Tabla 1
Tabla 1
Tabla 1
Entre esos hombres tan diversos, el primero que atrae las miradas, el primero en
luces, en poder y felicidad, es el hombre blanco, el europeo, el hombre por excelencia.
Bajo él, están el negro y el indio.
¿No se puede decir, al ver lo que pasa en el mundo, que el europeo es a los hombres
de las otras razas, lo que el hombre mismo es a los animales? Los ha hecho servir para su
provecho; y cuando no puede someterlos, los destruye.
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¡La opresión arrebató al mismo tiempo a los descendientes de los africanos casi
todos los privilegios de la humanidad! El negro de los Estados Unidos perdió hasta el
recuerdo de su país; abjuró de su religión y olvidó sus costumbres. Al dejar así de
pertenecer al África, no adquirió, sin embargo, ningún derecho a los bienes de Europa; sino
que se detuvo entre las dos sociedades: se quedó aislado entre los dos pueblos, vendido por
el uno y repudiado por el otro, no encontrando en el universo entero sino el hogar de su
amo para ofrecerle la imagen incompleta de la patria. El negro no tiene familia; no podrá
ver en la mujer otra cosa que la compañera pasajera de sus placeres y, al nacer, sus hijos
son sus iguales.
¿Llamaré gracia de Dios a una maldición de su cólera, a esa disposición del alma
que hace al hombre insensible a las miserias extremadas y a menudo aun le da una especie
de placer depravado por la causa de sus desgracias? Sumergido en ese abismo de males, el
negro siente apenas su infortunio; la violencia lo había colocado en la esclavitud, el uso
de la servidumbre le dio pensamientos y una ambición de esclavo; admira a sus tiranos más
todavía que los odia, y encuentra su alegría y su orgullo en la servil imitación de los que lo
oprimen.
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(…) El negro hace mil esfuerzos inútiles para introducirse en una sociedad que lo
rechaza; se pliega a los gustos de sus opresores, adopta sus opiniones y aspira, al imitarles,
a confundirse con ellos. Se le ha dicho, desde su nacimiento, que su raza es naturalmente
inferior a la de los blancos y no está lejos de creerlo teniendo, pues, vergüenza de sí mismo.
En cada uno de sus rasgos descubre una huella de la esclavitud y, si pudiera, consentiría
con alegría en repudiarse totalmente. (pp. 372-376).
En el apartado Posición que ocupa la raza negra en los Estados Unidos; peligros
que su presencia hace correr a los blancos (pp. 388-408), el autor habla acerca del
mal de la esclavitud:
El más temible de todos los males que amenazan el porvenir de los Estados Unidos nace de
la presencia de los negros en su suelo. (…) Los hombres tienen, en general, necesidad de
grandes y constantes esfuerzos para crear males durables; pero hay un mal que penetra en
el mundo furtivamente (…) ese mal es la esclavitud.
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antiguos, era modificar la ley. Entre los modernos, es cambiar las costumbres y, para
nosotros, la dificultad real comienza donde la Antigüedad la veía terminar. Esto viene de
que, entre los modernos, el hecho inmaterial y fugitivo de la esclavitud se combina de
la manera más funesta con el hecho material y permanente de la diferencia de raza. El
recuerdo de la esclavitud deshonra a la raza, y la raza perpetúa el recuerdo de la esclavitud.
(…) No es eso todo aún: a ese hombre que ha nacido en la bajeza, a ese extranjero a
quien la servidumbre introdujo entre nosotros, apenas le reconocemos los rasgos generosos
de la humanidad. Su rostro nos parece horrendo, su inteligencia nos parece limitada y sus
gustos bajos; poco falta para que lo tomemos por un ser intermedio entre el bruto y el
hombre.
(…) Si considero los Estados Unidos de nuestros días, veo claro que, en cierta parte
del país, la barrera legal que separa ambas razas tiende a rebajarse, no la de las costumbres:
percibo que la esclavitud retrocede; el prejuicio que ha hecho nacer está inmóvil. (…)En
casi todos los Estados donde la esclavitud se ha abolido, se le han dado al negro derechos
electorales; pero, si se presenta para votar, corre el riesgo de perder la vida. Oprimido,
puede quejarse; pero no encuentra sino blancos entre sus jueces. La ley, sin embargo, le
abre el banco de los jurados, pero el prejuicio lo rechaza de él. Su hijo es excluido de la
escuela donde va a instruirse el descendiente de los europeos. En los teatros, no podría, a
precio de oro, comprar el derecho de sentarse al lado de quien fue su amo; en los hospitales,
yace aparte. Se permite al negro implorar al mismo Dios que los blancos, pero no rezarle en
el mismo altar. Tiene sus sacerdotes y sus templos. No se le cierran las puertas del Cielo;
pero apenas se detiene la desigualdad al borde del otro mundo. Cuando el negro no existe
ya, se echan sus huesos aparte, y la diferencia de condiciones se encuentra hasta en la
igualdad de la muerte. Así, el negro es libre, pero no puede compartir ni los derechos, ni
los placeres, ni el trabajo, ni los dolores, ni aun la tumba de aquel de quien ha sido
declarado igual. No podría reunirse con él, ni en la vida ni en la muerte.
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(…) Así es como en los Estados Unidos el prejuicio que rechaza a los negros parece
crecer en proporción que los negros cesan de ser esclavos, y que la desigualdad se agrava
en las costumbres a medida que se borra en las leyes. (En todo este apartado, el autor
revisa cómo la servidumbre comenzó en el Sur y se extendió enseguida hacia el Norte,
ejemplificando la situación de esclavitud que se vivió en diferentes Estados de ambos
polos).