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Tabla 1

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El problema de la esclavitud, la diferenciación racial y el “problema

negro” en La democracia en América.

En el Capítulo décimo. Algunas consideraciones sobre el estado actual y el


porvenir probable de las tres razas que habitan el territorio de los Estados
Unidos el autor habla de las distintas razas que coexisten en América, entre ellas,
los indios y los negros:

El territorio ocupado en nuestros días, o reclamado por la Unión Norteamericana, se


extiende desde el Océano Atlántico hasta las riberas del mar del Sur. Al Este o al Oeste sus
límites son, pues, los mismos del continente (…) Los hombres diseminados en ese espacio
no forman, como en Europa, otros tantos retoños de una misma familia. Se descubre en
ellos, desde el primer vistazo, tres razas naturalmente distintas y podría casi decir
enemigas. La educación, el origen y hasta la forma externa de los rasgos, habían elevado
entre ellas una barrera casi insuperable; la suerte las ha reunido sobre el mismo suelo,
pero las ha mezclado sin poder confundirlas y cada una prosigue aparte su destino.

Entre esos hombres tan diversos, el primero que atrae las miradas, el primero en
luces, en poder y felicidad, es el hombre blanco, el europeo, el hombre por excelencia.
Bajo él, están el negro y el indio.

Estas dos razas infortunadas no tienen de común ni el nacimiento, ni el aspecto, ni el


lenguaje, ni las costumbres. Solamente se asemejan sus desgracias. Ambas ocupan una
posición igualmente inferior en el país que habitan; ambas experimentan los efectos de la
tiranía; y, si sus miserias son diferentes, pueden acusar de ellas a los mismos autores.

¿No se puede decir, al ver lo que pasa en el mundo, que el europeo es a los hombres
de las otras razas, lo que el hombre mismo es a los animales? Los ha hecho servir para su
provecho; y cuando no puede someterlos, los destruye.

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¡La opresión arrebató al mismo tiempo a los descendientes de los africanos casi
todos los privilegios de la humanidad! El negro de los Estados Unidos perdió hasta el
recuerdo de su país; abjuró de su religión y olvidó sus costumbres. Al dejar así de
pertenecer al África, no adquirió, sin embargo, ningún derecho a los bienes de Europa; sino
que se detuvo entre las dos sociedades: se quedó aislado entre los dos pueblos, vendido por
el uno y repudiado por el otro, no encontrando en el universo entero sino el hogar de su
amo para ofrecerle la imagen incompleta de la patria. El negro no tiene familia; no podrá
ver en la mujer otra cosa que la compañera pasajera de sus placeres y, al nacer, sus hijos
son sus iguales.

¿Llamaré gracia de Dios a una maldición de su cólera, a esa disposición del alma
que hace al hombre insensible a las miserias extremadas y a menudo aun le da una especie
de placer depravado por la causa de sus desgracias? Sumergido en ese abismo de males, el
negro siente apenas su infortunio; la violencia lo había colocado en la esclavitud, el uso
de la servidumbre le dio pensamientos y una ambición de esclavo; admira a sus tiranos más
todavía que los odia, y encuentra su alegría y su orgullo en la servil imitación de los que lo
oprimen.

Su inteligencia se ha rebajado al nivel de su alma. El negro entra al mismo tiempo


en la servidumbre y en la vida. ¿Qué digo? A menudo se le compra desde el vientre de su
madre, y comienza por decirlo así a ser esclavo antes de nacer. Sin necesidades como sin
placeres, inútil para sí mismo, comprende, por las primeras nociones que recibe de la
existencia, que es propiedad de otro cuyo interés es velar por sus días; percibe que el
cuidado de su propia suerte no le es concedido; el uso mismo del pensamiento le parece un
don inútil de la Providencia, y disfruta pacíficamente de todos los privilegios de su bajeza.
Si llega a ser libre, la independencia le parece a menudo entonces una cadena más
pesada que la misma esclavitud, puesto que, en el curso de su existencia, aprendió a
someterse a todo, excepto a la razón; y cuando la razón llega a ser su único guía, él no
puede reconocer su voz. Mil necesidades nuevas lo asaltan y carece de los conocimientos y
de la energía necesarios para resistirlas. Las necesidades son amos a los que hay que
combatir, y él no aprendió sino a obedecer y a someterse. Llegó, pues, a ese colmo de
miseria en que la servidumbre lo embrutece y la libertad lo hace perecer.

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(…) El negro hace mil esfuerzos inútiles para introducirse en una sociedad que lo
rechaza; se pliega a los gustos de sus opresores, adopta sus opiniones y aspira, al imitarles,
a confundirse con ellos. Se le ha dicho, desde su nacimiento, que su raza es naturalmente
inferior a la de los blancos y no está lejos de creerlo teniendo, pues, vergüenza de sí mismo.
En cada uno de sus rasgos descubre una huella de la esclavitud y, si pudiera, consentiría
con alegría en repudiarse totalmente. (pp. 372-376).

En el apartado Posición que ocupa la raza negra en los Estados Unidos; peligros
que su presencia hace correr a los blancos (pp. 388-408), el autor habla acerca del
mal de la esclavitud:

El más temible de todos los males que amenazan el porvenir de los Estados Unidos nace de
la presencia de los negros en su suelo. (…) Los hombres tienen, en general, necesidad de
grandes y constantes esfuerzos para crear males durables; pero hay un mal que penetra en
el mundo furtivamente (…) ese mal es la esclavitud.

El cristianismo había destruido la servidumbre; los cristianos del siglo XVI la


restablecieron; nunca la han admitido, sin embargo, sino como una excepción en su
sistema social, y tuvieron cuidado de restringirla a una sola de las razas humanas. Así
hicieron a la humanidad una herida menos grande, pero infinitamente más difícil de curar.
Hay que discernir dos cosas con cuidado: la esclavitud en sí misma, y sus consecuencias
(…) Entre los antiguos, el esclavo pertenecía a la misma raza que su amo, y a menudo era
superior a él en educación y en luces. Sólo los separaba la libertad. Dándosele la libertad, se
confundían fácilmente. Los antiguos tenían, pues, un medio muy simple de liberarse de la
esclavitud y de sus consecuencias; ese medio era la emancipación y, desde que lo
emplearon de manera general, tuvieron éxito. No es que, en la Antigüedad, las huellas de la
esclavitud no subsistiesen todavía algún tiempo después de que la servidumbre estaba
abolida (…) pero, entre los antiguos, este efecto secundario de la esclavitud tenía un
término. El emancipado, se parecía tanto a los hombres de origen libre, que bien pronto
llegaba a ser imposible distinguirlo en medio de ellos. Lo que resultaba más difícil entre los

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antiguos, era modificar la ley. Entre los modernos, es cambiar las costumbres y, para
nosotros, la dificultad real comienza donde la Antigüedad la veía terminar. Esto viene de
que, entre los modernos, el hecho inmaterial y fugitivo de la esclavitud se combina de
la manera más funesta con el hecho material y permanente de la diferencia de raza. El
recuerdo de la esclavitud deshonra a la raza, y la raza perpetúa el recuerdo de la esclavitud.

(…) No es eso todo aún: a ese hombre que ha nacido en la bajeza, a ese extranjero a
quien la servidumbre introdujo entre nosotros, apenas le reconocemos los rasgos generosos
de la humanidad. Su rostro nos parece horrendo, su inteligencia nos parece limitada y sus
gustos bajos; poco falta para que lo tomemos por un ser intermedio entre el bruto y el
hombre.

Los modernos, después de haber abolido la esclavitud tienen, pues, que


destruir tres prejuicios mucho más intangibles y más tenaces que ella: el prejuicio del
amo, el prejuicio de la raza y, en fin, el prejuicio del blanco.

(…) Si considero los Estados Unidos de nuestros días, veo claro que, en cierta parte
del país, la barrera legal que separa ambas razas tiende a rebajarse, no la de las costumbres:
percibo que la esclavitud retrocede; el prejuicio que ha hecho nacer está inmóvil. (…)En
casi todos los Estados donde la esclavitud se ha abolido, se le han dado al negro derechos
electorales; pero, si se presenta para votar, corre el riesgo de perder la vida. Oprimido,
puede quejarse; pero no encuentra sino blancos entre sus jueces. La ley, sin embargo, le
abre el banco de los jurados, pero el prejuicio lo rechaza de él. Su hijo es excluido de la
escuela donde va a instruirse el descendiente de los europeos. En los teatros, no podría, a
precio de oro, comprar el derecho de sentarse al lado de quien fue su amo; en los hospitales,
yace aparte. Se permite al negro implorar al mismo Dios que los blancos, pero no rezarle en
el mismo altar. Tiene sus sacerdotes y sus templos. No se le cierran las puertas del Cielo;
pero apenas se detiene la desigualdad al borde del otro mundo. Cuando el negro no existe
ya, se echan sus huesos aparte, y la diferencia de condiciones se encuentra hasta en la
igualdad de la muerte. Así, el negro es libre, pero no puede compartir ni los derechos, ni
los placeres, ni el trabajo, ni los dolores, ni aun la tumba de aquel de quien ha sido
declarado igual. No podría reunirse con él, ni en la vida ni en la muerte.

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(…) Así es como en los Estados Unidos el prejuicio que rechaza a los negros parece
crecer en proporción que los negros cesan de ser esclavos, y que la desigualdad se agrava
en las costumbres a medida que se borra en las leyes. (En todo este apartado, el autor
revisa cómo la servidumbre comenzó en el Sur y se extendió enseguida hacia el Norte,
ejemplificando la situación de esclavitud que se vivió en diferentes Estados de ambos
polos).

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