.
A veces pienso que hubiera podido ser un buen animador en los bailes de la Asociación
Redes Cordobesas. Me veo de puta madre luciendo una camisa hawaiana y sacudiendo
unas maracas fluorescentes. Para ser un buen animador tenías que engominarte como un
gángster, emparejarte los pelos del bigote, lucir tamangos combinados y no comerte las
eses. Toda la jerga del show business cordobés está regida por las eses: Señoras, Señores,
Damas, Caballeros, Buenas noches, Saludos, Viernes; Salsipuedes, Sábado: Sinsacate.
Otro deseo trunco: ser combói. Mejor dicho, no un combói sino como el niño que espiaba
al combói Alan Ladd durante el duelo final de El desconocido. Me veo bastante bien
recordando el duelo una y otra vez en los bares de la calle 25 de Mayo. Para imitar el
galope del caballo con el que Alan Ladd se mandaba a mudar después de la pelea,
golpearía la cucharita del café contra el borde de las mesas de madera. ¡Cómo podría
sentirme arrepentido!
A veces pienso que hubiera podido ser un as del espacio piloteando uno de esos aviones
que escriben versos en el aire. Me veo con las cejas, como cactus, asomando por el borde
superior de las antiparras. ¡Cómo me hubiera gustado escribir, amor mío, a 100 metros de
altura con la mirada fija en tu ventana!
Mentía con tanto desenfado Federico Fellini, cineasta, con tanta naturalidad, que una
editorial romana ha publicado un libro dedicado al medio siglo de La dolce vita, con un
cuadernillo que recoge las anécdotas suyas que en un tiempo funcionaron como verdaderas
y ahora se aceptan como meras fantasías.
Mentía Federico il Grande cuando iba al bar y pedía el desayuno, cuando leía Il messagero
y también cuando dormía. Su esposa, Giulietta Massina, estuvo a un tris de abandonarlo a
causa de las trolas lujuriosas que su esposo deslizaba a viva voz mientras dormía o fingía
que lo hacía. Su mujer terminó pidiendo ayuda a una psicóloga que resolvió de taco el
acertijo: las mentiras del realizador obedecían a un mecanismo compensatorio porque la
vida cotidiana le parecía necia y aburrida.
En realidad, las portentosas hazañas sexuales que Federico recitaba como propias
correspondían a los verdaderos entuertos sentimentales vividos por su actor, amigo y
fetiche, Marcello Mastroianni. La cosa era así: cada vez que se encontraban, Fellini lo
obligaba a describirle con pelos y señales sus últimos lances amorosos y se los apropiaba
para, más tarde, repetirlos como propios delante de los amigos.
Con esos antecedentes, no sería arriesgado suponer que Federico mintió cuando se
describió a sí mismo como un pibe candoroso que, loco de amor por la trapecista de un
circo itinerante, abandonó su hogar, se coló en la caravana y pasó la noche entre
equilibristas, payasos y una cebra empachada de chocolate.
¿Cómo hacer para creer su propia descripción: un adolescente hipersensible que, con el fin
de eludir las obligaciones militares, desertó en Rimini y se escondió en Roma, donde
sobrevivió haciendo caricaturas para los primeros gringos que trajo el desembarco? Y
probablemente también macaneó cuando contaba la historia de su tío Beppo, el loco, que
se trepaba a los árboles para exigir a viva voz una mujer.
Cada vez que se juntaba a charlar con los amigos, Federico insistía en la que parecía su
invención más descarada: una vez a la semana, en sueños, lo visitaba una mujer
extraordinaria: ojos de gacela, sisa de bataclana y 120 centímetros de tórax. Los
muchachos lo dejaban contar sus hazañas amatorias, pero se tocaban con el pie por debajo
de la mesa.
Agosto, negro el ocho, par, mes de sentimientos tan intensos como desencontrados. Lo
dice Horangel: mes para besar, abrazar y preservar la especie. Las endorfinas se salen de la
vaina y el molino de los dioses hace horas extras en su afán de convertir las decisiones de
los hombres en papel picado. Agosto: recién llega y ya se impone.
Sabiduría popular: es la época del año que hay que pasar sea como sea porque, en los
hechos, es considerado el rey de la parca: Juan Caruso hace horas extras en agosto, las
farmacias se quedan sin remedios, los viejos claudican sin dar explicaciones y los reyes de
la timba le juegan al 100, la eternidad.
Agosto parla poco y carece de talento pero le sobran agallas. En vez de caminar, retumba,
cada vez más viejo y cada vez más sabio.
Advertencias de uso doméstico: no firmes contratos, no te alistes en la Escuela de
Mecánica de la Armada, no te cases con muchas mujeres y tratá de mantenerte brillante,
limpio y aseado porque en setiembre renace la primavera.
Agosto, mucha cuarentena, mucho viento, mucho Ibupirac. ¡Cuántas pedradas se rajaron
en su nombre! Henry Fonda desertó en agosto de la misma manera que lo hicieron Ezra
Pound, Ingrid Bergman y Richard Burton. Pobre Burton, enamorado como un loco de su
esposa, Elizabeth Taylor, que cada dos por tres lo permutaba por un galán menos añoso y
lo sumía en mamúas borrascosas. Pobre Burton, alejado de la mujer más hermosa del
mundo y escribiendo con la brocha de afeitar lamentos de amor en el espejo: “¿Cómo dejar
de quererte?”. Y un lamento más terrible todavía: “¿Cómo seguir de quererte?”.
Lo dicen las estrellas: Vulcano de punta, Marte de perfil, Júpiter borracho y Mercurio
perdido en la neblina .Tendríamos que haberlo imaginado. Agosto, como el pan y la
muerte, hace lo que tiene que hacer.
A su favor: el mejor mes del año para guardar flores en los libros.
Me gusta agosto porque, al atardecer, no veo las horas de volver a casa y esperar a que mi
mujer salga de la ducha, como un árabe, con una toalla en la cabeza. Me gusta porque los
divinos susurros del hogar son patrimonio del invierno.
La punta de la nariz de mi nieta oscila entre dos y tres grados bajo cero.
Recuerdo un par de líneas que Shakespeare escribió en agosto: “Por las cosquillas de mis
pulgares, algo maligno viene hacia mí”.
Dios te bendiga, sin embargo, negro par: sin vos no se habría inventado el barrilete.
Como todos los años, agosto comienza el primero y Marilyn se acaba el quinto. El 5 de
agosto de 1962, consta en actas, la chica del millón de fotos, con 36 años de edad, tiró la
toalla. O se la tiraron.
¿Cómo se llamaban las pastillas con las que Mamemimomu se hizo el haraquiri?
Respuesta: Nembutal, sedante, somnífero e hipnótico. Según la cátedra, la actriz habría
ingerido entre 20 y 25 cápsulas de una sola sentada. Nembutal: sedante, somnífero,
hipnótico y mortífero.
Todo lo que hay que leer de provecho sobre uno de los mayores mitos cinematográficos
del siglo pasado lo escribió Norman Mailer, un novelista irascible, polémico e intratable.
Lo demás es pura marynología. Pesa tanto el libro de Mailer que no se lo puede leer en los
aviones porque en la aduana te cobran exceso de equipaje.
Lo curioso es que, aunque la tuvo a tiro, el novelista se negó a conocerla personalmente.
Todo esto sucedió cuando la actriz, recién casada con el dramaturgo Arthur Miller, decidió
mudarse frente a la casa de Mailer, en una urbanización para intelectuales malhumorados.
No bien advirtió el escritor que su nueva vecina había instalado dos enanos de yeso en el
jardín, cerró las ventanas con candado y se negó a abrirlas hasta que los enanos
desaparecieron. Mailer era así. Escribía así. Un día recibió una invitación de Marilyn para
compartir un vermucito, pero la sola posibilidad de verse mezclado con la flor y nata del
estrellato lo sumió en un estado de cólera profunda. Hizo un bollo con la invitación y la
arrojó al cesto de los papeles. Abreviemos: años más tarde, cuando la actriz se suicidó,
Mailer experimentó un insoportable desgarro en las entrañas: había vivido durante 15
meses a pocos metros de la mujer cuyo valor metafórico estaba poniendo de rodillas al
siglo 20, y él –cabrón,cabronazo– se había negado tan siquiera a mirarla de reojo. Ni
siquiera había conservado su invitación para el vermú. Entonces se sentó y escribió el
mejor libro que se conoce sobre Memé, la puntada final del star system. Cuando su
libro/librazo apareció, era difícil de leer porque costaba un ojo de la cara. Ahora es más
difícil todavía porque cuesta dos.
"Su boca es muy fotogénica, pero no es una boca besable". La opinión corresponde a Tom
Kelly, el fotógrafo que en 1952 la tendió en diagonal sobre un mar de terciopelo rojo y la
inmortalizó desnuda para ilustrar el almanaque más consultado de la historia. La sesión de
trabajo duró nueve horas y en el estudio sólo había tres personas: Mamemimomu, Tom
Kelly y su esposa, a cargo de la iluminación y de la música ambiental. Como no tenían
nada más que un sólo disco, se pasaron toda la sesión escuchando Bésame mucho en la
versión tropicalizada de Xavier Cugat. Por la jornada de trabajo, la chica del almanaque
recibió 25 dólares. Los necesitaba para sacar el auto del corralón donde lo había llevado la
grúa.
Nació el 5 de junio de 1926, Géminis: por la mañana Batman y por la noche Bruno Díaz.
Campeones de la taquilla en 1926: John Gilbert y Clara Bow. La Bow, justamente, era una
de las actrices preferidas por su madre, que se llamaba Gladys Baker y arrastraba una
estremecedora foja de servicios: padecía esquizofrenia paranoica y, antes de morir, tuvo
ocasión de incendiar un par de departamentos. Gladys trabajaba en el departamento de
montaje de los estudios Columbia y a veces hurtaba fotos de los grandes para llevárselas a
su bebé. Mirá, nena, este es tu papá. Y le enseñaba la foto de Clark Gable.
Pero el verdadero papá de Marilyn no fue Gable, sino un motociclista hosco y revirado que
gastaba barba de tres días y nunca quiso conocer a su hija. Murió en un accidente al
llevarse un semáforo por delante. Obviamente era mejor ser hija de Clark Gable.
Con las raíces del árbol genealógico de los Baker se hubiera podido fundar un manicomio:
no sólo a Gladys le encantaban los incendios, sino que Betsy, la abuela de Marilyn, tenía
reservado su propio chaleco en el loquero de Los Ángeles. Cuando su nieta cumplió tres
años intentó ahogarla. A partir de entonces, Marilyn comenzó a hacerse pis en la cama.
Para evitar problemas con su temprano tartamudeo, la tercera Baker de la saga no hablaba,
sino que asentía. Era fácil asentir: sólo había que bajar la pera en dirección al pecho. Fue
uno de sus tantos amores fracasados, Yves Montand, quien en 1959 le señaló la
conveniencia de negarse a todo. No se puede vivir rectificando, le explicó. A partir de
entonces –tal vez fue a partir de entonces–, MM comenzó a ponerse tozuda y a exigir
consideraciones que, por tradición, se les negaba a las rubias de 90609060906090609060.
Las exigió, pero se las negaron. Fue por eso –tal vez fue por eso– que, a lo bestia, decidió
plantearle guerra al star system y mandarse a mudar a Nueva York para inscribirse en los
cursos del Actor’s Studio.
Iba a clase con championes, anteojos color porrón y las botamangas del vaquero a la altura
de la pantorrilla. Pero cada vez que se metía en una conversación con centro en
Dostoievski, los demás se callaban la boca. Tenía esperanzas de interpretar en cine a
Grushenka Karamazova, pero en la Fox la madrugaron y, antes de que ella lo pidiera, le
dieron el papel a María Schell. Marilyn perdió la guerra, los ahorros y el sentido de la
orientación. Llevaba la maldición de los Baker cosida al borde de la enagua.
Que me patee Dios, lectores, si estoy haciendo retórica con su nombre, así como los ases
de la prensa amarilla vivieron de rentas durante años nada más que publicando el identikit
de sus melones.
Sus medidas reales eran 93-58-93 y, cuando caminaba, parecía llevar dos bebés debajo de
la pollera. Así, de espaldas, apareció en Niágara, la película que la consagró como la madre
de todas las guerras cinematográficas. "Yo creía que los símbolos eran cosas que se
chocaban" (M. M.)
El orfelinato tenía un curioso modus operandi: ofrecía a las pupilas por catálogo y la
familia que se la llevaba en adopción recibía una compensación semanal de 20 dólares.
Comida gratis y violaciones incluidas. Una bicoca.
Espero que este ejercicio de puro entretenimiento no los defraude ni los aburra. Yo sólo
aspiro a escribir una obra maestra sobre Marilyn Monroe.
Se casó a los 16 años con un marinero, Jim Daugherty. Hogar dulce hogar: él volvía del
trabajo y encontraba a su mujercita con el delantal puesto, pero las ollas vacías. No sabía ni
preparar una ensalada. Entonces salían a cenar y discutían porque ella, a los mozos, les
decía "papi". Años después, Daugherty escribió sus memorias. No existió un solo hombre
en la vida de la Monroe que no haya escrito sus memorias. Bueno, todos no: su segundo
marido, el beisbolista Joe Di Maggio, no lo hizo. Fue tal vez, el único que la quiso lo
suficiente como para respetar su intimidad.
Pobre Joe: mientras la pollera blanca de su esposa giraba como un plato volador durante el
rodaje de La comezón del séptimo año, él permanecía en el bar de la esquina con el funghi
calado hasta las cejas.
Cuando la rondaba un fotógrafo, así fuera el del Rosedal del Parque Sarmiento, los radares
de Mamemimomu entraban en acción. Es inútil esforzarse, no hay una sola foto suya en la
que el aura no se vea.Y sin embargo, la Leica modelo Marilyn aún no ha sido patentada.
Hizo 30 películas y esta semana cumpliría 83 años. Para escribir sobre ella no hace falta
esperar que su aniversario termine en cero o en cinco. Esa es una de las cosas suyas que me
matan.
Su tercera boda, con Arthur Miller, tampoco cuajó. Creía que era un árbol y resultó ser un
paja brava. Se casaron en febrero de 1956 y viajaron juntos a Londres para hacer, con
Lawrence Olivier, El príncipe y la corista. Olivier se la pasó dándole consejos sobre cómo
parecer sexy en la pantalla mientras Miller pasaba los días encerrado en la Tate Gallery
porque los rodajes lo aburrían.
Dos abortos con una diferencia de un año entre sí. Tenía preparado el nombre tanto si el
bebé fuera varón o mujer: Hope, Esperanza. Creo que lo más sincero que hace un ser
humano a lo largo de su vida es morir y poner nombres.
Los inadaptados, su última actuación, tuvo que rodarse en blanco y negro porque,
enfrentadas a las exigencias del color, la parte blanca de los ojos de la diva se veían como
las escleróticas de una víbora. Mucha anfetamina, mucho insomnio, mucha indefensión.
Hey, doctor, ¿qué pasa? ¿Esa receta es para la chica del almanaque?
Antes de vaciar el frasco del Nembutal hizo cinco llamadas telefónicas que no obtuvieron
respuesta. La leyenda afirma que uno de los números pertenecía a Bob Kennedy, hermano
de John. La leyenda afirma que uno de los números pertenecía a John Kennedy, hermano
de Bob.
Marilyn tenía razón: "Te pagan diez mil dólares por un beso y diez centavos por el alma".
¿Qué más?
La victoriana es la época en la que Oscar Wilde fue castigado a pan y agua por haber
cometido una “gruesa indecencia” con un chico muy joven. Ojo con Victoria. Cuando le
dijeron que la cláusula por la que se condenó a Oscar Wilde no citaba a las mujeres,
Alejandrina Victoria sentenció: La mujer inglesa es incapaz de hacer esas cosas.
Fue un generoso territorio para la literatura pornográfica clandestina y sin todas estas
contradicciones difícilmente hubiera podido escribirse, como se escribió, uno de los libros
más hermosos que iluminó el siglo XIX: Alicia en el país de las maravillas, un trabajo que
renovó el lenguaje, la expresión y las estructuras narrativas, que descubrió aspectos
ignorados de la sociedad, del puritanismo, del sentido del poder y de la estupidez reinante.
No puedo, sin embargo, entrar a saco en la increíble y triste historia del escritor sin dejar
de deslizar una malicia en la foja de servicios de la reina del Reino Unido de Gran Bretaña
e Irlanda y emperatriz de la India: es probable que sus ojos pesadamente entrecerrados a lo
largo de su interminable gestión no se debieran al recato propio de su investidura, sino a
los efectos de sus reales mamúas.
Obra ante mí una foto que el diácono se disparó a sí mismo. Se parecía, hablando mal y
pronto, a un dibujo de Liniers: patillas de cien pelos, camisa con pechera almidonada,
botines abotonados a la altura del tobillo y un movimiento de hombros caídos como si
quisiera disimular su estatura generosa. El retrato, obviamente, no incluye la parte más
atractiva de su cuerpo, el cerebro: dos pistones, tres bujías, cuatro ruedas y cinco asientos.
“Si 70 por ciento perdió un ojo, 75 por ciento una oreja, 80 por ciento un brazo y 85 por
ciento una pierna, ¿qué porcentaje al menos debe haber perdido los cuatro?”.
¿Qué les puedo decir del autor de Alicia a cambio de dos pesos con ochenta?
Lo mismo que les diría si el diario costara cinco, porque a pesar de figurar a la cabeza de la
quiniela de las matemáticas, el dibujo, la literatura y la fotografía, el diácono, más que
vivir, parecía deslizarse de costado. ¿Qué puede haber sentido un hombre que vivió 66
años de perfil?
Tuvo dos hermanos y ocho hermanas. Eso sí: todos zurdos y todos tartamudos. Del lote
familiar sólo dos llegaron a casarse. El resto fue refractario al sexo y, extrañamente, al
matrimonio. Y ya que estamos en el área del sexto mandamiento, digamos que Dodgson
era una persona de sexualidad inhibida y sus mayores hazañas no superaron la docena de
besos dispersos. Jamás pisó el área chica. A las niñas prepúberes, sin embargo, las hubiera
besado todo el día.
Pero volvamos a su infancia: él mismo recordaría, con una nostalgia inesperada, el tiempo
en el que la tartamudez lo obligaba a hablar en el jardín con sapos y serpientes.
Se le daban bien los juegos de salón y podía, a lo Tusam, saber debajo de cuál trasero
familiar se escondía el as de copas. Los padres, por las dudas, lo mantuvieron separado del
rebaño estudiando la palabra de Dios y el factoreo.
Lo inscribieron en la Christ Church (Oxford) y hasta el día de su muerte, medio siglo más
tarde, no cambió de domicilio. Fue justamente a través de uno de los ventanales del
establecimiento que advirtió, jugando en el jardín residencial, a las tres hijas del nuevo
decano, Charles Liddell. Las tres –Lorina, Edith y Alicia– eran rubias, cantarinas y,
abreviando, lo enfrentaron a un cuestionario que le puso la carne de gallina. ¡Dios mío! Las
hijas de Liddell no eran exactamente niñas pequeñas, sino... ¡chicas!
¡¡¡Vamos, diácono, confiese: a que Alicia es de las tres, la que, como las campanas de las
Catalinas, le embarga el corazón con unas claras, dulces notas finas!!!
Vamos al libro en cuestión: Alicia, una niña (¡una chica!) encantadora sigue las huellas de
un conejo. Inesperadamente el conejo se detiene, mira la hora y suelta una maldición
porque se le ha hecho tarde. Alicia es una promesa eternamente postergada, aunque en la
médula de las descripciones de Carroll habita el mismo virus que, años después,
consagraría –a través de Lolita– las calenturas del ruso Nabokov.
Ojo: Nabokov fue el primero en traducir al ruso Alicia en el país de las maravillas.
Juguemos en el bosque
A las tres hijas de Liddell, suegro de utopía, las fue chamuyando impecable e
implacablemente de una en una con paciencia, trucos de salón y mensajes individuales que
escondía en el jardín. Un día llamaba Loricia a la mayor, Edina a la segunda y Alina a la
tercera. Las cartas eran deliciosas, o por lo menos lo eran tanto como las docenas de fotos
con que el diácono las inmortalizó: peinadas, despeinadas, abrazadas, mohínas,
abandonadas, entregadas, sensuales, somnolientas y, a veces, con una mano soñadora
suavemente posada sobre el regazo de un vestido entreabierto en el punto exacto de
inflexión del ser y el parecer.
La leyenda dice que cuando Alicia cumplió doce años, el diácono la pidió formalmente en
matrimonio y que, como respuesta, recibió la más estricta prohibición de arrimarse a mil
millas de cualquiera de las hermanitas Liddell. Especialmente de Alicia, que incineró en
pira pública toda la correspondencia mantenida con el hombre que nunca tuvo infancia.
El diácono, padre tutelar e inspirador involuntario del gran movimiento surrealista del siglo
pasado, terminó de escribir Alicia en el país de las maravillas en 1862. Esta es mi línea
preferida:
Composición: / Tema: El día más feliz de mi vida / : / Soy escritor / me levanto a las 7 / a
las 7 y media tomo la leche / y a las 8 menos cuarto / estoy sentado frente a la máquina /
una Olivetti Lettera 35 / color elefante / aspiro / expiro / aspiro / expiro / siento como las
rodillas se buscan entre sí mientras las chicas del tablero cuchichean / la E con la S / la M
con la D / puedo escucharlas / sé lo que quieren decir / escribir es tan sencillo como abrir
una Pritty con los dientes / puedo escribir lo que quiera / Avefría / Hipercubo / Yena
Barrios / una ventaja: el papel no tiene interior / una desventaja: la escritura envejece con
el cuerpo / escribir es un acto que ocurre como el agua / como las rosas rojas / así es un día
cualquiera en la vida de un escritor / pero no se si corresponde a la descripción del día más
feliz de mi vida.
El día más feliz de mi vida / fue cuando supe lo que había contestado Manolete el día en
que le pidieron precisiones sobre el oficio de torero / "Yo a los toros los mato" / y no
agregó una sola palabra / desde entonces cada vez que me piden especificaciones sobre el
oficio de escribir / contesto "Yo a las notas las escribo" / Manolete se llamaba Manuel
Rodríguez Sánchez / de perfil era idéntico a una anchoa / so so so le decía a los toros / so
so so / hay días en que la máquina se comporta como un toro de seis años / y 615 kilos /
entonces le digo so so so / estoy seguro que alguna vez / en ese momento / caerá un rayo /
el más feliz de mi vida.
¿El día más feliz de mi vida? / fue cuando entré a trabajar a una ferretería de la calle
Humberto Primero / "Bulones y Tornillos SRL" / me dieron un guardapolvo gris de tres
botones / y una bicicleta de tres ruedas / me dijeron ahí está el ñoba / aquel es el depósito /
aquel es el archivo / la del fondo es la señora Nancy / mi jefe se parecía a Spencer Tracy /
en aquella época no eras nadie / si eras incapaz de distinguir entre John Wayne y Spencer
Tracy / a ver / me dijo / subite a la bici para que te vea / frená / doblá / estacioná /ahora
andá a ver a la señora Nancy / para los papeles / fue la primera vez que tuve la sensación
de pertenecer a algún lugar / me gustaba andar en bicicleta / me gustaba andar por la
ciudad / Chacabuco / Maipú / Oncativo / el viento se apoderaba de mis piernas como una
mano caliente / ya sé que nadie vive la vida de otro / pero me hubiera gustado pasar
pegando gritos / mientras ustedes leían el diario / en la vereda.
El día más feliz de mi vida / fue cuando aprendí a coser botones / para coser un botón se
precisan manos suaves / cortar el hilo con los dientes / humedecer el hilo con la lengua / y
enhebrar la aguja / con la radio puesta en la novela.
Mi mamá era modista / y cuando me ponía en penitencia / tenía que elegir entre estudiar el
catecismo o coser botones / yo prefería los botones / mi mamá era capaz de hablar con la
boca llena de alfileres / burlando las palabras / los alfileres desaparecieron cuando murió.
¿Y si hubiera sido modisto? / Si hubiera sido modisto nunca habría llegado a conocer el día
más feliz de mi vida / no me veo / subido a un banquito de madera / midiéndole el ancho
de sisa a los señores.
Seré breve: yo no quería ser como Elvis yo era Elvis / bailaba con el micrófono arriba de la
cama / un baile que hasta ahora no vi reflejado en ningún lenguaje / me peinaba como un
rockero de la avenida 24 de Setiembre / encendía los fósforos con el filo de las uñas / y
cuando me duchaba cantaba Zapatos de gamuza azul / lo hacía con tanta convicción que mi
viejo golpeaba la puerta del baño llamándome asesino / todas las semanas iba a la zapatería
Grimoldi / y preguntaba por los zapatos de gamuza azul / entonces / me decían que esos
zapatos no existían / pero yo era un cabronazo de mucho cuidado / –nunca se fíen de mí– /
fui al taller de mi papá y pinté de azul mis propios zapatos / los puse a secar en el alambre
de la ropa / sujetos por dos broches / y como no quedaron azules sino más bien mojados les
di otra mano de pintura / permítanme atar los hilos de esta pequeña porción de realidad: un
adolescente descalzo / que espera el paso de las horas / para tener unos zapatos azules.
Hay veces que el chofer del taxi me dice que cada vez estamos más jodidos / y yo le digo
que sí / que cada vez estamos más jodidos / pero yo nunca estuve más jodido que aquel
día / el día más infeliz de mi vida / ¡ea los de Tersuave! / ¿Qué esperan para incorporar un
azul gamuza azul en su gama de colores?
El día más feliz de mi vida / tuvo que transcurrir forzosamente en algún cine /
probablemente el día en que vi una película del Gordo y el Flaco: el Gordo iba a la cocina
y volvía con una manzana bien lustrada / la ponía ante la cara de su amigo y le
preguntaba / ¿a quién querés más? / ¿a mí o a la manzana? / entonces Stan Laurel dejaba de
sonreír / se venía en picada / levantaba las cejas / las bajaba / quería hablar / protestar /
pero no podía / miraba a la manzana / miraba a su amigo / volvía a mirarlos / estiraba la
mano y la bajaba / otra vez / hasta que sus ojos de leche terminaban cuajados de lágrimas /
esa es la mejor historia de amor de mi vida.
Yo no sé si fue el más feliz de mi vida / pero el día en que a cambio de un billete de dos
pesos / el gordo Lillo me enseñó la foto de Gina Lollobrigida desnuda / percibí por primera
vez el rigor de algunos límites / del conocimiento.
El gordo Lillo olía a pan con grasa / movía el pescuezo como un gángster / y llevaba la
foto más famosa del colegio envuelta en papel de barrilete / la foto se podía ver pero no
tocar / entonces Lillo me explicó que no era que Gina Lollobrigida estuviera desnuda / sino
que llevaba puesta ropa de nailon / y si a una mujer que iba vestida con ropa de nailon le
sacabas una foto con una máquina secreta que tenían los norteamericanos / se veía en bolas
/ mirale los melones / mirale los tegobis / ¿los tegobis ?/ claro gil / por ahí salen los hijos.
¡Dios mío! / ¿y si el día más feliz de mi vida hubiera sido el de mi casamiento? / nos
habían dado turno a las 11 / y media hora antes / ya estábamos dando vueltas por la Muni /
ella llevaba un vestido rojo / rojo hasta el borde del alma / yo me había puesto un pulóver
negro con cuello de poeta / mi papá llevaba la corbata de los casamientos / pero puesta de
atrás para delante / y un encendedor que encendía y apagaba sin sacar las manos del
bolsillo / mi mamá le decía "Dejá de hacer chispas, Gringo" / después nos llamaron como
si fuésemos a rendir Trigonometría / nos detuvimos frente a un escritorio de nogal / y a las
11.20 / consta en actas / la ceremonia había terminado / todavía veo a la novia / tan suave /
tan esbelta / después nos dimos un beso / con los ojos cerrados / yo los dejé abiertos /
regresamos caminando en fila india / por la vereda más angosta de La Cañada / al llegar a
Deán Funes yo les dije / sigan sigan / apoyé el pecho contra el puente / para ver pasar el río
/ escupí / y se hicieron dos globitos / me hubiera gustado que mi vida terminara en ese
instante / por eso digo que el día más feliz de mi vida hasta el día de mi casamiento / fue el
día de mi casamiento.
¿Y si lo invento? / El día más feliz de mi vida fue cuando me crucé con Marcello
Mastroianni en la calle Deán Funes / él iba por la vereda de los pares / yo por la otra /
entonces me gritó no se qué cosa / y yo le grité no se qué cosa / la maldita incomunicación
del cine italiano / en los setenta.
Iba a terminar arriesgando que el día más feliz de mi vida fue cuando Atilio López me
vendió un boleto capicúa en su condición de guarda de la línea 2 / pero no es cierto / aquí
la única verdad no es la felicidad sino la vida / los días son como los búfalos que salían de
estampida en las películas de John Ford / miles de animales poderosos lanzados como
tromba / coceando / llevándose las alambradas por delante / levantando polvo / haciendo
temblar el suelo / así es la vida.
Fue tan brillante Chaplin Carlos, Carlitos, que aún hoy, a treinta y pico de años de su
muerte, continúa siendo el primero, el segundo y el tercero. Tan popular era, tan
reverenciado era, que cada vez que se estrenaban sus películas, los cines organizaban
concursos de imitadores. Cincuenta, sesenta chaplines con el bigotito recortado y los
tamangos del 46, esperando turno para hacer su imitación. Pero eso es lo de menos. Lo de
más es que, en una ocasión, el propio Carlitos participó y llegó tercero.
Lo dijo René Clair en 1929: “Difícilmente podríamos decir de Chaplin algo que no haya
sido dicho todavía”.
Su primera esposa, Mildred Harris iba, por así decirlo, a segundo año del Carbó y la
segunda, Lita Grey, a tercero. Con Lita Grey se casó en 1924, el mismo año en que se vio
(y no se vio) implicado en el laberinto de un crimen pasional que le dejó a la miseria su
mejor pierna, la de lana.
La mujer cuyo meneo fue el imán donde Carlitos quedó pegado a la heladera, no era
precisamente una adolescente, sino una actriz de carrera frondosa y poco interesante. Poco
interesante, de acuerdo, pero Marion Davies recordaba a los dibujos de Alberto Vargas, un
artista que, como a Charlie, le gustaban los pechos grandes y macizos y los traseros altos y
hermosos con forma de calabaza. Curiosamente –mujerón como era, avispada como era–,
la industria no la había convertido en vampiresa sino que la había incorporado a su legión
de comediantes. Freud ya lo había advertido: el arte es una sublimación del impulso sexual.
Marion Davies era un avión, pero un avión muy divertido. Se peinaba con gomina, los
collares le llegaban hasta el fémur y le encantaba tomar el champagne del estribo
directamente del zapato.
En 1924 ya llevaba tiempo haciendo fintas con Carlitos pero, consta en actas, aún no
habían llegado al cuerpo a cuerpo. Y es que la chica no lo tenía fácil, se había convertido
en la querida oficial de William Randolph Hearst, el hombre cuya fortuna obligó a la
Burroughs Co. a inventar una máquina de sumar de doce ceros.
Hearst conoció a Marion Davies sentado en una butaca del Roxy mientras la veía en La
batalla de los circos. Ella hacía de pavota recurrente y su divino meneo flechó el viejo
corazón del potentado. Tanto es así que, a lo bestia, WRH se tiró a la pileta con sombrero,
le mandó de regalo una coupé Plymouth Modelo Q. y de paso la invitaba a tomar un
capuchino en el bar del Plaza.
Marion Davies, con la guardia baja, acudió a la cita con calzones nuevos.
Hearst, cuyos memos funcionaban como cartuchos de dinamita, hizo saber a los diarios de
todas sus cadenas que a partir de la fecha no había en Estados Unidos una actriz mejor que
Marion Davies y, para acortar camino fundó su propia productora –la Cosmopolitan– que,
antes de bajar la cortina, hizo una docena de películas protagonizadas por la chica del
trasero alto y hermoso como una calabaza.
200. Tal era el número de pies que medía el yate de Millón de Millón, elegido como
escenario ideal para celebrar el vigésimo séptimo cumpleaños de su amor mío. Marion
organizó un sarao con la crème de crème de la fábrica de sueños y, a escondidas, metió una
invitación a Charles Chaplin tras rociarla con un golpe de Chanel.
Al sarao del Oneida acudieron Chaplin, Clara Bow, Douglas Fairbanks, Mary Pickford y
un par de invitados de segundo ascenso a los que habrá que tener en cuenta porque tienen
mucho que ver con el crimen prometido: Thomas Harper Ince, director especializado en
películas de vaqueros y la periodista Louella Parsons, con un gran porvenir en el mundo
del chimento.
La Davies llevaba sus rodillas desnudas y una capelina que se mezclaba con el viento.
De película
Un detalle enriquecedor: el anfitrión se sentía tan aguijoneado por los celos que había
dispuesto una guardia permanente para seguir los pasos de Marion Davies. Hearst sabía
todo lo que hacía. Inclusive en algunas ocasiones se había encontrado con Chaplin para
compartir, como buenos amigos, chimentos de la profesión y deliciosos julepes de menta.
Valiéndose de un pase mágico que nadie advirtió, la chica de los traseros altos y hermosos
con forma de calabaza, se las arregló para citar a Charlie en el puente de mando a las dos
de la mañana.
Inquieto, Pata de lana se bañó dos o tres veces en su camarote, se enjuagó la boca con
loción y acudió al puente de mando a la hora señalada. Ahí lo esperaba el dibujo de Vargas
con la luna detrás de las orejas.
–Marion...
–Charlie...
¿No les había dicho que cuando se ponía nerviosa Marion tartamudeaba? ¿Cómo pude no
mencionarlo?
Y ahora volvamos a los pasos que se aproximaban: pertenecían al cornamentado patrón del
Oneida que, alertado por los gorilas de la custodia, manoteó su pistolín de lujo y salió
dispuesto a exigir su ración de sangre. Cuando llegó al puente de mando lo primero que
hizo fue distinguir el divino perfil de su querida amurada a los oídos de un hombre con
jaquet. Le bastó con gatillar una sola vez para hacer centro en el rey de los payasos.
Marion Davies levantó las manos con horror y pe... pe... gó un grito al ver cómo su
acompañante caía ensangrentado.
¿Carlitos acribillado?
Nada de eso.
El que ligó el impacto decisivo no fue Chaplin sino el realizador de westerns Thomas
Harper Ince. En serio. Pobre Thomas. Estaba paseando por cubierta cuando una muy
agitada Marion Davies le pidió que se quedara con ella. Y en eso apareció el tigre de
Tasmania con el revólver amartillado. Bang. Poco ruido. Hasta para el chumbo de un
millonario.
1) Ralentizó la evolución del western, al perder con Ince a su constructor más adelantado.
2) Aplastó la carrera de Marion Davies que sosegó de tal manera su tren de carrera que
hubo que cerrar la Cosmopolitan.
3) Demostró que el poder de la prensa es ilusorio porque los diarios sólo se hicieron eco de
la versión oficial del asesinato: Ince había fallecido como consecuencia de una ingesta de
mariscos descompuestos.
4) Convirtió al hospital municipal de San Diego en un instituto dotado del último grito en
materia asistencial. Fue ahí donde se cremó el cadáver sin cumplir con el requisito de la
autopsia.
PD: “Cine, hermano gemelo mío, nacimos juntos, crecimos al mismo tiempo y ambos nos
estamos haciendo viejos. Francamente, no creo que puedas sobrevivirme” (Michel
Tournier).
Primero: dejé de fumar. Pasé tres meses encerrado en un placard y mi mujer llevaba la
llave en el bolsillo del delantal. Cada tres horas me alcanzaba un vaso de agua. Nunca he
vuelto a vivir con tanta intensidad. El sufrimiento era doble: el que me producía la ausencia
de la nicotina y la certeza de estar liquidando a un compañero. Los fumadores hacen menos
ejercicios que los no fumadores, nunca llevan puesto el cinturón de seguridad y son
propensos a la camorra y al enfisema pulmonar. O sea: el tipo de personas que me gustan.
Lo logré: salí convertido en un hombre sano, solo y aburrido. Ahora, después de hacer el
amor, en lugar de humo me lleno de nada.
Segundo: elegí dos terrones del jardín, los envolví en una bolsa de plástico, metí la bolsa
en la valija y me fui a vivir a España. Veinte años con los dos terrones en la mesa de luz. A
veces los olía. A veces los besaba. A veces quería masticarlos. Cuando regresé al país,
regresaron conmigo. No sabía dónde dejarlos porque el jardín de donde los había sacado
había dejado de ser mío. Pensé, pensé, pensé y al final llegué a la conclusión de que
definitivamente podían quedarse conmigo para siempre. Están ahora mismo ante mí,
posados sobre una servilleta de seda en un estante de la biblioteca. Esto es Córdoba, viejo.
A veces, mientras los veo balanceo la cabeza de un lado a otro, como hace la gente cada
vez que se desliza un pato en el lago del parque Sarmiento.
Tercero: lloré, claro que lloré, pero menos de lo debido. Lloré cuando supe que las
estrellas arrojan ríos de luz un millón de años después de haber muerto. He llorado por la
gente que ya no está conmigo y una vez lloré porque me desesperaba el ruido de los
neumáticos sobre el pavimento.
La última vez que lloré fue el día en que murió Alfonsín. Me encerré en el baño, apoyé las
palmas de la mano contra la pared y comencé a empujar para sacar el país adelante. Pero
no lo conseguí y fui resbalando hasta llegar al piso. El piso de mi baño es blanco, como el
de los manicomios.
Cuarto: cada vez que paso delante de un buzón, le paso la mano por el pelo.
Quinto: de las 116 posiciones que sugiere el Kamasutra he conseguido consumar media
docena. Me faltan 110. Cuidado chicas, soy el rufián de Quiénes y Cuándo.
Sexto: para colarme en el cine tenía que recoger las entradas partidas al medio que los
espectadores arrojaban al piso. Después unía dos mitades entre sí y las fijaba con un hilo
de goma de pegar. En las dos mitades de la nueva entrada decía Cervantes, sólo que en la
izquierda el número era C 286349 y en la derecha era F 6275900. Me había cebado tanto
con el fraude que el día que estrenaron Trapecio, los acomodadores del Gran Rex me
tendieron una emboscada. Pasé la taquilla sin inconvenientes, pero no bien atravesé la
primera cortina me fajaron. Me hincharon un pómulo y después llamaron a la Policía.
Cuando el cabo de guardia me preguntó el nombre para incluirlo en el informe, enmudecí.
¡Por fin iba a poder elegir un nombre nuevo!
Séptimo: escribo, escribo, escribo. A veces siento tanto lo que siento al escribir que digo
acá va a haber quilombo.
Fui a retirar el premio con toda mi familia. Era la primera vez que nos subíamos a un taxi.
Merceditas. De ahí, como tiro, al Premio Nobel.
Octavo: con mi mujer dormimos en la cama grande, uno contra la espalda del otro, la cara
hundida en la almohada y la almohada perfumada con espliego. Ella conoce el nombre de
todas mis costillas y yo conozco el nombre de las suyas. Lo que quiero decir es que hay
noches en las que no podemos dormir y salimos a caminar por las calles desiertas, uno al
lado del otro, como planetas que giran por el cielo de Nueva Córdoba y que van quién sabe
dónde.
Por si nos perdemos, hemos quedado en juntarnos el 22 de mayo del año 2100 en la
esquina del Patio Olmos.
Noveno: de los 24 números que publicó la revista Casablanca, compré los primeros 23. El
último, no. No quise. Es probable que la colección valga mucho menos de la mitad que si
estuviera completa, pero, justamente, por eso me negué. Si tuviera todos los números
tendría una colección. A cambio, tengo una historia.
Décimo: también lloré en La Taberna de Julio cuando Oscar Alemán tocó Rosa
madreselva. Primero lo hizo de frente y después de espaldas. Parecía que tenía tres filas de
alas. ¿Por qué no me habré quedado a vivir para siempre ese momento?
Decimosegundo: pasé buena parte de mi vida imaginando ser otra persona. Borges, no.
Borges vivía con la madre y conocía las paredes con las manos. Hagan la prueba y
mantengan los ojos cerrados durante media hora. Ahora traten de leer. O de escribir. O de
hacer pis. Cada vez que venía a Córdoba a dar una conferencia en el Rivera, se alojaba en
el Hotel Crillón, donde pasaba las tardes sentado como un marajá en un sillón de cuero del
color de los helados de vainilla. Cuando Borges se iba, envolvían el sillón con una lona y
lo llevaban al depósito.
Decimotercero: he aquí algunas cosas que recogí a lo largo de mi vida con la esperanza de
volverlas a ver alguna vez y saber que fui feliz: una foto enmarcada de Francis Ford
Coppola apuntándose con un revólver a la cabeza durante la filmación de El padrino, una
caja de cuetes Hong Kong, un ejemplar de la revista Hortensia, el carné de socio del
Cineclub Municipal, varios artículos de la revista Crisis, un sapito a cuerda, un disco de
Pugliese que incluye La yumba por los dos lados, los primeros poemas de César Vallejo,
los últimos poemas de César Vallejo y una participación del banquete con el que mis
viejos, en setiembre de 1936, celebraron su casamiento: mayonesa de ave. Crema Saint
Germain. Filet de picadillo a la romana. Paella a la valenciana. Torta Savoia. Frutas de
estación. Vino tinto o blanco. Agua mineral San Remo.
Decimosexto: cuando papá enviudó, en casa quedaron él y la tortuga. Todas las mañanas
se sentaba en el umbral para tomar un cafecito. Hacía 30 años que no pasaban los tranvías.
Mis viejos nunca viajaron en avión y cuando fueron a Buenos Aires para asistir a la
asunción presidencial de Arturo Illia se alojaron en el Esmeralda Palace Hotel. Nos lo
mandaron a decir a través de un telegrama.
Darwin tenía una tortuga que vivió 175 años. Un dato que, aunque me estremece, no sirve
para nada.
He leído porque a la vida había que meterle mano por algún lado. He leído sobre la
cordillera de los Andes, sentado a 10 mil metros de altura en un avión de Aerolíneas
Argentinas. He leído antes de levantarme de la cama, sentado en el retrete, estirado sobre
un banco de la plaza, he llevado libros al cine para leer antes que empiece la película y hay
días en que mi mujer me encuentra leyendo delante del microondas, con un tenedor en la
mano y un libro en la otra. Y si no tenía nada que leer me arreglaba con el santoral del
almanaque.
Según el psicoanalista, soy diabético por causa de un niño que no consigo erradicar.
Romilda Villani era una ragazza loca por el cine, y muy especialmente, por las películas de
Greta Garbo: hablaba como Anna Karenina, lloraba como La dama de las camelias y sufría
como la Reina Cristina.
Pero los duendes le jugaron en contra porque el día en que el cartero fue a llevarle el
telegrama de la victoria, no lo recibió ella sino su padre, Antonio, un gringo de colección
cuya primera reacción fue quitarse el cinturón y darle una paliza.
Antonio la tenía clara: Hollywood era una ciudad habitada, ana y ana, por mariquitas y
ladrones.
Conclusión: Romilda tenía 18 años cuando metió sus cuatro enaguas en una valija de
cartón y abandonó el pueblo de Pozzuoli (Nápoles) con destino a la capital. Iba en busca de
una chance consagratoria, pero todo lo que encontró fue a un trujimán de zapatos
combinados, Ricardo Scicolone, que la chamuyó con el verso de sus producciones
cinematográficas. Macanas. Scicolone era de todo (casado, timbero, malandrín, estafador)
menos productor. Abreviando: el 20 de setiembre de 1934 Romilda dio a luz a una criatura
de sexo femenino inscripta inicialmente con el nombre de Sofía Villani y más tarde, con la
anuencia del padre, como Sofía Scicolone.
Basta hacer una resta para advertir que la actriz va a cumplir 75 años en estos días.
Después nació otra mujercita, María, y a partir de ese momento el seductor desapareció
como un conejo en la galera de Tu Sam. Romilda volvió a la casa natal y Antonio la
recibió con otra tunda de película. ¡Tres bocas nuevas para alimentar!
Pero la Loca era mucha loca todavía y ni siquiera cuando el país entró en guerra dejó de
asistir a sus clases de declamación, modales y elegancia. A su hija mayor, la más
desinhibida, quiso encaminarla en el estudio de la lengua inglesa pero tropezó con un
inconveniente típico del subdesarrollo: en Pozzuoli no había nadie que hablara otra lengua
que la propia.
En 1943, cuando desembarcaron los aliados, Sofía pudo, por primera vez, probar el
chocolate.
A los 14 años ya medía, pesaba y destacaba como dos chicas juntas de Pozzuoli, había
desarrollado un corpachón de la madonna y si todos los pueblos tenían su propia tetuda,
Sofía era la reina. Sus pechos eran unos globos inverosímiles y titánicos que provocaban
una sensación simultánea de extenuación y energía. La hija de la Loca de la Garbo era
sensual, arisca, orgullosa, trabajadora y, además, sentimental. Y no hablemos del alboroto
que provocaba su trasero supersónico, cuya visión y movimiento arrancaba las palabras
más recalentadas de la jerga de los muchachos de la esquina.
–Espaguetis.
Todavía sigue contestando lo mismo. La mayor de las Scicolone fue desde siempre una
devota de los clásicos.
La temprana madurez de la chica, hizo que la madre tuviera que cambiar de función en el
equipo. De aspirante a estrella que había sido, pasó a convertirse en manager, ángel tutelar
y accionista mayoritario de un capital humano cuyo corpiño alcanzaba los noventa y cinco
centímetros lineales.
En 1948, vestida con un traje de noche que su madre le confeccionó con una cortina rosa
de cretona, ganó su primer concurso de belleza. ¿Quién subió al estrado para recibirlo? La
entrenadora.
Un año más tarde el dúo dinámico viajó a la capital, a los estudios de Cinecittá para
ofrecerse como extras en el rodaje de Quo Vadis, un peplum cuyo cast incluía mil
quinientos figurantes. Aprobaron. Romilda aparecía perdida en la multitud del Coliseo
vitoreando a los leones y Sofía con la frente adornada por una línea de monedas, aparecía
caminando por detrás de Robert Taylor.
Las cosas, obviamente habían mejorado. Pero las mejoras no las había suministrado el arte
escénico sino el metejón sentimental de un productor hecho y derecho, Carlo Ponti, que
instaló al clan napolitano en un piso de la Vía Salaria: perchero, cocina, baño, salita de
estar y dos dormitorios: uno para Romilda y María y otro para él y la hija de la Loca de la
Garbo.
Fue Ponti quien la recontrabautizó con el apellido que aún perdura. Optó por Loren porque
"le sonaba a sueco".
De las numerosas etapas que atravesó la actriz en su carrera, la más entrañable es la inicial,
cuando Ponti, dueño de la camiseta, el estadio y la pelota, la insertaba por decreto en las
comedias de la época. El neorrealismo ya estaba agotado y se abría una etapa nueva,
relajada, donde Italia seguía exportando sus problemas pero esta vez con claros objetivos
comerciales. Películas en blanco y negro con un final feliz obligatorio y una Sofía que
aparecía con la camisa desabrochada, los frutos prohibidos envasados a presión y los
sobacos peludos.
Postdata: acabo de leer en la enciclopedia Boussinot, que las primeras películas de la Loren
son los primeros ejemplos de pornorrealismo italiano. ¡Usted está loco señor Boussinot!
Después, y siempre bajo la tutela de su esposo que no era su esposo porque Ponti estaba
casado y el Papa no quería servirle de garante, se la llevaron a Hollywood y ya se sabe lo
que sucede con las chicas pornorrealistas cuando se trasladan a California: las ponen al
baño María, las sophistican y van a comprar el pan con tacos altos.
¡Sophia!
El entrenamiento dio sus frutos: comenzó a pronunciar las eses, se afeitó las axilas y su
carrera cobró altura porque, al fin y al cabo, no sólo había alcanzado popularidad en
primera división, sino porque hasta haciendo de Dulcinea del Toboso (que lo hizo) se la
veía como si fuera incapaz de perder la marca popular en el orillo: una mujer sonriente,
vital, fresca, profesional y poderosa. Alberto Moravia, el novelista, dijo que la Loren era
una mujer imponente. Y acertaba.
Los veteranos lo entenderán mejor que nadie: Loren & De Sica & Mastroianni. ¿Quién da
más?
Junto a Mastroianni hizo 13 películas, de las cuales doce aparecen con frecuencia en la
programación del canal Volver. La única que sospechosamente permanece encerrada en la
caja fuerte y no se enseña ni siquiera a las visitas es La mujer del cura: Sofía estremece los
históricos veredones del Vaticano arrancando silbidos de los frailes aprendices.
En los setenta y los ochenta, con dos hijos en su haber, aflojó el tren de carrera y pasó a
militar en las filas familiares de la tele. Ya no era La hija de la Loca de la Garbo sino Sofía
Nazionale.
Si por un lado sosegó sus inquietudes cinematográficas, por el otro potenció su radio de
acción comercial: escribió libros de recetas, patentó su propia línea de accesorios y
cosméticos y, en un momento de excepcional lucidez promocional, aceptó ir a la cárcel
para fijar su posición ante las presiones del fisco italiano.
La marea está subiendo, señora, quería decírselo, aunque me parece que usted es la que
más sabe de estas cosas. Si no, no hubiera aceptado la oferta que le hizo Pirelli en 2007
para aparecer, tutta nuda, ilustrando el almanaque navideño de la casa.
A mí la película que más me gusta de todas es esa en la que ella, mientras se ve caer la
nieve a través de la ventana, le corta el pelo a Mastroianni.
–Giusto. Perfetto.
Deconstrucción de Brigitte
Los primeros años de Brigitte Bardot se complican por su carácter. Es capaz de llorar
durante horas seguidas por algún motivo que se obstina en ocultar. ¿Es una cabrona?
Cabrona es una palabra que los Bardot nunca utilizan. El padre dirige una empresa de
cincuenta operarios y la madre, a cincuenta metros de distancia, es capaz de distinguir
entre un Cézanne y un Corot. Estamos hablando de los treinta, cuando pertenecer a una
familia burguesa acomodada no es un estigma. Brigitte nace el 28 de setiembre de 1934.
Tres años más tarde no hay institutriz que la contenga. Besito, besito, besito, le pide la
mamá y ella le muerde la nariz.
Brigitte se llama Brigitte pero le dicen Bebé. Eso siempre y cuando haya visitas, porque en
la intimidad sus padres la llaman Sardinita. Un poco porque es delgada, otro poco porque
es escurridiza y otro poco porque la sardina es un pez denigrado por el paladar de la
burguesía acomodada.
La antigua gloria se niega a reconocerlo pero la chica tiene un porte excepcional. A los
profesores les encanta acariciarle la cabeza porque sus cabellos desconocen las tijeras del
coiffeur. La divina melena de Sardinita es del color de los Pall Mall. Aprende a decir
putain y lo repite todo el tiempo. Auguste Recco telefonea a los padres para prevenirlos : la
petite fille tiene la boca de una cloaca. No bien se lo cruza en la escalera, ella lo insulta:
–¡ Putain Recco!
Los fotógrafos se la rifan. Está buenísima. Todo lo que le piden es que cruce las manos por
la espalda a la altura del trasero, se apoye contra una empalizada de madera, adelante la
rodilla derecha, afloje los breteles y haga el conejito.
La boda resulta muy burguesa y parisina. Brigitte y el ruso están de pie ante el altar, el uno
junto a la otra. Ella lleva un vestido de satén blanco y él un smoking alquilado. Los demás
–burgueses acomodados– llevan anillos de diamante y fuman puros. Ahora deben estar
todos muertos.
Vadim resulta ser tan terrible como parece. En la primera película que dirige a su mujer
utiliza un lente de cinemascope L-400 para mostrarla en bolas. La historia del cine está
llena de mujeres desnudas pero antes de la Bardot ninguna había aparecido en bolas.
Recostada. Al sol. Perezosa. Comestible. Disponible. Como Eva. Y Dios creó a la mujer.
Brigitte es más poderosa que Asterix, sugiere Simone de Beauvoir. “Con ella el feminismo
desborda por el costado más obvio pero menos explorado”.
Pero la chica sólo escucha las advertencias del marido. Tu vida es tu trabajo, nena.
Comienza a firmar solamente con las iniciales. A su lado, las dos C de Claudia Cardinale
parecen faltas de ortografía.
El éxito de Y Dios creó a la mujer adquiere proporciones desmesuradas. A punto tal que la
actriz, con la Renault, se convierte en la principal fuente de ingresos del país. Ella, herida
en el honor, permuta su Renault por un Citroën.
El presidente Charles De Gaulle la recibe de visita en el Eliseo. A los dos les gusta el
ajedrez. El presidente mueve peón uno caballo dama y le da mate en seis jugadas. Putain,
dice Bebé.
Sus películas, como los billetes de curso legal, son iguales entre sí. Pero el público se las
come vivas. En Brasil los negros le dedican un samba que se baila con el pelo suelto y un
cascabel en la sandalia: “Brigitte Bardot / Bardot / tu estilo triunfó / triunfó / y fue por tu
belleza / que la nueva ola se creó”. Chimpún.
Archiva el expediente Vadim y se liga con Jacques Charrier, un galán de ojos claros,
estúpido y creído. Si BB proviene de la burguesía acomodada, Charrier es pura
aristocracia. Se casan con la misma irresponsabilidad que si estuvieran jugando a los
indios. Tienen un bebé, Nicolás. Pero el clan de los Charrier se lo apropia y no lo suelta.
Ella reflexiona y , puesta a elegir entre la tristeza y la nada, se queda con la nada. Las
posturas se endurecen de tal modo que se separa para siempre de su hijo. Su decisión le
vale la repulsa del planeta.
Se casa por tercera vez y ahora sí que todos saben que se equivoca. Günther Sachs (35) es
una barra de hielo que juega con fichas de nácar en Montecarlo y la pasea del brazo como a
un perro pekinés. Brigitte no tarda en deslizar un comentario bien putain: “A partir de los
treinta los hombres están para el cementerio”. Y otro más putain todavía durante su juicio
de divorcio: “Me da pena separarme de un hombre más rico que yo”.
¡Cómo fue que se frustró el rodaje de “A la búsqueda del tiempo perdido”, donde Visconti
pensaba convertirla en Odette Swan!
En 1973 hace su confesión más dolorosa: “Cada nueva arruga me horroriza”. Ese mismo
año participa en su último fracaso cinematográfico, Colinot. Un bodrio. No asiste a la
función de estreno, y se refugia en su chalé, La Mandrague, en Saint-Tropez. Instala en la
azotea una tanqueta Tipo 94 Te-Ke que detecta un teleobjetivo a tres millas de distancia y
dispara automáticamente, sin necesidad de gatillar.
Tanto como para darle guerra al climaterio, se casa con un energúmeno que milita en los
cuadros fascistas de Le Pen. No los separa el divorcio sino la policía. En el placard de
Brigitte hay calzones negros con pequeños bordados. En el de él hay granadas de mano que
cuelgan como chorizos. Brigitte pide y obtiene un pasaporte para la soledad.
Su pasión por los animales crece a punto tal que algunos caballos viven en el living. “¿De
dónde venís, caballito?”, pregunta. Tiene 45 años. El próximo lunes 28 cumplirá 75.
Los caballos dan paso a los perros, los perros a los teros, los teros a los monos y los monos
a las águilas reales. Declara la guerra a los cazadores de focas bebé. Con los bebés foca
sucede como en Grecia, una misma batalla perdida en cada playa. Greenpeace bautiza con
su nombre a una de sus lanchas. Uno ignora, cuando es joven todavía, que los principios
nada tienen que ver con el final.
Una vez cada tanto reúne a todo el Arca de Noé y sale a dar un paseo por las calles de
Saint-Tropez. Si una gallina se enreda en el alambre de una cerca, BB pela un machete y
destroza la empalizada.
A veces toma sol, desnuda, junto a la piscina donde nadan los cisnes, las ranas y los patos.
Bendito cierre de nota: Brigitte Bardot todavía toma sol en bolas.
A ver, un adjetivo, sólo uno, que sirva de estuche al bombón de Elizabeth Taylor.
¿Exigente? ¿Odiosa? ¿Rica? ¿Caprichosa? ¿Apremiante? ¿Bellísima? Y... sí.
Oh, qué sencillo, qué obvio, es escribir del cine de hace medio siglo cuando nadie, menos
ella, había nacido todavía.
Piscis, sepasé, es el último signo del Zodíaco y por ser el más viejo se lo tiene por el más
sabio y fatigado: un buen día dibujan un círculo en el agua, colocan la palma de la mano
sobre el corazón y ya no vuelven a decir ni a desear nada.
Dentro de unos minutos, Isabel aparecerá en carne y hueso. ¿Seré capaz de dominarla?
Hace unos meses, en un reportaje que publicó la revista Hola, Elizabeth Taylor ya había
dibujado su propio círculo en el agua. No había más que verla en los retratos con una
sombra de pelitos sobre el labio y los ojos violetas contraídos por el miedo. ¿Así se diluyen
las leyendas? Lo cierto es que ahí estaba la diosa del Gran Rex, regada de caniches, inflada
de párpados y cubriendo sus patitas de tero con unos zoquetes de lana.
Oh. Qué difícil es escribir de cine cuando el cine ya no es cine y el público no es público.
En todo caso, el reportaje se publicó cuando aún no había fallecido Michael Jackson, su
amigo del alma. A los dos les encantaba ir a las rebajas de Falabella y gastar miles de
rupias en objetos que no servían para nada. Una ocurrencia que en su momento sonaba a la
más pura idiotez pero que ahora comienza a interpretarse de manera diferente.
O sea, lectores, ha llegado el momento de hablar de Richard Burton, su loco amor, cuyo
retrato enmarcado –ahora se sabe– es el único que le hace el aguante desde la mesa de luz,
al lado de la cama.
Dentro de unos minutos, Burton aparecerá en carne y hueso. ¿Seré capaz de dominarlo?
Un actor del método Pilates
Consta en actas que perdió por k.o. en sus dos aventuras matrimoniales con la Taylor, pero,
también consta, era un actor que nunca defraudaba. Quiero decir que actuaba según le latía
el corazón, actuaba con los sonidos de los pulmones, de los músculos, del rostro, del
cerebro y de los nervios.
¿Qué película suya me llevaría a una isla desierta? Ninguna, claro, pero si en la isla
desierta instalaran un videoclub no me perdería La noche de la iguana, El espía que vino
del frío, 1984 y, para echarle un chorro de vodka al copetín, incluiría ¿Quién le teme a
Virginia Woolf?, donde actuó en sociedad con su Isabel.
Cualquiera, al verlos, advertía que algún día se fundirían sin siquiera darse cuenta.
Al principio, cuando llegó a Hollywood, Burton tenía aspecto de héroe mitológico, ese
tono de alumno del método Pilates con que la fábrica de sueños imaginaba indistintamente
a romanos, galos, macedonios y atenienses. El espectador de la época lo asociaba con
minifalda de bronce y espadón en la cintura, liderando a un millar de amantes de la guerra.
En Gales, su patria chica, había aprobado con diez las materias de Shakespeare pero,
casado y con dos hijos, tuvo que aceptar las reglas del juego y someterse a las exigencias
del cine americano.
Ojo con Burton, decía, porque bastaba que finalizara la jornada de trabajo para que el
centurión se convirtiera en una Maserati, un fajador de riñas callejeras, alcohólico atroz y
amigo de la juerga.
Era un crack de doble vida: por un lado poseía la mejor voz del teatro isabelino y por el
otro era un loco de la guerra con gambas de scrum y poseedor de uno de esos cráneos tan
rotundos que sólo se ven en los estantes de la Facultad de Medicina.
Pero lo que no dice Internet –lo que no sabe– es que los galeses, por tradición o por
orgullo, cultivan un mismo tono de vozarrón mineral y cavernoso y que si Burton logró
despegarse del pelotón fue porque practicó duramente para pulir las consonantes y respirar
con maestría.
Cleopatra (1963) fue el mayor zapallazo en la historia de la Fox, empeñada en aplastar con
balas de cañón las interferencias de la tele. Millones de dólares para bombardear a un
piojo. Abreviando: fue tan descomunal el desembolso que el estudio se fue a pique. ¡Plop!
A y B se conocieron en Roma durante el rodaje del mamut. La película ya llevaba dos años
de atraso y la chica, cuyo salario se había estipulado en un millón de dólares, aún no había
aparecido.
El más bochinchero y disconforme del cast era Richard Burton que, con su voz de fábula y
recostado a lo malevo contra una columna dórica de cartón prensado, amenazaba con poner
a Dios de su parte y no dejar títere con cabeza.
–Lo que es a mí, el león me tiene repodrido y el día que lo encuentre le voy a perder esta
estaca en el trasero. Vamos a ver entonces quién es el rey de la selva.
Lo que quiero decir es que la reina del Nilo se topó por primera vez con Richard Burton
cuando el actor, borracho, descalzo, y cubierto con una minifalda de bronce, se hacía el
duro como el mono de la estaca.
Afirma la leyenda que lo que sintió Marco Antonio al toparse con aquel acorazado de
belleza fue, simultáneamente, un cross en la mandíbula, un disparo de nieve, una luz
cegadora, una parálisis que nunca lo había paralizado y una emoción que nunca lo había
emocionado. Según el novelista Anthony Burgess, atravesado por el ensueño, Burton dijo:
Entonces le mandó un diamante cuyo costo hubiera alcanzado para erradicar el paludismo
en la selva de Guinea. Y es que Burton iba en serio. Empezaron compartiendo una coca en
el Egipto trucho de la Fox y terminaron casándose en 1964 para compartir la riqueza, la
enfermedad, la plenitud y la pobreza.
En este caso no hubo una hora precisa porque la exactitud no tiene nada que ver con la
pasión. Diez años de convivencia, después de todo, parecen suficientes para que la
inmortalidad amaine y no quede una sola moneda en la alcancía. Se cascaron varias veces,
se separaron otras tantas, se exhibieron como siameses sentimentales y se divorciaron –tal
vez– porque Isabel era una loca de la guerra que lo abrumaba pero sin la que no podía
vivir.
Ganó ella porque tenía el hígado más sano y porque él tenía un esqueleto insuficiente para
enfrentar la furia de la artrosis. Murió a los 59 años y parecía un alfeñique.
Y también ganó él, porque cada mañana, no bien abre un ojo, ella lo descubre enmarcado
sobre la mesa de luz, lo mira y sonríe dulcemente.
Domingo 27 de Setiembre a Viernes 2 de Octubre
¿Cómo que qué Chejov? Chejov Antón, o mais grande dramaturgo ruso do mundo, doctor
en medicina y propietario de una foja de servicios infantiles cuya lectura te pone la piel de
gallina.
En síntesis: Chejov fue un pobre de novela, el hijo de un tendero riguroso que educó a su
prole a fuerza de privaciones, oraciones y chicotazos. Un ejemplo: los obligaba a escribir
en los cuadernos con el filo de las uñas y una vez que el cuaderno se llenaba, planchaba las
hojas y volvían a utilizarlo. Resumiendo: o mais grande dramaturgo ruso do mundo de la
historia aprendió a leer sin poder ver lo que escribía.
Con el tiempo, sorprendido, el padre advirtió que el pasatiempo preferido de Antón era la
lectura. Pero ni ese gusto le dio. Durante el día lo ponía a ayudar en el negocio familiar y
por la noche le negaba la luz escondiendo las velas. Sabiduría popular rusa: si una vela no
se enciende, dura toda la vida.
Antón era el tercero de seis hermanos a los que el padre, director del coro parroquial de
Taganrog y devoto cristiano ortodoxo, ponía en vereda a fuerza de latigazos. A la hora de
dormir, los chicos –tres en cada cama– semejaban a insectos inmóviles que fingían estar
muertos.
Resultado clínico: vapuleado por el rigor paternal y habituado a una dieta rica en pan duro
y agua salitrosa, Antón llegó a la pubertad con los huesos frágiles y las cavernas del
sistema respiratorio recubiertas por un moho envenenado.
El clan familiar del director del coro parroquial de Taganrog se disolvió cuando el pater
familias, con un regimiento de acreedores que le pisaban los talones, ocultó su rostro tras
una bufanda y se mandó mudar a Moscú.
Antón lo siguió unos meses más tarde, pero con el tiempo dejó de frecuentarlo. Eso sí,
nunca dejó de colaborar con la alcancía familiar aportando las monedas que obtenía por la
venta de sus primeros relatos.
Chejov escribía cuentos de cincuenta metros llanos que acababan con un chiste. Relatos
ideales para leer en la peluquería y en el baño. Buen carácter el suyo, buenos modales.
Usaba anteojos sin patillas montados en el hueso principal de la nariz y era naturalmente
ducho en cortesías: “Diga que lo escucho”. “Sí, comprendo perfectamente”.
Se inscribió en Medicina y la mishiadura lo tuvo contra las cuerdas durante toda la carrera.
En 1880 escribió: “En cualquier caso no puedo permitirme el lujo de vivir, por muy barato
que sea”.
Se recibió a los 24 años, en 1884, después de haber disecado cientos de cadáveres. Para los
estudiosos de su obra, ese permanente e “íntimo” contacto con la muerte (con el interior de
la muerte), lo blindó para todo tipo de obviedades y lo depositó naturalmente en el terreno
de la comprensión y la sabiduría. Nadie mejor que él para detectar, reconocer y festejar las
grandes incongruencias de la vida.
Lo cierto es que si ibas a una librería y pedías su primer libro, Cuentos de Melpómene, te
entregaban un ejemplar de cien hojas que incluía nueve relatos. Tomaba vodka en los
trasnoches literarios del Sorocabana acompañado de Máximo Gorki y Konstantin
Stanislavsky. Hay fotos como para hacer dulce. En 1886 colgó el estetoscopio y ganó el
Premio Pushkin por un nuevo libro de relatos, Al anochecer.
Sus cuentos, sus obras teatrales, aún se consiguen en esos piringundines de la calle Deán
Funes donde, a cambio de diez pesos, te entregan un combo que incluye a Hamlet, Esopo y
Anastasio el Pollo.
Con respecto a las minuskas, Antonio no quedó mal parado en el saldo de la vida. Para ser
breves y veraces: las atraía. La más duradera de sus conquistas fue Liza Mizonova, con la
que novió diez años respetando la promesa que se hicieron de “amor e indiferencia”.
Anduvo picoteando aquí y allá, viajaba al extranjero con frecuencia y recién se sosegó
cuando, en el Teatro de Arte de Moscú, conoció a una actriz de pocos años y traje de
arlequín que, de inmediato, le arrancó una sonrisa de seda.
La actriz se llamaba Olga Knipper, participó en casi todas las obras de Chejov y se casaron
al amparo de una frase del escritor: “Amigos, sé que gracias a Olga, saldré de la vida por la
puerta grande”.
Cada vez que le escribía una carta, Chejov se ponía como un tren. Mucho e inesperado
fuego pasional, en el interior de un hombre flaco, distante y atildado: “Espero un telegrama
tuyo lo más detallado que puedas, Olga. Estoy bien de salud, estoy enamorado y me aburro
sin ti, perrito mío”.
Su pálido final
Los duendes, está claro, se la tenían jurada. Mientras el tout Moscú aplaudía el estreno de
su última obra –El jardín de los cerezos– Chejov y sus 60 kilos de huesitos emprendieron
el que sería su último viaje a Badenweiler, las más reputadas aguas termales de Alemania.
Cuando llegó, le quedaban 22 días de vida.
Olga Knipper interrumpió sus actuaciones en Rusia y viajó para hacerle compañía.
Antonio era una piltrafa a cuyos pulmones había que cambiarles los pañales con
frecuencia. A la medianoche del día tres, y por primera vez desde su llegada, requirió la
presencia de un médico. Mientras esperaba su llegada, Olga colocó sobre su pecho
afiebrado una bolsa de hielo picado. El le aportó un consejo sobrado de lecturas:
–Doctor, me muero.
Por las dudas, y aunque no sirvió de nada, le inyectaron alcanfor. Después decidieron
probar con oxígeno, pero Chejov se opuso con firmeza. Cualquier esfuerzo que se hiciera
no obtendría ningún resultado. Entonces pidió una botella de champán.
En 1953, la editorial Aguilar de Madrid recopiló todos sus cuentos en un misal que ya no
se consigue y que yo leía protegido por los codos mientras el colegio secundario nunca se
acababa.
–A él le hubiera gustado.
Y así fue como, en menos de un minuto y en nombre de Antón Chejov, no enhebré uno
sino dos ceros.
No sé cómo explicarlo
La casa de Chejov, en Moscú, era exactamente igual a la casa de cualquier burgués del
siglo XIX: dos ventanas con postigo, una puerta de madera trabajada con esmero y en el
acceso, detrás de un escritorio chamuscado con las muescas de incontables cigarrillos, un
camarada con sobretodo y gorra de almirante te franqueaba el paso después de palparte los
bolsillos y pisar un timbre conectado con el Kremlin.
Estoy hablando de 1986, cuando la URSS aún no se había convertido en un loteo y las
ventanas de los hoteles carecían de cortinas para que la gente, propia o extranjera, se
despertara antes que los gallos.
Cuando pedí autorización para visitar la casa del escritor advertí que un aura de
desconcierto estallaba sobre el cráneo de los camaradas funcionarios. Estaban habituados a
recibir solicitudes para visitar el Kremlin, el diario Pravda, la tumba de Lenin y la pelela de
Stalin, pero no para visitar la casa de un escritor que ni siquiera había sido del palo.
Tardaron un par de días en entregarme un cartón tapizado por firmas y por sellos y
asignarme como guía a un camarada de sobretodo negro y gorro de astracán que ni siquiera
hablaba castellano y que, cada tanto, asentaba sus apuntes en una libreta.
El estudio de Chejov –lo único que pude visitar de la vivienda– era espacioso, tenía dos
discretos floreros transparentes, un juego de muebles idéntico al de los tíos de Balnearia, y
una biblioteca de cien tomos que, seguramente, incluía el más famoso verso de Pushkin, su
poeta preferido: “Dadle sangre a la rosa y veréis cómo florece”.
¡¡Chejov en el Real!!
A través del tajo que me hacía manaban relámpagos de sangre caliente. Entonces aparecía
ella, que me llevaba hasta la pileta, abría la canilla y dejaba que el agua corriera sobre el
cuero cabelludo. Entonces me decía ya pasó. Ya pasó, me decía, ya pasó.
El gigante dibujado por Gustavo Doré para ilustrar el cuento Pulgarcito tenía las pupilas
brillantes, el rostro encendido, la barba crecida y una panza abultada que le tensaba la
camisa. No era de extrañar, ya que todas las mañanas se comía un enanito. Muchas veces
se apoderaba de la calle Jerónimo Luis de Cabrera y se detenía delante de mi casa con
intenciones de meter sus manazas a través de la ventana. No era un sueño. Estaba ahí.
Escuchaba su respiración que ascendía y descendía como la lona del circo Sarrasani.
Entonces corría a buscarla. Mamá olía a papel de molde, jabón Manuelita y alfileres de
gancho.
Ya pasó, me decía, ya pasó.
Cuando me portaba mal (ver ut supra) sacaba chispas por los ojos y me ordenaba vení para
acá, me vas a volver loca y se daba cuerda y dale y dale y dale y me retaba, sentate ahí,
sentate ahí y no se te ocurra levantarte hasta que yo te diga.
Entonces me daba a elegir entre dos castigos: pegar botones o estudiar el catecismo.
La verdad es que los pegábamos a medias. Ella chupaba el hilo y yo enhebraba la aguja.
Podíamos, en un día de furia indescriptible, pegar entre treinta y cuarenta botones. Así
hacíamos las pases.
Yo todavía lo hago. En serio. Coso todos los botones que se caen en mi casa. Los voy
juntando en una caja de pastillas Valda y un día cualquiera me encierro en el garaje, chupo
el hilo, enhebro la aguja y me pongo a trabajar.
A veces jugaba a Elevetrés usando un vaso de la cocina como micrófono. Hola hola un dos
tres aquí transmitiendo desde el jardín municipal de la calle Jerónimo Luis de Cabrera.
Hace un tiempo muy soleado. Escuchen los cantos de la multitud. Las hormigas ponen en
marcha el motorcito y desaparecen por un agujero misterioso. Extraooooordinario. ¿Qué
temperatura tenemos en Venado Tuerto, Maidana? Y si no era Maidana era Espinoza.
¿Qué temperatura tenemos en Los Cocos, Espinoza?
Bueno, una vez que estaba transmitiendo un partido entre Botafogo y Estudiantes el vaso
se rompió y me descarnó la nariz, las cejas y los labios.
Ella, que estaba escuchando la transmisión, se secó las manos en el delantal y con una
pinza de depilar fue sacando los pedacitos de vidrio que se me habían incrustado en las
mejillas. Después me colocó una botella helada de La Lácteo a cada lado de la cara. Ya
pasó, me decía, ya pasó.
He convocado para esta nota a Maidana y Espinoza, pero se los escucha con mucha
interferencia.
La altura de las polleras se obtiene midiendo desde la altura de la cintura hasta el final de la
rodilla. El ruedo es igual a la suma del ancho de caderas más 25 cms.
No recuerdo los sueños –no se puede– pero debe haber pocas cosas más terribles para un
chico que dormir con la puerta abierta del ropero. Por ahí, en manada, salían las pesadillas
a buscarme, encontrarme y comerme la cabeza: dos amígdalas flotando en medio litro de
alcanfor, un auto sin control que apuntaba inexorablemente al cruce de Colón y General
Paz, la tabla del cinco sin respuesta, los pies de Jesucristo atravesados por un clavo de
elefante, dos o tres fotogramas de La Momia, y, por fin, un lobo confianzudo y baboso que
me gruñía al lado de la oreja. Pero no había problemas: yo estaba conectado a la muñeca de
mi vieja a través de un hilo invisible que nadie conocía. Ya pasó, me decía, etcétera.
Desde que supe que los enanitos de Blancanieves tenían nombres diferentes me la pasaba
bautizando todo lo que se me cruzaba. Incluyendo al lobo de la pesadilla.
Los roperos se han extinguido como los dinosaurios en la cuenca del Suquía, mamá.
Quería decírtelo.
A veces, para practicar, me contaba los dedos. Casi siempre daba diez pero por ahí me
daba once. Entonces contaba otra vez. Diez. Otra vez. Once. ¿Dónde estaba el dedo que me
sobraba? Entonces inventé un número nuevo que iba entre el tres y el cuatro. El número se
llamaba flit y su principal característica era que nunca se equivocaba. Uno dos tres flit
cuatro cinco seis. Gracias a él llegué a tener catorce dedos. Era un secreto. Eso creía.
Y se reía.
Cada vez que cumplía años me regalaban animales de plástico. Alguien había hecho correr
la voz de que los animales me enloquecían y mi dormitorio se fue transformando en el
continente africano. Yo era el jefe. Y el león era el vice. Cada tanto los soltaba a pastar
sobre el piso de mosaicos. Antes de dormir me gustaba pronunciar un discursito: “El que
toque un solo pelo de este rebaño, morirá”.
El día en que amanecieron todos menos la jirafa, mi mamá, que la había roto sin querer,
comenzó a llorar. Yo le dije ya pasó, mamita, ya pasó.
Por la mañana me tapaba la cabeza con las mantas y la esperaba. Nunca fallaba. Primero se
acercaba a la cama y después se sentaba a mi lado. Yo notaba su peso en el colchón. Me
acariciaba la espalda por encima de las mantas y hablábamos sin vernos:
¿Ustedes saben zapatear como los gauchos? Es dificilísimo. Primero se apoya el taco
después la punta del otro pie y antes de aterrizar se dobla la rodilla. Con elegancia. Eso fue
lo primero que me enseñaron en el jardín de infantes. Ponían un disco de los hermanos
Ábalos y nos hacían bailar, uno por uno, en el centro de una ronda. Yo practicaba en casa
mientras mi mamá tocaba el bombo con el palo de la escoba sobre el fuentón de lavar la
ropa. Abreviemos: en la fiesta de fin de año me cagué de un golpe sobre el escenario.
Hormiga Negra patinó en mitad del territorio nacional y cayó como un arquero mientras el
gauchaje se mofaba alborozadamente del caído.
Sin embargo, menos mi mamá que estaba en la primera fila del ring side, todos
aplaudieron.
No crean que lloraba. Estaba con los ojos cerrados y las yemas de los dedos apoyadas en
las sienes transmitiéndome la fórmula inmortal:
Cada vez que me cortaba con una lata de sardinas, cada vez que me quemaba con la
plancha, que me perdía en el mercado, que me picaba una avispa, que me subía la fiebre,
que me caía de la parra, que le robaba veinte, que le robaba treinta, que me rompía un
diente con una costeleta, que me mordía las uñas hasta atrás, me decía ya pasó, querido, ya
pasó.
Hace veinte años que no puedo decir mamá, mamá y eso es muy jodido porque nunca
termina de pasar.
He aquí el texto para mi lápida, escribano: “Salzano Daniel. Fue fuerte en los sesenta”.
Más que fuerte / fui un tiro / un maquinista / un mamífero encantador un errehache positivo
/ un joven periodista con traje abotonado / y también el caballón de José María Paz que
hacía imaginaria en las inmediaciones de los amueblados.
Todo eso fui en los sesenta / unos años que no aparecieron / después de los cincuenta/ sino
que se descolgaron como nubes / mientras movían el rabo como perro.
Córdoba era la Casa de Dios / lectores / y nadie / ni el más terco / hubiera imaginado que
acabaríamos sentados a la luz de la vela / sobre un cajón de manzanas / jugando al chupino
con naipes marcados.
Lo dice el Indec / primero ellos / segundo ellos / tercero ellos/ cuarto nadie / y quinto
nosotros / la capital nacional del repechaje.
Los sesenta fueron los años en que luchamos por la libertad y la perdimos / nos mandamos
a mudar / nos liquidaron / nos borraron / nos desaparecimos / y cuando volvimos las cosas
ya no estaban donde estaban / Tucumán estaba en la calle Belgrano y la calle Belgrano en
Tucumán.
Yo / el joven más joven /de la mejor década del siglo / hoy me encuentro transformado en
el perro de la RCA / el que mira atentamente el megáfono sin poder desentrañar el origen
del sonido.
El Área Peatonal era genuina / el cine Cervantes era genuino / Alfredo Palacios / y la
iglesia de San Francisco / frente al Windsor / eran tan genuinos como la máquina de
escribir que me asignó La Voz del Interior en mi debut: una Underwood a la que le faltaba
el palito de la eñe y le sobraba el de las libras esterlinas.
Respuesta: el casco chico de la ciudad no era mucho más grande que la cancha de
Instituto / y si en un extremo de la calle 9 de Julio gritabas “Juancito”/ nueve de cada diez
transeúntes giraban la cabeza porque en los sesenta las cosas eran así / si eras hombre te
llamabas Juan y si eras niño / Juancito.
Lo que quiero decir / y no podré decir nunca / es que las cosas se podían sujetar el tiempo
necesario hasta conocerlas a fondo / por eso las cosas nos entraban a puñados.
Silencio que estamos en la esquina del correo practicando el ora pronobis de la década:
Y ahora, hablemos de los Beatles / los primeros en hacer lo que se les dio la gana.
De los cuatro / dos han muerto / y los dos restantes se visten en la ortopedia Guerra / pero /
¡oh! / basta con dar una vuelta por las vidrieras del centro / para reencontrarlos / de pie /
espléndidos como pavos reales y hermosos como alhajas / promocionando un videogame
que no sé muy bien de qué se trata y la remasterización de toda su discografía / esa vidriera
/ señores / es la de la tierra prometida.
¿Hey Jude? Remasterizado / ¿Get Back? Remasterizado /¿It’s only love? Remasterizado /
¿Yesterday? Remasterizado.
Lennon John / fue acribillado en un zaguán de los Estados Unidos / el asesino se llamaba
Mark David Chapman y con un chumbo para matar bisontes le perforó la espalda cinco
veces / no le dio tiempo ni para hundirse / Chapman / encarcelado / escribió un libro sobre
la más famosa balacera de la centuria / un best seller que yo / en defensa propia / no he
leído.
Y a Lennon le siguió Harrison / el único que no llegó a superar los 16 / murió a los 58 /
pero nunca pudo pasar los 16 / eso lo supimos desde que lo vimos en vivo y en directo:
¡George! ¡George! sollozaba una púber de cabellos rojos y tetas del 46 y él ni siquiera
levantaba la cabeza.
Tengo un dato extraordinario: / cuando a los Pickles los alojaban en piezas separadas /
antes de dormir / se reunían en la habitación de George / en el baño de la habitación de
George / para fumarse un puchito / un cáncer de confusa filiación le dio mate en dos
jugadas y lo dejó colgado como una bandera / lástima que haya sido verdad / tanta tristeza.
Desde entonces Ringo & Paul tiran los dados / para ver quién será el próximo en aparecer
en la tapa del suplemento de La Voz.
El gigante de Alberti
Mucha muerte en octubre, demasiada. Hace unas semanas se hizo luz Mercedes Sosa y
hace exactamente diez años el que se fue sin avisar fue Rafael Alberti, cuyas cenizas se
hunden para volver a aparecer en la bahía de Cádiz, su primera y última morada.
En realidad, diez años no es nada para un cuete como él, antifascista militante y poeta de
cuarenta versos diarios que, mientras purgaba parte de su exilio en Buenos Aires, se
paseaba por la noche de Florida bajo un paraguas amarillo, rodeado de discípulos que
devoraban sus palabras.
Yo lo conocí bien, porque en Madrid, al despuntar los ochenta vivíamos, puerta con puerta,
en el mismo edificio de la calle Princesa. Él la 1732 y yo la 1731.
Franco ya estaba muerto –bien muerto– y el departamento del poeta se había convertido en
el primer aguantadero revolucionario de la joven democracia.
Eso sí, a eso de la diez, implacable, el maestro daba por finalizada la sesión y la gente se
mandaba a mudar porque Alberti dedicaba buena parte de su tiempo al acicalamiento.
Convengamos: era un viejo nudoso y coqueto que se anotaba en cualquier pista y distancia
y, con la gorra calada hasta las cejas, salía para hundirse en los oscuros misterios de la
noche. Solía volver al amanecer, cuando ya era temprano para ser tarde, y luchaba como un
titán para enhebrar la llave de la puerta.
Nos llevábamos como la mona. Yo escribía en una máquina que sonaba como la
filarmónica de Ucrania y él, que se acostaba tarde, dormía a la misma hora en que yo
escribía. Lo cual quiere decir que yo no podía escribir porque él dormía y él no podía
dormir porque yo escribía. Quiero decir que la medianera que separaba al 1731 del 1732
tenía el espesor de una pizzeta.
Cuando ganó el Premio Cervantes y supo que, por razones de protocolo debía acudir a la
ceremonia vestido de etiqueta, se mandó la gran Piñón Fijo y se presentó con traje celeste y
botines colorados.
Le encantaban las camisas hawaianas. Y las mujeres. Quiero decir que afilaba con chavalas
de verdad a las que paseaba amarraditas por el codo en la Cuesta de San Vicente.
Escribía en el bar de la esquina. Y si no escribía, dibujaba. Según sus propias palabras, las
dos cosas le daban lo mismo. Aun con la visera de la gorra echada sobre la frente seguía
siendo dueño de unos ojos de marinero azul que confundía el diafragma de los fotógrafos.
Nació con porvenir de niño bien: Rafael Valentín Ramón Ignacio Tomás de Nuestra
Señora de Belén de los Sagrados Corazones y de la Santísima Trinidad Alberti.
Tenía porvenir de niño bien pero la vida se encargó de reubicarlo. Abandonó Cádiz por
causa de una tuberculosis incipiente, ancló en Madrid y empezó a escribir por causa de un
reposo medicado. El título de su primer libro fue categórico: Marinero en tierra.
Con los perros del franquismo mordiéndole los talones, se mandó a mudar de España con
lo puesto: una esposa con ojos de agua clara, un óleo de Pablo Picasso, la gorra de
marinero y tres direcciones de amigos argentinos suministradas por Neruda.
Lo primero que vio cuando llegó a Argentina, fue un submarino herido de muerte que
emergía de las aguas y se hundía con la gracia de una ballena. Lo vio acodado desde el
barco que lo traía de España:
Una vez, por debajo de la puerta me pasó un mensaje: “Si vienen los de la tele le dices que
no vuelvo”. R. A.
Murió hace diez años. Bastaba verlo en los retratos para saber que el agua de sus ojos ya
estaba completamente fría.
Vio pasar dos veces el cometa Halley. El cometa Halley vio pasar dos veces a Rafael.
A Lorca, Federico García de Todos los Santos, lo encerraron bajo llave en una finca de
Granada –La Colonia– que antes de la guerra civil funcionaba como casa de reposo. Como
el encierro tenía toda la pinta de una confusión, el poeta fue a la cárcel nada más que con lo
puesto: una camisa blanca, pantalones negros y una estampita de la Macarena, cuyos
colores fue borrando con la yema del pulgar.
Y mientras en el interior de La Colonia sólo se escuchaba crecer la barba de los presos, por
fuera medio mundo llamaba por teléfono y nadie respondía. O cuando alguien lo hacía
nunca era una autoridad sino un cabo primero que tenía la respuesta aprendida de memoria:
La rutina del tú, tú y tú ya tenía denominación en el argot: una saca. Te tocaba hacer de tú
o de tú en una saca y sabías que diez minutos más tarde tendrías el cuerpo acribillado.
Del horroroso final del campeón mundial de Andalucía hay más especulaciones que
certezas. En la noche del 18 de agosto de 1936 y tras pedir una confesión que le negaron,
Federico de Todos los Santos (38) se convirtió en Federico de Todos los Muertos y fue
sepultado en una fosa de paradero incierto.
Consta en actas: desde que nació fue un caramelo, un caramelito y jamás dejó de serlo: un
andaluz de labios finos y manos de tejedora, que no asistía a clases de gimnasia porque a la
noche le rugían los pulmones. Era número puesto a la hora de bailar sobre la mesa en las
primeras comuniones.
Las canciones eran suyas, el baile era suyo, la dicha era suya y también el talento.
Curiosamente, en lo referente a la educación oficial, Federico fue un nabo de colección. Un
burro a quien dedicaron una fiesta familiar cuando logró memorizar la tabla del ocho.
Hay muchas fotos de esa época y en todas aparece sonriendo, abrazado y abrazando. Pero,
Delfini, atención a la mirada: Federico tenía unos extraños ojos negros que apuntaban para
el mismo lado pero miraban cosas diferentes. Siempre hay que volver sobre el rostro de los
poetas.
A todo esto convendría aclarar que el chocolatín de los García no salió de sus pagos hasta
los 17 años, cuando ya era un pajuerano hecho y derecho, condición que nunca perdería.
Granada lo marcó tan íntimamente que, por elevación, lo convirtió en el más genial de los
poetas españoles.
Cuando la poesía que escribía por olfato se le llenó de sexo y sangre, advirtió que había
llegado la hora de irse. Si no quería pasar el resto de la vida en Fuentevaqueros escribiendo
obras para títeres y castañuelas, tenía que irse a vivir a la capital, Granada, donde los
hombres se emborrachaban mezclando coñac y anís y donde se imaginaba llorando en
soledad y muy bajo de volumen para no molestar a los vecinos.
El avión de cartulina
En 1919, con el pelo alborotado por la moda y un bigotillo que no terminaba de cuajar,
viajó a Madrid y se instaló en la Residencia de Estudiantes, donde permaneció nueve años
y aprendió, como ninguno, a tirar la ceniza del cigarrillo por encima del hombro. Gran
fumador: “El uso del tabaco es el único sello que diferencia a los hombres de los
hombres”.
De esta época proviene su mejor retrato: compartiendo un avión de cartulina junto a Luis
Buñuel en la verbena de Las Vistillas.
Prácticamente al mismo tiempo que sus versos debutantes aparecieron publicadas sus
primeras obras teatrales. Yo no sé nada de teatro, pero tengo leído por ahí que sus dramas
iniciales envejecieron demasiado rápido: nada que no se diga de los poetas cada vez que
hacen guantes con el teatro.
Al mismo tiempo que se producían sus estrenos –Bodas de sangre, Yerma y Doña Rosita la
soltera– lideró una compañía teatral itinerante –La Barraca– con la que difundió los
clásicos castellanos por los pueblos de España.
El sexo era poderoso, atractivo y divertido, claro, pero FGL era un amante prendado de
varones imposibles y de homosexuales con las ingles claveteadas que consumían cocaína
de garrafa.
Estuvo pública y locamente prendado de Dalí, pero Salvador era una serpiente locamente
enamorada de sí misma. Las serpientes, de entrada, evocan naturalezas retorcidas, mentes
astutas y almas cautelosas. Un ejemplo: Federico le enviaba una carta redactada con sangre
que obtenía después de hacerse un tajo en la muñeca y Salvador le respondía con un dibujo
en el que se distinguía un reloj derretido en el interior de una bañera.
Lorca soñaba que bailaban un bolero y Salvador se quejaba porque lo estaba pisando.
La producción del poeta comenzó a cotizarse en el mercado hispanohablante y,
consecuentemente, terminó recalando en el Río de la Plata, donde el tout París de la calle
Florida lo recibió con grandes muestras de alborozo. Imposible aspirar a que tu tertulia
figurara recomendada en la guía Michelin si no contaba con la presencia del maestro.
¡Habla, Federico!:
–Las calles están desiertas/ y en los fondos se adivinan/ corazones andaluces/ buscando
viejas espinas.
¡Ea, lectores! Mirad bien al mejor poeta de ambos hemisferios: un animal social de la
especie de los insaciables. Tocaba el piano con los codos, cantaba en portugués, movía las
manos como una cupletista y, no bien abrían la caja, se comía todos los bombones.
Se aloja en el Hotel Castelar, cuya habitación aún se conserva como era: un jarrón con
margaritas, una reproducción del autorretrato de Dalí y sobre la mesa de luz un lápiz y un
cuaderno.
A ver, tú, tú y tú
A veces, como Malena, se ponía triste por el alcohol y había que seguirle la pista hasta
encontrarlo. Pero nunca llegaba demasiado lejos. Lo suficiente para que la cátedra viera en
esos derrapes la verdadera razón de sus conflictos: Lorca, al fin y al cabo, era un chicarrón
bondadoso cuyo corazón arrastraba las culpas propias de un niño bien y pajuerano. ¿Más
pistas? Ateo, supersticioso, escritor, cristiano, homosexual y con un miedo a la muerte que
gobierna casi toda su poesía.
Tan grato le había resultado vivir aplaudido por las tías que ahora, en la treintena, solo
podía enfrentar y vencer la confusión haciendo guantes con la escritura.
A Federico lo fusilaron los fascistas, ya se dijo, pero no por reprimir su ideología, sino –se
especula– para segar un romance en el que participaba el hijo de un notable granadino. La
teoría es tan rocambolesca que, para desarrollarla, habría que borrar esta nota y escribirla
de nuevo.
A mí me gusta mucho esa estocada que inventó Lezama Lima para explicar la muerte del
poeta: “Lo que mató a Federico no fue la política, sino la grosería”.
En un caballo de fuego
Murmurando una plegaria que no se escucha pero se percibe, Sofía Waisbord impone su
presencia en los afiches callejeros de Bodas de sangre, un clásico de Federico que, dirigido
por Luis Moya, ocupa la cartelera de la Sala Mayor de la Ciudad de las Artes.
Esta es mejor porque lleva la firma de Orson Welles: “Todo lo que sé lo aprendí de los
maestros: John Ford, John Ford y John Ford”.
Nombre, apellido y profesión. Nació en 1895 y a los 30 años de edad había acumulado
tanta experiencia en el mundo del cine que en lugar de luchar para ganar posiciones,
prefería permanecer quieto y eludirlas. Para ello, ideó una frase que utilizó, sin variaciones,
a lo largo de su vida:
Cuando en plena cacería de brujas ideológicas fue llamado a declarar (y a delatar) ante el
Comité de Actividades Antiamericanas, fue interrogado por el futuro presidente de los
Estados Unidos, Richard Nixon:
–Mister Ford, este Comité interpretaría como un gesto de cooperación que contestara lo
más detalladamente posible a la siguiente pregunta: ¿Simpatiza o ha simpatizado con
hombres, organizaciones, grupos o entidades destinados a difundir conceptos,
pensamientos o ideas ajenos a nuestro estilo de vida?
–Mister Ford, esta Comisión es conocedora de su larga actividad en el mundo del cine, por
lo que le solicita que sus respuestas sean más detalladas:
Diez preguntas le hizo Richard Nixon y a las 10 las contestó con la misma respuesta. Tras
la última, cosechó una ovación espontánea de parte del público que asistía a las audiencias.
Solamente un ganso no hubiera advertido la sesgada intención de Ford.
El hombre que inventó los Estados Unidos. Bueno, no todas las películas que dirigió
fueron del Oeste: sólo el 54,40 por ciento del total. Suficientes en todo caso para ser
considerado el mayor especialista del género. Un género que, dicho sea de paso, es el único
enteramente ideado, ambientado y matrizado en la fábrica de Hollywood.
El crítico Lindsay Anderson –detective mayor del legado fordiano– reunió todos los datos
disponibles y llegó a una conclusión estremecedora: John Ford había sido el inventor de los
Estados Unidos.
Así, respondió John Wayne al productor de La diligencia, alarmado ante una picadura que
había sufrido el director.
El mensaje de Maureen. John Ford, que no se llamaba John Ford –nadie puede llamarse
realmente de ese modo– sino John Martin Feeney, Jack, fue el décimo tercer hijo de unos
inmigrantes irlandeses que educaron a su prole en el amor por el viejo terruño. John Ford
inventó los Estados Unidos pero a él lo inventó Irlanda, un país al que, con su consabida
mala leche, Henry James definió como un pueblo que, muerto y todo, no dejaba de fumar.
En todo caso estamos hablando de muertos excepcionales: Joyce era irlandés. Y Oscar
Wilde. Y Beckett. Y Yeats.
Y los U2.
Las mujeres, como se advertirá, no aparecen en la lista porque dan órdenes con el corazón
y la niebla las oculta. Las pioneras de Ford, las pioneras del far-west, están hechas a
imagen y semejanza de las viejas matronas irlandesas: nunca se quejan de nada, nunca
preguntan nada, ordeñan a las 6, sus hijos van a la escuela con las medias bien zurcidas y
cuando los guerreros navajos rodean el rancho con intenciones asesinas, mientras el marido
dispara a través de la ventana, ellas cargan los fusiles detrás del lavadero.
A fuego lento. John Ford dirigió 130 películas, la primera en 1917. Hacer cine en ese
tiempo era como trabajar en el diario en los años ´50 : entrabas con un lápiz y un papel y tu
misión consistía en ir los fines de semana al hipódromo para tomar nota de los ganadores.
Eso era todo lo que tenías que hacer: Primera carrera. 1.300 metros. Pista: Normal. Orden
de llegada: 1) Batacazo, 2) Azul y rosa, 3) Mangadora. Y así, una y otra vez, hasta que
aprendías a hablar con los caballos. Recién entonces te cambiaban de destino y te
asignaban los partidos de Villa Siburu. Cuando llegabas a ocupar el sillón editorial, podías
ser bueno o malo, ésa es otra historia, pero nadie, aunque quisiera, podía arrancarte las
llaves de la ciudad.
Bueno, Ford hizo lo mismo: acondicionó enchufes, peló cables, iluminó escenografías,
pintó, soldó, interpretó, cabalgó, editó, produjo, hizo de marinero, de soldado, de
ferrocarrilero y cuando llegó el momento de dirigir por su cuenta, le bastó con apretar un
botón para que las películas se hicieran solas.
Y ahora vayamos a los bifes: el maestro era un viejo cabrón que encendía sus cigarros
raspando el fósforo en un anillo de kermeses cuyo sello eran las víboras de sus iniciales
entrelazadas. Cuando murió (en setiembre de 1973) el anillo, gestionado personalmente
por el futuro presidente, Jimmy Carter, fue a parar a una de las vitrinas de la Casa Blanca.
Ahí descansa todavía y su luz es tan intensa que todos apartan la mirada.
Podría seguir haciendo palotes en el renglón de Ford, pero no los haré porque acabo de
advertir que todas las personas que forman parte de esta nota ya no existen. Quiero decir
que me siento como el párroco de la iglesia de Unquillo cuando a las 7 pronuncia un
apasionado sermón en el interior del templo vacío.
Las joyas de la corona. A Ford le faltaba luz en un ojo, pero debía ver el doble con el otro
porque, tuerto como era, descifró más enigmas del comportamiento humano que una legión
de antropólogos apretados detrás de un microscopio. Y lo hizo con la facilidad de quien
busca hacer pasar buenos momentos a sus amigos. Despreciaba a las elites y hablaba de los
asuntos más graves con las palabras más accesibles. No se fiaba de las ideas y, aunque las
tenía, las disolvía en los ritmos más delicados de los sentimientos. De ahí, deriva
seguramente la caudalosa mala leche que los intelectuales derramaron desde siempre sobre
su sombrero.
Hay una secuencia en El hombre que mató a Liberty Valance que he incluido entre las cien
que me acompañarán a la isla desierta donde iré a parar luego del naufragio: Edmund
O’Brien, el periodista más viejo del far-west recibe en su redacción la visita del pistolero
Lee Marvin y su corte de gorilas. Los muchachos están furiosos porque el diario los trata
de fascistas. Lo que sigue es predecible: los malevos golpean al anciano, incendian la
redacción y al final del atentado, del diario quedan cenizas. Cuando le preguntan qué es lo
que ha pasado, O’Brien con la cabeza vendada y los labios tumefactos balbucea una
respuesta que te pone la piel de gallina:
La entrada es libre para todos aquellos que se atrevan a recoger el guante y las funciones,
sabatinas, comienzan a las 18.30, hora en que el fuego deja de arder entre los árboles.
Me llamo Daniel Salzano y puedo asegurarles que todavía hay cosas que sólo ocurren en el
cine.
Domingo 8 a Viernes 13 de Noviembre de 2009
El aguinaldo de papá viene en el interior de un sobre de papel madera escrito por una mano
ducha en caligrafía inglesa. Nada extraño, si se tiene en cuenta que los ferrocarriles son
ingleses. Escrito con tinta china, el apellido no parece ser el nuestro.
Mamá conserva los sobres vacíos como si fueran diplomas. El aguinaldo viene con una
advertencia implícita: el sobre se mira y no se toca. Abrirlo es una tarea reservada al jefe
del hogar, que, a fuerza de repetirla, la domina. El operativo se divide en seis etapas:
3) Golpea el sobre contra la palma de la mano para que los billetes se agolpen en un
extremo y luego lo pone contra la ventana para observarlo con fijeza. Presiento que el
gesto, el movimiento, esconde una enseñanza que nunca podré desentrañar. Papá tiene los
ojos grises, pero diferentes entre sí: el izquierdo es gris ferrocarrilero y el derecho se
parece a los de Jean Gabin en aquella película en la que se levantaba al amanecer para ir a
trabajar en bicicleta.
4) En mi familia somos cuatro: tres hombres y una mujer. Ésta es la mesa, acá está mi
papá, acá mi mamá, acá mi hermano y acá yo, el de la camiseta. ¡Eternizad ese instante!
5) Papá inserta la uña del pulgar en la muesca de la hoja y, mediante leves torsiones de
muñeca, va separando las caras del sobre como mellizos separados al nacer.
6) El cortaplumas imita en su exterior la delicada piel del nácar y, en letras doradas, lleva
grabadas las iniciales de la Unión Cívica Radical.
Ya saben cómo funciona la vida: los días se van moviendo de izquierda a derecha, con
naturalidad, y nadie advierte nada raro hasta el día en que nos damos cuenta de que el
cortaplumas ha desaparecido.
Hace años que lo busco y cada vez que Silvio Rodríguez canta la canción del unicornio,
pienso en él: “Cualquier información la pagaré; / mi unicornio azul / se me ha perdido ayer
/ se fue”.
Mamá paga en la caja con un billete de color ciruela y el vendedor me regala un caramelo
que me niego a recibir porque tengo clavado en la garganta el erizo de los celos.
¿Encantador? Mamá cocina con carbón, limpia la casa, lava la ropa, cose, plancha,
remueve durante horas el cucharón de la polenta y cada vez que hay que liquidar una
gallina da un paso al frente mientras los demás nos vamos a esconder a la cocina. No es
encantadora.
Así y todo nunca volví a tener manos como las suyas para que me acariciaran la cabeza.
Levantar la botamanga
Papá compra la ropa en Thompson & Williams porque le encanta el dibujito que separa las
dos palabras.
Lo bueno que tienen los probadores de & es que cabe mucha gente. Papá se prueba un
pantalón con botamangas y tras una interminable discusión no es posible determinar si le
quedan bien o hay que achicarle la cintura. Mamá llama al sastre.
Mientras el hombre, acuclillado, marca con alfileres el largo del ruedo, papá suelta una
exclamación indescifrable: “Son para ir a bailar”. ¿Por qué decía esas cosas que nadie más
decía?
El pantalón es azul oscuro. Recuerdo, años más tarde, haberlo visto con esos mismos
pantalones sentado frente al televisor, viendo un episodio de La patrulla del camino.
Si yo fuera Kubrick
Si yo hubiera sido Stanley Kubrick, hubiese reemplazado el hueso que se disputan los
monos al comienzo de 2001 por un calentador Bran Metal.
¿Qué hacer en una ciudad como ésta, oliendo a colonia de bebé y cargando un calentador
de bronce, un par de guantes y un frasco de Hepatalgina?
Primera posibilidad: ir a ver los pescaditos del pasaje Muñoz (¿alguien se llama Juan
todavía?, ¿alguien va ver los pescaditos del pasaje todavía?).
Segunda: visitar las vidrieras de la Casa Colorada para ver la camiseta de Boca de verdad y
un muñeco de la altura de un hombre con gorra y rodilleras.
Como nos han asociado a Redes Cordobesas y el verano está a la vuelta de la esquina, nos
compran una malla para cada uno. La de mi hermano, verde; la mía, roja, dos colores que
aturden como un gong.
Cada vez que mi papá cobra el aguinaldo, ocupamos la mesa principal de la confitería
Palermo y, sentados como príncipes alrededor de un velador importado de Sicilia,
tomamos una taza de chocolate con masitas.
¡Masitas!
Un chocolate con masitas puede trastornarte la infancia.
Volvemos en el 2, dormidos. Otra vez en casa y, como si fuera la primera noche del
mundo, nos reunimos en la cocina alrededor del calentador. El Bran Metal es de industria
argentina, funciona a querosén y mide 26 centímetros de diámetro por 28 centímetros de
altura.
Mi hermano lee las instrucciones y papá las ejecuta. ¿Dónde están los fósforos?
El Gringo es mi papá.
Por fin asoma una llamita del color de un escarpín. Papá dice:
Acá está mi hermano, acá mi mamá, acá papá y acá yo. Sobre la rejilla del Bran Metal se
calienta un gran jarro de leche. Nunca cenábamos. Tomábamos una taza de café con leche
con pan y manteca.
Y equidistante de los cuatro puntos cardinales, el calentador Bran Metal, como un florero.
La del ruso
Moisés el ruso me tuteaba y me trataba de usted al mismo tiempo / mirá vos Salzano /
usted se está haciendo el vivo con mi hija / y la voy a llamar / a la Policía.
Moisés había nacido en Rusia / pero la hija había nacido en la calle Rivera Indarte / y
cuando se reía / se caía el cielo. En esos días entré a trabajar en una ferretería / tenía que
repartir bulones en una bicicleta de manubrio palomita / y cuando pasaba por la calle
Rivera Indarte / tocaba timbre / y silbaba / una combinación terrible / cuando se hace
mirando para arriba.
Un día estábamos dándonos besos como dos animalitos / imaginen quién llegó / Moisés le
dio una patada a la puerta / y para nosotros se acabó el verano. Yo me pasaba el día en
bicicleta / tocando timbre / pero los postigos no se abrían / un día me llamó por teléfono /
Moisés el viejo la iba a llevar a vivir a Santa Fe / mañana / ¿cómo mañana? A Santa Fe iba
un ómnibus de la empresa El Petizo / que parecía una bomba atómica / salía de la
plataforma tres / ahí estaban don Moisés y doña Sara / mirando para todos lados / yo estaba
escondido detrás de un quiosco de revistas / el corazón me latía como una máquina de
coser / y cuando la bomba atómica arrancó / me colgué del paragolpes / y le di dos o tres
piñas al cristal / me tuve que largar en la esquina de Montevideo / porque si no me mataba.
Afirma William Shakespeare que hace setecientos años / un 1 de diciembre / Romeo y
Julieta se casaron en Verona / verás / Willy / cuando ella se fue / yo me volví malo como
nadie / aprendí a encender los fósforos con la uña del pulgar / y compré un pulóver negro
que todavía llevo puesto.
La demolición de la casa de la calle Rivera Indarte corrió por cuenta de los hermanos
Brasca / fui al corralón / para ver si encontraba el balcón. Encontré como cuarenta /
apilados como sandwiches / no supe distinguir uno de otro.
Flynn
Ser un niño requetefeliz era tan sencillo como ir al cine a ver una película de Errol Flynn.
Y no sólo porque nadie sabía como él llevar una flor en el ojal y un cuchillo entre los
dientes, sino porque, hasta en la manera de depilarse el bigote como un truhán, sabía lo que
hacía. Flor de vida la de Flynn, que antes de empotrarse en el biógrafo como un campeón
de matiné, había barrido bares en Nueva Guinea y boxeado en los suburbios de Dublín a
cambio de una pinta de cerveza. Ahora mismo, a cien años de su nacimiento, no hay una
sola biografía suya que no difiera de las otras. La Warner, su segundo hogar, le inventó
tantas profesiones y lo complicó en tantas falsas aventuras que obtuvo, como resultado
compensatorio, la consagración de un campeón de matiné.
A veces pensábamos que era así por haber nacido en Australia, el quinto continente del
cual no sabíamos absolutamente nada.
No bien llegó a Hollywood a bordo de una balsa arrastrada por las corrientes del Pacífico,
Flynn se puso el traje de Robin Hood, sacó el arco, disparó con una sonrisa en los labios y
clavó la flecha toinngggggg en el corazón de la fábrica de sueños. Douglas Fairbanks había
hecho cosas parecidas en los albores del cine mudo pero a Fairbanks se le notaban las
horas de gimnasio mientras que las gambas de Flynn venían puestas de nacimiento.
A veces orábamos, porque sus películas nos daban tanta requetefelicidad que Dios tenía
que saberlo.
No sabíamos, no podíamos saber –lo supimos después– que aquel dandy aventurero en el
que confiábamos ciegamente era del cine para afuera un castigador sólidamente ligado al
desencanto, un tarambana sin crédito que se casaba con muñequitas de 15, traficaba en
secreto con gallos de riña y había ideado una conexión directa entre los grifos de su
caserón y los toneles de la bodega Johnnie Walker. A los 30 años pesaba como un
borracho de 40 y las compañías no se atrevían a asegurarlo porque cada vez que hacía una
película en la jungla podía comerlo un cocodrilo. Flynn ensayó un gesto de reconciliación
consigo mismo el día en que viajó a Cuba pensando que un aventurero de mentira como él
tal vez pudiera convertirse en un revolucionario de verdad combatiendo en Sierra Maestra.
Cuando Fidel Castro le dijo cara a cara que su actor favorito era Marlon Brando, Flynn
hundió sus penas en ron y nunca más volvimos a verlo. Hoy tendría cien años, los bigotes
blancos y los guiones, cada vez más pesados, se le caerían de las manos.
Messi
El modelo de crack nacional que potenciaban las películas de Argentina Sono Film en los
cuarenta era siempre el mismo: un pibe de rioba que, practicando con su propia sombra,
aprendía a dominar la pelota hasta hacerla desaparecer bajo la suela. Dos, tres, cuatro años
después, subía a un tren que atravesaba la pampa húmeda y lo dejaba en la puerta de la
cancha de Ferro. Una vez que atravesaban el umbral de Buenos Aires no tenían
escapatoria: o se metían en el bolsillo a la tribuna popular o, en el mismo tren que los había
llevado, regresaban a casa con la frente marchita.
Las películas incluían un final de rutina: en el último partido del campeonato, el pibe de
corazón de oro eludía como alfiles a media docena de adversarios y anotaba un gol de
antología en el rincón donde tejen las arañas. Dios era argentino y los preceptos religiosos
no se discutían.
Hace años que no se hacen películas de fútbol en Argentina. Y no porque el deporte haya
dejado de interesar sino porque los pibes de la pampa húmeda ya ni siquiera hacen escala
en la cancha de Ferro sino que, traficados como esclavos, se los llevan a Europa sin darles
tiempo a que tomen la primera comunión.
Algo/mucho de eso hay/hubo en la historia de Lionel Messi, el jugador del Barcelona que
acaba de ganar el Balón de Oro. Primero él, segundo nadie y tercero Cristiano Ronaldo.
Hay puro Argentina Sono Film en la historia del chico santafesino que, al cumplir los 13
años, jugaba al fútbol de maravillas pero que, por su estatura y su pintita, solo aparecía en
las obras escolares cuando hacía falta un enanito. Un currículum desesperante: 13 años de
edad, doscientas cabecitas ininterrumpidas y un metro cuarenta de estatura. Sus hormonas
cabían en un tarrito de Actimel y ni aún rompiendo la alcancía de toda la familia se
llegaban a juntar los 900 dólares mensuales que costaba el tratamiento.
Los pagó el Barcelona, que lo mudó de continente en el año 2000. Enano y todo convirtió
37 goles en 30 partidos. Y en un año creció cinco centímetros. Debutó en primera a los 16
años, el 17 de noviembre de 2003. La gente no se sentía cómoda: no podía ver al mismo
tiempo a Messi y a Ronaldinho. Para verlo jugar en Argentina tenías que pagar la cuota de
Cablevisión, igual que ahora.
Sea lo que sea, iremos a la guerra sudafricana con un solo soldado. Que, como exponente
de una raza en extinción, es capaz de todo y de nada. No veo otro como él con tanta
capacidad para resistir en el vacío. Escribo estas líneas a medida que se avecina la hora del
sorteo. Alemania, Brasil, España y Portugal, juntas, frente al colibrí.
Domingo 6 al viernes 11 de diciembre de 2009
Enorme. Fantástico
H emos llegado al sorteo para el próximo campeonato mundial de fútbol arrastrando tantas
preocupaciones que, si intentamos agregarle una más, se cae. Veamos:
1) Argentina está sujeta a la inspiración de un solo jugador que mide uno sesenta y
estratégicamente depende de un técnico al que no le faltan 10, sino que le sobran 20 para el
peso.
2) Dios es chileno.
Sin embargo, el azar del bolillero ha disipado algunas brumas. Jugar contra Nigeria, Corea
del Sur y Grecia no es que sea un canapé, pero resulta mucho más digerible que los zapatos
con clavitos que Chaplin manducaba en La quimera del oro.
12 de junio / Nigeria
N o son muchas las razones para ponerle fichas al seleccionado nigeriano. Y las razones,
además, no son deportivas sino sentimentales. ¿O no se te derrite el corazón al saber que
las tribus más añejas de Nigeria se refieren a Dios como el "Gran jefe de la voz de trueno"?
Observando el continente africano, el más pobre, desolado y devastado del planeta, Nigeria
ocupa un palco avant scene frente al golfo de Guinea, paisaje muchas veces recorrido por
los aventureros de Joseph Conrad, acostumbrados a navegar en un mar de tinta china.
¿Qué puedo decirles de los jugadores nigerianos a cambio de tres pesos? Que en el hit
parade de la Fifa están ubicados al fondo, a la derecha, y que si los equipos ingleses los
requieren cada tanto es porque poseen tres virtudes indispensables para los torneos de largo
aliento: son rocosos, fajadores e inasequibles al desaliento. En síntesis: una selección que
no ha cosechado grandes amores, pero tampoco grandes odios.
Ojo con el odio, lectores, porque en el fútbol sólo se odia a los campeones. Hacen falta
muchas finales ganadas por la oreja, mucho cepillito y muchas plegarias simultáneas para
ocupar un lugar destacado entre los equipos más odiados por la Fifa. Desde ese punto de
vista, por antecedentes, entramos con el empate asegurado.
Las "águilas verdes" corren como gamos y saltan como canguros, pero cuando el árbitro -el
gran jefe de la voz de pito- les señala una mano inexistente, levantan los hombros y bajan
la cabeza. En cambio, si marcan un gol, se reúnen a mover la pelvis alrededor del palo del
corner mientras cantan Aei-ú Aei-ú Aei-ú, o sea: "Más que el fútbol, al Gran jefe de la voz
de trueno le gusta la chacota".
T engo el vago recuerdo de haber alentado con fervor al equipo de basquet de barrio
General Paz -Asociación Redes Cordobesas- coreando con voz de guerrero un estribillo
deslumbrante:
Una enorme y entrañable mentira, sostenida por una más enorme y entrañable fantasía, ya
que los hinchas de Redes en su totalidad cabían en dos taxis y la parte de atrás de un
rastrojero.
Redes Cordobesas: camiseta blanca, azul y roja con números de pañolenci bordados en la
espalda.
!La Guerra de Corea!
Argentina se enfrenta a Corea del Sur, una de las economías más prósperas del planeta
(Samsung, Hyundai) con mucho menos poderío nuclear que la del Norte, pero que,
jugando al fútbol, pueden darle cuatro kilómetros de ventaja. Los del Sur juegan con Nike
y recuerdan a los atletas de Pancho Dotto. Los del Norte juegan con championes y
recuerdan a los siete samurais.
El adversario de Argentina lleva seis torneos disputados y esa cifra implica en sí misma un
llamado de atención. A Alfredo Di Stefano nunca le gustó jugar contra equipos asiáticos
porque, "teniendo los ojos como los tienen, te patean cuatro córners y te meten tres goles
olímpicos". Así hablaba Zaratustra.
Camiseta roja con mangas blancas, como las chicas del Huerto.
22 de junio / Grecia
Y , para terminar, Grecia, el país más pobre y caótico de la Unión. El más burocrático y
conflictivo. El que se enorgullece de trabajar menos y ganar más. La patria de Homero y de
Eurípides. Y de Platón. Y de Sócrates. Y de Fidias. Y de Herodoto. Y de Esquilo. Y de mi
suegro, Tomás, que me veía pasar por la vereda del frente y cerraba con llave puertas y
ventanas. No estaba dispuesto a concederme la mano de su hija. Ni la mano ni nada.
Mi suegra no era griega, pero tampoco me quería.
Pero volvamos al país que patentó las Olimpíadas, los jazmines, el aceite de oliva, el queso
de cabra y la democracia. ¿Alguien se atrevería a reprocharle alguna cosa? Imposible, hace
siglos que están amortizados.
En la actualidad, se desempeñan como los grandes caramelearos del planeta. ¿Cómo fueron
los descendientes del grandísimo Pericles a convertirse en los zares del Mantecol y las
gamitas de menta? Así son de impredecibles: un día arrollan a los persas y al día siguiente
a los chicles Bazooka.
Abreviando: yo me casé con la hija de Tomás hace muchos años, pero sin llegar a firmar
un armisticio. Quiero decir que mi suegro, su fantasma, me persigue y, si me alcanza, me
la pone. Ejemplo: un mediodía, en Beijing, llegué tarde a la hora del almuerzo y lo único
que quedaba en el bufé era un plato de buñuelos. Buñuelos griegos. No sé qué les pondrán
los griegos a los buñuelos, pero yo comí dos, y seis horas después atravesaba la capital de
la China acostado boca arriba en una ambulancia cuya sirena sonaba como el pato Lucas.
!Fue él!
En cuanto al fútbol propiamente dicho hay poca tela para cortar porque Grecia sólo
participó en el Mundial del 94 donde finalizó último tras perder con Argentina.
!Fui yo!
Basta con consultar el mapa de Grecia para advertir que en un territorio tan escarpado sólo
un milagro urdido en el Olimpo podría gestar un equipo con buen manejo de pelota. Lo
suyo es el patadón, la hazaña y el gol del honor convertido en el último minuto.
Aries
Imaginen a los doce competidores del Zodíaco agrupados tras la línea de largada. Ese
estruendo que se impone a los demás, pertenece al carnero de Aries que golpea sus pezuñas
contra el suelo. Quiere, como siempre, salir en punta, disparado.
Ya en los primeros horóscopos que se conocen, Aries corría con el número uno en la
montura, detalle que seguramente incidió en la consolidación de una falacia: quien pega
primero pega dos veces. Falso.
Todos los años la misma rutina: suena la campana de largada y el carnero sale como tiro.
Imposible alcanzarlo. Aries es un meteorito que avanza con las venas del pescuezo a punto
de estallar y una tendencia natural a llevarse todo por delante.
¡Coño!, ¿es por huevos o por designio de los dioses que corren con los ojos cerrados?
Salen primeros pero, o no llegan, o pasan de largo. A veces se estrellan a mitad del
recorrido y antes de caer dan dos vueltas en el aire. En el hospital, sin embargo, continúan
dando órdenes desde la camilla. Un Valium endovenoso y que se duerman. Y si no se
duermen, un enema.
Las dos estrellas no son por el apuro sino por los chichones.
Tauro
Aries no debería ser el primer signo de los doce sino Tauro, que nace, vive y muere sin
perder la calma. A él, para vivir, le basta con raspar un fósforo, encender el fuego y
fumarse un cigarro en la penumbra con un gato posado en las rodillas.
A veces habla como si fuera un estanciero: "Cuide la flauta, aparcero, porque la serenata es
muy larga". Y no es que a mí me vuelvan loco los tipos que cuidan la flauta a esos
extremos, sino que Balzac nació bajo el signo de Tauro y sus libros me cautivaron desde
que, siendo un chico, iba en triciclo a buscarlos a la biblioteca Vélez Sársfield.
Balzac era un toro excepcional que escribía de pié, descalzo y con un camisón que le
llegaba a los tobillos. Escribía para saldar las deudas que adquiría en su afán por
convertirse en el genio más elegante de París. Era tan alto como el pívot de los Cleveland,
superaba los cien kilos sin contar el desayuno y cuando ni aun escribiendo dos novelas por
mes lograba pagar todas las cuentas, entonces escribía tres.
Balzac estaba permanentemente asistido por un valet que se llamaba Aumont, cuya
obligación mayor era mantener el jarro del amo rebosante de café. Yo, a un signo que se
baja tres cafeteras diarias en su afán por comprarse unos tamangos nuevos, le pongo cuatro
estrellas como mínimo.
Géminis
Éste, como Aries, es de los signos que en 2010 pedirá limosna en las puertas del Olimpo. Y
lo digo con autoridad porque nací un 22 de mayo, día del cabildo abierto. Ya conocen la
historia: dos hermanos –Cástor y Pólux– conviven en el interior de Géminis, característica
interpretada por la cátedra como síntoma de obvia esquizofrenia. Los hermanos se buscan
todo el tiempo y no se encuentran casi nunca. Eso sí, cuando lo hacen, suceden cosas
extraordinarias: si Cástor se rasca la mollera, Pólux le hace burla y se la rasca. Lo mismo si
toma una gaseosa o se saca la camisa. Media hora más tarde amagan con fajarse. Pero los
hermanos de Géminis nunca se golpean. A lo sumo pasan unos minutos mirándose con
furia y después se mandan a mudar cada uno por su lado.
Los dos duermen acostados en sus camitas, apenas separados por una silla y sin mirarse,
pero dándose la mano.
La estrella es por Walt Whitman, un géminis de 5.000 versos libres que caminaba con la
cabeza erguida y, en su peculiar manera de saludar la vida, llevaba el sombrero en la mano
y nunca se cubría.
Cáncer
Dostoievsky era un escritor majestuosamente despelotado que escribía como Gardel pero
que, en cuanto pillaba un rublo, se perdía en el casino y no reaparecía hasta tener vacíos los
bolsillos. Un editor cuyo nombre figura en el libro universal de la infamia, le puso tres
billetes de mil en la cartera y le hizo una propuesta repugnante:
–Te doy tres lucas, Fiodor, a cambio de todo lo que escribas hasta que te mueras.
Fiodor no lo pensó, aceptó y diseminó los tres mil entre los números de la primera docena.
Salió el 36.
A los 22 años, dos meses, 14 días y nueve minutos me enamoré de una chica de Cáncer y,
yo no sé qué piensan ustedes, pero para mí las chicas de Cáncer son la gloria del Zodíaco.
He aquí los términos del pacto: dame un beso –le propuse– y cada vez que escriba el
horóscopo te cubriré de estrellas. Yo siempre cumplo con mi parte del arreglo pero ella
dice que no hay nada firmado.
Leo
Cosas que sabemos de los leones. Son mamíferos, carnívoros y, entre manos y patas,
suman 18 dedos. Su cabeza es tan grande como pequeñas sus orejas y enorme su
dentadura. Es, seguramente, la parcela del Zodíaco en la que, por unanimidad, prima el
sentido común. Leo es el Dom Perignon de la bodega celestial. Leo es el Sol, el ombligo de
la vida y, aunque se dice que son vagos, pasan buena parte de la noche peleando, marcando
y patrullando un territorio que defienden hasta morir. Para entendernos: en el mismo lugar
donde Tauro fuma un puro mientras escucha música de Schubert, Leo se da por satisfecho
con un promontorio de rocas desde donde controla y asegura las necesidades de la familia.
Había una vez un monito susurrante que, cuchillo en mano y en mitad de la espesura,
aguzaba la punta de una lanza.
–No veo las horas que venga el león para perderle la lanza en el trasero.
Virgo
Virgo, más que un signo, es la colimba. Signo de tierra y bastante femenino porque todos
los virginianos que conozco han terminado por adulterar la fecha de nacimiento en el
documento nacional de identidad.
Bueno, a lo mejor no es para tanto y soy yo el que tengo el astrolabio en cortocircuito con
el signo, pero Heródoto, que supo todo antes que nadie, dejó escrito en un papiro que las
mujeres buenas van al cielo, las malas al infierno y las de Virgo a todos lados.
(Continuará)
Libra
Pero esas son paveadas. Acá lo que importa es destacarlo como el signo más discreto de
los 12, el sufrido antihéroe que sabe cerrar los ojos, callarse la boca y mantener en
equilibrio la delicada barrera entre lo justo y lo injusto. Una traducción aproximada:
cuando se hundió el Titanic, Libra fue el último en salvarse y el primero en ahogarse.
No fuma, no escupe, no pisa el césped y, si tuviera que optar entre reclamar la libertad o
soportar la tiranía, elegiría el camino del exilio. Argentina es un país equivocado para
Libra. Argentina es un país equivocado para el equilibrio.
Tengo un buen ejemplo de Libra, extraído de un relato de Jim Crace: un fugitivo acusado
de asesinato pasa la noche en una casa abandonada. A la mañana siguiente, antes de seguir,
roba de la cocina una lata de comida que carece de etiqueta identificatoria. No sabe lo que
contiene. Podría ser desde rajas de ananá hasta una sopa podrida. A mediodía, siente
hambre pero no la abre. Y es que Libra prefiere conservar las posibilidades en lugar de
utilizarlas. Si abre la lata -deduce- nunca podrá cerrarla de nuevo. Sólo tiene dos opciones:
herirla a cuchilladas o no volver a tocarla nunca más. Entonces, la guarda en el zurrón y no
la abre ni siquiera cuando termina la novela.
Escorpio
Y a los primeros astrólogos consideraban a Escorpio como un signo de barro, porque era
demasiado oscuro para ser de agua y demasiado intenso para ser de aire. No hay mujeres
de Escorpio en los papiros antiguos. Y todo por causa de Zeus, que, en el cuerpo, le confió
la jefatura de un círculo de 30 centímetros de diámetro con centro en la bragueta.
Los escorpiones, los bichos, apenas si intercambian monosílabos durante la época del
apareamiento. Consumada la reproducción, la celebran devorándose entre sí. "Ñam, ñam".
Yo, por las dudas, cada vez que me presentan a un escorpión le doy la mano, pero jamás la
espalda.
Pedro Limón es de Escorpio. Y la Gata Flora. Y Jaimito. Isidoro Cañones no, porque era
un niño bien y el signo los desprecia.
Borges los cazó al vuelo en un verso magistral: "Alejo Albornoz murió, como si no le
importara".
Sagitario
L a cosa comienza en el momento en que Sagitario, impaciente, aprende a dar sus primeros
pasos. Que a nadie le quepa la menor duda de que lo hace porque quiere mandarse a
mudar.
Tal vez sea la suya la historia más conmovedora de todas: el centauro que lo identifica se
llama Quirón y fue un hijo del dios Zeus que, para seducir a la madre, se convirtió en
caballo. Resultado: nació un bebé con cabeza de filósofo y cuerpo de percherón.
Al pobre Quirón lo liquidaron los cíclopes, incapaces de distinguir si era amigo (animal) o
adversario (humano). Pasto de diván. Cada vez que cuento la historia del centauro, como la
de cualquier paria, me aflijo.
Capricornio
S on lo únicos niños del Zodíaco que llevan pañuelo. Porque, al ser los más tristes, cada
tanto lloran.
No están muy preocupados en saber la hora, pero si les regalás un despertador, lo abren en
dos y no sólo le cambian los números de lugar sino que le birlan los punteros.
Capricornio, la cabra, es el tutor de la cabeza, la parte más alta del cuerpo, la cima. Lo de
la cabra es un hallazgo. Y es que son exactamente iguales. Ambos dan un saltito hacia la
cima y tardan dos o tres años en apoyarse, de manera tal que el próximo envión vuelva a
resultar perfecto.
Saben aguantar, eso está claro, pero lo más difícil no es elevarse, sino evitar resbalones y
acabar como los demás signos, desnucados en el fondo del Zodíaco.
Sus estrellas podrían ser 10. Pero si fuese una, tampoco le importaría.
Acuario 1/2
N adie le podrá quitar ya a Acuario la gloria de haber presidido los ´60, la década más
gloriosa del último siglo, cuando todo el mundo se reía, nadie se acostaba antes de las 4 y
todos nos llamábamos Carlitos. Y no es que la gente fuese estúpida, sino que no se
preocupaba. Los militares aún permanecían bajo llave, las chicas compraban píldoras
anticonceptivas con recetas adulteradas y en Río Ceballos nos bañábamos desnudos en la
pileta del Hotel Los Sauces.
Después, la historia se pudrió y Acuario se disolvió como una tableta de Alka Seltzer.
Cuando desapareció, no nos quedó más que la colección de la revista Crisis envuelta en
papel madera y sepultada en un pozo que cavamos camino a Mendiolaza.
No hay Acuario que no te deba una gamba. No hay Acuario que te la pague.
A veces mandan una postal. "Por favor, toma nota de mi nueva dirección: San Martín 75".
Pero no dicen de dónde.
Tengo tres amigos, de los cuales dos tienen una moto Puma de la segunda serie. Son los
ángeles de Acuario haciendo el aguante para ajustar cuentas con la década actual, la más
despiadada de la historia.
Piscis
P iscis, el último, es el único que lo sabe todo. Y el único que no dice nada. Acumula tal
dosis de experiencia que a los 30 años son pendejos de 60 que cierran los postigos, se
embarcan en una cama de dos plazas y se dejan llevar hasta una isla en la que sólo habitan
las quimeras.
Piscis pega el viraje decisivo entre los 30 y los 40, cuando se retiran a reflexionar lo más
apartados que se pueda del ejido urbano.
A veces, al pasar por la garita, el policía de servicio les da la voz de alto y les pide
documento. Pero Piscis es mucho Piscis para ocuparse de detalles. ¿Qué documento podría
enseñar el signo más viejo del Zodíaco?
Cristo nació bajo el signo de Capricornio -de eso no hay dudas- pero en caso de asignarle
un signo a San José, yo me inclinaría por Piscis: un padre paciente y cariñoso tratando de
alegrar la existencia de un hijo melancólico. Cuando en la carpintería hacían inventario,
Jesús sumaba dos mil tarugos de madera y José dos mil dos. ¿A dónde había ido a parar el
dos mil uno? A ver si lo encontramos, hijo. Y se tiraban al suelo, en cuatro patas, para
revisar detrás de los zócalos. Esas cosas siempre provocan carcajadas.
Cada año que pasa voy descubriendo que Piscis, aunque a veces no contesta, casi nunca
desafina.