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Arte y Poesía, Heidegger

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ARTE Y POESIA EN HEIDEGGER (*)

1. INTRODUCCION

El estilo de Heidegger es a la vez admirable, fastidioso e


hipnótico. La primera tarea del que estudia la obra de este au-
tor —me refiero en particular a "El origen de la obra de ar-
te"— consiste, después de haberse sometido largamente a la efi-
cacia de la palabra, en tratar de pasar el pensamiento en lim-
pio; es decir, en pasar de esa luz heideggeriana peculiarísima
a la luz más común en que el pensamiento generalmente se
mueve. Esto no puede hacerse sin ciertas concesiones: debemos
mantener casi siempre la terminología heideggeriana, inclusi-
ve los giros con que la introduce y la mueve, bajo amenaza de
hacerle decir otra cosa de lo que, a menudo ambiguamente,
dice.
El primer resultado de esta audacia escolar, incómodo y
promisorio a la vez, consiste en el descubrimiento de que no
siempre las articulaciones del estilo coinciden exactamente con
articulaciones lógicas del pensamiento. La búsqueda infructuo-

(*) Me refiero especialmente a Der Ursprung des Kunstwerkes y, en


general, a obras publicadas por Heidegger hasta 1952. Descarto, por el
momento, la consideración de Aus einem Gespräch von der Sprache, pu-
blicado en 1959, que arroja una nueva luz sobre la " e s t é t i c a " del filó-
sofo. Las citas que figuran en el presente estudio y la versión de térmi-
nos y giros están tomados de la traducción española de Der Ursprung
des Kunstwerkes que forma parte de Martin Heidegger, Arte y Poesía,
Traducción y prólogo de Samuel Ramos, Fondo de Cultura Económica,
México, 1958.

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sa de estas últimas —cierto hiato irreductible, por ejemplo—
puede hacernos pensar en la existencia de dos corrientes de
pensamiento de distinto nivel, una más abstracta, otra más
concreta, que sólo literariamente se funden y hasta en la po-
sibilidad de que lo que aparece como el punto de llegada sea
en realidad el punto de partida, ya que ciertas conclusiones,
muy felices en su alta generalidad, no resultan derivarse lógi-
camente de los ejemplos y premisas de los que en apariencia
proceden. Esa misma búsqueda, por otra parte, nos lleva fácil-
mente a comprobar que los largos análisis, laterales al tema
central, encaminados a destituir cierta conceptualización co-
rriente —el par de conceptos materia-forma— empalman con
desarrollos que no pueden prescindir, finalmente, del concep-
to de forma, aunque éste deba quedar extrañamente vacío. Por
último, lo que a la luz del movimiento envolvente heideggeria-
no se presenta como la esencia del tema tratado, pareciera que-
rer convertirse, a esa luz más común, en la esencia de un as-
pecto tan importante como inesencial —y hasta prescindible—
del mismo. Y hasta es posible advertir que algunas implicacio-
nes de lo que hemos llamado la corriente más abstracta apun-
tan con insistencia hacia una meta imprevista, no extraña a
cierta estética oriental, implicaciones que se insinúan con in-
termitencia para luego desaparecer detrás de una evidente in-
compatibilidad sistemática; detrás, probablemente, de los nú-
cleos "historia" y "temporalidad".
Pero no nos adelantemos. El pensamiento estético de Hei-
degger se orienta hacia una meta confesada —la proposición
de Hegel— y gira en torno a un centro igualmente explícito:
la teoría heideggeriana de la verdad.
La proposición de Hegel es la siguiente: "Pero ya no te-
nemos ninguna necesidad de exponer un contenido en forma
de arte. El arte es para nosotros, por el lado de su destino su-
premo, un pasado...". Heidegger entiende que el sentido de
esa proposición todavía está pendiente, a pesar de las muchas
direcciones artísticas y obras de arte que hemos visto surgir
desde que fuera formulada. Detrás de ella, dice, se encuentra

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el pensamiento occidental al que corresponde, desde los grie-
gos, una verdad, que acontece, del ente; mientras no se llegue
a una decisión por esa verdad del ente y sobre ella, la propo-
sición permanecerá valedera. De ahí la formulación heideggc-
riana del problema: ¿. Es todavía el arte una manera esencial
y necesaria en que acontece la verdad decisiva para nuestra
existencia histórica o ya 110 lo es?
La teoría heideggeriana de la verdad asume, desde ahí, el
carácter central a que aludiéramos: tanto el significado como
la importancia que Hcidegger atribuye a la proposición de He-
gel dependen de ella. En general, todo el pensamiento estético
de Heideggcr está centrado de antemano en su teoría de la
verdad: los demás elementos del problema van jugando con la
verdad y en torno de ella: "Si la obra es obra, en ella está
puesta en operación la verdad". Mostrar las relaciones esencia-
les entre la obra de arte y la verdad es el problema principal
de Heidegger en "El origen de la obra de arte". Los temas de
esta obra, anteriores por lo tanto a aquella pregunta final, de-
penden de ese propósito.

2. LA VERDAD

Trataremos de exponer, con Heidegger, el esquema hei-


deggeriano de la verdad. Decimos con Heidegger porque es di-
fícil y acaso inconveniente, al exponer las ideas de este filóso-
fo, prescindir de sus propias palabras y giros. Ya el hecho de
simplificar esas ideas y de alterar el orden en que él las pre-
senta rompe el círculo de su discurso en un grado que basta a
nuestro propósito.
Habitualmente entendemos la verdad como concordancia
del conocimiento con la cosa: es verdadero el conocimiento que
se ajusta a la cosa y la proposición que lo enuncia. Esta con-
cepción, que identifica la verdad con la representación correc-
ta, se basa en el supuesto de que hay algo manifiesto cuya co-
rrecta representación es la verdad. Sin embargo, la esencia de

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la verdad no debe buscarse en nuestra representación de lo ma-
nifiesto, sino en la manifestación misma.
El ente sólo puede ser tal si está dentro de lo iluminado
por cierta luz que Heidegger concibe como un lugar abierto en
el centro del ente en totalidad. Esa luz nos ofrece una vía de
acceso al ente que somos y un tránsito al que no somos. Dentro
de esa luz, que es al mismo tiempo desocultación y ocultación,
el ente está a la vez, en ciertas proporciones cambiantes, ocul-
to y descubierto. Como "negarse", la ocultación es el comien-
zo de la iluminación: salvo en cuanto que es, el ente se nos nie-
ga. Como "disimularse", la ocultación se da ya dentro de lo
alumbrado, en cuanto el ente aparece diferente de lo que es.
La ocultación puede ser tanto lo uno como lo otro, sin que
podamos saberlo con seguridad, pues se oculta y disimula a
sí misma.
La verdad, por lo tanto, no es una propiedad del ente, si-
no una iluminación que se efectúa bajo una doble ocultación.
Alumbramiento y ocultación son los contrarios de la lucha pri-
mordial en que se conquista ese centro abierto desde el cual el
ente se recoge dentro de sí mismo. Esa lucha es la esencia de
la verdad: es la lucha primordial en que se conquista lo pa-
tente.
La verdad acontece históricamente de múltiples modos ori-
ginarios: uno de ellos es el ponerse en operación; otro, el ac-
to que funda un Estado; otro, la proximidad de lo que no es
pura y simplemente un ente sino el más ente entre los entes;
otra, el sacrificio esencial; otra, la interrogación del pensa-
miento que, como pensamiento del ser, lo nombra en su proble-
maticidad. No figura la ciencia, pues no es sino el cultivo de
un terreno ya abierto de la verdad.
A lo patente, a esa patencia que acontece en medio del
ente como lucha primordial entre alumbramiento y ocultación,
pertenecen un "mundo" y una "tierra". Pero ni el mundo es
simplemente lo abierto que corresponde a lo iluminado, ni la
tierra es simplemente lo cerrado que corresponde a la oculta-
ción. El mundo es más bien la iluminación de los caminos, de

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las decisiones esenciales a las que se ajusta todo decidir y que
sin embargo se funda en algo no dominado, oculto, que induce
a error, porque si no no habría decisión. La tierra no es tam-
poco simplemente lo cerrado sino lo que aparece cerrándose
a sí mismo. Es decir, si no entendemos mal: mundo y tierra
son en la lucha de alumbramiento y ocultación, es decir, en la
verdad.
Ahora bien: ¿ cómo acontece la verdad en la obra de arte?
Estableciendo un "mundo" y haciendo la "tierra", la obra es
el sostener esa lucha en que se conquista la desocultación del
ente en totalidad, la verdad. Mundo y tierra entran en la obra
como combatientes de esa lucha.

3. LA COSA

Casi desde las primeras páginas de la obra, el autor nos


conduce, a ciegas, a través de una larga crítica de lo que llama
interpretaciones de la cosidad de la cosa que han predominado
en el pensamiento de Occidente. Decimos a ciegas, porque esa
crítica sólo tiene sentido en relación con una concepción implí-
cita de la cosidad de la cosa, a partir de la cual se hace la crí-
tica, concepción que sólo más tarde Heidegger "extraerá" apa-
rentemente, porque, como veremos, pertenece a su teoría de la
verdad. No será la consideración de la mera cosa, como podría
esperarse, lo que nos ayude a comprender lo cósico de la obra,
sino la consideración de la obra, a la luz de la teoría de la ver-
dad, la que nos ponga sobre la pista de la cosidad de la cosa.
A juicio de Heidegger, las interpretaciones de la cosida!
de la cosa que han predominado en el pensamiento de Occidente
pueden reducirse a tres: la cosa como portadora de sus notas,
la cosa como unidad de una multiplicidad de sensaciones y la
cosa como materia formada; las cuales, en el transcurso de ese
pensamiento, se han acoplado, reforzando su tendencia a valer
por igual para la cosa, el útil y la obra.
Después de acompañar al autor hasta el fin de su análisis,

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no podemos dejar de preguntarnos por aquéllo a lo que él mis-
mo se refiere cuando habla de cosa, por aquéllo a lo que tiende
su crítica de lo que considera interpretaciones erróneas de la
cosidad de la cosa, lo que nos obliga a volver sobre nuestros pa-
sos para tratar de recoger algún indicio.
De la primera interpretación —la cosa como portadora de
sus notas— dice que no permite separar los entes que son co-
sas de los que no lo son y que aleja demasiado las cosas y el
cuerpo. De la segunda —la cosa como unidad de una multipli-
cidad de sensaciones— que los junta en exceso. De la última —la
cosa como materia formada— que ya no nos permite distin-
guir entre cosas y entes en general y que aplica a todos los
entes, incluyendo las cosas, lo que sólo es propio del útil. Y
de las tres interpretaciones en conjunto, que al acoplarse han
reforzado su tendencia a valer por igual para la cosa, el útil y
la obra.
Desde ya, por consiguiente, sabemos que nuestra interpre-
tación de la cosidad de la cosa 1-) deberá permitirnos distin-
guir entre los entes que son cosas y los que no lo son; 2 9 ) no
deberá juntar en exceso las cosas y el cuerpo (empirismo) ni
tampoco caer en el extremo opuesto; 3?) no podrá ser aplicada
indistintamente a las cosas, a los útiles y a las obras; 49) de-
berá permitirnos distinguir en la obra de arte lo cósico de lo
otro.
En resumidas cuentas, la larga crítica de Heidegger es
un modo indirecto de afirmar que entre los entes hay cosas;
que lo que él entiende por cosidad de la cosa no coincide con
aquéllo que puede pensarse mediante los conceptos de substan-
cia y accidente, alad^ms o materia y forma; que entre las meras
cosas hay algunas, las obras de arte, cuya cosidad se da jun-
tamente con eso que llama lo otro; y, finalmente, que si nues-
tro propósito es determinar la cosidad de la cosa y ésta es an-
te todo un ente, debemos procurar no anticiparnos a la expe-
riencia inmediata del ente sino, por el contrario, volvernos ha-
cia su reposar en sí. Si las interpretaciones que rechaza cons-
tituyen prejuicios que obstruyen el camino para conocer ¡o

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cósico de la cosa, lo que tiene de útil el útil y de obra la obra,
se debe, a su entender, a que se anticipan a la experiencia in-
mediata del ente.
ITeidegger no se anticipará, en efecto, a la experiencia in-
mediata del ente, y en eso se apoya, como hemos visto, su teo-
ría de la verdad; pero ¿por qué razón su búsqueda de la co-
sidad no hallará recompensa en las cosas, en las meras cosas,
sino como veremos, en las obras, en el reposar en sí de las obras?
Si ahora acompañáramos al filósofo en su consideración del re-
posar en sí de la obra nos veríamos envueltos demasiado insis-
tentemente en ese juego suyo tan característico que sabemos tia-
ne aquí por centro su concepción de la verdad y, careciendo de
toda otra perspectiva, de toda otra luz que la que brota de ese
movimiento envolvente, arrastraríamos la duda, a lo largo de to-
do el camino, acerca de si aquéllo que bajo esa luz parece, como
los conejos del prestidigitador, haber salido de la copa de un
sombrero, estaba realmente en el interior del sombrero o sólo
por arte de magia. ¿ Por qué, tomando un atajo, no anticipar el
conocimiento de la conclusión para luego, si fuera necesario, tra-
tar de comprobar el camino?
La visión que da peso y medida a la interpretación de lo
cósico de la cosa, dice Heidegger más adelante, debe dirigirse
hacia la pertenencia de la cosa a la tierra. Pero la esencia de la
tierra —portadora autoocultante que no impulsa a nada— sólo
se descubre por su irrupción en el mundo en la oposición de tie-
rra y mundo. Esa lucha entre tierra y mundo está fijada en la
forma de la obra y se hace patente por ella. Lo que en la obra
tomada como objeto parece ser lo cósico en el sentido corriente
es lo que tiene de tierra la obra. En la tierra como lo esencial-
mente autoocultante la apertura de lo manifiesto encuentra su
máxima resistencia y, de ese modo, un lugar para su estancia
permanente.
Lo cósico de la cosa, por lo tanto, consiste en su pertenen-
cia a la tierra, tierra que sólo es tal, como vimos al tratar la teo-
ría de la verdad, en su lucha esencial con el mundo, es decir en
lo que Heidegger llama la esencia de la verdad. Pero esta ver-

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dad, tanto en las meras cosas como en los útiles, no está proyec-
tada sino que desaparece en lo habitual. Por eso nuestra bús-
queda de la cosidad no va a quedar satisfecha ni en lo cósico de
la mera cosa, ni en lo cósico del útil, sino en lo cósico de la obra.
¿ Por qué es así? Porque para Heidegger el arte es un modo ori-
ginario de estar proyectada la verdad, proyección que incluye
necesariamente el mundo y la tierra que en esencia le pertene-
cen. De los tres tipos de ente en cuestión —la mera cosa, el útil
y la obra— sólo en lo cósico de ésta podemos discernir la cosi-
dad, la pertenencia de la cosa a la tierra: en la obra, la lucha
esencial entre mundo y tierra no desaparece, sino que está fija-
da en la forma.
No se puede determinar el carácter de la obra por lo cósi-
co, sino al contrario —dice Heidegger— lo cual, a su juicio, es
una prueba de que en el ser obra de la obra está en operación
el acontecimiento de la verdad. Lo que prueba es más bien, a
nuestro entender, que si de antemano hemos decidido determinr r
el carácter de la obra a partir de una teoría preconcebida de h
verdad y no podemos prescindir, en el concepto de obra, de cier-
tas notas esenciales —la creación, la materia prima— que ame-
nazan echar por tierra esa teoría, tendremos o que descartar la
teoría o que reeelaborar aquellas notas hasta que armonicen con
ella. Otro sería el caso si la interpretación heideggeriana deri-
vara efectivamente de la consideración de la forma, de la cual,
como veremos, no habiendo logrado eludirla, prescinde en grado
eminente. Toda la verdad, en sentido corriente, de esa interpre-
tación de la obra de arte depende, en efecto, de que la forma de
la obra sea la fijación de lo que Heidegger llama la verdad.
Al principio de este apartado, creíamos descubrir en la crí-
tica heideggeriana de la cosidad de la cosa, un concepto implí-
cito de ésta con referencia al cual se hacía la crítica. Veamos si
las características que atribuyéramos a ese concepto se dan en el
que Heidegger, posteriormente, parece extraer de la considera-
ción de la obra. 19) No deberá juntar en exceso las cosas y el
cuerpo (empirismo) ni tampoco caer en el extremo opuesto. En
cfecto, el concepto de cosa a que hemos llegado se ubica exacta-

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mente en el justo medio: la cosidad de la cosa consiste en su per-
tenencia a la tierra, pero ésta sólo es tierra por su irrupción en
un mundo y el mundo, para ser tal, necesita a su vez fundarse
en la tierra. 2*) No podrá ser aplicado indistintamente a las co-
sas, a los útiles y a las obras. En el apartado 5 (Confección y
creación) veremos cómo el ser-creado de la obra (y con él, ne-
cesariamente, lo cósico de la obra) tiene, frente a toda otra pro-
ducción, la particularidad de que en la cbra la desocultación del
ente acontece como tal, como la impulsión incesante de que ¿s.
En el útil, este que es no aparece, sino que se desvanece en ñl
servicio. En todo existente, en general, podemos advertir que es
(y por lo tanto también en la mera cosa) pero para olvidarlo
luego como habitual. En cambio, en la obra, este ofrecerse co-
mo que es resulta lo no habitual. Vale decir que el mero concep-
to de cosa que define a ésta por su pertenencia a la tierra, sólo
a la obra puede ser aplicado plenamente, en cuanto la esencia
de ésta se deduce de la esencia de la verdad. La cosidad del útil,
en cambio, sigue referida al concepto de cosa que distingue en-
tre materia y forma. En cuanto a la cosidad de la mera cosa, per-
manece en suspenso. 39) Deberá permitirnos distinguir en la
obra de arte lo cósico de lo otro. Es decir, como efectivamente
ocurre, deberá permitirnos distinguir, en la obra, entre tierra
y mundo y determinar el acontecimiento de la verdad en la obra
por la lucha esencial entre ambos. 5 9 ) Debería, también, permi-
tirnos distinguir entre los entes que son cosas y los que no lo
son, pero este punto queda en la obscuridad; Heidegger no
vuelve a referirse a ello.

4. EL REPOSAR E N SI DE LA OBRA

Trataremos de exponer el esquema heideggeriano del repo-


sar en sí de la obra, en abstracto; es decir, prescindiendo por el
momento de los casos concretos —el cuadro de Van Gogh, el
templo griego— de los que el filósofo pareciera extraerlo. Más
adelante, trataremos de comprobar la relación entre el esquema
y esos casos.

161
Para acceder al reposar en sí de la obra es necesario, dice
Heidegger, descartar todo lo que no sea el propio espacio exis-
tencial de ésta, su mundo, fuera del cual no es obra sino objeto.
Ser-obra significa establecer un mundo. La obra, en cuanto abre
un mundo y lo mantiene en imperiosa permanencia, pertenece a
ese reino que se abre por medio de ella: su ser-obra existe sólo
en esa apertura, en el acontecer de la verdad que pone en ope-
ración.
A diferencia de lo que ocurre con el útil, cuya materia pri-
ma desaparece en la utilidad, aquéllo que en la obra de arte co-
rrespondería a la materia prima del útil no desaparece en la pa-
tencia de un mundo sino, por el contrario, sobresale, es ella mis-
ma; en rigor, no cabe hablar de materia prima. Eso a lo que la
obra se retrae y en ese retraerse hace sobresalir es la tierra. Al
establecer un mundo, la obra hace la tierra, la hace patente co-
mo ocultante de sí misma: hace a la piedra ser piedra (pesar y
soportar), al color lucir, a la palabra hacerse y quedar como pa-
labra. En cambio, al recibir forma una materia prima, ésta des-
aparece como tal, es absorbida por la forma.
Reflexionar sobre el estar en sí de la obra es buscar la uni-
dad de esos dos rasgos esenciales de la obra: el establecimiento
de un mundo y la hechura de la tierra; es tratar de captar en
plena unidad la movilidad del acontecer en el ser de la obri.
Como veremos, el reposo de la obra que reposa en sí no es sino
una íntima concentración del movimiento.
Tierra y mundo son esencialmente diferentes, pero nunca
están separados. La oposición entre ambos es una lucha esencial,
a saber, una lucha cuyos luchadores se levantan cada uno en la
autoafirmación de su propia esencia. Cada uno lleva al otro más
allá de sí mismo, mientras cada uno se abandona, a la vez, a la
intimidad de la conformidad consigo mismo. La tierra, si debe
aparecer como tierra, no puede librarse de lo abierto del mun-
do; el mundo, si debe fundarse en algo, no puede prescindir de
la tierra. Al establecer un mundo y hacer la tierra, la obra ins-
tiga y realiza esa lucha, en la cual acontece su unidad. Esa lu-
cha de tierra y mundo constituye una desocultación —en el do-

162
ble sentido de alumbramiento y ocultación— del ente en totali-
dad. Tal es la verdad que está en operación en la obra. No la
verdad de una cosa particular determinada, ni tampoco la ver-
dad de lo ya abierto y patente, sino el abrirse mismo del ente en
totalidad. Lo que así se alumbra en la obra es el ser que se au-
tooculta. La belleza es el brillo que pone en la obra la luz de
ese alumbramiento; és decir, es un modo de ser de la verdad.
Esta meditación heideggeriana sobre el reposar en sí de la
obra constituye un buen ejemplo, como hemos podido observar,
de lo que he llamado la corriente más abstracta del pensamien-
to estético de Heidegger, cuya importancia y relación con la,
otra corriente serán considerados en la parte final del presente
estudio.

5. CONFECCION Y CREACION

Si tenemos en cuenta que la interrogación del reposar en


sí de la obra está orientada, en el contexto, a la búsqueda de la
cosidad, habremos encontrado el hilo que, en apariencia, habrá
de llevarnos desde el tema del reposar en sí de la obra al tema
de su creación. Por diligentemente que interroguemos el repo-
sar en sí de la obra, dice Heidegger, no daremos con su reali-
dad inmediata —lo cósico— si prescindimos de su ser-creada
por el artista. La obra es siempre algo creado, y como la crea-
ción necesita un medio, sobreviene lo cósico. Pero tanto la crea-
ción de la obra como la confección del útil son una producción,
por lo cual es preciso distinguir, desde ya, la producción co-
mo creación de la producción como confección.
La instalación de la verdad en la obra es un tipo tal de
producción que coloca en lo manifiesto al ente producido: és-
te trae consigo la apertura del ente en totalidad, la verdad. Tal
producción es la creación. Pero la verdad, que sólo se instala
como lucha, abre la lucha en el ente que produce, desgarrándo-
lo. Esa desgarradura así fijada en la tierra es la "forma": pv-
sición y composición en que la obra es en cuanto se expone y an
propone. El ser-creada de la obra, precisa Heidearger, quiera

163
decir ser fijada la verdad en la forma. Por el contrario, la con-
fección del útil no es nunca un operar el acontecimiento de la
verdad, un empleo de la tierra para fijar la verdad en la for-
ma, sino el ser formada una materia como preparación para el
uso.
El operar con la tierra propio de la creación sólo superfi-
cialmente se parece a la elaboración de la materia en la artesa-
nía. El ser-creado tiene, frente a toda otra producción, la par-
ticularidad de que en la obra acontece la desocultación del en-
te y de que acontece como tal; la particularidad de que repo-
sa constantemente en sí misma y de que ese reposar está cons-
tituido por la impulsión incesante de que es esa obra. Este que
es no aparece en el útil, sino que se desvanece en el servicio;
en general, en todo existente podmos advertir que es, pero para
olvidarlo luego como habitual. En la obra, en cambio, este que
es resulta lo no habitual: el acontecimiento de su ser-creación
la proyecta en torno y la tiene constantemente proyectada. El
ser-creatura, inmanente en la obra, está manifiesto como el em-
puje de que es. En lo existente habitual nunca se puede leer la
verdad; ésta sólo acontece cuando la patencia llega al estado
de proyección, como ocurre en la obra.
Pero la determinación de la esencia del arte como poner
en operación la verdad incluye, además, otro sentido. Si dice,
como hemos visto, que el arte es fijación de la verdad en la
forma, lo que acontece como creación, como un producir la des-
ocultación del ente, también significa poner en marcha y hacer
acontecer el ser-obra, lo cual sucede como contemplación.

6. ARTE Y CONTEMPLACION

La contemplación de la obra es un dejar que la obra sea


obra. Unicamente en la contemplación la obra se da en su ser-
creatura como real. Contemplar una obra significa estar den-
tro de la patencia del ente que acontece en ella; y la contem-
plación correcta se coproduce y se traza pura y exclusivamen-
te por la obra misma.

164
La estancia dentro de la contemplación es un saber: es el
sereno estado de interioridad en lo extraordinario de la verdad
que acontece en la obra. Este sereno estado es un estar decidi-
do; es estar dentro de la lucha que la obra ha encajado en la
desgarradura; es un saber que se naturaliza como querer <;n
la verdad de la obra. Pero es un saber que no saca a la obra
de su estar en sí para arrastrarla al círculo de las meras vi-
vencias, rebajándola al papel de mero excitante de éstas, a pe-
sar de lo cual no aisla al hombre de sus vivencias, pues las in-
serta en la pertenencia a la verdad que acontece en la obra.
El saber en la manera de contemplar está lejos de la habi-
lidad de conocer, sólo por el gusto, lo formal de la obra, sus
cualidades e incentivos. Tan pronto como el empuje en lo ex-
traordinario es atrapado por la habilidad de conocer, ha comen-
zado lo que Heidegger llama la explotación artística de la obra.
Tampoco la transmisión cuidadosa de la obra ni el intento
científico de recuperarla llegan nunca al ser mismo de ésta;
llegan tan sólo a su recuerdo y éste no puede ofrecerle una mo-
rada desde la cual contribuya a configurar la historia. La pe-
culiar realidad de la obra sólo llega a ser fecunda allí donde
es contemplada en la verdad que acontece por ella.
Hemos visto, en anteriores apartados, que la idea que Hei-
degger se hace de la obra de arte supone una teoría preconce-
bida de la verdad. En este apartado —y en el que seguirá so-
bre arte e historia— la teoría heideggeriana del arte, dentro de
esa misma línea, queda circunscripta, de antemano —de ahí
la referencia final a Hegel— al arte en cuanto contribuye a
configurar la historia.

7. ESTRUCTURA ESENCIAL D E L ARTE. ARTE E HISTORIA.


ARTE Y ORIGEN.

La estructura esencial del arte sería la siguiente: 1) El


poner-en-obra la verdad impulsa lo extraordinario a la vez que
expulsa lo habitual; lo que el arte instaura ni se compensa ni
se suple con lo existente disponible: su instauración es una su-

165
perabundancia, una ofrenda. 2) La instauración artística de
la verdad es también instauración en el sentido de fundamento
que funda: todo lo que se da al hombre en la proyección debe
ser sacado del fondo cerrado y puesto expresamente sobre éste;
así es fundado por primera vez como fundamento portador. 3)
El arte es, por último, instauración en el sentido de comienzo:
la ofrenda y la fundamentación tienen lo repentino de un co-
mienzo, el cual, sin embargo, se preparaba disimuladamente
desde antes.
Ahora bien: siempre que el arte acontece, a saber, siem-
pre que hay un comienzo, se produce en la historia un empu-
je y ésta comienza o recomienza. La historia es el emerger de
un pueblo a la misión que le es dada, como un sumergirse en el
medio que le es dado, no una sucesión cualquiera de aconteci-
mientos, por muy importantes que sean en su época. En Occi-
dente, lo que en el futuro se llamará ser se puso por obra en
Grecia. El ente en totalidad así abierto se transformó, en la
Edad Media, en el ente en el sentido de lo creado por Dios.
Este ente volvió a transformarse en la Edad Moderna, esta vez
en objeto que se podía penetrar y dominar por el cálculo. Ca-
da una de esas veces se abrió un mundo nuevo y esencial; ca-
da vez hubo de instalarse la patencia del ente mediante la fija-
ción de la verdad en la forma. Cada vez aconteció la desocul-
tación del ente; se puso en operación y quien lo puso fue el
arte.
El arte es historia en el sentido esencial de que funda l.i
historia; lo es, además, en cuanto tiene una historia en sentido
externo: en cuanto, en el transcurso del tiempo, se transforma
y perece.
El arte es una manera extraordinaria de llegar a ser la
verdad y hacerse histórica; es decir, es en su esencia un origen
y no otra cosa. La palabra origen significa que algo brota, i-n
un salto que funda, de la fuente de la esencia del ser. En cuan-
to a saber si la verdad es puesta o la verdad pone —el arte es
poner en obra la verdad— ya no pertenece, dice Heidegger, a
esta consideración. De todos modos, si el arte es un origen, es

166
el origen de la obra de arte, es decir, de los creadores y con-
templadores y, por lo tanto, de la existencia histórica de un
pueblo.
Es decir, que la verdad puesta en operación en la obra no
se proyecta en lo vacío e indeterminado sino hacia los futuros
contempladores, hacia un grupo humano histórico. Por otra
parte, no es sino la patentización de aquéllo en lo que el exis-
tente está ya proyectado como histórico: de su tierra, el fun-
damento donde descansa con todo lo que, aún oculto para el
mismo, él es, y de su mundo, que es el que impera por la re-
lación de él mismo con la desocultación del ser. La proyec-
ción no sale de lo corriente y ya ocurrido, pero tampoco de la
nada: lo proyectado por la obra es el destino, ya previamente
contenido, del existente histórico mismo. Esta es la verdad esen-
cial, la verdad de ser, la desocultación del ente en totalidad, que
no coincide, por supuesto, con la que se atribuye como cualidad
al conocimiento para distinguirlo de lo bello y de lo bueno.
Preguntamos por la esencia del arte —reconoce Heideg-
ger— para poder interrogar propiamente si el arte es o no un
origen en nuestra existencia histórica y bajo qué condiciones
puede y debe serlo. Aunque no sea capaz de forzarla, un saber
reflexivo de esta índole es la preparación preliminar indispen-
sable para la evolución del arte, pues sólo él prepara a la obra
su espacio, al creador su camino y al contemplador su lugar;
es decir, un saber que decide si el arte puede ser un origen o
si sólo debe quedar como un apéndice, como un fenómeno usual
de la cultura. Las preguntas que deja Heidegger en suspenso
son sumamente reveladoras: ¿Estamos nosotros, dice, en nues-
tra existencia histórica, en el origen? ¿Sabemos o atendemos a
la esencia del origen o sólo apelamos, en nuestra actitud hacia
el arte, al conocimiento culto del pasado?

8. ESTETICA, VIVENCIA, BELLEZA

Casi desde la época en que comienza, dice Heidegger, se


llama estética a la consideración de la obra de arte que tomi

167
a ésta como objeto de la percepción sensible (cúaéfyo-«), en sen-
tido amplio. Hoy, agrega, a esa percepción se la llama viven-
cia: la manera cómo el hombre vive el arte debe dar una ex-
plicación sobre la esencia de éste. La vivencia es hoy la fuente
que da la norma para el goce del arte y también la fuente de
su creación, a pesar de lo cual quizá sea el elemento en el que
muere el arte; tan lentamente, que necesita algunas centurias.
Cuando se habla de las imperecederas obras de arte y del va-
lor eterno de éste, se lo hace en términos que no toman en
cuenta, por temor, todas las cosas esenciales. ¿No será ésta, se
pregunta, una manera de hablar, pensando a medias, propia de
un tiempo en que el arte grande, junto con su esencia, se ha
retirado del hombre?
En el modo como el arte es real para el mundo occidental
se oculta una peculiar coincidencia de lo belleza con la verdad.
A la transformación esencial de ésta corresponde la historia de
la esencia de aquel arte, arte tan poco concebible por la viven-
cia como por la belleza tomada en sí. La belleza pertenece a la
verdad: es el ser de la verdad en la obra y como obra. Si des-
cansa en la forma, es porque éste se alumbra desde el ser, co-
mo entidad del ente. Por lo tanto, no es únicamente el objeto
del gusto, ni algo exclusivamente relativo a él.

9. ARTE Y POESIA

La poesía tiene para Heidegger un puesto extraordinario


en el conjunto de las artes. Para verlo —dice— sólo es necesa-
rio tener un concepto justo del lenguaje. En la representación
corriente, el hablar es equivalente a una especie de comunica-
ción; sirve en general para el entendimiento mutuo. Pero el
lenguaje no es sólo ni primeramente una expresión oral y es-
crita de lo que debe ser comunicado, sino el que lleva primero
el ente como ente a lo manifiesto. Cuando el habla nombra por
primera vez al ente, lo lleva a la palabra y a la manifestación.
La poesía (Poesie) es el arte más originaria, porque el len-
guaje mismo es poesía en sentido esencial (Dichtung): es aquél

168
acontecimiento en que por primera vez se abre el ente como
ente para el hombre, el acontecimiento de aquel decir en ¿1
que nace históricamente el mundo de un pueblo y en el que
la tierra se conserva como lo oculto.
Heidegger llama poesía (Dichtung) a todo poner en obra
la verdad, a todo arte, lo que incluye en primer lugar a la poe-
sía en sentido estricto (Poesie). Si esta es el poetizar más ori-
ginario es porque la esencia misma del lenguaje es poesía
(Dichtung). En cambio otros modos de poesía, como la arqui-
tectura y la escultura, siempre acontecen, ya, y .solamente, en
lo patente del decir y del nombrar; son regidas por lo patente;
son cada una un modo propio de poetizar dentro del alumbra-
miento del ente que ya ha acontecido inadvertidamente en el
habla.
La esencia del arte es poesía (Dichtung), pero la esencia
de ésta es la instauración de la verdad.

10. LA OBBA

Hasta aquí hemos tratado de aislar, esquematizándola, esa


corriente de pensamiento que, aunque predomina, se entretejo,
a lo largo del texto, con otra más concreta, más referida a la
obra real. No es, sin embargo, como veremos, una corriente por
completo homogénea; si lográramos aislar —y es perfectamen-
te posible, hasta cierto punto, pese a que están continuamente
injertados en los otros— los elementos que refieren la teoría
heideggeriana de la verdad a la teoría heideggeriana de la his-
toria, quedaría una línea de pensamiento estético esencial sus-
ceptible de un desarrollo menos contradictorio que el que va-
mos a considerar al mostrar la imbricación de ambas corrientes.
El punto de arranque de la consideración heideggeriana "-e
sitúa, al menos en el texto, en la línea referida a la obra concre-
ta. Antes de abordar los temas centrales de esta línea —el cua-
dro de Van Gogh, el templo griego— detengámosnos en algunos
puntos preliminares.

169
Heidegger comienza por recordar que el marco de repre-
sentación dentro del cual se mueve desde hace tiempo la carac-
terización de la obra de arte está dado por los conceptos de ale-
goría y de símbolo. La obra de arte, en cuanto cosa confeccio-
nada —más adelante dirá: creada— se diferencia de la mera
cosa en que dice algo otro: es alegoría; en que en ella, con la co-
sa confeccionada se junta algo distinto: es símbolo. Aquéllo que
en la obra se junta con lo otro, descubriéndolo, sería lo cósico
de la obra; lo artístico sería lo otro. Para ver, en primer lugar,
hasta qué punto la teoría general del arte rebasa, en Heidegger,
los límites de ese marco y, sobre todo, para ver de qué modo
funciona en los casos particulares y si es cierto que se desprende
de éstos y los explica, trataremos de reunir, en pocos rasgos, lo
esencial de esa teoría.

11. EL ARTE COMO VERDAD E N OBRA

La obra de arte es un modo esencial de ser la verdad y de


quedar establemente proyectada. Como modo de ser de la ver-
dad, está constituida por un mundo y una tierra trabados en
lucha esencial. Tierra, en la obra de arte, es la piedra, la ma-
dera, el color, el sonido, la palabra, en cuanto un mundo se
retrae a ellos y en ellos se establece, haciendo al mismo tiempo
que sobresalgan como esencialmente infranqueables (autoocul-
tantes). Mundo, en general, es lo siempre inobjetivable de que
dependemos, mientras los caminos de la existencia nos mantie-
nen absortos en el ser.
La verdad, al ponerse en obra, lo hace como lucha esencial
entre un mundo y una tierra; el ente así producido, la obra,
entraña por lo tanto una desgarradura original, que queda fi-
jada en la tierra: la forma. La forma es la posición y compo-
sición en que la obra es en cuanto se expone y se propone.
La verdad que está en operación en la obra, que constitu-
ye la obra como lucha de tierra y mundo, es una desocultación
—en el doble sentido, ya explicado, de alumbramiento y ocul-
tación— del ente en totalidad; no es la verdad de una cosa par-

170
ticular determinada, ni tampoco la de lo ya abierto y patente,
sino el abrirse mismo del ente en totalidad.
Lo que se alumbra de este modo en la obra es el ser que
se autooculta, alumbramiento que pone en la obra ese brillo
que llamamos belleza. Esta, por consiguiente, es un modo de
ser la verdad: es el ser de la verdad en la obra y como obra.
Si descansa en la forma, es porque ésta es la entidad de la
obra, porque ésta se alumbró desde el ser como tal entidad.
La obra tiene la particularidad de que reposa constante-
mente en sí misma, en la unidad de la lucha esencial que la
constituye. Este reposar, que es una íntima concentración de
ese movimiento esencial, impera como la impulsión incesante
de que la obra es esa obra, impulsión que la proyecta en tor-
no y la tiene constantemente proyectada. En lo existente ha-
bitual nunca so puede leer la verdad; ésta sólo acontece cuan-
do la patencia llega al estado de proyección, como en la obra.
Si bien, en general, en todo existente podemos advertir que
es, es sólo para luego olvidarlo como habitual, como ocurre con
el útil, cuyo que es desaparece en el servicio. En la obra, ese
que es resulta, por el contrario, lo no habitual.
Para acceder a ese reposar en sí es necesario descartar
todo lo que no sea el propio espacio existencial de la obra, su
mundo, fuera del cual no es obra sino objeto (ser obra signi-
fica establecer un mundo). La obra, en cuanto abre un mundo
y lo mantiene en imperiosa permanencia, pertenece a ese rei-
no que se abre por medio de ella: su ser-obra existe sólo en esa
apertura. Dejar, de ese modo, que la obra sea obra, estar den-
tro de la patencia del ente en totalidad que acontece por ella,
es la contemplación de la obra.
La estancia dentro de la contemplación es un sereno estado
de interioridad en lo extraordinario de la verdad que acontece
en la obra; es, al mismo tiempo, un saber y un estar decidido,
un querer en la verdad de la obra; un saber que no saca a la
obra de su estar en sí para rebajarla al papel de mero exci-
tante de vivencias, arrastrándola al círculo de éstas, sino que

171
inserta las vivencias en la pertenencia a la verdad que acontece
en la obra.
La contemplación heideggeriana de la obra está asimismo
reñida con lo que Heidegger llama la habilidad de conocer,
sólo por el gusto, lo formal de la obra, sus cualidades e incenti-
vos : la belleza —el ser de la verdad en la obra y como obra—
110 es únicamente el objeto del gusto ni algo exclusivamente re-
lativo a él . Cuando esa habilidad de conocer atrapa el empu-
je en lo extraordinario, comienza no la correcta contemplación
sino la explotación artística de la obra. Esta explotación, y el
intento científico de transmitir y recuperar las obras, no lle-
gan nunca al ser mismo de éstas sino tan sólo a su recuerdo, el
cual no puede ofrecerles una morada desde la cual contribu-
yan a configurar la historia. El hecho de que una obra esté
destinada al mero goce artístico —dice Heidegger— no demues-
tra todavía que esa obra esté en la contemplación como obra;
es decir, si no entendemos mal, no demuestra que sea una obra,
en el sentido heideggeriano.

12. E L ARTE COMO ORIGEN

El arte es una manera extraordinaria de llegar a ser la


verdad y hacerse histórica; es decir, es en su esencia un ori-
gen y no otra cosa. La palabra origen significa que algo brota,
en un salto que funda, de la fuente de 1« esencia del ser. El ar-
te es historia en el sentido esencial de que funda la historia:
ésta es el emerger de un pueblo a la misión que le es dada, co-
mo un sumergirse en el medio que le es dado. El arte, el poner
en obra la verdad —no sabemos si la verdad es puesta o la
verdad pone— es el origen no sólo de la obra, de los creadores
y de los contempladores, sino de la existencia histórica de un
pueblo. Siempre que el arte acontece, se produce en la historia
un empuje y ésta comienza o recomienza.
El acontecimiento de la obra de arte impulsa lo extraordi-
nario a la vez que expulsa lo habitual: lo que ella instaura no
se compensa ni se suple con lo existente disponible; todo lo

172
que da al hombre debe ser sacado del fondo cerrado y puesto
sobre éste como fundamento de un nuevo comienzo histórico.
Ahora bien: todo esto sería comprensible si las obras de
arte existentes se redujeran, en número y calidad, a unos pocos
y grandes hitos situados, en la historia, al comienzo de cada
ciclo: Grecia, Edad Media y Edad Moderna son los mencio-
nados por Heidegger. Pero el arte proliíera a todo lo largo de
los ciclos y son muchas las obras maestras que no constituyen
un comienzo sino el fin de una larga y habitual tradición. Es-
tas, evidentemente, no podrían ser consideradas como un origen;
¿debemos aceptar que tampoco son obras de arte? Al lado, por
ejemplo, de las obras de Giotto, que inauguran hasta cierto pun-
to un mundo nuevo, tenemos, contemporáneamente, las de S ; -
mone Martini, que permanecen espléndidamente en el viejo.
Aún si interpretáramos que la puesta en obra de la verdad es,
cada vez, una sola, aunque se cumpla a través de numerosas ar-
tes y obras, a lo largo de todo un período, ¿dónde ubicar las
numerosas obras de primera calidad que no hacen sino abrir
a su manera —que puede ser, en gran parte, la manera de una
larga tradición— un mundo ya abierto en lo esencial? Obras
que extraen su ofrenda de lo ya existente y habitual, al mo-
nos en el plano del arte? ¿Habrá que considerar, acaso, todas
las obras de una misma tradición, de una misma escuela, a ve-
ces de un mismo artista, como una sola obra? Y, sin embargo,
todo artista, todo contemplador, saben perfectamente que cada
obra de arte es única e irreemplazable, aunque no abra un mun-
do nuevo en el sentido heideggeriano.
Por otra parte, aún cuando estuviéramos dispuestos a acep-
tar la implantación de tal estado de sitio en la considerado i
de las obras de arte, queda todavía el problema de lo que lla-
maría los demasiados orígenes. En primer lugar, la puesta en
obra de la verdad acontece primero en el lenguaje; las otras
artes acontecen sólo en lo ya patente del decir y del nombrar.
En esto no habría contradicción si entendemos que, pese a acon-
tecer en lo ya patente, esas artes pueden, frente a ello, abrir
un mundo nuevo. La dificultad comienza cuando empezamos

173
a hacernos preguntas como las siguientes: las artes plásticas
cristianas, ¿ son absolutamente un comienzo frente a lo ya abier-
to por el lenguaje, por ejemplo en el Nuevo Testamento? ¿Y
frente a lo ya abierto por los otros orígenes?
Junto al origen artístico, Heideggcr nombra también otros
orígenes: el acto que funda un Estado, el sacrificio esencial, la
proximidad del más ente entre los entes, la interrogación del
pensamiento que nombra al ser en su problematicidad. Estos
diferentes orígenes no son diferentes verdades sino diferentes
modos de ser la verdad. ¿Cómo entender, en el terreno de la
historia concreta, que determinada obra de arte es un comienzo
frente a la religión, la política y la filosofía, cuando el mundo
que aquélla proyecta ya había sido abierto con sobrada antici-
pación por éstas? ¿Debemos suponer, puesto que en lo esencial
se trata en todo los casos de la misma verdad, que lo que su-
perficialmente parece una consecuencia es, en el fondo, el mis-
mo comienzo, algunos de cuyos modos se presentan, respecto a
los otros, con un retraso de siglos?
Queda sin embargo la afirmación de que el mundo a que
pertenece la obra de arte y que se abre por ella misma es el
mundo de un pueblo histórico determinado. Además de las
obras de arte, hay otros modos de ser la verdad que nos remi-
ten a ese mundo, el cual, siendo común a todos esos modos, no
es lo distintivo de ninguno. Lo que distingue la obra de arte
de los otros modos de ser la verdad no es el mundo que abre
sino cómo lo abre: la belleza; pero este cómo tiene para Heideg-
ger, al menos en "El origen de la obra de arte", una importan-
cia secundaria. Quizá por eso su teoría del arte resulte tan de-
rivativa que nos expulsa de lo que el arte tiene de distinto pa-
ra meternos en lo que tiene de común. Cabe sin embargo pre-
guntar: ¿ el mundo que se abre como belleza, será realmente
ese mundo común o un aspecto de él? ¿No habría que buscar
en otro lado el mundo propio de la obra de arte ?
A propósito, al hacer la exposición sintética del arte co-
mo puesta en obra de la verdad, dejamos ese punto sin comen-
tario para mostrar, por contraste, hasta dónde esa teoría (sal-

174
vo el concepto de mundo que dejamos, también a propósito,
en una cierta indeterminación) puede ser concebida como inde-
pendiente de la referencia exclusiva al destino histórico de los
pueblos y al mundo de ese destino. Al mismo tiempo, tal com-
paración muestra hasta qué punto esa teoría (susceptible, a
nuestro entender, de un desarrollo que abarque con amplitud
todo el campo de los hechos artísticos y los explique), al fu-
sionarse con la teoría del arte como historia, se determina en
un sentido que crea grandes dificultades de diverso orden cuan-
do se quiere ver en ella otra cosa que una abstracción al mar-
gen de la existencia concreta y actual de las obras de arte in-
dividuales.
Volvamos ahora a la consideración de la obra como verdal
en obra. Si la obra es obra —dice Heidegger— en ella está
puesta en operación la verdad. En la obra de arte podemos leer
la verdad. Con respecto al cuadro de Van Gogh, dice que el
cuadro "habla". ¿En qué consiste ese lenguaje?
En cierto sentido es el lenguaje de la belleza, pues la be-
lleza es el modo de ser la verdad en la obra y como obra, es el
brillo que pone en la obra la luz del alumbramiento del sev
que en ella acontece. Pero lo que se alumbra desde el ser como
identidad de la obra es la forma: la belleza reposa en la
forma.
Por otra parte, la obra consiste en la lucha esencial entre
un mundo y una tierra. Pero el mundo —lo siempre inobjeti-
vable— no pertenece a la realidad inmediata de la obra. La
realidad inmediata de la obra está constituida por lo CÓÍÁCO de
la obra —la tierra: madera, piedra, sonido, color, etc.— y poi'
la desgarradura fijada en la tierra: la forma. Mediante esta
realidad inmediata se abre la otra realidad en que la obra
consiste: el mundo. Leer la verdad puesta en obra no puede
significar otra cosa que leer la forma en la "tierra" de la obra.
Esa lectura de la forma en la tierra de la obra nos introduce
en el alumbramiento del ser que en ella acontece y, al mismo
tiempo, en el brillo que ese alumbramiento pone en la obra: en
la belleza.

175
Por eso decíamos anteriormente que quedaba por verse
si la teoría heideggeriana escapa, como pretende, del planteo
"simbólico". Si bien la juntura entre el símbolo y lo simboli-
zado es en ella profunda, íntima y esencial, no es menos cierto
que tenemos por un lado la realidad inmediata de la obra —la
forma fijada en la tierra— y por el otro el mundo cuya lucha
esencial con la tierra determina esa forma. El mundo es "lo
otro" que se junta con la realidad inmediata de la obra. Y
podemos advertir, asimismo, que la observación que hiciera
Heidegger, al referirse a la teoría simbólica, de que en ella lo
artístico es "lo otro", se cumple absolutamente en su propia teo-
ría. Sin el mundo, la obra de arte no sería tal, sino mera ma-
teria formada para la satisfacción del gusto. A nuestro juicio,
lo que Heidegger nos ofrece es una nueva versión metafísica
de lo que él llama la teoría simbólica del arte. Como tal —a
menos que aceptemos convertir la interpretación del símbolo
artístico en una experiencia mística incontrolable— esa teoría
no puede prescindir de una semántica; más aún: en el ejercicio
de esa semántica debe encontrar su fundamento y su prueba.
Si el lenguaje de las obras de arte es simbólico en ese sentidJ,
si el texto simbólico de una obra de arte es su forma fijada en
una tierra, no podremos prescindir, en toda pretendida incur-
sión en el mundo de la obra, de una constante y prolija aten-
ción a ese texto, a ese lenguaje formal. De lo contrario, no ha-
bría límites para lo que podemos hacer decir a la obra: en pri-
mer lugar, podemos hacer decir por igual a todas las obras de
arte que representan una misma cosa, todo lo que se relaciona
con esa cosa; en segundo lugar, podemos hacer decir a una
obra que creemos perteneciente a una época y pueblo determi-
nados, todo lo que sabemos o creemos saber sobre ese pueblo
y esa época; en tercer lugar, —y podríamos seguir indefinida-
mente— podríamos hacerle decir todo lo que sentimos o recor-
damos cuando .estando tristes o alegres, nos ponemos en su
presencia. Además, si somos filósofos, es probable que nuestra
lectura de la obra tenga que ver con la utilidad del útil o con
e l s u r g i m i e n t o d e la <f>vm<¡.

176
Descartando la paradoja de que una obra de arte pueda
"hablar" con otro lenguaje que el que intrínsecamente consti-
tuye cada obra de arte individual —toda interpretación es un i
pretendida "traducción"— la única garantía, cuando hablamos
de una obra, de que nos referimos realmente a aquéllo que es-
tá en la obra o a aquéllo a que la obra nos remite, es atenernos
rigurosamente, con todas las cartas a la vista, a la semántica del
lenguaje en que la obra está formada. No hay términos medios
ni componendas posibles entre esta exigencia elemental y o.l
más profundo y elevado extravío.
Lo cierto es que Heidegger no sólo se desentiende por com-
pleto de esa semántica sino que hasta el concepto de forma, que
podría proporcionarnos la base para tratar de justificar su
posición, queda —al menos en teoría— por completo vago e
inoperante: la forma es esa posición y composición en que la
obra se expone y se propone. Vayamos pues, en busca de los
indicios necesarios, a los ejemplos que el filósofo utiliza para
desenvolver su teoría.

13. EL CUADRO DE V A N GOGH

Heidegger introduce del siguiente modo su interpretación


del cuadro Van Gogh en el proceso de investigación del ser
de la cosa. Buscábamos —dice— una interpretación del ser de
la cosa que nos permitiera descubrir lo que tiene de cosa la
obra y nos encontramos con interpretaciones que tienden a
valer por igual para la cosa, la obra y el útil, lo cual resulta
muy comprensible si tenemos en cuenta que el útil está espe-
cialmente próximo a la representación humana, porque llega
al ser mediante nuestra propia producción. ¿Por qué no apro-
vechar esta ventaja buscando ante todo lo que tiene de útil el
útil? Si evitamos hacer precipitadamente de la cosa y de la obra
variedades del útil, quizá el descubrimiento del ser de éste nos
franquee algo acerca de lo cósico de la cosa y de lo que tiene
de obra la obra. Para evitar los abusos de las interpretaciones

177
habituales, comencemos por describir simplemente un útil sin
teoría filosófica alguna: un par de zapatos de labriego.
Pero he aquí que inmediatamente, con el pretexto de fa-
cilitar la representación intuitiva, nos propone partir no direc-
tamente del útil en cuestión sino de la imagen del mismo que
nos ofrece una obra de arte: el cuadro de Van Gogh. ¿Debe-
mos suponer que el mar de confusiones en que este procedi-
miento va a sumergirnos es algo querido por Heidegger con
un propósito que no llegamos a descubrir?
Mientras no hagamos más que representarnos un par de
zapatos en general o que contemplar en el cuadro de Van Gogh
los zapatos vacíos como mera ejemplificación de un par de za-
patos rústicos en general —nos dice— no haremos la experien-
cia de lo que es en general el ser del útil. Los zapatos de la-
briego son auténticamente lo que son cuando éste los usa en el
campo sin pensar en ellos, sin contemplarlos, sin siquiera sen-
tirlos. Son útiles, no porque un material conveniente ha recibi-
do en ellos la forma adecuada a un uso, sino porque son "de
confianza", porque a su modo y según su alcance concentran
en sí todas las cosas de un mundo. Los zapatos son útiles por-
que en ellos el labriego está seguro de su mundo, porque pov
medio de ellos hace caso a la silenciosa llamada de la tierra;
para el labriego y para cuantos existen de ese modo, mundo y
tierra sólo existen en el útil.
Este es el ser del útil —declara Heidegger— y lo hallamos
poniéndonos ante el cuadro de Van Gogh -. el cuadro habló. Y,
ciertamente, su argumentación sobre el ser del útil se apoya
en el pasaje donde "traduce" en palabras lo que el cuadro "di-
ce" : en la obscura boca del gastado interior (no del cuadro, por
supuesto, sino del zapato representado en él) bosteza la fatiga
de los pasos laboriosos; en la ruda pesantez (del zapato) está
representada la tenacidad de la lenta marcha... etc.; en el cue-
ro, todo lo que tiene de húmedo el suelo; bajo las suelas, se des-
liza la soledad del camino; en el zapato, vibra la tácita llamada
de la tierra..., etc.
Al llegar a este punto, no podemos ya reprimir las nume-

178
rosas preguntas que brotan de nuestra perplejidad. Es eviden-
te que en el interior gastado de un par de zapatos reales, en
su ruda pesantez, en su cuero húmedo, etc., podemos llegar a
leer todo eso si somos capaces de ponernos en la situación a que
pertenecen los zapatos mediante la interpretación de esos y otros
signos que nos remiten a ella. También podemos leerlo en una
fotografía que registre objetivamente signos de esa índole y
aún, es cierto, en el cuadro de Van Gogh, en cuanto ofrece un i
representación suficientemente reconocible de esos signos. Es
decir que, para el caso, no interesan las numerosas caracterís-
ticas visuales que hacen del cuadro algo distinto de otras po-
sibles representaciones visuales de los mismos zapatos y sig-
nos. ¿Por qué entonces no declarar simplemente que son los
zapatos mismos los que "dicen" su propio ser, en cuanto ofrecen
a nuestra contemplación ciertos signos que los refieren a la si-
tuación a que pertenecen? Además, puesto que también un cua-
dro lo dice, en cuanto ofrece una representación suficientemen-
te reconocible, ¿será indiferente, si lo que nos interesa es lo
que dice el cuadro en cuanto cuadro, que esa representación
esté confiada al clarobscuro o al color, a la rigurosa extensión
del plano o a la ilusión de profundidad y volumen, a violen-
tos contrastes de valor o a una armonía inedia, a un dibujo
que parece desaparecer en lo que representa o a otro que, aun-
que representa con vigor, se excede en atrevida caligrafía? ¿ No
habrá que distinguir entre lo que dice el objeto representado
—en el cuadro y fuera del cuadro— y lo que dice el cuadro
mismo, a propósito, a través o a pesar del objeto representado,
cuando lo hay?
Después de afirmar que en el cuadro de Van Gogh el par de
zapatos de labriego se hace patente como lo que en verdad es,
entendiendo por verdad ese estado de desocultación de que ha-
blábamos anteriormente, Heidegger propone que la esencia del
arte sería el ponerse en operación la verdad del ente: en la
obra de arte, el ente —en este caso el ente útil, el par de zapa-
tos— se asienta establemente a la luz de su ser. Aquí podría-
mos preguntarnos cuál es el ente que se hace patente a la luz

179
de su ser en las obras de arte que prescinden de toda represen-
tación, pero no debemos adelantarnos; de eso nos ocuparemos
cuando pasemos, con Heidegger, del arte de la pintura al ar-
te de la arquitectura.
Lo que, por el contrario, no podemos pasar sin cuestionar
es la arbitrariedad, en este punto, del procedimiento. En pri-
mer lugar, cualquiera sea nuestra apreciación de lo que Hei-
degger llama la verdad del ente, nos parece que no queda mos-
trado —y menos todavía probado— que sea en el cuadro como
cuadro donde se ha hecho patente, en este caso, esa verdad.
Pareciera más bien que esa verdad —el ser útil del zapato— se
ha hecho patente en el zapato mismo en cuanto ostenta las hue-
llas del uso y que, según la primera intención de Heidegger,
el cuadro sólo hubiera servido, en ausencia de un par de zapa-
tos reales muy usados, para facilitar la representación de los
mismos, como podría haberlo hecho una fotografía, no nece-
sariamente artística.
No vemos cómo pueda derivarse de allí que la esencia del
arte sea el ponerse en operación la verdad del ente o que, en la
obra de arte, el ente se asienta establemente a la luz de su ser.
Lo único que de allí puede derivarse es lo siguiente: que en
ciertas obras de arte ciertos tipos de ente se instalan estable-
mente a la luz de su ser, etelidiendo por luz de su ser la refe-
rencia manifiesta a la situación en que esos entes son lo que
son. En el fondo, son los signos del uso que ostentan en cuan-
to usados lo que nos permite referir los útiles a la situación en
que son lo que son; sólo que, en cuanto usables además de usa-
dos, esa referencia no es estable sino precaria: mientras se los
usa, aquellos signos 110 son tales y, además, el uso destruye a la
larga tanto el útil como los signos que revelan su utilidad. Si
lográramos rescatar el par de zapatos de la inestabilidad a que
lo condena su situación —por ejemplo, montándolo sobre una
plataforma como una "trouvaille" surrealista— no habría ya
distinción, en el marco interpretativo de Heidegger, entre un
par de zapatos reales y la obra de arte que los representa.

180
Reducción al absurdo inevitable, en lo que concierne al ejemplo
en cuestión, y cuyo alcance queda por verse.
Cuando Heidegger afirma que el arte pone en operación
la verdad del ente, o que en la obra de arte se asienta estable-
mente esa verdad, esa luz, podemos admitir su afirmación como
una fórmula todavía enigmática, pero amplísima, de lo que
ocurre en la obra de arte. Pero si el ente en cuestión es el ente
representado en la obra, si la verdad de ese ente es el descu-
brimiento de la situación en la que es lo que es y, sobre todo,
si el acceso a esa verdad se logra 110 a partir de los rasgos pe-
culiares de la forma artística sino a partir de ciertos rasgos
significativos, representados en la obra, de dicho ente exterior
a ella, entonces nuestra interpretación se ha vuelto excesiva-
mente derivativa: hemos caído fuera del plano en que podemos
discernir si una obra alcanza o no la calidad de arte, apreciar
esa calidad y compararla con la de otras obras. Hemos caído
fuera —y esto es lo más grave— de esc plano en que una obra
de arte se define como tal frente a las diversas representacio-
nes extraartísticas del objeto que ella, a su modo, también re-
presenta.
Lo que Heidegger llama la verdad del útil —en su ejem-
plo, la verdad del zapato— parece consistir en la explicitación
de lo que es implícitamente el útil en el uso. El útil real, el
útil que se usa, se vuelve habitual, desaparece en el uso. El
útil del cuadro, en cambio, no puede desaparecer en el uso,
en el hábito: en él se desoculta establemente lo que el útil es
ocultamente en el uso. Ahora bien: no sólo en el útil del cua-
dro se da esa desocultación; también se da en la fotografía de
un útil muy usado y sobre todo en éste mismo cuando, en vez
de usarlo, lo contemplamos. ¿Por qué entonces presentar esa
verdad, esa desocultación, como la esencia del cuadro?
El pensamiento de Heidegger sobre la esencia de la obra
de arte no queda absolutamente encerrado en los límites de es-
te ejemplo, por la importancia que atribuye luego, a propósito
del templo griego, a lo cósico de la obra; pero hemos querido
detenernos en el momento pintura porque muestra con exce-

181
so, aún en relación, como veremos, con los desarrollos ulterio-
res, dónde pone Heidegger el acento y las consecuencias que
acarrea el ponerlo precisamente allí.
Da por sentado Heidegger que en la obra de Van Gogh
acontece la verdad, es decir, acontece la apertura del ente en
su ser (el ser útil de los zapatos) y, con ella, la apertura del
ente en totalidad. Vimos que ese acontecimiento le fue revela-
do por los signos del uso visibles en la representación de un
par de zapatos reales. ¿ Cómo conciliar este hecho con la decla-
ración que le permite pasar de la pintura a la arquitectura?
Dice, en síntesis, que si el arte es el ponerse en operación la
verdad, no lo es en el sentido de que imite y copie lo real, de
que desprenda una imagen de lo real y la trasponga a una
obra; no se trata de reproducción, de concordancia de la ima-
gen con el ente (con los entes singulares existentes) ni tampo-
co de la reproducción de la esencia general de las cosas: ¿con
qué esencia de qué cosa debería concordar un templo griego?
Nos advierte luego que, si bien hemos logrado determinar
la realidad de la obra de arte a través de lo que ella nos dice,
a través de lo que está en operación en ella, al hacerlo hemos
dejado de lado lo cósico de la obra y que lo que hay de cósico
en la obra no se debe negar. ¿Acaso debemos entender que el
haber prescindido de lo cósico de la obra nos llevó a determinar
la realidad de ésta en función de una verdad que no es la de
la obra sino la del objeto representado en ella y que, por lo
mismo, esa determinación no puede ser extendida a las artes
no representativas? Veamos si Heidegger reconsidera o no sus
conclusiones a la luz de ulteriores descubrimientos.

14. EL TEMPLO GRIEGO

Entramos en la consideración heideggeriana del templo


griego con la esperanza de que el arte arquitectónico, por cuan-
to prescinde de la representación, obligue a nuestro filósofo a
no salirse de la obra, a demorarse en el lenguaje en que la obra
está "escrita" y a descifrar ese lenguaje en una obra determi-

182
nada. Ya hemos visto anteriormente, adelantándonos, que en la
pura teoría esa evolución no es necesaria, porque Heidegger
mantiene el concepto de forma, el que implica, tácitamente, el
de lenguaje formal; pero es un concepto tan poco determina-
do y, en lo determinado, tan ambiguo, que debimos recurrir a
los casos en que Heidegger se enfrenta con obras concretas pa-
ra tratar de averiguar si la forma (y su lenguaje) entran en
juego, y cómo, en su interpretación de esas obras o si el con-
cepto heideggeriano de forma es una mera concesión vacía a
necesidades abstractas de su pensamiento y que deja de lado
en la práctica. Por otra parte: cuando Heidegger dice que la
forma es aquella posición y composición en que la obra se ex-
pone y se propone, ¿se estará refiriendo exclusivamente a la
forma artística de la obra, a su lenguaje formal, o estará de-
jando abiertas las puertas para esas derivaciones, tan gratas a
su hermenéutica, hacia un sentido menos inefable que el in-
trínseco, implícito en la forma de la obra?
La lectura cuidadosa de todo lo que Heidegger dice sobre
el templo griego nos revela que esta segunda posibilidad es la
que indudablemente se afirma y prevalece en su consideración.
El templo como obra de arte, el templo como aparece, desde
fuera y desde adentro, a nuestra sensibilidad contemplativa,
desaparece en esa consideración frente al templo como casa del
dios, como centro de un mundo y de una tierra. Sin embargo,
sabemos que ese mundo y esa tierra pueden pasar o transfor-
marse, dejando de ser lo que eran, mientras el templo, indife-
rente, puede permanecer —o reaparecer— en la perpetua ac-
tualidad de su forma de piedra, en su fijo, autónimo, inefable
lenguaje; un lenguaje que acaso no entendieron mejor aquéllos
para quienes el templo, como casa del dios, era el centro de su
mundo —y por eso, en cierto sentido, más importante que para
nosotros— pero que es lo único que nos permite discernir, en-
tre innumerables documentos y monumentos sobrevivientes,
aquéllos cuya perenne actualidad intrínseca los eleva a la cate-
goría de obras de arte.
El estar en pie el templo da a las cosas su fisonomía y a los

183
hombres la visión que tienen de sí mismos, dice Heidegger. Es-
ta visión queda abierta sólo mientras la obra es una obra y el
dios no ha huido de ella. Lo que para Heidegger constituye
la esencia de la obra de arte —el que establezca un mundo ha-
ciendo una tierra— depende, en el caso del templo, de la creen-
cia de que es habitado por un dios. Es evidente el carácter de-
rivativo de su interpretación y su prescindencia de la forma
en la atribución de significado. No obstante, en atención a la
obscuridad de su concepto de forma vamos a considerar por se-
parado las perspectivas "tierra" y "mundo" de la obra, 110 sea
que, en un sentido insospechado, sea sin embargo la forma el
fundamento de sus reflexiones.

"El edificio en pie descansa sobre el fondo rocoso. Este


reposo de la obra extrae de la roca lo obscuro de su soportar
tan tosco y pujante para nada. En pie hace frente a la tempes-
tad que se enfurece contra él y así muestra la tempestad some-
tida a su poder. El brillo y la luminosidad de la piedra, aparen-
temente debidas a la gracia del sol, hacen sin embargo que se
muestre la luz del día, la amplitud del cielo, lo sombrío de la
noche. Su firme prominencia hace visible el espacio invisible
del aire. Lo inconmovible de la obra contrasta con el oleaje del
mar y por su quietud hace resaltar su agitación. El árbol y la
hierba, el águila y el toro, la serpiente y el grillo, toman por pr-i
mera vez una acusada figura, y así adquiere relieve lo que son.
Este mismo nacer y surgir en totalidad fue llamado temprana-
mente por los griegos <f>vat<¡. Ilumina a la vez aquéllo donde y
en lo que funda el hombre su morada. Nosotros lo llamamos la
tierra".

Como cualquier otra construcción en piedra, no necesaria-


mente artística, el templo extrae de la roca lo obscuro de su
soportar, tan tosco y pujante para nada, y le da un alcance di-
ferente. Como cualquier montaña o acantilado, hace frente a
la tempestad que se enfurece contra él y así muestra a la tem-
pestad sometida a su poder. El brillo y la luminosidad de su
piedra, como, a su manera, el brillo y la luminosidad de cual-
quier otra cosa, hacen que se muestre la luz del día, etc. Su

184
firme prominencia, como la de un pico o un árbol, o el mástil
de un navio, hacen que se muestre el espacio invisible del aire.
Lo inconmovible de la obra, como las rocas de la costa, con-
trasta con el oleaje del mar, etc. Finalmente, el árbol y la hier-
ba, el águila y el toro, la serpiente y el grillo no necesitan el
contraste con la obra de arte para adquirir acusada figura:
si para que adquiriera relieve lo que son no les bastara el mu-
tuo contraste, bastaría oponerles una obra cualquiera de arte-
sanía. En el fondo, lo único que distingue al templo griego de
los entes naturales que, en nuestra crítica, desempeñan en el
seno de la <j>vm<; funciones idénticas a las que Heidegger le
atribuye, es sólo su carácter de obra humana. Es el carácter de
obra humana lo que introduce la tierra en el mundo y el mun-
do en la tierra. Pero no basta ese carácter para definir una
obra de arte. No basta tampoco declarar que en la obra de ar-
te esa trabazón de mundo y tierra se instala establemente en !a
forma, si luego prescindimos de ésta al hacer nuestra interpre-
tación de la obra ¿ O por forma entenderá Heidegger no la po-
sición y composición intrínsecas de los elementos que constitu-
yen la apariencia de la obra, sino la posición y composición de
ésta en relación con los demás integrantes de la </>vtris? En es-
te caso, caemos igualmente fuera de la obra.
Esta apariencia de extravío puede deberse todavía a la par-
cialidad de nuestro enfoque: nos hemos limitado a la "tierra".
Pero Heidegger dice: el templo en pie abre un mundo y a la
vez lo vuelve sobre la tierra que de tal modo aparece ella mis-
ma como el suelo nativo. ¿No será en la apertura de un mun-
do donde la forma y su lenguaje adquieren toda su eminente
significación?.

"Una obra arquitectónica, como un templo griego, no re-


presenta nada. Se levanta con sencillez en el hendido valle ro-
coso. El edificio circunda la figura del dios a la que deja al-
zarse, oculta por el pórtico, allá dentro, en el recinto sagrado.
Mediante el templo está en él presente el dios. Esta presencia
del dios es en sí la ampliación y delimitación del recinto como
sagrado. Pero el templo y su recinto no se esfuman en lo inde-

185
terminado. El templo por primera vez construye y congrega
simultáneamente en torno suyo la unidad de aquellas vías y re-
laciones en las cuales el nacimiento y la muerte, la desdicha y
la felicidad, la victoria y la ignominia, la perseverancia y la
ruina, toman la forma y el curso del destino del ser humano.
La poderosa amplitud de estas relaciones patentes es el mundo
de este pueblo histórico. Partiendo de tal ámbito, dentro de él,
se vuelve un pueblo sobre sí mismo para cumplir su destino".
"El estar en pie el templo da a las cosas su fisonomía y a
los hombres la visión que tienen de sí mismos. Esta visión que-
da abierta mientras la obra es una obra y el dios no ha huido
de ella. Eso mismo sucede con la estatua del dios ( . . . ) es una
obra que hace estar presente al dios mismo, y que así es el dios
mismo. Otro tanto vale para la obra literaria. En la tragedia
no se exhibe o representa, sino que se realiza, la lucha entre los
nuevos dioses y los antiguos".
"El establecimiento (del templo) es, como tal, la erección
en el sentido de la consagración y la gloria. El establecimiento
ya no significa aquí la mera colocación. Consagrar significa
santificar en el sentido de que en la construcción, que es obra
(Werkhaft), lo sagrado se abre como sagrado y el dios es lla-
mado a lo patente de su presencia. A la consagración pertene-
ce la glorificación como apreciación de la dignidad y el esplen-
dor del dios. Dignidad y esplendor no son propiedades cabe
y tras de las cuales, además, está el dios, sino que en la digni-
dad, en el esplendor está presente el dios. En el destello de es-
te esplendor brilla ,es decir, se ilumina aquéllo que llamamos
el mundo ( . . . ) La obra, descollando sobre sí misma, abre un
mundo y lo mantiene en imperiosa permanencia. Ser obra sig-
nifica establecer un mundo".

La "dignidad" y el esplendor del sol, el esplendor y la vio-


lencia del rayo y del relámpago, están en tal relación con la
naturaleza humana que son capaces de suscitar la experiencia
numinosa. Pero por qué confundir la experiencia numinosa con
la experiencia estética? El sol y el relámpago, el rayo y el tem-
plo, por sus cualidades sensibles que despiertan un eco en nues-
tro interior, son capaces de suscitar una experiencia estética
aún cuando la experiencia numinosa no se produzca. Lo que
diferencia al templo de otros entes dignos y esplendorosos es
una vez más, su carácter de obra humana y como tal su capaci-

186
dad de introducir el mundo en la tierra y la tierra en el mun-
do; pero esto, si hemos de entenderlo en el sentido en que lo
entiende y lo aplica Heidegger, no es suficiente para caracteri-
zar a una obra de arte. Si ser obra significa establecer un mun-
do, y si establecer un mundo debe entenderse en el sentido que
se desprende de la consideración heideggeriana del templo, el
ser obra a que Heidegger se refiere abarca un campo mucho
más extenso que la obra de arte y, por lo tanto, debe descar-
tarse como definición posible de ésta. En ese campo entraría
holgadamente —y con mayor propiedad que la obra de arte—
la hostia de la liturgia católica y, coi ella, todo el sacrificio
de la misa.
En efecto, si ser obra significa establecer un mundo, dar a
los hombres la visión que tienen de sí mismos, y si esta visión
sólo queda abierta mientras el dios no ha huido de la obra, o,
lo que es lo mismo, si la obra deja de ser obra cuando el dios
ha huido de ella, cuando el mundo en cuestión se convierte en un
pasado mientras la obra —que para Heidegger ya no es obra—
permanece, entonces no es la obra la que establece el mun-
do sino el mundo el que establece la obra. Esta es la clave de
por qué, en las interpretaciones que hace Heidegger de la obra
de arte, sólo en apariencia partimos de la obra; en realidad
partimos siempre de un mundo presupuesto. De ahí también
que Heidegger se desentienda tan extrañamente de los proble-
mas que entraña la semántica de la forma de la obra: cuando
sabemos de antemano el significado de un texto, no necesitamos
plantearnos el problema de descifrarlo. De ahí, finalmente, que
en la consideración de Heidegger, el lenguaje simbólico de la
obra tienda a confundirse con el lenguaje simbólico del rito.
No es la hostia la que establece el mundo de la presencia
del dios; es la creencia en el dios, en la eficacia del rito, la quo
establece a la hostia como hostia. Por eso puede también decir-
se de ella que abre y establece ese mundo, pero sólo mientras
es una hostia, es decir, mientras el dios no ha huido de ella. Si
ahora cambiamos la palabra hostia por las palabras templo, es-
tatua del dios y aún por obra de arte, podremos asistir a esta
nueva reducción al absurdo que entraña inevitablemente la teo-

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ría de Heidegger. Aunque la hostia ya no es hostia cuando el
mundo del rito que la consagra como tal se ha desvanecido, la
estatua del dios sigue siendo una obra de arte cuando el dios
ha huido de ella; más aún, es probable que sólo entonces, libe-
rada de esa función tan excelente y absorbente como estraesté-
tica, comience pura y plenamente a ser una obra de arte. Pero
aclaremos —y vaya en esto la contraprueba— que no todas las
estatuas del dios ni tampoco todos los templos, sin que ello
afeete esencialmente su carácter sagrado, tendrán acceso al uni-
verso del arte. Pensemos en las innumerables estatuas de yeso
que si bien, desde su función esplendorosa en el altar (es decir,
mientras el dios no ha huido de ellas), abren un mundo y lo
mantienen, para el creyente, en imperiosa permanencia, son al
mismo tiempo completamente incapaces de suscitar por sí mis-
mas esa otra vida del arte, más allá —o más acá— de la fun-
ción que el mundo de un culto les confiere.
Lo que establece a una obra de arte como tal obra, por to-
do el tiempo en que su forma o parte suficiente de ella perma-
nezca, es precisamente esa forma y no la presencia de un mun-
do que puede huir de ella sin que esa forma se desvanezca o
destruya. El mundo que se abre por medio de la forma de la
obra, si hemos de llamarlo así, sólo puede retirarse de la obra
juntamente con la forma que la constituye. La lectura de esa
forma y la entrada en el mundo que se abre por medio de ella
constituyen una experiencia estética que puede y suele man-
tener, en el sujeto que la efectúa, estrechos vínculos con otras
clases de experiencias, esencialmente diferentes. Por el contra-
rio, la experiencia religiosa que suscitan la hostia o la estatua
del dios en cuanto tal no dependen tanto de la lectura de una
forma como de la creencia en la eficacia del rito que las con-
sagra como tales. La formulación heideggeriana confunde en
una sola perspectiva ambigua la apreciación estética de la obra
y las otras.

HUGO PADELETTI

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