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La Habitación Amueblada - O. Henry - Ciudad Seva - Luis López Nieves

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La habitaci�n amueblada

[Cuento -Texto completo.]


O. Henry
En el bajo del West Side existe una zona de edificios de ladrillo rojo cuya
poblaci�n incluye un vasto sector de gente inquieta, trashumante y fugaz. La
carencia de hogar hace que estos habitantes tengan multitud de hogares y se muevan
de un cuarto amueblado a otro, en un incesante peregrinaje que no s�lo alcanza a la
morada sino tambi�n al coraz�n y a la mente. Cantan "Hogar, dulce hogar" en ritmo
sincopado y transportan sus lares y penates en cajas de cart�n; su vi�a se
entrelaza en el sombrero de paja, y su higuera es un gomero.
Por tal motivo, es posible que las casas de ese barrio, que tuvieron infinidad de
moradores, lleguen a contar asimismo con infinidad de an�cdotas, en su mayor�a
indudablemente insulsas, pero resultar�a extra�o que entre tantos hu�spedes
vagabundos no hubiera uno o dos fantasmas.
Despu�s de la ca�da del sol, cierto atardecer, un joven merodeaba entre esas
ruinosas mansiones rojas y tocaba sus timbres. Al llegar a la duod�cima, dej� su
menesteroso bolso de mano sobre la escalinata y limpi� el polvo que se hab�a
acumulado en la cinta de su sombrero y en su frente. El timbre son�, d�bil y
lejano, en alguna profundidad remota y hueca.
A la puerta de esta duod�cima casa en la que hab�a llamado se asom� una casera que
le dej� la impresi�n de un gusano enfermizo y ah�to que se hab�a comido su nuez
hasta dejar vac�a la c�scara, la que ahora trataba de rellenar con locatarios
comestibles.
El reci�n llegado pregunt� si hab�a un cuarto para alquilar.
-Pase usted -respondi� la casera, con una voz que parec�a brotar de una

garganta forrada en cuero-. Desde hace una semana tengo vac�o el cuarto trasero del
tercer piso. �Desea verlo?
El joven la sigui� escaleras arriba. Una d�bil iluminaci�n de procedencia incierta
mitigaba la penumbra de los corredores. Subieron sin hacer ruido a lo largo de los
pelda�os cuya alfombra hubiera sido repudiada por el telar

en un vegetal, de haber degenerado en aquel aire f�tido y sombr�o hasta convertirse


en el pr�spero liquen o el floreciente musgo cuyo crecimiento dibujaba manchas
hasta llegar
a la caja de la escalera y formaba bajo los pies una capa viscosa, como si se
pisara materia org�nica. En cada recodo del trayecto ascendente hab�a huecos en la
pared que permanec�an vac�os. Tal vez en alguna �poca all� fueron
instaladas plantas. Si hab�a sucedido
as�, acabaron muri�ndose en esa atm�sfera enfermiza y corrompida. Acaso en esas
concavidades hubo estatuas de santos, pero no resultaba nada dif�cil imaginar que
duendes y demonios las sacaron a la rastra en la oscuridad y las arrojaron en las
imp�as honduras de alg�n infierno amueblado en lo m�s profundo.
-�sta es la habitaci�n -dijo la casera desde el interior de su garganta forrada-.
Es muy linda y rara vez se halla vac�a. El verano pasado tuve instalada aqu� gente
muy distinguida; no creaban dificultades y pagaban por adelantado con absoluta
puntualidad. Si necesita agua, la encontrar� al fondo del corredor. Sprowls y
Mooney, que ten�an un n�mero en el teatro de variedades, la ocuparon por espacio de
tres meses. Usted debe de haber o�do hablar de la se�orita Bretta Sprowls ...
�Bueno! �se s�lo era su nombre teatral. Justo en ese lugar, sobre el tocador,
colgaba el certificado de casamiento, enmarcado. All� est� el gas, y usted puede
comprobar que hay abundancia de alacenas. Es una habitaci�n que le gusta a todo el
mundo; nunca permanece vac�a por mucho tiempo.
-�En esta casa hay instalada mucha gente de teatro? -interrog� el joven.
-Vienen y se van. Buena parte de mis pensionistas est� vinculada al teatro. En
efecto, se�or: �ste es el barrio que habita la gente de la far�ndula. Los actores
nunca permanecen mucho tiempo en ninguna parte. A m� me corresponde una cuota de
ellos, si bien llegan y se marchan constantemente.
El reci�n llegado tom� la habitaci�n y pag� una semana por adelantado. Dijo que
estaba cansado y que se instalar�a de inmediato. Cont� el dinero que deb�a abonar y
la casera le comunic� que todo estaba dispuesto para que ocupara el cuarto,
incluidas las toallas y el agua. En el momento en que la mujer se dispon�a a salir,
el nuevo hu�sped formul� por mil�sima vez la pregunta que ten�a en la punta de la
lengua.

-Entre sus pensionistas, �no recuerda si estuvo cierta muchachita de apellido


Vashner. .. , Elo�sa Vashner? Con toda seguridad debe de haber sido cantante de
teatro. Bonita, de estatura mediana, delgada, con pelo dorado tirando a rojizo y un
lunar oscuro cerca de la ceja izquierda.
-No, ese apellido no me dice nada, pero la gente de teatro cambia de nombre con
tanta facilidad como se muda de habitaci�n. Llegan y se marchan. No, no recuerdo a
la persona que usted menciona.

No. Siempre le respond�an que no. Durante cinco meses de averiguaciones incesantes
la contestaci�n era una inevitable negativa. Cu�nto tiempo hab�a dilapidado, de d�a
en interrogar empresarios, representantes, escuelas, coros; de noche, en hacer
indagaciones mezclado con el p�blico teatral, desde el que asiste a las
representaciones de grandes figuras hasta el que frecuenta espect�culos tan
indignos que tem�a encontrar all� lo que buscaba con tal ah�nco. Nadie la hab�a
querido tanto, y su deseo era hallarla. Estaba seguro de que desde que la muchacha
hab�a desaparecido de la casa, esta enorme ciudad circundada por las aguas la
reten�a en alg�n rinc�n, pero aquello era un monstruoso tembladera! cuyas
part�culas, desprovistas de sustentaci�n, cambiaban de lugar continuamente, hoy en
la superficie y ma�ana sepultadas en fango y limo.

El cuarto amueblado recibi� a su hu�sped m�s reciente con un destello inicial de


fingida hospitalidad, con una bienvenida febril, demacrada y puramente formal,
parecida a la sonrisa enga�osa que exhibe una mujer de vida equ�voca. El simulado
bienestar se pon�a de manifiesto en resplandores que reflejaban los muebles
desgastados: el ra�do tapizado de brocado que recubr�a un canap� y dos sillas, un
tosco espejo de cuerpo entero de treinta cent�metros de ancho que hab�a sido
instalado entre dos ventanas, una o dos l�minas circundadas con marco dorado y una
cama de bronce arrinconada en un �ngulo de la habitaci�n.

El hu�sped se desplom�, laxamente, en una silla, mientras la habitaci�n, en


lenguaje tan confuso como si fuera un aposento de Babel, trataba de hablarle acerca
de sus pasados arrendatarios.

Una alfombra policroma, semejante a un islote rectangular de brillante floresta


tropical, se hallaba circundada por el mar embravecido de una estera manchada. En
la pared de vistoso empapelado colgaban esas im�genes que persiguen de casa en casa
a los que carecen de un hogar permanente: Los

en la fuente. El dise�o de la repisa, de casta severidad, quedaba ignominiosamente


oculto detr�s de un cortinado inoportuno, torcido de manera desvergonzada como los
ce�idores del ballet de amazonas. Sobre la repisa quedaban las m�seras
supervivencias abandonadas por los n�ufragos que un velero feliz rescat� de esa
roca des�rtica para trasladar a un nuevo refugio: uno o dos jarrones sin valor,
retratos de actrices, una botella de medicina, algunos naipes sueltos de una
baraja.

Tal como ocurre con las palabras cruzadas que se van descifrando, los peque�os
indicios que la procesi�n de hu�spedes hab�an dejado en el cuarto amueblado
revelaron, uno tras otro, alg�n significado. El espacio desgastado en la alfombra,
frente a la c�moda, sugiri� que el tropel hab�a incluido la presencia de hermosas
mujeres. Las marcas de min�sculos dedos en el empapelado revelaron la existencia de
peque�os prisioneros que tanteaban una v�a de escape hacia el sol y el aire libre.
La mancha de una salpicadura, que trazaba rayos como si visualizara el estallido de
una bomba, dio testimonio del sitio en que una copa o una botella se hizo a�icos,
al estrellarse contra la pared. A trav�s del espejo de cuerpo entero se hab�a
grabado con un diamante el nombre de "Marie" en letras vacilantes. Se ten�a la
impresi�n de que los sucesivos pensionistas del cuarto amueblado -quiz�s impelidos
m�s all� de toda contenci�n por la presuntuosa frialdad que exhib�a el aposento-
hab�an estallado en muestras de arrebato, descargando sus pasiones en el recinto
que los alojaba. Los muebles presentaban cortaduras y magullones; el canap�,
deformado por los resortes que hab�an reventado, ten�a el aspecto de un horrible
monstruo aniquilado por la violencia de alguna grotesca convulsi�n. Un cataclismo
m�s poderoso hab�a desprendido un gran trozo de m�rmol en la parte superior de la
chimenea. Cada tabla del piso ten�a su expresi�n y su quejido particulares, como si
procedieran de un sufrimiento independiente y propio. Resultaba incre�ble que la
habitaci�n hubiese sido v�ctima de tanto da�o y rencor por obra de quienes durante
alg�n tiempo la consideraron su hogar; no obstante, lo que hab�a precipitado la ira
de los moradores quiz� hubiese sido la ciega supervivencia del instinto dom�stico
defraudado o el resentimiento contra falsos dioses domiciliarios. En cambio,
podemos barrer, ornamentar y mimar una mera choza, con tal de que sea nuestra.

El joven arrendatario, instalado en su silla, dej� que estos pensamientos vagaran


en silencio por su mente, mientras penetraban en el cuarto sonidos y olores de
otras habitaciones amuebladas. Oy� en un cuarto una risa ahogada, incontenible y
perezosa; en otros, el mon�logo de una mujer rega�ona, el

rumor de unos dados, una canci�n de cuna y alguien que se quejaba con monoton�a, en
tanto que arriba un banjo resonaba briosamente. En alg�n lado se escuchaban
estridentes portazos; los trenes del ferrocarril elevado rug�an con intermitencia;
un gato maullaba con lastimero acento en un cerco trasero. Y el reci�n llegado
aspiraba el aliento de la casa: un dejo de humedad m�s bien que un olor; un hedor
fr�o y rancio, como si proviniera de b�vedas subterr�neas y se mezclara con el
efluvio de lin�leo, moho y carpinter�a podrida.
De pronto, mientras el reci�n llegado permanec�a all�, la habitaci�n fue invadida
por el olor intenso y dulz�n de la reseda. Lleg� como un aislado embate de viento,
con tal seguridad, fragancia y �nfasis que casi parec�a un visitante de carne y
hueso. Y como si respondiera a un llamado que lo hubiese obligado a volverse
sobresaltado, un vozarr�n masculino atron� interrogativo: "�Qu� sucede, querida?"
El olor intenso lo circund� y termin� envolvi�ndolo. El muchacho tendi� los brazos
para recibirlo, con todos sus sentidos transitoriamente confundidos y mezclados.
�De qu� modo era posible que un aroma lo reclamara perentoriamente? Sin duda hab�a
existido un sonido. Pero, �no ser�a el sonido el que lo hab�a alcanzado y
acariciado?
-Elo�sa estuvo en este cuarto -exclam�, al tiempo que saltaba de la silla para
arrebatar a la habitaci�n una prueba, pues sab�a que estaba en condiciones de
reconocer el m�s peque�o indicio de lo que hab�a pertenecido a la muchacha o de lo
que ella hab�a tocado. Este olor envolvente a reseda, este aroma que Elo�sa tanto
amaba y que hab�a hecho suyo, � de d�nde proced�a?

El cuarto hab�a sido ordenado descuidadamente. Dispersa en el tapete que recubr�a


la c�moda hab�a una media docena de horquillas, esas amigas discretas e
imperceptibles de la mujer, femeninas en su g�nero, indefinidas en su modo,
indeterminadas en su tiempo. El nuevo hu�sped desech� estos admin�culos, convencido
de que exhib�an
una triunfal carencia de identidad. Explor� las gavetas de la c�moda y hall� un
pa�uelo abandonado, diminuto y convertido en un harapo. Lo oprimi� contra la cara.
Su olor a heliotropo era intenso y agresivo; lo arroj� al piso. En otra gaveta
encontr� botones sueltos, el programa de una funci�n teatral, la tarjeta de un
prestamista, dos pastillas olvidadas de malvavisco, un manual para la
interpretaci�n de sue�os. En la �ltima gaveta descubri� un mo�o de raso negro para
el pelo que lo retuvo, vacilante, entre el hielo y el fuego. Pero un mo�o de raso
negro para el pelo es asimismo un ornamento femenino recatado, impersonal y com�n,
que no revela nada.
Luego atraves� el cuarto como un perdiguero que sigue el rastro, examinando

las paredes, explorando los rincones de la apelotonada estera apoyado en manos y


rodillas, revolviendo la repisa de la chimenea, las mesas, el estante para bebidas
alcoh�licas, los cortinados y las colgaduras, en busca de un signo visible, incapaz
de advertir que ella estaba all�, al lado, alrededor, enfrente, adentro o encima de
�l, aferrada a �l, persigui�ndolo, llam�ndolo tan intensamente a trav�s de sus
sentidos m�s sutiles que hasta sus percepciones m�s torpes llegaban a distinguir el
clamor. Una vez m�s el nuevo hu�sped respondi� en voz alta: "�S�, querida!", y se
volvi� con mirada extraviada para contemplar el vac�o, porque todav�a le era
imposible discernir en el aroma de reseda la forma, el color, el amor, los brazos
abiertos. "�Mi Dios!, �de d�nde proviene ese perfume, y desde cu�ndo los olores
tienen una voz para llamarnos?" Por consiguiente, sigui� buscando a tientas.
Busc� en grietas y rincones y hall� corchos y cigarrillos, que desech� con pasivo
desprecio. Pero en un determinado momento encontr� en un pliegue de la estera un
cigarro fumado a medias y lo pisote� con el taco, al tiempo que profer�a un
juramento vigoroso y mordaz. Revis� la habitaci�n palmo a palmo. Hall� peque�os
testimonios, sombr�os y vergonzosos, de muchos arrendatarios peri pat�ticos; pero
no descubri� ni el m�s m�nimo rastro de aquella a la que buscaba, que pudo haberse
alojado all� y cuyo esp�ritu parec�a seguir revoloteando en ese lugar.
Entonces pens� en la casera.
Corri� escaleras abajo desde el cuarto hechizado, hasta llegar a la puerta que
ten�a una hendidura por donde pasaba la luz. La mujer se asom� en respuesta al
llamado. El nuevo hu�sped trat� de reprimir su excitaci�n lo mejor que pudo.
-Por favor, se�ora -le implor�-, �podr�a decirme qui�n ocup� mi cuarto antes de que
yo llegara?
-�C�mo no, se�or!, se lo volver� a decir. Fueron Sprowls y Mooney, tal como le
refer�. Bretta Sprowls era el nombre con que se la conoc�a en el teatro, pero en
realidad era la se�ora de Mooney. Mi casa, se lo puedo asegurar, es bien conocida
por su respetabilidad. El certificado matrimonial, enmarcado, colgaba de un clavo
sobre ...
-�Qu� tipo de persona era la se�orita Sprowls ... ? Quiero decir, �qu� aspecto
ten�a?
-Bueno, se�or ... ten�a pelo negro, era de baja estatura, m�s bien robusta, con una
cara c�mica. El martes se cumple una semana desde que dejaron la

habitaci�n.
-Y antes que ellos, �qui�n la ocup�?

-Bueno ... Hubo un caballero soltero que estaba vinculado al negocio del
transporte. Cuando se march�, me deb�a una semana. Antes que �l, estuvo la se�ora
Crowder y sus dos chicos, que permanecieron cuatro meses; y antes, el anciano se�or
Doyle, cuyos hijos pagaban el alquiler. Ocup� el cuarto durante seis meses, lo cual
cubre un a�o, se�or; m�s all� de este plazo, no estoy en condiciones de
proporcionarle informaci�n segura.

El muchacho le agradeci� y se arrastr� de regreso a su cuarto. La habitaci�n estaba


muerta. El efluvio que la vivific� se hab�a desvanecido. El aroma de reseda ya no
se percib�a. En su reemplazo, hab�a retornado el viejo olor rancio a muebles de
casa h�meda, a lugar cerrado.

El reflujo de sus esperanzas dej� seco el manantial de su fe. Permaneci� sentado,


contemplando la luz de gas, amarilla y siseante. Muy pronto se dirigi� a la cama y
comenz� a cortar las s�banas en tiras. Con el filo de su cortaplumas introdujo los
trozos firmemente en cuantas hendiduras circundaban las ventanas y la puerta.
Cuando complet� su tarea de taponar las rendijas, apag� la luz, de nuevo abri�
totalmente el gas y se tendi� en la cama con placidez.
***
Esa noche le correspond�a a la se�ora McCool ir con la jarra en busca de cerveza.
Por lo tanto, la trajo y se sent� con la se�ora Purdy en uno de esos refugios
subterr�neos donde se re�nen las caseras y donde el gusano que fastidia nuestra
conciencia no termina de morir.

-Esta tarde he vuelto a alquilar el cuarto del tercer piso -dijo la se�ora Purdy,
por encima de un prometedor c�rculo de espuma-. Lo tom� un muchacho, que hace dos
horas subi� para acostarse.

con gran sorpresa-. Usted posee habilidades prodigiosas para alquilar habitaciones
como �sa. Pero al menos, �le cont� lo sucedido? -agreg� con un ronco susurro
cargado de misterio.

-�Las habitaciones est�n amuebladas para alquilarlas! -dictamin� la se�ora Purdy


con una voz
le cont� nada, se�ora McCool.
-�Cu�nta raz�n tiene, se�ora! Nuestro medio de vida es alquilar habitaciones.

Indudablemente, usted posee un exacto sentido del negocio, mi amiga. Hay mucha
gente que se negar�a a ocupar un sitio en cuya cama muri� un suicida.
-Como ya lo dijo usted, es necesario ganarse la vida -subray� la se�ora Purdy.
-S�, se�ora; �sa es la verdad. Hace exactamente una semana que la ayud� cuando
usted puso en orden el cuarto del tercer piso. Era una chica demasiado bonita para
matarse con gas ... Ten�a una carita muy dulce, mi querida se�ora Purdy.
-Se la hubiera podido considerar hermosa, como usted dice, si no hubiese tenido ese
lunar junto a la ceja izquierda -opin� la se�ora Purdy, con actitud de asentimiento
cr�tico-. �Me llena el vaso otra vez, se�ora McCool?
FIN
"The Furnished Room". The World, 1904

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