Parte Sexta
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Parte Sexta
EL POSITIVISMO
Ernest Renan
CAPÍTULO VIII
EL POSITIVISMO
El positivismo es una corriente compleja de pensamiento que dominó gran parte de la cultura europea en
sus manifestaciones filosóficas, políticas, pedagógicas, historiográficas y literarias (entre estas últimas se
cuentan, por ejemplo, el verismo y el naturalismo), en un período que cubre aproximadamente desde 1840
hasta llegar casi al inicio de la primera guerra mundial. Una vez superada la tempestad de 1848 -si
exceptuamos el enfrentamiento de Crimea en 1854 y la guerra franco-prusiana de 1870-la época positivista
fue una era básicamente pacífica en Europa. Al mismo tiempo, constituyó la época de la expansión colonial
europea en Africa y en Asia. En el seno de este marco político culmina en Europa la transformación
industrial, lo cual posee enormes consecuencias para la vida social: la utilización de los descubrimientos
científicos transforma todo el sistema de producción; se multiplican las grandes ciudades; crece de modo
impresionante la red de intercambios comerciales; se rompe el antiguo equilibrio entre ciudades y zonas
rurales; aumentan la producción y la riqueza; la medicina vence las enfermedades infecciosas, antiguo y
angustioso flagelo de la humanidad. En pocas palabras, la revolución industrial cambia radicalmente la forma
de vivir. La idea de un progreso humano y social imposible de detener galvaniza el entusiasmo general: de
ahora en adelante dispondríamos de los instrumentos capaces de solucionar todos los problemas. Estos
instrumentos consistían -en opinión de muchos- sobre todo en la ciencia y en sus aplicaciones a la industria, y
luego en el mercado libre y en la educación.
Además, en lo que concierne la ciencia, durante el período que transcurre entre 1830 y 1890, mantiene
con frecuencia unos vínculos muy estrechos con el desarrollo de la industria, vinculación que posee un
carácter bilateral, lo cual permite avances muy significativos en sus sectores más importantes. En matemáticas
se dan las aportaciones de Cauchy, Weierstrass, Dedekind y Cantor, entre otros. En geometría, las de
Riemann, Bolyai, Lobachevski y Klein. La física se enorgullece de los resultados de las investigaciones de
Faraday sobre la electricidad y de Maxwell y Hertz sobre el electromagnetismo; también en la ciencia física
se producen los trabajos fundamentales de Mayer, Helmholtz, Joule, Clausius y Thomson sobre
termodinámica. Berzelius, Mendeléiev, von Liebig, entre otros, hacen que crezca el saber químico. Koch,
Pasteur y sus discípulos desarrollan la microbiología y obtienen éxitos resonantes. Bernard edifica la fisio-
logía y la medicina experimental. Es la época de la teoría evolucionista de Darwin, y la torre Eiffel de París y
la apertura del canal de Suez simbolizan los adelantos tecnológicos.
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Una estabilidad política básica, el proceso de industrialización y los avances de la ciencia y de la
tecnología constituyen los pilares del medio ambiente socio cultural que el positivismo interpreta, exalta
y favorece. Sin ninguna duda, no tardarán en hacerse sentir los grandes males de la sociedad industrial (los
desequilibrios sociales, las luchas por la conquista de los mercados, la condición miserable del proletariado, la
explotación laboral de los menores de edad, etc.). El marxismo diagnostica estos males de un modo distinto a
como lo hacen los positivistas. Estos no ignoran dichos males, pero pensaban que pronto desaparecerían,
como fenómenos transitorios que serían eliminados por el aumento del saber, de la instrucción popular y de la
riqueza.
Los representantes más significativos del positivismo son Auguste Comte (1798-1857) en Francia; John
Stuart Mill (1806-1873) Y Herbert Spencer (1820-1903) en Inglaterra; Jakob Moleschott (1822-1893) y Ernst
Haeckel (1834-1919) en Alemania; Roberto Ardigo (1828-1920) en Italia. Por lo tanto, el positivismo se
integra en tradiciones culturales diferentes: en Francia se inserta en el interior del racionalismo que va desde
Descartes hasta la ilustración; en Inglaterra, se desarrolla sobre la tradición empirista y utilitaria, y se
relaciona a continuación con la teoría darwinista de la evolución; en Alemania asume la forma de un rígido
cientificismo y de un monismo materialista; en Italia, con Ardigo, sus raíces se remon tan al naturalismo
renacentista, aunque sus frutos más notables -debido a la situación social de la nación ya unificada- los brinda
en el ámbito de la pedagogía y de la antropología criminal. En cualquier caso, a pesar de tal diversidad, en el
positivismo existen unos rasgos fundamentales de carácter común, que permiten calificarlo como corriente
unitaria de pensamiento:
1) A diferencia del idealismo, en el positivismo se reivindica el primado de la ciencia: sólo conocemos
aquello que nos permite conocer las ciencias, y el único método de conocimiento es el propio de las ciencias
naturales.
2) El método de las ciencias naturales (descubrimiento de las leyes causales y el control que éstas ejercen
sobre los hechos) no sólo se aplica al estudio de la naturaleza sino también al estudio de la sociedad.
3) Por esto la sociología -entendida como la ciencia de aquellos «hechos naturales» constituidos por las
relaciones humanas y sociales- es un resultado característico del programa filosófico positivista.
4) En el positivismo no sólo se da la afirmación de la unidad del método científico y de la primacía de
dicho método como instrumento cognoscitivo, sino que se exalta la ciencia en cuanto único medio en condi-
ciones de solucionar en el transcurso del tiempo todos los problemas humanos y sociales que hasta entonces
habían atormentado a la humanidad.
5) Por consiguiente, la época del positivismo se caracteriza por un optimismo general, que surge de la
certidumbre en un progreso imparable (concebido en ocasiones como resultado del ingenio y del trabajo
humano, y en otros casos como algo necesario y automático) que avanza hacia condiciones de bienestar
generalizado, en una sociedad pacifica y penetrada de solidaridad entre los hombres.
6) El hecho de que la ciencia sea propuesta por los positivistas como único fundamento sólido de la vida
de los individuos y de la vida en común; el que se la considere como garantía absoluta del destino de progreso
de la humanidad; el que el positivismo se pronuncie a favor de la divinidad del hecho: todo esto indujo a
algunos especialistas a interpretar el positivismo como parte integrante de la mentalidad romántica. En el caso
del positivismo, sin embargo, sería la ciencia la que resultaría elevada a la categoría de infinito. El
positivismo de Comte, por ejemplo -afirma Kolakowski-, «implica una construcción de filosofía de la historia
omnicomprensiva, que culmina en una visión mesiánica».
7) Tal interpretación no ha impedido sin embargo que otros exegetas (por ejemplo, Geymonat) descubran
en el positivismo determinados temas fundamentales que proceden de la tradición ilustrada, como es el caso
de la tendencia a considerar que los hechos empíricos son la única base del verdadero conocimiento, la fe en
la racionalidad científica como solucionadora de los problemas de la humanidad, o incluso la concepción laica
de la cultura, entendida como construcción puramente humana, sin ninguna dependencia de teorías y
supuestos teológicos.
8) Siempre en líneas generales el positivismo (John Stuart MilI constituye una excepción en este aspecto)
se caracteriza por una confianza acrítica y a menudo expeditiva y superficial en la estabilidad y en el
crecimiento sin obstáculos de la ciencia. Dicha confianza acrítica se transformó en un fenómeno
consuetudinario.
9) La positividad de la ciencia lleva a que la mentalidad positivista combata las concepciones idealistas y
espiritualistas de la realidad, concepciones que los positivistas acusaban de metafísicas, aunque ellos cayesen
también en posturas metafísicas tan dogmáticas como aquellas que criticaban.
10) La confianza en la ciencia y en la racionalidad humana, en definitiva, los rasgos ilustrados del
positivismo, indujeron a algunos marxistas a considerar que la acostumbrada interpretación marxista -según la
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cual el positivismo no es más que la ideología de la burguesía en la segunda mitad del siglo XIX- es
insuficiente y, en cualquier caso, posee un carácter reductivo.
Auguste Comte (1798-1857) fue el iniciador del positivismo francés, el padre oficial de la sociología y,
desde ciertos puntos de vista, el representante más cualificado del pensamiento positivista. Nació en
Montpellier en una familia modesta, eminentemente católica y monárquica. Fue discípulo y secretario (y
luego, antagonista declarado) de Saint-Simon. Estudió en la famosa École Polytechnique (y aquí no podemos
olvidar la función de modelo que ejercía la Ecole Polytechnique: ésta nació como fábrica de armas para el
ejército de la revolución y luego se transformó con objeto de preparar a los ingenieros y a los técnicos
especializados que necesitaba cada vez más la industria francesa en desarrollo). Estaba versado en
matemática, y durante los años de su formación Comte leyó a los empiristas ingleses, a Diderot, d' Alembert,
Turgot y Condorcet, si bien más adelante «por higiene mental» leerá lo menos posible.
«Después de cumplir los catorce años, experimenté la necesidad fundamental de una regeneración
universal, política y filosófica al mismo tiempo, bajo el impulso activo de la saludable crisis revolucionaria
cuya fase principal había precedido a mi nacimiento. La luminosa influencia de una iniciación matemática
que tuvo lugar en familia, felizmente desarrollada en la École Polytechnique, me hizo presentir
instintivamente la única vía intelectual que podía conducir en realidad a dicha gran renovación.» Comte
escribe el párrafo anterior para referirse a su itinerario intelectual y moral. Y añade que fue en 1822 cuando
puso en claro su programa filosófico «bajo la inspiración constante de mi gran ley relativa al conjunto de la
evolución humana, individual y colectiva»: la ley de los tres estadios.
La lectura de este pasaje demuestra lo acertado de la observación formulada por Leszek Kolakowski,
según la cual «toda la doctrina de Comte y, en especial, su doctrina científica únicamente resultan compren
sibles como parte de sus proyectos de reforma universal, que no sólo abarcan la ciencia sino los demás
sectores de la vida humana». De manera muy justificada, Comte menciona en el texto que se acaba de citar su
gran ley. Se trata de la ley de los tres estadios, según la cual la humanidad, al igual que el alma de los
individuos humanos, atraviesa tres estadios: el teológico, el metafísico y el positivo.
“Estudiando el desarrollo de la inteligencia humana [...] desde sus primeras manifestaciones hasta hoy -dice
Comte en su Curso de filosofía positiva (1830-1842)- creo haber descubierto una gran ley básica, a la que se
halla sometida la inteligencia con una necesidad imposible de variar, y que me parece que se puede establecer
con solidez, gracias a las pruebas racionales que nos suministra el conocimiento de nosotros mismos y a la
verificación histórica que se puede llevar a cabo mediante un atento examen del pasado. Esta ley consiste en
lo siguiente: cada una de nuestras principales concepciones, cada rama de nuestros conocimientos pasa
necesariamente por tres estados teóricos diferentes: el estado teológico, o ficticio; el estado metafísico, o
abstracto; el estado científico, o positivo [...]. De aquí proceden tres tipos de filosofías, o de sistemas
conceptuales generales, acerca del conjunto de los fenómenos, que se excluyen recíprocamente. El primero es
un punto de partida necesario para la inteligencia humana; el tercero es su estado fijo y definitivo; el segundo
se halla destinado únicamente a servir como etapa de transición.”
En el estadio teológico los fenómenos son vistos como «productos de la acción directa y continua de
agentes sobrenaturales, más o menos numerosos»; en el estadio metafísico, las esencias, las ideas o las fuerzas
abstractas, son las que explican los fenómenos (los cuerpos se unirían gracias a la simpatía; las plantas
crecerían con motivo de la presencia del alma vegetativa; el opio -como ironizaba Moliere- adormece porque
posee la virtud «dormidera»). Unicamente «en el estadio positivo, el espíritu humano, admitiendo la
imposibilidad de conseguir conocimientos absolutos, renuncia a interrogarse sobre cuál es el origen y el
destino del universo, cuáles son las causas íntimas de los fenómenos, y sólo busca descubrir, mediante el uso
bien concertado del razonamiento y de la observación, sus leyes efectivas, es decir, sus invariables relaciones
de sucesión y semejanza».
Ésta es la ley de los tres estadios, concepto clave de la filosofía de Comte. Dicha ley hallaría su
confirmación en la evolución vital de los individuos (todos los hombres son teólogos en su infancia,
metafísicos en su juventud y físicos en su edad adulta) y en la historia de la humanidad. Aun sin conocer a
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Vico o a Hegel, Comte elabora con su ley de los tres estadios una grandiosa filosofía de la historia, que se nos
presenta como una imagen gráfica de toda evolución de la humanidad.
2.2. La doctrina de la ciencia
En la actualidad nos encontramos, por lo tanto, en el estadio positivo. Nadie emplea ya los métodos
teológicos y metafísicos, excepto –observa amargamente Comte en el Curso de filosofía positiva- en el
terreno de los fenómenos sociales, «aunque todos los espíritus un poco evolucionados hayan experimentado
plenamente su insuficiencia al respecto». Comte pone de relieve que esto constituye «la gran -y única- laguna
que hay que llenar para que se configure la filosofía positiva». Esta debe someter la sociedad a una indagación
científica rigurosa, ya que únicamente una sociología científica podrá «ser considerada como base sólida para
la reorganización social, que debe acabar con el estado de crisis que aqueja desde hace largo tiempo a las
naciones más civilizadas».
Las crisis sociales y políticas no se pueden resolver sin un conocimiento adecuado de los hechos sociales
y políticos. Por tal razón, Comte piensa que el desarrollo de una física social-esto es, de la sociología
científica- es una tarea extremadamente urgente. Antes que nada, ¿en qué consiste la ciencia para Comte? En
su opinión, el objetivo de la ciencia reside en la búsqueda de leyes, porque «sólo el conocimiento de las leyes
de los fenómenos -cuyo resultado constante nos permite preverlos- puede evidentemente conducimos en la
vida activa a modificarlos en beneficio nuestro». La ley es necesaria para efectuar previsiones, y a su vez
éstas son necesarias para la acción del hombre sobre la naturaleza. «En definitiva, afirma Comte, ciencia, y
por lo tanto previsión; previsión, y por lo tanto acción: tal es la fórmula que expresa con exactitud la relación
general que existe entre ciencia y arte, tomando estos dos términos en su acepción más amplia.»
Siguiendo las huellas de Bacon y de Descartes, Comte piensa que la ciencia es la que suministrará al
hombre un dominio sobre la naturaleza. Sin embargo, no comparte en absoluto la opinión según la cual la
ciencia estaría, esencialmente y por su propia naturaleza, dirigida a los problemas prácticos. Comte se muestra
muy claro acerca de la naturaleza teórica de los conocimientos científicos, que hay que distinguir con toda
nitidez de los que son técnico-prácticos. A este propósito, Comte cita una consideración de Condorcet: «El
marinero que no naufraga gracias a una exacta medición de la longitud le debe la vida a una teoría concebida
hace dos mil años, por hombres geniales que se proponían unas sencillas especulaciones geométricas.» Comte
tampoco es un empirista de viejo cuño, que sólo se preocupe por los datos de hecho y que excluya las teorías:
«Hemos reconocido que la verdadera ciencia [...] consta esencialmente de leyes y no de hechos, aunque éstos
resulten indispensables para establecerlas y promulgarlas.» La mera erudición consiste en hechos sin leyes; en
cambio la verdadera ciencia está constituida por leyes controladas que se refiere a los hechos. Dicho control a
través de hechos sirve para excluir de la ciencia toda investigación relativa a las esencias y a las últimas
causas metafísicas.
Las ideas de Comte sobre la doctrina de la ciencia han ejercido influencia sobre el pensamiento posterior
debido a su claridad y a su validez. Sin embargo, en algunos pasajes del Curso de filosofía positiva, y sobre
todo después en el Sistema de política positiva (1851-1854), Comte propone una imagen muy rígida, casi
absolutizada, de la ciencia: condena las investigaciones especializadas e incluso las de carácter experimental,
el uso excesivo del cálculo, y condena también toda investigación científica cuya utilidad no sea evidente. Por
esto, en su opinión, no hay que confiar la ciencia a los científicos, sino a los «verdaderos filósofos», esto es, a
aquellos que se encuentran «dignamente llamados al sacerdocio de la humanidad». El posterior desarrollo de
la ciencia sirvió para desmentir estas nociones de Comte. Entre otras cosas, un conocimiento que hoy parezca
inútil puede convertirse mañana en necesario. Sin embargo, dentro del sistema de Comte, un saber estable y
congelado sirve para que exista un orden social estabilizado.
Para llegar hasta el orden social, saliendo de una sociedad en crisis, es necesario saber. El conocimiento
está constituido por leyes contrastadas mediante hechos. En consecuencia, si queremos solucionar la crisis de
la sociedad, es preciso descubrir sus leyes. «Al abandonar también la filosofía política la razón de las
metafísicas ideales para internarse en el ámbito de las realidades observables, a través de una subordinación
sistemática, directa y continua, de la imaginación a la observación, obligadamente las concepciones políticas
dejan de ser absolutas para convertirse en algo relativo al estado de la civilización humana, de manera que las
teorías, que se encuentran en condiciones de seguir el curso natural de los hechos, permiten preverlos [...]. El
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espíritu fundamental de la política positiva puede resumirse en la previsibilidad racional del futuro desarrollo
de la convivencia social.»
A través del razonamiento y la observación la sociología puede establecer las leyes de los fenómenos
sociales, al igual que para la física es posible establecer las leyes que rigen los fenómenos físicos. Comte
divide la sociología, o física social, en estática social y dinámica social. La estática social estudia las
condiciones de existencia que son comunes a todas las sociedades en todas las épocas. Tales condiciones son
la sociabilidad fundamental del hombre, el núcleo familiar y la división del trabajo que se hace compatible
con la cooperación entre los esfuerzos. La ley fundamental de la estática social es la conexión que existe entre
los diversos aspectos de la vida social: por ejemplo, una constitución política no es indepen diente de los
factores económicos o culturales. Por su parte, la dinámica social consiste en el estudio de las leyes de
desarrollo de la sociedad. Su ley fundamental es la de los tres estadios, y el progreso social se ajusta a dicha
ley. Al estadio teológico corresponde una supremacía del poder militar (tal es el caso del feudalismo); al
estadio metafísico corresponde la revolución (que comienza por la reforma protestante y acaba con la revo-
lución francesa); al estadio positivo corresponde la sociedad industrial. No podemos transcribir aquí las
vívidas e interesantes consideraciones de Comte sobre la «ilimitada libertad de conciencia», la esclavitud (la
esclavitud que horroriza es «la de nuestras colonias, que constituye una auténtica monstruosidad política por
su propia naturaleza, y la esclavitud organizada» en el interior de la industria de aquella época), la edad
media, el catolicismo, la reforma, la educación, la mujer (el sexo femenino está «en una especie de continuo
estado de infancia», aunque afirma que «quien se cansa de actuar y hasta de pensar, jamás se cansa de amar»),
el divorcio (una «aberración»), la revolución francesa «esta crisis decisiva era indispensable»), etc. De todas
maneras, hay que subrayar algunos elementos decisivos de la sociología de Comte: 1) la estática social indaga
acerca de las condiciones del orden; la dinámica estudia las leyes del progreso; 2) «el progreso humano, en su
conjunto, siempre se ha llevado a cabo de acuerdo con etapas obligadas porque son necesarias desde un punto
de vista natural; la historia de la humanidad es un desplegarse de la naturaleza humana»; 3) la evolución de la
humanidad va desde el estadio teológico hasta el positivo, pero Comte no quita valor al pasado y a la tradición
en nombre de una exaltación del porvenir. El pasado se halla grávido del futuro y «la humanidad está más
compuesta de muertos que de vivos»; «los muertos gobiernan siempre a los vivos»; 4) la física social es el
supuesto necesario de una política racional.
Comte afirma que es desastroso que la política esté en manos de abogados y de literatos que no conocen
para nada la manera de funcionar de la sociedad. Los fenómenos sociales, al igual que los naturales, sólo pue-
den modificarse con la condición de que conozcamos sus leyes. Comte, al igual que Bacon, sostiene: Natura
non nisi parendo vincitur.
¿Por qué caminos podrán conocerse las leyes de la sociedad? En opinión de Comte, las vías para lograr el
conocimiento sociológico son la observación, el experimento y el método comparativo. La observación de los
hechos sociales es una observación directa y enmarcada en la teoría de los tres estadios. En sociología los
experimentos no resultan tan simples como en física o en química, ya que no se pueden cambiar a capricho las
sociedades. No obstante, tanto en biología como en sociología, los casos patológicos, que alteran la normal
conexión de los acontecimientos, substituyen en cierta forma al experimento. El método comparativo estudia
las analogías y las diferencias entre las diversas sociedades en sus respectivas fases de desarrollo. Y el método
histórico según Comte constituye «la única base fundamental sobre la que puede fundamentarse realmente el
sistema de la lógica política».
La sociología, cuya construcción es tarea urgente de la filosofía política, está en el vértice de la jerarquía
de las ciencias. Partiendo desde su base matemática, las ciencias positivas están jerarquizadas según su grado
de generalidad decreciente y complejidad creciente: astronomía, física, química, biología y sociología. Este
esquema no abarca la teología, la metafísica y la moral. Las dos primeras no son ciencias positivas; la tercera
queda integrada en la sociología. La psicología también se encuentra excluida de la lista y Comte la reduce en
parte a la biología y en parte a la sociología. Tampoco figura la matemática, pero el primer volumen del
Curso de filosofla positiva está dedicado en su totalidad a la matemática que «a partir de Descartes y de
Newton, constituye la verdadera base fundamental de toda la filosofía natural», de todas las ciencias, en el
sentido de que es «una ampliación inmensa y admirable de la lógica natural con respecto a determinado orden
de deducciones».
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Comte aspira a que el ordenamiento de las ciencias propuesto por él sea al mismo tiempo un orden lógico,
histórico y pedagógico. El orden lógico corresponde al criterio de la simplicidad del objeto: en primer lugar
están las ciencias que en su opinión poseen un objeto más simple; a continuación, se avanza hasta la
sociología, que es la que tiene el objeto más complicado. El orden histórico se pone de manifiesto en el paso
de las ciencias particulares hasta el estado positivo: con Copérnico, Kepler y Galileo, la astronomía abandonó
la metafísica; la física llegó al estado positivo gracias a la obra de Huygens, Pascal, Papin y Newton; la
química dejó su limbo metafísico debido a Lavoisier, y la biología, con Bichat y Blainville. Queda la
sociología, la cual, en cuanto ciencia positiva, aún se encuentra en estado de proyecto, que Comte se esforzó
por llevar a la práctica. El orden pedagógico se justifica porque habría que enseñar las ciencias en el mismo
orden en que se ha producido su génesis histórica.
De acuerdo con la jerarquía de Comte las ciencias más complejas presuponen las menos complejas: la
sociología presupone la biología, la cual presupone la química, y ésta, la física. Sin embargo, esto no significa
que las ciencias superiores puedan reducirse a las inferiores. Cada una posee su propia autonomía, sus propias
leyes autónomas. Por lo tanto, la sociología no puede quedar reducida a la biología o a la psicología. La
sociedad tiene una realidad natural y originaria: los hombres viven en sociedad porque esto forma parte de su
naturaleza social. Son sociales desde el comienzo, y no hay ninguna necesidad de un contrato social para que
se asocien, como sugería Rousseau.
Otro punto importante: Comte no menciona la filosofía en su clasificación de las ciencias. ¿Qué lugar
ocupa la filosofía en el pensamiento de Comte? Para él, la filosofía no es el conjunto de todas las ciencias. La
tarea de la filosofía consiste en «determinar con exactitud el espíritu de cada una de las ciencias, descubrir sus
relaciones y conexiones, y resumir, si es posible, todos sus principios específicos en una cantidad mínima de
principios comunes, siguiendo el método positivo». La filosofía se reduce así a la metodología de las ciencias;
«es el único medio auténticamente racional de poner en evidencia las leyes lógicas del espíritu humano»,
sostiene Comte.
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insistencia sobre la importancia de la tradición, el reconocimiento de la historicidad de-los hechos humanos y
de la misma ciencia, la toma de posición con respecto a la unicidad del método científico y al valor
cognoscitivo (y no sólo práctico) de la ciencia: éstos son algunos de los temas comtianos que han ejercido un
influjo duradero y positivo a lo largo de la historia del pensamiento.
Sin ninguna duda, la ley de los tres estadios es una metafísica de la historia que contradice de manera
absoluta el método positivo. La clasificación de las ciencias, por su parte, suscita una inmediata perplejidad:
las ideas de simplicidad y complejidad del objeto son algo que se relaciona con los criterios adoptados y no un
atributo absoluto de dicho objeto. A menudo resultan falsas las ideas de Comte acerca de cómo han evolu-
cionado las ciencias: la biología, por ejemplo, no esperó al siglo XIX para nacer, porque los griegos ya la
practicaban. En la actualidad son completamente anacrónicas la dogmatización de las teorías científicas y
ciertas prescripciones comtianas sobre lo que deben hacer o no los científicos.
Los especialistas en el pensamiento de Comte han considerado que era ridículo el mimetismo manifestado
por la religión de la humanidad con respecto al catolicismo. No obstante, algunos especialistas han otorgado
un cierto valor a esta parte de su filosofía. Tal es el caso de Raymond Aron, para quien «el gran ser que
Auguste Comte nos invita a amar es aquello que los hombres han realizado con más perfección [...]. Si hay
que amar algo en la humanidad, salvo unas personas determinadas, lo mejor sin duda es amar la humanidad
esencial, cuya expresión y cuyo símbolo son los grandes hombres, y no dedicarse a amar con pasión un orden
económico y social hasta el punto de querer la muerte de quienes no crean en esta doctrina de salvación [...].
Lo que Auguste Comte quiere que amemos no es la sociedad francesa de hoy, ni la sociedad rusa de mañana,
ni la sociedad norteamericana de pasado mañana, sino la excelencia de que han sido capaces algunos hombres
y hacia la cual deben elevarse otros hombres».
En cualquier caso, la religión de la humanidad no fue la herencia más duradera de Comte. y si Pierre
Laffitte (1823- 903) defendió el pensamiento de Comte en su unidad inescindible, Emile Littré (1801-1881) -
como ya se dijo antes- en su campaña a favor del positivismo dejó a un lado los resultados de la última fase
del pensamiento de Comte. Littré, que fue académico de Francia y senador vitalicio, fue el autor de la obra
Comte y la filosofía positiva (1863) y del gran Diccionario de la lengua francesa. El trabajo de Littré logró
una gran resonancia. Sin embargo, Ernest Renan e Hyppolite Taine fueron los creadores de un clima
auténticamente positivista dentro de la cultura francesa. Ernest Renan (1823-1892) fue básicamente un
historiador del judaísmo y del cristianismo. Son famosas su Historia del pueblo de Israel (1887-1893) y su
Vida de Jesús (1863; se trata del primer volumen de la Historia de los orígenes del cristianismo). En el
estudio de los hechos religiosos Renan aplicó sus ideas positivistas, despojando a dichos acontecimientos de
todo carácter sobrenatural. La concepción filosófica de Renan aparece en el libro El porvenir de la ciencia
(escrito en 1848, pero publicado en 1890), donde dicho autor sostiene que «la ciencia, y únicamente la
ciencia, puede brindar a la humanidad aquello sin lo cual ésta no puede vivir, un símbolo y una ley».
Hyppolite Taine (1828-1893) fue autor de obras tan célebres como Los orígenes de la Francia
contemporánea (5 vols., 1875-1893), Los filósofos franceses del siglo XIX (1857), Filosofía del arte (1865) e
Historia de la literatura inglesa (1863). Taine aplicó las ideas positivistas a la crítica literaria y a la estética:
toda obra de arte es el producto necesario de un ambiente social determinado, con unas condiciones históricas
y psicológicas específicas. Según Taine «se puede considerar que el hombre es un animal de una especie
superior, que produce filosofía aproximadamente de la misma forma que los gusanos de seda hacen sus
capullos y las abejas, sus colmenas». En su opinión, «el vicio y la virtud son productos del mismo tipo que el
vitriolo y el azúcar, y todo dato complejo nace a través del encuentro entre otros que son más simples». En
Los filósofos franceses del siglo XIX Taine critica a los espiritualistas como Maine de Biran y Cousin, y
propone un retorno de la cultura francesa a las tradiciones de la ilustración, a Voltaire y a los enciclopedistas.
La obra Sobre la inteligencia (1870) representa un intento decidido de reducir toda la vida espiritual a un
mecanismo regulado por leyes naturales; este libro influirá sobre el primer psicólogo especializado de
Francia, Théodule Ribot (1839-1916), fundador de la psicología positiva.
2.8. Claude Bernard y el nacimiento de la medicina experimental
Para Comte y, en general, para los positivistas (con la excepción de J.S. MilI), la ciencia es un dogma que
no requiere ningún análisis. Sin embargo, al igual que Augusto Murri en Italia, Claude Bernard (1813-1878)
en Francia y en la época del positivismo, ofrece una reflexión profunda y elaborada sobre la lógica de la
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ciencia. Notable fisiólogo (descubrió, entre otras cosas, la función glucogénica del hígado), determinista (pero
no fatalista), Bernard defiende en su famosa Introducción al estudio de la medicina experimental (1865) que
«no existe ninguna diferencia entre los métodos de investigación de la fisiología, la patología y la terapia.
Siempre se trata del mismo método de observación y de experimento que se basa, en todos los casos, en los
mismos principios, y que sólo varía en su aplicación, según la complejidad del fenómeno».
Bernard, pues, defiende el método experimental en la medicina. No obstante, es obvio que el experimento
siempre supone algo que hay que experimentar, y este algo son las hipótesis. Bernard afirma: «Todos los
hombres imaginan siempre algo cuando observan y aspiran a interpretar los fenómenos naturales, antes
incluso de conocerlos por medio de un experimento. Dicha tendencia es innata en el hombre; la idea
preconcebida siempre ha sido el primer impulso de la mente que indaga y siempre lo será. El método
experimental tiende a transformar esta idea a priori, basada en una simple intuición o en un concepto vago de
las cosas, en una interpretación a posteriori basada en el conocimiento experimental de los fenómenos.»
En opinión de Bernard «el hombre es, por su propia naturaleza, fantasioso; y está lleno de orgullo; ha
acabado por creer que las concepciones ideales de su mente, que sólo respondían a sus sentimientos, también
representan a la realidad. El método experimental, por lo tanto, no es en absoluto espontáneo e innato para el
hombre». Es el resultado de intentos errores, de esperanzas fallidas. El método experimental consiste en
imponer una disciplina a la fantasía: esta disciplina se propone eliminar aquellas hipótesis (o mundos
posibles) que sean incapaces de describir, explicar y prever un trozo o un aspecto del mundo real. Se ha
comprobado que la fantasía no era suficiente para entender el mundo y entonces se ha tratado de someterla a
una disciplina. La ciencia y su progreso son el resultado de tal disciplina. Según Bernard, esta disciplina
crítica es lo que distingue al experimentador del metafísico y del escolástico. Tanto éstos como aquél parten
de ideas a priori, pero «con la diferencia que el escolástico considera su idea como una verdad absoluta que él
ha descubierto y de la cual extrae todas sus consecuencias con la ayuda exclusiva de la lógica. En cambio el
experimentador, más modesto, considera que su idea es un mero interrogante, una interpretación anticipada de
la naturaleza, más o menos probable, de la que se extraen de un modo lógico ciertas consecuencias que se
confrontan a cada momento con la realidad, mediante el experimento [...]. La idea experimental, por lo tanto,
es una idea a priori que se presenta en forma de hipótesis y cuya validez se juzga sometiendo sus deducciones
al criterio experimental».
Bernard aplica asimismo a la medicina estas directrices generales de metodología. Sostiene: «Sería fácil
aducir ejemplos que demuestren que, al igual que en fisiología, en patología las ideas absurdas a veces pueden
llevar a realizar descubrimientos útiles, y tampoco sería difícil hallar argumentos para demostrar que hasta las
teorías más acreditadas tienen que ser consideradas como provisionales y no como verdades absolutas a las
cuales tengan que someterse los hechos.» Por otro lado, «en el terreno terapéutico la investigación también
debe ajustarse a las mismas reglas que la investigación fisiológica y patológica». En efecto, los intentos tera -
péuticos del médico también están guiados por ideas previamente concebidas. El diagnóstico, el pronóstico y
la terapia son hipótesis, y hay que comprobarlos mediante sus consecuencias, para comprobar si corresponden
o no a los hechos. En realidad «la verdadera característica de la ciencia consiste en la crítica referente a los
hechos», y la duda constituye el motor del método experimental. «La crítica experimental, tal como he mos
señalado en el caso de la fisiología, es la única crítica científica válida en patología y en terapéutica»; «la
medicina experimental se basa únicamente en la observación y en el experimento de control, y [...] la fisiolo-
gía, la patología y la terapia deben obedecer a las mismas leyes de esta crítica común».
Bernard colocó la fisiología en la base de la medicina, con lo cual puso como fundamento de la medicina
clínica a la medicina de laboratorio (la medicina experimental): éste fue el mayor mérito de Bernard. Escribe:
“Al igual que todas las ciencias de observación difieren de las ciencias experimentales, también la
medicina experimental difiere de la medicina de observación por la finalidad que se propone. Una ciencia de
observación trata de descubrir las leyes de los fenómenos naturales para poderlos prever; sin embargo, no
puede modificarlos y someterlos a su capricho. La astronomía es una de estas ciencias: los fenómenos
astronómicos se pueden prever, pero no modificar. En cambio, las ciencias experimentales tratan de descubrir
las leyes de los fenómenos naturales no sólo para preverlos, sino también para regularlos y dominarlos: tal es
el caso, por ejemplo, de la química y la física. Ahora bien, algunos médicos creen que la medicina debe
continuar siendo una ciencia de observación, es decir, una medicina que esté en condiciones de prever el
curso y el resultado de las enfermedades, pero que no puede actuar directamente sobre éstas. Otros médicos,
en cambio, y yo me cuento entre ellos, consideran que la medicina puede convertirse en una ciencia
experimental, y por consiguiente en una medicina que sea capaz de penetrar en el interior del organismo y
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hallar los medios para modificar y regular hasta cierto punto los fenómenos ocultos de la máquina viviente.
Los médicos observadores consideran que el organismo viviente es un pequeño mundo que se halla contenido
en el grande, una especie de planeta viviente y efímero cuyos movimientos son gobernados por leyes.
Unicamente la observación puede darnos a conocer estas leyes de un modo que estemos en condiciones de
prever el curso y la evolución de los fenómenos biológicos en el estado normal y en el patológico, pero no nos
permite modificar su curso natural. Hipócrates expresó tal doctrina en toda su plenitud. La medicina de simple
observación por lo tanto, excluye toda intervención activa, y por ello también se le ha llamado «medicina de
espera», es decir, una medicina que observa y prevé el curso de las enfermeda des sin intervenir directamente
en ese curso. Sin embargo, es infrecuente encontrarse con un médico exclusivamente hipocrático, y sería fácil
demostrar que muchos médicos que predican en voz alta esta doctrina, no se atienen a ella en absoluto cuando
ponen en práctica los preceptos más temerarios y más insensatos de la terapéutica empírica. No condeno estos
intentos terapéuticos, que casi siempre son experimentos orientativos; me limito a decir que ésta no es una
medicina hipocrática, sino empirismo. El médico empírico que actúa de una manera más o menos ciega,
constituye en el fondo alguien que estudia los fenómenos vitales, y por lo tanto hay que considerarlo como
médico perteneciente al período empírico de la medicina experimental.”
La medicina experimental, en cambio continúa diciendo Bernard «quiere conocer las leyes del organismo
sano y del enfermo, no sólo para prever los fenómenos, sino para poder regularlos y modificarlos, dentro de
ciertos límites. De lo dicho hasta ahora se infiere que la medicina tiende necesariamente a convertirse en
experimental y que todos los médicos, cuando suministran fármacos eficaces a sus enfermos, colaboran en la
construcción de esta medicina experimental. No obstante, para que la actividad del médico experimental
abandone el empirismo y merezca el nombre de ciencia, es preciso que esté basada en el conocimiento de las
leyes que rigen los fenómenos biológicos en el ambiente interno del organismo sano y del enfermo. La
fisiología es la base científica de la medicina experimental; lo hemos dicho y repetido muchas veces, y hay
que proclamarlo en voz muy alta, porque sin fisiología no existiría la ciencia médica. Los enfermos, en el
fondo, no son más que fenómenos fisiológicos en condiciones nuevas que se deben determinar; como
veremos, las acciones tóxicas y terapéuticas se reducen a simples modificaciones fisiológicas de las
propiedades de los elementos histológicos de los tejidos. En conclusión, si se quiere comprender y explicar el
mecanismo de las enfermedades y la acción de los agentes terapéuticos y tóxicos, siempre hay que recurrir a
la fisiología».
El utilitarismo de la primera mitad del siglg XIX es el movimiento filosófico que hereda las tesis y
la actitud de los ilustrados, y que en el interior de la tradición filosófica empirista constituye la primera
manifestación del positivismo social en Inglaterra. Los representantes más importantes del utilitarismo son
Jeremiah Bentham, James MilI y su hijo John Stuart Mill. Bertrand Russell afirma: «La filosofía de Bentham
y de su escuela procede en sus líneas principales de Locke, Hartley y Helvetius; su importancia es más
política que filosófica, como jefes del radicalismo inglés y como hombres que sin proponérselo prepararon el
camino a las doctrinas socialistas.» Entre los representantes del utilitarismo se suele citar también a dos
grandes teóricos de la economía clásica: A. Smith y D. Ricardo. Al trazar el cuadro de las ideas económicas y
sociales de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX, tampoco podemos omitir el nombre de Robert
Owen, y en especial el de Malthus.
Thomas Robert Malthus (1766-1834) publicó anónimamente en 1798 su célebre Ensayo sobre la
población. Malthus parte de dos postulados innegables: «1) el alimento es necesario para la vida del hombre;
2) la atracción entre los dos sexos es indispensable y se mantendrá siempre aproximadamente tal como es en
la actualidad.» Con base en estos dos postulados afirma que «el poder de crecimiento de la población es
infinitamente más elevado que el poder de la tierra para producir los medios de subsistencia necesarios para el
hombre: en efecto, si no se frena la población, ésta aumenta en progresión geométrica, mientras que los
recursos aumentan en progresión aritmética». Si hubiesen encontrado suficiente alimento y espacio para
expandirse, las especies animales y vegetales ya habrían llenado completamente la tierra. Sin embargo, la
escasez (necessity) -«esta imperiosa ley de la naturaleza que domina todo lo creado»- las restringe dentro de
límites muy definidos. Los animales y las plantas se ven empujados dentro de tales límites por obra de la
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dispersión de las semillas, las enfermedades, la muerte precoz; los hombres, a su vez, por la miseria y el vicio
(«amargos ingredientes que se hallan en el cáliz de la vida humana»). Para Malthus, el control represivo que
la miseria y el vicio ejercen sobre la población, debe ser reemplazado por un control preventivo que impida un
excesivo aumento de la población mediante el «freno moral»: «la abstención del matrimonio por motivos de
prudencia y con una conducta estrictamente moral durante el período de dicha abstinencia.» Hoy en día la
solución propuesta por Malthus no es la más apreciada ni la más válida. Sin embargo, es cierto que los
problemas de las relaciones entre población, recursos naturales y ambiente centran la atención mundial, y
quizá se han agudizado debido a la ausencia de una fuente de energía limpia, suficiente y barata.
David Ricardo (1772-1823) fue autor de la obra Principios de economía política y de tributación (1817).
Ricardo junto con Adam Smith (1723-1790) fue el representante más prestigioso de la economía política
clásica. Smith en la Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (1776) había
sostenido que: 1) únicamente el trabajo manual es productivo, ya que crea bienes materiales que poseen un
valor objetivo intercambiable; 2) los científicos, los políticos, los gobernantes, los profesores, en definitiva,
todos los productores de bienes inmateriales, quae tangere non possumus, sólo colaboran indirectamente en la
formación de la riqueza nacional, por lo cual la riqueza de una nación será tanto más grande cuanto menor sea
el mundo de los ociosos; 3) se alcanza la cumbre de la sabiduría cuando el Estado, dejando libre a cada
individuo para que consiga el máximo bienestar personal, asegure automáticamente el máximo bienestar a
todos los individuos. Ésta es la esencia del librecambismo de Smith: «El estudio de su beneficio personal
conduce a que cada individuo prefiera también la ocupación que resulta más provechosa para la colectividad.
Su intención no es contribuir al interés general; él sólo mira su propio interés, y en este caso, al igual que en
muchos otros, se ve conducido por una mano invisible hacia la realización de un objetivo ajeno a sus
intenciones.» En resumen, existe un armonía natural, un orden natural, en el sentido de que la consecuencia
no intencionada del egoísmo de cada uno es el bienestar de todos; en efecto, cuando existe una posibilidad de
lucro, los hombres de empresa se apresuran a sacarle provecho, produciendo los bienes que pide el mercado.
Sólo unos pocos ganarán mucho, pero los demás se apresurarán a producir los mismos bienes, y al aumentar
así la oferta, los precios se igualarán con los costos.
La perspectiva de Ricardo es menos optimista que la de Smith. También él sostiene que el valor de un
bien es igual al trabajo que se utiliza para producirlo, aunque haya que tener en cuenta en la determinación del
valor del producto el costo de los instrumentos utilizados. Las mercancías tienen el valor del trabajo
necesario para producirlas, mientras que el valor del trabajo es la suma del valor de los bienes necesarios para
producirlo y reproducirlo. Teorizador del librecambio en el interior de las naciones y entre nación y nación,
Ricardo admitía que el mejor precio de las mercancías era el que se establecía en un mercado libre, mediante
el juego de la oferta y de la demanda, pero se niega a considerar que el mejor salario es el que se determina
mediante la misma técnica. El valor de una mercancía se fija a través del trabajo necesario para producirla.
Sin embargo Ricardo señala que la ecuación V = T no se aplica en el caso del trabajador, que no siempre
queda en posesión del valor de lo que produce. Llegamos así al problema de la renta inmobiliaria (la renta que
percibe el propietario por el mero hecho de ser propietario de un terreno). La renta inmobiliaria sería nula si
existiese una infinita disponibilidad de terreno. Sin embargo, el aumento de la población obliga a hacer que se
cultiven no sólo los mejores terrenos, sino también aquellos menos prósperos y más alejados del mercado.
Esto obliga a que, para obtener frutos de estos terrenos menos aptos para la agricultura, haya que trabajar más.
Por consiguiente, esto aumentará en el mercado el precio de los productos agrícolas en conjunto, ya que los
precios de los terrenos fértiles se elevarán hasta el de los productos procedentes del terreno menos fértil. Así
aumentarán los beneficios obtenidos en los terrenos fértiles y próximos al mercado, e irán a parar en forma de
renta a los bolsillos del propietario del terreno fértil. Por eso quien trabaja no percibe el valor de su trabajo, el
que no trabaja percibe cada vez más y los precios aumentan. Por todas estas causas la renta es antisocial, en
opinión de Ricardo. Sin embargo, no por esto aumentarán los precios de las mercancías manufacturadas,
«para cuya producción no se requiere ninguna cantidad adicional de trabajo», como escribe Ricardo en los
Principios. Él está convencido de que «si aumentan los salarios [...], entonces el lucro tendrá necesariamente
que disminuir». Esto constituye otra grieta en el imponente edificio del orden natural mencionado por Adam
Smith. La crítica actual contempla con mucho respeto la obra científica de Ricardo. Marx habrá de enfrentarse
con muchos de los temas y problemas planteados y debatidos por Ricardo.
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3.3. Robert Owen: desde el utilitarismo al socialismo utópico
Robert Owen (1771-1858), ingeniero, industrial y filántropo, fue en un principio partidario del
utilitarismo, para acabar más tarde en una forma de socialismo utópico. Ejemplo de «hombre hecho a sí
mismo», Owen, fiel a la cultura progresista inglesa de la época, confiaba en la posibilidad de cambiar a los
hombres a través de un cambio que mejorase las condiciones de vida y mediante la educación. Cuando aún no
había cumplido los treinta años, ya era copropietario y director de una industria textil en Escocia. Trevelyan,
en su Historia de Inglaterra durante el siglo XIX, narra lo siguiente: «En quince años, entre 1800 y 1815,
convirtió su hilatura en un modelo de previsión, humana e inteligente, para las mentes y para los cuerpos, con
un horario moderado, buenos salarios, condiciones de salubridad tanto en la fábrica como en la población
aneja, y adecuada atención escolar, que incluía el primer asilo infantil de la isla; como resul tado, los obreros
estaban llenos de entusiasmo.» Owen estaba convencido de que al haber cambiado el medio ambiente, había
cambiado el carácter de sus obreros. Y que al mismo tiempo había logrado también la fortuna de su fábrica.
Trató de persuadir a otros empresarios para que hiciesen lo mismo, pero fracasó. Entonces intentó
convencer al Parlamento para que promulgase medidas en favor de los obreros, por ejemplo, la abolición del
trabajo de los menores de edad, la reducción de la jornada de trabajo a diez horas y media, etc. También
fracasó en esto. Dedicó la segunda mitad de su vida a promover el movimiento cooperativo. También impulsó
las uniones de trabajadores. En sus últimos años propugnó un socialismo que en el utopismo de sus formas se
asemeja al de Saint-Simon, Fourier y Proudhon. Persuadido de que la aparición de la «maquinaria muerta»
perjudicaba a la «maquinaria viva» al entrar en competencia con ésta, creó cooperativas en la que los terrenos
se cultivaban con pico y pala y en las que estaba vigente la comunidad de bienes. Tales formas de socialismo
no convencieron a los economistas ni a los filósofos, y mucho menos aún a los empresarios, pero a pesar de
ello el pensamiento de Owen tuvo una amplia difusión. Los utilitaristas estuvieron mucho más de acuerdo con
Owen en lo que se refiere a su noción de «inmoralidad», que había que curar como si fuese una enfermedad,
mediante una modificación de las circunstancias. Vinculada con esta última noción se halla también la idea de
que todas las religiones son perjudiciales para el género humano.
Jeremiah Bentham (1748-1832) fue el fundador del utilitarismo, cuyo principio fundamental (presente en
la ilustración y que Hutcheson y Beccaria ya habían formulado) afirma: «la máxima felicidad posible para el
mayor número posible de personas». Filántropo y político, Bentham defendió, siguiendo las huellas del
empirismo inglés, la asociación entre las ideas y el lenguaje, y entre ideas e ideas. Su máximo interés recayó
en la jurisprudencia, y en dicho campo reconocía a Helvetius y a Beccaria como sus principales predecesores.
Más tarde, sus intereses pasaron desde la teoría jurídica hacia otros más elevadamente éticos y políticos. Una
importante idea de Bentham es que las leyes no se promulgan de una vez para siempre, sino que son
modificables y perfectibles. Por consiguiente, es preciso esforzarse de manera continuada por conseguir una
legislación que promueva «la máxima felicidad para la mayor cantidad posible de personas».
Bentham sostenía que en el ámbito de la moral los únicos hechos realmente importantes son el placer y el
dolor. Conseguir placer y evitar el dolor: éstos son los únicos motivos de la acción. En la Introducción a los
principios de la moral y de la !egisación Bentham escribe: «La naturaleza humana colocó al hombre bajo el
Imperio de placer y del dolor; placer y dolor son las fuentes de nuestras ideas, el origen de nuestros juicios y
de nuestras determinaciones.» Valorar, es decir, manifestar aprobación o desaprobación ante un acto, significa
pronunciarse sobre su capacidad para generar dolor o placer. El juicio moral se convierte en un juicio acerca
de la felicidad: el placer (la felicidad) es bueno, y el dolor es malo. Tal es la moral utilitarista. Todos los
individuos persiguen siempre lo que consideran como su felicidad, aquel estado de cosas en el que se da la
mayor felicidad y el mínimo dolor. La moral se reduce así a una especie de hedonismo calculado, que valora
con atención las características del placer: duración, intensidad, certeza, proximidad, capacidad de producir
otros placeres y ausencia de consecuencias dolorosas. Es sabio el que sabe renunciar a un placer inmediato
para obtener un bien futuro cuyo balance sea más favorable. Por otra parte, es de veras importante que no se
cometan errores en la valoración de las consecuencias placenteras o perjudiciales de una acción. Es preciso
lograr una especie de aritmética moral que nos permita llevar a cabo los cálculos adecuados.
Cada uno de los hombres busca su propia felicidad. El legislador tiene la función de armonizar los
intereses privados con los intereses públicos. Que yo no robe es algo que favorece el interés público, aunque
robar pueda constituir un interés mío particular, a condición de que no exista una ley penal segura y eficaz. La
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ley penal, por lo tanto, es un método que sirve para hacer coincidir los intereses del individuo con los
intereses de la comunidad. Esto es lo que la justifica. La ley penal castiga para prevenir el delito y no porque
odiemos al criminal. Bentham afirmó que era más importante la seguridad del castigo, que no su severidad.
Luchó por la abolición de la pena de muerte, excepto para delitos muy graves; y al final de su vida tuvo la
satisfacción de ver cómo se mitigaba la ley penal inglesa. En cambio, por lo que respecta a la ley civil,
Bentham piensa que debería tener cuatro objetivos: la subsistencia, la abundancia, la seguridad y la igualdad.
(En esta lista falta la libertad.) Su amor por la igualdad le llevó a defender la división de la propiedad en
partes iguales y por esto se opuso a la libertad de testar. También se reveló contrario a la monarquía y a la
aristocracia hereditaria, propugnando una sociedad democrática en la que las mujeres tuviesen derecho al
voto. Negándose a aceptar ninguna creencia que no tuviese bases racionales, rechazó la religión. Enemigo del
imperialismo, juzgó que las colonias eran una auténtica locura.
Bentham escribió mucho (aunque nunca se preocupó de publicar sus obras). Entre sus escritos cabe
recordar Introducción a los principios de la moral y de la legislación (1789); Tabla de los móviles de la
acción (1817); Deontología o ciencia de la moralidad (publicada en 1834, con carácter póstumo). Difusor y
apóstol de las ideas utilitaristas, Bentham tuvo la satisfacción de ver en sus últimos años de existencia un
órgano al servicio de la propagación de las concepciones utilitaristas: la «Westminster Review».
Utilitarista y hedonista en el terreno moral, Bentham es en política un librecambista reformador, que se
opone al conservadurismo como a los furores de la revolución francesa. Mostró un gran desprecio por los
llamados derechos naturales y por los derechos del ciudadano. Los derechos del hombre -decía- constituyen
evidentes necedades; los imprescriptibles derechos del hombre son necedades y simples trampas. Afirma:
«Estos derechos naturales, inalterables y sagrados, jamás han existido: más que regir al poder ejecutivo,
tienden a desorientarlo, y los ciudadanos, al reivindicarlos, no hacen sino reivindicar la anarquía.» Bertrand
Russell nos dice que, cuando los revolucionarios franceses elaboraron su Déclaration des droits de l'homme,
Bentham la calificó de «obra metafísica, el non plus ultra de la metafísica». Según Bentham, sus artículos
podían dividirse en tres clases: 1) los ininteligibles, 2) los falsos y 3) los que son a la vez ininteligibles y
falsos. En conclusión, Bentham defendía un reformismo laico radical. Es innecesario decir que las
concepciones de Bentham provocaron muchas discusiones. Tampoco se ha de olvidar que Alessandro
Manzoni (1785-1873) escribió (como un apéndice a las Observaciones sobre la moral católica) un ensayo
titulado Del sistema que fundamenta la moral sobre la utilidad, en el que se sostiene contra los utilitaristas
que los hombres no fundamentan sobre lo útil, ni de derecho ni de hecho, el juicio acerca del valor moral de
sus acciones.
El pensamiento de James Mill (1773-1836) se halla vinculado con el utilitarismo de Bentham. Autor de
un Análisis de los fenómenos de la mente humana (1829), de algunas de las voces más importantes de la
Encyclopedia Britannica (por ejemplo: gobierno, jurisprudencia, leyes, prisiones), de una Historia de las
Indias británicas (1818) y de un tratado de economía política, Elementos de economía política (1820), James
Mill -padre de John Stuart Mill- fue muy amigo de Ricardo y se contó entre los colaboradores de Bentham.
Desempeñó un alto cargo en la Compañía de las Indias, colaboró en la «Westminster Review»; muy
comprometido en política, desarrolló una función de primer orden en la difusión del libera lismo en Inglaterra.
Fue sobre todo mérito suyo el que el positivismo no asumiese en Inglaterra los rasgos de una concepción
autoritaria.
John Stuart Mill escribe en su Autobiografía: «Mi padre fue el primer inglés de gran valor que
comprendió a la perfección y adoptó en su conjunto las concepciones generales de Bentham acerca de la ética,
el Estado y la legislación [...]. En su concepción de la vida el carácter estoico se combinaba con el epicúreo y
el cínico, no en el sentido moderno del término sino en el antiguo. El estoicismo predominaba en sus
cualidades personales. Su modelo de moral era epicúreo, tanto por su utilitarismo como por haber asumido en
calidad de criterio exclusivo de lo justo y de lo injusto la tendencia de las acciones a producir placer o dolor
[. ..]. Consideraba que la vida humana era algo muy pobre, una vez perdida la frescura de la juventud y de la
curiosidad insatisfecha [...]. En su escala de valores colocaba a gran altura el placer suscitado por los
sentimientos de benevolencia [...]. Nunca modificó su juicio acerca de la superioridad de los gozos
espirituales, en comparación con todos los demás, aunque sólo los consideró como placeres, con
independencia de sus ventajas adicionales.» .
James Mill defendió una teoría asociacionista de la mente y pretendió fundar una ciencia del espíritu que,
de manera análoga a la ciencia de la naturaleza, poseyese un sólido fundamento en los hechos. Y para James
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Mill, los hechos de la mente consisten en las sensaciones, de las que las ideas son una copia. La ley de la
contigüidad en el espacio y en el tiempo es la que regula la vida de las sensaciones y de las ideas: si dos cosas
han sido percibidas juntas, no es posible pensar una de ellas sin pensar al mismo tiempo la otra. La ley de la
asociación también se aplica en el terreno de la moral. James Mill escribe: «La idea de un placer excitará la
idea de la acción que es causa de él; y cuando la idea existe, la acción debe venir a continuación.» El análisis
de las ideas morales muestra que el paso desde una conducta egoísta hasta otra altruista se explica a través de
la asociación. El altruismo surge por motivos egoístas, pero no impide que el altruismo posea un valor en sí
mismo. La generosidad sigue siendo generosidad, la gratitud continúa siendo gratitud, y el altruismo,
altruismo, aunque se lleguen a descubrir su móviles últimos, de carácter egoísta. Sucede lo mismo que con un
rayo de luz -señala James Mill- que continúa siendo blanco para nosotros, aun después de que Newton lo haya
descompuesto en los colores del arco iris. «¿Acaso -se pregunta- un móvil complejo deja de ser móvil, cuando
se descubre que es complejo?» El influjo de los valores sociales y desinteresados hasta el sacrificio es un
móvil real de las acciones; «es lo que es, y no cambia por el hecho de que sea simple o compuesto». Esta es la
manera en que James Mill trata de fundamentar el utilitarismo de Bentham, mediante un análisis de los
fenómenos de la mente humana. Siempre mostró su convicción de que la política podía ser dominada a través
de la razón, y su hijo nos narra que «profesaba el máximo desprecio por todo género de emociones pasionales
y por todo aquello que se haya escrito o dicho con el propósito de exaltarlas. Las consideraba como una forma
de locura. Para él lo intenso era una expresión habitual de desaprobación con menosprecio». Convencido de
que la razón se hallaba en condiciones de dominar la política, James Mill, al igual que todos los radicales de
aquella época, también estaba persuadido de la omnipotencia de la educación. Puso en práctica sus teorías a lo
largo de la educación de su hijo, quien recuerda a este propósito: «Por lo que respecta a mi educación, no sé
con exactitud si su severidad me produjo más inconvenientes que ventajas, pero lo cierto es que no me
impidio una infancia feliz.»
Los radicales ingleses -y sobre todo, Ricardo y Bentham- frecuentaban la casa de James Mill. En su
Autobiografía, John Stuart MilI cuenta: «Yo escuchaba con interés y atención sus [de su padre]
conversaciones con aquellas personas. El hecho de hallarme habitualmente presente en el gabinete de trabajo
de mi padre me permitió conocer a su amigo más querido, David Ricardo, quien ejercía una fuerte atracción
sobre los jóvenes, debido a su aspecto benévolo y a sus maneras corteses [...]. Veía con mucha más frecuencia
a Bentham, dada la estrecha intimidad que existía entre él y mi padre.» Educado por su propio padre (resulta
impresionante lo mucho que James hizo trabajar a su hijo), dentro de la atmósfera cultural inglesa del
liberalismo, amigo del economista francés Jean-Baptiste Say (al que visitó en Francia), influido por los
escritos de Saint-Simon y de sus secuaces, más tarde lector y corresponsal de Comte (cuyas despó ticas y
autoritarias ideas rechazaba), John Stuart Mill (1806-1873) cuando en su juventud leyó a Bentham por
primera vez en 1821, creyó estar en posesión de lo que suele llamarse la finalidad de la vida: «ser un reforma-
dor del mundo». Empero, «en determinado momento me desperté de este estado, como si fuese de un sueño.
Ocurrió en el otoño de 1826. Me hallaba en un estado de depresión nerviosa, como a cualquiera puede
acontecerle en alguna ocasión, y no experimentaba el menor interés por la alegría o por las excitaciones del
placer: un estado de ánimo en el que parece insípido e indiferente [...] aquello que en otros momentos se había
mostrado agradable. En una condición espiritual de esta clase sucedió que me planteé directamente este
interrogante: "Supón que se realizasen todos los objetivos de tu vida y que precisamente en este instante
pudiesen efectuarse todos los cambios en las instituciones y en las opiniones que son propugnados por ti:
¿sería esto una gran alegría y felicidad para ti?" Y la voz irrefrenable de mi autoconciencia respondió de
modo inequívoco: "¡No!" En ese momento creí que se me paraba el corazón. Se hundía todo el fundamento
sobre el cual había edificado mi vida». La crisis espiritual de Mill no duró demasiado tiempo y salió de ella
convencido de que «sólo son felices [...] aquellos que se marcan objetivos distintos de su felicidad
personal: por ejemplo, la felicidad de los demás, el progreso de la humanidad, o incluso un arte o una
ocupación que se pongan en práctica como fines ideales en sí mismos y no como medios. Aspirando de esta
manera a otra cosa distinta, encuentran la felicidad a lo largo del camino. Los goces de la vida [...] son
suficientes para convertirla a ésta en algo agradable cuando se les disfruta en passant, sin considerarlos como
el principal objetivo».
Durante el resto de su vida -unido a Harriet Taylor por un delicado y profundo amor- Mill, dentro de la
tradición empirista, asociacionista y utilitarista, trabajó con mucha intensidad para configurar un conjunto de
teorías lógicas y ético-políticas, que marcaron con su propia impronta la segunda mitad del siglo XIX inglés y
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que aún constituyen un punto de referencia y una obligada etapa para el estudio de la lógica de la ciencia y
para la reflexión en el ámbito ético y político. En efecto, el ensayo Sobre la libertad (1859), escrito en
colaboración con su esposa, es un clásico de la defensa de los derechos de la persona, mientras que su Sistema
de lógica raciocinadora e inductiva (1843) sigue siendo un clásico de la lógica inductiva.
La lógica es la ciencia de la prueba, afirma Mill, y por lo tanto de la correcta inferencia de proposiciones,
partiendo de otras proposiciones. Por ello, el primer libro de la Lógica versa sobre los nombres y sobre las
proposiciones: «Todas las respuestas a cualquier cuestión que se formule deben manifestarse a través de una
proposición o aserción. Todo lo que pueda ser objeto de asentimiento, o también de disentimiento, debe asu-
mir la forma de una proposición, si se expresa mediante palabras: Todas las verdades y todos los errores
residen en las proposiciones.» Sin embargo, las argumentaciones son cadenas de proposiciones que deberían
llevar a conclusiones verdaderas, si es que las premisas son verdaderas. Se ha considerado que el silogismo
constituye una clase de argumentación válida. No obstante, en el capítulo 3 del libro 11 de la Lógica, Mill se
pregunta cuál será el valor del silogismo. Examinemos el siguiente silogismo: «Todos los hombres son
mortales; el duque de Wellington es hombre; por lo tanto, el duque de Wellington es mortal.» Aquí
deducimos que «el duque de Wellington (que en época de Mill vivía con toda salud) es mortal», de la
proposición «todos los hombres son mortales». ¿Cómo sabemos que todos los hombres son mortales? Lo
sabemos porque hemos visto morir a Pablo, a Francisco, a María y a muchos otros, y porque otros nos han
relatado la muerte de otras personas. En consecuencia, la verdad de la proposición «todos los hombres son
mortales» la obtenemos gracias a la experiencia. Y ésta sólo nos permite observar casos individuales. Por ello
la tesis fundamental de MilI sostiene que «toda inferencia pasa desde algo particular hasta otra cosa
particular», en la medida en que la única justificación del «esto será» es el «esto fue». La proposición general
es un expediente que sirve para conservar en el recuerdo muchos hechos particulares. Para Mill todos nuestros
conocimientos, todas las verdades, son de naturaleza empírica, incluyendo también las proposiciones de las
ciencias deductivas, por ejemplo, la geometría. En efecto, «puesto que ni en la naturaleza ni en la mente
humana existen objetos que se correspondan exactamente con las definiciones de la geometría [...] no
podemos hacer otra cosa que considerar la geometría como una ciencia que se ocupa de las líneas, los ángulos
y las figuras que existen realmente». Las proposiciones geométricas también son verdades experimentales,
generalizaciones de la observación. Más en general: «las ciencias deductivas o demostrativas, en todos los
casos, sin ninguna excepción, son ciencias inductivas y su evidencia es la de la experiencia».
En opinión de Mill, el silogismo es estéril, ya que no aumenta nuestro conocimiento: que el duque de
Wellington sea mortal es una verdad que ya estaba incluida en la premisa según la cual todos los hombres son
mortales. Sin embargo, aquí se complican las cosas. Si es cierto que todos nuestros conocimientos se obtienen
mediante la observación y la experiencia, y si es verdad que la experiencia y la observación sobre la que
debemos basarnos nos ofrecen siempre un limitado número de casos, ¿en qué condiciones podemos formular
legítimamente proposiciones generales del tipo: todos los hombres son mortales, o las leyes universales de la
ciencia? ¿Cómo cabe deducir que todos los hombres son mortales, del hecho de que hayan muerto Pedro, José
o Tomás? Este es, en realidad, el difícil problema de la inducción. En el libro III de la Loglca, Mill afirma:
«La inducción es aquella operación de la mente con la que inferimos que lo que sabemos que es verdad en
uno o varios casos individuales, será verdad en todos los casos que se asemejen a los primeros, en ciertos
aspectos determinables. En otras palabras, la inducción es el proceso mediante el cual concluimos que lo que
es verdadero de ciertos individuos de una clase, también lo es de toda la clase, o que lo que es verdadero en
determinados momentos, será verdadero, en circunstancias similares, en todo momento.» La inducción,
continúa Mill, puede definirse de forma sumaria «como una generalización de la experiencia. Consiste en
inferir, a partir de algunos casos individuales en los que se observa que se verifica determinado fenómeno,
que éste se lleva a cabo en todos los casos de una clase determinada, es decir, en todos aquellos que se
asemejan a los precedentes, en lo que se toma como circunstancias esenciales».
Para distinguir las circunstancias esenciales de las no esenciales -es decir, con el fin «de elegir entre las
circunstancias que preceden o que siguen a un fenómeno, aquellas con las que éste se halla en conexión a
través de una ley invariable»- en el capítulo 8 del mismo libro III de la Lógica Mill propone lo que él califica
como los cuatro métodos de la inducción: método de la concordancia, método de la diferencia, método de las
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variaciones concomitantes y método de los residuos. Sin embargo, la cuestión más acuciante es la del
fundamento de las inferencias inductivas o inducción: ¿cuál es, en pocas palabras, la garantía que poseen
todas nuestras inferencias a partir de la experiencia? En opinión de MilI, dicha garantía se halla en el principio
según el cual «el curso de la naturaleza es uniforme»: éste es «el principio fundamental o axioma general de la
inducción». Ha sido enunciado mediante fórmulas diversas: el universo está gobernado por leyes, el futuro se
asemejará al pasado. Sin embargo, lo cierto es que «no inferimos el futuro de lo pasado en cuanto pasado y
futuro, sino que inferimos lo desconocido de lo conocido, los hechos no observados de los hechos observados,
y lo que no pertenece a nuestra experiencia lo inferimos de aquello que hemos percibido o de lo que somos
directamente conscientes. En tal afirmación se encuentra toda la región del futuro, pero también la parte más
considerable, y con mucha diferencia, del presente y del pasado».
. Por lo tanto, el principio de inducción (uniformidad de la naturaleza, o principio de causalidad) constituye
el axioma general de las inferencias inductivas: es la premisa mayor última de todas las inducciones. ¿Cuál es,
empero, el valor de tal principio? ¿Se trata de algo evidente a priori? No, responde Mill: «Lo cierto es que
esta gran generalización se halla fundamentada en generalizaciones previas. Por su intermedio se
descubrieron las leyes más obscuras de la naturaleza, pero las más obvias fueron probablemente entendidas y
aceptadas como verdades generales antes de que nunca se hubiese oído hablar de aquélla.» En otras palabras,
las generalidades más obvias que se descubrieron en un principio (el fuego quema, el agua moja, etc.)
sugieren el principio de la uniformidad de la naturaleza. Dicho principio, una vez formulado, es colocado
como fundamento de las generalizaciones inductivas; cuando se las descubre, éstas dan testimonio del
principio de uniformidad, para el cual «es ley que todos los acontecimientos dependan de una ley»; «en todos
los acontecimientos existe una combinación de objetos o de acontecimientos [...] cuyo acaecer se ve seguido
siempre de dicho fenómeno».
Éstos son per summa capita algunos de los rasgos de fondo de la lógica inductiva de Mill. Sin ninguna
duda suscita perplejidad. Algunos la han acusado de circularidad: el principio de inducción justifica las
inducciones particulares, y a su vez éstas fundamentarían el principio de inducción. Mill creyó solucionar tal
objeción afirmando que sólo sería correcta en el caso de aplicar la doctrina tradicional del silogismo. Sin
embargo, ésta no es válida: «Todos los hombres son mortales» no es la prueba de que sea verdad la
proposición «el duque de Wellington es mortal», sino que nuestra previa experiencia de la mortalidad nos
autoriza a inferir a la vez la verdad general y el hecho particular, con el mismo grado de seguridad en ambos
casos. El criterio de la experiencia consiste según Mill en la experiencia: «Hay que consultar a la experiencia
para aprender de ella en qué circunstancias son válidos los argumentos deducidos de la experiencia.»En su
época, de todas maneras, Mill tuvo que enfrentarse con WilIiam Whewell, un teórico de la ciencia, quien -
rechazando las concepciones inductivistas de Mill- pensaba que las leyes y las teorías científicas no eran más
que hipótesis inventadas por mentes humanas creativas, hipótesis que había que someter después a la prueba
de los hechos.
El libro VI del Sistema de lógica se refiere a la lógica de las ciencias morales. Mill reafirma aquí la
libertad del querer humano. Si conociésemos a fondo a una persona y si conociésemos todos los móviles que
actúan sobre ella, dice Mill, podríamos predecir sus comportamientos con la misma certeza con la que
prevemos cualquier comportamiento físico. Esta necesidad filosófica, empero, no se identifica con la
fatalidad. La fatalidad es una coacción misteriosa, imposible de modificar. En cambio, la necesidad filosófica
no prohíbe que, una vez la hayamos conocido, podamos actuar sobre la causa de la acción misma, al igual que
actuamos sobre las causas de los procesos naturales. Mill escribe: «Sabemos que en el caso de nuestras
voliciones no existe esa misteriosa coacción. Sabemos que no nos vemos empujados, como por un mágico
encantamiento, a obedecer a un motivo particular. Si deseamos dar prueba de que tenemos la fuerza sufi ciente
para resistir a dicho motivo, sentimos que podemos lograrlo (tal deseo, resulta casi innecesario el
mencionarlo, es un nuevo antecedente); y sería humillante para nuestro orgullo y, aún más importante,
paralizaría nuestro deseo de perfección el pensar de otro modo.» Por eso entre la libertad del individuo y las
ciencias de la naturaleza humana no existe ningún desacuerdo. Y entre estas ciencias de la naturaleza humana
Mill coloca en primer lugar la psicología, que «tiene por objeto las uniformidades de sucesión [...] según las
cuales a cada estado mental le sucede otro distinto». A una ciencia particular «aún por crear», la etología (de
carácter) Mill asigna la tarea de estudiar la formación del caracter, con base en las leyes generales de la mente
del influjo de las circunstancias sobre el carácter. La etología es compleja, pero aun lo es mas la ciencia social
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que estudia «al hombre en sociedad, las acciones de las masas colectivas de hombres, y de los diversos
fenómenos que constituyen la vida social». .
En 1848 aparecen Los principios de economía política, en los que Mill representa los resultados que.
dicha ciencia había conseguido gracias a la obra de Smith, Malthus y Ricardo. Sin embargo, por lo que
respecta, a la distribución de la riqueza, considera que las leyes de la distribución dependen de la voluntad
humana, y por lo tanto del derecho y de la costumbre. La distribución es «obra exclusiva del hombre» que
«puede ponerla a disposición de quien quiera y en las condiciones que más le convenga». Por otro lado, en la
política que hay que seguir para mejorar las condiciones de los trabajadores, Mill rechaza la teoría que llama
«de la dependencia y de la protección», según la cual «el destino de los pobres y todo lo que les concierne
como clase, debería hallarse regulado en su propio interés, pero no por ellos mismos». Mill se muestra
opuesto a dicha teoría por la razón de que «todas las clases privilegiadas y poderosas siempre se han servido
de su poder en beneficio exclusivo de su propio egoísmo». Mill defiende la «teoría de la independencia»,
según la cual «el bienestar del pueblo debe provenir de la justicia y del autogobierno». No son las clases
privilegiadas sino los trabajadores mismos quienes deben tomar las medidas necesarias para la mejora de su
propia situación, mejora que hay que conseguir no a través de vías revolucionarias sino por medios pacíficos
(por ejemplo, con la cooperación). La preocupación fundamental de Mill es conciliar la justicia social con la
libertad del individuo. Esto es lo que impide que Mill se adhiera al socialismo: en su opinión, éste pone en
peligro la libertad individual. En pocas palabras, para Mill los métodos de las reformas sociales y de los actos
de gobierno hallan «en la existencia humana una plaza fuerte sagrada, en la que no debe entrometerse ninguna
autoridad».
Las Consideraciones sobre el gobierno representativo se publican en 1861. Mill suscita en esta obra un
problema muy interesante. Consiste en impedir que la clase que posee la mayoría «esté en condiciones de
obligar a las demás clases a vivir al margen de la vida política, y de contro lar el camino de la legislación y de
la administración en interés exclusiva de ella». En realidad, no se excluye en absoluto el que una mayoría
pueda gobernar de manera tiránica. El problema de fondo de la democracia representativa es el de «evitar este
abuso sin sacrificar las ventajas características del gobierno popular». Mill, a este propósito, defiende «una
democracia representativa, en la que todos estén representados y no sólo la mayoría; en la que los intereses,
las opiniones y las aspiraciones de la minoría siempre se vean escuchados y en la que tengan la posibilidad de
obteter, gracias al peso de su reputación y a la solidez de sus principios, una mfluencia superior a su fuerza
numérica; una democracia en la que se combinen la igualdad, la imparcialidad y el gobierno de todos para
todos».
El Utilitarismo es del mismo año 1861. La idea central de esta obra de Mill es la misma que la de
Bentham: «De acuerdo con el principio de la máxima felicidad, el fin último de todas las cosas y la razón por
la cual todas las demás son deseables es una existencia exenta de dolores en el mayor grado posible y lo más
rica en goces que sea posible.» Dicho de otra manera: «El credo que acepta como fundamento de la moral la
utilidad o el principio de la máxima felicidad sostiene que las acciones son justas en la medida en que tienden
a promover la felicidad, e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario de la felicidad. Por felicidad se
entiende placer y ausencia de pena.» Hasta aquí Mill está de acuerdo con Bentham. Sin embargo, a diferencia
de este último, afirma que no sólo se debe tener en cuenta la cantidad de placer, sino también su cualidad: «es
preferible ser un Sócrates enfermo que un cerdo satisfecho.» Para saber «cuál es el más agudo de dos dolores
o el más intenso de dos placeres, hemos de confiamos al criterio general de cuantos tienen práctica en unos y
en otros». En opinión de Mill, tampoco puede trazarse una línea divisoria entre la mayor felicidad del
individuo y la felicidad en conjunto: la vida social misma es la que nos educa y arraiga sentimientos en
nosotros.
Son de gran interés los ensayos póstumos de Mill Sobre la religión (1874). El orden del mundo da
testimonio de la existencia de una inteligencia ordenadora. Sin embargo, esto no nos autoriza a decir que Dios
haya creado la materia o que sea omnipotente u omnisciente. Como ocurre más tarde en WilIiam James, Dios
no es el Todo absoluto; el hombre, además, es un colaborador de Dios en la tarea de otorgar un orden al
mundo y de producir armonía y justicia. La fe, según Mill, es una esperanza que supera los límites de la
experiencia. «¿Por qué no dejarnos guiar por la imaginación hacia una esperanza, aunque de su realización
nunca se logre producir una razón probable?», se pregunta Mill.
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El ensayo Sobre la libertad (1859) está dedicado a la libertad-individual y es fruto de la colaboración del
filósofo con su esposa. Este libro constituye, incluso en nuestros días, la defensa más lúcida y más rica en
argumentos de la autonomía del individuo. Mill se hallaba plenamente convencido del libro, cuando escribía
en su Autobiografía que dicha obra sobreviviría durante mucho más tiempo que cualquier otro de sus escritos
(con la posible excepción de la Lógica). El núcleo teórico del libro consiste en reafirmar «la importancia que
tiene, para el hombre y para la sociedad, una amplia variedad de caracteres y una completa libertad de la
naturaleza humana para expandirse en direcciones innumerables y contrastantes». En opinión de Mill, no es
suficiente con proteger la libertad ante el despotismo del gobierno, sino que es preciso protegerla también
contra «la tiranía de la opinión y del sentimiento predominantes; contra la tendencia de la sociedad a imponer,
por medios distintos a las penas civiles, sus propias ideas y costumbres como reglas de conducta a quienes
disientan de ellas [...]. Existe un límite a la interferencia legítima de la opinión colectiva en la independencia
individual».
Mill defiende el derecho del individuo á vivir como le plazca: «Cada uno es un guardián total de su propia
salud, tanto corporal como mental y espiritual.» Ello se debe a un motivo fundamental: el desarrollo social es
una consecuencia del desarrollo de las más variadas iniciativas individuales. «Para que la naturaleza humana
pueda manifestarse con fecundidad, es necesario que los diversos individuos esten en condiciones de desarro-
llar sus diferentes modos de vida.» La libertad de cada uno sin duda, halla un límite en la libertad de los
demas. El individuo esta obligado a «no lesionar los intereses de otro o aquel determinado grupo de intereses
que, por expresar disposición de la ley o por un consenso tácito, deben considerarse como derechos», y está
obligado asimismo a «asumir su parte de responsabilidad y de sacrificios necesarios para la defensa de la so
ciedad y de sus miembros, contra todo daño o molestia». La libertad civil implica: a) libertad de pensamiento,
de religión y de expresión; b) libertad de gustos, libertad de proyectar nuestra vida segun nuestro caracter; c)
libertad de asociación. En consecuencia, la concepción de Mill pretende que cada uno tenga el máximo
posible de libertad, para que se dé el bienestar en todos. Mill concluye así su escrito: «El Estado, que pretende
debilitar el valor de los individuos para convertirlos en instrumentos dóciles de sus proyectos (aunque se
proponga fines buenos), caerá muy pronto en la cuenta de que no se pueden realizar grandes cosas con
hombres pequeños y de que la perfección del mecanismo, a la cual sacrificó todo, acabará por no servirle para
nada, precisamente por carecer de aquel espíritu vital que se dedicó a envilecer, con objeto de facilitar los
movimientos del mecanismo en sí mismo.» Como es natural, dichas ideas llevaron a Mill muy lejos de
Comte: éste, en opinión de Mill, había propugnado un absolutismo despótico que resultaba aterrador. En el
pequeño volumen Augusto Comte y el positivismo (1865) Mill separa «de lo malo lo que hay de bueno en las
especulaciones de Comte».
Con el mismo espíritu que caracterizó a su libro sobre la libertad, Mill escribió en 1869 el ensayo Sobre la
servidumbre de las mujeres. Se trata de una obra con elevada sensibilidad moral y una gran agudeza en el
análisis de la sociedad. Desde hace siglos se considera que la mujer es inferior por naturaleza. Sin embargo,
señala Mill, la naturaleza femenina es un hecho artificial, es un hecho histórico. Las mujeres quedan relegadas
en exclusivo beneficio de los hombres o permanecen a cargo de la familia o incluso, como ocurría entonces
en Inglaterra, en los talleres, y se dice no obstante mas tarde que no poseen dotes que las hagan sobresalir en
la ciencia o en las artes. Según Mill, el problema hay que solucionarlo a través de medidas políticas:. hay que
crear unas condiciones sociales de paridad entre hombre y mujer. Las ideas de Mill sobre la emancipación
femenina hallaron muchos seguidores en Inglaterra, a finales de siglo, entre los miembros del movimiento
feminista de las sufragistas. En 1919 se aprobó en Inglaterra el derecho al voto de las mujeres.
En 1859 Charles Darwin publica el Origen de las especies. Antes, sin embargo, en 1852, Herbert Spencer
(1820-1903) había publicado La hipótesis del desarrollo, en la que se adelanta una concepción evolucionista;
en 1855 verán la luz Los principios de psicología en los que se desarrolla con amplitud la teoría
evolucionista. En 1860 Spencer anuncia un proyecto de Sistema de filosofía que debía abarcar todo lo que
pudiese saberse. De tal sistema fijó Los primeros principios en un volumen que apareció en 1862. La teoría de
la evolución se presenta allí como una grandiosa metafísica del universo y da lugar a una concepción
optimista del devenir, considerado como un progreso imparable. Los primeros principios, ya en su primer
capítulo, afrontan la compleja y delicada cuestión de las relaciones entre religión y ciencia. Spencer muestra
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su acuerdo con William Hamilton (1788-1856), filósofo que había dado a conocer en Inglaterra la filosofía
alemana del romanticismo y que tuvo como alumno e intérprete a Thomas Longueville Mansel (1820-1871).
De conformidad con Hamilton, Spencer sostiene que la realidad última es incognoscible y que el universo es
un misterio. Tanto la religión como la ciencia lo atestiguan, afirma Spencer. Toda teoría religiosa «es una
teoría a priori del universo», y todas las religiones, prescindiendo de sus dogmas específicos, reconocen que
«el mundo, con todo lo que contiene y todo lo que lo circunda, es un misterio que requiere explicación, y que
la potencia de la cual el universo constituye una manifestación es por completo impenetrable». Por otro lado,
en la investigación científica «por grande que sea el progreso realizado en la conexión de los hechos y la
formulación de generalizaciones cada vez más amplias, por mucho que se haya adelantado en el proceso de
reducir las verdades limitadas y derivadas a verdades más amplias y más profundas, la verdad fundamental
continúa siendo más inaccesible que nunca. La explicación de lo explicable únicamente muestra con la mayor
claridad la inexplicabilidad de lo que permanece. Tanto en el mundo exterior como en el íntimo, el científico
se ve rodeado por perpetuos cambios, cuyo fin y cuyo principio resultan imposibles de descubrir [...]. Mejor
que nadie, el científico sabe con seguridad que nada puede conocerse en su última esencia». Los hechos se
explican; y a su vez, se explican las explicaciones; pero siempre habrá una explicación que explicar: por esto,
la realidad última es incognoscible y siempre lo continuará siendo.
Por lo tanto, las religiones atestiguan «el misterio que siempre exige una interpretación», y las ciencias
remiten a un absoluto que nunca aprehenderán, ya que constituyen conocimientos relativos. Sin embargo,
existe lo absoluto, o no podríamos hablar de conocimientos relativos, y por otro lado «podemos estar seguros
de que las religiones -aunque ninguna sea verdadera- son todas ellas pálidas imágenes de una verdad». Por
consiguiente, religión y ciencia son conciliables: ambas reconocen lo absoluto y lo incondicionado. La tarea
de la religión consiste en mantener alerta el sentido del misterio, mientras que la función de la ciencia es
extender cada vez más el conocimiento de lo relativo, sin llegar jamás a aprehender lo absoluto. Y si la
religión se equivoca presentándose como conocimiento positivo de lo incognoscible, la ciencia yerra cuando
pretende incluir lo incognoscible en el interior del conocimiento positivo. No obstante, dice Spencer, dichos
contrastes están destinados a irse atenuando cada vez más con el paso del tiempo, y «cuando la ciencia quede
convencida de que sus explicaciones sólo son aproximadas y relativas, y la religión se convenza de que el
misterio que contempla es algo absoluto, entre ambas reinará una paz permanente». En definitiva, para
Spencer religión y ciencia son correlativas. Son «como el polo positivo y el polo negativo del pensamiento:
no puede crecer en intensidad uno de ellos, sin que aumente la intensidad del otro». Y si bien la religión tuvo
«el gran mérito de haber vislumbrado desde el principio la verdad última y de no haber dejado jamás de
insistir sobre ella», también es cierto -observa Spencer con agudeza- que fue la ciencia quien ayudó o forzó a
la religión a purificarse de sus elementos irreligiosos, por ejemplo, los de carácter animista o mágico.
Hemos visto hasta ahora la noción que Spencer defiende acerca de la religión, de la ciencia y de la
conciliabilidad entre ambas. ¿Cuál es el lugar y la función de la filosofía dentro del sistema de pensamiento
spenceriano? En Los primeros principios se define la filosofía como «el conocimiento con el grado más
elevado de generalidad». Las verdades científicas -dice Spencer- desarrollan, amplían y perfeccionan los
conocimientos del sentido común. Sin embargo, las verdades científicas existen por separado, incluso cuando
mediante un proceso continuado de unificación se reagrupan y se organizan lógicamente a partir de algún
principio fundamental de la mecánica, la física molecular, etc. Pues bien, «las verdades de la filosofía poseen
[...] con las más elevadas verdades de la ciencia la misma relación que cada una de éstas mantiene con las
verdades científicas mas humildes. Al igual que todas las amplias generalizaciones de la ciencia abarcan y
consolidan las generalizaciones más restringidas de su propio sector, del mismo modo las generalizaciones de
la filosofía abarcan y consolidan las amplias generalizaciones de la ciencia». La filosofía, por lo tanto, es la
ciencia de los primeros principios, donde se lleva hasta su último extremo el proceso de unificación del
conocimiento. La filosofía «es un producto final de tal proceso, que comienza con una mera conexión d
observaciones en bruto, continúa a través de la elaboración de proposiciones cada vez más amplias y
separadas de los hechos particulares, y concluye con proposiciones universales. Para brindar una definición lo
más sencilla y clara que sea posible, diremos: el conocimiento de grado ínfimo no está unificado; la ciencia es
un conocimiento parcialmente unificado; la filosofía es un conocimiento completamente unificado».
Para lograr dicho objetivo, la filosofía ha de tomar como punto de partida los principios más vastos y más
generales a los que haya llegado la ciencia. Según Spencer, tales principios son: la indestructibilidad de la
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materia, la continuidad del movimiento y la persistencia de la fuerza. Los principios de esta clase no son algo
exclusivo de una sola ciencia, puesto que interesan a todas. Por otra parte, se unifican a través de un principio
mas general que en opinión de Spencer es el «de la redistribución continuada de la materia y del
movimiento». En realidad, escribe, «no existe el reposo absoluto o la permanencia absoluta, y todos los
objetos, así como el conjunto de todos los objetos, estan sometidos en cada momento a alguna mutación de su
estado». La ley de la evolución es la ley de este cambio perpetuo y generalizado.
Spencer introdujo por primera vez en 1857, en un artículo sobre el progreso, el término «evolución»
dentro del lenguaje filosófico-científico. Dos años después Darwin hizo famoso dicho término a través de su
libro sobre la evolución de las especies mediante la selección natural. Darwin se limitará a la evolución de los
seres vivientes, mientras que Spencer habla de la evolución del universo. La primera característica de la
evolución es que ésta consiste en un paso desde una forma menos coherente hasta una forma más coherente
(por ejemplo: el sistema solar, surgido de una nebulosa). Su segunda y fundamental característica es que se
trata de un paso desde lo homogéneo hasta lo heterogéneo. Este hecho -que los fenómenos biológicos
sugieren a Spencer, ya que las plantas y los animales se desarrollan a través de una diferenciación entre
tejidos y órganos diversos- se aplica al desarrollo de todos los ámbitos de la realidad, tanto en el lenguaje, por
ejemplo, como en el arte. La tercera característica de la evolución es que constituye un paso desde lo
indefinido hasta lo definido, como sucede en el avance desde ser una tribu salvaje hasta llegar a convertirse en
un pueblo civilizado, con tareas y funciones claramente especificadas. Una vez determinados los rasgos
propios de la evolución, Spencer brinda la siguiente definición recapituladora: «La evolución consiste en una
integración de materia, acompañada por una dispersión de movimiento; en ella la materia pasa desde una
homogeneidad indefinida e incoherente, hasta una heterogeneidad definida y coherente, mientras que el
movimiento retenido esta sometido a una transformación paralela.»
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También a diferencia de Comte, Spencer concibe una sociología orientada hacia la defensa del individuo.
Tanto en El hombre contra el Estado (1884) como en Estática social (1850, reelaborada en 1892) y en los
Principios de sociología (1876-1896), Spencer sostiene que la sociedad existe para los individuos y no a la
inversa, y que el desarrollo de la sociedad se halla determinado por la realización de los sujetos particulares.
Por consiguiente, Spencer mira con desconfianza la intervención del Estado, y en El hombre contra el Estado
critica «el gran prejuicio de la época actual» que consiste en su opinión en el derecho divino del parlamento.
Según Spencer, una auténtica concepción liberal debería negar la autoridad ilimitada del parlamento, al igual
que el antiguo liberalismo negó el poder ilimitado del monarca. Por lo tanto, Spencer también es liberal. Sin
embargo, a diferencia de los utilitaristas y de John Stuart MilI, se opone a quienes piensan cambiar el mundo
o acelerar el curso de la historia apelando a la voluntad y a las reformas. Ni siquiera la educación posee el
poder suficiente para lograrlo. «Del mismo. modo que no se puede abreviar la vida que transcurre entre la
Infancia y la madurez, evitando el aburrido proceso de crecimiento y desarrollo que se lleva a cabo de manera
insensible mediante reducidos incrementos, tampoco es posible que las formas sociales más bajas se
conviertan en más elevadas, sin pasar por
pequeñas modificaciones sucesivas.» En consecuencia, Spencer manifiesta una actitud conservadora.
Descubre en la sociedad un desarrollo gradual, que la ha llevado desde el régimen militar (en el que el poder
del Estado domina a los individuos) hasta el régimen industrial (que se caracteriza por la actividad
independiente de los individuos). Con respecto a la industrialización, Spencer considera que sus limitaciones
consisten en el principio de lucro egoísta y en la poca importancia que atribuye a las actividades libres.
La ética de Spencer posee un carácter naturalista y biológico, que no siempre coincide con la ética
utilitarista de Bentham y los dos Mill. Los principios éticos, las normas y las obligaciones morales son
instrumentos que permiten una adaptación cada vez más adecuada del hombre a sus condiciones de vida. La
evolución, al acumular y transmitir por herencia experiencias y esquemas de comportamiento, suministra al
individuo a priori morales, que son a priori para el individuo, pero a posteriori para la especie. Al igual que
algunos comportamientos esenciales para la supervivencia de la especie (proteger a la propia esposa, criar a
los hijos, etc.) ya no tienen el carácter de obligación, lo mismo sucederá con los demás deberes morales, al ir
avanzando la evolución: «Las acciones más elevadas, exigidas por el armónico desarrollo de la vida, serán
hechos tan comunes como lo son actualmente aquellas acciones inferiores a las que nos empuja el mero
deseo.»
A partir de 1830 y en un lapso relativamente breve Alemania abandona una economía agrícola y artesanal
para convertirse en una economía industrial y comercial. En 1834 se produce la unión aduanera. El desarro llo
de la industria minera asume en Prusia una enorme importancia, lo mismo que sucede con la industria
metalúrgica y textil en Sajonia y en la Alemania meridional. Se multiplican los ferrocarriles. El carbón y el
hierro se transforman en elementos decisivos de esa época. También se renuevan los centros de enseñanza y
las ciencias -la física, la química y la fisiología, en especial- dan un gigantesco paso hacia delante. En tales
circunstancias, asistimos por un lado a la evolución de la izquierda hegeliana, mientras que por el otro -
extinguidos casi del todo los entusiasmos provocados por la Naturphilosophie del período romántico- un
reducido grupo de médicos y naturalistas, procedentes de las renovadas facultades de medicina alemanas, da
origen a un movimiento cultural que tuvo un gran éxito en su época y que fue definido con el nombre de
positivismo materialista alemán. Karl Vogt, lakob Moleschott, Ludwig Büchner y Ernst Haeckel son los
representantes más conocidos de dicho movimiento. El elemento característico del positivismo materialista
consiste en la 1ucha contra el dualismo de materia y espíritu y contra las metafísicas de la trascendencia,
lucha que se lleva a cabo en nombre de otra metafísica: la materialista. En esencia, los monistas materialistas
alemanes quisieron decretar el triunfo definitivo del mecanismo biológico y, al mismo tiempo, el
derrumbamiento de la concepción espiritualista y teleológica y de el hombre la naturaleza.
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Jakob Moleschott (1822-1893) se dedicó a la fisiología y se vio influido por la obra de Feuerbach y también
de Alexander von Humboldt. Después de la publicación en 1852 de su libro Circulación de la vida.
Respuestas fisiológicas a las cartas sobre química de Liebig, fue obligado a abandonar la universidad de
Heidelberg, donde enseñaba fisiología. Se trasladó a Zurich, y una vez constituido el reino de Italia, fue
llamado para enseñar fisiología en Turín y más tarde en Roma. En Italia enseñó fisiología, pero también se
convirtió en ardoroso paladín de una cultura laica y anticlerical, coincidente con las exigencias de la clase
política que entonces ocupaba el poder. Su libro La doctrina de la alimentación para el pueblo apareció en
1850, y en él sostiene que la mejora de la nutrición es una condición indispensable para la emancipación de
los obreros y los campesinos. «No hay pensamiento sin fósforo», decía Moleschott en contra de los
espiritualistas, y para él la naturaleza obra sin que se produzca ninguna intervención divina. Feuerbach
escribió una lisonjera recensión sobre el trabajo de Moleschott, recensión que termina con la famosa
expresión: «El hombre es aquello que come.» Liebig, en sus Cartas sobre química (1844), había afirmado que
«la ciencia de la naturaleza obtiene [...] su elevado valor al servir de apoyo al cristianismo», y que la razón
puede establecer la existencia de un principio superior que preside el desarrollo de los fenómenos naturales.
En contra de Liebig, Moleschott argumenta en la Circulación de la vida a favor de la teoría según la cual la
vida no necesita explicarse a través de la noción de un artífice supremo y constituye un proceso conti nuo que
se va regenerando de modo continuo, mediante la disolución. Moleschott escribe: «La destrucción sirve de
base a la construcción.» Por esto la muerte es fuente de vida. Por consiguiente, y suscitando el escándalo de
muchos, Moleschott llegó a proponer que en los cementerios, donde el terreno es más fértil, había que cultivar
trigo para nutrir a los hombres. Se trataba de una laicización de los valores tradicionales de la religión, en
beneficio de una sacralización de la materia y de la vida.
5.3. Carl Vogt, opuesto a Rudolf Wagner con respecto a la existencia del alma
La polémica entre Vogt y Wagner fue muy encarnizada y en ella intervinieron otros científicos, filósofos y
teólogos. Ludwig Büchner (1824-1899), en cambio, se mostró más mesurado en la defensa del materialismo.
Médico y profesor en Tubinga, publicó en 1855 su obra Fuerza y materia, que tuvo un enorme éxito. Sencillo
y brillante, y remitiéndose a Moleschott, Büchner sostuvo que el materialismo es la inevitable conclusión «de
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un estudio imparcial de la naturaleza, basado en el empirismo y la filosofía». Según Büchner, la fuerza es una
propiedad de la materia, y por e!lo, resulta insostenible la tesis por la cual existiría una fuerza que estuviese en
condiciones de crear el mundo y que fuese anterior a éste. La materia es eterna e indestructible, y las leyes de
la naturaleza, eternas y universales. Además, el espíritu no es más que «el efecto de la coopera ción entre
muchas substancias dotadas de cualidades y de fuerzas». Por ello, Büchner comparaba la acción del cerebro a
la de una máquina de vapor.
, El fisiólogo Emil Du Bois-Reymond (1818-1896), en cambio, se halla lejos de las seguridades dogmáticas
propias de Moleschott, Vogt o Buchner. Du Bois-Reymond afirma que el mejor tipo de conocimiento de la
naturaleza es el que nos ofrece la mecánica celeste: «El conocimiento astronómico de un sistema material es
el conocimiento más perfecto que podamos obtener con respecto a dicho sistema.» Por lo tanto, el modelo de
la cientificidad corresponde al conocimiento astronómico, la Inteligencia de Laplace. En opinión de Du Bois-
Reymond, el conocimiento laplaciano o astronómico está destinado a encontrarse con obstáculos insuperables
en su camino. En una conferencia pronunciada en Berlín en 1872 enumeró tres de estos obstáculos: 1) el
origen de la materia y de la fuerza; 2) el origen del movimiento; 3) los procesos de conciencia que «se hallan
fuera de la ley de la causalidad». Ante tales problemas, el único veredicto del científico ha de ser:
ignorabimus! En otra conferencia pronunciada en 1880 con el título de Los siete enigmas del mundo, se
añaden otros cuatro enigmas: 1) el origen de la vida; 2) el finalismo de la naturaleza; 3) la formación del
pensamiento y del lenguaje; 4) la libertad del querer. En esto consisten los siete enigmas del mundo, y «si
Leibniz levantase la cabeza y tomase parte hoy en nuestras meditaciones, sin ninguna duda diría con nosotros:
dubitemus!», concluye Du Bois-Reymond.
Ernst Haeckel (1834-1919) manifestó menos dudas que Du Bois-Reymondo Fue profesor de zoología en
la universidad de Jena y autor de una Morfología general de los organismos (1866), en la que se aducen
numerosas observaciones y hechos en apoyo de la teoría darwiniana de la evolución, a propósito de la cual
Haeckel formula la ley biogenética fundamental que establece el paralelismo entre el desarrollo del embrión
individual y el desarrollo de la especie a la que pertenece tal embrión. Para el hombre «la ontogénesis, es
decir, el desarrollo del individuo, es una breve y rápida repetición (una recapitulación) de la filogénesis o
evolución de la estirpe a la que pertenece, de los precursores que forman la cadena de los progenitores del
individuo mismo, repetición que está determinada por las leyes de la herencia y de la adaptación». En 1899
Haeckel publicó el libro Los enigmas del mundo, que logró una difusión extraordinaria: se vendieron unos
400 000 ejemplares, lo cual demuestra que estas ideas llegaban mucho más allá de los restringidos círculos de
los científicos y los filósofos. Para Haeckella ley de la substancia es «la única verdadera ley cosmológi ca que
abarca la ley química de la conservación de la materia y la ley física de la conservación de la energía». Con
base en dicha ley, «la materia -en cuanto substancia extensa infinita- y el espíritu (o energía) -en cuanto
substancia que siente y piensa- son los dos atributos o propiedades fundamentales de la omnicomprensiva y
divina esencia de la substancia universal». En opinión de Haeckel, dicho monismo materialista estaría en
condiciones de solucionar los enigmas del mundo: la materia y la fuerza, el movimiento y la conciencia no
tienen un origen en sentido estricto, dado que son los atributos de la única substancia. Tampoco constituye un
enigma el finalismo de la naturaleza, que puede reducirse a una ordenación mecánica de la naturaleza; la
formación de la vida y del lenguaje se explica mediante la evolución; la libertad de la voluntad hay que
eliminarla, ya que es una ilusión. Aunque a menudo se muestra arbitrario y casi siempre es dogmático en sus
especulaciones filosóficas, Haeckel obtuvo un enorme éxito que hay que poner en relación con el espíritu
romántico del positivismo, filosofía en la que se considera que la ciencia es un medio absoluto de
conocimiento y, más aún, el único medio absoluto para la liberación y la salvación.
5.7. El positivismo social de Ernst Laas y Friedrich Jodl
Para trazar un cuadro completo del positivismo en Alemania, es preciso decir que además de los
positivistas materialistas hubo pensadores como Laas, Jodl y Dühring, que desarrollaron. la corriente del
positivismo social más próximos a Feuerbach que a Saint-Simon o a Comte. Ernst Laas (1837-1885) fue autor
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de una obra titulada Idealismo y positivismo, donde se contempla en su integridad la historia de la filosofía
como un campo de batalla entre dos únicos
tipos de filosofía: el platonismo y el positivismo. Para Laas, sin embargo, el platonismo en sus diversas
formas no se halla en condiciones de afrontar las necesidades materiales y espirituales del hombre, mientras
que el positivismo sí puede hacerlo, ya que posee «una moral para esta vida, cuyas motivaciones se hallan
arraigadas en el más acá». Defensor de la solidaridad social y del progreso de la cultura, Laas ve «la edad de
oro no atrás de nosotros, sino ante nosotros».
Friedrich Jodl (1848-1914) fue autor, entre otras obras, de una Historia de la ética (1888-1889), en la que
se sostiene que la humanidad es capaz de perfeccionarse y no es perfecta, por lo que no debemos adorarla ni
venerarla. Muestra así su oposición a la religión de la humanidad de Comte. Jodl escribe: «No es el culto, sino
la cultura, lo que sirve para abrir las puertas del futuro: no debemos adorar a la humanidad sino formarla y
desarrollarla.» «Lo ideal en nosotros es la fe en su progresiva realización a través de nosotros: ésta es la
fórmula de la nueva religión de la humanidad.» Materialista monista, Jodl se mostró opuesto a las metafísicas
trascendentes y afirma (lo cual constituye su propia metafísica) que «entre la substancia orgánica y el
pensamiento -que es una función de esta substancia en el hombre- no existe más que toda la historia evolutiva
del mundo orgánico».
El positivista social alemán más famoso es Eugen Dühring (1833-1921), conocido también -o quizás,
especialmente- por el libro que Engels escribió en contra suyo (Antidühring, 1878). Fue un escritor fecundo y
brillante. Sus trabajos versan sobre filosofía teórica (Dialéctica natural, 1865; Curso de filosofía, 1875;
Lógica y teoría de la ciencia, 1878), historia de la ciencia (Historia crítica de los principios universales de la
mecánica, 1873) y economía política (Curso de economía política y social, 1873; Historia crítica de la
economía política y del socialismo, 1871). Tuvo un elevado concepto de sí mismo, hasta llegar a considerarse
un auténtico reformador de la humanidad. Profesor de la universidad de Berlín, tuvo que alejarse de ella
debido a los violentos ataques que desencadenó contra Helmholtz. En realidad, se mostró polémico contra
todos: desde los judíos hasta los socialistas. Hegel, según Dühring, llevó sus «delirios febriles» hasta un grado
sumo; Darwin «es un campeón de la brutalidad en contra de la humanidad»; Lassalle «es un vulgar
panfletario»; y hay que citar las obras de Marx como «síntomas de la influencia de la moderna escolástica
sectaria».
Bajo el influjo de los raciocinios positivistas y de los argumentos defendidos por la tendencia favorable al
«retorno a Kant», Dühring defiende un rígido monismo gnoseológico y metafísico, y considera que el
idealismo es una imaginación de niños incapaz de distinguir entre alucinación y realidad. En el terreno ético-
social, Dühring defendió un tipo de socialismo que denomina «personalismo», en el que los factores políticos
asumen un papel superior a los típicamente económicos y mediante los cuales se propugna una
transformación no traumática de la sociedad. En contra de la dialéctica hegeliana, invertida por Marx y
empleada por éste como principio de interpretación histórica, Dühring escribió: «Difícilmente un hombre
juicioso se dejaría convencer de la necesidad de la propiedad colectiva de la tierra y del capital, dando crédito
a las patrañas de Hegel, una de las cuales consiste en la negación de la negación [...]. Por lo demás, la forma
híbrida y nebulosa de las ideas de Marx no sorprenderá a quien sepa lo que podría lucubrarse o las
extravagancias que surgirían si se tomase la dialéctica de Hegel como si fuera una base científica.» Esto
permite entender la reacción de Engels.
6. EL POSITIVISMO EN ITALIA
Cattaneo y Ferrari ya habían avanzado temas positivistas, pero hay que decir que en Italia el positivismo
se impone y se difunde sobre todo después de la unificación, entre 1870 y 1900 aproximadamente, y sus re -
sultados más brillantes consisten en la reflexión sobre la criminología (Lombroso), la pedagogía (Gabelli y
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Angiulli), la historiografía (Villari) y la medicina (Tommasi, Murri). Roberto Ardido fue la figura más
relevante del positivismo italiano. El pensador positivista extranjero, que tuvo un mayor éxito en Italia, fue
Herbert Spencer.
Opuestos al espiritualismo de los maestros anteriores (Rosmini, Gioberti) y contrarios al idealismo que se
iba difundiendo en la Italia meridional, los positivistas italianos reafirmaron la necesidad de vincular la filoso-
fía al desarrollo de las teorías científicas; asumieron una actitud crítica en relación con las metafísicas de la
trascendencia y del espíritu; asimismo, efectuaron una renovación en los estudios antropológicos, jurídicos y
sociológicos. En Italia el positivismo también implicó a intelectuales que ejercieron funciones directivas
dentro del movimiento obrero (Ferri), hasta el punto de que -escribe M. Quaranta- «el propio marxismo
italiano se configuró, en su corriente dominante, como una variante del positivismo». Cabe recordar además
que en este período nacen revistas como «La rivista di filosofia scientifica» (1881-1891) dirigida por Enrico
Morselli y que se proponía como objetivo «la victoria del método experimental y la conjunción definitiva
entre la filosofía y la ciencia, también en Italia»; o como el «Archivio di psichiatria, scienze penali e
antropologia criminale», fundado por Lombroso en 1880 y con Enrico Ferri y Raffaele Garofalo como
codirectores.
6.2. Cesare Lombroso y la sociología del crimen
Cesare Lombroso (1836-1909) y Enrico Ferri efectuaron importantes contribuciones en el campo de la
sociología del crimen. No se ha de olvidar que nos hallamos en el período en el que la sociedad italiana da
inicio a su proceso de industrialización (con todos los problemas humanos y sociales que ello comporta), y
que en aquel momento se planteaban como algo urgente las graves cuestiones que implicaba la unificación de
la nación. Gracias al examen del craneo del bandido Vilella (1871), Lombroso pensó hallar una confirmación
de sus tesis generales acerca de la delincuencia. En El hombre delincuente (1876) Lombroso (que fue director
del manicomio de Pavía y más tarde profesor de psiquiatría y de antropología criminal en Turín) sostuvo que
«los criminales no delinquen por un acto consciente y libre de voluntad perversa, sino porque tienen
tendencias perversas, tendencias cuyo origen está en una organización física y psíquica diferente a la normal».
De esta premisa la «escuela positiva de derecho penal» (la escuela de Lombroso) deducía que el derecho de la
sociedad a castigar a los delincuentes no se basa en la responsabilidad o maldad del delincuente, sino en el
hecho de que éste es peligroso para la sociedad. En resumen, Lombroso distingue diversos tipos de
delincuentes (delincuente nato, delincuente ocasional, delincuente loco, delincuente por pasión o por hábito),
pero afirma que la mayor parte de los delitos son cometidos por individuos biológicamente proclives al delito.
Especifica así las características anatómicas y caracterológicas del delincuente nato: «escasez de vello, poca
capacidad craneal, frente deprimida [oo.], enorme desarrollo de las mandíbulas y los pómulos [oo.], poca
sensibilidad ante el dolor, completa insensibilidad moral, pereza». El delincuente nato «carece del sentido del
pudor, del sentido de la probidad, del sentido de la piedad»: se asemeja «a un hombre salvaje». Una tesis
posterior defendida por Lombroso -tesis que provocó polémicas inacabables- afirma la proximidad existente
entre el genio y la locura. En efecto, en Genio y degeneración (1897), Lombroso centra su atención en los
fenómenos regresivos que se producen en el transcurso de la evolución, en los que un acentuado desarrollo en
determinada dirección se ve acompañado por un retroceso o una detención en otras direcciones, «a menudo en
el órgano que es sede de la máxima evolución», el cerebro. Esto explicaría las formas más o menos graves de
locura o de perversión que se dan entre los hombres geniales.
Enrico Ferri (1856-1929) –que fue socialista y director del «Avanti!» escribió un informe preliminar a un
«Proyecto de código penal italiano» (preparado en 1919 y que jamás entró en vigor) y fue autor de una
Sociología criminal donde se critica la noción de voluntad libre, y se estudian sin juzgados moralmente los
hechos criminales, tratando de descubrir sus causas a través de factores biopsicológicos, Y afirmando que la
pena no es un acto de expiación, sino únicamente un medio para eliminar la peligrosidad social de los
criminales. Las ideas de Lombroso y de Ferri dieron pie a frecuentes y encarnizados choques y controversias,
ante distintos tipos de opositores. No podemos dejar de mencionar las críticas formuladas por el sociólogo
Napoleone Colajanni quien reprochaba a la escuela de antropología criminal el sobrevalorar los factores
físicos y antropológicos, y no prestar la debida atención a los factores sociales de la delincuencia.
Otro pensador que tuvo una cierta resonancia dentro del positivismo italiano fue el clínico y fisiólogo
Salvatore Tommasi (1813-1888), que primero fue profesor en Pavía y más tarde en Nápoles, a partir de 1864.
En la lección inaugural de sus cursos Tommasi afirma que «en las ciencias objetivas y naturales, la doctrina
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no puede consistir en un a priori, no puede surgir de las especulaciones metafísicas, no puede ser una
intuición o mucho menos, un sentimiento». En El naturalismo moderno (1866) Tommasi proclama que
«somos de la escuela de Galileo» y dice que «el filósofo debe extraer exclusivamente de la experiencia el
material y el contenido de sus conceptos universales». Según Tommasi, las doctrinas de todas las ciencias
naturales, y por lo tanto de la medicina, no son más que «la ley, o un conjunto de leyes en conexión lógica, a
las que nuestro entendimiento y la razón otorgan su propia forma de idealidad, que nace del hecho o de los
hechos experimentales, concede a éstos una naturaleza científica, y después nos ayuda a estudiar con
profundidad otros hechos de manera experimental y a distinguir en ellos lo esencial de lo accidental, la
apariencia y la realidad, lo que es pasajero y efímero de lo que es constante». Tommasi denomina
«naturalismo moderno» a este tipo de pensamiento, filosofía que no pretende en absoluto «proclamar un
divorcio entre las ciencias naturales y las especulativas y morales». Tommasi no se desconcierta al verse
acusado de materialismo: «Aunque se califique de materiales a los progresos conseguidos por las ciencias
naturales, poseen tal poder en su materialidad que el espíritu del mundo ha quedado renovado en unos cuantos
lustros.»
En este período la figura del clínico boloñés Augusto Murri (1841-1932) fue mucho más importante que
la de Tommasi, aunque el interés de éste por la metodología fuese muy relevante. Murri, laico y positivista,
destaca en la historia de la metodología científica gracias al vigor de una serie de ideas que le colocan a la
altura de un Claude Bernard o incluso de los más brillantes especialistas contemporáneos en metodología.
Murri está convencido de que «no existen dos o más métodos para llegar a la verdad, existe sólo uno. Las
enfermedades de los hombres constituyen un hecho natural, y si queremos conocerlo, hemos de recorrer la
única vía que lleva al conocimiento de la naturaleza». Para conocer la naturaleza es preciso antes que nada
inventar e imaginar mundos posibles, es decir hay que formular hipótesis y construir teorías: «La inventiva y
la especulación son las primeras cualidades del espíritu humano, también en lo que se refiere a las ciencias
[...]. Puesto que no estoy en condiciones de obligar a la naturaleza a que me responda de manera tajante, he de
formular hipótesis todas las posibles hipótesis.» En realidad, «nuestra imaginación resulta menos fecunda que
la naturaleza al idear condiciones de fenómenos». Murri sostiene que este esfuerzo de imaginación va unido a
un extremado rigor en la crítica de las hipótesis, basándose en la verificación o no de sus consecuencias: «Una
mente científica [...] es una mente alerta con respecto a lo que implica sus cogniciones.» Por lo tanto la
fecunda imaginación (de hipótesis) y la crítica rigurosa (de tales hipótesis) constituyen para Murri la sístole y
la diástole del método científico. Tenemos que someter a crítica nuestras hipótesis (ya se trate de teorías
físicas o biológicas, conjeturas químicas o relativas a diagnósticos) debido al principio lógico según el cual
todo lo que parece verdadero puede ser falso. En Cuatro lecciones Y una practica (1905) Murn escribe:
«Nuestra razón es algo muy distinto a un infalible aparato generador de luz; parece extraño, pero somos
precisamente nosotros, los racionalistas, quienes más desconfiamos de la razón. Ya lo dijo por su parte el
príncipe de los racionalistas: la pretensión de no equivocarse nunca es una idea de locos. A pesar de todo,
adoramos la razón, porque creemos que es la única que nos puede brindar el saber.» No existe el hombre que
no yerre. Lo más importante -insistía Murri a sus alumnos- es aprender de nuestros errores. «Sólo los necios y
los semidioses, que se creen invulnerables, confunden la crítica con la aversión. En cambio, la crítica no será
el don más elevado del espíritu, pero es el más fundamental, porque constituye la profilaxis más eficaz contra
el error. Pueden considerala como vil sólo aquellos que si no existiese serían tomados como genios.» Quien
ame la verdad, «suprema diosa de todas las almas nobles», jamás confundirá la crítica con la aversión, porque
sabe que el camino hacia la verdad sigue la senda de la eliminación del error, sabe que «cada día se rectifica
un error, cada día se perfecciona una verdad, cada día se aprende a saber mejor aquello que podemos hacer
bien y aquel mal que estamos condenados todavía a dejar que suceda, cada día nos equivocamos menos que la
víspera y aprendemos a hacerlo mejor al día siguiente. Errar, en efecto. Es una palabra que atemoriza a la
gente. ¿Errar a nuestras expensas? ¿Errar a cambio de nuestra vida? La sorpresa parece muy lógica, pero la
acusación es grave. O nos aventuramos al peligro de un error o renunciamos a los beneficios del saber. No
hay otro camino». Murri se muestra determinista en su concepción del universo, y contrario a las «verdades
eternas sobre las que los metafísicos aún no se han puesto de acuerdo». Al mismo tiempo es un falibilista
coherente en su concepción de la ciencia: ésta sirve para explicar los hechos, y los hechos sirven para
controlar a aquélla, a las teorías científicas. Murri afirma: «En la actividad clínica, al igual que en la vida, hay
que poseer un criterio previo, uno solo, pero inalienable: la noción previa según la cual todo lo que se afirma
y parece verdadero, puede ser falso. Hay que ceñirse a una regla constante: someter a crítica a todos y a todo,
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antes de creer. Es preciso, como primer deber, preguntarse siempre: ¿por qué tengo que creer esto?»
Tommasi había tenido eco en Nápoles, donde ya se había afirmado el hegelianismo de Vera y de
Spaventa. Murri -cuya clínica había sido convertida injustamente en objeto de escarnio, diciendo que allí se
razonaba mucho pero se tenían poco en cuenta los hechos- formó en Bolonia un gran círculo de médicos
prácticos que luego trabajarían sobre todo en Emilia, en Romaña y en las Marcas. Durante ese período,
Pasquale Villari (1827-1?17) -que había nacido en Nápoles pero había vivido en Florencia a partir de 1850-
defendió con decisión el método positivo dentro de las ciencias históricas. Historiador de Savonarola, de
Maquiavelo y de la Florencia municipal, Villari escribió un ensayo Sobre el origen y sobre el progreso de la
filosofía de la historia 1854), y en su lección inaugural de 1865 (que suscitó una polémica muy viva) acerca
de La filosofía positiva y el método histórico tuvo ocasión de decir: «La filosofía positiva renuncia al
conocimiento absoluto acerca del hombre: más aún, a todo conocimiento absoluto; sólo estudia hechos y leyes
sociales y morales, confrontando pacientemente las inducciones de la psicología con la historia y descu-
briendo en las leyes históricas las leyes del espíritu humano; así, no se obstina en estudiar un hombre
abstracto, fuera del espacio y del tiempo, compuesto exclusivamente por categorías y formas vacías, sino a un
hombre vivo y real, que puede cambiar en mil formas, sacudido por mil pasiones, limitado por todas partes y
sin embargo lleno de aspiraciones hacia lo infinito.» Villari se declara en contra de la filosofía metafísica que
acostumbra a «buscar la esencia y la razón primera y eterna de todo». La filosofía metafísica, en opinión de
Villari, no puede suponer que «se pueda lograr conocer mejor al hombre si se descuida este estudio de lo
contingente y lo mudable». El hombre es «un ser que cambia continuamente» y, para saber acerca de él,
tenemos que «conocer las leyes que regulan sus inevitables mutaciones». Sin embargo, sostiene Villari,
existen ideas e ideales, se reflejan en los hechos, responden a exigencias imposibles de eliminar del espíritu
humano y se manifiestan mediante aquellas fuerzas que hacen que el hombre supere siempre la realidad
natural. Por esta razón, Villari se declara contrario a determinados comtianos franceses que, equiparando las
ideas abstractas con los sueños, transforman el positivismo en un materialismo.
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Casteldidone (Cremonia), Ardigo se ordenó sacerdote y más tarde fue canónigo de la catedral de Mantua.
Alrededor de los cuarenta años de edad y después de una profunda crisis, abandonó el sacerdocio. El mismo
describe en estos términos la crisis por la que atravesó: «Poco a poco, la duda que se me había planteado por
todas partes desde mis primeros años y a la cual había combatido a través de la reflexión y del estudio
incesante, creyendo durante mucho tiempo haberla vencido racionalmente, acabó por verse sin enemigos y un
buen día se apareció ante mi mente maravillada como una persuasión completa y una certidumbre
indiscutible.» Ardigo sufre por su fe y trata de convencerse de su validez; a pesar de ello, confiesa: «Dentro
de mí, sin yo saberlo, por debajo del sistema de las ideas religiosas fruto de tanto tiempo, se había
desarrollado y completado -por así decirlo- el sistema positivo.»
El positivismo (o mejor dicho, quizás, el naturalismo) de Ardigo está directamente vinculado con las
concepciones filosóficas de Spencer, pero hunde sus raíces en el naturalismo italiano del siglo XVI. Ardigo
reivindica la autonomía de la razón evocando a Pomponazzi y siente la divinidad del universo -afirma con
razón Vittorio Mathieu- con la fuerza de un Bruno. El 17 de marzo de 1869, con ocasión de la fiesta del
centro docente secundario donde enseñaba en Mantua, Ardigo leyó un Discurso sobre Pietro Pomponazzi,
viendo en el naturalismo renacentista de éste un precedente del positivismo. En este ensayo, Ardigo habla de
los tres momentos más importantes de la vida socio cultural de la historia moderna: el renacimiento la reforma
y la revolución francesa. Señala, empero, que «el pensamiento moderno, al que Europa debe su actual
situación de grandeza y de poder, constituye la maduración de: un pensamiento que nació entre nosotros,
durante los años del renacimiento». Ardigo descubre en la filosofía de pomponazzi las siguientes grandes
enseñanzas: «independencia de la razón dentro de la ciencia, método positivo en la filosofía, la naturaleza por
todas partes en el mundo de la materia y del espíritu, el concepto psicofísico del alma.» A continuación,
Ardigo profundizará en estas concepciones y las ampliara, pero ya no las a abandonará.
En 1869, poco después del Discurso sobre Pomponazzi Ardigo, lee ante la Academia virgiliana de Mantua
el escrito La psicologia como ciencia positiva. Aquí su pensamiento aparece ya de una forma orgánica y
consistente. Ardigo, contrario a la psicología espiritualista, afirmará la necesidad de utilizar instrumentos
científicos e investigaciones estadísticas en el estudio de la psicología. La razón de ello es que «la ciencia va a
la búsqueda de hechos; al observar y experimentar, los halla, los advierte y los comprueba; luego, los compara
y los distribuye de acuerdo con sus semejanzas y forma con ellos distintos grupos, sobre los cuales apoya las
primeras generalizaciones. Después, compara entre sí estas primeras generalizaciones y las distribuye en
categorías, abstrayendo de ellas otras generalidades superiores; repite el trabajo de escalón en escalón hasta
llegar, si lo logra, a aquella única generalización que se encuentra en la cima de todas, unificándolas en un
solo sistema. Así se forma la ciencia, que viene a ser de este modo un gran cuadro sinóptico o una
clasificación de hechos».
El hecho: ésta es la piedra angular de la filosofía de Ardigo. «El hecho -proclama- posee una realidad
propia de sí mismo, una realidad inalterable, que nos vemos obligados a afirmar tal como nos es dada y la
encontramos, con una absoluta imposibilidad de quitarle o de añadirle nada; el hecho es algo divino; en
cambio, lo abstracto lo formamos nosotros, podemos formarlo como algo más especial o más general; en
consecuencia, lo abstracto, lo ideal, el principio teórico es humano.» Las ideas, las teorías, los principios son
provisionales y revocables, el hecho no: «En definitiva, el punto de partida siempre es el hecho. Se trata de
algo cierto e imposible de modificar. En cambio, el principio teórico es un punto de llegada, que puede
abandonarse, corregirse o superarse.»
De esta manera, Ardigo pasa por un proceso en el que, partiendo de la sacralidad de Dios, llega hasta la
divinidad del hecho. Los idealistas ponen en tela de juicio tal proceso, sobre todo Giovanni Gentile, que
sostiene que Ardigo no era católico mientras fue sacerdote y no fue filósofo cuando se convirtió en positivista.
A este respecto, hay que formular una observación: al igual que la mayoría de los positivistas -y en especial,
los evolucionistas- Ardigo asume la ciencia, y en particular los hechos, como algo intocable. No realiza un
análisis crítico del desarrollo de la ciencia, no examina la constitución del hecho por parte de la teoría
científica, no profundiza, en la cuestión del método científico (acepta con toda normalidad la inducción). En
resumen, Ardigo acepta la ciencia y el hecho en calidad de datos que no se discuten, y construye su sistema
filosófico sobre estas premisas.
En 1877 Ardigo publica La formación natural en el hecho del sistema solar, y en 1879, La moral de los
positivistas. En 1871 había abandonado el habito talar. En 1881 el ministro Guido Bacceli -suscitando una
gran polémica- le nombra profesor por méritos extraordinarios en la universidad de Padua, donde Ardigo
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enseñó hasta 1908. En 1891 publica lo verdadero; en 1893 aparece Ciencia de la educación; en 1894, La
razón en 1898, La unidad de la conciencia; en 1899, La doctrina spenceriana de lo incognoscible. Ardigo se
suicido en Padua el 15 de septiembre de 1920. Por aquellos años el pensamiento italiano ya se encontraba
claramente orientado en el sentido de aquel idealismo al que Ardigo se había opuesto con tanta decisión.
El conocimiento científico es el único válido; toda la realidad es naturaleza. Así, en La formación natural
en el hecho del sistema solar escribe que «el positivista no divide en dos partes -como hace el teísta- la esfera
de las substancias y del espacio, la línea de las eficiencias y del tiempo considerando que una de esas partes
sería la naturaleza, y la otra la sobrenatural; para el positivista toda la esfera y toda la línea son una idéntica
naturaleza». Según Ardigo, fuera de la naturaleza no existe nada: «el infinito de los positivistas es
esencialmente no religioso».
Toda la realidad es naturaleza, que tratamos de entender mediante las diferentes ciencias particulares,
mientras que la filosofía o «ciencia general» no es la ciencia de los primeros principios (o protología) sino la
ciencia del límite (peratología, del griego peras, límite), en el sentido de que supera los límites de las ciencias
particulares para alcanzar mediante una intuición, que es sensación y pensamiento, la naturaleza que todo lo
abarca y que actúa como matriz indeterminada pero real de todas las determinaciones. Spencer concebía la
filosofía como ciencia de los primeros principios; Ardigo, en cambio, la considera como ciencia del límite,
aproximándose también en esto a los naturalistas renacentistas y a su sentido de la unidad existente entre los
fenómenos de la naturaleza.
Éste no es el único punto en que Ardigo se aparta de Spencer. En efecto, Ardigo comienza por negar lo
incognoscible de Spencer. La realidad en su integridad es naturaleza, y la naturaleza es cognoscible, aunque
pueda mostrarse infinitamente inadecuada para la investigación científica o -dicho en otras palabras- continúe
siendo una frontera siempre inalcanzable para el esfuerzo cognoscitivo. En consecuencia no hay que hablar de
«incognoscible» (por principio) sino de «ignorado», esto es, de lo que aún no se ha convertido en objeto de un
conocimiento diferenciado, pero puede transformarse en tal por principio. Según Ardigo, no existe nada que
pueda trascender a la experiencia: nos hallamos ante un inmanentismo intransigente.
La realidad es naturaleza y ésta se halla sometida a la gran ley de la evolución. Sin embargo, Spencer
formula su teoría general de la evolución con la mirada puesta en la evolución biológica y afirma que ésta
constituye un paso desde lo homogéneo hasta lo heterogéneo. En cambio, Ardigo, prestando atención a la
evolución psicológica, sostiene que la evolución universal de la naturaleza es un paso desde lo indiferenciado
a lo diferenciado. En el dato originario de la sensación no existe una antítesis entre sujeto y objeto, externo e
interno, «yo» y «no yo». La sensación es lo indiferenciado originario, y a este respecto las distinciones entre
espíritu y materia, «yo» y «no yo», sujeto y objeto, constituyen resultados. Ardido escribe: «Dadme las
sensaciones y su asociabilidad, y os explicaré todos los fenómenos; y al igual que el filósofo de la naturaleza
logró así eliminar de la ciencia el estorbo de los fluidos imponderables» y de otras entidades incontrolables,
«del mismo modo el filósofo del espíritu ha podido demostrar que conocer, sentir, querer, sentidos e intelecto,
conciencia, juicio, raciocinio y las otras cien facultades de los aprioristas no son más que un proceso diverso,
obtenido mediante los mismos datos elementales, dispuestos de un modo distinto». El proceso de la realidad
en su totalidad evoluciona, como en el caso de la sensación, desde lo indiferenciado hasta lo diferenciado.
Desde la unidad originaria, ni subjetiva ni objetiva, desde esa indiferenciación se irían diferenciando el «yo» y
el «no yo», y posteriormente se iría bajando hasta los demás infinitos fenómenos del mundo psíquico y del
mundo físico. Lo indiferenciado sólo es tal en relación con algo diferenciado que procede de aquél, lo cual a
su vez resulta indiferenciado por lo diferenciado que viene a continuación. Este proceso ocurre de manera
necesaria e incesante, según un ritmo constante. «La prodigiosa diversidad de las cosas y la infinita
variabilidad de las formas» no es resultado de un proyecto providencial o de una racionalidad superior:
consiste más bien en «el resultado de un simple trabajo mecánico». Sin embargo, Ardigo introduce en este
proceso universal un elemento casual, que consiste en el hecho de que determinadas series causales -cada una
de ellas necesaria y determinada- pueden encontrarse casualmente y dar origen a acontecimientos
imprevisibles. El pensamiento humano –afirma Ardigo- es uno de estos productos casuales de la evolución
cósmica: el pensamiento que hoy se halla en la humanidad «se formó debido a una continuidad de infinitas
accidentalidades». «El pensamiento global de toda la humanidad [es] una formación accidental, de manera
semejante a la sorprendente configuración de una nubecilla, que, antes de desvanecerse, durante un rato es
arrastrada por el viento e iluminada por el sol.»
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acontecimientos no significa, en absoluto, que el hombre sea libre. «La libertad del hombre, la variedad de sus
acciones, es efecto de la pluralidad de las series psíquicas o instintos, si prefiere dárseles esta última
denominación.» El hombre, por consiguiente, es naturaleza; el pensamiento es fruto de la evolución de la
naturaleza: la voluntad humana no es más libre que cualquier otro acontecimiento natural. De ello procede la
crítica que Ardigo formula contra toda moral de tipo religioso, espiritualista y metafísico. En opinión de
Ardigo, los ideales y las normas morales nacen como reacción de los hombres asociados ante los
acontecimientos y las acciones perjudiciales para la sociedad. Mas tarde, quedan fijados en la conciencia de
los individuos en calidad de normas morales, con las características propias de éstas: son deberes obli gatorios
que comportan responsabilidades e implican sanciones, en el caso de que se infrinjan. La moral, en
consecuencia, sólo se basa en la evolución de la sociedad; no hay necesidad de buscar otro fundamento fuera
de ésta. La disciplina altruista de la conducta se encuentra socialmente motivada: «toda la razón de la
moralidad se reduce a un ideal social». Ardido añade: «La moral del positivismo es el corolario más directo y
más genuino del Evangelio.»
Finalmente, para Ardigo la sociología es «la teoría de la formación natural en el hecho de la idea de
justicia». La justicia es la ley natural de la sociedad. A la justicia encarnada en el derecho positivo siempre se
contrapone la otra justicia, que proclama el derecho natural. Este derecho natural es el ideal que se forma en la
conciencia, bajo el impulso de aquel derecho positivo y que este último no lleva a cabo. En otras palabras: la
primera forma del derecho está constituida por la prepotencia; el derecho positivo es la primera forma de la
justicia; a todo derecho positivo se contrapone siempre, con objeto de reformarlo, una forma de derecho
natural. En esto consiste, según Ardigo, la evolución de la justicia. Ardigo fue liberal en política: «Estoy en
condiciones de ofrecer centenares de pruebas prácticas del decidido, notorio, ardiente y batallador liberalismo
de toda mi vida, desde mi primera juventud.» Fue asimismo antimasón: «En un Estado libre la masonería es
un contrasentido: para combatir el oscurantismo resulta más eficaz la obra infatigable y abierta de la
educación y la elevación cívica, que la obra tenebrosa y oculta de una secta.» Aunque sin dedicarle un estudio
específico, criticó la concepción materialista de la historia que es propia del marxismo, ya que dicha con-
cepción absolutiza el factor económico «dejando de lado otras variables esenciales». Ardigo escribe: «El
hecho económico no es el único que determina que la sociedad asuma determinada forma, dado que en esto
concurren también otros factores.» Aun siendo liberal, Ardigo se mostró interesado por el socialismo: «Si
existe una legítima aspiración social, el quererla contrariar sería algo injusto y vano, puesto que la misma
naturaleza omnipotente es la que la quiere, y triunfará con seguridad.» Por otro lado, algunos socialistas -
Turati, por ejemplo- recibieron su primera educación filosófico-política a través de La moral de los
positivistas. Trabajador infatigable, en sus últimos años Ardigo luchó abiertamente contra el idealismo, que se
estaba imponiendo con fuerza, y contra «la brillante y evanescente filosofía bergsoniana». Originó a su
alrededor una sólida escuela de pensamiento. Entre quienes se relacionan explícitamente con la obra de
Ardigo hay que citar a Giovanni Marchesini, Ludovico Limentani, Giuseppe Tarozzi, Rodolfo Mondolfo,
Giovanni Dandolo y Alessandro Levi.
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