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García Martínez María Angélica - Verdad o Ficción (Edit)

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De la historia a la literatura

Verdad
o ficción
José Pascual Buxó

Una de las discusiones más interesantes de los últimos tiempos


—consignada en nuestra revista en varias ocasiones— se en-
cuentra en las relaciones entre la historia y la ficción. El filó-
logo y lingüista José Pascual Buxó enriquece el diálogo y esta-
blece las conjunciones y disyunciones entre el trabajo del escritor
y el del historiador.

I sentido puramente metafórico,1 los lingüistas y semió-


logos suelen establecer una lata diferencia entre relato
Es evidente para todos que las disciplinas históricas histórico y discurso literario. Para algunos, el “relato his-
están naturalmente ligadas al discurso; quiero decir tórico” se caracterizaría por la intención impersonal y
con esto que la rememoración de los hechos huma- objetiva de sus enunciados, en tanto que el “discurso”
nos, en tanto que se inserten en una secuencia tem- literario estaría fuertemente marcado (estilística e ideo-
poral considerada en un determinado espacio políti- lógicamente) por las circunstancias e intenciones semán-
co y geográfico (es decir, en un Estado o nación), no ticas de los sujetos involucrados en el proceso de comu-
puede desvincularse de su última y más permanente nicación. Al tipo de discurso histórico o, por mejor
realidad textual. De modo, pues, que ya como testi- decir, historiográfico, correspondería la categoría retó-
monio de ciertos “hechos” o como examen de sus cau- rica del “relato” —en este caso, presumiblemente obje-
sas y consecuencias, para no morir del todo en la me- tivo o comprobable— de ciertas acciones humanas, en
moria de los postreros, aquellas acciones y pasiones tanto que en el discurso inter-subjetivo —y, en no pocas
humanas han de entrar en los dominios de la escritu- ocasiones, intra-subjetivo— prevalecerá el intercam-
ra, es decir, han de pasar de su evanescente realidad bio dialógico, siempre teñido de matices individuales y
fáctica a las representaciones —más o menos perma- de secretas irrupciones de la imaginación. Con todo, es
nentes— de un discurso social.
En oposición a las inquietantes tesis de algunos his- 1 Ya escrito este artículo, encuentro en el número 81 de la Revista
toriadores posmodernos, según los cuales tanto las obras de la Universidad de México, correspondiente al mes de noviembre de
históricas como las invenciones literarias son meras “fic- 2010, una meditada y perspicaz reflexión de Enrique Florescano acer-
ca de los debates en torno a las confluencias y diferencias entre “Histo-
ciones” lingüísticas y que, por ende, tanto unas como ria y ficción”, texto cuya lectura será de indispensable utilidad tanto
otras sólo pueden ser consideradas “verdaderas” en un para los teóricos de la historiografía como de la literatura.

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un hecho bien establecido que tanto la “narratividad” co- ción” la obra literaria. Siendo, pues, que en la práctica
mo el “dialogismo” aparecen en la práctica como “autén- de la escritura, los “tipos” histórico y literario “aparecen
ticos principios de la organización de todo discurso, muchas veces mezclados”, es recomendable distinguir-
narrativo o no narrativo”,2 y que, por lo tanto, no son los teóricamente antes de entrar a la consideración de
precisamente las contrapuestas categorías de narración la naturaleza específica de cada uno de ellos. Y de tales
y diálogo las que puedan determinar por sí mismas la semejanzas discursivas y oposiciones semánticas entre
naturaleza semiótica de los relatos históricos y de las ambas “agencias del espíritu” nos proponemos discu-
ficciones literarias. rrir ahora con brevedad.
A este propósito, conviene recordar que los histo- La historiografía —id. est. la narración circunstan-
riadores clásicos, al introducir la peroración, la proso- ciada de ciertas acciones humanas que resultaron deter-
popeya o el monólogo manifiesto como parte de un in- minantes para la consolidación o transformación de un
tercambio virtual del enunciador con sus destinatarios, determinado estado de cosas— tiene pretensiones de
asignaban a tales recursos de la argumentación retórica verdad: aspira al registro de los hechos de conformidad
una función claramente persuasiva, y que en la histo- con los estatutos de la realidad experimentada por los
riografía moderna dicha función puede verse general- actores y testigos de un cierto suceso, y reconstruidos
mente asumida por las reflexiones teóricas o las apostillas después profesionalmente desde los presupuestos de una
textuales con las que pretende el historiador concederle deseable objetividad científica. (Dejo de lado —por el
mayor credibilidad a los hechos narrados o, al menos, hecho de inscribirse en otros tipos de producción dis-
a su particular manera de exponerlos e interpretarlos. cursiva— los numerosos casos en que la tarea historio-
Siendo esto así, conviene indagar por medio de otras ca- gráfica queda puesta al servicio de la prédica doctrinaria
tegorías semióticas la especificidad de los “relatos his- o la parcialidad ideológica, así como ciertas digresiones
tóricos” por oposición a otro tipo de procesos verbales —digamos “filosóficas”— fundadas en la ruptura de las
a los que damos el nombre de “discursos literarios” o, fronteras disciplinarias, no menos que en la facundia
más exactamente, poéticos. Haciéndolo así, quizá tam- inagotable de sus autores).
bién podamos percatarnos con mayor precisión de las
deudas que entre sí contraen los discursos historiográ-
ficos y los propiamente artísticos o, dicho de otro modo,
del carácter “retórico-literario” que en no pocas ocasiones
afecta la escritura de la historia, no menos que de la “histo-
ricidad” que permea inevitablemente toda obra literaria.
Tratando justamente de tales deudas o “contamina-
ciones” entre las obras historiográficas y las poético-li-
terarias, recordaba Alfonso Reyes la costumbre de los an-
tiguos, y también de algunos modernos historiadores,
de recurrir a las ficciones artísticas con el ánimo de re-
presentar o describir más al vivo lugares y personajes;
éstas —decía— “prestan servicios eficaces” a la evocación
de “atmósferas sociales”, “facilitan la exégesis” y son un
“artificio no censurable si se lo reconoce como tal arti-
ficio”, esto es, como “ficciones literarias internas, entra-
ñadas en el flujo mental de la historia”, la cual, una vez
desprendida de tales galas o atavíos, deberá “seguir sien-
do historia”.3 Por su lado, las obras literarias aprovechan
en su favor —sigue pensando Reyes— toda la “reali-
dad que llega a nuestra mente”, si bien con el aprove-
chamiento de las “semánticas” ajenas, así de la historia
como de la ciencia, “no se desvirtúa con tal integra-

2 Cfr. A. J. Greimas-J. Courtés, Semiótica. Diccionario razonado de

la teoría del lenguaje, versión española de Enrique Ballón Aguirre y


Hermes Campodónico, Editorial Gredos, Madrid, 1979. (Sub voce “na-
rración” y “diálogo”).
3 Alfonso Reyes, El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria, Fon-

do de Cultura Económica, México, 1983, pp. 83-85. (La primera edi-


ción es de El Colegio de México, publicada en 1944).
Michael Maier, Viatorum, Oppenheim, 1618

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tica de ciertas acciones y pasiones que, aun sin remitirse


inmediatamente a realidades concretas, han de encon-
trar en ellas los materiales para la construcción de su
universo imaginario.
Como se comprenderá, me refiero aquí a las dos for-
mas extremas del discurso: una, propensa a dar razón
cumplida y comprobable de hechos ciertos o recibidos
como tales y, otra, tendiente a convertir las experiencias
propias, y aun las ajenas, en un almácigo de noticias de
las que el literato dispone ad libitum como materiales
aptos para la creación de un discurso ficcional. Esa fun-
ción poética de la lengua —planteada en los términos
de Roman Jakobson—,4 se orienta a la manifestación de
las “intuiciones del espíritu” y no tanto de la “verdad”
objetiva de sus enunciados, es decir, a la transfiguración
—o si se prefiere decirlo así, a la resemantización— de
aquellas acciones o comportamientos humanos a los
que necesariamente ha de referirse la obra literaria, pe-
ro que sólo alcanzan su plena significación cuando ad-
Michael Maier, Atalanta fugiens, Oppenheim, 1618
quieren el estatuto de una representación simbólica, capaz
de instaurar sus propias condiciones de “credibilidad”,
La pretensión de ser un registro verdadero de cier- y sin estar obligada a ceñirse estrechamente —como le
tas acciones humanas —ya sean individuales o colecti- sucede idealmente a la historiografía— a la comproba-
vas—, no menos que de sus causas y de los efectos produ- ción de las realidades efectivas. Como veremos adelan-
cidos por ellas en las comunidades en que ocurrieron, te, a la procurada “verdad” de los referentes históricos,
obliga al discurso historiográfico a manifestarse, si no los discursos literarios oponen —como quería Aristó-
exclusiva, al menos primordialmente, por medio de una teles— la “verosimilitud” persuasiva de sus invenciones,
función lingüística precisa, la que designamos como las cuales, no por el hecho de tener un carácter imagina-
denotativa o referencial. Los relatos del historiador y sus rio o ficticio, dejan de sustentarse en las experiencias con-
asertos han de ser autorizados no sólo por la fidelidad cretas de una determinada comunidad social y cultural.
de la memoria, la garantía documental y el juicio pon-
derado de los hechos tomados en consideración, sino
además y principalmente por el recurso a una función II
discursiva centrada en la exacta denotación de sus refe-
rentes extratextuales, vale decir, orientada a evitar la pre- Con el fin de irnos previniendo de los frecuentes equí-
sencia de aquel tipo de ambigüedades semánticas que vocos que suele ocasionar la extendida noción de sím-
caracterizan —grosso modo— al discurso literario. De bolo, digamos desde ahora que aquí entenderemos por
esta suerte, la narración histórica ha de estar orientada tal una articulación particular de los signos pertenecien-
a la manifestación objetiva de ciertos acontecimientos tes a un determinado sistema semiótico (ya sea de índo-
“verdaderos” y, por su parte, el discurso literario se cen- le verbal o icónica) por cuyo medio se sustituye, amplía
tra en la representación “figurada” de ciertas “verdades” y diversifica el contenido semántico de otros signos de
humanas que escapan del mero registro fenomenológi- ese mismo sistema que, en su uso denotativo o prag-
co de los sucesos contingentes. El relato del historiador mático, remiten a inequívocos referentes extradiscursi-
profesional exige documentar los hechos en que se sus- vos. Dicho de otra manera, los signos sustituyentes (a los
tenta su presunción de ser exactos y verdaderos (esto es, que, en términos generales, podemos seguir llamando
lo que llamamos su existencia efectiva o real); la “fabu- figurados o translaticios) instauran, a partir de su mis-
lación” literaria, en cambio, procede a la transformación mo significado recto o literal otros significados —de
de ciertas experiencias humanas —naturalmente vincu- segundo y aun de tercer grados— que aluden simultá-
ladas a las realidades históricas— en “visiones” o “figu- neamente a “realidades” o paradigmas semánticos dis-
raciones” esclarecedoras, no ya de ciertos sucesos acci- tintos. A este fenómeno de sustitución y, al propio tiem-
dentales o contingentes, sino de una “condición” humana
permanente y esencial. En ella, tales “figuraciones” no 4 Cfr. Roman Jakobson, Questions de poétique, Éditions de Seuil,
se manifiestan de manera abstracta o puramente filosó- Paris, 1973. (Cfr. en especial “La dominante”), así como sus Ensayos de
fica, sino a través de la imitación o representación artís- poética, Fondo de Cultura Económica, México, 1977.

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po, de anexión de nuevos sentidos y nuevos referentes


a una secuencia enunciativa, suele darse el nombre de
discursos “anisotópicos”, que son precisamente aquellos
que proponen —sin contradecirse— diversos recorri-
dos semánticos dentro de un mismo proceso de enun-
ciación. De ahí que pueda afirmarse que los signos
simbólicos, incluidos los más convencionales y mos-
trencos, se fundan en una organización multívoca o ani-
sotópica de sus componentes paradigmáticos, esto es,
en la compatibilidad semántica de diversos planos de
significación. Y es ésta, entre otras razones, la que per-
mite contraponer —no tan sólo en lo teórico, sino tam-
bién en lo metodológico y crítico— los discursos lite-
rarios a los historiales, cuya canónica pretensión de fijar
con la mayor exactitud posible ciertos sucesos asumi-
dos como verdaderos, no podría cumplirla el historia-
dor si cediese a la tentación de recurrir como norma a
las formas simbólico-metafóricas propias de las obras
literarias, puesto que, de hacerlo así, saldría del terreno
Michael Maier, Atalanta fugiens, Oppenheim, 1618
reservado a la investigación historiográfica y entraría
quizás en el de la llamada “novela histórica”, donde la
realidad documentada de ciertos sucesos se entremez- tud siempre vigilante de la “Majestad”, que no podría
cla, confunde o asimila —con variable fortuna— con permitirse el menor descuido en lo tocante a la felici-
los privilegios de la invención literaria.5 dad de sus vasallos.
Sirva un solo ejemplo a mi propósito de poner un ¿Pero basta que el águila sea tenida por “reina de las
poco más en claro este fenómeno de polivalencia o am- aves” para convertirla en tipo o modelo del buen go-
bigüedad referencial que un mismo signo o secuencia bierno? Por supuesto que no; a ese primer contexto de
de signos puede alcanzar al actualizarse en contextos di- orden traslaticio (v. gr. águila=Zeus), la figura del águi-
versos pero compatibles, con el fin de producir —me- la ha de ser asimismo insertada en un segundo contex-
diante su fusión semántica— una nueva y más plena to relativo a la filosofía política, que le permita pasar de
significación. Es propio de la tradición clásico-rena- una simple trasnominación metafórica a la categoría de
centista, que, v. gr., el signo solidario águila=“águila” símbolo; para ello será necesario aludir explícita o im-
sea utilizado, no sólo para denotar inmediatamente esta plícitamente a una cierta característica o costumbre de
ave magnífica, sino para designar por su intermedio otras esas aves —advertida por los naturalistas y quizá re-
nociones, inferidas o deducibles de su propia condición frendada por el folclore— con el fin de convertirla en
natural, así como de los atributos que convencional- signo simbólico de un determinado valor político y moral.
mente se les reconozcan. De manera, pues, que siendo Así, pues, el hecho de que —según se cree— las águilas
el “águila” definida como el ave de más alto vuelo y ma- no se permitan un sueño profundo y que, para mante-
yor fuerza o penetración visual, podrá decirse metafó- nerse en vela, sostengan en una de sus patas levantadas
ricamente —como trae el Diccionario de Autoridades— una piedrecilla que, al caer en tierra, con su ruido, vuel-
que “reina” sobre todas ellas, y así, de conformidad con va a despertarlas, supone la introducción de otro con-
ese presupuesto, sor Juana Inés de la Cruz —después texto ideológico indispensable para instituirla como
de haber recorrido imaginariamente los reinos de la símbolo de la “Majestad gravosa”, esto es, del “duro
naturaleza y de ejemplificar por medio de sus respecti- deber anexo a la Autoridad”, que es precisamente el de
vos pobladores los vicios o virtudes que les sean pro- mantenerse siempre vigilante:
pios— instituye al “águila” en su Primero sueño como
símbolo del “regio pastoral cuidado”, esto es, de la acti- De Júpiter el ave generosa
—como al fin Reina— por no darse entera
5 No es posible entrar en este espacio a una consideración mesura-
al descanso, que vicio considera
da de la estructura —en sí misma contradictoria— de la novela históri- si de preciso pasa, cuidadosa
ca, que sobrepasa sin duda la mera noción de “préstamos” recíprocos de no incurrir de omisa en el exceso,
entre dos tipos discursivos —tal como la proponía Alfonso Reyes— y a un solo pie librada fía el peso
supone la integración de las “verdades” históricas y las “ficciones” lite-
rarias en un mismo plano de realidades “ambiguas”, con los resultados y en otro guarda el cálculo pequeño
estéticos o persuasivos que de ello pudieran derivarse. —despertador reloj de breve sueño—,

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porque, si necesario fue admitido, previsión y mando que, por analogía, les sean atribui-
no puede dilatarse continuado, bles. Y son tales los mecanismos semánticos que asegu-
antes interrumpido ran el logro de la representación simbólica o figurada de
del regio sea pastoral cuidado. nociones genéricas y valores abstractos, a modo de que
(vv. 129-140)6 puedan ser percibidos de conformidad con todas las
características de un objeto sensible. Si no reconociéra-
Se sigue de esto —simplificando al máximo la cues- mos en primera instancia la figura del “águila” en cuan-
tión— que el signo águila=“águila” no sólo puede cons- to tal y, después de esto, la correlación metafórica esta-
tituirse como un epíteto hiperbólico de un individuo blecida con ciertos valores políticos, no sería posible
perspicaz en extremo (fulano es “un águila”), sino tam- descubrir toda la “densidad” semántica de dicho signo,
bién como un nombre o icono, por obra del cual se sus- producida justamente por la meditada o intuitiva actua-
tituye la totalidad de un individuo, tal como en Júpi- lización de diversos contextos compatibles en una supe-
ter, el máximo dios de la teología mitológica, de quien rior instancia de significación. Y es ésta la que denomi-
la figura del águila vendría a ser un sinónimo simbólico, namos “ambigüedad referencial”, característica de los
en tanto que se destaquen —a partir de su misma signi- lenguajes artísticos y la que promueve el renovado de-
ficación lata o natural— ciertos valores de superioridad, leite de la asombrosa comprensión de ese tipo de enun-
ciados que compactan y sintetizan en una sola imagen
diversas intenciones semánticas.
6 He aquí la prosificación de Alfonso Méndez Plancarte: “El águila, Siguiendo con nuestro ejemplo, cabría subrayar que
el ave noble de Júpiter, por no entregarse enteramente al reposo que la representación gráfica o verbal del águila=“águila”,
(como reina que es de los pájaros) considera vicio si pasa de lo indis-
en tanto que signo convencional de esta ave, sustituye en-
pensable, por lo cual vive cuidadosa de no incurrir en culpas de omi-
sión, por falta de vigilancia, confía su entero peso a una de sus patas, teramente en el plano de la expresión al nombre o la
apoyada toda en sólo ella, mientras con la otra mantiene levantada una figura que daríamos ordinariamente a la noción signi-
piedrecilla, que le servirá de reloj despertador al desprendérsele apenas ficada (v. gr. el poder visual atribuido al águila traslada-
dormite…”. Cfr. Sor Juana Inés de la Cruz, El sueño, edición y prosifi-
cación del doctor Alfonso Méndez Plancarte, Imprenta Universitaria, do metafóricamente al campo de la moral política), hace
México, 1951. patente a los destinatarios la carga semántica del signo

D. Stolcius von Stolcenberg, Viridarium Chymicum, Francfort, 1624

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denotativo a partir del cual podrían establecerse las con- esencial entre los dos tipos de discurso de los que veni-
notaciones simbólicas correspondientes. Con todo, cuan- mos tratando: la materia primordial sobre la cual versa la
do no se hace evidente la función simbólica asignada a historiografía es —o se dice que debiera ser— la “reali-
una determinada secuencia de signos, se oscurece la dad” del mundo tal como haya podido ser experimen-
comprensión de las trasnominaciones, y puede origi- tada por sus actores o testigos, y conservada en sus “hue-
narse en la mente de los destinatarios una falsa cone- llas” psicológicas tanto como documentales, y de ahí
xión, digamos un corto circuito semántico, que propi- procede la función propiamente denotativa de sus re-
cie una interpretación caprichosa de los diversos planos presentaciones textuales. En cambio, la materia prima
de significación a los que dicho signo se remite en ese de la literatura no es, al menos de manera absoluta o
preciso contexto. inmediata, la “realidad del mundo”, sino la realidad del
Reconozcamos, pues, que no es siempre evidente o sistema semiótico a través del cual el mundo se hace “re-
clara la función simbólica por medio de la cual se mo- presentable”, esto es, al modo de hacerse patentes al
difica el modo de significación de los signos ordinarios, entendimiento ciertos comportamientos humanos que,
y no es raro que —confusos ante su densidad semánti- trascendiendo las circunstancias históricas y los suce-
ca— equivoquemos el camino y queramos encontrar en sos particulares, ejercen su influjo sobre la conciencia
ellos un significado que no resulte pertinente o adecuado de una comunidad social y le proponen otros medios
a la intención comunicativa privilegiada por el texto.7 —que llamamos simbólicos o estéticos— para desci-
De ahí proceden las lecturas, no sólo divergentes —que frar los enigmas de su ser, de su mundo y su destino.
son más que lícitas—, sino aun las incompatibles o abe- Podría decirse, pues, que la historiografía registra y
rrantes. Y es también esta admirable capacidad de los reconstruye ciertos “hechos” conclusos a través de un me-
lenguajes humanos para actualizar en un solo recorrido dio discursivo voluntariamente unívoco; el discurso artís-
sintagmático la concurrencia y compatibilidad de diver- tico o literario, en cambio, representa imaginariamente
sos paradigmas o planos de significación, la mayor cela- ciertos sucesos “plausibles” a partir de la exploración de
da que el discurso literario tiende a sus destinatarios, por los sistemas semióticos que permiten hacerlos signifi-
cuanto que, inadvertidamente, pudiera promover la falsa cantes y persuasivos de una “verdad” esencial. Dicho
discusión en torno de la verdad o falsedad de ese tipo de más brevemente: la historiografía utiliza los discursos
enunciados, por más que tales valores no sean ontoló- verbales como un instrumento apto para la reconstruc-
gicamente aplicables al discurso ficcional que, contra- ción y comunicación de ciertos hechos que —en cuan-
riamente al histórico, en tanto que se proponga la re- to tales— tienen su propia entidad con independencia
construcción documentada y fidedigna de los hechos y de las formulaciones lingüísticas que se hagan cargo de
las cosas, sino, mayormente, la búsqueda de las seme- ellas; la literatura, en cambio, parte del universo signifi-
janzas o correspondencias que el entendimiento es ca- cativo propio de cada sistema semiótico-cultural para re-
paz de discernir entre una multitud de objetos, con el conocer e interpretar aquellas intuiciones del mundo a las
fin de construir una imagen o “visión del mundo”, más que sólo es posible acceder a través de esta íntima explo-
compleja, englobante y matizada que la que proponen ración de las capacidades del lenguaje y por cuyo medio
los discursos científicos o las narraciones históricas. el mundo se instituye, más allá de sus manifestaciones
eventuales, como una entidad propiamente ontológica.
¿Cómo es que el lenguaje humano, constituido por
III uno o varios sistemas de reconocimiento y representa-
ción del mundo de la experiencia, puede, a la vez, ser-
No sería pertinente atender en este escrito aquellos as- vir a la construcción de mundos ficticios o simulados,
pectos relativos al carácter “irracional” de los símbolos que son, a un mismo tiempo, semejantes y diversos a
vinculados con las pulsiones del psiquismo individual los de las realidades contingentes? Quizá pudiéramos
o de las experiencias religiosas, sino tan sólo al modo resolver la cuestión apelando a las facultades humanas
semiótico de su articulación verbal y, por extensión, a de la memoria y la fantasía. A la primera corresponde
influjos de ella, de sus representaciones icónicas. Sin em- el registro y conservación de las imágenes o figuras de las
bargo, me parece útil establecer una primera diferencia cosas, es decir de las imágenes o ideas en que se resguar-
dan los conocimientos adquiridos y orientan nuestra
7 Por supuesto, la determinación de lo pertinente o impertinente
conciencia en la vasta y confusa diversidad del espectá-
en las interpretaciones de las obras artísticas es un arduo problema que culo mundano. A la fantasía debemos nuestra capaci-
no puede ser aquí abordado; en todo caso, la pertinencia o conformi- dad de utilizar esas mismas imágenes que —en prime-
dad con el sentido isotópico o global al que quisiera reducirse un deter- ra estancia— remiten convencionalmente al mundo
minado discurso literario sólo puede alcanzarse por medio de la sínte-
sis lógica de sus argumentos, y ello a riesgo de reducir el contenido de sus de lo estrictamente real, para construir con ellas un
enunciados simbólicos a un solo plano de significación unívoca. nuevo “mundo” imaginario, el cual, sin dejar de evocar

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D. Stolcius von Stolcenberg, Viridarium Chymicum, Francfort, 1624 Lambsprick, De Lapide philosophico, Francfort, 1625

ciertas materialidades contingentes, es capaz también de más de las ilusiones semánticas producidas por medio
incluirlas en un orden autónomo con el fin de represen- de la representación “actualizada” de lo ocurrido en tiem-
tar y comprender de diversa manera nuestras experiencias pos pretéritos. Lo que permite nuestro conocimiento
del mundo a partir de la re-organización y re-semanti- de tales sucesos radica precisamente en su condición de
zación de aquellas mismas imágenes que normalmente “haber pasado” en el mundo, y es también su naturale-
nos lo representan repartido en compartimientos es- za de hecho concluido —y no virtual o imaginario,
tancos y lógicamente incomunicables. Los que alguna como en la obra literaria— lo que lo convierte en ma-
vez fueron entendidos como vanos “juegos de la fantasía” teria historiable.
no son siempre ni necesariamente conjuntos de imáge- En el extremo opuesto de esa condición conclusa y
nes engañosas y gratuitas, producto de una “imagina- verificable de los hechos históricos, se halla la obra lite-
ción fantástica” que procede sin “regla ni freno”, sino raria: su discurso —por más que le conceda a los “suce-
artificiosas construcciones semióticas del tipo que más sos” ficticios la progresión causal y temporal a que los
arriba hemos intentado describir al tratar lo relativo al obliga su estructura narrativa— todo va ocurriendo en
signo simbólico, y aspiran a descubrir en el mismo caudal el presente continuo y renovado de su lectura, es decir,
de la lengua comunitaria otras maneras de ser —quizá en el acto mismo de su recepción por parte de cada lec-
más sutiles, profundas y comprensivas— de las “verda- tor. De modo tal que, por poner un ejemplo muy basto,
des” esenciales de nuestra vida. Son éstas, precisamen- lo ocurrido o realizado por César al cruzar el Rubicón,
te, las que configuran los valores estéticos y morales, es no es —salvo en su conectividad enunciativa— equi-
decir, la visión deleitable, pero también crítica, de todas valente a lo que le “sucedió” e “hizo” don Quijote al
las cosas que afectan o perturban nuestro ánimo. entrar en aquella venta que creyó ser castillo. Los hechos
Resultan de todo esto otras diferencias significati- de César pueden y deben ser verificados por su relación
vas entre los modos historiográfico y artístico o litera- con los testimonios transmitidos al respecto y gracias a
rio del discurso. Aun en los casos en que el historiador los cuales le es dable al historiador establecer su condi-
se ocupa de hechos de los cuales haya sido testigo, la ción de ser verdaderos o falsos. Los “hechos” del héroe
“verdad” de su narración se instala fatalmente en un novelesco —en cambio— sólo adquieren sentido por
tiempo concluso, por más que los eventos rememora- relación a los “datos” instaurados, no directamente en
dos hayan podido tener importantes secuelas en la co- la “realidad del mundo”, sino en la “realidad de la escri-
munidad en que se sucitaron tales hechos; de ahí que tura”: lo que en ella se afirma no puede ser directamente
tanto las “huellas” que esos “hechos” hayan podido dejar confrontado con otras circunstancias exteriores al texto,
en la memoria colectiva, sólo tienen “sentido” —esto sino, en todo caso, con el “efecto” de verdad que pro-
es, sólo pueden alcanzar una significación específica y duzca su relato en la imaginación de los destinatarios,
concreta— en la medida en que las asumamos como es decir, en el cumplimiento del desiderátum de “verisi-
eventos cumplidos, sin mengua de que en su narración militud”, que es, como quería Aristóteles, el ajuste ne-
discursiva puedan ser presentados de conformidad con cesario y posible de cada una de las “acciones” narradas
la categoría formal del presente. Con todo, el carácter o de los “caracteres” descritos en razón de la coherencia
“presencial” que suele asumir el relato histórico es una establecida por la propia invención imaginaria.

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