Diplomáticos, Coleccionistas y Bibliófilos
Diplomáticos, Coleccionistas y Bibliófilos
Diplomáticos, Coleccionistas y Bibliófilos
COLECCIONISTAS
Y BIBLIÓFILOS
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BIBLIOGRAFÍA 142
COLECCIONAR
EL MUNDO
Como en las matrioskas rusas, este libro surge de otro que, a su vez, fue inspirado por una
obra previa. Algunos capítulos de La gran aventura de la diplomacia española estaban con-
sagrados a los episodios diplomáticos que contribuyeron a aumentar nuestro conocimiento
de las antiguas civilizaciones precolombinas, mediterráneas y medio-orientales. Varios de
sus protagonistas –García de Silva y Figueroa, Eduardo Rivadeneyra, Juan de Dios de la
Rada y Eduard Toda– aparecieron en un segundo ensayo, publicado en 2021, titulado
Diplomáticos, arqueólogos y aventureros, dedicado a rememorar sus misiones oficiales y a
vindicar su lugar en el nacimiento de la arqueología como disciplina auxiliar de la historia
gracias a sus expediciones, a caballo entre la diplomacia, la erudición y la pura aventura,
por tierras de Egipto, Mesopotamia y Persia. Al escribir este segundo libro y, en particular,
al investigar sobre la creación de algunos museos y bibliotecas españoles, y de los gabinetes
de antigüedades y de «maravillas» que les precedieron, reparé en otros personajes, poco
conocidos por el gran público, pero que, sin duda, merecen figurar por derecho propio en
la larga lista de nombres eminentes que enriquecen nuestra historia cultural. Hernando
Colón, Benito Arias Montano, el marqués del Carpio y Nicolás de Azara fueron hom-
bres cuyas vidas públicas tuvieron relación, de una u otra forma, con el ejercicio de la
diplomacia y con episodios relevantes de nuestra política exterior, aunque sus respectivas
pasiones privadas fueran de lo más variopintas, cubriendo desde la botánica, la cartografía,
la pintura, la escultura y la bibliofilia a la escenografía, la tipografía o el arte del grabado.
Cronológicamente, el arco descrito por la suma de sus biografías abarca el amplio período
que va desde el Renacimiento al Neoclasicismo, pasando por la crisis del siglo xvii y el
Barroco. Sus vidas condensaron tres siglos de la historia de España, de Europa y, en el caso
de Hernando Colón, de América. Sus circunstancias se tendrán en cuenta en nuestro rela-
to, pero lo que en verdad nos interesará de ellos es la vocación que compartieron, rayana
a veces en la obsesión: la adquisición, conservación y difusión del conocimiento, no en
abstracto, sino encarnado en objetos tangibles, acumulables y transmisibles, ya fueran ar-
tificiales –libros, grabados, mobiliario, estatuas o pinturas– o fruto de la naturaleza. En las
vitrinas, estanterías y cajones de sus gabinetes y salones pretendieron, en suma, coleccionar,
clasificar y mostrar las maravillas del mundo visible para asombro de sus contemporáneos
y para nuestro continuo deleite e ilustración. Muchas de las obras que llegaron a acumular
pasaron, con el transcurso del tiempo, a integrar las colecciones estatales españolas y de
otros países. Las pasiones privadas de nuestros protagonistas se convirtieron así en virtudes
públicas cuyos frutos todavía hoy podemos disfrutar.
El gabinete renacentista. Retrato de Hernando Colón, El gabinete regio. Benito Arias Montano, según Pieter
por un autor anónimo, siglo xvii. Biblioteca Capitular Pourbus, grabado publicado por Philipe Galle en
Colombina, Sevilla. Virorum doctorum de disciplinis benemeritium effigies,
1572.
El gabinete barroco. Gaspar de Haro, VII marqués El gabinete neoclásico. José Nicolás de Azara, por
del Carpio, por Arnold Van Westerhout, circa 1660. Rafael Mengs, 1774. Museo Nacional del Prado.
Biblioteca Nacional de España.
La historia de nuestros protagonistas está imbricada en otra más amplia y compleja que
conviene recordar, siquiera brevemente, antes de cederles el espacio que merecen. La prác-
tica del coleccionismo previa al triunfo de los modernos museos es casi tan antigua como la
humanidad y puede desglosarse en tres categorías íntimamente relacionadas y, a menudo,
solapadas en el tiempo: el tesoro funerario y palaciego característico de las culturas de la
Edad de Bronce y de las primeras civilizaciones históricas; las colecciones cívicas nacidas
en Grecia y Roma, sucedidas a su vez en la Edad Media por las cámaras regias y eclesiás-
ticas, y, por último, los gabinetes privados que comienzan a proliferar desde el inicio del
Renacimiento1.
1 Sobre la historia de los museos puede consultarse con provecho la obra de Pomian, Krzysztof, Le musée, une histoire mondiale.
París: Gallimard, 2020.
oficiales de terracota hallados en Xi’an para proteger al emperador Qin; por otro lado, las
joyas, las piedras preciosas, las máscaras y monedas de oro, las armaduras de parada o las
exquisitas piezas de cerámica formaban parte de la parafernalia con la que los dignatarios
afirmaban su prestigio y el de sus respectivos pueblos ante los dioses que debían juzgarles
y determinar su lugar en la otra vida.
Fotografía tomada por Heinrich Schliemann del llamado Tesoro de Príamo, publicada en el
Trojanischer Alterthümer (‘atlas de las antigüedades de Troya’) en 1874.
Me es grato lo que me dices sobre Hermathena. Nada hay que convenga más a mi
Academia, porque Mercurio es el ornamento obligado en todos los gimnasios y Mi-
nerva debe distinguir particularmente el mío. Continúa enviándome para el mismo
uso todos los objetos de arte que encuentres. No he visto todavía las estatuas que me
enviaste últimamente. Se encuentran en Formiano, a donde espero ir pronto. Las
haré transportar todas a Túsculo. Cuando tenga dinero, pensaré en embellecer mi
mansión de Caieta. Conserva tus libros, y te ruego no desesperes de que lleguen a
ser míos. Si lo consigo, superaré a Craso en riqueza, y despreciaré todas las villas y
campos del orbe.
Mecenas presenta las artes liberales al emperador Augusto, por Giovanni Battista
Tiépolo, 1743. Museo del Hermitage, San Petersburgo.
pasión no conoce límite»3. Cuando hoy criticamos las cifras que llegan a alcanzar algunas
obras de arte, vemos que no hay nada nuevo bajo el sol.
Con todo, el paso hacia el coleccionismo moderno, de corte profano, centrado en la belleza
sensible de las obras de arte y asociado al retorno hacia los clásicos propio del humanismo,
hubo de esperar hasta la primera mitad del siglo xiv y la eclosión de las ciudades-estado
italianas. Su adelantado fue el poeta, y también diplomático, Petrarca, quien ya en el siglo
precedente había comenzado a reunir textos de Tito Livio, Plinio o Cicerón y cuadros de
maestros como Giotto o Simone Martini, quien inmortalizó al amor platónico del autor,
la inalcanzable Laura. Los sucesores de Petrarca en los studia humanitatis, reunidos en
Florencia en torno al canciller Coluccio Salutati y al sabio bizantino Manuel Chrysoloras,
fueron quienes comenzaron a formar, en la transición hacia la temprana Edad Moderna,
las primeras colecciones de libros y antigüedades con un interés académico y abiertas a la
consulta de quienes sentían atracción por el estudio del pasado. Fue el caso de Niccolò
Niccoli, célebre por la invención del tipo de letra itálica en tipografía, y de su amigo
Poggio Bracciolini, a quien se debió el redescubrimiento de numerosos textos latinos en
los monasterios de San Galle, Cluny o Fulda, entre ellos nada menos que De rerum natura
de Lucrecio. Con estos personajes aparece la creación de un espacio arquitectónico en sus
mansiones destinado a albergar conjuntamente las bibliotecas, las incipientes galerías de
antigüedades y las oficinas de estudios. La fusión del studiolo con la cella, donde en los
templos paganos se mostraban las estatuas y las ofrendas a los dioses, estará en el origen
de muchos gabinetes renacentistas y barrocos, destinados indistintamente a la exhibición,
a la contemplación y a la reflexión. A este florecimiento de un coleccionismo ecléctico
contribuyeron, asimismo, las familias nobles italianas, como los Gonzaga en Mantua, los
Este en Ferrara o los Médici en la propia Florencia, quienes se unieron con gusto a la
moda con el propósito de redorar su prestigio atrayendo a sus cortes a los mejores pintores,
literatos y eruditos para que con su talento acrecentaran el contenido de sus palacios, galerías
y bibliotecas. Al mismo tiempo, el comercio con el resto de Europa y las intervenciones
extranjeras, ya fueran las francesas o las de Alfonso el Magnánimo en Nápoles, preludio de
las conquistas españolas, provocaron un aumento de la competencia entre coleccionistas
hasta niveles no conocidos desde la antigua Roma y ayudaron a difundir el coleccionismo
humanista fuera de las fronteras italianas. El saqueo francés de Nápoles en 1495 culminó
con el envío de centenares de libros, tapices y esculturas a Lyon y al castillo de Amboise.
De una forma menos violenta, el matrimonio de Beatriz de Aragón, nieta de Alfonso
el Magnánimo, con el rey húngaro Matías Corvinos implicó el trasvase de numerosos
manuscritos napolitanos a la célebre Biblioteca Corviniana, en su momento comparable a
la vaticana, aunque en buena parte fue destruida y sus restos se dispersaron tras la derrota
húngara ante los otomanos en Mohács, en 1526.
típicas de la transición entre la Antigüedad tardía y el Medievo. Pero había un rasgo propio
que tenía que ver con el sentido de los tiempos. Cada vez más, como hemos señalado, la
práctica del coleccionismo en la temprana Edad Moderna era concebida como una activi-
dad profana y puesta al servicio de la afirmación del individuo en su afán de convertirse en
medida y cúspide del cosmos, incluyendo los órdenes natural y artificial. En cierto modo,
el coleccionista se sentía custodio y trasunto del universo entero de acuerdo con la corres-
pondencia, defendida por influyentes pensadores renacentistas, entre el microcosmos y el
macrocosmos. De ahí la otra característica de muchas colecciones de la época, que explota
en el manierismo y en el barroco con las llamadas Wunderkammern o cámaras de maravi-
llas: la mezcolanza de piezas que en nuestros días estarían claramente repartidas entre los
museos de historia natural y los consagrados a las bellas artes. Se trataba de objetos, ade-
más, seleccionados por su carácter insólito, ya fueran muestras animales, vegetales o mine-
rales, que por sus formas extravagantes se asemejaban a frutos extremos de la imaginación
humana o, en sentido inverso, artificios realizados por la mano del hombre que parecían
romper las barreras con el orden natural. Lo híbrido o fronterizo se convertía así en punto
de intersección entre las diferentes categorías ontológicas que la filosofía natural clásica y la
teología cristiana se habían esforzado por mantener separadas4.
Durante los siglos xvi y xvii, convivieron las iniciativas individuales, expresadas en los ga-
binetes privados y cámaras de maravillas antes evocados, y las públicas, que, sobre todo en
Italia, irán formando el embrión de los museos modernos. Con el museo estamos ante una
institución dotada de una triple misión: la preservación y despliegue de objetos de valor ar-
tístico y cultural mostrados a un público más o menos amplio; la delectación intelectual y
estética emanada de su contemplación, y, reflejo de sus antecedentes como tesoro funerario
y cívico, su maridaje con la comunidad secular o religiosa de la que forman parte, reforzan-
do su cohesión y sentido de identidad. Los historiadores suelen mencionar la creación en
Roma del precursor de los futuros Museos Capitolinos, cuando Sixto IV, en 1471, acondi-
cionó el Palacio de los Conservadores, como el primer ejemplo de museo moderno. En sus
salas, el papa entonces recién elegido puso a disposición «del pueblo de Roma» varias obras
de las colecciones vaticanas, antes custodiadas en el Palacio de Letrán, entre ellas la célebre
loba amamantando a Rómulo y Remo, la colosal testa de Constantino y el entrañable Spi-
nario helenístico, que representa a un niño sacándose una espina del pie. A este precedente
siguió el acondicionamiento del patio del Belvedere, construido por Bramante bajo el
pontificado de Julio II, para la exhibición de estatuas clásicas, entre ellas el Laocoonte y sus
hijos. Unos años más tarde, en 1538, el historiador y médico Paolo Giovio fue el primero
en utilizar la palabra museo, en una carta dirigida al cardenal Alessandro Farnese, para de-
signar un lugar de calidad que había comenzado a construir en las proximidades del lago
Como con el fin de preservar sus colecciones de medallones, retratos de hombres ilustres,
tapices y esculturas. Aunque ese primer museo no sobrevivió a las vicisitudes del tiempo
y a los estragos de los desastres naturales, la palabra perduró y pronto se extendió entre
4 Impey, Oliver y MacGregor, Arthur, The origins of museums: the cabinet of curiosities in sixteenth and seventeenth-century
Europe. Oxford: Clarendon Press, 1985.
los círculos intelectuales y artísticos del resto de Europa, comenzando por España. Fue,
en efecto, Vicente Carducho, pintor en la Corte de Madrid, quien la habría utilizado por
vez primera en una lengua vernácula fuera de Italia en sus Diálogos de la pintura (1633).
En la primera edición, publicada entre 1726 y 1739, del Diccionario de la Real Academia
Española, conocido como el Diccionario de Autoridades, aparece ya en una acepción casi
plenamente moderna como lugar donde se conservan diversas curiosidades pertenecientes
tanto al ámbito de las ciencias como de las artes5.
Museos, gabinetes, galerías, Wunderkammern… otros tantos nombres para designar una
realidad polimorfa a la que se unieron, desde su primera fundación en Pisa, en 1545,
los modernos jardines o herbarios dedicados, además de al goce estético, al estudio de la
naturaleza. En ellos no solo se comenzaron a coleccionar y mostrar ejemplares del reino
vegetal, sino de los otros reinos naturales y de todas las regiones recién descubiertas para el
ejercicio de la curiosidad occidental, convirtiéndose en auténticos «teatros del mundo». A
medio camino entre las cámaras de maravillas y los actuales museos de ciencias naturales, los
gabinetes de personajes como Ulisse Aldrovandi, en Bolonia, con sus más de dieciocho mil
objetos entre artificialia y naturalia, y Francesco Calzolari, en Verona, fueron los ejemplos
más notables de esta tendencia durante la segunda mitad del siglo xvi. A diferencia de los
Wunderkammern legendarios, como el del archiduque Fernando en Ambras o el de Rodolfo
II en Praga, dominados por la idea neoplatónica de un orden oculto que el coleccionista
se aplicaba a desentrañar y replicar, los gabinetes de los primeros naturalistas seguían los
preceptos aristotélicos de indagación en el orden visible a través no de la magia o de la
alquimia hermética, sino de la emergente ciencia empírica. Un caso aparte fue la colección
formada en Roma a mediados del siglo xvii por el jesuita Athanasius Kircher, fascinante
cruce de hombre renacentista y barroco. Poseedor de una poderosa mente analítica y
matemática y al tiempo atraído por lo extraordinario y excesivo, era capaz de examinar
5 C
heca, Fernando y Morán, José Miguel, El coleccionismo en España. De la cámara de maravillas a la galería de pinturas.
Madrid: Cátedra, 1985.
Recreación del Museo Kircheriano, con una representación del sabio jesuita saludando a dos
visitantes, en Giorgio de Sepibus, Romani Collegii Musaeum Celeberrimum, Ámsterdam, 1679.
la explosión de un volcán desde las más rigurosas premisas de la física y, al tiempo, crear
inverosímiles interpretaciones simbólicas a partir de los jeroglíficos y antigüedades egipcias
para justificar la primacía secular y espiritual del papado. Su Museo Kircheriano fue, en
cierto modo, el culmen y el fin de una forma de entender el coleccionismo superada a partir
del triunfo, con la Ilustración, del más estricto racionalismo y con la creciente separación
de las disciplinas artísticas, humanísticas y científicas en sus correspondientes mundos, o
nichos, académicos y museísticos6.
6 Gómez de Liaño, Ignacio, Athanasius Kircher. Itinerario del éxtasis o las imágenes de un saber universal. Madrid: Editorial
Siruela, 2019.
El triunfo de la institución del museo público como hoy la conocemos, ya desde finales del
siglo xviii, no significó el fin del coleccionismo privado. En El coleccionista apasionado, un
libro de Philip Blom que llegó a tener cierto éxito hace unos años, el autor alemán narró de
forma amena el desarrollo y pervivencia de esta pasión desde el inicio de la Edad Moderna
a través de una serie de personajes cuando menos pintorescos, recorriendo desde los gabi-
netes italianos ya glosados o los reunidos por los británicos John Tradescant y Hans Sloan,
precursores, respectivamente, del Museo Ahsmolean de Oxford y del British Museum de
Londres, hasta la era dorada de los millonarios estadounidenses que, como Pierpont Mor-
gan, Henry Clay Frick o William Randolph Hearst, acumularon en sus mansiones una par-
te no menor del patrimonio artístico europeo puesto en almoneda en la segunda mitad del
siglo xix y principios del xx7. Leyendo a Blom, sin embargo, y al igual que sucede con otros
ensayos más o menos divulgativos del fenómeno que nos ocupa, pareciera como si España
hubiera tenido un papel secundario en este, sobre todo cuando se trata del coleccionismo
orientado a las bellas artes no pictóricas, a las antigüedades o artefactos arqueológicos y a
las ciencias naturales. Cierto, a Blom le resulta ineludible mencionar a Felipe II y a alguno
de los Austrias mal llamados menores, artífices de una de las mejores pinacotecas regias
jamás conocidas, más tarde trasvasada en gran parte al Museo Nacional del Prado. Pero eso
es prácticamente todo, pues no tiene a bien incluir en sus páginas a uno solo de los variados
personajes españoles que desde el siglo xvi hasta principios del xix crearon algunas de las
más ricas colecciones de libros, antigüedades y obras de arte, sin descuidar las maravillas
naturales, durante sus respectivas épocas. En parte, el propósito de estas páginas es corregir
tales ausencias, fruto la mayoría de las veces de la mera ignorancia y otras, quiero creer que
en menor medida, del desprecio que las aportaciones hispánicas siguen suscitando en de-
terminados medios intelectuales y académicos todavía imbuidos de prejuicios que hubieran
debido ser hace tiempo arrumbados. Otra finalidad de esta empresa, ligada con la anterior,
es poner de relieve la existencia de un tipo o modelo muy «hispánico» de coleccionismo
moderno, relacionado, no por casualidad, con la dimensión diplomática o, si se quiere,
7 Blom, Philipp, El coleccionista apasionado. Una historia íntima. Barcelona: Editorial Anagrama, 2013.
internacional o supranacional de las vidas y obras aquí expuestas. En efecto, los compa-
triotas traídos a las siguientes páginas no responden al perfil del coleccionista introvertido
o agorafóbico, o de quienes esperaban a que otros les llevaran las curiosidades del orbe
hasta la comodidad de sus gabinetes de estudio. Su objetivo tampoco era acumular obje-
tos para con ellos construir un universo propio, tras cuyos anaqueles y vitrinas protegerse
del real. Nuestros personajes fueron hombres de mundo, recorrieron sus caminos, navega-
ron por sus mares y océanos, habitaron en países y ciudades lejos de su patria, y fue en el
transcurso de esas peripecias cuando acumularon muchas de las piezas que compusieron
sus colecciones. Ninguno de ellos se acomodó exclusivamente en la psique vanidosa del
«coleccionista de maravillas», atesoradas con la única finalidad de acrecentar el prestigio
de sus propietarios y asombrar a los selectos visitantes de sus mansiones o palacios. Algo
de eso hubo, sin duda, pero todos ellos quisieron también poner sus posesiones al servicio
del bien común y de la política de Estado. Las dos primeras figuras que desfilarán ante
nuestros ojos, Hernando Colón y Arias Montano, fueron hombres guiados por la mejor
tradición humanista del Seiscientos, aunque pudieron en algún momento, sobre todo el
segundo, sentirse atraídos por lo hermético o esotérico. En cuanto al marqués del Carpio y
Nicolás de Azara, es cierto que encajaron más bien en el modelo de coleccionistas de arte
por el amor al arte, pero, aun así, las suyas, lejos de ser colecciones caprichosas, abigarradas
o dictadas por los vaivenes del mercado, estuvieron guiadas por claros criterios históricos
y estéticos, amén de por su exquisito discernimiento. Todos ellos, en fin, tuvieron otra
característica en común: durante sus vidas conocieron y frecuentaron el poder, aunque no
puede decirse que fueran «hombres de poder» y, a menudo, se sintieron incomodados por
sus prácticas o preteridos en sus decisiones. Cuando así ocurría, no cayeron en la abulia o
en la desesperación. Su insaciable curiosidad y su pasión coleccionista los sostuvieron y les
permitieron mantener el vínculo, por encima de los vaivenes de sus respectivos tiempos,
con las generaciones que les precedieron y con las que les sucederían. Nosotros somos sus
beneficiarios y, por ello, en justa compensación, nos corresponde honrar su memoria de
la manera más apropiada: cuidando, encareciendo y acrecentando, como ellos hicieron, la
riqueza artística, intelectual y científica de nuestro país.
HERNANDO COLÓN O
EL GABINETE
RENACENTISTA
Vista de Sevilla (fragmento), por Ambrogio Brambilla, 1585. Biblioteca Nacional de España, Madrid. La
mansión de Hernando Colón se muestra en primer término, junto a la puerta de Goles. Albergaba la
primigenia biblioteca colombina y estaba rodeada por un jardín, al estilo de las villas periurbanas que
comenzaban a aparecer en la Roma renacentista siguiendo el modelo de la domus clásica.
Los apasionados por los libros y la historia del arte saben asociar la mítica Mnemosine, la
personificación griega de la memoria, con el nombre de Abraham Moritz Warburg (1866-
1929). Aby Warburg, como era conocido en su círculo, fue miembro de una dinastía de
banqueros judíos con raíces en Venecia y Alemania8. Desde su infancia, sabía lo que quería
hacer en la vida y, sobre todo, cómo no quería ganarse la vida. A los trece años, según la
leyenda familiar, Aby vendió los derechos de primogenitura a su hermano segundogéni-
to, Max, a cambio de la promesa de que este le financiara sus viajes y comprara todos los
libros que necesitara durante el resto de su vida: el sueño de un bibliófilo y la pesadilla de
un banquero. Afortunadamente para Aby, Max mantuvo su palabra. Así pudo abandonar
los asuntos familiares que tanto le aburrían y, tras su matrimonio en 1895 con una hija del
magnate estadounidense Solomon Loeb, partió a Nuevo México para cumplir uno de sus
sueños: sumergirse en el estudio de los indios hopi y de la cultura Pueblo. Fue durante ese
viaje cuando tuvo la intuición de que existía una oculta conexión entre los relatos míticos
de las poblaciones amerindias y la religión de la antigua Atenas, fruto a su vez de la íntima
relación entre las creencias de la humanidad bajo la intrincada madeja de rituales y dogmas
dispares. Con independencia de las diferencias geográficas y de civilización, para Aby la
historia formaba un continuo orientado hacia la emancipación del ser humano desde lo
irracional, o dionisíaco, a lo racional, o apolíneo, en un trayecto que era posible seguir a
través de la mutación de las formas y de las ideas. Era este un proceso que quedaba inscrito
en la memoria colectiva y podía ser, por tanto, inteligible siempre y cuando se empleara el
método adecuado capaz de desentrañar el complejo maridaje entre los signos y los signifi-
cados. Esta convicción le llevó a profundizar en la investigación de la Antigüedad tardía y
su pervivencia durante la Edad Media hasta el Renacimiento temprano. A tal fin, en 1898
decidió instalarse en Florencia, donde coincidió con un grupo de historiadores del arte y
connaisseurs, entre ellos el formidable Bernard Berenson, la figura que abrió el mercado del
arte estadounidense a los maestros del Renacimiento y, de paso, se labró una considerable
8 Sobre la vida de Aby Warburg y su legado puede consultarse la clásica biografía de Gombrich, Ernst Hans Josef, Aby War-
burg: an intellectual biography. Londres: Phaidon, 1986.
fortuna con el negocio de las atribuciones. Fue en ese medio, tan favorable para sus in-
tereses intelectuales, donde Aby Warburg concibió una nueva disciplina en las ciencias
del espíritu, de moda en los medios académicos germanos de la época: la iconología,
entendida no solo como el estudio del contexto sociocultural de las obras de arte, sino
como instrumento para comprender la transformación de las imágenes a través de las
distintas épocas. Para acometer tamaña empresa, Aby se dio cuenta de que necesitaba
contar con lo que hoy denominaríamos una base de datos, donde estuvieran disponibles
y debidamente catalogados el mayor número posible de libros y documentos visuales que
sirvieran para ilustrar el viaje de las ideas y creencias y de sus sucesivas manifestaciones
sensibles. Así surgió la Kulturwissenschafliche Bibliothek Warburg, inaugurada en Ham-
burgo en 1921 y trasladada en 1933 a Londres ante el clima que se vivía en Alemania tras
el ascenso de Hitler al poder.
La relevancia que Aby Warburg concedía al valor de las imágenes como vehículos de
transmisión cultural y su junguiana aceptación de lo irracional, incluyendo la magia y el
mito, como parte integrante de la memoria colectiva merecedora de preservación, estudio y
El «método Warburg» parecía adelantarse a nuestros tiempos y así lo han considerado los
estudiosos fascinados por la obra y el legado del renegado banquero y empedernido biblió-
filo. Sin embargo, no era tan novedoso. En realidad, fue un intento tardío por recuperar
una corriente presente en el temprano humanismo europeo, antes de que la lógica de la
especialización científica se impusiera. En la transición de la Edad Media al Renacimiento,
era habitual que los adeptos al nuevo modo de pensar manejaran en sus disquisiciones y
escritos elementos extraídos de la filosofía natural y de la alquimia, de la razón y del sub-
consciente, de lo secular y de lo numinoso, y que se expresaran por medio de palabras e
9 Sobre el proyecto inacabado del Atlas Mnemosyne puede consultarse la siguiente página de internet albergada por el Instituto
Warburg: https://warburg.sas.ac.uk/archive/bilderatlas-mnemosyne.
imágenes, en una tradición que culminó en los emblemas barrocos. El sueño de Aby, que
fue también su tragedia personal, era celebrar y pretender recuperar el conocimiento total
de un mundo a partir de una miríada de fragmentos, en apariencia, irremediablemente
inconexos. En ese laberinto se perdió.
Ese mismo sueño, y el mismo destino, fue compartido, cuatro siglos antes, por un perso-
naje que, para el gran público, solo recientemente ha salido de la alargada sombra de su
famoso progenitor: Hernando Colón, hijo natural del famoso navegante que descubrió
América para Occidente10. Una exquisita exhibición, en 2005, en el British Museum, dedi-
cada a su labor como coleccionista de libros y grabados11, y un popular ensayo de Edward
Wilson-Lee, el Memorial de los libros naufragados, han contribuido a ello12. También el
reciente descubrimiento del llamado Libro de los epítomes, uno de los dieciséis volúmenes
que contenían los índices y sumarios de la fabulosa biblioteca que nuestro protagonista
formó en Sevilla. Más incluso que el hallazgo en sí, lo sorprendente es el lugar donde fue
encontrado por un investigador canadiense a mediados de 2019: mezclado con los cente-
nares de manuscritos islandeses y escandinavos que constituyen el núcleo de la Colección
Arnamagnaean de la Universidad de Copenhague. La razón por la que un códice español
del siglo xvi terminó traspapelado en la colección formada por Arni Magnusson, un erudi-
to islandés del siglo xvi, conservada hoy en Dinamarca, es todo un misterio, aunque bien
pudiera haber formado parte del bagaje con el que retornó a su país el diplomático Cor-
nelius Lerche tras haber servido como embajador danés en la Corte española a mediados
del siglo xvii.
10 Una panorámica del personaje y de su obra se encuentra en Guillén Torralba, Juan, Hernando Colón: humanismo y bi-
bliofilia. Sevilla: Fundación José Manuel Lara, 2004. Sobre la etapa formativa de Hernando Colón, véase Wagner, Klaus,
«Hernando Colón y la formación de su biblioteca». Actas del primer encuentro internacional colombino, 1990, Madrid,
pp. 175-183, así como, de forma más general, Hernández López, Julio Abel, «El papel de Hernando Colón en su época
para la creación y el mantenimiento de su biblioteca». Fortunatae, 2017-2018, n.º 28, pp. 123-130.
11 El catálogo de la exposición fue realizado por McDonald, Mark, Ferdinand Columbus. Renaissance Collector. Londres: The
British Museum Press, 2005.
12 Wilson-Lee, Edward, Memorial de los libros naufragados. Barcelona: Editorial Ariel, 2019.
El AM 377 fol., conocido como el Libro de los epítomes, es uno de los dieciséis códices en los que
Hernando Colón reseñó el contenido de los textos e imágenes que conformaban su extraordinaria
biblioteca, que, con unos quince mil volúmenes y unos tres mil grabados, llegó a ser una de las
mayores de Europa. Hoy en día, parte de aquella colección todavía se encuentra en la Biblioteca
Capitular Colombina, en Sevilla.
Como hemos avanzado, Hernando Colón (1488-1539) fue fruto de los amores de Cris-
tóbal Colón con Beatriz Enríquez de Arana, una doncella cordobesa con quien nunca
matrimonió, pero con quien mantuvo una relación estable y a quien encomendó durante
el primero de sus viajes el cuidado no solo de Hernando, sino de su otro hijo, Diego, na-
cido de su previo enlace con la dama portuguesa Felipa Moniz. Un nacimiento fuera del
matrimonio no era precisamente un inicio auspicioso para la vida de Hernando, pero el
gran navegante, siempre atento al avance de su progenie, amén del suyo propio, puso todo
su cuidado en que recibiera una educación esmerada en el entorno de la Corte y atenta a
las novedades que acompañaban a la época de los Descubrimientos. A tal fin, con apenas
cinco años, entró Hernando como paje al servicio del príncipe Juan, heredero de los Reyes
Católicos, aunque fallecido prematuramente. Unos años más tarde, en un capítulo decisivo
de su particular Bildungsroman, incluso llegó a acompañar a su padre en el cuarto y último
de sus viajes a América, entre 1502 y 1504. En cierto modo, el hijo llegó a ser tan gran ex-
plorador como el padre, aunque de otra índole. Su interés no era abrir nuevos océanos para
la navegación, ni la conquista de tierras distantes y de las riquezas y almas de sus habitantes
para acrecentar la fama de reyes y papas, sino la adquisición del saber transmitido por los
libros y las imágenes. Padre e hijo representaron así las dos figuras emblemáticas, y los dos
polos complementarios, de la temprana modernidad: el descubridor y el humanista.
Antonio de Nebrija impartiendo una clase de gramática en presencia de D. Juan de Zúñiga. Ilustración
de las Introducciones latinas, 1481. Biblioteca Nacional de España, Madrid. El humanismo penetró
tempranamente en España a través de los entornos nobiliarios y en la Corte de los Reyes Católicos.
Pese a contar con numerosos enemigos, y eludiendo las envidias que suscitaba su apellido,
Hernando Colón disfrutó durante el resto de sus días de los favores regios, incluso tras la
muerte de la reina Isabel. Tanto su viudo Fernando como el futuro emperador Carlos V
supieron reconocer su valía como consejero de príncipes. Hernando nunca abandonó el
deseo de saber cada vez más y se esforzaba por ponerse al día de los avances en las ciencias,
las artes y las letras. Tuvo buenos maestros para ello. Desde temprana edad, había frecuen-
tado la escuela humanista cortesana, conformada por los italianos Pedro Mártir de Anglería
y Lucio Marineo Sículo, así como por los españoles Antonio de Nebrija, Luis Hurtado de
Mendoza, Fadrique Enríquez de Ribera o Beatriz Galindo, entre otros personajes adep-
tos al estudio de los clásicos y atraídos por la arquitectura y la pintura renacentistas. De
aquellos años formativos le quedó, también, el gusto por la música, que le acompañaría
toda su vida. Entre las pertenencias que legó al morir se contaban numerosos libros de
teoría musical, coplas y partituras para el laúd y la vihuela. Su formación como marino y
cosmógrafo al lado de su padre le sirvió, además, para darse cuenta de lo importantes que
eran los nuevos descubrimientos geográficos y científicos a la hora de aumentar el poder de
la monarquía, a la que su familia debía fama y fortuna. Desde el principio, siempre tuvo
en mente que la acumulación de saber no era un fin en sí mismo, sino que, en las manos
adecuadas, podía convertirse en un formidable instrumento para el mejor gobierno del
Imperio que comenzaba a forjarse ante sus mismos ojos y ante el asombro, envidia y temor
del resto de Europa. A ese práctico fin pensó consagrar su biblioteca y las variadas colec-
ciones, incluida una de plantas, que terminaron convergiendo en su mansión sevillana.
Fue la labor de una vida. Ya a su regreso de La Española, en 1509, Hernando poseía más
de dos centenares de libros, pero esa cantidad le parecía evidentemente escasa. Así pues,
comenzó a frecuentar las ferias peninsulares, como la célebre de Medina del Campo, y las
librerías de ciudades universitarias de la talla de Salamanca y Alcalá de Henares. Pronto
advirtió que, si quería alcanzar su sueño –la formación de la mayor biblioteca de su tiem-
po–, era necesario ampliar su radio de acción y entrar en contacto con otras fuentes de
aprovisionamiento allende los Pirineos. Con esa idea, y con la excusa de defender ante la
curia un pleito de su hermano Diego, movido por una dama que le pedía legitimar a un
hijo habido con ella, en septiembre de 1512 abandonó España para iniciar un periplo
italiano que le llevó primero a Roma y luego a Génova, Luca, Florencia y otras ciudades
transalpinas. Durante el viaje cumplió, asimismo, varios encargos diplomáticos del rey
Fernando ante el papa Julio II, al parecer relacionados con la gobernación de las Indias.
Hasta 1515 pasaría todo su tiempo entre las dos penínsulas, aprovechando sus estancias
romanas para acrecentar sus conocimientos sobre la Antigüedad clásica, empapándose
del saber recuperado por los humanistas y comprando ejemplares de las más señaladas
obras de los maestros con quienes sin duda le había familiarizado el entorno italiano de
la corte isabelina, comenzando por el mencionado Pedro Mártir de Anglería. Así, entra-
ron a formar parte de la creciente biblioteca colombina varias decenas de ejemplares pro-
cedentes de la pluma de León Battista Alberti, Flavio Biondo, Pomponio Leto o Poggio
Bracciolini. Muchos de esos textos no solo tenían valor por su recuperación filológica de
los autores latinos, sino que, como los de Alberti, Leto y Biondo, constituían auténticas
guías para los curiosos viajeros que deambulaban entre los imponentes edificios romanos
y para los arquitectos que buscaban inspirarse en ellos para embellecer urbes que apenas
salían de la Edad Media. Recordemos que la Roma que conoció Hernando Colón en su
primera gira italiana era la de Julio II y León X, la de Bramante, Giuliano de Sangallo o
los mismos Rafael y Miguel Ángel, con quienes quizá tuvo ocasión de cruzarse durante
alguno de sus paseos por la Ciudad Eterna. Todos ellos buscaban en los ejemplos de la
Antigüedad clásica, recuperados a través de los textos de Plinio o de Vitrubio, modelos para
sus designios artísticos13.
Era una Roma que comenzaba también a recoger en su despliegue visual referencias al
Nuevo Mundo descubierto por Colón y que el propio Hernando había contemplado en su
viaje a Santo Domingo. La Villa Chigi, diseñada por Baldasarre Peruzzi y adornada con los
frescos de Rafael, Giulio Romano y Sebastiano del Pombo, muestra en la decoración floral
de la Galería de Cupido y Psique, realizada por Giovanni Martini da Udine, las primeras
representaciones en el arte europeo de plantas y alimentos americanos, como el maíz, el
pepino o variedades de calabaza autóctonas de las Américas14. Sin duda, tuvo que resultar
13 Sobre la relación de Hernando Colón con Italia, véase Plaza, Carlos, «Buscando Roma. Hernando Colón, Carlos V y la
arquitectura entre antiguos y modernos», en Galera, Pedro Antonio y Frommel, Sabine (editores), El patio circular en la
arquitectura del Renacimiento. De Mantegna al palacio de Carlos V. Sevilla: Universidad Internacional de Andalucía, 2017.
14 Janick, Jules, «Fruits and nuts of the Villa Farnesina». Arnoldia 70/2, October 2012, pp. 20-27.
una agradable sorpresa y motivo de orgullo para el hijo del Almirante encontrar las más
tempranas muestras del intercambio colombino en el corazón de la cristiandad. No fue el
único buen recuerdo que guardó de sus primeras andanzas romanas. Años más tarde, cuan-
do decidió construir un palacio italianizante en las orillas del Guadalquivir donde albergar
sus colecciones y crear un jardín de plantas exóticas, fue el ejemplo de las villas suburbanas
all’antica, como el palacio Chigi, el que le serviría de inspiración.
Colón acordaron en La Coruña repartirse la herencia paterna, quedándose Diego con los
privilegios y bienes del gran navegante a cambio de otorgar a su hermano una renta de
20.000 maravedíes anuales y los libros de su progenitor. Para entonces, la sed bibliófila de
Hernando ya no se contentaba con la compra de obras, por así decirlo, de la alta cultura,
sino que comenzó a extenderse a lo que él denominaba «obrezillas», es decir, todo tipo de
papel impreso o manuscrito, incluyendo panfletos, pliegos de cordel, horóscopos o alma-
naques, así como las estampas y grabados, cuya técnica era cada vez más depurada y que
se estaban convirtiendo en uno de los principales vehículos para la transmisión de ideas
en la temprana modernidad. El viaje a Aquisgrán fue así la ocasión ideal para poner en
marcha un amplio programa de adquisiciones, que incluiría en los años siguientes, gracias
a una elaborada red de corresponsales, libreros y transportistas, las principales ciudades
bibliófilas del resto de Europa: París, Lyon, Amberes, Núremberg, Fráncfort, Colonia y
las italianas que ya conocía, sobre todo Roma y Venecia.
El rinoceronte, de Alberto Durero, 1515, fue uno de los grabados del artista alemán que estaban
catalogados en la biblioteca de Hernando Colón.
Durante la gira europea, Hernando llegó a conocer a Erasmo de Rotterdam, quien le re-
galó uno de sus libros; quedó fascinado en Núremberg por los grabados de Durero, que
pronto comenzó a coleccionar con avidez, y asistió a la Dieta de Worms, en la que pudo
coincidir con Lutero. Tras su regreso a España, ya como consejero a sueldo del empera-
dor, fue elegido para formar parte del equipo de asesores y negociadores españoles que se
reunieron con sus contrapartes portuguesas en la conocida como Junta de Badajoz-Elvas,
entre marzo y mayo de 1524. En esta se trataban de dirimir las diferencias que existían en-
tre ambas potencias ibéricas a propósito de la posesión de las islas de la Especiería, es decir,
las islas Molucas, en el océano Pacífico. La querella tenía su origen en la imposibilidad de
medir de forma precisa la línea que debía demarcar las posesiones de España y Portugal
de acuerdo con el Tratado de Tordesillas de 1494. Según su interpretación del Tratado, los
portugueses reclamaban en exclusiva el derecho a aquellas islas y a sus preciados productos.
La expedición de Magallanes y Elcano, culminada por el navegante vasco en 1522, había,
sin embargo, quebrado de facto ese supuesto monopolio. Los portugueses estaban furiosos
por el atrevimiento de sus vecinos, pero, como en ocasiones anteriores, la sangre no llegó al
río Tajo. Más civilizados que otras naciones europeas en similares circunstancias, españoles
y portugueses decidieron sentarse de nuevo a discutir sobre mapas y legajos en lugar de
resolver sus pleitos con espadas y arcabuces.
La función de Hernando Colón en estas negociaciones fue justificar los títulos españoles y
rebatir los alegados por los lusos empleando todos los recursos retóricos disponibles desde
la geografía, la historia y el derecho15. El Archivo General de Indias, en Sevilla, conserva
dos de los informes que Hernando Colón realizó para la ocasión en su calidad de cosmó-
grafo y cronista. En uno de ellos (Archivo General de Indias, Patronato Real, 48, R. 16),
fechado en Badajoz en el 13 de abril de 1524, exponía los distintos métodos que podrían
emplearse para resolver el problema de fondo, es decir, la determinación de la longitud que
15 Sobre el trasfondo jurídico de la Junta de Badajoz-Elvas y las respectivas posiciones lusas y españolas, puede consultarse el
artículo de Sánchez González, Dolores del Mar, «Aspectos jurídicos de la negociación de las Molucas», Boletín de la Facul-
tad de Derecho de la UNED, 1993, n.º 3, pp. 293-310.
Parecer de Hernando Colón acerca de cómo argumentar los derechos de la Corona de Castilla sobre
las islas Molucas, fechado el 16 de abril de 1524. Archivo General de Indias, Patronato, 48, R. 17.
Grabado en una edición de La Piteuse complainte, del autor francés Pierre Gringord (1475-1539),
con anotaciones de Hernando Colón acerca del precio que pagó por la obra.
En 1537, sin hijos y preocupado por el futuro de la institución a la que había dedicado su
vida, Hernando Colón elevó al emperador un memorial en el que proponía que las sub-
venciones esporádicas que recibía fueran sustituidas por una pensión perpetua asignada a
la preservación y ampliación de la biblioteca, alegando que la había concebido para que
hubiera
«un lugar en los reinos de Vuestra Majestad a do se recojan todos los libros y de todas
las lenguas y facultades que se podrán por la cristiandad, y aun fuera de ella, hallar.
Lo que hasta hoy no se sabe que Príncipe haya mandado hacer: porque una cosa es
instituir librería de lo que en sus tiempos se halla, como algunos han hecho, y otra es
dar orden como para siempre se busquen y alleguen los que de nuevo sobrevinieren.
Lo segundo es, que además de estar todos los libros juntos para que no se pierda la
memoria de tan notables varones como se desvelaron para nuestro bien, según de
muchos está ya perdida, de cuya copia e posesión pudiera resultar certidumbre y
sosiego para en las cosas que tocan la religión y al gobierno de la república, y an-
simesmo servirán para beneficio común y para que haya refugio donde los letrados
puedan recurrir en cualquier duda que se les ofreciere»16.
16 Hernández Díaz, José y Muro Orejón, Antonio, El testamento de Don Hernando Colón y otros documentos para su biogra-
fía. Sevilla: Publicaciones del Instituto Hispano-Cubano de Historia de América (Fundación Rafael G. Abreu), 1941;
pp. 241-243.
mercado, con una especial predilección por los libros relacionados con los nuevos avances
en disciplinas como la astronomía, la cosmografía, la cartografía o la geometría, aunque
sin desdeñar, según hemos visto, tanto las letras clásicas como las muestras de la literatura
popular y las estampas y grabados. Con ello, pretendía que la biblioteca no fuera una «cosa
muerta», sino que creciera orgánicamente y se fuera adaptando al incremento exponencial
del conocimiento en todas sus ramas propio de los inicios de la Edad Moderna. Había,
además, dos elementos que mostraban la afinidad de la Biblioteca Colombina con la que
crearía siglos más tarde Aby Warburg en Hamburgo: la importancia del elemento visual y,
como hemos visto, la voluntad de imponer cierto orden ante la ingente diversidad de títu-
los y temas mediante la creación de un innovador sistema de registros y epítomes, como el
recientemente encontrado en Copenhague.
La ambición de Colón fue advertida por su amigo, el humanista flamenco Nicolás Clenar-
do, quien en términos elogiosos se refirió así a su protector:
La comparación entre el descubridor que había abierto el mundo para España y el huma-
nista que llevaba el mundo a España estaba bien traída. Si Cristóbal Colón había surcado
el océano en sus carabelas, su hijo Hernando pretendió circunnavegar el globo con sus li-
bros, mapas y grabados sin salir de su mansión-jardín-biblioteca de Sevilla. En su epitafio,
compuesto en castellano y latín de su propia pluma, y bajó el que descansó tras fallecer en
1539, recordó al visitante que el propósito de su vida había sido el «aumento de las letras»,
así como emular la obra desaparecida de Ptolomeo II con su Biblioteca de Alejandría, con-
sagrada a las musas:
Dime de qué sirve haber derramado mis sudores por todo el orbe
Y haber recorrido tres veces el Nuevo Mundo hallado por mi padre,
Embellecido las orillas del plácido Betis,
Pospuesto las riquezas a mis gustos,
Para reunir en torno tuyo las divinidades de la fuente Castalia,
A un tiempo que los tesoros del Ptolomeo,
Si pasando en silencio sobre esta piedra,
No dedicas un saludo a mi padre y otro a mí.
Muerto sin descendencia, Hernando Colón legó en primera instancia su herencia, in-
cluyendo la Biblioteca Colombina, a su sobrino, Luis Colón, aunque con la condición
de que mantuviera intacto su contenido, un propósito cuyo cumplimiento quedó enco-
mendado al Cabildo de la catedral hispalense. El heredero, por desgracia, se desentendió
de ella, comenzando a vender valiosos ejemplares para financiar una vida disipada: ter-
minó su vida en Orán, acusado de bígamo. Tras no pocos pleitos, en 1552 la biblioteca
pasó a la catedral de Sevilla, donde permaneció mucho tiempo descuidada, hasta que tras
los expolios a que fue sometida, sobre todo en el siglo xix, fue objeto de mejor atención.
En la actualidad, aunque reducida a una cuarta parte de la original, todavía cuenta con
más de un millar de incunables y con ejemplares tan valiosos como el Imago mundi de
Pierre d’Ailly o el Libro de las maravillas de Marco Polo, con anotaciones y comentarios
del mismo Cristóbal Colón.
Si, desde su residencia en Sevilla, el hijo del Almirante había conseguido erigirse en el
principal coleccionista de libros y grabados de Europa, la ciudad donde ello fue posible
se estaba convirtiendo, al mismo tiempo, en un nodo de conexión entre las novedades
del Nuevo Mundo y la emergente comunidad científica del Viejo Mundo. Esto último
fue posible gracias al papel que la ciudad ocupó como principal puerto de entrada de
América en Europa y como microcosmos de Europa en una península, la Ibérica, que
se había situado en la vanguardia del continente. La Leyenda Negra y la pereza inte-
lectual, amiga de los lugares comunes, nos han hecho creer durante demasiado tiempo
que aquella España sirvió tan solo como un canal pasivo de transmisión de las riquezas
provenientes de América hacia el centro y norte de Europa, mientras los restos eran mal-
gastados en guerras constantes o en lujos suntuarios, sin que apenas se produjeran entre
nosotros cambios en el orden de las mentalidades, en los usos económicos y comerciales
o en el incremento del patrimonio colectivo… como si el hecho de que hoy en día Es-
paña siga estando entre las quince primeras economías mundiales, sea el tercer país con
mayor patrimonio de la humanidad reconocido por la Unesco y disponga de una lengua
hablada por quinientos millones de habitantes se deba a la casualidad y no tenga nada
que ver con que durante tres siglos, desde principios del xvi a finales del xviii, fuera
capaz de mantener, y no precisamente por arte de magia, el mayor imperio occidental
ultramarino. Igualmente, las historias de la ciencia escritas desde el mundo noratlántico,
sobre todo aquellas con un mayor propósito divulgativo, tradicionalmente han obvia-
do, o despreciado, el papel que las potencias ibéricas desempeñaron en el llamado «giro
empírico» que precedió y acompañó a la revolución científica en ciernes17. Pero todo
ello supone ignorar que, antes que Ámsterdam, Amberes o Londres, una ciudad como
Sevilla estuvo durante el siglo xvi a la cabeza en el estudio de las novedades procedentes
del Nuevo Mundo y, sobre todo, en la muy moderna conversión del conocimiento así
17 Sobre el debate acerca de la «ciencia ibérica» en el contexto de la temprana modernidad, véase Cañizares-Esguerra, Jorge,
«Iberian science in the Renaissance: ignored how much longer?». Perspectives on Science, Massachusetts Institute of Tech-
nology, 2004, vol. 12, n.º 1, pp. 86-124. También, aunque desde una perspectiva más crítica con el concepto unívoco
de «modernidad», puede consultarse con provecho el ensayo de Pimentel, Juan y Pardo-Tomás, José, «And yet, we were
modern. The paradoxes of Iberian science after the Grand Narrative». History of Science, 2017, vol. 55, n.º 2, pp. 133-147.
adquirido en mercancías, en beneficio y, como más tarde sabría advertir Francis Bacon,
émulo en tantas cosas de las potencias ibéricas, en poder. Toda una red de instituciones e
iniciativas surgieron en la ciudad andaluza a tal fin, transformándola durante buena par-
te del siglo xvi en una de las ciudades más abiertas, dinámicas y cosmopolitas del globo.
Vista de Sevilla, atribuido a Alonso Sánchez Coello, finales del siglo xvi. Museo Nacional del Prado.
El pionero en aclimatar las plantas del Nuevo Mundo al suelo hispano fue el mismo Her-
nando Colón, quien en el jardín que rodeaba a su particular Parnaso llegó a plantar más
de cinco mil árboles en su deseo de emular las villas romanas de su juventud, incluido un
ombú, o zapote, árbol emblemático de las Américas. Esta iniciativa colombina, que forma-
ba parte integral de su extraordinaria biblioteca y de su propósito de crear una academia
18 Baste mencionar las colecciones «de asombro y prestigio» atesoradas por los condes de Benavente, el duque de Medina
Sidonia, el marqués de Vélez o, sobre todo, la formada por el propio Carlos V, bien estudiada por Checa y Morán (1985).
Entre las cámaras de maravillas de particulares, destacó la del soldado, mecenas y polímata sevillano Gonzalo Argote de
Molina, quien llegó a poseer una extraordinaria colección de libros visigodos y medievales, armaduras, monedas, cuadros
y todo tipo de animales, aves y minerales procedentes de tierras exóticas. El gabinete de Argote de Molina adquirió tanta
fama que en 1570 fue visitado por Felipe II, un monarca que fue también un ávido coleccionista.
19 Véase Gómez López, Susana, «Natural Collections in the Spanish Rennaissance», en Beretta, Marco (editor), From private
to public. Natural collections and museums. Sagamore Beach: Watson Publishing International, 2005.
Ilustraciones de una piña, que Gonzalo Fernández de Oviedo compara visualmente con una
alcachofa, y de un armadillo, que el cronista denomina «encubertado», en la Historia general y
natural de las Indias.
Una fotografía de Joaquín Guichot, cronista sevillano que a inicios del siglo xx emprendió una
campaña para preservar los últimos restos de la huerta de Colón, ante el ombú, o zapote, que
se considera fue plantado por el hijo del descubridor. El árbol fue derribado en 1903 cuando el
terreno fue adquirido por unos promotores poco escrupulosos.
Tras la novedad introducida por Hernando Colón y gracias a la curiosidad despertada por
cronistas como Fernández de Oviedo, proliferaron en Sevilla durante el resto del siglo los
jardines de plantas exóticas y los gabinetes de historia natural asociados con el tráfico tran-
satlántico. Como muestra de lo que en ellos se podía encontrar puede citarse la descripción
de la cámara de maravillas formada por Rodrigo Zamorano, piloto mayor de la Casa de
Contratación y cosmógrafo de Felipe II, realizada por su colaborador Juan de Castañeda
y contenida en una carta remitida en 1601 al célebre naturalista franco-flamenco Carolus
Clusius:
Prometo a Vm. que para su gusto y para hombres tan doctos como Vm. hay aquí si
hubiéramos quien lo cortara y pintara las mayores curiosidades que se pueden de-
sear porque de todos los animales y peces que tienen conchas y defensas naturales al
modo de tortugas o galápagos como caracoles o armadillos, nácar madre de perlas,
otros animales muy diferentes de los cuales por no tener copia no se pueden enviar.
De ellos estando despacio enviaré los nombres; mas si Vm. entre sus tan doctos libros
acaso de animales y peces tiene Vm. ahora alguno entre manos o con intención de
componer, holgaría mucho Vm. tuviese noticia de estas tales y tantas cosas que como
nuevas y tan curiosas por su muy excelente y docto estilo saliesen a la luz, pues los
pasados hasta ahora no han tenido noticia de estas y ahora se van descubriendo. Si
Vm. tuviera alguno que de curioso y de saberlo hacer quisiera tomar el trabajo de
estamparlo fuera una cosa muy nueva y curiosa y aún de provecho. Quien lo ha
juntado ha sido el Licenciado Zamorano que como examinador de maestres de la
carrera de Indias, cada maestre que va tiene a dicha traerle alguna cosa nueva o
extraordinaria y así tiene las paredes de los portales de su casa todos llenos de estas
conchas, peces y animales muy de ver20.
De entre las colecciones sevillanas reseñadas, ninguna tuvo mayor relevancia para la historia
de la ciencia, de los hábitos alimentarios y, algunos dirían, de las adicciones que la formada
por Nicolás Monardes, una de las figuras más interesantes del Renacimiento hispánico o,
cabría decir, euroatlántico y uno de los principales protagonistas del llamado Intercambio
Colombino. Recuerdo haber reparado en su nombre por vez primera en una exposición
que el Museo Smithsonian de Historia Natural, en Washington D. C., dedicó a las
conmemoraciones de 1992. Algunos años más tarde, deambulando por la feria de libros de
segunda mano del Paseo de Recoletos, en Madrid, cayó en mis manos un exquisito estudio
20 Citado en Barona, Josep Lluís y Gómez Font, Xavier, La correspondencia de Carolus Clusius con los científicos españoles. Va-
lencia: Universidad de Valencia, 1998. Se ha actualizado la grafía del texto original.
titulado Sacred gifts, profane pleasures. A history of tobacco and chocolate in the Atlantic world,
escrito por Marcy Norton, sobre la introducción en Occidente del chocolate y del tabaco
desde su origen en las culturas precolombinas hasta convertirse, al mismo tiempo, en un
placer, una cura para enfermedades varias, un signo de ascenso social y finalmente, en parte
significativa del consumo de masas entre la sociedad española y, más tarde, en el resto de
Europa21.
Mujer vertiendo chocolate en una taza, Códice de Tudela. Museo de América, Madrid.
21 Norton, Marcy, Sacred gifts, profane pleasures. A history of tobacco and chocolate in the Atlantic world. Ithaca: Cornell Uni-
versity Press, 2008.
obra, la Historia medicinal, fruto de décadas de experimentación sobre sus pacientes con
productos americanos que obtenía de los viajeros que llegaban del otro lado del Atlántico.
Contaba para su empresa, además, con fuentes de información de primera mano sobre las
prácticas curativas de los amerindios, pues ya para entonces instituciones como el Colegio
de Santa Cruz de Tlatelolco, fundado en 1536 en la Nueva España, habían producido una
generación de expertos españoles y aztecas familiarizados con el cruce de los saberes médi-
cos, botánicos y farmacéuticos en ambas tradiciones y capaces de producir enciclopedias
multilingües sobre las plantas medicinales, como el Códice De la Cruz-Badiano. En otros
casos, eran soldados, colonos, misioneros y administradores coloniales en distintas regiones
de América, desde Florida hasta Perú, quienes le enviaban ejemplares de minerales, piedras
bezoares, plantas y semillas autóctonas junto con explicaciones sobre su empleo para curar
enfermedades, tras haber observado cómo eran usados por los indígenas. Monardes los
coleccionaba y estudiaba en su gabinete natural, que, como antes el jardín de Hernando
Colón, se convirtió así en una extensión de América en Europa.
Entre las novedades americanas que Monardes apreció y analizó con mayor detenimiento y
provecho en su Historia medicinal se encontraba la planta del tabaco, o Nicotiana tabacum.
A ella dedicó amplios comentarios elogiosos, demorándose en explicar su empleo como
una suerte de bálsamo de Fierabrás para sanar o, al menos, calmar, una gran variedad de
males, desde los dolores de muelas y jaquecas a las obstrucciones estomacales o el alivio del
asma. En sus propias palabras:
Esta yerba que comúnmente llaman tabaco es yerba muy antigua y conocida entre
los indios, mayormente entre los de Nueva España; que después que se ganaron
aquellos reinos por nuestros españoles, enseñados por los indios, se aprovecharon
della en las heridas que en la guerra recibían, curándose con ella, con grande apro-
vechamiento de todos.
De pocos años a esta parte se ha traído a España más para adornar jardines y huertos
que con su hermosura diese agradable vista, que por pensar que tuviese las maravi-
llosas virtudes medicinales que tiene. Agora usamos della más por sus virtudes que
por su hermosura, porque cierto son tales que ponen admiración.
El nombre propio suyo entre los indios es picietl, que el de tabaco es postizo de
nuestros españoles, por una isla do hay mucha cantidad dél llamada este nombre
«Tabaco».
Nicolás Monardes solía decir a quien quisiera escucharle que la auténtica riqueza del Nuevo
Mundo no era la derivada del oro y la plata, sino el aprovechamiento de su extraordinaria
variedad natural, o biodiversidad, como diríamos ahora. Pero, para que así fuera posible,
primero había que descubrir para Europa la naturaleza americana, clasificarla, describirla,
comprenderla, trasplantarla y transformarla en productos comercializables de los cuales
extraer beneficio. Los primeros pasos ya se habían dado con la primera generación de
descubridores: cronistas de Indias, al estilo de Fernández de Oviedo o López de Gómara;
humanistas y cosmógrafos, como Hernando Colón, o botánicos, médicos y boticarios,
como el propio Monardes22. Pero era necesario ir más allá de lo que permitían las iniciati-
vas de meros particulares. Ese paso lo dio Felipe II, gran aficionado a la naturaleza y a las
ciencias prácticas, al nombrar en 1569 a su médico, Francisco Hernández de Toledo, para
que encabezara la primera expedición científica moderna a las Américas. Como Monardes,
Francisco Hernández pertenecía a la escuela de médicos y humanistas formado en la Uni-
versidad de Alcalá de Henares. Tras haber ejercido con éxito su profesión en Andalucía y
haberse ganado la confianza de nobles y poderosos, su fama llegó al propio rey, quien en
1567 le llamó a su Cámara y, dos años más tarde, le encomendó atravesar el Atlántico para
obtener toda la información que pudiera recopilar sobre la naturaleza del Nuevo Mundo,
con especial dedicación a las plantas y a sus usos para la medicina, de acuerdo con la tradi-
ción tanto amerindia como occidental.
Durante seis años, desde septiembre de 1570, Hernández cumplió con las instrucciones
reales recorriendo los rincones más apartados de la Nueva España, a menudo acompañado
por expertos locales, formados en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, cuya lengua y
métodos taxonómicos aprendió y llegó a valorar en su justa medida. Ya por entonces, un
profesor del Colegio a quien Hernández frecuentó, Bernardino de Sahagún, estaba acome-
tiendo su obra magna, la Historia general de las cosas de Nueva España, sin duda el mayor
22 Véase al respecto la obra de López Piñero, José María y López Terrada, María Luz, La influencia española en la introducción
en Europa de las plantas americanas (1493-1623). Valencia: Universidad de Valencia-CSIC, 1997.
fue financiada por el noble español, afincado en Italia, Alfonso de las Torres y dedicada
al monarca español Felipe IV, cuyo entonces embajador ante la Santa Sede, Rodrigo Díaz
de Vivar Sandoval Hurtado de Mendoza, VII duque del Infantado, era próximo a algunos
miembros de la academia. Las ilustraciones que acompañaron a la edición romana incluyen
curiosas representaciones de los animales descritos por Hernández, algunos transformados,
por mor de la imaginación desbordante de sus autores, en criaturas monstruosas dignas
de los gabinetes de maravillas que tanto atraían a la excitada curiosidad europea, pero que
poco tenían que ver con la meticulosidad científica del naturalista español, más cercana e
incluso adelantada a nuestro propio tiempo23.
23 Sobre la vida y el legado de Francisco Hernández véase: López Piñero, José María y Pardo Tomás, José, La influencia de
Francisco Hernández (1515-1587) en la constitución de la botánica y la materia médica modernas. Valencia: Instituto de Es-
tudios Documentales sobre la Ciencia Universitat de València-CSIC, 1996.
Dragones, serpientes de dos cabezas, tigres y canes monstruosos formaron parte de la imaginativa versión
romana de las criaturas del Nuevo Mundo descritas por Francisco Hernández en su Historia natural.
de la Biblioteca Escurialense: Benito Arias Montano. Sin duda, Hernández debió quedar
gratamente impresionado por su compatriota, todavía joven, aunque ya apuntaba mane-
ras del gran sabio que llegaría a ser. Lo demuestra que, al regresar a España después de su
larga estancia en el Nuevo Mundo, desesperanzado al ver que había perdido el favor de la
Corte tras los años transcurridos y, ante todo, al comprobar que su obra estaba condenada
a ser manipulada por extraños, decidiera dirigirle una epístola versificada según el canon
horaciano24. En esta, tras informarle de las innumerables fatigas y enfermedades sufridas
durante su periplo ultramarino y dar cuenta de sus logros, le solicitó que velara para que
no se perdiera el fruto de su trabajo. No hay constancia de que la carta llegara a manos de
Arias Montano antes del fallecimiento de Hernández en 1587, y aunque así hubiera sido,
es de suponer que poco hubiera podido hacer para corregir la suerte que los hados le tenían
deparada a la Historia natural. Para entonces, el destinatario de la epístola había decidido
adentrarse en la «escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han
sido», renunciando a las prebendas ofrecidas por el rey prudente, para repartir su tiempo
entre su refugio en la Peña de Alájar, en Huelva, Sevilla y la Biblioteca del Monasterio de
El Escorial, a la que había dedicado buena parte de su madurez y mejores desvelos.
De entre las extraordinarias figuras que orlaron el siglo xvi hispánico, pocas resultan más
fascinantes y más complejas que la del extremeño Arias Montano (1527-1598). A lo largo
de su vida fue asesor de príncipes, orientalista, anticuario, bibliófilo y bibliotecario, eremi-
ta, naturalista y apasionado jardinero, consejero diplomático, confidente de los gobernado-
res de la Monarquía Hispánica en Flandes, censor, amigo de inquisidores y, con el tiempo,
miembro de la exclusiva familia de humanistas europeos que buscaban la reconciliación de
una cristiandad asolada por las fratricidas guerras de religión25. Junto con el gran impre-
sor francés Christophe Plantin, afincado en Flandes, y bajo los auspicios de Felipe II, fue
24 Sobre la epístola, véase Navarro Antolín, Fernando y Solís de los Santos, José, «La epístola latina en verso de Francisco
Hernández a Benito Arias Montano (Madrid, Biblioteca del Ministerio de Hacienda, ms. FA 931)». Myrtia, 2014, n.º 29,
pp. 201-245.
25 Hänsel, Sylvaine, Benito Arias Montano. Humanismo y arte en España. Huelva: Universidad de Huelva, 1999.
La Biblia Políglota Complutense (izquierda), publicada bajo la égida del cardenal Cisneros,
la Biblia Regia (derecha), supervisada por Benito Arias Montano.
Hay similitudes entre las biografías de Hernando Colón, a quien encontramos en el ante-
rior capítulo, y Arias Montano, pese a sus orígenes ciertamente dispares. El primero, hijo
de un célebre descubridor, tuvo abiertas desde la infancia las puertas de la Corte, donde
obtuvo una educación esmerada. Aunque, como otros descendientes de grandes hombres,
hubiera podido llevar una vida mundana y frívola, su vocación le condujo por otros de-
rroteros, en los que convergieron el gusto humanista por el coleccionismo y el servicio a la
Corona cuando era para ello requerido. La misma confluencia entre la pasión por el saber y
el sentido del deber se dio en la carrera del segundo. Hijo de un oficial menor de la Inquisi-
ción, nacido en una provincia alejada del epicentro del poder, Arias Montano careció desde
pequeño de las conexiones sociales que ayudaron al menor de los Colón, pero, gracias a
su prodigiosa inteligencia, supo tejer y cultivar una amplia red de influencias, ganándose
a humanistas, letrados, cortesanos y, finalmente, al hombre más poderoso de su tiempo:
Felipe II.
de un antiguo secretario real, Álvaro de Alcocer, quien estaba bien relacionado con los
círculos intelectuales y de poder locales y aún mantenía buenos contactos con la Corte y
las principales universidades de la península, sobre todo la de Alcalá de Henares, de donde
procedía su familia. A la tutela de la familia Alcocer, varios de cuyos miembros cruzaron el
Atlántico para enraizarse en América, se unió el patronazgo del influyente canónigo Diego
Vázquez de Alderete, en torno a quien se estaba formando durante aquellos años un grupo
de jóvenes que habrían de alcanzar algunos de los escalones más altos de la Administración
imperial, como Mateo Vázquez, futuro secretario privado del monarca, y Juan de Ovando,
que llegaría a ser presidente del Consejo de Indias. Sin duda, la acogida de un huérfano
procedente de una remota villa en círculos sevillanos tan selectos se debió a la fama que
acompañaba a su precoz talento. Dotado de una gran facilidad para el latín y atraído por la
historia, Arias Montano ya dio muestras de este escribiendo con tan solo catorce años un
tratado numismático que versaba sobre los orígenes de las monedas castellanas. Poco más
tarde, fue admitido en la universidad hispalense, donde cursó estudios de arte y filosofía
antes de decidir trasladarse a la más renombrada Universidad de Alcalá de Henares, quizá
por influencia de su tutor. En la antigua Complutum era, además, donde se estaba formando
buena parte del humanismo hispánico. Allí continuó Arias Montano la carrera académica
iniciada en Sevilla, añadiendo entre sus especialidades la teología, materia en la que se
doctoró, e interesándose por las matemáticas, la filosofía natural, el griego y el hebreo,
idiomas a los que sumaría el dominio de otras lenguas medio-orientales, en particular el
arameo, el siríaco y el árabe, convirtiéndose en uno de los grandes filólogos de su época.
Amigo de fray Luis de León, a quien conoció en las aulas universitarias, tampoco descuidó
los estudios literarios, y en 1552 obtuvo el título de poeta laureado por su alma mater.
Terminada su estancia en Alcalá, dedicó varios años a incrementar su saber y a cultivar su
vida interior, mostrando una tendencia al recogimiento eremítico que ya no le abandonaría,
pero que sabría alternar con la vida activa. Tras uno de esos repliegues, regresó a Sevilla,
donde entre 1556 y 1558 se consagró al estudio de las ciencias naturales con Francisco
Arceo, un notable médico y cirujano, aficionado a la botánica y formado también en la
Universidad Complutense. Poco después, Montano solicitó entrar en la Orden de Santiago
como sacerdote y, tras ser admitido, de nuevo su fama de erudito le abrió otra puerta
decisiva, al ser elegido en 1562 como miembro de la delegación española en el Concilio de
Trento, donde se sentaron los fundamentos de la mal llamada Contrarreforma, consistente
en realidad en un programa de revitalización de las instituciones y del dogma católicos con
el que la Iglesia consiguió frenar y revertir muchas de las conquistas protestantes en buena
parte de Europa. La eficaz labor de Arias Montano en Trento, centrada en la respuesta a
consultas sobre el divorcio y la transustanciación, no pasó desapercibida en las altas esferas
del poder eclesiástico y secular, y a su regreso a España fue nombrado en 1566 capellán real.
El acceso a la Corte no le distrajo, empero, de sus estudios, concentrados en la elaboración
de comentarios bíblicos. Fueron precisamente su fama como biblista y su dominio de varios
idiomas relacionados con las Antiguas Escrituras, amén de su carácter templado, los que
motivaron su elección por el propio monarca para que se desplazara en 1568 a Amberes,
en los Países Bajos españoles, con tres objetivos declarados: supervisar la confección de
la Biblia Regia, elaborar un nuevo Índice de obras prohibidas por la Inquisición con la
ayuda de eclesiásticos y académicos locales, y adquirir libros para las colecciones reales y,
sobre todo, para la biblioteca que el monarca ya tenía pensado fundar en el monasterio de
El Escorial. Si se quiere, Arias Montano se convirtió entonces en un precursor de Lucas
Corso, el cazador de libros excepcionales, y también malditos, protagonista de El Club
Dumas, la novela de Arturo Pérez-Reverte, solo que su aventura fue muy real, en el doble
sentido de la expresión, y no estrictamente literaria.
los Países Bajos, Alemania e Italia que mejor podían nutrir con sus ejemplares el sueño
filipino, amén de colmar su propia pasión por el coleccionismo y la bibliofilia, inclinada
hacia las obras relacionadas con la filología bíblica y orientalista, amén de los manuales e
instrumentos propios de la cosmografía, la botánica y, en general, las ciencias naturales,
disciplinas a las que se había aficionado durante sus estancias en Alcalá de Henares y Sevi-
lla. Así lo atestigua la rica correspondencia que mantuvo durante los años que permaneció
en Flandes con el presidente del Consejo de Indias, Juan de Ovando, a quien también
aprovisionó con todo tipo de instrumentos de medición, globos terráqueos, esferas armi-
lares y mapas que pudieran ayudarlo en sus esfuerzos para mejor conocer y administrar los
territorios ultramarinos de la monarquía26.
La llegada de Arias Montano a Flandes coincidió, por otra parte, con la controvertida go-
bernación de aquellas tierras por Fernando Álvarez de Toledo, el duque de Alba. Conver-
tido por sus enemigos en uno de los pilares de la llamada Leyenda Negra antiespañola, el
duque fue un hombre de múltiples talentos: formado en el humanismo por Juan Boscán y
los preceptores italianos allegados a su noble familia, forjado desde la infancia en el domi-
nio del arte de la guerra, avezado diplomático y político, fue uno de los consejeros de ma-
yor confianza del emperador Carlos V, quien encomendó a su hijo, el futuro Felipe II, que
le mantuviera a su lado como asesor en la paz y en la guerra. Forjada su leyenda como el
mayor estratega de su época gracias a sus numerosas victorias en el norte de África, Italia y
Europa central, cuando en 1565 estalló en los Países Bajos la conocida como Tormenta de
las Imágenes, el asalto protestante contra iglesias y símbolos católicos, el monarca no dudó
en enviarlo para sofocar la revuelta, que amenazaba con convertirse en una rebelión gene-
ralizada, alentada por parte de la nobleza. Hombre expeditivo, el duque de Alba estableció
el llamado Tribunal de los Tumultos para juzgar y castigar duramente a los responsables de
las algaradas, incluyendo a los condes de Egmont y de Horn, dos personajes que pasarían
26 Matías Rosendo, Baldomero, La correspondencia de Benito Arias Montano con el presidente de Indias Juan de Ovando. Huelva:
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Huelva, 2008.
27 Véase al respecto la obra de Macías Rosendo, Baldomero, La correspondencia de Benito Arias Montano con el presidente de
Indias Juan de Ovando. Huelva: Universidad de Huelva, 2008.
Retrato de Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, por Antonio Moro, 1549. Palacio de Liria, Madrid.
23 de agosto de 1572. Ello supuso un duro golpe contra los intereses económicos de los
que se beneficiaban los obispos y los impresores que hasta entonces habían tenido el mono-
polio de los textos religiosos, dado que Felipe II pretendía que los nuevos libros litúrgicos,
acompasados con la Biblia Regia y adaptados al Concilio de Trento, se imprimieran en
los talleres de Plantin y en otros dispersos por los territorios de la Monarquía Hispánica.
Sobre todo, el cambio de opinión papal implicó una pérdida de influencia de los sectores
eclesiásticos más retrógrados. Estos no iban a dejarse derrotar sin dar batalla, y para ello, ya
que no podían enfrentarse directamente ni al papa ni al rey, decidieron atacar a quien con-
sideraban el eslabón más débil de la cadena, empleando con este fin el celo inquisitorial de
León de Castro, un teólogo enemigo de los hebraístas que, como Montano, consideraban
mejorable el texto en latín de la Vulgata, acusándoles de ser próximos a la libre interpre-
tación protestante de los textos bíblicos. Afortunadamente, tras un acoso que duró años y
gracias, en buena medida, a la protección de la Corte, Arias Montano pudo evitar el cerco
de su perseguidor, aunque la experiencia contribuyó a amargarle los últimos años que pasó
en Flandes antes de que en 1575 su presencia en España fuera requerida por el monarca
para acometer nuevos proyectos intelectuales y diplomáticos.
Plantin muestra a Arias Montano un ejemplar de la Biblia Regia, por Joseph Bellemans, circa 1850.
Museo Plantin-Moretus, Amberes.
alegaban que no existía ninguna obligación en el derecho canónico para que un sacerdote
fuera eximido de su voto de castidad aun cuando estuviera en juego el destino de un reino,
pues ni estaba en cuestión el futuro de la totalidad de la especie humana, ni, en términos
menos apocalípticos, estaba asegurado que el sacerdote dispensado procreara. A ello se
añadía que el matrimonio de los clérigos era defendido por los partidarios de la causa
protestante, a quienes el posible casamiento de todo un cardenal ofrecería una excelente
excusa para acusar a Roma de hipocresía. A este primer parecer se sumó otro también
de naturaleza teológico-política, pues Felipe II estaba interesado en saber si, llegado el
caso, debería plegarse a una eventual decisión negativa sobre sus aspiraciones por parte
del Consejo de Regencia portugués. En consonancia con las tendencias absolutistas que
comenzaban a predominar en el entorno real, al igual que sucedería en Francia con los
consejos de Jean Bodin a los monarcas galos, Arias Montano concluyó que ningún juez
en la tierra podía someter la voluntad regia en asuntos mundanos, incluso aunque el rey
hubiera prometido aceptar el veredicto de los consejeros lusos, pues, como había señalado
san Isidoro, a quien cita el extremeño, «in malis promissis rescinde fidem», es decir, si una
promesa es perjudicial, es lícito romper el compromiso asumido, y, en este caso, la promesa
sería dañina para el poder absoluto del monarca, derivado a su vez de la voluntad divina28.
Las labores de asesor diplomático para los asuntos lusos, empero, no constituyeron la prin-
cipal ocupación de Arias Montano desde que abandonara Flandes. Más afín a su verdadera
vocación intelectual fue el encargo real para que contribuyera a ordenar y completar la bi-
blioteca de El Escorial, una tarea que, alternada con sus periódicos retiros en Extremadura
y Huelva o sus estancias en Sevilla, donde reanudó sus contactos con los siempre activos
círculos hispalenses y recuperó su juvenil pasión por las ciencias naturales, le ocuparía el
resto de sus días.
28 García Manso, Angélica, «Humanismo y política. A propósito de Arias Montano y su relación con Portugal». Humanitas,
2007, n.º 59, pp. 185-200.
La Biblioteca Escurialense, o Laurentina, como también sería conocida, era una idea perso-
nal de Felipe II. Ya desde 1556, había pedido a sus principales colaboradores que comen-
zaran a recopilar libros con el fin de formar una colección que, sumada a la suya privada,
conocida como la «librería rica», estuviera a la altura del prestigio de la monarquía. Pocos
años más tarde, la voluntad real se hizo más expresa en una carta dirigida por el monarca a
su embajador en París, fechada el 28 de mayo de 1568:
Holgaré que de ahí se tomen todos los libros más raros y exquisitos que pudiera ha-
ber, que es una de las principales memorias que aquí se pueden dexar, assí para el
aprovechamiento de los religiosos que en esta Casa hubieren de morar, como para
el beneficio público de todos los hombres de letras que quisieren venir a leer en
ellos…29.
Para Páez de Castro, quien ya había aconsejado de forma similar al emperador Carlos V, de
los libros «penden todas las artes e industrias humanas», por lo cual era menester resguar-
darlos en un lugar adecuado y seguro que estuviera, al tiempo, abierto al público docto,
como había sido el caso con las más celebradas bibliotecas de la Antigüedad, en las que,
además, los libros estaban acompañados por esculturas y retratos de hombres eximios con
cuyo ejemplo se aleccionaba a las generaciones presentes y futuras. El modelo de los clási-
cos se había retomado en las ciudades italianas de Roma, Florencia y Venecia, cuyas más re-
nombradas bibliotecas, la Vaticana, la Laurenciana y la Marciana, respectivamente, atraían
29 Citado en Antolín, Guillermo, Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia en la recepción pública del P. Fr. Guiller-
mo Antolín y Pajares O. S. A., el día 5 de junio de 1921. Tema: la Real Biblioteca del Escorial. San Lorenzo de El Escorial:
Imprenta del Real Monasterio, 1921.
a los mejores eruditos de la temprana Modernidad, como en el pasado habían acudido los
sabios a la Biblioteca de Alejandría. Esta suerte de turismo intelectual favorecía, según Páez
de Castro, la concordia y el comercio entre las naciones, así como el ennoblecimiento y en-
riquecimiento de sus principales lugares de peregrinación, que veían su nombre ensalzado
como fuente dispensadora de sabiduría y su prosperidad multiplicada al atraer no solo a los
letrados y sus discípulos, quienes gastarían sus dineros en comida, alojamiento y ocio, sino
también a las industrias auxiliares del libro y sus muchos beneficios asociados:
Porque todo vá eslabonado, como tengo dicho. Tras los libros ván los hombres sabios;
y tras ellos los que quieren ser discípulos; y estos han menester á los escribanos, y es-
tampas; y estas los materiales, que son papel, y pergamino, y lo demás30.
Además de estas razones prácticas, la biblioteca que proponía Páez de Castro tenía otra
finalidad asociada al alcance global de la monarquía: en ella debería guardarse referencia
no solo de los hechos y nuevas relacionados con las Indias y otros territorios del Mundo
Hispánico, sino de los principales acontecimientos de la historia de la humanidad, «de
manera que quien viere aquellas salas puede pensar que ha peregrinado lo más principal
del Universo»31.
En consonancia con las ideas expuestas, Páez de Castro proponía que la Biblioteca Regia
fuera asentada en una ciudad peninsular de fácil acceso, como Valladolid, o en las proximi-
dades de alguna universidad española de prestigio. Felipe II discrepó sobre este particular
al elegir como su sede El Escorial, convirtiendo así aquel retirado paraje en un inesperado,
y excéntrico, receptáculo salomónico del saber y, de paso, obligando al arquitecto Juan de
30 Páez de Castro, Juan (s. a.). Memorial al rey don Felipe II, sobre las librerías. Valladolid: Junta de Castilla y León. Consejería
de Cultura y Turismo, p. 27. Disponible en: http://bibliotecadigital.jcyl.es/es/consulta/registro.cmd?id=7822.
31 Op. cit., p. 28.
Herrera a modificar los planes iniciales del monacal palacio erigido en la sierra madrile-
ña. Ello no significó reducir el alcance del designio inicial, todo lo contrario. La Escuria-
lense se terminaría situando en un enclave privilegiado del monumental edificio, encima
de su entrada principal y con vistas al Patio de los Reyes. La especial disposición de la bi-
blioteca en forma de amplio salón abovedado, decorado con frescos de Tibaldi, rodeado
de esculturales librerías talladas en maderas nobles procedentes de las Indias y apoyadas
sobre las paredes, con los volúmenes expuestos de forma vertical y sus cortes dorados a
la vista, fue, asimismo, muestra de la prominencia que el rey confería a esta empresa, a la
que dedicó cuantiosos recursos materiales y humanos32. Entre estos, se contó también, y,
sobre todo, la movilización del amplio aparato diplomático de la monarquía. Así consta,
por ejemplo, en la instrucción que el rey dio a Montano antes de su partida a Amberes,
fechada el 25 de marzo de 1568, en la que le pedía que actuara como una suerte de «cri-
bador» de las listas de libros recomendados por los embajadores antes de su adquisición
y envío a El Escorial:
32 Me he ocupado del maridaje entre la proyectada Biblioteca Laurentina y la totalidad del proyecto escurialense, concebido
como un Casa de Salomón, además de como monastario, palacio y mausoleo, en Martínez Montes, Luis Francisco, España.
Una historia global. Madrid: Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, 2018.
33 González Carvajal, Tomás, «Elogio histórico del Doctor Benito Arias Montano». Memorias de la Real Academia de la His-
toria, Madrid, 1832, t. VII, p. 143.
Así sucedió. Durante su estancia allende los Pirineos, entre 1568 y 1575, fueron numerosas
las ocasiones en las que Arias Montano, premunido con las instrucciones reales, se puso en
contacto con los embajadores españoles en París, Roma, Venecia y otras capitales bibliófilas
para hacer uso de sus servicios, ya fuera con el fin de que se hicieran cargo temporalmente
de las compras de libros que iba realizando o para solicitarles que utilizaran sus redes de
información y a sus agentes para llevar a cabo nuevas adquisiciones.
A partir de estos precedentes, sumados a la firme voluntad regia, fue asentándose y crecien-
do de forma un tanto desordenada la biblioteca de la que Arias Montano fue nombrado, en
1576, librero mayor. Así relata un contemporáneo suyo, el padre Juan de San Jerónimo, las
circunstancias que llevaron a su designación y las muchas virtudes que le adornaban para
ocupar tan alta responsabilidad:
En primero de marzo de 1577, por mandato del Rey nuestro Señor vino a este Monas-
terio el doctor Benedicto Arias Montano, Capellán de S. M. y comendador de la Orden
de Santiago, etc., a visitar, expurgar y ordenar la librería Real de Sant Lorencio, como
persona que tiene las partes necesarias para empresa tan principal y de tanta confianza
como ésta. Y las cosas que concurrieron en este doctor son éstas: la primera ser un buen le-
trado y teólogo, y muy visto en todo de ciencias y lenguas, hebrea, y caldea, griega y latina,
siríaca y arábiga, alemana, francesa, toscana, portuguesa y castellana, y todas las sabía
y entendía como si en estas naciones se hubiera criado… Su trato y conversación era de
un santo; su humildad sobrepujada a la de todos cuantos con él trataban. Era tan afable
que necesitaba a todos que le quisiesen bien y le amasen. Los hombres doctos procuraban
su amistad y los caballeros hallaban en él cosas de edificación. Los oficiales, arquitectos, y
pintores y personas hábiles hallaban en él cosas que deprender. Estuvo el dicho doctor en
esta casa diez meses expurgando la librería, y la distribuyó por sesenta y cuatro disciplinas
poniendo aparte lo impreso, y a otra parte lo manuscripto. Dio orden que se pusiesen en
Como señala fray Juan de San Jerónimo, tras tomar posesión de su cargo oficial, el flaman-
te bibliotecario real se propuso como primera tarea ordenar los ejemplares ya recopilados
antes de su llegada a El Escorial, unos cuatro mil, clasificándolos por lenguas, por el tipo de
confección, ya fueran impresos o manuscritos, y por disciplinas, perfeccionando así la cla-
sificación del naturalista y bibliógrafo suizo Conrad von Gesner, teórico renacentista de la
Biblioteca Universal. El resultado del esfuerzo fue compilado en tres catálogos, numérico,
alfabético y sistemático, en los que quedó reflejada la visión enciclopédica y armónica que
del conocimiento tenía Arias Montano. Así lo atestigua quien fuera el principal cronista de
la historia de El Escorial, el fraile jerónimo José de Sigüenza:
Esta librería se asentó la primera vez toda junta en una pieza, que ahora sirve
de dormitorio a los novicios, y el doctísimo Arias Montano, como quien tenía
tan cabal noticia de las lenguas y disciplinas, la fue dividiendo, asentando cada
lengua por si, que como eran los principios y no se habían juntado tanta copia de
libros pudieron caber allí tantas divisiones, y en cada una de las lenguas hizo otra
división, asentando lo impreso a una parte y lo de mano a otra, y después otra
división en cada una de estas divisiones de impreso y de mano y de lengua, hacía
que estuviese cada facultad por si. Y dividió la librería en cada una de las lenguas
en sesenta y cuatro facultades, que servirá de mucho tener conocimiento de ellas y
el orden que tienen35.
34 Citado en Flórez, Ramiro, «Felipe II, Arias Montano y fray José Sigüenza en la ordenación de los saberes de El Escorial»,
en Flórez, Ramiro: Felipe II y su época. Actas simposium (II). San Lorenzo de El Escorial: Estudios Superiores de El Escorial,
1998, p. 571.
35 Sigüenza, José de, Historia de la Orden de San Jerónimo. Valladolid, 2000, t. II, p. 623.
Hauiendo su Md. ordenado de poner en Sanct Lorencio el Real una librería digna
de su nombre y grandeza y diputado para ello la más grande pieza y más apropósito
que se puede hallar en toda Europa, la cual será capaz de nueve mil cuerpos de li-
bros… la razón y el prouecho público piden se enriquezcan de cuantos buenos libros
puedan hallarse en todo el mundo, en todas las lenguas y artes… así impresos como
escritos de mano36.
«Cuantos buenos libros puedan hallarse en todo el mundo, en todas las lenguas y artes…»;
un plan tan ambicioso como el animado por el extremeño, una suerte de Biblioteca de
Babel, tenía una doble faz: por un lado, hacer de la Escurialense un repositorio de la diver-
sidad humana, lingüística y epistemológica; por otro, conferir a dicha variedad cierta uni-
dad y disciplina, reflejadas en una estricta clasificación de las principales lenguas y ramas
del conocimiento de acuerdo con los mejores criterios taxonómicos de la época. En esta
ambiciosa visión, es imposible no ver en el plan de Montano un reflejo del concebido por
Hernando Colón para su inacabada, e inacabable, biblioteca sevillana.
Además de la concepción holística y universalista del saber, otra coincidencia entre el pro-
grama de Arias Montano con el de Hernando Colón fue el valor que ambos concedieron
al despliegue iconográfico que habría de complementar las respectivas bibliotecas, Escu-
rialense y Colombina, si bien en el caso del primero, dada su profesión sacerdotal y el
contexto tridentino en el que se desenvolvió su madurez, el elemento teológico cobró
más relevancia que el secular y puramente humanista, al que era más adepto el hijo del
36 Citado en Antolín y Pajares, Guillermo, Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia, el día 5 de junio de 1921.
Imprenta del Real Monasterio de El Escorial, 1921, pp. 26-27.
Como todo amante de los libros sabe, las bibliotecas son organismos vivos y tienden
a expandirse naturalmente. Así pasó con la Escurialense, que creció con sucesivas
incorporaciones. Desde su nombramiento como librero mayor, y conforme a su declarada
ambición, Arias Montano continuó la política de atraer a esta fondos procedentes de
orígenes dispares: traslados de bibliotecas monacales, donaciones de nobles e intelectuales,
legados testamentarios, adquisiciones diplomáticas e incluso botines de guerra, como fue
el caso de la veintena de códices persas, árabes y turcos obtenidos en Lepanto, entre ellos
el famoso Alcorán que lleva el nombre de la gran batalla naval, o, más tarde, gran parte
de la biblioteca del sultán de Marruecos Muley Zidán, con más de cuatro mil volúmenes,
transportada en un bajel francés apresado en 1612 por una escuadra española en el
Mediterráneo. No ha de extrañar que el fondo de libros arábigos llegara a ser el segundo
más numeroso en El Escorial, tras el de los latinos. Nutrida fue también la sección de
libros en hebreo; destaca al respecto el legado de Juan Paéz de Castro en 1570, en el que se
Don Diego Guzmán de Silva, dibujo anónimo del Retrato de Diego Hurtado de Mendoza (probable),
siglo xvi. National Portrait Gallery, Londres. de Tiziano, circa 1540. Palacio Pitti, Florencia.
Y porque con sus grandes cargos residía en diversos lugares, y su librería era en todos
tan grande, que no podía tan presto mudarse: tomaba otros códices nuevos de los
autores que más amaba, y volvíalos a pasar como si antes no los hubiera pasado.
Así se ven en su librería dos y tres obras de unos mismos autores. […] De este gran
amor que ha tenido a las letras, ha resultado el singular provecho de tener, como
tenemos, tantos y tan insignes autores griegos, que antes no teníamos. Pues nos hizo
traer de Grecia muchas cosas de los santos Basilio, Gregorio Nazianzeno, Cyrilo, y
de otros excelentes autores, a todo Arquímedes, de Heron, de Appiano Alexandrino,
y de otros37.
37 Morales, Ambrosio, Antigüedades de las ciudades de España. Alcalá de Henares: Iñiguez de Lequerica, 1575.
Partidario de predicar con el ejemplo, y ya que sabía que moriría sin descendencia, Arias
Montano decidió en fecha relativamente temprana que también a su fallecimiento su bi-
blioteca particular pasaría a engrosar la Escurialense. El 9 de mayo de 1570, en una carta al
rey enviada desde Amberes, ya adelantaba la que habría de ser su voluntad:
Yo tengo originales que valen más de mil escudos, y no los daría yo por ningún precio
para ser quito dellos. Son hebraicos, griegos, caldeos y latinos y los tengo mandados
en mis testamentos a la librería de los originales de vuestra Majestad38.
Una voluntad que se mantuvo firme con varias aportaciones en sucesivas remesas que su-
maron más de doscientos volúmenes y que fue corroborada en su testamento, desvelado en
1599, por el que legó a la Biblioteca sesenta y ocho códices, de los cuales treinta y cuatro
eran hebreos, veintiocho árabes y seis griegos.
Por otra parte, los intereses intelectuales y el afán coleccionista de Arias Montano no se
limitaron a la palabra manuscrita o impresa, sino que se extendieron a otros ámbitos re-
lacionados con las ciencias naturales, a las que se dedicó con mayor ahínco en los últimos
años de su vida. Cuando podía eludir sus responsabilidades como bibliotecario regio,
puesto que le fatigaba y que fue abandonando progresivamente para retirarse definitiva-
mente en 1592, aprovechaba para retomar los contactos con sus amigos del círculo sevi-
llano y ponerse al día de los últimos adelantos y descubrimientos. Uno de esos amigos era
Simón de Tovar, un médico y botánico de origen portugués, pero establecido en España
desde la juventud. Al igual que otros polímatas y tempranos naturalistas fascinados por
América, como el propio Hernando Colón, Rodrigo Zamorano o Nicolás Monardes,
Tovar creó un huerto con plantas medicinales traídas de allende el océano, con las que
experimentó para conocer mejor sus efectos sobre la salud y con cuyos derivados realizó
lucrativos negocios. También entabló, como sus predecesores, correspondencia con los
ambientes científicos del norte de Europa, sobre todo con los autores flamencos que
habitaban en territorios de la Monarquía Hispánica, caso de Carolus Clusius o Rembert
Dodoens. A esta ampliación de su horizonte vital contribuyó su amistad con Arias Mon-
tano, a quien probablemente había conocido a través de la familia de su segunda esposa,
38 Salva, Miguel, Colección de documentos inéditos para la Historia de España. Madrid, 1842-1914, t. XLI, p. 178.
Isabel de Acosta. Fue también gracias a Montano que Tovar pudo ver publicadas varias
de sus obras sobre farmacopea en la imprenta de Plantin, dando a conocer sus investiga-
ciones a un público más internacional. En agradecimiento, a su muerte Tovar dejó a su
amigo su huerta, dedicada sobre todo a la aclimatación de raros especímenes americanos
e ibéricos, y su semillero, así como varios instrumentos de medición y útiles cartográfi-
cos, pues era muy aficionado a la cosmografía y a las artes de la navegación. Este legado
vino a sumarse a las propias colecciones de naturalia y artificialia que Montano había ido
acumulando durante sus viajes y que utilizó para avanzar la empresa intelectual que le
ocupó en sus años postreros, hasta su fallecimiento en 1598: la escritura de una Historia
natural que reconciliara los descubrimientos de la época con las Sagradas Escrituras y
que fue publicada póstumamente en Amberes en la imprenta de su viejo amigo Plantin.
Largo tiempo olvidada, pero hoy objeto de renovado interés, la Historia natural de Arias
Montano es considerada, por una parte, como culminación del giro empírico comen-
zado a inicios del siglo xvi y protagonizado en buena medida, como hemos visto, por
los autores ibéricos, y, por otra, como el inicio de la desviación respecto de este que se
constataría a finales de la misma centuria entre los círculos ilustrados de la Monarquía
Hispánica y que fue alejándolos de la llamada revolución científica del siglo xvii39.
39 Véase, por ejemplo, la reciente obra de Portuondo, María M., The Spanish disquiet: the biblical natural philosophy of Benito
Arias Montano. Chicago: The University of Chicago Press, 2019.
Proyecto decorativo para friso y cornisa con bustos de mujeres, de Ludovico Carracci, circa 1580.
Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, procedente de la colección del marqués del Carpio.
En sus años finales, el Arias Montano que en su juventud y madurez había conseguido
conciliar su vocación por los estudios bíblicos y literarios con su interés por el mundo
empírico se fue decantando hacia una visión de la realidad y del conocimiento de tintes
claramente neoplatónicos y herméticos, en la que todo lo existente en el mundo sensible
era concebido como un trasunto simbólico de la voluntad divina y los objetos naturales y
artificiales, como los coleccionados en los gabinetes y bibliotecas de la época eran conside-
rados signos cuyo desciframiento permitiría acercarse a la verdad última en ellos reflejada.
De hecho, la colección privada de maravillas naturales que Montano legó a su discípulo
predilecto, Pedro de Valencia, estaba compuesta por piedras preciosas y plantas atesoradas
por sus resonancias bíblicas. De forma similar, la propia Biblioteca Escurialense, en cuya
organización participó de forma tan decisiva el sabio extremeño, estaba imbuida de una
consideración providencial, pues su sentido último consistía en incardinar el mundo sen-
sible y los instrumentos adecuados para examinarlo, ya fueran libros, mapas o aparatos de
medición y observación, en el orden divino, al cual servía la monarquía católica.
Una de las figuras que mejor representaron esta transición, aunque todavía a caballo entre
ambas tradiciones, fue don Gaspar de Haro y Guzmán, conde de Morente, marqués de
Heliche y del Carpio, duque de Montoro y conde-duque de Olivares. Nacido el 1 de ju-
nio de 1629 en el seno de una gran familia aristocrática cercana a la Corte –su padre, don
Luis Méndez de Haro y Guzmán, llegaría a ser valido de Felipe IV–, sus primeros años
transcurrieron en plena Guerra de los Treinta Años, cuando los ejércitos de la Monarquía
Hispánica luchaban en una multiplicidad de frentes con dispar suerte. Lejos de la versión
catastrofista del siglo xvii que cierta historiografía ha tenido a bien, o cabría decir «a mal»,
diseminar, lo cierto es que España mantuvo una resiliencia ciertamente encomiable a lo
largo de aquel período, como lo demuestra el que continuara gobernando sobre el mayor
imperio ultramarino occidental hasta finales del siglo xviii40. Ello fue así gracias a una
capacidad de adaptación política, administrativa y militar muchas veces oculta bajo el tó-
pico de la rigidez e intransigencia hispánicas y, también, a la extraordinaria calidad de su
despliegue diplomático, considerado el mejor de Europa durante el siglo xvi y parte del
siglo xvii41.
El marqués del Carpio llegó a formar parte de esa eficaz red al servicio de la pervivencia
de la Monarquía Hispánica, a la que sirvió en el transcurso de una vida ciertamente aza-
rosa, marcada por la ambición política, a menudo frustrada, la curiosidad por el saber y
la pasión por el coleccionismo. De esa pasión, heredada de su padre y manifestada muy
tempranamente, da muestra el que llegara a poseer, entre sus más de tres mil obras de arte,
uno de los cuadros más emblemáticos de la historia de la pintura, la llamada Venus del es-
pejo de Velázquez, así como otro del mismo genio que recientemente alcanzó celebridad al
ser subastado por la casa Sotheby´s: el retrato de Olimpia Maidalchini, conocida como «la
Papisa», cuñada y supuesta amante del papa Inocencio X.
40 Veáse al respecto la obra de Storrs, Christopher, La resistencia de la monarquía hispánica, 1665-1700. Madrid: Editorial
Actas, 2013.
41 Mattingly, Garret, Renaissance diplomacy. Boston: Houghton Mifflin Company, 1955.
Venus del espejo, por Velázquez, circa 1651. National Gallery, Londres.
Además de las herencias recibidas y sus primeras compras en España, el marqués del Car-
pio adquirió parte de las piezas que formaron sus fabulosas colecciones durante su estancia
en Italia, donde sirvió como embajador en Roma y como virrey de Nápoles, los dos pues-
tos con los que culminó su cursus honorum tras varios reveses y sinsabores que en alguna
ocasión le llevaron a prisión y a punto estuvieron de costarle la vida42. Las complicaciones
de su biografía tuvieron que ver tanto con su carácter –era un hombre culto y de exquisita
conversación, pero dado también al libertinaje e impetuoso– como con las vicisitudes de
los reinados de Felipe IV y Carlos II, a las que no eran ajenos los enfrentamientos entre las
42 Sobre la biografía del marqués del Carpio, véase Fernández-Santos Ortiz-Iribas, Jorge, «No minorar la memoria de mis
pasados. Apuntes para una biografía política de Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio». Cuadernos de Historia
Moderna, 2020, 45, n.º 2, pp. 689-715.
sucesión de victorias y derrotas en los muchos frentes en los que estaba envuelta. De hecho,
desde la década de 1640, la crisis general europea derivada de la Guerra de los Treinta Años
se había complicado con las revueltas que en la propia península estallaron en Portugal,
Cataluña y Andalucía, y que estuvieron en el origen de la caída en desgracia del otrora
intocable conde-duque de Olivares. Consciente y convencido del poder de las imágenes
y de la proyección cultural para compensar los reveses geopolíticos, Gaspar de Haro –o el
marqués de Heliche, título por el que fue conocido hasta la muerte de su padre en 1661,
cuando heredará el título de marqués del Carpio– se lanzó a organizar todo un despliegue
de actos teatrales y festivos con gran aparato de arquitecturas efímeras y a patrocinar auto-
res y obras impresas cuyo fin era mostrar al mundo, empezando por los propios súbditos de
la monarquía, que España todavía estaba a la cabeza del más poderoso imperio de la época
y que sus recursos materiales, intelectuales y creativos todavía no estaban agotados.
Planta del puerto del Callao, en el Atlas del marqués de Heliche, 1655.
Ejemplo de esta estrategia de prestigio cultural fue la protección que el marqués dispensó
a Calderón de la Barca y la promoción no solo de sus obras teatrales, expuestas con vis-
tosas escenografías, a menudo debidas al genio del ingeniero italiano afincado en Madrid
Baccio del Bianco, sino también de un género semioperístico del que el dramaturgo fue
pionero y que sería conocido como la zarzuela. Otra muestra de esa política, aunque en
un registro distinto, fue el encargo de un atlas dedicado a las plantas de diferentes plazas
de España, Italia, Flandes y las Indias, culminado en 1655. En esta obra, con dibujos del
pintor italiano Leonardo de Ferrari, se mostraban ciento treinta y tres planos y descripcio-
nes de fortalezas y batallas en distintos lugares del mundo hispánico. La base del trabajo
fueron los mapas y grabados de la biblioteca del conde-duque de Olivares, gran aficionado
a la cartografía, heredada por don Luis de Haro y luego por el hijo de este. Obra de una
indudable calidad visual y de enorme interés historiográfico, permaneció, sin embargo, in-
édita durante mucho tiempo, pues, finalmente, nunca fue publicada, quizá por el alto valor
estratégico de las plazas en ella mostradas. A la muerte del marqués del Carpio, las deudas
contraídas tras una vida dedicada al coleccionismo eran tales que parte de su herencia tuvo
que ser puesta en almoneda por sus descendientes. El atlas referido fue adquirido por el
diplomático y erudito sueco Johan Gabriel Sparwenfeld, de paso por Madrid en 1689, y es
custodiado en nuestros días en el Archivo Militar de Estocolmo43.
Uno de los hitos de la carrera cortesana de don Gaspar fue su participación en la organi-
zación del protocolo y escenografía del encuentro, que tuvo lugar el 7 de junio de 1660,
entre Felipe IV y Luis XIV en la Isla de los Faisanes, en el que se selló la Paz de los Pirineos,
negociada por Luis de Haro y el cardenal Mazarino, y la entrega como esposa de la hija del
monarca español, María Teresa, al rey francés. Es sabido que fue Velázquez, en su calidad
de aposentador real, el principal encargado de preparar y decorar el pabellón español, pero
el marqués de Heliche no perdió la ocasión para aportar sus dotes teatrales y dejarse ver,
lo que provocó la incomodidad del pintor. La delegación francesa, informada sobre los
gustos y ambiciones de quien, después de todo, era el hijo del valido que había negociado
la paz por parte española, no perdió ocasión de sondearle e intentar ganarle para su causa.
El propio Mazarino, amante de los libros y del arte, le regaló una Biblia Regia ricamente
encuadernada y, a cambio, intentó negociar, sin éxito, la compra de varios cuadros de la
colección del marqués, sobre cuya calidad ya tenía noticias. Sin duda, la atención que le
prestó uno de los hombres más poderosos en la Europa del momento tuvo que suponer un
gran alimento para su vanidad y quizá le hizo pensar que mayores glorias le esperaban. El
destino, sin embargo, le tenía reservada otra suerte.
43 Testón Núñez, Isabel; Sánchez Rubio, Rocío; Sánchez Rubio, Carlos, «Plantas de diferentes plazas de España, Italia, Flan-
des y las Indias. El Atlas del Marqués de Heliche, Marqués del Carpio», en Reales Sitios, Revista del Patrimonio Nacional, año
XLI, n.º 162, 4.º trimestre de 2004, pp. 30-41. El atlas puede consultarse en su versión digital en la siguiente dirección:
http://4gatos.es/editorial/atlas-del-marques-de-heliche/.
Sucedió que, durante los preparativos para la representación en el Coliseo del Buen Retiro
de una obra de Calderón de la Barca, El hijo del sol, Faetón, a la que debía asistir Felipe IV,
se descubrieron varios cartuchos de dinamita escondidos sobre el escenario. Durante las
pesquisas para identificar a los responsables, uno de los detenidos fue un esclavo morisco
del propio marqués del Carpio. Este, ya fuera porque era realmente responsable del intento
de atentado o porque temía ser acusado falsamente por sus enemigos en la Corte, encargó
envenenar a su sirviente antes de que hablara bajo tormento. Ello no hizo más que agravar
su situación, pues el aristócrata fue apresado, juzgado y, a la postre, salvado del cadalso por
la gracia real, aunque no pudo librarse de una condena a dos años de pena de cárcel, a ocho
de destierro y a pagar una cuantiosa multa de 10.000 ducados.
independencia que ya lo era de facto desde 1640. Por suerte para don Gaspar de Haro, en
la Junta de Gobierno de Madrid había varios nobles afines a su linaje, quienes maniobraron
para que, aprovechando que ya estaba a su pesar en la capital lusa, fuera nombrado como
plenipotenciario en las negociaciones que comenzaron por intermediación de Inglaterra.
Fue una oportunidad que el marqués del Carpio no desaprovechó, dando muestras de
brillantes dotes diplomáticas que culminaron, el 13 de febrero de 1668, con la firma del
Tratado de Lisboa. Con todo, si con ello esperaba verse rehabilitado y así poder relanzar
su carrera en la Corte, ahora bajo una nueva constelación de poder, sus esperanzas pronto
se vieron frustradas, pues tan solo le fueron otorgados algunos cargos de segundo nivel. Ni
siquiera le fue de gran ayuda su segundo matrimonio, en 1671, con doña Teresa Enríquez
de Cabrera, hija del influyente Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, X Almirante de Castilla
y VI duque de Medina de Rioseco, tras haber enviudado en 1669.
Retrato del marqués del Carpio en Lisboa, circa 1670, anónimo. Museo del Traje, Madrid.
Carcomido por los desplantes y envuelto en varios litigios con la familia de su primera
mujer por la partición de su herencia, el marqués del Carpio dedicó parte de sus energías
a organizar una parte de su ya considerable biblioteca, la cual estaba conformada, ade-
más de por los libros que formaron parte de su educación juvenil, por los legados de su
padre y de su tío abuelo el conde-duque de Olivares, también impenitente bibliófilo, e
incrementada con los ejemplares que adquirió durante su forzada estancia en Portugal.
De ese temprano y parcial inventario se desprende que sus intereses se decantaban hacia
los temas jurídicos, históricos, filosóficos –tenía varias obras de Descartes– y los relacio-
nados con las ciencias teóricas y su aplicación práctica, sobre todo en el terreno de la
milicia, la cosmografía y la hidrografía44.
Parece que el marqués había mostrado ya su gusto por las ciencias, en particular por
las matemáticas, desde sus años de colegio con los jesuitas, pero fue durante su período
de cautividad en Lisboa cuando tuvo ocasión de cultivar con más esmero esta faceta de
su personalidad. Mientras negociaba allí el Tratado con Portugal, trabó amistad con el
embajador inglés Robert Southwell, encargado de facilitar el acercamiento entre ambos
vecinos ibéricos. Southwell era un hombre atraído por el conocimiento del mundo físico
y natural, lo que le hizo acercarse a los círculos de cosmógrafos y naturalistas portugue-
ses, sin duda con el propósito práctico de indagar en la geografía del Imperio luso y en
las plantas y semillas que importaba desde sus colonias, facilitando su tránsito hacia
Inglaterra. De hecho, en 1690, tras haber servido también como embajador en Bruselas,
Southwell fue nombrado presidente de la Royal Society, creada treinta años antes. Pare-
ce que el marqués y Southwell, en los momentos que les dejaban libres sus quehaceres
diplomáticos, frecuentaron y organizaron tertulias científicas con sus amigos lusos, y el
segundo llegó a regalar al español algunos manuales de trigonometría y astronomía que
pasaron a su biblioteca particular.
44 Véase al respecto Vidales del Castillo, Felipe, El VII marqués del Carpio y las letras. Tesis doctoral, Universidad Complutense
de Madrid, 2016. Accesible en https://eprints.ucm.es/id/eprint/38235/1/T37434.pdf.
Además de los libros, don Gaspar era propietario, en torno a 1670, de una selecta colec-
ción de cuadros salidos de los pinceles de Velázquez, Rubens, Van Dyck, Ribera, Giorda-
no o Caravaggio. Nutrida era también su colección de dibujos de grandes artistas, de los
que fue uno de los más conspicuos compradores durante la segunda mitad del siglo xvii,
hasta llegar a poseer un centenar que mostraba orgulloso, ricamente enmarcados y pro-
tegidos por cristales, en los salones de su palacio madrileño. Por un inventario realizado
en 1677, se sabe que, antes de su partida de Madrid, contaba con dibujos de Rafael, del
taller de Tintoretto, de Luca Cambiaso o de Francisco de Herrera el Joven, a los que
añadiría durante su estancia italiana dibujos de Tiziano, Veronese, del propio Tintoretto
o de Guido Reni, hasta completar cuarenta y tres álbumes que a su muerte serían disper-
sados. Hoy, los que no desaparecieron con el paso del tiempo se encuentran repartidos
entre distintos museos y colecciones privadas45.
Tampoco faltaban entre sus posesiones, como en los gabinetes del Seiscientos, los mine-
rales, las piedras preciosas y todo tipo de mobiliario decorativo. Tenía expuestos muchos
de estos artificialia y naturalia en su madrileño palacio de la Huerta de San Joaquín,
cerca del Palacio de Liria, donde recibía a sus deudos y amigos, y desplegaba sus dotes
de anfitrión, siempre esperando impresionar a quienes pudieran ayudarlo a avanzar su
estancada carrera. Sería injusto, con todo, considerar la suya una colección meramente
«de vanidad», pues el marqués daba muestras, a quienes sabían apreciar estas virtudes,
de considerar los libros y las obras de arte como medios para perfeccionar su formación
y, sobre todo, para ponerla al servicio del mejor gobierno de la monarquía si la oportu-
nidad se le ofrecía.
45 López-Fanjul, María, «The Spanish origins of the Marqués del Carpio´s collection of drawings». Master Drawings, vol. 48,
n.º 4, Drawings in Spain (Winter 2010), pp. 463-481.
San Francisco de Asís en éxtasis, Anton van Dyck, 1627-1632. Museo Nacional del Prado.
La Sagrada Familia rodeada de santos, Pedro Pablo Rubens, circa 1630. Museo Nacional del Prado.
Adoración del becerro de oro, círculo de Tintoretto, circa 1600. Museo Nacional del Prado.
Y así fue, aunque no probablemente de la forma que más hubiera anhelado. Tras varios
años de espera en vano para conseguir el valimiento que había ya disfrutado su padre, en
1672 fue nombrado embajador en Roma, una forma elegante de mantenerlo alejado de
la Corte, donde todavía se recordaba el episodio de la pólvora y los enemigos de su linaje
seguían manteniendo posiciones de cierta influencia. Lejos de mostrarse satisfecho, hizo lo
posible por demorar su partida, alegando primero el embarazo de su segunda mujer y, más
tarde, recurrentes episodios de mala salud. Finalmente, agotadas sus excusas, su partida se
produjo en 1677. Comenzaba así la «fase italiana» y última de su vida, que culminaría con
su fallecimiento en Nápoles en 1687.
Durante su embajada en Roma, que se extendió desde 1677 a 1682, el marqués tuvo que
hacer frente al creciente ascendiente francés sobre el papado y al apoyo galo a los focos de
rebelión antiespañoles que se sucedieron en Sicilia y Nápoles, puntales tradicionales de la
Monarquía Hispánica. Sin duda, Francia intentaba desquitarse de las dolorosas derrotas
que en Italia le habían infligido los ejércitos españoles desde inicios del siglo precedente y
buscaba desesperadamente desplazar a su secular rival. Tradicionalmente, además, Madrid
había manifestado su influencia en Roma, la capital espiritual de la Cristiandad, a través
de la creación de redes clientelares prohispánicas en la curia y entre las familias aristocrá-
ticas locales, muchas de las cuales recibían cuantiosos subsidios. La expresión artística, y
territorial, de ese «poder blando» fueron monumentos como el Tempietto de San Pietro
in Montorio o el llamado «barrio de la Embajada Española», o quartiere spagnolo, un am-
plio conjunto de calles y plazas sometidas a la jurisdicción de la Monarquía Hispánica. Al
asumir su cargo, el marqués del Carpio se encontró con el intento por parte del entonces
papa Inocencio XI de ir recuperando gradualmente el control sobre aquel espacio ajeno a
su poder terrenal46. Como medio, el papa empleó la excusa de imponer una mayor auste-
ridad a los fieles de la ciudad, muchos de los cuales eran ya de por sí dados a los excesos, y
para ello propuso al embajador español que limitara el despliegue de fastos y dádivas con
46 Dandelet, Thomas James, Spanish Rome 1500-1700. Yale: Yale University Press, 2002.
los que se venía ganando la voluntad de los habitantes del quartiere. Soberbio, el marqués
no solo decidió desobedecer al sumo pontífice, sino que, siguiendo el modelo que había
implantado durante el período en el que estuvo encargado de organizar los espectáculos
públicos y los actos recreativos de la monarquía, se lanzó durante su período romano a
una extravagante campaña de fastos con los que pretendía rivalizar en magnificencia y dis-
pendios tanto con el papa como con su principal rival, el embajador de Francia. Al final,
fue esa desmesura la que le perdió de nuevo, pues, a la postre, ni Madrid ni Roma estaban
dispuestas a que un embajador, por muy noble que fuere, pusiera en peligro las siempre
complicadas relaciones entre la Monarquía Hispánica y la Santa Sede. En 1682, cansado de
sus desplantes, Inocencio XI llegó incluso a amenazar a Carpio con la excomunión. Rotas
las relaciones entre el papa y el embajador español, la Corte de Madrid no tuvo más reme-
dio que tomar cartas en el asunto. La solución que se encontró fue la de cesar al marqués,
pero nombrarle inmediatamente virrey en Nápoles. Así se eludían mayores encontronazos
con el cabeza de la Iglesia y, al tiempo, se evitaba dar la impresión de que se cedía en exceso
ante sus pretensiones.
fundar su propia escuela platónica en la sede de la Embajada Española. Aunque hay pocas
noticias sobre su composición y funcionamiento, parece que con esta pretendía replicar en
la Ciudad Eterna la estrategia de patronazgo de artistas e intelectuales que había seguido
en Madrid al servicio de la mayor gloria de la Monarquía… y también de su propia perso-
na. No en vano, en sus años de mayor ascendiente, aunque siempre relativo, en la capital
española, él mismo confesaba: «debo al arte la majestad con que hoy triumpho». Asociada a
este proyecto fue la idea, que no fructificó entonces, de crear una academia de bellas artes
en Roma donde se formaran algunos de los más prometedores talentos artísticos de la mo-
narquía. Finalmente, la Academia de España en Roma se fundaría dos siglos más tarde, en
el año 1873.
La política cultural que con tanto esmero cultivaba el embajador era, además de una es-
trategia puesta al servicio del Estado, una forma de darse a conocer entre quienes estaban
contribuyendo al renacimiento de Roma como foco difusor de ideas y modas artísticas.
Una vez pasaban a formar parte de su red clientelar, el marqués esperaba que en sus obras
no se olvidaran de ensalzar su figura. Y no puede decirse que le fuera mal en esa búsqueda
y consecución del renombre entre sus contemporáneos y para la posteridad. En 1684, el
conocido poeta italiano Sebastiano Baldini le dedicó siete sonetos en su obra Il tempio de-
lla fama, en los que mencionaba varias efigies dibujadas sobre papel y dedicadas a resaltar
las virtudes del marqués elaboradas durante su estancia en Roma, algunas de las cuales
sirvieron como modelo para otros retratos y alegorías que le fueron consagrados durante
su virreinato en Nápoles, desde 1683 hasta 1687, y que hoy se conservan en la Biblioteca
Nacional de España o en colecciones de Roma y Londres47.
47 López-Fanjul, María, «Las representaciones de don Gaspar de Haro y Guzmán, VII marqués del Carpio: retratos, alegorías
y emblemas». Archivo Español de Arte, XXXVI, 344, octubre-diciembre, 2013, pp. 291-310.
De especial relevancia durante su etapa romana fueron las compras, más de mil piezas, que
el marqués realizó para completar la colección de pintura y escultura que había dejado en
España, que ya era excepcional de por sí. Notoria fue la adquisición del legado del carde-
nal Camilo Massimi, antiguo nuncio apostólico en Madrid, conocido, además de por su
carrera eclesiástica, por ser confidente de Velázquez, quien le retrató y varias de cuyas obras
poseyó, mecenas de Poussin y reconocido intrigante político. Entre las piezas que Carpio
obtuvo mediante esa transacción se encontraron, además de cuadros como la antes referida
«papisa» de Velázquez, numerosas muestras de mobiliario, alhajas, elementos decorativos
y, sobre todo, esculturas clásicas, como el Ganímedes hoy en El Prado, y varias esculturas
egiptizantes. Algunas de estas últimas, datadas probablemente de finales del Egipto dinás-
El exquisito Ganímedes, escultura clásica del siglo ii d. C., adquirido por el
marqués del Carpio en la almoneda romana del cardenal Camilo Massimi.
Museo Nacional del Prado.
tico, más tarde ornamentaron, ya bajo el reinado de Felipe V, el Palacio de San Ildefonso
y fueron recogidas en el famoso cuaderno de dibujo de Ajello, hoy también en El Prado.
Roma le sirvió, asimismo, de base para realizar compras de pintura en el mercado venecia-
no, a cuyo fin el marqués empleaba como agente privilegiado a Antonio Saurer, por cuya
intermediación llegó a adquirir, entre otras obras maestras, una Magdalena penitente de
Tiziano y varios cuadros de Tintoretto, que se sumaron a los muchos de este pintor, uno
de sus favoritos, que ya poseía en Madrid.
el poder hispánico. A río revuelto, Francia, envuelta desde 1635 en la Guerra de los Treinta
Años, aprovechó para alimentar la insurrección y así debilitar al enemigo español en uno
de sus principales feudos. Gennaro Annese, el sucesor de Masaniello, recibió promesas de
apoyo por el embajador galo en Roma y proclamó la república, a la espera de que una flota
francesa lo ayudara a derrotar a los restos de la guarnición española. En lugar de un gran re-
fuerzo por mar y tierra, toda la ayuda que recibió fue la de un noble aventurero, Enrique II
de Lorena, V duque de Guisa, quien con apenas una partida de soldados consiguió entrar
en Nápoles pretendiendo hacerse con el poder en la ciudad. La rivalidad entre Annese y el
duque pronto desembocó en un conflicto abierto entre ambos, lo que contribuyó aún más
a la división de los rebeldes, alimentada por agentes y espías proespañoles. La llegada de
una poderosa flota española al mando de don Juan José de Austria puso finalmente término
al levantamiento en octubre de 1648 y facilitó la restauración del virreinato en la persona
del conde de Oñate.
Aunque los franceses intentaron por dos veces reconquistar la ciudad, esta vez sí, con la
ayuda de sendas flotas, fueron de nuevo derrotados y ni siquiera la población más levantis-
ca, escarmentada por el comportamiento tiránico del duque de Guisa, se puso de su lado.
Aprendida la lección, el renovado poder español dejó de apoyarse tanto en la nobleza feu-
dal y, bajo el hábil conde de Oñate, comenzó a favorecer los intereses de los comerciantes,
artesanos y letrados urbanos. Así, al sobresalto causado por la sublevación de Masaniello
siguió un período de estabilidad y renacimiento cultural en las ciudades del virreinato, que,
sin embargo, a medida que avanzaba el siglo, contrastaba con el deterioro de la situación en
las zonas rurales, donde comenzaron a extenderse el bandidismo y las crisis de subsistencia.
El predecesor del marqués del Carpio como virrey de Nápoles, el marqués de Vélez, inten-
tó introducir algunas reformas, pero fueron insuficientes para calmar los ánimos de una
población en la que volvía a surgir el descontento. Un efecto más positivo tuvo su patro-
nazgo de nuevas academias, inclinadas al estudio de las ciencias experimentales y la filosofía
moderna de corte cartesiano, que hicieron de la ciudad italiana una de las más avanzadas
intelectualmente en Europa.
Así pues, a su llegada a Nápoles, Carpio se encontró con una brillante escena intelectual,
que no tardó en impulsar para ganarse a los sectores más ilustrados, pero con una compli-
cada crisis socioeconómica empeorada por la corrupción endémica de la burocracia local y,
sobre todo, por una inflación galopante. Alternando el palo y la zanahoria, el nuevo virrey
fue gradualmente reviviendo el comercio, equilibrando la situación fiscal y metiendo en
vereda a los sectores más díscolos de la nobleza. No descuidó la renovación de las fortale-
zas defensivas del virreinato utilizando los avances de la poliorcética, ni dudó tampoco en
emplear la fuerza para poner coto a las habituales manifestaciones de bandolerismo en el
campo. Este despliegue de energía en tan múltiples frentes hizo que su secretario en la em-
bajada romana y luego en Nápoles, Juan Vélez de León, un humanista y hombre de letras
por calidad propia, alabara la facilidad con la que el marqués era capaz, gracias también, sin
duda, a su talento para servirse del talento, de «domar al Rebelde, honrrar al sauio, premiar
la Pluma, que regir la espada».
Ganada una cierta estabilidad en los asuntos políticos, acompañada por un saneamiento
de los financieros, el marqués del Carpio pudo dedicar los últimos años de su virreinato,
y de su vida, a la política cultural que tanto le apasionaba. Apoyándose en dos editores
a los que concedió su protección, Antonio de Bulifon y Domenico Antonio Parrino, no
descuidó tampoco el frente propagandístico. Bulifon, quien pasaría a la historia como
recuperador de las obras de poetisas del siglo anterior, en particular de Vittoria Colonna,
obtuvo el monopolio casi total de la impresión de obras extranjeras en Nápoles y recibió
el encargo de publicar una célebre guía de la ciudad para forasteros, escrita por el abad
Pompeo Sarnelli, en la que se ensalzaba las iniciativas llevadas a cabo por el virrey. Por su
parte, el taller de Parrino quedó a cargo de la difusión de las gacetas locales y grabados
de escenas urbanas destinados a divulgar las virtudes del gobierno virreinal hispánico. El
renacer editorial favorecido por Carpio fue acompañado por un mayor dinamismo de los
círculos artísticos, académicos y científicos napolitanos, como sucedió con la Accademia
degli Investiganti, formada sobre todo por médicos inclinados a aplicar los avances en
su disciplina para resolver las recurrentes crisis de salud pública. Contrarios a la ciencia
jesuítica y adeptos a la revolución científica en marcha, los investiganti gozaron durante
el gobierno del marqués de una tolerancia pasiva que les protegió de la Inquisición, situa-
ción que terminó a la muerte de aquel y llevó a la persecución de sus miembros.
Donde sin duda más brilló la labor cultural de Carpio en Nápoles fue en las artes escénicas,
un ámbito que había cultivado, y en el que había alcanzado la excelencia, ya durante su pri-
mer período madrileño, cuando supo servirse, como hemos visto, del genio calderoniano y
de la vibrante vida cultural del Siglo de Oro. Para ayudarlo en el extraordinario despliegue
de actos teatrales y arquitecturas efímeras que caracterizaron su gobierno, el virrey empleó
al italoaustríaco Philipp Schor, a quien había conocido durante su embajada en Roma.
Durante ese período, Schor, quien ya tenía una fama asentada como ingeniero y escenó-
grafo, encontró en Carpio un patrón munificente y decidió seguirle a Nápoles junto con
su discípulo Johann Bernhard Fischer, un escultor de origen austríaco a quien el marqués
había encargado dos bustos de «mujeres fuertes», Semíramis y Pentesilea, hoy en el Palacio
Semíramis, por Johann Bernhard Fischer, Pentesilea, por Johann Bernhard Fischer,
circa 1685. Palacio Real de Aranjuez. circa 1685. Palacio Real de Aranjuez.
Real de Aranjuez. Ambos, sobre todo el primero, fueron los responsables de dar lustre a
muchas de las piezas teatrales y musicales que caracterizaron el renacer del barroco napoli-
tano bajo el virreinato de Carpio. A ese florecimiento contribuyeron también figuras como
el compositor Alessando Scarlatti, padre del más conocido Domenico, contratado por el
marqués en 1684 para explotar su vena operística. Schor, bajo el mecenazgo de Carpio, fue
el responsable de la decoración de muchas de las obras de Alessandro estrenadas en el Pala-
zzo Reale, como Il Pompeo o la Olimpia vendicata. A su genio para los efectos grandiosos se
debió también la organización de los teatri sul mari, suerte de obras teatrales representadas
sobre coliseos flotantes, o los fastos para celebrar regularmente las onomásticas de Mariana
de Austria y de María Luisa de Borbón, todo ello parte del aparato de propaganda con el
que la Monarquía Hispánica pretendía contrarrestar las campañas de desinformación des-
plegadas por sus enemigos.
El esplendor barroco, empero, era una máscara bajo la que se ocultaba la proximidad de
la muerte. El 16 de noviembre de 1687 expiraba repentinamente el virrey. Los dispendios
en los que incurrió en Roma y Nápoles para seguir alimentando su pasión coleccionista
le habían sumido en la ruina. Su familia, reducida a su viuda y su única hija, Catalina, no
tuvo más remedio que subastar buena parte de las colecciones acumuladas durante una
vida de excesos, cierto, pero siempre guiados por el mejor gusto. Hoy, las piezas atesoradas
por el marqués del Carpio nutren algunos de los mejores museos del mundo, incluidos los
de su patria.
48 Una fuente principal, aunque inevitablemente parcial, sobre la vida de nuestro personaje son sus propias memorias. Véase
Azara, José Nicolás de, Memorias del ilustrado aragonés José Nicolás de Azara (edición de Gabriel Sánchez Espinosa). Zara-
goza: Institución Fernando el Católico, Excma. Diputación de Zaragoza, 2000.
Excavación arqueológica en Villa Negroni, por Thomas Jones, 1777. Tate Britain.
49 Su hermano, Félix de Azara, llegó a ser un célebre militar, ingeniero y naturalista español, admirado por Darwin y retratado
por Goya.
que se desarrollaría en una primera fase en Italia, como la del protagonista del capítulo
anterior, el marqués del Carpio, para alcanzar su epílogo en la Francia revolucionaria y
napoleónica. Antes de su primer destino en el extranjero, y también como nuestros otros
personajes bibliófilos y coleccionistas, Azara se vio brevemente envuelto en las relaciones
con Portugal, al contribuir a traducir un panfleto antiluso anónimo aparecido en Francia
en el contexto de la Guerra de los Siete Años, cuando Lisboa, tradicional aliada de Lon-
dres, fue invadida por una fuerza hispano-francesa antes de ser socorrida por un cuerpo
expedicionario británico. La obra de propaganda se titulaba Profecía política, verificada en
lo que está sucediendo a los portugueses por su ciega afición a los ingleses: hecha luego después del
terremoto del año de mil setecientos cincuenta y cinco, y supuso la primera incursión de Azara
en lo que hoy llamaríamos «guerras de desinformación».
El gusto por las letras que Azara ya desarrollara durante su primera juventud oscense tuvo,
afortunadamente, otras formas más elevadas de expresarse. En 1765 dio muestras de su
amor por la literatura al publicar una reedición, anotada de su propia pluma, de las Obras
de Garcilaso de la Vega, que habían permanecido inéditas desde 165850. Para Azara, como
para los principales tratadistas del Neoclasicismo español, sobre todo Ignacio de Luzán y
Gregorio Mayans, la exhumación literaria de Garcilaso era la punta de lanza que habría
de favorecer el retorno de las letras españolas a los dignos cánones del humanismo re-
nacentista abandonados durante la centuria precedente en favor de los excesos barrocos.
A este mismo fin de «volver a la belleza armoniosa de los clásicos» sirvieron también salones
literarios como la Academia del Buen Gusto, presidida desde 1749 en la madrileña calle del
Turco por la marquesa de Sarriá, o las tertulias de Agustín de Montiano, primer director
de la Real Academia de la Historia, y la de la Fonda de San Sebastián, animada por Nicolás
Fernández de Moratín. En todos estos medios cultos, la figura de Garcilaso, como la de sus
coetáneos renacentistas, comenzó a ser vindicada tras casi un siglo de olvido.
50 Azara, José Nicolás de, Las «Obras» de Garcilaso de la Vega, ilustradas con notas (1765), Vigo: Editorial Academia del Hispa-
nismo (Biblioteca Canon, 20). Edición de Ana Isabel Martín Puya, 2016.
La edición de Azara, que gozó del privilegio de ver la luz en la Imprenta Real de Madrid,
no solo fue, por tanto, un empeño personal del entonces joven diplomático aragonés,
sino que formaba parte de un bien delineado proyecto de política cultural acorde con
las pautas del gobierno de Carlos III y sus ministros ilustrados. Con la recuperación de
Garcilaso y sus pares se trataba de encontrar figuras del pasado que pudieran encarnar
la mejor esencia de la España que se intentaba restaurar, comenzando por recuperar la
«pureza» que la lengua española habría alcanzado en el siglo xvi antes de ser sometida a
un largo proceso de corrupción, como el que había corroído las mismas instituciones de
la monarquía, que Carlos III se empeñaba en revitalizar. En ese afán de «limpieza filológi-
ca», Azara no se privó de introducir modificaciones en los propios textos del poeta, tanto
en el lenguaje como en el orden en el que presentó su obra; variantes que consideraba
más acordes con el propósito original del autor y con ese añorado espíritu nacional que
la Ilustración carolina pretendía actualizar y proyectar hacia el futuro como parte de su
programa de reformas.
Tras cinco años en Madrid, su sólida formación de jurista, amén de sus inquietudes cul-
turales, motivaron que en 1765 el entonces secretario de Estado, el marqués de Grimaldi,
nombrara a Nicolás de Azara agente de preces en Roma, es decir, representante oficial de
la monarquía ante los tribunales y oficinas de la curia romana. Era un cargo de gran res-
ponsabilidad que debía alternar con otro, si cabe, de mayor enjundia, que era informar a
sus superiores sobre las interioridades de la política pontificia durante un período en el que
Carlos III y sus ministros optaban claramente por oponer el poder real a la influencia del
papado en los asuntos terrenales.
Al llegar Azara a Roma en enero de 1766, el papa era Clemente XIII. Durante sus años de
estancia en la Ciudad Eterna, se relacionaría, asimismo, con los pontífices que le sucedie-
ron, desde Clemente XIV a Pío VII, pasando por Pío VI. Mientras ejerció como agente
general y procurador del rey, su fidelidad a la política regalista de Carlos III fue constante,
lo que le procuró no pocas tiranteces con la curia. Entre los episodios sensibles que tuvo
que gestionar desde su puesto se contaron los relacionados con la expulsión de los jesuitas
y la posterior disolución de la orden fundada por Ignacio de Loyola; la beatificación del
obispo de Puebla y virrey de Nueva España Juan de Palafox, un proceso que se extendió
nada menos que hasta 2011, cuando se resolvió bajo el pontificado de Benedicto XVI,
o el complicado cónclave que culminó con la elección de Clemente XIV. A todo ello se
sumaría su enemistad con el embajador español ante la Santa Sede, Tomás de Azpuru, de
quien Azara sospechaba que albergaba simpatías por los jesuitas y, por tanto, veleidades
contrarias a las intenciones de la monarquía. La sustitución de Azpuru en 1772 por José
Moñino, futuro conde de Floridablanca, le supuso un gran alivio, pues el nuevo embajador
siguió a rajatabla las instrucciones de obtener, aunque fuera brevemente, la disolución de la
Compañía de Jesús, que se formalizó con el breve pontificio Dominus ac Redemptor Noster,
en agosto de 1773.
Tras el éxito diplomático, Azara se dio un respiro y pudo realizar varios viajes por la penín-
sula itálica que le llevarían a Parma, donde conoció al célebre impresor y editor Bodoni, y
Florencia, donde estrechó una amistad, que se convertiría en legendaria, con el pintor Ra-
fael Mengs, con quien compartía los mismos gustos neoclásicos y para quien posó en enero
de 1774 en actitud de gentilhombre cultivado. Retornado a España, donde permaneció
durante dos años de permiso, fue nombrado académico honorario de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando y reanudó sus labores editoriales, iniciadas años antes con la
obra de Garcilaso. El paréntesis de asueto se vio interrumpido cuando, en agosto de 1776,
fue enviado de nuevo a Roma, donde el marqués de Grimaldi iba a sustituir al conde de
Floridablanca, nombrado secretario de Estado en otoño de ese año. Hasta la llegada del
nuevo embajador, Azara fungió como encargado de Negocios. Fue una época frustrante
desde un punto de vista profesional –siempre pensó que era merecedor de la embajada antes
que Grimaldi–, si bien fructífera en actividades culturales y en el cultivo de las relaciones
sociales, para las que estaba particularmente dotado merced a su gracia natural, su exquisita
educación y sus modales acordes con el buen gusto romano. Era, además, un hombre que,
aunque no exento de cierta capacidad para la maliciosa ironía dirigida contra sus adversarios
políticos, como demuestra su nutrido epistolario51, sabía separar las enemistades públicas
de las afinidades personales. Así, aunque había contribuido a la supresión de los jesuitas, no
tuvo reparos durante su encargaduría de Negocios en proteger a algunos de ellos y apoyarles
en sus empresas intelectuales, como hizo con Juan Francisco Masdeu, financiando en parte
su Historia crítica de España y la cultura española, o con Esteban de Arteaga y sus investiga-
ciones sobre la teoría estética. Arteaga se convertiría, de hecho, en bibliotecario al servicio
del diplomático español y en uno de sus mayores admiradores. Celebrada fue también la
acogida y protección que el diplomático dispensó a los jóvenes pensionados de la Academia
de San Fernando y de otras academias provinciales que viajaban a Italia para perfeccionar
tanto su técnica como sus conocimientos de la historia del arte52. Algunos de ellos, como
Francisco Javier Ramos, Manuel Napoli o Carlos Espinosa, fueron aceptados, muy proba-
blemente por intercesión de Azara, como alumnos en el taller de Mengs tras el retorno del
maestro a Roma en 1777. A la muerte de este dos años más tarde, Azara se sintió obligado
a procurar a los pensionados la mejor de las tutorías y a tal fin estableció en el Palacio de
España una academia de dibujo dirigida por Buenaventura Salesa, seguidor de los preceptos
neoclásicos del pintor bohemio. De nuevo, como en los tiempos del marqués del Carpio, la
embajada de España en Roma servía de templo para las musas.
51 Azara, José Nicolás de, Epistolario (edición de María Dolores Gimeno Puyol). Madrid: Castalia, 2013.
52 Jordán de Urríes y de la Colina, Javier, «“Crear artífizes yluminados en el buen camino de el arte”: los últimos discípulos
españoles de Mengs». Goya, 340, julio-septiembre de 2012, pp. 210-235.
53 Jordán de Urríes y de la Colina, Javier, «Azara, coleccionista de antigüedades, y la Galería de estatuas de la Real Casa del
Labrador de Aranjuez». Reales Sitios, n.º 156, 2.º trimestre de 2003.
hoy se exhibe en el Louvre, conocido como la Herma de Azara. A su afán por desenterrar
el pasado –«soy todo Antigüedad», decía de sí mismo– se debieron también las investiga-
ciones en el santuario consagrado a Hércules Victorioso, en Tívoli, y en la Villa Laurentina
de Plinio, en Ostia.
En las cavas de antichità, como llamaba a las prospecciones que llevó a cabo en las cercanías
de Roma y en Tívoli, Azara realizó numerosos descubrimientos de frescos y bustos que, de
acuerdo con las costumbres de la época, retuvo como parte del retorno por los gastos incu-
rridos en las exploraciones arqueológicas, en las que solía participar, además, junto con otros
aficionados locales o extranjeros como socio capitalista. Fue así como reunió una valiosa
colección de efigies de personajes notables de la Antigüedad clásica, sobre todo de filósofos,
como Hermarco, y de escritores, como Homero, que exhibió en los salones y en la biblioteca
del Palacio de España. Montadas sobre hermas realizadas para la ocasión en las que grababa
el nombre, a menudo equivocado, que atribuía a los personajes representados y, en un alarde
de vanidad, el suyo propio, el conjunto llegó a varias decenas de piezas, a las que fue sumando
otras muchas, originales y copias tardías, adquiridas entre los anticuarios locales.
Encuentro entre dos filósofos presididos por Minerva, por Francisco Javier Ramos, 1785. Palacio de
España en Roma. La escena muestra a Azara, leyendo sentado, al esteta y arquitecto Francesco
Milizia y a la diosa romana con las facciones de la princesa de Santacroce. El trío está rodeado de
cuadros, libros y un globo terráqueo.
La intensa vida social del embajador no le impedía llevar a cabo sus funciones oficiales,
que sabía a su vez armonizar con sus empresas intelectuales, siempre inclinadas a la recu-
peración de los clásicos y de personajes históricos españoles en los que pretendía reflejar
el ideal reformista de la época. Así, tras encargarse de organizar con todo esplendor las
honras fúnebres y publicar la Oración tras el fallecimiento de Carlos III, en 1789, sacó a la
luz al año siguiente en la Imprenta Real de Madrid su traducción al español, en cuatro vo-
lúmenes primorosamente encuadernados, de la History of the life of Marcus Tullius Cicero,
de Conyers Middleton. Esta obra formó parte de un proyecto más amplio con el que Azara
enalteció, con clara y elegante prosa dieciochesca, la vida y las obras de figuras como Piza-
rro, el marqués de Santillana, el Gran Capitán o el padre Feijóo.
Cuando más disfrutaba de ella tras largos años de espera, la corriente revolucionaria del fin
de siglo habría de arrumbar la cómoda y cosmopolita vida romana del embajador, colocán-
dole en situaciones en las que, ya entrando en una edad avanzada, nunca hubiera pensado
estar inmerso. El amante inveterado de la Antigüedad clásica se convertiría, irónicamente,
en uno de los actores inesperados del turbulento inicio de los tiempos contemporáneos.
Sucedió que, en 1796, las tropas francesas al mando de Napoleón Bonaparte entraron en
Italia en el contexto de las Guerras del Directorio contra las potencias monárquicas. Tras
ocupar Milán, Parma y Módena, los revolucionarios la emprendieron con las legaciones
pontificias en Ferrara y Bolonia, forzando al papa Pío VI a firmar un armisticio que llevó
el nombre de esta última ciudad. El muñidor de ese acuerdo fue el mismo Azara, a quien
las circunstancias situaron en una sorprendente encrucijada, pues su contraparte en las
negociaciones no fue otro que el general francés. En sus Memorias, el diplomático español
se refiere a su encuentro, en junio de 1796, con «un joven de veintiocho años, pequeño, flaco,
rubio, pero muy tostado por el sol, ojos azules, cubierto de pelo que baja hasta la punta de la
nariz, metido en un mal uniforme azul». La pobre impresión física que en aquella ocasión le
causó Napoleón no fue óbice para que Azara guardara por el futuro emperador un gran res-
peto, que se demostraría mutuo y que tenía mucho que ver con la admiración que, como
muchos otros ilustrados españoles, el diplomático sentía por la patria de la Encyclopédie.
De hecho, sus caminos se volverían a cruzar en más de una ocasión. De Napoleón diría
más tarde Azara que era uno «de aquellos ingenios privilegiados que la naturaleza produce
muy de tarde en tarde». A su vez, Bonaparte, siendo ya Azara embajador en París, no dudó
en pedirle consejo a su regreso de la campaña de Egipto y le ayudó intermediando ante las
autoridades españolas cuando el español se malquistó con sus superiores en Madrid.
Napoleón cruzando los Alpes, por Jacques-Louis David, 1801. Palacio de Charlottenburg, Berlín.
La razón por la que Azara se vio convertido en mediador entre Napoleón y Pío VI en Bo-
lonia tenía que ver con la reversión de las alianzas que conllevó la llegada al trono español
de Carlos IV y la consecuente política exterior seguida por el favorito Godoy. Tras la desas-
trosa Guerra del Rosellón, en la que España perdió parte de sus territorios septentrionales
en favor de la República transpirenaica, Madrid concluyó que, por encima de las diferen-
cias ideológicas, era de su mejor interés firmar la paz con el enemigo revolucionario, que
para entonces se encontraba también exhausto y dispuesto a llegar a un entendimiento
con su vecino meridional. A partir de la constatación de las inconveniencias que suponía
continuar el conflicto, ambas potencias firmaron en julio de 1795 el Tratado de Basilea,
por el que no solo se intercambiaban territorios en Europa y América, sino que acordaban
entablar una estrecha inteligencia diplomática en la estela de los tradicionales Pactos de
Familia. Parte de ese arreglo implicaba que España se ofreciera como mediadora entre la
República y los Estados Pontificios, que habían roto relaciones en 1792, coincidiendo con
el fin de la monarquía de Luis XVI.
La ocasión para poner en práctica el acuerdo surgió, precisamente, con la invasión francesa
de Italia. Tras el armisticio de Bolonia, con todo, las relaciones entre Francia y el papado
continuaron deteriorándose, y fue necesario que Azara facilitara un segundo tratado, fir-
mado en julio de 1796, por el que Napoleón aceptaba retirarse de la Romaña. Agradecido,
el papa nombró al embajador español caballero romano y el escultor Antonio Cánova co-
menzó a modelar su efigie, aunque nunca la llegó a finalizar. La posterior firma, en agosto
de ese mismo año, del Tratado de San Ildefonso, por el que España y Francia anudaban una
más firme alianza militar, convirtió, a la postre, a España y a su embajador ante la Santa
Sede en enemigos de la independencia romana. Ello terminó inevitablemente afectando al
destino de Azara y poniendo fin prematuramente a su etapa italiana.
Preocupado por la suerte de sus posesiones, y de su propia vida, en una Roma cada vez
más dividida entre los partidarios del papado y las facciones revolucionarias locales que
ansiaban replicar en los Estados Pontificios la experiencia francesa, Azara escribió a Godoy
solicitándole la ayuda real para trasladar sus colecciones a España, ofreciéndolas para que
sirvieran de utilidad pública. Era demasiado tarde, pues a principios de 1798, las tropas ga-
las invadieron los Estados Pontificios, provocando el destierro del papa y la proclamación,
en febrero de ese año, de una efímera República romana. Todavía convencido de que po-
dría facilitar un nuevo entendimiento entre el papado y los franceses, Azara dejó sus libros,
cuadros, estatuas y grabados en los sótanos del Palacio de España y siguió a Pío VI a Siena,
donde el Santo Padre se había exiliado. Al constatar que sus esfuerzos no eran bienvenidos,
el diplomático se trasladó a Florencia y se quedó a la espera de nuevos acontecimientos e
instrucciones. Fue allí donde, poco más tarde, recibió su nombramiento como embajador
ante el Directorio en París, capital a la que se trasladó en mayo de 1798. La fama de afran-
cesado que para entonces le acompañaba, y que tantos enemigos le terminaría causando
tanto en Italia como en España, fue en ese momento más un activo que un pasivo, pues le
abrió las puertas de la política francesa, entonces en plena ebullición, y le permitió ejercer
sobre esta una influencia, relativa, pero ciertamente desmesurada para el papel internacio-
nal de una España que entraba en sus horas más bajas54.
Recibidas sus credenciales por el Directorio, al inicio de su estancia en la capital gala fue testigo
indirecto de los preparativos, mantenidos en secreto, de la expedición a Egipto dirigida por
Bonaparte, parte de las campañas contra Gran Bretaña a las que Francia pretendía arrastrar
a España haciendo valer el Tratado de San Ildefonso. Como consecuencia de ese tratado,
París deseaba que Madrid contribuyera a doblegar la voluntad de Portugal, si era necesario
por la fuerza, convirtiendo a nuestro vecino en parte del bloqueo continental dirigido
contra las Islas británicas. Las instrucciones de Azara iban, empero, en otro sentido, pues
su prioridad era hacer que Francia firmara una paz con Portugal negociada por entonces en
la capital gala por el diplomático luso Antonio de Araújo e Azevedo, pero que las facciones
probritánicas en Lisboa se empeñaban en hacer fracasar, lo mismo que algunas camarillas
54 Besques, Paul, «La première ambassade de D. José Nicolás de Azara à Paris (mars 1798-août 1799) suite et fin». Bulletin
Hispanique, 1901, pp. 406-424.
del Directorio, aunque por otras razones. De acuerdo con los preliminares del inconcluso
tratado franco-luso, Portugal debería romper su tradicional alianza con Londres y cerrar
sus puertos al comercio británico, abriendo su economía a los intereses franceses. Como
era frecuente en la diplomacia del Antiguo Régimen, de las consecuencias comerciales
del tratado se beneficiarían mediante las correspondientes comisiones sus principales
negociadores y, sobre todo, por la parte francesa, el vizconde de Barras, uno de los miembros
más influyentes del Directorio.
Advertidos los adversarios de Barras del modo en que pretendía enriquecerse, las negocia-
ciones se rompieron y fue necesario reanudarlas de nuevo. Azara, cuya fama de amigable
componedor le precedía desde los tiempos italianos, fue tentado por la Corte de Lisboa
para facilitar los contactos con los sectores opuestos a Barras en el gobierno francés. Preve-
nido de las complicaciones que tal misión le podría causar tanto en lo personal como en su
función diplomática, Azara informó a Madrid de la conveniencia de tomar distancias en
el asunto, advirtiendo a sus superiores del nido de corrupción en que se había convertido
la diplomacia revolucionaria. El episodio, aunque dejó un mal sabor de boca a nuestro
protagonista, no le impidió continuar sus esfuerzos, que eran los de Madrid, por evitar una
guerra generalizada en Europa a la que la política agresiva del Directorio parecía conducir.
En efecto, tras la invasión de Italia y la constitución en aquella península de repúblicas
que eran apenas marionetas de París, era cada vez más evidente que el Sacro Imperio con
capital en Viena y las otras potencias monárquicas no se iban a quedar con los brazos
cruzados, como tampoco Gran Bretaña se mantendría pasiva mientras veía formarse una
masa continental contraria a sus intereses diplomáticos y comerciales si triunfaba la Francia
revolucionaria sobre las monarquías del Antiguo Régimen. Consciente de que el tiempo
corría en sentido contrario a los intereses de la paz, Azara propuso al Directorio restablecer
al papa en Roma y devolver el resto de Italia a su statu quo ante, quitando así a los enemigos
de la República uno de los irritantes que con más facilidad podría hacer estallar el barril de
pólvora en que se había convertido la política europea.
«Me escuchan, pero no me hacen caso», pudo decir Azara a su secretario de Estado, Fran-
cisco de Saavedra. En efecto, en una de sus misivas a su superior, el embajador concluía
sobre el gobierno francés que
La política de apaciguamiento seguida por Madrid y defendida con empeño por Azara
fue finalmente arrumbada cuando en el otoño de 1798 Luis de Urquijo sucedió en la Se-
cretaría de Estado a un enfermo Saavedra. El nuevo ministro, partidario de una política
más agresiva en Italia, donde Carlos IV y su esposa pretendían restablecer una política
reminiscente de la aplicada por Isabel de Farnesio en su intento de colocar a infantes
españoles en reinos y principados de la península, veía con malos ojos las propuestas
conciliadoras de Azara. Este, pese a quedarse sin protectores en su capital, persistió en
el empeño de convencer al Directorio para que desistiera de entrar en guerra contra una
nueva coalición ya conformada por Inglaterra, Rusia, Turquía, Nápoles y Suecia. Fue en
vano. Iniciado el conflicto, las primeras victorias francesas se tornaron al poco en derro-
tas, comenzando por la sufrida por Napoleón en la campaña de Egipto. A mediados de
1799, enfrentado a las protestas en el interior provocadas por las levas en masa y en el
exterior sometido a la presión de los aliados, el Directorio sufrió un golpe que benefició a
los partidarios de un poder ejecutivo fuerte, liderados por Sieyès, quien a su vez nombró
al joven general Joubert al frente de las tropas parisinas. Este último, representante de
una facción del ejército que hacía recaer en el Directorio la culpa de los desastres mili-
tares, comenzó a intrigar para modificar el curso de la revolución y, según el testimonio
de Azara, incluso para restaurar la monarquía en Francia. En efecto, en sus Memorias,
el embajador relata que un día Joubert pidió verle para confiarle sus planes. Al parecer,
otros generales franceses a quienes Azara había conocido en Roma le habían hablado
bien de sus cualidades como hombre de palabra y como diplomático avisado. Nuestro
protagonista se habría encontrado así siendo partícipe involuntario de las maquinaciones
de quienes planeaban un cambio de régimen en el país ante el que estaba acreditado, una
situación ciertamente delicada para un representante extranjero. Para complicar más las
cosas, según Joubert, los conspiradores habrían pensado en un príncipe de la casa real
española, el heredero de la Casa de Parma, para que encabezara una monarquía consti-
tucional. Sobresaltado por las implicaciones que el plan podría conllevar, Azara intentó
convencer al general para que pensara en otro candidato más aceptable para el pueblo
francés, quizá, propuso, el duque de Orleans. Finalmente, el destino hizo fracasar la su-
puesta conspiración, pues, enviado a Italia, Joubert pereció en la batalla de Novi frente a
un ejército austro-ruso muy superior.
embajador español decidiera intervenir directamente ante Sieyès para solicitar el cierre
del Club du Manège y el nombramiento al frente de Exteriores de un ministro menos
exaltado. Este tipo de intervención en la política interior del país anfitrión, aunque no
sin precedentes, ciertamente sobrepasaba las funciones de un embajador extranjero y
provocaron un fuerte malestar, no tanto en París, pues la intromisión de Azara venía a
hacerle el juego a un Sieyès que quería deshacerse de los elementos más extremistas en
favor de una República moderada, pero sí en Madrid, donde el secretario de Estado Ur-
quijo encontró la excusa perfecta para librarse de un embajador que le resultaba incómo-
do y por quien no sentía aprecio personal. Finalmente, Urquijo consiguió su propósito
y el 26 de agosto de 1799 el rey Carlos IV comunicaba a Azara su cese y su sustitución
por Ignacio de Musquiz, hasta ese momento embajador en Berlín.
En los escasos meses que permaneció en París antes de la llegada de su sucesor y de su re-
greso a su tierra natal, Azara tuvo ocasión de encontrarse de nuevo con Napoleón, recién
retornado de su fallida campaña en Egipto. Según relata en sus Memorias el diplomático,
Bonaparte se interesó por la situación política en España e incluso se ofreció para intentar
convencer a sus autoridades para que lo mantuvieran en el puesto. Con buen criterio, el
embajador cesado declinó el ofrecimiento y a no tardar, en noviembre de ese mismo año,
se encontraba en su patria chica oscense, intentando hacer inventario del naufragio en que
se habían convertido su carrera y su vida por mor de sus enemistades políticas. Especial
preocupación le causaba la suerte de sus colecciones romanas, de las que no había vuelto a
saber desde que abandonara apresuradamente Italia. A sus Memorias confió la desazón que
le causaba pensar en su destino, al escribir que, cuando todavía gozaba de la confianza de
la Corte:
Apurado en cuanto a sus necesidades materiales, en una carta a su viejo amigo, y también
diplomático, Bernardo de Iriarte, con quien había coincidido en Madrid durante su primer
período en la Secretaría de Estado, le confió:
«Quando los pensamientos eran heroicos y pensaba tener una Patria, lo destinaba
todo para ella, pero ahora es menester mudar registro, y pensar en formarse por sí un
recurso independiente. Reservaré los libros que más me podrán servir, y de los demás
haré solemne almoneda para juntar su producto a otras partidas que ya se van reco-
giendo, y como la culebra dexar la piel viexa por otra nueva»57.
56 Azara, José Nicolás de, Memorias del ilustrado aragonés José Nicolás de Azara (edición de Gabriel Sánchez Espinosa). Zara-
goza: Institución Fernando el Católico, Excma. Diputación de Zaragoza, 2000, p. 367.
57 BNE, ms. 20089, 8, Azara a Iriarte, 20 de agosto de 1800.
Por suerte para el desesperado Azara, la situación política en España también mudó como
la proverbial piel de culebra. Su enemigo Urquijo terminó cayendo en desgracia y a no tar-
dar, en diciembre de 1800, el nuevo secretario de Estado, Pedro Cevallos, pariente y aliado
de Godoy, nombró al aragonés de nuevo embajador en París. Como por arte de magia, el
monarca resucitó también su interés por hacer llegar las colecciones romanas de Azara a
España, costeando el viaje con fondos públicos. En una carta de Azara a Cevallos, fechada
el 7 de enero de 1801, el restituido embajador dejó atrás su deseo de vender sus pertenen-
cias, recordando que su propósito al juntar más de setenta bustos de personajes clásicos
siempre había sido «traerlos algún día a España para que se sirviera en ella a la instrucción y
gusto público»58.
pagar a Francia como compensación por la neutralidad de Madrid en la guerra que, tras
el fracaso de la Paz de Amiens, de nuevo enfrentó a París y Londres. Terminado su último
servicio, hubiera deseado il Cavaliere pasar los últimos años de su vida en Roma, donde
había conocido la felicidad y el reconocimiento que más tarde le fueron tan esquivos. Por
desgracia, la muerte le sorprendió todavía en París un 26 de enero de 1804. Un mes más
tarde, Carlos IV dio orden de que las colecciones de bustos y estatuas que Azara había
dejado recogidas en diecinueve cajones en el Palacio de España fueran trasladadas a la
península. Tras su llegada al puerto de Valencia, la donación del difunto embajador fue
trasladada al Real Sitio de Aranjuez, desde donde a su vez fue dividida entre el Real Museo,
futuro Museo Nacional del Prado, y la Galería de Estatuas de la Real Casa del Labrador,
donde todavía pueden admirarse.
No puede concluirse una semblanza del Azara coleccionista y bibliófilo sin hacer referencia
a otra de sus pasiones, siempre relacionada con su exquisito gusto. Me refiero a las artes de
la impresión y la tipografía, oficios íntimamente asociados a su dedicación a las empresas
editoriales. Esta inclinación se acordaba, además, con una época en la que las artes del libro
en España experimentaron una importante renovación. El desarrollo de los establecimientos
tipográficos formó parte de la política general de apoyo a las manufacturas nacionales inspi-
rada por Carlos III y sus gobiernos ilustrados. Uno de los primeros beneficiados de esta po-
lítica, gracias al particular impulso del conde de Aranda y del marqués de la Mina, resultó el
tipógrafo catalán Eudald Pradell, a quien en 1764 se le concedió una pensión vitalicia a cam-
bio de que produjera matrices de la mejor calidad para imprimir caracteres latinos, griegos,
arábigos y hebreos. Por la misma época, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
comenzó a formar a maestros tipógrafos, entre los que descolló Jerónimo Antonio Gil, en-
cargado de los tipos de la Real Biblioteca y creador de la familia tipográfica que sirvió para la
impresión de la célebre edición de El Quijote de Joaquín Ibarra, en 1780. La partida de Gil a
Nueva España, donde se convertiría desde 1778 en tallador y administrador de la Casa de la
Moneda de México, que más tarde elogiaría Humboldt como la mayor y más rica del mun-
do, supuso, empero, un duro golpe para la continuidad de una industria que ya empezaba
a ser floreciente y contarse entre las más avanzadas de Europa. Para intentar paliar el daño y
completar la colección de matrices iniciada por Gil, los administradores de la fundición de la
Real Biblioteca comenzaron a interesarse por la adquisición de las elaboradas por el diseñador
italiano Giambattista Bodoni, quien desde su taller en Parma había llevado el noble arte de la
impresión a una de sus más elevadas cumbres. Se llegó incluso a explorar la posibilidad de que
el mismo Bodoni se trasladara a España junto con todo su obrador para instalarse ya fuera en
Madrid o en El Escorial y así pudiera gozar de su magnífica biblioteca. Partiendo del interés
del propio italiano, las negociaciones a tal fin fueron conducidas por Nicolás de Azara, con
quien Bodoni mantenía una estrecha amistad, iniciada, como hemos relatado, en uno de los
viajes desde Roma del diplomático español a la bella ciudad de la Emilia-Romaña. La regular
correspondencia que siguió a su primer encuentro es testimonio de la mutua admiración que
se profesaron desde entonces, sustentada en el culto a la belleza, que ambos querían ver tras-
ladado a la página impresa. De hecho, uno de los tempranos encargos realizados por Azara
como editor y mecenas al taller de Bodoni fue la impresión, de acuerdo con las prescripciones
estéticas neoclásicas con las que el diplomático estaba ya plenamente familiarizado, de la In-
troducción a la historia natural y a la geografía física de España, del naturalista inglés William
Bowles. Este libro ya había sido objeto, en 1775, de una impresión comercial en Madrid, a
partir de una edición también preparada por Azara, quien se ocupó de redactar una intro-
ducción a la obra original para los lectores españoles. Un año más tarde, Azara escribió a
Bodoni pidiéndole que diseñara una edición elegante, pero simple, de la traducción italiana
del Bowles, invitándole a que experimentara con el libro, jugando con las proporciones como
si se tratara de una obra arquitectónica, siguiendo los preceptos grecolatinos de claridad y
armonía, trasladándolos a las relaciones entre las letras y el espacio en blanco. El resultado fue
una de las joyas bibliográficas del xviii.
Además de la relación personal entablada entre Azara y Bodoni, había un factor político
en juego que pesaba en el proyecto de la Corte española para atraerse al impresor italiano.
Cabe recordar que Parma era la cabeza de un ducado cuyos gobernantes estaban empa-
rentados con la rama hispánica de los Borbones y tenían a gala que el pequeño territorio
italiano brillara gracias a su mecenazgo de las artes y las ciencias. Ello podía facilitar las
cosas, pero también complicarlas, pues difícilmente el duque de Parma iba a dejar partir a
un hombre que tanto estaba contribuyendo a su renombre. Pese a ser consciente de estas
dificultades, Azara, cuyo amor por las bellas letras era bien conocido, siguió insistien-
do ante las autoridades españolas para que facilitaran el traslado de la oficina tipográfica
bodoniana a España en un momento en el que las principales instituciones ilustradas de
la monarquía estaban promoviendo varios proyectos editoriales de prestigio. Entre estos,
destacaron la impresión de la monumental Bibliotheca hispana, cumbre de la erudición
española en el siglo precedente, obra del bibliógrafo Nicolás Antonio, así como de la Bi-
bliotheca arabico-hispana escurialensis, del orientalista de origen maronita Miguel Casiri, y
la Regiae bibliothecae matritensis codices graeci, del humanista Juan de Iriarte.
Las conversaciones, sin embargo, se demoraron durante varios años sin que las partes
llegaran a un acuerdo, viéndose complicadas además por las diversas ofertas que Bodoni
recibió de distintas partes de Europa conforme se extendía su fama como el mejor impresor
de su tiempo. Sin caer en el desaliento, y una vez nombrado embajador en Roma en
1786, el español propuso al eminente tipógrafo que, en lugar de mudarse a España con los
consiguientes inconvenientes derivados de la mayor lejanía, se trasladara a la más cercana
Ciudad Eterna, donde le ofreció instalar su imprenta en el Palacio de España. Finalmente,
las autoridades parmesanas, temerosas de perder a su famoso conciudadano y la reputación
con él ganada, consiguieron retenerle con diversas artes y generosas dádivas. La relación
entre Azara, y por extensión la Corte española, y Bodoni no se resintió por ello. El embajador
llegó a encomendarle la impresión de una lujosa colección de clásicos grecolatinos costeados
de su pecunio. Asimismo, ya que no era posible la exportación a España de todo su taller, ya
asentado definitivamente en Parma, Madrid adaptó su ofrecimiento a la adquisición de una
parte de sus punzones y matrices, con los que se esperaba completar las series tipográficas
existentes en nuestro país. Bodoni se mostró favorable a la idea y en 1788 compuso, para
dar la mejor impresión de su saber hacer, un catálogo que pasaría a los anales de las artes de
la impresión con el nombre de Manuale tipografico di Giambattista Bodoni.
Fue así como, por amistad con su mecenas Azara y porque se sentía en deuda con España,
pues había disfrutado del título de tipógrafo de cámara de Carlos III desde 1782 y luego,
bajo Carlos IV, de una generosa pensión vitalicia, Bodoni accedió en 1796 a ignorar otras
suculentas ofertas que le llegaban de Berlín, Viena, Weimar, Dresde o Turín, así como
las reticencias de sus patrones parmesanos, y aceptó la venta excepcional de varias de sus
artes a la Imprenta Real de Madrid. La transacción, que se materializó en varias entregas
espaciadas durante tres años, fue seguida por la parte española por el conde de Valdeparaíso,
nombrado representante ante el ducado de Parma por Manuel Godoy, favorito de los
nuevos monarcas e interesado en ser percibido como gran patrón de las artes. Por su parte,
Azara siguió desde Roma todo el asunto, y en su correspondencia con Bodoni se preocupó
por seguir impulsando la compra al tiempo que realizaba nuevos encargos editoriales con
los que animar su taller. A cambio de 60.000 reales de vellón, España pudo contar así con
algunas de los más avanzados y más hermosos materiales tipográficos de la época, un logro
al que contribuyó en no menor medida la intermediación de nuestro protagonista y que en
1799 fue mostrado al mundo gracias al bellísimo catálogo titulado Muestras de los punzones
y matrices de la letra que se funde en el obrador de la Imprenta Real. Por desgracia, los
destrozos causados por la guerra de la Independencia y las vicisitudes políticas posteriores
detuvieron el enorme progreso alcanzado por España en las artes de la impresión, que solo
muy lentamente pudo reanudarse ya entrado el siglo xix. Hoy en día, tras haber cumplido
su civilizadora misión, las colecciones tipográficas españolas son, en el mejor sentido,
piezas de museo. Afortunadamente, entre ellas se encuentran las matrices y los punzones
ilustrados de la Imprenta Real, incluidas las piezas adquiridas desde el taller de Bodoni, que,
aunque fueron confiscadas por las tropas francesas en 1808, pudieron recuperarse en gran
parte en 1815, tras la derrota de Napoleón, dentro de los acuerdos de restitución de obras
de arte y colecciones varias firmados entre Francia y las potencias vencedoras. El empeño
de Azara se vio así póstumamente recompensado y su patria cuenta hoy con una muestra
excepcional de la mejor tipografía neoclásica, un privilegio compartido tan solo con la
villa de Parma. Gracias al exquisito editor Franco Maria Ricci, bodoniano de excepción
recientemente fallecido, y a la labor de la Biblioteca Bodoni, iniciativa de la Universidad
de Salamanca dedicada a la difusión de la obra del gran tipógrafo y su contribución a las
artes de la impresión, hoy España e Italia siguen preservando su memoria y celebrando la
amistad que le unió al diplomático español59.
59 Corbeto, Albert, G.B. Bodoni y la tipografía española de la Ilustración, en Biblioteca Bodoni, 2015. Accesible en
https://bibliotecabodoni.net/monografia/g-b-bodoni-y-la-tipografia-espanola-de-la-ilustracion.
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30 Representación del cultivo de maíz en el Códice florentino de Bernardino de Sahagún Wikimedia Commons
32 El rinoceronte de Durero Wikimedia Commons
Parecer de Hernando Colón acerca de cómo argumentar los derechos de la Corona de Castilla sobre las
35 islas Molucas Archivo General de Indias