Juegos de Sombras
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Juegos de Sombras
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Glen Cook
Juegos de sombras
La Compañía Negra. Libros del Sur - 05
La Compañía Negra - Libros del Sur - 5
ePub r1.3
arthor 25.06.2021
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Título original: Shadow Games
Glen Cook, 1989
Traducción: Domingo Santos & Francisco Ontanaya
Ilustración de cubierta: Michael Whelan
Editor digital: arthor
Nuevo Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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JUEGOS DE SOMBRAS
Glen Cook
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Los siete estábamos en la encrucijada, observando el polvo en el camino del éste.
Incluso los irrefrenables Un Ojo y Goblin estaban impresionados por la finalidad del
momento. El caballo de Otto relinchó. Cerró sus ollares con una mano y palmeó su
cuello con la otra, apaciguándolo. Era un momento para la contemplación, el mojón
emocional definitivo de una era.
Luego ya no hubo más polvo. Habían desaparecido. Los pájaros empezaron a
cantar, tan inmóviles estábamos. Tomé un viejo bloc de notas de mi alforja, me
instalé en el camino. Escribí con mano temblorosa: Ha llegado el fin. La separación
se ha efectuado. Silencioso, Linda y los hermanos Torque han tomado el camino a
Lords. La Compañía Negra ya no existe.
Sin embargo seguiré llevando los Anales, aunque sólo sea porque un hábito de
veinticinco años resulta difícil de romper. Y, ¿quién sabe? Aquéllos a quienes estoy
obligado a llevárselos puede que los encuentren interesantes. El corazón se ha parado
pero el cadáver aún sigue dando tumbos. La Compañía está muerta pero no su
nombre.
Y nosotros, oh dioses misericordiosos, seguimos siendo testigos del poder de los
nombres.
Devolví el bloc a la alforja.
—Bien, eso es todo. —Sacudí el polvo de mis piernas, miré hacia nuestro propio
camino al mañana. Una baja línea de verdeantes colinas formaba como una verja
sobre la que se alzaban lanudos penachos—. Empieza la búsqueda. Tenemos tiempo
de cubrir los primeros veinte kilómetros.
Eso dejaría tan sólo diez o doce mil más.
Examiné a mis compañeros.
Un Ojo era el más viejo, un siglo al menos, un hechicero, arrugado y negro como
una polvorienta ciruela pasa. Llevaba un parche en un ojo y un maltratado sombrero
de fieltro negro de ala blanda. El sombrero parecía haber sufrido todo tipo de
infortunios concebibles, pero sobrevivía a todas las indignidades.
Lo mismo que Otto, un hombre de aspecto muy ordinario. Había sido herido un
centenar de veces y había sobrevivido. Casi se consideraba favorecido por los dioses.
El compañero de Otto era Lamprea, otro hombre sin ningún color especial. Pero
otro superviviente. Mi mirada sorprendió en él una lágrima.
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Luego estaba Goblin. ¿Qué se puede decir de Goblin? El nombre lo dice todo, y
sin embargo no dice nada. Era otro hechicero, pequeño, malhumorado, siempre
peleándose con Un Ojo, sin cuya enemistad se marchitaría y moriría. Era el inventor
de la sonrisa cara de sapo.
Los cinco habíamos permanecido juntos durante veintitantos años. Habíamos
envejecido juntos. Quizá nos conocíamos demasiado bien los unos a los otros.
Formábamos los miembros de un organismo agonizante. Los últimos de una estirpe
poderosa, magnífica, legendaria. Me temo que nosotros, que tenemos más aspecto de
bandidos que de los mejores soldados del mundo, denigramos la memoria de la
Compañía Negra.
Dos más. Murgen, al que Un Ojo llama a veces Cachorro, tiene veintiocho años.
Es el más joven. Se unió a la Compañía después de nuestra defección del imperio.
Era un hombre tranquilo con muchos pesares, silencioso, sin nadie ni nada excepto la
Compañía que pudiera llamar propio, pero un hombre extraño y solitario incluso
aquí.
Como todos. Como todos.
Finalmente estaba la Dama, que era simplemente la Dama. La perdida Dama, la
hermosa Dama, mi fantasía, mi terror, más silenciosa que Murgen, pero por una causa
distinta: la desesperación. Hubo un tiempo en que lo tuvo todo. Renunció a ello.
Ahora no tiene nada.
Nada que sepa que es de algún valor.
El polvo en el camino a Lords había desaparecido, disperso por una helada brisa.
Algunos de mis seres más queridos habían partido de mi vida para siempre.
No tenía ningún sentido seguir allí.
—Cinchemos los caballos —dije, y di ejemplo. Comprobé los correajes de los
animales de carga—. Montemos. Tú, Un Ojo, irás delante.
Finalmente hubo un asomo de espíritu cuando Goblin gruñó:
—¿Voy a tener que comer su polvo? —Si Un Ojo iba a la vanguardia, eso quería
decir que Goblin debía ir en la retaguardia. Como hechiceros no movían montañas,
pero eran útiles. Uno delante y uno detrás me hacían sentir mucho más confortable.
—Es su turno, ¿no crees?
—Ésas cosas no merecen un turno —dijo Goblin. Intentó forzar una risita pero
sólo consiguió una sonrisa que era un fantasma de su habitual sonrisa cara de sapo.
La forma en que Un Ojo le respondió iluminando su rostro no fue gran cosa
tampoco. Hizo avanzar a su caballo sin ningún comentario.
Murgen siguió a cincuenta metros de distancia, con su lanza de tres metros
rígidamente alzada. En sus tiempos aquella lanza había enarbolado nuestro
estandarte. Ahora arrastraba un metro de deshilachada tela negra. El simbolismo se
detectaba a varios niveles.
Sabíamos quiénes éramos. Era mejor que otros no lo supieran. La Compañía tenía
demasiados enemigos.
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Lamprea y Otto seguían a Murgen, conduciendo los animales de carga. Luego
íbamos la Dama y yo, también con animales de carga detrás. Goblin nos seguía a
setenta metros. Siempre viajábamos así, porque estábamos en guerra con el mundo. O
quizá fuera al revés.
Hubiera deseado escoltas y exploradores, pero había un límite a lo que siete
personas podían hacer. Dos hechiceros era lo mejor después de eso.
Íbamos erizados de armas. Esperaba que pareciéramos una presa tan fácil como
un puerco espín puede parecérselo a un zorro.
El camino al este se hundió fuera de la vista. Yo era el único que miraba hacia
atrás con la esperanza de que Silencioso hubiera hallado un hueco en su corazón.
Pero era una fantasía vana. Y yo lo sabía.
En términos emocionales nos habíamos separado de Silencioso y Linda hacía
meses, en el campo de batalla empapado en sangre e impregnado de odio del Túmulo.
Allí se había salvado un mundo, y se habían perdido muchas otras cosas.
Viviremos todas nuestras vidas pensando en el coste.
Diferentes corazones, diferentes caminos.
—Parece que va a llover, Matasanos —dijo la Dama.
Su observación me sobresaltó. No era que lo que decía no fuera cierto. Parecía a
punto de llover. Pero era la primera observación que había hecho voluntariamente
desde aquel aciago día en el norte.
Quizás estaba volviendo.
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—Cuanto más avanzamos, más parece como si fuera primavera —observó Un Ojo.
Estaba de buen humor.
También capté el ocasional destello de malicia hirviendo lentamente en los ojos
de Goblin. Antes de que transcurriera mucho tiempo aquellos dos iban a hallar alguna
excusa para revivir sus antiguas rencillas. Volarían chispas mágicas. Al menos, el
resto de nosotros estaríamos entretenidos.
Incluso el humor de la Dama mejoró, aunque hablaba muy poco más que antes.
—Se ha acabado el descanso —dije—. Otto, apaga el fuego. Goblin. Te toca
delante. —Miré el camino que se abría ante nosotros. Otras dos semanas y estaríamos
cerca de Hechizo. Todavía no había revelado lo que teníamos qué hacer allí.
Observé a unos buitres trazando círculos. Algo muerto allá delante, cerca del
camino.
No me gustan los presagios. Me hacen sentir incómodo. Aquéllos pájaros me
hicieron sentir incómodo.
Hice un gesto. Goblin asintió.
—Iré a ver —dijo—. Distanciaos un poco.
—De acuerdo.
Murgen le dio cincuenta metros extras. Otto y Lamprea le cedieron a Murgen
espacio adicional. Pero Un Ojo siguió presionando detrás de la Dama y de mí,
alzándose en sus estribos, intentando mantener su ojo fijo en Goblin.
—Tengo un mal presentimiento acerca de esto, Matasanos —dijo—. Un mal
presentimiento.
Aunque Goblin no lanzó ninguna alarma, Un Ojo tenía razón. Aquéllos malditos
pájaros señalaban algo malo.
Un elegante carruaje yacía volcado al lado del camino. Dos componentes de su
tiro de cuatro caballos estaban muertos en sus varas, probablemente a causa de las
heridas. Los otros dos animales habían desaparecido.
Alrededor del carruaje yacían los cuerpos de seis guardias uniformados y del
conductor, y el de un caballo de monta. Dentro del carruaje había un hombre, una
mujer y dos niños pequeños. Todos asesinados.
—Lamprea —dije—, mira si puedes leer algo en los signos. Dama. ¿Conoces a
esta gente? ¿Reconoces su blasón? —Señalé el elaborado escudo en la portezuela del
carruaje.
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—El Halcón de Rail. Procónsul del imperio. Pero él no es ninguno de ellos. Es
más viejo, y gordo. Puede que sean familia.
—Se encaminaban al norte —nos dijo Lamprea—. Los bandidos les
sorprendieron. —Alzó un jirón de sucia tela—. No se dejaron matar fácilmente. —
Cuando no respondí, llamó mi atención hacia el jirón de tela.
—Grises —murmuré. Los grises eran las tropas imperiales de los ejércitos del
norte—. Un poco lejos de su territorio.
—Desertores —dijo la Dama—. La disolución ha empezado.
—Es probable. —Fruncí el ceño. Había esperado que la descomposición se
retrasara hasta que hubiéramos logrado una cierta ventaja.
—Hace tres meses recorrer el imperio era algo seguro para una virgen que viajara
sola —murmuró la Dama.
Exageraba. Pero no mucho. Antes de que la lucha en el Túmulo las consumiera,
grandes potencias llamadas los Tomados vigilaban las provincias y hacían cumplir su
ley rápida y ferozmente. De todos modos, en cualquier lugar o tiempo, siempre hay
aquéllos lo bastante valientes o estúpidos como para poner a prueba los límites, y
otros ansiosos por seguir su ejemplo. Ése proceso se estaba acelerando en un imperio
privado de sus horrores consolidantes.
Esperaba que su desaparición no fuera todavía demasiado del dominio público.
Mis planes dependían de la suposición de que aún estaban en activo.
—¿Debemos empezar a cavar? —preguntó Otto.
—Dentro de un minuto —dije—. ¿Cuánto tiempo hace que ocurrió, Lamprea?
—Un par de horas.
—¿Y nadie ha pasado por aquí?
—Oh, sí. Pero simplemente siguieron su camino.
—Debe de ser un buen puñado de bandidos —reflexionó Un Ojo—. Si pueden
salirse con bien dejando así los cadáveres a sus espaldas.
—Quizá deseen ser vistos —murmuré—. Tal vez estén intentando labrarse su
propia baronía.
—Es probable —dijo la Dama—. Cabalga con cuidado, Matasanos.
Alcé una ceja.
—No quiero perderte.
Otto cacareó una risita. Enrojecí. Pero era bueno ver algo de vida en ella.
* * *
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estaba en buenas condiciones, con los árboles talados a ambos lados. Era un camino
bien conservado para tráfico militar.
—Hay una hospedería allá delante. No me gusta su aspecto.
Pronto sería ya de noche. Habíamos pasado la tarde enterrando a los muertos.
—¿Está viva? —El terreno a nuestro alrededor se había vuelto extraño tras el
enterramiento. No habíamos encontrado a nadie en el camino. Las granjas en las
inmediaciones del bosque estaban abandonadas.
—Hormiguea. Hay al menos veinte personas en la hospedería. Cinco más en los
establos. Treinta caballos. Otras veinte personas fuera en el bosque. Cuarenta caballos
más encerrados en un corral allí. Y mucho más ganado también.
Las implicaciones parecían bastante obvias. ¿Seguíamos adelante, o nos
enfrentábamos directamente al problema?
El debate fue animado. Otto y Lamprea dijeron de ir directamente allí. Teníamos
a Un Ojo y a Goblin si las cosas se ponían peliagudas.
A Un Ojo y a Goblin no les hacía ninguna gracia meterse de lleno en la boca del
lobo.
Pedí una votación. Murgen y la Dama dijeron de seguir. Otto y Lamprea estaban a
favor de detenerse. Un Ojo y Goblin se miraron el uno al otro, ambos esperando que
fuera el otro el que hablara primero para decantarse hacia el otro lado.
—Sigamos adelante, pues —dije—. Éstos payasos van a decantarse por lados
opuestos, pero esto hace de todos modos que la mayoría sea… —Tras lo cual los
hechiceros se unieron y votaron ambos ir a la hospedería sólo para dejarme por
mentiroso.
Tres minutos más tarde vi por primera vez la destartalada hospedería. Había un
tipo duro de pie junto a la puerta, estudiando atentamente a Goblin. Otro estaba
sentado en una desvencijada silla reclinada contra la pared, masticando un tallo de
hierba. El hombre en la puerta se retiró.
* * *
Lamprea había llamado grises a los bandidos cuya obra habíamos encontrado junto al
camino. Pero el gris era el color de los uniformes en los territorios de donde
veníamos. En forsberger, el idioma más común entre las fuerzas del norte, pregunté al
hombre en la silla:
—¿Está abierto el lugar?
—Sí. —Los ojos del hombre sentado en la silla se entrecerraron. Estaba
pensando.
—Un Ojo. Otto. Lamprea. Ocupaos de los animales. —En voz baja pregunté—:
¿Captas algo, Goblin?
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—Alguien acaba de salir por la parte de atrás. Dentro están alertas. Pero no
parece que vaya a haber problemas por el momento.
Al hombre que estaba sentado en la silla no le gustó que cuchicheáramos.
—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? —preguntó. Observé un tatuaje en una de
sus muñecas, otro indicio que lo traicionaba como un inmigrante del norte.
—Sólo esta noche.
—Estamos llenos, pero os encontraremos un hueco de algún modo. —Era un
hombre tranquilo.
Ésos desertores eran unas arañas en su telaraña. La hospedería era su base, el
lugar donde marcaban a sus víctimas. Pero hacían el trabajo sucio en el camino.
Dentro de la hospedería reinaba el silencio. Examinamos a los hombres al entrar,
y a unas cuantas mujeres de aspecto muy estropeado. La cosa no parecía correcta. En
general las hospederías al lado del camino son establecimientos de índole familiar,
infestados con chicos y viejos y todas las edades intermedias. Nada de eso era
evidente allí. Sólo tipos duros y mujeres de dudosa reputación.
Había una gran mesa libre cerca de la puerta de la cocina. Me senté con la espalda
contra la pared. La Dama se dejó caer a mi lado. Capté su irritación. No estaba
acostumbrada a que la miraran de la forma en que la estaban mirando aquellos
hombres.
Seguía siendo hermosa pese al polvo del camino y las ajadas ropas.
Apoyé la mano sobre una de las suyas, un gesto de restricción antes que de
posesión.
Una chica regordeta de dieciocho años y ojos bovinos se acercó a preguntarnos
cuántos éramos, qué queríamos comer y cuántas habitaciones necesitábamos, si había
que calentar el agua del baño, cuánto tiempo pensábamos quedarnos, cuál era el color
de nuestro dinero. Lo dijo con voz monótona pero clara y precisa, como más allá de
toda esperanza, llena sólo de temor ante lo que podía costarle el hacerlo mal.
Intuí que pertenecía a la familia propietaria por derecho de la hospedería.
Le lancé una moneda de oro. Teníamos muchas, tras haber saqueado ciertos
tesoros imperiales antes de abandonar el Túmulo. El destello de la girante moneda
suscitó un repentino brillo en los ojos de los hombres que fingían no estar mirando.
Un Ojo y los demás arrastraron sillas y se sentaron. El hombrecillo negro susurró:
—Hay mucha agitación fuera entre los árboles. Tienen planes para nosotros. —
Una sonrisa de batracio curvó la comisura izquierda de su boca. Supuse que él
también tenía planes propios. Le gusta dejar que los tipos malos se embosquen a sí
mismos.
—Hay planes y planes —dije—. Si son bandidos, dejemos que ellos mismos se
cuelguen.
Quiso saber lo que quería decir con aquello. A veces mis planes son mucho más
retorcidos que eso. La razón es que pierdo mi sentido del humor y simplemente
utilizo el máximo retorcimiento.
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* * *
Nos levantamos antes de amanecer. Un Ojo y Goblin usaron uno de sus conjuros
favoritos para sumir a todo el mundo de la hospedería en un sueño profundo. Luego
se deslizaron fuera para repetir lo mismo en el bosque. El resto de nosotros
preparamos nuestros animales y nuestro equipo. Tuve una pequeña pelea con la
Dama. Quería que hiciera algo por las mujeres mantenidas cautivas por los bandidos.
—Si intento arreglar todos los males con los que me encuentre, nunca llegaré a
Khatovar.
No respondió. Emprendimos la marcha unos minutos más tarde.
* * *
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Miré a la Dama, un radiante recuerdo de lo que había sido. Me estaba sonriendo.
Sabía lo que pensaba. ¿Cuántas veces había estado realmente así, en el centro de un
juego mucho más grande?
Los bandidos llegaron en tropel por el túnel formado por el camino. Y tiraron
confusos de sus riendas cuando vieron a Un Ojo aguardándoles.
Avancé. Los jinetes avanzaron conmigo por entre los árboles. Hubo ruido de
arneses, ruido de maleza. Un espléndido toque, Un Ojo. A eso se le llama
verosimilitud.
Había veinticinco bandidos. Mostraban expresiones de asombro. Sus rostros se
pusieron pálidos cuando espiaron a la Dama, cuando vieron el espectral estandarte en
la lanza de Murgen.
La Compañía Negra era muy conocida.
Doscientos arcos fantasmas se tensaron. Cincuenta manos intentaron ir a sus
cintos.
—Os sugiero que desmontéis y soltéis vuestras armas —dije a su capitán. Tragó
saliva varias veces, consideró las posibilidades, hizo lo que se le indicaba—. Ahora
apartaos de los caballos. No intentéis nada.
Obedecieron. La Dama hizo un gesto. Todos los caballos se dieron la vuelta y
trotaron hacia Goblin, que era su auténtico motivador. Dejó pasar a los animales.
Regresarían a la hospedería, a proclamar que el terror había terminado.
Perfecto. Oh, perfecto. Ni siquiera un rasguño. Así era cómo lo hacíamos en los
viejos días. Maniobras y trucos. ¿Por qué exponerte a ser herido si podías azotarles
con una añagaza y un poco de habilidad?
Atamos a los prisioneros en fila con una cuerda cuando pudieron ser
adecuadamente controlados, luego nos encaminamos al sur. Los bandidos se agitaron
enormemente cuando Goblin y Un Ojo se relajaron. Pensaron que aquello no era
justo.
Dos días más tarde llegamos a Vest. Con Un Ojo y Goblin creando de nuevo su
gran ilusión, la Dama entregó a los desertores a la justicia del comandante de la
guarnición. Sólo tuvimos que matar a dos de ellos para llevarlos hasta allí.
No había sido más que una distracción a lo largo del camino. Ahora no había
ninguna, y Hechizo estaba más cerca a cada hora que pasaba. Tenía que enfrentarme
al hecho de que nos aguardaban problemas.
El grueso de los Anales, que mis compañeros creían que se hallaba en mi
posesión, permanecía en manos imperiales. Los habían capturado en el Puente de la
Reina, una antigua derrota que aún duele. Había prometido recuperarlos poco antes
de la crisis en el Túmulo. Pero esa crisis impidió cumplir mis deseos. Después, ya no
quedó más solución que ir a buscarlos.
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Sauce se hundió un poco más confortablemente en su silla. Las muchachas rieron y se
desafiaron a tocar su pelo color maíz. La que tenía los ojos más prometedores
adelantó una mano, pasó los dedos por su pelo. Sauce miró al otro lado de la sala,
hizo un guiño a Fibroso Mather.
Ésta era su vida…, hasta que padres y hermanos reaccionaran, este era el sueño
de cualquier hombre…, con los mismos riesgos letales acechando. Si seguía así y no
lo atrapaban, pronto pesaría doscientos kilos y sería el holgazán más feliz de Taglios.
¿Quién lo hubiera pensado? Una simple taberna en un puritano lugar como éste.
Un agujero en la pared como cualquiera de los que poblaban las esquinas de las calles
allá en casa era aquí una novedad que no podían evitar, y esto le hacía rico. Si los
sacerdotes no salían de su inercia y metían un palo en sus ruedas.
Por supuesto, ayudaba el que ellos fueran unos exóticos extranjeros que toda la
ciudad deseaba ver. Incluso esos sacerdotes. Y sus pollitas. En especial sus morenas
hijitas.
Había sido un largo y loco viaje hasta llegar allí, pero valía cada uno de los
terribles pasos que habían dado.
Cruzó las manos sobre su pecho y dejó que las muchachas se tomaran las
libertades que quisieran. Podía manejarlas. Podía tolerarlas.
Observó cómo Fibroso abría otro barril de la amarga cerveza verde de tercera
categoría que había elaborado. Aquéllos estúpidos taglianos pagaban tres veces lo
que valía. ¿Qué tipo de lugar excepto aquél no había conocido nunca la cerveza?
Demonios. El tipo de lugar que los tipos de pies inquietos sin ningún talento en
especial soñaban con encontrar.
Fibroso le trajo una jarra. Dijo:
—Swan, si esto sigue así, vamos a tener que contratar a alguien para que me
ayude a fabricar más cerveza. Vamos a agotar la que tenemos en un par de días.
—¿Por qué preocuparse? ¿Cuánto tiempo puede durar esto? Ésos sacerdotes ya
están empezando a echar humo. No tardarán en buscar alguna excusa para cerrarnos.
Preocúpate de buscar otra ocupación tan placentera como ésta, no de hacer cerveza
más rápido. ¿Qué?
—¿Qué quieres decir con qué?
—De pronto tu expresión se ha agriado.
—El negro pájaro del destino acaba de entrar por la puerta delantera.
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Sauce se giró para poder ver el extremo de la sala. Bien, Hoja había vuelto a casa.
Alto, esbelto, de color ébano, con la cabeza afeitada hasta relucir, los músculos
ondulando al menor movimiento, parecía una especie de resplandeciente estatua.
Miró a su alrededor sin expresar aprobación. Luego avanzó hacia la mesa de Sauce,
se sentó. Las muchachas le miraron. Era tan exótico como Sauce Swan.
—¿Vienes a recoger tu parte y a decirnos lo degradados que somos, corrompiendo
a estas muchachas? —preguntó Sauce.
Hoja negó con la cabeza.
—Ése viejo fantasma de Humo está teniendo sueños de nuevo. La Mujer quiere
verte.
—Mierda. —Swan dejó caer sus pies al suelo. Ahí estaba la mosca en el
ungüento. La Mujer no iba a dejarlos tranquilos.
—¿Qué es esta vez? ¿Qué está haciendo él? ¿Fumar hierba?
—Es un hechicero. No necesita hacer nada para mostrarse odioso.
—Mierda —dijo Swan de nuevo—. ¿Qué piensas, que simplemente debemos
desaparecer de aquí? ¿Vender el resto de meados de rata de Fibroso y encaminarnos
río arriba?
Una sonrisa grande y lenta se extendió por el rostro de Hoja.
—Demasiado tarde, muchacho. Has sido elegido. No puedes correr lo bastante
rápido. Ése Humo puede que fuera un chiste si hubiera abierto su tienda allá de donde
vienes, pero aquí es el gran jefe malo que tira de todos los hilos. Intenta escabullirte,
y te encontrarás con todos los dedos de los pies hechos nudos.
—¿Ésa es la palabra oficial?
—No lo dijeron de este modo. Pero eso es lo que querían decir.
—Bien, ¿qué es lo que soñó esta vez? ¿Por qué nos arrastra a él?
—Maestros de las Sombras. Más Maestros de las Sombras. Ha habido una gran
reunión en el Lugar de las Sombras, dice. Van a dejar de hablar y a empezar a actuar.
Dice que Sombra de Luna recibió la llamada. Dice que muy pronto vamos a verles en
territorio tagliano.
—Oh, bueno. Han estado intentando vendernos eso prácticamente desde el día
que llegamos aquí.
El rostro de Hoja perdió todo su humor.
—Ésta vez es diferente. Hay asustados y asustados, ¿sabes lo que quiero decir? Y
Humo y la Mujer están en la segunda categoría esta vez. Y no son sólo los Maestros
de las Sombras lo que tienen en mente ahora. Me dijeron que te comunicara que la
Compañía Negra está llegando. Me dijeron que tú sabrías lo que eso significa.
Swan gruñó como si le hubieran golpeado en el estómago. Se puso en pie, apuró
la cerveza que le había traído Fibroso, miró a su alrededor como incapaz de creer en
lo que veía.
—Ésta es la cosa más malditamente estúpida que he oído nunca, Hoja. ¿La
Compañía Negra? ¿Viniendo hacia aquí?
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—Dijo que eso es lo que enfureció a los Maestros de las Sombras, Sauce. Dijo
que se sienten muy impresionados. Éste es el último país libre al norte de ellos,
debajo del río. Y ya sabes lo que hay al otro lado del Lugar de las Sombras.
—No lo creo. ¿Sabes hasta cuán lejos han tenido que ir?
—Casi tan lejos como tú y Fibroso. —Hoja se había unido a Sauce y Madera
Fibrosa Mather tres mil kilómetros antes en su viaje al sur.
—Sí. No hace falta que me lo digas, Hoja. ¿Quién demonios aparte de ti y de mí y
de Fibroso sería lo bastante loco como para viajar hasta tan lejos sin ninguna razón?
—Ellos tienen una razón. Según Humo.
—¿Como cuál?
—No lo sé. Ve allá arriba como pide la Mujer. Quizás ella te lo diga.
—Iré. Todos iremos. Sólo para aclarar las cosas. Y a la primera oportunidad que
tengamos saldremos de Taglios como perseguidos por el diablo. Si han conseguido
que los Maestros de las Sombras se agiten ahí abajo, y la Compañía Negra viene
hacia aquí, no quiero estar por los alrededores.
Hoja se reclinó hacia atrás de modo que una de las muchachas pudiera
arrimársele. Su expresión era interrogadora.
—He visto lo que esos bastardos podían hacer ahí atrás en casa —dijo Swan—.
Vi Rosas atrapada entre ellos y… Infiernos. Simplemente acepta mi palabra, Hoja.
Algo enorme, y todo malo. Si vienen realmente, y estamos todavía por aquí cuando
aparezcan, puede que termines deseando que hubiéramos dejado que esos cocodrilos
hicieran su trabajo y se dieran un festín contigo.
Hoja nunca había sido demasiado claro acerca de los motivos por los cuales había
sido arrojado a los cocodrilos. Y Sauce nunca había sido demasiado claro tampoco
acerca de por qué había convencido a Fibroso de que lo rescatara y de por qué lo
habían llevado con ellos. Pero Hoja se había portado escrupulosamente bien desde
entonces. Había pagado su deuda.
—Creo que deberías ayudarles, Swan —dijo Hoja—. Me gusta esta ciudad. Me
gusta la gente. Lo único malo con ellos es que no tienen suficiente sentido común
como para quemar todos los templos.
—Maldita sea, Hoja, yo no soy el tipo que puede ayudarles.
—Tú y Fibroso sois los únicos por aquí que saben algo acerca de soldados.
—Yo estuve dos meses en el ejército. Nunca aprendí siquiera a marcar el paso. Y
Fibroso tampoco tiene el estómago necesario para ello. Todo lo que desea es olvidar
esa parte de su vida.
Fibroso había oído la mayor parte de lo que se había dicho. Se acercó.
—No estoy en contra, Sauce. No pongo objeciones a los soldados cuando la causa
es justa. Simplemente estuve en el bando equivocado ahí arriba. Estoy con Hoja. Me
gusta Taglios. Me gusta la gente. Estoy dispuesto a hacer todo lo que pueda para no
ver como son atropellados por los Maestros de las Sombras.
—¿Has oído lo que ha dicho? ¿Lo de la Compañía Negra?
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—Lo he oído. También le he oído decir que desean hablar de ello. Creo que
deberíamos ir y averiguar lo que ocurre antes de abrir la boca y decir que no vamos a
hacer nada.
—De acuerdo. Voy a cambiarme. Guardad el fuerte y todo eso, Hoja. Mantened
los guantes preparados, pero sin golpear. Yo seré el que dé los primeros golpes. —Se
alejó con paso vivo.
Fibroso Mather sonrió.
—Sabes cómo manejar a Sauce, Hoja.
—Si esto se desarrolla de la forma en que pienso, no necesitará a nadie que lo
maneje. Será el tipo en primera línea cuando intenten detener a los Maestros de las
Sombras. Puedes asarlo sobre carbones encendidos y nunca lo admitirá, pero siente
algo hacia Taglios.
Fibroso Mather dejó escapar una risita.
—Tienes razón. Ha encontrado finalmente un hogar. Y nadie va a moverle de él.
Ni los Maestros de las Sombras ni la Compañía Negra.
—¿Son tan malos como dice?
—Peores. Mucho peores. Toma todas las leyendas que oíste allá en casa, y todo lo
que has oído decir por aquí, y todo lo que puedes imaginar, y dóblalo, y quizá te
acerques un poco. Son mezquinos y son duros y son buenos. Y quizá lo peor acerca
de ellos es que son astutos como no puedes llegar a imaginar. Llevan por ahí
cuatrocientos, quinientos años, y nada dura tanto tiempo sin ser tan malditamente
peligroso que ni los dioses se atrevan a meterse con ellos.
—Madres, esconded a vuestros bebés —dijo Hoja—. Humo ha tenido un sueño.
El rostro de Fibroso se ensombreció.
—Sí. He oído decir que los hechiceros quizás hacen que las cosas se vuelvan
realidad soñando primero con ellas. Quizá debiéramos cortarle a Humo la garganta.
Sauce estaba de vuelta. Dijo:
—Quizá primero debiéramos descubrir lo que ocurre antes de hacer nada.
Fibroso dejó escapar una risita. Hoja sonrió. Luego empezaron a salir de la
taberna…, tras asegurarse de que una o más de las jóvenes damas comprendía la cita
establecida.
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Dudé otros cinco días antes de decidirme a celebrar una pequeña conferencia después
del desayuno. Presenté el tema de una forma clara:
—Nuestra siguiente parada será la Torre.
—¿Qué?
—¿Estás loco, Matasanos?
—Sabía que debíamos mantenerlo vigilado después de ponerse el sol. —Miradas
perspicaces hacia la Dama. Ella no reaccionó.
—Creí que ella iba a estar con nosotros. No al revés.
Sólo Murgen no se unió al club de los lamentos. Buen chico ese Murgen.
La Dama, por supuesto, sabía ya que era necesaria una parada.
—Hablo en serio, muchachos —dije.
Si yo pretendía ser serio, Un Ojo también.
—¿Por qué? —preguntó.
Me encogí un poco.
—Para recoger los Anales que dejé atrás en el Puente de la Reina. —Habíamos
estado a punto allí. Sólo el hecho de que éramos los mejores, y estábamos
desesperados, y nos jugábamos el todo por el todo, nos permitió romper el cerco
imperial. Al coste de la mitad de la Compañía. Había preocupaciones más
importantes en aquellos momentos que unos libros.
—Creía que ya los tenías.
—Los pedí y me dijeron que podía tenerlos. Pero por aquel entonces estábamos
ocupados. ¿Recordáis? ¿El Dominador? ¿El Renco? ¿El Perro Matasapos? ¿Todo el
lote? No había forma alguna de echarles la mano encima.
La Dama me apoyó asintiendo con la cabeza. Metiéndose realmente en el espíritu
de las cosas.
Goblin adoptó su rostro más feroz. Le hizo parecerse a un sapo dientes de sable.
—Entonces lo sabías todo desde antes de que abandonáramos el Túmulo.
Admití que era cierto.
—Maldito jodecabras… Apuesto a que has pasado todo este tiempo maquinando
algún plan estúpido que hará que nos maten a todos.
Confesé que aquello era también casi cierto.
—Vas a hacer que la guarnición crea que la Dama es todavía la número uno.
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Un Ojo bufó, se alejó con paso furioso hacia los caballos. Goblin se puso en pie y
me miró fijamente. Y me siguió mirando fijamente. Y bufó.
—Simplemente vamos a entrar ahí y arrebatárselos, ¿eh? Como el Viejo solía
decir, audacia y más audacia. —No formuló la auténtica pregunta.
La Dama respondió de todos modos.
—Di mi palabra.
Goblin no formuló tampoco la siguiente pregunta. Nadie lo hizo. Y la Dama la
dejó colgando ahí.
Hubiera sido fácil para ella engañarnos. Hubiera podido mantener su palabra y
entregarnos después del desayuno. Si hubiera querido.
Mi plan (sic), en última instancia, dependía enteramente de mi confianza en ella.
Era una confianza que mis camaradas no compartían.
Pero, aunque de una forma estúpida, confiaban en mí.
* * *
La Torre de Hechizo es la más grande construcción aislada del mundo, un cubo negro
sin rasgos distintivos de ciento cincuenta metros de lado. Era el primer proyecto
emprendido por la Dama y los Tomados después de su regreso de la tumba, hacía de
ello muchas vidas. Desde la Torre habían partido al norte los Tomados, y habían
reunido sus ejércitos, y habían conquistado medio mundo. Su sombra aún gravitaba
sobre la mitad de la tierra, porque pocos sabían que el corazón y la sangre del imperio
habían sido sacrificados para comprar la victoria sobre un poder mucho más antiguo
y aún más oscuro.
Sólo hay una entrada a la Torre al nivel del suelo. El camino que conduce a ella
avanza tan recto como un sueño geométrico. Cruza unos terrenos como un parque
que sólo alguien que haya estado allí puede creer que fue el lugar de la batalla más
sangrienta de la historia.
Yo había estado allí. Recordaba.
Goblin y Un Ojo y Lamprea y Otto recordaban también. Sobre todo, Un Ojo
recordaba. Había sido en aquella llanura donde había destruido al monstruo que
asesinó a su hermano.
Recordé el choque y el tumulto, los gritos y los terrores, los horrores suscitados
por los hechiceros en guerra, y no por primera vez me pregunté: «¿Murieron
realmente todos ahí? Fue tan fácil».
—¿De quién estás hablando? —preguntó Un Ojo. Él no necesitaba concentrarse
para mantener embellecida a la Dama.
—De los Tomados. A veces pienso en lo difícil que resultó librarse del Renco.
Luego me pregunto cómo pudimos vencer tan fácilmente a tantos Tomados, un
auténtico puñado, en un par de días, casi nunca allá donde pudiéramos verlo. Así que
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a veces he llegado a sospechar que puede que algo de aquello fuera fingido, y dos o
tres de ellos estén todavía por ahí en algún lugar.
Goblin rechinó.
—Pero tenían seis planes diferentes funcionando a la vez, Matasanos. Se estaban
apuñalando por la espalda los unos a los otros.
—Pero yo sólo vi a un par de ellos que pueda verificar. Ninguno de vosotros
visteis a los demás. Oísteis hablar de ello. Quizás hubiera algún plan detrás de todos
los otros planes. Quizás…
La Dama me lanzó una mirada extraña, casi especulativa, como si ella misma no
hubiera pensado mucho en aquello y ahora no le gustaran las ideas que suscitaba.
—Están lo suficientemente muertos para mí, Matasanos —dijo Un Ojo—. Vi
montones de cuerpos. Mira por ahí. Sus tumbas están marcadas.
—No quiero decir que no haya nadie en ellas. Cuervo murió para nosotros dos
veces. Nos dábamos la vuelta y ahí estaba de nuevo. Otra vez en pie.
—Tienes mi permiso para abrir las tumbas si quieres, Matasanos —dijo la Dama.
Una mirada me indicó que me estaba regañando suavemente. Quizás incluso
incitándome.
—Está bien. Quizás algún día, cuando me sienta bien y aburrido y no tenga nada
mejor que hacer que mirar cadáveres putrefactos.
—¡Gah! —dijo Murgen—. ¿No podéis hablar de ninguna otra cosa? —Lo cual
fue un error.
Otto se echó a reír. Lamprea empezó a canturrear. Otto cantó sobre su melodía:
—Los gusanos se arrastran dentro, los gusanos se arrastran fuera, las hormigas
tocan la gaita sobre tu jeta. —Goblin y Un Ojo se le unieron. Murgen amenazó con
vomitar sobre alguien.
Intentábamos distraernos de la oscura promesa que gravitaba ante nosotros.
Un Ojo dejó de cantar para decir:
—Ninguno de los Tomados eran del tipo capaz de permanecer ocultos todos estos
años, Matasanos. Si alguno sobrevivió, hubiéramos visto los fuegos artificiales. Al
menos, yo y Goblin hubiéramos oído algo.
—Supongo que tienes razón. —Pero no me sentí tranquilizado. Quizás alguna
parte de mí no deseaba que todos los Tomados estuvieran muertos.
Nos acercábamos a la pendiente que conducía a la puerta de la Torre. Por primera
vez la estructura traicionó signos de vida. En las altas almenas aparecieron hombres
vestidos tan brillantemente como pavos reales. Un puñado salieron por la puerta y
prepararon apresuradamente un ceremonial de bienvenida a su ama. Un Ojo ululó
despectivamente cuando vio todo aquello.
No se hubiera atrevido la última vez que estuvo allí.
Me incliné hacia adelante y susurré:
—Id con cuidado. Ella fue quien diseñó sus uniformes.
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Esperaba que desearan dar la bienvenida a la Dama, esperaba que no tuvieran en
mente nada más siniestro. Eso dependía de las noticias que hubieran recibido del
norte. A veces los malos rumores viajan más rápido que el viento.
—Audacia, muchachos —dije—. Siempre audacia. Sed osados. Sed arrogantes.
Mantenedlos tambaleantes. —Miré hacia la oscura entrada y reflexioné en voz alta—:
Saben que estoy aquí.
—Eso es lo que me asusta —chirrió Goblin. Luego cacareó.
La Torre llenaba más y más del mundo. Murgen, que nunca antes la había visto,
se rindió a ella con la boca abierta de asombro. Otto y Lamprea fingieron que aquel
pilar de piedra no les impresionaba. Goblin y Un Ojo estaban demasiado atareados
para prestarle mucha atención. La Dama no podía sentirse impresionada. Había
construido el lugar cuando era alguien a la vez más grande y más pequeño que la
persona que era ahora.
Me impliqué totalmente en crear la personalidad que deseaba proyectar. Reconocí
al coronel al mando del grupo de bienvenida. Nuestros caminos se habían cruzado
cuando mi fortuna me condujo antes a la Torre. Nuestros sentimientos el uno hacia el
otro eran ambiguos en el mejor de los casos.
Me reconoció también. Y se mostró desconcertado. La Dama y yo habíamos
abandonado la Torre juntos, hacía más de un año.
—¿Cómo se encuentra, coronel? —pregunté, exhibiendo una gran y amistosa
sonrisa—. Finalmente hemos vuelto. La misión ha sido un éxito.
Miró a la Dama. Yo hice lo mismo, con el rabillo del ojo. Ahora era su ocasión.
Había adoptado su rostro más arrogante. Yo hubiera jurado que ella era el diablo
que atormentaba esta Torre… Bueno, lo era. Lo había sido. Ésa personalidad no había
muerto cuando ella perdió sus poderes. ¿O sí?
Parecía como si estuviera dispuesta a jugar a mi juego. Suspiré, cerré
momentáneamente los ojos, mientras la guardia de la Torre daba la bienvenida a su
señor feudal.
Confiaba en ella. Pero siempre hay reservas. Nunca puedes predecir acerca de
otras personas. Especialmente no las desesperadas.
Siempre existe la posibilidad de que pudiera reasumir su imperio, oculta en su
parte secreta de la Torre, dejando que sus validos creyeran que no había cambiado.
No había nada que le impidiera intentarlo.
Podía seguir este camino incluso después de haber mantenido su promesa de
devolver los Anales.
Eso, creían mis compañeros, era lo que iba a hacer. Y temían su primera orden
como restablecida emperatriz de las sombras.
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La Dama mantuvo su promesa. A las pocas horas de entrar en la Torre tenía los
Anales en mis manos, mientras sus ocupantes se mostraban todavía abrumados por su
regreso. Pero…
—Quiero seguir contigo, Matasanos. —Esto mientras observábamos cómo se
ponía el sol desde las almenas de la Torre la segunda tarde después de nuestra
llegada.
Yo, por supuesto, respondí con la lengua de oro de un vendedor de caballos.
—Oh… Uh… Pero… —Cosas así. Maestro de la locuacidad y de la respuesta
fácil. ¿Por qué demonios deseaba hacer aquello? Lo tenía todo, allí en la Torre. Un
poco de cuidadoso fingir, y podía pasar el resto de su vida natural como el ser más
poderoso del mundo. ¿Por qué cabalgar con una pandilla de viejos hombres cansados,
que no sabían adonde iban o por qué, sólo que tenían que seguir adelante para
impedir que algo —sus conciencias quizá— los atrapara?
—Aquí ya no hay nada para mí —dijo. Como si eso lo explicara todo—.
Quiero… Simplemente quiero descubrir qué significa ser una persona normal.
—No te gustará. No se parece en nada a lo que significa ser la Dama.
—Pero eso tampoco me gustó mucho nunca. No después de lo que tuve y
descubrí qué era lo que realmente tenía. No me dirás que no puedo ir con vosotros,
¿verdad?
¿Estaba bromeando? No. Comprendía sus palabras, superficialmente al menos.
Pero comprendía también que todo eso moriría una vez estuviera establecida de
nuevo en la Torre.
Me desconcertaban las implicaciones.
—¿Puedo ir con vosotros?
—Si eso es lo que quieres.
—Hay un problema.
¿Acaso no lo hay cuando está implicada una mujer?
—No puedo marcharme inmediatamente. Las cosas se han vuelto confusas aquí.
Necesito algunos días para enderezarlas. Para poder marcharme con la conciencia
limpia.
No habíamos encontrado ninguno de los problemas que esperaba. Ninguno de los
suyos se había atrevido a escrutarla de cerca. Todos los trabajos de Un Ojo y Goblin
fueron esfuerzos perdidos con aquel público. La noticia se había divulgado: la Dama
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estaba de nuevo al timón. La Compañía Negra había vuelto al redil, bajo su
protección. Y eso bastaba para su gente.
Maravilloso. Pero Ópalo estaba a tan sólo unas pocas semanas de distancia.
Desde Ópalo era un corto paso por el Mar de las Tormentas hasta puertos fuera del
imperio. Creía. Deseaba marcharme mientras aún se mantenía nuestra suerte.
—Lo comprendes, ¿verdad, Matasanos? Sólo serán unos pocos días. De veras.
Sólo el tiempo de modelar un poco las cosas. El imperio es una buena máquina que
funciona bien siempre que los procónsules estén seguros de que hay alguien al
mando.
—De acuerdo. De acuerdo. Podemos esperar un par de días. Siempre que
mantengas a la gente a distancia. Y tú misma te mantengas un poco a distancia la
mayor parte del tiempo. No les dejes que te examinen con demasiada atención.
—No tengo intención de hacerlo. ¿Matasanos?
—¿Sí?
—No enseñes a tu abuela a sorber huevos.
Sorprendido, me eché a reír. Seguía haciéndose más humana a cada momento que
pasaba. Y más capaz de reírse de sí misma.
Tenía buenas intenciones. Pero quien gobierna un imperio —sea él o ella— se
convierte en esclavo de los detalles administrativos. Pasaron algunos días. Y algunos
más. Y todavía algunos más.
* * *
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—No enteramente —admití—. No puedo precisarlo, y tampoco importa mucho
ahora, pero cuando reflexionas en lo que ocurrió aquí, las cosas no cuadran. Quiero
decir, sí lo hicieron en aquel momento. Todo pareció como si fuera inevitable. Una
gran matanza que libró al mundo de un muchillón de Rebeldes y de la mayoría de los
Tomados, dejando a la Dama mano libre y situándola sobre el Dominador al mismo
tiempo. Pero en el contexto de acontecimientos posteriores…
Un Ojo había echado a andar, arrastrándome tras él. Llegó a un lugar que no
estaba marcado en absoluto, excepto en sus recuerdos. Una cosa llamada forvalaka
había perecido allí. Una cosa que había matado a su hermano —quizá—, allá en los
días en que nos vimos implicados por primera vez con Atrapaalmas, el legado de la
Dama en Berilo. El forvalaka era una especie de hombre leopardo nativo
originalmente de la propia jungla natal de Un Ojo, en algún lugar allá en el sur. Le
había tomado un año a Un Ojo atraparlo y ejercer su venganza sobre él.
—Estás pensando en lo difícil que resultó librarse del Renco —dijo. Su voz era
pensativa. Sabía que estaba recordando algo que creía que había conseguido apartar
de su mente.
Nunca llegamos a estar seguros de que el forvalaka que mató a Tam-Tam fuera el
forvalaka que pagó el precio. Porque en esos días el Tomado Atrapaalmas trabajaba
muy de cerca con otro Tomado llamado Cambiaformas, y había evidencias que
sugerían que Cambiaformas podía haber estado en Berilo aquella noche. Y usando la
forma del forvalaka para asegurarse la destrucción de la familia gobernante de tal
modo que el imperio pudiera tomar el camino fácil.
Si Un Ojo no había vengado a Tam-Tam en la criatura nocturna, ya era demasiado
tarde para las lágrimas. Cambiaformas era otra víctima de la Batalla de Hechizo.
—Estoy pensando en el Renco —admití—. Lo maté en aquella posada, Un Ojo.
Lo maté bien muerto. Y si no hubiera aparecido de nuevo, jamás hubiera dudado de
que se había ido.
—¿Y tienes dudas acerca de los demás?
—Algunas.
—¿Quieres que salgamos después de oscurecer y abramos alguna de ellas?
—¿Para qué? Habrá alguien en la tumba, y no habrá forma alguna de probar que
no es quien se supone que es.
—Fueron muertos por otros Tomados y por miembros del Círculo. Eso es un poco
diferente de ser muertos por alguien sin talento como tú.
Se refería a no tener talento para la hechicería.
—Lo sé. Eso es lo que me impide obsesionarme con todo el asunto. Saber que
supuestamente quienes los mataron poseían el poder para hacerlo realmente.
Un Ojo miró al suelo, donde en su tiempo se había alzado una cruz con el
forvalaka clavado a ella. Al cabo de un momento se estremeció y volvió al presente.
—Bueno, ahora no importa. Fue hace mucho tiempo, si no muy lejos de aquí. Y
muy lejos es donde debemos ir si alguna vez salimos de este lugar. —Tiró hacia
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adelante de su sombrero negro de ala blanda para proteger sus ojos del sol, miró a la
Torre. Estábamos siendo observados.
—¿Por qué quiere ella ir con nosotros? Eso es algo en lo que no dejo de pensar.
¿Qué significa para ella?
Un Ojo me miró con la más extraña de las expresiones. Se echó el sombrero hacia
atrás, inclinó un momento la cabeza, luego la sacudió lentamente.
—Matasanos. A veces resulta difícil creerte. ¿Por qué estás demorándote aquí
aguardándola en vez de salir enseguida y poner kilómetros de por medio?
Era una buena pregunta, y una que había estado evitando cada vez que intentaba
examinar la situación.
—Bueno, supongo que ella me gusta y que creo que se merece tener un poco de
vida normal. Es buena persona. De veras.
Capté una mueca transitoria mientras se volvía hacia la tumba sin marcar.
—La vida no sería ni la mitad de divertida sin que tú estuvieras en ella,
Matasanos. Observarte chapotear por ella es tremendamente educativo. ¿Cuánto
tiempo crees que tardaremos en irnos? No me gusta este lugar.
—No lo sé. Unos cuantos días más. Hay cosas que tiene que dejar arregladas
primero.
—Eso es lo que tú dices…
Me temo que me puse arisco.
—Te lo haré saber en cuanto sepa cuándo.
* * *
El cuándo pareció no llegar nunca. Pasaron los días. La Dama siguió atrapada en la
tela de la araña administrativa.
Luego empezaron a llegar los mensajes de las provincias, en respuesta a los
edictos de la Torre. Cada uno exigía una atención inmediata.
Llevábamos encerrados dos semanas en aquel horrible lugar.
—Maldita sea, sácanos de aquí, Matasanos —exigió Un Ojo—. Mis nervios no
pueden seguir soportando este sitio.
—Mira, todavía le quedan algunas cosas que hacer.
—También hay cosas que nosotros debemos hacer, según tú, ¿quién dice que lo
que tenemos que hacer debe aguardar a lo que ella tiene que hacer?
Y Goblin saltó sobre mí. Con ambos pies.
—Hemos soportado tu amor obsesivo por ella durante casi veinte años,
Matasanos —exageró—. Porque era divertido. Algo con lo que incordiarte cuando las
cosas se ponían aburridas. Pero esto no quiere decir que esté dispuesto a que nos
maten. Te lo garantizo malditabsolutamente. Ni siquiera aunque ella nos haga a todos
mariscales de campo.
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Retuve un destello de furia. Era duro, pero Goblin tenía razón. Yo no tenía nada
que hacer allí, exponiéndonos a todos a un riesgo máximo. Cuanto más tiempo
aguardáramos, más seguro era que algo fuera mal. Ya teníamos bastantes problemas
con los guardias de la Torre, que se resentían de que estuviéramos tan cerca de su
ama tras haber luchado contra ella durante tantos años.
—Partiremos por la mañana —dije—. Mis disculpas. Fui elegido para conducir la
Compañía, no como simple Matasanos. Perdonadme por haber perdido eso de vista.
Viejo y hábil Matasanos. Un Ojo y Goblin se mostraron adecuadamente
avergonzados. Sonreí.
—Así que empaquetad las cosas. Partiremos con el sol de la mañana.
* * *
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Supongo que todos nosotros, en algún momento, hallamos a una persona con
quien nos sentimos impulsados hacia una absoluta honestidad, una persona cuya
buena opinión de nosotros se convierte en un sustituto de la opinión más amplia del
mundo. Y esa opinión se convierte en algo más importante que todos nuestros arteros
planes de codicia, ansia, autoexaltación, que perseguimos, mientras mentimos al
mundo y le hacemos creer que somos tan sólo buena gente. Yo era su objeto de
verdad, y ella era el mío.
Tan sólo había una cosa que nos ocultábamos el uno del otro, y eso era porque
temíamos que si salía a la luz pública remodelaría todo lo demás y quizás hiciera
añicos aquella más amplia honestidad. ¿Son los amantes honestos alguna vez?
—Imagino que nos tomará tres semanas alcanzar Ópalo. Tomará otra semana
hallar un capitán de barco de confianza y convencer a Un Ojo de cruzar el Mar de las
Tormentas. Así que dentro de veinticinco días a partir de hoy llegaré a los Jardines.
Haré reservar la Gruta Camelia para la ocasión. —Di una palmada al bulto cerca de
mi corazón. Aquél bulto era una cartera de cuero hermosamente repujada que
contenía los papeles que me acreditaban como general de las fuerzas armadas
imperiales y me nombraban representante diplomático bajo las órdenes únicas y
exclusivas de la Dama.
Precioso, precioso. Y una buena razón por la que algunos de los antiguos
imperiales me odiaban.
No estoy seguro de cómo se produjo todo aquello. Alguna chanza durante una de
aquellas raras horas en las que ella no estaba dictando decretos o firmando proclamas.
Lo siguiente que supe fue que era llevado a una habitación ocupada por un montón de
sastres. Me dotaron de un completo guardarropa imperial. Nunca llegaré a
desentrañar el significado de todas las insignias, bandas, botones, medallas y como se
llamen. Me sentí estúpido llevando toda aquella chatarra.
No necesité sin embargo mucho tiempo para ver algunas de sus posibilidades, en
lo que al principio había interpretado como una elaborada broma pesada.
Ella posee este tipo de sentido del humor, no siempre se toma en serio ese gran
imperio suyo terriblemente carente de humor.
Estoy seguro de que ella vio las posibilidades mucho antes que yo.
De todos modos, estábamos hablando de los Jardines de Ópalo, y de la Gruta
Camelia de aquel lugar, la cima de la sociedad que iba allí a ver y a ser vista.
—Cenaré allí —le dije—. Serás bienvenida a reunirte conmigo.
Asomos de cosas ocultas tiraron de su rostro.
—De acuerdo —dijo—. Si estoy en la ciudad.
Fue uno de aquellos momentos en los que me sentí muy incómodo. Uno de
aquellos momentos en los que nada de lo que dices puede ser correcto, y casi todo lo
que dices está equivocado. No podía ver ninguna respuesta excepto el clásico enfoque
Matasanos.
Empecé a retroceder.
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Así es como yo manejo a mis mujeres. Me escondo cuando se sienten afligidas.
Casi llegué hasta la puerta.
Ella sabía moverse cuando lo deseaba. Cruzó el espacio que nos separaba y me
rodeó con sus brazos, apoyó una mejilla contra mi pecho.
Y así es como ellas me manejan a mí, el estúpido sentimental. El irremediable
romántico. Quiero decir, ni siquiera necesito conocerlas. Pueden actuar así
perfectamente conmigo. Cuando realmente desean llevarme a su terreno sólo tienen
que abrir el grifo.
La abracé hasta que ella estuvo dispuesta a soltarme. No nos miramos el uno al
otro cuando me di la vuelta y me alejé. Simplemente así. Ella no había recurrido a la
artillería pesada.
Jugaba limpio, casi siempre. Debo concederle esto. Incluso cuando era la Dama.
Astuta, traicionera, pero más o menos jugando limpio.
* * *
* * *
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cabalgaban delante y detrás, en monturas tan excéntricas y magníficas como las que
tiraban del carruaje. Con veintiséis guardias a caballo como escoltas.
Los caballos que nos proporcionó la Dama eran de una raza salvaje y magnífica,
que sólo era entregada a los más grandes campeones del imperio. Yo había cabalgado
uno de ellos en una ocasión, hacía mucho tiempo, durante la Batalla de Hechizo,
cuando ella y yo perseguimos a Atrapaalmas. Podían correr toda una eternidad sin
cansarse. Eran animales mágicos. Constituían un regalo maravilloso más allá de toda
creencia.
¿Cómo puede ser que me ocurran todas esas cosas?
Un año antes estaba viviendo en un agujero en el suelo, bajo ese grano en el culo
del mundo, la Llanura del Miedo, con otros cincuenta hombres, temeroso
constantemente de ser descubiertos por el imperio. No había dispuesto de ropa nueva
o limpia en una década, y bañarse y afeitarse era un lujo tan raro como los diamantes.
Apoyado en el suelo delante de mí en aquel carruaje había un arco negro, el
primer regalo que ella me había hecho, hacía tantos años, antes de que la Compañía
desertara de ella. Era precioso por derecho propio.
Cómo gira la rueda de la fortuna.
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Lamprea miró mientras yo terminaba de acicalarme.
—Dioses. Realmente luces bien, Matasanos.
—Es sorprendente lo que hacen un baño y un afeitado —dijo Otto—. Creo que la
palabra es «distinguido».
—A mí me parece un milagro sobrenatural, Ott.
—Podéis ser todo lo sarcásticos que queráis.
—Lo digo en serio —afirmó Otto—. Tienes muy buen aspecto. Si tuvieras un
pequeño felpudo para cubrir ahí donde la línea de tu pelo retrocede hacia tu culo…
Hablaba en serio.
—Ya está bien —murmuré, incómodo. Cambié de tema—. Lo digo en serio:
mantened a raya a esos dos. —Llevábamos sólo cuatro días en la ciudad y ya había
tenido que sacar dos veces a Un Ojo y a Goblin de problemas. Había un límite a lo
que un diplomático podía cubrir, ocultar y apaciguar.
—Sólo somos tres, Matasanos —protestó Lamprea—. ¿Qué es lo que quieres? No
quieren mantenerse a raya.
—Os conozco, amigos. Sé que pensaréis en algo. Mientras estáis en ello,
empaquetad todo esto. Hay que cargarlo en el barco.
—Sí, señor, a vuestras órdenes, señor.
Iba a lanzar una de mis feroces, ingeniosas y abrasadoras observaciones cuando
Murgen asomó la cabeza en la habitación y dijo:
—El carruaje está preparado, Matasanos.
Y Lamprea se preguntó en voz alta:
—¿Cómo vamos a mantenerlos a raya, cuando ni siquiera sabemos dónde están?
Nadie los ha visto desde la hora de comer.
Fui al carruaje con la esperanza de no contraer una úlcera antes de salir del
imperio.
* * *
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viajar en ese monstruo de metal era como hallarse encerrado dentro de una caja de
acero que estuviera siendo golpeada entusiásticamente por vandálicos gigantes.
Barrimos hasta la discreta puerta de los Jardines, dispersando mirones. Bajé, me
quedé allí de pie más rígidamente erguido de lo que hubiera deseado, hice un
decadente gesto de despedida copiado de algún príncipe visto en alguna parte a lo
largo de mi retorcida vida. Crucé la puerta, apresuradamente abierta para mí.
Me dirigí a la Gruta Camelia, esperando que los antiguos recuerdos no me
traicionaran. Los empleados de los Jardines corrieron tras mis talones. Les ignoré.
Mi camino me llevó junto a un estanque de agua tan lisa y plateada que su
superficie formaba un espejo. Me detuve, y mi boca colgó inerte.
Acababa de pasar a través de una figura imponente, meticulosamente acicalada y
vestida. Pero ¿eran mis ojos dos huevos de fuego, y mi abierta boca la de un
resplandeciente horno?
—Estrangularé a esos dos en su sueño —murmuré.
Peor que el fuego, tenía un sombrío, apenas perceptible espectro detrás de mí.
Apuntaba a que el embajador no era más que una ilusión arrojada por algo más
oscuro.
Malditos fueran aquellos dos y sus bromas pesadas.
Cuando avancé de nuevo observé que los Jardines estaban llenos de gente pero en
un completo silencio. Todo el mundo me miraba.
Había oído decir que los Jardines no eran tan populares como lo habían sido en
otro tiempo.
Estaban allí para verme. Por supuesto. Al nuevo general. Al embajador
desconocido salido de la torre oscura. Los lobos deseaban echarle una mirada al tigre.
Hubiera debido esperarlo. La escolta. Habían tenido cuatro días para contar sus
historias por toda la ciudad.
Saqué toda la arrogancia que fui capaz de reunir. Y dentro de mí oí el eco del
lloriqueo de un chico con miedo escénico.
Me aposenté en la Gruta Camelia, fuera de la vista de la multitud. Las sombras
jugaban a mi alrededor. El personal acudió a indagar sobre mis necesidades. Eran
repugnantes en su obsequiosidad.
Una pequeña parte odiosa de mí tomó posesión. Una parte sólo lo bastante grande
como para mostrar por qué algunos hombres ansían el poder. Pero no yo, gracias. Soy
demasiado perezoso. Y soy, me temo, la desafortunada víctima del sentido de la
responsabilidad. Ponedme al mando, e intentaré cumplir con los fines para los cuales
fue pretendidamente creado el cargo. Supongo que carezco de espíritu sociopático
necesario para actuar a lo grande.
¿Cómo das el espectáculo con una comida de muchos platos, cuando estás
acostumbrado a frecuentar lugares en los que comes todo lo que hay en la marmita o
te mueres de hambre? Habilidad. Aprovéchate de la gente que flota a tu alrededor,
temerosa de que los devores a ellos si no eres complacido. Pide esto, pide aquello,
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usa la habitual intuición del médico hacia lo intuido e implicado, y hazlo con energía.
Los envié a la cocina con instrucciones de que no se apresuraran, porque alguien se
reuniría conmigo más tarde.
No era que esperase a la Dama. Pero iba a realizar todos los movimientos. Tenía
intención de mantener mi cita sin su otra mitad.
Otros huéspedes no dejaban de hallar excusas para pasar por allí y echar una
mirada al nuevo hombre. Empecé a desear el haber traído conmigo a mi escolta.
Hubo un rodante retumbar como el sonido de un trueno distante, luego un
martillazo más cercano. Una oleada de voces recorrió los Jardines, seguida por un
silencio de tumba. Luego el silencio cedió paso al ritmo de unos tacones de acero
golpeando al unísono el suelo.
No lo creí. Incluso cuando me levanté para recibirla, no lo creí.
Los guardias de la Torre entraron marcando el paso, se detuvieron, se separaron a
los lados. Goblin llegó uno-dos-tres entre ellos, pavoneándose como un tambor
mayor, con el aspecto de un auténtico goblin recién salido de un Infierno
especialmente llameante. Resplandecía. Arrastraba tras de sí una remolineante niebla
que se evaporaba a unos pocos metros detrás de él. Entró en la Gruta y dirigió al
lugar una mirada ojo de pez, y a mí un guiño. Luego avanzó hasta los escalones del
fondo y se apostó allí, mirando hacia fuera.
¿Qué demonios estaban maquinando ahora? ¿Expandiendo aún más su ya
sobrecargada broma pesada?
Entonces apareció la Dama, tan implacable y tan radiante como una fantasía, tan
hermosa como un sueño. Di un taconazo e hice una inclinación de cabeza. Ella
descendió para reunirse conmigo. Era una visión. Extendió una mano. Mis modales
no me abandonaron, pese a todos los duros años.
¿No iba a proporcionar esto a Ópalo combustible para las habladurías?
Un Ojo siguió a la Dama en su descenso, embozado en oscuras brumas dentro de
las cuales se arrastraban sombras con ojos. Inspeccionó también la Gruta.
Cuando se daba la vuelta para regresar por donde había venido, dije:
—Voy a incinerar ese sombrero. —Iba ataviado como un lord, pero aún seguía
llevando aquel sombrero digno de un trapero.
Sonrió, fue a ocupar su puesto.
—¿Ya has pedido? —preguntó la Dama.
—Sí. Pero sólo para uno.
Una pequeña horda de personal de los Jardines se apresuró al lado de Un Ojo,
aterrada. El maestre de los Jardines en persona los conducía. Si habían sido
aduladores conmigo, se mostraron asquerosamente obsequiosos con la Dama. Yo
nunca me he sentido tan impresionado con nadie en ninguna posición de poder.
Fue una cena larga y lenta, desarrollada en su mayor parte en silencio, conmigo
enviando desconcertadas miradas que no eran respondidas hacia el otro lado de la
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mesa. Una experiencia memorable para mí, aunque la Dama apuntó que había
conocido otras mejores.
El problema era que nos hallábamos demasiado como en un escenario para
disfrutar realmente de ello. No sólo por la gente, sino el uno con el otro.
A lo largo de la cena admití que no había esperado que apareciera, y ella dijo que
mi marcha de la Torre le había hecho darse cuenta que si no lo dejaba todo y se
marchaba también no iba a poder sacudirse de los tentáculos de las responsabilidades
imperiales hasta que alguien la liberara matándola.
—¿Así que simplemente te fuiste? El lugar se va a hacer pedazos.
—No. Dejé algunas salvaguardias allá. Delegué poderes en gente en cuyo buen
juicio confío, de tal modo que el imperio vaya dependiendo gradualmente de ellos, y
termine convirtiéndose en algo suyo antes de que se den cuenta de que he desertado.
—Espero que sí. —Soy un miembro numerario de esa escuela filosófica que cree
que si algo puede ir mal, irá mal.
—Eso no importará para nosotros, ¿verdad? Estaremos muy fuera de alcance.
—Moralmente sí importa, si medio continente se ve abocado a una guerra civil.
—Creo que ya he hecho suficientes sacrificios morales. —Un viento frío me
barrió. ¿Por qué no puedo mantener mi maldita bocaza cerrada?
—Lo siento —dije—. Tienes razón. No pensé.
—Disculpas aceptadas. Debo confesar algo. Me he tomado una libertad con tus
planes.
—¿Eh? —Uno de mis momentos más intelectuales.
—He cancelado tu pasaje a bordo del barco mercante.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No es adecuado que un embajador del imperio viaje a bordo de una decrépita
barcaza de cereales. Eres demasiado modesto, Matasanos. La quinquerreme
construida por Atrapaalmas, la Alas Oscuras, está en el puerto. He ordenado que sea
preparada para el crucero hasta Berilo.
Por los dioses. La misma embarcación predestinada que nos había traído al norte.
—No somos muy queridos en Berilo.
—En estos días Berilo es una provincia del imperio. La frontera se halla ahora a
quinientos kilómetros del mar. ¿Has olvidado tu parte en lo que hizo eso posible?
Hubiera deseado olvidarlo.
—No. Pero mi atención se ha hallado en otra parte estas últimas décadas. —Si la
frontera se había trasladado hasta tan lejos, entonces las botas imperiales hollaban las
avenidas asfaltadas de mi propia ciudad natal. Nunca se me había ocurrido que los
procónsules del sur pudieran expandir sus límites más allá de las ciudades-estado
marítimas. Sólo las propias Ciudades Joya eran de algún valor estratégico.
—¿Quién está amargado ahora?
—¿Quién? ¿Yo? Tienes razón. Gocemos de este momento civilizado. Vamos a
tener muy pocos de ellos. —Nuestras miradas se cruzaron. Por un momento hubo
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destellos de desafío en la suya. Desvié la mía—. ¿Cómo conseguiste alistar a esos dos
payasos en tu parada?
—Un donativo.
Me eché a reír. Por supuesto. Cualquier cosa por dinero.
—¿Y para cuándo está preparada para salir la Alas Oscuras?
—Dos días. Tres como máximo. Y no, no me ocuparé de ningún asunto imperial
mientras esté aquí.
—Hum. Bien. Estoy relleno hasta las agallas y listo para ser asado. Deberíamos
caminar un poco para digerir todo esto. ¿Hay algún lugar razonablemente seguro
donde podamos ir?
—Tú probablemente conoces Ópalo mejor que yo, Matasanos. Nunca he estado
aquí antes.
Supongo que mi expresión fue de sorpresa.
—No puedo estar en todas partes. Hubo un tiempo en el que estuve preocupada
por el norte y el este. Un tiempo en el que estuve preocupada por mantener
controlado a mi esposo. Un tiempo en el que estuve preocupada persiguiéndote.
Nunca hubo un tiempo en el que me sintiera libre para viajar.
—Gracias a las estrellas.
—¿Qué?
—Quería ser un cumplido. Acerca de tu figura juvenil.
Me lanzó una mirada calculadora.
—No diré nada sobre eso. Supongo que estará todo en tus Anales.
Sonreí. Hilillos de humo serpentearon entre mis dientes.
Juré que lo pondría en ellos.
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Sauce imaginó que uno podía descubrir a Humo por lo que era en medio de cualquier
multitud. Era un tipo pequeño, arrugado, grotesco y pellejudo que parecía como si
alguien hubiera intentado labrarlo en nogal negro y se hubiera olvidado de rematarlo
en algunos lugares. Había manchas rosas en el dorso de sus manos, en un brazo y en
un lado de su cara. Como si quizás alguien hubiera arrojado ácido contra él que se
hubiera comido el color allá donde lo había alcanzado.
Humo no le había hecho nada a Sauce. Todavía no. Pero a Sauce no le gustaba. A
Hoja no le importaba ni en un sentido ni en otro. A Hoja no le importaba demasiado
nada. Fibroso Mather decía que se reservaba su juicio. Sauce mantenía su desagrado
fuera de la vista, porque Humo era lo que era y porque estaba con la Mujer.
La Mujer les aguardaba también. Era más morena que Humo y más que cualquier
otra persona en la ciudad, por todo lo que Sauce sabía. Tenía un rostro común que
hacía que resultara difícil fijarse en ella. Era de estatura media para una mujer
tagliana, lo cual no era mucho según los estándares de Swan. Excepto su actitud de
«yo soy el jefe», no destacaba mucho en ninguna parte. No vestía mejor que las
mujeres viejas que Sauce veía por las calles. Cuervos negros, los llamaba Fibroso.
Siempre vestidas de negro, como las viejas mujeres campesinas que veían cuando
recorrían los territorios de las Ciudades Joya.
No habían conseguido averiguar quién era la Mujer, pero sabían que era alguien.
Tenía conexiones en el palacio del prahbrindrah, allá arriba. Humo trabajaba para
ella. Las esposas de los pescadores no tenían hechiceros en su nómina. De todos
modos, ambos actuaban como oficiales pretendiendo no parecer oficiales. Como si no
supieran ser como la gente normal.
El lugar donde se reunieron era la casa de alguien. Alguien importante, pero
Sauce todavía no había conseguido imaginar quién. Los linajes y jerarquías de clase
no tenían sentido en Taglios. Todo resultaba siempre confundido por las afiliaciones
religiosas.
Entró en la habitación donde aguardaban ellos, ocupó una silla. Tenía que
mostrarles que no era un cualquiera siempre a su disposición. Fibroso y Hoja fueron
más circunspectos. Fibroso frunció el ceño cuando Sauce dijo:
—Hoja dice que desean hablar un poco de las pesadillas de Humo. ¿Quizá sueños
ilusorios?
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—Tiene usted una muy buena idea de por qué nos interesa, señor Swan. Taglios y
sus dependencias han sido pacifistas durante siglos. La guerra es un arte olvidado. Ha
sido innecesario. Nuestros vecinos se sintieron igualmente traumatizados por el
paso…
—¿Está hablando ella en tagliano? —preguntó Sauce a Humo.
—Como usted quiera, señor Swan. —Sauce captó un asomo de malicia en los
ojos de la Mujer—. Cuando las Compañías Libres cruzaron nuestros territorios nos
patearon el culo de una forma tan malditamente mala que durante trescientos años
cualquiera que mirara una espada se sentía tan asustado que vomitaba hasta sus
mismas entrañas.
—Sí —rio quedamente Swan—. Eso es cierto. Podemos hablar. Cuéntenos.
—Queremos ayuda, señor Swan.
—Veamos —meditó Sauce—. Tal como lo veo, hace setenta y cinco, un centenar
de años, la gente empezó finalmente a jugar a juegos. Competiciones de arco y cosas
así. Pero nunca nada de hombre contra hombre. Entonces vinieron los Maestros de las
Sombras para apoderarse de Tragevec y Kiaulune y cambiar sus nombres a Luz de las
Sombras y Lugar de las Sombras.
—Kiaulune significa Puerta de las Sombras —dijo Humo. Su voz era como su
piel, extrañamente manchada. Algo así como chillona a veces. Hacía que a Sauce se
le pusiera el vello de punta—. No es mucho cambio. Sí. Vinieron. Y como Kian en la
leyenda, liberaron el conocimiento perverso. En este caso, cómo hacer la guerra.
—E inmediatamente empezaron a labrarse un imperio, y si no hubieran tenido ese
problema en el Lugar de las Sombras y no hubieran estado tan atareados luchando
entre sí hubieran llegado aquí hace quince años. Lo sé. He estado preguntando por ahí
desde que ustedes empezaron a husmearnos.
—¿Y?
—Así que durante quince años han sabido ustedes que algún día vendrían. Y
durante quince años no han hecho nada al respecto. Ahora, cuando de repente se
enteran del día, desean agarrar a tres tipos de la calle y hacer que piensen que pueden
obrar algún tipo de milagro. Lo siento, hermana. Sauce Swan no traga. Aquí tiene a
su hombre. Haga que el viejo Humo saque las palomas de su sombrero.
—No buscamos milagros, señor Swan. El milagro ya ha ocurrido. Humo lo soñó.
Estamos buscando tiempo para que el milagro surta efecto.
Sauce bufó.
—Tenemos una apreciación realista de lo desesperada que es nuestra situación,
señor Swan. La hemos tenido desde que aparecieron los Maestros de las Sombras. No
hemos estado jugando al avestruz. Hemos estado haciendo lo que parecía más
práctico, dado el contexto cultural. Hemos alentado a las masas a que aceptaran la
noción de que sería algo grande y glorioso repeler el asalto cuando se produjera.
—Eso es lo que les vendieron —dijo Hoja—. Los prepararon para ir a morir.
—Y eso es lo que todos ellos harán —dijo Swan—. Morir.
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—¿Por qué? —preguntó la Mujer.
—No hay organización —dijo Fibroso. El pensativo—. Pero no es posible la
organización. Nadie de ninguna de las principales familias del culto aceptará órdenes
de alguien de otro culto.
—Exacto. Los conflictos religiosos hacen imposible formar un ejército. Tres
ejércitos, quizá. Pero entonces los sumos sacerdotes pueden sentirse tentados a
usarlos para zanjar sus diferencias aquí en casa.
Hoja bufó.
—Deberían quemar los templos y estrangular a los sacerdotes.
—Sentimientos que mi hermano expresa a menudo —dijo la Mujer—. Humo y
yo tenemos la sensación de que ellos podrían seguir a unos extranjeros de probada
habilidad que no estén atados a ninguna facción.
—¿Qué? ¿Pretenden nombrarme general?
Fibroso se echó a reír.
—Sauce, si los dioses pensaran de ti la mitad de lo que tú piensas de ti mismo,
serías el rey del mundo. ¿Imaginas que eres el milagro que Humo vio en su sueño?
No van a hacerte general. No realmente. A menos que sea para la galería, mientras
ellos ganan tiempo.
—¿Qué?
—¿Quién es el tipo que no deja de decir que sólo pasó dos meses en el ejército y
que nunca aprendió a marcar el paso?
—Oh. —Sauce se quedó pensativo por un minuto—. Creo que ya veo.
—En realidad, todos serán generales —dijo la Mujer—. Y tendremos que confiar
mucho en la experiencia práctica del señor Mather. Pero Humo tendrá la última
palabra.
—Tenemos que ganar tiempo —hizo eco el hechicero—. Mucho tiempo. Algún
día, pronto, Sombra de Luna enviará una fuerza combinada de cinco mil hombres a
invadir Taglios. Tenemos que impedir ser derrotados. Si hay alguna manera posible,
tenemos que derrotar a la fuerza enviada contra nosotros.
—No hay nada como desear.
—¿Están dispuestos a pagar el precio? —preguntó Fibroso. Como si creyera que
podía hacerse.
—El precio será pagado —dijo la Mujer—. Sea cual pueda ser.
Sauce la miró hasta que no pudo impedir que sus labios formularan la gran
pregunta.
—¿Exactamente quién demonios es usted, señora? Haciendo sus promesas y
planes.
—Soy la radisha Drah, señor Swan.
—Por todos los sagrados dioses —murmuró Swan—. La hermana mayor del
príncipe. —Aquélla que alguna gente decía que era el auténtico jefe de la manada en
aquellas partes—. Sabía que era usted alguien, pero… —Se sintió estremecido hasta
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las uñas de los dedos de los pies. Pero no sería Sauce Swan si no se reclinaba hacia
atrás, cruzaba las manos sobre su estómago, exhibía una gran sonrisa y preguntaba—:
¿Qué es lo que hay para nosotros?
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Aunque el imperio mantenía una apariencia superficial de cohesión, un
desmoronamiento de la antigua disciplina se agitaba en sus profundidades. Cuando
recorrías las calles de Ópalo captabas la laxitud. Se hablaba de la nueva cosecha de
grandes señores. Un Ojo señalaba un incremento del mercado negro, un tema en el
que era experto desde hacía más de un siglo. Yo oía conversaciones de crímenes
cometidos que no eran castigados oficialmente.
A la Dama parecía no preocuparle nada de aquello.
—El imperio está buscando la normalidad. Las guerras han terminado. No hay
necesidad de ser tan estrictos como en el pasado.
—¿Estás diciendo que es tiempo de relajarse?
—¿Por qué no? Serás el primero en gritar acerca del precio que pagamos por la
paz.
—Sí. Pero el orden comparativo, el hacer cumplir las leyes públicas de
seguridad… Admiraba esa parte.
—Eres un auténtico cariño, Matasanos. Estás diciendo que no somos tan malos
como eso.
Ella sabía malditamente bien que yo había afirmado eso todo el tiempo.
—Sabes que no creo que exista el mal puro.
—Pero existe. Está supurando allá arriba en el norte en un clavo de plata que tus
amigos clavaron en el tronco de un árbol joven que es el hijo de un dios.
—Incluso el Dominador puede tener alguna vez alguna cualidad redentora. Quizá
fue bueno con su madre.
—Probablemente le arrancó el corazón y se lo comió. Crudo.
Quise decirle algo como, tú te casaste con él, pero no necesitaba darle más
excusas para hacerle cambiar de opinión. Ya estaba bastante presionada.
Pero divago. Estaba señalando los cambios en el mundo de la Dama. Lo que
centraba todo el asunto era el tener a una docena de hombres abordándonos y
preguntando si podían firmar con la Compañía Negra. Todos eran veteranos. Lo cual
significaba que por aquellos días había hombres en edad militar libres. Durante los
años de la guerra no habrías podido encontrar ninguno en ninguna parte. Si no
estaban con los grises estaban con la Rosa Blanca.
Rechacé de inmediato a seis tipos y acepté a uno, un hombre con los dientes
frontales adornados con incrustaciones de oro. Goblin y Un Ojo, autonombrados
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adjudicatarios de nombres, lo bautizaron Destellos.
De los otros cinco había tres que me gustaban y dos que no, y no pude hallar
ninguna razón válida para decidirme por ninguno de ellos. Mentí y les dije que
estaban todos aceptados y que debían presentarse a bordo de la Alas Oscuras a
tiempo para nuestra partida. Luego conferencié con Goblin. Dijo que se aseguraría de
que los dos que no me gustaban no llegaran a tiempo a la hora de la partida.
* * *
Entonces vi por primera vez los cuervos, conscientemente. No les concedí ningún
significado especial, sólo me pregunté por qué en todas partes a donde íbamos
parecía haber cuervos.
* * *
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—Si se trata de algo mágico, es tu departamento. Mantén un ojo en ello —reí
quedamente— y házmelo saber si descubres algo útil.
—Tu sentido del humor se ha ido al infierno, Matasanos.
—Lo sé. Debe de ser la Compañía que mando. Mi madre me advirtió acerca de
los tipos como tú. Lárgate. Ve a ayudar a Goblin con esos dos tipos o algo. Y
mantente lejos de los problemas. O te arrastraré por el agua en un bamboleante bote
de remos atado tras el barco todo el camino.
Se necesita un auténtico esfuerzo para que un hombre negro se vuelva verde por
el mareo anticipado. Un Ojo lo consiguió.
La amenaza funcionó. Incluso conseguí que Goblin no se metiera en líos.
* * *
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Nuestros carruajes de hierro negro atronaron por las calles de Ópalo, inundando el
amanecer de miedo y ruido. Goblin se había superado a sí mismo. Ésta vez los
garañones negros exhalaban humo y fuego, y brotaban llamas allá donde golpeaban
sus cascos, extinguiéndose tan sólo mucho después de que hubieran pasado. Los
ciudadanos se ponían a cubierto.
Un Ojo estaba reclinado a mi lado, sujeto por cuerdas protectoras. La Dama se
sentaba frente a nosotros, con las manos cruzadas sobre su regazo. Los bamboleos del
carruaje no la molestaban en absoluto.
Su carruaje y el mío se separaron. El suyo se encaminó hacia la puerta norte, en
dirección a la Torre. Toda la ciudad —esperábamos— creería que ella iba en ese
carruaje. Desaparecería en alguna parte en una región deshabitada. Los cocheros,
generosamente sobornados, se encaminarían al oeste, para llevar nuevas vidas en las
distantes ciudades costeras. Esperábamos que el rastro moriría antes de que nadie se
preocupara.
La Dama llevaba un atuendo que la hacía parecer una ramera, el capricho
momentáneo de un embajador.
Viajaba como una cortesana. El carruaje estaba atestado con sus cosas, y Un Ojo
informó que una carga completa había sido subida ya a la Alas Oscuras, con un carro
para transportarla.
Un Ojo tenía un aspecto flácido porque había sido drogado.
Enfrentado a un viaje por mar, se cerraba en banda. Conocedor de antiguo de eso,
Goblin se había preparado. Unas gotas anestésicas en su brandy de la mañana habían
hecho el truco.
Retumbamos a través de las calles que recién despertaban, en dirección a los
muelles, entre la confusión de los vendedores que empezaban a instalar sus puestos.
Nos dirigimos al gran muelle naval, hasta su extremo, y subimos la amplia pasarela.
Los cascos tamborilearon sobre las maderas de la cubierta. Finalmente nos
detuvimos.
Bajé del carruaje. El capitán del barco acudió a mi encuentro con todos los
honores y dignidades apropiados…, y un furioso fruncimiento de ceño hacia las
maltratadas planchas de su cubierta. Miré a mi alrededor. Los cuatro nuevos hombres
estaban allí. Asentí. El capitán gritó. Unos marineros iniciaron la maniobra de
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desatraque. Otros empezaron a ayudar a mis hombres a desenjaezar y desensillar los
caballos. Observé un cuervo perchado en el tope del mástil.
Pequeños remolcadores manejados por remeros convictos apartaron la Alas
Oscuras del muelle. Sus propios remeros entraron en acción. El tambor dejó oír sus
rítmicos golpes. El barco orientó su proa a mar abierto. En una hora habíamos
recorrido el canal, avanzando con la marea, la gran vela negra del barco hinchada por
una suave brisa. La embarcación no había cambiado desde nuestro viaje al norte,
aunque Atrapaalmas había sido destruido por la propia Dama poco después de la
Batalla de Hechizo. El cuervo se mantuvo en su percha.
* * *
Era la mejor estación para cruzar el Mar de las Tormentas. Incluso Un Ojo admitía
que era el paso más rápido y fácil. Divisamos las luces de Berilo a la tercera mañana,
y entramos en el puerto con la marea de la tarde.
La llegada de la Alas Oscuras tuvo todo el impacto que esperaba y temía.
La última vez que ese monstruo entró en Berilo, su último tirano nativo libre
había muerto. Su sucesor, elegido por Atrapaalmas, se convirtió en una marioneta
imperial. Y sus sucesores fueron gobernadores imperiales.
Los funcionarios imperiales locales se arracimaron en el muelle cuando atracó la
quinquerreme.
—Termitas —los llamó Goblin—. Escribanos y recaudadores de impuestos.
Pequeñas cosas que viven bajo las piedras y huyen de la luz de los empleos honestos.
Algo en su pasado hacía que odiara a muerte a los recaudadores de impuestos. Era
algo que yo podía comprender de una forma intelectual. Quiero decir que no hay
forma de vida más inferior —con la posible excepción de los alcahuetes— que
aquélla que se regocija con este poder, derivado del estado, de humillar, extorsionar y
generar miseria. Los considero una lacra para mi especie. Pero con Goblin la cosa se
convierte en una llameante pasión, capaz de someter a los recaudadores de impuestos
a las más terribles torturas y a la muerte.
Las termitas se mostraban inquietas y preocupadas. No sabían qué hacer con
aquella repentina y obviamente portentosa llegada. El advenimiento de un
representante imperial podía significar un centenar de cosas, pero ninguna buena para
la atrincherada burocracia.
Más allá se interrumpieron todos los trabajos. Incluso los líderes de las bandas
hicieron una pausa para contemplar la recién llegada nave.
Un Ojo examinó la situación.
—Es mejor que salgamos rápido de la ciudad, Matasanos. O de otro modo esto se
convertirá en una segunda edición de la Torre, esta vez con demasiada gente haciendo
demasiadas malditas preguntas.
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El carruaje estaba preparado. La Dama estaba dentro. Las monturas, tanto las
grandes como las normales, estaban ensilladas. Un pequeño carro ligero, cerrado,
había sido subido a cubierta y preparado por los guardias a caballo con las cosas de la
Dama. Estábamos listos para bajar cuando el capitán diera la orden.
—Montad —ordené—. Un Ojo, cuando baje esa pasarela, haz sonar los cuernos
del infierno. Otto, saca este carruaje de aquí como si el propio Renco te persiguiera.
—Me volví al comandante de los guardias a caballo—. Vosotros abrid camino. No
deis a esa gente de ahí abajo ninguna posibilidad de frenar nuestra marcha. —Subí al
carruaje.
—Bien pensado —dijo la Dama—. Marchémonos aprisa o corremos el riesgo de
caer en la trampa de la que apenas pude escapar en la Torre.
—Eso es lo que temo. Puedo mantener esa pantomima del enviado imperial tan
sólo si nadie me mira desde demasiado cerca. —Era mucho mejor cruzar rugiendo la
ciudad y dejarles pensando que yo era un despectivo, arrogante y malhumorado
embajador Tomado que se encaminaba al sur en una misión que no tenía nada que ver
con los procuradores de Berilo.
La pasarela bajó. Un Ojo liberó el aullido de los cuernos del infierno que yo
deseaba. Mi gente avanzó con firmeza. Mirones y privilegiados se apartaron a toda
prisa ante nuestra aparición de fuego y oscuridad. Atronamos cruzando Berilo como
habíamos atronado cruzando Ópalo, dispersando terror a nuestro paso. Detrás de
nosotros, la Alas Oscuras partió con la marea de la tarde, con órdenes de seguir viaje
hasta los Caminos Granate e iniciar una extensa labor de patrulla contra piratas y
contrabandistas. Salimos por la Puerta del Muladar. Aunque los animales normales
estaban exhaustos, seguimos adelante hasta la protección de la oscuridad.
* * *
Pese a nuestra prisa por abandonar la ciudad, no acampamos lo bastante lejos como
para escapar enteramente de su atención. Cuando desperté por la mañana hallé a
Murgen aguardado con tres hermanos que deseaban unirse a nosotros. Sus nombres
eran Cletus, Longinus y Loftus. Eran unos niños cuando habíamos estado en Berilo la
otra vez. Cómo nos reconocieron durante nuestra loca cabalgada no lo sé. Afirmaron
haber desertado de las Cohortes Urbanas a fin de unirse a nosotros. No me sentía con
muchos ánimos para conducir un interrogatorio exhaustivo, así que acepté la palabra
de Murgen de que parecían correctos.
—Si son lo bastante estúpidos como para desear venir con nosotros sin saber lo
que les espera, dejémosles. Envíalos a Lamprea.
Ahora disponía de dos débiles pelotones, Otto y los cuatro de Ópalo y Lamprea y
los tres de Berilo. Así es la historia de la Compañía. Toma un hombre aquí, alista a
dos más allí, sigue acumulando.
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* * *
Hacia del sur y hacia el sur. Cruzando Rebosa donde la Compañía había prestado
brevemente servicio y donde se habían alistado Otto y Lamprea. Hallaron su ciudad
inmensamente cambiada y sin embargo no cambiada en absoluto. No tuvieron
problemas en dejarla atrás. Trajeron a otro recluta de allí, un sobrino, que se ganó
rápidamente el nombre de Sonrisas debido a su constante aspecto taciturno y sus
frases sarcásticas.
Luego Padora, y más adelante hacia esa gran encrucijada comercial donde nací yo
y donde me alisté justo antes de que la Compañía terminara su servicio allí. Era joven
y estúpido cuando lo hice. Sí. Pero quería ver los lugares más lejanos del mundo.
Ordené un día de descanso en la gran caravanera fuera de las murallas de la
ciudad, junto al camino occidental, mientras yo iba a la ciudad y recordaba viejos
tiempos, recorriendo las calles que había recorrido de niño. Como dijo Otto acerca de
Rebosa, era la misma y sin embargo estaba enormemente cambiada. La diferencia,
por supuesto, estaba dentro de mí.
Recorrí mi antiguo barrio, más allá de la vieja casa que había sido mi hogar. No vi
a nadie que conociera…, excepto quizás una mujer brevemente divisada, que se
parecía a mi abuela, y que tal vez fuera mi hermana. No la paré, no pregunté. Para esa
gente estoy muerto.
Mi regreso como enviado especial no cambiaba eso.
* * *
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Hacia atrás en el tiempo, hacia atrás a lo largo de nuestra propia historia. Una
simple afirmación, pero un importante pensamiento.
—Sí. Quizá tengas razón. Déjame agitar un poco el caldero. De otro modo nunca
seguiremos adelante.
Me uní a la Dama, que me lanzó una mala mirada. Me puse mi mejor sonrisa y
dije:
—Mira. Estoy al otro lado de la línea. ¿Tienes algún problema con ello, teniente?
Negó con la cabeza. Estaba más intimidado por mi rango y título, por poco
merecidos que fueran, que por la mujer que se suponía que era su jefe. Y eso era
porque creía que le debía cierta lealtad aunque ella ya no gobernara.
—La Compañía tiene sitio para unos cuantos buenos hombres con experiencia
militar —dije—. Ahora que estamos fuera del imperio y no necesitamos su permiso,
estamos reclutando activamente.
Lo captó realmente aprisa, se situó a mi lado, ofreció a la Dama una gran sonrisa.
—Hay una cosa —dije—. Si te sitúas aquí y aceptas, tendrás que prestar el
juramento a la Compañía, lo mismo que todos los demás. Lo cual significa que no
puedes doblegarte a ninguna otra autoridad, por superior que sea.
La Dama le ofreció una amable y retorcida sonrisa. El hombre retrocedió los
pasos que había dado, pensando que sería mejor pensar seriamente en ello antes de
comprometerse.
—Esto vale para todo el mundo —le dije a la Dama—. Hasta ahora no contaba.
Pero si sales del imperio y sigues con nosotros, deberá ser bajo las mismas
condiciones aceptadas por todos los demás.
Me lanzó una penetrante mirada.
—Pero yo sólo soy una mujer…
—Hay precedentes, amiga. Aunque no es algo que ocurra a menudo. El mundo no
tiene mucho espacio para las mujeres aventureras. Pero ha habido mujeres en la
Compañía. —Me volví al teniente y le dije—: Y si firmas, tu juramento será
considerado genuino. La primera vez que recibas una orden y la mires a ella
buscando consejo sobre si sí o si no, sales fuera. Solo en tierra extranjera. —Era uno
de los días en los que me sentía más seguro de mí mismo.
La Dama murmuró para sí misma algo muy impropio de una dama, luego le dijo
al teniente:
—Ve a hablar de eso a tus hombres. —Al momento mismo en que estuvo fuera
del alcance de nuestras palabras me preguntó—: ¿Significa esto que dejamos de ser
amigos? ¿Si acepto tu exigencia de un juramento?
—¿Consideras que dejé de ser amigo de los demás cuando ellos me eligieron su
capitán?
—Admito que no he oído muchos «sí señor», «no señor», «a tus órdenes señor».
—Pero ves que hacen lo que se les dice cuando saben que hablo en serio.
—La mayoría de las veces.
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—Goblin y Un Ojo necesitan un poco de presión extra de tanto en tanto. Bien,
¿qué va a ser? ¿Vas a convertirte en un soldado?
—¿Tengo otra elección, Matasanos? Puedes ser un auténtico bastardo.
—Por supuesto que tienes otra elección. Puedes volver con tus hombres y seguir
siendo la Dama.
El teniente estaba hablando con su tropa, y la idea de seguir hacia el sur estaba
demostrando ser menos popular de lo que él o ella habían creído. La mayoría
reunieron sus caballos, mirando al norte, antes de que terminara de hablar.
Finalmente volvió y nos presentó a seis hombres que deseaban ir con nosotros.
No se incluyó en el grupo. Evidentemente su conciencia le había mostrado una forma
de dar un rodeo a las cosas haciendo lo que minutos antes había considerado que era
su deber.
Interrogué brevemente a los hombres, y parecieron interesados en seguir adelante,
Así que les hice cruzar la línea y les tomé juramento a todos, haciendo de ello un
espectáculo en honor a la Dama. No recuerdo haber hecho nunca nada especialmente
formal para nadie antes.
Entregué a los seis a Otto y Lamprea para que los dividiesen entre ellos y me
quedé el otro para mí, y más tarde entré sus nombres en los Anales cuando supe los
nombres por los que deseaban ser conocidos.
La Dama se contentó con seguir siendo llamada la Dama. Sonaba como un
nombre cuando era pronunciado en cualquier idioma, excepto uno, por supuesto.
Los cuervos observaron todo el espectáculo desde un árbol cercano.
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Aunque el sol miraba a través de una docena de ventanas abovedadas, había
oscuridad en aquel lugar donde se reunía la Oscuridad.
Una charca de roca fundida brillaba en el centro del vasto suelo. Lanzaba una luz
ensangrentada sobre cuatro figuras sentadas que flotaban a unos pocos palmos del
suelo. Se miraban los unos a los otros por encima de la charca, formando un triángulo
equilátero, con un par de ellos en uno de los vértices. Ésos dos estaban coaligados
muy a menudo. Ahora eran aliados.
Había habido una guerra entre los cuatro durante largo tiempo, sin ningún
ganador, ninguno en relación con ningún otro. Pero en estos momentos había un
armisticio.
Las sombras se deslizaban y giraban y saltaban a su alrededor. Nada podía verse
de ninguno de ellos excepto vagas formas. Los cuatro habían decidido ocultarse
dentro de túnicas negras, detrás de máscaras negras.
El más bajo, uno de la pareja, rompió el silencio que había reinado durante una
hora.
—Ella ha empezado a moverse hacia el sur. Aquéllos que la sirvieron y todavía
llevan su indeleble marca se mueven también. Han cruzado el mar, y vienen llevando
poderosos talismanes. Y su camino está lleno con aquellos que unirán sus destinos a
ese negro estandarte. Incluidos algunos cuyo poder seríamos estúpidos si no lo
tuviéramos en cuenta.
Un ángulo del triángulo emitió un sonido desdeñoso. El otro preguntó:
—¿Y qué hay del norte?
—El Grande permanece seguro. El menor que yace a la sombra del árbol
aprisionante ya no estará allí mucho tiempo. Ha sido resucitado y se le ha dado nueva
forma. También acude al sur, pero está tan loco y sediento de venganza que no hay
que temerle. Un niño podría encargarse de él.
—¿Tenemos causa para temer que nuestra presencia aquí sea conocida?
—Ninguna. Incluso en Trogo Taglios sólo unos pocos están convencidos de que
existimos. Más allá de la Primera Catarata sólo somos un rumor, y ni siquiera eso por
encima de la Segunda. Pero el que se ha hecho dueño de los grandes pantanos puede
que nos haya captado agitarnos. Es posible que sospeche que hay algo más que lo que
sabe.
El compañero del que había informado añadió:
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—Vienen. Ella viene. Pero retenida al paso de hombre y animal. Todavía tenemos
un año. O más.
El otro bufó de nuevo, luego habló.
—Los pantanos pueden ser un buen lugar para que mueran. Ocupaos de ello.
Podéis imprimirle al que manda la majestad y el terror de mi Nombre. —Empezó a
derivar, alejándose.
Los otros miraron fijamente. La ira en el lugar se hizo palpable.
Dejó de derivar.
—Sabéis lo que duerme inquieto en mi frontera sur. No me atrevo a relajar mi
vigilancia.
—A menos que sea para apuñalarnos por la espalda. Observo que la amenaza se
vuelve secundaria cada vez que lo intentas.
—Tenéis mi palabra. Por mi Nombre. La paz no será rota por mí mientras
aquellos que traen el peligro del norte sobrevivan. Podéis hablar de mí como de uno
de vosotros cuando extendáis vuestras manos más allá de las sombras. No puedo, no
me atrevo, a daros más. —Reanudó su derivar.
—Que así sea, pues —dijo la mujer. El triángulo se redispuso como para excluirla
—. Has dicho una verdad, ciertamente. Los pantanos pueden ser un buen lugar para
que mueran. Si el Destino no les toma antes de su mano.
Uno de los otros empezó a reír quedamente. Las sombras se deslizaron de un lado
para otro, frenéticas, a medida que la creciente risa las atormentaba.
—Un buen lugar para que mueran.
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Al principio los nombres fueron ecos de mi infancia. Berza. Tato. Gris. Semanas. En
algunos había servido la Compañía, otros habían sido sus enemigos. El mundo
cambiaba y se volvía más cálido y las ciudades más dispersas. Sus nombres se
desvanecían en la leyenda y en los recuerdos de los Anales. Tire. Raxle. Slight. Nab y
Nod. Fuimos más allá de cualquier mapa que yo hubiera visto nunca, a ciudades
conocidas por mí únicamente a través de los Anales y visitadas anteriormente tan sólo
por Un Ojo. Boros. Teries. Viege. Ha-jah.
Y seguimos hacia el sur, aún en el primer largo tramo de nuestro viaje. Los
cuervos nos seguían. Reunimos a otros cuatro reclutas, guardias de caravana
profesionales de una tribu nómada llamada los roi, que desertaron para unirse a
nosotros. Inicié un pelotón para Murgen. No se sintió muy entusiasmado. Se
conformaba con ser el portador del estandarte y había esperado ocuparse de las tareas
de Analista porque yo tenía demasiado trabajo como capitán y como médico. No me
atreví a desanimarle. El único sustituto alternativo era Un Ojo. No era de fiar.
Un poco más al sur, y aún no habíamos llegado al lugar de origen de Un Ojo, las
junglas de D’loc-Aloc.
Un Ojo juraba y perjuraba que nunca en su vida, fuera de los Anales, había oído
el nombre de Khatovar. Tenía que estar mucho más allá del cinturón del mundo.
Hay límites a lo que la frágil carne puede soportar.
Ése largo camino no era fácil. El carruaje de hierro negro y el carro de la Dama
atraían las miradas de bandidos y príncipes y príncipes que eran bandidos. La
mayoría de las veces Goblin y Un Ojo nos abrían paso con alguna estratagema. El
resto de las veces los obligábamos a retroceder aplicando un poco de terror. Aquél era
un largo tramo donde la magia había desaparecido.
Si aquel par habían aprendido algo durante sus años con la Compañía, era el
sentido de la teatralidad. Cuando conjuraban una ilusión, podías oler su mal aliento
desde veinte metros de distancia.
Deseaba que supieran refrenarse un poco de malgastar toda aquella pirotecnia
rivalizando el uno con el otro.
Decidí que era tiempo de descansar unos pocos días. Necesitábamos recuperar
nuestro ímpetu juvenil.
—Hay un lugar camino adelante llamado el Templo del Reposo del Viajero.
Reciben a los caminantes, vienen haciéndolo desde hace de dos mil años. Sería un
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buen lugar para descansar e indagar un poco.
—¿Indagar?
—Dos mil años de relatos de viajeros constituyen una buena biblioteca,
Matasanos. Y un relato es el único donativo que exigen siempre.
Me había convencido. Sonrió sesgadamente. El viejo bribón me conocía
demasiado bien. Ninguna otra cosa podría haber refrenado mi determinación de
alcanzar Khatovar lo antes posible.
Pasé la noticia. Y Un Ojo me ofreció su ojo de pez.
—Eso significa que te vas a dedicar a un poco de trabajo honrado —le dije.
—¿Qué?
—¿Quién crees que va a dedicarse a traducir?
Gruñó e hizo girar su ojo.
—¿Cuándo voy a aprender a mantener cerrada mi jodida bocaza?
* * *
* * *
—Podría retirarme aquí —le dije a la Dama al segundo día de nuestra estancia.
Limpios por primera vez en meses, paseábamos por unos jardines jamás alterados por
conflictos más intensos que las peleas de los gorriones.
Me dirigió una tenue sonrisa y me concedió la cortesía de no decir nada acerca de
la naturaleza ilusoria de los sueños.
El lugar tenía todo lo que yo creía desear. Confort. Quietud. Aislamiento de los
males de la tierra. Finalidad. El reto de estudios históricos para aplacar mi ansia de
saber lo que había ocurrido antes.
Sobre todo, proporcionaba un respiro de la responsabilidad. Cada hombre añadido
a la Compañía parecía doblar mi carga, y me preocupaba el mantenerlos alimentados,
sanos y alejados de los problemas.
—Cuervos —murmuré.
—¿Qué?
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—Allá donde vamos hay cuervos. Quizá sólo haya empezado a notarlos durante
este último par de meses. Pero allá donde vamos veo cuervos. Y no puedo sacudirme
de encima la sensación de que nos están vigilando.
La Dama me lanzó una desconcertada mirada.
—Observa. Ahí mismo, en esa acacia. Dos de ellos, posados como negros
presagios.
Miró al árbol, volvió a mirarme a mí.
—Veo un par de palomas.
—Pero… —Uno de los cuervos alzó el vuelo, se alejó aleteando por encima del
muro del monasterio—. Eso no era ninguna…
—¡Matasanos! —Otto vino a la carga por el jardín, dispersando pájaros y ardillas,
ignorando toda compostura—. ¡Hey! ¡Matasanos! ¡Adivina lo que he encontrado!
¡Copias de los Anales de cuando pasamos por aquí camino del norte!
Bien. Y bien. Ésta vieja mente cansada no puede encontrar las palabras
adecuadas. ¿Excitación? Ciertamente. ¿Éxtasis? Pueden creerlo. El momento fue casi
sexualmente intenso. Mi mente se enfocaba en cómo actúa uno cuando una mujer
esencialmente deseable demuestra ser alcanzable de pronto.
Varios volúmenes antiguos de los Anales se habían perdido o habían resultado
dañados a lo largo de los años. Había algunos que nunca había llegado a ver, y nunca
había tenido esperanzas de verlos.
—¿Dónde? —jadeé.
—En la biblioteca. Uno de los monjes pensó que tal vez pudieras estar interesado.
Cuando estuvimos aquí camino del norte no recuerdo haberlos dejado, pero por aquel
entonces no estaba muy interesado en este tipo de cosas. Yo y Tam-Tam estábamos
demasiado ocupados mirando por encima de nuestros hombros.
—Podría estar interesado —dije—. Podría. —Mi fingimiento me abandonó. Dejé
a la Dama sin apenas un—: Disculpa.
Quizás aquella obsesión no era tan poderosa como yo mismo me había obligado a
creer.
Me sentí como un asno cuando me di cuenta de lo que había hecho.
* * *
Leer esas copias requirió un trabajo de equipo. Habían sido registradas en un idioma
que ya no usaba nadie excepto los monjes del templo. Ninguno de ellos hablaba
ningún idioma que yo comprendiera. Así que nuestro lector lo tradujo a la lengua
nativa de Un Ojo, y luego Un Ojo lo tradujo para mí.
Lo que se filtró a través de todo ello era malditamente interesante.
Tenían el Libro de Choe, que había resultado destruido cincuenta años antes de
que yo me alistara y reconstruido muy pobremente. Y el Libro de Te-Lare, conocido
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por mí sólo a través de una críptica referencia en un volumen posterior. El Libro de
Skete, hasta entonces desconocido. Tenían media docena más, igualmente preciosos.
Pero no el Libro de la Compañía. Ni el Primer ni el Segundo Libro de Odrick. Ésos
eran los legendarios primeros tres volúmenes de los Anales, que contenían nuestros
mitos originales, a los que se refieren obras posteriores pero no son mencionados
como haber sido vistos después del primer siglo de existencia de la Compañía.
El Libro de Te-Lare dice por qué.
Hubo una batalla.
Siempre había una batalla en cualquier explicación.
Movimiento; un choque armado; otro signo de puntuación en el largo relato de la
Compañía Negra.
En éste, la gente que había contratado a nuestros antepasados se hundió al primer
golpe de la carga del enemigo. Se dispersaron tan rápido que habían desaparecido
antes de que la Compañía se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. El equipo se
retiró luchando hasta su campamento fortificado. Durante el asedio que siguió, el
enemigo penetró varias veces en el campamento. Durante una de esas penetraciones
los volúmenes en cuestión desaparecieron. Tanto el Analista como su sustituto fueron
masacrados. Los Libros no pudieron ser reconstruidos de memoria.
Oh, bueno. Iba por delante del juego.
Los libros disponibles cartografiaban nuestro futuro hasta casi el borde de los
mapas propiedad de los monjes, y ésos recorrían todo el camino hasta Aquí Hay
Dragones. Otro siglo y la mitad de un viaje a nuestros ayeres. Cuando hubiéramos
reconstruido nuestra ruta hasta tan lejos, esperaba que nos hallaríamos en el corazón
de un mapa que abarcara nuestro destino.
Tan pronto como quedó claro que habíamos hallado oro conseguí material para
escribir y un volumen virgen de los Anales. Podía escribir tan rápido como Un Ojo, y
el monje podía traducir.
El tiempo voló. Un monje trajo velas. Luego una mano se apoyó en mi hombro.
La Dama dijo:
—¿Quieres tomarte un descanso? Yo podría hacer esto por un rato.
Durante medio minuto simplemente permanecí sentado allí, poniéndome rojo.
Eso, después de que prácticamente la echara fuera. Después de no haber pensado en
ella durante todo el día.
—Comprendo —me dijo.
Quizá fuera cierto. Había leído los diversos Libros de Matasanos —o, como la
posterioridad puede que los recuerde, los Libros del Norte— varias veces.
* * *
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Con Murgen y la Dama deletreándome la traducción, todo fue muy rápido. El único
límite práctico era la resistencia de Un Ojo.
No todo fue en un solo sentido. Tuve que intercambiar mis Anales posteriores por
los suyos más antiguos. La Dama endulzó el trato con algunos cientos de anécdotas
acerca del imperio oscuro del norte, pero los monjes nunca conectaron a mi Dama
con la reina de la oscuridad.
Un Ojo es tan duro como un viejo buitre. Resistió. Cuatro días después de que
hiciera su gran descubrimiento el trabajo estaba terminado.
Dejé que Murgen entrara en el juego, pero lo hizo bien. Y tuve que pedir/comprar
cuatro diarios en blanco a fin de poder transcribirlo todo.
* * *
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—¿No tienes reservas acerca de capitanear una banda de asesinos a sueldo? —
preguntó la Dama.
—A veces —admití, deslizándome ágilmente por un lado de la trampa—. Pero
nunca hemos engañado a quien nos ha contratado. —No exactamente—. Más pronto
o más tarde, han sido cada uno de ellos los que nos han engañado.
—¿Incluida tu segura servidora?
—Uno de tus sátrapas te ganó en ello. Pero dado el tiempo necesario nos
hubiéramos vuelto menos que indispensables y hubieras empezado a mirar a tu
alrededor en busca de una forma de librarte de nosotros en vez de hacer lo honorable
y pagarnos nuestros servicios y simplemente dar por terminada nuestra comisión.
—Eso es lo que me gusta de ti, Matasanos. Tu inquebrantable fe en la humanidad.
—Total y absoluta. Cada gramo de mi cinismo está apoyado en precedentes
históricos —gruñí.
—Sabes realmente cómo hacer fundirse a una mujer, ¿sabes, Matasanos?
—¿Oh? —Había acudido armado con todo un arsenal de aquellas brillantes
agudezas.
—Vine aquí con la estúpida idea de seducirte. Por alguna razón ya no estoy de
humor de intentarlo.
Bien. Algunos sabemos enmarañar realmente las cosas.
* * *
Había una pasarela de observación a lo largo de algunas partes del muro del
monasterio. Subí al ángulo nordeste, me recliné contra el adobe y miré hacia el
camino por el que habíamos venido. Sentí lástima por mí mismo. Cada par de
centenar de años este tipo de cosas conducen a alguna intuición productiva.
Los malditos cuervos eran más numerosos que nunca. Ahora debía de haber como
mínimo veinte de ellos. Los maldije y, lo juro, se burlaron de mí. Cuando les lancé un
pedazo suelto de adobe saltaron todos y echaron a volar hacia…
—¡Goblin! —Creo que estaba allí observándome por si sentía deseos de
suicidarme.
—¿Sí?
—Llama a Un Ojo y a la Dama a subid todos aquí. Rápido. —Me volví y miré
ladera arriba, hacia la cosa que había llamado mi atención.
Dejó de moverse, pero era inconfundiblemente una figura humana con un atuendo
tan negro que mirarlo era como mirar a un pedazo de la propia trama de la existencia.
Llevaba algo bajo su brazo derecho, más o menos del tamaño de una caja de
sombreros, sujeta en su lugar por la caída natural del miembro. Los cuervos se
arracimaban a su alrededor, peleándose por el derecho a percharse sobre sus hombros.
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Estaba a unos buenos cuatrocientos metros del lugar donde yo me hallaba, pero capté
la mirada de su embozado e invisible rostro clavada en mí como el calor de un horno.
El trío subió a la pasarela, con Goblin y Un Ojo peleándose como siempre. La
Dama preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Echa una mirada ahí fuera.
Miró. Goblin chilló:
—¿Y qué?
—¿Y qué? ¿Qué quieres decir con y qué?
—¿Qué hay de interesante en un viejo tocón de árbol y una bandada de pájaros?
Miré. ¡Maldita sea! Un tocón… Pero mientras miraba hubo un repentino rielar y
vi de nuevo la figura negra. Me estremecí.
—¿Matasanos? —inquirió la Dama. Todavía estaba irritada conmigo, pero
también preocupada.
—Nada. Mis ojos me están haciendo ver cosas. Creí que esa maldita cosa se
movía. Olvidadlo.
Aceptaron mi palabra, olvidaron lo que fuera que iban a decir. Les observé
marcharse y por otro momento dudé de mis propios sentidos.
Pero luego miré de nuevo.
Los cuervos volaban en grupo, excepto dos que se encaminaron directamente
hacia mí. Y el tocón estaba avanzando por la ladera como si tuviera intención de
rodear el monasterio.
Murmuré algo para mí mismo, pero eso no me sirvió de nada.
* * *
Intenté concederle al Templo algunos días más para absorber su magia, pero los
próximos ciento cincuenta años de nuestro viaje tamborileaban en mi mente. Ya no
había reposo. Estaba demasiado inquieto para quedarme sentado. Anuncié mi
intención. Y no recibí protestas. Sólo gestos de asentimiento. Quizás incluso gestos
aliviados.
¿Qué era aquello?
Me enderecé en mi asiento y volví en mí, dejando de reexaminar el viejo y
familiar mobiliario. No había estado prestando atención a los demás.
Ellos también estaban inquietos.
Había algo en el aire. Algo que nos decía que era tiempo de volver al camino.
Incluso los monjes parecían ansiosos por vernos marchar. Curioso.
Los que siguen con vida en el mundo militar son aquellos que escuchan estas
sensaciones aunque parezca que no tienen sentido. Sientes que tienes que moverte, y
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te mueves. Te quedas parado y recibes todos los golpes, y es demasiado tarde para
lamentarte.
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Para alcanzar la jungla de Un Ojo teníamos que cruzar varios kilómetros de bosque,
luego trepar una cadena de decididamente extrañas colinas. Las colinas eran muy
redondas, con mucha pendiente, y completamente sin árboles, aunque no
especialmente altas. Estaban cubiertas por una corta hierba amarronada que prendía
fácilmente, de modo que algunas mostraban negruzcas cicatrices. Desde la distancia
parecían una manada de gigantescos animales leonados durmiendo apiñados.
Yo me hallaba en un estado muy nervioso. Aquélla imagen de animales
durmiendo me atormentaba. Medio esperaba que aquellas colinas despertaran y nos
arrojaran a un lado. Llamé aparte a Un Ojo.
—¿Hay algo extraño en estas colinas que olvidaste decirme accidentalmente a
propósito?
Me lanzó una curiosa mirada.
—No. Aunque los ignorantes creen que son túmulos funerarios de una época en la
que los gigantes caminaban sobre la tierra. Pero no lo son. Son sólo colinas. Todo
polvo y roca por dentro.
—Entonces, ¿por qué me hacen sentir extraño?
Miró en la dirección por donde habíamos venido, desconcertado.
—No son las colinas, Matasanos. Es algo de ahí atrás. Yo también lo capto. Como
si acabásemos de esquivar una flecha.
No le pregunté de qué se trataba. Me lo hubiera dicho si lo supiera.
A medida que avanzaba el día me di cuenta de que los demás estaban tan
inquietos como yo.
Preocuparse por ello hizo tanto bien como lo hace siempre el preocuparse por
algo.
* * *
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Había un cierto parecido. Supongo que era algo de esperar. Simplemente
estábamos demasiado acostumbrados a considerar a Un Ojo como alguien único.
Un Ojo miró a Goblin con el ceño fruncido.
—Contente, Saco de Pedos. O estarás comprando víveres con las tortugas.
¿Qué demonios significaba todo aquello? ¿Alguna especie de oscura discusión
propia de magos? Pero Goblin estaba tan sorprendido como el resto de nosotros.
Sonriendo, Un Ojo reanudó la conversación con sus parientes.
—¿Cabe suponer que éstos son los guías que enviaron los monjes? —dijo la
Dama.
Nos habían hecho ese favor al conocer nuestras intenciones. Necesitaríamos
guías. Estábamos cerca del final de cualquier camino que pudiéramos llamar familiar.
Una vez pasada la jungla de Un Ojo necesitaríamos a alguien que tradujera para Un
Ojo también.
Goblin dejó escapar un repentino chillido ultrajado.
—¿Cuál es tu problema? —le pregunté.
—¡Les está contando un saco de mentiras!
¿Qué había de nuevo en ello?
—¿Cómo lo sabes? No hablas esa lengua.
—No necesito hablarla. Le conozco desde antes de que tu padre fuera un
muchacho. Mírale. Está interpretando el acto del Poderoso-hechicero-de-tierras-
lejanas. Dentro de unos veinte segundos va a… —Una retorcida sonrisa sesgó su
boca. Murmuró algo para sí mismo.
Un Ojo alzó una mano. Una bola de luz se formó entre sus doblados dedos.
Hubo un pop como el de un corcho saliendo de una botella de vino.
Un Ojo tendió una mano llena de lodo de pantano. Rezumó entre sus dedos y
resbaló a lo largo de su brazo. Bajó su mano y miró incrédulo.
Dejó escapar un chillido y se volvió en redondo.
Goblin estaba fingiendo inocentemente una conversación con Murgen. Pero
Murgen no estaba por el engaño. Sus ojos traicionaron a Goblin.
Un Ojo resopló como un sapo furioso, listo para estallar. Entonces se produjo el
milagro. Inventó la autocontención. Una pequeña sonrisa desagradable se extendió
por sus labios, y se volvió de nuevo hacia los guías.
Ésta era la segunda vez en toda mi experiencia que le veía controlarse cuando era
provocado. Pero también era una de esas raras ocasiones en las que Goblin había
iniciado el proceso de provocación.
—Esto puede ser interesante —le dije a Otto.
Otto gruñó afirmativamente. No se sentía especialmente interesado.
—¿Has terminado de decirles que eres el necromante Voz del Viento del Norte
venido a aliviar el dolor en sus corazones suscitado por sus preocupaciones acerca de
su riqueza? —le pregunté a Un Ojo. Había intentado vender realmente eso en una
ocasión, a una tribu de salvajes que por coincidencia estaban en posesión de un
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fabuloso escondite de esmeraldas. Descubrió a la manera dura que primitivos no
significa estúpidos. Estaban preparándose para quemarlo en la hoguera cuando
Goblin decidió sacarlo del apuro. En contra de sus convicciones, insistiría siempre
más tarde.
—No se trata de eso esta vez, Matasanos. Nunca se lo haría a mi propia gente.
Un Ojo no tiene ni un gramo de vergüenza. Ni siquiera el buen sentido de no
mentirles a aquellos que le conocen bien. Por supuesto que les haría aquello a su
propia gente. Se lo haría a cualquiera si creyera que podía salirse con bien de ello. Y
no tendría ningún problema en autoconvencerse de que estaba haciendo lo correcto.
—Procura que no ocurra. Somos demasiado pocos y estamos demasiado lejos de
la seguridad como para que te dediques a esas mierdas tuyas.
Puse la suficiente amenaza en mi voz como para hacerle tragar saliva. Su tono fue
marcadamente distinto cuando reanudó su charla con nuestros guías en perspectiva.
Aún así, decidí que intentaría conseguir chapurrear un poco el idioma. Sólo para
mantener un oído atento sobre él. Su a menudo mal situada autoconfianza tenía una
terrible manera de afirmarse en los momentos más inapropiados.
Por una vez, Un Ojo negoció un trato que complació a todo el mundo.
Conseguimos guías para cruzar la jungla e intérpretes intermediarios para las tierras
que se extendían más allá.
Con su habitual y estúpido sentido del humor, Goblin los apodó Baldo y Resuello,
por razones que eran muy evidentes. Ante mi embarazo, los nombres cuajaron. Ésos
dos viejos tipos probablemente se merecían algo mejor. Pero…
* * *
Nos abrimos camino entre las ásperas y jibosas colinas el resto del día, y cuando se
acercaba ya la oscuridad rematamos el paso entre el par que flanqueaban la cima de
nuestra ruta. Desde allí pudimos ver el ocaso reflejando sus sangrantes heridas sobre
un amplio río, y el intenso verde de la jungla más allá. Detrás de nosotros se
extendían las leonadas jibas, y más allá una brumosa extensión índigo.
Mi humor era reflexivo, plano, casi hundido. Parecía como si hubiéramos
alcanzado una divisoria de aguas en algo más que en un sentido geográfico.
Mucho más tarde, incapaz de dormir a causa de los pensamientos que
cuestionaban lo que estaba haciendo allí en una tierra extranjera, y los pensamientos
que respondían que no tenía otra cosa que hacer y ningún otro lugar donde ir,
abandoné mi saco de dormir y el calor residual del fuego de nuestro campamento. Me
encaminé a una de las colinas que nos flanqueaban, impulsado por alguna vaga
noción de ascender hasta donde pudiera conseguir una mejor vista de las estrellas.
Resuello, que montaba la guardia, me ofreció una desdentada sonrisa antes de
escupir un glóbulo de jugo marrón a las ascuas. Le oí empezar a toser y a resollar
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antes de que estuviera a medio camino colina arriba.
Un auténtico tísico, sí.
* * *
La luna iba a salir pronto. Sería llena y brillante. Elegí un lugar y me acomodé
mirando al horizonte, esperando a que aquel hinchado globo naranja se asomara por
el borde del mundo. La más débil de las frescas y húmedas brisas agitó mi pelo. Todo
estaba tan malditamente pacífico que dolía.
—¿Tú tampoco puedes dormir?
Me volví, sobresaltado.
Era tan sólo una imprecisa masa oscura en la ladera de la colina, a sólo tres
metros de distancia. Si hubiera reparado en ella, la habría visto como una roca. Me
acerqué. Estaba sentada, rodeando sus rodillas con los brazos. Su mirada estaba
clavada al norte.
—Siéntate.
Me senté.
—¿Qué estás mirando tan fijamente?
—El Segador. El Arquero. La Nave de Vargo. —Y el ayer, sin duda.
Eran constelaciones. Las examiné también. Estaban muy bajas, vistas desde allí.
En esta época del año estarían mucho más altas allá arriba en el norte. Lo que ella
quería decir empezó a calar en mí.
Habíamos llegado realmente lejos. Y todavía nos quedaba mucho por recorrer.
—Es intimidante cuando piensas en ello. Es mucho camino.
Lo era.
La luna trepó por el horizonte, monstruosa en tamaño y casi roja. Susurró:
—¡Huau! —y deslizó su mano en la mía. Estaba temblando, así que tras un
minuto la rodeé con mi brazo. Ella reclinó la cabeza contra mi hombro.
Ésa vieja luna estaba ejerciendo su magia. Es algo que puede hacerle a cualquiera.
Ahora sabía lo que había hecho sonreír a Resuello.
El momento parecía correcto. Giré la cabeza…, y sus labios se alzaron al
encuentro de los míos. Cuando los tocaron olvidé quién y qué había sido. Sus brazos
me rodearon, tiraron de mí hacia abajo…
Se estremeció como un ratón cautivo.
—¿Qué ocurre? —susurré.
—Chisss —dijo. Y eso fue lo mejor que pudo haber dicho. Pero no podía dejar las
cosas ahí. Tuvo que añadir—: Nunca…, nunca hice esto…
Bien, mierda. Seguro que sabía cómo distraer a un hombre, poner un millar de
restricciones en su mente.
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La luna ascendió en el cielo. Empezamos a relajarnos el uno con el otro. De
alguna forma, hubo menos jirones separándonos.
De pronto se envaró. La bruma se alejó de sus ojos. Alzó la cabeza y miró más
allá de mí, el rostro flácido.
Si uno de aquellos payasos se había deslizado hasta allí para mirar le iba a romper
las rodillas. Me volví.
No teníamos compañía. Ella estaba contemplando el destellar de una distante
tormenta.
—Rayos de calor —dijo.
—¿De veras? No parece estar mucho más lejos que el Templo. Y no hemos visto
una tormenta en todo el tiempo que hemos estado cruzando la región.
Cebrados rayos caían contra el suelo como una lluvia de jabalinas.
Aquélla sensación de la que había hablado con Un Ojo se redobló.
—No sé. Matasanos. —Empezó a recoger su ropa—. El esquema me parece
familiar.
La seguí, aliviado. No estoy seguro de que hubiera sido capaz de terminar lo que
habíamos empezado. Ahora estaba distraído.
—Supongo que otra vez será mejor —dijo, contemplando todavía aquellos rayos
—. Esto distrae demasiado.
Regresamos al campamento, para hallar a todo el mundo todavía despierto y
completamente desinteresado en el hecho de que nos habíamos ido juntos. La vista no
era tan buena desde allí abajo, pero podían verse los destellos. No cesaban.
—Hay hechicería ahí fuera, Matasanos —dijo Un Ojo.
Goblin asintió.
—Y de la pesada. Puedes sentir sus chillantes flecos desde aquí.
—¿A que distancia está?
—A unos dos días. Cerca del lugar donde nos detuvimos.
Me estremecí.
—¿Podéis decir de qué se trata?
Goblin no dijo nada. Un Ojo sacudió la cabeza.
—Todo lo que puedo decir es que me alegro de estar aquí y no allí.
Asentí, incluso en mi ignorancia de lo que estaba ocurriendo.
* * *
Murgen palideció. Señaló algo por encima del libro que estaba estudiando y que
sostenía como un fetiche protector.
—¿Has visto eso?
Yo estaba mirando a la Dama y pensando en mi perra suerte. Los otros podían
regalarse con el espectáculo, quizás el sangriento duelo de dos hechicerías a ochenta
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kilómetros de distancia. Yo tenía problemas propios.
—¿Qué? —gruñí, sabiendo que él deseaba una respuesta.
—Parecía como un pájaro gigante. Quiero decir, como uno con una envergadura
de alas de treinta kilómetros. Y podía verse a su través.
Alcé la vista, Goblin asintió. Él también lo había visto. Miré hacia el norte. Los
rayos habían cesado, pero algunos fuegos intensos ardían allá a lo lejos.
—Un Ojo. ¿Tus nuevos amigos de aquí tienen alguna idea de lo que está
ocurriendo?
El hombrecillo negro negó con la cabeza. Tenía el ala de su sombrero echada
hacia adelante, cortando su línea de visión. Lo que estaba ocurriendo allí arriba —
fuera lo que fuese— lo tenía inquieto. Según había admitido siempre, él era el
hechicero más grande jamás producido en aquella parte del mundo, con la posible
excepción de su hermano muerto, Tam-Tam. Fuera lo que fuese lo que había ahí
fuera, era inusitado. No pertenecía a este mundo.
—Los tiempos cambian —sugerí.
—No, por aquí no. Y si lo hicieran, ésos lo sabrían. —Resuello asintió
vigorosamente, aunque no era posible que hubiera entendido ni una sola palabra.
Movió las mandíbulas y escupió un glóbulo marrón al fuego.
Tuve la sensación de que iba a divertirme tanto con él como con Un Ojo.
—¿Qué es esa mierda que está masticando todo el tiempo? Es asqueroso.
—Es qat —dijo Un Ojo—. Un narcótico suave. No le hace ningún bien a sus
pulmones, pero mientras lo mastica no le importa lo mucho que le duelan. —Lo dijo
con aire ligero pero con voz seria.
Asentí incómodo. Desvié la vista.
—Parece que las cosas se están calmando ahí a lo lejos.
Nadie tuvo nada que decir a eso.
—Estamos todos despiertos —dije—. Así que empaquetemos las cosas. Quiero
reanudar la marcha tan pronto como podamos ver por donde andamos.
No se produjo la menor discusión. Resuello asintió y escupió. Goblin gruñó y
empezó a reunir sus cosas. Los otros siguieron su ejemplo. Murgen guardó el libro
con un cuidado que aprobé. El muchacho podía ser un buen Analista después de todo.
Todos seguimos echando miradas hacia el norte cuando pensábamos que nuestra
inquietud pasaba desapercibida.
Cuando no miraba hacia allá o me atormentaba con miradas a la Dama, intenté
hacer una estimación de las reacciones de los hombres nuevos. Todavía no habíamos
encontrado directamente hechicería, pero la Compañía tenía una forma curiosa de
tropezar con ella. No parecían más incómodos que los antiguos.
Miré a la Dama. Me pregunté si lo que parecía inevitable por un lado y
predestinado al fracaso por el otro nunca dejaría de chisporrotear entre nosotros.
Mientras lo hiciera, distorsionaría todo lo demás en nuestra relación. Demonios. Me
gustaba más como amiga.
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No hay nada tan irrazonable e irracional y ciego —y simplemente estúpido—
como un hombre que se deja arrastrar por una pasión obsesiva.
Las mujeres no parecen tan estúpidas. Se espera que sean débiles. Pero también se
espera que se vuelvan unas zorras salvajes cuando se sienten frustradas.
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Sauce, Fibroso Mather y Hoja tenían todavía su taberna. Principalmente porque
tenían el apoyo del prahbrindrah Drah. El negocio no era bueno ahora. Los sacerdotes
habían descubierto que no podían controlar a los forasteros. Así que los mantenían
fuera de sus límites. Muchos taglianos hacían lo que les decían los sacerdotes.
—Esto demuestra el mucho sentido que tiene la gente —dijo Hoja—. Si tuvieran
un poco, llevarían a los sacerdotes al río y los mantendrían una hora bajo el agua para
recordarles que zumbaban como termitas.
—Hombre, eres el hijo de puta más agrio que jamás haya visto. Apuesto a que si
no te hubiéramos sacado de entre sus dientes, los cocodrilos te hubieran vomitado.
Demasiado rancio para comerte.
Hoja se limitó a sonreír mientras cruzaba la puerta a la habitación de atrás.
—¿Crees que fueron los sacerdotes quienes lo arrojaron a ellos? —preguntó
Sauce a Fibroso.
—Sí.
—Tenemos buen negocio esta noche. Por una vez.
—Sí.
—Mañana es el día. —Sauce dio un largo sorbo a su jarra. La cerveza de Fibroso
estaba siendo cada vez mejor. Luego se puso en pie y martilleó la barra con su jarra
vacía. Dijo en tagliano:
—Los que vamos a morir os saludamos. Bebed y alegraos, hijos. Por el mañana, y
por todo lo demás. Ésta va por cuenta de la casa.
—Sabes cómo alegrar un lugar, ¿eh? —dijo Fibroso.
—¿Imaginas que tenemos algo de lo qué alegrarnos? Ellos lo joderán. Sabes que
lo harán. ¿Todos esos sacerdotes enmarañándolo todo? Te lo diré claramente, no hay
ninguna posibilidad de que volvamos de ahí fuera, ni siquiera accidentalmente.
Fibroso asintió y mantuvo la boca cerrada. Sauce Swan ladraba mucho más que
mordía.
—Río arriba si esto funciona —gruñó Swan—. Te diré una cosa, Fibroso. Ésos
pies van a moverse en esa dirección sin parar.
—Por supuesto, Sauce. Por supuesto.
—No me crees, ¿verdad?
—Creo todo lo que me digas, Sauce. Si no lo hiciera, ¿estaría aquí enterrado hasta
el cuello, revoleándome en rubíes y perlas y doblones de oro?
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—Hombre, ¿qué esperas de un lugar del que nadie ha oído hablar, a diez mil
kilómetros más allá del borde de cualquier mapa que alguien haya visto nunca?
Hoja regresó.
—¿Os están ganando los nervios, muchachos?
—¿Nervios? ¿Qué nervios? No pusieron nervios cuando hicieron a Sauce Swan.
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Partimos tan pronto como hubo un fantasma de luz. Era un sendero fácil colina abajo,
con sólo unos pocos lugares en los que tuvimos problemas con el carruaje y el carro
de la Dama. Al mediodía alcanzamos los primeros árboles. Una hora más tarde el
primer contingente estábamos a bordo de una balsa ferry. Antes de la puesta del sol
estábamos dentro de la jungla de D’loc-Aloc, donde sólo diez mil tipos distintos de
insectos atormentaron nuestros cuerpos. Peor aún para nuestros nervios que sus
zumbidos, sin embargo, fue el repentino e inagotable repertorio de Un Ojo de
alabanzas e historias de su tierra natal.
Desde mi primer día en la Compañía había intentado situarlo a él y su país. Hasta
el más insignificante detalle había tenido que ser arrancado por la fuerza. Ahora fluía
libremente todo lo que cualquiera deseara saber, y más. Excepto los detalles de por
qué él y su hermano se habían marchado de aquel paraíso.
Desde donde estaba sentado castigándome a mí mismo, la respuesta a eso parecía
evidente. Sólo los locos y los estúpidos se someterían a sí mismos a un tormento tan
constante.
Entonces, ¿por qué lo hacía yo?
Tardamos casi dos meses en atravesar aquella jungla. La jungla en sí era el mayor
problema. Era enorme, y cruzarla con el carruaje fue, por decirlo educadamente, una
auténtica tarea. Pero la gente también era un problema.
No era que no fuesen amistosos. Más bien todo lo contrario. Su actitud era mucho
más relajada que la de la gente el norte como nosotros. Ésas esbeltas y deliciosas
pequeñas bellezas oscuras nunca habían visto nada parecido a Murgen y Otto y
Lamprea y sus muchachos. Todas deseaban probar la novedad. Y ellos eran
cooperativos.
Incluso Goblin tuvo suerte lo bastante a menudo como para exhibir en su feo
rostro una sonrisa de oreja a oreja.
El pobre desventurado, inhibido, viejo Matasanos permanecía firmemente
plantado entre los espectadores y sangraba con todo su corazón.
No tengo el valor necesario para perseguir un poco de diversión casual mientras
una proposición mucho más seria aguarda entre bastidores.
Mi actitud no causó ningún comentario verbal directo —esos chicos tenían algo
de tacto, a veces—, pero captaba las suficientes miradas de reojo como para saber lo
que estaban pensando. Y lo que ellos pensaran me hacía pensar a mí. Cuando me
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vuelvo introspectivo me vuelvo triste y soy mala compañía para cualquier hombre o
animal. Y cuando sé que estoy siendo observado se instala en mí una timidez o
reluctancia natural y no hago nada, no importa lo favorables que sean los auspicios.
Así que permanecía sentado mano sobre mano, sintiéndome deprimido porque
temía que algo importante se me escapara y me sintiera constitucionalmente incapaz
de hacer nada al respecto.
A buen seguro la vida era menos complicada en los viejos días.
Mi temperamento mejoró después de que escalamos al fin una cadena montañosa
excesivamente cubierta de vegetación y abiertamente infestada de bichos y salimos
de la jungla a la alta sabana de una meseta.
A partir de ahí uno de los aspectos más interesantes de D’loc-Aloc pareció ser el
hecho de que no habíamos atraído ningún soldado voluntario. Eso decía algo acerca
de la paz que experimentaba la gente con su entorno. Y algo acerca de Un Ojo y su
hacía tanto tiempo desaparecido hermano.
¿Qué infiernos habían hecho? Observé que se preocupaba mucho de evitar
cualquier charla acerca de su pasado, su edad o su anterior identidad mientras
estuvimos en la jungla con Baldo y Resuello. Como si alguien pudiera recordar algo
que un par de quinceañeros habían hecho hacía tanto tiempo.
Baldo y Resuello nos plantaron tan pronto como nos hubieron sacado del país de
su propia gente. Afirmaron que habían alcanzado el límite del territorio que conocían.
(Prometieron traer a un par de nativos de confianza que podrían guiarnos más
adelante). Baldo anuncio que iba a volver atrás pese a su anterior contrato. (Afirmó
que Resuello nos serviría perfectamente como intérprete intermediario).
Había ocurrido algo que había desencantado a Baldo. No discutí con él. Había
tomado su decisión. Simplemente no le pagué la tarifa completa que se le había
prometido.
Me emocionó el que finalmente Resuello se quedara. Ése tipo era el hijo del alma
de segunda clase de Un Ojo, lleno de ridícula malicia. Quizás haya algo en el agua en
la jungla de D’loc-Aloc. Excepto que Baldo y todos los demás que habíamos
encontrado parecían casi normales.
Supongo que mi magnética personalidad atrae a los tipos Un Ojo/Resuello.
Evidentemente se preparaba una gran diversión en el futuro. Un Ojo había estado
pinchando a Goblin desde hacía dos meses sin suscitar nunca ni una chispa de
respuesta. Cuando se produjera el estallido estaba seguro de que iba a ser toda una
belleza.
—Todo está al revés —dije mientras la Dama y yo meditábamos sobre aquello—.
Se supone que Un Ojo se rasca las costras mientras Goblin permanece escondido
entre la hierba aguardando como una serpiente.
—Quizá sea porque hemos cruzado el ecuador. Las estaciones están invertidas.
No comprendí esta observación hasta que le hube dedicado algunas horas de
pensamiento. Entonces no di cuenta de que no tenía ningún significado. Era uno de
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sus burlones, impasibles chistes.
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Aguardamos seis días en el borde de la sabana. Dos veces bandas de guerreros de piel
oscura acudieron a echarnos una mirada. La primera vez, Resuello nos dijo:
—No dejéis que os tienten a saliros del camino.
Se lo dijo a Un Ojo, sin saber que yo había captado lo suficiente de sus charlas
como para seguir lo que decían. Tengo un don para las lenguas.
La mayoría de los veteranos lo tenemos. Debemos aprender tantas.
—¿Qué camino? —preguntó Un Ojo—. ¿Ése camino de vacas?
Señaló un sendero que meandreaba hacia la distancia.
—Todo lo que hay entre las piedras blancas es el camino. El camino es sagrado.
Mientras permanezcáis en él estaréis seguros.
Cuando montamos el primer campamento fuimos advertidos de no abandonar un
círculo circunscrito con piedras blancas. Adiviné el significado de las líneas de
piedras blancas que avanzaban hacia el sur. El comercio exigía rutas protegidas.
Aunque en estos días poco comercio parecía moverse por allí. Muy raramente
habíamos encontrado alguna caravana de tamaño apreciable que se encaminara al
norte desde que habíamos abandonado el imperio. No vimos ninguna que se
encaminara al sur. Excepto quizás algún miserable carro aislado.
Resuello continuó:
—Tened cuidado con la gente de las llanuras. Son traicioneros, emplearán todo
truco y engaño imaginables para atraeros fuera del camino. Sus mujeres son
especialmente notorias. Recordad: Siempre están vigilando. Abandonar el camino es
la muerte.
La Dama se mostró intensamente interesada en la discusión, ella también
comprendía. Y Goblin cacareó:
—Estás muerto, Labios de Gusano.
—¿Qué? —chilló Un Ojo.
—El primer par de dulces caderas que se meneen en tu camino te conducirán
directamente a la olla de los caníbales.
—No son caníbales… —Un pánico repentino tensó el rostro de Un Ojo.
Le tomó todo ese tiempo darse cuenta de que Goblin había entendido todo lo que
había hablado con Resuello. Nos miró al resto de nosotros. Algunos nos retiramos
ligeramente.
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Pareció mucho más perturbado. Se puso a susurrarle algo a Resuello con gran
animación.
Resuello cloqueó. Su risa pareció medio cacareo de pollo, medio llamada de pavo
real. Le costó un acceso de tos.
Fue uno de los fuertes. Un Ojo me hizo una seña.
—¿Estás seguro que no puedes hacer algo por él, Matasanos? Si le estalla un
pulmón y muere, estamos listos.
—No. En primer lugar no debería ir patullando por ahí… —No servía de nada
seguir cantando aquella canción. Resuello se negaba a escuchar—. Tú o Goblin
deberíais poder hacerle más bien que yo.
—No puedes ayudar a alguien que no desea ser ayudado.
—Tú lo has dicho —dije, mirándole directamente a los ojos—. ¿Cuánto falta para
que obtengamos algunos guías?
—Cada vez que pregunto, lo único que oigo es «pronto».
Pronto, realmente. Un par de altos hombres negros llegaron corriendo por el
camino a un trote firme. Eran los especímenes más ágiles y saludables que había visto
en mucho tiempo. Cada uno llevaba un fajo de jabalinas a la espalda; una lanza de
corta asta y larga hoja en su mano derecha; y un escudo de algún tipo de cuero a
rayas blancas y negras en su brazo izquierdo. Sus miembros se movían a una
cadencia perfecta, como si cada hombre fuera la mitad de alguna maravillosa
máquina rítmica.
Miré a la Dama. En su rostro no se reflejaba ningún pensamiento.
—Serían unos grandes soldados —dijo.
Los dos hombres trotaron directamente hasta Resuello, fingiendo una enorme
indiferencia hacia el resto de nosotros. Pero los descubrí estudiándonos de reojo. La
gente blanca tenía que ser rara en este lado de la jungla. Le ladraron algo a Resuello
en una lengua arrogante llena de clics y pausas.
Resuello mostró un gran respeto. Respondió en la misma lengua, gimiendo como
un esclavo dirigiéndose a un malhumorado amo.
—Problemas —profetizó la Dama.
—Exacto. —Éste desdén hacia el forastero no era una experiencia nueva. Tuve
que esforzarme para establecer quién decía «Salta» y quien preguntaba «¿Cuán
alto?».
Le hablé a Goblin usando el habla de las manos de los sordos. Un Ojo lo captó.
Cloqueó. Eso despertó la indignación de nuestros nuevos guías.
Sería delicado. Deberían proporcionarme lo que ellos mismos supieran que era
una provocación. Sólo entonces aceptarían ser puestos en su lugar.
Un Ojo estaba teniendo grandes ideas. Le hice signos de que se contuviera, que
preparara alguna ilusión impresionante. En voz alta dije:
—¿Qué es toda esta cháchara? Será mejor que intervengas.
Empezó a regañar a Resuello.
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Resuello reaccionó como un hombre atrapado entre una roca y una superficie
dura. Le dijo a Un Ojo que los k’hlata no negociaban. Dijo que examinarían nuestras
cosas y escogerían lo que creyeran que compensaba sus molestias.
—Que lo intenten, y verán sus dedos cortados hasta la altura de los codos. Diles
esto. Educadamente.
Era demasiado tarde para ser educados. Ésos tipos comprendían el idioma. Pero
Un Ojo se lo dijo de todos modos. No supieron qué hacer a continuación.
—¡Matasanos! —llamó Murgen—. Tenemos compañía.
Compañía, realmente. Algunos de los tipos que nos habían estado observando
antes.
Eran justo lo que se necesitaba para los magullados egos de nuestros nuevos
amigos. Saltaron arriba y abajo y aullaron y golpearon sus lanzas contra sus escudos.
Lanzaron burlas. Cabriolearon a lo largo de los límites marcados con piedras. Un Ojo
trotó tras ellos.
Los peces no mordían el anzuelo. Pero ellos tenían un pequeño anzuelo propio.
Algo que decir.
Los dos guerreros aullaron y atacaron. Eso pilló a todo el inundo con la guardia
baja. Tres forasteros cayeron. Los otros dominaron rápidamente a nuestros guías,
aunque no sin contratiempos.
Resuello se situó en el límite, agitando las manos y quejándose a Un Ojo.
Mientras unos cuervos trazaban círculos muy alto.
—¡Goblin! —restallé—. ¡Un Ojo! ¡Id a por ello!
Un Ojo cloqueó, alzó las manos, agarró su pelo y tiró de él.
Se despellejó a sí mismo bajo aquel estúpido sombrero. Y la cosa feroz y
colmilluda que apareció debajo de su piel era lo bastante horrible como para causar
náuseas a un buitre.
Todo lo cual era espectáculo, pura distracción, mientras Goblin se ocupaba
realmente del asunto.
Goblin parecía estar rodeado por gusanos gigantes. Me tomó un momento darme
cuenta de que todas aquellas culebreantes criaturas eran trozos de cuerda. Chillé
cuando vi el estado de nuestro equipo.
Goblin aulló una risotada mientras un centenar de trozos de cuerda se deslizaban
por encima de la hierba y a través del aire para importunar, trepar, atar y estrangular.
Resuello saltaba a uno y otro lado presa de un ataque de apoplejía.
—¡Alto! ¡Alto! Estáis destruyendo toda la concordia.
Un Ojo lo ignoró. Puso de nuevo la máscara encima del horror mientras castigaba
a Goblin con feroces miradas. Se resentía de la ingeniosidad de Goblin.
Goblin no había terminado. Tras estrangular a todo el mundo que ya no estuviera
muerto o fuera nominalmente un amigo, hizo que las cuerdas arrastraran los
cadáveres a través de los límites.
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—Nada de testigos exteriores —me aseguró Un Ojo, ciego a aquellos malditos
cuervos. Miró furioso a Goblin—. ¿Detrás de qué va ese pequeño sapo?
—¿Eh?
—Ésas cuerdas. No fueron la inspiración del momento, Matasanos. Se
necesitaron meses para preparar ese hechizo. Y sé a quien tenía en mente también.
Nada menos que este agradable, educado y sufriente Un Ojo. Ahora se ha quitado los
guantes. Voy a ejercer mi venganza antes de que ese pequeño bastardo me atrape
vuelto de espaldas.
—¿Venganza preventiva? —Era un concepto del propio Un Ojo.
—Te lo digo, va detrás de algo. No voy a quedarme quieto y esperar…
—Pregúntale a Resuello qué hacemos con los cuerpos.
Resuello dijo de enterrarlos hondo y hacer un buen trabajo de camuflaje.
—Problemas —dijo la Dama—. De cualquier forma que lo mires.
—Los animales están descansados. Sigamos.
—Espero poder hacerlo. Desearía… —Había algo en su voz que no pude
descifrar. No lo capté hasta más tarde. Nostalgia. Añoranza. Deseo de algo
irrevocablemente perdido.
* * *
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destello como la cabeza de un alfiler. Entonces captó que yo me aproximaba. Alzó la
vista, sonrió.
No había ningún destello en la taza cuando miré de nuevo. Debió de ser mi
imaginación.
—La Compañía está creciendo —dijo—. Has acumulado veinte hombres desde
que abandonaste la Torre.
—Hum. —Me senté, miré hacia la ciudad—. Gea-Xle.
—Donde la Compañía Negra estuvo de servicio. Pero ¿dónde no estuvo la
Compañía de servicio?
Reí quedamente.
—Tienes razón. Estamos chapoteando en nuestro propio pasado. Pusimos a la
actual dinastía en el poder aquí abajo. Cuando nos marchamos, fue sin los habituales
malos sentimientos. ¿Qué ocurrirá si entramos con Murgen exhibiendo nuestros
auténticos colores?
—Sólo hay una forma de descubrirlo. Intentémoslo.
Nuestras miradas se cruzaron y se fijaron. Los múltiples significados destellaron
entre nosotros. Había transcurrido mucho tiempo desde aquel momento perdido.
Habíamos estado eludiendo los momentos como aquél, una especie de timidez y
culpabilidad adolescentes demorados.
El sol se puso en una gloriosa conflagración, el único fuego en aquella tarde.
Simplemente me resultaba imposible ir más allá de lo que ella había sido.
Estaba furiosa conmigo. Pero lo ocultaba bien, y se me unió en la contemplación
de la ciudad revistiéndose de su rostro nocturno. Era un trabajo cosmético digno de
una princesa que envejecía.
No necesitaba malgastar energías irritándose conmigo. Yo estaba haciendo un
buen trabajo irritándome conmigo mismo.
—Extrañas estrellas, extraños cielos —observé—. Las constelaciones están
completamente fuera de lugar aquí. Si lo hacen mucho más, empezaré a pensar que
estoy en un mundo equivocado.
Ella emitió un sonido que parecía un bufido.
—Más de lo que ya lo pienso. Infiernos, voy a revisar los Anales para ver lo que
dicen sobre Gea-Xle. No sé por qué, pero el lugar me preocupa. —Lo cual era cierto,
aunque sólo entonces acababa de darme cuenta. Eso no era habitual. Lo que me
intimida es la gente, no los lugares.
—¿Por qué no lo haces? —Casi pude oírla pensar: Ve a esconderte en tus libros y
en tus ayeres. Yo me quedaré sentada aquí contemplando el hoy y el mañana.
Era uno de esos momentos en los cuales, no importa lo que digas, será lo
equivocado. Así que hice la segunda peor cosa y me marché sin decir nada.
Casi tropecé con Goblin en mi regreso al campamento. Pese al ruido que yo hacía
caminando en la oscuridad, estaba tan enfrascado que ni siquiera me oyó.
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Estaba espiando desde detrás de una roca, observando la encorvada espalda de Un
Ojo. Era tan evidente que no preparaba nada bueno que no pude resistirme. Me
incliné y susurré:
—¡Buuu!
Dejo escapar un chillido y saltó unos tres metros, se puso en pie y me lanzó una
maligna mirada.
Regresé al campamento y empecé a rebuscar el libro que deseaba leer.
—¿Por qué no te metes en tus propios asuntos, Matasanos? —preguntó Un Ojo.
—¿Qué?
—Métete en tus propios asuntos. Estaba esperando al pequeño sapo. Si no
hubieras metido la nariz, lo hubiera tenido como un antílope listo para ser abierto en
canal. —Una cuerda se deslizó fuera de la oscuridad y se enroscó ante él.
—No ocurrirá de nuevo.
* * *
Los Anales no hicieron nada por aliviar mi aprensión. Me estaba volviendo realmente
paranoico, tenía ese escozor nervioso entre los omoplatos. Empecé a estudiar la
oscuridad, intentando ver lo que estaba buscando.
Tanto Goblin como Un Ojo estaban enormemente taciturnos. Les pregunté:
—¿No podéis ocuparos por una vez de algún asunto serio, chicos?
Bueno, sí, podían, pero no estaban dispuestos a admitir que sus rabietas no eran
algo de significado cósmico, así que simplemente se me quedaron mirando y
aguardaron a que siguiera.
—Tengo un mal presagio. No es exactamente una premonición, pero es de la
misma familia, y cada vez se vuelve peor.
Se me quedaron mirando con rostro pétreo, negándose a hacer ningún comentario.
Fue Murgen quien se presentó voluntario.
—Sé lo que quieres decir, Matasanos. He tenido desasosiegos desde que llegamos
aquí.
Miré fijamente a los demás. Dejaron de cotorrear. Las partidas de tonk se
interrumpieron. Otto y Lamprea asintieron brevemente para admitir que ellos también
se sentían intranquilos. El resto eran demasiado machistas para admitir nada.
Bien. Quizá mis dolores de barriga no fueran imaginarios.
—Tuve la sensación de que este lugar podía convertirse en algo así como una
divisoria de aguas en la historia de la Compañía. ¿Alguno de vosotros genios puede
decirme por qué?
Goblin y Un Ojo se miraron. Ninguno dijo nada.
—Lo único extraño que dicen los Anales es que Gea-Xle fue uno de esos raros
lugares de los cuales la Compañía se marchó tranquilamente.
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—¿Qué quiere decir eso? —Ése Murgen era un cómplice natural.
—Quiere decir que nuestros antepasados no tuvieron que abrirse camino
luchando para irse. Hubieran podido renovar su comisión. Pero el Capitán oyó acerca
de un tesoro en las montañas allá en el norte donde se suponía que las pepitas de plata
pesaban una libra.
Había más cosas en la historia, pero no quisieron oírlas. En realidad ya no éramos
la Compañía Negra, sólo unos hombres desarraigados procedentes de ninguna parte
que se encaminaban en la misma dirección. ¿Cuánto de esto era culpa mía? ¿Cuánto
era culpa de las amargas circunstancias?
—¿Ningún comentario? —Todos parecían pensativos, sin embargo—. Bien.
Murgen. Despliega los auténticos colores mañana. Con todos los honores.
Eso hizo que se alzaran algunas cejas.
—Terminad el té, muchachos. Y decidles a vuestros estómagos que se preparen
para un auténtico brebaje. Preparan el genuino elixir ahí abajo.
Eso despertó algo de interés.
—¿Lo veis? Los Anales son buenos para algo después de todo.
Me dediqué a hacer algunas anotaciones en el último de mis propios volúmenes,
mirando ocasionalmente de reojo a uno o al otro de los dos hechiceros. Habían
olvidado sus peleas, estaban usando sus cabezas para algo más que la creación de
algunas maldades.
Durante una de mis miradas capté un destello amarillo plateado. Parecía proceder
de las rocas donde había estado un rato antes, contemplando las luces de la ciudad.
—¡Dama!
Me torcí el tobillo una docena de veces llegando hasta allí, luego me sentí como
un idiota cuando la descubrí sentada en una roca, rodeando sus piernas con los
brazos, la barbilla sobre sus rodillas, contemplando la noche. La luna de una recién
asomada luna caía sobre ella desde atrás. Se sorprendió al verme trastabillar
torpemente a su rescate.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
—¿Qué?
—Vi un extraño destello aquí arriba.
Su expresión, a aquella luz, pareció honestamente desconcertada.
—Debe de haber sido un truco de la luz de la luna. Mejor que te vuelvas pronto.
Quiero partir temprano.
—De acuerdo —dijo con voz baja y turbada.
—¿Ocurre algo?
—No. Sólo me siento perdida.
Supe lo que quería decir sin que ella tuviera que explicármelo.
A mi regreso tropecé con Goblin y Un Ojo caminando muy cuidadosamente.
Luciérnagas de magia danzaban en sus manos, y el temor brillaba en sus ojos.
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Sauce estaba asombrado. Aunque en realidad las cosas habían ocurrido en buena
parte tal como se suponía que ocurrirían. Los taglianos cedieron sus territorios por
debajo del Principal sin alzar un dedo para resistirse. El ejército de los Maestros de
las Sombras cruzó el río y siguió sin encontrar resistencia. Se disolvió en sus cuatro
elementos. Aún sin hallar oposición, las fuerzas se descompusieron en compañías,
para saquear mejor. El saqueo fue tan bueno que se desmoronó toda la disciplina.
Los merodeadores taglianos empezaron a cebarse de pronto con los buscadores de
botín y los pequeños grupos incursores, por todas partes. Los invasores sufrieron un
millar de bajas antes de que empezaran a comprender. Fibroso Mather se ocupó de
esa fase, afirmando emular a sus ídolos militares, la Compañía Negra. Cuando los
invasores respondieron con grupos de saqueo más grandes, contraatacó
conduciéndolos a trampas y emboscadas. En su momento más álgido, atrajo dos
veces a compañías enteras a densamente edificadas y especialmente preparadas
ciudades, que incendió con ellos dentro. La tercera vez que lo intentó, sin embargo,
los invasores no mordieron el cebo. Sus excesivamente confiados taglianos fueron
barridos. Heridos, regresaron a Taglios para meditar sobre la inconstancia del destino.
Mientras tanto, Sauce avanzaba por los territorios orientales taglianos con Humo
y dos mil quinientos voluntarios, manteniéndose cerca del mando enemigo,
intentando parecer una amenaza que se convertiría en una némesis en el momento en
que los invasores cometieran un error. Humo no tenía intención de luchar, y se
mostraba tan testarudo al respecto que incluso Sauce se sintió tentado de despotricar.
Humo afirmaba que estaba aguardando a que ocurriera algo. No decía el qué.
Hoja estaba en el sur, en los territorios cedidos sin lucha, a lo largo del río
Principal. Se suponía que debía agrupar a los locales e impedir la libre circulación de
los mensajeros. Era un trabajo fácil. No había puentes que cruzaran el río y sólo
cuatro lugares por los que podía ser vadeado. Los Maestros de las Sombras debían de
estar preocupados. Nada despertaba sus sospechas. O quizá simplemente suponían
que la ausencia de noticias era en sí una buena noticia.
Lo que Humo estaba esperando ocurrió.
* * *
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Como había dicho Hoja, Taglios estaba afligido por sus sacerdotes. Existían allí tres
religiones importantes, no en armonía. Cada una tenía sus escisiones, facciones y
subcultos que luchaban entre sí cuando no estaban luchando con las demás. La
cultura tagliana se centraba en las diferencias religiosas y los esfuerzos de los
sacerdotes en situarse por delante de los demás. Mucha gente de clase inferior no se
decantaba por ninguna de ellas. En especial en el campo. Del mismo modo la familia
gobernante, que no se atrevía a apoyar ninguna religión si quería seguir en el cargo.
El viejo Humo aguardaba a que a uno de los principales sacerdotes se le ocurriera
la idea de que podía hacerse un nombre para sí y para su tribu saliendo y reventando
las cabezas de los invasores contra los que nadie más iba a luchar.
—Una pura y cínica maniobra política —le dijo Humo a Sauce—. Los
prahbrindrah han aguardado largo tiempo a mostrarle a alguien lo que puede ocurrir
si no hacen las cosas a su manera.
Se lo mostró.
Uno de los sacerdotes captó la brillante idea. Convenció a quince mil hombres
para que pensaran que podían manejar a experimentados profesionales sin ningún
problema. Condujo a la multitud en busca de los invasores. No tuvieron ningún
problema en encontrarlos. El comandante de los Maestros de las Sombras pensó que
eso era también lo que él había estado esperando. Las otras conquistas de los
Maestros de las Sombras habían sido resueltas con una gran pendencia.
Sauce y Humo y algunos otros aguardaron en la cima de una colina donde ambos
bandos pudieran verles, y pasaron toda una tarde contemplando a dos mil hombres
masacrar a quince mil. Los taglianos que pudieron escapar lo lograron principalmente
porque los invasores estaban demasiado cansados para perseguirles.
—Ahora lucharemos —dijo Humo. Así que Sauce movió su fuerza y aguijoneó
hasta que los invasores se sintieron agraviados y fueron tras él. Corrió hasta que se
detuvieron. Entonces aguijoneó de nuevo. Y volvió a correr. Y así sucesivamente.
Había tomado la idea de una vagamente recordada versión de una vez en que la
Compañía Negra corrió a lo largo de mil quinientos kilómetros y condujo a sus
enemigos a una trampa donde murieron casi hasta el último hombre, creyendo al final
que casi habían vencido.
Quizás esos tipos hubieran oído la misma historia. Fuera como fuese, no se
dejaron conducir. La primera vez simplemente instalaron su campamento y no se
movieron. Así que Sauce habló con Humo, y Humo reunió algunos voluntarios de la
región y empezó a construir un muro alrededor de los invasores.
La siguiente vez los invasores simplemente se dieron la vuelta y marcharon hacia
Taglios, que era lo que hubieran debido hacer desde un principio, en vez de intentar
hacerse ricos. Así que Sauce saltó sobre ellos desde atrás y siguió incordiándoles
hasta que convenció al comandante enemigo de que tenía que librarse de él o no
podría descansar nunca.
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—No sé nada de estrategia o tácticas o nada parecido —le dijo a Humo—, pero
imagino que en realidad sólo tengo que preocuparme de un sólo tipo. El cabecilla de
ahí delante. Si consigo que haga lo que quiero, arrastrará a todos los demás con él. Y
sé como agraviar a un tipo hasta que decida pelear conmigo.
Y eso fue lo que hizo.
El general de los Maestros de las Sombras lo persiguió finalmente a una ciudad
que había sido preparada desde un principio. Era una versión más grande del juego de
Fibroso. Sólo que esta vez no iba a haber ningún incendio. Toda la gente había sido
desalojada, y unos doce mil voluntarios habían sido puestos en su lugar. Mientras
Sauce y Humo hacían correr a los invasores, esos voluntarios estaban levantando un
muro.
Sauce corrió al interior de la ciudad y les hizo burla desde allí. Hizo todo lo que
pudo para irritar al jefe enemigo. Sin embargo, el hombre tardó en irritarse
convenientemente. Rodeó la ciudad, luego llamó a todos sus hombres en territorio
tagliano que aún pudieran andar. Entonces atacó.
Fue una mala pelea. Los invasores lo tuvieron mal porque en las estrechas calles
no podían tomar ventaja de su mejor disciplina. Siempre tenían a alguien arrojándoles
flechas desde los tejados. Siempre tenían a alguien con una lanza saltando sobre ellos
desde puertas y callejones. Pero eran mejores soldados. Mataron a un montón de
taglianos antes de que se dieran cuenta de que estaban metidos en una caja, con casi
seis veces más taglianos tras ellos de los que habían esperado. Por aquel entonces ya
era demasiado tarde para salir. Pero se llevaron a muchos taglianos con ellos.
* * *
Cuando todo hubo terminado, Sauce regresó a Taglios. Hoja volvió también a casa, y
abrieron de nuevo la taberna y lo celebraron durante un par de semanas. Mientras
tanto, los Maestros de las Sombras imaginaron lo que había ocurrido y se mostraron
tremendamente irritados. Hicieron todo tipo de amenazas. El príncipe, el
prahbrindrah Drah, básicamente se mofó de ellos y les dijo que se fueran a tomar por
allá donde nunca brilla el sol.
Sauce, Fibroso y Hoja dejaron transcurrir un mes, luego llegó el momento de la
siguiente parte, que era emprender un largo viaje al norte con la radisha Drah y
Humo. Sauce no creía que esa parte fuera a ser muy divertida, pero nadie podía
imaginar una forma mejor de hacerlo.
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Los tenía a todos en pie y vestidos con sus segundas mejores galas. Murgen había
sacado el estandarte. Había una espléndida brisa para desplegarlo. Ésos grandes
caballos negros pateaban y piafaban, ansiosos por emprender la marcha camino
abajo. Su pasión se comunicaba a sus primos menos imponentes.
El equipo estaba empaquetado y cargado. No había ninguna razón para retener la
marcha…, excepto esa estrepitosa convicción de que el acontecimiento era algo más
que una cabalgada a una nueva ciudad.
—¿Estás de un humor dramático, Matasanos? —preguntó Goblin—. ¿Tienes la
sensación de que has de mostrarte espectacular?
La tenía, y él lo sabía. Quise escupir desafío al rostro de mi premonición.
—¿Qué es lo que piensas tú?
En vez de responder directamente, le dijo a Un Ojo:
—Cuando lleguemos ahí abajo a ese punto desde donde pueden echarnos su
primera buena mirada, haz un par de truenos y una Trompeta del Destino. Yo haré un
Cabalgar a Través del Fuego. Eso debería de hacerles saber que la Compañía Negra
ha vuelto a la ciudad.
Miré a la Dama. Parecía en parte divertida, en parte condescendiente.
Por un momento pareció como si Un Ojo deseara iniciar una disputa. Tragó saliva
y asintió secamente.
—Hagámoslo si tenemos que hacerlo, Matasanos.
—Adelante —ordené. No sabía lo que tenían en mente, pero podían ser unos
auténticos exhibicionistas cuando querían.
Ocuparon ambos la avanzada, con Murgen a una docena de metros más atrás con
el estandarte. El resto seguía en la fila habitual, conmigo y la Dama lado a lado
delante de nuestros animales de carga. Recuerdo haber echado una ojeada a las
resplandecientes espaldas desnudas del Grotesco y el Fenómeno y haber reflexionado
que ahora teníamos una auténtica infantería.
Al principio todo fueron cerradas vueltas y revueltas de un estrecho y empinado
sendero, pero al cabo de poco más de un kilómetro el camino se ensanchaba hasta
convertirse casi en una carretera. Pasamos junto a varias cabañas evidentemente
propiedad de pastores, no tan pobres y primitivas como uno podría sospechar.
Llegamos al punto que Goblin había mencionado, y empezó el espectáculo. Fue
casi exactamente tal como había dicho.
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Un Ojo dio un par de palmadas, y el resultado fue un estrépito que rasgó los
cielos. Luego se llevó las manos a las mejillas y dejó escapar una llamada de
trompeta casi igual de fuerte. Mientras tanto, Goblin hizo algo que llenó el lugar con
un denso humo negro que se convirtió en llamas de feroz aspecto pero inofensivas.
Cabalgamos a su través. Luché contra la tentación de ordenar un galope y decir a los
hechiceros que hicieran que los caballos exhalaran fuego y crearan rayos con sus
cascos. Deseaba un anuncio espectacular del regreso de la Compañía, pero sin la
apariencia de una declaración de guerra.
—Esto tendría que impresionar a alguien —dije, mirando hacia atrás a los
hombres que salían cabalgando de las llamas, con los caballos normales agitándose y
corveteando.
—Si esto no les asusta a morir… Deberías ser más cuidadoso con lo que haces,
Matasanos.
—Me siento atrevido e imprudente esta mañana. —Lo cual quizás era la peor
cosa que decir después de mi fracaso de atrevimiento y mi falta de imprudencia la
noche antes. Pero ella no hizo ningún comentario.
—Están hablando de nosotros ahí arriba. —Señaló el par de robustas torres de
guardia que flanqueaban el camino a trescientos metros allá delante. No había forma
de evitar el cabalgar entre ellas, a través de un estrecho paso lleno con la sombra de la
muerte. Allá arriba, los heliógrafos hablaban de torre a torre y presumiblemente
también con la ciudad.
—Espero que estén diciendo algo agradable, como hurra, los chicos han vuelto a
la ciudad. —Estábamos lo suficientemente cerca como para poder distinguir a los
hombres allí arriba. No parecían estar preparándose para una pelea. Un par estaban
sentados en los merlones con las piernas colgando fuera. Uno que tomé por un oficial
permanecía de pie en una almena con un pie apoyado en un merlón, reclinado sobre
su rodilla, observando casualmente.
—La actitud que adoptaría yo si estuviera preparando una trampa realmente
tortuosa.
—No todo el mundo tiene el mismo tipo de mente retorcida que tú, Matasanos.
—Oh, ¿de veras? Yo soy una persona muy simple comparada con algunas otras
que podría nombrar.
Me lanzó una de sus agudas miradas propias de la vieja Dama, capaz de fundir el
hierro.
Un Ojo no estaba allí para decirlo, de modo que lo dije por él.
—Probablemente esa serpiente tiene menos problemas que tú, Matasanos. Lo
único que le preocupa es su desayuno.
Ya estábamos cerca de una de las torres, con Goblin y Un Ojo y Murgen ya más
allá de ellas. Alcé el sombrero en un amistoso saludo.
El oficial rebuscó a su lado, tomó algo, lo arrojó abajo. Cayó dando vueltas hacia
mí. Lo atrapé en el aire.
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—¡Qué atleta! Soy capaz de atrapar dos de cada tres.
Miré lo que había cogido.
Era una varita negra de unos cuatro centímetros de diámetro y unos cuarenta de
largo, tallada en alguna madera pesada, decorada con extraños y feos motivos.
—Que me maldiga.
—Sin duda. ¿Qué es?
—Un bastón de oficial. Nunca he visto ninguno antes. Pero son mencionados en
todos los Anales hasta la caída de Sham, que era una especie de misteriosa ciudad
perdida arriba en la meseta que acabamos de cruzar. —Alcé el bastón en un segundo
saludo al hombre de arriba.
—¿La Compañía estuvo ahí?
—Es donde terminó después de abandonar Gea-Xle. El Capitán no halló su
montaña de plata. Halló Sham. Los Anales son más bien confusos al respecto. Se
supone que la gente de Sham la forma una raza perdida de blancos. Parece que unos
tres días después de que la Compañía encontrara Sham, lo mismo hicieron los
antepasados del Grotesco y el Fenómeno. Se lanzaron a una especie de frenesí
religioso y saltaron sobre toda la ciudad. La primera horda en llegar allí mató a casi
todo el mundo, incluidos la mayor parte de los oficiales de la Compañía, antes de que
la Compañía terminara matándolos a ellos. Los que sobrevivieron se encaminaron al
norte porque había otra multitud acercándose desde el sur, impidiéndoles retroceder
en aquella dirección. Éstos bastones no son mencionados después de eso.
A lo cual su única respuesta fue:
—Sabían que venías, Matasanos.
—Sí. —Era un misterio. No me gustan los misterios. Pero era solo uno de
muchos, y las barrigas de la mayoría de ellos nunca saldrían a flote allá donde yo
pudiera echarles una mirada.
Había dos hombres aguardando al fondo del camino más allá de las torres de
guardia, a unos quinientos metros de la muralla de la ciudad. El campo de los
alrededores era más bien desértico allá tan cerca de la ciudad. Supongo que la tierra
era pobre. Más al norte y al sur había gran cantidad de verde. Uno de los dos hombres
le entregó a Goblin un viejo estandarte de la Compañía. No había ninguna duda sobre
lo que era, aunque no reconocí ninguno de los honores. Estaba malditamente raído,
como cabía esperar de algo tan viejo como debía de ser.
¿Qué infiernos estaba ocurriendo allí?
Un Ojo intentó hablar con aquellos hombres, pero era como querer iniciar una
conversación con una piedra. Hicieron dar la vuelta a sus monturas y se pusieron al
frente. Asentí con la cabeza a Un Ojo cuando miró hacia atrás para ver si les
seguíamos.
Una guardia de honor de doce hombres presentó armas cuando cruzamos la
puerta. Pero nadie más nos saludó. El silencio cabalgó con nosotros mientras
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avanzábamos por las calles, con la gente parándose para mirar a los extranjeros de
rostro pálido. La Dama atraía la mitad de la atención.
Se la merecía. Su aspecto era malditamente bueno. Muy malditamente bueno. El
negro ajustado era lo suyo. Tenía el cuerpo para realzarlo.
Nuestros guías nos condujeron a unos acuartelamientos con establos. Los
acuartelamientos estaban bien mantenidos pero no habían sido utilizados en mucho
tiempo. Al parecer se suponía que allá nos sentiríamos como en casa. Bien.
Nuestros guías se esfumaron mientras aún examinábamos el lugar.
—Bien —dijo Goblin—. Traed a las bailarinas.
* * *
No hubo bailarinas. Tampoco hubo mucho de ninguna otra cosa, a menos que
contaras la aparente indiferencia. Mantuve a todo el mundo atado corto durante el
resto del día, pero no ocurrió nada. Habíamos sido alojados y olvidados. A la mañana
siguiente solté a dos de nuestros más recientes reclutas, junto con Un Ojo y Resuello,
en una misión orientada a hallar una barcaza que pudiera llevarnos río abajo.
—Simplemente envías al zorro a comprar una nueva aldaba para el gallinero —
protestó Goblin—. Deberías enviarme a mí para vigilar que se mantengan honrados.
Otto estalló en una risotada.
Sonreí, pero mantuve el resto dentro.
—No eres lo suficientemente moreno como para salir ahí fuera, muchacho.
—Oh, mi perspicaz amigo. ¿Te has molestado en mirar fuera desde que llegamos
aquí? Hay gente blanca ahí fuera, mi Líder Sin Miedo.
—Es cierto, Matasanos —dijo Lamprea—. No hay muchos, pero he visto unos
cuantos.
—¿De dónde demonios han venido? —murmuré, yendo hacia la puerta. Destellos
y Candelas se apartaron de mi camino. Estaban allí para emboscar a cualquier
visitante por sorpresa indeseado. Salí y me recliné contra la pared encalada, mastiqué
un tallo de acedera que había arrancado de la esquina de la calle.
Sí. Los chicos tenían razón. Había un par de blancos, un viejo y una mujer de
unos veinticinco años, caminando furtivamente calle abajo. Hicieron todo un
espectáculo de mostrarse indiferentes a mi presencia mientras todos los demás
miraban con la boca abierta.
—Goblin. Saca tu cola fuera.
Salió, malhumorado.
—¿Sí?
—Echa una discreta mirada calle abajo. ¿Ves a un hombre viejo y a una mujer
joven?
—¿Blancos?
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—Sí.
—Los veo. ¿Y qué?
—¿Los has visto alguna vez antes?
—A mi edad todo el mundo se parece a alguien que he visto alguna vez antes.
Pero nunca hemos estado en esta parte del mundo. Así que quizá se parezcan a
alguien al que hemos visto en alguna otra parte. Ella, al menos.
—Hum. Yo opino otra cosa. Algo en la forma en que él se mueve hace sonar mis
alarmas.
Goblin arrancó su propio tallo de acedera. Le observé. Cuando miré de nuevo
atrás la extraña pareja había desaparecido. Avanzando hacia nosotros había tres tipos
negros que daban la impresión de problemas en perspectiva.
—Dioses. No sabía que los hicieran tan grandes.
Goblin murmuró algo, miró más allá de ellos. Su frente estaba
desconcertadamente fruncida. Inclinó hacia un lado la cabeza como si tuviera
problemas de audición.
Los tres tipos enormes avanzaron, se detuvieron. Uno empezó a hablar. No
comprendí ni una palabra.
—No capto, amigo. Prueba otra lengua.
Lo hizo. Seguí sin entender nada. Se encogió de hombros y miró a sus
compañeros. Uno de ellos probó con un cliqueteante idioma.
—Habéis perdido de nuevo, chicos.
El más grande estalló en una feroz danza de frustración. Sus colegas cotorrearon.
Y Goblin se alejó de mí sin siquiera decirle adiós al viejo Matasanos. Capté un atisbo
de su espalda mientras se deslizaba por un pasaje entre dos edificios.
Mientras tanto, mis nuevos amigos decidieron que yo era sordo o estúpido. Me
gritaron, lentamente. Lo cual atrajo fuera a Destellos y Candelas, seguidos por los
demás. Los tres tipos voluminosos charlotaearon un poco más entre ellos y decidieron
marcharse.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Lamprea.
—Dímelo tú.
Goblin regresó al trote exhibiendo una gran y taimada sonrisa de sapo.
—Me sorprendes —dije—. Imaginé que iba a tener que perder una semana
mientras te seguía el rastro hasta el calabozo local y vendía mi alma para sacarte de
él.
Hizo todo un espectáculo de mostrarse herido. Chilló:
—Creí haber visto a tu amiga escabulléndose. Simplemente fui a comprobar.
—A juzgar por la forma relamida en que hablas, la viste.
—Por supuesto. Y la vi reunirse con tu viejo y su pollita.
—¿De veras? Vayamos dentro y háblame un poco de ello.
Cuando entramos eché una mirada a mi alrededor, sólo para asegurarme de que
Goblin no estaba viendo visiones. Comprobé que la Dama no estaba.
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¿Qué demonios?
* * *
Un Ojo y su equipo volvieron a última hora de la tarde. Un Ojo sonreía como un gato
con plumas en los bigotes. El Grotesco y el Fenómeno cargaban entre los dos con un
gran cesto cerrado. Resuello tosía y resollaba y sonreía como si se enfrentara a una
gran perversidad y le tuviera echada una gran mano encima.
Goblin saltó en pie de su siesta con un chillido de protesta antes de que Un Ojo
pudiera decir nada.
—Sal de nuevo inmediatamente por esta puerta con ese lo-que-sea, Aliento de
Buitre. Antes de que convierta ese nido de arañas al que llamas cerebro en juguetes
para escarabajos peloteros.
Un Ojo ni siquiera le dirigió una mirada.
—Mira esto, Matasanos. No podrás creer lo que encontré.
Los chicos dejaron el cesto en el suelo y abrieron la tapa.
—Probablemente no —admití. Me asomé a aquel cesto, esperando ver un puñado
de cobras o algo parecido. Lo que vi fue un sosias de Goblin del tamaño de media
pinta…, mejor quizá de media taza, puesto que el propio Goblin no era mucho más
grande que media pinta—. ¿Qué demonios es? ¿De dónde ha salido?
Un Ojo miró a Goblin.
—Yo me he estado preguntando lo mismo desde hace años. —Exhibió la más
grande sonrisa de «¡Te pillé!» que jamás hubiera visto.
Goblin aulló como una hembra leopardo en celo, empezó a hacer pases místicos.
Sus dedos rastrillaron surcos de fuego en el aire.
Incluso yo lo ignoré.
—¿Qué es?
—Es un trasgo, Matasanos. Un buen y honesto trasgo. ¿No sabes reconocer a un
trasgo cuando ves uno?
—No. ¿De dónde ha venido? —No estaba seguro de que deseara saberlo,
conociendo a Un Ojo.
—Cuando me encaminaba hacia el río nos topamos con ese pequeño puñado de
tiendas alrededor de un bazar al aire libre donde venden todo tipo de cosas para
hechiceros, adivinos, médiums, operadores de ouija y gente así. Y justo allí en el
escaparate de esa andrajosa tienda que era poco más que un agujero en la pared, casi
suplicando un nuevo hogar, estaba este pequeño tipo. No pude resistirme. Di hola al
capitán, Cara de Sapo.
—Hola al capitán, cara de Sapo —gorjeó el trasgo. Rio tontamente igual que
Goblin, en un tono más agudo.
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—Salta fuera de aquí, muchacho —dijo Un Ojo. El trasgo dio un salto en el aire
como impulsado por un muelle. Un Ojo cloqueó. Lo atrapó por una pierna y se irguió
allá sujetándolo colgando boca abajo como un niño pequeño sujetaría una muñeca.
Echó una ojeada a Goblin, que estaba positivamente apopléjico, tan nervioso que no
pudo seguir con la diversión mágica que había iniciado.
Un Ojo dejó caer al trasgo. Éste se dio la vuelta y aterrizó de pie, echó a correr y
se detuvo ante Goblin, mirándole como un joven bastardo ante la repentina revelación
de la identidad de su padre. Volvió junto a Un Ojo con una cabriola y dijo:
—Me va a gustar estar aquí con vosotros, chicos.
Agarré a Un Ojo por el cuello de su ropa y lo alcé hasta que sus pies dejaron de
estar en contacto con el suelo.
—¿Qué hay de la maldita barcaza? —Lo sacudí un poco—. Te envié ahí fuera
para alquilar una maldita barcaza, no a comprar fruslerías parlantes. —Era uno de
esos destellos de furia que duran unos tres segundos, cosa rara en mí pero
normalmente lo bastante fuertes como para hacer de mí un asno.
Mi padre los tenía muy a menudo. Cuando yo era pequeño me escondía debajo de
la mesa durante el minuto o dos que tardaba en pasarle.
Volví a depositar a Un Ojo en el suelo. Me dijo con aire sorprendido:
—Hallé una, ¿de acuerdo? Sale pasado mañana, con la primera luz. No pude
conseguir un alquiler en exclusiva porque no podemos permitirnos algo tan grande
sólo para llevarnos a nosotros y los animales y los carruajes sin que transporte nada
más. Así que terminé haciendo un trato.
El trasgo Cara de Sapo estaba detrás de Resuello, aferrado a él y mirando por
entre sus piernas como un niño asustado…, aunque tuve la sensación de que se estaba
riendo de nosotros.
—De acuerdo. Me disculpo por haberte gritado. Háblame del trato.
—Es válido tan sólo hasta lo que ellos llaman la Tercera Catarata, entiéndelo. Se
trata de un lugar a mil trescientos ochenta kilómetros río abajo que una barcaza no
puede franquear. Hay un transporte por tierra de doce kilómetros, luego hay que
contratar nuevo pasaje.
—A la Segunda Catarata, sin duda.
—Por supuesto. De todos modos, podemos conseguir hacer el primer y largo
tramo gratis, con comida y forraje incluidos, si servimos como guardias en esa
barcaza comercial.
—Ah. Guardias. ¿Para qué necesitan guardias? ¿Y por qué tantos?
—Piratas.
—Entiendo. Lo cual significa que terminaremos luchando aunque no paguemos
por nuestro pasaje.
—Probablemente.
—¿Echaste una buena mirada a la barcaza? ¿Es defendible?
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—Sí. Podemos convertirla en un fuerte flotante en un par de días. Es la barcaza
más malditamente grande que he visto nunca.
Un cosquilleo de alarma empezó a roerme en la parte de atrás de mis
pensamientos.
—Le echaremos otra mirada por la mañana. Todos nosotros. El trato suena
demasiado bueno para ser cierto, lo cual significa que probablemente lo sea.
—Eso pensé. Ésa fue una de las razones por las que compré a Cara de Sapo.
Puedo enviarlo a que se escurra por ahí para comprobar las cosas. —Sonrió y miró a
Goblin, que había ido a un rincón a complotar y enfurruñarse—. También, con Cara
de Sapo a nuestro lado, no tendremos que gastar monedas con guías e intérpretes. El
puede hacer todo eso por nosotros.
Esto me hizo enarcar las cejas.
—¿De veras?
—De veras. ¿Te das cuenta? De tanto e tanto hago alguna cosa buena.
—Eso temo a veces. ¿Dices que el trasgo está listo para ser usado?
—Tan listo como puede estarlo.
—Entonces ven fuera, donde estaremos más en privado. Tengo como unos diez
trabajos para ti.
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Llevé a la gente a los muelles antes de que el sol se asomara por encima de las
colinas al otro lado del río. La ciudad permanecía soñolienta, excepto por el tráfico
que se encaminaba en la misma dirección que nosotros. Cuanto más cerca del río,
peor era. Y los muelles eran una frenética colmena.
Había cuervos.
—Parece como si hayan estado ahí toda la noche —dije—. ¿Cuál es, Un Ojo?
—Ésa grande de ahí.
Me encaminé en la dirección señalada. La barcaza era realmente un monstruo.
Era como un gigantesco zapato de madera pensado sobre todo para derivar con la
corriente. El viaje iba a ser lento en una corriente tan lánguida como aquélla.
—Parece nueva.
Nos movimos en medio de una isla de silencio y miradas. Intenté leer los rostros
de los trabajadores junto a los que pasábamos. Vi poco excepto una ligera cautela.
Observé algunos hombres armados, tan grandes como mis visitantes de ayer,
abordando algunas de las barcazas menores. Eché una ojeada a los estibadores que se
dirigían a bordo de nuestra embarcación.
—¿Para qué la madera, supones?
—Mi idea —dijo Un Ojo— es que para construir escudos. La única protección
que tenían contra el fuego de proyectiles era pantallas de mimbre. Me sorprende que
me escucharan y que se hayan tomado todas las molestias y gastos. Quizás aceptaron
todas mis sugerencias. Estupendo si lo hicieron.
—No me sorprende. —Ahora estaba seguro de que no sólo había sido prevista
nuestra llegada, sino que había sido calculada en los planes de toda la ciudad. Ésa
infestación de piratas era algo más que un engorro. Ésa gente pretendía aniquilarlos
usando una banda de prescindibles aventureros.
Pero no comprendía por qué tenían que fingir con nosotros. Ése era nuestro
oficio. Y de todos modos teníamos que ir río abajo.
Quizás ésa era la forma en que funcionaba allí la sociedad. Quizá no podían creer
en la verdad. Con la ayuda de Cara de Sapo, bastaron unos seis minutos para arreglar
las cosas con el patrón de la barcaza y el comité de notables que aguardaban con él.
Arranqué la promesa de una buena gratificación además del pasaje.
—Nos pondremos a trabajar tan pronto como veamos el dinero —les dije.
Apareció casi como por arte de magia.
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—Podías haberles pedido más —me dijo Un Ojo.
—Sí, están desesperados —admití—. Debe de tratarse de algo que tienen que
hacer sea como sea. Pongámonos al trabajo.
—¿No quieres saber de qué se trata?
—No importa. Vamos a ir de todos modos.
—Quizá. Pero haré que Cara de Sapo eche una mirada por ahí.
—Como quieras. —Recorrí la cubierta principal. Otto y Lamprea me
acompañaron. Hablamos de la mejorada defensibilidad.
—Necesitamos una idea más clara de a qué nos enfrentamos. Querremos estar
preparados para las prácticas de los piratas. Por ejemplo, podemos instalar máquinas
de defensa detrás de las protecciones si atacan desde botes pequeños.
Hice una pausa junto a la barandilla del lado del muelle. Era evidente que un
convoy iba a seguir a nuestra barcaza, que a todas luces había sido construida para
abrir camino. Nunca volvería río arriba. Sólo tenía remos suficientes para orientarla
en la dirección correcta.
Había cuervos por encima del caos. Los ignoré. Había empezado a sospechar que
me estaba obsesionando.
Luego detecté una isla de vacío contra una pared del muelle. La gente la evitaba
sin darse cuenta de que lo estaba haciendo. Una vaga forma se alzaba en las sombras.
Los cuervos aleteaban arriba y abajo.
Tuve la sensación como si alguien me estuviera mirando. ¿Era mi imaginación?
Nadie más veía los malditos cuervos.
—Ya es hora de que descubra lo que está ocurriendo. ¡Un Ojo! Necesito que me
prestes tu nueva mascota.
Le dije a Cara de Sapo que fuera a echar una mirada. Fue. En un minuto estaba de
vuelta y me lanzaba una curiosa mirada.
—¿Qué se supone que hay que ver, capitán?
—¿Qué viste?
—Nada.
Miré hacia allá. Ahora no parecía verse nada. Pero entonces divisé a los tres tipos
fornidos que habían intentado hablar conmigo ayer. Tenían un montón de primos con
ellos. Estaban observando nuestra barcaza. Supuse que todavía estaban interesados en
nosotros.
—Tengo un trabajo de traducción para ti, gorgojo.
* * *
El nombre del tipo más fornido era Mogaba. Él y sus compañeros deseaban firmar
con la Compañía. Dijo que en casa había más como ellos si los quería. Luego reclamó
un derecho. Me dijo que todos los hombres como él que podía ver vagando por ahí
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con afiladas armas de acero eran descendientes de los hombres de la Compañía Negra
que habían servido en Gea-Xle en otros tiempos. Tuve la impresión de que para ellos
yo era algo sagrado, el auténtico Capitán, un semidiós.
—¿Qué piensas tú? —le pregunté a Un Ojo.
—Podemos usar a hombres como ellos. Míralos. Monstruos. Toma todos los que
puedas si hablan en serio.
—¿Puede averiguarlo Cara de Sapo?
—Apuesta a que sí. —Dio instrucciones al trasgo, lo envió a explorar.
* * *
—Matasanos.
Me sobresalté. No había oído acercarse a Un Ojo.
—¿Qué?
—Ésos nar son auténticos. Díselo, Cara de Sapo.
El trasgo gorjeó con aquella voz aguda de Goblin.
Los nar eran de hecho descendientes de nuestros antepasados, formaban una casta
aparte, un culto guerrero edificado alrededor de los mitos que la Compañía había
dejado atrás. Mantenían sus propios Anales y observaban mejor que nosotros las
antiguas tradiciones. Luego Cara de Sapo me lanzó la coz.
Alguien llamado Eldon el Vidente, un famoso hechicero local, había predicho
nuestra llegada hacía meses, aproximadamente mientras nosotros cruzábamos
aquellas ásperas colinas en dirección a D’loc-Aloc. Los nar (una palabra que
significaba negro) habían iniciado una serie de pruebas y competiciones para
seleccionar a los mejores hombres para que se unieran al estandarte padre y
efectuaran el peregrinaje a Khatovar. Si nosotros los queríamos.
Eldon el Vidente había descifrado también nuestra misión desde lejos.
No me gusta cuando las cosas están yendo de una forma que no comprendo.
¿Comprenden?
Mogaba había sido elegido comandante de la delegación en virtud de ser el
campeón de la casta.
Mientras los nar se preparaban para su sagrada peregrinación, los señores y
mercaderes de Gea-Xle empezaron a hacer planes con el fin de usarnos para romper
el bloqueo pirata que se había convertido en algo impenetrable en los últimos años.
La gran esperanza del norte. Eso éramos nosotros.
—No sé qué decir —le dije a Un Ojo.
—Te diré una cosa, Matasanos. No vas a ser capaz de decirles no a esos tipos nar.
No tenía esa inclinación. Aquéllos piratas, acerca de los cuales nadie hablaba
mucho, sonaban cada vez más desagradables. En algún momento, sin que me hubiera
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sido dicho explícitamente, había adquirido la idea de que poseían una gran magia a la
que podían apelar cuando las cosas se ponían difíciles.
—¿Por qué no?
—Ésos tipos hablan en serio, Matasanos. Religiosamente en serio. Han hecho
algo tan loco como arrojarse sobre sus propias espadas porque su capitán los halló
inadecuados para unirse a la Compañía.
—Oh, vamos.
—De veras. Hablo en serio. Para ellos es algo religioso. Tú siempre estás
hablando de las viejas tradiciones. Cuando el estandarte era una deidad tutelar y todo
eso. Ellos han ido en la otra dirección que nosotros. La Compañía que fue al norte
acabó convirtiéndose en tu pandilla básica de degolladores. Los chicos que dejamos
atrás los convirtieron en dioses.
—Eso es terrible.
—Será mejor que lo creas.
—Van a sentirse decepcionados con nosotros. Yo soy el único que queda que se
toma las tradiciones en serio.
—Tonterías, Matasanos. Escupir y pulir y golpear el tambor en honor de los
viejos días no lo es todo. Voy a buscar a ese idiota de Goblin y ver si puede dejar de
lloriquear el tiempo suficiente como para que podamos planear una forma de proteger
esta bañera si es golpeada. Quizá nuestra reputación los asuste lo suficiente como
para dejarnos pasar.
—¿Eso crees? —Sonaba como una buena idea.
—No. ¡Cara de Sapo! Ven aquí. Actúa como un maldito chiquillo, metiéndose en
todo. Cara de Sapo, quiero que te quedes al lado de Matasanos. Haz todo lo que él te
diga, como si fuera yo. ¿Lo entiendes? Si no lo haces, te azotaré el culo hasta
despellejarlo.
Pese a todos sus talentos, el trasgo tenía la mente de un niño de cinco años. Con
un grado de atención equivalente. Le dije a Un Ojo que se comportaría y me
ayudaría, pero no esperaba que fuera fácil.
Bajé al muelle y acepté treinta y dos reclutas en nuestra hermandad. Mogaba se
sintió tan complacido que pensé que iba a abrazarme.
Eran treinta y dos hombres malditamente impresionantes, cada uno de ellos un
monstruo, y rápidos y flexibles como un gato. Si eran los hijos mestizos de los
hombres que habían servido en Gea-Xle, ¿cómo habían sido esos hombres?
Inmediatamente después de que les tomara juramento, Mogaba preguntó si era
correcto que sus otros hermanos de casta prestaran servicio a bordo de los otros
barcos. Así podrían decir a sus hijos que habían seguido la peregrinación hasta tan
lejos como la tercera Catarata.
—Seguro. ¿Por qué no? —Mogaba y sus muchachos hacían que me diera vueltas
la cabeza. Por primera vez desde que me fuera adjudicado el cargo me sentía como si
fuera realmente el capitán.
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El grupo se dispersó para ir en busca de su equipo y para difundir la buena
noticia.
Observé que el patrón de la barcaza me observaba desde la proa. Exhibía una gran
sonrisa de suficiencia.
Las cosas estaban yendo perfectamente bien para ellos. Pensaban que nos habían
conseguido por casi nada y nos tenían sujetos por la brida.
* * *
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Noche en el río. La luna reflejándose en el oscuro reflejo del agua. Una quietud a
veces casi sobrenatural, luego la cacofonía de un festival en el infierno: gruñidos de
cocodrilos, el canto de cincuenta clases de ranas, el croar y el ulular de los pájaros
nocturnos, el bufar de los hipopótamos; sólo los dioses sabían qué más.
Y los insectos zumbando. Los insectos eran casi tan malos como lo habían sido en
la jungla. Y serían peores cuando entráramos en las tierras húmedas más al sur. Se
decía que el río fluía imperceptiblemente cruzando un pantano de ciento treinta
kilómetros de ancho por quinientos de largo. Allá la orilla oeste todavía era tranquila.
La este era salvaje en sus tres cuartas partes. La gente que veíamos observándonos
desde sus botes en la desembocadura de arroyos y fangales eran tan salvajes como la
tierra donde vivían.
Se me aseguró que, puesto que vivían a la sombra de la ciudad, eran inofensivos.
Cuando acudieron gritando fue para intercambiar pieles de cocodrilo y capas de
plumas de papagayo. Movido por un impulso compré una de las capas, la más grande
y de colores más llamativos disponible. Debía de pesar veinticinco kilos. Llevándola,
me convertía en la imagen misma de un cacique salvaje.
Mogaba examinó la capa y dictaminó que había sido una buena compra. Me dijo
que desviaría los dardos y las flechas mejor que una armadura de acero.
Algunos de los nar compraron pieles de cocodrilo para reforzar sus escudos.
Goblin se desmelenó y compró un par de cabezas de cocodrilo disecadas. Una era
tan grande que parecía como si le hubiera sido arrancada a un dragón. Mientras yo
estaba sentado contemplando el río nocturno e interrogándome acerca de los cuervos,
él estaba allá delante montando su monstruosa compra como mascarón de proa.
Supuse que aún quedaba algo de dramatismo en su manga.
Vino hacia mí con la cabeza más pequeña.
—Quiero ver cómo te encaja esto para que lo lleves.
—¿Que quieres qué?
—Quiero encajarte esto para que lo lleves. Así, cuando vengan los piratas, puedes
erguirte con tu capa de plumas exhalando fuego como una bestia mitológica.
—Eso sería un gran truco. Me gusta, de veras. De hecho, me encanta. ¿Por qué no
vemos si podemos encontrar a algún tonto como Cangilón para que lo pruebe?
—Pero…
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—No pensarás que yo voy erguirme ahí delante y dejar que todo el mundo tome
puntería en mí, ¿verdad?
—Tendrás toda la protección mía y de Un Ojo.
—¿De veras? Entonces mis plegarias han sido respondidas al fin. Durante años no
he deseado otra cosa más que la protección tuya y de Un Ojo. «¡Protegedme, oh
santificados padres de la Compañía!», he gritado un millar de veces. Sí, diez mil
veces he pedido…
Barbotando, me interrumpió y cambió de tema. Chilló:
—Ésa gente que tu amiga trajo a bordo…
—El próximo idiota que llame a la Dama mi amiga va a verse montado en un
cocodrilo para ver si puede domarlo. ¿Lo has captado?
—Sí. Hiere tus sentimientos el enfrentarte con la realidad.
Mantuve la boca cerrada, pero a duras penas.
—Ésos dos son malas noticias, Matasanos —susurró con ese hilo de voz que
empleamos cuando estamos arrastrándonos entre centinelas enemigos—. Se está
cociendo algo grande en esa cabina.
Estaba intentando hacerse útil. Se había mantenido un poco al margen desde la
llegada de Cara de Sapo. Así que no le dije que ya estaba al corriente y dejé que me
comunicara uno o dos de sus pensamientos acerca de lo que podía hacerse.
Un pez saltó fuera del agua para huir de algún depredador. Su esfuerzo obtuvo su
recompensa: un pájaro nocturno lo atrapó en mitad de su salto.
Dejé escapar un gruñido. ¿Debía dejar que Goblin compartiera cuanto sabía o
sospechaba? ¿O debía seguir haciéndome el estúpido mientras aguardaba el
momento? Edificar una mística se había convertido en algo importante ahora que la
Compañía estaba creciendo. Debería de funcionar por un tiempo. Mis antiguos
hombres no deberían de sospechar que yo iba a tomar un enfoque tan cínico y
pragmático al mando como el que planeaba.
Escuché a Goblin derramar hechos, sospechas y especulaciones. Poco de lo que
dijo era nuevo. Lo que era nuevo no hacía otra cosa que perfilar más el marco del
cuadro que me había hecho. Le dije:
—Creo que es hora de que empieces a pensar en la obra maestra de tu vida,
Goblin. Algo sencillo, directo y poderoso, que puedas desatar en un segundo.
Exhibió la famosa sonrisa de Goblin.
—Voy mucho más por delante que tú, Matasanos. Tengo en perspectiva un par de
cosas que asombrarán a la gente cuando las use.
—Bien. —Tuve la sensación de que Un Ojo iba a recibir un fuerte shock en algún
momento no muy lejano.
* * *
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El viaje hasta la Tercera Catarata requiere un mínimo de dos semanas debido a que la
corriente no excede de un lento caminar. Añadir el problema de los piratas puede
hacer que dure una eternidad.
Al final de nuestro cuarto día la barcaza era tan defendible como era posible.
Escudos de madera protegían la cubierta principal. Sus extremos inferiores se
proyectaban sobre el agua haciendo difícil el abordaje desde botes. Ninguna de las
troneras en aquellos escudos era lo bastante grande como para que un hombre pudiera
deslizarse a su través. Los chicos habían dispuesto cuatro balistas a cada lado.
Gracias a la previsión de Un Ojo teníamos todo lo necesario para arrojar bombas de
fuego a docenas, y había montones de ellas bien protegidas encima de la cabina. Los
tres hermanos de Berilo nos habían construido un delfín, que es un peso con forma de
pez unido a una cadena larga. Se lo hacía girar y se lanzaba a través del fondo de los
botes. Mi máquina favorita, sin embargo, fue ideada por Paciencia, un antiguo
guardia de la caravanera.
Una palanca golpeaba la base de un cartucho lleno con dardos venenosos,
lanzando un enjambre de proyectiles. El veneno necesitaba sólo unos segundos para
causar una parálisis instantánea. La única pega del dispositivo residía en que no era
móvil. Tenías que aguardar a que tu blanco cruzara la línea de tiro.
Una vez terminada la construcción traté a todo el mundo con una rica dieta de
aquello mismo de lo que me quejaba en mis días de seguidor en vez de capitán.
Instrucción y ejercicio. E intenso estudio de idiomas. Mantuve a Un Ojo y a su
mascota bañados en sudor intentando establecer al menos un lenguaje común entre
los hombres. Hubo mucho gruñir y rezongar. Sólo los nar parecieron favorablemente
impresionados.
La Dama no apareció. Por todo lo que podíamos decir, parecía como si no
existiera.
Entramos en las tierras húmedas, en su mayor parte pantanos de cipreses, a
primera hora de la sexta mañana. Todo el mundo se puso más alerta.
* * *
No hubo señales de piratas durante otros dos días. Cuando llegaron estábamos
plenamente advertidos por Goblin y Un Ojo.
Cruzábamos un lugar donde los cipreses atestaban el canal. Los atacantes, en
veinte botes, aparecieron por delante, doblando un recodo. Sólo pude disparar dos
balistas. Únicamente consiguieron detener un bote. Las flechas lanzadas desde arriba
de la cabina —que recorría la mayor parte del largo y ancho de la barcaza— no
hicieron nada. Los botes llevaban doseles de piel de cocodrilo.
Se situaron a nuestros lados. Arpeos al extremo de cadenas difíciles de cortar se
aferraron a la parte superior de los escudos. Los piratas empezaron a trepar a la
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barcaza.
Los tenía allá donde los quería.
Los escudos estaban perforados con pequeños agujeros. Los nar de Mogaba
clavaron sus armas a través de ellos a las piernas de los que trepaban. Los pocos
piratas que consiguieron trepar tuvieron que mantener el equilibrio sobre un ancho de
diez centímetros de madera antes de poder saltar al techo de la cabina.
Fue como un tiro al blanco. Ninguno sobrevivió para dar el salto.
Goblin y Un Ojo no alzaron un dedo de hechicero. Se divertían arrojando bombas
de fuego. Los piratas no habían conocido nada así antes. Huyeron antes incluso de
que llegaran a saber exactamente lo que ocurría.
Calculo que los piratas perdieron entre cincuenta y sesenta hombres. No estaba
mal, aunque podría haber estado mejor, y los buenos mercaderes de Gea-Xle
confiaron en poder superar el cerco de los piratas.
El patrón de la barcaza apareció surgido de la nada, como un fantasma, apenas los
piratas giraron el culo. Ni él ni su tripulación se habían dejado ver durante la refriega.
Habíamos estado derivando sin rumbo, a merced de los caprichos del río.
Cara de Sapo apareció casi al mismo tiempo. Lo usé para hacer pasar al hombre
por los nueve infiernos. Mi furia alcanzó su máximo cuando se quejó de que
habíamos dejado escapar demasiados piratas.
—Ahora tendréis que luchar de nuevo con ellos. Y la próxima vez sabrán qué
esperar.
—Por lo que he oído, el primer ataque es sólo un sondeo. ¿Qué demonios está
ocurriendo aquí fuera? —El río había empezado a hervir con una excitación
subacuática. Algo empezó a golpear contra el casco de la barcaza.
—Dientes aguja —se estremeció el patrón de la barcaza. Incluso Cara de Sapo
pareció inquieto—. Unos peces tan largos como tu brazo. Huelen la sangre en el
agua. Cuando hay mucha, se vuelven locos y lo atacan todo. Pueden devorar un
hipopótamo, huesos incluidos, en un minuto.
—¿De veras?
El río se convirtió en algo salvaje. Los piratas muertos, y los heridos que no
habían podido subir a los botes y alejarse, desaparecieron. Botes rotos y ardiendo y
maderas flotantes fueron engullidos. Al menos los dientes aguja lo intentaron
heroicamente.
Una vez estuve convencido de que la próxima vez la tripulación participaría en su
propia salvación, fui a tener una seria charla con mis hechiceros particulares.
* * *
El segundo ataque llegó por la noche. Ésta vez los tipos iban en serio.
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Su anterior patada en el culo les había hecho comprender lo que significaba no
prisioneros.
Tuvimos una completa advertencia previa, por supuesto. Goblin y Un Ojo estaban
al quite.
Fue en otro tramo estrecho, y esta vez tenían una barrera de troncos cruzando el
río para atraparnos y detenernos. Les jodí echando las anclas cuando Goblin detectó
la barrera de troncos. Nos detuvimos a doscientos metros más arriba del corazón de la
trampa. Aguardamos.
—¿Goblin? ¿Un Ojo? ¿Estáis preparados? —Teníamos nuestras propias
sorpresas.
—Listos, mamá.
—Cletus. ¿Tienes el delfín?
—Sí, señor.
No lo habíamos usado antes.
—Otto, no oigo esa maldita bomba. ¿Qué demonios está ocurriendo ahí abajo?
—Estoy buscando a los tipos de la tripulación, Matasanos.
De acuerdo. Jugando a los gallinas de nuevo, ¿eh? ¿Esperaban ganar a los piratas
no resistiéndoseles?
—Murgen, saca al jefe de esta barcaza del agujero donde se esconde. —Sabía
dónde estaba—. Lo quiero aquí arriba. Un Ojo, Necesito tu mascota.
—Tan pronto como vuelva de su exploración.
Cara de Sapo fue el primero en dejarse ver. Me estaba diciendo que hasta el
último adulto masculino estaba allí fuera cuando Murgen trajo al patrón de la barcaza
agarrado con una fuerte llave, lloriqueando. En el momento en que caían las primeras
flechas piratas dije:
—Comunícale que va a saltar por la borda si su gente no está al trabajo en dos
minutos. Y que seguiré arrojando hombres por la borda hasta conseguir lo que quiero.
—Hablaba en serio.
El mensaje caló. Oí las bombas empezar a chillar y a cliquetear cuando Murgen y
yo empezábamos a calcular hasta cuán lejos podíamos arrojar a un hombre.
Llegó la primera lluvia de flechas. Iba mal dirigida y no causó ningún daño, pero
su única finalidad era mantener nuestras cabezas gachas.
Hubo un gran estallido de imprecaciones y chillidos más allá cuando Goblin
probó uno de sus trucos favoritos de los días de la Rosa Blanca, un conjuro que hizo
que todos los insectos en una pequeña área se lanzaran contra la piel humana más
cercana.
Las maldiciones y aullidos murieron rápidamente. Prueba realizada, pregunta
respondida. Tenían a alguien capaz de deshacer hechicerías triviales.
Se suponía que Un Ojo debía deslizarse hasta el lugar donde estaba el tipo
responsable, si había alguno, de modo que él y Goblin pudieran unirse y clavar su
pellejo en el ciprés más cercano.
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La lluvia de flechas cesó. Y hablando del demonio, allí estaba Un Ojo.
—Gran problema, Matasanos. Ése tipo de ahí es un peso pesado. No sé lo que
podemos hacer con él.
—Haced lo que podáis. Cegadlo. ¿Habéis observado? Las flechas han parado. —
Había mucho ruido en el pantano, para cubrir el sonido de los remos.
—De acuerdo. —Un Ojo corrió a su lugar. Un punto de luz rosada flotó hacia
arriba. Me puse la cabeza de cocodrilo que Goblin había preparado. Era el momento
del show.
La mitad de ganar una batalla es puro espectáculo.
El punto rosado creció rápido y derramó luz sobre el río.
Debía de haber cuarenta botes avanzando hacia nosotros. Habían extendido su
protección de piel de cocodrilo con la esperanza de eludir las bombas de fuego.
Yo brillaba y exhalaba fuego. Apuesto a que era un espectáculo infernal verme
allí arriba.
Los botes más cercanos estaban a tres metros de distancia. Vi las escalerillas
preparadas, y sonreí detrás de mis dientes de cocodrilo. Había supuesto bien.
Alcé las manos, volví a bajarlas.
Una única bomba de fuego trazó su arco en el cielo y se estrelló contra un bote.
—¡Dejad de bombear, malditos idiotas! —grité.
La bomba no estalló.
Hice mi acto de nuevo.
El hechizo actuó por segunda vez. El fuego estalló. En unos segundos el río
estaba en llamas excepto una estrecha franja alrededor de la barcaza.
La trampa era casi demasiado buena. El fuego sorbió la mayor parte del aire y
calentó el que quedaba hasta hacerlo casi insoportable. Pero no duró mucho, gracias a
la falta de entusiasmo de los que bombeaban el aceite.
Menos de la mitad de los atacantes habían sucumbido, pero los supervivientes no
tenían estómago para el combate. Especialmente después de que el delfín y las
balistas empezaran a hundir sus botes. Se pusieron a cubierto. Lentamente.
Dolorosamente. Las balistas y los dardos puntuaron su retirada.
Un gran, gran aullido brotó de allí. Les tomó un tiempo controlar su furia.
Un matraqueo, un estrépito y el slap de unos remos contra el agua anunciaron la
segunda oleada.
También estaba preparado para ella. Era la tercera oleada la que sería peliaguda,
si no se retiraban antes. La tercera oleada y esa entidad desconocida que Un Ojo
había descubierto era lo que me preocupaba.
Los botes de los piratas estaban a unos treinta metros de la barcaza cuando Goblin
me hizo el gran signo.
Tenía a los dientes aguja reuniéndose, confundidos, a miles.
El bote de cabeza se acercó lo suficiente. Reanudé mi danza.
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El delfín cayó, destrozando un gran bote de madera. Todas las máquinas se
pusieron en acción. Bombas de fuego y jabalinas volaron.
La idea era arrojar a algunos piratas heridos al agua con los dientes aguja.
Algunos cayeron.
El río se volvió loco.
La mitad de los botes pirata estaban hechos con pieles tensadas sobre un armazón
de madera. Ésos no duraron nada. Los botes de madera resistieron mejor, pero sólo
los más pesados soportaron los repetidos golpes. E incluso ésos se vieron a merced
del pánico de los hombres a bordo.
Los piratas más listos y rápidos cargaron contra la barcaza. Si podían subir a
bordo y tomar el control… Pero ésa era la posibilidad que yo deseaba que vieran.
Habían venido preparados con escalerillas que tenían planchas de madera fijadas
a su parte de atrás. Arrojadas contra nuestros escudos de madera y clavadas a ellos, el
respaldo de las escalerillas protegería los brazos y la piernas de los piratas de los
apuñalantes nar.
Excepto que yo había hecho que los nar clavaran púas y afiladas tablillas de
madera a través de las rendijas entre las planchas de madera. Eso hacía difícil situar
las escalerillas. Cletus y sus hermanos hundieron varios botes antes de que los piratas
descubrieran los maravillosos asideros para manos y pies que formaban esas púas.
Los nar tenían instrucciones de dejarlos tranquilos mientras no hicieran otra cosa
que colgar de allí. Su presencia desalentaría a sus hermanos y padres y primos de
disparar contra la barcaza.
Tomó un tiempo, pero finalmente llegó el silencio a la noche y la quietud al río.
Los restos de los botes derivaban y se iban apilando contra la barrera de troncos. Mis
hombres se sentaron para descansar un poco. Un Ojo retiró sus luces rosadas del
cielo. Él, Goblin, Cara de Sapo, mis líderes de pelotón, Mogaba, ¡y sí!, el patrón de la
barcaza, se reunieron conmigo para conferenciar un poco. Éste último sugirió que
leváramos anclas y siguiéramos.
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —pregunté.
—Dos horas —dijo Goblin.
—Descansaremos un poco. —Se suponía que el convoy había quedado atrás hasta
hallarse a unas doce horas estimadas de nosotros, bajo la teoría de que si nos
alcanzaban porque nosotros estábamos aún en plena acción, llegarían con los piratas
en estado de agotamiento y podrían vencerlos si nosotros habíamos sido barridos.
—Un Ojo. ¿Cuál es la situación con el hechicero de ahí delante?
No sonó bien cuando respondió.
—Puede que tengamos un gran problema, Matasanos. Es más poderoso de lo que
habíamos sospechado al principio.
—¿Intentasteis atraparlo?
—Dos veces. No creo que se diera cuenta siquiera.
—Si es como dices, ¿por qué permanece inactivo en vez de aporrearnos?
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—No lo sabemos.
—¿Deberíamos tomar la iniciativa? ¿Deberíamos tenderle un cebo e intentar
atraerle?
—¿Por qué no destruimos simplemente la barrera y seguimos? Ya les hemos
causado bastante daño como para que el pantano esté más de un año de luto.
—Porque no nos dejarán, es así de simple. No pueden. Un Ojo. ¿Puedes hallar a
ese hechicero?
—Sí. Pero ¿por qué debería? Estoy de acuerdo con el chico. Rompamos la
barrera. Pueden sorprendernos.
—Nos sorprenderán, cierto. ¿Para qué demonios crees que está ahí la barrera de
troncos, estúpido? ¿Por qué crees que he hecho que nos detuviéramos aquí? ¿Puedes
poner una de tus pequeñas bolas rosadas en su pelo?
—Si tengo que hacerlo. Durante medio minuto quizá.
—Tienes que hacerlo. Cuando yo te diga. —Había estado intentando hallar
parámetros inusuales a la situación y creía tener uno. Estaba preparado para un
interesante, aunque potencialmente fatal, experimento—. Lamprea. Tú y Otto
apuntad todas las balistas hacia el lado éste. Quitadles un cuarenta por ciento de la
tensión para que puedan lanzar bombas de fuego sin que se rompan por el camino. —
Con la ayuda de Cara de Sapo, le dije a Mogaba que deseaba a sus arqueros sobre el
techo de la cabina—. Cuando Un Ojo divise nuestro blanco quiero un ángulo medio
alto, fuego fijante, trayectoria medio llana. Y quiero las bombas de fuego volando
como si quisieran hacer arder todo el pantano.
Un pirata lanzó un grito de desesperación cuando perdió su agarre y cayó de los
escudos. Una agitación en el agua nos dijo que los dientes aguja todavía estaban
esperando.
—Vayamos a por ello.
Goblin esperó hasta que los demás se hubieron ido.
—Creo que sé lo que estás intentando hacer, Matasanos. Espero que no lo
lamentes.
—¿Esperas? Si fallo, todos estamos muertos.
* * *
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—¿Qué crees que estás haciendo?
—¿Finalmente te dignas a presentarte, soldado?
Su mejilla izquierda se crispó. Mi táctica no había sido desplegada contra el
hechicero pirata después de todo.
Una flecha zumbó entre nosotros, a menos de quince centímetros de nuestras
narices. La Dama se sobresaltó.
Entonces los piratas que se aferraban a los escudos intentaron finalmente subir al
techo de la cabina. La media docena no barridos por los arqueros simplemente
cayeron sobre una alambrada de lanzas dispuestas para recibirles.
—Creo que lo hemos arreglado de tal modo que sólo puedan atraparnos de una
forma. —Le concedí un momento para pensar—. Tienen un hechicero que es un peso
pesado. Hasta ahora se ha mantenido a un nivel discreto. Acabo de decirle que sé que
está ahí y que voy a atraparle si puedo.
—No sabes lo que estás haciendo, Matasanos.
—Falso. Sé exactamente lo que estoy haciendo.
Escupió un epíteto de incredulidad, se alejó con paso fuerte.
—¡Cara de Sapo! —llamé.
Se materializó.
—Mejor que te pongas de nuevo ese sombrero de cocodrilo, jefe. El conjuro no
detendrá las flechas si no lo haces tú. —Una pasó silbando mientras hablaba.
Agarré la cabeza.
—¿Hiciste el trabajo que te pedí?
—Todo está hecho, jefe. Lo metí todo en un lugar que no es su lugar. Los oirás
aullar en un minuto.
Los fuegos entre los cipreses parpadearon y se apagaron como velas al ser
sopladas. Varias de las luciérnagas rosas de Un Ojo cruzaron el agua y simplemente
se desvanecieron. La noche empezó a llenarse con la opresiva y terrible sensación de
una presencia.
La única luz que quedaba parpadeó a mi alrededor y alrededor de la boca de la
cabeza de cocodrilo montada en la proa.
La Dama llegó corriendo.
—¡Matasanos! ¿Qué has hecho?
—Te dije que sabía lo que estaba haciendo.
—Pero…
—¿Han desaparecido todos tus pequeños juguetes de la Torre? Llámalo intuición,
amor. Llegar a una conclusión a partir de una información dispersa e inadecuada.
Aunque creo que ayudó el estar familiarizado con la gente con la que estoy jugando.
La oscuridad se hizo más profunda. Las estrellas se desvanecieron. Pero la noche
tenía una especie de brillo en ella, como un pulido trozo de carbón. Podías ver brillos
a su través aunque no había luz en absoluto…, ni siquiera en el mascarón de proa.
—Vas a hacer que nos maten a todos.
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—Ésa posibilidad ha existido desde que fui elegido capitán. Existió cuando
abandonamos el Túmulo. Existió cuando nos alejamos de la Torre. Existió cuando
partimos de Ópalo. Existió cuando prestaste tu juramento a la Compañía Negra. Se
hizo altamente probable cuando acepté esta apresurada y mal representada comisión
de los mercaderes de Gea-Xle. Nada nuevo aquí, amiga.
Algo como una gran piedra negra y plana vino hacia nosotros rozando el agua,
levantando surtidores de plata. Goblin y Un Ojo lo desviaron.
—¿Qué es lo que quieres, Matasanos? —Su voz era tensa, quizás incluso con un
asomo de miedo.
—Quiero saber quién dirige la Compañía Negra. Quiero saber quién toma las
decisiones acerca de quién viaja con nosotros y quién no. Quiero saber quién da a los
miembros de la Compañía permiso para perderse durante días, y quién les da el
derecho de ocultarse durante una semana, eludiendo todos sus deberes. Sobre todo,
quiero saber quién decide en qué aventuras e intrigas se verá metida la Compañía.
Las piedras seguían llegando a ras de agua, levantando surtidores y ondulaciones.
Cada una llegaba más cerca de la barcaza.
—¿Quién está dirigiendo las cosas, Dama? ¿Tú o yo? ¿A qué juego vamos a
jugar? ¿Al tuyo o al mío? Si no es el mío, todos tus tesoros se quedarán allá donde no
puedas alcanzarlos. Y todos iremos a los dientes aguja. Ahora…
—No estás fanfarroneando, ¿verdad?
—Uno no fanfarronea cuando se sienta al otro lado de la mesa con alguien como
tú. Apuesta lo que quieras y aguarda a ver si pierdes o ganas.
Me conocía. Había mirado en mi interior. Sabía que yo podía hacerlo si tenía que
hacerlo. Dijo:
—Has cambiado. Te has vuelto duro.
—Para ser el capitán tienes que ser el capitán, no el Analista o el médico de la
Compañía. Aunque el romanticismo está todavía en algún lugar ahí dentro. Puede que
lo hubieras sacado si hubieras seguido adelante aquella noche en la colina.
Una de las piedras golpeó la barcaza.
—Me tuviste engañado por un tiempo —dije.
—Pobre idiota. Ésa noche no tiene nada que ver con esto. Entonces no pensé que
hubiera ninguna posibilidad de que esto pudiera funcionar. Había una mujer en
aquella colina con un hombre que le importaba y al que deseaba, Matasanos. Y
pensaba que se trataba de un hombre que…
La siguiente piedra alcanzó su objetivo, bam. La barcaza se estremeció. Goblin
chilló:
—¡Matasanos!
—¿Vas a hacer algún movimiento? —pregunté—. ¿O debo arrojarme al agua e
intentar ganar a nado a los dientes aguja?
—¡Maldita sea! Tú ganas.
—¿Prometes que esta vez es en serio? ¿Para ellos también?
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—Sí, maldita sea.
Corrí el riesgo.
—Cara de Sapo. Devuélvelo todo.
Una piedra golpeó la barcaza. Las maderas gruñeron. Me tambaleé, y Goblin
chilló de nuevo.
—Tus cosas están de vuelta, Dama —dije—. Trae aquí arriba a Cambiaformas y a
su amiga.
—¿Lo sabías?
—Te lo dije. Lo imaginé. Muévete.
* * *
El viejo llamado Eldon el Vidente apareció, pero ahora en su auténtica forma. Era el
Tomado supuestamente muerto llamado Cambiaformas, la mitad de alto que una casa
y la mitad de ancho, un monstruo de hombre vestido de escarlata. Un pelo recio y
revuelto cubría su cráneo. La jungla de su barba estaba enmarañada y sucia. Se
inclinaba sobre un brillante bastón que era un alargado e improbablemente delgado
cuerpo femenino, perfecto hasta el último detalle. Había estado entre las cosas de la
Dama y había sido el último indicio que me había convencido cuando Cara de Sapo
me informó de su presencia. Apuntó con el bastón al otro lado del río.
Un chapoteo de treinta metros de aceitoso fuego hirvió en medio de los cipreses.
La barcaza se bamboleó con el beso de otra piedra plana. Volaron trozos de
madera. Allá abajo, los caballos relincharon presas del pánico. Algunos miembros de
la tripulación cantaron con ellos. El aspecto de mis compañeros era hosco a la luz de
los fuegos.
Cambiaformas siguió lanzando chapoteo tras chapoteo, hasta que el pantano se
vio inmerso en un holocausto que superaba todo lo que podían conseguir los dos míos
puestos juntos. Los gritos de los piratas se perdieron en medio del rugir de las llamas.
Gané mi apuesta.
Y Cambiaformas siguió con sus lanzamientos.
Un gran aullido brotó de dentro del fuego. Se desvaneció en la distancia.
Goblin me miró. Le devolví la mirada.
—Dos de ellos en diez días —murmuré. Habíamos oído por última vez aquel
aullido en la Batalla de Hechizo—. Y ya no más amigos, Dama, ¿qué hubiera
encontrado si hubiera abierto esas tumbas?
—No lo sé, Matasanos. De veras, ya no lo sé. Nunca esperé ver al Aullador de
nuevo. Te lo aseguro. —Sonaba como una niña turbada y asustada.
La creí.
Una sombra cruzó la luz. ¿Un cuervo volando de noche? ¿Y a continuación qué?
La compañera de Cambiaformas lo vio también. Sus ojos eran duros e intensos.
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Tomé la mano de la Dama. Me gustaba mucho más ahora que su vulnerabilidad
había vuelto.
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Sauce frunció el ceño la barca.
—Me siento tan estremecido que podría cagarme.
—¿Qué es lo que está mal? —preguntó Fibroso.
—No me gustan las barcas.
—¿Por qué no caminas entonces? Yo y Hoja te jalearemos cada vez que te
veamos resoplado a lo largo de la orilla.
—Si yo tuviera tu sentido del humor, me suicidaría y ahorraría al mundo mi
presencia, Fibroso. Infiernos, si tenemos que hacerlo, hagámoslo. —Se encaminó al
embarcadero—. ¿Ves a la Mujer y a su cachorro?
—Humo estuvo por aquí antes. Creo que ya han partido. Son discretos. No se
dejan ver mucho. No quieren que nadie sepa que la radisha abandona la ciudad.
—¿Y qué hay de nosotros?
Hoja sonrió.
—Nos echaremos a llorar porque las chicas no acuden a arrastrarlo de vuelta.
—Vamos a llorar mucho, Hoja —dijo Fibroso—. El viejo Sauce no sabe ir a
ninguna parte sin lamentarse para mantener sus pies en movimiento.
La barca no estaba tan mal. Tenía dieciocho metros de largo y era confortable
para su carga, que consistía tan sólo en sus cinco pasajeros. Sauce protestó también
por eso, tan pronto como descubrió que la radisha no había traído un pelotón de
sirvientes.
—Contaba con tener a alguien que se ocupara de mí.
—Te estás volviendo blando, hombre —dijo Hoja—. Lo próximo que querrás
será contratar a alguien para que pelee en tu lugar cuando te encuentres con
problemas.
—Lo cual me parecería muy bien. Ya hemos hecho demasiado de eso para otros.
¿No es así, Fibroso?
—Algo, sí.
La tripulación metió la barca en la corriente, que era casi inexistente tan abajo del
río. Alzaron una vela de lino y apuntaron la proa al norte. Había una buena brisa.
Avanzaron por la corriente casi tan aprisa como un hombre caminando
pausadamente. No muy rápido. Pero nadie tenía demasiada prisa.
—No veo por qué tenemos que empezar ahora —dijo Sauce—. No vamos a
donde ella quiere. Os apuesto a que el río todavía sigue bloqueado por encima de la
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Tercera Catarata. No habrá forma alguna de que podamos llegar más allá de Thresh.
De todos modos, eso para mí ya es bastante lejos.
—Pensé que ibas a seguir andando —dijo Fibroso.
—Recordó que le esperan en Gea-Xle —dijo Hoja—. Los prestamistas no tienen
sentido del humor.
Necesitaron dos semanas para alcanzar Catorce, por debajo de la Primera
Catarata. Apenas vieron a Humo o a la radisha durante todo el tiempo. Se hartaron de
la tripulación, tan malhumorados como un puñado de ratas de río, todos ellos padres e
hijos y hermanos y tíos los unos de los otros, de modo que nadie se atrevía a soltarse
nunca. La radisha no les dejaba relajarse ni siquiera por la noche. Imaginaba que
alguien podía abrir demasiado su bocaza y todo el mundo sabría quién estaba en el río
sin el beneficio de una guardia armada.
Eso hería los sentimientos de Sauce desde un par de direcciones distintas.
La Primera Catarata era un obstáculo para la navegación tan sólo para el tráfico
que iba río arriba. La corriente era demasiado rápida para la vela o los remos, y las
orillas demasiado alejadas o pantanosas como para la sirga. La radisha había dejado
la barca en Catorce, con la tripulación aguardando allí su regreso, y efectuaron a pie
el viaje de treinta kilómetros hasta Dadiz, por encima de la catarata.
Sauce contempló las barcazas fluviales que descendían el río, cabalgando la
corriente, y sintió retortijones.
Hoja y Fibroso se limitaron a sonreírle.
La radisha alquiló otra barca para el paso hasta la Segunda Catarata. Ella y Humo
dejaron de intentar mantenerse fuera de la vista. Ella pensó que estaban demasiado
lejos de Taglios para que nadie les reconociera. La Primera Catarata estaba a
setecientos ochenta kilómetros al norte de Taglios.
* * *
Medio día después de Dadiz, Sauce se reunió con Fibroso y Hoja en la proa. Dijo:
—¿Habéis observado a algunos tipos negros allá en la ciudad? ¿Como si nos
estuvieran observando?
Fibroso asintió. Hoja gruñó afirmativamente. Sauce prosiguió:
—Temía que fuera mi imaginación. Quizás hubiera deseado que lo fuera. No
reconocí su tipo. ¿Y vosotros?
Fibroso negó con la cabeza. Hoja dijo:
—No.
—Muchachos, no os rompéis la mandíbula hablando.
—¿Cómo podían saber que debían observarnos, Sauce? ¿Quiénes son? Sólo hay
alguien que sepa adonde nos dirigimos, y éste es el prahbrindrah Drah, y ni siquiera
él sabe por qué.
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Sauce empezó a decir algo, decidió que era mejor cerrar la boca y pensar. Al cabo
de un minuto gruñó:
—Los Maestros de las Sombras. Puede que sepan algo.
—Sí. Puede.
—¿Creéis que pueden darnos algún problema?
—¿Qué harías tú si fueras ellos?
—Está bien. Mejor ir a incordiar un poco a Humo. —Humo podía ser el comodín.
Humo afirmaba que los Maestros de las Sombras no sabían nada de él. O si lo sabían,
no tenían una buena estimación de su competencia.
Humo y la radisha se habían instalado confortablemente a la sombra de la vela y
estaban observando el río pasar por su lado. El río era algo digno de ver, Sauce tenía
que admitirlo. Incluso allí tenía casi un kilómetro de ancho.
—Humo, viejo amigo, puede que tengamos un problema.
El hechicero dejó de masticar algo que tenía en la boca toda la mañana. Miró a
Sauce con ojos entrecerrados. El estilo de Sauce le ponía nervioso.
—Allá en Dadiz había esos tipos de piel oscura más o menos así de altos,
delgados y arrugados, que nos estaban observando. Les pregunté a Fibroso y a Hoja.
Ellos también los vieron.
Humo miró a la mujer. Ella miró a Sauce.
—¿No pueden ser alguien de quien te hicieras enemigo camino al sur?
Sauce se echó a reír.
—Hey. Yo no tengo enemigos. No. No hay nadie como esos tipos entre Rosas y
Taglios. Nunca había visto a nadie como ellos antes. Imagino que eso significa que
no soy yo en quien se sienten interesados.
La mujer miró a Humo.
—¿Observaste tú a alguien?
—No. Pero no estaba mirando. Parecía innecesario.
—Hey. Humo. Tú siempre miras —dijo Sauce—. Éste de aquí es tu básico viejo
mundo hostil. Mejor que siempre estés atento cuando viajes. Hay tipos malos por ahí
fuera. Créelo o no, no todo el mundo es tan amistoso como vosotros los taglianos.
Swan regresó a la proa.
—Ése hechicero bobo ni siquiera se ha dado cuenta nunca de los morenos. El tipo
tiene sebo por cerebro.
* * *
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Era un trayecto de quinientos kilómetros hasta la Segunda Catarata, donde el río
se deslizaba nerviosamente entre oscuras y contemplativas colinas, como demasiado
cauteloso como para permanecer mucho tiempo en un mismo lugar. En la orilla
derecha, las atormentadas ruinas de Cho’n Delor miraban a la corriente, recordándole
a Sauce un montón de viejos cráneos. No había habido ningún tráfico por la orilla
derecha desde la caída del Dios del Dolor. Incluso los animales rehuían la zona.
Sobre las colinas más allá de la ladera izquierda estaban las ruinas del Terno de
Ciudades, Singular Primera, Singular Segunda y Singular Tercera. Las historias que
Fibroso había oído en su camino al sur decían que se habían autosacrificado para
derribar al Dios del Dolor.
Ahora la gente sólo vivía en una estrecha franja junto a la Catarata, en una ciudad
amurallada de una sola calle de ancho y quince kilómetros de largo, perpetuamente
nerviosa por los fantasmas de las guerras que se habían producido allí. Llamaban a su
extraña ciudad Idon, y poseían la más extraña colección de extravagancias que nadie
hubiera visto nunca. Los viajeros se quedaban en Idon sólo el tiempo absolutamente
necesario. Lo mismo hacían buena parte de la gente de la propia Idon.
Cuando la cruzaron, mantuvieron los ojos muy abiertos mientras fingían
sorprenderse con todo lo que veían a su alrededor. Sauce observó por todas partes la
presencia de hombrecillos muy morenos escabullándose de su vista.
—Hey, Humo. Bastardo con ojos de águila. ¿Los ves ahora?
—¿El qué?
—No los ve —dijo Hoja—. Será mejor que afile un par más de cuchillos.
—Presta atención, viejo. Están por todas partes, como cucarachas. —En realidad,
Sauce sólo había visto a ocho o nueve. Pero eran suficientes. En especial si tenían tras
ellos a los Maestros de las Sombras.
Tenían a alguien tras ellos. Eso resultó claro poco después de que la radisha
hallara un barco para el viaje a Thresh y la Tercera Catarata.
Siguieron un meandro del río, donde éste fluía en medio de una zona que parecía
como si hubiera sido abandonada tras la guerra entre el Terno de Ciudades y Cho’n
Delor, y allá aparecieron dos botes rápidos cargados con hombrecillos morenos que
remaban como si el premio para el vencedor de la carrera fuera convertirse en
inmortal.
La tripulación que había contratado la radisha necesitó quizá veinte segundos para
decidir que aquélla no era su pelea. Se arrojaron por la borda y nadaron hacia al
orilla.
—¿Los ves ahora, Humo? —preguntó Sauce, empezando a preparar sus armas—.
Espero que seas la mitad de hechicero de lo que piensas que eres. —Había al menos
veinte hombres morenos en cada bote.
La mandíbula de Humo adquirió velocidad mientras atacaba lo que fuera que
estaba masticando todo el tiempo. No hizo nada hasta que los botes empezaron a
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rebasarles por ambos flancos. Entonces apuntó ambas manos hacia uno de ellos, cerró
los ojos y agitó los dedos.
Todos los clavos y remaches del bote volaron como una bandada de golondrinas y
golpearon el agua. Los hombres morenos aullaron y gorgotearon. No parecía que
muchos de ellos supieran nadar.
Humo se tomó un momento para recuperar el aliento, luego se volvió hacia el otro
bote. Los hombres morenos estaban ya haciendo girar la embarcación, orientándola
hacia la orilla.
Humo hizo pedazos también ese bote. Luego lanzó a Sauce una sombría mirada y
volvió a su asiento a la sombra de la vela. A partir de entonces sonreía siempre que
oía a Sauce quejarse de tener que ocuparse del barco.
—Al menos ahora sabemos que es verdad lo que dice —gruñó Sauce para sí
mismo.
* * *
La situación en Thresh era exactamente la que Sauce había predicho. El río al norte
estaba cerrado. Piratas. La radisha no pudo hallar a nadie dispuesto a arriesgarse a
emprender el largo viaje hacia el norte hasta Gea-Xle, que era donde estaba decidida
a ir para aguardar. Nada de lo que ofreció convenció a nadie para arriesgarse a
emprender el viaje. Ni siquiera sus compañeros, a quienes animó a robar un barco.
Estaba furiosa. Uno pensaría que los goznes del mundo iban a bloquearse si ella
no alcanzaba Gea-Xle.
No lo consiguió.
Durante meses estuvieron por los alrededores de Thresh, permaneciendo fuera del
camino de los hombrecillos morenos, oyendo rumores de que los mercaderes de
Gea-Xle se habían desesperado de tal modo que habían intentado algo acerca de los
piratas fluviales. Thresh era un nido de abatimiento. Sin comercio río arriba la ciudad
se marchitaría. Cualquier esperanza de que los septentrionales rompieran el cerco
parecía absurda. Todo el mundo que lo intentaba moría.
Una mañana, Humo acudió a desayunar con aire pensativo.
—He tenido un sueño —anunció.
—Oh, maravilloso —restalló Sauce—. Llevo sentado meses aquí rezando para
que tengas otra de tus pesadillas. ¿Qué debemos hacer esta vez? ¿Tomar por asalto las
Tierras de las Sombras?
Humo lo ignoró. Llevaba haciendo mucho esto últimamente, comunicándose a
través de la radisha. Era la única forma en que podía tratar con Sauce sin ponerse
violento. Le dijo a la mujer:
—Han partido de Gea-Xle. Todo un convoy.
—¿Pueden abrirse camino?
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Humo se encogió de hombros.
—Hay una potencia tan poderosa y cruel como los Maestros de las Sombras en
los pantanos. Quizá más grande que los Maestros de las Sombras. No he sido capaz
de descubrirla en mis sueños.
—Espero que los morenos no se estén oliendo algo también —murmuró Sauce—.
Si imaginan con quién vamos a conectarnos pueden volverse más ambiciosos.
—Ellos no saben por qué estamos aquí, Swan. He investigado. He podido sacar
esto en claro. Tan sólo nos quieren a ti y a mí y a Fibroso. Lo hubieran hecho en
Taglios si nos hubieran atrapado allí.
—Viene a ser lo mismo. ¿Cuánto tiempo para que el convoy llegue aquí?
—¿Humo? —quiso saber la radisha—. ¿Cuánto tiempo?
El hechicero respondió con toda la acerada certidumbre de los suyos. Se encogió
de hombros.
* * *
La embarcación de cabeza fue divisada por alguien que estaba pescando río arriba. La
noticia alcanzó Thresh unas pocas horas antes que la barcaza. Sauce y su grupo
fueron a los muelles con la mitad de la población para presenciar su llegada. La gente
aulló y vitoreó hasta que los que estaban a bordo empezaron a desembarcar. Entonces
se produjo un profundo y temeroso silencio.
La radisha sujetó el hombro de Humo con una presa a todas luces dolorosa.
—¿Ésos son nuestros salvadores? Viejo, se me ha acabado la paciencia contigo…
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Rompimos la barrera de troncos. Nos encaminamos a la ciudad comercial de Thresh,
situada por encima de la Tercera Catarata. El río fluía tranquilo. Podría decirse que no
había otros seres humanos en el mundo excepto nosotros en la barcaza. Pero los
despojos que habíamos dejado atrás eran un aullante recordatorio de que no
estábamos solos, de que pertenecíamos a una especie sombría y sangrienta. Como
dicen, no era una compañía adecuada para hombre o bestia.
Un Ojo se reunió conmigo allá donde me hallaba bajo la maltrecha cabeza de
cocodrilo que Goblin había montado en la proa.
—Llegaremos en un momento, Matasanos.
Rebusqué en mi saco de réplicas ingeniosas y respondí con un gruñido muy poco
entusiasta.
—El gorgojo y yo hemos estado intentando captar el ambiente del lugar ahí
delante.
Le respondí con otro gruñido. Ése era su trabajo.
—No hemos obtenido una buena sensación. —Contemplamos cómo otro pequeño
bote de pesca levaba el ancla y alzaba la vela y se encaminaba al sur con la noticia de
nuestra llegada—. No una sensación de auténtico peligro. No una sensación
completamente mala. Sólo una sensación que no parecía buena. Como si estuviera
ocurriendo algo.
Sonó marginalmente desconcertado.
—Si imaginas que es algo que puede estar relacionado con nosotros, envía a tu
mascota a descubrir de qué se trata. Para eso lo compraste, ¿no?
Hizo una mueca.
En un perezoso meandro del río la corriente nos condujo cerca de la orilla
derecha. Dos solemnes cuervos observaban nuestro avance desde un solitario árbol
muerto. Retorcido y feo, el árbol me hizo pensar en nudos corredizos y hombres
ahorcados.
—¿Por qué no pensé antes en eso, Matasanos? Precisamente acabo de enviarlo a
la ciudad para que compruebe la situación.
Enseña a tu abuela a chupar huevos, Matasanos.
El trasgo volvió con un inquietante informe. Había gente en Thresh
aguardándonos. Específicamente a nosotros, la Compañía Negra.
¿Cómo demonios sabía todo el mundo que veníamos?
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* * *
La zona portuaria estaba atestada cuando llegamos, aunque nadie creía que
viniéramos realmente de Gea-Xle. Supongo que imaginaban que habíamos sido
generados espontáneamente por el río al otro lado del meandro. Mantuve a todo el
mundo a bordo y en lo posible fuera de las miradas hasta que llegara el resto del
convoy.
Llegó sin ningún percance. Sus guardias y tripulaciones hervían con historias de
la devastación que habían encontrado en nuestra estela. El regocijo se extendió por
todo Thresh. El bloqueo había estado estrangulando la ciudad.
Observé a los buenos ciudadanos desde detrás de uno de los escudos. Observé
aquí y allá hombrecillos morenos de ojos duros que parecían menos que encantados
de nuestra llegada.
—¿Ésos son los tipos de los que hablabas? —le pregunté a Un Ojo.
Los miró fijamente, luego negó con la cabeza.
—Los nuestros tienen que estar por ese lado. Ahí están. Extraño.
Vi lo que quería decir. Un hombre con largo pelo rubio. ¿Qué infiernos estaba
haciendo aquí abajo?
—Mantén el ojo fijo en ellos.
Recogí a Mogaba y a Goblin y a un par de los chicos que parecían devoradores de
bebés como desayuno y fui a conferenciar con los jefes del convoy. Me
sorprendieron. No sólo no discutieron acerca de liquidar el saldo de nuestros
honorarios, sino que añadieron una bonificación a cuenta de cada barcaza que había
pasado. Luego reuní a mi gente clave y les dije:
—Descarguemos y sigamos nuestro camino. Éste lugar me produce escalofríos.
Goblin y Un Ojo se quejaron. Naturalmente. Deseaban quedarse y celebrarlo un
poco.
Cambiaron de opinión cuando el carruaje de hierro y los grandes caballos negros
y el estandarte de la Compañía bajaron el muelle. La alegría de la gran celebración se
esfumó casi inmediatamente. Imaginé que lo haría.
Rostros inexpresivos contemplaron pasar el inolvidable estandarte.
Thresh había estado con el otro lado cuando la Compañía estaba de servicio en
Goes. Nuestros antepasados habían pateado a conciencia sus culos. Tan a conciencia
que aún recordaban a la Compañía tanto tiempo después del hecho, aunque la propia
Goes ni siquiera existiese ya.
* * *
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Hicimos una pausa en un mercado al aire libre hacia el borde sur de Thresh. Mogaba
hizo que un par de sus lugartenientes regatearan provisiones. Goblin se puso furioso y
chilló de rabia porque Un Ojo había hecho que Cara de Sapo le siguiera, imitando
cada una de sus palabras y movimientos. El trasgo caminaba pesadamente tras él en
aquellos momentos, con aspecto de estar profundamente ensimismado. Otto y
Lamprea y Candelas estaban intentando repasar los detalles del pozo acumulado de la
apuesta que pagaría una buena cantidad al tipo que se acercara más a cuándo Goblin
lanzaría su contraataque definitivo. El problema era definir lo que podía ser
considerado como definitivo.
Un Ojo observaba el proceso con una benigna sonrisa taimada, seguro de que al
final había conseguido la ascendencia. Los nar permanecían a su alrededor con
aspecto hoscamente militar y aún un poco desconcertados porque el resto de nosotros
teníamos unos estándares menos rígidos y absolutos. No se habían sentido
decepcionados de nosotros en el río.
Un Ojo se me acercó con paso lento.
—Nos están mirando de nuevo. Ahora los tengo todos localizados. Cuatro
hombres y una mujer.
—Rodeémoslos y traigámoslos aquí. Veremos qué es lo que hay en sus mentes.
¿Dónde está Resuello?
Un Ojo señaló, luego se retiró. Cuando me acercaba a Resuello observé que una
docena de mis hombres habían desaparecido. Un Ojo no iba a correr ningún riesgo.
Le dije a Resuello que le comunicara a Mogaba que no íbamos a pertrecharnos
para una campaña de seis meses. Simplemente deseábamos lo suficiente para una
comida o dos mientras íbamos más allá de la catarata. Cotorreamos un poco aquí y
allá, con Mogaba regateando en el dialecto de las Ciudades Joya que había empezado
ya a captar. Era un hombre listo y agudo. Me gustaba. Era lo bastante flexible como
para comprender que nuestras dos versiones de la Compañía podían haber surgido
fácilmente de una rama común hacía más de doscientos años. Procuraba no hacer
juicios de valor.
Yo tampoco.
—Hey, Matasanos. Aquí los tienes. —Allí estaba Un Ojo, sonriendo como una
zarigüeya, trayendo a sus presas. Los tres hombres más jóvenes, dos de ellos blancos,
parecían desconcertados. La mujer parecía furiosa. El viejo parecía como si estuviera
soñando despierto.
Miré a los hombres blancos, preguntándome de nuevo cómo demonios habían
llegado hasta allí.
—¿Tenéis algo que decir acerca de vosotros?
Mogaba se acercó. Miró pensativo al hombre negro.
Por aquel entonces la mujer tenía mucho que decir. El hombre blanco de pelo
oscuro se amilanó un poco, pero el otro simplemente sonrió. Dije:
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—Comprobemos sus idiomas. Entre todos debemos de conocer la mayoría de los
que se hablan arriba en el norte.
Cara de Sapo saltó:
—Prueba con el rosano, jefe. Tengo una intuición. —Y matraqueó algo al viejo.
El tipo saltó como un palmo. Cara de Sapo rio entre dientes. Era como si el viejo
hubiera visto un fantasma.
Antes de que yo pudiera preguntar qué truco verbal había empleado, el hombre
rubio preguntó:
—¿Eres el capitán de este equipo? —Hablaba en rosano. Lo comprendí, pero mi
rosano estaba oxidado. No lo había usado desde hacía mucho tiempo.
—Sí. ¿Utilizáis algunos otros idiomas?
Los utilizaban. Probó un par. Su forsberger no era muy bueno, pero mi rosano era
peor. Preguntó:
—¿Qué demonios os ha ocurrido? —Inmediatamente lamentó haberlo hecho.
Miré a Un Ojo. Éste se encogió de hombros. Pregunté:
—¿Qué quieres decir?
—Oh…, viniendo río abajo. Habéis conseguido lo imposible. Nadie había
conseguido pasar en el último par de años. Yo y Fibroso y Hoja fuimos de los
últimos.
—Pura suerte.
Frunció el ceño. Había oído las historias difundidas por las tripulaciones de las
barcazas.
Mogaba dijo algo a uno de sus lugartenientes. Miraron abiertamente al hombre
negro, Hoja. El Grotesco y el Fenómeno, que habían confesado ser hermanos y tener
auténticos nombres, Garra del León y Corazón del León, avanzaron también para
mirarle. No se sintió complacido. Pregunté a Corazón:
—¿Hay algo especial acerca de ese tipo?
—Quizá, capitán. Quizá. Te lo diré más tarde.
—Correcto. —De nuevo en forsberger—: Habéis estado vigilándonos. Queremos
saber por qué.
Tenía una respuesta preparada.
—Mis compañeros y yo hemos sido contratados para llevar a la mujer y al viejo
por el río. Esperábamos poder contactar con vosotros tan lejos como en Taglios. Por
la protección extra, ¿sabes lo que quiero decir? —Miró a Murgen y al estandarte—.
He visto esto en alguna parte antes.
—En Rosas. ¿Quién eres? —¿Tan estúpido parecía? Quizá necesitaba mirarme en
un espejo.
—Oh. Sí. Lo siento. Soy Swan. Sauce Swan. —Tendió una mano. No la estreché
—. Éste de aquí es mi compañero Fibroso Mather. Leña Fibrosa Mather. No
preguntes. Ni siquiera yo sé por qué. Y éste es Hoja. Hemos estado haciendo lo que
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tú llamarías trabajos independientes río arriba y río abajo. Aprovechando la ventaja
de ser exóticos. Ya sabes cómo es eso. Vosotros habéis estado por todas partes.
Estaba asustado. Si lo torturaras no podría estar más asustado. No dejaba de mirar
al estandarte y al carruaje y a los caballos y a los nar y no dejaba de temblar.
Había muchas cosas, quizá, que no iba a admitir. La mayor, que era un mentiroso.
Pensé que podía ser interesante, incluso entretenido, llevarlos con nosotros, a él y a su
grupo. Así que le concedí lo que deseaba.
—De acuerdo. Adelante. Siempre que carguéis con vuestras cosas y recordéis
quién está al mando.
Se volvió todo sonrisas.
—Estupendo. Lo que tú digas, jefe. —Empezó a parlotear con sus colegas. El
viejo dijo algo seco que le hizo callar.
Pregunté a Cara de Sapo:
—¿Ha revelado algo aquí?
—No. Sólo le dijo: «Lo hice», jefe. Y se puso a alardear en su lengua dorada.
—Swan. ¿Dónde demonios está esa Taglios? No tengo ninguna Taglios en mis
mapas.
—Déjame ver.
Media hora más tarde sabía que su Taglios era un lugar que mi mejor mapa
llamaba Troko Tallios.
—Troko Tallios —me dijo Swan—. Es esa monstruosa ciudad, Taglios, que rodea
a una más antigua que se llamaba Trogo. El nombre oficial es Trogo Taglios, pero ya
nadie la llama más que Taglios. Es un hermoso lugar. Te gustará.
—Eso espero.
—Va a intentar venderte algo, Matasanos —dijo Un Ojo.
Sonreí.
—Nos divertiremos un poco con él mientras lo intenta. Vigílalos. Sé amistoso con
ellos. Descubre todo lo que puedas. ¿Adonde ha ido la Dama ahora?
Estaba demasiado nervioso. Ella no se hallaba muy lejos. Estaba a un lado,
inspeccionando nuestras nuevas adquisiciones desde otro ángulo. Le hice una seña.
—¿Qué opinas? —le pregunté cuando se reunió conmigo. Los ojos de Swan se
desorbitaron cuando le echó una buena mirada. Se había enamorado.
—No mucho. Vigila a la mujer. Ella está al mando. Y está acostumbrada a
obtener lo que desea.
—¿No lo estamos todos?
—Cínico.
—Ése soy yo. Hasta los huesos. Y tú eres quien me ha vuelto así, amor.
Me lanzó una curiosa mirada, forzó una sonrisa.
Me pregunté si alguna vez recuperaríamos aquel momento en aquella colina
tantos kilómetros al norte.
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* * *
Estábamos volviendo al río, tras haber cruzado por tierra la Tercera Catarata, cuando
Sauce se me acercó mientras yo caminaba junto a mi caballo. Miró nerviosamente al
gran bruto negro y se situó de modo que yo quedara entre él y el animal. Preguntó:
—¿Sois realmente la Compañía Negra?
—La misma y única. La malvada, ruin, tosca, cruda, mezquina y a veces incluso
desagradable Compañía Negra. Nunca has estado con los militares, ¿verdad?
—Tan poco como he podido. Hombre, lo último que he oído de vosotros es que
erais un millar. ¿Qué ocurrió?
—Los tiempos fueron duros en el norte. Hace un año nos vimos reducidos a siete
hombres. ¿Cuánto tiempo hace desde que abandonaste el imperio?
—Hace mucho. Yo y Fibroso nos escabullimos de Rosas quizás un año después
de que vosotros entrarais allí tras aquel general Rebelde, Rastrillador. Yo no era
mucho más que un chico. Fuimos de un lado para otro, camino del sur. Lo primero
que hicimos fue cruzar el Mar de las Tormentas. Luego nos metimos en algunos
problemas con los imperiales, de modo que tuvimos que salir del imperio. Luego
simplemente seguimos adelante, un poco este año, un poco más el siguiente. Nos
encontramos con Hoja. Luego, finalmente, llegamos aquí abajo. ¿Qué estáis haciendo
vosotros aquí?
—Vamos a casa. —Eso era todo lo que necesitaba decirle.
Era suficiente que supiera que Taglios estaba en nuestro itinerario, pero que no
era nuestro destino final.
—En una fuerza militar —dije— no es un comportamiento aceptable el que
cualquiera pueda caminar al lado de su comandante y hacerle preguntas siempre que
le apetezca. Intento mantener la disciplina militar. Eso intimida a los patanes.
—Sí. Captado. Los canales de mando y todo eso. De acuerdo. —Se alejó.
Taglios estaba a un buen trecho de distancia. Imaginé que teníamos tiempo más
que suficiente para organizarnos. Así que, ¿por qué apresurarse?
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Regresamos al río y navegamos hasta la Segunda Catarata. Un tráfico más rápido
había llevado la noticia de que los chicos habían vuelto. Idon, un extraño pedazo de
urbe, era una ciudad fantasma. No vimos más allá de una docena de almas. De nuevo
habíamos llegado a un lugar donde la Compañía Negra era recordada. Esto me hizo
sentir incómodo.
¿Qué habían hecho nuestros antepasados ahí abajo? Los Anales hablaban de las
Guerras Pastel pero no registraban el tipo de excesos que podían aterrorizar para
siempre a los descendientes de los supervivientes.
Más abajo de Idon, mientras aguardábamos a hallar un patrón de barcaza con los
redaños suficientes como para llevarnos al sur, hice que Murgen plantara el
estandarte. Mogaba, tan serio como siempre, hizo cavar un foso y fortificar
ligeramente nuestro campamento. Tomé prestado un bote y crucé el río y trepé las
colinas del otro lado hasta las ruinas de Cho’n Delor. Pasé un día vagando por
aquellos atormentados recuerdos de un dios muerto, a solas excepto por los cuervos,
siempre preguntándome por la suerte de los hombres que habían estado allí antes que
yo.
Sospechaba y temía que habían sido hombres muy parecidos a mí. Hombres
atrapados por el ritmo y el movimiento, incapaces de liberarse.
El Analista que registró la épica lucha que tuvo lugar mientras la Compañía
estaba al servicio del Dios del Dolor había escrito un montón de palabras, a veces
detallando profusamente las minucias diarias, pero había tenido muy poco que decir
acerca de los hombres con quienes había servido. La mayoría habían dejado su huella
tan sólo cuando había registrado su muerte.
Yo he sido acusado de lo mismo. Se ha dicho que demasiado a menudo, cuando
me molesto en mencionar a alguien en particular, es sólo cuando nombro las bajas. Y
quizás haya verdad en ello. O tal vez la cosa sea al revés. Siempre hay dolor en
escribir acerca de aquellos que han perecido antes que yo. Incluso cuando los
menciono sólo de pasada. Son mis hermanos, mi familia. Éstos Anales son su
memorial. Y mi catarsis. Pero incluso de niño era un maestro en sofocar y ocultar mis
emociones.
Pero estaba hablando de ruinas, el rastro de la batalla.
Las Guerras Pastel debieron de ser una lucha tan acerba como la que habíamos
soportado en el norte, confinadas a un territorio más pequeño. Las cicatrices aún eran
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terribles. Puede que necesitaran un millar de años para curar por completo.
Dos veces durante aquella salida creí divisar el tocón móvil que había visto desde
el muro del Templo del Reposo del Viajero. Intenté acercarme para ver mejor, pero
siempre desaparecía ante mí.
Nunca fue más que un atisbo con el rabillo del ojo. Quizá no era más que
imaginación.
No me dediqué a explorar tan atentamente como hubiera deseado. Me sentía
tentado a seguir, pero el viejo animal dentro de mí me dijo que yo no deseaba
permanecer en aquellas ruinas después de anochecer. Me dijo que extrañas cosas
merodeaban por Cho’n Delor durante la noche. Le hice caso. Volví al río. Mogaba me
recibió en la orilla. Quería saber lo que había encontrado. Estaba tan interesado en el
pasado de la Compañía como yo.
Me gustaba y respetaba cada vez más al gran hombre negro a cada hora que
pasaba. Ésa tarde formalicé su status de facto como comandante de la infantería de la
Compañía. Y decidí tomarme más en serio el entrenamiento de Murgen como
Analista de la Compañía. Quizá sólo fuera una corazonada. De todos modos, decidí
que ya era hora de poner en orden los asuntos internos de la Compañía.
Últimamente, todos aquellos nativos se mostraban temerosos de nosotros.
Albergaban viejas inquinas. Quizá más río abajo hubiera alguien con menos miedo y
más inquina.
Estábamos al borde de las tierras donde las aventuras de la Compañía eran
recordadas en los primeros volúmenes perdidos de los Anales. El primero aún
existente recogía lo ocurrido en ciudades al norte de Trogo Taglios…, ciudades que
ya no existían. Deseé que hubiera alguna forma en que pudiera averiguar detalles del
pasado a través de la gente del lugar. Pero nadie quería hablar con nosotros.
Mientras recorría apáticamente Cho’n Delor, Un Ojo halló un patrón de barcaza
del sur dispuesto a llevarnos todo el camino hasta Trogo Taglios. El precio era
exorbitante, pero Sauce Swan me aseguró que era muy poco probable que halláramos
una oferta mejor. Estábamos perseguidos por nuestro legado histórico.
No obtuve ninguna ayuda por parte de Swan o sus compañeros a la hora de
desenterrar eso.
Mi idea de desenmascarar gradualmente a Swan y su pandilla progresaba muy
poco. La mujer les obligaba a permanecer aislados, cosa que no complacía a Fibroso
Mather. Tenía hambre de noticias del imperio. Descubrí que el viejo se llamaba
Humo, pero nunca tuve el menor indicio del nombre de la mujer. Ni siquiera con Cara
de Sapo al trabajo.
Eran gente cautelosa.
Mientras tanto, ellos nos observaban tan atentamente que tuve la sensación de que
tomaban notas cada vez que yo me acercaba a la barandilla para incrementar el
caudal del río.
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Otras preocupaciones me atormentaban también. Los cuervos. Siempre los
cuervos. Y la Dama, que apenas hablaba estos días. Cumplía con sus turnos de
servicio con el resto de la Compañía, pero aparte eso permanecía siempre fuera del
camino.
Cambiaformas y su amiga no se veían en ningún momento. Habían desaparecido
mientras descargábamos en Thresh…, aunque tenía la inquietante seguridad de que
todavía estaban con nosotros, lo bastante cerca como para estar observando.
Todo lo cual hacía que tuviera la sensación de que era vigilado constantemente.
No resultaba difícil, así, volverse un poco paranoico.
Cruzamos los rápidos de la Primera Catarata y seguimos gran río abajo, hacia el
alba de la historia de la Compañía.
* * *
Mis mapas la llamaban Troko Tallios. Localmente la llamaban Trogo Taglios, aunque
los que vivían en ella usaban en su mayor parte la denominación más corta de
Taglios. Como había explicado Swan, la parte Trogo se refiere a una ciudad más
antigua que había sido englobada por la joven y más enérgica Taglios.
Era la ciudad más grande que jamás hubiera visto, una enorme extensión sin
muralla protectora, creciendo aún rápidamente, horizontal en lugar de verticalmente.
Las ciudades del norte crecen hacia arriba porque nadie desea construir fuera de la
muralla.
Taglios se extendía en la orilla sudeste del gran río, en realidad un poco tierra
adentro, a caballo de un tributario que serpenteaba entre media docena de bajas
colinas. Desembarcamos en un lugar que en realidad era un satélite de la ciudad más
grande, un puerto fluvial llamado Maheranga. Pronto Maheranga compartiría el
destino de Trogo.
Trogo retenía su identidad sólo porque era la sede de los lores del gran
principado, su gobierno y su centro religioso.
El pueblo tagliano parecía amistoso, pacífico, y muy orientado a los dioses, como
Swan y Mather habían descrito en nuestras breves charlas durante el viaje. Pero por
debajo de eso parecía estar asustado. Y Swan no había dicho nada de eso.
Y no era la Compañía la que causaba su terror. Nos trataron con respeto y
cortesía.
Swan y su grupo desaparecieron tan pronto como amarramos. No tuve que decirle
a Un Ojo que los mantuviera vigilados.
Los mapas indicaban que el mar estaba tan sólo a sesenta y cinco kilómetros de
Taglios, pero eso era en línea recta hasta la costa más cercana, al oeste del río. Tras
todos sus meandros, el río desembocaba en un delta a trescientos kilómetros. En el
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mapa el delta aparecía como una mano con muchos dedos que estuviera arañando el
vientre del mar.
Es útil saber algo acerca de Taglios porque la Compañía terminó pasando allí
mucho más tiempo que el que ninguno de nosotros había planeado. Quizás incluso
más de lo que esperaban los propios taglianos.
* * *
Una vez me convencí de que era seguro hacerlo, ordené una pausa en Taglios. Era
necesario el descanso. Y yo necesitaba investigar un poco. Estábamos cerca del borde
de los mapas que tenía.
Descubrí que había empezado a contar con Swan y Mather para que me mostraran
el lugar. Sin ellos me veía obligado a confiar en el diablo mascota de Un Ojo. Y eso
no me gustaba. Por ninguna razón en particular, no confiaba enteramente en el trasgo.
Quizás era debido a su sentido del humor, un reflejo tan cercano al de su amo. La
única vez en que podías confiar en Un Ojo era cuando su vida estaba en peligro.
Esperaba que nos halláramos ahora lo bastante al sur como para poder
cartografiar el resto de nuestro trayecto hasta Khatovar antes de reanudar nuestro
viaje.
La Dama había sido el soldado perfecto desde el encuentro en el río, aunque
aparte de eso no un compañero muy bueno. Se mostraba profundamente sacudida por
el regreso y la enemistad del Aullador. Había sido un firme apoyo en los viejos días.
Todavía se sentía atrapada en la zona de purgatorio entre la antigua Dama y la
nueva que tenía que ser, y el corazón no estaba atado en la misma dirección que la
cabeza. No podía hallar la forma de salirse de eso y, por mucho que yo sufría por ella,
no sabía cómo tomar su mano y mostrárselo.
Imaginé que merecía una distracción. Hice que Cara de Sapo buscara un lugar
equivalente a los Jardines de Ópalo y me sorprendió hallando uno. Le pregunté a la
Dama si estaría interesada en una auténtica velada social.
Se mostró receptiva, si bien no entusiasmada, tras tantos meses de olvido. No se
emocionó. Simplemente dijo:
—No tengo nada mejor que hacer, así que, ¿por qué no?
Nunca había sido del tipo social. Y tanto mi maniobra en el río como mis evasivas
dedicando toda mi atención al servicio no la habían dejado complacida conmigo.
* * *
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Cara de Sapo era la única evidencia clara de hechicería. No empleamos ninguno de
los trucos utilizados en Ópalo. Cara de Sapo vino con nosotros en su capacidad de
traductor universal.
Un Ojo vistió a su mascota con ropas tan llamativas como las suyas, un atuendo
que imitaba burlona y sutilmente el de Goblin. Parecía querer dar a entender que así
era como luciría Goblin si alguna vez se dignara a no ser un patán.
La elite de Taglios acudió a vernos y a ser vista en un olivar lejos ya de sus años
de abundancia. El huerto ocupaba una colina cerca de la antigua Trogo. Un manantial
de agua caliente alimentaba una docena de baños privados. Costaba mucho entrar en
ellos cuando no eras conocido, sobre todo en sobornos. Aún así, pasaron dos días
antes de que solicitara que nos hicieran un sitio para nosotros.
Fuimos en el carruaje con Goblin y Un Ojo sobre él y dos pelotones de cuatro nar,
cada uno marchando delante y detrás. Conducía Murgen. Se llevó el carruaje después
de que bajáramos. Los otros nos acompañaron al bosquecillo. Yo llevaba mi uniforme
de embajador. La Dama iba espectacularmente vestida, aunque toda de negro.
Siempre iba de negro. Le sentaba bien, pero había ocasiones en las que hubiera
deseado que probara otro color.
—Nuestra presencia ha despertado más interés del que esperabas —dijo. Nuestra
llegada había suscitado muy poca agitación en las calles de Taglios.
Tenía razón. A menos que el bosquecillo fuera un lugar de moda donde pasar la
tarde, mucha gente de clase alta había acudido tan sólo para echarnos una ojeada.
Parecía como si todo el mundo que fuera alguien en la ciudad estuviera allí.
—¿Imaginas por qué?
—Algo está ocurriendo aquí, Matasanos.
No soy ciego. Lo sabía. Lo supe a los pocos minutos con Sauce Swan allá río
arriba. Pero no podía imaginar el qué. Ni siquiera Cara de Sapo me era de ayuda. Si
estaban planeando algo lo hacían cuando él no estaba por los alrededores.
Excepto los nar, que habían vivido con ceremonia en Gea-Xle, todos nos
sentíamos incómodos bajo la presión de tantos ojos. Admití:
—Puede que ésta no haya sido una de mis más brillantes ideas.
—Al contrario. Confirma nuestras sospechas de que hay mucho más interés en
nosotros que el que despertarían unos simples viajeros. Tienen intención de
utilizarnos. —Estaba inquieta.
—Bienvenida a la vida en la Compañía Negra, querida —dije—. Ahora sabes por
qué me muestro cínico acerca de los lores y de toda esa gente. Ahora conoces uno de
los sentimientos que he estado intentando transmitir.
—Creo que lo capto. Un poco. Me siento rebajada. Como si no fuera en absoluto
humana, sino un objeto que puede ser utilizado.
—Como he dicho, bienvenida a la Compañía Negra.
Eso no era en absoluto su problema. Me remonté al Tomado Aullador, el muerto
inesperadamente vuelto a la vida y hostil a nosotros. Nada podría convencerme de
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que su aparición en el río había sido casualidad. Estaba allí para causarnos daño.
Más aún, había habido un extraño e inusual interés en nosotros al menos desde
Ópalo. Busqué la presencia de cuervos.
Había cuervos en los olivos, quietos y silenciosos. Vigilando. Siempre vigilando.
La presencia de Cambiaformas en Gea-Xle, el muerto vivo de nuevo, aguardando
a la Dama. Había planes ocultos hirviendo bajo la superficie. Habían ocurrido
demasiadas cosas para hacerme pensar de otro modo.
No la había presionado. Todavía. Estaba siendo un buen soldado. Quizás
esperando…
¿El qué?
Había aprendido hacía mucho tiempo que puedo averiguar más con los que son
como ella observando y escuchando y pensando que preguntando. Mienten y engañan
incluso cuando no hay necesidad. Más aún, excepto en su propio caso, no creía que
ella tuviera una mejor idea de lo que se agitaba a nuestro alrededor que yo.
El personal del bosquecillo nos llevó a un cenador privado con su propio baño
mineral caliente. Los nar se desplegaron. Goblin y Un Ojo hallaron lugares discretos
donde permanecer. Cara de Sapo permaneció cerca, como intérprete.
Nos aposentamos.
—¿Cómo va tu investigación? —preguntó la Dama. Jugueteó con algunas
grandes uvas púrpuras.
—Extraño es la única forma de describirla. Creo que estamos justo al lado del
lugar donde llegas al final de la tierra conocida y te caes por el borde.
—¿Qué? Oh. Tu sentido del humor.
—Taglios está infestada de cartógrafos. Hacen un buen trabajo. Pero no puedo
hallar ningún mapa que me lleve hasta allá donde deseo ir.
—Quizá no has sido capaz de hacerles entender lo que necesitas.
—No es eso. Lo entienden. Ése es el problema. Les dices lo que necesitas y se
hacen los sordos. Los nuevos mapas sólo llegan hasta el sur del territorio tagliano.
Cuando puedes hallar uno antiguo, se difumina y termina a mil doscientos kilómetros
al sudeste de la ciudad. Es así incluso con los mapas tan buenos que muestran hasta el
último maldito árbol y cabaña que cubren el suelo.
—¿Están ocultando algo?
—¿Toda una ciudad? No parece probable. Pero es como si no hubiera otra
explicación.
—¿Has hecho las preguntas apropiadas?
—Con la astuta lengua de plata de una serpiente. Cuando aparecen los espacios
en blanco surgen los problemas de traducción.
—¿Qué piensas hacer?
Había llegado el anochecer. Aparecieron los que encendían las luces. Los observé
por unos instantes.
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—Quizás use de algún modo a Cara de Sapo. No estoy seguro. Hemos llegado a
un punto en el que los Anales son casi inútiles. Pero los indicadores dicen que
debemos encaminarnos en línea recta por ese espacio en blanco. ¿Tienes alguna idea
al respecto?
—¿Yo?
—Sí, tú. Están ocurriendo cosas alrededor de la Compañía. No creo que sea
porque yo me pavoneo tanto como eso.
—Tonterías.
—No he presionado hasta ahora, Dama. Por muchas razones. Y no lo haré…, a
menos que me vea obligado. Pero sería estupendo saber por qué tenemos a un
Tomado muerto rondando por ahí espiándonos desde los arbustos y otro que era tu
compañero intentando matarnos allá atrás en los pantanos. Puede que sea interesante
conocer si sabía que tú estabas a bordo de esa barcaza, o si estaba saldando una
cuenta pendiente con Cambiaformas, o si simplemente deseaba detener el tráfico río
abajo. Podría ser interesante saber si es probable que nos tropecemos de nuevo con él.
O con alguien más que no murió en su tiempo.
Intenté mantener un tono gentil y neutral, pero algo de mi furia se filtró.
Llegó la primera comida, trozos de melón helado empapados en brandy. Mientras
los mordisqueábamos, algún alma caritativa trajo también algo de comida a nuestros
guardianes. Algo menos elegante quizá, pero comida pese a todo.
La Dama chupó una bola de melón con aire pensativo. Luego toda su actitud
cambió. Gritó:
—¡No comáis eso! —Usó la lengua de las Ciudades Joya, que por aquel entonces
incluso el más lerdo de los nar comprendía.
Me puse en pie.
—¿Qué ocurre?
—Alguien ha manipulado la comida de los guardias.
—¿Veneno?
—Droga, creo. Tengo que comprobarlo más de cerca.
Fui a tomar la bandeja del guardia más cercano. Parecía torvo tras su máscara nar
de indiferencia. Deseaba hacerle daño a alguien.
Tuvo su oportunidad cuando me volví con la bandeja.
Un rápido roce de pies. Un ¡tac! de madera contra carne. Un grito de dolor que
fue poco más que un gemido. Me volví. La punta de la lanza del nar estaba apoyada
en la garganta de un hombre tendido en el suelo ante él. Reconocí a uno de los que
encendían las luces.
Un largo cuchillo descansaba en el suelo no muy lejos de su mano abierta.
Examiné nuestros alrededores. Rostros inexpresivos miraban desde todas
direcciones.
—Un Ojo. Cara de Sapo. Venid aquí. —Vinieron—. Quiero algo discreto. Algo
que no altere la cena de nadie. Pero algo que lo ponga en disposición de hablar
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cuando yo esté listo para interrogarlo. ¿Puedes hacerlo?
Un Ojo rio burlonamente.
—Sé exactamente qué hacer. —Se frotó las manos con una retorcida alegría
mientras Goblin, dejado de lado, ponía cara hosca—. Lo sé exactamente. Ve a
disfrutar de tu cena y no te preocupes por nada. El viejo Un Ojo se ocupará de todo.
Lo tendré preparado para que cante como un canario.
Hizo un gesto. Una fuerza invisible sujetó los talones del que encendía las luces.
Lo alzó del suelo en su posición horizontal, agitándose como un pez enganchado a un
anzuelo, la boca abierta como para gritar pero sin que ningún sonido brotara de ella.
Volví a sentarme frente a la Dama. Sacudí la cabeza.
—Ésta es la idea de Un Ojo de algo discreto. No dejar que la víctima grite. —Me
metí una bola de melón en la boca.
Un Ojo dejó de alzar al hombre cuando su nariz estuvo a seis metros del suelo.
La Dama empezó a examinar la comida de los nar.
* * *
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arrancarle algún sentido a Swan.
Volvió con aire pensativo.
—Swan dice que el tipo que va con él es el gran culo gordo de por aquí. Son sus
palabras, no las mías.
—Supongo que era algo que tenía que llegar. —Intercambié miradas con la
Dama. Adoptó su rostro de emperatriz, legible como una roca. Deseé sacudirla,
abrazarla, hacer algo para liberar la pasión que había aparecido tan brevemente antes
de volver a hundirse en ella. Se encogió de hombros.
—Invítales a que se unan a nosotros —dije—. Y dile a Un Ojo que mande al
trasgo. Quiero que compruebe las traducciones de Swan.
El personal de servicio se arrojó de bruces al suelo cuando nuestros invitados se
aproximaron. Era la primera vez que veía ese tipo de comportamiento en Taglios. El
príncipe de Swan era realmente algo grande.
Swan fue directamente al asunto.
—Éste es el prahbrindrah Drah, el líder de este lugar.
—Y tú trabajas para él.
Sonrió.
—En cierto sentido oblicuo. He sido reclutado. Desea saber si estáis buscando
alguna comisión.
—Tú sabes que no.
—Se lo dije. Pero él quería comprobarlo personalmente.
—Tenemos nuestra propia misión. —Esperé que aquello sonara lo bastante
dramático.
—¿Una misión de los dioses?
—¿Una qué?
—Ésos taglianos son supersticiosos. A estas alturas ya deberíais de saberlo. Ésa
podría ser la forma de dejar de lado la idea de vuestra misión. Una misión de los
dioses. ¿Seguro de que no podéis dejarla a un lado por un tiempo? Tomaros una
pausa del camino. Sé lo duro que es, viajar y viajar. Y mi hombre necesita a alguien
que haga su trabajo sucio. Vosotros tenéis la reputación de hacer esas cosas.
—¿Qué sabes realmente de nosotros, Swan?
Se encogió de hombros.
—Historias.
—Historias. Hum.
El prahbrindrah Drah dijo algo.
—Quiere saber por qué ese hombre está colgando del aire.
—Porque intentó apuñalarme por la espalda. Después de que alguien intentara
envenenar a mis guardias. Dentro de un rato voy a preguntarle por qué.
Swan y el prahbrindrah hablaron unos momentos. El prahbrindrah pareció
molesto. Miró a la mascota de Un Ojo. Parloteó un poco más.
—Quiere saber sobre vuestra misión.
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—Ya lo oíste todo mientras descendíamos por el río. Tú ya se lo dijiste.
—Hombre, está intentando ser educado.
Me encogí de hombros.
—¿Por qué se toma tanto interés por una gente que sólo está de paso?
Swan empezó a ponerse nervioso. El prahbrindrah dijo algunas frases.
—El prahbrindrah —dijo Swan— dice que habéis hablado de los lugares donde
habéis estado, y le gustaría saber más de vuestras aventuras porque los lugares y los
pueblos lejanos le intrigan…, y vuestra misión, aunque no le habéis dicho realmente
adonde vais. —Sonaba como si intentara traducir muy fielmente. Cara de Sapo me
asintió brevemente con la cabeza.
Les habíamos contado poco a la pandilla de Swan durante nuestro viaje al sur
desde la Tercera Catarata. Les habíamos ocultado tanto como ellos nos habían
ocultado a nosotros. Decidí pronunciar el nombre que más había guardado para mí
mismo.
—Khatovar.
Sauce no se molestó en traducir.
El prahbrindrah cloqueó algo.
—Dice que no deberíais de hacer eso.
—Demasiado tarde para detenernos, Swan.
—Entonces tendréis problemas que ni siquiera podéis imaginar, capitán —tradujo
Swan. El príncipe dijo algo más. Se puso excitado.
—El jefe dice que es vuestro cuello y que podéis afeitaros con un hacha si
queréis, pero que ningún hombre cuerdo pronuncia ese nombre. La muerte puede
golpearos antes de que hayáis terminado. —Se encogió de hombros e hizo una mueca
mientras hablaba—. Aunque es más probable que fuerzas más mundanas os maten si
insistís en perseguir esa quimera. Hay mal territorio entre aquí y allí. —Swan miró al
príncipe e hizo rodar los ojos—. Hemos oído relatos de monstruos y de hechicería.
—Hey, ¿de veras? —Di un bocado a un pequeño pájaro en mi plato, mastiqué,
tragué—. Swan, he traído a mi gente todo el camino hasta aquí abajo desde el
Túmulo. ¿Recuerdas el Túmulo? ¿Monstruos y hechicería? Más de diez mil
kilómetros. No he perdido ni un solo hombre. ¿Recuerdas el río? Los que se pusieron
en mi camino no viven para lamentarlo. Escucha atentamente. Estoy intentando decir
un par de cosas aquí. Estoy a mil doscientos kilómetros del borde del mapa. No voy a
detenerme ahora. No puedo. —Fue uno de los discursos más largos que he
pronunciado nunca, aparte de leerles los Anales a los hombres.
—Tu problema son esos mil doscientos kilómetros, capitán. Los otros diez mil
fueron un paseo por el campo.
El prahbrindrah dijo algo corto. Swan asintió pero no tradujo. Miré a Cara de
Sapo. Me dijo:
—Piedra rutilante.
—¿Qué?
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—Eso fue lo que dijo, jefe. Piedra rutilante. No sé lo que significa.
—¿Swan?
—Es una expresión local. «Los muertos andantes» es la forma más cercana de
decirlo en rosano. Tiene algo que ver con los tiempos antiguos y algo llamado las
Compañías Libres de Khatovar, que por aquel entonces eran un mal remedio.
Alcé una ceja.
—La Compañía Negra es la última de las Compañías Libres de Khatovar, Swan.
Me lanzó una aguda mirada. Luego tradujo.
El príncipe parloteó algo. Mientras lo hacía miró a la víctima de Un Ojo.
—Capitán, dice que supone que todo es posible. Pero no se ha detectado el
regreso de ninguna compañía desde que el abuelo de su abuelo era un bebé. Pero se
sorprende. Dice que quizá seas real. Tu venida fue anunciada. —Una rápida mirada a
Cara de Sapo, con el ceño fruncido, como si el trasgo fuera un traidor—. Y los
Maestros de las Sombras le han advertido contra tener tratos contigo. Aunque ésa
podría ser la inclinación natural, considerando la devastación y la desesperación
sembradas por los antiguos fanáticos.
Miré a Cara de Sapo. Asintió. Swan estaba traduciendo con exactitud.
—Está jugando a su juego, Matasanos —dijo la Dama—. Quiere algo. Dile que
vaya al asunto.
—Eso sería muy considerado, Swan.
Siguió traduciendo.
—Pero los terrores de ayer no significan nada hoy. Vosotros no sois esos
fanáticos. Eso se vio en el río. Y Trogo Taglios no inclinará la cabeza ante nadie. Si la
pestilencia del sur teme a una banda de saqueadores libres, está dispuesto a olvidar
las antiguas cuentas y ponerse del lado de los de su propio tiempo. Si vosotros
también podéis olvidar.
No tenía ni la más remota idea de lo que estaba hablando.
—¡Matasanos! —restalló la Dama, captando antes que yo el aroma de lo que
había en la parte de atrás de mi mente—. No tenemos tiempo de que satisfagas tu
curiosidad acerca del pasado. Está ocurriendo algo aquí. Ocúpate de ello antes de que
nos pateen el culo.
Se estaba convirtiendo en uno de mis hombres, desde todos los ángulos.
—¿Captas la idea de nuestra situación, Swan? No pensarás que tropezamos
contigo y con la mujer de ahí fue por pura casualidad, ¿verdad? Háblame claramente.
* * *
La cosa no fue tan clara como eso, y tomó su tiempo. Llegó la oscuridad y se alzó la
luna. Trepó por el cielo. Los operadores del bosquecillo se exasperaron pero eran
demasiado educados para pedir a su príncipe gobernante que se fuera. Y puesto que
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nosotros nos quedábamos, lo mismo hicieron las docenas que habían acudido a
mirarnos.
—Definitivamente está pasando algo —le susurré a la Dama—. Pero ¿cómo
sacárselo?
El prahbrindrah restaba importancia a todo lo que decía, pero la presencia de los
padres de la ciudad chillaba que Taglios se estaba acercando a una encrucijada
peligrosa. Una corriente subterránea en lo que oía me decía que el príncipe deseaba
escupirle al rostro de la calamidad.
Sauce intentó explicarlo.
—Hace un tiempo, y nadie sabe exactamente cuándo porque nadie lo esperaba, lo
que vosotros llamaríais la oscuridad apareció en un lugar llamado Pityus, que está
como a unos seiscientos kilómetros al sudeste de Taglios. Nadie se preocupó por ello.
Luego se extendió a Tragevec y a Kiaulune, que son bastante importantes, y a Seis y
Fred, y de pronto todo el mundo se preocupó, pero ya era demasiado tarde. Tenías a
esa enorme extensión del país gobernada por esos cuatro hechiceros que los
refugiados llamaban los Maestros de las Sombras. Sentían debilidad por las sombras.
Cambiaron el nombre de Tragevec a Luz de las Sombras y el de Kiaulune a Lugar de
las Sombras, y hoy en día casi todo el mundo llama a su imperio las Tierras de las
Sombras.
—Y ahora vas a decirnos que esto tiene algo que ver con nosotros, ¿verdad?
—Un año después de que los Maestros de las Sombras se apoderaran de ellas
tenían a esas ciudades, que no habían practicado la guerra desde el terror de
Khatovar, armadas y jugando a los juegos imperiales. En los años transcurridos desde
entonces, los Maestros de las Sombras han conquistado la mayor parte de los
territorios entre las fronteras meridionales de Taglios y el borde del mapa.
—Estoy empezando a olérmelo, Matasanos —dijo la Dama. Su actitud se había
vuelto lúgubre a medida que escuchaba.
—Yo también. Sigue, Swan.
—Bien, antes de que llegaran a nosotros… Antes de trabajar sobre Taglios,
iniciaron toda una serie de luchas ahí abajo. Los refugiados no dejaban de hablar de
ello. Intrigas, traiciones, subversiones, asesinatos, alianzas formándose y
rompiéndose por todas partes. Cada vez que parecía que alguien destacaba por
encima de los demás, los otros se unían para aplastarlo. Fue así durante quince,
dieciocho años. Pero Taglios no estaba amenazada.
—¿Pero ahora sí?
—Ahora están mirando en esta dirección. El año pasado hicieron un movimiento
que no les funcionó. —Adoptó una expresión pagada de sí mismo—. Lo que se
encontraron aquí fue todos los redaños que se podían esperar…, y ni la menor idea de
lo que podían hacer con ellos. Yo y Fibroso y Hoja fuimos más o menos reclutados el
año pasado. Pero yo nunca fui realmente un soldado, y tampoco ellos. Como
generales somos como tetas en un jabalí macho.
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—Así que no se trata de actuar como guardaespaldas y hacerle el trabajo sucio a
tu príncipe, ¿no? Quiere arrastrarnos a esa lucha. ¿Cree que puede conseguirnos
baratos o algo así? ¿No le has hecho un informe de nuestro viaje hasta aquí abajo?
—Es el tipo de hombre que quiere comprobar las cosas por sí mismo. Quizá quiso
ver cuál era realmente vuestro precio. Le conté todas las historias que había oído
sobre vosotros. Pero siguió queriendo verlo por sí mismo. Es el primer príncipe que
he visto nunca que intenta hacer lo que se supone que debe de hacer un príncipe.
—Algo más raro que una rana con pelo, seguro. Pero tú lo has dicho, Swan.
Estamos en una misión de los dioses. No tenemos tiempo de mezclarnos en disputas
locales. Quizá cuando volvamos de regreso.
Swan se echó a reír.
—¿Qué es tan divertido?
—En realidad no tenéis elección.
—¿No? —Intenté leerle. No pude. La Dama se encogió de hombros cuando la
miré—. ¿Y bien? ¿Por qué no?
—Para ir allá donde queréis ir tenéis que cruzar por en medio de todas las Tierras
de las Sombras. Mil, mil doscientos kilómetros de ellas. No creo que ni siquiera
vosotros podáis hacerlo. Nadie puede.
—Dijiste que estábamos a seiscientos kilómetros de distancia.
—Seiscientos kilómetros a Pityus, capitán. Allá donde empieza. Ahora se han
apoderado de todo desde la frontera sur. Mil, mil doscientos kilómetros hasta Lugar
de las Sombras. Y como he dicho, el año pasado empezaron a avanzar hacia nosotros.
Se apoderaron de todo al sur del Principal.
Sabía que el Principal era un río ancho al sur de Taglios, una frontera y una
barrera naturales.
—Sus tropas están a tan sólo ciento treinta kilómetros de Taglios en algunos
lugares. Y sabemos que están planeando seguir empujando tan pronto como el nivel
del río descienda. Y no creemos que vayan a mostrarse educados. Los cuatro
Maestros de las Sombras dijeron que se mostrarían terriblemente duros si el
prahbrindrah tenía algo que ver con vosotros.
Miré a la Dama.
—Ése maldito puñado de gente sabe más acerca de lo que estoy haciendo y
adonde voy que yo mismo.
Me ignoró. Preguntó:
—¿Por qué no nos echó, Swan? ¿Por qué te envió a nuestro encuentro?
—Oh, él nunca nos envió. No supo nada de esa parte hasta que volvimos.
Simplemente piensa que si los Maestros de las Sombras están asustados de vosotros,
entonces vale la pena ser amigo vuestro.
No era yo quien los asustaba, pero ¿por qué decirlo? Swan y sus amigos y su jefe
no necesitaban saber quién había sido la Dama.
—Tiene redaños.
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—Todos tienen redaños. La lástima es que no saben qué hacer con ellos. Y yo no
puedo mostrárselo. Como él dice, los Maestros de las Sombras vendrán más pronto o
más tarde de todos modos, así que, ¿por qué apaciguarlos? ¿Por qué dejarles que se
tomen su tiempo?
—¿Y qué significa todo esto para Sauce Swan? Pareces muy decidido para
alguien simplemente de paso.
—Fibroso no está aquí para oírme, de modo que puedo hablar claramente. No
pienso seguir huyendo. He hallado mi lugar. No deseo perderlo. ¿Basta esto?
Quizá.
—No puedo darle una respuesta aquí, ahora. Sabes eso si conoces algo acerca de
la Compañía Negra. No creo que haya muchas posibilidades. No es lo que deseamos
hacer. Pero le echaré una buena mirada a la situación. Dile que deseo una semana de
tiempo y la colaboración de su gente. —Planeaba pasar otros once días descansando
y reaprovisionándome. No comprometía a nada hacer esa promesa. Nada excepto mi
parte de descanso.
—¿Eso es todo? —preguntó Swan.
—¿Qué más quieres? ¿Esperas que salte simplemente porque tú eres un buen
tipo? Swan, me encamino a Khatovar. Haré lo que tenga que hacer para llegar allí.
Has soltado tu discurso. Ahora es el momento de volver a casa y dejar que el cliente
piense.
Le dijo algo a su príncipe. Cuanto más avanzaba la velada, más tentado me sentía
de emitir un categórico rechazo. Matasanos se estaba volviendo viejo y malhumorado
y no le entusiasmaba la idea de tener que aprender otro lenguaje más.
El prahbrindrah Drah asintió a Swan. Estaba de acuerdo conmigo. Se pusieron en
pie. Yo hice lo mismo, y le dediqué al príncipe una corta inclinación de cabeza. Él y
Swan se alejaron, haciendo una pausa aquí y allá para hablar con otros comensales.
No había forma de saber lo que les dijo. Quizá lo que ellos deseaban oír. Los rostros
que pude ver estaban sonriendo.
* * *
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enviaste aquí abajo para empezar a edificar un nuevo imperio?
—¡No! Salvé a Cambiaformas y lo envié al sur, sólo por si acaso, cuando la furia
de la guerra y la enemistad de Tormentosa fueron suficientes como para explicar su
desaparición. Eso es todo.
—Pero Aullador…
—Había planeado su propia escapatoria. Conoce mi condición y alimenta
ambiciones propias. Evidentemente. Pero los Maestros de las Sombras… No sé nada
de ellos. Nada. Tendrías que haber preguntado más sobre ellos.
—Lo haré. Si no son Tomados, se les parecen lo suficiente como para que eso no
constituya ninguna diferencia. Así que quiero saber. ¿Dónde estás tú?
—Soy un soldado de la Compañía Negra. Ellos ya se han declarado mis
enemigos.
—Eso no es una respuesta definitiva.
—Es lo mejor que vas a obtener.
—Lo imaginaba. ¿Qué hay acerca de Cambiaformas y su ayudante? —No los
había visto desde Thresh, pero tenía la sensación de que estaban a la vuelta de la
esquina—. Si las cosas están tan mal como parece, necesitaremos todos los recursos
que podamos reunir.
—Cambiaformas hará lo que yo le diga.
No era la respuesta más tranquilizadora, pero no presioné. De nuevo era lo mejor
que iba a conseguir.
—Acaba tu cena y deja de incordiarme, Matasanos.
Miré la comida, ahora tan fría que ya no era apetecible.
Con una mueca, Cara de Sapo se dirigió a ayudar a su amo a ablandar la voluntad
de un asesino.
* * *
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Era tarde. Sauce bostezó y se dejó caer en su silla. Hoja, Fibroso y la Mujer le
miraron expectantes. Como si el prahbrindrah no pudiera hablar por sí mismo.
—Hablamos.
—¿Y? —preguntó la radisha.
—¿Acaso esperabas que se pusiera a dar saltos y gritara: «¡Oh, estupendo!»?
—¿Qué fue lo que dijo?
—Dijo que se lo pensaría. Lo cual es lo mejor que podías esperar.
—Hubiera debido ir yo misma.
—Hermana —dijo el prahbrindrah—, el hombre no hubiera escuchado en
absoluto si alguien no hubiera acabado de intentar matarle.
Ella se mostró asombrada.
—Ésos tipos no son estúpidos —dijo Sauce—. Sabían que íbamos detrás de algo
allá cuando nos dejaron contactarles en la Tercera Catarata. Han estado
observándonos tan de cerca como nosotros los hemos estado observando a ellos.
Humo entró con toda la parafernalia propia de su nombre. Era una gran estancia
en el sótano de un amigo de la radisha, cerca del olivar. Olía a moho, aunque en
algunos lugares estaba abierto a la noche. Humo penetró unos pasos a la luz arrojada
por tres lámparas de aceite. Su rostro se frunció. Miró a su alrededor.
—¿Qué ocurre? —preguntó Fibroso. Se estremeció visiblemente. Swan notó una
sensación desagradable también.
—No estoy seguro. Por un momento… sentí como si algo me estuviera mirando.
La radisha intercambió una mirada con su hermano, luego con Sauce.
—Sauce. Ésos extraños hombrecillos. Un Ojo y Goblin. ¿Verdaderos o un fraude?
—Seis de lo uno y media docena de lo otro. ¿Correcto, Hoja? ¿Fibroso?
Fibroso asintió. Hoja dijo:
—El más pequeño. Como un niño. Cara de Sapo. Ése es peligroso.
—¿Qué es? —preguntó la Mujer—. Es la criatura más extraña que haya visto
nunca. Había veces que actuaba como si tuviera cien años de edad.
—Quizá diez mil —dijo Humo—. Es un trasgo. No me atreví a investigar por
miedo a que me reconociera como algo más que un viejo estúpido. Desconozco sus
capacidades. Mi pregunta es cómo un ser de una capacidad tan limitada como Un Ojo
obtuvo su control. Soy superior a él en talento, habilidad y entrenamiento, pero soy
incapaz ni de llamar ni de controlar a una cosa así.
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Una repentina serie de chillidos y aleteos brotó de la oscuridad. Sorprendidos,
todos se dieron la vuelta. Los murciélagos se precipitaron a la luz, aleteando, picando,
esquivando. Una repentina sombra más grande destelló por entre ellos, oscura como
un pedazo de noche. Desgarró a un murciélago en pleno vuelo. Otra forma penetró un
segundo más tarde, haciendo caer otro murciélago. Los demás huyeron a través de la
abertura enrejada pero por lo demás abierta de una ventana al nivel del suelo.
—¿Qué demonios? —chilló Sauce—. ¿Qué ocurre?
—Un par de cuervos —dijo Hoja—. Matan murciélagos. —Sonaba perfectamente
tranquilo. Como si el que unos cuervos mataran murciélagos en un sótano a media
noche alrededor de su cabeza fuera algo que ocurría constantemente.
Los cuervos no reaparecieron.
—No me gusta esto, Sauce —dijo Fibroso—. Los cuervos no vuelan de noche.
Aquí está ocurriendo algo.
Todo el mundo miró a todo el mundo y aguardó a que alguien dijera algo. Nadie
reparó en la sombra como una pantera que se instaló fuera de la ventana, mirando al
interior con ojo atento. Como nadie se dio cuenta de que una figura del tamaño de un
niño acechaba encima de una vieja caja más allá de la luz, sonriendo. Pero Humo
empezó a temblar y a pasear en lentos círculos, de nuevo con aquella sensación de ser
observado.
El prahbrindrah dijo:
—Recuerdo haber dicho que no era una buena idea encontrarnos tan cerca del
bosquecillo. Recuerdo haber sugerido que nos reuniéramos en el palacio, en una
estancia que Humo ha sellado contra miradas indiscretas. No sé lo que acaba de
ocurrir, pero no es algo natural, y no quiero hablar aquí. Vámonos. El retraso no
puede hacernos ningún daño. ¿No es así, Humo?
El viejo se estremeció violentamente.
—Creo que sería lo más prudente, príncipe —dijo—. Lo más prudente. Hay más
aquí de lo que los ojos pueden ver… En consecuencia debemos suponer que nos
hallamos bajo vigilancia.
La radisha se mostró irritada.
—¿Por quién, viejo?
—No lo sé. ¿Importa, radisha? Están quienes se muestran interesados. Los sumos
sacerdotes. Ésos soldados que desean usar. Los Maestros de las Sombras. Quizá
fuerzas de las que no somos conscientes.
Todo el mundo le miró.
—Explica eso —ordenó la Mujer.
—No puedo. Excepto recordarte que esos hombres lucharon y se abrieron camino
con éxito entre los piratas del río que habían mantenido éste cerrado desde hacía
algún tiempo. Nadie dirá mucho al respecto, pero una palabra aquí y otra palabra allí,
sumadas, sugieren que hubo implicada hechicería de un orden superior por ambos
bandos. Y la suya fue suficiente para romper el bloqueo. Pero, excepto el trasgo, no
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había nada de esa clase que fuera evidente cuando nos unimos a ellos. Si la tenían,
¿adonde fue? ¿Puede ser que estuviera bien oculta? Quizá, pero lo dudo. Tal vez viaje
con ellos sin estar con ellos, si entendéis lo que quiero decir.
—No. Estás volviendo a tus viejos trucos. Siendo deliberadamente vago.
—Soy vago porque no tengo respuestas, radisha. Sólo preguntas. Me pregunto,
cada vez más, si la banda que vemos no será más que una ilusión puesta ahí en
nuestro beneficio. Un puñado de hombres, duros y resistentes y hábiles a su manera
asesina, por supuesto, pero nada que pueda aterrar a los Maestros de las Sombras. No
son suficientes como para crear alguna diferencia. Así que, ¿por qué están
preocupados los Maestros de las Sombras? O bien saben más que nosotros o ven
mejor que nosotros. Recordad la historia de las Compañías Libres. No eran sólo
bandas de asesinos. Y esos hombres están decididos a alcanzar Khatovar. Su capitán
lo ha intentado todo menos la violencia para conseguir información sobre el camino.
—¡Hey, Humo! Dijiste de ir a algún otro lugar y hablar —señaló Hoja—. ¿Y si
nos vamos?
—Sí —se mostró de acuerdo Swan—. Éste sótano me da escalofríos. Eso no es
propio de vosotros, radisha. Tú y el príncipe afirmáis que gobernáis Taglios, pero os
ocultáis en agujeros como éste.
—Nuestras sedes no son seguras. —Empezó a moverse—. En realidad
gobernamos con el consentimiento de los sacerdotes. Y no deseamos que sepan todo
lo que hacemos.
—Todo maldito lord y sacerdote que sea alguien está en ese bosquecillo esta
noche. Lo saben todo.
—Saben lo que les decimos. Que es sólo parte de la verdad.
Fibroso se acercó a Sauce.
—Tranquilo, hombre. ¿Acaso no ves lo que ocurre? Están jugando a mucho más
que sólo a rechazar a los Maestros de las Sombras.
—Hum.
Detrás de ellos, algo parecido a una pantera se deslizó de un charco de oscuridad
a otro, silencioso como la propia muerte. Los cuervos iban de un punto de
observación a otro. Una figura infantil siguió detrás, de una forma aparentemente
abierta pero permaneciendo invisible. Pero ningún murciélago voló sobre sus
cabezas.
Sauce comprendió aquella advertencia. La Mujer y su hermano pensaban que la
lucha con los Maestros de las Sombras preocuparía a sacerdotes y cultos. Mientras
permanecían distraídos ellos podrían hacerse con las riendas del estado…
No les criticó por ello. Los sacerdotes le importaban poco. Pensó que quizás Hoja
había dado con algo. Sí, eso era. Habría que ahogarlos a todos para que Taglios
pudiera salir de su miseria.
Cada docena de pasos o así se detenía, miraba hacia atrás. La calle estaba siempre
vacía a sus espaldas. Sin embargo, estaba seguro de que algo les estaba observando.
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—Inquietante —murmuró. Y se preguntó como se había metido en aquel lío.
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Ése prahbrindrah Drah podía ser uno de los tipos buenos, pero era tan tramposo como
cualquier villano. Dos días después de nuestra visita no podía salir a la calle sin ser
aclamado como Guardián, Protector y Libertador.
—¿Qué demonios está pasando? —le pregunté a Un Ojo.
—Intentan mantenerte encerrado ahí dentro. —Miró furioso a Cara de Sapo. El
trasgo no había sido de mucha ayuda desde aquella noche. No podía acercarse a
nadie…, excepto a Swan y sus compinches en una tabernucha de su propiedad. Y allí
no hablaban de negocios—. ¿Estás seguro de que quieres ir a esa biblioteca?
—Estoy seguro. —De alguna forma los taglianos se habían hecho la idea de que
yo era un gran sanador además de algún tipo de mesiánico general—. ¿Qué demonios
les pasa a todos ellos? Puedo entender que el príncipe intente venderles toda esa
mierda de oveja, pero ¿por qué la compran?
—Porque quieren hacerlo.
Las madres me traían a sus bebés para que los tocara y los bendijera. Los jóvenes
hacían entrechocar todo tipo de metal y rugían canciones con una cadencia militar.
Las doncellas arrojaban flores a mi paso. Y a veces incluso se arrojaban ellas.
—Esto es agradable, Matasanos —me dijo Un Ojo, mientras yo intentaba
desenredarme de un ensueño de unos dieciséis años—. Si no la quieres, pásamela.
—Tómatelo con calma. Antes de que cedas a tus más bajos instintos piensa en lo
que está ocurriendo.
Era reservado hasta un extremo que me desconcertaba. Creo que lo veía todo
como una ilusión. O al menos como una dulce trampa. Un Ojo es cándido pero no
estúpido. A veces.
Otto dejó escapar una risita.
—Ríndete a la tentación. La Dama no puede estar todo el tiempo mirando por
encima de tu hombro.
—Pero yo sí puedo. Es mi deber no decepcionar a esa gente cuando están
intentando tan esforzadamente empujarnos hacia adelante. ¿No es así?
—Tú lo has dicho. —Pero no sonaba como si lo creyera. Se sentía incómodo con
su buena suerte.
Fuimos a la biblioteca. No hallé nada. Mi búsqueda fue tan negativa que incluso
empecé a sentirme más suspicaz que nunca. Cara de Sapo no era de mucha utilidad,
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pero podía escuchar. Las conversaciones de las que informaba todavía aumentaban
más mi preocupación.
Fue un buen tiempo para los hombres. Ni siquiera la suprema disciplina de los nar
era una prueba contra las tentaciones. Mogaba no mantenía muy tirante la correa.
Como Goblin chilló una mañana:
—¡El cielo está en llamas, Matasanos!
Siempre había esa sensación en el rabillo de mis ojos de que estaba ocurriendo
algo.
* * *
La situación geopolítica era clara. Era exactamente tal y como Swan la había descrito.
Lo cual significaba que para alcanzar Khatovar tendríamos que abrirnos camino a lo
largo de mil kilómetros de territorio gobernado por los Maestros de las Sombras. Si
eran los Maestros de las Sombras.
Tenía algunas ligeras dudas. Todo el mundo con quien hablaba, a través de Cara
de Sapo, creía que existían, pero nadie proporcionaba ninguna prueba concreta.
—Nadie ha visto nunca a los dioses tampoco —me dijo un sacerdote—. Pero
todos creemos en ellos, ¿no? Vemos sus obras… —Se dio cuenta de que yo había
fruncido el ceño ante aquella sugerencia de que todo el mundo creía en los dioses.
Sus ojos se entrecerraron. Se marchó discretamente. Por primera vez había
encontrado a alguien menos que conmovido por mi presencia en Taglios. Le dije a Un
Ojo que tal vez fuera más provechoso empezar a espiar a los sumos sacerdotes en vez
de al príncipe y a Swan, que sabían cuándo mantener la boca cerrada.
El que estábamos siendo manipulados para enfrentarnos a algunos hechiceros
pesos pesados no me intimidaba. Mucho. Nos habíamos enfrentado a los mejores
durante veinte años. Lo que me preocupaba era mi ignorancia.
No conocía el idioma. No conocía a los taglianos. Su historia era un misterio, y la
gente de Swan no eran de ninguna ayuda a la hora de arrojar luz sobre las sombras. Y,
por supuesto, no sabía nada acerca de los Maestros de las Sombras o la gente que
gobernaban. Nada excepto lo que nos habían dicho, que podía ser peor que nada. Lo
peor de todo, no estaba familiarizado con el terreno donde iba a tener lugar cualquier
posible lucha. Y tenía demasiado poco tiempo para averiguar todas las respuestas.
* * *
Al anochecer del tercer día nos trasladamos a los alojamientos más al sur de la
ciudad, proporcionados por el estado. Reuní a todo el mundo excepto media docena
de hombres en servicio de guardia. Mientras la mayoría de la gente cenaba —una
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cena preparada y servida por gente proporcionada por el prahbrindrah—, los hombres
a mi larga mesa mantenían juntas sus cabezas. El resto tenía órdenes de mantener a
los taglianos ocupados. Dudaba de que pudieran comprendernos, pero uno no corre
riesgos.
Yo estaba sentado a la cabecera de la mesa, la Dama a mi izquierda y Mogaba a
mi derecha, él con sus dos hombres de confianza a su lado. Goblin y Un Ojo estaban
después de la Dama a su lado, esta noche con Goblin en el asiento más cercano a la
cabecera. Tenía que intercambiarlos a cada comida. Más allá de ellos estaban Murgen
y Lamprea y Otto, con Murgen a los pies de la mesa, en su capacidad de aprendiz de
Analista. Yo hacía como si contara una historia mientras comíamos. El paterfamilias
entreteniendo a sus hijos.
—Ésta noche tomaré los caballos imperiales. Dama, Goblin, Lamprea, Otto,
vosotros vendréis conmigo. Uno de tus lugartenientes, Mogaba, y uno de tus
hombres. Hombres que sepan cabalgar.
Un Ojo hizo una inspiración para quejarse. Lo mismo hizo Murgen. Pero Mogaba
se adelantó a ambos.
—¿Una salida furtiva?
—Quiero explorar un poco hacia el sur. Ésta gente puede estar vendiéndonos lo
que sea que nos están vendiendo en un saco cerrado.
No creía que lo estuvieran haciendo, pero ¿por qué aceptar la palabra de un
hombre cuando puedes ver por ti mismo? ¿Especialmente cuando él está intentando
utilizarte?
—Un Ojo, quédate aquí porque quiero que hagas trabajar a tu mascota. Murgen,
escribe todo lo que él te diga. Mogaba, cúbrenos. Si lo que dicen es la verdad no
vamos a estar fuera mucho tiempo.
—Dijiste al prahbrindrah que le darías una respuesta en una semana. Te quedan
cuatro días.
—Volveremos a tiempo. Partiremos después del siguiente cambio de guardia,
después de que Goblin y Un Ojo pongan fuera de circulación a todos los que puedan
vernos.
Mogaba asintió. Miré a la Dama. Ya no contribuía mucho a nada. Si yo quería ser
el jefe, iba a ser el jefe, y ella tendría que guardarse para sí sus opiniones.
—Varios de mis hombres me han abordado con un tema algo delicado —dijo
Mogaba—. Creo que necesitamos una política.
Aquello era algo inesperado.
—¿Una política? ¿Sobre qué?
—Sobre hasta qué punto los hombres pueden utilizar la violencia para defenderse.
Algunos han sido atacados. Quieren saber cuánta contención han de mostrar, por
razones políticas. O si tienen permiso para dar ejemplos.
—¡Uf! ¿Cuándo empezó esto?
—Recibí el primer informe esta tarde.
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—¿Todo ha ocurrido hoy, entonces?
—Sí, señor.
—Veamos a los hombres implicados.
Los trajo a la mesa. Eran nar. Había cinco de ellos. No parecía que aquellas cosas
pudieran ocurrirle a los nar. Envié a Murgen a comprobar lo ocurrido. Regresó.
—Tres incidentes. Ellos mismos los resolvieron. Dijeron que no pensaron que
fuera algo de lo que mereciera la pena informar.
Disciplina. Algo a tener en cuenta.
Se necesitó medio minuto para decidir que los atacantes no eran, al parecer,
taglianos.
—¿Tipos pequeños, morenos y arrugados? Los vimos en el río. Le pregunté a
Swan. Dijo que no sabía de dónde venían. Pero le produjeron retortijones. Si no son
taglianos, no te preocupes. Márcalos hasta que puedas conseguir un par de
prisioneros. Un Ojo. Si pudieras atrapar un par y apretarles las clavijas…
Hicimos todo esto en medio de las idas y venidas de nuestros servidores
taglianos. En aquel momento vinieron varios para recoger los platos vacíos,
impidiendo a Un Ojo echar sapos y culebras por la boca acerca de cómo estaba
siendo enormemente sobrecargado de trabajo. Tampoco graznó lo suficientemente
rápido cuando se retiraron.
Murgen metió la primera palabra.
—Tengo un problema, Matasanos. —Mogaba hizo una mueca. Un hombre
flexible ese Mogaba, pero no podía acostumbrarse a que alguien me llamara algo que
no fuera capitán.
—¿De qué se trata?
—Murciélagos.
Goblin rio disimuladamente.
—Ya basta, gorgojo. ¿Murciélagos? ¿Qué pasa con los murciélagos?
—Los chicos no dejan de encontrar murciélagos muertos por todas partes.
Observé, con el rabillo del ojo, que la atención de la Dama se despertaba
repentinamente.
—No te sigo.
—Los hombres han estado hallando murciélagos muertos cada mañana desde que
llegamos aquí. Murciélagos completamente desgarrados, no simplemente dejados
caer muertos. Y sólo alrededor de donde estamos nosotros. No por toda la ciudad.
Miré a Un Ojo. Él me miró a mí. Dijo:
—Lo sé. Lo sé. Otro trabajo para el buen viejo Un Ojo. ¿Cómo va a seguir esta
compañía sin mí el día que yo me vaya?
No sé si los otros lo captaron o no.
Había cosas que Un Ojo y yo no habíamos compartido con nadie.
—¿Algún otro problema?
Nadie tenía ningún otro problema, pero Murgen tenía una pregunta.
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—¿Está bien si nos trabajamos a Swan un poco? He comprobado ese lugar del
que es propietario. Es el tipo de lugar en el que algunos de nuestros muchachos
podrían pasar más de un rato. Quizá pudiéramos descubrir algo interesante allí.
—Al menos lo pondréis nervioso. Buena idea. Haz que algunos de los nar se
dejen caer también por allí. Para trabajar un poco a ese otro personaje. Hoja.
—Es un tipo inquietante —dijo Otto.
—Y también el más peligroso, apostaría. Uno de esos tipos como Cuervo. Te
matan sin parpadear y ni siquiera lo recuerdan cinco minutos más tarde.
—Tenéis que contarme algo más de ese Cuervo —dijo Mogaba—. Cada vez que
oigo hablar de él me suena más intrigante.
La Dama hizo una pausa con el tenedor alzado a medias hasta su boca.
—Todo está en los Anales, teniente. —La más gentil de las amonestaciones. Pese
a toda su devoción a las cosas de la Compañía, Mogaba nunca había hecho todavía
ningún intento serio de explorar aquellos Anales puestos a su disposición después de
que la compañía partiera de Gea-Xle.
—Por supuesto —respondió, con voz perfectamente llana, pero con ojos duros
como el acero. Había una clara frialdad entre ellos. La había captado antes, de una
forma ligera. Una química negativa. Ninguno de los dos tenía razón alguna para que
no le gustara el otro. O quizá sí. Ésos días yo había pasado más tiempo con Mogaba
que con la Dama.
—Eso es todo, entonces —dije—. Saldremos después del siguiente cambio de
guardia. Estad preparados.
Asentimientos generales mientras todo el mundo se levantaba de la mesa, pero
Goblin permaneció en su sitio, ceñudo, durante varios segundos antes de levantarse.
Sospechaba que estaba siendo reclutado para aquella salida sobre todo para
mantenerlo lejos de problemas mientras yo estaba fuera.
Tenía razón en un sesenta por ciento.
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Intentad deslizaros alguna vez por algún lugar en un caballo de labranza. Tendréis
media idea de los problemas que tuvimos para salir de la ciudad sin que repararan en
nosotros, con esos monstruos que la Dama nos había proporcionado. Explotamos al
pobre Goblin encubriéndonos hasta que no pudo más. Cuando estuvimos fuera de la
ciudad pensaba ya que quizás hubiera sido lo mismo si hubiéramos tomado el
carruaje.
Pasar desapercibidos era de todos modos algo relativo. Había cuervos de guardia.
Parecía como si uno de esos malditos pájaros estuviera perchado en cada árbol y
techo junto al que pasábamos.
Aunque lo cruzamos a toda prisa, y no podía verse bien en la oscuridad, el campo
inmediatamente al sur de Taglios parecía rico e intensamente cultivado. Tenía que
serlo para abastecer una zona urbana tan grande…, aunque parecía haber zonas sin
huertos dentro de la ciudad, sobre todo en las zonas acomodadas. Sorprendentemente,
los taglianos no comían mucha carne, aunque era un alimento que hallaba su camino
hasta el mercado.
Dos de las tres grandes familias religiosas prohibían el consumo de carne.
Aparte todo lo demás, nuestras grandes monturas podían ver en la oscuridad. No
me molestó que se conformaran con caminar a un paso largo cuando no podía ver mi
mano delante de mi rostro. El amanecer nos sorprendió a sesenta kilómetros al sur de
Taglios, con el culo absolutamente dolorido en la silla.
Los campesinos contemplaron nuestro paso con las bocas abiertas.
Swan me había hablado de la invasión de los Maestros de las Sombras el verano
anterior. Cruzamos dos veces el sendero de esta lucha en la forma de pueblos
destruidos. En cada caso los pueblos habían sido reconstruidos, pero no en el mismo
lugar.
Hicimos una pausa cerca del segundo. Un atamán vino a observarnos mientras
comíamos. No teníamos ninguna palabra en común. Cuando vio que no íbamos a
llegar a ninguna parte se limitó a sonreír, me estrechó la mano y se alejó.
—Sabía quiénes somos —dijo Goblin—. E imagina lo mismo de nosotros que la
gente de la ciudad.
—¿Unos imbéciles?
—Nadie piensa que seamos estúpidos, Matasanos —dijo la Dama—. Y quizás
éste sea el problema. Tal vez no seamos tan listos como ellos piensan que somos.
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—No me digas. —Lancé una piedra a un cuervo. Fallé. Ella me lanzó una mirada
divertida.
—Creo que tienes razón cuando dices que hay una conspiración de silencio. Pero
quizá no estén ocultando tanto como piensas. Quizá sólo piensen que sabemos más de
lo que sabemos.
Sindawe, el lugarteniente y tercero de Mogaba, ofreció:
—Creo que esto tiene que ser el núcleo de todo, capitán. He pasado mucho
tiempo en las calles. He visto esto en los ojos de todos los que me miran. Piensan que
soy mucho más de lo que soy.
—Hey. A mí no sólo me miran. Salgo, y empiezan a vitorearme como todo menos
como emperador. Es embarazoso.
—Pero no hablan —dijo Goblin, empezando a empaquetar las cosas—. Hacen
reverencias y sonríen y te besan el culo y te lo ofrecen todo menos sus hijas vírgenes,
pero no te dirán nada si vas tras alguna respuesta concreta.
—La verdad es un arma mortal —dijo la Dama.
—Por cuyo motivo los sacerdotes y príncipes la temen —dije—. Si somos más de
lo que parecemos, ¿qué piensan ellos que somos?
—Lo que era la Compañía cuando cruzó la región camino del norte —dijo la
Dama.
Sindawe asintió con la cabeza.
—La respuesta podría estar en los Anales que faltan.
—Por supuesto. Y siguen faltando. —Si hubiera podido hubiera hecho una pausa
para revisar lo que había averiguado en el Templo del Reposo del Viajero. Aquéllos
pocos primeros libros se habían perdido allí abajo en alguna parte.
Ninguno de los nombres en mis mapas hacía sonar ninguna campana. Nada de lo
que recordaba despertaba el menor eco. Cho’n Delor había sido el fin de la historia,
por decirlo así. El principio de terreno desconocido, aunque había mucho en los
Anales de antes de las Guerras Pastel.
¿Era posible que hubieran cambiado todos los nombres?
—Oh, mi dolorido culo —se quejó Goblin mientras volvía a subir a la silla. Algo
digno de ver, un gorgojo como él trepando al lomo de uno de aquellos caballos. Cada
vez Otto tenía a alguien con una escalera para ayudarle.
—Matasanos, tengo una idea.
—Eso suena peligroso.
Ignoró aquello.
—¿Qué te parece retirarnos? Ya no somos tan jóvenes para toda esta mierda.
—Ésos tipos con los que nos tropezamos en el camino de Galeote probablemente
tuvieron la idea correcta —dijo Lamprea—. Sólo que eran insignificantes.
Deberíamos encontrar una ciudad y apoderarnos de ella. O firmar permanentemente
con alguien.
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—Eso se ha intentado cincuenta veces. Nunca dura. El único lugar en el que
funcionó fue en Gea-Xle. Y al cabo de un tiempo allá a todo el mundo empezaron a
hormiguearle los pies.
—Apuesto a que no eran los mismos tipos que entraron.
—Somos viejos y estamos cansados, Lamprea.
—Habla por ti mismo, abuelo —dijo la Dama.
Lancé una piedra y monté. Aquello era una invitación a la burla. No piqué.
También me sentía viejo y cansado para eso. Ella se encogió de hombros, montó.
Cabalgué preguntándome dónde estábamos, ella y yo. Probablemente en ninguna
parte. Quizá la chispa había sido ignorada demasiado tiempo. Quizá la proximidad
era contraproducente.
* * *
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encaminándonos al sur. Malditos fueran los Maestros de las Sombras.
No nos apresuramos, y nos detuvimos a almorzar antes de que hubiéramos
terminado de digerir nuestros desayunos. Nuestros cuerpos no estaban habituados al
constante abuso de una cabalgada sostenida. Nos hacíamos viejos.
Otto y Lamprea deseaban encender un fuego y gozar de una auténtica comida.
Les dije que adelante. Cansado y dolorido, me senté cerca, con la cabeza apoyada en
una roca a modo de almohada, y contemplé las nubes que se deslizaban por cielos
extraños que durante el día no parecían distintos a los del lugar de donde habíamos
venido.
Las cosas estaban ocurriendo demasiado aprisa y eran demasiado extrañas para
extraerles algún sentido. Me sentía atormentado por el temor de ser el hombre
equivocado en el lugar equivocado y en el momento equivocado para la Compañía.
No me sentía competente para manejar la situación que amenazaba a Taglios. ¿Podía
presumir de conducir una nación a la guerra? No lo creía así. Aunque hasta el último
hombre, mujer y niño taglianos me proclamaran como su salvador.
Intenté reconfortarme con el pensamiento de que no era el primer capitán de la
Compañía con dudas, y lejos de ser el primero en verse implicado en una situación
local armado tan sólo con un atisbo de los auténticos problemas y sus posibles
soluciones. Quizás incluso era más afortunado que algunos. Tenía a la Dama, para
quien las aguas de las intrigas eran su hogar. Si pudiera recurrir a su talento. Tenía a
Mogaba que, pese a las barreras culturales y de lenguaje que aún existían entre
nosotros, había empezado a parecer el soldado más puro que jamás hubiera conocido.
Tenía a Goblin y a Un Ojo y a Cara de Sapo y —quizás— a Cambiaformas. Y tenía
cuatrocientos años de artificios de la Compañía en mi saco de trucos. Pero nada de
esto apaciguaba mi conciencia o aquietaba mis dudas.
¿En qué nos habíamos metido con nuestro simple viaje de vuelta a los orígenes de
la Compañía?
¿Era eso la mitad de los problemas? ¿El estar en territorio desconocido en lo que
a los Anales se refería? ¿Qué era lo que intentaba elaborar sin un mapa histórico?
Había preguntas acerca de nuestros antepasados y su país. Había tenido pocas
oportunidades de reunir información. Los indicios que había acumulado sugerían que
esos viejos muchachos no habían sido unos tipos agradables. Tenía la impresión de
que la diáspora de las Compañías Libres había sido en el fondo algo religioso. La
doctrina del éxodo, un vestigio de la cual sobrevivía entre los nar, debió de ser
terrible. El nombre de la Compañía todavía despertaba terror y suscitaba enormes
emociones.
El agotamiento me venció. Me quedé dormido, aunque no me di cuenta de ello
hasta que la conversación de los cuervos me despertó.
Me levanté de un salto. Los demás me miraron de una forma extraña. Ellos no lo
habían oído. Ya casi estaban terminando con su comida. Otto mantenía el pote
caliente para mí.
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Miré a un solitario árbol cercano y vi varios cuervos, con sus feas cabezas
dobladas todas hacia un lado para poder mirar. Empezaron a parlotear. Tuve la
definida sensación de que deseaban llamar mi atención.
Me dirigí hacia ellos.
Dos echaron a volar cuando me hallaba a medio camino del árbol, ganando altura
de aquella forma torpe como lo hacen los cuervos, deslizándose en dirección sudeste
hacia un grupo aislado de árboles quizás a kilómetro y medio de distancia. Una buena
cincuentena de cuervos trazaban círculos por encima de esos árboles.
El cuervo restante abandonó el solitario árbol cuando estuvo convencido de que
yo había visto todo aquello. Volví al almuerzo sumido en mis pensamientos. A medio
camino de un mal guiso llegué a la conclusión de que tenía que suponer que había
recibido una advertencia. El camino pasaba a unos pocos metros de aquellos árboles.
Cuando montamos dije:
—Amigos, iremos con las armas desenvainadas. Goblin, ¿ves esos árboles de allí
delante? Mantén los ojos fijos en ellos. Como si tu vida dependiera de ello.
—¿Qué ocurre, Matasanos?
—No lo sé. Es sólo un presentimiento. Probablemente equivocado, pero no nos
cuesta nada ser cautelosos.
—Si tú lo dices. —Me lanzó una curiosa mirada, como si se estuviera
preguntando acerca de mi estabilidad.
La Dama me lanzó una mirada aún más curiosa cuando, al acercarnos a los
árboles, Goblin chilló:
—¡El lugar está infestado!
Eso fue todo lo que pudo decir. La infestación salió a la luz. Aquéllos
hombrecillos morenos. Quizás un centenar de ellos. Auténticos genios militares
también. Los hombres a pie no asaltan a gente a caballo aunque les superen en
número.
—¡Buf! —dijo Goblin. Y luego dijo algo más. El enjambre de hombres morenos
se vio rodeado por una bruma de insectos.
Nos hubieran disparado sus flechas.
Otto y Lamprea eligieron el que consideré el curso de acción más estúpido.
Cargaron. Su impulso les llevó a través del grupo. Mi elección pareció la más
juiciosa. Los otros estuvieron de acuerdo. Simplemente dimos la vuelta y trotamos
más allá de los tipos morenos, dejándolos a merced de Goblin.
Mi animal tropezó. Como maestro jinete que soy, pronto me vi descabalgado.
Antes de que pudiera ponerme en pie los hombrecillos morenos estaban a todo mi
alrededor, intentando echarme las manos encima. Pero Goblin estaba al trabajo. No sé
lo que hizo, pero funcionó. Después de que me apalearan ni poco, dejándome una
hermosa cosecha de moretones, decidieron ir tras aquellos que habían tenido el buen
sentido de permanecer montados.
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Otto y Lamprea pasaron como relámpagos, en un ataque desde la retaguardia. Me
puse tambaleante en pie, busqué mi montura. Estaba a un centenar de metros de
distancia, mirándome de una forma casi regocijada. Cojeé hacia ella.
Ésos tipejos tenían algún tipo de magia insignificante operando en ellos, y ni el
menor sentido. Simplemente siguieron adelante. Caían como moscas, pero cuando te
superan en número doce a uno tienes que preocuparte por algo más que por una
simple relación favorable de muertes.
No lo vi bien, atareado como estaba. Y cuando conseguí subir mi abusado cuerpo
a lomos de mi animal todo el jaleo se había trasladado fuera de mi vista, a un estrecho
y poco profundo valle.
No tengo la menor idea de cómo, pero de alguna forma conseguí desorientarme.
O algo así. Cuando me organicé de nuevo y empecé a buscar a los míos, no pude
hallarlos. Aunque no tuve muchas posibilidades de mirar. Intervino el destino, en la
forma de cinco hombrecillos morenos a caballo que hubieran podido parecer
divertidos si no estuvieran esgrimiendo espadas y lanzas y corriendo hacia mí con
intenciones nada agradables, otro día tal vez me hubiera mantenido a cuarenta metros
por delante de ellos y los hubiera abatido con mi arco. Pero no me sentía de humor.
Simplemente deseaba que me dejaran tranquilo y volver con los demás.
Me alejé al galope. Subí y bajé unas cuantas colinas y los perdí fácilmente. Pero
en el proceso yo también me perdí. Durante toda la diversión el cielo se nubló.
Empezó a lloviznar. Justo para hacerme sentir encantado con la forma de vida que
había elegido. Me puse a buscar el camino, esperando hallar allí las huellas de mis
compañeros.
Llegué a la cima de una colina y espié aquella maldita figura rodeada de cuervos
que me había perseguido desde el Templo del Reposo del Viajero. Caminaba en la
distancia, alejándose de mí. Olvidé a los demás. Espoleé mi montura y la puse al
galope. La figura se detuvo y miró hacia atrás. Sentí el peso de su mirada pero no
disminuí la marcha. Ahora podría desentrañar el misterio. Cargué colina abajo, salté
por encima de una charca donde gorgoteaba un agua lodosa. La figura desapareció
por un momento de mi vista. Subí la ladera de otra colina. Cuando alcancé la cresta
no pude ver nada excepto unos cuantos cuervos dispersos trazando círculos sobre
ningún punto en particular. Usé un lenguaje que hubiera inquietado enormemente a
mi madre.
No me detuve sino que proseguí mi carrera hasta alcanzar el punto aproximado
donde había visto por última vez la cosa. Tiré de las riendas, bajé, empecé a ir de un
lado para otro buscando alguna señal. No soy un buen rastreador. Pero, con lo
húmedo que estaba el suelo, tenía que haber huellas. A menos que yo estuviera loco y
viera cosas.
Hallé huellas, por supuesto. Y sentí la continuada presión de aquella mirada. Pero
no vi la cosa que buscaba. Me sentí desconcertado. Aún considerando la posibilidad
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de que hubiera implicada hechicería, ¿cómo podía haberse desvanecido de una forma
tan completa? No había por los alrededores ningún lugar donde pudiera ocultarse.
Divisé algunos cuervos empezando a trazar círculos a unos quinientos metros de
distancia.
—De acuerdo, hijo de puta. Veremos lo rápido que puedes correr.
No había nada cuando llegué allí.
El ciclo se repitió tres veces. No pude acercarme más. La última vez me detuve
sobre una baja cresta que dominaba desde unos cuatrocientos metros unas cuarenta
hectáreas de bosque. Desmonté y me quedé al lado de mi caballo. Miramos.
—¿Tú también? —pregunté. Su aliento era tan irregular como el mío. Y esos
monstruosos animales nunca perdían el resuello.
Era todo un espectáculo, ahí abajo. Nunca en mi vida he visto tantos cuervos
excepto quizás en un campo de batalla reciente.
En toda una vida de viajes y estudios me he encontrado con medio centenar de
relatos acerca de bosques hechizados. Son descritos siempre como oscuros y densos y
antiguos, o los árboles están muertos en su mayor parte, manos esqueléticas que se
alzan al cielo. Éste bosque no encajaba con ninguno de esos particulares excepto en
su densidad. Pero seguro que parecía hechizado.
Crucé las riendas sobre el cuello del caballo, tomé una rodela, extraje mi espada
de su vaina en la silla y eché a andar. El caballo me siguió, quizás a unos dos metros,
la cabeza gacha de tal modo que sus ollares rozaban casi el suelo, como un sabueso
tras una pista.
Los cuervos eran más numerosos sobre el centro del bosque. No confiaba en mis
ojos, pero creí detectar allí alguna estructura baja y achaparrada entre los árboles.
Cuanto más me acercaba más lento avanzaba, lo cual significaba que quizás una parte
de mi todavía estaba infectada por el sentido común. La parte que no dejaba de
decirme que no estaba preparado para es te tipo de cosa.
No era ningún solitario espadachín bravucón que perseguía al mal hasta su
guarida.
Soy un tonto maldecido por una insana porción de curiosidad. La curiosidad me
tiraba de los pelos de la perilla y me arrastraba hacia adelante.
Había un árbol solitario que se aproximaba al estereotipo, una cosa vieja y
huesuda medio muerta, de un diámetro como mi cuerpo, erguido como un centinela a
unos diez metros del resto del bosque. Maleza y arbolillos más jóvenes se apiñaban a
sus pies y se alzaban hasta la cintura. Hice una pausa y me recliné contra él mientras
hablaba conmigo mismo decidiendo si entraba o no en el bosque. El caballo llegó a
mi lado hasta que su hocico golpeó contra mi hombro. Volví la cabeza para mirarle.
Un silbido como de serpiente. ¡Tump!
Miré con la boca abierta la flecha que vibraba clavada en el árbol a ocho
centímetros de mis dedos, y sólo empecé a recuperarme cuando comprendí que la
flecha no iba destinada a clavarse en mi pecho.
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Punta, asta y plumas, aquella flecha era tan negra como el corazón de un
sacerdote. El asta en sí tenía un aspecto como esmaltado. A un par de centímetros
detrás de la punta había envuelto algo blanco. Arranqué la flecha el árbol y acerqué el
mensaje a mis ojos lo suficiente como para poder leerlo.
Todavía no es el momento, Matasanos.
El lenguaje y el alfabeto eran los de las Ciudades Joya.
Interesante.
—De acuerdo. Todavía no es el momento. —Hice una pelota con el papel, lo
arrojé al bosque. Busqué algún signo del arquero. No había ninguno. Por supuesto.
Metí la flecha en mi carcaj, volví a montar, hice dar la vuelta al caballo y lo
espoleé suavemente. Me cruzó una sombra, la de un cuervo volando por encima de
mi cabeza para ir a echarle una mirada a los siete hombrecillos morenos que me
esperaban arriba en la colina.
—Nunca cejáis en vuestro empeño, ¿eh?
Volví a bajar, me situé detrás del caballo, tomé mi arco, lo tensé, preparé una
flecha —la que acababa de recoger— y empecé a caminar en ángulo por la ladera de
la colina, siempre detrás de mi montura. Los tipejos morenos hicieron girar sus
caballos de juguete y siguieron mi movimiento.
Cuando tuve un buen ángulo de tiro salté de detrás del caballo y disparé contra el
más cercano. Vio llegar la flecha e intentó esquivarla, sólo para conseguir que le
hiciera más mal que bien. Yo había pretendido clavar la flecha en el cuello de su poni.
Le atravesó la rodilla, alcanzándoles a la vez a él y al animal. El poni lo arrojó de la
silla y echó a correr, arrastrándole enganchado a un estribo.
Monté rápidamente y me lancé hacia el hueco. Aquéllos pequeños caballos no
podían moverse lo bastante rápido como para cerrarlo.
Así se inició la persecución, con ellos cabalgando tras de mí a un ritmo que
agotaría sus monturas en menos de una hora, con mi animal apenas acusando el
cansancio y, creo, pasándoselo en grande. No puedo recordar haber cabalgado ningún
otro caballo que volviera regularmente la cabeza para comprobar la persecución y
ajustara su paso para mantener a sus perseguidores tentadoramente cerca.
No tenía ni idea de quiénes eran los tipos morenos, pero tenían que ser todo un
puñado por la forma en que aparecían. Consideré el trabajarlos un poco, tomándolos
uno por uno, decidí que lo mejor era la discreción. Si era necesario podía traer a la
Compañía y hacer que los buscaran.
Me pregunté qué había sido de la Dama y de Goblin y de los demás. Dudaba que
hubieran sufrido ningún daño, dada nuestra ventaja en monturas, pero…
Nos habíamos separado y no servía de nada pasar el resto de luz diurna
buscándolos. Volvería al camino, me dirigiría al norte, hallaría un pueblo y algún
lugar seco.
La llovizna me irritaba más que el hecho de que estaba siendo perseguido.
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Pero esa extensión de bosque me inquietaba más que la lluvia. Era un misterio
que me hacía sentir retortijones.
Los cuervos y el tocón andante eran reales. Ya no dudaba de ello. Y el tocón
conocía mi nombre.
Quizá debiera traer a la Compañía e ir tras lo que fuera que se ocultaba allí.
El camino era una de esas maravillas que se convierten en lodo hasta la altura de
la cadera si alguien escupe en él. No había vallas en esta parte del mundo, así que
simplemente cabalgué por un lado. Llegué a un poblado casi de inmediato.
Llamadlo un golpe de suerte, o la oportunidad. La oportunidad. Mi vida sigue el
curso de extrañas oportunidades.
Algunos jinetes se acercaban al pueblo por el norte. Parecían incluso más
mugrientos de como yo me sentía. No eran hombrecillos morenos, pero de todos
modos les lancé miradas suspicaces y busqué lugares donde ocultarme. Llevaban más
armas letales que yo, y yo llevaba las suficientes como para aprovisionar un pelotón.
—¡Hey! ¡Matasanos!
Infiernos. Era Murgen. Me acerqué un poco más y vi que los otros eran Sauce
Swan, Fibroso Mather y Hoja.
¿Qué demonios estaban haciendo aquí abajo?
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El que lo había retirado todo excepto su apoyo moral no renunció a su derecho de
quejarse y criticar.
La reunión de los Maestros de las Sombras tuvo lugar en las alturas de una
imponente torre en aquella nueva fortaleza elevada, Atalaya, que se extendía a dos
kilómetros al sur de Lugar de las Sombras. Era una fortaleza extraña y oscura, más
vasta que algunas ciudades. Tenía gruesas murallas de treinta metros de alto. Cada
superficie vertical estaba recubierta de placas de bruñido latón o hierro. Feas letras de
plata en un alfabeto conocido tan sólo por unos pocos damasquinaban esas placas,
proclamando terribles aflicciones.
Los Maestros de las Sombras se reunieron en una sala en absoluto adecuada para
sus inclinaciones hacia la oscuridad. El sol ardía a través de una lumbrera y a través
de paredes de cristal. Los tres se encogieron ante el resplandor, aunque iban vestidos
con sus atuendos más oscuros. Su anfitrión flotaba cerca de la pared sur, sin apenas
retirar su mirada de la distancia. Su preocupación era obsesiva.
Allá afuera, a muchos kilómetros de distancia pero visible desde aquella gran
altura, se extendía una gran llanura. Rielaba. Era tan blanca como el cadáver de un
antiguo mar muerto. Los visitantes consideraban su miedo y fijación como algo
peligrosamente obsesivo. Si no era fingido. Si no era el fulcro de una oscura y
mortífera estratagema. Pero era imposible no sentirse impresionado por la magnitud
de las defensas que había dispuesto.
La fortaleza había tardado diecisiete años en ser construida, y todavía no estaba
completa ni en sus dos terceras partes.
El más pequeño, la mujer, preguntó:
—¿Está tranquilo ahí fuera ahora? —Hablaba el lenguaje que blasonaba los
muros de la fortaleza.
—Siempre permanece tranquilo durante el día. Pero luego llega la noche… Llega
la noche… —Miedo y odio ennegrecieron el aire.
Les culpaba a ellos de sus difíciles circunstancias. Ellos habían minado las
sombras y habían despertado el terror, luego lo habían abandonado para que se
enfrentara solo a las consecuencias.
Se volvió.
—Habéis fracasado. Habéis fracasado y fracasado y fracasado. La radisha fue al
norte sin ningún problema. Ellos navegaron cruzando los pantanos como la propia
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venganza, tan fácilmente que ella no tuvo que alzar ni un dedo. Fueron donde
quisieron e hicieron lo que quisieron, sin peligro alguno, tan alegremente seguros que
ni siquiera se dieron cuenta de vuestra intromisión. Y ahora ellos y ella están tras
nuestros pasos, conjurando sus perversidades aquí. Así que ahora venís a mí.
—¿Quién podía haber sospechado que tenían un Grande como compañero? Se
suponía que ése había perecido.
—¡Estúpido! ¿Acaso no era el maestro del cambio y la ilusión? Deberíais de
haber sabido que estaba ahí aguardándoles. ¿Cómo puede ocultarse alguien así?
—¿Sabías tú que estaba ahí y no nos informaste? —se burló la mujer.
Él giró en redondo hacia la ventana. No respondió. Dijo:
—Ahora están tras nuestros pasos. ¿Os ocuparéis de ellos esta vez?
—Sólo son cincuenta hombres mortales.
—Con ella. Y el Grande.
—Y nosotros somos cuatro. Y tenemos ejércitos. Pronto los ríos bajarán. Diez mil
hombres cruzarán el Principal y borrarán el Nombre mismo de la Compañía Negra.
Llegó un sonido del que estaba en la ventana, un siseo que creció hasta
convertirse en una fría risa burlona.
—¿Lo harán? Se ha intentado innumerables veces. Innumerables. Pero resisten.
Han resistido durante cuatrocientos años. ¿Diez mil hombres? Bromeas. Un millón
puede que no sean suficientes. El imperio no pudo exterminarlos en el norte.
Los tres intercambiaron miradas. Aquello era una locura. Obsesión y locura.
Cuando la amenaza del norte fuera eliminada, quizás éste debiera seguirle.
—Venid aquí —dijo—. Mirad ahí abajo. Ahí donde ese fantasma de un camino
serpentea a través del valle y asciende hacia ese brillo. —Algo giró y se enroscó allí,
una negrura más profunda que la de sus ropas—. ¿Lo veis?
—¿De qué se trata?
—Mi trampa de sombras. Vienen a través del portal en el que abristeis una
brecha, los grandes, antiguos y fuertes. No son como los juguetes que tenéis a vuestro
servicio. Puedo desatar su poder. Lo haré si fracasáis.
Los tres se agitaron. Sabían que lo haría.
Leyó sus pensamientos y se echó a reír.
—Y la clave a esa trampa es mi Nombre, mi hermandad. Si yo perezco, la trampa
se colapsa y el portal queda abierto al mundo. —Se rio de nuevo.
El hombre que habló el último cuando se reunieron escupió furioso y se marchó.
Tras una vacilación, los otros dos le siguieron. No había nada más que decir.
Una loca risa les persiguió mientras bajaban la interminable espiral de la escalera.
—Quizá no pueda ser conquistado —observó la mujer—. Pero mientras persista
en enfocarse en el sur no ofrece ningún peligro para nosotros. Por lo tanto,
ignorémoslo.
—Tres contra dos, entonces —murmuró su compañero. El otro, delante de ellos,
gruñó.
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—Pero hay éste en los pantanos, cuya deuda de furia puede ser manipulada si
llegamos a estar desesperados. Y tenemos oro. Siempre pueden hallarse herramientas
en los rangos del enemigo cuando se deja hablar al oro. ¿No es así? —Se echó a reír.
Su risa era casi tan loca como la que resonaba arriba.
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Le lancé a Murgen mi más aviesa mirada mientras cabalgábamos. Comprendió.
Hablaríamos más tarde. Por el momento murmuró:
—Me dijiste que los vigilara.
Swan se me acercó un momento más tarde.
—Dioses, os movéis aprisa. Estoy agotado. —Hizo un gesto obsceno al cielo—.
Partimos cinco minutos después de vosotros y descubrimos que habíais tenido tiempo
de tomaros un par de descansos y seguir todavía por delante de nosotros. —Sacudió
la cabeza—. Sois un puñado de hombres de hierro. Te dije que yo no estaba hecho
para esta mierda, Fibroso.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Murgen.
—No lo sé. Fuimos emboscados. Nos separamos.
Mather, Swan y Hoja intercambiaron miradas. Swan preguntó:
—¿Hombrecillos morenos? ¿Todos ellos arrugados?
—¿Los conoces?
—Tuvimos un encuentro con ellos cuando nos encaminábamos al norte. Hombre,
tengo una idea genial. Si tenemos que hablar, salgamos de esta lluvia. Mi lumbago
me está matando.
—¿Tu lumbago? —preguntó Mather—. ¿Desde cuándo tienes lumbago?
—Desde que olvidé mi sombrero y empezó a llover sobre mi cabeza. Hoja, tú
estuviste en este lugar el año pasado. ¿Hay alguna posada o algo parecido?
Hoja no dijo nada, simplemente hizo dar la vuelta a su caballo y abrió camino.
Era un tipo extraño, realmente. Pero Swan lo consideraba de confianza, y a mí me
caía Swan tan bien como podía caerme cualquiera que trabajara para alguien que
intentaba jugar conmigo.
Iba a seguirle con Murgen cuando Murgen dijo de pronto:
—Alto. Alguien viene. —Señaló.
Miré en la llovizna hacia el sur y vi tres formas, jinetes acercándose. Sus
monturas eran lo suficientemente altas como para que no pudieran ser más que lo
regalos de la Dama. Swan maldijo el retraso pero aguardó.
Los tres eran Lamprea, Otto y el roi Shadid. Shadid estaba hecho unos zorros. Y
Lamprea y Otto estaban heridos.
—Malditos seáis los dos. ¿No podéis hacer nada sin que os hieran? —En los
treinta años o así que los conocía, debían de haber resultado heridos unas tres veces al
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año. Y habían sobrevivido a todo. Había empezado a sospechar que eran inmortales y
que la sangre era el precio que pagaban por ello.
—Nos tendieron una emboscada encima de la otra emboscada, Matasanos —dijo
Lamprea—. Nos hicieron bajar a ese valle, justo hasta otra pandilla de jinetes.
Mi estómago se anudó.
—¿Y?
Esbozó una débil sonrisa.
—Imagino que lamentaron haberlo hecho. Les dimos una buena lección.
—¿Dónde están los otros?
—No lo sé. Nos dispersamos. La Dama le dijo a Shadid que cabalgara de vuelta
hasta reunirse con nosotros y aguardara. Luego se fue.
—Muy bien. Hoja. ¿Por qué no nos muestras dónde descansar?
Murgen me miró con una pregunta no formulada. Le dije:
—Sí. Les dejaremos instalados. Luego nos iremos.
El lugar donde nos llevó Hoja no era en realidad una posada, sino tan sólo una
gran casa donde el propietario acogía a los viajeros de paso. No se emocionó al
vernos, aunque todo el mundo por aquellos parajes parecía saber quiénes éramos. El
color de nuestro dinero alegró su día y despertó su sonrisa. De todos modos, creo que
nos acogió principalmente porque pensó que íbamos a ponernos violentos si no lo
hacía.
Cosí y vendé a Otto y Lamprea en una rutina que ellos conocían muy bien.
Mientras tanto, el propietario de la casa trajo comida, hacia lo cual Swan expresó
nuestra más sincera gratitud.
—Pronto va a hacerse oscuro, Matasanos —dijo Murgen.
—Lo sé. Swan, vamos a ir en busca de los demás. Coge un caballo si quieres
venir con nosotros.
—¿Estás bromeando? ¿Salir a esa oscuridad cuando no tengo por qué hacerlo?
Infiernos. De acuerdo. Supongo. —Empezó a levantarse de su silla.
—Siéntate, Sauce —dijo Mather—. Iré yo. Estoy en mejor forma que tú.
—Tú me metiste en esto, convincente hijo de puta. No sé cómo lo haces, bastardo
con lengua de oro. Puedes conseguir de mí todo lo que quieres. Ve con cuidado.
—¿Listos? —me preguntó Mather. Reprimió una pequeña sonrisa.
—Sí.
Salimos y montamos en los caballos, que empezaban a parecer un poco cansados.
Abrí camino, pero Shadid se situó pronto delante, sugiriendo que era mejor que él
abriera camino puesto que conocía bien el lugar. El día estaba terminando. La luz era
débil. Todo era tan lúgubre como podía serlo. Más por distraerme que porque me
importara realmente, le dije a Murgen:
—Será mejor que me expliques lo que ocurre.
—Fibroso puede explicártelo mejor que yo. Yo simplemente me tropecé con
ellos.
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El roi no adoptó un paso demasiado rápido. Luché contra los gruñidos que nacían
en mis entrañas. No dejaba de decirme que ella era una mujer adulta que sabía
cuidarse de sí misma desde antes de que yo naciera. Pero el hombre en mí no dejaba
de decirse: Es tu mujer, tienes que cuidar de ella.
Seguro.
—¿Fibroso? Sé que no trabajáis para mí y que tenéis vuestras propias prioridades,
pero…
—No hay nada que ocultar, capitán. Llegó la noticia de que algunos de vosotros
ibais a efectuar una salida. Eso inquietó a la Mujer. Imaginó que ibais a abriros paso
por el Principal y averiguar todo lo posible sobre los Maestros de las Sombras de la
manera que fuese. En vez de ello, fuisteis a explorar. Ella no sabía que fuerais tan
listos.
—Estamos hablando de la vieja mujer que trajisteis con vosotros por el río, ¿no?
¿La radisha?
—Sí. Nosotros la llamamos la Mujer. Hoja le adjudicó el nombre antes de que
supiéramos quién era.
—Y ella sabía de nuestra salida antes de que nos fuéramos. Interesante. Ésta es
una época sorprendente de mi vida, señor Mather. Durante el último año todo el
mundo ha sabido lo que yo iba a hacer antes de que lo hiciera. Es suficiente para
ponerle a uno nervioso.
Pasamos algunos árboles. En uno divisé aquel increíblemente zarrapastroso
cuervo. Me eché a reír, y deseé en voz alta que se sintiera tan miserable como yo. Los
demás me miraron desconcertados. Me pregunté si no debería empezar a cultivar una
nueva imagen. Elaborarla lentamente. Todo el mundo teme a los locos. Si lo hacía
bien…
—Hey, Fibroso, viejo colega de viajes. ¿Estás seguro de que no sabes nada de
esos tipejos morenos?
—Todo lo que sé es que intentaron atraparnos cuando nos dirigíamos al norte.
Nadie había visto nada como ellos antes. Imagino que deben de proceder de las
Tierras de las Sombras.
—¿Por qué se sienten los Maestros de las Sombras paranoicos con respecto a
nosotros? —No esperaba una respuesta. No obtuve ninguna—. Fibroso, ¿habláis
realmente en serio acerca de ganar esto para el prahbrindrah?
—Sí. Para Taglios. Aquí he encontrado algo que nunca antes había encontrado en
ningún otro lugar. Sauce también, aunque puedes asarlo vivo y nunca lo reconocerá.
No sé Hoja. Supongo que es porque estamos nosotros. Ha conseguido un amigo y
medio en el mundo y ninguna otra cosa por la que vivir. Simplemente sigue adelante.
—¿Uno y medio?
—Sauce es el uno. Yo soy el medio. Lo salvamos cuando alguien lo había
arrojado a los cocodrilos. Se quedó con nosotros porque nos debía la vida. Después
de lo cual hemos permanecido siempre juntos y lo hemos compartido todo en el
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sentido que no puedes saber ya qué es de quién. No puedo hablarte del auténtico
Hoja. Nunca te dejará saberlo.
—¿En qué estamos metidos? ¿O es algo que imaginas que no puedes decirme?
—¿Qué?
—Ocurre algo más que el que tu Mujer y el prahbrindrah intenten reclutarnos
para rechazar a los Maestros de las Sombras. De otro modo nos ofrecerían
directamente un trato en lugar de intentar engañarnos.
Viajamos algo más de un kilómetro mientras se lo pensaba. Finalmente dijo:
—No lo sé seguro. Creo que lo están haciendo como lo hacen debido a la forma
en que la Compañía Negra se comportó con Taglios antes.
—Eso pensé. Y no sabemos lo que hicieron nuestros antepasados. Y nadie nos lo
dirá. Es como una gigantesca conspiración en la que todo el mundo en Taglios no nos
dirá nada. En una ciudad tan grande uno pensaría poder encontrar a alguien con un
hacha que afilar.
—Encontraréis pelotones si miráis en el lugar adecuado. Todos los sacerdotes
pasan sus vidas intentando degollarse los unos a los otros.
Allí había algo. Aunque no estaba seguro de qué.
—Lo tendré en cuenta. Aunque no sé si puedo manejar a los sacerdotes.
—Son como cualquier otro si sabes entrar bien.
La oscuridad se cerró a nuestro alrededor a medida que terminaba el día. Estaba
tan empapado que ya no le prestaba mucha atención. Llegamos a un lugar en el que
teníamos que ir en fila india. Fibroso y Murgen retrocedieron.
—He captado algunas cosas de las que te hablaré más tarde —dijo Murgen antes
de seguir.
Me situé detrás del roi para preguntarle cuánto faltaba. Quizá sólo fuera la miseria
del día, pero me sentía como si llevara semanas viajando.
Algo cruzó como un látigo en nuestro camino tan repentinamente que la
imperturbable montura de Shadid retrocedió unos pasos y relinchó.
—¿Qué demonios fue eso? —gritó el hombre en su idioma nativo. Lo comprendí
porque había aprendido unas pocas palabras cuando era niño.
Sólo capté un atisbo. Parecía como un monstruoso lobo gris con un cachorro
deforme al lomo. Desapareció antes de que mis ojos pudieran seguirlo.
¿Hacen eso los lobos? ¿Llevar a sus cachorros al lomo?
Reí casi histéricamente. ¿Por qué preocuparse por esto cuando debería estar
preguntándome si había lobos del tamaño de un poni?
Murgen y Fibroso lo captaron también y quisieron saber qué había ocurrido. Dije
que no lo sabía porque ya no estaba seguro de haber visto lo que había visto.
Pero todo estaba ahí atrás en las sombras de mi mente, madurando.
Shadid se detuvo a tres kilómetros más allá del lugar donde habíamos sido
emboscados originalmente. Cada vez se estaba haciendo más difícil ver. Gruñó,
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avanzó hacia su izquierda, fuera del camino. Espié signos que sugerían que aquél
había sido el camino que había tomado con Otto y Lamprea.
Tras otro kilómetro el terreno se hundía en un pequeño valle donde discurría un
estrecho arroyo. Las rocas surgían aparentemente al azar. Del mismo modo, los
árboles crecían en grupos dispersos. Ahora era tan oscuro que no podía ver más de
seis metros.
Empezamos a encontrar cuerpos.
Un montón de hombrecillos morenos habían muerto luchando por su causa. Fuera
la que fuese.
Shadid se detuvo de nuevo.
—Les condujimos hasta aquí desde la otra dirección. Aquí es donde nos
separamos. Nosotros subimos por este lado. Los otros siguieron aquí para darnos algo
de ventaja. —Desmontó, empezó a mirar a su alrededor. La luz ya casi había
desaparecido por completo antes de que hallara el rastro de salida del valle. Era
completamente oscuro antes de que hubiéramos cubierto un par de kilómetros.
—Quizá debiéramos volver y esperar —dijo Murgen—. No podemos hacer
mucho dando tumbos de ciego en la oscuridad.
—Puedes volver si quieres —restallé, con una brutalidad que me sorprendió—.
Yo pienso quedarme hasta que encuentre…
No podía verle, pero sospeché que estaba sonriendo en medio de su miseria.
—Quizá no debiéramos separarnos —dijo—. Tendremos más problemas en
volver a reunirnos luego.
Cabalgar de noche en un territorio no familiar no es una de las cosas más
inteligentes que he hecho. En especial con una horda ahí fuera que deseaba causarme
daño. Pero supongo que los dioses cuidan de los tontos.
Nuestras monturas se detuvieron. Sus orejas se tensaron. Al cabo de un momento
la mía emitió un sonido. Un instante más tarde ese sonido se repitió a nuestra
izquierda. Sin que nadie se lo indicara, los animales giraron en aquella dirección.
Hallamos a Sindawe y al hombre que lo había traído hasta allí en un tosco refugio
de ramas, con sus monturas fuera. Ambos estaban heridos. Sindawe el peor.
Hablamos brevemente mientras cosía y vendaba de la mejor manera posible. La
Dama les había ordenado que desaparecieran. Goblin les había cubierto mientras la
persecución proseguía hacia el oeste. Habían planeado encaminarse al norte por la
mañana.
Les dije dónde reunirse con los demás, luego regresé a mi silla.
Tenía el culo muerto, apenas podía mantenerme en pie, pero algo me hacía seguir
adelante. Algo que no deseaba examinar de demasiado cerca para no tener que
burlarme de mí mismo por mis sentimientos.
Nadie discutió, aunque creo que Mather estaba empezando a dudar un poco de mi
cordura. Le oí susurrar con Murgen, y a Murgen decirle que podía hacer lo que
quisiera.
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Me puse en cabeza y le dije a mi caballo lo que tenía que hacer, encontrar la
montura de la Dama. Nunca había determinado lo inteligentes que eran aquellos
animales, pero parecía que valía la pena probar. Y el animal echó a andar, aunque su
paso era un poco lento para mi gusto.
No sé cuánto tiempo duró la cabalgada. No había forma alguna de estimar el
tiempo. Al cabo de un rato empecé a amodorrarme y a despertarme con un sobresalto,
luego a amodorrarme de nuevo. Por todo lo que podía decir, los otros hacían lo
mismo. Hubiera podido armar bronca contra ellos y contra mí mismo, pero eso no
parecía razonable. Los hombres razonables estarían en estos momentos en una
habitación caliente, en aquel pueblo, roncando.
Estaba medio despierto cuando la cresta de una colina a menos de un kilómetro
de distancia estalló en llamas. Fue como una explosión. En un momento todo era
oscuridad, al momento siguiente ardían varias hectáreas y hombres y animales se
dispersaban por todos lados, ardiendo también. El olor a hechicería era tan fuerte que
pude detectarlo.
—¡Adelante, caballo!
Había luz suficiente como para arriesgar un trote.
Un minuto más tarde avanzaba sobre terreno salpicado de retorcidos y humeantes
cuerpos. Hombrecillos morenos. Una maldita cantidad de hombrecillos morenos.
Los llameantes árboles iluminaron una silueta que corría, un lobo gigantesco con
un lobo más pequeño a horcajadas en su lomo, aferrándose a su pelaje con sus garras.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Mather.
—¿Puede ser ese Cambiaformas, Matasanos? —supuso Murgen.
—Quizás. Es probable. Sabemos que va detrás de algo. ¡Dama! —grité a los
incendiados árboles. El fuego se estaba apagando en la llovizna.
Un sonido que podía ser una respuesta se filtró entre el crepitar.
—¿Dónde estás?
—Aquí.
Algo se movió en medio de un afloramiento de pequeñas rocas. Salté de la silla.
—¡Goblin! ¿Dónde demonios estás tú?
No era Goblin. Sólo la Dama. Y ahora ya no había luz suficiente para ver hasta
qué punto estaba herida. Y estaba herida, de eso no había ninguna duda. Era una
maldita cosa de hacer, y yo como médico hubiera debido saberlo, pero me senté y la
atraje a mi regazo y la acuné como si fuera una niña.
La mente tiene esas cosas.
Desde el minuto mismo en que firmas con la Compañía estás haciendo cosas que
no tienen sentido, instrucción y prácticas y ensayos, de modo que cuando llega el
momento de la verdad haces lo correcto automáticamente, sin pensar. Pero la mente
tiene esas cosas. Yo no podía pensar en nada excepto en una posible pérdida. No hice
lo correcto.
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Tuve suerte. Afortunadamente tenía compañeros cuyos cerebros no se habían
convertido en lodo.
Reunieron la suficiente leña capaz de arder como para encender una fogata,
traerme mi equipo, y con unos cuantos gritos juiciosos hacer que dejara de
lamentarme y empezara a actuar.
No estaba tan mal como había parecido en la oscuridad. Unos pocos cortes,
muchos hematomas, quizás una contusión que explicaba su estado algo atontado. Los
viejos reflejos del campo de batalla se impusieron. Me convertí en un médico militar.
De nuevo.
Murgen se me unió al cabo de un rato.
—Encontré su caballo. Sin embargo, no hay la menor señal de Goblin. ¿Cómo se
encuentra ella?
—Mejor de lo que parece. Está un poco vapuleada, pero nada serio. Le dolerá
durante un tiempo.
En aquel momento sus ojos parpadearon, alzó la vista hacia mí y me reconoció.
Se me arrojó a los brazos, me estrujó fuertemente contra ella y se echó a llorar.
Shadid dijo algo. Murgen rio quedamente.
—Sí. Veamos si podemos encontrar a Goblin. —Fibroso Mather era un poco lento
en comprender, pero finalmente entendió y se fue también.
Ella se recuperó rápidamente. Era quien era, y no tenía por costumbre ceder a sus
emociones. Se apartó de mí.
—Discúlpame, Matasanos.
—No hay nada que disculpar. Estuviste a punto.
—¿Qué ocurrió?
—Eso iba a preguntarte.
—Iban tras de mí. Me quieren a mí, Matasanos. Pensé que les habíamos dado
esquinazo, pero sabían exactamente dónde estábamos. Nos dividieron y me
empujaron hasta aquí arriba, y debía de haber una docena de ellos deslizándose por
ahí, saltando sobre mí y retrocediendo. Estaban intentando capturarme, no matarme.
Supongo que eso debería de alegrarme. De otro modo ahora estaría muerta. Pero hay
algo que me falta. No te recuerdo apareciendo y rechazándolos.
—No lo hice. Por todo lo que puedo decir, fue Cambiaformas quien te salvó. —
Le conté lo del repentino fuego y el lobo.
—Quizá. No sabía que estuviera por aquí.
—¿Dónde está Goblin?
—No lo sé. Nos separamos a un par de kilómetros de aquí. Intentó
desconcertarlos con ilusiones. Debemos de haber matado a un centenar de esos
hombres hoy, Matasanos. Nunca vi a nadie tan inepto. Pero nunca dejaban de venir
más. Cuando intentábamos escapar de ellos siempre había más al acecho delante de
nosotros, no importaba adonde fuéramos. Si intentábamos luchar, siempre nos
superaban en número, y aparecían dos más por cada uno que matábamos. Era una
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pesadilla. Siempre sabían dónde estábamos. —Se me acercó de nuevo—. Tiene que
haber implicada algún tipo de hechicería. Nunca estuve tan asustada.
—Ahora todo está bien. Ya ha terminado. —Era lo mejor que podía pensar en
decir. Ahora que mis nervios se habían calmado era intensamente consciente de ella
como mujer.
Lo que parecían ser rayos destellaron hacia el éste, a varios kilómetros de
distancia. Pero aquella llovizna nunca había ido acompañada por ningún tipo de
rayos. Oí a Shadid y a Murgen y a Mather gritarse unos a otros, luego el sonido de
sus monturas alejándose.
—Ése tiene que ser Goblin —dije, y empecé a ponerme en pie.
Ella apretó su presa y me retuvo sentado.
—Ellos pueden manejarlo, Matasanos.
La miré. No había mucha luz para mostrarme lo que había en su rostro.
—Sí, supongo que pueden. —Al cabo de un momento de vacilación, hice lo que
ella deseaba.
Cuando las respiraciones se volvieron pesadas me separé y dije:
—No estás en condiciones para…
—Cállate, Matasanos.
Me callé, y presté atención al asunto.
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Los estúpidos dioses tenían otras ideas.
Yo nunca he sido rápido y la Dama tenía sus naturales reluctancias…, y de pronto
el cielo se abrió como si alguien hubiera rasgado con un cuchillo los vientres de las
nubes. El chaparrón fue intenso y frío y llegó con un soplo o dos de helado viento
como advertencia. Yo creía que ya estaba bastante mojado como para que me
importase, pero…
Apenas habíamos renunciado a intentar hallar algún refugio cuando Murgen y los
otros surgieron de la noche. Murgen dijo:
—Era Goblin, sí, pero se había marchado cuando llegamos. —Supuso que yo
sabía de qué estaba hablando—. Matasanos, sé que nosotros la Compañía Negra
somos tipos duros y se supone que ni la lluvia ni la nieve ni los tipejos morenos nos
detienen de hacer ninguna maldita cosa que queramos hacer, pero estoy harto de esta
lluvia. Supongo que eso me viene del Túmulo. No puedo seguir soportando mucho
más esto. Me produce retortijones.
Yo también estaba harto de aquello. En especial ahora que la cosa se estaba
poniendo seria. Pero…
—¿Qué hay de Goblin?
—¿Qué pasa con él? Te haré una apuesta, Matasanos. Ése pequeño gorgojo está
perfectamente. Malditamente mejor que nosotros, ¿eh?
Aquí es cuando el mando te atrapa realmente. Cuando has de tomar una decisión
que hace parecer que estés tomando el camino más fácil. Cuando piensas que pones
la conveniencia por encima de la obligación.
—Muy bien entonces. Veamos si podemos hallar nuestro camino de vuelta a la
ciudad. —Solté la mano de la Dama. Nos arreglamos la ropa. Todo el mundo fingió
no darse cuenta. De todos modos, supuse que las tropas allá en Taglios se enterarían
de algún modo antes del amanecer. Los rumores funcionan así.
Maldita sea, deseé ser tan culpable como se sospechaba.
Alcanzamos el pueblo cuando el mundo empezaba a volverse gris. Incluso
aquellas fabulosas monturas nuestras estaban agotadas. Las metimos en un establo
previsto sólo para media docena de animales normales y entramos en la casa
caminando torpemente. Estaba seguro de que el propietario se sentiría mortalmente
impresionado al ver que el número de su clientela aumentaba de nuevo y su aspecto
era como si hubieran pasado la noche revolcándose en un lodazal.
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El hombre no estaba allí. En su lugar, apareció una mujer bajita y regordeta
procedente de la cocina, nos miró como si creyera que la habían invadido los
bárbaros, luego vio a la Dama.
El aspecto de la Dama parecía tan malo como el del resto de nosotros. Igual de
miserable. Pero no había forma de confundirla con un hombre. La mujer corrió hacia
ella y se puso a balbucear en tagliano y le palmeó la espalda y no necesité a Fibroso
para que me dijera que estaba siguiendo la vieja rutina de «Oh pobre querida». La
seguimos a la cocina.
Y allá estaba el amigo Goblin, reclinado en su silla, con los pies apoyados sobre
un tronco delante del fuego, sorbiendo algo de una enorme jarra.
—¡Agarrad al pequeño bastardo! —gritó Murgen, y se lanzó contra él.
Goblin dio un salto y chilló:
—¡Matasanos!
—¿Dónde has estado, gorgojo? ¿Sentado aquí bebiendo exquisiteces mientras
nosotros estábamos ahí fuera patullando en el barro e intentando salvarte el culo de
los chicos malos?
Murgen lo tenía acorralado.
—¡Hey! ¡No! Recién acabo de llegar.
—¿Dónde está tu caballo? En el establo había uno de menos cuando metimos los
nuestros.
—Uno se siente miserable ahí fuera. Lo dejé atrás y vine directamente aquí
dentro.
—¿Un caballo no se siente miserable? Murgen, échalo fuera y no le dejes volver a
entrar hasta que se ocupe de su caballo.
No era que nosotros hubiéramos hecho gran cosa por los nuestros. Pero al menos
los habíamos sacado de la humedad y de la lluvia.
—Fibroso, cuando la mujer termine de ocuparse de la Dama, pregúntale cuán
lejos estamos del Principal.
—¿El Principal? No vas a…
—Voy a. Tan pronto como me haya metido un poco de comida en el cuerpo y
haya dormido un par de horas. Tus amigos han estado jugando con nosotros, sean
cuales sean sus razones, y eso no me gusta. Si puedo hacer que la Compañía siga
adelante sin tener que mezclarse en la lucha de nadie, voy a hacerlo.
Casi sonrió.
—De acuerdo. Si tienes que verlo por ti mismo, velo por ti mismo. Pero ve con
cuidado.
Goblin entró con aspecto avergonzado y conciliador, y completamente empapado.
—¿Adonde vas a ir, Matasanos?
—A donde primero tendremos que ir. Al río.
—Quizá pueda ahorrarte la molestia.
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—Lo dudo. Pero oigamos. ¿Has descubierto algo mientras estabas corriendo tus
propias aventuras?
Sus ojos se entrecerraron.
—Lo siento —dije—. No fue una de mis mejores noches.
—Estás teniendo muchos momentos que no pueden calificarse como tus mejores
últimamente, Matasanos. Ser capitán te produce ardores de estómago.
—Sí.
Intercambiamos miradas. Gané yo. Dijo:
—Después de que la Dama y yo nos separáramos, sólo había recorrido como un
kilómetro antes de darme cuenta de que los tipos morenos no se dejaban engañar.
Supe que había hecho un buen trabajo con la ilusión. Si no iban tras de mí, entonces
es que tenían a alguien que los controlaba en alguna parte. Ya sospechaba que era así
por la forma en que seguían apareciendo todo el tiempo incluso cuando los
dejábamos atrás. Así que imaginé que si no podía volver junto a la Dama haría la
segunda mejor cosa posible e iría tras lo que fuera que los controlaba y guiaba.
Cuando empecé a olisquear a mi alrededor en su busca resultó malditamente fácil
encontrarlos. Y no me dieron ningún problema. Supongo que imaginaron que si
podían separarme de la Dama podían dejarme solo. Sólo unos pocos siguieron
conmigo. Me volví a ellos y descorché unos cuantos especiales que estaba guardando
para la próxima vez que Un Ojo se saliera de la línea, y después de que dejaran de
patear zumbé hacia ahí y me deslicé a hurtadillas y allí estaba esa colina que parecía
que había sido ahuecada, como un cuenco, y en el fondo del cuenco estaban esos seis
tipos, todos mirando a un pequeño fuego. Sólo que había algo extraño. No podías
verlos bien. Era como si los estuviera viendo a través de una bruma. Sólo que la
bruma era negra. Más o menos. Había un montón de pequeñas sombras, supongo que
las llamarías tú. Algunas de ellas no mayores que la sombra de un ratón. Todas
zumbando a su alrededor como abejas.
Estaba hablando tan aprisa como le permitía su boca, pero yo sabía que estaba
teniendo problemas en expresar lo que había visto. Las palabras para lo que deseaba
transmitir no existían, al menos en ninguno de los lenguajes que los mundanos podían
entender.
—Creo que estaban viendo en las llamas lo que nosotros hacíamos, luego
enviaban esas sombras para decir a sus chicos lo que tenían que hacernos y cómo
interponerse en nuestro camino.
—¿Eh?
—Quizá tuvisteis suerte, no tratando con ellos a plena luz del día.
—Exacto. —Pensé en los problemas que había tenido a la hora de perseguir al
tocón andante por todo el campo—. ¿Viste algún cuervo mientras estabas allí?
Me miró de un modo curioso.
—Sí. De hecho, sí. Entiende, yo estaba tendido allí en el lodo mirando a aquellos
tipos, intentando imaginar lo que tenía en mi bolsa de trucos que pudiera lanzar
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contra ellos, y de pronto allí había como veinte cuervos trazando círculos por los
alrededores. Todo estalló como si estuviera lloviendo nafta en vez de agua. Sólo que
esos cuervos quizá no fueran cuervos. ¿Sabes lo que quiero decir?
—No hasta que me lo digas.
—Sólo los vi por un segundo, pero me pareció como si pudiera ver directamente a
través de ellos.
—Siempre lo haces —murmuré, y me miró de nuevo de una forma extraña—.
¿Así que imaginas que los tipos morenos que todavía están ahí fuera se hallan
vagando perdidos ahora? ¿Como cachorrillos sin sus amos?
—Yo no diría eso. Imagino que son tan listos como tú o yo. Bueno, al menos tan
listos como tú. Simplemente, ahora ya no tienen su ventaja.
La mujer aún estaba atareada con la Dama. La había llevado a alguna parte para
bañarla y curarla bien. Como si necesitara ser curada.
—¿Cómo me ahorrará esto el viaje al Principal?
—Todavía no he terminado, Vuestra Gran Impaciencia. Después del estallido, uno
de los tipos que creía que había acabado con él vino hacia mí, rastreándome, solitario,
e iba tambaleándose por ahí sujetándose la cabeza como si algo le hubiera sido
arrancado de ella. Lo agarré. Y agarré un par de sombras sueltas que colgaban
alrededor y le di unos cuantos palmetazos a una y la envié a decirle a Un Ojo que
necesitaba que me prestara su pequeña bestia. Enseñé a otra sombra cómo hacer que
un tipo hable, y cuando el pequeño monstruo apareció le hicimos al tipo moreno unos
cuantos cientos de preguntas.
—¿Está aquí Cara de Sapo?
—Regresó. Mogaba se encargó de llevarlos a patadas en el culo hasta aquí.
—Bien por él. Hiciste preguntas. ¿Conseguiste respuestas?
—No que tuvieran mucho sentido. Ésos tipejos morenos proceden de un lugar
llamado Lugar de las Sombras. Específicamente, de algún tipo de superfortaleza
llamada Atalaya. Su jefe es uno de los Maestros de las Sombras, Sombra Larga, lo
llaman. Les dio las sombras a los seis tipos que estaban en el lugar como un cuenco.
Eran simples pequeñas cosas inefectivas que no servían para mucho más que para
llevar mensajes. Supuestamente eran tan malas que terminaron liberándose.
—Nos estamos divirtiendo un poco, ¿eh? ¿Descubriste qué es lo que pasa?
—Ése Sombra Larga va detrás de algo. Está ahí con toda la pandilla intentando
mantener alejada a la Compañía, los tipos morenos no saben por qué están
preocupados, pero está jugando también a un juego propio. La impresión que obtuve
es que deseaba que os capturaran a ti y a la Dama y os arrastraran hasta su castillo,
donde iba a hacer quizás algún tipo de trato. Y eso es todo al respecto.
Yo tenía quinientas preguntas y empecé a formularlas, pero Goblin no tenía las
respuestas. El hombre al que había interrogado no las tenía tampoco. La mayoría de
las preguntas ya se le habían ocurrido a él.
—Así, ¿vas a ir hasta el Principal? —preguntó.
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—No me has hecho cambiar de opinión. Como tampoco lo han hecho esos tipejos
morenos. Si ya no tienen a quien los controla, ya no podrán causarme muchos
problemas, ¿no?
Goblin gruñó.
—Probablemente no.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—¿Crees que voy a dejarte cabalgar ahí fuera sin algún tipo de cobertura?
Todavía me quejo del estado de mi culo. —Sonrió con su gran sonrisa de sapo. Le
devolví la sonrisa.
* * *
Según nuestros anfitriones, era una cabalgada de cuatro horas hasta el vado de Ghoja,
el más cercano y el mejor para cruzar el Principal. Swan dijo que había cuatro a lo
largo de aquel trecho de ciento veinte kilómetros de río: el Theri, el Numa, el Ghoja y
el Vehdna-Bota. El Theri era el que estaba más río arriba. Por encima del Theri el
Principal discurría por entre escarpados cañones demasiado verticales y desolados
para operaciones militares…, aunque Goblin dijo que nuestros pequeños amigos
morenos habían venido por este lado, para eludir la atención de los otros Maestros de
las Sombras. Habían perdido un tercio de su número en el viaje.
El Vehdna-Bota era el que estaba más cerca del mar, y sólo era utilizable durante
los meses más secos del año. Los ciento veinte kilómetros de río entre el Vehdna-
Bota y el mar eran siempre incruzables. Tanto los vados Vehdna-Bota como Theri
recibían su nombre de pueblos taglianos que habían sido abandonados cuando los
Maestros de las Sombras los habían invadido el año anterior. Seguían vacíos.
Numa y Ghoja eran pueblos debajo del Principal, antiguamente taglianos, ahora
ocupados. El Ghoja parecía ser el punto de cruce crítico, y Swan, Mather y Hoja lo
conocían. Me dijeron todo lo que pudieron. Pregunté acerca de los otros vados e hice
un divertido descubrimiento. Cada uno no estaba familiarizado al menos con uno.
¡Ja!
—Yo y Goblin exploraremos el vado Ghoja. Murgen, tú y Fibroso comprobad el
Vehdna-Bota. Shadid, tú y Swan iréis al Numa. Sindawe, tú y Hoja os ocuparéis del
Theri. —Estaba enviando a cada uno de los tres a lugares para ellos extraños.
Fibroso se echó a reír. Swan frunció el ceño. Y Hoja… Bueno, me pregunto si
puede arrancársele alguna reacción a Hoja ni siquiera metiéndole los pies en el fuego.
Nos separamos. La Dama, Otto, Lamprea y los hombres de Sindawe se quedaron
todos atrás para recuperarse. Goblin cabalgó a mi lado pero no dijo mucho excepto
que esperaba que el tiempo no se estropeara de nuevo. No sonó como si esperara que
no volviera la llovizna.
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Swan dijo que había oído que los Maestros de las Sombras estaban fortificando la
orilla sur del vado Ghoja. Otra indicación de que el enemigo iba a instalar allí su
fuerza principal. Esperaba que no fuera así. En los mapas el terreno parecía que les
era muy favorable.
Dos horas después de separarnos se reanudó la llovizna. Un tiempo perfecto para
los lúgubres pensamientos que llenaban mi cerebro.
Pese a mi aventura de ayer, parecía haber transcurrido una eternidad desde que
había estado solo el tiempo suficiente como para poder pensar un poco. Así, con
Goblin callado como una tumba, esperaba poder meditar seriamente un poco sobre
adonde estábamos yendo la Dama y yo. Pero ella apenas cruzó mis pensamientos. En
vez de ello, medité sobre dónde había metido yo a mí mismo y a la Compañía.
Estaba al mando pero no al control. Hasta tan lejos como aquel monasterio habían
estado ocurriendo cosas que no podía controlar y de las que no podía extraer sentido.
Gea-Xle y el río empeoraban el asunto. Ahora me sentía como un trozo de madera
arrastrada por unos rápidos. Sólo tenía la más ligera idea de quién le estaba haciendo
qué a quién, y por qué, pero estaba aprisionado en medio de todo ello. A menos que
este último gesto frenético me mostrara una salida.
Por todo lo que sabía, había dejado que el prahbrindrah me arrastrara a alistarme
en el lado «equivocado». Ahora sabía cómo se había sentido el Capitán cuando
Atrapaalmas nos había arrastrado al servicio de la Dama. Estábamos luchando en las
campañas de Forsberg antes de que el resto de nosotros empezáramos a sospechar
que habíamos cometido un error.
No es necesario que los soldados mercenarios sepan lo que está ocurriendo. Es
suficiente para ellos que hagan el trabajo por el cual han recibido el oro. Esto era algo
que me habían embutido a martillazos desde el momento mismo en que me alisté. No
hay ni correcto ni incorrecto, ni bien ni mal, sólo nuestro lado y el suyo. El honor de
la Compañía se halla en medio, dirigiendo a un hermano hacia el otro. Aparte de eso,
el honor reside solamente en mantener la fe en el que la ha contratado.
Nada de lo que sabía de las experiencias de la Compañía se parecía a las actuales
circunstancias. Por primera vez —y sobre todo a causa mía— estábamos luchando
para nosotros mismos. Nuestro contrato, si lo aceptábamos, coincidiría con nuestros
deseos. Una herramienta. Si mantenía la cabeza y las perspectivas tal como debía,
Taglios y los taglianos se convertirían en instrumentos de nuestros deseos.
Pero lo dudaba. Me gustaba lo que había visto de la gente tagliana y en especial
me gustaba su espíritu. Tras las heridas que habían recibido manteniendo su
independencia, todavía seguían airados hacia los Maestros de las Sombras. Y yo tenía
una buena idea de que no me gustarían si llegaba a conocerlos. Así que antes de
empezar había roto la primera regla y me había implicado emocionalmente. Estúpido
que soy.
Ésa maldita lluvia tenía una inquina personal. No arreciaba pero nunca cesaba
tampoco. Sin embargo, al este y al oeste vi luces que indicaban cielos claros en esas
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direcciones. Los dioses, si existían, estaban concentrando la miseria especialmente
encima mío.
El último lugar ocupado que pasamos estaba a diez kilómetros del vado Ghoja.
Más allá, los campos habían sido abandonados. Llevaban meses vacíos. Sin embargo,
no eran malas tierras. La gente del lugar debía de sentir un gran miedo para
abandonar sus raíces y huir. Un cambio de señores no suele ser tan traumático para
los campesinos. Los cinco mil que habían ido al norte y no habían vuelto debían de
tener auténticos motivos.
La región no era agreste. En su mayor parte eran tierras desbrozadas suavemente
onduladas, y el camino no era malo, considerándolo todo, aunque no había sido
pensado para el tráfico militar. En ninguna parte se veían fortificaciones, hechas por
el hombre o naturales. No había visto ninguna en ninguna parte en territorio tagliano.
No había ningún lugar donde huir y pocos lugares donde esconderse en caso de
desastre. Sentí un poco más de respeto hacia Swan y sus compañeros y su
atrevimiento.
El terreno, empapado, se convertía en un barro arcilloso que se pegaba a las patas
de los caballos y que ponía a prueba la fuerza y la paciencia incluso de mi incansable
montura. Nota para el jefe de estado mayor. Planead vuestras batallas en días claros y
secos.
Correcto. Y ya que estamos en ello, encarguemos tan sólo enemigos ciegos.
Tienes que aceptar lo que tienes en este comercio.
—Estás malditamente pensativo hoy, Matasanos —dijo Goblin al cabo de un
largo rato.
—¿Yo? Tú también has estado hablando como una piedra.
—Estoy preocupado por todo esto.
Estaba preocupado. Ésa era una observación muy poco propia de Goblin.
Significaba que estaba preocupado hasta las uñas de los pies.
—¿Crees que podremos manejarlo si aceptamos el encargo?
Agitó la cabeza.
—No lo sé. Quizá. Tú siempre sacas algo del saco de los trucos. Pero nos estamos
desgastando, Matasanos. Ya no hay placer en ello. ¿Qué ocurrirá si lo enviamos todo
al infierno, seguimos adelante, llegamos a Khatovar, y terminamos con una gran
nada?
—Ése ha sido el riesgo desde que empezamos. Nunca dije que este viaje fuera a
dar resultados. Es sólo algo que creía que debía hacer porque me había comprometido
a hacerlo. Y cuando pase los Anales a Murgen le haré formular el mismo juramento.
—Supongo que no tenemos nada mejor que hacer.
—Hasta el fin del mundo y luego de vuelta. Es una especie de realización.
—Me pregunto acerca del primer propósito.
—Yo también, viejo amigo. Me perdí en alguna parte entre aquí y Gea-Xle. Y
creo que esos taglianos saben algo al respecto. Pero no hablan. En algún momento
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voy a tener que probar con ellos algún viejo truco de la Compañía.
La llovizna tenía su lado bueno, supongo. Disminuía la visibilidad. Habíamos
superado la última cresta y descendíamos hacia el Principal y el vado Ghoja antes de
que me diera cuenta de lo lejos que habíamos llegado. Los centinelas en la orilla sur
nos hubieran divisado inmediatamente con mejor tiempo.
Goblin lo captó primero.
—Ya hemos llegado, Matasanos. El río está ahí abajo.
Tiré de las riendas.
—¿Sientes algo en el otro lado? —pregunté.
—Gente. No alerta. Pero hay un par de pobres tipos en misión de centinela.
—¿Qué clase de equipo llevan?
—Malo. Tercera categoría. Podría echar una mirada mejor si dispusiera de un
poco de tiempo.
—Tómate un poco de tiempo. Yo voy a echar un vistazo por ahí.
El lugar era lo que nos habían dicho que sería. El camino descendía ondulado por
una larga ladera desnuda hasta el vado, que se hallaba justo encima de un recodo del
río. Debajo del recodo un arroyo desembocaba en el río por mi lado, aunque tuve que
asegurarme porque se hallaba detrás de una porción alta del terreno. El arroyo tenía
las plantas habituales a lo largo de ambas orillas. También había una ligera elevación
por el otro lado, de modo que el camino hasta el vado avanzaba por el centro de una
ligera concavidad. Por encima del vado el río se arqueaba hacia el sur en una curva
lenta y perezosa. Por mi lado la orilla tenía una altura de entre medio y dos metros y
estaba poblada de árboles y arbustos por todos lados menos en el propio cruce.
Examiné todo aquello muy atentamente, a pie, mientras mi montura aguardaba
con Goblin tras el risco. Me deslicé hasta el propio borde del vado y pasé media hora
sentado entre los mojados arbustos contemplando las fortificaciones al otro lado.
No íbamos a poder cruzar por allí. No fácilmente.
¿Estaban preocupados por nuestra llegada? ¿Por qué?
Utilicé el viejo truco de la triangulación para calcular que la torre de guardia de la
fortaleza se alzaba a unos veinte metros, luego me retiré y traté de calcular lo que
podía verse desde su parapeto. Cuando terminé, la mayor parte de la luz había
desaparecido.
—¿Descubriste lo que necesitabas saber? —preguntó Goblin cuando me reuní
con él.
—Creo que sí. Pero no es lo que deseaba. A menos que tú puedas alegrarme.
¿Podemos cruzar por la fuerza?
—¿Contra lo que hay ahora ahí dentro? Es probable. Con poco caudal de agua. Si
lo intentamos en plena noche y los sorprendemos durmiendo.
—Y cuando baje el caudal tendrán a diez mil hombres apostados ahí.
—No luce bien, ¿verdad?
—No. Busquemos un lugar al amparo de la lluvia.
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—Puedo resistir el cabalgar de vuelta si tú puedes.
—Probémoslo. Dormiremos en seco si lo conseguimos. ¿Qué piensas de los
hombres de ahí abajo? ¿Profesionales?
—Supongo que son un poco mejores que hombres disfrazados de soldados.
—Me parecieron también algo chapuceros. Pero quizá no tengan que ser mejores
por esta parte.
Había visto y observado a cuatro hombres mientras estaba acurrucado cerca del
vado. No me habían impresionado. Como tampoco el diseño o construcción de las
fortificaciones. Evidentemente, esos Maestros de las Sombras no habían traído
profesionales para entrenar a sus fuerzas, y no habían desarrollado el potencial de lo
que tenían.
—Por supuesto, quizá vimos lo que se suponía que debíamos ver.
—Siempre hay esa posibilidad. —Un interesante pensamiento, quizá merecedor
de una cierta consideración, porque en aquel momento observé un par de
zarrapastrosos cuervos observándonos desde una rama muerta de un olmo. Empecé a
mirar a mi alrededor en busca del tocón, pensé al infierno con él. Me ocuparía de ello
cuando llegara el momento.
—¿Recuerdas a la mujer de Cambiaformas, Goblin?
—Sí. ¿Y?
—Dijiste que te parecía familiar allá en Gea-Xle. Ahora se me ha ocurrido de
pronto que quizá tuvieras razón. Estoy seguro de que nos topamos con ella alguna vez
antes. Pero por mi vida no puedo situar ni dónde ni cuándo.
—¿Importa eso?
—Probablemente no. Sólo es una de esas cosas que te vienen a la cabeza.
Acortemos por ahí a la izquierda.
—¿Por qué demonios?
—Hay una ciudad en el mapa, llamada Vejagedhya, a la que quiero echar un
vistazo.
—Pensé que íbamos a volver…
—Sólo tomará unos pocos minutos extras.
—De acuerdo. —Gruñidos, gruñidos y más gruñidos.
—Parece que vamos a tener que luchar. Necesito conocer el terreno.
Más gruñidos.
Comimos unas provisiones frías mientras cabalgábamos. No es algo que haga a
menudo, pero en tales momentos a veces envidio al hombre con una cabaña y una
esposa.
Todo cuesta algo. Cabalgábamos por una región fantasmal, una región
intimidante. La mano del hombre era evidente por todas partes, incluso en la
oscuridad. Algunos de los hogares que inspeccionamos parecía como si hubieran sido
cerrados ayer. Pero en ninguna parte encontramos a otro ser humano.
—Me sorprende que los ladrones no estén pululando por todas partes aquí.
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—No se lo digas a Un Ojo.
Forzó una risita.
—Supongo que fueron lo bastante listos como para llevarse con ellos todos sus
objetos de valor.
—Ésa gente parece decidida a pagar el precio que tengan que pagar, ¿no crees?
—Sonaba impresionado.
A regañadientes, empecé a sentir un poco de respeto hacia él.
—Y parece como si la Compañía vaya a ser su tirada de dados con el destino.
—Si tú les dejas.
Allí estaba la ciudad, Vejagedhya. En sus tiempos podía haber sido el hogar de
hasta un millar de personas. Ahora era más fantasmal que las granjas abandonadas.
Allí fuera al menos habíamos encontrado vida salvaje. En la ciudad no vi nada más
que unos pocos cuervos aleteando de tejado en tejado.
La gente de la ciudad no había cerrado con llave sus puertas. Comprobamos quizá
dos docenas de edificios.
—Esto serviría como cuartel general —le dije a Goblin.
Gruñó. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Has tomado una decisión?
—Empezar a mirar lo ha hecho por mí. ¿De acuerdo? Pero veamos primero lo que
los otros tienen que decir.
Nos encaminamos al norte. Goblin no tuvo mucho que decir después de eso. Lo
cual me dio tiempo para meditar e inventar significados más profundos a mis roles
como capitán y potencial señor de la guerra.
Si no había más elección que luchar, y conducir una nación, iba a hacer una serie
de demandas. No iba a dejar que los taglianos me situaran en una posición donde
pudieran cambiar de opinión y anular mis decisiones. Había visto a mis predecesores
volverse medio locos enfrentándose a eso. Si los taglianos me abandonaban, yo iba a
abandonarles a ellos en aquel mismo momento.
Podríamos definirlo con alguna palabra mejor, pero maldita sea, iba a ser un
dictador militar.
Yo. Matasanos. El médico militar itinerante e historiador aficionado. Capaz de
aceptar todos los abusos de los malditos príncipes durante tanto tiempo. Era una idea
desembriagadora.
Si aceptábamos la comisión, y si yo conseguía lo que pedía, haría que Resuello
me siguiera a todas partes y me recordara que soy mortal. No era bueno para mucho
más.
La lluvia cesó cuando entrábamos en la ciudad.
Entonces supe que los dioses me querían.
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Humo estaba perchado en un taburete alto, inclinado sobre un viejo y enorme libro.
La habitación estaba llena de libros. Parecía como si una oleada de libros la hubiera
barrido y dejado tras de sí charcas de marea. No sólo los estantes estaban atestados de
libros, sino que los había también en el suelo, apilados hasta la altura de la cadera, en
las mesas y en las sillas, incluso amontonados en el alféizar de la única pequeña y alta
ventana de la estancia. Humo leía a la luz de una única vela. La habitación estaba tan
sellada que el humo había empezado a irritar sus ojos y su nariz.
De tanto en tanto gruñía, tomaba una nota en un trozo de papel a su izquierda. Era
zurdo.
En todo el Palacio, esta habitación era la mejor protegida de ojos espía. Humo
había entretejido telarañas y muros de conjuros para asegurarla. Se suponía que nadie
sabía de ella. No aparecía en ningún plano del Palacio.
Humo sintió que algo rozaba el más exterior de los conjuros protectores, algo tan
ligero como el peso de un mosquito cuando se posa. Antes de que pudiera dirigir su
atención hacia ello había desaparecido, y no estuvo seguro de no haberlo imaginado.
Desde el incidente de los cuervos y los murciélagos se había sentido casi paranoico.
La intuición le decía que tenía razones. Su mejor arma era el hecho de que nadie
sabía que existía.
Esperaba.
En estos días era un hombre muy asustado. El terror acechaba en cada sombra.
Dio un salto y un chillido cuando se abrió la puerta.
—¿Humo?
—Me has sobresaltado, radisha.
—¿Dónde están, Humo? No ha habido noticias de Swan. ¿Se han ido?
—¿Dejando a la mayor parte de su gente detrás? Se paciente, radisha.
—Ya no me queda paciencia. Incluso mi hermano empieza a mostrarse inquieto.
Sólo nos quedan unas pocas semanas antes de que los ríos bajen.
—Soy consciente de ello. Concéntrate en lo que puedes hacer, no en lo que te
gustaría poder hacer. Se les ha aplicado toda la fuerza posible. Pero no podemos
obligarles a ayudar.
La radisha miró hacia un montón de libros.
—Nunca me he sentido tan impotente. No me gusta la sensación.
Humo se encogió de hombros.
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—Bienvenida al mundo donde vivimos el resto de nosotros.
En lo alto de una esquina de la habitación, un punto no más grande de la cabeza
de un alfiler rezumó algo como humo negro. El humo adoptó lentamente la forma de
un pequeño cuervo.
—¿Qué están haciendo los demás?
—Preparándose para la guerra. Por si acaso.
—Me lo preguntaba. Ése oficial negro. Mogaba. ¿Puede ser el auténtico capitán?
—No. ¿Por qué?
—Está haciendo las cosas que quiero que hagan. Está actuando como si fueran a
servirnos.
—Tiene sentido, radisha. Si su capitán regresa convencido de que no pueden irse
sin luchar, todo eso que habrán avanzado.
—¿Ha hecho preparativos para retroceder hacia el norte?
—Por supuesto.
La radisha pareció vejada.
Humo sonrió.
—¿Has tomado en consideración el ser franca con ellos?
Ella le lanzó una mirada que helaba los huesos.
—Suponía que no. No de la forma en que actúan los príncipes. Demasiado
simple. Demasiado directo. Demasiado lógico. Demasiado honesto.
—Te estas volviendo demasiado atrevido, Humo.
—Quizá sí. Aunque recuerdo que la orden de tu hermano fue recordarte
ocasionalmente…
—Ya basta.
—Son lo que pretenden ser, ¿sabes? Completamente ignorantes de su pasado.
—Soy consciente de ello. No constituye ninguna diferencia. Pueden convertirse
en lo que eran si les dejamos. Mejor doblar la rodilla ante los Maestros de las
Sombras que soportar eso de nuevo.
Humo se encogió de hombros.
—Como tú quieras. Quizá. —Sonrió disimuladamente—. Y como los Maestros
de las Sombras quieran, quizá.
—¿Sabes algo?
—Me siento limitado por mi necesidad de permanecer sin ser notado. Pero he
podido captar atisbos de nuestros amigos del norte. Se han mezclado con algo más
que con nuestros pequeños amigos del río. Cosas feroces están ocurriendo cerca del
Principal.
—¿Hechicería?
—De alta magnitud. Recordando lo que se manifestó durante su paso a través del
pantano de los piratas. Ya no me atrevo a entrometerme.
—¡Maldita sea! ¡Maldita, maldita, maldita sea! ¿Están bien? ¿Los hemos
perdido?
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—Ya no me atrevo a entrometerme. El tiempo lo dirá.
La radisha pateó otra pila de libros. La blanda expresión de Humo se cuarteó, se
convirtió en una de intensa irritación. Ella se disculpó.
—Es la frustración.
—Todos nos sentimos frustrados. Quizá tú te sintieras menos si ajustaras tus
ambiciones.
—¿Qué quieres decir?
—Quizá si siguieras el mismo rumbo que se ha fijado tu hermano y te orientaras a
subir una montaña después de otra…
—¡Bah! ¿Acaso soy yo, una mujer, el único gallo de este lugar?
—A ti, una mujer, no se te exigirá que pagues el precio del fracaso. Eso saldrá de
la bolsa de tu hermano.
—¡Maldito seas, Humo! ¿Por qué siempre tienes razón?
—Ésa es mi misión. Ve a tu hermano. Habla con él. Recalcula. Concéntrate en el
enemigo del momento. Los Maestros de las Sombras tienen que ser rechazados ahora.
Los sacerdotes estarán aquí para siempre. A menos que quieras prescindir de ellos lo
suficiente como para dejar que venzan los Maestros de las Sombras, por supuesto.
—Si tan sólo pudiera agarrar a un Sumo Sacerdote por traición… Está bien. Lo
sé. Los Maestros de las Sombras han demostrado que saben qué hacer con los
clérigos. Nadie lo creería. Me voy. Si te atreves, averigua lo que está ocurriendo ahí
abajo. Si los hemos perdido tendremos que movernos rápido. Ése maldito Swan tenía
que ir tras ellos, ¿no?
—Tú lo enviaste.
—¿Por qué todo el mundo hace lo que les digo? Algunas de las cosas que digo
son estúpidas… Borra esa sonrisa de tu rostro.
Humo no lo hizo.
—Patea otra pila de libros.
La radisha salió despotricando de la habitación.
Humo suspiró. Luego volvió a su lectura. El autor del libro se recreaba
amorosamente en empalamientos y desollamientos y torturas frecuentes en una
generación lo suficientemente desafortunada como para haber vivido cuando las
Compañías Libres de Khatovar salieron de aquel extraño rincón del mundo que les
había dado nacimiento.
Los libros de aquella habitación habían sido confiscados para que no cayeran en
manos de la Compañía Negra. Humo no creía que el hecho de que ahora estuvieran
aquí mantuviera el secreto para siempre. Pero quizá lo hiciera el tiempo suficiente
como para que él descubriera una forma de impedir el tipo de derramamiento de
sangre que había ocurrido en tiempos antiguos. Quizá.
Su mejor esperanza, sin embargo, residía en la probabilidad de que la Compañía
hubiera mutado con el tiempo. Eso no significaba llevar una máscara. Que de hecho
había olvidado sus lúgubres orígenes y su búsqueda de su pasado era más un reflejo
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que el decidido regreso que habían efectuado otras Compañías que lo habían hecho
antes.
En el fondo de la mente de Humo siempre había la tentación de aceptar su propio
consejo, de llevar hasta allí al capitán de la Compañía y dejarle examinar todos los
libros, aunque sólo fuera para ver cómo respondía a la verdad.
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Nos acercamos a Taglios con el amanecer, unos días más tarde, todos al borde del
colapso, Swan y sus compañeros quizá peor que el resto. Sus monturas mundanas
estaban completamente derrengadas. Le pregunté a Swan:
—¿Crees que el prahbrindrah estará abiertamente irritado porque no mantuve mi
cita?
A Swan todavía le quedaba algo de ánimo.
—¿Y qué demonios puede hacer? ¿Meterte bichos debajo de la camisa? Tragará
su irritación y sonreirá. Preocúpate por la Mujer. Ella es la que te dará problemas. Si
alguien te los da. No siempre piensa correctamente.
—Los sacerdotes —dijo Hoja.
—Sí. Vigila los sacerdotes. La cosa les estalló en la cara el día que
desembarcasteis. No pudieron hacer nada excepto conformarse. Pero han estado
pensando en ello, puedes apostar tu culo, y cuando hallen un ángulo van a empezar a
meterse.
—¿Qué es lo que tiene Hoja contra los sacerdotes?
—No lo sé, ni quiero saberlo. Pero llevo aquí el tiempo suficiente como para
empezar a pensar que quizá tenga razón. Puede que el mundo fuera mejor si
ahogáramos a unos cuantos de ellos.
Una cosa que hacía la situación militar maravillosamente imposible era la
ausencia de fortificaciones. Taglios se desparramaba por todos lados, sin la menor
noción defensiva.
Una gente con siglos de pacifismo tras ellos. Un enemigo con ejércitos
experimentados y hechiceros de alto poder para apoyarles. Y yo con quizás un mes
para pensar en cómo ayudar a los primeros en derrotar a los segundos.
Imposible. Cuando bajara el caudal de los ríos y las tropas pudieran cruzar,
empezaría la masacre.
—¿Has pensado ya en lo que vas a hacer? —preguntó Swan.
—Sí. Pero al prahbrindrah no le va a gustar.
Eso le sorprendió. No me expliqué. Dejemos que se preocupe. Llevé a mi grupo a
los cuarteles y envié a Swan a anunciar nuestro regreso. Mientras desmontábamos,
con la mitad de la Compañía a nuestro alrededor pendientes de oír algo, Murgen dijo:
—Parece que Goblin lo tiene claro.
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Algo había estado royendo al pequeño hechicero. Durante todo el camino a casa
había permanecido serio y pensativo. Ahora estaba sonriendo. Dedicó especial
atención a sus alforjas.
Mogaba se reunió conmigo.
—Hemos hecho notables progresos mientras estabas fuera, capitán. Te informaré
cuando lo consideres necesario. —Su pregunta flotó en el aire, sin acabar de ser
pronunciada.
No vi ninguna necesidad de dejarla colgando.
—No podemos deslizamos por entre ellos. Nos tienen atrapados. Es luchar o
volvernos.
—Entonces, ¿no hay otra opción?
—Supongo que nunca la hubo. Pero tenía que verlo por mí mismo.
Asintió con la cabeza.
Antes que nada me ocupé de las heridas. La Dama se estaba recuperando
rápidamente. Sus hematomas, sin embargo, no hacían nada en favor de su atractivo.
Me sentí extraño examinándola. Había tenido poco que decir desde nuestra noche en
la lluvia. Estaba pensando mucho de nuevo.
Mogaba tenía mucho que contarme acerca de las discusiones con los líderes
religiosos de Taglios y sus ideas para organizar un simulacro de ejército. No pude
hallar en sus sugerencias nada que desaprobara. Dijo:
—Hay otra cosa. Un sacerdote llamado Jahamaraj Jah, el número dos del culto al
Shadar. Tiene una hija que cree que se está muriendo. Parece una posibilidad de
hacerse con un amigo.
—O de conseguir su enemistad absoluta para siempre. —No subestimes nunca el
poder de la ingratitud humana.
—Un Ojo la vio.
Miré al pequeño doctor brujo. Dijo:
—Me parece que es su apéndice, Matasanos. No muy grave todavía. Pero esos
payasos de su alrededor no tienen ni la más remota idea. Están intentando exorcizar
demonios.
—No he abierto a nadie en años. ¿Cuánto tiempo antes de que estalle?
—Otro día como mínimo, a menos que tenga mala suerte. Hice todo lo que pude
con el dolor.
—Lo comprobaré camino del Palacio. Hazme un mapa… No. Será mejor que
vengas conmigo. Puedes resultar útil. —Mogaba y yo nos estábamos vistiendo para
acudir a la corte. Se suponía que la Dama estaba haciendo lo mismo.
Swan, sin ninguna mejora en su aspecto, apareció para llevarnos al príncipe. No
me sentía con ánimo de hacer nada excepto descabezar un sueño. Y menos de
dedicarme a los juegos de los políticos. Pero fui.
La gente de Trogo Taglios había oído que había llegado el momento de la
decisión. Estaban en las calles para observarnos. Se mantenían extrañamente
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silenciosos.
Vi temor en todos aquellos ojos que nos observaban. Pero esperanza también.
Eran conscientes de los riesgos, y quizá también de las posibilidades en contra. Era
una lástima que no se dieran cuenta de que un campo de batalla no es un ring de
lucha libre.
Un niño se echó a llorar. Me estremecí, esperando que no se tratara de un
presagio. Cuando nos acercamos al Trogo un viejo se destacó de la multitud y apretó
algo contra la palma de mi mano. Hizo una inclinación de cabeza y se fue.
Era una insignia de la Compañía de tiempos antiguos. Una insignia de oficial,
quizás el botín de alguna olvidada batalla. La clavé junto a la insignia que ya llevaba,
la calavera de Atrapaalmas que exhalaba fuego, que habíamos retenido aunque ya no
servíamos al Tomado ni al imperio.
La Dama y yo nos habíamos vestido con nuestras más finas ropas, lo cual quería
decir que yo llevaba mi traje de gala de embajador y ella su atuendo imperial.
Impresionamos a la multitud. A nuestro lado Mogaba parecía deslucido. Un Ojo tenía
el aspecto de un pordiosero escapado del fondo del peor agujero del peor barrio bajo.
Aquél maldito sombrero. Se mostraba tan feliz como un caracol.
—Teatralidad —me había dicho la Dama. Una antigua máxima mía, aunque
orientada de un modo distinto—. En la política y en la batalla, nuestra mayor arma
tiene que ser la teatralidad.
Estaba volviendo a la vida. Creo que aquellos tipos morenos la habían irritado.
Tenía razón. Teatralidad y habilidad, mejor incluso que a la manera tradicional,
tenían que ser nuestras herramientas. Si teníamos que enfrentarnos y derrotar a los
ejércitos veteranos mandados por los Maestros de las Sombras, deberíamos conseguir
nuestros triunfos dentro de la imaginación de los soldados enemigos. Se necesitan
muchos años para crear una fuerza con la suficiente autoconfianza como para
conseguirlo pese a las probabilidades en contra.
* * *
Pese a llegar tarde, el prahbrindrah Drah fue un anfitrión atento. Nos ofreció una cena
como la que espero no volver a ver nunca. Después nos obsequió con diversiones.
Bailarinas, tragasables, ilusionistas, músicos cuyo sonido sonaba demasiado extraño a
mis oídos como para apreciarlo. No tenía prisa por obtener una respuesta de la que
estaba confiado. A lo largo de la tarde Swan me presentó a varias docenas de
hombres importantes de Taglios, entre ellos a Jahamaraj Jah. Le dije a Jah que vería a
su hija tan pronto como pudiera. La gratitud en el rostro del hombre fue embarazosa.
Aparte eso, no presté atención a aquellos hombres. No tenía intención de tratar
con o a través de ellos.
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Llegó el momento. Fuimos invitados lejos de los demás a una cámara privada.
Puesto que yo había traído conmigo a dos de mis lugartenientes, el prahbrindrah hizo
lo mismo. Uno era ese tipo raro, Humo, al que el príncipe presentó por su título.
Podía traducirse como Lord de los Guardianes de la Seguridad Pública. Y de eso
resultó que era el jefe de los bomberos de la ciudad.
Sólo Un Ojo fracasó en mantener un rostro impávido.
El otro lugarteniente del prahbrindrah era su enigmática hermana. Puestos juntos,
resultaba obvio que ella era mayor y probablemente más dura que él. Incluso vestida
con sus galas, su aspecto era como si hubiera sido empapada a conciencia y no se le
hubiera dado tiempo de secarse.
Cuando el prahbrindrah preguntó acerca de mis compañeros, presenté a Mogaba
como mi comandante de infantería y a la Dama como a mi jefe de estado mayor. La
idea de una mujer soldado le sorprendió. Me pregunté hasta qué punto se
sorprendería si conociera toda su historia.
Ella ocultó su sorpresa ante la designación. Tanto para su beneficio como para el
del prahbrindrah, dije:
—No hay nadie en la Compañía más cualificado. Con la posible excepción del
capitán, cada puesto es elegido por sus méritos.
Swan se ocupaba de las traducciones. Eludió los flecos de la respuesta del
prahbrindrah, que creo que en realidad sugería un limitado acuerdo. Su hermana
parecía ser su consejera experta.
—Vayamos al grano —le dije a Swan—. El tiempo es demasiado apremiante si
debemos detener una invasión.
Swan sonrió.
—Entonces, ¿vais a aceptar la comisión?
Nunca lo había dudado ni un segundo, el jodido chacal.
—No pongas tus esperanzas demasiado arriba, hombre. Voy a hacer una
contraoferta. Sus términos no son negociables.
La sonrisa de Swan se desvaneció.
—No comprendo.
—He examinado el territorio. He hablado con mi gente. Pese al cariz de las cosas,
la mayoría de ellos desean seguir adelante con nuestra misión. Sabemos lo que
debemos hacer para alcanzar Khatovar. Lo cual quiere decir que tomamos en
consideración el hacer el trabajo que tu príncipe quiere que hagamos. Pero sólo lo
intentaremos bajo nuestros propios términos. Dile eso, luego le daré la mala noticia.
Swan tradujo. El prahbrindrah no pareció feliz. Pareció como si su hermana
deseara una pelea. Swan se volvió hacia mí.
—Oigamos.
—Si se supone que debo dirigir un ejército, tendré que formarlo desde cero.
Quiero disponer del poder necesario para ello. Quiero ser el jefe. Sin interferencias de
nadie. Sin mierdas políticas. Sin discusiones de culto. Incluso la voluntad del príncipe
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tendrá que ceder durante toda la duración. No sé si hay una palabra tagliana para lo
que deseo. Tampoco puedo pensar en ninguna palabra rosana. En las Ciudades Joya
el hombre que hace ese trabajo que pido recibe el nombre de «dictador». Lo eligen
por un término de un año. Dile esto.
¿Se sentía feliz el prahbrindrah? Seguro que sí. Casi tan feliz como cualquier
príncipe en esa situación. Empezó a buscar tres pies al gato, intentando enterrarme en
sis, ys y peros. Sonreí mucho.
—Dije que no iba a negociar, Swan. Hablo en serio. La única posibilidad que veo
es que nosotros hagamos lo que se necesita hacer cuando hay que hacerlo, no seis
semanas tarde, después de que las plumas erizadas hayan sido aplanadas, los intereses
especiales hayan dicho todo lo que tienen que decir, y todos los mangoneos se hayan
llevado a cabo.
Mogaba exhibía la más gran sonrisa que jamás le hubiera visto. Se lo estaba
pasando en grande escuchando. Quizá siempre deseó hablarles de este modo a sus
jefes en Gea-Xle.
—Por lo que he oído —dije—, en unas cinco semanas los ríos habrán bajado lo
suficiente como para que los Maestros de las Sombras puedan hacer que sus tropas
crucen el Principal. No tendrán problemas internos que los retrasen. Tendrán todas las
ventajas a su lado excepto la Compañía Negra. Así que si el prahbrindrah desea
conseguir aunque sólo sea un asomo de victoria, tiene que proporcionarme las
herramientas que necesito. Si no lo hace, me voy. Hallaré algún otro camino. No
pienso suicidarme.
Swan tradujo. Mantuvimos nuestro aspecto duro y profesional y testarudo. La
Dama y Mogaba se portaron magníficamente. Pensé que iba a estallar de puros
nervios, pero no lo hice. El prahbrindrah nunca intentó desafiar mi farol. Discutió,
pero nunca tan fuerte como para que yo perdiera el temple y saliera dando un portazo.
Nunca cedí ni un milímetro. Creía honestamente que la única posibilidad, el único
fantasma de una esperanza, residía en una dictadura militar absoluta. Y disponía de
una pequeña voz interior, gracias a Cara de Sapo.
—Hey, Swan. ¿Está esa gente en problemas mayores de los que han admitido?
—¿Qué? —Lanzó una mirada nerviosa al trasgo.
—Tu jefe no está intentando disuadirme de nada. Está discutiendo. Politiqueando.
Perdiendo el tiempo. Tengo la sensación de que en lo más profundo está mortalmente
asustado. Está de acuerdo conmigo. Sólo que no desea tener que hacer la elección
entre dos males. Porque entonces tendrá que vivir con su elección.
—Sí. Quizá. Los Maestros de las Sombras van a mostrarse duros después de lo
que hicimos el verano pasado. Querrán hacer un ejemplo de nosotros.
—Querré a los veteranos de esa operación. Los convertiremos en jefes de pelotón.
Siempre que yo sea el jefe militar.
—Hay una arcaica palabra tagliana que significa señor de la guerra. Tendrás lo
que quieras al respecto. Ha sido discutido en el consejo. A los sumos sacerdotes no
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les gusta, pero no tienen otra elección. Los sacerdotes fueron los primeros a quienes
los Maestros de las Sombras eliminaron cuando se hicieron con el control. Pueden
hacer cualquier trato que tengan que hacer. Están asustados, hombre. Después de que
hayas ganado es cuando tendrás que aprender a preocuparte.
Todo lo que tenía que hacer era sentarme y esperar a que ocurrieran las cosas.
Pero había acudido a la reunión con esa seguridad dada por Cara de Sapo.
El condenado trasgo sonrió y me hizo un guiño.
El día se deslizó hacia la noche y tuvimos que comer de nuevo, pero sellamos
nuestro pacto.
Por primera vez desde Enebro la Compañía tenía una auténtica comisión.
O viceversa.
El prahbrindrah deseaba saber mis planes. No era estúpido. Sabía que Mogaba
había estado trabajando las veinticuatro horas del día.
—Principalmente organizaremos un gran espectáculo de pirotecnia para la
primera banda que cruce el Principal. Pero reclutaremos y entrenaremos para los
tiempos más difíciles, suponiendo que podamos manejar a esa primera banda.
Mientras estamos en ello, tendremos una idea de los recursos disponibles y cómo
emplearlos mejor. Desenraizaremos a los agentes enemigos de aquí e intentaremos
establecer los nuestros propios. Estudiaremos el terreno donde puede tener lugar la
lucha, Swan. No dejo de oír el poco tiempo que queda hasta que los ríos bajen.
¿Cuánto tiempo seguirán bajos? ¿Cuánto tiempo hasta el próximo período de gracia?
Tradujo, luego dijo:
—Pasarán entre seis y siete meses antes de que llueva lo suficiente para cerrar los
vados. Incluso después de que empiece la estación de las lluvias, habrá dos o tres
meses en los cuales serán cruzables parte del tiempo.
—Maravilloso. Llegamos aquí en mitad de la estación segura.
—Más o menos. No podemos contar con más de cinco semanas. Ésa es la peor
estimación.
—Podemos contar con ellas, entonces. Dile que necesitamos un montón de ayuda
del estado. Necesitamos armas, armaduras, monturas, raciones, carromatos, acarreo,
equipo. Necesitamos un censo de todos los hombres entre los dieciséis y los cuarenta
y cinco años, con sus habilidades y ocupaciones. Quiero saber a quién puedo reclutar
si no se presentan voluntarios. Un censo de animales sería útil también. Al igual que
un censo de armas y equipo disponibles. Y un censo de fortificaciones y lugares que
pueden ser usados como fortalezas. Tenéis que saber buena parte de esto del verano
pasado. ¿Escribes la lengua de aquí, Swan?
Tradujo, luego dijo:
—No, no sé escribir el alfabeto. De hecho, nunca he aprendido a leer o escribir
tampoco el rosano. —Sonrió—. Y Fibroso tampoco.
—¿Hoja?
—¿Bromeas?
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—Maravilloso. Encuéntrame a alguien que sepa. No importa que sea uno de los
espías de la radisha. Dos pájaros con una sola piedra. Os quiero a ti y a él pegados a
mí por la cadera hasta que aprenda el lenguaje. De acuerdo. Lo que necesito en estos
momentos es que él difunda la noticia de que los voluntarios deben reunirse en la
plaza Chandri mañana una hora después de amanecer. —La plaza Chandri estaba
cerca de nuestros cuarteles y era una de las más grandes de Taglios—. Deben traer
todas las armas y equipo que posean. Elegiremos dos mil quinientos para empezar a
entrenarlos inmediatamente, y alistaremos al resto para más tarde.
—Puede que seas demasiado optimista.
—Pensaba que esa gente estaba ansiosa por hacer algo.
—Lo está. Pero mañana es un día santo para los cultos gunni. Eso representa
cuatro décimas partes de las clases inferiores. Cuando ellos se sientan nadie puede
hacer nada.
—No hay fiestas en una guerra. Será mejor que empiecen a acostumbrarse a eso
ya mismo. Si no aparecen, malo para ellos. Serán dejados atrás. Dile al príncipe que
difunda la noticia de que quienes se presenten los primeros serán quienes obtengan
mejor trato. Pero todo el mundo empezará desde abajo. Incluso él, si se alista. No sé
cuáles son las estructuras de clases de aquí, ni me importa. Haré que un príncipe
acarree una lanza y nombraré a un granjero jefe de una legión si eso es lo que saben
hacer mejor.
—Ésa actitud va a causar problemas, capitán. Y aunque te elijan dios vas a tener
que andar con cuidado entre los sacerdotes.
—Me ocuparé de ellos si tengo que hacerlo. Probablemente pueda manejar a los
políticos también. Puedo retorcer brazos o alisar pelajes encrespados si tengo que
hacerlo, aunque en general preferiría no hacerlo. Dile al príncipe que se asome de
tanto en tanto por mi cuartel general. Las cosas irán mejor si la gente piensa que él es
parte de lo que está ocurriendo.
Swan y el príncipe intercambiaron palabras. La radisha me lanzó una mirada
escrutadora, luego una sonrisa que decía que sabía tras qué iba yo. El diablo en mí me
hizo guiñarle un ojo.
Su sonrisa se hizo más amplia.
Decidí que tenía que averiguar más acerca de ella. No porque me sintiera atraído
hacia ella, sino porque sospechaba que me gustaría la forma en que pensaba. Me
gusta una persona con una firme actitud cínica.
El viejo Humo, el llamado jefe de bomberos, no hizo nada en toda la tarde salvo
asentir con la cabeza y permanecer despierto. Siendo como soy un cínico, lo aprobé
como oficial público. Los mejores son aquellos que permanecen malditamente fuera
del camino y no se enredan con las cosas. Excepto yo, por supuesto.
—Queda una cosa más por esta noche —le dije a Swan—. La financiación. La
Compañía Negra no es barata. Ni crea, arma, entrena y mantiene un ejército.
Swan sonrió.
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—Eso está cubierto, capitán. Cuando oyeron las primeras profecías de vuestra
llegada empezaron a reunir el dinero. No será un problema.
—Siempre es un problema.
Sonrió de nuevo.
—No podréis gastarlo aunque el cubo no tenga fondo. La Mujer tira de las
cuerdas de la bolsa aquí. Y es famosa por tirar fuerte.
—Estupendo. Pregúntale al príncipe si hay algo más que necesite ahora. Tengo
una tonelada de cosas que hacer.
Hubo otra hora de charla, nada de ello importante, todo ello con el prahbrindrah y
la radisha intentando hacerse una idea de lo que yo estaba planeando, intentando
formarse un cuadro más nítido de mi carácter y mi competencia. Darle a un
extranjero el poder de la vida y de la muerte sobre su estado era una apuesta fuerte
para ellos. Imaginé que yo había hecho algo por ayudar a sus planes internos.
Empecé a ponerme impaciente, pero me sentía orgulloso de mí mismo. Me
controlé.
* * *
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—Tengo varias ideas para desarmar los problemas que surjan de las fricciones
religiosas —dijo Mogaba—. Al menos temporalmente.
—Hablando de lo cual, necesito ocuparme de la chica de ese sacerdote. Un Ojo,
necesito que me respaldes. Adelante, Mogaba.
Su idea era directa. Montaríamos nuestro propio ejército sin tener en cuenta la
religión y lo usaríamos para enfrentarnos a la embestida principal de los Maestros de
las Sombras. Alentaríamos a los cultos a organizar sus propias fuerzas y las
usaríamos para enfrentarnos a las amenazas que surgieran en los vados secundarios.
Pero no renunciaríamos a nuestro mando supremo.
Me eché a reír.
—Tengo la sensación de que estás buscando repetir la debacle del verano pasado
cuando…
—Nada los desarmará más que los fracasos y las exhibiciones de incompetencia.
Creo que deberíamos de darles esta oportunidad.
—Suena bien para mí. Elabora un par de preguntas para los reclutas de modo que
podamos saber sus compromisos religiosos y su tolerancia cuando firmen. ¿Puedes
decirme cómo encontrar a ese Jahamaraj Jah?
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Habían pasado años desde que había practicado la cirugía interna. Antes de empezar
estaba tembloroso y lleno de dudas, pero el hábito no tardó en apoderarse de mí. Mi
mano era firme. Un Ojo contuvo su exuberancia natural y usó juiciosamente sus
talentos para controlar la sangre y amortiguar el dolor.
Mientras me lavaba las manos dije:
—No puedo creer que fuera tan bien. Prácticamente no había hecho nada así
desde que era joven.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Un Ojo.
—Debería. A menos que haya complicaciones. Quiero que lo compruebes cada
día para asegurarnos de que todo va bien.
—Hey, Matasanos. Se me acaba de ocurrir una idea. ¿Por qué no me compras una
escoba?
—¿Qué?
—Cuando no esté ocupado haciendo otra cosa podría barrer el lugar.
—Entonces compraré también una para mí. —Hablé brevemente con los padres
de la niña, a través de Cara de Sapo, explicándoles lo que tenían que hacer. Su
gratitud era abrumadora. Dudaba que durara mucho. La gente es así. Pero cuando iba
a irme le dije al padre:
—Te cobraré por esto.
—Lo que sea.
—No será algo trivial. Cuando llegue el momento.
Comprendió. Su rostro era hosco cuando asintió.
Estábamos a punto de salir a la calle cuando Un Ojo dijo:
—Espera. —Señaló.
Miré a tres murciélagos muertos dispuestos en un perfecto triángulo equilátero.
—Quizá los chicos no estén imaginando cosas. —El aspecto de los cadáveres de
los murciélagos no era limpio.
Un cuervo graznó en algún lugar cercano.
—Aceptaré ayuda allá donde pueda conseguirla —murmuré. Luego, más alto—:
¿Puedes hacer que un murciélago espíe a la gente?
Un Ojo se lo pensó un poco.
—Yo no podría. Pero es posible. Aunque no tienen mucho cerebro.
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—Eso es todo lo que necesitaba saber. —Excepto quién estaba manejando los
murciélagos. Los Maestros de las Sombras, supuse.
Se iniciaron los días de veinticuatro horas. Cuando no estaba preocupado con
alguna otra cosa, intentaba aprender el idioma. Después de que has aprendido los
suficientes resulta fácil. O más fácil, al menos.
Intentamos mantener las cosas sencillas. Todas las evidencias indicaban que los
Maestros de las Sombras utilizarían el vado Ghoja para su cruce principal del río.
Renuncié a la defensa de los otros por parte de los líderes del culto y me concentré en
lo que creía que iba a necesitar para detener la fuerza principal en su camino. Si
conseguían cruzar el río y empezaban a dirigirse al norte, temía encontrarme con una
repetición de la campaña de Swan. Cualquier victoria sería a un precio demasiado
caro.
Empecé formando los cuadros de dos legiones basados en el modelo usado por las
Ciudades Joya en tiempos anteriores, cuando sus ejércitos estaban formados por
ciudadanos con poca experiencia de campo. La estructura de mando era la más
simple posible. La organización era pura infantería. Mogaba era el comandante
general del ejército de a pie y el jefe de la primera legión. Su lugarteniente Ochiba se
ocupaba de la segunda legión. Cada uno tenía a diez nar como suboficiales, y cada
uno de ésos elegía a un centenar de candidatos de entre los voluntarios taglianos. Eso
proporcionaba a cada legión una base de mil hombres que podía expandirse tan
rápido como los nar pudieran enseñarles a andar en línea recta. Mogaba eligió a
Resuello, Garra y Corazón del León para las labores de estado mayor. Yo no sabía
qué hacer con esos tres. Eran voluntariosos, pero tenían poco valor práctico.
Sindawe y el resto de los nar formarían una tercera legión, de entrenamiento y
reserva, que esperaba usar sólo en caso desesperado.
Encargué a Otto, Lamprea, los guardias y los roi que formaran una fuerza de
caballería.
Destellos, Candelas, Cletus y el resto de Ópalo y Berilo se ocuparon de las tareas
divertidas, intendencia e ingeniería. El sobrino de Lamprea terminó asignado a él. Era
otro al que no le veía ninguna utilidad.
Las ideas eran en general recomendaciones de Mogaba, que había elaborado
mientras yo exploraba el sur. Yo no estaba de acuerdo con todas ellas, pero parecía un
pecado malgastar el trabajo que había hecho. Y teníamos que movernos en alguna
dirección. Ahora.
Lo tenía todo configurado. La legión de Sindawe produciría nueva gente para las
dos unidades de cabeza y se desarrollaría más lentamente como una fuerza en sí
misma. No creía que pudiéramos conseguir una fuerza mayor que tres legiones hasta
que hubiéramos desarrollado mucho más talento local.
La Dama, Goblin, Un Ojo y yo nos ocupamos de manejar todo lo demás. Lo
importante y excitante, como tratar con el prahbrindrah y su hermana. Como
establecer una operación de inteligencia para averiguar si había algunos hechiceros
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locales que pudiéramos utilizar. Planear la estrategia. Preparar artefactos. El buen
viejo Mogaba estaba dispuesto a dejarme a mí el trabajo de estado mayor y estrategia.
En realidad, era de la forma en que tenía que ser. El hombre me azaraba con su
competencia.
—Goblin, supongo que deberías ocuparte de la contrainteligencia —dije.
—¡Ja! —exclamó Un Ojo—. Eso le cuadra perfectamente.
—Toma prestado a Cara de Sapo siempre que lo necesites. —El trasgo gimió. No
le gustaba tener que trabajar.
Goblin adoptó una expresión relamida.
—No necesito esa cosa, Matasanos.
No me gustó aquello. El gorgojo iba tras algo. Desde que habíamos vuelto de
nuestra exploración tenía aquella expresión en su rostro. Eso significaba problemas.
Él y Un Ojo podían verse tan implicados en sus peleas que llegaban a olvidar el resto
del mundo.
El tiempo diría lo que se estaba cociendo.
—Lo que tú digas —acepté—. Siempre que hagas tu trabajo. Quiero que
desenmascares a los agentes peligrosos de los Maestros de las Sombras. Que instales
rumores con los que alimentar falsas informaciones. También tenemos que vigilar
atentamente a los sumos sacerdotes. Van a causarnos dolores de cabeza tan pronto
como imaginen cómo. Es la naturaleza humana.
Puse a la Dama a cargo de la escenografía y la planificación. Había decidido ya
dónde enfrentarme al enemigo. Le dije que elaborara todos los detalles. Era mejor
táctico que yo. Había dirigido los ejércitos de un imperio con un asombroso éxito.
Estaba aprendiendo qué partes del trabajo de un capitán hay que delegar. Quizás
el genio resida en elegir a la persona correcta para el trabajo correcto.
Teníamos quizá cinco semanas. Y el tiempo se iba desgranando. Y desgranando.
Y desgranando.
No creía que tuviéramos muchas oportunidades.
* * *
Nadie durmió mucho. Todo el mundo se volvió quisquilloso. Pero así son las cosas en
este negocio. Aprendes a ajustarte a ellas, a comprender. Mogaba no dejaba de
decirme que iba a ser algo grande al final, pero nunca tuve tiempo de revisar sus
preparativos. Lamprea y Otto se sentían menos complacidos con sus progresos. Sus
reclutas procedían de clases que veían la disciplina como algo impuesto sólo sobre
los inferiores. Otto y Lamprea tenían que recurrir a las patadas en el trasero para
mantener en línea a su gente. Vinieron con un par de ideas interesantes, como añadir
elefantes a la caballería. El censo de animales del prahbrindrah había revelado unos
cientos de elefantes de trabajo.
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Pasé mi tiempo yendo de un lado para otro en confusión, más a menudo un
político que un comandante. Evitaba el recurso dictatorial aunque podía emplearlo,
prefería la persuasión, pero dos de los sumos sacerdotes no me dieron elección la
mayor parte de las veces. Si yo decía negro ellos decían blanco, sólo para hacerme
saber que se consideraban lo auténticos jefes de Taglios.
Si hubiera tenido tiempo tan sólo me hubiera irritado con ellos. No lo tenía, así
que decidí no jugar a su juego. Los reuní a ambos y a sus chicos principales, junto
con el prahbrindrah y su hermana, y les dije que no me importaba su actitud, pero que
no iba a tolerarla, y que el programa a partir de entonces iba a ser haz lo que dice
Matasanos o muere. Si no les gustaba eso, podían intentar algo contra mí. Así me
darían la ocasión de asarlos a fuego lento en una de las plazas públicas.
No me hice muy popular.
Era una baladronada, más o menos. Haría lo que hubiera que hacer, pero esperaba
no tener que hacerlo. Mi naturaleza aparentemente violenta debería acobardarles
mientras yo seguía con mi trabajo. No me preocupaban ellos; mi objetivo eran ahora
los Maestros de las Sombras.
Siempre pensando en positivo. Ése soy yo.
Me hubiera muerto de hambre si me hubieran dado una libra de pan por cada
minuto en que pensaba realmente que teníamos una posibilidad.
Las cosas, mientras tanto, iban siguiendo su propio ritmo. Oí rumores de que
algunos de los templos habían cerrado sus puertas por falta de negocio. Otros habían
tenido que dispersar a multitudes furiosas.
Estupendo.
Pero ¿cuánto iba a durar esto? La pasión de esa gente hacia las tonterías
sobrenaturales era mucho más antigua y más arraigada que su pasión por el
militarismo.
—¿Qué demonios ocurrió? —le pregunté a Swan en la primera ocasión que tuve.
Estaba empezando a dominar el idioma, pero no lo bastante rápido como para captar
las sutilezas religiosas.
—Creo que Hoja ocurrió. —Pareció regocijado.
—¿Qué?
—Desde que estoy aquí Hoja ha estado difundiendo tonterías sediciosas acerca de
que los sacerdotes deberían limitarse a cuidar de las almas y del karma y quitar sus
narices de la política. Ha estado vendiendo esto por todas partes. Y cuando supo de tu
confabulación con los sumos sacerdotes se lanzó a las calles y difundió lo que llamó
«la auténtica historia». Ésa gente lo daría todo por sus dioses, será mejor que
recuerdes eso, pero no sienten lo mismo hacia algunos de sus sacerdotes. En especial
los del tipo que los agarran por la bolsa y estrujan.
Me eché a reír. Luego señalé:
—Dile que se calme un poco. Ya tengo bastantes problemas sin una revolución
religiosa.
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—De acuerdo. No creo que tengas que preocuparte por eso.
Tenía que preocuparme por todo. La sociedad tagliana se hallaba bajo una tensión
extrema, aunque se necesitaba alguien de fuera para verlo. Demasiados cambios
demasiado rápido en una sociedad tradicionalista y restrictiva. No había forma de
ajustar los mecanismos convencionales. Salvar Taglios sería como cabalgar un
remolino. Tenía que tener los pies ligeros para mantener la frustración y el miedo
dirigidos hacia los Maestros de las Sombras.
Un Ojo me despertó en mitad de una de mis cabezadas de cuatro horas.
—Jahamaraj Jah está aquí. Dice que tiene que verte ahora mismo.
—¿Ha empeorado su hija?
—Ella está bien. Cree que tiene que pagarte el favor.
—Hazlo entrar.
El sacerdote se deslizó en la habitación con aire furtivo. Hizo una inclinación de
cabeza y agitó inquieto los pies. Me dedicó todos los títulos que un tagliano era capaz
de imaginar, incluido el de sanador. La apendicectomía era una cirugía desconocida
en aquellas partes. Miró a su alrededor como esperando que crecieran orejas de las
paredes. Quizás era un condicionante de su profesión. No le gustó en absoluto ver a
Cara de Sapo.
Eso sugería que alguna gente sabía lo que era el trasgo. Era algo a tener en
cuenta.
—¿Es seguro hablar? —preguntó. Lo comprendí sin necesidad de traducción.
—Sí.
—No debo permanecer aquí mucho tiempo. Me estarán vigilando, saben que
tengo una gran deuda contigo, sanador.
Entonces ve al grano, pensé.
—¿Sí?
—El sumo sacerdote del Shadar, mi superior, Ghojarindi Ghoj, cuyo patrón es
Hada, uno de cuyos avatares es la Muerte. Lo afligiste la otra noche. Ha dicho a los
Hijos de Hada que Hada tiene sed de tu ka.
Cara de Sapo tradujo, y añadió un comentario:
—Hada es la diosa de la Muerte, la Destrucción y la Corrupción del Shadar,
capitán. Los Hijos de Hada son un subculto que se dedica al asesinato y a la tortura.
La doctrina dice que tienen que ser fortuitos e insensatos. Por la forma en que
funcionan las cosas, sin embargo, todos aquellos que mueren van a engrosar la lista
de mierda del sacerdote jefe.
—Entiendo —sonreí ligeramente—. ¿Y quién es tu patrón, Jahamaraj Jah?
Me devolvió la sonrisa.
—Khadi.
—Toda Dulzura y Luz, supongo.
—Infiernos, no, jefe. Es la hermana gemela de Hada. Igual de malditamente
desagradable. Mete sus dedos en plagas, hambrunas, enfermedades, cosas agradables
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como éstas. Una de las grandes disputas entre los cultos del Shadar y Gunni es si
Hada y Khadi son deidades separadas o sólo una con dos caras.
—Me encanta. Apuesto a que la gente se deja matar por ello. Y los sacerdotes me
miran de una forma extraña cuando les digo que no puedo tomarlos en serio. Un Ojo.
¿Crees que supongo correctamente cuando pienso que nuestro amigo de ahí delante
está intentando ayudarse a sí mismo con la excusa de pagar una deuda?
Otto dejó escapar una risita.
—Imagino que planea ser el próximo jefe del Shadar.
Hice que Cara de Sapo se enfocara de lleno en él. No enrojeció. Admitió que era
el sucesor más probable de Ghojarindi Ghoj.
—En ese caso, no pienso que esté haciendo nada excepto seguir sus propios
designios. Dale las gracias pero dile que para mí la deuda todavía sigue en pie. Dile
que si de pronto descubre que es el sacerdote jefe del Shadar, me sentiré realmente
orgulloso si hace que su gente comprenda y él no se muestra demasiado ambicioso
durante un año o dos.
Cara de Sapo se lo dijo. Su sonrisa se evaporó. Sus labios se endurecieron hasta
una fina línea. Pero hizo una inclinación de cabeza.
—Acompáñalo a la calle, Un Ojo. No queremos que se meta en problemas con su
jefe.
Fui a despertar a Goblin.
—Tenemos problemas sacerdotales. Un personaje llamado Ghojarindi Ghok está
lanzando asesinos contra mí. Toma a Murgen, ve a la taberna de Swan, haz que se
ocupe convenientemente del tipo. Necesita ser promocionado a un plano superior. No
tiene que ser nada espectacular, sólo desagradable. Como hacer que se cague encima
hasta morir.
Con un gruñido, Goblin fue en busca de Murgen.
Un Ojo y Cara de Sapo fueron a detectar la presencia de posibles asesinos.
Eran profesionales, pero no lo suficiente como para atravesar la barrera de Cara
de Sapo. Eran seis. Tomé a algunos nar, a los que les encantaba este tipo de cosas, y
los llevaron a una plaza pública y los empalaron.
Ghojarindi Ghoj se fue al oeste al día siguiente. Pereció a causa de un repentino y
espectacular acceso de furúnculos. La lección no pasó por alto a nadie.
La lección, por supuesto, no fue aprendida.
Nadie pareció alterado o disgustado. La actitud era: Ghoj había hecho sus
apuestas y había corrido sus riesgos. Pero la radisha me lanzó algunas miradas
pensativas mientras discutíamos acerca de si yo necesitaba otro millar de espadas y
especialmente de si necesitaba el centenar de toneladas de carbón que había pedido.
En realidad estábamos ya en el estadio de jugar a nuestros respectivos juegos. Yo
había pedido cien toneladas sabiendo que necesitaba diez, pensando en gruñir y en
regatear y en ceder en eso para conseguir las armas.
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Los reclutas proporcionaban sus propios equipos. Las armas financiadas por el
estado que más deseaba eran piezas que no podían ser explicadas a un civil. Yo
mismo tuve bastantes problemas en convencer a Mogaba de que la artillería rodante
ligera podía ser de gran valor.
No estaba seguro de estar convencido yo mismo. Eso dependía de lo que hiciera
el enemigo. Si se comportaban como lo habían hecho antes, la artillería sería una
pérdida de tiempo y energías. Pero el modelo era la legión de las Ciudades Joya. Ésos
tipos arrastraban consigo máquinas ligeras para abrir agujeros en las formaciones
enemigas.
Oh, mierda. Algunas cosas simplemente las solucionas diciendo que yo soy el
jefe y lo hago a mi manera.
A Mogaba no le importaba.
Faltaban diecisiete días, estimaba. La Dama me visitó. Le pregunté:
—¿Estarás preparada?
—Ya casi estoy preparada ahora.
—Un informe positivo entre centenares. Alegras mi vida.
Me dirigió una curiosa mirada.
—He visto a Cambiaformas. Ha estado al otro lado del río. —Un Ojo y Goblin,
en su capacidad de maestros espías, habían tenido poca suerte, sobre todo porque el
Principal era simplemente incruzable. No habían tenido falta de voluntarios.
En cuanto a limpiar Taglios de agentes de los Maestros de las Sombras, no les
había tomado ni diez días. Un puñado de hombrecillos morenos habían mordido el
polvo. Unos pocos taglianos nativos permanecían. Se les alimentaba con buena parte
de la verdad, y sólo las mentiras suficientes como para tentar a sus amos a efectuar su
esfuerzo principal de atravesar el río por donde deseábamos.
—Ah. ¿Y averiguó algo que deseemos oír?
Sonrió.
—Lo hizo. Conseguiste lo que deseabas. Van a traer el grueso de sus fuerzas por
el vado Ghoja. Y ellos no acompañarán a sus ejércitos. No confían lo suficiente los
unos en los otros como para dejar su base desprotegida.
—Hermoso. De pronto tengo la sensación como si tuviéramos alguna
oportunidad. Quizá sólo una entre diez, pero una oportunidad.
—Y ahora la mala noticia.
—Supongo que tenía que llegar. ¿De qué se trata?
—Envían cinco mil hombres extras. Diez mil en la fuerza del Ghoja. Mil en el
Theri y mil en el Vehdna-Bota. El resto cruzará en el Numa. Me dicen que el Numa
es vadeable dos días antes de que lo sea el Ghoja.
—Eso es malo. Pueden tener tres mil hombres tras nosotros cuando golpeen.
—Lo harán a menos que sean estúpidos.
Cerré los ojos y miré el mapa. Numa era donde le había dicho a Jahamaraj Jah
que podía situarse su gente del Shadar. Había reunido dos mil quinientos cultistas
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sólo tras muchos esfuerzos. La mayoría de los shadars deseaban aguardar y unirse a
nuestra fuerza ecuménica. Tres mil veteranos caerían directamente sobre él.
—¿Caballería? —pregunté—. ¿Hacer que Jah vaya a su encuentro en el borde del
agua y haga lo que pueda, luego retroceda y haga que nuestra caballería les golpee
desde el flanco mientras intentan abrirse paso?
—Yo estaba pensando en deslizar hasta allí la legión de Mogaba, aplastarlos,
luego marchar hacia el Ghoja. Pero tienes razón. La caballería será más eficiente.
¿Confías en Otto y Lamprea para manejarla?
No. Estaban teniendo problemas en hacerse cargo de ella. Sin los sanguinarios roi
pateando culos cuando era necesario, su fuerza no era más que un circo itinerante.
—¿Lo quieres? ¿Aceptarías ser comandante de campo?
Me miró duramente.
—¿Dónde has estado?
De acuerdo. Había estado allí lo bastante a menudo.
—¿Lo quieres?
—Si tú quieres que lo acepte.
—Me encanta tu entusiasmo. De acuerdo. Pero no se lo diremos a nadie hasta que
llegue el momento. Y a Jahamaraj Jah no le diremos nada en absoluto. Se esforzará
más si no sabe que viene ayuda.
—De acuerdo.
—¿Alguna otra noticia de nuestro raras veces visto amigo?
—No.
—¿Quién es esa mujer que arrastra siempre con él?
Dudó un momento demasiado largo.
—No lo sé.
—Extraño. Parece como si la hubiera visto antes en alguna parte. Pero no puedo
situarla.
Se encogió de hombros.
—Al cabo de un tiempo todo el mundo llega a parecerse a alguien que has visto
antes.
—¿A quién me parezco yo?
Ni siquiera parpadeó.
—A Gastrar Telsar de Novok Debraken. La voz es diferente, pero el corazón
podría ser el mismo. Él también moralizaba y debatía consigo mismo.
¿Cómo podía discutir? Nunca había oído hablar de aquel tipo.
—Moralizaba demasiado a menudo. Mi esposo lo hizo desollar vivo.
—¿Crees que yo moralizo acerca de Ghoj?
—Sí. Creo que te lo tomas demasiado a pecho. Un beneficio neto. Te has vuelto
lo suficientemente listo como para agarrarlos primero y llorar después.
—Creo que no quiero jugar a este juego.
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—No. No lo harás. Necesito algo de tu tiempo para que los sastres tomen tus
medidas.
—¿Sabes una cosa? Ya tengo un uniforme de gala.
—No como éste. Éste es para intimidar a los esbirros de los Maestros de las
Sombras. Parte del espectáculo.
—Correcto. Lo que tú digas. Puedo trabajar mientras me toman las medidas. ¿Va
a estar Cambiaformas aquí para el show del Ghoja?
—Lo descubriremos de la manera dura. Él no lo dijo. Ya te he dicho que tiene su
propia agenda.
—No me importaría echarle una mirada a esa agenda. ¿Te dio una?
—No. Mogaba va a simular una batalla entre legiones hoy. ¿Vienes?
—No. Voy a ir a arrancarle a la radisha algo más de transporte. Obtuve el carbón.
Ahora necesito llevarlo hasta ahí abajo.
Bufó.
—Las cosas eran diferentes en mi tiempo.
—Tenías más poder.
—Eso es cierto. Enviaré a los sastres y a los probadores.
Me pregunté qué tenía en mente… ¿Qué? ¿Había visto aquello? ¿Qué era?
¿Había sacudido la cola mientras se marchaba? Maldita sea. Mis ojos empezaban a
hacerme ver visiones.
* * *
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—¿Cómo están ahora las cosas?
—Tres mil trescientos en cada. Me pararé a los cuatro mil. De todos modos
entonces ya será tiempo de ponerse en marcha.
—¿Crees que cinco días es suficiente para bajar hasta allí? Son treinta kilómetros
al día para quienes no están acostumbrados a ello.
—Se acostumbrarán. En estos momentos lo están haciendo diez veces al día con
su equipo de campaña.
—Iré a echarles una ojeada esta semana. Lo prometo. Tengo el extremo político
del asunto bastante bien atado. Lamprea. ¿Están preparados tus muchachos?
—Están concienciándose, Matasanos. Han empezado a comprender que hablamos
en serio cuando decimos que estamos intentando mostrarles cómo seguir vivos.
—Es bueno que piensen en ello como en algo más que un juego. Cangilón.
¿Cómo van los tuyos?
—Hemos conseguido cincuenta carros más y podemos ponernos en marcha
mañana, capitán.
—¿Examinaste los bocetos de esa ciudad?
—Sí, señor.
—¿Cuánto tiempo para hacerlo?
—Depende de los materiales. Para la empalizada. Y la mano de obra. Hay que
cavar muchas zanjas. Para el resto, ningún problema.
—Tendrás la mano de obra. El grupo de Sindawe. Bajarán contigo y avanzarán
más tarde, como nuestra reserva. Te diré sin embargo que la situación de los recursos
no es óptima. Terminarás dependiendo más de las zanjas que de la empalizada.
Cletus. ¿Qué hay de la artillería?
Cletus y sus hermanos sonrieron. Parecían orgullosos de sí mismos.
—La tenemos. Seis máquinas móviles, para cada legión, ya terminadas. En estos
momentos estamos entrenando a los equipos.
—Estupendo. Quiero que vayáis con los intendentes y los ingenieros y echéis una
mirada a esa ciudad. Poned algunas de las máquinas en ella. Cangilón, será mejor que
tus hombres salgan tan pronto como puedas. Las carreteras van a ponerse fatales. Si
realmente necesitas más carros quítaselos a los ciudadanos. Sé más rápido que yo
intentando arrancárselos a la radisha. Bien, ¿no hay nadie que salga con algo que
pueda ponerme nervioso? Ya sabéis que no soy feliz a menos que me preocupe por
algo.
Me miraron inexpresivos. Finalmente Murgen estalló:
—¿Vamos a enfrentarnos a sus diez mil con nuestros ocho? ¿No es eso suficiente
preocupación? ¿Señor?
—¿Diez mil?
—Ése es el rumor. Que los Maestros de las Sombras incrementaron la fuerza
invasora.
Miré a la Dama. Se encogió de hombros. Dije:
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—Tenemos una inteligencia poco fiable en este asunto. Pero seremos más de ocho
mil con la caballería. Con Sindawe, en realidad los superaremos en número.
Tendremos la mejor posición en el campo. Y tengo uno o dos trucos en la manga.
—¿Ése carbón? —preguntó Mogaba.
—Entre otras cosas.
—¿Nos las dirás?
—No. Las noticias corren enseguida. Si nadie excepto yo lo sabe no podré culpar
a nadie excepto a mí mismo si el otro bando se entera.
Mogaba sonrió. Me comprendía demasiado bien. Simplemente deseaba
guardarme las cosas para mí mismo.
Mis comandantes son así, a veces.
Mis predecesores nunca le dijeron nada a nadie hasta que era el momento de
saltar.
Más tarde, le pregunté a la Dama:
—¿Qué opinas?
—Creo que van a saber lo que es una auténtica lucha. Todavía tengo muchas
dudas acerca de ganar, pero quizá seas mejor capitán de lo que quieres admitir. Has
puesto a cada hombre donde puede hacer más bien.
—O menos mal. —Resuello y el sobrino de Lamprea todavía no me habían
demostrado que fueran buenos para algo.
* * *
Siete días todavía para la fecha límite. Los intendentes e ingenieros y la legión de
reserva de Sindawe habían partido hacía dos días. Los jinetes correo que llegaban
informaban de su avance como decepcionante. Los caminos estaban muy mal. Pero
recibían ayuda de la gente a lo largo del camino. En algunos lugares las tropas y los
locales cargaban con las cosas mientras los equipos arrastraban los carros vacíos por
el lodo.
Íbamos a conseguir algo de gracia. Todavía seguía lloviznando cuando hubiera
debido de parar hacía una semana. Los informes indicaban que los vados estaban
todavía demasiado altos como para poder cruzarlos. Los observadores calculaban que
teníamos al menos cinco días extras.
Se lo dije a Mogaba, que necesitaba tiempo más que nadie. Gruñó que su máximo
logro hasta la fecha era que había enseñado a sus tropas a marchar en línea recta.
Pensé que aquélla era la lección crítica. Si podían mantener el orden en el campo
de batalla…
No me sentía cómodo con el regalo de tiempo extra. A medida que moría cada
día, y recibía más informes de los problemas que estaba teniendo el grupo de
avanzada, me ponía más y más ansioso.
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Dos días antes de nuestra partida planeada originalmente pregunté a Mogaba:
—¿Te has relajado algo a causa del tiempo extra?
—No.
—¿No te ha relajado en absoluto?
—No. Si partimos cinco días más tarde, serán cinco días más de preparación.
—Bien. —Me recliné en mi silla.
—Estás preocupado.
—Ése lodo. Hice que Cara de Sapo fuera a explorar. Sindawe se halla todavía a
treinta kilómetros de Vejagedhya. ¿Qué ocurrirá si ocurre lo mismo con los demás?
Asintió con la cabeza.
—¿Estás pensando en partir antes?
—Estoy considerando seriamente en partir como habíamos planeado
originalmente. Sólo para asegurarnos. Si llegamos antes podremos descansar y quizás
entrenarnos un poco más bajo condiciones de campaña.
Asintió con la cabeza. Luego me tomó por sorpresa.
—A veces juegas a las corazonadas, ¿verdad?
Alcé una ceja.
—Te he estado observando desde Gea-Xle. Estoy empezando a comprender cómo
funciona tu mente, creo. Y a veces pienso que no te comprendes lo suficiente a ti
mismo. Llevas preocupado toda la semana. Eso es señal de que tienes una corazonada
intentando abrirse camino. —Se levantó de la silla—. Actuaré sobre la suposición de
que adelantarás la partida.
Se fue. Pensé en él sabiendo cómo funcionaba mi mente. ¿Debía sentirme
halagado o amenazado?
Fui a una ventana, la abrí, miré al cielo nocturno. Vi estrellas entre las deslizantes
nubes. Quizás el ciclo de lloviznas había terminado. O tal vez tan sólo era otra pausa.
Volví al trabajo. Mi actual proyecto, tomado al azar, era uno en el que estaba
trabajando con Cara de Sapo. Intentábamos imaginar lo que les había ocurrido a los
libros que faltaban en todas las bibliotecas de la ciudad. Yo tenía la idea de que algún
oficial anónimo se los había llevado subrepticiamente al palacio del prahbrindrah. La
cuestión era, ¿cómo llegar hasta ellos? ¿Invocar mis poderes como dictador?
—Ignora el río.
—¿Qué? —Miré a mi alrededor—. ¿Qué demonios?
—Ignora el río.
Había un cuervo en el alféizar de la ventana. Otro se había posado a su lado.
Entregó el mismo mensaje. Los cuervos son listos. Pero sólo para un cerebro de
pájaro. Pregunté de qué estaban hablando. Simplemente dijeron que ignorara el río.
Hubiera podido someterlos al potro y no me hubieran dicho más.
—De acuerdo. Lo he captado. Ignora el río. Ahora fuera.
Cuervos. Todo el tiempo los malditos cuervos. Estaban intentando decirme algo,
seguro. ¿Qué? Me habían advertido antes. ¿Estaban diciendo que no debía prestar
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atención al escenario del río?
Ésa era mi inclinación de todos modos, debido al lodo.
Fui a la puerta y grité:
—¡Un Ojo! ¡Goblin! Os necesito.
Se mostraron hoscos, y se mantuvieron muy aparte el uno del otro. No era una
buena señal. Estaban peleándose de nuevo. O preparándose para ello. Había
transcurrido tanto tiempo desde que había bajado la presión que podía convertirse en
un gran estallido.
—Ésta noche es la noche, muchachos. Ocupaos del resto de los agentes de los
Maestros de las Sombras.
—Creí que teníamos algo de tiempo extra —protestó Un Ojo.
—Podíamos tenerlo. O no. Quiero hacerlo ahora. Encargaos de ello.
—Sí, vuestra dictadura, señor —murmuró Goblin en un soplo. Le lancé una
mirada ominosa. Se marchó. Fui a la ventana y contemplé el clarear del día.
Tenía la sensación de que las cosas estaban yendo demasiado bien.
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Los Maestros de las Sombras se reunieron tan apresuradamente que la prisa los dejó
exhaustos. El encuentro había sido fijado días antes, pero mientras viajaban había
resonado un grito diciendo que era demasiado tarde para los movimientos lentos y
cómodos.
Estaban en el lugar de la charca y de las dimensiones y formas inciertas. La mujer
sacudía inquieta la cabeza. Su compañero estaba agitado. El que hablaba muy raras
veces fue el que habló primero:
—¿Cuál es el pánico?
—Nuestros recursos en Taglios han sido exterminados. Todos menos los más
nuevos. Tan de pronto como esto. —La mujer hizo chasquear los dedos.
Su compañero dijo:
—Están a punto de emprender la marcha.
La mujer:
—Sabían quiénes eran nuestros recursos. Lo cual significa que todo lo que
averiguamos a través de ellos es sospechoso.
Su compañero:
—Tenemos que avanzar antes de lo que habíamos planeado. No podemos
concederles ni un minuto más de lo necesario.
El que hablaba poco preguntó:
—¿Hemos sido descubiertos?
La mujer:
—No. Tenemos el recurso más próximo al núcleo aún sin detectar, aunque en su
mayor parte inefectivo. No ha informado de la menor sospecha.
—Deberíamos reunir las tropas. No deberíamos dejar nada al azar de la batalla.
—Ya hemos discutido esto antes. No. No nos arriesgaremos. No hay razón alguna
para pensar que tengan ninguna posibilidad contra nuestros veteranos. He añadido
cinco mil hombres a las fuerzas de invasión. Eso es suficiente.
—Hay otra cosa. Lo que nos ha llamado ahora aquí.
—Sí. Nuestro camarada de Lugar de las Sombras y Atalaya no está tan
obsesionado por el sur como nos ha hecho creer. Infiltró a alguna de su gente en
territorio tagliano el año pasado. Atacaron a los líderes de la Compañía Negra. Y
fracasaron abismalmente. Sus esfuerzos sirvieron tan sólo para un propósito…, aparte
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de traicionarle. Me dieron una oportunidad de insinuar nuestro recurso superviviente
en las filas enemigas.
—Entonces, cuando nos reunamos de nuevo con él, podemos ponerlo todo al
descubierto.
—Quizá. Si parece apropiado. De todo este esfuerzo surge una noticia. Dorotea
Senjak está con ellos.
Siguió un largo silencio. Finalmente, el que hablaba muy pocas veces observó:
—Eso sólo explica por qué nuestro amigo envió en secreto hombres al norte.
Cuánto debía querer poseerla.
—Por más razones que las obvias —respondió la mujer—. Parece haber una
relación con el capitán de la Compañía. Ella sería un valioso recurso si esa relación es
lo bastante fuerte como para ser manipulada.
—Ella tiene que morir tan pronto como sea posible.
—¡No! Debemos capturarla. Si él puede usarla, también podemos nosotros.
Pensad en lo que sabe. En lo que es. Puede tener la llave para gobernar el mundo de
él y para cerrar el portal. Puede que carezca de sus poderes, pero no ha perdido sus
recuerdos.
El que hablaba raras veces se echó a reír. Su risa era tan alocada como la oída en
Atalaya. Estaba pensando en que cualquiera podía utilizar los recuerdos de Dorotea
Senjak. ¡Cualquiera!
La mujer reconoció aquella risa, comprendió lo que estaba pasando por su mente,
supo que ella y sus compañeros deberían proceder muy cautelosamente. Pero fingió
no ver. Preguntó a su compañero:
—¿Has contactado al de los pantanos?
—No quiere tener nada que ver con nosotros o nuestros problemas. Está contento
con su húmedo y fétido pequeño imperio. Pero cederá.
—Bien. ¿Estamos todos de acuerdo? ¿Avanzamos los planes?
Todas las cabezas asintieron.
—Enviaré inmediatamente las órdenes.
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No había sido un buen día. Y no mejoró porque el sol se pusiera. La mejor noticia
había sido Cara de Sapo informando de que Sindawe había alcanzado Vejagedhya. La
mala siguió casi inmediatamente. No había material para fortificar la ciudad. Habría
que conformarse con una zanja.
Pero el terreno estaba tan empapado que las paredes de la zanja no dejaban de
derrumbarse.
Oh, bueno. Si los dioses estaban contra nosotros estaban contra nosotros. Por
mucho que nos retorciéramos en el anzuelo no conseguiríamos cambiar nada.
Iba a derrumbarme en la cama cuando entró precipitadamente Murgen. Yo estaba
tan cansado que veía doble. Dos de ellos no mejoró el estado del universo.
—¿Qué ocurre ahora? —gruñí.
—Quizás un gran problema. Goblin y Un Ojo están en la taberna de Swan,
borrachos hasta el culo, y ya han empezado. No me gusta como huele el asunto.
Me levanté, resignado a otra noche sin sueño. La cosa llevaba cociéndose
demasiado tiempo. Podía escaparse de las manos.
—¿Qué es lo que están haciendo?
—Hasta ahora lo de siempre. Pero esta vez no es divertido. Hay una subcorriente
de perversidad. Sea como sea, huele como si alguien pudiera resultar herido.
—¿Están preparados los caballos?
—He dado la orden.
Agarré la vara de oficial que algún nar me había arrojado cuando nos acercamos a
Gea-Xle. No había ninguna razón especial para ello excepto que era lo más adecuado
que vi cerca para golpear cabezas.
Los cuarteles estaban tranquilos cuando los cruzamos. Los hombres captaban que
se cocía algo. Mogaba y la Dama se habían unido al desfile. Murgen explicó el asunto
mientras ellos maldecían a los mozos de cuadra taglianos para que prepararan otros
dos caballos.
Que la pelea se había escapado de las manos resultó obvio a varias calles de
distancia. Los fuegos iluminaban la noche. Los taglianos empezaban a salir de sus
casas para ver qué estaba ocurriendo.
Los hechiceros habían salido a la calle delante de la taberna de Swan. Ésta había
sido incendiada. Los fuegos lamían la calle arriba y abajo, ninguno importante, sólo
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focos mordisqueando las fachadas de los edificios, prueba de la errante puntería de un
par de hechiceros borrachos.
Ésas mierdecillas incordiantes estaban teniendo dificultades en sostenerse en pie,
y más aún en disparar en línea recta. Así que quizá los dioses tienen compasión de los
locos y los borrachos. De haber estado sobrios se hubieran matado el uno al otro.
Había cuerpos inconscientes tendidos por todas partes. Swan y Mather y Hoja y
algunos hombres de la Compañía estaban entre ellos. Habían intentado parar la pelea
y recibido el merecido por su esfuerzo.
Un Ojo y Goblin estaban escalando. Un Ojo tenía ante él a un Cara de Sapo de
aspecto apenado enfocado sobre Goblin. Goblin tenía algo parecido a una serpiente
negra de humo que estaba creciendo y brotando de la bolsa de su cinturón. Estaba
intentando ir más allá de Cara de Sapo. Cuando las dos cosas iniciaron un cuerpo a
cuerpo un aguacero de luz bañó la calle, revelando a un cierto número de taglianos
acurrucados, contemplando la escena desde una relativa seguridad.
Me detuve antes de que repararan en mí.
—Dama. ¿Qué es esa cosa que Goblin se ha sacado de la bolsa del cinturón?
—No puedo decirlo desde aquí. Algo que no debería de haber sacado. Algo para
enfrentar a Cara de Sapo, que debería de haber supuesto que había salido del saco de
trucos de Un Ojo.
Había habido momentos en los que yo había pensado lo mismo. No parece
razonable que puedas entrar en una tienda y comprar a un Cara de Sapo que tienen en
una estantería. Pero eso no había preocupado a Un Ojo, y él era el experto.
Cara de Sapo y la serpiente se enzarzaron a mitad de camino entre sus amos.
Empezaron gruñendo y tensándose y gritando y saltando y golpeando. Me pregunté
en voz alta:
—¿Es eso lo que Goblin trajo del campo?
—¿Qué?
—La primera vez que lo vi después de su lucha con los tipos morenos dirigiendo
las sombras tenía esta expresión relamida en su rostro. Como si finalmente tuviera
algo con lo que azotar al mundo.
La Dama se lo pensó unos momentos.
—Si lo tomó de los hombres de los Maestros de las Sombras podría ser una
trampa. Cambiaformas nos lo dirá seguro.
—No está aquí. Supongámoslo.
El último fuego se extinguió por sí mismo. Goblin y Un Ojo se mostraron
totalmente preocupados. Un Ojo tropezó con los cordones de sus propias botas. Por
un momento pareció como si Goblin tomara la delantera. Cara de Sapo apenas
devolvía los ataques de la serpiente.
—Ya basta. No podemos pasarnos sin ellos, por mucho que me gustaría
enterrarlos a ambos y terminar de una vez con todo esto. —Espoleé mi caballo.
Goblin era el que estaba más cerca. Apenas empezó a darse la vuelta. Me incliné y
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golpeé su cabeza. No me preocupé en contemplar el resultado. Ya iba a por Un Ojo.
Le golpeé también en un lado de su cabeza.
Me volví para una segunda carga pero la Dama, Mogaba y Murgen se habían
hecho cargo. La batalla entre Cara de Sapo y la serpiente murió. Pero ellos no. Se
miraron el uno al otro desde tres metros de pavimento.
Desmonté.
—Cara de Sapo. ¿Puedes hablar? ¿O estás tan loco como tu amo?
—Él está loco, capi, no yo. Pero estoy bajo contrato. Debo hacer lo que él diga.
—¿De veras? Cuéntame eso. ¿Qué es esa cosa que ha salido de la bolsa de
Goblin?
—Una especie de trasgo. En otra forma. ¿Dónde lo encontró, capi?
—Eso me pregunto yo. Murgen, comprueba a los que están tendidos en la calle.
Ve si alguno de ellos está realmente herido. Mogaba, arrastra a esas mierdecillas hasta
aquí. Voy a dar unos cuantos coscorrones bien dados.
Los arrastramos lado a lado, con la Dama y Mogaba sujetándolos por la parte de
atrás del cuello de su ropa. Empezaron a volver en sí. Murgen vino para decir que
ninguno de los hombres inconscientes estaba herido.
Eso ya era algo.
Un Ojo y Goblin alzaron la vista hacia mí. Caminé de un lado para otro,
golpeando la vara contra la palma de mi mano. Mi paso de dictador. Me volví
bruscamente hacia ellos.
—La próxima vez que ocurra esto voy a ataros a los dos dentro de un saco, cara a
cara, y lo arrojaré al río. Se me ha acabado la paciencia. Mañana, mientras vuestras
resacas aún estén matándoos, vais a venir aquí y a reparar todo el daño que habéis
causado. Los gastos saldrán de vuestros bolsillos. ¿Habéis entendido?
Goblin parecía un poco contrito. Consiguió esbozar un leve asentimiento con la
cabeza. Un Ojo no respondió.
—¿Un Ojo? ¿Te apetece otro golpe en la sesera?
Negó con la cabeza, luego asintió. Lúgubremente.
—Bien, veamos. Goblin. Ésa cosa que te trajiste del campo. Las probabilidades
son de que pertenezca a los Maestros de las Sombras. Una trampa. Antes de que te
vayas a la cama la quiero metida en un frasco o en alguna otra cosa que cierre bien y
enterrada. Profundamente.
Sus ojos se abrieron mucho.
—Matasanos…
—Ya me has oído.
Un furioso, casi rugiente siseo llenó la calle. Aquélla cosa como una serpiente se
arrastró por el pavimento y se lanzó contra mí.
Cara de Sapo avanzó desde un lado y la desvió.
Presas de un repentino, ebrio y desorbitado pánico, tanto Goblin como Un Ojo
intentaron controlarla. Yo retrocedí. Fueron unos locos tres minutos antes de que
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Goblin consiguiera meterla de nuevo en su bolsa. Se dirigió tambaleante a lo que
quedaba de la taberna de Swan. Un minuto más tarde salía llevando una jarra de vino
bien tapada. Me miró con una mirada curiosa.
—La enterraré, Matasanos. —Sonaba azarado.
Un Ojo se estaba serenando también. Inspiró profundamente.
—Le echaré una mano.
—Correcto. Intenta no hablar demasiado. No empecéis de nuevo.
Parecía azarado también. Lanzó a Cara de Sapo una mirada pensativa. Observé
que no se llevaba consigo al trasgo para que hiciera el trabajo pesado.
—¿Y ahora qué? —preguntó Mogaba.
—Me da retortijones sólo el pensarlo, pero contamos con sus consciencias para
que se mantengan en línea. Por el momento. Si no los necesitara tanto convertiría esto
en una noche que recordaran todo el resto de sus vidas. No necesito nada de esta
mierda. ¿De qué te ríes?
La Dama no dejó de reír.
—A una escala menor, pero es lo mismo que yo intentando sujetar las riendas de
los Diez Que Fueron Tomados.
—¿De veras? Quizá sí. Murgen, tú estabas ahí fuera bebiendo, de modo que
termina de recoger los pedazos. Yo voy a ver si puedo dormir un poco.
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Era peor de lo que pensé que sería. El lodo parecía no tener fondo. El primer día fuera
de Taglios, tras un desfile lleno de vítores, hicimos veinte kilómetros. No me sentí
desesperado. Pero el camino estaba mejor cuanto más cerca de la ciudad. Después
empeoró. Dieciocho kilómetros al segundo día, trece cada uno de los tres días
siguientes. Conseguimos este buen tiempo sólo porque teníamos con nosotros los
elefantes.
El día que deseaba alcanzar el vado Ghoja estaba aún a cincuenta kilómetros de
distancia.
Entonces llegó Cambiaformas, en su forma de lobo, surgiendo a saltos de los
páramos.
Las lluvias habían terminado pero el cielo seguía cubierto, de modo que el suelo
no se secaba. El sol no era un aliado.
Cambiaformas llegó con un compañero más pequeño. Parecía como si su
aprendiz suplente lo hubiera atrapado en pleno cambio.
Pasó una hora con la Dama antes de que siguiéramos. Luego se alejó al galope.
La Dama no pareció alegre.
—¿Malas noticias?
—Las peores. Parece que nos la han jugado.
No traicioné la súbita tensión en mis entrañas.
—¿Qué?
—Recuerda el mapa del Principal. Entre el Numa y el Ghoja hay esa zona baja
que se inunda.
Lo recordé. A lo largo de dieciocho kilómetros el río discurría a través de una
zona flanqueada por llanuras que se inundaban cada vez que el río subía más de unos
pocos palmos. En su punto más álgido podía alcanzar los veintidós kilómetros de
ancho, con la parte más honda en el lado sur. Ésa llanura se convierte en un gran
embalse, y ésa es la razón por la cual el vado de Numa es practicable antes que el de
Ghoja. Pero lo último que había oído era que se hallaba drenado en su mayor parte.
—Lo sé. ¿Qué hay con ello?
—Desde que tomaron la orilla sur, los Maestros de las Sombras han estado
construyendo un dique, desde el extremo inferior del río, justo a lo largo de la orilla
normal. Es algo de lo que se ha hablado desde hace mucho tiempo. El prahbrindrah
deseaba hacerlo, para reclamar la llanura para la agricultura. Pero no pudo costear los
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trabajos. Los Maestros de las Sombras no tienen este problema. Tienen a cincuenta
mil prisioneros trabajando en ello, taglianos que no cruzaron el río el año pasado y
enemigos de sus antiguos territorios. Nadie le prestó ninguna atención porque el
proyecto es una de esas cosas que cualquiera que pudiese haría.
—¿Pero?
—Pero. Han prolongado el dique unos doce kilómetros hacia el éste. No es un
trabajo tan enorme como suena porque sólo necesita tener unos tres metros de alto.
Cada ochocientos metros han situado una gran zona rellenada, quizá de ciento
cincuenta metros de lado, como torres a lo largo de un muro. Mantienen a los
prisioneros acampados allí, y utilizan las plataformas para almacenar los materiales.
—No veo adonde quieres ir a parar.
—Cambiaformas observó que han dejado de prolongar el dique pero que siguen
acumulando materiales. Entonces imaginó por qué. Van a represar el río,
parcialmente. Sólo lo suficiente para desviar el agua a la llanura inundable, de modo
que puedan hacer bajar el nivel en el vado Ghoja más pronto de lo que esperamos.
Pensé en ello. Era un maldito asunto, y enteramente práctico. La Compañía había
hecho uno o dos trucos con los ríos en sus tiempos. Todo lo que se necesitaba era
concederles un día. Si conseguían cruzar sin que nadie se les enfrentara estábamos
hundidos.
—Los jodidos bastardos. ¿Podemos llegar allí a tiempo?
—Quizá. Incluso es probable, considerando que no aguardaste a abandonar
Taglios. Pero al ritmo al que vamos llegaremos justo a tiempo y estaremos agotados
para luchar en el lodo.
—¿Han empezado ya a represar?
—Han empezado esta mañana, dice Cambiaformas. Debería tomarles dos días
completar la obra, y uno más desviar la suficiente agua.
—¿Afectará esto al Numa?
—No durante una semana. El agua seguirá bajando por ahora. Cambiaformas
calcula que cruzarán por el Numa el día antes de que lo hagan por el Ghoja.
Nos miramos mutuamente. Ella vio lo mismo que yo. Los Maestros de las
Sombras nos habían robado lo que yo tenía en mente para la noche antes del Ghoja.
—¡Malditos sean!
—Lo sé. Siendo este lodo lo que es, tendré que partir hoy para llegar allí a
tiempo. Probablemente no podré volver a tiempo al Ghoja. Utiliza a Sindawe en
nuestro lugar. Ésa ciudad es una pérdida de tiempo después de todo.
—Tendré que moverme más aprisa de algún modo.
—Abandona los carros.
—Pero…
—Deja a los ingenieros y los de intendencia atrás. Deja que consigan el mejor
tiempo que puedan. Les dejaré los elefantes. De todos modos a mi no me sirven. Haz
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que cada hombre cargue con algo extra. Lo que sea más práctico. Incluso los carros
pueden llegar allí a tiempo si no se paran en Vejagedhya.
—Tienes razón. Pongámonos manos a la obra. —Reuní a mi gente y les expliqué
lo que íbamos a hacer. Una hora más tarde contemplé cómo la Dama y la caballería
desfilaban hacia el sudeste. La gruñente infantería de Mogaba, con cada hombre
cargado con ocho kilos extras, empezaron a chapotear hacia el Ghoja.
Incluso el viejo señor de la guerra llevaba su carga extra.
Me alegró haber tenido la precaución de enviar el grueso del material varios días
antes.
Caminé con el resto de los hombres. Mi caballo cargaba con cien kilos de
pertrechos y parecía humillado por la experiencia. Un Ojo gruñía a mi lado. Había
enviado a Cara de Sapo a explorar en busca de líneas de avance allá donde el terreno
pudiera resistir al menos nuestro avance.
No dejaba de mirar a la Dama. Me sentía hueco, vacío. Ambos habíamos llegado
a pensar en la noche antes de la batalla del Ghoja como la noche. Y ahora eso no
podría ser.
Sospechaba que nunca podría ser. Siempre había algo que se interponía en el
camino. Quizás había dioses que fruncían el ceño ante la idea de que admitiéramos y
consumáramos lo que sentíamos por dentro.
Sífilis para ellos y para todos sus hijos ilegítimos.
Algún día, maldita sea. Algún día.
Pero ¿qué entonces? Entonces tendríamos que renunciar a un montón de
pretextos. Entonces tendríamos que enfrentarnos a algunas cosas, decidir algunas
cosas, examinar las posibilidades e implicaciones de algunos compromisos.
Aquél día no pasé mucho tiempo pensando en salvar Taglios.
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Tomad un poco de terreno y empapadlo realmente, todo el camino hasta el mismo
núcleo de la tierra. Horneadlo unos cuantos días bajo un cálido sol. ¿Qué es lo que
conseguís?
Insectos.
Se alzaron en nubes cuando me deslicé sobre la cresta que dominaba el vado
Ghoja. Los mosquitos deseaban alimentarse. Los pequeños bichos simplemente
deseaban establecer su campamento en mi nariz.
La hierba había crecido desde la última vez. Ahora tenía medio metro de alto.
Deslicé mi espada hacia adelante y la aparté. Matasanos, Sindawe, Ochiba, Goblin y
Un Ojo hicieron lo mismo.
—Hay una gran multitud ahí fuera —dijo Un Ojo.
Lo habíamos sabido por anticipado. Podías oler sus fuegos de campaña. Mis
propias tropas comían frío. Si esos tipos todavía no sabían que estábamos allí, yo no
iba a gritarles y hacérselo saber.
Multitud era una palabra operativa. Ésa cuadrilla era indisciplinada y
desordenada, acampada en una extensión tan grande que empezaba en la puerta de la
fortaleza y se extendía hacia el sur a lo largo del camino.
—¿Qué piensas tú, Mogaba?
—A menos que sea un espectáculo para engañarnos, tenemos una posibilidad. Si
los mantenemos a ese lado de la cresta. —Se inclinó unos centímetros hacia adelante,
examinó el terreno—. ¿Estás seguro de que me quieres a la izquierda?
—Estoy suponiendo que tu legión es la más preparada. Pon la de Ochiba a la
derecha arriba en el terreno más inclinado. La tendencia natural es que un ataque
debe de empujar en la dirección que parece más fácil.
Mogaba gruñó.
—Si empujan mucho contra uno de vosotros sin empujar al otro, se abren a un
intenso fuego de enfilada y de zigzag. Si la artillería consigue llegar hasta aquí. Voy a
plantar parte aquí y el resto abajo en este pequeño promontorio de ahí. Para que
abarquen ambos lados. Tanto como le permita su ángulo de tiro. —La unión entre las
legiones sería en el camino que dividía el campo—. También debería de ser un buen
terreno de caza para los arqueros y las jabalinas.
Mogaba volvió a gruñir.
—Los planes son efímeros cuando empieza a cantar el acero.
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Me giré de lado, le miré directamente.
—¿Resistirán los nar?
Su mejilla se crispó. Sabía lo que quería decir aquello.
Excepto aquella cosa en el río, que había sido un espectáculo completamente
distinto, los hombres de Mogaba no habían visto un auténtico combate. Yo no lo
había descubierto hasta hacía poco. Sus antepasados habían dominado de tal modo
Gea-Xle y sus vecinas que simplemente tenían que producir el menor sonido para
mantener a raya las cosas. Ésos nar todavía creían que eran lo mejor que había
existido nunca, pero eso no había quedado demostrado en un auténtico campo de
batalla.
—Resistirán —dijo Mogaba—. ¿Pueden hacer alguna otra cosa? ¿Si el terror
convierte sus espinazos en agua? Se han jactado de lo contrario.
—De acuerdo. —Los hombres harán cosas malditamente estúpidas sólo porque
han dicho que las harían.
¿Y el resto de mi gente? La mayoría eran veteranos, aunque pocos habían estado
metidos en algo así. Se habían desenvuelto bien en el río. Pero no puedes estar seguro
de lo que hará un hombre hasta que lo hace. Yo no estaba seguro ni de mí mismo.
Había estado entrando y saliendo de batallas durante toda mi vida, pero he visto
viejos veteranos romperse.
Y yo nunca había sido un general. Nunca había tenido que tomar decisiones con
la seguridad de que iban a costar vidas. ¿Tenía la dureza interior que se necesita para
enviar a los hombres a una muerte segura para conseguir unas metas más grandes?
Era tan nuevo en mi papel como el más verde de los soldados taglianos.
Ochiba gruñó. Aparté la hierba.
Una docena de hombres se acercaban al vado por el lado sur. Hombres bien
vestidos. ¿Los capitanes enemigos?
—Un Ojo. Haz que Cara de Sapo haga un poco de escucha.
—Ahora mismo. —Se deslizó hacia un lado.
Goblin me lanzó una blanda mirada que ocultaba una intensa irritación. Un Ojo
había conservado su juguete y él no. Yo tenía mis favoritos. Niños. ¿No significaba
ninguna diferencia el que aquella maldita serpiente casi me hubiera matado?
Cara de Sapo regresó.
Vendrían por la mañana. A primera hora. No esperaban resistencia. Se ufanaban
de lo que iban a hacerle a Taglios.
Hice difundir la noticia.
Aquélla noche nadie iba a dormir mucho.
¿Estaba suficientemente preparado mi pequeño ejército? Veía a mi alrededor gran
cantidad de la ansiedad que se produce antes de la hora de la sangre, pero también
una ansiedad inusual en los soldados vírgenes. Ésos taglianos sabían que las
probabilidades estaban en contra. Así que, ¿cómo era que estaban confiados frente a
un probable desastre?
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Me di cuenta de que no comprendía lo suficiente su cultura.
Rebusca en el viejo saco de trucos, Matasanos. Juega al juego del capitán. Paseé
recorriendo el campamento, atendido por cuervos como siempre, hablando a un
hombre aquí, otro hombre allí, escuchando una anécdota acerca de una esposa o un
niño pequeño. Era la primera vez que muchos me veían desde tan cerca.
Intenté no pensar en la Dama. Costaba sacármela de la mente.
Mañana cruzarían el Ghoja. Eso significaba que habían cruzado el Numa hoy.
Ella podía estar luchando en estos momentos. O podía haber retrocedido. O podía
estar muerta. Tres mil soldados enemigos podían estar corriendo a situarse detrás de
mí.
A última hora de aquella tarde empezaron a llegar los carros. Sindawe vino de
Vejagedhya. Mi espíritu se elevó un poco. Podría intentar mi pequeño truco después
de todo.
Los rezagados no dejaron de llegar durante toda la noche.
Si perdíamos la lucha lo perderíamos todo. No habría forma de salir de allí en
todo aquel lodo.
Un Ojo mantuvo a Cara de Sapo yendo de un lado a otro del río. Para muy poca
cosa. La estrategia del enemigo era cruzar el río. Nada más allá de ello. No te
preocupes de las mulas, simplemente carga el carro.
Tras la caída de la noche me senté en la húmeda hierba y contemplé los fuegos
arder al otro lado. Quizá me adormecí un poco, intermitentemente. Cada vez que
alzaba la vista observaba que las estrellas habían recorrido otro segmento de arco en
su giro…
Me despertó una presencia. Una frialdad. Un temor. No oí nada, no vi nada, no olí
nada. Pero supe que estaba allí. Susurré:
—¿Cambiaformas?
Una gran masa se aposentó a mi lado. Me sorprendí a mí mismo. No estaba
asustado. Aquél era uno de los dos más grandes hechiceros supervivientes en el
mundo, uno de los Diez Que Fueron Tomados que habían hecho casi invencible el
imperio de la Dama, un monstruo terrible y loco. Pero no tenía miedo.
Incluso observé que no olía tan mal como solía hacerlo. Debía de estar
enamorado.
—Vienen con la luz —dijo.
—Lo sé.
—No tienen nada de hechicería. Sólo la fuerza de las armas. Puedes conquistar.
—Esperaba poder hacerlo. ¿Vas a intervenir?
Silencio durante un tiempo. Luego:
—Contribuiré sólo con cosas pequeñas. No deseo que los Maestros de las
Sombras reparen en mí. Todavía.
Pensé en qué cosas pequeñas podía hacer que pudieran significar mucho.
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Cerca empezaba a producirse un cierto tráfico. Taglianos acarreando sacos de
veinte kilos de carbón a la ladera de allá delante.
Por supuesto.
—¿Cómo eres con la niebla? ¿Puedes conjurar un poco para mí?
—El clima no es mi fuerte. Quizás un poco si existe alguna razón. Explícate.
—Sería realmente útil tener un poco que se extendiera a lo largo del río y
alcanzara quizás hasta unos sesenta metros ladera arriba. Embotellaría este lado del
arroyo de ahí. Sólo para que esos tipos tuvieran que avanzar a través de ella. —Le
conté mi truco.
Le gustó. Rio quedamente, un pequeño sonido que deseaba rugir como un volcán.
—Hombre, sois unos bastardos más retorcidos, crueles y de sangre fría de lo que
parecéis. Me gusta. Lo intentaré. No llamará la atención, y los resultados pueden ser
divertidos.
—Gracias.
Le estaba hablando al aire. O quizás a un cuervo cercano. Cambiaformas se había
marchado sin un sonido.
Me quedé sentado allí y me atormenté a mí mismo, intentando pensar en algo más
que hubiera podido hacer, intentando no pensar en la Dama, intentando disculpar ante
mí mismo las muertes. Los soldados que cruzaban el risco hacían muy poco ruido.
Más tarde fui consciente de que se estaban formando unos pocos zarcillos de
niebla. Bien.
Había un poco de luz rosada hacia el éste. Las estrellas empezaban a morir.
Detrás de mí, Mogaba y los nar estaban despertando a los hombres. Al otro lado del
río, los sargentos del enemigo hacían lo mismo. Un poco más de luz y podría ver las
baterías de la artillería listas para ser colocadas en posición. Habían llegado, pero
hasta entonces tan sólo un carro cargado con proyectiles.
Cambiaformas había conseguido la niebla, aunque no toda la que yo deseaba.
Cinco metros de fondo en el vado, doscientos cincuenta metros en dirección a mí, sin
alcanzar la franja de carbón, de tres metros de ancho, que los hombres habían
extendido durante la noche, formando un arco desde la orilla del río al este hasta la
orilla del arroyo.
Era el momento de echar el último vistazo. Me deslicé hasta la cresta, me volví…
Y allí estaba la Dama.
Su aspecto era infernal, pero estaba sonriendo.
—Lo conseguiste.
—He podido llegar hasta aquí. —Sujetó mis manos en las suyas.
—Ganaste.
—A duras penas. —Se sentó y me lo contó—. El Shadar lo hizo bien. Los hizo
retroceder dos veces. Pero no al tercer intento. Se convirtió en una rebatiña y una
persecución antes de que pudiéramos penetrar. Cuando lo conseguimos, los hombres
de los Maestros de las Sombras formaron y resistieron casi todo el día.
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—¿Algunos supervivientes?
—Unos pocos. Pero no volvieron a cruzar. Puse a algunos hombres allí, los
pillaron con la guardia baja y se apoderaron de su fortaleza. Luego envié a cruzar a
Jah. —Sonrió—. Le di un centenar de hombres para que exploraran y le transmití tus
órdenes de que dieran un rodeo y se situaran detrás de ellos aquí. Pueden estar en
posición esta tarde si empujan.
—¿Sufrió muchas bajas?
—Entre ochocientos y mil.
—Está muerto si golpeamos aquí.
Sonrió.
—Eso sería terrible, ¿no? Políticamente hablando.
Alcé una ceja. Todavía me costaba pensar de esa forma.
—Envié un mensajero al Theri para decir a los gunni que ocuparan el cruce —
dijo—. Otro se encamina al Vehdna-Bota.
—Tienes la piedad de una araña.
—Sí. Ya casi es la hora. Será mejor que te vistas.
—¿Vestirme?
—La teatralidad. ¿Recuerdas?
Nos encaminamos al campamento. Pregunté:
—¿Trajiste contigo a alguno de tus hombres?
—Algunos. Muchos se rezagaron.
—Bien. No tendré que usar a Sindawe.
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Me sentí como un estúpido en el atuendo que me hizo vestir la Dama. Un auténtico
atuendo de los Diez Que Fueron Tomados, una barroca armadura negra con pequeños
hilos de luz roja culebreando por ella. Me hacía parecer como si midiera más de dos
metros cuando estaba montado en uno de esos garañones negros. El casco era lo peor.
Tenía grandes alas negras en los lados, un alto artificio con velludas plumas negras en
la cimera, y lo que parecía como fuego ardiendo detrás del visor.
Un Ojo creía que luciría malditamente intimidante desde una cierta distancia.
Goblin imaginaba que mis enemigos se carcajearían hasta morirse de risa.
La Dama se vistió con un atuendo casi igual de ostentoso, negro, con un grotesco
casco, fuegos.
Me senté a lomos de mi caballo sintiéndome extraño. Mi gente estaba preparada.
Un Ojo envió a Cara de Sapo a vigilar al enemigo. Los ayudantes de la Dama trajeron
escudos y lanzas y espadas. Los escudos tenían sombríos símbolos en ellos, las lanzas
gallardetes a juego.
—He creado dos personajes detestables. Con suerte podremos convertirlos en
algo con una imagen como los Tomados. Sus nombres son Creaviudas y Tomavidas.
¿Cuál quieres ser tú?
Cerré mi visor.
—Creaviudas.
Ella me miró con los ojos muy abiertos durante sus buenos diez segundos antes
de decirle a alguien que me diera mi equipo. Tomé también todas mis antiguas cosas.
Cara de Sapo se dejó ver.
—Prepárate, jefe. Están a punto de entrar en el agua.
—De acuerdo. Pasa la voz.
Miré a la derecha. Miré a la izquierda. Todos y todo estaban preparados. Había
hecho lo que había podido. Ahora todo estaba en manos de los dioses o en las fauces
del destino.
Cara de Sapo se había sumergido en la niebla cuando el enemigo entró en el agua.
Volvió a salir. Hice una señal. Un centenar de tambores empezaron a resonar. La
Dama y yo cruzamos la línea del risco. Supongo que dimos un buen espectáculo. Allá
en la fortaleza la gente se apiñó y señaló.
Extraje la espada que me había dado la Dama, hice un gesto para que se retiraran.
No lo hicieron. En su lugar yo tampoco lo hubiera hecho. Pero apostaría que estaban
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malditamente inquietos. Avancé colina abajo y toqué con aquella hoja ardiendo la
banda de carbón.
Las llamas brotaron a lo largo de la ladera. Ardieron en veinte segundos pero
dejaron los carbones brillando. Retrocedí rápidamente. Las emanaciones eran
poderosas.
Cara de Sapo volvió a aparecer.
—En estos momentos están cruzando, jefe.
Todavía no podía verlos a través de la niebla.
—Di que cesen los tambores.
Silencio al instante. Luego el estruendo de las tropas en medio de la niebla. Y sus
maldiciones y sus toses en el aire sulfuroso. Cara de Sapo regresó. Le indiqué:
—Dile a Mogaba que los traiga.
Los tambores empezaron a hablar de nuevo.
—Hazlos avanzar en línea recta —murmuré—. Eso es todo lo que pido, Mogaba.
Que avancen en línea recta.
Vinieron. No me atreví a mirar para ver cómo lo estaban haciendo. Pero no
tardaron en rebasarme. Y mantenían la formación.
Adoptaron posiciones a través de la ladera desde el arroyo, luego bajando hasta el
río por la izquierda, con el vértice entre las legiones en el camino. Perfecto.
El enemigo empezó a surgir de la niebla, haciéndola remolinear, tambaleantes,
desordenados, tosiendo furiosamente, maldiciendo. Encontraron la barrera de carbón
y no supieron qué hacer.
Hice un gesto con la espada.
Los proyectiles volaron.
Pareció como si un puro pánico irrazonable se hubiera apoderado de la fortaleza.
Los capitanes enemigos vieron dónde se habían metido y no supieron cómo
responder. Persiguieron sus propias colas y se pelearon entre ellos y no hicieron nada.
Sus soldados simplemente siguieron llegando, sin saber hacia dónde avanzaban
hasta que salieron de la bruma y se vieron detenidos por el carbón.
La niebla empezó a derivar río abajo. Cambiaformas no podía seguir reteniéndola.
Pero aquel poco había sido suficiente.
Tenían algunos sargentos competentes en el otro bando. Empezaron a traer agua y
a abrir caminos a través de los carbones con herramientas de zapa. Empezaron a
situar a sus hombres en improvisadas formaciones, detrás de sus escudos, a salvo de
flechas y jabalinas. Hice una nueva señal. Las balistas sobre ruedas avanzaron.
Enfrentándose a lo peor del enemigo, Mogaba y Ochiba cabalgaron de un lado
para otro delante de sus hombres, exhortándolos a permanecer firmes en sus puestos,
a mantener la integridad de sus filas.
Mi papel era cruel ahora. No podía hacer nada excepto esperar allí con la brisa
soplando a mi alrededor, convertido en un personaje simbólico.
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Abrieron pasos a través del carbón y se precipitaron por ellos. Muchos murieron
en el intento. Las balistas agotaron sus proyectiles y se retiraron, pero flechas y
jabalinas siguieron lloviendo sobre aquellos que ascendían desde el vado, cobrándose
un terrible tributo.
Más y más presión a lo largo de toda la línea. Pero las legiones no flaquearon, y
se mantuvieron firmes en sus puestos. Sus pulmones no ardían con los gases
sulfúricos.
Más de la mitad del enemigo había cruzado el río. Un tercio de ellos habían caído.
Los capitanes en la fortaleza estaban indecisos.
Las tropas de los Maestros de las Sombras seguían cruzando. Una furiosa
desesperación empezó a animarlos. Ochenta por ciento. Noventa por ciento. Los
taglianos empezaron a ceder un paso aquí y otro allá. Permanecí inmóvil, un símbolo
de hierro.
—Cara de Sapo —murmuré dentro de mi yelmo—. Te necesito ahora.
El trasgo se materializó, se perchó en el cuello de mi montura.
—¿Qué necesitas, jefe? —Lo llené de órdenes que deseaba que transmitiera a
Murgen, a Otto y a Lamprea, a Sindawe, a malditamente casi todo el mundo en el que
pude pensar. Algunas ordenaban los siguientes pasos del plan, algunas implicaban
innovaciones.
La mañana había estado notablemente libre de cuervos. Ahora eso cambió. Dos
monstruos, malditamente casi tan grandes como pollos, se posaron en mis hombros.
No eran imaginación de nadie. Podía sentir su peso. Otros los vieron. La Dama se
volvió para mirarlos.
Una bandada pasó volando sobre el campo de batalla, trazaron círculos sobre la
fortaleza, se posaron en los árboles a lo largo de la orilla del río.
La infantería enemiga estaba cruzando. Su convoy se estaba organizando para
seguirla.
Miles de los hombres de los Maestros de las Sombras habían caído. Dudaba de
que tuvieran ya la ventaja del número. Pero la experiencia estaba teniendo su peso.
Mis taglianos estaban cediendo terreno. Capté los primeros revoloteos del pánico
morder sus formaciones.
Cara de Sapo se materializó.
—Acaban de llegar un par de carros con proyectiles de balista, jefe.
—Envíalos a las máquinas. Luego diles a Otto y Lamprea que es el momento.
Por aquel entonces habían llegado quizá setecientos hombres rezagados del
Numa. Estaban mortalmente cansados. Pero estaban en su puesto y preparados.
Hicieron lo que se suponía que tenían que hacer. Salieron de la protección del
arroyo. Cortaron su camino a través del caos detrás de las líneas enemigas como el
cuchillo caliente de la fábula a través de la mantequilla. Mantequilla blanda. Luego
avanzaron por la ladera de la colina, cortando por detrás las líneas enemigas. Como
guadañas segando trigo.
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Murgen apareció en la cima de la colina detrás de mí, desplegando osadamente el
estandarte de la Compañía Negra. La gente de Sindawe estaba detrás de él. Murgen
se detuvo entre la Dama y yo, unos pocos pasos más atrás.
La artillería empezó a disparar contra la fortaleza.
Goblin y Un Ojo y quizás incluso Cambiaformas habían estado trabajando,
usando pequeños hechizos para descomponer el mortero entre las piedras.
—Va a funcionar —murmuré—. Creo que vamos a conseguirlo.
La carga de la caballería lo logró. No se habían reagrupado aún para una segunda
carga cuando el enemigo ya estaba corriendo de vuelta hacia el vado. La segunda
carga se abrió camino entre la masa en desbandada de los hombres que huían.
Mogaba, te quiero.
Lo hombres que había entrenado no rompieron la formación y cargaron. Él y
Ochiba recorrían arriba y abajo sus líneas, disponiendo los rangos y retirando a los
heridos.
Los proyectiles de las balistas estaban derribando piedras del muro de la fortaleza.
Los capitanes allá arriba miraban asombrados. Algunos de valor débil abandonaron
las almenas.
Alcé mi espada y señalé. Los tambores resonaron. Hice avanzar a mi montura. La
Dama mantuvo mi paso, lo mismo que Murgen y el estandarte. Un Ojo y Goblin nos
envolvieron con una fascinación especial. Mis dos cuervos chillaron. Pudieron ser
oídos por encima del tumulto.
El convoy enemigo estaba apiñado al otro lado del vado. Ahora los carreros
huyeron, bloqueando la retirada de sus camaradas.
Los teníamos metidos en una botella, el corcho estaba puesto, y la mayoría de
ellos nos daban la espalda.
Empezó el trabajo desagradable.
Continué mi lento avance. La gente se apartaba de mí y de la Dama y del
estandarte. Los arqueros en las almenas intentaron abatirme, pero alguien había
puesto algunos conjuros realmente buenos en mi armadura. Nada pudo atravesarla,
aunque durante un rato fue como permanecer dentro de un barril que alguien
estuviera martilleando machaconamente.
Los soldados enemigos empezaron a saltar al río y a nadar para salvar sus vidas.
Las balistas tenían un buen alcance, todos sus proyectiles golpeaban en una
pequeña área. La torre de guardia crujió y gruñó. Luego retumbó. Cayó un gran
pedazo, y pronto toda la torre se derrumbó, arrastrando consigo parte del muro de la
fortaleza.
Entré en el río, crucé el vado, y subí por el otro lado entre los carros. El estandarte
y los hombres de Sindawe me siguieron. Los únicos enemigos que vi corrían
desesperadamente hacia el sur.
Sorprendente. Yo ni siquiera había asestado un solo golpe.
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Fue casi un trabajo de cada día para el grupo de Sindawe el empezar a apartar los
carros para que algunos hombres pudieran deslizarse entre ellos detrás de Murgen
para cubrirle mientras plantaba el estandarte en el muro de la fortaleza.
La lucha continuó en la orilla norte, pero la cosa ya estaba decidida. Había
terminado y habíamos vencido y yo no podía creerlo. Había estado cerca de ser
demasiado fácil. No había usado todas las flechas de mi carcaj.
Aunque el caos proseguía a mi alrededor, saqué mi caja de mapas para comprobar
lo que se extendía al sur.
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Rabia y pánico en el salón del manantial en Luz de las Sombras. Sombra de Luna
gimoteaba terribles profecías. Sombra de Tormenta se encolerizaba. Uno mantenía un
silencio tan profundo como el que podía reinar en un ataúd enterrado. Y Uno no
estaba allí, aunque una Voz hablaba por él, oscura y burlona.
—Dije que un millón de hombres no serían suficientes.
—¡Silencio, gusano! —gruñó Sombra de Tormenta.
—Han aniquilado a nuestros invencibles ejércitos. Han forzado cabezas de puente
en todas partes. ¿Qué haréis ahora, perros lloriqueantes? Vuestras provincias son una
mujer desnuda y postrada. Un paseo de trescientos kilómetros detrás de la Lanza de
Pasión y estarán llamando a las puertas de Borrascosa. ¿Qué haréis entonces, qué
haréis, qué haréis? Oh, ¿qué es lo que ha ocurrido aquí? —Una risa alocada brotó en
el aire procedente de aquella negra ausencia.
Sombra de Tormenta lanzó un gruñido.
—Hasta ahora no has sido de ninguna maldita ayuda, ¿sabes? Tú y tus juegos.
¿Intentando atrapar a Dorotea Senjak? ¿Qué tal te ha ido? ¿Eh? ¿Qué es lo que has
hecho con su capitán? ¿Tienes en mente algún trato? ¿Algo que intercambiar por el
poder que tienen? ¿Pensaste que podías usarlos tan cerca de la Puerta? Si no lo hiciste
eres el mayor de todos los estúpidos.
—Lamentaos. Gemid y llorad. Están sobre vosotros. Quizá si me suplicáis os
salve de nuevo.
—Unas palabras muy atrevidas de alguien sin la habilidad de salvarse a sí mismo
—restalló Sombra de Luna—. Sí. En la tradición de su Compañía, nos han atrapado
desequilibrados. Hicieron lo que para ellos es rutina: lo imposible. Pero la lucha junto
al Principal fue sólo un movimiento dentro del juego. Sólo ha desaparecido un peón
del tablero. Si vienen al sur, cada paso los traerá un poco más cerca de su
condenación.
Risas.
El silencioso rompió su ayuno de palabras.
—Somos tres, en la plenitud de nuestro poder. Pero dos grandes siguen el camino
de la Compañía Negra. Y tienen poco interés en favorecer sus metas. Y ella es una
lisiada, más débil que un ratón.
Más risas.
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—Hubo un tiempo en que alguien pronunció el auténtico nombre de Dorotea
Senjak. Así que ahora ya no es la Dama. Ya no tiene más poderes que un niño con
talento. ¿Pero creéis que ha perdido su memoria cuando perdió sus poderes? No. O
no me acusaríais como lo hacéis. Quizá llegará a sentirse lo suficientemente asustada
o desesperada como para confiar en el grande que cambia.
Ninguna observación. Aquél era el temor que los atormentaba a todos.
—Los informes son confusos —dijo Sombra de Luna—. De todos modos, un
gran desastre ha caído sobre nuestro ejército. Pero estamos tratando con la Compañía
Negra. La posibilidad ha existido siempre. Nos hemos preparado para ello.
Recuperaremos nuestra compostura. Nos enfrentaremos a ellos. Pero hay un misterio
en la lucha en el Ghoja. Dos figuras terribles fueron vistas allí, grandes seres oscuros
a lomos de gigantescas monturas que exhalaban fuego. Seres inmunes a la mordedura
de los dardos. Los nombres de Creaviudas y Tomavidas han sido pronunciados por
aquellos que estaban con la Compañía Negra.
Aquello era nuevo para los demás. Sombra de Tormenta dijo:
—Tenemos que averiguar más sobre esto. Puede que explique su suerte.
El agujero en el aire:
—Tenéis que actuar si no queréis ser devorados. Sugiero que pongáis a un lado el
terror, dejéis de discutir, y olvidéis las acusaciones mutuas. Sugiero que penséis en
una forma de ir a la yugular.
Nadie respondió.
—Quizá contribuya yo mismo cuando el destino intente su próximo tajo.
—Bien —meditó Sombra de Tormenta—. El miedo ha penetrado finalmente hasta
Alcázar.
La discusión se reanudó, pero sin empuje. Cuatro mentes giraron hacia eliminar
aquella amenaza del norte.
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El cansancio no es tan importante cuando acabas de derrotar a todas las posibilidades
en contra. Tienes la energía suficiente para celebrarlo.
Yo no deseaba una celebración. Los soldados enemigos estaban intentando
todavía huir. Deseaba que mis hombres hicieran lo que tenían que hacer mientras
todavía creían que eran superhombres. Reuní a mi estado mayor antes de que el caos
empezara a hacerse sentir.
—Otto. Lamprea. Cuando llegue la mañana os encaminaréis al este a lo largo del
río y os ocuparéis de la fuerza que guarda el edificio donde están los prisioneros a
trabajos forzados. Cangilón, Candelas, vosotros limpiaréis este lado del vado. Mirad
estos carros y ved lo que tenemos en ellos. Mogaba, ocúpate de limpiar el campo de
batalla. Recoge las armas. Un Ojo, traslada nuestras bajas de vuelta a Vejagedhya.
Ayudaré cuando tenga algo de tiempo. No dejes que esos carniceros taglianos hagan
nada estúpido. Tenemos docenas de médicos voluntarios. Sus ideas sobre la medicina
son más bien primitivas.
»Dama. ¿Qué sabemos acerca de esta Dejagore? —Dejagore era la ciudad grande
más próxima al sur del Principal, a trescientos kilómetros camino adelante—. ¿Aparte
el hecho de que es una ciudad amurallada?
—Un Maestro de las Sombras tiene ahí su cuartel general.
—¿Cuál de ellos?
—Sombra de Luna, creo. No. Sombra de Tormenta.
—¿Quién es?
—Si interrogas a fondo algunos prisioneros puede que obtengas algo de ellos.
Alcé una ceja. ¿Ella empujándome a cometer excesos?
—Recuerda esto, Otto. Trae a esos prisioneros cuando los consigas.
—¿Todos cincuenta mil?
—Tantos como no consigan escapar. Espero que algunos sean lo suficientemente
locos como para ayudarnos. El resto podemos usarlos para trabajos forzados.
—¿Piensas invadir las Tierras de las Sombras? —preguntó Mogaba.
Sabía que sí. Pero quería una declaración formal.
—Sí. Se supone que sólo tienen cincuenta mil hombres en armas. Acabamos de
liquidar un tercio. No creo que puedan reunir un número tan grande a tiempo si
vamos contra ellos tan duro como podamos, tan rápido como podamos.
—Audacia —dijo.
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—Sí. No dejes de golpearlos y no les des la oportunidad de ponerse de nuevo en
pie.
—Son hechiceros, Matasanos —me recordó la Dama—. ¿Qué ocurrirá cuando
salgan ellos?
—Entonces tendrá que intervenir Cambiaformas. No te preocupes por las mulas,
simplemente carga los carros. Nos hemos enfrentado a hechiceros antes.
Nadie discutió. Quizás hubieran debido hacerlo. Pero todos teníamos la sensación
de que el destino nos había ofrecido una oportunidad, y seríamos unos idiotas si la
desperdiciábamos. También imaginé que, puesto que no habíamos esperado
sobrevivir a esta primera confrontación, no había nada que nos impidiera seguir
adelante.
—Me pregunto cuán queridos son esos Maestros de las Sombras por sus súbditos.
Ningún comentario. Lo descubriríamos a la manera dura.
Seguimos y seguimos hablando. Finalmente fui a ayudar con las labores médicas,
parcheando y cosiendo mientras daba órdenes a través de una procesión de
mensajeros. Aquélla noche dormí dos horas.
La caballería se encaminaba al este y la legión de Mogaba había iniciado su
avance hacia el sur cuando la Dama se reunió conmigo.
—Cambiaformas ha estado explorando. Dice que se puede detectar un cambio
casi visible a medida que se difunde la noticia de la batalla. La masa del pueblo está
excitada. Los que colaboran con los Maestros de las Sombras están confusos y
asustados. Probablemente se dejarán llevar por el pánico y huirán cuando oigan que
venimos.
—Bien. Estupendo. —En diez días descubriríamos seguro el impacto que había
tenido el Ghoja. Tenía intención de avanzar hacia Dejagore a treinta kilómetros al día.
Los caminos al sur del Principal estaban secos. Esto debía de haber sido estupendo
para ellos.
Jahamaraj Jah había situado a tiempo a sus supervivientes en posición y
organizado una serie de hábiles emboscadas. Su gente había apresado a dos mil
fugitivos del Ghoja.
No se sintió complacido con mis planes de invasión. Se sintió menos complacido
aún cuando recluté a sus seguidores y los distribuí como reemplazo de los hombres
que habíamos perdido. Pero no discutió mucho.
No encontramos resistencia. En territorios pertenecientes anteriormente a Taglios
recibimos cálidas bienvenidas en pueblos aún ocupados por sus habitantes originales.
Los nativos eran más fríos más al sur, pero no hostiles. Pensaban que éramos algo
demasiado bueno para ser cierto.
Encontramos a nuestras primeras patrullas enemigas seis días al sur del Ghoja.
Eludieron todo contacto. Les dije a todo el mundo que buscaran hombres
profesionales y eficientes.
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Otto y Lamprea nos alcanzaron, llevando consigo a treinta mil personas de
trabajos forzados. Los miré atentamente. No habían sido tratados bien. Había entre
ellos algunos hombres muy furiosos y amargados. Lamprea dijo que todos estaban
dispuestos a ayudar a derrotar a los Maestros de las Sombras.
—Que me maldiga —dije—. Hace año y medio éramos siete. Ahora somos una
horda. Escoge a los que estén en mejor forma. Ármalos con armas capturadas.
Añádelos a las legiones de modo que uno de cada cuatro hombres en la de Mogaba y
en la de Ochiba sea uno de los nuevos. Cabe suponer que quedarán más hombres
entrenados: dáselos a Sindawe. Dale también uno de cada cuatro. Eso debería de
proporcionarle algo más de fuerza. Todos los demás que podamos armar pueden ser
usados como auxiliares y como guarnición para algunas de esas ciudades más
pequeñas.
El campo no estaba densamente poblado entre el río y aquí, pero cerca de
Dejagore eso cambió.
—El resto puede seguir con nosotros. Los usaremos de alguna manera.
Pero ¿cómo alimentarlos? Habíamos gastado todas nuestras provisiones, y
empezábamos a gastar las capturadas en el Ghoja.
Dejagore parecía menos prometedora ahora. Algunos de los prisioneros
rescatados procedían de esa ciudad. Dijeron que las murallas tenían doce metros de
altura. El Maestro de las Sombras residente era un demonio manteniéndolas así.
—Lo que será, será —pensé.
El primitivo entusiasmo fue menguando. Todos habíamos tenido tiempo de
pensar. Pero la moral era más alta de lo que había sido en nuestro avance hacia el
Ghoja.
Hubo escaramuzas durante los siguientes días, pero nada serio. En general
hombres de Otto y Lamprea atrapando a tropas enemigas no lo suficientemente
rápidas como para escapar. Por fin la caballería había empezado a comportarse
profesionalmente.
Permití el saqueo bajo estrictas reglas, sólo allá donde la gente había huido.
Funcionó, en general. Los problemas surgieron tan sólo allá donde cabía esperarlos,
de Un Ojo, cuyo lema es que cualquier cosa que no esté clavada es suya y cualquier
cosa que pueda soltar no está clavada.
Tomamos algunos pueblos y ciudades pequeñas sin ningún problema. Los últimos
los cedimos a los prisioneros liberados, permitiéndoles cínicamente airear su ira
mientras conservaba mis mejores tropas.
Cuanto más nos acercábamos a Dejagore —nombre oficial de Borrascosa, según
los Maestros de las Sombras—, más dócil se volvía el país. Efectuamos la marcha del
último día a través de onduladas colinas que habían sido aterrazadas y sembradas con
canales de irrigación. Así que resultó sorprendente salir de las colinas y ver la ciudad.
Borrascosa estaba rodeada por una llanura tan plana como la superficie de una
mesa, que se extendía más de un kilómetro en todas direcciones, con la excepción de
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varios pequeños montículos de quizá tres metros de alto. La llanura se parecía a un
manicurado césped.
—No me gusta su aspecto —le dije a Mogaba—. Demasiado artificial. Dama.
¿No te recuerda algo?
Me dirigió una mirada inexpresiva.
—El acceso a la Torre.
—Veo eso. Pero aquí hay espacio para la maniobra.
—Queda todavía algo de luz del día. Vayamos allá e instalémonos.
—¿Cómo piensas fortificar el campamento? —preguntó Mogaba. Habíamos visto
poca madera últimamente.
—Vuelca de lado los carros.
Nada se movía en la llanura. Sólo una ligera bruma sobre la ciudad indicaba que
había vida allí.
—Quiero echar una mirada más de cerca. Dama, cuando lleguemos allí saca los
atuendos.
Mi horda inundó la llanura. Todavía ningún signo de que nadie en Borrascosa
estuviera interesado. Envié a por Mogaba y el estandarte. Dado lo que pensaba de la
Compañía la gente ahí en el sur, quizá Borrascosa se rindiera sin lucha.
La Dama tenía un aspecto terrible con su atuendo de Tomavidas. Supuse que mi
aspecto era también impresionante. Eran unos atuendos efectivos. Me hubieran
asustado a mí si los hubiera visto acercárseme.
Mogaba, Ochiba y Sindawe se invitaron a nuestro lado. Se habían enfundado la
ropa que habían llevado en Gea-Xle. También parecían bastante feroces. Mogaba me
dijo:
—Yo también quiero ver esas murallas.
—Seguro.
Luego llegaron Goblin y Un Ojo. En un instante vi que Goblin había tenido la
idea y Un Ojo había decidido ir también para que Goblin no se apuntara algunos
puntos a su favor.
—Nada de payasadas, chicos. ¿Comprendido?
Goblin sonrió con su gran sonrisa de sapo.
—Por supuesto, Matasanos. Por supuesto. Ya me conoces.
—Ése es el problema. Os conozco a ambos.
Goblin fingió que hería sus sentimientos.
—Haced que vuestra ropa luzca bien, ¿de acuerdo?
—Despertarás el terror en la raíz de sus almas —prometió Un Ojo—. Huirán
gritando de las murallas.
—Por supuesto que lo harán. ¿Todo el mundo listo?
Lo estaban.
—Dando un rodeo por la derecha —le dije a Murgen—. A medio galope. Tan
cerca como te atrevas.
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Avanzó. La Dama y yo le seguimos a veinte metros. Apenas había empezado a
avanzar, dos cuervos monstruosos descendieron sobre mis hombros. Una bandada
surgió de las colinas y echó a volar, trazando círculos sobre la ciudad.
Nos acercamos lo suficiente como para ver los movimientos en las murallas. Y
eran realmente impresionantes, al menos doce metros de alto. Lo que nadie se había
molestado en mencionar era que la ciudad estaba construida sobre un montículo que
la elevaba otros doce metros por encima de la llanura.
Aquello iba a ser toda una tarea.
Unas cuantas flechas llovieron desde arriba y quedaron cortas.
Sutileza. Astucia. Maña. Sólo un auténtico escalador podría enfrentarse a aquellas
murallas, Matasanos.
Había hecho que los prisioneros liberados elaboraran mapas. Tenía una buena
idea de la configuración de la ciudad.
Cuatro puertas. Cuatro carreteras pavimentadas se aproximaban desde los cuatro
puntos cardinales, como los radios de una rueda. Impresionantes barbacanas y torres
protegían las puertas. Más torres a lo largo de la muralla para lanzar tiro de enfilada a
lo largo de su cara. No era agradable.
Todo estaba muy tranquilo arriba de aquellas murallas. Tenían un ojo fijo en
nosotros y el otro en la horda que aún seguía desparramándose por las colinas,
preguntándose de dónde demonios habíamos salido todos.
Nos esperaba una pequeña sorpresa al sur de Borrascosa.
Había allí un campamento militar. Uno grande situado quizá a cuatrocientos
metros de la muralla de la ciudad.
—Oh, mierda —dije, y le grité a Murgen.
Me interpretó mal. A propósito probablemente, aunque nunca podré probarlo.
Espoleó su montura al galope y se encaminó hacia el hueco intermedio.
Partieron flechas de la muralla y del campamento. Milagrosamente, cayeron sin
producir ningún daño. Miré hacia atrás mientras entrábamos en la garganta del hueco.
Aquélla mierdecilla de Goblin estaba de pie sobre su silla. Estaba inclinado hacia
adelante con los pantalones bajados, diciéndole al mundo lo que pensaba de los
Maestros de las Sombras y sus muchachos.
Naturalmente, aquellos tipos no hicieron caso. Como dicen en las chansons. El
cielo se oscureció con las flechas.
Estuve seguro de que el destino seguiría su propio curso ahora. Pero habíamos ido
muy lejos y muy aprisa. La lluvia de flechas cayó detrás de nosotros. Goblin aulló
burlonamente.
Aquello irritó a alguien más grande.
Un rayo surgido de ninguna parte golpeó delante de nosotros, perforando un
humeante agujero en el césped. Murgen lo saltó. Lo mismo hice yo, con el estómago
reptando hacia mi garganta. Estaba seguro de que el siguiente golpe freiría a alguien
en sus botas.
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Goblin se centró en Borrascosa. Del campamento empezaron a salir jinetes. No
eran ningún problema. Podíamos dejarlos fácilmente atrás. Intenté concentrarme en la
muralla. Sólo por si acaso salía de aquello con vida.
Un segundo rayo cauterizó la parte posterior de mis globos oculares. Pero
también éste falló… aunque creo que desvió su curso justo antes de golpear.
Cuando se aclaró mi visión, vi a un lobo gigantesco que corría allá delante a
nuestra derecha, cubriendo el terreno en grandes zancadas que superaban las de
nuestros garañones negros. Mi viejo colega Cambiaformas. Justo a tiempo.
Otros dos rayos fallaron también. El jardinero iba a sentirse irritado acerca de
todos los hoyos en su césped. Completamos nuestro circuito y nos encaminamos al
campamento. Nuestros perseguidores desistieron.
Cuando desmontamos, Mogaba dijo:
—Hemos desencadenado el fuego. Ahora sabemos contra lo que vamos.
—Uno de los Maestros de las Sombras está ahí dentro.
—Puede haber otro en ese campamento —dijo la Dama—. Siento algo…
—¿Adonde ha ido Cambiaformas? —Había desaparecido de nuevo. Todo el
mundo se encogió de hombros—. Esperaba sentarme con él en una sesión táctica.
Goblin, eso fue una exhibición estúpida.
—Por supuesto que lo fue. Me hizo sentir cuarenta años más joven.
—Me hubiera gustado haber pensado yo en ello —gruñó Un Ojo.
—Bien, saben que estamos aquí y saben que somos malos, pero no veo que eso
los asuste. Supongo que tendremos que idear alguna forma de patearles el culo.
—Evidentemente —dijo Mogaba— tienen intención de luchar fuera de las
murallas. De otro modo ese campamento no estaría ahí.
—Sí. —Las cosas se deslizaban por mi mente. Planes, trucos, estrategias. Como
si hubiera nacido para tenerlos a centenares—. Les dejaremos tranquilos esta noche.
Formaremos y ofreceremos batalla por la mañana, pero les dejaremos que vengan a
nosotros. ¿Dónde están estos mapas de la ciudad? Tengo una idea.
Hablamos durante horas mientras el caos de un campamento aún organizándose
hervía a nuestro alrededor. Después de oscurecer envié a unos hombres a montar unos
cuantos trucos y a plantar estacas con las cuales las legiones pudieran formarse y
guiaran su avance.
—No deberíamos preocuparnos demasiado —dije—. No creo que luchen contra
nosotros a menos que nos acerquemos a las murallas. Durmamos un poco. Veremos
lo que ocurre por la mañana.
Muchos pares de ojos me miraron a la vez, luego, en cadencia, se volvieron hacia
la Dama. Un enjambre de sonrisas vino y se fue. Luego todo el mundo se marchó
detrás de sus sonrisas, dejándonos solos.
* * *
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Cangilón y esos tipos no bromean. Habían ido a las colinas y desviado uno de los
canales de irrigación para traer agua al campamento. Hice unos cálculos mentales.
Para proporcionar a cada hombre una taza necesitábamos unos 10 000 litros. Con los
animales nos íbamos a los 14 000. Pero hombres y animales necesitaban más de una
taza al día. Desconocía el caudal que tenía el canal, pero no iba a desperdiciarse
mucha agua.
Como tampoco iba a desperdiciarse mucha mano de obra. Los muchachos de
Ópalo habían cavado algunos pequeños estanques. Uno lo habían dejado para
bañarse. Siendo el jefe, hice valer mis prerrogativas.
Aún empapado, me aseguré de que Mogaba había hecho todas las cosas que
realmente no tenía que comprobar. Poner centinelas. Instalar barricadas. Dar las
órdenes para la noche. Que Un Ojo hiciera que Cara de Sapo se dedicara a misiones
de exploración en vez de haraganear. Todas esas cosas.
Estaba preocupándome demasiado.
Ésta era La Noche.
Terminé de entrometerme en las misiones de los demás, y finalmente fui a mi
tienda. Saqué mi mapa de Borrascosa, lo estudié de nuevo, luego me dediqué a
transcribir estos Anales. Se han ido haciendo más frugales de lo que me gustaría, pero
éste ha sido el precio de mis obligaciones. Quizá Murgen me permita librarme de esa
obligación… Hice tres páginas y algunas líneas y empecé a relajarme, pensando que
ella no iba a venir después de todo, pero entonces apareció.
Ella también se había bañado. Su pelo estaba mojado. Un fantasma de lavanda o
lilas o algo flotaba a su alrededor. Estaba un poco pálida y un poco temblorosa y no
totalmente capaz de sostener mi mirada, sin saber qué hacer o decir ahora que estaba
allí. Cerró y abrochó el faldón de la tienda.
Cerré este libro. Lo metí en un cofre forrado de latón. Cerré la tinta y limpié la
pluma. Yo tampoco podía pensar en nada que decir.
Toda aquella rutina de timidez era estúpida. Habíamos estado jugando a ello, y
haciéndonos viejos, durante más de un año. Infiernos. Éramos gente adulta. Yo era lo
bastante viejo como para ser abuelo. Podía incluso serlo, por todo lo que sabía. Y ella
era lo bastante mayor como para ser la abuela de cualquiera.
Alguien tenía que tomar al toro por los cuernos. No podíamos seguir esperando
ambos a que el otro hiciera el movimiento.
Así que, ¿por qué ella no hacía algo?
Tú eres el hombre, Matasanos.
Sí.
Apagué las velas, me levanté y tomé su mano. No estaba tan oscuro como eso ahí
dentro. A través de la tela de la tienda se filtraba suficiente luz de los fuegos.
Al principio se estremeció como un ratón cautivo, pero no necesitó mucho tiempo
para alcanzar un punto de no retorno. Y por una maldita vez no ocurrió nada que nos
interrumpiera.
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El viejo general se sorprendió a sí mismo. La mujer le sorprendió aún más.
En algún momento de madrugada el exhausto general en jefe prometió:
—Mañana por la noche de nuevo. Dentro de las murallas de Borrascosa. Quizás
en la propia cama de Sombra de Tormenta.
Ella quiso saber la base de esta confianza. A medida que pasaba el tiempo
simplemente se sentía más despierta y activa. Pero el viejo hombre se quedó dormido
en sus brazos.
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Incluso yo gruñí acerca de la hora del día. Hice levantar a todo el mundo. Comimos
apresuradamente, mis valientes comandantes en un abrir y cerrar de ojos a fin de
poder despotricar sobre mis planes. Había un cuervo perchado en el poste frente a mi
tienda, con un ojo vuelto en mi dirección, o quizás en la de la Dama. Tuve la
sensación de que el bastardo me estaba mirando de reojo. ¡De veras! ¿No lo estaban
haciendo todos los demás?
Me sentía grande. La Dama, sin embargo, parecía tener problemas en moverse
con su habitual gracia fluida. Y todo el mundo sabía lo que eso significaba, los muy
sonrientes cochinos.
—No te comprendo, capitán —protestó Mogaba—. ¿Por qué no lo sueltas todo?
—Lo que sólo yo sé dentro en mi cabeza sólo yo puedo traicionarlo. Simplemente
seguid adelante con las apuestas que he presentado y ofreced batalla. Si ellos aceptan,
veremos cómo va la cosa. Si no nos patean el culo, entonces nos ocuparemos del
siguiente paso.
Los labios de Mogaba se fruncieron en una ciruela pasa. En aquellos momentos
yo no le gustaba demasiado. Pensaba que no confiaba en él. Miró hacia donde Cletus
y sus hombres estaban intentando reunir palas y cestos y sacos en número suficiente
como para un ejército. Tenían a un millar de hombres ahí fuera registrando granjas en
busca de herramientas y más cestos y cubos y tenía a hombres cosiendo sacos
cortados de las cubiertas de lona de los carros.
Sólo sabían lo que yo les había dicho, que se prepararan para un enorme
movimiento de tierras.
Otro millar de hombres estaban fuera intentando acumular madera. Necesitas
mucha madera para sitiar una ciudad.
—Paciencia, amigo mío. Paciencia. Todo quedará claro a su debido tiempo. —No
pude evitar el dejar escapar una risita.
—Aprendió su oficio de nuestro antiguo Capitán —murmuró Un Ojo—. No le
digas nada a nadie hasta que descubras a algún tipejo intentando clavarte una lanza en
el culo.
No iban a ponerme nerviosos aquella mañana. Él y Goblin podrían tener un
altercado tan fuerte como el de Taglios y yo simplemente habría sonreído. Usé una
miga de pan para rebañar la grasa de mi plato.
—Está bien, vayamos a vestirnos y a patear unos cuantos culos.
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Dos cosas a observar acerca de ser el único hombre entre cuarenta mil que había
gozado algo la noche antes. Treinta y nueve mil novecientos noventa y nueve sentían
tanta envidia de ti que te odiaban mortalmente. Pero tú te sientes de un humor tan
positivo que se vuelve contagioso.
Y siempre puedes decirles que su parte está ahí delante, detrás de aquellas
murallas.
Los exploradores informaron mientras me enfundaba en mi atuendo de
Creaviudas. Dijeron que el enemigo estaba saliendo a la vez del campamento y de la
ciudad. Y que eran un montón de bastardos. Al menos diez mil en el campamento, y
quizás hasta el último hombre de la ciudad capaz de empuñar un arma.
Ésa gente no debía de sentirse entusiasmada de ser lanzada al combate. Y era muy
poco probable que tuvieran experiencia en la lucha.
Dispuse la legión de Mogaba a la izquierda, la de Ochiba a la derecha, y puse la
nueva fuerza de Sindawe en medio. Detrás de ellos situé a todos los antiguos
prisioneros que habíamos conseguido armar, con la esperanza de que su aspecto no
fuera demasiado el de una chusma. Las formaciones de delante tenían buen aspecto,
blancas impolutas, organizadas y profesionales y preparadas.
Juegos de intimidación. Dispuse cada legión en grupos de cien hombres, con
pasillos entre las compañías. Esperaba que el otro bando no fuera tan listo como para
saltar inmediatamente sobre ello.
La Dama sujetó mi mano antes de montar, la apretó.
—Ésta noche en Borrascosa.
—De acuerdo. —Besé su mejilla.
—No creo que pueda soportar esta silla —susurró—. Estoy dolorida.
—La maldición de ser mujer.
Monté.
Dos grandes cuervos negros bajaron inmediatamente a percharse en mis hombros,
y su repentino peso me sobresaltó. Todo el mundo me miró asombrado. Escruté las
colinas pero no vi el menor signo de mi tocón andante. Pero estábamos haciendo
progresos. Ésta era la segunda vez que todo el mundo veía los cuervos.
Me ajusté el yelmo. Un Ojo puso en marcha los fuegos de la ilusión. Me situé en
mi puesto al frente de la legión de Mogaba. La Dama se situó delante del grupo de
Ochiba. Murgen plantó el estandarte a la cabeza de la legión de Sindawe, diez pasos
por delante de todo el mundo.
Me sentí tentado a cargar de inmediato. El otro bando estaba teniendo problemas
en organizarse. Pero les di un poco de plazo. Por su aspecto la mayoría de los de
Borrascosa no deseaban estar allí. Dejemos que nos echen una buena mirada, todos
perfectamente alineados, todos de blanco, todos preparados para trincharles. Dejemos
que piensen en lo agradable que sería regresar al interior de aquellas increíbles
murallas.
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Hice una seña a Murgen. Trotó hacia adelante, galopó a lo largo del frente
enemigo exhibiendo el estandarte. Las flechas volaron y fallaron. Gritó su burla.
Todavía no estaban lo bastante aterrados como para darse a la fuga.
Mis dos cuervos aletearon tras él, y otros miles se les unieron, salidos de los
dioses sabían dónde. La hermandad de la muerte, aleteando sobre los condenados. Un
buen toque, viejo tocón. Pero no lo suficiente para causar una desbandada.
Mis dos cuervos regresaron a mis hombros. Me sentía como un monumento.
Esperaba que los cuervos tuvieran mejores modales que las palomas.
Murgen no tuvo suficiente con una primera pasada, así que dio media vuelta y
cabalgó en la otra dirección, gritando más fuerte.
Observé una alteración en la formación del enemigo, moviéndose hacia adelante.
Alguien o algo sentado en la posición del loto, todo de negro, flotando a metro y
medio del suelo, derivó una docena de metros hasta detenerse delante del otro
ejército. ¿Un Maestro de las Sombras? Tenía que serlo. Sentí un insidioso
estremecimiento simplemente mirándolo. Yo allí con mi vistoso pero completamente
falso atuendo.
Las incitaciones de Murgen llegaron al alma de alguien. Un puñado de jinetes,
luego todo un grupo, partieron tras él. Se giró en la silla mientras regresaba a nuestras
filas y les gritó algo. No había forma alguna de que pudieran alcanzarle, por supuesto.
No con él montado en aquel caballo.
Gruñí. La indisciplina no era tan general como había deseado.
Murgen se demoró un poco, dejando que se le acercaran más y más…, luego
espoleó su caballo cuando estaban a tan sólo una docena de metros de distancia. Le
persiguieron justo hasta el laberinto de cables trampa que había entretejido en el
césped durante la noche para hacer que se enredaran en las patas de los caballos.
Hombres y monturas cayeron. Más caballos tropezaron con los animales ya
caídos. Mis arqueros lanzaron sus flechas, que dieron directamente en el blanco y
acabaron con la mayoría de hombres y caballos.
Extraje mi espada, que brilló y humeó, y señalé el avance. Los tambores
resonaron en cadencia lenta. Los hombres en primera fila cortaron los cables trampa,
remataron a los heridos. Otto y Lamprea, en los flancos, hicieron sonar las trompetas
pero no cargaron. Todavía no.
Mis muchachos sabían avanzar en línea recta. En aquel hermoso terreno llano
mantuvieron la formación de su línea de frente. Tenía que ser una visión
impresionante desde el otro lado, donde todavía había hombres que no habían hallado
su lugar en las filas.
Pasamos el primero de los varios montículos bajos que salpicaban la llanura. Se
suponía que la artillería se acercaría hasta allá y abriría fuego en masa cuando se
considerara apropiado. Esperaba que Cletus y los muchachos tuvieran el suficiente
buen sentido como para hostigar al Maestro de las Sombras.
Ésa sabandija era el gran elemento desconocido allí.
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Esperaba que Cambiaformas estuviera en alguna parte por los alrededores. Todo
el asunto podía irse al infierno si ese bastardo no estaba allí para intervenir en el
momento oportuno.
Doscientos metros de distancia. Sus arqueros lanzaron mal apuntadas flechas a la
Dama y a mí. Me detuve, hice otra señal. Las legiones se detuvieron también. Muy
bien. Los nar estaban prestando atención.
Dioses, eran un montón allá delante.
Y ese Maestro de las Sombras, simplemente flotando allí, quizás aguardando a
que yo metiera el pie. Parecía como si estuviera mirando directamente a sus fosas
nasales.
Pero no hacía nada.
El suelo se estremeció. Las filas enemigas se agitaron. Los vieron llegar, y ya era
demasiado tarde para hacer nada.
Los elefantes llegaron atronando por los pasillos dejados en las legiones, ganando
impulso. Cuando esos monstruos pasaron por mi lado los tipos de allá enfrente ya
estaban chillando y buscando algún lugar hacia donde correr.
Una salva de doce proyectiles de balista rasgaron el cielo sobre nuestras cabezas y
golpearon alrededor del Maestro de las Sombras. Iban bien dirigidos. Cuatro dieron
de lleno en él. Hallaron hechicería protectora, pero le hicieron tambalearse. Muy
parsimonioso, el Maestro de las Sombras. Mantenerse con vida parecía ser su límite.
Una segunda salva le golpeó un instante antes de que los elefantes alcanzaran a
sus hombres. Las balistas habían sido apuntadas más cuidadosamente aún.
Di la señal que lanzaba hacia adelante a mi frente de cuatro mil hombres y la
caballería.
El resto de los hombres formaron un frente normal, luego avanzaron.
La carnicería fue increíble.
Les hicimos retroceder y retroceder y retroceder, pero siempre eran malditamente
tantos que nunca podíamos llegar a romper su formación. Cuando huyeron, la
mayoría lo hizo al campamento. Nadie volvió al interior de Borrascosa. La ciudad les
había cerrado las puertas. Arrastraron con ellos a su campeón Maestro de las
Sombras. No me importó. Había sido tan inútil como unas tetas en un jabalí macho.
Por supuesto, uno de los proyectiles de la segunda andanada de las balistas había
atravesado su protección. Supongo que eso lo distrajo.
Su inefectividad debía de tener algo que ver con las acciones de Cambiaformas.
Dejaron quizás a cinco mil hombres detrás. El lado de señor de la guerra en mí se
sintió decepcionado. Había esperado causar más daño. Aunque no iba a asaltar el
campamento para conseguirlo. Hice retroceder a los hombres, envié a algunos a
ocuparse de nuestras bajas, situé la caballería para que se hiciera cargo de cualquiera
que quisiese salir del campamento o de la ciudad, luego me ocupé de otros asuntos.
Situé mi ala derecha a unos metros del camino que habíamos seguido hasta
Borrascosa, justo fuera del alcance de la barbacana de la puerta que defendía. Mi
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frente formaba un ángulo recto con el camino. Dejé que los hombres se relajaran.
Mis constructores del río se pusieron al trabajo haciendo uso de su entrenamiento.
Empezaron a cavar una zanja en el extremo más alejado del camino. Arrancaba a tiro
de arco de la muralla y avanzaba hacia el pie de las colinas. Sería ancha y profunda y
protegería mi flanco.
Los trabajadores llevaron la tierra al camino y empezaron a construir una rampa.
Otros empezaron a levantar manteletes para proteger a los constructores de la rampa a
medida que se acercaban a la muralla.
Tantos hombres pueden mover una gran cantidad de tierra. Los defensores vieron
que íbamos a tener un rampa justo hasta la misma muralla en muy pocos días. No se
sintieron complacidos. Pero no tenían forma de detenernos.
Los hombres se deslizaban como hormigas. Los antiguos prisioneros tenían
cuentas que saldar, y se ponían al trabajo como si desearan sangre a la puesta del sol.
A media tarde seguían con el trecho de la zanja en dirección a la ciudad, hacia
abajo y hacia la muralla, sin ocultar el hecho de que estaban pretendiendo ir por abajo
además de por arriba. Y habían empezado a cavar también una zanja por mi flanco
izquierdo.
En tres días mi ejército estaría protegido por un par de profundas zanjas que
canalizarían mi ataque rampa arriba y por encima de la muralla. No habría nada que
nos detuviera.
Tenían que hacer algo al respecto.
Esperaba poder hacerles algo a ellos antes de que pensaran en algo que hacerme a
mí.
Ultima hora de la tarde. El cielo empezó a nublarse. Los relámpagos cebraron el
cielo detrás de las colinas al sur. No era un buen signo. Una tormenta sería más dura
para mis hombres que para los suyos.
Aún así, pese al frío viento y a los chubascos dispersos que avanzaban, los
constructores sólo interrumpieron su trabajo para tomar un espartana cena antes de
encender linternas y fogatas para poder continuar después de anochecer. Aposté
piquetes para que no hubiera sorpresas, empecé a hacer rotar mis tropas en sus
posiciones para que comieran algo y descansaran.
Todo lo que tenía que hacer ahora era sentarme en un sitio y lucir elegante y dar
órdenes que ya había elaborado en mi cabeza.
Y pensar en lo que había significado la otra noche, a su manera altamente
anticlimática.
Había sido una noche de noches de noches, pero no había estado a la altura de lo
anticipado. Incluso había sido, a la manera de bueno al fin lo hemos conseguido, algo
decepcionante.
No era que me arrepintiera de ello. Nunca.
Algún día, cuando sea viejo y me haya retirado y no tenga nada mejor que hacer
que filosofar, voy a sentarme durante un año y a imaginar por qué siempre es mejor
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en la anticipación que en la consumación.
Envié a Cara de Sapo a comprobar el ánimo del enemigo. Era negro. No querían
más lucha después de haber tenido que enfrentarse a los elefantes.
Las murallas de Borrascosa no estaban fuertemente patrulladas. La mayor parte
de la población masculina había salido por la mañana y no había vuelto. Pero Cara de
Sapo informó que no había mucha preocupación en la ciudadela central, donde
residía otro Maestro de las Sombras. De hecho, creía que se sentía confiado acerca
del desenlace final.
La tormenta avanzaba hacia el norte. Y era malditamente fuerte. Reuní a mis
capitanes.
—Se acerca una mala tormenta. Puede desbaratar lo que estamos haciendo, pero
vamos a hacerlo de todos modos. Así será incluso menos esperado. Goblin. Un Ojo.
Desempolvad vuestro viejo conjuro adormecedor de confianza.
Me miraron suspicaces.
—Ahí está —murmuró Goblin—. Una nueva y maldita razón para no dormir
tampoco esta noche.
—Uno de esos días voy a usar el conjuro sobre él —le dijo Un Ojo. Luego, en
voz alta—: De acuerdo, Matasanos. ¿De qué se trata?
—De nosotros. Saltaremos estas murallas y abriremos la puerta después de poner
a dormir a los centinelas.
Incluso la Dama se mostró sorprendida.
—¿Vas a malgastar todo el trabajo en esa rampa?
—Nunca tuve intención de utilizarla. Deseaba que ellos se convencieran de que
iba a tomar ese curso de acción.
Mogaba sonrió. Sospeché que ya se lo imaginaba.
—No funcionará —gruñó Goblin.
Le eché una buena mirada.
—Los hombres que trabajan en el extremo de las zanjas junto a la ciudad están
armados. Les prometí que serían los primeros en poder vengarse. Abrámosles las
puertas, y todo lo que tendremos que hacer será sentarnos y mirar.
—No funcionará. Olvidas que el Maestro de las Sombras está ahí dentro. ¿Crees
que vas a poder deslizarte hasta él sin ser detectado?
—Sí. Nuestro ángel guardián se asegurará de ello.
—¿Cambiaformas? Confío tanto en él como en una elefanta preñada.
—¿He dicho algo acerca de confiar en él? Nos quiere como pretexto para algún
plan propio. Por eso va a mantenernos vivos y sanos. ¿Correcto?
—Desvarías, Matasanos —dijo Un Ojo—. Has estado demasiado tiempo colgado
de la Dama.
Ella mantuvo su rostro inexpresivo. Aquello no parecía ser un cumplido.
—Matasanos. Necesitaré una docena de nar. Después de que Goblin y Un Ojo
pongan a dormir a los centinelas, Cara de Sapo trepará por la muralla con una cuerda
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y la anclará. Tus muchachos subirán y tomarán la barbacana desde atrás y abrirán la
puerta.
Asintió.
—¿Cuándo?
—En cualquier momento. Un Ojo, envía a Cara de Sapo a explorar. Quiero saber
lo que está haciendo el Maestro de las Sombras. Si nos está observando no lo
haremos.
Lo hicimos una hora más tarde. Fue como las operaciones que salen en los libros
de texto. Tal y como estaba ordenado por los dioses. Al cabo de otra hora todos los
prisioneros liberados, excepto aquéllos que habíamos enrolado en las legiones,
estaban dentro de la ciudad. Alcanzaron la ciudadela y la tomaron antes de que
pudiera desarrollarse ninguna resistencia.
Bramaron por toda Borrascosa, ignorando la lluvia y los truenos y los rayos,
aventando toda su rabia, dirigiéndola probablemente a lugares equivocados.
Yo, en mi atuendo de Creaviudas, crucé las abiertas puertas quince minutos
después de que entrara la multitud. Tomavidas cabalgaba a mi lado. La gente del
lugar se escondía de nosotros, aunque algunos parecían dar la bienvenida a sus
liberadores. A medio camino de la ciudadela la Dama dijo:
—Ésta vez me has engañado incluso a mi. Cuando dijiste esta noche en
Borrascosa…
Una feroz ráfaga de lluvia la silenció. Los rayos se desataron en un repentino y
furioso duelo. A sus destellos pude observar el paso de un par de panteras que de otro
modo me hubiera pasado desapercibido. Un estremecimiento no debido a la lluvia se
arrastró por mi espina dorsal. Había visto aquello mismo una vez antes, en otra
ciudad sitiada, cuando era joven.
Ellas también se encaminaban a la ciudadela.
—¿Detrás de qué van? —pregunté. Mi confianza distaba mucho de ser completa.
No había cuervos en esta tormenta. Me di cuenta de que había llegado a contar con
ellos como heraldos de buena suerte.
—No lo sé.
—Mejor compruébalo. —Aceleré el paso.
Había un montón de hombres muertos alrededor de la entrada de la ciudadela. La
mayoría eran mis trabajadores. Dentro todavía sonaban ecos de lucha. Unos guardias
sonrientes me saludaron con torpeza.
—¿Dónde está el Maestro de las Sombras? —pregunté.
—Lo he oído en la gran torre. Muy arriba. Sus hombres están luchando como
locos. Pero él no los ayuda.
Los truenos y los relámpagos se volvieron locos durante un minuto. Los rayos
golpearon la ciudad. ¿Se habían vuelto locos los dioses del trueno? Pero pese a la
lluvia torrencial se habían iniciado un centenar de incendios.
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Sentí piedad por las legiones, ahí fuera de guardia. Quizá Mogaba las hiciera
entrar también.
La tormenta murió y se convirtió en una lluvia casi normal después de aquel
último y loco acceso, con solo algunos relámpagos ligeros.
Alcé la vista hacia la torre que gravitaba sobre el resto de la ciudadela…, y, déjà
vu, en un destello vi una figura felina escalando su cara.
—¡Que me maldiga!
Los truenos me habían dejado incapaz de oír aproximarse unos caballos. Miré
hacia atrás. Goblin, Un Ojo y Murgen, aún enarbolando el estandarte de la Compañía.
Un Ojo tenía la vista alzada hacia la torre. Su rostro no era algo agradable de ver.
Estaba hurgando en los mismos recuerdos que yo.
—Un forvalaka, Matasanos.
—Cambiaformas.
—Lo sé. Me pregunto si era él la última vez.
—¿De que demonios estáis hablando? —quiso saber la Dama.
—Murgen —dije—, plantemos este estandarte ahí arriba, donde pueda verlo todo
el mundo cuando salga el sol.
—Correcto.
Entramos en la ciudadela, con la Dama intentando averiguar lo que había pasado
entre yo y Un Ojo. Desarrollé un problema auditivo. Un Ojo encabezó la marcha.
Subimos unas oscuras escaleras en cuyos peldaños era traicionero poner el pie a
causa de la sangre y los cadáveres. No se apreciaba lucha por encima de nosotros.
Ominoso.
Los últimos luchadores de ambos bandos estaban en una cámara a un par de pisos
por debajo de la parte superior. Todos muertos.
—Aquí ha habido hechicería —murmuró Goblin.
—Vamos arriba —restalló Un Ojo.
—Sí.
Un acuerdo total entre ellos. Por una vez.
Extraje mi espada. No había llama en ella, y ningún color en mi atuendo ahora.
Goblin y Un Ojo tenían otras cosas en sus cabezas.
Encontramos a Cambiaformas y al Maestro de las Sombras en el parapeto de la
torre. Cambiaformas había adoptado forma humana. Mantenía al Maestro de las
Sombras a raya. Era una cosa pequeña toda vestida de negro, casi imposible de tomar
en serio como un peligro. No había ningún signo de la acompañante de
Cambiaformas. Le dije a Goblin:
—Falta alguien. Mantén los ojos atentos.
—Te capto. —Sabía lo que estaba ocurriendo. Estaba más serio de lo que nunca
lo había visto.
Cambiaformas empezó a avanzar hacia el Maestro de las Sombras. Hice un gesto
a la Dama para que se moviera a su derecha. Yo fui a su izquierda. No estuve seguro
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de lo que hacía Un Ojo.
Miré hacia el campamento al sur de la ciudad. La lluvia había cesado mientras
estábamos dentro de la torre. El campamento era claramente visible por sus propias
luces. Tuve la impresión de que sabían que algo iba mal en la ciudad, pero que no
deseaban acudir a averiguarlo.
Estaban tentadoramente cerca. Pon artillería en las murallas y la vida se
convertirá en algo miserable para ellos.
El Maestro de las Sombras retrocedió contra los merlones que remataban el
parapeto, al parecer incapaz de hacer nada. ¿Por qué eran tan impotentes? ¿Quién era
ése? ¿Sombra de Tormenta?
Cambiaformas estaba ahora lo bastante cerca como para poder tocarlo. Una mano
se adelantó en un rápido movimiento y arrancó los negros ropajes del Maestro de las
Sombras.
Se me cayó la mandíbula. Oí a la Dama jadear a cinco metros de distancia.
Fue Un Ojo quien lo dijo.
—¡Por todos los infiernos! ¡Tormentosa! Pero se supone que está muerta.
Tormentosa. Otro de los Diez que Fueron Tomados originales. Otro que se
suponía que había perecido en la Batalla de Hechizo, tras haber asesinado al
Ahorcado y a…, ¡y a Cambiaformas!
¡Ajá!, me dije. ¡Ajá! Un ajuste de cuentas. Cambiaformas lo había sabido todo el
tiempo. Cambiaformas estaba ahí desde un principio para ocuparse de Tormentosa.
Y allá donde un Tomado misteriosamente superviviente estaba dedicándose de
nuevo a sus asuntos, ¿no podía haber más? ¿Como tres más?
—¿Qué demonios? ¿Todos siguen por ahí excepto el Ahorcado, el Renco y
Atrapaalmas? —Yo mismo había visto caer a esos tres.
La Dama estaba ahí sacudiendo la cabeza.
¿Dónde estaban ahora esos tres? Yo mismo había matado al Renco con mis
propias manos una vez, y había vuelto…
Me estremecí de nuevo.
Cuando eran Maestros de las Sombras eran seres anónimos que sólo me habían
preocupado de una forma estándar. Pero los Tomados… Algunos de ellos tenían una
causa muy especial y personal para odiar a la Compañía.
Éste momento de revelación lo había convertido todo en un tipo distinto de
guerra.
No tengo ni idea de lo que ocurrió entre Cambiaformas y Tormentosa, pero dejó
el aire crepitando con un odio eléctrico.
Tormentosa parecía impotente. ¿Por qué? Hacía unos pocos minutos había
convocado aquella monstruosa tormenta para azotarnos con ella. Cambiaformas no
tenía mayor poder que ella. A menos que, de algún modo, hubiera dado con esa
maldición de todos los Tomados, el Auténtico Nombre.
Miré a la Dama.
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Ella lo sabía. Ella conocía todos sus Auténticos Nombres. No había perdido este
conocimiento cuando había perdido sus poderes.
Poder. No había pensado en lo que había tenido allí, casi bajo mi pulgar, todo
aquel tiempo. Lo que ella sabía valía el rescate de un centenar de príncipes. Los
secretos encerrados en su cabeza podían esclavizar o liberar imperios.
Si sabías que los tenía.
Algunos lo sabían.
Ella tenía muchos más redaños de lo que había imaginado, saliendo de la Torre y
del imperio conmigo.
Tenía que pensar un poco y hacer una cierta reorientación estratégica. Ésos
Maestros de las Sombras, Cambiaformas, el Aullador, todos sabían eso de lo que yo
acababa de darme cuenta. Ella era malditamente afortunada de no haber sido
secuestrada ya y estrujada hasta dejarla seca.
Cambiaformas echó sus enormes y feas manos sobre Tormentosa. Y sólo entonces
empezó ella a resistirse. Con una repentina y sorprendente violencia, hizo algo que
arrojó a Cambiaformas al otro lado del parapeto. Permaneció tendido allí unos
instantes, con los ojos vidriados.
Tormentosa hizo una pausa.
Lancé un golpe en forma de media luna con mi espada, directo a su vientre. No la
alcancé, pero la detuve en seco. La Dama se lanzó también sobre ella. Se agachó y se
echó hacia atrás para eludir el golpe. Tajé de nuevo. Pero ella se levantó y retrocedió
de nuevo. Y sus dedos estaban danzando. Brotaban chispas entre ellos.
Oh, mierda.
Un Ojo la hizo trastabillar. La Dama y yo nos lanzamos de nuevo contra ella, sin
mucho efecto. Luego Murgen la alcanzó con la punta de la lanza que llevaba el
estandarte de la Compañía.
Aulló como uno de los condenados.
¿Qué demonios?
Empezó a avanzar de nuevo. Pero ahora Cambiaformas estaba de regreso. Había
adoptado la forma del forvalaka, el leopardo hembra negro casi imposible de matar o
herir. Saltó sobre Tormentosa y empezó a desgarrarla.
Ella obtuvo malditamente casi lo que se merecía. Retrocedimos, nos mantuvimos
lejos, les dejamos sitio.
No sé lo que Cambiaformas hizo o cuándo lo hizo. O si realmente hizo algo.
Puede que Un Ojo lo imaginara todo. Pero en algún momento durante todo aquello el
hombrecillo negro se deslizó a mi lado y susurró:
—Lo hizo, Matasanos. Fue él quien mató a Tam-Tam.
Eso había sido hacía mucho tiempo. Yo ya casi ni pensaba en ello. Pero Un Ojo
no había olvidado ni perdonado. Era su hermano…
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. Algo. Tengo que hacer algo.
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—¿Qué pasará con el resto de nosotros? Ya no tendremos un ángel.
—No lo vamos a tener de todos modos, Matasanos. Ya ha hecho aquí lo que
deseaba hacer. Con o sin Cambiaformas, estamos a nuestros propios medios tan
pronto como él haya terminado con ella.
Tenía razón. Todas las malditas posibilidades eran de que Cambiaformas dejaría
de ser el perro fiel de la dama de todos modos. Si había algún momento de ocuparse
de él, era éste.
Los combatientes siguieron durante quizá quince minutos, despedazándose el uno
al otro. Tuve la impresión de que las cosas no estaban siendo tan fáciles como
Cambiaformas había esperado. Tormentosa estaba peleando de una forma
malditamente buena.
Pero ganó él. Más o menos. Ella dejó de resistirse. Él permaneció allí tendido,
jadeante, incapaz de moverse. Ella había rodeado el cuerpo de él con sus miembros,
como una tenaza. Él sangraba por un centenar de pequeñas heridas. Maldijo
suavemente, y creí oírle maldecir a alguien por haberla ayudado, le oí amenazar que
alguien sería el siguiente.
—¿Tienes algún uso especial para él ahora? —pregunté a la Dama—. No sé lo
mucho que sabías. Ahora ya no importa. Pero será mejor que pienses en lo que tendrá
en mente ahora que ya no nos necesita ni a ti ni a mí como pretexto.
Ella sacudió lentamente la cabeza.
Algo se deslizó por encima del borde del parapeto detrás de ella. Otro forvalaka,
más pequeño. Pensé que teníamos un gran problema, pero la aprendiza de
Cambiaformas cometió un error táctico. Empezó a cambiar de forma. Terminó justo a
tiempo para gritarle «¡No!» a Un Ojo.
Un Ojo había materializado un garrote de alguna parte y, con dos golpes heroicos
y rápidos, redujo a Tormentosa y a Cambiaformas a la inconsciencia. Se habían
debilitado lo suficiente el uno al otro.
La compañera de Cambiaformas se lanzó contra él.
Murgen la hizo caer enredando sus pies con la punta de la lanza que llevaba. Le
produjo un corte. La sangre empezó a manar abundante. Ella gritó como si hubiera
sido atrapada en las agonías del infierno.
Entonces la reconocí. También había gritado mucho la última vez que la vi, hacía
tanto tiempo.
En algún momento durante la excitación, toda una bandada de cuervos se había
congregado en los merlones, fuera del camino. Empezaron a reír.
Todo el mundo saltó sobre la mujer antes de que ella pudiera hacer nada. Goblin
realizó algún tipo de rápida atadura mágica que la dejó incapaz de hacer nada excepto
mover los ojos.
Un Ojo me miró y dijo:
—¿Tienes algo de sutura contigo, Matasanos? Tengo una aguja, pero creo que no
tengo hilo.
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—¿Eh? Oh, sí, algo. —Siempre llevaba conmigo algunos artículos médicos de
primera necesidad.
—Dámelo.
Se lo di.
Golpeó de nuevo a Cambiaformas y a Tormentosa.
—Sólo para asegurarme de que están sin sentido. No tienen poderes especiales en
estas condiciones.
Se arrodilló a su lado y empezó a coserles la boca. Terminó con Cambiaformas,
dijo:
—Desnúdalo. Si se mueve, golpéalo de nuevo.
¿Qué demonios?
La cosa se hizo obscena, luego más obscena.
—¿Qué demonios estás haciendo? —pregunté.
Los cuervos se lo estaban pasando en grande.
—Cosiendo todos sus orificios. Así los demonios no saldrán.
—¿Qué? —Quizá tuviera sentido para él. No para mí.
—Un viejo truco de los doctores brujos allá en casa. —Cuando terminó con los
orificios cosió juntos los dedos de las manos y los pies—. Ponlos en mi saco con
cincuenta kilos de piedras y arrójalos al río.
—Tendrás que quemarlos —dijo la Dama—. Y reducir a polvo lo que quede y
dispersar el polvo al viento.
Un Ojo la miró durante diez segundos.
—¿Quieres decir que he hecho todo este trabajo para nada?
—No. Ayudará. No querrás que se exciten cuando los estés asando.
Le lancé una sorprendida mirada. Aquello no era propio de ella. Me volví a
Murgen.
—¿Quieres encargarte de esto?
Un Ojo agitó a la aprendiza de Cambiaformas con el pie.
—¿Y qué hay con ésa? ¿Crees que debo ocuparme de ella también?
—Ella no ha hecho nada. —Me acuclillé a su lado—. Ahora te recuerdo, querida.
Me tomó un tiempo porque no te vimos mucho en Enebro. No fuiste muy amable con
mi amigo Chozo de Castañas. —Miré a la Dama—. ¿Qué crees que podemos hacer
con ella?
No respondió.
—Que así sea. Hablaremos más tarde. —Miré a la aprendiza—. Lisa Daela
Bowalk. ¿Me oyes pronunciar tu nombre, de la forma en que lo hicieron esos otros?
—Los cuervos se carcajearon—. Voy a darte un respiro. Algo que probablemente no
mereces. Murgen, encuentra algún lugar para encerrarla. La soltaremos cuando
estemos listos para marcharnos. Goblin, tú ayuda a Un Ojo con lo que tenga que
hacer. —Miré al estandarte de la Compañía, de nuevo manchado de sangre, de nuevo
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agitándose desafiante—. Tú —señalé a Un Ojo—, cuida bien de él. A menos que
quieras a dos más de ellos tras nosotros de la forma en que lo hizo el Renco.
Tragó saliva.
—Sí.
—Dama, te lo dije. Ésta noche en Borrascosa. Vayamos a buscar algún lugar.
Algo iba mal en mí. Me sentía algo deprimido, vagamente decepcionado, de
nuevo víctima de un anticlímax, de una victoria hueca. ¿Por qué? Dos grandes
maldades estaban a punto de ser extirpadas de la faz de la tierra. La suerte había
caminado junto a la Compañía una vez más. Habíamos añadido más triunfos
imposibles a nuestra lista de victorias.
Estábamos trescientos kilómetros más cerca de nuestro destino de lo que teníamos
ningún derecho a esperar. No había ninguna razón obvia para esperar muchos
problemas de las tropas encerradas en aquel campamento al sur de la ciudad. Su
capitán Maestro de las Sombras estaba herido. La gente de Borrascosa, en su mayor
parte, nos estaban aceptando como liberadores.
¿De que tenía que preocuparme?
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Ésta noche en Borrascosa.
Ésta noche en Borrascosa era algo, aunque de alguna forma teñido con esa falta
de satisfacción que me atormentaba cada vez más. Dormí hasta bien pasado el
amanecer. Una corneta me despertó. Lo primero que vi cuando entreabrí los párpados
fue el gran bastardo negro de un cuervo mirándonos fijamente a la Dama y a mí. Le
arrojé algo.
Otra llamada de corneta. Me tambaleé a la ventana. Luego pasé a otra.
—Dama. Levántate. Tenemos problemas.
Los problemas se habían deslizado desde las colinas meridionales en forma de
otro ejército enemigo. Mogaba ya había hecho que nuestros muchachos se pusieran
en formación. Sobre la muralla sur, Cletus y sus hermanos tenían a la artillería
hostigando el campamento, pero sus máquinas no podían impedir que aquella
multitud se preparara para la lucha. La gente de la ciudad se asomaba de sus casas y
se encaminaba a las murallas para ver.
Había cuervos por todas partes.
La Dama echó una mirada, hizo restallar los dedos.
—Vistámonos. —Y empezó a ayudarme con mi atuendo. Yo la ayudé con el suyo.
—Ésta cosa está empezando a oler —dije del mío.
—Puede que no tengas que llevarlo mucho más tiempo.
—¿Eh?
—Ésa gente que viene desde las colinas tiene que ser todo lo que les queda capaz
de empuñar un arma. Venzámosles, y la guerra habrá terminado.
—Seguro. Excepto los tres Maestros de las Sombras que puede que no lo vean de
este modo.
Me dirigí a la ventana, escudé los ojos. Creí poder detectar un punto negro
flotando entre los soldados.
—En estos momentos no tenemos a nadie a nuestro lado. Quizá no debiera
haberme apresurado tanto con Cambiaformas.
—Hiciste lo correcto. Había cumplido con su agenda. Podría haberse unido a los
otros contra nosotros. No tenía ninguna cuenta pendiente con ellos.
—¿Sabías quiénes eran?
—Nunca lo sospeché. De veras. No hasta hace uno o dos días. Entonces pareció
demasiado improbable para mencionarlo.
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—Vamos a por ello.
Me besó, y fue un beso con mucha energía detrás. Habíamos recorrido un largo
camino… Se puso el yelmo y se convirtió en la lúgubre cosa negra conocida como
Tomavidas. Yo hice mi truco mágico y me convertí en Creaviudas. Las ratas huidizas
que eran la gente de Borrascosa —pensé que debíamos cambiarle de nuevo el nombre
cuando se posara el polvo— nos miró con miedo y maravilla mientras avanzábamos
por las calles.
Mogaba acudió a nuestro encuentro. Traía nuestros caballos. Montamos.
Pregunté:
—¿Parece muy malo?
—Todavía no puedo decirlo. Con dos batallas bajo el cinturón y dos victorias,
diría que tenemos una fuerza mucho más templada. Pero son un montón, y no creo
que tengas muchos más trucos en la manga.
—Tienes razón sobre eso. Esto es lo último que esperaba. Si este Maestro de las
Sombras usa su poder…
—No les menciones esto a los hombres. Ya han sido advertidos de que podemos
encontrarnos con circunstancias inusuales. Se les ha dicho que las ignoren y sigan
con su trabajo. ¿Quieres usar de nuevo los elefantes?
—Todo. Todas las malditas cosas de las que podamos disponer. Ésta puede que
sea la auténtica guerra. Ganémosla, y habremos liberado definitivamente Taglios de
toda amenaza y habremos abierto todo el camino hasta el sur. No les quedará ningún
ejército que oponernos.
Gruñó. Nosotros también.
Salimos al campo. A los pocos momentos tenía mensajeros volando hacia todos
lados, la mayoría de ellos intentando sacar a mis trabajadores armados fuera de la
ciudad. Íbamos a necesitar todas las espadas.
Mogaba había sacado la caballería a explorar y hostigar. Buen hombre, Mogaba.
Los cuervos parecían estar pasándoselo en grande observando cómo tomaba
forma el espectáculo.
El Maestro de las Sombras de ahí fuera no tenía prisa. Sacó a sus hombres de las
colinas y los puso en formación pese a mi caballería, luego hizo que sus jinetes
persiguieran a los míos. Otto y Lamprea podrían haberlos eliminado, pero yo había
dado instrucciones de que no lo intentaran. Simplemente retrocedieron, tirando del
enemigo, hostigándolo con sus arcos desde sus sillas. Quería que mantuvieran
descansados a sus animales antes del acontecimiento principal. No disponíamos de
suficientes monturas de reserva como para desarrollar una campaña de caballería
adecuada.
Destaqué a unos cuantos hombres para que reunieran a los antiguos prisioneros a
medida que fueran apareciendo y los enviaran para atrapar a cualquiera que saliese
del campamento. Con las armas capturadas ayer y durante la noche más de la mitad
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estaban ahora armados. No habían sido entrenados y carecían de habilidad, pero eran
decididos.
Envié a Cletus y a sus hermanos órdenes de que trasladaran la artillería hasta allí,
donde podían proporcionarnos su apoyo y podían bombardear la puerta del
campamento.
Miré al nuevo ejército.
—Mogaba. ¿Alguna idea? —Por encima podían calcularse unos quince mil
hombres. Parecían al menos tan competentes como los que nos habíamos encontrado
en el vado Ghoja. Limitados, pero no aficionados.
—No.
—No parece que tengan mucha prisa en lanzarse.
—¿La tendrías tú?
—No si tuviera un Maestro de las Sombras. Y tuviera esperanzas de vencerles.
¿Algún otro tiene alguna idea?
Goblin negó con la cabeza. Un Ojo dijo:
—Los Maestros de las Sombras son la clave. O los apartas o no tienes ninguna
posibilidad.
—Enseña a tu abuela a chupar huevos. Mensajero. Ven aquí. —Tenía una idea. Lo
envié a buscar uno de los nar e hice que fuera al interior de la ciudad, escogiera a un
millar de prisioneros armados y fuera con ellos a la puerta oeste. Cuando empezara la
lucha tenían que golpear al campamento desde atrás.
Eso era algo.
—Un Ojo tiene razón —dijo la Dama. Creo que la apenaba tener que decirlo—. Y
el que se concentre en ello será quien tenga mayor éxito. Éste es un tiempo de
ilusiones. —Eso subrayó una idea.
Diez minutos más tarde ordené avanzar a la caballería, para hostigar un poco al
enemigo e intentar provocar a su caballería, para ver lo que el Maestro de las
Sombras podía o no podía hacer por sí mismo.
Deseaba realmente poder contar con los prisioneros para contener a los hombres
de aquel campamento.
En la media hora que necesitó el Maestro de las Sombras para perder la paciencia
ante el hostigamiento, Un Ojo y Goblin juntaron entre los dos la gran ilusión de sus
carreras.
Empezaron recreando el fantasma de la Compañía que habían usado en aquel
bosque allá en el norte, donde capturamos a los bandidos, creo que tanto por razones
sentimentales como porque era más fácil hacer algo que ya habían hecho antes. Los
trajeron al frente del ejército, detrás de mí y de la Dama y del estandarte. Entonces
ordené que fueran traídos los elefantes y colocados en un amplio frente, cada uno
apoyado por diez de nuestros soldados mejores y más sedientos de sangre. Parecía
como si tuviéramos una horda de aquellos animales porque su número había sido
triplicado por la ilusión. Supuse que el Maestro de las Sombras vería a través de las
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ilusiones. Pero ¿y qué? Sus hombres no, y era a ellos a quienes quería provocar
pánico. Cuando supieran la verdad ya sería demasiado tarde.
Cruza los dedos, Matasanos.
—¿Lista? —pregunté.
—Lista —dijo la Dama.
La caballería se retiró, y justo a tiempo. El Maestro de las Sombras había
empezado a expresar su ira. Aferré por un momento la mano de la Dama. Nos
inclinamos el uno hacia el otro y nos susurramos esas dos palabras que todo el mundo
se siente embarazado de pronunciar en público. Viejo estúpido, me sentí extraño
diciéndoselas a un público de uno. Elegías por tu juventud perdida, cuando podía
decírselas a cualquier mujer y las decía con toda mi alma y mi corazón al menos
durante una hora.
—Está bien, Murgen. Adelante. —La Dama y yo alzamos nuestras llameantes
espadas. Las legiones empezaron a cantar: «¡Taglios! ¡Taglios!». Y mi brigada
fantasma inició su avance.
Teatralidad. Todos esos elefantes me hubieran asustado a morir si yo hubiera
estado en el bando contrario.
¿De dónde infiernos tomé la idea de que se suponía que un general debía
acaudillar su ejército en el campo de batalla?
¿Menos de un millar de nosotros dispuestos a ganarles a quince mil de ellos?
Las flechas acudieron a recibirnos. No causaron ningún daño a las ilusiones.
Resbalaron en la piel de los auténticos elefantes. Rebotaron en Murgen, Goblin, Un
Ojo, la Dama y yo porque estábamos escudados con conjuros protectores.
Afortunadamente, nuestros oponentes se inquietaron ante nuestra invulnerabilidad.
Hice seña de aumentar la velocidad. El frente enemigo empezó a estremecerse
con anticipación ante el impacto de todos aquellos elefantes. Las formaciones
empezaron a disolverse.
Era el momento de que el Maestro de las Sombras hiciera algo.
Disminuí la marcha. Los elefantes pasaron retumbantes, trompeteando, ganando
velocidad, y en un momento determinado todos se desviaron para lanzarse
directamente contra el Maestro de las Sombras.
Una maldita inversión para alcanzar a un solo hombre.
Se dio cuenta de que él era el objetivo de asalto cuando los elefantes estaban
todavía a cien metros de distancia de él. Iban a converger sobre él con la sana
intención de pisotearle.
Soltó a la vez todos los conjuros que tenía preparados. Durante diez segundos
pareció como si los cielos se derrumbaran y la tierra se estremeciera. Elefantes y
partes de elefantes volaron hacia todos lados como los juguetes de un niño.
Todo el frente del enemigo era un caos ahora. Oí las señales ordenando a la
caballería avanzar de nuevo, ordenando a la infantería avanzar.
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Los elefantes supervivientes arrollaron el lugar donde flotaba el Maestro de las
Sombras.
Un tronco le golpeó y lo arrojó a diez metros en el aire, agitando los brazos y
dando tumbos. Cayó entre masivos flancos grises, gritó, voló de nuevo hacia arriba,
posiblemente bajo su propio poder. Una lluvia de flechas partió hacia él cuando los
soldados que seguían a los elefantes lo usaron como práctica de tiro. Algunas lo
atravesaron. Siguió derramando conjuros como un espectáculo de fuegos artificiales,
pero parecían puros reflejos.
Me eché a reír y acorté distancias. Teníamos al bastardo y a todos sus hijos. Mi
récord como general iba a quedar impoluto.
Murgen estaba allí cuando el Maestro de las Sombras voló dando tumbos al
espacio por tercera vez. Ensartó al hijo de puta con su lanza cuando volvió a bajar.
El Maestro de las Sombras gritó. Dioses, cómo gritó. Agitó brazos y piernas
como un insecto ensartado en una aguja. Su peso lo arrastró hasta abajo hasta que
colgó de la pieza transversal que sostenía el estandarte.
Murgen luchó por mantener la lanza vertical y librarse del peso. Nuestros
muchachos fueron sus peores enemigos. Todo el mundo con un arco empezó a lanzar
flechas contra el Maestro de las Sombras.
Espoleé mi montura hacia adelante, me situé al lado de Murgen y le ayudé a
sujetar nuestro trofeo.
El bastardo había dejado de lanzar sus conjuros a su alrededor.
Las legiones acompañaron su avance rugiendo el canto de Taglios el doble de
fuerte.
Otto y Lamprea se sumergieron en la confusión por delante de la legión de
Mogaba. Pero no había tanta confusión como yo había esperado. Los soldados
enemigos se habían dado cuenta de que habían sido desorganizados, y estaban
intentando volver a la formación.
Habían absorbido la carga de los elefantes y la de la caballería, sufriendo enormes
pérdidas, pero parecían haber renunciado a la idea de echar a correr. Lamprea y Otto
se apartaron antes de que llegaran las legiones, pero los elefantes seguían metidos
entre el enemigo. Lo cual estaba bien. Se hallaban fuera de control. Habían recibido
tantos flechazos y lanzazos y tajos de espadas que estaban locos de dolor. Ya no les
importaba a quién pisoteaban.
—¡Vayamos a este montículo donde podamos ver lo que ocurre! —le grité a
Murgen. Uno de los montículos que salpicaban la llanura estaba a un centenar de
metros de distancia.
Nos abrimos paso a duras penas entre la infantería que llegaba, subimos al
montículo, nos enfrentamos a la lucha. Tuvimos que emplear los dos nuestras fuerzas
para mantener erguido el estandarte pese a todo el pataleo y los gritos del Maestro de
las Sombras.
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Era un buen movimiento táctico, mantenerlo allí arriba. Sus hombres podían ver
que habían perdido su gran arma en el mismo momento en que les estaban pateando
el culo, y los míos podían ver que ya no tenían que preocuparse por él. Se pusieron
manos a la obra pensando que terminarían con ello a la hora de la comida. Lamprea y
Otto pusieron el bocado en sus labios y rodearon el enemigo para llegar a ellos por
detrás.
Los maldije. No los quería tan lejos. Pero las cosas estaban ya fuera de control.
Estratégicamente, nuestro movimiento no era el mejor. Los chicos del
campamento captaron los efluvios de un inminente desastre y decidieron que sería
malditamente mejor que hicieran algo.
Salieron en tromba, con su propio Maestro de las Sombras lisiado flotando al
frente, deslizándose torpemente y escorando a un lado como si estuviera borracho
pero lanzando un par de conjuros asesinos que golpearon a los prisioneros armados.
Cletus y sus hermanos abrieron fuego desde la muralla y machacaron al Maestro
de las Sombras número dos, lo vapulearon un poco, y se irritó de tal modo que dejó
todo lo que estaba haciendo para volverse hacia ellos con un conjuro que los arrojó a
ellos y a sus máquinas fuera de la muralla. Luego condujo a sus hombres al exterior,
buscando causar al resto de nosotros al menos los mismos problemas.
Su gente nunca llegó a crear una formación, y tampoco lo hicieron en realidad los
prisioneros, de modo que la cosa se convirtió en una especie de riña de taberna, con
las espadas moviéndose realmente rápido.
Los muchachos de la puerta oeste se deslizaron fuera y golpearon el campamento
por detrás y saltaron fácilmente su muro. Se pusieron al trabajo con los heridos y los
guardias del campamento y cualquiera que se pusiese en su camino, pero su éxito no
afectó a todo lo demás. Los hombres que habían salido del campamento simplemente
fueron tras el resto de nosotros.
Había que hacer algo.
—Plantemos de alguna forma esta cosa —le dije a Murgen. Miré al caos a mi
alrededor antes de desmontar. No pude ver a la Dama por ningún lado. Mi corazón
reptó hasta mi garganta.
La tierra de aquel montículo era blanda y estaba húmeda. Gruñendo y
esforzándonos, entre los dos conseguimos clavar el extremo inferior de la lanza lo
bastante profundo como para que se mantuviera erguida por sí misma, sacudiéndose
cada vez que el Maestro de las Sombras tenía un acceso de gritar y agitarse.
El ataque por el flanco hacía progresos contra los prisioneros. Algunos de los más
débiles de corazón corrieron hacia la puerta más cercana de la ciudad, reuniéndose
con sus compañeros que no se habían molestado en salir. Ochiba intentó extender y
hacer girar parte de su línea para enfrentarse al ataque, con un éxito limitado. Los
menos disciplinados hombres de Sindawe habían empezado a desintegrarse en su
ansia por apresurar la derrota de los enemigos a los que se enfrentaban. No eran
conscientes de la amenaza de la derecha. Sólo Mogaba había mantenido la disciplina
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y la integridad de la unidad. Si yo hubiera tenido medio cerebro, hubiera cambiado
esta legión por la de Ochiba antes de empezar todo esto. Ahí fuera, ahora, no era de
mucha utilidad. Para acabar con toda el ala derecha del enemigo, seguro, pero no para
impedir que todo lo demás se desmoronara.
Tuve la amarga sensación de que las cosas iban a ponerse mal.
—No sé qué hacer, Murgen.
—No creo que haya nada que puedas hacer ahora, Matasanos. Excepto cruzar los
dedos y seguir hasta el final.
Los fuegos artificiales se desparramaron sobre el área de Ochiba. Por un
momento se hicieron tan feroces que pensé que iban a detener el inminente colapso
allí. Goblin y Un Ojo estaban al trabajo. Pero el Maestro de las Sombras tullido
consiguió acallarlos.
¿Qué podía arrojarle yo? ¿Qué podía hacer? Nada. No tenía nada que poder
enviarle.
No quise mirar.
Un solitario cuervo se posó sobre el pataleante Maestro de las Sombras empalado
en la lanza del estandarte. Lo miró, me miró a mí, a la lucha, y emitió un sonido
como una risita divertida. Luego empezó a picotear la máscara del Maestro de las
Sombras, intentando llegar a los ojos.
Ignoré al pájaro.
Los hombres empezaron a escabullirse por mi lado. Eran de la legión de Sindawe,
en su mayor parte prisioneros que habían sido reclutados a lo largo de los últimos
días. Les grité y les maldije y les llamé cobardes y les ordené que dieran la vuelta y
formaran. La mayor parte lo hicieron.
Lamprea y Otto atacaron a los hombres que se enfrentaban a Ochiba,
probablemente con la esperanza de aliviar la presión de modo que pudieran situarse
más adelante y ocuparse de la amenaza del campamento. Pero el ataque desde atrás
impulsó al enemigo hacia adelante. Mientras Otto y Lamprea estaban haciendo un
buen trabajo ahí atrás, los hombres a los que estaban masacrando rompieron la línea
de Ochiba y penetraron en la formación de prisioneros armados desde el lado.
La legión de Ochiba intentó mantenerse, incluso así, pero parecía que se hallaba
en grandes dificultades. Los hombres de Sindawe pensaron que iban a salir corriendo
y decidieron acabar con ellos en plena carrera. O algo así. Se colapsaron.
Mogaba había empezado a hacer girar su eje de ataque para apoyar a Sindawe
desde el flanco. Pero cuando terminó su movimiento ya no había nada que apoyar.
Al cabo de unos momentos su legión era la única isla de orden en un mar de caos.
El enemigo no estaba más organizado que mi gente. Todo era una gran confusión, la
riña de taberna más grande del mundo.
La mayor parte de mi gente corrió hacia las puertas de la ciudad. Algunos
simplemente se limitaron a correr. Yo permanecí allí bajo el estandarte, maldiciendo y
gritando y agitando mi espada y derramando un par de litros de lágrimas. Y, los
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dioses me ayuden, algunos estúpidos me oyeron y escucharon y empezaron a intentar
formar con los hombres que yo había conseguido organizar, mirando a todo
alrededor, formando en pequeños y prietos destacamentos.
Redaños. Desde un principio me habían dicho que aquellos taglianos tenían
redaños.
Poco a poco, Murgen y yo formamos un muro humano alrededor del estandarte.
Poco a poco, el enemigo se concentró en Mogaba, cuya legión se negaba a
desintegrarse. Los hombres de los Maestros de las Sombras acumulaban muertos a su
alrededor. Al parecer, él no nos veía. Pese a toda la resistencia, avanzaba hacia la
ciudad.
Supongo que Murgen y yo habíamos conseguido reunir a tres mil hombres antes
de que el destino decidiera que era el momento de dar otro mordisco.
Una gran cantidad de enemigos se lanzó contra nosotros. Adopté mi pose, con la
espada en alto, al lado del estandarte. Ya no me quedaba mucha teatralidad. Si Goblin
y Un Ojo estaban vivos, debían de estar demasiado ocupados protegiendo sus propios
culos.
Parecía como si pudiéramos rechazarlos fácilmente. Nuestra línea era sólida.
Ellos eran simplemente una chusma aullante.
Entonces brotó la flecha de ninguna parte y me golpeó directamente en el pecho y
me derribó limpiamente de mi caballo.
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No siempre es mejor ser viejo y sabio en los campos de batalla, pensó la Dama. Vio
lo que se aproximaba, claramente, mucho antes que ninguno de los demás.
Brevemente, después de que Murgen ensartara al Maestro de las Sombras, tuvo
esperanzas de que la cosa cambiara, pero la salida de las tropas del campamento
ocasionó un cambio de impulso que no podía ser invertido.
Matasanos no hubiera debido atacar. Hubiera debido aguardar allí todo el tiempo
que fuera necesario, hacer que vinieran a él, no preocuparse tanto por los Maestros de
las Sombras. Si hubiera permitido que el nuevo ejército del sur llegara hasta allí y se
cruzara en el camino de los hombres del campamento, entonces hubiera podido lanzar
sus elefantes sin el menor riesgo. Pero ya era demasiado tarde para llorar por lo que
pudo ser. Era tiempo de intentar un milagro.
Un Maestro de las Sombras estaba anulado y el otro estaba lisiado. Si tan sólo
dispusiera de una décima parte, incluso una centésima parte, del poder que había
perdido. Si tan sólo hubiera tenido tiempo de alimentar y canalizar lo poco que había
empezado a regresar a ella.
Si tan sólo. Si tan sólo. Toda la vida era un gran si tan sólo.
¿Dónde estaba aquel maldito trasgo de Un Ojo? Podía cambiar todo aquello. No
había nadie en el otro lado que le impidiera lanzarse a través de aquellos hombres
como una guadaña, al menos durante el tiempo suficiente.
Pero no se veía a Cara de Sapo por ninguna parte. Un Ojo y Goblin estaban
trabajando como un equipo, haciendo lo poco que podían por controlar la marea. Cara
de Sapo no estaba con ellos. Parecían demasiado atareados como para preocuparse
por eso.
La ausencia del trasgo era demasiado importante para ser un accidente o un
descuido. ¿Por qué, en aquel momento crítico?
No había tiempo. No había tiempo para meditar sobre ello y cortar a través de
todas las sombras e intentar descubrir el significado de las presencias y las ausencias
del trasgo que la habían estado preocupando durante tanto tiempo. Sólo el tiempo
suficiente para darse cuenta con toda certitud que la criatura había sido plantada a Un
Ojo y no obedecía en absoluto sus órdenes.
¿Plantada por quién?
No por los Maestros de las Sombras. Los Maestros de las Sombras habrían usado
al trasgo directamente. No Cambiaformas. No tenía ninguna necesidad. No el
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Aullador. Hubiera conseguido su venganza.
¿Quién más andaba suelto por el mundo?
Un cuervo aleteó junto a ella. Graznó de una forma que le hizo pensar que se
estaba riendo.
Matasanos y sus cuervos. Llevaba un año murmurando acerca de cuervos. Y
luego habían empezado a trazar círculos a su alrededor cada vez que ocurría algo
grande.
Miró al montículo donde Matasanos y Murgen habían plantado el estandarte.
Matasanos tenía un par de cuervos perchados en sus hombros. Una bandada trazaba
círculos sobre él. Su figura era espectacular, allí con su atuendo de Creaviudas, con
los pájaros del destino girando a su alrededor, agitando su llameante espada,
intentando reunir sus desmoronantes legiones.
Mientras la mente perseguía un puñado de enemigos el cuerpo se ocupaba de
otros. Esgrimió sus armas con la gracia de una bailarina y la letalidad de una
semidiosa. Al principio fue algo vivificante, darse cuenta de que se aproximaba a un
estado que no había alcanzado en mucho tiempo, excepto a través de su sucedáneo
tántrico, la otra noche. Y entonces se aposentó en una calma perfecta, la separación
mística del Yo y la carne que se fundían realmente en una letal totalidad más grande,
más iluminada.
No había miedo en aquel estado, ni ninguna otra emoción. Era como hallarse
sumida en la más profunda meditación, donde el Yo vagaba por un campo de
brillantes penetraciones, pero la carne seguía realizando sus letales tareas con una
precisión y una perfección que dejaba la muerte amontonada alrededor de ella y su
terrible montura.
Los enemigos se peleaban unos contra otros para mantenerse alejados de ella. Sus
aliados luchaban por entrar en la seguridad del vacío que la rodeaba. Aunque el ala
derecha había empezado a colapsarse, se formó un núcleo testarudo.
El Yo reflexionó sobre recuerdos de iluminaciones conseguidas durante la noche
de un par de cuerpos sudorosos tensándose juntos, de su absoluta sorpresa durante y
después. Su vida había sido de absoluto autocontrol. Sin embargo, una y otra vez la
carne había ido más allá de cualquier esperanza de control. A su edad.
Miró de nuevo a Matasanos, ahora acosado por sus enemigos.
Y la sombra se arrastró al interior de la letal perfección y le mostró por qué se
había negado a sí misma durante tanto tiempo.
Pensó en la pérdida.
Y la pérdida importaba.
Ésa importancia se interpuso en el Yo, distrayéndolo. Quería tomar el control de
la carne, forzar las cosas para que transpiraran de acuerdo con sus deseos.
Empezó a forzar su camino hacia Matasanos, y el nudo de hombres que la
rodeaban se movió con ella. Pero el enemigo pudo captar que ella ya no era la terrible
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cosa que había sido, que ahora era vulnerable. Hizo presión. Uno tras otro, sus
compañeros cayeron.
Entonces vio la flecha golpear a Matasanos y derribarlo a los pies del estandarte.
Gritó y espoleó su montura, por encima de amigos y enemigos.
Su dolor, y su ira, sólo la llevaron a una masa de enemigos que atacaban desde
todas direcciones. Derribó a algunos, pero otros la arrastraron fuera de su encabritado
caballo y la alejaron al animal. Luchó con habilidad y desesperación contra unos
oponentes mal entrenados, pero la ineptitud de sus enemigos no era suficiente.
Amontonó cuerpos a su alrededor, pero la obligaron a hincar la rodilla.
Una ola de caos barrió aquella lucha dentro de la batalla, hombres huyendo,
hombres persiguiendo, y cuando pasó, todo lo que pudo verse de ella era un brazo
asomando de un montón de cadáveres.
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Tendido de espaldas, aferrado al asta de la lanza con la mano izquierda, el estandarte
ondeando y el Maestro de las Sombras agitándose sobre mi cabeza. No creo que la
flecha haya alcanzado ningún punto vital. Pero la hija de puta atravesó mi peto y a mí
también. Creo que asoma unos cinco centímetros por mi espalda.
¿Qué demonios ha ocurrido con los conjuros que me protegían?
Nunca había sido alcanzado de esa maldita forma antes.
Hay un par de cuervos arriba con el Maestro de las Sombras. Divirtiéndose,
intentando alcanzar sus ojos. Cuatro o cinco merodean por los alrededores ahí abajo,
sin molestarme. Actúan como si estuvieran montando guardia.
Un puñado acudieron hacía un rato, cuando algunos enemigos vinieron a por el
estandarte. Los atacaron ferozmente hasta que se marcharon.
¡Oh, esa maldita flecha duele! ¿No puedo llevar la mano atrás y romper el asta?
¿Sacarme del cuerpo la maldita cosa una vez eliminada la punta?
Mejor no. El asta puede estar impidiendo que se produzca una hemorragia
interna. Veamos lo que ocurre.
¿Qué ocurre? No puedo moverme lo suficiente para mirar a mi alrededor. Duele
demasiado. Todo lo que puedo ver desde aquí es la llanura, cubierta de cadáveres.
Elefantes, caballos, algunos hombres de blanco, muchos más no de blanco. Creo que
nos hemos llevado a un montón de ellos con nosotros. Pienso en que si las
formaciones se hubieran mantenido tal vez hubiéramos podido patearles el culo.
No puedo oír. Un silencio total. ¿Yo? ¿Qué fue eso? ¿Un silencio de piedra?
¿Dónde oí eso?
Estoy cansado. Tan malditamente cansado. Quiero tenderme y dormir. No puedo.
La flecha. De todos modos pronto me sentiré demasiado débil. Sediento. Pero no tan
sediento como con una herida en el vientre, gracias a los dioses. Nunca he querido
morir de una herida en el vientre. Ja. Nunca he querido morir.
No dejo de pensar en la asepsia. ¿Y si el arquero puso ajo o heces en las puntas de
sus flechas? Envenenamiento de la sangre. Gangrena. Hueles como si llevaras seis
días muerto cuando aún estás respirando. No pueden amputarte el pecho.
Vergüenza y culpabilidad. He traído a la Compañía hasta esto. No quiero ser el
último capitán. Supongo que nadie querría. No hubiera debido luchar hoy. No hubiera
debido cargar, seguro. Aunque las ilusiones y los elefantes parecían suficientes.
Estuvimos a punto.
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Ahora sé lo que debíamos haber hecho. Permanecer en las colinas donde ellos no
habrían podido verme y dejar que acudieran a mí. Hubiera podido deslizarme por los
flancos y usar de nuevo con ellos el viejo truco de la Compañía. Mostrar el estandarte
en una dirección y atacar por la otra. Pero he tenido que venir aquí tras ellos.
Me siento como un estúpido tendido aquí con mi ropa interior y mi peto. Me
pregunto si ha hecho algún maldito bien el que Murgen se pusiera ese disfraz de
Creaviudas y partiera a intentar darle la vuelta a la marea. Mogaba le cortará los
testículos por haber abandonado el estandarte.
Pero aquí estoy yo. Sujetando todavía a ese mamón ahí arriba.
Quizá llegue alguien antes de que pierda el sentido. Incluso es posible que alguien
del otro bando acuda a echar una mirada. Maldita flecha. Termina ya de una vez.
Acabemos.
Algo se mueve… Sólo mi maldito caballo. Comiendo. Convirtiendo la hierba en
boñigas de caballo. Sólo un día más en la vida para él. Ve a traerme una jarra de
cerveza, bastardo. Se supone que eres tan malditamente inteligente, ¿por qué no
puedes traerle una última cerveza a un hombre que se está muriendo?
¿Cómo puede el mundo estar tan malditamente tranquilo y ser tan brillante y tener
un aspecto tan alegre cuando tantos hombres acaban de morir aquí? Mira toda esta
confusión. Aquí mismo, cincuenta tipos muertos sobre las flores silvestres. En un par
de días el olor llegará hasta los sesenta kilómetros de distancia.
¿Cómo está tomando esto tanto tiempo? ¿Voy a ser uno de esos desgraciados que
nunca acaban de morirse?
Hay algo ahí fuera. Algo que se mueve. Un poco lejos. Viniendo… Los cuervos
trazan círculos… Mi viejo amigo el tocón, cruzando la llanura de los muertos con
paso tranquilo. Con paso ligero. ¿Todavía no es el momento? ¿Cuervos? ¿La Muerte
arrastrante? ¿Voy a contemplar mi propia muerte a través de los ojos de eso que hay
ahí abajo?
Lleva algo. Sí, una caja. De algo más de un palmo por un palmo por un palmo.
Recuerdo haber observado eso antes pero no haberle prestado mucha atención. Nunca
oí que la Muerte llevara una caja. Normalmente lleva una espada. O una guadaña.
Sea lo que sea, está aquí para verme. Se encamina directo hacia mí. Aguanta,
Matasanos. Quizás haya una nueva esperanza para los muertos.
El tipo arriba en la lanza se contorsiona. No creo que se sienta feliz con el
desarrollo de las cosas.
Se acerca cada vez más. Definitivamente no es un tocón andante. Es una persona,
o algo que camina sobre dos piernas, muy baja. Curioso. Siempre pareció más grande
desde la distancia. De cerca, ahora, podríamos mirarnos directamente a los ojos, si
pudiera ver algún tipo de ojos dentro de esa capucha. Es como si no hubiera allí nada
en absoluto.
Se arrodilla. A pocos centímetros de distancia puedo verlo, la capucha está vacía.
Deja la maldita caja justo a mi lado.
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Una voz como el aliento muy leve de una brisa en primavera, ondulante, suave,
gentil y alegre.
—Ahora es el momento, Matasanos. —Medio cloqueo, medio risa. Una mirada
hacia arriba, a la grotesca forma empalada en la lanza—. Y es el momento para ti
también, viejo bastardo.
Una voz completamente distinta. No sólo un tono diferente o una diferente
inflexión, sino una voz completamente distinta.
Supongo que todos los demás muertos renacidos a la vida me habían preparado
para ello. La reconocí al instante. Casi como si algo dentro de mí la hubiera estado
esperando. Jadeé.
—¡Tú! ¡No puede ser! —Intenté levantarme—. ¡Atrapaalmas! —No sé qué
demonios pensé que podía hacer. ¿Echar a correr? ¿Cómo? ¿Adonde?
El dolor me rasgó por dentro. Me derrumbé.
—Sí, mi amor. Yo. Te fuiste sin terminar lo que tenías que hacer. —Una risa que
era como la de una jovencita—. He esperado mucho tiempo, Matasanos. Pero ella
intercambió finalmente las palabras mágicas contigo. Ahora puedo vengarme,
tomando de ella lo que es más precioso que la propia vida. —De nuevo la risita,
como si estuviera exponiendo alguna broma pesada sin ninguna malicia en ella.
No tuve fuerzas para discutir.
Hizo un gesto aleteante con una enguantada mano.
—Ven conmigo, mi amor.
Floté hacia arriba. Un cuervo se posó sobre mi pecho y miró en la dirección hacia
la que empecé a moverme, como si estuviera a cargo del rumbo.
Había un lado bueno. El dolor disminuyó.
No vi moverse la lanza y su carga, pero sentí que también estaba en movimiento.
Mi captora abría camino, flotando también. Nos movíamos muy aprisa.
Debíamos estar a la vista de todo el mundo.
La oscuridad mordisqueó los flecos de mi consciencia. Luché contra ella,
temiendo que aquélla fuera la oscuridad final. Perdí.
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Una loca risa rodó fuera de aquella alta estancia de cristal en la parte superior de
aquella torre de Atalaya. Alguien se había entrometido en la forma en que estaban
yendo las cosas allí en el norte.
—Hay tres de ellos ahí abajo, la mitad del trabajo ya está hecha. Y la mitad
difícil. Atrapa a los otros tres y todo será mío.
Más risa loca.
El Maestro de las Sombras contempló la brillante extensión blanca.
—¿Es el momento de liberaros de vuestra prisión, mis bellezas de la noche? ¿Es
el momento de dejaros correr libres de nuevo por el mundo? No, no. No ahora. No
hasta que esta isla de seguridad sea invulnerable.
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La llanura está llena con el silencio de la piedra. Nada vive allí. Pero en las horas
profundas de la noche aletean sombras entre los pilares y se perchan encima de las
columnas con la oscuridad envolviéndolas como capas de ocultación.
Tales noches no son para el extranjero desprevenido. En tales noches el silencio
de la piedra se ve a veces roto por gritos. Entonces las sombras se dan su festín,
aunque nunca sacian su feroz hambre.
Para las sombras la caza es cada vez más escasa. A veces pasan meses antes de
que un aventurero incauto tropiece con el lugar de la piedra rutilante. El hambre
empeora con los años y las sombras otean las tierras prohibidas más allá. Pero no
pueden ir, y no pueden morirse de hambre, por mucho que deseen morir. No pueden
morir, porque son los muertos vivientes, atados por el silencio de la piedra.
En cierto sentido, es la inmortalidad.
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GLEN COOK. (nacido el 9 de julio de 1944) es un escritor contemporáneo
estadounidense de ciencia ficción y fantasía, conocido sobre todo por su saga de
fantasía, La Compañía Negra. Cook reside en la actualidad en San Luis, Misuri.
El amor de Glen Cook por la escritura comenzó en la escuela y ya en el instituto
escribía artículos ocasionales para el periódico escolar. Tras terminar el instituto,
Cook pasó algún tiempo en la marina para, posteriormente, ingresar en la
universidad, lo que le dejó escaso tiempo para la escritura. Cook comenzó a escribir
de manera seria mientras trabajaba para General Motors en una planta de ensamblado
de automóviles, desempeñando un trabajo que era «difícil de aprender, pero sin
apenas esfuerzo mental» y alcanzando cifras de hasta tres libros escritos al año.
Cook también es bastante conocido por su saga sobre Garrett P.I. que cuenta las
peripecias del duro detective Garret, y la saga Dread Empire, buena muestra de los
primeros trabajos publicados de Cook.
Actualmente Cook está retirado de su puesto en GM y vive con su esposa, Carol, y
sus hijos (Justin, Chris y Mike) en San Luis. Aunque ahora puede dedicarse a tiempo
completo a su carrera de escritor, piensa que era más productivo mientras ocupaba su
antiguo puesto.
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