Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

CHAMBERLAIN, M. E. - La Descolonización (La Caída de Los Imperios Europeos) (OCR) (Por Ganz1912)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 156

M. E.

Chamberlain
La descolonización
La caída de los
imperios europeos

A rielH istoria
La descolonización

Ariel
A rielH istoria
ganzl912 M. E. Chamberlain

La descolonización
La caída de los
imperios europeos

EditorialAriel, S.A
Barcelona
Diseño cubierta: Nacho Soriano

Título original:
Decolonization
The Fall o f the European Empires

Traducción de
Ig n a c io H ierro y R ic a r d H ierro

1." edición: marzo 1997

Copyright O M. E. Chamberlain 1985

First published 1985


Reprinted 1987, 1989
Reprinted with updated Further Reading 1994
Blackwell Publishers, UK y USA

Derechos exclusivos de edición en español


reservados para todo el mundo
y propiedad de la traducción:
© 1997: Editorial Ariel, S. A.
Córcega, 270 - 08008 Barcelona

ISBN: 84-344-6592-2

Depósito legal: B. 8.624 - 1997

Impreso en España

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño


de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida
en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico,
químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia,
sin permiso previo del editor.

https://tinyurl.com/y794dggv
https://tinyurl.com/y9malmmm
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Es habitual que se piense en la descolonización como en


un fenómeno del período que sigue a la segunda guerra mun­
dial, aunque no deje se ser éste un punto de vista simplifica-
dor. Es evidente que, en cierto sentido, los imperios han ido
siempre creándose y desintegrándose, pero incluso si se con­
templa la «descolonización» como una manifestación inhe­
rente a los imperios marítimos europeos que han ido nacien­
do a partir de la época del Renacimiento, este fenómeno dio
comienzo mucho antes de 1945.
Los dos principales imperios marítimos europeos en el
tiempo fueron los de España y Portugal. También fueron los
primeros en hundirse. La guerra es el más común de los ele­
mentos destructores de esas formaciones: Alemania e Italia
perdieron sus imperios como consecuencia de las derrotas
que siguieron a la primera y a la segunda guerra mundial,
respectivamente; España se quedó sin Cuba y Filipinas a cau­
sa de la derrota que sufrió en la guerra sostenida contra Esta­
dos Unidos en 1898; pero la desintegración de los imperios
español y portugués en América Latina siguió un proceso
mucho más complejo. En realidad, ambos fueron destruidos
por las guerras napoleónicas y por las tensiones que éstas ge­
neraron en los territorios metropolitanos. El hecho de que, fi­
nalmente, Napoleón fuera derrotado no permitió a España y
a Portugal restablecer sus imperios. En ese sentido, tal pérdi­
da es comparable a la de británicos, franceses y holandeses
después de la segunda guerra mundial. Las tres potencias se
encontraban en el bando de los vencedores, pero el mundo
había cambiado demasiado como para poder restablecer por
entero el staíu quo anterior.
Gran Bretaña perdió también un imperio a finales del si-
8 PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

glo XVIII (las colonias americanas que se convertirían pronto


en Estados Unidos), y aunque Francia y España desempeña­
ron un papel suficiente como para permitirles a los america­
nos conseguir la independencia, la pérdida de ese imperio
no comenzó a causa del enfrentamiento en una guerra exte­
rior, sino en una disputa interna entre metrópoli y colonias.
Hasta el siglo X V III, la experiencia imperial de británicos y
españoles había sido en muchos aspectos parecida, gober­
nando ambos colonias de poblamiento ubicadas en el conti­
nente americano. La política de los británicos tendía a la de­
volución, mientras que la de los españoles lo hacía hacia la
integración, pero sus legados fueron también muy similares:
la lengua (castellano en el sur, inglés en el norte), el cristia­
nismo (catolicismo en el sur, protestantismo de manera pre­
dominante en el norte), y los sistemas legal y político. En la
actualidad, las Américas son el producto y las herederas de
la civilización europea, acompañada únicamente por algu­
nas gotas de la herencia africana y de la civilización indíge­
na americana.
En el siglo X IX , aunque Portugal se reafirmó de manera
tardía como una potencia colonial en África, España desem­
peñó un papel muy poco importante en el nuevo imperialis­
mo. Fue sobre todo a Gran Bretaña y a Francia (y, en mucha
menor medida, a Alemania) a las que les correspondió la ta­
rea de conquistar y gobernar vastas extensiones de tierras del
espacio no europeo. Desde el momento en que, muy a menu­
do, se contempla la descolonización como un fenómeno que
tiene lugar exclusivamente a partir de 1945, se considera,
también a menudo, que ese concepto debe aplicarse única­
mente a la liberación, o a la consecución de la independen­
cia, de los pueblos asiáticos y africanos que previamente ha­
bían estado sometidos al mandato de los europeos. Es nece­
sario realizar una nueva interpretación lo suficientemente
amplia como para dar cabida en ella al proceso de madura­
ción enteramente pacífico que tuvo lugar en países como Ca­
nadá y Australia.
La conquista europea del resto del mundo dio comienzo
debido a la curiosidad, característica del Renacimiento, y a la
fe, elemento inherente a la Contrarreforma; y finalizó, de una
PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA 9

manera mucho más humilde, después de la catástrofe de las


dos guerras mundiales (guerras que comenzaron ambas en el
corazón de la Europa «civilizada»), como consecuencia de la
aparición de una mayor voluntad para reconocer las exigen­
cias de otras culturas.
M apa 1. África en 1939. Fuente: J. D. Fage, An Atlas of African
History, Edward Amold, 1978, p. 48.
M apa 2. África en 1980, con las fechas de independencia. Fuente: P.
Gifford y W. R. Louis (eds.), The Transfer of Power in Africa, Yale
University Press, 1982.(*)
(*) Namibia obtuvo su independencia con posterioridad a la fecha
de este mapa, en 1990.
M apa 3. Asia en 1939. Fuente: Basado en The Hamlyn Historical Atlas, 1981, mapa 86.

M apa 4. Asia en 1980, con las fechas de independencia. Fuente: Basado en The Hamlyn Historical Atlas, 1981, mapa 86.
INTRODUCCIÓN

El concepto de «descolonización» es bastante reciente,


pues no llegó a convertirse en término de uso general hasta
las décadas de 1950 y 1960; no obstante, parece que ya ha­
bía sido acuñado en 1932 por un estudioso alemán, Moritz
Julius Bonn, para la voz «imperialismo» de la Encyclopaedia
of the Social Sciences (Seligman, 1932). En la actualidad, se
entiende habitualmente por «descolonización» el proceso
que condujo a los pueblos del Tercer Mundo a conseguir su
independencia de los dominadores coloniales. Sin embargo,
no encontró una acogida muy favorable entre asiáticos y
africanos puesto que tal definición llevaba implícito el he­
cho de que las iniciativas en favor de la descolonización (lo
mismo que aquellas otras que habían conducido a la crea­
ción de los imperios coloniales) habían sido tomadas por las
potencias metropolitanas. En consecuencia, asiáticos y afri­
canos han preferido en ocasiones hablar de sus «guerras de
liberación» o incluso de la «recuperación de la independen­
cia» (Hargreaves, 1979, pp. 3-8; Gifford y Louis, 1982,
pp. 515, 569).
Esta objeción posee un cierto peso, pero no deja por ello
de ser menos cierto que las decisiones vitales se tomaron en
Londres, París, Bruselas o La Haya. Los historiadores deben
tratar de encontrar el equilibrio al examinar, por una parte,
la política de las potencias coloniales, y, por otra, el conjunto
de ideas e iniciativas procedentes de los colonizados. Ambas
se vieron influidas con frecuencia por sus experiencias histó­
ricas anteriores. Por tanto, es también importante que el his­
toriador contemple el problema con una perspectiva de am­
plio alcance. La descolonización tuvo lugar casi en su totali­
dad a partir del final de la segunda guerra mundial, especial-
16 INTRODUCCIÓN

mente entre 1947 y 1965, pero poseía unas raíces mucho más
profundas. Hay quienes han defendido que los imperios eu­
ropeos habían sembrado las semillas de la decadencia ya des­
de los primeros momentos (Kennedy, 1984, pp. 201-203), e
incluso, aunque parezca un punto de vista excesivamente de­
terminista, es bien cierto que tanto el ritmo como la forma
en que se desmantelaron los diferentes imperios europeos
son, en gran medida, deudores de experiencias históricas an­
teriores y de las lecciones que, correcta o incorrectamente,
sacaron de ellas.
Esta situación es particularmente cierta en aquellos ca­
sos en que la relación había sido duradera y de gran impor­
tancia para ambas partes, como sucedió entre Gran Bretaña
y la India, territorio este último que debe tomarse como un
caso histórico paradigmático en cualquier estudio sobre des­
colonización. Pero la historia había comenzado mucho an­
tes de 1947. Se trató del país descolonizado más extenso, así
como del primer ejemplo importante de descolonización con
posterioridad a 1945. Actualmente el tema de hasta qué pun­
to la India había sido el modelo de independencia para Áfri­
ca es un motivo de debate entre estudiosos (véase p. 26),
pero parece estar por encima de toda disputa que el país
asiático fue el gran ejemplo en el que se miraron los nacio­
nalistas de otros territorios coloniales, y que la renuncia a la
posesión de la India en 1947 colocó de manera inexorable al
imperio británico (con mucho, el mayor de los imperios co­
loniales europeos) en el camino de su disolución. Los demás
siguieron simplemente lo que habían comenzado los británi­
cos. Debido a todo lo que ello llevaba implícito, hubo que es­
perar una generación para que se advirtiera la realidad de la
situación, pero, finalmente, la mayoría de los antiguos pue­
blos coloniales se encontraron con que estaban empujando
una puerta cuya cerradura ya había sido abierta. Los euro­
peos tuvieron que abandonar el intento de dominar el resto
del mundo políticamente, aunque quizá no en el aspecto
económico. Había llegado a su fin la era comenzada inme­
diatamente después del Renacimiento.
INTRODUCCIÓN 17

Los precedentes

La primera gran pérdida de territorios pertenecientes a un


imperio de la Europa Moderna no tuvo lugar en el siglo x x ,
sino a finales del siglo XVin y principios del XIX, e implicó no
a pueblos extraños situados de forma temporal bajo dominio
europeo, sino a poblaciones de procedencia predominante­
mente europea que rompieron los vínculos con las potencias
coloniales para formar sus propios Estados nacionales. Aun­
que el movimiento que tuvo lugar en el siglo X X estuvo en oca­
siones relacionado con la recuperación de identidades nacio­
nales perfectamente definidas, implicó mucho más a menudo
la creación de nuevos Estados-nación a partir de grupos de
pueblos hasta ese mismo momento perfectamente diferencia­
dos. No pueden quedar en el olvido los precedentes históricos
de los siglos x v m y x rx . En ocasiones serían conocidos, y utili­
zados, por las colonias del siglo x x ; por ejemplo, la minoría
autóctona de la India que había conseguido una buena educa­
ción universitaria tuvo conocimiento del embargo que los
americanos habían realizado sobre la importación de produc­
tos británicos que precedió a la guerra de Independencia ame­
ricana, y creó su propia formación (el movimiento swadeshi
de principios del siglo XX), con la finalidad de animar a los in­
dios a que boicotearan los productos europeos para favorecer
los propios del país.
La pérdida de estos primeros territorios imperiales tuvo
una enorme influencia para determinar las actitudes poste­
riores de las potencias coloniales. Gran Bretaña se vio priva­
da de la mayor parte de su imperio norteamericano entre
1776 y 1783 cuando se crearon los Estados Unidos, aunque
es posible que tal privación no haya sido tan frustrante para
Gran Bretaña, tanto desde el punto de vista material como
desde el psicológico, como llegó a suponerse durante bastan­
te tiempo. El profesor Harlow defendió con energía que esa
pérdida únicamente sirvió para confirmar la «carrera hacia
Oriente» que ya comenzaba a hacerse evidente en aquel mo­
mento en la política británica; es decir, la preferencia del co­
mercio con Asia a las inversiones y el compromiso en el go­
bierno de colonias de poblamiento en el hemisferio occiden­
18 INTRODUCCIÓN

tal (Harlow, 1952, pp. 1-11). No obstante, la guerra de Inde­


pendencia americana dejó en los británicos una impronta in­
deleble sobre la manera de entender el imperio, aunque se re­
conciliaron muy pronto consigo mismos por esa pérdida afir­
mando que se trataba de un hecho «natural». Las colonias
eran como niños que finalmente alcanzan la madurez, y de
manera inevitable tratan de conseguir la independencia de la
madre patria. Gran Bretaña no opuso serios obstáculos a ese
crecimiento en sus otras colonias de poblamiento, como Ca­
nadá, Australia, Nueva Zelanda o Sudáfrica (ya desde princi­
pios del siglo XX, contemplaba a esta última como una colo­
nia más de asentamiento blanco igual que las anteriores). Sin
embargo, acabaría por convertirse en objeto de debate si esos
mismos argumentos eran aplicables a las dependencias no
europeas, como la India o las numerosas colonias tropicales
que Gran Bretaña poseía en África y en tantos otros lugares
del planeta.
La pérdida por parte de Gran Bretaña de las colonias
americanas no ocasionó hundimiento alguno de la potencia
metropolitana. Bien al contrario, aún tenía en el recuerdo la
confianza por su éxito en la guerra de los Siete Años, entre
1756 y 1763, que le había proporcionado el Canadá francés y
la había situado como potencia europea dominante en la In­
dia. En el interior estaban ya comenzando a hacerse realidad
los enormes cambios económicos que convertirían a Gran
Bretaña durante un largo período de tiempo en la potencia
industrial dominante a escala mundial. Aquella pérdida debe
atribuirse a errores políticos de los británicos, a la determi­
nación de los americanos y al apoyo internacional que estos
últimos recibieron de Francia y de España.
Bien diferente es la historia del hundimiento de los impe­
rios español y portugués en América central y meridional a
comienzos del siglo X IX . España y Portugal habían quedado
tan debilitadas por las guerras napoleónicas que les había
sido imposible conservar sus imperios americanos por más
tiempo. Aunque en algunos lugares hubo lucha, por lo gene­
ral los Estados sucesores se establecieron para llenar un va­
cío, y se convirtieron muy a menudo en regímenes inestables
y muy inclinados a oscilar entre formas de gobierno extre­
INTRODUCCIÓN 19

mistas. Algunos historiadores han especulado con la tesis de


que se necesita una verdadera lucha para obtener la inde­
pendencia como estadio indispensable en la creación de Es­
tados estables y disciplinados.
A lo largo del siglo XIX, tanto España como Portugal pasa­
ron a ser potencias de tercer orden. A los propagandistas colo­
niales les fue muy sencillo adoptar argumentos de «causa-efec­
to», tales como que la pérdida de las colonias llevaba apareja­
da inevitablemente la privación del estatus de gran potencia, o
bien que la privación del estatus de gran potencia se veía inelu­
diblemente acompañada por la pérdida de las colonias. En
cualquier caso, la posesión de un imperio era contemplada
como una especie de distintivo del estatus de gran potencia,
importante por el prestigio que confería, al margen de si tam­
bién era valioso desde el punto de vista económico.
El gran economista escocés Adam Smith advirtió esa pa­
radoja en una fecha tan temprana como 1776. Defendió con
gran energía que, aunque las colonias no significaran otra
cosa que una enorme responsabilidad para la potencia colo­
nial, ningún país las abandonaría voluntariamente, debido en
parte a la presión ejercida en la metrópoli por los intereses
creados, pero también a causa de consideraciones generales
relacionadas con el prestigio que confería la posesión de un
imperio colonial. Los argumentos de Adam Smith contribu­
yen a explicar por qué, aunque la doctrina de moda a princi­
pios y mediados del siglo xix sostenía que las colonias consti­
tuían una pesada carga económica y una gran responsabili­
dad internacional, no hubo ninguna potencia colonial que
tratara de deshacerse de ellas. Es más, en esa misma época
Gran Bretaña aumentó considerablemente su imperio (Ro-
binson y Gallagher, 1953, pp. 1-15).
Los años finales del siglo XIX fueron testigos de una reno­
vada competencia por aumentar los imperios coloniales. La
opinión de los especialistas se ha vuelto contra las explicacio­
nes de ese fenómeno que lo atribuyen exclusivamente a una
sola causa. Lo que llevó a las viejas potencias coloniales,
como Gran Bretaña, Francia, Holanda, Portugal y España
(acompañadas ahora por otras nuevas, como Alemania e Ita­
lia), a tomar parte en la carrera por la consecución de nuevas
20 INTRODUCCIÓN

colonias, así como a defender las antiguas, fue una compleja


mezcla de motivos económicos, diplomáticos, políticos y es­
tratégicos.
En ese momento, no había nada más alejado de la mente
de la mayoría de los gobernantes que el concepto de descolo­
nización. El futuro parecía estar reservado a los grandes Es­
tados, tales como Estados Unidos de América o el reciente­
mente unificado imperio alemán. Si otros países, como Gran
Bretaña y Francia, deseaban mantenerse en la disputa debe­
rían hacerlo en tanto que centros de grandes imperios. No
obstante, esa situación dejaba espacio suficiente para que pu­
diera aparecer una considerable diversidad en cuanto a la or­
ganización fáctica de tales imperios. El francés tuvo siempre
tendencia a la centralización. Su ideal podría definirse con la
palabra asimilación. Los pueblos que habitaban sus colonias
se convertirían en franceses por cultura y civilización, y en­
viarían diputados a París para contribuir a la gobemabilidad
de todo el imperio en su conjunto. Esa «asimilación» pareció
inalcanzable durante el período de rápida expansión que
tuvo lugar a finales del siglo xix, y fue, por tanto, modificada,
pero siguió manteniéndose como el ideal a alcanzar. La pre­
ferencia de los británicos estaba en la política de devolución.
Se permitió que diferentes partes del imperio, en especial las
antiguas colonias de poblamiento, alcanzaran diversos gra­
dos de autonomía. Se esperaba vagamente que llegaría el día
en que todo el imperio podría coordinarse bajo alguna forma
de federación. (Los más optimistas, como Cecil Rhodes, lle­
garon incluso a soñar con que Estados Unidos podía verse in­
ducido a reunirse en una federación de esa clase.) En los te­
rritorios no europeos recientemente adquiridos, Gran Breta­
ña experimentó varias formas de «gobierno indirecto», que
permitían a los pueblos de las colonias gobernarse a sí mis­
mos según sus leyes y prácticas consuetudinarias, únicamen­
te con una supervisión general llevada a cabo por funciona­
rios británicos. La diversidad de las prácticas gubernamenta­
les adoptadas por las potencias colonizadoras influyó natu­
ralmente en la forma que iba a tomar la descolonización en
los diferentes territorios.
En uno de los territorios del imperio británico, en la In­
INTRODUCCIÓN 21

dia, hubo siempre una importante cuota de gobierno indi­


recto, aunque habitualmente no se hacía referencia a él con
ese título. Aproximadamente la mitad del subcontinente in­
dio se encontraba bajo gobierno británico directo; el resto
continuaba siendo gobernado por los «príncipes nativos»,
según se les conocía de manera colectiva, asesorados por
consejeros británicos. La guerra de Independencia america­
na había convencido a los británicos de la naturaleza esen­
cialmente transitoria de los imperios. Esta convicción se vio
reforzada por el asombro que les provocó, en tanto que na­
ción de reducidas dimensiones del noroeste europeo, el en­
contrarse de pronto como potencia dominadora de todo el
subcontinente indio. En fecha tan tardía como 1838, Charles
Trevelyan escribía: «La relación existente entre dos países
tan distantes como Inglaterra y la India, y de acuerdo con la
naturaleza de las cosas, no puede ser permanente: no existe
esfuerzo político alguno que pueda evitar que los nativos
conquisten finalmente de nuevo su independencia» (citado
en Stokes, 1959, p. 46). Pero sacaba la misma conclusión a
la que el gobernador de Bombay, Mountstuart Elphinstone,
había llegado una década antes: «Es debido a nuestro propio
interés el que alcancemos una pronta separación de un pue­
blo civilizado, mejor que una ruptura violenta con una na­
ción bárbara, en la que es probable que todos nuestros colo­
nos, e incluso nuestro comercio, perecerían al mismo tiem­
po que todas las instituciones que hayamos introducido en
el país» (Colebrooke, 1884, vol. 2, p. 72).
Una mentalidad de este tipo subyacía a la introducción de
la educación occidental en la India, de la que Mountstuart
Elphinstone había admitido que se trataba del «camino real
que llevaría a Gran Bretaña de regreso a Europa». El cuñado
de Trevelyan, Thomas Babbington Macaulay, defendió la mis­
ma posición en su discurso de renovación de la Carta de la
Compañía de la India Oriental en 1833. En aquel famoso dis­
curso ante la Cámara de los Comunes, afirmó lo siguiente:

Puede darse el caso de que el entendimiento público de la


India llegue a expandirse con nuestro sistema hasta el punto
de que llegue a superar ese mismo sistema (...], que, habiendo
22 INTRODUCCIÓN

sido instruidos en el conocimiento europeo, puedan, en una


edad futura, exigir instituciones europeas Suceda lo que
suceda, será ése el día del que la historia inglesa se sentirá
más orgullosa [...] El cetro puede alejarse de nosotros [...]
Puede que la victoria se convierta en inconstante a nuestros
ejércitos. Pero existen triunfos que hay que seguirlos sin re­
medio. Existe un imperio exento de todas las causas naturales
que provocan la decadencia. Aquellos triunfos no son otros
que los triunfos pacíficos de la razón sobre la barbarie; que el
imperio no es otro que el imperio imperecedero de nuestras
artes y nuestra moral, de nuestra literatura y nuestras leyes
(citado en Chamberlain, 1974, p. 71).

Aunque durante el período imperialista de la última parte


del siglo xix pareció quedar a un lado de manera indefinida
la posibilidad de que la India se convirtiera en un Estado in­
dependiente, esa misma idea subyacía a la lenta introducción
de ciertos elementos de gobierno representativo en el sub­
continente indio, comenzando por la admisión de algunos in­
dios designados para formar parte del consejo legislativo del
virrey, de acuerdo con la Indian Council Act de 1861. El Acta
del gobierno de la India, de 1909, más conocida como la re­
forma Morley-Minto (por los nombres del secretario de Esta­
do para la India, el veterano radical John Morley, y del virrey
de aquel momento, lord Minto), realizó ciertos progresos
puesto que aceptaba mayorías no oficiales (aunque no nece­
sariamente elegidas por sufragio) en los consejos legislativos
de las Provincias Indias, si bien no todavía en el propio con­
sejo legislativo del virrey. Tales avances parecieron sustancia­
les en aquel momento, aunque no dejaban de ser modestos,
incluso si se les compara con la posición que habían conse­
guido ya las antiguas colonias de poblamiento británicas: Ca­
nadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica habían obtenido
algo que se parecía a una autonomía por lo que se refiere a
su legislación interna y, aunque todavía sin una definición
clara, un cierto derecho a ser consultadas en las decisiones
de política exterior que podían afectarlas. En otras palabras,
habían alcanzado el «estatus de dominio», que había sido de­
finido por vez primera en la conferencia imperial de 1907.
En 1914, y de manera automática, los dominios y la In­
INTRODUCCIÓN 23

dia, lo mismo que las colonias británicas, se encontraron in­


mersos en el conflicto cuando Gran Bretaña declaró la gue­
rra a Alemania, porque, según el derecho internacional, el
imperio británico estaba considerado como un Estado único.
Pero el gobierno metropolitano había aceptado ya en la prác­
tica que la contribución al esfuerzo de guerra de los domi­
nios y de la India debía ser determinada en sus respectivas
capitales más que en Londres. Los dominios (Sudáfrica de
manera menos entusiasta que los demás) dieron su apoyo a
Gran Bretaña. La India se identificó también con la causa
británica y llevó a cabo un envío de tropas.
Gran Bretaña, agradecida por lo que parecía ser una pro­
funda muestra de lealtad por parte de la India, respondió con
la declaración Montagu de 1917. Lord Montagu, secretario
de Estado para la India, anunciaba el 20 de agosto:

La política del Gobierno de su majestad [...] pasa por la


participación cada vez mayor de los indios en todas las ramas
de la administración y por el desarrollo gradual de las institu­
ciones de autogobierno, con el punto de mira puesto en la
progresiva consecución en la India de un gobierno responsa­
ble como parte integral del imperio británico.

Se trataba de una declaración dominada por la cautela,


con el énfasis colocado en la palabra gradual, que quedaba
aún más clarificada a medida que avanzaba el texto, cuando
Montagu hacía hincapié en que, como la responsabilidad últi­
ma le correspondía por el momento al gobierno británico, era
éste el que debía determinar «la ocasión y la cuantía de cada
avance», que, a su vez, debía decidirse por el grado de la «coo­
peración» india. Pero aunque estuviera marcada por tales
condiciones, la declaración Montagu no dejaba por ello de
significar un hito. Frases como «instituciones de autogobier­
no» y «gobierno responsable» no eran evidentemente vagas.
Estos mismos conceptos habían adquirido un preciso signifi­
cado legal en el desarrollo de las relaciones entre Gran Breta­
ña y sus colonias de poblamiento. A la India se le estaba ofre­
ciendo el «estatus de dominio», comparable al que ya disfru­
taba Canadá, no de manera inmediata, pero sí en un futuro
24 INTRODUCCIÓN

previsible. Se trató de la primera vez en que Gran Bretaña lle­


gaba a afirmar formalmente que éste era el objetivo que debía
alcanzar cualquier territorio «no blanco» de su imperio.
Sin embargo, las consecuencias de la primera guerra
mundial conseguirían que fuera Alemania, y no Gran Breta­
ña, la primera gran potencia europea que se viera obligada a
abandonar su imperio de la época prebélica. El presidente de
Estados Unidos, Woodrow Wilson, había esperado que al fi­
nal de la guerra no se diera «ninguna clase de anexión»; no
deseaba que en Europa se mantuviera abierta herida alguna,
como la que había provocado la anexión de Alsacia y Lorena
por parte de Alemania al finalizar la guerra franco-prusiana,
pero los aliados estaban igualmente determinados a no de­
volver las colonias alemanas que habían sido conquistadas
en el transcurso de la guerra. Por lo que se refería a la situa­
ción de los Estados sucesores del imperio austro-húngaro,
que se había hundido al final de la guerra, los aliados se ha­
bían comprometido a aceptar para ellos el principio de «au­
todeterminación». Eran los propios pueblos los que deberían
elegir a qué Estado deseaban pertenecer. Se crearon nuevos
Estados, como Checoslovaquia y Yugoslavia. A manera de en­
sayo, los aliados aplicaron asimismo idéntico principio al im­
perio otomano (turco), que también se había hundido. A lo
largo de la contienda, habían apelado de manera deliberada
al apoyo de los árabes que vivían en el interior de este impe­
rio, muchos de los cuales estaban ansiosos por deshacerse
del dominio turco. No obstante, los aliados no creyeron toda­
vía oportuno que estos Estados árabes de reciente creación
fueran capaces de gobernarse a sí mismos.
Tampoco ninguna de las potencias aliadas tuvo la ocu­
rrencia de aplicar esos mismos principios de autodetermina­
ción a los territorios que habían conformado el imperio ale­
mán. El tema relativo a los asentamientos coloniales apare­
cía en el quinto de los famosos «catorce puntos» del presi­
dente Wilson. Esta importante cláusula exigía:

Un ajuste libre, tratado con mentalidad abierta y absoluta­


mente imparcial, de todas las reclamaciones coloniales basa­
das en la estricta observancia del principio de que, en el mo-
INTRODUCCIÓN 25

mentó de determinar todas las cuestiones referentes a la sobe­


ranía, los intereses de las poblaciones concernidas deben te­
ner un peso igual a las justas reclamaciones de los gobiernos
cuya titularidad ha de determinarse.

Los aliados se quedaron en cierta medida confusos ante


la contradicción existente entre los principios que proclama­
ban y el regateo ya pasado de moda por lo que se refería al
destino de las antiguas colonias alemanas. El resultado fue el
establecimiento del sistema de «mandatos», bajo la supervi­
sión de una recién creada organización: la Liga de Naciones.
Existían tres clases de mandatos: los de tipo A, aplicados úni­
camente a los Estados aparecidos a partir de la desmembra­
ción del imperio otomano. Siria y Líbano (hasta 1920 Líbano
formó parte de Siria) se convirtieron en territorios bajo man­
dato francés. Irak (Mesopotamia) y Palestina (que en aquel
entonces incluía a los territorios actuales de Israel y Jorda­
nia) llegaron a ser mandatos británicos. Estos mandatos de
tipo A obligaban a la potencia mandataria, no solamente a
gobernarlos de forma apropiada, sino también a conseguir
que el territorio del mandato alcanzara una independencia
plena tan pronto como fuera posible, en un tiempo que se
considerara razonable. Irak alcanzaría la independencia en
1932, pero los restantes mandatos se encontrarían aún bajo
el dominio de la potencia mandataria en 1939, al estallar la
segunda guerra mundial.
Los mandatos de tipo B y C se aplicaron a las antiguas
colonias alemanas de África y Asia. Los de tipo B eran terri­
torios que habían sido transferidos a diferentes potencias
europeas. Gran Bretaña pasaría a ser responsable de Tanga-
nika (la antigua África oriental alemana) y de aquellas par­
tes de Togo y de Camerún fronterizas con las colonias que
ella misma poseía de Costa de Oro y Nigeria. Francia se
apropió de las demás zonas de Togo y Camerún que hacían
de frontera con sus colonias de Dahomey y Gabón. Los man­
datos de tipo C diferían muy ligeramente de los de tipo B,
pero habían sido cedidos a varias potencias africanas y del
Pacífico. La Unión Sudafricana se convirtió en administra­
dora de la antigua África sudoccidental alemana (Namibia);
26 INTRODUCCIÓN

Australia, de parte de Nueva Guinea y de algunos otros terri­


torios insulares del Pacífico, y Nueva Zelanda, de Samoa oc­
cidental. No existía obligación formal alguna de hacer seguir
a estos territorios por la senda de la independencia. Se exi­
gía de la potencia mandataria únicamente que les proporcio­
nase un gobierno bueno y humano, que se abstuviese de ex­
plotarlos y que suprimiera males tales como los restos del
comercio esclavista. La potencia mandataria debía hacer lle­
gar informes regulares a la comisión de mandatos de la Liga
de Naciones, comisión que se tomó su trabajo con gran se­
riedad. Por lo general, las potencias mandatarias cumplían
escrupulosamente con el deber de enviar los informes, y,
mientras la Liga de Naciones estuvo vigente, el sistema de
mandatos tuvo cuando menos el mérito de diseñar unos mo­
delos (marcados, eso sí, por un elevado grado de paternalis-
mo) mediante los cuales se esperaba que se rigiera el com­
portamiento de las potencias coloniales.

Las primeras respuestas coloniales

La propaganda de los aliados en tiempo de guerra, en


particular la proclamación de la doctrina de la autodetermi­
nación, no podía pasar desapercibida en el mundo colonial,
en especial en aquellas partes que, como en la India británi­
ca, contaban ya con una clase política muy preparada. El pa­
pel desempeñado por la India es de primera importancia en
esta historia. En la actualidad, ha tenido lugar entre los his­
toriadores un cierto debate a propósito de si es admisible o
no que África debe únicamente contemplarse como un terri­
torio que siguió los pasos marcados por Asia en sus luchas de
liberación (Gifford y Louis, 1982, pp. Vü-VIll). Es evidente
que una buena parte de la experiencia africana es producto
de la propia África, pero no puede desecharse por completo
el papel clave desempeñado por los nacionalistas indios. En
1945, el jefe Awolowo de Nigeria escribía: «La India es un hé­
roe para los países sometidos. Sus luchas por el autogobierno
han sido contempladas con entusiasmo y simpatía por los
pueblos coloniales»; aunque también era muy consciente de
INTRODUCCIÓN 27

los terribles peligros de división entre las comunidades hindú


y musulmana, que podían tener un paralelismo evidente en
la propia Nigeria (Awolowo, 1947, pp. 25, 50-51). Muchos de
los primeros movimientos nacionalistas africanos adoptaron
el nombre de «congreso» en imitación del Congreso Nacional
Indio. En Sudáfrica, un joven abogado zulú, educado en Co-
lumbia y Oxford, Pixley Seme, denominó en 1912 a una orga­
nización recién creada por él Congreso Nacional Nativo Su­
dafricano. (Posteriormente, en 1925, cambió su nombre por
el de Congreso Nacional Africano, denominación con la que
se le conoce en la actualidad.) En 1918, otro abogado, éste de
Costa de Oro, J. E. Casely Hayford, fundó el Congreso Nacio­
nal del África Occidental Británica. Pero por encima de cual­
quier otra cosa, la India proporcionó a los movimientos na­
cionalistas modernos un héroe carismático en la figura de
Mahatma Gandhi, personalidad que pareció combinar una
especial habilidad para utilizar con la mayor capacitación to­
das las tácticas de los políticos occidentales con una auténti­
ca reafirmación de los valores no europeos. Los líderes afri­
canos hablaban siempre de él con admiración (Nkrumah,
1957, pp. vn-vm). En 1969, Chipre (independiente desde
1960) emitió un sello de correos para conmemorar el cente­
nario de su nacimiento.
La primera respuesta de los no europeos a las presiones
de la conquista europea fue, como es natural, la de la resis­
tencia armada. En el siglo XVI, los incas y los mayas de la
América meridional y central lucharon contra los conquista­
dores españoles. Los indígenas de América del Norte mantu­
vieron una lucha contra los ocupantes europeos hasta finales
del siglo x ix . La batalla de Wounded Knee entre los siux y la
caballería de Estados Unidos se libró inmediatamente antes
de las Navidades de 1890 (Brown, 1972, p. 352).
En la India, británicos y franceses se ganaron en un pri­
mer momento el poder político actuando como auxiliares de
los mandatarios indios que disputaban entre ellos por hacer­
se con la herencia de un imperio mogol que se derrumbaba;
pero en el momento mismo en que los británicos comenza­
ron a luchar en beneficio propio se encontraron con la fiera
resistencia de algunos pretendientes indígenas. Siraj-ud-dau-
28 INTRODUCCIÓN

la, el nawab (gobernador) de Bengala, fracasó en su intento


por derrotar las fuerzas de la Compañía de la India Oriental
británica en Plassey, en 1757, pero no sería hasta 1799 cuan­
do el sultán Tipil, mandatario de Misora, región de la India
meridional, fue derrotado en la batalla de Seringapatam por
Arthur Wellesley, posteriormente duque de Wellington, y ha­
bría que esperar hasta 1803 a que el mismo Wellesley derro­
tara en la batalla de Assaye a la confederación márata. Hay
quienes defienden que, de no haberse producido la interven­
ción británica, los máratas hubieran sido los sucesores natu­
rales de los mogoles. Tal afirmación no es aceptada umver­
salmente (Spear, 1965, pp. 74-77 y 116-117), pero los victoria-
nos acostumbran fechar su propia supremacía sobre la India
a partir de la derrota definitiva, seguida de su posterior diso­
lución, de la confederación márata, en 1818.
En África puede encontrarse un paralelismo a esta resisten­
cia militar de la India, en particular allí donde los europeos to­
paron con un Estado o un imperio fuerte y, en ocasiones, mili­
tarista. En Costa de Oro los británicos sostuvieron una serie de
guerras, en 1821-1831, 1873-1874, 1895-1896 y 1900-1901, con­
tra la poderosa confederación ashanti. En Sudáfrica se enfren­
taron a los zulúes en 1879, sufriendo en un primer momento el
desastroso encuentro de Isandhlwana. Ni que decir tiene que
los emigrantes bóers mantuvieron una lucha contra los zulúes
durante im período mucho más dilatado de tiempo. Zululandia
se incorporó a la colonia británica de Natal en 1897, pero en
1906 estalló una rebelión zulú mucho más importante. Una et-
nia emparentada con los zulúes, la matabele (ndebele), comba­
tió a los británicos en 1893 para evitar que éstos mantuvieran el
control sobre el territorio que iba a convertirse en Rhodesia del
Sur (la actual Zimbabwe). No deja de ser más sorprendente aún
que el pueblo shona, dominado ya por los matabele, y de los
que se esperaba que recibieran a los británicos como libertado­
res, se levantara también contra éstos en 1896. Gran Bretaña
conquistó Egipto en 1882 sin excesivas dificultades, pero fue
expulsada del Sudán egipcio en 1885 por un fundamentalista
islámico, El Madhi. Únicamente pudieron alcanzar de nuevo el
control sobre ese último territorio como resultado de una cam­
paña a gran escala llevada a cabo por el general Kitchener entre
INTRODUCCIÓN 29

1896 y 1898. Los italianos fracasaron al tratar de hacer buena


su apuesta por conseguir Abisinia, sufriendo una derrota humi­
llante en la batalla de Adowa, en 1896. Los franceses llevaron a
cabo su expansión tomando como punto de partida la vieja co­
lonia de Senegal, y siguieron su camino hasta alcanzar el Su­
dán occidental, donde frieron finalmente detenidos por los bri­
tánicos en Fashoda, en 1898, después de haber sufrido una
fiera resistencia por parte de los bien organizados emiratos mu­
sulmanes de la sabana. En el norte, los franceses, desde que de­
sembarcaran en aquellas tierras en 1830, tardaron casi una
veintena de años en someter Argelia.
Sin embargo, todos estos intentos de resistencia militar
se vieron finalmente condenados al fracaso. Incluso Abisinia
cayó en manos de los italianos en 1935. La explicación más
sencilla a este hecho, y que, como es obvio, contiene una
buena parte de verdad, reside en la enorme disparidad de
potencial que existía entonces entre los europeos y sus opo­
nentes. A finales del siglo XIX, Europa había llevado a cabo
una revolución industrial desconocida para el resto del mun­
do. No era únicamente un problema de superioridad militar,
aunque Hilaire Belloc está en lo cierto cuando señala que
los europeos poseían la «maxim» (una clase de ametrallado­
ra) y no así sus oponentes. Contaban también con supe­
riores medios de transporte, que incluían barcos con casco
de hierro, ferrocarriles, y, ya entrado el siglo xx, aviación;
con su producción fabril podían hundir la producción que
se realizaba en las localidades rurales; tenían bajo su mando
toda la eficaz burocracia del Estado moderno. Los efectos
fueron tanto psicológicos como materiales. Los primeros na­
cionalistas africanos recordaban posteriormente con desa­
grado su temor reverencial al toparse por primera vez con
muestras de la tecnología europea, tales como una máquina
de tren a vapor.
Los pueblos de la India y de China, que contaban tras de
sí con siglos de una civilización sofisticada, se sintieron me­
nos abrumados por la autoproclamada superioridad de los
europeos. Por ejemplo, el sultán Tipu tenía un buen estilo de
propaganda antibritánica. En ocasiones, ésta adoptaba un
aspecto cruel, como en el caso de su famoso modelo escultó­
30 INTRODUCCIÓN

rico (en la actualidad en el museo Victoria y Alberto), en el


que se veía un tigre devorando a un oficial inglés; el detalle
residía en que el tigre comedor de hombres era el emblema
personal del propio Tipu. Cuando las tropas británicas entra­
ron en la capital, Seringapatam, en 1799, se encontraron con
las paredes decoradas con caricaturas en las que podían ver­
se europeos de caras enrojecidas, caídos bajo las mesas, com­
pletamente borrachos, mezclados entre perros y cerdos.
Aunque derrotados por los británicos en la denominada
«guerra del Opio», entre 1839 y 1842 (de hecho, la guerra
tuvo mucho más que ver con el comercio en general y con la
determinación británica de que los chinos aceptaran las nor­
mas de la diplomacia europea que con el opio), los chinos
contemplaron a sus victoriosos enemigos sin asombro. El co­
misionado Lin redactó una censura magistral de los invaso­
res extranjeros en 1839. Escribió lo siguiente:

El Camino del Cielo es justo para todos; no tolera que per­


judiquemos a otros con el fin de beneficiarnos a nosotros mis­
mos [...] Vuestro país se encuentra a veinte mil leguas de aquí;
pero todo lo que el Camino del Cielo juzga conveniente lo es
tanto para vosotros como para nosotros, y vuestros instintos
no difieren de los nuestros; en ninguna parte hay hombres tan
ciegos que no sean capaces de discernir entre aquello que es
portador de vida y lo que lo es de muerte, entre lo que propor­
ciona beneficios y aquello que causa el mal (citado en Waley,
1958, pp. 28-29).

No obstante, los chinos se vieron obligados a abrir los


cinco «puertos del tratado» a los invasores, y, a finales de si­
glo, realizaron un gran número de concesiones a las diferen­
tes potencias extranjeras. Alrededor de 1900 parecía imposi­
ble que China pudiera escapar a la partición entre Rusia, Ale­
mania, Gran Bretaña, Francia, Italia y Estados Unidos. No
fue precisamente el poderío militar lo que la salvó, aunque
los chinos ofrecieran una fuerte resistencia en 1839-1842 y
de nuevo en 1856-1860. En 1900, en venganza por el ataque
contra sus embajadas durante la revuelta de los bóxers, los
ejércitos de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Estados Uni­
dos y Japón alcanzaron y ocuparon la capital, Pekín. China
INTRODUCCIÓN 31

se salvó en parte por los celos que dominaban a las grandes


potencias, cuya rivalidad mantendría también intacto el im­
perio otomano hasta la primera guerra mundial. Pero desem­
peñó asimismo un importante papel el mantenimiento de la
unidad política del país. China no se fragmentó en numero­
sas unidades políticas, como ocurrió en el caso de Africa. La
dinastía manchó era débil pero no se estaba ya hundiendo,
como había pasado con el imperio mogol cuando los británi­
cos consiguieron el control sobre la India. Los chinos confia­
ban en los valores de su propia civilización, y su desconfian­
za y su desprecio hacia los extranjeros significó que entre
ellos se dieran muy pocos casos de «colaboracionismo».
La existencia de colaboradores constituía un elemento
esencial en la imposición del dominio colonial. Pero, paradó­
jicamente, contribuía también a generar las fuerzas de oposi­
ción que, de una manera definitiva, servirían para acabar con
los gobiernos coloniales. Esta idea se encuentra expuesta de
una forma muy interesante en el artículo de Ronald Robin-
son: «Non-European foundations of European imperialism:
sketch for a theory of collaboration» (Owen y Sutcliffe, 1972,
pp. 117-140). La creación de una nueva clase «occidentaliza-
da» fue particularmente importante en la India, donde puede
rastrearse ya con anterioridad al «motín» de 1857.
Capítulo 1

EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA

La India

El m otín indio de 1857 pertenece en esencia a la primera


fase de la resistencia colonial. Se trató de resistencia armada,
encabezada por unidades del ejército de Bengala, un ejército
que contaba con m otivos de queja particulares. Los soldados
indios habían cooperado de buena gana con la Compañía de
la India Oriental inglesa en las disputas por conseguir los
despojos del im perio m ogol a lo largo del siglo XV III, pero a
medida que iba aum entando el dom inio británico sobre la
India, se encontraron con que ya no les era perm itida la li­
bertad necesaria para hacerse con un botín (la manera tradi­
cional en que un soldado conseguía un suplem ento a su
paga) y que tam poco iba a ser posible ya la prom oción a ran­
gos superiores. Ya en fecha tan temprana com o 1819, El-
phinstone había profetizado lo siguiente: «Creo que la sem i­
lla de la ruina [de nuestro im perio en la India] la encontrare­
m os en el ejército nativo, una m áquina delicada y peligrosa
que cualquier ligero desgobierno puede volver fácilm ente
contra nosotros.» El últim o eslabón de la cadena lo constitu­
yó el supuesto ataque a la casta de los soldados y a la reli­
gión, sim bolizada por el uso de cartuchos presum iblem ente
«engrasados» con grasa de vacas y cerdos. A juzgar por las
apariencias, el levantam iento de 1857 debió haberse visto co­
ronado por el éxito: los británicos se contaban por miles,
m ientras que los indios por millones; incluso el ejército «na­
tivo» sobrepasaba a los soldados británicos en una relación
de cinco a uno. El m otín fracasó, no sólo porque no logró ha-
34 LA DESCOLONIZACIÓN

cerse extensivo a los ejércitos de Bombay y de Madras, sino


también porque no tuvo éxito en atraerse el apoyo de mu­
chos otros en la propia Bengala. Cien años más tarde, los
principales historiadores sobre asuntos indios contemplan
este suceso como un movimiento reaccionario, que miraba
hacia el pasado, que trataba de restablecer la vieja India feu­
dal y que se situaba en profundo desacuerdo con las fuerzas
del futuro (Sen, 1957, p. 142). Los indios más occidentaliza-
dos se mantuvieron al margen, y, en ocasiones, se convirtie­
ron en sus víctimas.
Los británicos habían potenciado en la India la educación
a la manera occidental ya desde la década de 1820, cuando,
por ejemplo, fue fundado en Bombay el Instituto Elphinstone,
auténtico vivero de futuros nacionalistas. En 1835 se tomó
una decisión aún más definitiva en favor de la educación occi-
dentalizada, apoyada por unos notables «apuntes sobre edu­
cación» de Macaulay, burla de la tradicional enseñanza de la
India que, sólo hasta una generación anterior, había sido teni­
da en gran consideración en Occidente. Numerosos indios
aceptaron con entusiasmo la educación occidental. Cuando,
en 1903, el entonces virrey, lord Curzon, trató de controlar la
proliferación de pequeñas universidades y de concentrar las
subvenciones gubernamentales en algunas grandes institucio­
nes, como la Universidad de Calcuta, las clases medias indias
lo consideraron un insulto mortal. No obstante, existía una
marcada diferencia por lo que se refiere a la «tasa de acepta­
ción» de ese tipo de educación entre las diferentes comunida­
des: los hindúes la asumieron generalmente con entusiasmo;
los musulmanes, que veían cómo la educación secular occi­
dental desplazaba su propio sistema de base religiosa, no lo
hicieron. Como resultado de ello, los musulmanes, que habían
constituido la clase gobernante bajo el dominio de los empe­
radores mogoles, se vieron desplazados en favor de jóvenes
funcionarios hindúes.
Los británicos eran muy conscientes de que los indios po­
dían aplicar a su propia situación lecciones aprendidas en la
historia británica, y no sería la menor de ellas la de las luchas
que llevaron a cabo sus héroes contra la usurpación ilegal de
la autoridad. De hecho, los indios tomaron buena nota, no
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 35

sólo de las implicaciones que tuvieron los enfrentamientos en­


tre el rey y el Parlamento en la Inglaterra del siglo xvn, sino
también de las que podían extraerse de las revoluciones euro­
peas de 1848, así como de la intensificación de la lucha de Ir­
landa contra la propia Inglaterra. Cuando, en 1853, llegó el
momento de renovar la «carta» de la Compañía de la India
Oriental, ellos, o al menos un reducido número, estaban ya
dispuestos a organizarse para ejercer su influencia sobre el
gobierno británico. En el mes de agosto de 1852 tuvo lugar en
Bombay una reunión memorable, pues hizo añicos todos los
habituales límites marcados por las creencias religiosas, des­
de el momento mismo en que incluyó a parsis, musulmanes,
hindúes e incluso judíos. Pidieron al gobierno británico cierto
número de reformas estudiadamente moderadas, entre las
que se incluía una mayor cuota de participación de los indios
en los cargos administrativos y judiciales. Una de las principa­
les personalidades de este encuentro fue Dadabhai Naoroji,
graduado en el Instituto Elphinstone, que andando el tiempo
ocuparía un escaño en el Parlamento británico como diputa­
do por Finsbury. La Asociación de Bombay, institución creada
unos cuantos años antes del motín, se convirtió en la voz de la
nueva India occidentalizada. Estos indios comenzaban a ad­
vertir que la utilización de las propias armas políticas y filosó­
ficas del conquistador podía ser más efectiva que el recurso a
la fuerza de las armas. La Asociación de Bombay sería la an­
tecesora del Congreso Nacional Indio.
El Congreso había sido creado en 1885 por un inglés,
Alan Octavian Hume, hijo del radical británico Joseph
Hume. El entonces virrey, lord Dufferin, contempló esta or­
ganización como un instrumento importante para hacer ave­
riguaciones sobre la opinión de los indios, y, por ello, le pro­
porcionó un cauto estímulo. Los indios, por su parte, la con­
sideraron un medio muy útil de comunicar sus puntos de
vista al gobierno británico, a través de una institución que, si
bien no gozaba de carácter semioficial, al menos sí poseía las
bendiciones y la aprobación oficiales. Por esta razón, le per­
mitieron sustituir a otras organizaciones, tales como la Aso­
ciación India de Calcuta y la Conferencia Nacional India,
creada por Surendranath Banerjea un poco antes. Banerjea,
36 LA DESCOLONIZACIÓN

lector en ese momento de la Universidad de Calcuta después


de una breve y desastrosa carrera en el Servicio Civil Indio,
había fundado la Asociación India con el objetivo de conver­
tirse en «el centro de un movimiento panindio», basado en
«la concepción de una India unida, que tomaba su inspira­
ción de las ideas de Mazzini». Llevó a cabo una gira notable
por toda la India septentrional, con discursos en Agrá, Delhi,
Lahore, Alallabad, Benarés y en muchos otros lugares del
Punjab y de las Provincias Unidas (como entonces se las de­
nominaba).
La significación de este hecho no pasó desapercibida a
los más receptivos funcionarios británicos (Majumdar, 1961,
pp. 889-890). Estaba haciendo su aparición un fenómeno al
que se podía comenzar a denominar «nacionalismo indio», y
esto ya era por sí mismo revolucionario. Con anterioridad al
período británico, la India podía haber sido cualquier cosa,
pero nunca había podido considerarse una nación. Dos ve­
ces a lo largo de su historia, una bajo el dominio de Asoka,
en el siglo ni a.C., y después con los mogoles, la mayor parte
del subcontinente indio había estado unificada y dominada
por una única dinastía. Pero en ambos momentos se trató
más de una formación «imperial» que de un Estado-nación.
Posiblemente sea cierto afirmar que, en el siglo xvin, el sub­
continente indio poseía una unidad étnica, lingüística y
cultural menor que la que disfrutaba, por ejemplo, el conti­
nente europeo. No obstante, la India (hay que admitir que
excluido Pakistán, al que algunos indios siempre contempla­
ron como un territorio fronterizo, y muy poco indio por su
carácter) salió del período británico como una nación unifi­
cada y aún se mantiene así más de una generación después
de la independencia.
El nacionalismo indio se forjó durante el período de do­
minación británica, y, en parte, fue consecuencia del progre­
so material. Los nuevos ferrocarriles y también el innovador
sistema postal hicieron posible que gentes de diferentes par­
tes de la India pudieran comunicarse entre ellas como nunca
hasta entonces. Quizá haya sido incluso más importante la
posesión de una lengua oficial, el inglés, conocido por todos
los indios cultos. La India posee más de doscientas lenguas
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 37

indígenas, y el inglés se ha convertido en un elemento tan vi­


tal en tanto que lengua franca que, incluso hoy día, es uno de
los idiomas oficiales de la India independiente. Pero, y ello
aún fue más determinante, el concepto de nacionalismo fue
importado por la India junto con todo el resto de las ense­
ñanzas procedentes de Occidente. «Nacionalismo», enten­
diendo por ello el deber que un ciudadano tiene en primer lu­
gar para con una nación-Estado, parece ser un concepto
completamente occidental. La lealtad para con un grupo
constituye, obviamente, una característica humana universal
pero que puede adoptar numerosas formas: lealtad a un gru­
po familiar o a una tribu, a una pequeña unidad política (por
ejemplo, a una ciudad), o a un grupo mucho más extenso,
como sería el caso de una confesión religiosa. Poner por en­
cima de todo ello la lealtad al Estado es un concepto occiden­
tal y, además, bastante moderno. Puede encontrarse ya en la
Europa medieval, especialmente en países como Inglaterra,
que realizó su unidad nacional muy pronto, pero no evolu­
cionó para alcanzar su forma actual hasta el siglo XIX. No
obstante, demostró con toda facilidad ser el arma ideológica
de mayor éxito que los colonizados podían esgrimir contra
los colonizadores. Ya desde sus comienzos, el Congreso Na­
cional Indio exigió ser el interlocutor de las autoridades bri­
tánicas como representante de toda la India; desgraciada­
mente esa petición tenía un defecto: el Congreso no era una
asamblea elegida o algo parecido a un parlamento, aunque
pretendía oficiar como tal; se trataba de algo más parecido a
un partido político, al que cualquiera podía sencillamente
pertenecer con tal de pagar la cuota de asociado. Original­
mente sus componentes habían sido reclutados por invita­
ción entre los graduados de la Universidad de Calcuta. Como
resultado de ese sistema de adhesión, en un principio estaba
formado por una clase de profesionales procedentes de una
franja social muy estrecha. La mayor parte de los presentes
en las primeras reuniones del Congreso eran abogados y pro­
fesores, salpicados aquí y allá por algunos médicos y perio­
distas. Un defecto aún más serio lo constituía el hecho de
que la comunidad musulmana estaba escasamente repre­
sentada. A la primera sesión del Congreso, que tuvo lugar en
38 LA DESCOLONIZACIÓN

1885, sólo asistieron dos musulmanes. La representatividad


por lo que se refiere a las clases sociales, que hasta cierto
punto era su justificación como Congreso, se amplió en bue­
na medida después de la primera guerra mundial; pero la re­
presentación por lo que se refiere a las diferentes religiones
nunca sería verdaderamente corregida, y en 1906 los musul­
manes crearon su propia organización, la Liga Musulmana.
El Congreso no llegó a satisfacer por entero ni siquiera a la
comunidad hindú, ya que los intocables se quejaban de que
el Congreso en realidad únicamente representaba a las castas
hindúes y prestaba escasa atención a las quejas de los parias.
En los primeros momentos, y hasta el estallido de la pri­
mera guerra mundial, el Congreso mantuvo principalmente y
de una manera estudiada una cierta moderación en su políti­
ca, calculando que su papel más importante consistía en
atraer la atención del gobierno. No obstante, tal política no
fue incompatible con la realización de algunos duros ataques
a ciertos aspectos de la política británica. De forma particu­
lar, la crítica principal que se les dirigía se debía a que agra­
vaban el serio problema de la pobreza de los indios debido al
excesivo gasto en el ejército, al «sangrado» de dinero indio en
dirección a Londres y a la ruina de la artesanía india debida
a la competencia sin freno de la producción fabril británica,
especialmente en el campo de los textiles. El Congreso pidió
un mayor desarrollo de las instituciones representativas en la
India, pero concedía prioridad a la consecución de una ma­
yor tasa de empleo de los indios en los más altos niveles de la
administración (Philips, 1962, pp. 151-156).
El nacionalismo indio de este período siguió dos caminos
distintos, simbolizados convenientemente en dos personas:
G. K. Gokhale y B. G. Tilak. Ambos eran brahmanes de la re­
gión de Bombay, pero ahí se acaban las coincidencias. Go­
khale, denominado en ocasiones «el Gladstone indio», era
muy crítico con la política económica británica, pero estaba
dispuesto a trabajar en favor de la introducción de reformas
liberales de una forma gradual y utilizando para ello los ca­
nales oficiales. Era un personaje respetado por los políticos
ingleses, y, en particular, gozó de una cierta influencia sobre
John Morley. Por su parte, Tilak cifraba la obra de su vida en
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 39

el liderazgo de un gran renacimiento hindú. Echaba la vista


al pasado hasta alcanzar una edad de oro muy mitificada, an­
terior no sólo a la llegada de los británicos, sino incluso a las
invasiones musulmanas. Rechazaba la educación y los con­
ceptos políticos occidentales (aunque en ocasiones utilizaba
ambos). Contemplaba la batalla contra la pobreza, tan im­
portante para el partido moderado del Congreso, como una
distracción de la auténtica tarea de purificación de la India y
de liberación del corrupto dominio extranjero. Los políticos
occidentales no mantuvieron buenas relaciones con Tilak, en
especial cuando dirigió una campaña encaminada a defender
que la abolición de los matrimonios infantiles y la vacuna­
ción contra la viruela no eran otra cosa que un ataque a la
tradición hindú, al tiempo que sostenía que el asesinato polí­
tico era una forma de protesta legítima.
Con la primera guerra mundial acabó una época de las
relaciones anglo-indias; los británicos agradecieron el apoyo
indio y éstos esperaron el pago por ello, pero quedaron amar­
gamente decepcionados al advertir la lentitud de la respuesta
británica. El Acta del gobierno indio de 1919 introdujo el fa­
moso principio de la «diarquía», según el cual algunos secto­
res, tales como educación y sanidad, se «transferían» colo­
cándolos bajo control indio a nivel provincial, al tiempo que
se «reservaban» otros, como el orden público, que permane­
cían bajo control británico. El gobierno central, que en 1911
había trasladado su sede de Calcuta a Nueva Delhi, permane­
cía firmemente en manos británicas, aunque la asamblea le­
gislativa contaba ahora ya con una mayoría elegida por su­
fragio. Todo ello les pareció a los indios bastante inadecuado,
al tiempo que se sentían aún más ofendidos por las Rowlatt
Acts, que conservaban ciertos aspectos de la legislación de
emergencia de tiempos de guerra, tales como el derecho en
ciertos casos a mantener detenida a cualquier persona sin
juicio previo.
En numerosas partes de la India dio comienzo una cam­
paña de protestas, incluidos los haríais, una especie de huel­
ga general. La inquietud resultante desembocó en la matanza
de Amritsar, que tendría lugar el 13 de abril de 1919. El Pun-
jab se había comportado como un importante centro de la
40 LA DESCOLONIZACIÓN

campaña de disturbios y allí habían sido atacados varios eu­


ropeos. Las autoridades se encontraban extremadamente
nerviosas y venían a sus mentes los recuerdos de 1857. Cuan­
do el 11 de abril llegó a Amritsar con un pequeño contingen­
te de soldados, lo primero que hizo el general Dyer fue prohi­
bir cualquier tipo de reunión o de asamblea pública. A pesar
de ello, una gran multitud, en la que se incluían mujeres y ni­
ños, se reunieron en un amplio descampado conocido como
Jallianwala Bagh. No hay duda de que algunos de los asisten­
tes se desplazaron hasta allí en abierto desafío a las órdenes
del general, pero también es cierto que muchos otros se ha­
bían acercado desde las zonas rurales próximas para visitar
la feria de caballos anual, desconocedores por completo de la
situación. Dyer desplegó sus tropas, formadas por soldados
británicos e indios, rodeando Jallianwala Bagh, y abrió fuego
sobre la muchedumbre sin hacer públicas las advertencias de
rigor, considerando que su prohibición de cualquier tipo de
reunión había sido ya suficientemente propagada. Murieron
trescientas setenta y nueve personas y quedaron heridas mu­
chas más. Dyer pareció no advertir que la multitud no tenía
la posibilidad de dispersarse porque sus propias tropas blo­
queaban la salida principal.
Amritsar dividió con nitidez la opinión pública británica e
india. Una encuesta oficial llevada a cabo por un juez esco­
cés, lord Hunter, se pronunció contra Dyer, pero éste recibió
un gran apoyo por parte de la prensa británica. El Congreso
creó su propia comisión de encuesta, que condenó a Dyer
con mucha más dureza de lo que lo había hecho Hunter, de­
nominando el suceso como «una muestra calculada de inhu­
manidad». Muchos jóvenes nacionalistas indios, entre los
( ue se incluía Nehru, admitirían posteriormente que había
s '.do Amritsar lo que definitivamente les había puesto contra
los británicos. Es muy posible, pero probablemente se tratara
sólo del catalizador que contribuyó a cristalizar sus dudas.
En ese momento estaba apareciendo ya una nueva gene­
ración de líderes nacionalistas, entre ellos Mohandas Karam-
chand Gandhi y Jawarharlal Nehru. Sin duda Gandhi fue el
más grande de entre ellos tanto si se contempla su figura des­
de el punto de vista indio como si se hace en términos ínter-
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 41

nacionales. Había nacido en 1869 en el principado de Por-


bandar, en la India occidental, y tanto su padre como su
abuelo habían sido ambos primeros ministros en ese mismo
Estado. Toda la familia estaba compuesta por devotos hin-
duistas, e incluso la madre era una mujer de una piedad ex­
cepcional. Puede ser que estuvieran influenciados por la tra­
dición jainista, de gran arraigo en las proximidades y que se
caracterizaba por su estricto pacifismo. Muy joven, se trasla­
dó a Londres para estudiar derecho en el Inner Temple (una
de las cuatro principales escuelas de derecho de la ciudad en
aquel momento). De esta época nos dejó un relato conmove­
dor en su autobiografía inacabada, Mis experiencias con la
verdad. Por una parte, y siguiendo en ello la tónica de la ma­
yoría de los jóvenes indios cultos, deseaba identificarse con
lo británico, llegando incluso a elegir el sastre apropiado y a
tomar lecciones de baile; por la otra, quería mantener las
promesas que le había hecho a su madre y permanecer fiel a
su religión en asuntos tales como la no ingestión de carne.
Curiosamente, esta última promesa le llevó a utilizar restau­
rantes vegetarianos donde entró en contacto con numerosos
socialistas idealistas del momento. Durante este período,
Gandhi quedó profundamente impresionado por algunos es­
critores occidentales, tales como Tolstoy, así como por el con­
tenido ético (si bien no el doctrinal) del cristianismo. Descu­
brió también por vez primera algunos de los más grandes
textos sánscritos, que leyó originalmente en traducciones in­
glesas.
En 1893 Gandhi marchó a Sudáfrica a realizar prácticas
como abogado, consiguiendo la mayoría de sus clientes entre
la numerosa comunidad india; llegó entonces a odiar la dis­
criminación de que eran objeto los asiáticos, lo mismo que la
población africana negra, que allí se encontraba. En 1904
fundó su primer diario, el Indian Opinión, y comenzó a deli­
near sus características doctrinas políticas, especialmente la
satyagraha. A los ojos de un profano, esta última consistía
únicamente en una mera desobediencia civil o en resistencia
pacífica, pero él afirmaba que una percepción de esta clase
ignoraba el positivo contenido espiritual que deseaba ver in­
corporado en ella. Ciertas leyes eran tan injustas que obede-
42 LA DESCOLONIZACIÓN

cerlas le convertían a uno mismo en culpable. El seguidor del


satyagraha se veía obligado por norma a aceptar las leyes
pero, en aquellas raras ocasiones en las que su conciencia le
obligaba a transgredirlas, debía hacerlo sin violencia. «En­
tonces, de manera abierta y civilizada, las transgrede y sufre
calladamente el castigo a su infracción.» Lo esencial de la
doctrina residía en el hecho de que el sufrimiento debe ser
asumido por quienes protestan y no infligido a otros (Philips,
1962, pp. 215-216).
Aunque furioso por la situación sudafricana, en ese mo­
mento Gandhi no era aún hostil al imperio británico; es más,
todavía se sentía identificado con él y hasta parece que llegó
a contemplar las prácticas que se llevaban a cabo en Sudáfri-
ca como una perversión del genuino espíritu imperial. Du­
rante la guerra de los Bóers de 1899-1901 y el levantamiento
zulú de 1906, creó un cuerpo de ambulancias para ayudar a
la causa británica. Regresó a Londres durante la primera
guerra mundial y, con estudiantes indios, trató de formar un
cuerpo similar en la capital británica. Volvió a la India en
1915, sin una intención particularmente clara de oponerse a
los británicos; y no sería hasta febrero de 1919, durante los
incidentes provocados por la aprobación de las Rowlatt Acts,
cuando desataría pna campaña de desobediencia civil. Con­
vocó una hartal en toda la India para el 6 de abril. Si se con­
templa retrospectivamente, parece que los británicos se deci­
dieron por detenerle para culparle en buena medida por los
sucesos ocurridos en el Punjab, Amritsar incluido.
El hombre que se convertiría en el lugarteniente de
Gandhi en la India era, en muchos aspectos, el vivo contra­
punto de su líder. Brahmán de Cachemira, Nehru era un aris­
tócrata hasta la médula. Su padre, Motilal Nehru, era un rico
abogado anglofilo de gran éxito, que envió al joven Nehru a
estudiar a Harrow y Cambridge, donde se decantó por las
ciencias (cosa muy poco frecuente entre las gentes con ante­
cedentes parecidos a los suyos), aunque, posteriormente, las
cambiaría por la carrera de leyes. Hasta el momento en que
se unió a Gandhi con motivo de las campañas políticas de la
década de 1920, Nehru conocía de primera mano muy poco
sobre la pobreza de la India.
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 43

Antes de la guerra se había visto influenciado por el con­


flicto que enfrentó a rusos y japoneses en 1904-1905. Hasta
entonces, y lo mismo que la mayoría de los indios occidenta-
lizados, Nehru había aceptado que era preciso un período de
tutelaje por una potencia europea antes de que los países
atrasados de Asia se encontraran ya preparados para admi­
nistrar sus propios asuntos y para ocupar un lugar en el
mundo moderno. Pero ahora tenía ante sí un modelo diferen­
te: sólo Japón entre las potencias asiáticas parecía haber en­
contrado una forma efectiva de oposición a las intromisiones
occidentales. Había mantenido alejados a los extranjeros, ex­
cepto como consejeros; había remodelado por completo to­
dos sus sistemas políticos, económicos y militares siguiendo
una línea de cuño occidental y había derrotado de manera
humillante a una gran potencia occidental. No es entonces
sorprendente que el joven Nehru se decidiera a adquirir to­
dos los libros que pudo encontrar sobre Japón. Una veintena
de años más tarde, se interesó por otra sociedad que parecía
poder liberarse a sí misma de sus propias ataduras: la Rusia
que siguió a la revolución. Visitó la Unión Soviética por vez
primera en 1927, donde quedó impresionado por algunas de
las cosas que pudo observar, aunque también mantuvo nu­
merosas reservas. Cuando bastante más tarde delineó sus
propias ideas sobre el socialismo de Estado, estaba prepara­
do para pedir prestadas ideas a Rusia lo mismo que a mu­
chos otros lugares, pero de ninguna manera aceptó compro­
miso alguno con el credo soviético. A pesar de todo ello, y so­
bre todo por lo que se refiere a la política económica, Nehru
siguió siendo en esencia un occidental. Quedó impresionado
por la pobreza de la India y se dispuso a solucionarla me­
diante el desarrollo y el progreso económicos, al margen del
modelo elegido para ello.
Gandhi fue un hombre muy diferente y bastante más
complejo. Es cierto cuando se afirma que se las ingenió muy
bien para combinar en su persona el encanto de Tilak y el de
Gokhale; conocía suficientemente los entresijos de la política
occidental como para poder disputar con los británicos en su
propio terreno, pero, al mismo tiempo, deseaba reafirmar los
valores diferenciales indios, aunque no estaba dispuesto a
44 LA DESCOLONIZACIÓN

aceptar las tradiciones de su propio pueblo de manera acríti­


ca. Su mayor ruptura con la tradición consistió en el intento
de asegurar una vida más tolerable para los intocables, para
los parias; no obstante, a los ojos de los campesinos indios,
su persona era el prototipo del hombre santo de la India. Les
merecía respeto su renuncia a las riquezas y a las comodida­
des, la sencillez de sus ropas y de su dieta, el ashram (la mo­
destísima vivienda en la que habitaba en Ahmadabad), así
como su diaria dedicación a sentarse ante la rueca e hilar.
Fue capaz de movilizar a las masas indias en su apoyo de
una manera como no le hubiera sido posible a un político
más convencional, como el propio Nehru. Este último no
siempre estuvo en todo de acuerdo con su líder, pero nunca
puso en duda que Gandhi era un personaje superior a él, y
parece que siempre se mostró satisfecho de continuar como
lugarteniente suyo hasta su muerte, ocurrida en 1948.
Los británicos tenían muy poca idea de cómo enfrentar­
se a Gandhi. Su primera campaña de desobediencia civil
acabó en un estallido de violencia, y en 1922 el propio
Gandhi fue arrestado y sentenciado a seis años de prisión.
El magistrado, juez Broomfield, dirigió un notable discurso
al encausado sentado aún en el banquillo de los acusados,
reconociendo que se trataba de una persona diferente a
cualquiera de las que había juzgado hasta entonces y de las
que, con toda probabilidad, llegaría a juzgar en el futuro,
y que a los ojos de su propio pueblo no era únicamente un
patriota, sino también un santo. El juez se dirigió a las auto­
ridades con una directa alusión para que Gandhi fuera libe­
rado tan pronto como finalizaran los disturbios (Philips,
1962, pp. 222-224). De hecho, abandonó la cárcel en 1924.
En 1930 dirigió otra amplia campaña de desobediencia civil
contra el monopolio que el gobierno tenía sobre la sal, diri­
giendo una marcha desde su ashram hasta el mar, en Dandi,
situada a más de trescientos cincuenta kilómetros de distan­
cia, para recoger de la playa sal marina de manera ilegal.
Entre tanto, los británicos continuaban trabajando lenta­
mente en sus planes para introducir en la India un gobierno
representativo y responsable, en fases sucesivas. La comisión
Simón, creada en el Parlamento británico y dirigida por un
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 45

eminente abogado del que tomó su nombre, sir John Simón,


se mantuvo reunida desde 1927 hasta 1930. El hecho de que
no hubiera en ella ningún representante indio provocó una
protesta en la India y fue contemplado como ligeramente ab­
surdo en la propia Gran Bretaña, aunque, desde un punto de
vista técnico, se trataba de una institución parlamentaria a la
cual únicamente podían pertenecer diputados. En un intento
por remediar esta situación, el gobierno británico cursó invi­
taciones a representantes indios defensores de diferentes in­
tereses para que se reunieran con los diputados del Parla­
mento británico en Londres en la denominada «conferencia
de la tabla redonda», que se convocó en tres momentos dife­
rentes: en 1930, 1931 y 1932. Desgraciadamente, y por dife­
rentes razones, la mayor parte de las principales figuras de la
política india estuvieron ausentes de la primera y de la terce­
ra sesiones. La segunda fue mucho más representativa, pero
únicamente sirvió para sacar a la luz las profundas divergen­
cias, ahora evidentes, de la sociedad india. Gandhi, en tanto
que representante del Congreso, reivindicó el derecho a ha­
blar en nombre de todos los indios, pero esa exigencia le fue
denegada con acritud tanto por M. A. Jinnah, de la Liga Mu­
sulmana, como por el doctor Ambedkar, de los intocables.
Uno de los diputados parlamentarios de la comisión Si­
món era Clement Attlee, más tarde primer ministro bri tánico
en el primer gobierno laborista mayoritario entre 1945 y
1951. Era un hombre profundamente interesado por los pro­
blemas indios, y el movimiento laborista en general mante­
nía una mayor simpatía por las aspiraciones indias que el
conservador. Keir Hardie había efectuado una visita a la In­
dia en 1907 y se había quedado impresionado por la extrema
pobreza de los campesinos indios. Ramsay Macdonald, que
había sido primer ministro en los gobiernos laboristas mino­
ritarios de 1924 y 1929 (y el convocante de la «conferencia de
la tabla redonda»), había visitado el subcontinente en 1909,
escribiendo a continuación un libro, El despertar de la India,
en el que anticipaba alguna de las reformas que ofrecería a
los indios el Acta del gobierno de la India de 1935.
Esa ley de 1935 contemplaba una solución federal a las
dificultades de la India, que se implantaría tanto en los prin-
46 LA DESCOLONIZACIÓN

cipados como en las provincias de la India británica. Debería


haber alguna clase de gobierno responsable centralizado, si
bien asuntos exteriores y defensa no serían aún transferidos
al control indio. (Por gobierno responsable se entiende aquí
que los ministerios debían responder individualmente ante la
asamblea legislativa.) Las once provincias dispondrían de go­
biernos autónomos, con ministerios enteramente responsa­
bles ante las legislaturas elegidas, si bien los gobernadores
provinciales conservarían aún una elevada cuota de poder.
Esta ley era un auténtico anatema para los conservadores
más extremistas, como Winston Churchill y lord Salisbury,
que se dedicaron a realizar una oposición obstruccionista
punto por punto; y lo que es más importante, esa oposición
significó la demora de la aprobación de la medida entre 1933
y 1935, hecho que sería de crucial importancia porque se ha­
bía previsto que las cláusulas relativas al gobierno central no
comenzarían a ser operativas hasta que se adhirieran al me­
nos el 50 por ciento de los mandatarios de los principados;
en 1939 aún no había ocurrido así, y, en lo relativo al gobier­
no central, la India participaría en la segunda guerra mun­
dial con una Constitución, la de 1919, en aquel momento ab­
solutamente anticuada.
La ley de 1935 entró en vigor en las provincias donde se
llevaron a cabo elecciones dos años más tarde, en 1937. El
Congreso alcanzó rtn éxito espectacular en esas elecciones,
ganando por mayoría absoluta en seis de las once provincias,
y convirtiéndose en el partido más votado en otras dos. Pare­
ce ser que, originalmente, decidió participar en las elecciones
con la única finalidad de comprobar su capacidad de convo­
catoria para después declinar el desempeño de los cargos;
pero la oportunidad que se le presentaba de ejercer un poder
real, de poner en práctica algunas de las reformas que había
exigido durante tanto tiempo, le convencieron de formar go­
biernos en las ocho provincias en las que poseía la mayoría.
La Liga Musulmana debió moderar sus posiciones ante la
comparativa falta de éxito —había conseguido unos resulta­
dos muy aceptables sólo en Bengala, el Punjab y Sind—, y
lanzó algunas propuestas al Congreso; no obstante, este últi­
mo, animado por la victoria, no quiso aceptar compromiso
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 47

alguno, hasta el punto de que, en octubre de 1937, Jinnah


abandonó cualquier esperanza de cooperación con el Congre­
so. Era la primera vez en que la creación de un Estado mu­
sulmán separado —sugerido ya en 1933, pero que nunca se
había tomado seriamente— se convertía en una posibilidad
política real.
La respuesta india a la ruptura de hostilidades de la se­
gunda guerra mundial fue muy diferente a la de 1914. Los
indios se sintieron molestos porque el gobierno británico de­
clarara la guerra en su nombre, pero, de acuerdo con el de­
recho internacional, se trataba de una actuación irreprocha­
ble. Lejos de alinearse en el lado británico, y lo mismo que
habían hecho los irlandeses durante largo tiempo, el Con­
greso vio que tenía una oportunidad de oro ante las dificul­
tades por las que atravesaba Gran Bretaña. Los gobiernos
del Congreso en las provincias dimitieron en bloque, y el 10
de octubre el comité del Congreso panindio resolvió que «la
India debía ser declarada nación independiente» y exigió
que la futura Constitución del país debía ser redactada por
una asamblea constituyente india. Los británicos pudieron
contestar únicamente que todos los cambios constituciona­
les de primer orden debían esperar hasta el final de las hos­
tilidades. En 1940 caía Francia, y Gran Bretaña estaba a la
espera de una posible invasión. Por una ironía suprema,
aquel antiguo enemigo del nacionalismo indio, Winston
Churchill, se convertía en primer ministro británico, al tiem­
po que su defensor de otros tiempos, Clement Attlee, pasaba
a ser el primer ministro del gabinete en la sombra.
No obstante, y en esencia, tanto las actitudes británicas
como las indias no cambiaron a lo largo de toda la contien­
da. Los británicos insistían en que nada podía decidirse hasta
la finalización del conflicto; los indios exigían una inde­
pendencia inmediata. En diciembre de 1941, la posición ne­
gociadora británica se fue debilitando con la entrada de Ja­
pón en la guerra. En pocos meses los japoneses habían ocu­
pado Malaya y Birmania. El 15 de febrero de 1942 se rendía
la importante base naval de Singapur, y los japoneses toma­
ban miles de prisioneros británicos, un hecho que, por varios
motivos, pasaría a ser la derrota británica más decisiva de
48 LA DESCOLONIZACIÓN

toda la guerra. El camino hacia la India parecía abierto de


par en par.
Ante estas circunstancias tan poco halagüeñas, en marzo
de 1942 fue enviado a la India sir Stafford Cripps, un austero
hombre de izquierdas. Se esperaba de él que pudiera ganarse
la confianza de Gandhi, pero tenía muy escasas novedades
que ofrecer: una cierta mayor participación india en el go­
bierno de manera inmediata, cambios más profundos al fina­
lizar la guerra, etc. Desde el punto de vista británico, tales
cambios contenían todo lo que podían exigir los indios: una
asamblea constituyente, con un compromiso británico por
adelantado a aceptar sus conclusiones, aunque incluyeran el
abandono de la Commonwealth. Los indios, sin embargo, se­
guían empeñados en su insistencia por arrancar ciertas ga­
rantías para las minorías raciales y religiosas, y en que cada
una de las provincias fuera libre de unirse a la Unión India, o
no, según sus deseos. Las negociaciones duraron diecisiete
días, pero al final quedaron rotas. El principal escollo contra
el que siempre acababan por estrellarse no era otro que el
problema de las comunidades. El Congreso temía que los
musulmanes pudieran separar del Estado indio el Punjab, e
incluso Bengala, aunque ambas provincias contaban con una
minoría hindú muy numerosa. Durante el resto de la guerra,
los británicos continuaron ofreciendo las propuestas de
Cripps, mientras que el Congreso las rechazaba.
Gandhi no estaba seguro de que mereciera la pena seguir
negociando con los británicos por más tiempo. Se dice que
llegó a afirmar que no estaba interesado en recibir «un che­
que sin fondos de un banco en quiebra». El 8 de agosto de
1942, el comité del Congreso panindio aprobó la famosa re­
solución «Abandonar la India» que, si bien prometía una
alianza para continuar la guerra contra los japoneses, exigía
un final inmediato de la dominación británica y amenazaba
con un «levantamiento de masas» si la propuesta era recha­
zada. Los británicos no se impresionaron y un día después, el
9 de agosto, eran arrestados los principales líderes del Con­
greso. Tuvieron lugar disturbios esporádicos y algunos actos
de sabotaje, pero nunca se materializó el prometido levanta­
miento de masas.
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 49

De hecho, los indios se encontraban divididos respecto a


sus sentimientos acerca de la guerra en un momento en que
ya la tenían en puertas. Es cierto que algunos indios se unie­
ron al «ejército nacional indio» creado por los japoneses y se
aprestaron a marchar con estos últimos para «liberar» la In­
dia, pero los principales dirigentes indígenas del país se
comportaron con mucha mayor cautela. No tenían ningún
interés especial en cambiar sencillamente de patrón y en ver
a los japoneses situados en el lugar que ahora ocupaban los
británicos.
La guerra llegó a su fin en Europa en mayo de 1945, mien­
tras que en el frente asiático lo haría tres meses después con
el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y
Nagasaki. Las elecciones generales que tuvieron lugar de in­
mediato en Gran Bretaña significaron una vic toria abrumado­
ra del Partido Laborista dirigido por Clement Attlee. A juzgar
por las apariencias, la posición negociadora bri tánica era mu­
cho más fuerte ahora de lo que lo había sido en 1940-1942,
cuando se encontraba contra las cuerdas en Europa. Pero, en
realidad, las apariencias engañan. La economía británica se
había arruinado casi por completo a causa de la guerra. Gran
Bretaña dependía en enorme medida de la ayuda americana,
y Estados Unidos no albergaba una excesiva simpatía por la
continuidad del imperio británico en la India.
Desde el punto de vista ideológico, el nuevo gobierno es­
taba comprometido con la aceleración de la independencia
para la India, pero los obstáculos prácticos que aún subsis­
tían eran formidables. En la primavera de 1946, una misión
del gabinete metropolitano, formada por lord Pethick Law-
rence, sir Stafford Cripps y A. V. Alexander, trató de sentar las
bases para alcanzar un acuerdo con los líderes indios y para
convencerles de que, como los británicos estaban realmente
dispuestos a abandonar aquel territorio, debían llegar a al­
gún compromiso entre ellos mismos. Casi alcanzaron éxito
con una propuesta en favor de una forma federal de gobier­
no, pero, primero el Congreso, y, a continuación, Jinnah, la
rechazaron.
Este último decidió que la Liga Musulmana debía mos­
trar su fuerza y declaró el 16 de agosto de 1946 como un
50 LA DESCOLONIZACIÓN

«día de acción directa». Posteriormente defendería que él


había esperado únicamente que se convocaran manifestacio­
nes, pero la línea que separa las manifestaciones de la vio­
lencia es, a menudo, demasiado tenue; ese día murieron al­
rededor de cuatro mil personas, la mayor parte de ellas en
Calcuta.
El virrey, lord Wavell, comunicó a Attlee que Gran Breta­
ña debía resignarse a permanecer en la India durante, al me­
nos, otros diez años más y a comprometer los recursos nece­
sarios para ello, o bien a fijar una fecha para la retirada y
mantenerla a toda costa, aunque ello significara la entrega
del poder a las únicas autoridades viables, los gobiernos pro­
vinciales. Attlee rechazó este comunicado como un consejo
producido por la desesperación y bastante impracticable.
Hizo regresar a Wavell y le sustituyó por lord Mountbatten,
quien disfrutaba de un merecido prestigio por haber sido el
victorioso comandante en jefe en el Asia del Sudeste durante
las etapas finales de la guerra. Pero, al final del día, lord
Mountbatten únicamente podía estar de acuerdo con las rígi­
das alternativas a la situación que había propuesto Wavell.
La primera de ellas se consideró inviable; no quedaba, pues,
otra que la de fijar una fecha. El 20 de febrero de 1947, Attlee
anunció que, pasara lo que pasase, los británicos abandona­
rían la India en junio de 1948.
Un abandono realizado con tal premura significaba que
debía aceptarse la partición, solución nada satisfactoria,
puesto que la población musulmana se encontraba concen­
trada sobre todo en el noroeste y el nordeste del territorio,
pero existían comunidades musulmanas esparcidas por toda
la India, y que constituían entre una quinta y una cuarta par­
te de la población global. En la mayoría de los casos, los lími­
tes provinciales existentes podían ser utilizados para marcar
las fronteras nacionales entre la India y Pakistán, pero Ben­
gala y el Punjab quedarían divididos en su interior. El siste­
ma de regadío del Punjab podía quedar inutilizado si cual­
quiera de las dos partes se lo proponía. La Bengala oriental
se convirtió en Pakistán orienta], que se encontraba separado
por miles de kilómetros del más extenso Pakistán occidental.
Se trataba sobre todo de un territorio agrícola, dedicado a la
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 51

producción de algodón, té y yute, y que, al quedar separado


de las fábricas de procesado y de los puertos para la exporta­
ción, situados ahora en Bengala occidental, se convertía en
un proyecto difícilmente viable.
En junio, Mountbatten anunció al gobierno británico que
la fecha de independencia podía adelantarse de junio de 1948
a agosto de 1947, y, de hecho, la transferencia formal de po­
deres tuvo lugar el 14 de agosto de ese mismo año. Quedan
numerosos detalles que aún no han sido aclarados del todo:
es posible que el gobierno británico considerara que se les
podría abandonar sin que corriesen riesgo alguno porque, en
la práctica, los dos nuevos Estados se verían obligados a ac­
tuar casi como una federación, siguiendo las directrices mar­
cadas por las propuestas de la misión del gabinete.
Si se trataba de eso, los británicos erraron estrepitosa­
mente sus cálculos. Cualquier esperanza de cooperación en­
tre la India y Pakistán pereció en medio de la violencia que se
desató entre ambas comunidades durante el otoño de 1947.
Aunque ésos estallidos quedaron confinados casi todos ellos
a los dos Estados partidos de Bengala y el Punjab, alcanza­
ron proporciones aterradoras. Es posible que los muertos so­
brepasaran el medio millón; alrededor de cinco millones de
musulmanes se desplazaron hacia Pakistán al tiempo que
otros tantos millones de hindúes hacían lo propio dirigiéndo­
se hacia la India; más de doce millones quedaron sin hogar.
El suceso alcanzó tales proporciones que el propio Gandhi
marchó al Punjab en un intento desesperado por detener la
violencia, únicamente para ser asesinado él mismo en enero
de 1948 por un fanático hindú.
El ejemplo de Gran Bretaña al conceder la independencia
a la India fue el principal de un país que, sin ser derrotado
militarmente, abandona una importante posesión ultramari­
na después de la segunda guerra mundial. Si hacemos caso
de las apariencias, se trató de un verdadero desastre que aca­
bó desembocando en la partición y en un baño de sangre,
pero ésa no es toda la historia. Es bien cierto que Pakistán, lo
mismo que muchas otras ex colonias, no ha sido capaz de
conservar una forma democrática de gobierno: se convirtió
por vez primera en una dictadura militar en 1958, y de nue-
52 LA DESCOLONIZACIÓN

vo, después de un breve regreso a una forma de gobierno por


elección popular, volvió a serlo en 1977. Pakistán oriental se
separó de Pakistán occidental en 1971, adoptando el nombre
de Bangladesh. Por otro lado, la India demostró poseer una
estabilidad mucho mayor de la que se presumía en 1947.
Después de haber pasado más de una generación, aún con­
serva una forma de gobierno democrática, constituyendo la
mayor democracia del mundo. Cuando el Partido del Congre­
so fue derrotado en las elecciones de 1977 abandonó el poder
y sólo volvió a él al ganar nuevamente unas elecciones, en
1980.
Nehru surgió como uno de los principales hombres de Es­
tado de la política mundial. Hubo quienes defendieron que
no puso en práctica las elevadas doctrinas que siempre había
predicado. En 1947, se aceptó que los principados decidieran
si deseaban unirse a la India o a Pakistán, pero, en 1949,
Hyderabad, que tenía un mandatario musulmán en medio de
una mayoría hindú, se incorporó a la India prácticamente
por la fuerza. Nehru se mostró extremadamente reacio a que
Cachemira (donde se daba el caso contrario: mandatario hin­
dú, pero mayoría musulmana) se uniera a Pakistán, y estos
dos países se enfrentaron en tres guerras debido a ese espino­
so asunto. En 1961, el enclave portugués de Goa, situado en
la costa occidental de la India, fue ocupado por la fuerza. Sin
embargo, Nehru desarrolló una clara política exterior de no
alineamiento durante la guerra fría, que le colocaría en una
posición de liderazgo ante el creciente número de países
asiáticos y africanos que no quisieron verse inmersos en las
luchas por el poder entre Oriente y Occidente.
La relación entre Gran Bretaña y la India fue muy larga,
mucho más larga que cualquier otra mantenida por la metró­
poli con sus colonias. La India fue también, con mucho, la
más importante de las posesiones ultramarinas británicas.
Una vez perdida, se había debilitado en gran manera la raí-
son detre de la conservación de un imperio. El impacto más
inmediato, como consecuencia del abandono por parte de
Gran Bretaña de su imperio indio, hay que ir a buscarlo, na­
turalmente, en el resto de Asia.
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 53

Ceilán, Birmania y Malaya

Ceilán (Sri Lanka) ha sido siempre considerada como un


añadido del imperio indio. Los británicos la consiguieron de
los holandeses como resultado de las guerras napoleónicas.
Lo mismo que en la India, Gran Bretaña se vio obligada aquí
también a hacer frente al problema de tratar con una comu­
nidad mayoritaria, la cingalesa, y otra minoritaria, la tamil,
pero, en conjunto, la metrópoli estaba bastante orgullosa del
tratamiento que había dado a ese conflicto en aquella isla. Se
trataba de un problema de dimensiones mucho más escasas,
y, por tanto, mucho más manejable que el del subcontinente;
y en el plano económico, era una zona próspera debido a sus
exportaciones de té y caucho. Al contrario que la India, que
siempre constituyó un caso especial y que fue tratado, en pri­
mer lugar, por el Consejo de Control, y, posteriormente, por
la Agencia India, y no por el Ministerio de Colonias, Ceilán
era una colonia convencional de la corona, mandada por un
gobernador, asesorado por un consejo ejecutivo y otro legis­
lativo. Su independencia, que tuvo lugar el 4 de febrero de
1948, fue tan poco estridente que el acontecimiento apenas
recibió una ligera atención internacional.
Aún más que Ceilán, a los ojos de los británicos Birmania
nunca fue considerada otra cosa que una provincia contigua
al imperio indio, conquistada después de padecer tres gue­
rras, en 1824-1826, 1852-1853 y 1855-1856. Los birmanos no
aceptaron voluntariamente el dominio británico, y, durante
muchos años, continuaron una guerra de guerrillas, nunca
reconocida por los británicos, quienes la consideraban como
dacoity, es decir, como una forma de bandidaje. Sin duda,
este hecho contribuye a explicar por qué algunos birmanos
desearon cooperar con los japoneses cuando éstos ocuparon
el país a principios de 1942. Las fuerzas de ocupación crea­
ron un Estado birmano nominalmente independiente y diri­
gido por un abogado del país, Aung San. Sin embargo, éste
se consideró siempre a sí mismo como un líder nacional, y
no como un hombre de paja, y en 1944 cambió sus preferen­
cias y ofreció cooperación a los británicos. En 1944-1945, el
14 Ejército recuperó a duras penas Birmania de los japone-
54 LA DESCOLONIZACIÓN

ses, pero, por aquel entonces, el gobierno británico ya no te­


nía interés alguno por restaurar el mandato colonial. Las
elecciones generales convocadas después de la guerra le pro­
porcionaron a Aung San una aplastante mayoría para prepa­
rar la independencia; no obstante, en julio de 1947, el propio
Aung San fue asesinado por opositores políticos junto con la
mayoría de los componentes de su gabinete ministerial, pero
le sucedió su antiguo ministro de Asuntos Exteriores, Thakin
Nu, y Birmania alcanzó la independencia el 4 de enero de
1948. Después de conseguida ésta, y al contrario que la India,
Pakistán y Ceilán, decidió no permanecer en el seno de la
Commonwealth: la comunidad británica de naciones.
Para los británicos, Malaya significaba mucho más que
Birmania. Habían conseguido este territorio de manera gra­
dual: en 1819, sir Stamford Raffles obtuvo del sultán de
Johore la isla de Singapur, que fue desarrollándose hasta al­
canzar la categoría de gran puerto de almacenaje de produc­
tos y convertirse en la más importante base naval británica
en toda Asia. Singapur, la isla de Penang y el territorio de tie­
rra firme de Malaca constituirían los conocidos como Asen­
tamientos del Estrecho, en un principio bajo control de la
Compañía de la India Oriental y transferidos posteriormente
al Ministerio de Colonias en 1867. El resto de la península
Malaya estaba formado por principados. Desde un punto de
vista formal ninguno de ellos constituía una colonia británi­
ca, pero la Federación de Estados Malayos —formada por los
principados de Perak, Selangor, Negri Sembilan y Pahang—
fueron cayendo gradualmente bajo el control y la administra­
ción británicos entre los años 1874 y 1896. Los otros cinco
Estados —Kedah, Kelantan, Trengganu, Johore y Perlis— se
mantuvieron bajo soberanía de Tailandia hasta 1909, mo­
mento en el que pasaron también a conformar un protectora­
do británico.
Malaya constituyó un importantísimo suministrador de
caucho y de estaño, y en los años difíciles que siguieron a la
segunda guerra mundial las exportaciones malayas fueron vi­
tales para mantener la solvencia del «área de la esterlina».
(«El área de la esterlina» se creó en 1939 para mantener a la
libra esterlina como moneda convertible a escala internado-
EL IMPERIO BRITÁNICO: ASIA 55

nal. Incluía todo el imperio británico y la Commonwealth


—excepto Canadá—, y algunos otros países.)
Los malayos, deseosos de reconquistar su perdida inde­
pendencia, tuvieron que hacer frente, en un primer momen­
to, a un enemigo inesperado, en forma de guerrillas comunis­
tas, sobre todo chinas, que deseaban conseguir el control de
la producción de unas materias primas esenciales. La china
constituía, en Malaya, una minoría nada popular, y los mala­
yos no tenían ningún interés en caer bajo el control de su
gran vecino del norte: la China comunista; por ello, acepta­
ron sin renuencias la colaboración de las tropas británicas
comandadas por el mariscal de campo Templen Éste libró
una auténtica campaña de manual y expulsó a las guerrillas.
De alguna manera el éxito de Templer indujo a error, prime­
ro, a los propios británicos, y, más tarde, a los norteamerica­
nos, pues ambos llegarían a considerar que era relativamente
sencillo derrotar a las guerrillas mediante una acción militar
cuidadosamente planificada. Sin embargo, olvidaban que, al
contrario que Chipre o Vietnam, en Malaya las guerrillas no
eran los aliados del pueblo, sino sus enemigos.
Después de la derrota de los comunistas, Malaya fue
avanzando gradualmente por el camino de la independencia.
Los malayos se agruparon tras la figura del íunku (jefe) Ab-
dul Rahman, que formaba parte de esa clase de «corteses
conservadores» con los que los británicos siempre han sido
capaces de mantener buenas relaciones. El 31 de agosto de
1957, la Federación Malaya se convertía en Estado inde­
pendiente en el seno de la Commonwealth, y el 16 de sep­
tiembre de 1963 aumentaba su territorio con la incorpora­
ción de Singapur (que se había mantenido separado desde
1959), de Sabah (la antigua Borneo del Norte británica) y de
Sarawak, pasando a adoptar el nombre de Malasia. No obs­
tante, Singapur optó por recuperar su independencia de la
Federación el 9 de agosto de 1965. Brunei, la última de las
posesiones británicas en la zona, se convirtió en Estado inde­
pendiente en febrero de 1984.
Ca p ít u l o 2

EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA

Es bien seguro que los nacionalistas africanos debieron


prestar mucha atención a sus predecesores asiáticos, pero, en
principio, el gobierno británico contemplaba una secuencia
temporal muy diferente para el proceso de descolonización
de sus posesiones africanas. Si exceptuamos la Unión Suda­
fricana (República Sudafricana desde 1961), las colonias bri­
tánicas de Africa se incluían en dos clases principales. En
primer lugar, aquellas que no contaban con un asentamiento
blanco apreciable y que incluían todos los territorios del Áfri­
ca occidental —Gambia, Sierra Leona, Costa de Oro y Nige­
ria—, así como la mayor parte de los que se encontraban en
la mitad oriental del continente, como Uganda, Tanganika,
Zanzíbar y Niasalandia. También se había considerado siem­
pre como formando parte de la misma categoría a Rhodesia
del Norte, aunque en ella habitaba una población europea
bastante más numerosa (73.000 en 1959). El otro grupo, en el
que los asentamientos de población blanca eran suficiente­
mente importantes como para no poder dejar de ser ignora­
dos, estaba formado por Kenia y Rhodesia del Sur. Además
de estos territorios, que eran propiamente denominados co­
lonias, Gran Bretaña controlaba también Egipto y el Sudán
egipcio.
Hasta tiempos muy recientes, los europeos acostumbra­
ban menospreciar la cultura y la civilización africanas. En
una fecha tan tardía como 1963, el distinguido historiador
Hugh Trevor Roper (posteriormente lord Dacre) se atrevió a
decir en un programa de televisión lo siguiente: «Es posible
que en el futuro contemos con alguna historia de África que
58 LA DESCOLONIZACIÓN

poder enseñar. Pero no es ese el caso por el momento: hoy


por hoy sólo existe la historia de los europeos en África» (Lis-
tener, 1963, p. 871). Al ñnal concedió que, quizá, se trataba
de un caso de ignorancia por parte de los europeos y que la
historia de África podía llegar a ser «descubierta». La mayor
parte de sus predecesores hubieran defendido sencillamente,
como hizo sir Alan Burns (notable administrador colonial y
personalidad a la que podemos considerar como ilustrada
por muchos motivos), que África no poseía historia de la ma­
nera en que tal concepto era entendido en Europa; escribió,
por ejemplo: «Durante incontables siglos, mientras el desfile
de la historia avanzaba sin cesar, África permanecía enclava­
da en un estadio de salvajismo primitivo.» No obstante, y a
partir sobre todo de la segunda guerra mundial, ha comenza­
do a hacer su aparición un cuadro muy distinto de la historia
africana y del lugar que le corresponde en el mundo, si bien
había llegado demasiado tarde para que hubiera influido de
alguna manera entre quienes tuvieron que tomar las decisio­
nes vitales en el proceso de descolonización. De una forma
casi general, contemplaban África como un continente «atra­
sado», y al nacionalismo africano todavía en pañales si se le
compara con la madurez y el espíritu reivindicativo del asiá­
tico.
La mayor parte de África había sido dividida entre las di­
ferentes potencias europeas en el transcurso de los siete años
que separan la conferencia de Berlín de 1884-1885 y la larga
serie de tratados que se firmaron entre esas mismas poten­
cias con el fin de delinear las fronteras coloniales, en 1890-
1891. Y, asimismo, la mayor parte del África británica se des­
colonizó en un período de tiempo igualmente breve, el que
discurre entre la independencia de Costa de Oro (Ghana), en
1957, y la de Niasalandia (Malawi) y Rhodesia del Norte
(Zambia), en 1964.
Ante la adquisición de una extensión de territorio tan
enorme en un espacio de tiempo tan breve (como tendría lu­
gar en el momento del reparto de África), el gobierno británi­
co no deseaba proporcionarle a todo él (ni tampoco era ca­
paz de ello) una administración eficaz —si bien los términos
del Acta general de clausura de la conferencia de Berlín exi-
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 59

gían alguna muestra de presencia europea para hacer una re­


clamación válida del territorio como propio—. En un primer
momento, los británicos gobernaron la mayoría de estos te­
rritorios como protectorados sometidos al control del Minis­
terio de Asuntos Exteriores, y no como colonias dependientes
del Ministerio de Colonias; y permitieron que algunos otros
—Nigeria, África oriental (Kenia y Uganda) y ambas Rhode-
sias— estuvieran controlados por compañías que gozaban de
privilegios oficiales. No obstante, y excepción hecha de Rho-
desia del Sur, todos esos territorios llegarían finalmente a
convertirse en colonias normales bajo la jurisdicción del co­
rrespondiente Ministerio de Colonias.
La última cosa que deseaban el Tesoro y el contribuyente
británicos era comprometer grandes sumas de dinero en el
desarrollo de estas colonias, y no deja de ser una ironía para
quienes han afirmado que el «capital excedentario» que se
pretendía invertir en el exterior fue el que condujo a Gran
Bretaña a la expansión imperial de finales del siglo xix, el
que los capitalistas fueran, por lo general, reacios a realizar
inversiones en las colonias africanas. Cuando Joseph Cham-
berlain tuvo a su cargo el Ministerio de Colonias, se aseguró
de la aprobación del Acta de empréstitos coloniales de 1899,
con el fin de facilitar a los gobiernos de las colonias la posibi­
lidad de conseguir préstamos para llevar a cabo los necesa­
rios programas de desarrollo. Pero no fue hasta 1929 cuando
se aprobó otra ley, el Acta para el desarrollo colonial, que
comprometía realmente inversiones del Estado para realizar
obras en las colonias. Sin embargo, todo ello fue inviable a
causa de la Gran Depresión, y en 1938 solamente se habían
invertido en las colonias británicas africanas unos cuatro mi­
llones de libras. La segunda guerra mundial fue testimonio
de la aprobación de otras dos leyes, las Actas para el desarro­
llo colonial y el bienestar, de 1940 y 1945 respectivamente.
No es totalmente correcto contemplarlas como un resultado
directo de la guerra, puesto que ya habían comenzado a ser
debatidas con anterioridad y formaban parte de la nueva
mentalidad general sobre la organización de la economía
provocada por los desastres económicos de la década de 1930
—nueva mentalidad que, en ocasiones, se había visto inte-
60 LA DESCOLONIZACIÓN

rrumpida y, otras, acelerada por la propia guerra—. Lo cierto


es que, en 1945, el gobierno británico había reconocido su
obligación en la financiación en las colonias de servicios so­
ciales, tales como sanidad o educación, al tiempo que trataba
de sentar las bases económicas para ello.
Antes de la guerra, la educación de las colonias británicas
había estado en gran medida en manos de la empresa priva­
da, lo que en la mayoría de los casos quería decir en manos
de misioneros, que hubieron de hacer frente al mismo tipo
de problemas que el gobierno había debido afrontar en la In­
dia. ¿Debían ofrecer una educación a la inglesa o más bien la
vernácula? ¿Debían dedicarse fundamentalmente a la ense­
ñanza primaria, que interesaría a la mayoría de la población,
o su objetivo tenía que ser el de educar a una elite de la que
pudiera esperarse que, con posterioridad, sirviera a su vez de
educadora del resto de su pueblo (es decir, utilizar la teoría
evangélica de «la levadura y la masa»)? No dieron respuestas
definidas a estos problemas, pero, en general, favorecieron
una educación de estilo occidental, en parte debido también
a su creencia en que la alternativa consistía en una pobre ci­
vilización africana. En Nigeria se encontraron con las mis­
mas dificultades a las que habían hecho frente en la India.
Los emiratos islámicos de la Nigeria septentrional no tenían
ningún interés en que una educación occidental sustituyera
su propio sistema; por su lado, los ibos de la Nigeria meridio­
nal, que se encontraban fragmentados políticamente y que
nunca se habían visto comprometidos con ninguno de los
grandes sistemas religiosos del mundo, aceptaron con rapi­
dez la educación occidental y comenzaron, por ello, a ocupar
cargos como funcionarios de la administración (situación
que les granjearía de inmediato las antipatías de los habitan­
tes del norte).
Se trató de un ejemplo evidente de la revolución no inten­
cionada que la intervención colonial podía provocar en las
sociedades tradicionales. Todas las colonias británicas con­
templaron la aparición de una nueva clase media educada a
la manera occidental, que muy bien podía encontrarse en­
frentada a las autoridades tradicionales. La situación se fue
complicando cada vez más en el momento en que los británi-
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 61

eos comenzaron también a hacer uso del sistema de «gobier­


no indirecto», que implicaba una cooperación muy estrecha
con esas mismas autoridades tradicionales, como sucedió en
la propia Nigeria. Thomas Hodgkin describió las contradicio­
nes inherentes a la política británica, entre

la concepción del «gobierno indirecto», es decir, de un gobier­


no local descansando en manos de los mandatarios tradicio­
nales —las autoridades nativas— y operando en el interior de
una estructura administrativa controlada por los británicos:
para alcanzar el éxito, el sistema depende de las relaciones de
simpatía y de respeto mutuo entre el administrador británico
y el jefe africano [y] el progresivo debilitamiento de la in­
fluencia de los mandatarios tradicionales, con la aparición de
una clase media africana, cuyo estatus depende de la riqueza
y de la educación, pero no del linaje: tiende a rechazar la au­
toridad tradicional por su falta de ilustración, por su incom­
petencia y por haber sido inspirada por los británicos; y que,
en tanto que burguesía políticamente consciente y pujante,
tiende a ser observada por el administrador con menos sim­
patía y respeto que el caballeroso jefe «no politizado» (Hodg­
kin, 1956, p. 46).

Los británicos no dedicaron sus esfuerzos a potenciar


una educación práctica y vocacional, como hicieron los bel­
gas en el Congo; y lo que es más, únicamente con tres excep­
ciones (el Fourah Bay Teachers' Training College de Sierra
Leona, Achimota en Costa de Oro y Makerere en Uganda), la
educación disponible en las colonias británicas nunca pasó
del nivel de la enseñanza secundaria hasta acabada la segun­
da guerra mundial. Sólo en el momento en que pareció que
el proceso de independencia era ya imparable comenzaron a
crearse colegios universitarios en Costa de Oro, Nigeria,
Uganda y Sudán.
Durante el período de entreguerras, aquellos jóvenes afri­
canos que deseaban promocionarse hasta alcanzar una ense­
ñanza universitaria debían desplazarse a Europa o a América.
Nmandi Azikiwe, de Nigeria, marchó a los Estados Unidos en
1925 por el sencillo expediente de meterse como polizón en
un barco, y estudió en diferentes universidades norteamerica-
62 LA DESCOLONIZACIÓN

ñas, entre ellas la de Pennsylvania y la de Lincoln, famoso


centro de estudios para negros. Kwame Nkrumah, de Ghana,
estudió también en esas mismas universidades entre 1935 y
1945. Regresó a su patria vía Londres, donde dedicó algún
tiempo a estudiar en la London School of Economics y donde
se puso en contacto con un veterano socialista británico, el
profesor Laski. Jomo Kenyatta, de Kenia, estudió también en
ese mismo centro en la década de 1930 y siguió los cursos que
impartía el antropólogo Malínowski. El propio Kenyatta pu­
blicó un libro en 1930, Facing Mount Kenya, considerado
como muy importante por tratarse del primer estudio antro­
pológico realizado por un africano y referido a una sociedad
que el propio autor conocía desde dentro.
La posibilidad de recibir una educación superior en el
extranjero, aunque se tratara de una imposición, proporcio­
nó numerosos beneficios a la primera generación de nacio­
nalistas africanos: entraron en contacto con personalidades
europeas que simpatizaban con su causa; en Londres o en
América se encontraron con personas procedentes de las di­
ferentes colonias británicas de ambos lados del continente
africano, a quienes parecieron absurdas las fronteras artifi­
ciales del período colonial, situación que, a su vez, dio paso
al nacimiento de la idea del panafricanismo; y también en­
traron en contacto con negros americanos.
Esto último iba a ser crucial. Los negros americanos em­
pezaban a interesarse por su propio pasado, y, por tanto, por
África. Ese movimiento había comenzado ya a mediados del
siglo xix cuando Edward Blyden, que procedía de las Indias
occidentales y se había trasladado a Liberia en 1850, comenzó
a escribir con orgullo de la raza africana y trató de convencer
a otras personas para que desarrollaran una concienciación
parecida (July, 1968, pp. 208-233). Otro influyente indio occi­
dental fue Marcus Garvey, quien propagó una doctrina basada
en el lema «África para los africanos» y que aconsejaba a los
americanos negros regresar a la madre patria, ganándose así,
irónicamente, el apoyo de algunos racistas blancos. Hubo
quienes contemplaban con recelo la voluntad de Garvey de
apelar al uso de la fuerza, pero tuvo una cierta influencia so­
bre el pensamiento de Kwame Nkrumah.
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 63

Desde un punto de vista organizativo, el personaje clave


fue un americano, W. E. B. Du Bois, que, entre otras cosas,
había escrito una importante historia sobre el comercio de
esclavos. Soñaba con un movimiento panafricano que fuera
capaz de aglutinar a los negros africanos y a los americanos.
Con la ayuda del senegalés Blaise Diagne, organizó, en 1919,
una conferencia panafricana, reunida en París, que esperaba
influir de alguna manera sobre las deliberaciones de la confe­
rencia de paz que allí tenía lugar. De hecho, tuvo muy poco
impacto sobre las decisiones de los estadistas reunidos, pero,
en el período de entreguerras, continuaron convocándose
otras conferencias panafricanas a intervalos irregulares, que,
hasta la segunda guerra mundial, estuvieron dominadas por
los americanos.
La quinta/sexta conferencia panafricana, que tuvo lugar
en Manchester en 1945, fue muy diferente. Reunió a más
de doscientos delegados, entre los que se contaban algunos
de los líderes nacionalistas africanos, como Nkrumah y
Kenyatta. También fue mucho más radical en sus plantea­
mientos. De forma unánime, los delegados respaldaron «la
doctrina del socialismo africano basada en la táctica de la
acción positiva sin el recurso a la violencia». En suma, esa
conferencia decidió poner en práctica una transformación
similar a la acometida por el Congreso Nacional Indio des­
pués de la primera guerra mundial. Se contemplaba a sí
misma como una organización decidida a luchar, a enfren­
tarse a las potencias coloniales.
El gobierno británico no estaba dispuesto a seguir discu­
tiendo por más tiempo el principio de la transferencia de po­
deres a los Estados africanos. El debate se centró por entero
en el ritmo y las fases en las que debía realizarse esa transfe­
rencia. Tanto por lo que se refiere a la política como en el te­
rreno de la economía, la actitud de los británicos había co­
menzado a cambiar ya antes de la guerra, y, de hecho, ambos
factores se hallaban relacionados. Un programa más activo
de desarrollo probablemente implicaría la necesidad de la
existencia de un gobierno más eficaz y de una aceptación
más activa por parte de los gobernados; para ello, la existen­
cia de «autoridades nativas» no parecía ser lo más adecuado.
64 LA DESCOLONIZACIÓN

En la frase memorable del profesor Hargreaves, eran como


«los carros ele la vendimia, unas estructuras muy elaboradas
y muy dignas, con una escasa capacidad de aceleración y con
una fuerte tendencia a conducir por la derecha» (Hargreaves,
1979, p. 25). Desde el punto de vista de los británicos, la pro­
moción al gobierno de africanos de clase media, de los «hom­
bres nuevos», presentaba sus riesgos, pero había que enfren­
tarse a ellos. En 1938, lord Hailey, antiguo miembro del Ser­
vicio Civil Indio, publicó, por encargo del Real Instituto de
Asuntos Internacionales, su magistral African Survey, en el
que, entre otras cosas, mostraba la relación existente entre
gobierno indirecto y gobierno representativo.
A finales de 1939, Hailey fue comisionado por el Ministe­
rio de Colonias para que siguiera profundizando sobre el
tema; al mismo tiempo, ese Ministerio comunicaba a los go­
bernadores de las colonias británicas del occidente africano
que «pudiera ser que uno de los resultados de la guerra con­
sistiera en estimular la política de concienciación de los afri­
canos y hacer hincapié en la exigencia de un ritmo de desarro­
llo más acelerado con el fin de alcanzar unas instituciones de
gobierno más representativas y más liberales» (Hargreaves,
1979, p. 27). Hailey presentó sus conclusiones en un informe,
Native Administration and Political Deveíopment in British Tro­
pical Africa, que circuló ampliamente por el Ministerio de Co­
lonias, aunque no se publicó hasta 1953. Este autor no duda­
ba de que las colonias habían entrado en una fase de «cambio
rápido». Su consejo era pormenorizado y penetrante a un
tiempo. No tenía excesiva fe en el «regateo constitucional»,
sino que prefería comprobar la capacidad de potenciales elites
políticas y administrativas que podían ser adiestradas para
asumir las responsabilidades de gobierno. Hailey actuó como
transmisor a los americanos de una parte de la nueva mentali­
dad británica mediante la serie de conferencias que pronun­
ció en Princeton en 1943.
Por entonces era ya de todo punto necesario tratar de ga­
narse la simpatía de los americanos. El clima de la opinión
mundial acerca de la moralidad del colonialismo sufrió un
giro mucho más profundo durante la segunda guerra mun­
dial que el que había tenido lugar en la primera. Las poten-
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 65

cías coloniales europeas podían defender la inexistencia de


cualquier tipo de alusión a ellas en los «catorce puntos» del
presidente Wilson. Por el contrario, sí hubo muchos que cre­
yeron que la Carta del Atlántico, suscrita entre Gran Bretaña
y Estados Unidos en agosto de 1941 y referida a objetivos co­
munes, era esencialmente incompatible con el colonialismo.
Ciertamente, la Carta de las Naciones Unidas ponía muy difí­
cil su aceptación, y, de manera harto significativa, la confe­
rencia panafricana, que se reunió en Manchester en 1946,
suscribió la Declaración de Derechos Humanos de las Nacio­
nes Unidas.

Ghana

Costa de Oro fue la primera colonia británica del África


negra elegida para independizarse, e insistimos en lo de «ele­
gida» porque, en buena parte, se trató de un experimento
consciente.
Este territorio poseía una tradición de participación afri­
cana en el gobierno colonial mucho más larga que la de la
mayoría de las restantes colonias, así como también una más
dilatada tradición de movimientos de protesta. Ya en una fe­
cha tan temprana como 1888, dos africanos fueron nombra­
dos para ocupar cargos en el consejo legislativo que asesora­
ba al gobernador en Cape Coast Castle, un comienzo sufi­
cientemente modesto, pero comienzo al fin y al cabo. No
obstante, es un hecho que los africanos consiguieron más
cargos administrativos en las colonias del África occidental
británica en el siglo XIX que a comienzos del siglo XX. (Un
sorprendente ejemplo, en este caso procedente de la Iglesia, y
no del Estado, nos lo proporciona el hecho de que el primer
obispo anglicano de Níger, Samuel Crowther, era un antiguo
esclavo yoruba.) Al África occidental se la consideraba toda­
vía en el siglo xix «la tumba del hombre blanco», y muy po­
cos europeos deseaban ocupar en ella cargo alguno; pero, a
medida que la ciencia médica progresaba, se hicieron menos
reacios y tendieron a desplazar a los africanos de los cargos
en la administración. En 1897, varios jefes de Costa de Oro
66 LA DESCOLONIZACIÓN

crearon la Sociedad para la Protección de los Derechos de los


Aborígenes, pero la primera asociación política moderna re­
conocida fue el Congreso Nacional del África occidental bri­
tánica, fundado por Casely Hayford a finales de la primera
guerra mundial.
En el período de entreguerras, Costa de Oro se convirtió
en un lugar calladamente próspero. La agricultura, organiza­
da mediante un sistema de propiedad del campesinado, muy
alejado del sistema de plantaciones que había aparecido en
África oriental, comenzó a obtener excelentes ingresos con
las cosechas de cacao. Después de la segunda guerra mundial
se convirtió en el principal productor mundial de ese produc­
to, y, junto con Malaya, fue el que más contribuyó a mante­
ner la solvencia del «área de la esterlina». Costa de Oro con­
taba con una clase media mucho más amplia que la de la
mayoría de los demás Estados africanos y se podía permitir
la inversión de mayores sumas en educación y en sanidad
que sus vecinos. No deja de ser un caso extraordinario de
mala suerte que, en vísperas de la independencia, los cultivos
de cacao se vieran atacados por una enfermedad producida
por un hongo, dejando toda su economía muy maltrecha.
La segunda guerra mundial fue testimonio de la existen­
cia de una elevada cuota de aquello que lord Hailey había de­
nominado despectivamente como «regateo constitucional».
En 1946, inmediatamente después de finalizada la guerra, se
impuso una nueva Constitución, la Bums (por el nombre del
gobernador de aquel momento, sir Alan Bums). Proporciona­
ba al consejo legislativo del gobernador una mayoría africana
electa, concesión que había parecido muy avanzada. En ese
momento, las otras únicas colonias británicas que contaban
con mayorías legislativas no europeas (exceptuando la India)
eran Ceilán y Jamaica. El consejo ejecutivo, sin embargo, se­
guía siendo un organismo por entero oficial, aunque, desde
1942, incluía africanos por nominación directa. Se esperaba
que la nueva Constitución conduciría a un período de conso­
lidación.
El gobierno continuó sin preocuparse excesivamente in­
cluso cuando J. B. Danquah creó, en 1947, su Convención
Unida de Costa de Oro (UGCC), que pretendía conseguir
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 67

cambios en la Constitución. El partido de Danquah estaba


formado por un grupo moderado de profesionales y de hom­
bres de negocios que pretendían una transición del poder a
manos africanas sin sobresaltos, incluyendo también a las
autoridades tradicionales, sin alteración de la estructura de
la sociedad. La situación cambió cuando se invitó a Kwame
Nkrumah a regresar de Londres para hacerse cargo de la se­
cretaría del nuevo partido. El propio Nkrumah tuvo sus du­
das, pues se daba perfecta cuenta de que sus planteamientos
eran muy diferentes a los de Danquah; su posición era ahora
mucho más radical. Estando en Londres, había mantenido
reuniones con varios líderes de los comunistas británicos, en­
tre los que se incluían Harry Politt, Palme Dutt y Emil Burns;
contribuyó a crear el «Secretariado Nacional del Africa Occi­
dental», que contaba con una oficina en la Grays Inn Road
(que funcionaba como lugar de encuentro de estudiantes
africanos y de las Indias occidentales) y durante breve tiem­
po publicó un periódico, el New African; pero, al mismo
tiempo, era miembro de un grupo clandestino, denominado
«El Círculo», cuyo objetivo principal consistía en provocar
actividades revolucionarias por toda África (Nkrumah, 1957,
pp. 55, 60).
A su regreso a Costa de Oro, Nkrumah comenzó a realizar
giras por el país para organizar el partido, y cuando, en fe­
brero de 1948, estalló una importante revuelta en Accra, que
se fue extendiendo a Kumasi y a otras ciudades, las sospe­
chas cayeron de inmediato sobre él. Oficialmente se contabi­
lizaron veintinueve muertos y doscientos treinta y siete heri­
dos; y cuando las autoridades encontraron en poder de Nkru­
mah un carnet del Partido Comunista y un documento en el
que se subrayaban los objetivos de «El Círculo», se dieron
cuenta de que sus sospechas estaban ampliamente justifica­
das. Colín Cross compara la revuelta de Accra con la toma de
la Bastilla (Cross, 1968, p. 270). Es posible que la compara­
ción no sea muy exacta, pero sí es cierto que esos disturbios
desalentaron al gobierno británico en su suposición de que la
introducción de algunas reformas constitucionales sería sufi­
ciente para dar satisfacción a los africanos en un futuro in­
mediato. Un comité de encuesta presidido por un consejero
68 LA DESCOLONIZACIÓN

del rey, Aiken Watson, informaba en junio de 1948 que la


Constitución Burns podía considerarse como totalmente an­
ticuada. Una nueva comisión, formada toda ella por miem­
bros africanos y presidida por un magistrado también africa­
no, el juez Coussey, se encargó de redactar una nueva.
En el verano de 1949 Nkrumah rompió con el UGCC y
fundó su propio Partido de la Convención del Pueblo (el
CPP). En ese momento se había ganado ya el apoyo de la de­
nominada «sección juvenil» del UGCC. (La palabra juvenil
debe tratarse con cierta precaución en el contexto africano
de esa época. Por lo general, trataba de definirse con ella al
hombre nuevo con conocimientos occidentales, más que al
adolescente.) A partir de ese momento se dedicó a buscar el
apoyo de las masas, en especial de los sindicatos. Las seccio­
nes juveniles (a las que, en ocasiones, se denominaba tam­
bién «estudiantiles») y los sindicatos constituyeron la pieza
clave de muchos de los movimientos nacionalistas africanos.
Nkrumah comenzó a organizar una campaña que llamó de
«acción positiva», lo que para él quería decir agitación, huel­
gas, boicots, y, en general, no cooperación, siguiendo el mo­
delo gandhiano.
En enero de 1950 fue arrestado y condenado a continua­
ción a tres años de prisión por diversos cargos de sedición.
Pasó así a ingresar en las filas de los denominados «gradua­
dos en la cárcel», que en tantas ocasiones pasaron directa­
mente desde ella hasta el poder, al conseguirse la inde­
pendencia. Parece ser que nadie trató seriamente de evitar
que Nkrumah continuara la organización de su partido desde
la prisión. Cuando, con la Constitución Coussey, en febrero
de 1951 se convocaron elecciones, el CPP se presentó como
el partido más fuerte.
El nuevo gobernador, sir Charles Arden-Clarke, se com­
prometió por completo a acelerar el proceso de autogobier­
no. Ordenó la inmediata excarcelación de Nkrumah y le invi­
tó a aceptar el cargo de «jefe para asuntos gubernamentales»,
título que no se cambiaría por el de primer ministro hasta
marzo de 1952.
Si tomamos como base su propia autobiografía, Nkru­
mah era muy consciente de las dificultades prácticas que se
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 69

le presentaban. Costa de Oro no contaba con suficiente per­


sonal africano preparado para sustituir de inmediato a las
autoridades coloniales. Los problemas económicos, deriva­
dos de la pérdida de la cosecha de cacao, eran realmente gra­
ves. El país tenía una desesperada necesidad de inversiones
extranjeras para poder sacar adelante empresas vitales, como
el proyecto hidroeléctrico del Volta, y eso significaba no ate­
morizar al capital llevando a cabo una política de carácter
excesivamente socialista. Sabía muy bien que el CPP no era
aceptado por todos los ciudadanos, y que los tradicionalistas
del interior consideraban aún a Nkrumah y a sus seguidores
como a unos advenedizos, que actuaban de cara a la galería,
procedentes de la costa.
De hecho, y antes de conseguir la independencia, Nkru­
mah tuvo que ganar otras dos elecciones, la de 1954 y la de
1956. Convencer a Londres se había convertido en el menor
de sus problemas. Antes de que las elecciones de 1956 tuvie­
ran lugar, el secretario colonial conservador, Lennox Boyd,
prometió que, si en la nueva legislatura había una «mayoría
razonable» que pidiera la independencia, él mismo fijaría
una fecha. La moción de independencia fue aprobada por
setenta y dos votos a favor y ninguno en contra, en una cá­
mara formada por ciento cuatro diputados. Algunos no vota­
rían a Nkrumah, pero nadie lo hizo en contra de la inde­
pendencia.
Lennox Boyd señaló el 6 de marzo de 1957 como día para
llevar a cabo la transferencia completa de poderes, y, a partir
de ese momento, el nuevo Estado independiente tomó el
nombre de Ghana, por el de un antiguo y rico imperio africa­
no muy floreciente entre los siglos rv y xin. Es motivo de dis­
cusión si los actuales habitantes de la Ghana moderna son
los descendientes directos de los antiguos ghaneses, pero la
elección del nombre no dejó de ser altamente significativa.
Los nuevos ghaneses no deseaban seguir viéndose asociados
con nada que tuviera alguna relación con el período colonial
y querían regresar a aquello que sentían que representaba
sus auténticas raíces en el continente africano. Constituiría
así un precedente que habrían de seguir otros países al alcan­
zar la independencia. Pero las luminosas esperanzas que die-
70 LA DESCOLONIZACIÓN

ron la bienvenida a la independencia ghanesa comenzaron


pronto a clifuminarse. Nkrumah convirtió a Ghana en un Es­
tado de partido único. Los líderes de la oposición fueron
arrestados, y J. B. Danquah murió en prisión. Cuando, en
1960, y en virtud de la entrada en vigor de una nueva Consti­
tución, Ghana pasó a ser una república, Nkrumah recibió
como presidente virtuales poderes dictatoriales; continuó
siendo un entusiasta del ideal panafricano de una África uni­
da, pero, en política internacional, se alejó de la política de
no alineamiento propugnada por Nehru, y, sobre todo des­
pués de una visita que realizó a Rusia y a China en el verano
de 1961, comenzó a estrechar lazos cada vez más fuertes con
las potencias comunistas. En febrero de 1966 fue depuesto
por un golpe de Estado perpetrado por el ejército mientras se
encontraba de visita en Pekín. A partir de ese momento, Gha­
na fue alternando breves intentos de restauración de gobier­
nos civiles (en 1969-1972 y 1979-1981) con nuevos golpes mi­
litares.
Aunque fue evidente desde un primer momento que el ex­
perimento ghanés no funcionaba según lo esperado, el go­
bierno conservador de Gran Bretaña se encontraba ahora ya
embarcado en un programa completo de descolonización
para África. En febrero de 1960, el primer ministro, Harold
Macmillan, pronunció en Ciudad del Cabo su famoso discur­
so conocido como el del «viento de cambio». (Unos días an­
tes lo había hecho ya en Accra, pero no había sido recogido
por la prensa internacional.) Ante el Parlamento sudafricano
expuso, entre otras cosas, lo siguiente;

A partir ya de la caída del Imperio romano, uno de los he­


chos constantes en la vida política europea ha sido la apari­
ción de naciones independientes [...] Hace quince años este
movimiento se extendió a toda Asia [...] Y hoy está ocurriendo
lo mismo en África [.,.] El viento de cambio sopla por todo
este continente, y, tanto si nos gusta como si no, este incre­
mento de una concienciación nacional constituye un hecho
político. Debemos todos aceptarlo como tal hecho y nuestra
política nacional debe tomar buena nota de ello (citado en
Madgwick et al., 1982, p. 286).
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 71

Nigeria

Nigeria fue la primera colonia británica de África que


alcanzó la independencia después del discurso pronuncia­
do por Macmillan. El Ministerio de Colonias británico ha­
bía considerado este territorio como un candidato a la in­
dependencia mucho menos prometedor que Ghana. En
tanto Estado, había ido creciendo en el interior de unas
fronteras enteramente artificiales, trazadas sobre todo por
la Compañía Real de Níger entre 1885 y 1899. Los yorubas
de la región occidental, los ibos de la oriental y los emira­
tos musulmanes del norte tenían muy poco en común, y,
en ocasiones, habían sostenido duros enfrentamientos en­
tre sí. El gobernador más famoso del territorio, lord Lu-
gard, había basado fundamentalmente su actuación en el
gobierno indirecto, que había funcionado bastante bien en
el norte (aunque confirmando su carácter esencialmente
conservador), y no tan bien en el sur. En el período de en­
treguerras Nigeria no constituía un territorio particular­
mente próspero, y, en consecuencia, las inversiones en edu­
cación y en servicios sociales habían sido mucho menores
que en Ghana, al tiempo que la clase media culta era pro­
porcionalmente mucho menos numerosa. No obstante, ha­
bía hecho aparición en ese mismo período un cierto senti­
miento nacionalista, fomentado en particular por Nmandi
Azikiwe, quien, a su regreso de América en 1935, había
fundado una cadena de periódicos, entre los que se in­
cluían el West African Pilot y el African Moming Post, que
gozaron de gran influencia sobre la opinión pública en
todo el África occidental británica.
Lo mismo que en Costa de Oro, el gobierno británico in­
tentó en Nigeria poner en práctica una política de «regateo
constitucional». En 1946 se aprobó una nueva Constitución
muy conservadora, la Richards (por el nombre del goberna­
dor, sir Arthur Richards). Azikiwe, en tanto líder de una nue­
va agrupación política, el Consejo Nacional para Nigeria y
Camerún (NCNC), presentó en Londres una protesta, y la
Constitución Richards fue sustituida, en 1951, por otra de ca­
rácter bastante más liberal, la Macpherson.
72 LA DESCOLONIZACIÓN

Habían aparecido ya tres partidos. En primer lugar, el


NCNC de Azikiwe, que pretendía ser un partido de todos los
nigerianos, pero que se había implantado con más fuerza en
la región oriental de los ibos (el propio Azikiwe era ibo, aun­
que nacido fuera de esa zona). En segundo lugar, el Grupo de
Acción del jefe Awolowo, en la región occidental. Y, por últi­
mo, el Congreso de los Pueblos del Norte, en la región sep­
tentrional, dirigido por Ahmadu Bello, sardauna de Sokoto, a
quien se unió también Abubakar Tafawa Balewa.
Inspirados por los progresos realizados en Ghana, los ni­
gerianos coínenzaron a exigir una pronta independencia y
con ese fin se reunieron en dos conferencias: una en Londres
y otra en Lagos, en 1953 y 1954. No obstante, el gobierno bri­
tánico estaba seriamente preocupado en Nigeria por la segu­
ridad de las minorías, religiosas y de otras clases. Se nombró
una comisión con el objetivo de «investigar a propósito de los
temores de las minorías y de la manera de mitigarlos», comi­
sión que presentaría un informe en 1958. Se consideró tam­
bién la posibilidad de incluir en la Constitución una especie
de «declaración de derechos».
En 1954 entró en vigor una nueva Constitución, esta vez
marcadamente federalista. De forma significativa, en las elec­
ciones de 1954, todos los líderes principales, Azikiwe, Awo­
lowo y el sardauna, prefirieron presentarse como candidatos
a las asambleas regionales, y no a la Cámara federal de repre­
sentantes de Lagos. Como resultado de esa toma de posicio­
nes, un personaje no demasiado conocido hasta entonces,
Abubakar, se convirtió en el líder más importante de Nigeria.
Se convocaron nuevas conferencias constitucionales y se fijó
la independencia para 1960.
Al menos, el jefe Awolowo no se hacía ilusiones debido
a las enormes dificultades a que debía hacer frente su país.
En 1947 había escrito lo siguiente: «Existe una ilusión muy
popular entre los jóvenes cultos nigerianos a propósito del
autogobierno. Creen que es algo así como el “Reino de
Dios y su justicia", el cual, una vez conseguido, aporta be­
neficios sin cuento. Por tanto, lo buscan como objetivo pri­
mordial. Se trata de una forma muy inteligente de evadirse
de los problemas inmediatos a los que tiene que enfrentar-
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 73

se el país» (p. 30). Advertía de la profunda desconfianza


con que la mayoría analfabeta contemplaba a la minoría
culta (p. 32). Pero el problema que planteaba un trata­
miento más complicado no era otro que el regional. En lo
que era con toda probabilidad un eco consciente del juicio
que Mettemich había emitido sobre Italia, Awolowo escri­
bió: «Nigeria no es una nación. Es sencillamente una ex­
presión geográfica» (p. 47). No le tranquilizaron los estu­
dios sobre otros países con problemas de minorías, como
Yugoslavia y el Reino Unido (se interesó por los nacionalis­
mos escocés y galés), aunque le consoló algo el éxito alcan­
zado por el experimento suizo (pp. 50, 54).
Las elecciones de diciembre de 1959 presagiaron futu­
ros problemas. En esta ocasión, Azikiwe y Awolowo se pre­
sentaron como candidatos a la Cámara federal de Lagos.
El Congreso de los Pueblos del Norte, junto con un aliado
más pequeño, la Unión Progresista del Norte, se mostró
como la agrupación más fuerte, con ciento cincuenta esca­
ños, pero sin alcanzar la mayoría absoluta. El NCNC tuvo
ochenta y nueve escaños; el Grupo de Acción, setenta y
tres. Estos dos últimos partidos consiguieron algunos re­
presentantes fuera de sus propias regiones, pero la región
septentrional había alcanzado una importante e inamovi­
ble ventaja, pues a esa zona se le habían asignado ciento
setenta y cuatro escaños para una Cámara de trescientos
veinte. Esta situación provocó un gran resentimiento en el
sur, donde no se veía posibilidad alguna de superarla, y la
única opción que les quedaba era la de no aceptar las esta­
dísticas de población en las que se había basado la asigna­
ción de escaños por regiones.
Después de realizadas ciertas maniobras políticas, el
NCNC estuvo de acuerdo en formar coalición con los parti­
dos septentrionales bajo la dirección de Abubakar; Awolowo
se convertiría en el jefe de la oposición. Azikiwe no ocupó
cargo alguno, pero sería el gobernador general con la recién
estrenada independencia, el 1 de octubre de 1960, y presi­
dente cuando el país se decidió por el régimen republicano
en 1963.
En ciertos aspectos los presagios parecían ahora ser bas-
74 LA DESCOLONIZACIÓN

tante favorables. De país pobre, Nigeria se había vuelto rico


como resultado del descubrimiento de importantes yacimien­
tos de petróleo y gas natural; pero, a pesar de ello, iba a hun­
dirse en un desorden, mucho más grave que el de Ghana,
provocado por las tensiones internas. La región oriental se
sentía cada vez más agraviada por lo que consideraba una
dominación del norte. Esta situación alcanzó su punto cul­
minante en las elecciones de 1964, cuando desde todas las
bandas se cruzaron acusaciones de escandalosos fraudes
electorales. En enero de 1966, el ejército de la región oriental
preparó un golpe de Estado, y fueron asesinados Abubakar,
Ahmadu Bello y Akintola, prominente político de la región
occidental favorable al norte. El general Ironsi, un ibo proce­
dente de la zona oriental, se convertiría en presidente sustitu­
yendo a Azikiwe, que se encontraba ausente en Londres reci­
biendo atención médica cuando tuvo lugar el golpe. Pero en
julio de ese mismo año, el ejército del norte preparó un con­
tragolpe. Fue asesinado Ironsi y sustituido ahora por un ge­
neral del norte, Gowan. Éste no era un norteño típico: no era
mulsulmán, sino cristiano, y, además, procedía del sur de la
región septentrional; pero cualquier esperanza que se hu­
biera podido vislumbrar considerándolo un posible candida­
to de compromiso quedó destruida ante la extensión de las
matanzas de ibos que tuvieron lugar en la región del norte.
Los supervivientes se desplazaron a sus lugares de proceden­
cia de la región oriental.
Estaba ya preparado el escenario para que estallara la
guerra civil nigeriana. El 30 de mayo de 1967 la región
oriental proclamó su secesión como república independiente
de Biafra. La guerra duró casi tres años, atrayendo la aten­
ción internacional, hasta la definitiva derrota de los biafre-
ños, con la huida de su líder, el general Ojukwu, en enero de
1970. Nigeria sigue estando gobernada por los militares,
mientras se han ido realizando algunos intentos por suavi­
zar las rígidas divisiones entre las tres regiones, como la
parcelación del país en diecinueve estados, en 1976. En 1979
se restauró un gobierno civil, pero, después de nuevas acu­
saciones de corrupción, fue derrocado por otro golpe militar,
en 1984,
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 75

Sierra Leona y Gambia

Trataremos muy resumidamente la situación de las dos


restantes colonias británicas en África occidental: Sierra Leo­
na y Gambia. La primera de ellas consiguió la independencia
el 27 de abril de 1961. El Partido del Pueblo de Sierra Leona
del doctor Milton Margai alcanzó una amplia mayoría en las
elecciones de 1962. No obstante, siempre ha habido tensio­
nes entre la colonia original, que rodea el puerto de Free­
town, y que, a finales del siglo xvm, se había establecido
como patria de esclavos liberados, y el territorio mucho más
extenso del protectorado, que había sido adquirido durante
el período en que se realizó el reparto colonial de África. En
marzo de 1967 el ejército dio un golpe de Estado. Posterior­
mente se restauró un gobierno civil, pero Sierra Leona se
convirtió de forma oficial en un Estado de partido único a
partir de 1978.
Gambia presentaba un problema grave. Había comenza­
do siendo una base comercial sobre el río Gambia y de ahí
había pasado a constituir la colonia británica más antigua
del África occidental; pero al comenzar el reparto colonial
del continente, Gambia había quedado rodeada toda ella por
el territorio francés del Senegal, si se hace excepción de la
estrecha franja costera. Apenas poseía esperanzas de viabili­
dad económica y se hicieron diferentes intentonas, todas
ellas fracasadas, por intercambiarla por cualquier otro terri­
torio dominado por los franceses en cualquier parte del
mundo. No obstante, a mediados de la década de 1960, su
pequeña extensión dejó de considerarse una barrera auto­
mática para alcanzar el estatus de nación independiente, y
Gambia se independizaría el 18 de febrero de 1965. En 1982,
y después de que las tropas senegalesas hubieran contribui­
do a hacer fracasar un intento de golpe de Estado durante el
año anterior, Gambia entró a formar parte de una confede­
ración con Senegal, si bien conservando su situación de Es­
tado independiente.
76 LA DESCOLONIZACIÓN

Africa oriental (Uganda, Tanganika y Zanzíbar)

Aquellos territorios del África oriental que no habían


atraído asentamientos europeos numerosos, como era el caso
de Uganda, Tanganika y Zanzíbar, fueron tratados de manera
parecida a como lo habían sido las colonias británicas del
África occidental, si bien, inicialmente, se plantearon algunas
dudas por lo que se refiere al caso ugandés.
Aunque se trataba de una región rica y bien poblada, la
historia de Uganda había sido, en ocasiones, muy turbulen­
ta. En el período del reparto colonial, los exploradores y los
misioneros europeos se vieron literalmente involucrados en
problemas y disturbios que no entendían. Algunas de las
tensiones surgían de las rivalidades existentes entre el reino
local más poderoso, Buganda, dominado por kabakas (re­
yes), y los reinos más pequeños de Bunyoro, Toro y Ankole.
Estos antagonismos enquistados, y que se veían ahora com­
plicados aún más por la suma de otros conflictos entre los
intereses indígenas y los coloniales, salieron de nuevo a la
luz en los años que precedieron a la independencia, cuando
el joven kabaka, Mutesa II, se opuso al gobernador británi­
co, sir Andrew Cohén, en defensa de los derechos del pueblo
baganda. Cohén, que había sido el jefe, del departamento de
asuntos africanos en el Ministerio de Colonias, tan pronto
como llegó a Uganda, en 1952, declaró que «el futuro del
país debía basarse en una forma unitaria de gobierno cen­
tral, que siguiera una línea parlamentaria y que cubriese
todo el territorio» (citado en Low, 1971, p. 105). Cohén era
un reformador sincero, y uno de sus primeros actos consis­
tió en incluir personal africano en el consejo ejecutivo, pero
los ugandeses sospechaban que el gobernador deseaba obli­
garles, en contra de su voluntad, a participar en una Federa­
ción de África oriental, junto con Kenia y Tanganika, pareci­
da a la Federación centroafricana que ya había sido creada
(véase p. 84). Mutesa se dispuso a oponerse incluso a la fu­
sión de Buganda con el resto de Uganda. En noviembre de
1953, Cohén retiró el reconocimiento británico de Mutesa
como kabaka y le deportó a Londres.
La deportación de Mutesa causó una enorme sensación y
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 77

precipitó un importante debate en la Cámara de los Comu­


nes, que tuvo lugar el 2 de diciembre de 1953 y en el que el
ministro de Colonias, el conservador Oliver Lyttelton, se vio
obligado a declarar que el futuro de Uganda pasaba, por en­
cima de todo, por ser «un país africano». En tanto experto
sobre el tema de la independencia, fue enviado un académico
australiano, sir Keith Hancock, que por aquel entonces era
director del Instituto de Estudios sobre la Commonwealth en
la Universidad de Londres, con el fin de estudiar las diferen­
tes posibilidades. La misión de Hancock preparó el camino a
la conferencia de Namirembe, de 1954, que definió las rela­
ciones entre Buganda y el resto de Uganda. Se abandonó
aquella sugerencia de creación de una Federación de África
orienta] y, con ella, las ideas de «asociación» entre las comu­
nidades africana, europea y asiática de la región. Uganda
había de ser «africana». Comenzaron a formarse diferentes
partidos políticos en el país, pero continuaron estando excep­
cionalmente fragmentados. No se creó ningún partido nacio­
nalista poderoso bien decidido (Low, 1971, p. 196).
El 9 de octubre de 1962, y con numerosos problemas aún
por resolver, Uganda alcanzaba la independencia. Un año
después, el kabaka se convertía en presidente, pero las malas
relaciones entre Buganda y los otros tres reinos provocaron
un gran deterioro del Estado ugandés. En 1966, Milton Obo­
te, entonces primer ministro y, posteriormente, «presidente
ejecutivo», planeó un golpe contra el kabaka, que se vio obli­
gado a huir a Londres. El hombre que mandaba las tropas
contra el palacio del kabaka en mayo de 1966 no era otro que
Idi Amin. En 1971, en un momento en el que Obote se encon­
traba de visita en el extranjero, Amin, ahora ya jefe del ejérci­
to, se proclamó jefe de Estado e inauguró uno de los reinados
más sangrientos en todo el África independiente. Con el fin
de deponerle, en 1979 se realizó una intervención desde el ve­
cino Estado de Tanzania, y en 1980 Milton Obote regresó
como presidente.
Tanganika se diferenciaba de Uganda en que había sido
una colonia alemana que había pasado a convertirse en un
mandato británico en 1919. Gran Bretaña cumplió las obliga­
ciones formales que había contraído con la Comisión de
78 LA DESCOLONIZACIÓN

Mandatos de la Liga de Naciones, pero, en general, Tangani-


ka era asimilable, por su funcionamiento, al de cualquier
otra colonia de la corona británica. Lo mismo que en la veci­
na Uganda, los británicos confiaron en buena medida en las
autoridades tradicionales; pero, al contrario que en ese otro
país, en Tanganika apareció un movimiento nacionalista uni­
ficado, dirigido por Julius Nyerere, hijo de un jefe tribal pero,
también, un típico exponente de los nacionalistas de «prime­
ra generación», educado en Makerere y en Edimburgo. Des­
pués de independizarse el 9 de diciembre de 1969, la cuida­
dosa pero firme dirección de la economía por parte de Nyere­
re proporcionó a Tanganika más de dos décadas de tranquili­
dad, bastante difíciles de encontrar en el África que siguió a
la independencia.
En abril de 1964, Tanganika se unió con el vecino Estado
de Zanzíbar, formado este último por las islas de Zanzíbar,
Pemba y Latham, y que había operado tradicionalmente
como uno de los más importantes centros comerciales de la
costa del África oriental. Territorio británico desde 1890 has­
ta su independencia en 1963, la unión con Tanganika sirvió
para restaurar en esencia la tradicional relación de Zanzíbar
con el continente, que se había visto cortada cuando una
pasó a manos británicas y la otra a las alemanas en el perío­
do del reparto colonial de África.

Kenia

Este territorio le planteó al gobierno británico una prue­


ba mucho más dura. Desde el punto de vista climático era un
lugar adecuado para los asentamientos europeos, y, a finales
del siglo xix, los británicos se convencieron de que estaba lle­
no de zonas extensas y escasamente pobladas; resumiendo,
que se trataba de unp «nueva Australia», para utilizar la entu­
siasta fraseología de la época. Incluso, y durante breve tiem­
po, llegaron a pensar que podía convertirse en la «residencia
nacional» del pueblo judío. Los colonos británicos fueron lle­
gando en pequeña cantidad inmediatamente antes y después
de la primera guerra mundial, y ya en una cuantía muy supe­
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 79

rior al acabar la segunda, momento en el que algunos ciuda­


danos se cansaron de la austeridad de posguerra o de la polí­
tica del gobierno laborista. La comunidad británica expatria­
da en Kenia en el período de entreguerras constituyó aquella
clase disipada que tan bien retrató James Fox en su obra
White Mischief (1982), pero introdujo en la zona una agricul­
tura de plantación, dedicada a la producción de café y té, que
tuvo gran éxito.
Los colonos británicos no albergaban ninguna duda de
que el país les pertenecía y esperaban que prosperase una
forma de gobierno similar a la de Canadá o Australia, pero
recibieron un jarro de agua fría en forma de «libro blanco»
de Devonshire, de 1923. (El duque de Devonshire era el mi­
nistro de Colonias en el gobierno de Bonar Law.) En ese libro
blanco se les comunicaba lisa y llanamente que la concesión
de un gobierno responsable para un -futuro próximo estaba
«fuera de discusión». Y añadía: «En primer lugar, Kenia es
un territorio africano y el gobierno de su majestad considera
que es necesario, de manera definitiva, recordar según su
opinión más considerada que los intereses de los nativos afri­
canos deben ser lo más importante, y que, en el momento en
que sus intereses y los intereses de las razas inmigradas en­
traran en conflicto, prevalecerían los de aquéllos.» Es cierto
que, en los años que siguieron, el gobierno británico no siem­
pre habló con tanta claridad, pero continuó manteniendo el
principio esencial.
El «libro blanco» de Devonshire hacía referencia a razas
inmigradas en plural, y la situación se complicó aún más a
causa de la existencia de una comunidad asiática que había
entrado en aquel territorio no, como en algunos casos afirma
la leyenda, para construir la red de ferrocarriles, sino, y más
a menudo, para aprovecharse de esos ferrocarriles con el fin
de transportar mercaderías hasta el corazón del continente
africano. La asiática se transformó en una comunidad muy
próspera, y, en ocasiones, sus miembros se convirtieron en
prestamistas. Como consecuencia de ello, eran odiados por
los africanos tanto en Kenia como en Uganda. Inspirados en
el ejemplo de la India, en Kenia los asiáticos se movilizaron,
en los años que siguieron al final de la primera guerra mun­
80 LA DESCOLONIZACIÓN

dial, para conseguir una ampliación de los privilegios que ya


poseían. En 1906 se estableció un consejo legislativo, y en
1927 se reestructuró de tal manera que ahora contaba con
una veintena de miembros, de los cuales once eran europeos
electos, cinco indios también por elección, un árabe electo y
un único miembro por nominación para representar a los
africanos.
En esta época los africanos apenas habían comenzado a
organizarse, pero alguna forma de organización existía ya
entre la etnia kikuyu; este pueblo, que no había sido domi­
nante en Kenia con anterioridad, a la manera en que lo ha­
bían sido los pastores masai, era de agricultores en la zona
en que se había establecido la capital, Nairobi. Se habían vis­
to más afectados por los problemas derivados de la propie­
dad de sus tierras que las demás tribus, pero también es cier­
to que tuvieron mayores posibilidades de entrar en contacto
con las ideas y la educación europeas. Jomo Kenyatta, quien,
andando el tiempo, se convertiría en su líder, había recibido
su primera educación en la escuela de una misión presbite­
riana. La primera organización africana, la Asociación Kiku­
yu, se fundó en 1920, pero se trataba de un organismo muy
moderado, compuesto sobre todo por ancianos y por jefes.
En 1921 se creó la Joven Asociación Kikuyu (después se con­
vertiría en Asociación Central Kikuyu), fundada por jóvenes,
educados como el propio Kenyatta en las escuelas de las mi­
siones, que estaría definida por un temperamento mucho
más radical.
Kenyatta estuvo en el extranjero entre 1929 y 1946. Al re­
gresar se encontró con que la Asociación Central Kikuyu ha­
bía sido condenada por sedición durante la guerra y con que
parecían haberse hecho muy escasos avances en cuanto al
progreso constitucional. Aunque en 1948 había una mayoría
no oficial en la asamblea legislativa, los cuatro miembros
africanos aún lo eran por designación. No sería hasta 1952
cuando los africanos comenzaron a formar parte del consejo
por elección y siguiendo para ello un complicado sistema in­
directo.
Los primeros años de la década de 1950 (1952-1955) fue­
ron testimonio de la aparición de acciones ejecutadas por te­
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 81

rroristas, conocidos de manera general como Mau Mau. Sus


componentes eran integrantes de la tribu kikuyu, y su naci­
miento parecía haber estado mucho más relacionado con
tensiones económicas y con temores provocados por discu­
siones acerca de la propiedad de las tierras que con reivindi­
caciones políticas. Sus espantosos juramentos, y, en ocasio­
nes, sus atrocidades, extendieron el terror entre la comuni­
dad europea, aunque, de hecho, la mayor parte de tales atro­
cidades las cometieron tomando como víctimas a jóvenes
africanos. Nunca ha quedado claro si Kenyatta tenía alguna
clase de relación con el Mau Mau, pero fue arrestado y confi­
nado en la zona norte de la colonia.
Los colonos blancos no podían derrotar al Mau Mau por
sí mismos y se vieron obligados a pedir el envío de tropas de
refuerzo procedentes de Gran Bretaña. Es posible que John
Hatch esté en lo cierto cuando afirma que esta necesidad de
pedir tropas británicas acabó finalmente con cualquier pre­
tensión que aún pudiera quedarles a los colonos de que se­
rían capaces de gobernar un Estado independiente (Hatch,
1965, p. 334).
En medio de los problemas que planteaba el Mau Mau en
Kenia, entró en vigor otra nueva Constitución, la Lyttleton
(por el nombre del ministro de Colonias británico de aquel
momento, Oliver Lyttleton). Planteaba un sistema extrema­
damente complejo diseñado con el fin de permitir que los
africanos adquirieran cierta experiencia ministerial. A ella se
opusieron duramente los colonos más reaccionarios; pero, al
mismo tiempo, Michael Blundell creaba un nuevo partido
entre los europeos, el Partido del País Unido, con el objetivo
de trabajar en pro de una sociedad que sería multirracial, al
tiempo que salvaguardaría los derechos políticos y los dere­
chos sobre la tierra de los europeos.
Pero incluso estas propuestas se vieron abocadas a la ruina.
La tendencia del momento se inclinaba con toda firmeza en fa­
vor de hacer de Kenia un país africano independiente, aunque
la Constitución Macleod, de 1960 (que tomaba también el nom­
bre del secretario colonial del momento, Iain Macleod), reserva­
ba algunos escaños del consejo legislativo a varios grupos mi­
noritarios, incluidos los europeos.
82 LA DESCOLONIZACIÓN

Los africanos habían fundado dos principales partidos


políticos: la Unión Nacional Africana de Kenia (KANU), que
basaba su fuerza en la participación de las tribus kikuyu y
luo y que favorecía, por lo general, un sistema centralizado
de gobierno, y la Unión Democrática Africana de Kenia, apo­
yada por los masai y por un cierto número de tribus de me­
nor población, que hubieran preferido un sistema más fede­
ral. El KANU, dirigido por Kenyatta, ganó las elecciones de
1963, las últimas con anterioridad a la independencia, que
tuvo lugar el 12 de diciembre de 1963.
Lo mismo que Tanzania con Nyerere, Kenia con Kenyatta
comenzó a transformarse en un Estado pacífico, si bien con
un sistema de partido único en la práctica. (Oficialmente se
convirtió en un Estado de partido único en 1982, tres años
después de la muerte de Kenyatta.)

África austral (ambas Rhodesias y Niasalandia)

Rhodesia puede considerarse, de manera singular, la crea­


ción de un solo hombre: Cecil John Rhodes. En 1889, enfren­
tado a una considerable oposición, Rhodes obtuvo una carta
real (una charter) para la Compañía de la Sudáfrica británica
de la que era propietario, con el fin de penetrar en el territo­
rio simado entre el Transvaal y el Estado libre asociado del
Congo, territorio que, en un primer momento, se denominó
Charterlandia, y, a continuación, Rhodesia del Norte y del
Sur, divididas ambas provincias por el río Zambeze. Anterior­
mente, esa zona había estado bajo control de Lobengula, jefe
de los matabele, y, según pudo advertir muy pronto el Minis­
terio de Colonias británico, había que recelar de las afirma­
ciones de Rhodes a propósito de la obtención de una jurisdic­
ción del jefe Lobengula, distinta de las concesiones económi­
cas. Pero ante las exigencias presentadas en esa zona por los
rivales portugueses y alemanes, el Ministerio de Colonias se
inclinó a dejar que las cosas siguieran su cauce. Estaba ade­
más casi obsesionado por la necesidad de administrar esos
nuevos territorios recientemente conseguidos de la forma
menos costosa, y, por ello, se permitió a la Compañía que
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 83

continuara controlando Rhodesia del Sur hasta 1923 y Rho­


desia del Norte hasta un año después.
Finalmente, cuando la Compañía renunció a sus dere­
chos políticos, Rhodesia del Norte se convirtió en una colo­
nia ordinaria más de la corona; pero la situación se presen­
taba mucho más complicada en Rhodesia del Sur. En 1923,
vivía asentada en ella una considerable cantidad de colonos,
que, durante algún tiempo, habían estado haciendo campa­
ña contra el dominio de la Compañía, y, lo mismo que había
sucedido con los blancos en Kenia, la mayoría esperaba con­
seguir el estatus de dominio. En 1923 existía una posibilidad
alternativa: llevar a cabo una unión con Sudáfrica, su vecina
del sur. Algunos de los habitantes de Rhodesia apoyaban
esta solución, pero fue derrotada en referéndum. En lugar
de ello, Rhodesia del Sur se convirtió en una «colonia de au­
togobierno». El problema residía en que esta situación no
estaba específicamente contemplada en el derecho constitu­
cional. No era lo mismo que si gozase del estatus de domi­
n io . (concepto que, en ese momento, era ya sobradamente
conocido), aunque los primeros ministros de Rhodesia asis­
tían a las «conferencias imperiales» que se convocaban cada
cuatro años y eran tratados con el mismo rango que a los je­
fes de gobierno de los dominios. En teoría, el gobierno britá­
nico conservaba un cierto control sobre la legislación de
Rhodesia y podía vetar cualquier ley que se considerara ra­
cialmente discriminatoria; pero la realidad nos dice que
nunca ejerció este derecho. En esta época era muy fuerte el
prejuicio que defendía que «las gentes del lugar saben muy
bien lo que es mejor para ellas», y, en cualquier caso, las re­
laciones entre las razas parecían tranquilas en Rhodesia. En
particular después de la segunda guerra mundial, ese país
era presentado ante el mundo como un ejemplo del desarro­
llo de una sociedad multirracial. Se trataba de una visión
muy optimista, pero es bien cierto que la situación era mu­
cho mejor que en Sudáfrica.
Cuando se les pregunta por qué declararon unilateral­
mente la independencia en 1965, los habitantes blancos de
Rhodesia consideran que debería haberse tenido en cuenta el
hecho de que, en el período de entreguerras, habían disfruta-
84 LA DESCOLONIZACIÓN

do ya de manera virtual del estatus de dominio. En 1953, y


en contra de otra postura más razonada de algunos de ellos,
Gran Bretaña les convenció para formar una federación con
Rhodesia del Norte y con Niasalandia. Desde el punto de vis­
ta económico, esta «Federación centroafricana» tenía cierto
sentido. Rhodesia del Sur constituía en ese momento un te­
rritorio muy floreciente dedicado a explotar la agricultura (el
oro que Rhodes y sus socios habían esperado siempre encon­
trar allí se había convertido ya en una ilusión), mientras que
Rhodesia del Norte poseía grandes recursos minerales, espe­
cialmente de cobre. A Niasalandia se la consideraba como
demasiado pobre para que pudiera valerse por sí misma. La
historia de esta última era muy distinta a la de Rhodesia. En
el siglo xix, las misiones presbiterianas escocesas habían de­
sarrollado allí una gran actividad, y, como resultado de ello,
habían formado a los jóvenes mejor preparados de toda el
África austral, hasta el punto de ser reclamados en más de
medio continente. En 1891 llegó a convertirse en protectora­
do británico.
La población negra de la región nunca estuvo a favor de
la federación, y en Rhodesia del Norte se presentaron serios
problemas laborales y con los sindicatos, apareciendo Ken-
neth Kaunda como la figura más significativa. Lo mismo que
Kenyatta, había sido educado en las escuelas misioneras (su
padre, el reverendo David Kaunda, era un sacerdote presbite­
riano negro), y, lo que era poco frecuente, no había salido al
extranjero para recibir parte de su educación.
La situación de Niasalandia rayó en el absurdo. En mar­
zo de 1959 las autoridades europeas declararon un estado de
emergencia, después de haber estallado algunos disturbios.
Creían que había una conspiración para eliminar a todos los
europeos del país, y se envió a un magistrado británico, el
juez Devlin (más tarde lord Devlin), para que llevara a cabo
una investigación. El informe Devlin descartó la existencia
de una «conspiración para el asesinato» como una quimera
y criticó con dureza la desproporcionada reacción de las au­
toridades. También Niasalandia había encontrado ahora su
líder negro en la figura del doctor Hastings Banda. Había re­
gresado a su patria en julio de 1958, cuarenta años después
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 85

de que se hubiera quedado sin dinero para conseguir una


educación superior, primero en Sudáfrica, y, más tarde, en
América y Escocia. Se graduó como doctor y pasó muchos
años realizando prácticas generales en el Reino Unido.
Al crearse la Federación centroafricana, se incluyó una
provisión que obligaba a revisar el tratado en los diez años si­
guientes. En 1960 se creó una comisión presidida por Walter
Monckton. En el informe pertinente se informaba de que
cada territorio debería contar con el derecho a separarse del
resto. Siguieron tres años de complicadas negociaciones, en
las que participaron, en diferentes momentos, Iain Macleod y
Reginald Maudling, sucesivos ministros de Colonias, Duncan
Sandys, secretario de la Commonwealth (Rhodesia del Sur
seguía considerándose a sí misma como un dominio) y el
cargo más importante de todos, R. A. Butler, quien tenía una
especia] responsabilidad en los asuntos de África central. La
Federación quedó disuelta el 31 de diciembre de 1963. Niasa­
landia alcanzó la independencia, bajo el nombre de Malawi,
el 6 de julio de 1964; Rhodesia del Norte, como Zambia, el 24
de octubre del mismo año.
La población blanca de Rhodesia del Sur (o simplemente
«Rhodesia», según se la denominaba habitualmente) se sintió
traicionada y discriminada: si no hubieran entrado a formar
parte de la Federación —sostenían— ya hubieran conseguido
una independencia virtual. Podríamos decir que el clima de
opinión había cambiado radicalmente y el gobierno británico
no estaba dispuesto a acordar una independencia formal has­
ta que hubiera un mandato de mayoría negra. En 1961 entra­
ba en vigor una nueva Constitución que, en el legislativo,
concedía a los africanos quince escaños de un total de sesen­
ta y cinco e incorporaba una «declaración de derechos» para
los africanos. Pero la corriente general de la política de Rho­
desia circulaba ahora en dirección opuesta. Los blancos se
desplazaban más y más hacia actitudes similares a las de Su­
dáfrica, y la aprobación, en 1960, del Acta de mantenimiento
de la ley y el orden llevó a la dimisión del jefe del Tribunal
Supremo, el liberal sir Robert Tredgold.
También en Rhodesia había ido creciendo un movimiento
nacionalista africano. El padre fundador del nacionalismo
86 LA DESCOLONIZACIÓN

negro de Rhodesia fue Joshua Nkomo, pero en 1963 su Con­


greso Nacional Africano se escindió en dos. Nkomo continuó
liderando la Unión del Pueblo Africano de Zimbabwe, pero el
reverendo Ndabaningi Sithole había fundado una nueva
agrupación, mucho más radical, la Unión Nacional Africana
de Zimbabwe (ZANU). Zimbabwe era el nombre del imperio
africano que en tiempos pretéritos había dominado la región,
con la capital situada en Great Zimbabwe, cuyas ruinas se
pueden ver todavía hoy, y la reivindicación del nombre de
Zimbabwe tenía su paralelo en el uso del nombre de Ghana
en el África occidental. La división en las filas de los naciona­
listas africanos contribuyó a que los blancos rhodesianos de­
fendieran que un dominio de mayoría negra conduciría a la
clase de lucha fratricida que había devastado el vecino país
de Zaire (el antiguo Congo Belga) desde que, en 1960, consi­
guiera la independencia (véase p. 127).
El 11 de noviembre de 1965, un gobierno rhodesiano
blanco, encabezado por Ian Smith, proclamó su famosa
declaración unilateral de independencia. En Londres, el go­
bierno laborista de Harold Wilson quedó completamente des­
concertado. Rechazada la intervención militar por impracti­
cable, los británicos se decantaronjpor las sanciones econó­
micas a fin de obligar a los rhocfésianos a claudicar. En una
frase que más tarde se arrepentiría de haber pronunciado,
Wilson aseguró ante el mundo que las sanciones serían efec­
tivas no en meses, sino en algunas semanas. De hecho, esas
sanciones demostrarían ser completamente ineficaces, sobre
todo porque eran quebrantadas por dos de los vecinos de
Rhodesia, Sudáfrica y Mozambique, esta última todavía colo­
nia portuguesa en ese momento. Sería el hundimiento del
imperio portugués y la decisión sudafricana en los foros in­
ternacionales de no continuar apuntalando el régimen rhode­
siano (mucho más que la guerra de guerrillas que los nacio­
nalistas negros continuaban cada vez con mayor intensidad)
lo que obligaría al gobierno blanco de Rhodesia a claudicar
en diciembre de 1979, para convertirse temporalmente de
nuevo en colonia británica. En febrero de 1980 se celebraron
elecciones por sufragio universal, y la independencia legal le
fue concedida al territorio el 18 de abril del mismo año.
EL IMPERIO BRITÁNICO: ÁFRICA 87

Las elecciones no presagiaron ya nada bueno para el futu­


ro, puesto que el electorado se dividió siguiendo con claridad
la línea marcada por la pertenencia a la tribu. Aunque la esci­
sión de 1963 no había ocurrido por razones tribales, la ma­
yor parte del pueblo de habla shona votó ahora por el ZANU,
dirigido en este momento por Robert Mugabe; la minoría
ndebele (matabele) del sur y del oeste del país continuó apo­
yando a Joshua Nkomo.
Capítulo 3

EL IMPERIO BRITÁNICO:
OTROS ENCLAVES

El Caribe

Se suponía que la mayor parte de las antiguas colonias


británicas de África, con la posible única excepción de Gam-
bia, podían ser viables como naciones-Estado independien­
tes, tanto desde el punto de vista económico como desde el
político. Se dudaba, sin embargo, que ocurriera lo mismo
con la mayoría de las islas que formaban las Indias occiden­
tales británicas (y entre las que incluimos a propósito Ber-
mudas y las Bahamas), a pesar del hecho de que algunas de
ellas, como es el caso de Jamaica, constituían antiguas colo­
nias con una larga historia de desarrollo constitucional. Con
el fin de continuar el proceso de independencia se llevaron a
cabo varias actuaciones experimentales.
Parry y Sherlock identifican tres décadas cruciales en la
historia de las Indias occidentales: la «década de la libertad»,
en los diez años que siguieron al 1830, momento de la eman­
cipación de los esclavos a lo largo y a lo ancho de todo el im­
perio británico; la «década de la liberación», en los años
1930, cuando la gente comenzó a rechazar las actitudes tra­
dicionales; y la «década de la independencia», a partir de
1960, que fue testimonio del hundimiento del imperio britá­
nico en el Caribe (Parry y Sherlock, 1971, p. 299).
El cambio de posiciones ocurrido en la década de 1930
estuvo estrechamente vinculado con la crisis económica y
con los intentos de diferentes grupos por organizarse para
hacerle frente. Después de 1929, el precio del azúcar, princi­
90 LA DESCOLONIZACIÓN

pal producto de las Indias occidentales británicas, se hundió


de manera catastrófica. También tuvieron que enfrentarse a
serias dificultades los cultivadores de bananas de Jamaica;
debemos recordar que este producto constituía la principal
exportación de la isla. Los productores respondieron creando
cooperativas, y, en el mismo año de 1929, se fundó en Jamai­
ca la Asociación de productores bananeros. Agrupaciones pa­
recidas fueron apareciendo, por ejemplo, entre los producto­
res de nuez moscada de Granada o los de cítricos de Trinidad
y Jamaica. De esta manera, en un principio los productores
incrementaron de forma considerable su capacidad de nego­
ciación. No obstante, la crisis económica provocaría también
la aparición de serios disturbios entre los trabajadores del
azúcar y en algunos otros grupos, entre 1935 y 1938, y, por
vez primera, los sindicatos de las islas se convirtieron en or­
ganizaciones de peso. De las filas del sindicalismo surgiría
un buen número de políticos importantes, entre ellos Nor­
man Manley y W. A. Bustamante (después sir Alexander Bus-
tamante), en Jamaica, o Grantley Adams, en Barbados. Uni­
do todo ello a un creciente sentimiento de identidad racial,
reforzado por hombres como Marcus Garvey, las Indias occi­
dentales, ya con anterioridad a la segunda guerra mundial,
comenzaron a desarrollar sentimientos de pertenencia a la
misma comunidad y deseos de independencia, que aumenta­
rían durante la guerra, aunque en esa época se mitigaron al­
gunos de los problemas económicos de la zona.
La posibilidad de crear una federación de todas las Indias
occidentales británicas, con la que algunos habían estado so­
ñando durante años, comenzó a parecer una propuesta prácti­
ca en 1947, cuando una conferencia reunida en Montego Bay
votó en principio en favor de la formación de una federación,
al tiempo que creaba un comité para redactar un borrador de
Constitución, que estuvo acabado, finalmente, en 1953. Se te­
nía la esperanza de que los dos principales territorios británi­
cos en el continente, la Guayana y Honduras, se unieran a la
federación, pero declinaron la invitación por diferentes razo­
nes, entre ellas el temor a verse obligadas a subvencionar a las
islas más pobres. A pesar de todo, la federación comenzó a
ejercer como tal en 1958. Duró aproximadamente tres años.
EL IMPERIO BRITÁNICO: OTROS ENCLAVES 91

Las islas se encontraban diseminadas a lo largo de miles de


kilómetros de mar, y los sentimientos particularistas de cada
isla demostraron ser mucho más fuertes que el atractivo de
una federación bastante nebulosa. Las dos islas más extensas,
Jamaica y Trinidad, que gozaban ambas de una relativa pros­
peridad, comenzaron a considerar a las más pequeñas como
un auténtico lastre para ellas, y, en un referéndum que tuvo
lugar en 1961 en Jamaica, se votó mayoritariamente a favor
de la secesión. En agosto de 1962, tanto Jamaica como Trini­
dad (junto con Tobago) declararon la independencia.
Seguía en el candelera el problema de qué hacer con las
islas más pequeñas. Se intentaron, y se abandonaron, diferen­
tes modalidades de federación más limitada. Barbados se in­
dependizó en 1966; y un año más tarde, en 1967, Antigua, Do­
minica, Granada, St. Kitts, Nevis, Anguila y Santa Lucía (y
poco después San Vicente) se unieron a Gran Bretaña como
«Estados asociados», lo que significaba que contarían con un
autogobierno interior, pero Gran Bretaña seguiría conservan­
do la responsabilidad en defensa y asuntos exteriores. No obs­
tante, ni siquiera esta modalidad se consideró satisfactoria
por mucho tiempo, y, a pesar de su tamaño extremadamente
pequeño, todas ellas, excepto una, optarían por la inde­
pendencia completa: Granada, en 1974; Dominica, en 1978;
Santa Lucía y San Vicente, en 1979; Antigua, en 1981, y St.
Kitts-Nevis, en 1983. La vaciedad de significado del estatus de
nación independiente cuando se trata de unidades territoria­
les tan diminutas quedó desgraciadamente demostrado ante
el mundo con la intervención de Estados Unidos en Granada,
en 1983, que siguió al intento de golpe de Estado que acabaría
con el asesinato del primer ministro, Maurice Bishop.
En el continente, la Guayana británica se independizó
con el nombre de Guyana el 26 de mayo de 1966. La conce­
sión de la independencia a la Honduras británica (Belize a
partir de 1973) se demoró durante algún tiempo por la inse­
guridad provocada por el largo contencioso fronterizo man­
tenido por la colonia con la vecina Guatemala. En más de
una ocasión, los hondureños habían pedido el apoyo de las
tropas británicas. A pesar de todo, la independencia fue con­
cedida el 21 de septiembre de 1981.
92 LA DESCOLONIZACIÓN

Desde un estricto punto de vista geográfico, Bahamas no


forma parte del Caribe, pero su camino hacia la inde­
pendencia fue básicamente idéntico al de las islas de ese mar.
De forma un tanto curiosa, su prosperidad comenzó en el pe­
ríodo de entreguerras, al proporcionar una base muy adecua­
da para la realización de operaciones de contrabando en la
época de la prohibición en Estados Unidos. Durante la gue­
rra, su cotización siguió al alza al proporcionar todo tipo de
facilidades para la ubicación de bases aéreas; y ya en la pos­
guerra, el turismo ha continuado potenciando esa ascensión.
Consiguieron la independencia el 10 de julio de 1973.
Bermudas cuenta, desde 1968, con un autogobierno inter­
no, pero continúa siendo una dependencia británica.

El Mediterráneo

Gran Bretaña fue consiguiendo un cierto número de po­


sesiones en el Mediterráneo debido a los conflictos navales
que sostuvo con otras potencias europeas, especialmente
con Francia. Algunas de ellas, como Menorca (devuelta a Es­
paña en 1782), hace mucho tiempo que han dejado de ser
británicas.
Malta, tomada a los franceses, quienes, a su vez, se la ha­
bían arrebatado a los caballeros de la orden de San Juan du­
rante las guerras napoleónicas, constituyó todavía una im­
portante base británica durante la segunda guerra mundial.
Según nos recuerda Colin Cross (1968, p. 355), los malteses
han mantenido siempre una relación de amor-odio con los
británicos. En realidad, en 1814 decidieron seguir siendo bri­
tánicos. En 1955, el gobierno británico sugirió que Malta de­
bería ser tratada como una parte del Reino Unido y que de­
bía enviar diputados a Westminster. Esta postura rompía por
completo con la tendencia habitual de la política británica,
que se había caracterizado siempre por la devolución de te­
rritorios y no por la centralización en Westminster. No obs­
tante, la propuesta no fue aceptada por un estrecho margen,
a causa principalmente de que el gobierno británico se consi­
deraba incapaz de poder asumir los gastos que supondría ex-
EL IMPERIO BRITÁNICO: OTROS ENCLAVES 93

tender el Estado de bienestar británico a Malta. La isla alcan­


zaría la independencia en 1964.
Chipre fue adquirida mediante un contrato con el sultán
de Turquía, en 1878, en la época del congreso de Berlín; se
creyó que constituiría una base naval avanzada en el Medite­
rráneo oriental para defender la boca norte del canal de Suez,
que se había abierto en 1869. No obstante, su uso como base
naval se demostró muy poco útil puesto que no contaba con
un puerto adecuado de aguas profundas, aunque, posterior­
mente, adquiriría importancia como base aérea. Cuando, en
agosto de 1914, Turquía le declaró la guerra a Gran Bretaña,
Chipre cambió su estatus por el de colonia, y sería una de las
escasas posesiones que Gran Bretaña luchó por retener des­
pués de la segunda guerra mundial.
Por esa misma causa, Chipre le procuraría a Gran Breta­
ña un problema tan difícil de resolver como el de Irlanda,
puesto que aquella isla mediterránea contaba con dos comu­
nidades, mayoritaria la una, minoritaria la otra, que eran
enemigas hereditarias: la comunidad griega suponía un 80
por ciento de la población total; la turca, el 20 por ciento res­
tante. La población griega era partidaria de la enosis, de la
unión con Grecia, y en 1950 Mijail Mouskos, obispo de Ki-
tium, fue nombrado arzobispo de Chipre, tomando el nom­
bre de Makarios III. Fue él quien proporcionó al movimiento
de la enosis un liderazgo político caracterizado por su extre­
mada astucia. En 1956, los británicos le exiliaron a las islas
Seychelles, pero siguió conservando su influencia. En el inte­
rior de Chipre, el coronel Grivas, un chipriota que había ser­
vido en el ejército griego, se dedicó a intensificar su campaña
de guerrillas. Los británicos fueron enviando tropas y más
tropas a Chipre, esperando derrotar a Grivas, de la misma
manera en que Templer había acabado con las guerrillas co­
munistas en Malaya, pero no parecían contar con que la si­
tuación era por completo diferente: aquí, la mayoría de la po­
blación chipriota estaba a favor de Grivas. En julio de 1954,
un representante del Ministerio de Colonias afirmó de mane­
ra imprudente que Chipre no podía, en ningún caso, albergar
la esperanza de alcanzar la independencia; sin embargo, el
entonces primer ministro británico, Harold Macmillan, sabía
94 LA DESCOLONIZACIÓN

muy bien cuándo había sido derrotado. Aunque le costó la


renuncia al cargo de ministro de lord Salisbury, ordenó la li­
beración de Makarios en marzo de 1957. Después de mante­
ner intensas negociaciones con los mandatarios de Grecia y
de Turquía, además de con los chipriotas, Chipre consiguió la
independencia en agosto de 1960.
La dimisión de Salisbury señaló un decisivo momento de
cambio en la política imperial británica. Igual que Churchill,
también él se había opuesto con firmeza a la disolución del
imperio. En aquel momento se consideraba a Salisbury como
el auténtico «fabricante de reyes» en el seno del Partido Con­
servador, y se admite por lo general que había sido su in­
fluencia la que le había asegurado a Harold Macmillan (en
lugar de a R. A. Butler) la sucesión de Anthony Edén como
primer ministro algunos meses antes. Pero la dimisión de Sa­
lisbury no atrajo excesivos apoyos. Ni siquiera en el Partido
Conservador, la consigna «el imperio en peligro» servía ya de
elemento aglutinador.
La opinión pública británica se encontraba completamente
desilusionada por el fracaso de la intervención en Suez el año
anterior. En 1882, tropas británicas habían ocupado Egipto,
con la intención fundamental de salvaguardar el canal de Suez,
elemento vital en la red de comunicaciones entre Gran Bretaña
y el imperio indio. El gobierno de Gladstone había insistido en
que se trataba únicamente de una «operación de policía» y que
el ejército abandonaría el lugar tan pronto como restableciese
el orden. La retirada se fue demorando, primero a causa de la
campaña de El Mahdi en Sudán, y, después, por el temor a que,
si los británicos abandonaban aquel territorio, alguna otra gran
potencia viniera a ocupar su lugar. Gran Bretaña no regularizó
su posición en Egipto, de acuerdo con el derecho internacional,
hasta la primera guerra mundial en que Egipto se convirtió en
protectorado británico. De una manera puramente formal, ese
estatus de protectorado acabaría el año 1922, pero Gran Breta­
ña conservó poderes muy considerables de intervención, sobre
todo para cubrir las necesidades de la defensa de Egipto. Hubo
que esperar hasta marzo de 1956 para que todas las tropas bri­
tánicas abandonaran el país. Sudán se independizó a principios
de ese mismo año.
EL IMPERIO BRITÁNICO: OTROS ENCLAVES 95

En julio de 1956, el presidente egipcio, coronel Nasser,


anunció la nacionalización del canal de Suez. Tanto Gran
Bretaña como Francia mostraron su hostilidad a esta pos­
tura, pero no dejaba de ser difícil defender que se tratara
de una actuación ilegal, al menos en tanto en cuanto Egip­
to observara la convención de 1888, permitiendo el paso de
todos los navios por el canal. De hecho, los egipcios habían
prevenido a los cargueros israelitas para que no pasaran
por él desde 1948, basándose en el hecho de que, de acuer­
do con otros países árabes, no reconocían el Estado de Is­
rael. Después de que fracasaran diversas intentonas de me­
diación internacional, en noviembre de 1956 Gran Bretaña
y Francia desencadenaron una acción militar, con el pre­
texto de evitar un choque entre israelitas y egipcios, pero,
de hecho, en connivencia con el propio Estado de Israel. El
primer ministro británico, Anthony Edén, estaba influido
por sus recuerdos de la teoría del «apaciguamiento» de la
década de 1930, y obsesionado por la idea de que a Hitler
se le debían haber parado mucho antes los pies en su agre­
siva carrera. Pero el resto del mundo no contemplaba a
Nasser como un nuevo Hitler, y la opinión pública británi­
ca quedó profundamente dividida. Las dos superpotencias,
Rusia y Estados Unidos, dejaron muy claro que considera­
ban la acción anglofrancesa como algo intolerable. Sin ha­
ber conseguido nada, las fuerzas de intervención franco-
británicas se retiraron en diciembre.
No deja de ser curiosamente irónico que Gran Bretaña se
embarcara en la aventura de Suez como aliado de Israel. En
1919 se había convertido en la potencia mandataria de Pales­
tina, y dos años antes el ministro de Asuntos Exteriores britá­
nico, Arthur Balfour, había publicado la famosa declaración
que lleva su nombre:

El gobierno de su majestad considera positivo el estableci­


miento en Palestina de una patria para el pueblo judío y com­
prometerá todos sus esfuerzos en facilitar este objetivo, que­
dando no obstante bien entendido que no se hará nada que
pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comu­
nidades no judías existentes en Palestina.
96 LA DESCOLONIZACIÓN

Por supuesto, se trataba de un imposible. La tierra que se


pretendía entregar a los judíos estaba ya ocupada por los pa­
lestinos. A lo largo de los siguientes treinta años Gran Breta­
ña tuvo que vivir pagando las consecuencias de la declara­
ción Balfour. En el período de entreguerras, los británicos,
no siempre con éxito, trataron de permitir un flujo controla­
do de entrada de inmigrantes judíos en el país. Después de la
segunda guerra mundial, la presión aumentó de manera ine­
vitable. Los judíos que habían sobrevivido a las persecucio­
nes de Hitler, reuniéndose en grupos cada vez mayores y pro­
cedentes de todo el mundo, estaban decididos a crear un Es­
tado judío en Palestina. Los británicos trataron todavía de
mantener las puertas de entrada a Palestina medio cerradas,
pero la voladura del hotel Rey David de Jerusalén por un gru­
po terrorista judío, el Irgun, que provocó numerosas víctimas
civiles, golpeó con dureza a una opinión pública británica
mucho menos acostumbrada a las acciones terroristas de lo
que llegaría a estarlo una generación después. Además, la ac­
titud de Estados Unidos tuvo una influencia aún mayor que
la del terrorismo. El gobierno estadounidense, que no dejaba
al margen consideraciones de tipo electoralista —pues el
voto judío era vital en algunos estados clave, como el de Nue­
va York—, simpatizaba con las aspiraciones judías. La acti­
tud de los norteamericanos había ya desempeñado cierto pa­
pel para persuadir a los británicos a abandonar la India, e in­
sistieron mucho más para convencerles de que dejaran Pales­
tina. Los británicos anunciaron que, pasara lo que pasase, se
irían en junio de 1948. Las fronteras de Israel permanecen
sin definir incluso después de haber mantenido toda una se­
rie de guerras contra sus vecinos.

Las otras «hijas»

En 1829, la radical Westminster Review, refiriéndose a


uno de sus temas favoritos que «tenía tanta relación con las
colonias como con los niños», opinaba que los hijos debían
enfrentarse al mundo de manera natural, por su propia cuen­
ta, y que, si era posible, ese abandono del entorno familiar
EL IMPERIO BRITÁNICO: OTROS ENCLAVES 97

debía ser amistoso; pero había también algunos «niños enfer­


mizos» e «hijas solteronas» que debían permanecer en el ho­
gar paterno. Si el espíritu de ese articulista hubiese regresado
a la tierra en la década de 1980, podía haber comprobado
que su análisis era aún correcto.
En esa década de 1980, Gran Bretaña se ha quedado con
algunas colonias, sobre todo islas, demasiado pequeñas en
extensión como para alcanzar los niveles que les permitirían
convertirse en naciones independientes. En ciertos casos, los
opositores a la política británica podrían afirmar que ellas
son aún «hijas solteronas», porque Gran Bretaña ha declina­
do proporcionarles unos esposos evidentes. España ha senti­
do desde hace mucho tiempo que le asiste un derecho legíti­
mo sobre Gibraltar, pero los gibraltareños han expresado,
mediante un referéndum, la determinación de continuar
siendo británicos. Le hubiera sido muy difícil a Gran Bretaña
haber entregado Gibraltar al gobierno fascista del general
Franco, sobre todo después de la segunda guerra mundial, en
la que Franco siempre fue visto por la mayoría de los ciuda­
danos como un aliado de Hitler. A la muerte del dictador es­
pañol, las posiciones estaban enquistadas desde hacía tanto
tiempo que no era fácil abandonarlas.
Las islas Falkland (las Malvinas para los argentinos) se
encuentran en una posición bastante parecida. Ocupadas
porque se pensó, erróneamente, que constituirían un enclave
estratégico en la ruta que bordeaba el cabo de Flomos, a fina­
les del siglo xx se han convertido en un auténtico anacronis­
mo. El punto de vista del Ministerio de Asuntos Exteriores
consistente en que deberían ser transferidas a Argentina, país
del que dependen estrechamente en el capítulo de servicios,
era de un sentido común obvio. Por desgracia, realizar esa
transferencia cuando la propia Argentina se encontraba so­
metida al control de un régimen militar de extrema derecha,
era política y moralmente imposible. El intento del general
Galtieri de ocuparlas islas por la fuerza, en 1982, ha excluido
esa entrega, que previsiblemente no se tomará en considera­
ción en un futuro inmediato.
Hong Kong, ocupada en 1842 a finales de la guerra del
Opio, se encuentra en una posición ligeramente diferente, en
98 LA DESCOLONIZACIÓN

tanto que «los territorios del continente» ocupados a los chi­


nos por un contrato de arriendo en 1898, sin los cuales la isla
de Hong Korig no tiene posibilidad alguna de subsistir por sí
misma, deben ser retomados a China en 1997. Era evidente
que tratar de retener a Hong Kong por la fuerza no constituía
una propuesta práctica, y en 1984 el gobierno británico nego­
ció con Pekín los términos según los cuales el asentamiento
entero deberá ser devuelto a China.
Algunas otras posesiones británicas se encuentran sin
pretendientes a la vista. Anguila, Montserrat, la isla de Ascen­
sión, Santa Elena, las islas Caimán, las islas Vírgenes y algu­
nas otras continúan siendo dependencias británicas.
Capítulo 4

LA COMMONWEALTH

En diciembre de 1946, Winston Churchill, volviéndose


hacia el primer ministro, Clement Attlee, en la Cámara de los
Comunes, afirmó con voz poderosa:

Se ha dicho que, en los tiempos de la excelente administra­


ción de lord Chatham, uno tenía que levantarse muy pronto
cada mañana para no perderse ninguna de las adquisiciones y
conquistas de territorios que eran entonces tan características
de nuestra fortuna. La no menos memorable administración
del muy honorable caballero situado ante mí se distingue por
el conjunto opuesto de experiencias. Parece que el imperio bri­
tánico se está diluyendo casi tan rápido como los empréstitos
americanos (citado en Bennett, 1962, p. 422).

Pero la mayor parte de las naciones de reciente inde­


pendencia eligieron permanecer en el seno de la Comunidad
Británica de Naciones, la Commonwealth. (La palabra britá­
nica no se eliminó hasta 1965.) La decisión tanto de la India
como de Pakistán de continuar siendo miembros, en 1947,
provocó en Londres cierta sorpresa, y alegría. Si dejamos
aparte algunos territorios en régimen de mandato, las úni­
cas excepciones importantes fueron Birmania, Sudán y
Adén (que se convirtió en parte de la República Popular de
Yemen del Sur en 1967). Algunos la abandonarían después
de haber formado parte de ella, siendo los casos más nota­
bles el de Sudáfrica, en 1961 (véase p. 101), y Pakistán,
en 1971, en el momento en que otros miembros de la
Commonwealth reconocieron el nuevo Estado de Bangla-
desh (anteriormente Pakistán oriental), después de su sece-
100 LA DESCOLONIZACIÓN

sión del Pakistán occidental. Bangladesh continuó en el seno


de la organización.
La cuestión de la permanencia o no en la Commonwealth
dividió a los nacionalistas indios en las décadas de 1920 y
1930. En conjunto, la primera generación de nacionalistas
africanos la había considerado como algo deseable (véase,
por ejemplo, Awolowo, 1947, pp. 27-29); pero el problema
que se planteaba era si «el club del hombre blanco» podía
ampliarse hasta convertirse en una agrupación internacional
multirracial.
El período de entreguerras significó el apogeo del estatus
de dominio. La definición clásica de la relación existente en­
tre Gran Bretaña y sus, en aquella época, dominios, Canadá,
Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, nos la proporcionó la
declaración Balfour, de 1926, cuando afirmaba:

Son comunidades autónomas en el interior del imperio


británico, iguales en estatus, ninguna de ellas subordinada a
otra por lo que se refiere a sus asuntos de política interior o
exterior, aunque unidas por una fidelidad común a la corona,
y asociadas libremente como miembros de la Comunidad Bri­
tánica de Naciones (citado en Keith, 1961, p. 161).

Esta situación adquiriría realidad legal por el estatuto de


Westminster de 1931. El problema residía en que, como ya
reconocía el propio informe Balfour, la cohesión entre estos
países, tan diseminados geográficamente, dependía en últi­
mo término de la participación en una herencia común y en
unas perspectivas de futuro también comunes.
Otro problema, éste comparativamente menor, consistía
en que el informe Balfour había definido a los miembros de
la Commonwealth como «unidos por una fidelidad común a
la corona», y eso parecía implicar que una república no po­
día llegar a ser miembro; y desde un punto de vista técnico,
Irlanda se apoyó en esa base para abandonar la comunidad
en 1949 (Mansergh, 1958, pp. 265-304). Sin embargo, en ese
momento había ya otros países que deseaban convertirse en
repúblicas, pero que, a su vez, querían proseguir pertenecien­
do a la Commonwealth, como es el caso, en especial, de la
LA COMMONWEALTH 101

India y Pakistán. En abril se encontró una fórmula de com­


promiso que simplemente describía al rey (Jorge VI) como
«jefe de la Commonwealth» y a la corona como «el símbolo
de la libre asociación de Estados miembros independientes».
Se consideró que esta fórmula era bastante compatible con el
hecho de que la India se convirtiera en república en 1950. En
la década de 1960 se observó como muy normal que una an­
tigua colonia se convirtiera en república, si no inmediata­
mente, sí algunos años después de alcanzar la independen­
cia. No obstante, se fue abriendo paso una convención, según
la cual un Estado, al convertirse en república, debía pedir la
aprobación del resto de los países de la Commonwealth para
seguir perteneciendo a la organización. Cuando, en 1961, la
Unión Sudafricana (que se encontraba ya sometida a fuertes
presiones internacionales por su política de discriminación
racial —el apartheid— y por el tratamiento que estaba infli­
giendo a Namibia —la antigua Africa sudoccidental alema­
na—, territorio que, en otro tiempo, había constituido un
mandato dependiente de ella) se convirtió en una república,
decidió no continuar como miembro de la comunidad. Su
abandono constituyó un auténtico respiro para otros países
de la Commonwealth, y, en especial, para Gran Bretaña, que
no deseaba seguir ni un día más siendo considerada de algu­
na forma responsable de la posición de Sudáfrica.
La primera conferencia colonial tuvo lugar en 1887. Se
trató de una reunión más o menos informal de varios estadis­
tas procedentes de las colonias, que se encontraban en Lon­
dres con motivo de la celebración del cincuenta aniversario
de la ascensión al trono de la reina Victoria. La siguiente no
se convocó hasta 1897, en ocasión del sesenta aniversario.
A partir de 1907 la conferencia se convirtió en un encuentro
regular que tenía lugar cada cuatro años, y a la que asistían
los primeros ministros de los dominios. Otros ministros, so­
bre todo los de finanzas, se reunían también con relativa fre­
cuencia. Se realizaron proyectos favorables a una federación
imperial, escasamente populares en los últimos tiempos de la
reina Victoria, que fracasaron por la diversidad y la naturale­
za dispersa del imperio; pero, cuando menos, pareció alcan­
zarse un satisfactorio grado de cooperación.
102 LA DESCOLONIZACIÓN

Muchos fueron quienes dudaron de que estos convenios


sobrevivieran a la segunda guerra mundial y al rápido perío­
do de descolonización que la siguió. La administración cen­
tral del imperio en Londres cambió rápidamente. En 1967
quedó abolido el Ministerio de Colonias, y el de Dominios se
convirtió, en 1947, en el Ministerio para las Relaciones con la
Commonwealth y, finalmente, quedó absorbido, en 1969, por
el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Pero como señalaba un —bastante sorprendido— titular
del diario The Observer en 1969: «La Commonwealth sobrevi­
ve a las esquelas mortuorias.» Se siguieron convocando en­
cuentros regulares de los jefes de gobierno de la Common­
wealth. Los primeros ministros de la Comunidad Británica
de Naciones se reunieron, por primera vez fuera de Londres,
en Lagos, en 1966, para tratar el problema de Rhodesia. Exis­
te una prueba evidente de hasta qué punto la Commonwealth
no era un organismo que se contemplara ya como específica­
mente «británico»: en 1965, dos países, Ghana y Tanzania,
rompieron durante un tiempo sus relaciones diplomáticas
con Gran Bretaña, debido a lo que consideraron una respues­
ta insatisfactoria a la situación de Rhodesia, pero no se sin­
tieron obligados a abandonar la Commonwealth. Los en­
cuentros de los jefes de gobierno de la organización pasaron
a convocarse cada dos años.
Dos problemas han creado tensiones a propósito de la
continuidad de la Commonwealth. El primero de ellos lo
constituye la cuestión de la ciudadanía común, que había
provocado escasos conflictos en la época de la reina Victoria.
Exceptuando algunas «personas protegidas» de los protecto­
rados británicos, todos eran súbditos de la reina, y, en conse­
cuencia, se podían desplazar por todo el imperio con entera
libertad. Pero ya con anterioridad a la primera guerra mun­
dial, los australianos impusieron restricciones a las inmigra­
ciones de gentes procedentes de las zonas asiáticas del impe­
rio, decisión que provocó dificultades en las conferencias co­
loniales. Cuando en el período de entreguerras los dominios
se fueron haciendo cada vez más conscientes de su propia
pertenencia a una nación, comenzaron también a definir con
mucho más rigor a sus ciudadanos. La ciudadanía del Reino
LA COMMONWEALTH 103

Unido no fue definida hasta 1948, y no existieron barreras a


la entrada de otros ciudadanos de la Commonwealth hasta
1962. En la actualidad, todas las naciones miembros de la
Commonwealth tienden a considerar a los ciudadanos de
otras naciones miembros de manera muy parecida a como
tratan a los de cualquier otra nación extranjera.
El segundo de los problemas apareció con el desarrollo de
otras organizaciones internacionales que, en ocasiones, po­
dían entrar en conflicto con la idea de la existencia de una
lealtad anterior a la Commonwealth. Todos los miembros de
ésta eran también miembros de las Naciones Unidas. Algu­
nos Estados socios de la Commonwealth se unieron al blo­
que afroasiático creado en Bandung en 1955; otros lo hicie­
ron a la Organización para la Unidad Africana, establecida
en Addis Ababa, en 1963. La propia Gran Bretaña ingresó en
1949 en la OTAN, alianza defensiva que solamente incluía a
otro país miembro de la Commonwealth, Canadá. Y todavía
reviste mayor importancia el ingreso, después de muchas
dudas y rechazos, de Gran Bretaña en la Comunidad Econó­
mica Europea, en 1973. Aunque ha negociado algunas conce­
siones para sus antiguos socios comerciales de la Common­
wealth (de la misma manera que lo habían hecho los france­
ses con los miembros de la Comunidad francesa), está claro
que el compromiso económico fundamental de Gran Bretaña
pasa ahora por Europa.
Ca p ít u l o 5

EL IMPERIO FRANCÉS

En el siglo XX, el británico era con mucho el mayor de los


imperios marítimos europeos, y, según estaban siempre dis­
puestos a afirmar sus admiradores, englobaba a una cuarta
parte de la población mundial. El siguiente en importancia
era el francés, centrado fundamentalmente en África. En el
momento de su máxima extensión controlaba la tercera parte
del continente africano, aunque una buena parte la consti­
tuía el desierto del Sáhara, «un terreno muy flojo, según
creo», como señaló en una ocasión el primer ministro britá­
nico, lord Salisbury. El otro centro de gravedad del imperio
francés estaba en Indochina.
Ya en el siglo xvin, los franceses habían perdido la mayor
parte de su primer imperio, en Canadá y la India, en benefi­
cio de los británicos, aunque habían sobrevivido algunos de
los restos del naufragio de aquél, por ejemplo, en las Indias
occidentales. Adquirieron su segundo imperio principalmen­
te después de 1871, estimulados, en parte, por la derrota en
la guerra franco-prusiana. La política francesa se había movi­
do siempre inmersa en el conflicto existente entre quienes
pensaban que el verdadero destino y la grandeza de Francia
estaban en Europa, y que las aventuras ultramarinas consti­
tuían una distracción peligrosa, y aquellos otros para quienes
Francia debía convertirse en una potencia mundial con el fin
de dejar bien claro ese estatus de gran potencia que le perte­
necía fuera de toda duda. A pesar de las quejas de quienes
creían que los colonos estaban haciendo el juego que más de­
seaba Bismarck, el imperio francés se fue extendiendo de
manera constante en la época del nuevo imperialismo. Final­
106 LA DESCOLONIZACIÓN

mente, la derrota en otra guerra, esta vez en 1940, iba a ser


fatal para la conservación de ese imperio francés, aunque
después de la segunda guerra mundial, y al contrario que los
británicos, los franceses estaban dispuestos a luchar para
conservarlo.
Esto último constituye un claro reflejo de la tendencia tan
diferente que seguía la política imperial francesa. De hecho,
a comienzos del siglo XX, los franceses no se referían oficial­
mente a su «imperio» (Gifford y Louis, 1971, p. 544), en bue­
na medida porque un término que recordaba a los Bonaparte
no era del agrado de los buenos republicanos. De manera
muy significativa, por tanto, los franceses preferían denomi­
narlo «la Francia de ultramar»; y por mucho que los adminis­
tradores coloniales de la metrópoli pudieran quedar impre­
sionados por la diferencia en las condiciones existentes inclu­
so entre una colonia africana y su vecina, la asimilación,
ideal de su política ultramarina, nunca llegó a morir del todo
(ibid., pp. 545-546). La «misión civilizadora» era algo real en
la política francesa y había echado profundas raíces ya en la
filosofía del siglo xvm. Cuando Montesquieu, Voltaire, Rous­
seau o Diderot se propusieron establecer las leyes que ha­
brían de gobernar la sociedad humana, estaban convencidos
de descubrir leyes universales, comparables a las leyes de la
física que gobiernan el mundo de la naturaleza, y que po­
dían, por tanto, aplicarse a cualquier sociedad. No contem­
plaban leyes diferentes para franceses, alemanes, senegaleses
o chinos. Como resultado, los franceses, al contrario que los
británicos, no tuvieron apenas reparos en el momento de
cambiar la cultura o la administración de otros pueblos, si
bien, y por razones de práctica política, se vieron obligados a
adoptar algo no muy distinto a la fórmula del «gobierno indi­
recto». Posiblemente sería necesario conservar a los jefes na­
turales, pero, entonces, acostumbraban denominarlos «sub­
administradores» .
La breve experiencia de la Segunda República, de 1848 a
1852, significó la concesión de la ciudadanía francesa plena a
los habitantes de las «antiguas colonias»; Martinica, Guadalu­
pe, Reunión, la vieja colonia del Senegal y algunos otros terri­
torios pequeños; ese privilegio les permitía enviar diputados a
EL IMPERIO FRANCÉS 107

París, pero fue eliminado por el Segundo Imperio (si bien vol­
vería a ser restaurado en septiembre de 1870). La repre­
sentación de las colonias francesas en el senado o en la cáma­
ra de diputados bajo la Tercera República era sencillamente
un producto del azar: la posibilidad de que una colonia conta­
ra con algún representante, el número de representantes que
podía enviar y la manera en que habían de ser elegidos, varia­
ba dependiendo de determinadas circunstancias históricas.
Su presencia en las cámaras se resentía, en particular en una
época de gobiernos minoritarios y de mayorías especialmente
frágiles. En cierta ocasión, un representante de Cochinchina
consiguió hacer caer un gabinete por el recurso de presentar
una moción sobre la alcaldía de París (Roberts, 1963, p. 79).
No obstante, la mayoría de estos diputados eran franceses re­
sidentes en las colonias, a los que se les añadían algunos creó­
les (mestizos). Blaise Diagne fue el primer africano negro ele­
gido para representar a Senegal, y en una fecha tan tardía
como 1914 (July, 1968, pp. 392-404).
Tanto desde un punto de vista económico como desde el
político, tradicionalmente la organización del imperio fran­
cés se había caracterizado por mantener un control mucho
más rígido que la del británico. Aquel extremado rigor del
«pacto colonial», con el que Francia había controlado hasta
los detalles más nimios del comercio de sus colonias, había
finalizado en 1868; pero en la década de 1880 se habían im­
plantado de nuevo tarifas proteccionistas, y la tarifa Méline,
que se introdujo en 1892, permaneció en vigor hasta la se­
gunda guerra mundial.
En 1940, Francia firmó la paz con la Alemania de Adolfo
Hitler. Una parte de Francia, en la que se incluía París, per­
maneció bajo ocupación alemana al tiempo que se instalaba
en Vichy un gobierno francés. De una manera inevitable, la
derrota de Francia provocó la misma clase de impacto psico­
lógico en las colonias francesas que el que la derrota de Es­
paña por Francia, durante las guerras napoleónicas, había te­
nido sobre el imperio americano del país ibérico. Lo mismo
que le sucede a un personaje tan excesivamente obeso que
cuando cae es ya incapaz de levantarse sin ayuda, el prestigio
de la madre patria quedó hecho añicos y pareció que sería ya
108 LA DESCOLONIZACIÓN

imposible recuperarlo de nuevo. Pero, además, la segunda


guerra mundial le trajo al imperio francés toda una serie de
complicaciones añadidas. Quienes continuaban luchando
contra Hitler no reconocían la legitimidad de la jurisdicción
del gobierno de Vichy sobre las colonias, y el general De Gau-
lle había conseguido el control del África ecuatorial francesa
por la Francia Libre. Durante algún tiempo Vichy tuvo en sus
manos el dominio del África del Norte y la occidental, así
como la isla de Madagascar, pero ese primer territorio se
convirtió muy pronto en un campo de batalla entre los britá­
nicos (ayudados después por los norteamericanos) y los ale­
manes. En 1942-1943, las fuerzas angloamericanas expulsa­
ron a Alemania y a sus aliados del norte de África. En la otra
parte del mundo, y como resultado de un acuerdo firmado
entre Vichy y Tokio, la Indochina francesa estuvo ocupada
por los japoneses entre 1941 y 1945.
En 1946, la Cuarta República francesa sustituyó a la Ter­
cera. La nueva Constitución contemplaba lo que se conside­
raba que sería el nuevo convenio en el que se basaría la exis­
tencia del imperio ultramarino francés: la Francia metropoli­
tana, los Departamentos de Ultramar aún existentes (Argelia,
las colonias del Caribe, St. Pierre y Miquelon y Reunión) y
los Territorios de Ultramar (el África occidental y ecuatorial,
Madagascar y las islas del Pacífico) constituirían la Unión
francesa. Aquellos otros países de características peculiares
en exceso como para ser incluidos en la Unión, es decir, In­
dochina y los «protectorados» de Marruecos y Túnez, se con­
vertirían en «Estados asociados», disponiendo de autonomía
en sus asuntos internos, pero con una Francia que ejercía
aún el control sobre la política exterior.
Todos los habitantes de la Unión se convertirían en ciuda­
danos franceses con idénticos derechos civiles, quedando
abolida así la distinción entre citoyens («ciudadanos») y su-
jets («súbditos») de los territorios de ultramar. Con anteriori­
dad, estos últimos no sólo no habían disfrutado de derechos
civiles completos, sino que, en ocasiones, estaban sujetos al
pago de contribuciones especiales tales como la obligación
de pres tar determinados servicios en trabajo.
A pesar de la aparición de numerosas tensiones, la Unión
EL IMPERIO FRANCÉS 109

francesa se mantuvo hasta 1958. Ese año, De Gaulle consi­


guió de nuevo el poder, y la Cuarta República se vio sustitui­
da por la Quinta. Los cambios constitucionales que tuvieron
entonces lugar afectaron una vez más al imperio ultramari­
no. La Unión francesa fue reemplazada por la Comunidad
francesa, forma de organización mucho más relajada, aun­
que aún pretendía todavía que la política exterior, de defensa
y económica se decidiera de manera colectiva. A todos los te­
rritorios de ultramar se les ofreció la posibilidad de determi­
nar su deseo de permanencia en la Comunidad mediante un
referéndum. Excepto Guinea, todos los demás votaron afir­
mativamente, pero la Comunidad, lo mismo que la Unión,
iba a verse superada muy pronto por circunstancias y actitu­
des cambiantes.

África del Norte

En todo el imperio francés, Argelia había sido el único te­


rritorio que había atraído una cantidad significativa de po­
bladores procedentes de la metrópoli. La primera vez que
Francia entró en contacto con Argelia fue en 1830, cuando el
último rey Borbón, Carlos X, envió una expedición para lim­
piar la zona de piratas berberiscos que se dedicaban todavía
a apresar barcos que navegaban por el Mediterráneo. Los
franceses advirtieron muy pronto que había sido mucho más
fácil entrar de lo que les costaría salir de una complicación
de tal magnitud. En las décadas de 1830 y 1840, pusieron
manos a la obra de la conquista de toda Argelia, a pesar de la
enérgica resistencia que les opusieron los líderes nacionalis­
tas árabes, como Abd-el-Kader. Napoleón III se sintió atraído
por la recuperación de la idea de los «colonos militares» (sol­
dados licenciados del éjercito), siguiendo el modelo de la
época romana, con el objetivo de que Francia contara con
una presencia constante en Argelia; por ello, se animaba a los
primeros colonos franceses a que crearan allí sus hogares. La
política francesa en Argelia nunca gozó de consistencia, espe­
cialmente en lo referente al tratamiento que se le dio a la ma­
yoría de la población, a los árabes; pero sí es cierto que, más
110 LA DESCOLONIZACIÓN

que cualquier otro territorio, fue recibiendo de manera pro­


gresiva un verdadero trato como département de la Francia
metropolitana.
Esto sería lo que convertiría a la descolonización en un
asunto plagado de dificultades. La resistencia árabe nunca
había cesado por completo, pero después de la segunda gue­
rra mundial se volvió mucho más activa. Francia había per­
dido el control sobre toda la región durante la guerra, y, cual­
quiera que fuesen las promesas que se podían hacer desde la
Unión francesa, los nacionalistas no se mostraban especial­
mente felices al contemplar la restauración de una situación
en la que el dominio político y económico permanecería en
manos de los colonos, que constituían únicamente la sexta
parte de la población. El nacionalismo árabe se vio reforzado
de manera poderosa por el resurgimiento general del Islam;
resurgir que, para algunas personas especialmente perspica­
ces, era ya evidente en el siglo xix, pero que alcanzaría su
máximo momento de esplendor en el XX.
La primera insurrección sería tuvo lugar el 1 de noviem­
bre de 1954, cuando algunos grupos nacionalistas que se en­
contraban divididos se reunieron para formar el Frente de
Liberación Nacional (FLN) e invitaron a todos los argelinos
a sublevarse. En un primer momento, la población se mos­
tró cautelosa y no sucedieron, de inmediato, levantamientos
de masas, pero los franceses nunca serían capaces de acabar
con el FLN. Antes de que la guerra de Argelia finalizara, los
franceses habían destinado a ese territorio medio millón de
soldados. El fracaso en solucionar el problema argelino fue
el principal factor que acabaría hundiendo a la Cuarta Re­
pública.
Inicialmente, el general De Gaulle no cosechó mayores
éxitos, si bien su dominio de las relaciones públicas era bas­
tante mejor que el de sus predecesores; pero, por su parte,
Argelia se estaba convirtiendo en ese momento en un asunto
de interés internacional, pues muchos otros países árabes ex­
presaban su apoyo al FLN. Sin embargo, no todo quedaba
ahí, porque iba a aparecer otro peligro más: muchos de los
colonos franceses estaban decididos a no dejarse traicionar
por el gobierno de su país, de acuerdo con la percepción que
EL IMPERIO FRANCÉS 111

ellos mismos tenían de la situación. En enero de 1960 se le­


vantaron barricadas en Argel, pero no por los nacionalistas,
sino por los colonos. Algunos oficiales del ejército francés
echaron una mano y crearon la Organización Ejército Secre­
to (Organisation Armée Secrete, OAS) para oponerse a cual­
quier entrega de poderes. La propia vida de De Gaulle estuvo
en verdadero peligro, pero, entre mayo de 1961 y marzo de
1962, siguió presionando para alcanzar el acuerdo de Evian
con los nacionalistas argelinos, acuerdo que se firmaba el 18
de marzo y cuya aprobación era sometida a referéndum en
Francia el día 8 de abril. El prestigio de De Gaulle —y un
enorme cansancio ante la continuación de la guerra— salió
victorioso. Más de un 90 por ciento votó a favor. Otro refe­
réndum, que tuvo lugar en Argelia en julio, consiguió casi
una mayoría del 100 por cien.
El 3 de julio de 1962 Argelia conseguía la independencia.
Los colonos franceses del país no lo pasaron tan bien como
los británicos de Kenia o Rhodesia: en 1963 fueron expropia­
das todas las tierras de uso agrícola propiedad de extranje­
ros, y en 1965 más de un 80 por ciento de los colonos había
abandonado la antigua colonia.
Había también algunos colonos franceses en Túnez y en
Marruecos, pero ambos países constituían un problema me­
nor si se los compara con Argelia. Desde el punto de vista
constitucional, las relaciones que mantenían con Francia
eran también muy diferentes. Ambos eran «protectorados»,
lo que quiere decir que habían conservado su organización
interna prácticamente intacta. A comienzos de la década de
1950, se dieron algunos episodios de violencia, y en Marrue­
cos la situación se complicó por los conflictos que aparecie­
ron entre quienes apoyaban y quienes se oponían al sultán.
A este último país se le concedió una independencia comple­
ta el 2 de marzo de 1956 y a Túnez el 20 del mismo mes. Am­
bos países estuvieron dispuestos a firmar tratados que garan­
tizasen la continuidad de las relaciones económicas (así
como el mantenimiento de vínculos en muchos otros aspec­
tos) con la antigua metrópoli.
112 LA DESCOLONIZACIÓN

El Africa negra y Madagascar

De la misma manera como los británicos habían sido ca­


paces de conservar lazos con sus antiguas colonias por medio
de la Commonwealth, los franceses mantenían también una
vinculación a través de la Comunidad francesa. Esta afirma­
ción fue particularmente cierta en el África negra, donde los
Estados de nueva creación eran, a menudo, demasiado débi­
les, tanto política como económicamente, para conservar la
independencia con unas ciertas garantías de éxito. De hecho,
la intervención francesa en su antiguo imperio fue, por lo ge­
neral, mucho más abierta que la británica.
En el momento de la ruptura de hostilidades de la segun­
da guerra mundial, Francia administraba la mayor parte de
sus colonias africanas englobadas en dos grandes grupos: el
África occidental francesa, que incluía Mauritania, Senegal,
Guinea, Costa de Marfil, Dahomey, el Sudán francés, la Gui­
nea francesa, Alto Volta y Níger, y el África ecuatorial france­
sa, formada por Chad, Gabón, el Congo medio y Ubangui-
Chari. Los territorios en régimen de mandato —Togolandia y
Camerún— contaban con una administración específica. Al
alcanzar la independencia, la mayoría de estas extensas uni­
dades se desgajaron de nuevo en sus partes componentes.
Con algunas excepciones, la lucha que se mantuvo en
ellas fue más política que militar. Incluso con anterioridad a
la segunda guerra mundial, el Frente Popular que gobernaba
Francia a partir de 1936 dio algunos pasos para que los ha­
bitantes de esas colonias quedaran más estrechamente aso­
ciados al gobierno de París. Durante la guerra, primero la
ecuatorial y después el África occidental se convirtieron en
base de la Francia Libre, y, por tanto, sus habitantes se fami­
liarizaron con la propaganda de guerra de los aliados en de­
fensa del derecho de autodeterminación de todos los pue­
blos. La conferencia de Brazzaville de enero-febrero de
1944, a la que asistió el propio De Gaulle, si bien había sido
convocada abiertamente para responder sobre todo a las crí­
ticas norteamericanas a la continuidad del colonialismo, no
estuvo relacionada con la descolonización (según se enten­
dería posteriormente este concepto), sino con un nuevo y
EL IMPERIO FRANCÉS 113

perfeccionado programa de asimilación (Gifford y Louis,


1982, pp. 143-144, 190-193). Fue éste (aunque no de la ma­
nera en que el propio De Gaulle hubiera preferido) el que to­
maría forma como Unión francesa, en 1946.
Lo mismo que en el caso británico, en el francés, 1960
fue el año de las maravillas para la descolonización del Áfri­
ca negra. El impulso procedió tanto de París como de las co­
lonias. Sólo dos años antes, todos los Estados implicados, si
hacemos excepción de Guinea, hubieran parecido felices de
permanecer en la Comunidad francesa según los términos
que entonces se ofrecían; pero la opinión pública de la me­
trópoli estaba desilusionada con la guerra de Argelia, que en
aquel momento marchaba muy mal, y con la guerra de Indo­
china, que ya habían perdido. El camino había quedado
abierto por la ley marco de 1956, que proporcionaba un con­
siderable aumento de la representatividad del gobierno en
cada uno de los territorios, aunque, en aquel entonces, se
presuponía que debería seguir formando parte de una es­
tructura federal. Los líderes del África negra, como el vetera­
no senegalés Léopold Senghor, por entonces diputado en Pa­
rís, habían estado implicados en la redacción del borrador
de la ley marco. La transferencia de poderes se llevó a cabo
con toda rapidez en ese mismo año de 1960: Camerún, en
enero; Togo, en abril; Mali, en junio; Costa de Marfil, Daho-
mey (Benin), Alto Volta, Níger, Chad, Gabón, el Congo me­
dio (República Popular del Congo) y Ubangui-Chari (Repú­
blica Centroafricana), en agosto; y Mauritania y Senegal
(después de su separación de Mali), en noviembre. Incluso
aquellos Estados que optaron por no mantenerse formal­
mente en el interior de la Comunidad francesa decidieron
conservar numerosos vínculos económicos, financieros y
tecnológicos con Francia. No se trataba de una solución tan
querida por los franceses como la Unión (aunque, de hecho,
ésta había atraído, en la Francia metropolitana, las críticas
de aquellos a quienes no agradaba la perspectiva de tener en
las cámaras una sólida falange de diputados coloniales),
pero parecía ser la mejor: una tranquila transferencia de po­
deres a hombres cultos, occidentalizados, que habían absor­
bido en gran medida la cultura y los valores franceses, y de
114 LA DESCOLONIZACIÓN

quienes se esperaba que continuasen cooperando con Fran­


cia. De hecho, esa relación tan estrecha podía llegar a con­
vertirse en una causa de complicaciones, como sucedió
cuando los negocios entre el coronel Bokasa (autoproclama-
do emperador de la República Centroafricana) y el presiden­
te Giscard d'Estaing, a finales de la década de 1970, contri­
buyeron a desacreditar al presidente y a su propio partido
antes de las elecciones presidenciales francesas de 1981.
En Madagascar, la entrega de poderes fue mucho menos
pacífica. Esa isla había sido nominalmente un protectorado
francés desde 1885; pero los franceses habían tenido que
luchar duramente en la década de 1890 para acabar con la
dinastía de los Hova y para conquistar lo que constituía un
Estado organizado y viable, a pesar de la diversidad de la po­
blación, desde el punto de vista racial, que procedía parcial­
mente de África y de Asia. En 1929 estalló un serio levanta­
miento, y, cuando las fuerzas de la Francia Libre consiguie­
ron el control de la isla en 1942, los malgaches, mucho más
que la mayoría de los pueblos restantes, contemplaron las
promesas de la «carta atlántica» como garantía de futura in­
dependencia, si bien era posible que todavía asociados a
Francia. Después de la guerra, quedaron profundamente de­
silusionados por las demoras francesas y por la comprensión
mostrada ante los intereses de los colonos franceses de la
isla. En marzo de 1947 hubo un nuevo levantamiento, repri­
mido con particular brutalidad por un gobierno colonial
completamente atemorizado. En 1958 los malgaches votaron
por continuar en la Comunidad francesa, pero el movimiento
en favor de la independencia era ya muy fuerte. En 1959 eli­
gieron su propio presidente, y en junio de 1960 consiguieron
formalmente la independencia como República Malgache.

Indochina

En ciertos aspectos, el imperio francés de Indochina se


parecía al de los británicos en la India, aunque su período de
vigencia fuera muy inferior. Ambos imperios se habían esta­
blecido en el corazón de una antigua y sofisticada cultura,
EL IMPERIO FRANCÉS 115

que participaba de una elevada cohesión social, a pesar de la


confusión política existente. La relación entre Indochina y su
enorme vecino del norte, China, fue siempre muy compleja.
A lo largo de un milenio, aproximadamente hasta el año 900
d.C., en realidad Vietnam había constituido la provincia más
meridional del imperio chino, y, por ello, posteriormente
China había realizado diferentes intentonas por recuperarla.
Aunque éstas no se vieron coronadas por el éxito, tanto Viet­
nam como sus otros dos vecinos, Laos y Camboya, continua­
ron pagando tributo a China y reconociéndole cierta forma
de señorío feudal.
Las relaciones oficiales de Vietnam con Francia comenza­
ron en 1787, durante el reinado de Luis XVI, con la firma en­
tre ambos países de un tratado comercial; pero no sería hasta
1859 cuando Napoleón III, utilizando como pretexto una per­
secución sufrida por misioneros católicos franceses, ejerció
su control sobre Saigón, al que esperaba convertir en un
puerto capaz de rivalizar con Singapur. A lo largo de la déca­
da siguiente, Francia se anexionó la parte más meridional de
Vietnam, Cochinchina. Pero sólo con la proclamación de la
Tercera República, después de la guerra franco-prusiana, se
decidieron los franceses a conquistar el resto de aquel territo­
rio. En 1884, el tratado de Hué (un tratado que fue reconoci­
do de mala gana por China el año siguiente) regulaba el pro­
tectorado francés sobre Annam y Camboya. Los franceses tu­
vieron enormes dificultades para «pacificar» la provincia
vietnamita más septentrional, Tonkín, con la antigua capital,
Hanoi. Combatieron durante años contra los «piratas» o
«banderas negras», algunos de ellos militares irregulares chi­
nos y otros refugiados de la rebelión Taiping en China. Estas
escaramuzas acabaron con uno de los gobiernos franceses, el
de Jules Ferry, en 1885, en circunstancias espectaculares (la
muchedumbre se dirigió hacia la cámara de diputados, exi­
giendo que el primer ministro fuera colgado de la farola más
cercana). El protectorado de Laos se consiguió de una mane­
ra bastante más pacífica cuando Tailandia cedió la provincia
en 1893.
Los vietnamitas tenían ya muy asumido un cierto senti­
do de nacionalidad, de quóc, o país, forjado en sus luchas
116 LA DESCOLONIZACIÓN

contra China (Smith, 1968, pp. 40-42), aunque no se había


visto siempre reflejado en una organización política cohe­
rente. No obstante, en 1802, Nguyén Anh unificó todo Viet­
namí bajo su dominio y lo gobernó como emperador, con el
nombre de Gia-Long. Fue su descendiente, Tu-Duc, quien se
vio obligado a aceptar un acuerdo con los franceses en la dé­
cada de 1880.
Lo mismo que los indios, los indochinos tenían grandes
diferencias entre ellos por su manera de reaccionar ante la
cultura europea. Los franceses reconocieron que allí la «asi­
milación» era escasamente práctica, y por ello insistieron
más en la política de «asociación». No obstante, algunos viet­
namitas adoptaron las ideas occidentales y una minoría sig­
nificativa abandonó los credos tradicionales (confucianismo,
budismo y taoísmo) para abrazar el catolicismo romano.
Bastantes jóvenes se trasladaron a París con el fin de conti­
nuar estudios superiores.
Ya desde el principio, la oposición política a los franceses
estuvo muy bien organizada y preparada. Los nacionalistas
vietnamitas estaban muy interesados en el desarrollo que ha­
bía seguido Japón, y, hasta que en 1909 lo prohibieron los
franceses, era éste el país al que iban a estudiar. También re­
cibieron la influencia de la creciente oposición a los británi­
cos en la India y aún más de la revolución nacionalista china,
dirigida por Sun Yat-sen, de 1911. En 1904, un grupo de jóve­
nes estudiantes formaron el Duy-Tán Hói (Asociación para la
Reforma) con el objetivo de trabajar para conseguir un Viet­
namí independiente y una monarquía reformista. Cuatro años
después estalló en el centro de Vietnam una revuelta campe­
sina, y, aunque probablemente iba dirigida de manera funda­
mental contra situaciones de injusticia inmediatas, tales
como los elevados impuestos y los trabajos forzados, los ca­
becillas de la revuelta mantuvieron alguna relación con el
Duy-Tán Hói, y proporcionaron a los franceses una buena ex­
cusa para poner en práctica fuertes medidas represivas. El
movimiento que más se parecía al Congreso Nacional Indio
fue el Partido Constitucionalista, fundado en Saigón en 1917
por vietnamitas con educación francesa. Entre otras cosas,
pedía la extensión de la educación y la creación de un conse­
EL IMPERIO FRANCÉS 117

jo representativo o parlamento en Vietnam. Esta última era


una exigencia peligrosa y bastante contraria a la tendencia
del pensamiento oficial francés; por ello, al Partido Constitu-
cionalista no se le concedió ningún tipo de reconocimiento
oficial como el que los británicos habían otorgado al Congre­
so Nacional Indio. Desilusionados, cierto número de jóvenes
nacionalistas comenzaron a desplazarse hacia el comunismo,
que ya estaba estableciéndose en China en el período de en­
treguerras (Smith, 1968, pp. 86-97).
El más importante de estos conversos fue, sin duda, Ngu-
yen Ai Quoc (Nguyen: «el Patriota»), más conocido por la
historia como Ho Chi Minh. Hijo de una familia de mandari­
nes, había viajado en barco hasta Francia, en 1912, como
grumete de un vapor. En 1919 presentó una petición a la con­
ferencia de paz de París en demanda de la independencia
para Vietnam. Al ser ignorado por completo, sus pasos se vol­
vieron hacia el comunismo y contribuyó a fundar el moderno
Partido Comunista francés, en Tours, en 1920. En 1923 mar­
chó a Moscú, y, posteriormente, a China. Desde Cantón orga­
nizó un grupo revolucionario en Vietnam, el Thanh-Nién
Hói. Los años 1930-1931 fueron testigos del levantamiento de
gran número de revueltas en varias zonas de Vietnam, las
más eficaces de las cuales eran las que estaban dirigidas por
el Thanh-Nién Hói.
La historia de la descolonización de Indochina difiere
ampliamente de la de cualquier otro territorio perteneciente
a los imperios europeos en que, aunque tenía sus orígenes en
el nacionalismo local, se convirtió en una confrontación
abierta entre el mundo comunista y el no comunista. La pe­
culiaridad de la situación de Indochina surge, en parte, de los
acontecimientos que marcaron la segunda guerra mundial, y,
en parte, del triunfo del comunismo en China, en 1949.
Indochina era una zona muy rica, hasta el punto de que,
en 1923, Albert Sarraut la consideraba «la más próspera de
todas nuestras colonias» (p. 463). En 1939, aunque el arroz
era todavía la cosecha más importante, también producía
para la exportación caucho, azúcar de caña, algodón y café.
Vietnam poseía yacimientos de hierro y carbón, y había una
significativa industria textil. Fue esa riqueza económica, así
118 LA DESCOLONIZACIÓN

como su posición estratégica, la que llevó a los japoneses a


exigir que fuera puesta bajo su control, en 1941.
En ese mismo año se organizó el Vietminh en la China
meridional. Ho Chi Minh (adoptó ese nombre en 1942) era
su secretario general y los comunistas se habían convertido
en la columna vertebral del movimiento, aunque se trataba
de una organización que servía de paraguas a un cierto nú­
mero de grupos y su objetivo reconocido consistía únicamen­
te en la liberación de Vietnam. En agosto de 1945, después de
la rendición de los japoneses, el Vietminh se hizo con el con­
trol de Hanoi y se aseguró la abdicación del emperador Bao-
Dai. El 2 de septiembre Ho Chi Minh leyó la «Declaración de
independencia de la República Democrática de Vietnam».
Comenzaba con las palabras de Thomas Jefferson: «Sostene­
mos como verdades evidentes que todos los hombres nacen
iguales.» Algunos oficiales del ejército norteamericano se pu­
sieron en pie en señal de aprobación (Herring, 1979, p. 1).
Hasta la conferencia de Yalta de febrero de 1945, el presi­
dente de Estados Unidos, Franklin Roosevelt, mantuvo la es­
peranza de que los franceses abandonarían Indochina de la
misma manera en que los británicos estaban planificando su
retirada de la India; pero entre los dos casos había una dife­
rencia importantísima: los británicos habían decidido por sí
mismos abandonar la India tan pronto como la entrega de
poderes pudiera realizarse sin problemas. Los franceses te­
nían la firme determinación de regresar a Indochina.
Roosevelt murió en abril de 1945, y su sucesor, Harry S.
Truman, estaba menos comprometido con la causa anticolo­
nialista de lo que lo había estado aquél, al tiempo que se ha­
llaba más preocupado por la creciente rivalidad que se iba
desarrollando entre Estados Unidos y la Unión Soviética por
todo el mundo (Herring, 1979, pp. 5-7). Puede llegar a defen­
derse que Ho Chi Minh era antes nacionalista que comunis­
ta, pero los años pasados en Moscú (a donde había regresado
en la década de 1930) le convertían en sospechoso a los ojos
de los norteamericanos. La derrota que las fuerzas comunis­
tas de Mao Tse-tung infligieron a las fuerzas nacionalistas de
Chiang Kai-shek, en 1949, significó un grave quebranto para
la política norteamericana y un gran golpe para la opinión
EL IMPERIO FRANCÉS 119

pública de ese país, que siempre había contemplado a China


como si se tratase de un país protegido. En el Asia del Sudes­
te se estaba ya poniendo en práctica la «teoría dominó»: un
Estado tras otro iría cayendo en manos de los comunistas.
En tales circunstancias, los norteamericanos tenían la es­
peranza de que los franceses se mantuvieran en Indochina.
En el verano de 1945 se había alcanzado un acuerdo por el
que tropas británicas ocuparían la mitad sur de Vietnam, y
los nacionalistas chinos la mitad norte hasta el regreso de
los franceses. De hecho, en Vietnam, lo mismo que en toda
Indochina, Mountbatten debió confiar temporalmente en los
japoneses para mantener el control de la zona. En la prima­
vera de 1946, cuando llegaron las tropas francesas al mando
del general Leclerc, Mountbatten le comentó a éste abierta­
mente que veía muy poco futuro a los franceses en Indochi­
na, a lo que Leclerc contestó que él cumplía órdenes.
En efecto, la primera tarea de Leclerc consistió en recon­
quistar Vietnam del Norte, después de haber roto un supues­
to acuerdo pacífico firmado con Ho Chi Minh en marzo de
1946. El 23 de noviembre de 1946, un acorazado francés
bombardeó el puerto de Haiphong, al norte de Vietnam. Re­
sultado: seiscientas personas muertas. Ho Chi Minh y sus
fuerzas pasaron a la clandestinidad (Grimal, 1978, p. 243).
Los franceses trataron de realizar el experimento de restau­
rar a Bao-Dai, personaje a quien habitualmente se ha califi­
cado de ser sencillamente un playboy, más familiarizado con
los casinos de la Riviera francesa que con su propio país; no
obstante, es posible que Herring esté en lo cierto cuando afir­
ma que ni le faltaba inteligencia ni tampoco patriotismo,
pero que su posición como figura títere de los ocupantes
franceses le imposibilitó para tener de su lado a ningún na­
cionalista vietnamita de cierto peso (Herring, 1979, p. 15).
Los franceses esperaban derrotar a las guerrillas a la ma­
nera como Templer había hecho con los insurgentes malayos,
pero una vez más quedó demostrada la diferencia fundamen­
tal entre un movimiento extraño y otro que recibía el apoyo,
como mínimo, de una buena parte de la población. La victo­
ria comunista en China, en 1949, les facilitaría a las guerri­
llas conseguir suministros de todo tipo, hasta el punto de que
120 LA DESCOLONIZACIÓN

comenzaron a extender sus actividades por Laos y Camboya.


Los franceses estaban decididos a atraerlas a una guerra
abierta; pero, visto desde el lado francés, la consecuencia fue
desastrosa. En la primavera de 1954, dieciséis mil soldados
franceses (la mayor parte de ellos encuadrados en la presti­
giosa Legión Extranjera) fueron sitiados en Dien Bien Phu, y,
finalmente, el 7 de mayo, se vieron obligados a rendirse a las
tropas vietnamitas mandadas por el general Giap.
Pero incluso antes de la derrota de Dien Bien Phu, los
franceses habían decidido que debían reducir sus pérdidas en
Indochina. Técnicamente, Laos se había convertido en Esta­
do independiente en 1949, y Camboya (Kampuchea), al que
desde 1949 se consideraba como «Estado asociado», alcanzó
una independencia plena en noviembre de 1953; no obstante,
tales independencias no libraron a ambos Estados de conti­
nuar sumergidos en la vorágine de los conflictos de la región.
Particularmente los norteamericanos contemplaban aho­
ra la lucha de Vietnam, no tanto como una guerra por la des­
colonización, sino más bien como un ejemplo de resistencia
al comunismo. Por otra parte, era evidente que los franceses
no podían continuar manteniendo la situación. Había que
buscar una salida alternativa. Por aquel entonces tenía lugar
en Ginebra una conferencia, con asistencia de los ministros
de Asuntos Exteriores de Rusia, China, Gran Bretaña y Esta­
dos Unidos, cuyo objetivo consistía en encontrar alguna vía
para acabar con la guerra de Corea, que llevaba librándose
desde 1950. Aprovechando la ocasión, les fue planteado tam­
bién el problema de Indochina. Determinaron fijar una línea
de alto el fuego a lo largo del paralelo 17. El territorio situa­
do al norte de esa línea quedaría bajo control del Vietminh; el
del sur permanecería temporalmente en poder de los france­
ses, pero con el compromiso de conceder a los vietnamitas
una independencia inminente. Se acordó también que en el
plazo de dos años se celebrarían elecciones en todo Vietnam.
Pero estas elecciones nunca tuvieron lugar. Surgieron enton­
ces dos Estados divididos por el paralelo 17, En el sur, los
franceses transfirieron el poder de Bao-Dai a un nuevo jefe
de Estado, Ngo Ding Diem (una vez más, volvió a tratarse de
una mala elección). Aunque algunos observadores occidenta-
EL IMPERIO FRANCÉS 121

les pudieron haberse engañado (Smith, 1968, pp. 3-5) al iden­


tificar el nacionalismo no comunista de Vietnam como muy
próximo al budismo (sobre todo por el espectacular suicidio
de algunos monjes budistas convertidos en antorchas huma­
nas), lo mismo que Bao-Dai, el católico y francófilo Diem fue
también incapaz de ganarse un auténtico apoyo popular.
En 1964, Diem fue derribado, pero, antes de que eso suce­
diese, los norteamericanos se habían ido comprometiendo
cada vez más mediante el suministro de armas y de conseje­
ros para conseguir la superviviencia del régimen. A partir de
1964 se entró en una auténtica escalada bélica. En febrero de
1965, Estados Unidos comenzó a bombardear Vietnam del
Norte; en julio de ese mismo año, el presidente Lyndon John­
son autorizó el envío de un número considerable de tropas
de infantería norteamericanas a la campaña. El compromiso
estadounidense con esa guerra duró hasta 1973, cuando el
presidente Nixon ordenó la retirada de todas las fuerzas de
su país. Por entonces, toda la opinión pública norteamerica­
na se había puesto en contra de la guerra. En esos ocho años,
murieron más de cincuenta y cinco mil soldados de Estados
Unidos; los muertos vietnamitas, del norte y del sur, sobrepa­
saron con creces el medio millón.
Sin la ayuda norteamericana, la República de Vietnam
del Sur aguantó únicamente dos años más, y su rendición
tuvo lugar en mayo de 1975. Saigón cambió su nombre por el
de Ciudad de Ho Chi Minh, y Vietnam del Norte y del Sur se
reunificaron formalmente como República Socialista de Viet­
nam en 1976.
Ca p ít u l o 6

LOS IMPERIOS DE LAS POTENCIAS


EUROPEAS MENORES

El imperio holandés

Una de las tradicionales potencias colonizadoras, la ho­


landesa, se había quedado al margen del reparto colonial a fi­
nales del siglo xix. Aparte de algunos restos del imperio en el
Caribe, los holandeses tenían que contentarse con sus pose­
siones en Indonesia, las Indias orientales holandesas, que
constituían una zona muy rica. En el siglo XVI, las Islas de las
Especias, como se las conocía en aquella época (Java, Suma­
tra, Célebes, Molucas y parte de Borneo), fueron objeto de
una intensa competencia europea. Mediado el siglo XIX, con
el denominado «sistema de cultivos», mediante el cual los is­
leños se veían obligados a pagar los impuestos en forma de
cosechas, todas ellas muy lucrativas, las Indias orientales ho­
landesas constituían la base de toda la economía de Holanda.
Ese sistema finalizó en 1870, en parte como resultado de rei­
teradas protestas de carácter humanitario, puesto que había
dado lugar a la aparición de condiciones no muy alejadas del
esclavismo.
El modelo administrativo holandés estaba mucho más
cerca del sistema británico de gobierno indirecto que del
concepto francés de la misión civilizadora, si bien, y ya a
comienzos del siglo xx, bajo la influencia de la denomina­
da «política ética», los holandeses aceptaron la responsabi­
lidad de introducir un sistema educativo, que no fue bien
acogido por los nacionalistas indonesios, quienes, a su vez,
habían comenzado a crear ya sus propios centros escola-
124 LA DESCOLONIZACIÓN

res. La primera ocasión en que se evidenció la existencia


de un movimiento nacionalista fue en Java, en 1908 (prác­
ticamente al mismo tiempo en que aparecía un movimien­
to similar en Indochina), aunque sus objetivos más inme­
diatos se encontraban en el campo de la economía y de la
cultura, más que en el de la política. En la década de 1920
se fue haciendo más abiertamente político, y los holande­
ses realizaron una labor de represión con cierto rigor. Uno
de los líderes políticos que comenzó a actuar en este mo­
mento fue Achmed Sukarno, quien andando el tiempo se
convertiría en presidente de Indonesia.
Sin embargo, sería la ocupación japonesa entre 1942 y
1945 la que, al igual que en otras partes de Asia, proporcio­
naría el estímulo inmediato al nacionalismo posterior, que se
mostraría por dos caminos bastante contradictorios. Por una
parte, británicos y norteamericanos se dedicaron a apoyar a
los movimientos guerrilleros que luchaban contra los japone­
ses; después de la guerra, estos mismos movimientos estaban
en disposición de volverse contra los holandeses. Por otra
parte, los propios japoneses estimularon una forma de nacio­
nalismo indonésico, de carácter antieuropeo y basado en la
fuerte tradición islámica del archipiélago, en el que Sukarno
desempeñó un papel bastante parecido al de Aung San en
Birmania.
En agosto de 1945 se proclamaba en Batavia (Yakarta) la
República de Indonesia. Lo mismo que en Indochina, los
norteamericanos y los británicos —estos últimos habían ocu­
pado las islas en el momento de la rendición japonesa— hu­
bieran preferido contemplar un acuerdo inmediato con los
nacionalistas en el control de facto del territorio; pero, lo mis­
mo que los franceses, los holandeses estaban también decidi­
dos a regresar, si bien se hallaban dispuestos a ofrecer a los
indonesios autonomía interna en el seno de algo así como
una comunidad de naciones holandesa, como una «common-
wealth» a la holandesa.
La oferta no fue suficiente para tentar a Sukarno, y se
abrió un confuso estado de hostilidades, no sólo entre ho­
landeses e indonesios, sino también entre diferentes grupos
autóctonos rivales. En noviembre de 1946, por el acuerdo
LOS IMPERIOS DE LAS POTENCIAS EUROPEAS MENORES 125

Linggadjati, los holandeses reconocían la República de Java


y Sumatra, y ambas partes acordaron trabajar en favor de
una federación indonésica más amplia, que debía formar
una unión con los Países Bajos, y quedar sometida a la coro­
na holandesa, es decir, de nuevo la solución «common-
wealth». El acuerdo se rompió, pero, a partir de ese momen­
to, algunos de los vecinos de Indonesia comenzaron a consi­
derarlo una cuestión de orden internacional, y en julio de
1947 la India y Australia lo presentaron ante el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas.
La lucha continuó, y no sería hasta el mes de agosto de
1949 cuando los Países Bajos reconocieron la independencia
plena de la República de Indonesia. En 1963 quedó añadido
a sus territorios el de Nueva Guinea occidental (Irían), pero
el gobierno tuvo que hacer frente a fuertes movimientos se­
paratistas en Sumatra y Célebes; y la década de 1960 fue
también testimonio de la lucha por el control de ciertas re­
giones en disputa, entre Indonesia y una República Malaya
recientemente independizada. En 1975 los indonesios ocupa­
ron la isla de Timor, que pertenecía al decadente imperio por­
tugués. Sukarno se mantuvo como presidente hasta 1967,
año en que fue derribado por un golpe de Estado del ejército
que llevó al poder al general Suharto. Sukarno murió en
1970.

El imperio belga

Los belgas, o más en concreto su rey, Leopoldo II, se deci­


dieron a arriesgarse en la conquista de un imperio al contem­
plar el éxito financiero de los holandeses en Indonesia. Des­
pués de varios intentos realizados en diferentes lugares, y
que no alcanzaron éxito alguno, Leopoldo II consiguió esta­
blecer una colonia en la cuenca del Congo, reconocida por
las grandes potencias —en la conferencia de Berlín para el
África occidental, de 1885—, como Estado Libre del Congo, y
que se convertiría en el escenario de la explotación colonial
más brutal de toda la historia reciente; este hecho se eviden­
ció al servir de argumento a Red Rubber (1906), de E. D. Mo-
126 LA DESCOLONIZACIÓN

reí, a Heart of Darkness (1902), de Joseph Conrad, así como a


los informes que Roger Casement envió al gobierno británi­
co. El escándalo llegó a alcanzar tales proporciones que, en
1908, el Parlamento belga se vio obligado a asumir su res­
ponsabilidad para con el Congo, convirtiéndolo en una colo­
nia ordinaria (anteriormente había sido una especie de feudo
real).
En 1955 un eminente periodista belga podía describir el
Congo como «la más próspera y tranquila de las colonias»
(Gifford y Louis, 1982, p. 305). Su prosperidad se trataba de
algo real, debida a los enormes recursos minerales de que
disponía, pero su tranquilidad era completamente ilusoria.
Básicamente, lo que el escritor quería decir era sólo que el
Congo no había llegado a producir aún un movimiento na­
cionalista significativo, al contrario que otras zonas de Áfri­
ca. Esto último era atribuible, en parte, a la forma muy
distinta con la que se enfocó la educación en el territorio:
fundamentalmente, se hallaba en manos de asociaciones mi­
sioneras que en su mayoría habían optado por un tipo de en­
señanza práctica y vocacional. En el aspecto técnico, podía
asegurarse que se trataba de una educación incluso buena,
hasta el punto de que, cuando alcanzó la independencia, el
Congo poseía más trabajadores cualificados que cualquier
otra de las antiguas colonias, pero sólo contaba con dieciséis
universidades, y no había médicos, ni abogados, ni tampoco
ingenieros (ibid., p. 307).
En la India, el proceso de evolución necesario para llegar
a ser un Estado moderno duró, como mínimo, un siglo; en
Ghana, toda una generación. En el Congo se comprimió en
cuatro años. No fue, por tanto, sorprendente que estuviera
preñado de desastres. De hecho, ya mediada la década de
1950, los congoleños habían comenzado a prestar cierto inte­
rés por el rápido desarrollo político de las colonias francesas
vecinas. El gobierno belga de coalición liberal-socialista, que
había jurado sus cargos en 1954, comenzó a hacer algunas
tentativas de avance político en el Congo. En 1957 tuvieron
lugar en la colonia las primeras elecciones municipales, y un
partido congoleño, el ABAKO (Alianza de los Bakongo), diri­
gido por Joseph Kasvubu, estaba ya suficientemente bien or­
LOS IMPERIOS DE LAS POTENCIAS EUROPEAS MENORES 127

ganizado como para hacer una demostración de fuerza im­


presionante.
En 1958 caía en Bruselas la coalición liberal-socialista.
Casi al mismo tiempo, el precio mundial del cobre, el princi­
pal producto de exportación del Congo, se hundía repentina­
mente. Toda la región se vio sumergida en una fuerte crisis
económica. La política belga estaba muy lejos de ser estable
en aquel entonces, e iba aumentando, cada vez más, la sensa­
ción de que Bélgica no estaba preparada para enfrentarse al
riesgo y a los gastos que significaría gobernar un Congo rea­
cio a permitirlo. En el verano de 1958, el general De Gaulle
pronunció un discurso en la capital de Senegal, Dakar, no
muy distinto del «viento de cambio» de Macmillan, que pare­
ció atraer una especial atención en la colonia belga. Poste­
riormente, en 1958, un congoleño, Patrice Lumumba, líder
del Movimiento Nacional Congoleño, visitó Accra como dele­
gado de la conferencia panafricana. Regresó al Congo en ene­
ro de 1959 para anunciar que su objetivo consistía en la inde­
pendencia inmediata. En la capital congoleña, Leopoldville,
estallaron serias algaradas que tenían su origen en causas en
parte económicas y en parte políticas. Las autoridades colo­
niales reprimieron el movimiento, pero irónicamente, de ma­
nera casi simultánea, el rey, Balduino II, anunciaba por la
emisora de radio belga que al Congo se le había de conceder
alguna clase de independencia. Se fijó un calendario en una
conferencia que tuvo lugar en Bruselas a comienzos de 1960,
al tiempo que en el Congo aumentaban de intensidad las al­
garadas callejeras. La transferencia de poderes a una Repú­
blica Democrática del Congo (Zaire, a partir de 1971) se llevó
finalmente a cabo el 30 de junio de 1960.
Sus primeros momentos fueron extremadamente tormen­
tosos. La mayoría de los partidos políticos, que se habían for­
mado a toda prisa en los últimos tiempos del gobierno colo­
nial, se basaban en lealtades tribales y regionales. Lo mismo
que tantas otras colonias europeas de África, el Congo había
sido una construcción artificial. Muy poco después de la in­
dependencia, el ejército se amotinó, y Moise Tshombe, que
había favorecido una Constitución de carácter federalista, de­
claró Katanga república independiente. Siguió un estado de
128 LA DESCOLONIZACIÓN

guerra civil en el que se cometieron auténticas atrocidades,


algunas de ellas contra europeos. El 11 de julio vio la inter­
vención de paracaidistas belgas, y Lumumba pidió la media­
ción de una fuerza de las Naciones Unidas, un respaldo que
serviría para reintegrar Katanga a control congoleño, aunque
el propio Lumumba sería asesinado en diciembre de 1960.
Tshombe mantuvo el control sobre todo el país entre 1963 y
1965, pero fue depuesto por un golpe de Estado llevado a
cabo por el ejército, y dirigido por el general Mobutu, en no­
viembre de 1965.
La violencia y la guerra civil del Congo provocaron una
profunda impresión en la opinión pública europea; pero aún
más en las minorías blancas de Sudáfrica y de Rhodesia del
Sur, que se convencieron de que el gobierno de la mayoría
negra constituía una garantía de anarquía. Los acontecimien­
tos del Congo fueron, por tanto, uno de los principales facto­
res que explican la declaración unilateral de independencia
de Rhodesia.

El imperio italiano

Al contrario que otras potencias beligerantes, Italia per­


dió su imperio como resultado directo de la participación en
la segunda guerra mundial. Después de todo, las colonias ha­
bían estado en el bando de los ganadores, e Italia era un ene­
migo derrotado.
El imperio italiano era de reciente creación. No mucho
antes de la primera guerra mundial, Italia había conseguido
Libia a costa de un imperio en decadencia, el otomano. Su
intento por conquistar Abisinia finalizó de manera desastro­
sa en la batalla de Adowa, en 1896, la única derrota impor­
tante sufrida por una potencia europea a manos de los africa­
nos en el curso del reparto colonial. Sin embargo, había he­
cho buena su reclamación sobre Eritrea y la Somalilandia
italiana. Los italianos estaban muy decepcionados por su fra­
caso en conseguir mayores beneficios coloniales como resul­
tado de la intervención en la primera guerra mundial, y la
conquista de Abisinia por Mussolini (concluida esta vez con
LOS IMPERIOS DE LAS POTENCIAS EUROPEAS MENORES 129

éxito), en la década de 1930, constituyó un esfuerzo para re­


mediar aquella situación, al tiempo que un caprichoso inten­
to por reconstruir un nuevo imperio romano.
Abisinia (Etiopía) había sido miembro de la Liga de Na­
ciones con anterioridad a la invasión italiana, y, por ello,
cuando en 1941 los italianos fueron expulsados del país, éste
pasó inmediatamente a reasumir su independencia bajo la fi­
gura de su emperador, Haile Selassie, que continuaría presi­
diendo el Estado hasta que fue depuesto por una revolución
en 1972. Eritrea continuó bajo protección británica hasta
1952, momento en que fue entregada a Etiopía. La Somali-
landia italiana (Somalia) se unió, en 1960, a la británica para
formar la República Democrática de Somalia. Desde 1962,
Eritrea trata de conseguir la independencia, y, en la década
de 1970, estalló una guerra entre la República de Somalia y
Etiopía por una disputa fronteriza.
En Libia, los italianos potenciaron las corrientes migrato­
rias desde la península, y, durante un breve espacio de tiem­
po anterior al estallido de la segunda guerra mundial, trata­
ron de gobernar una zona del país, del mismo modo como
los franceses habían hecho en Argelia, considerándolo como
parte de la madre patria italiana. Después de la guerra, una
parte fue puesta bajo administración británica y otra bajo la
francesa, de forma parecida a como se había hecho con los
Estados que sucedieron al hundimiento del imperio otomano
en 1919. Alcanzó la independencia el 24 de diciembre de
1951, con una forma de gobierno monárquica, personificada
en la figura del rey Idris. Éste fue depuesto en septiembre de
1959 por el coronel Gadhafi.

El imperio español

España había perdido la mayor parte de su imperio en la


época de las guerras napoleónicas y casi todo lo que todavía
restaba de él, Filipinas y Cuba, en la guerra que sostuvo con­
tra Estados Unidos en 1898; pero en 1945 aún poseía algunos
fragmentos de aquel imperio en África.
El Marruecos español se unió al resto de Marruecos en
130 LA DESCOLONIZACIÓN

1956. El territorio situado más al sur, el llamado Sahara es­


pañol (Río de Oro), constituyó un problema mucho mayor.
En febrero de 1976, España renunciaba a todos los derechos
sobre él, pero la zona más septentrional se convirtió en un te­
rritorio disputado por Marruecos y la República de Maurita­
nia, uno de los Estados surgidos de lo que había sido el Áfri­
ca occidental francesa.
Río Muni, Femando Po y algunas otras pequeñas islas se
unieron en 1968 para formar el nuevo Estado de Guinea
Ecuatorial. Durante algún tiempo estuvo recibiendo alguna
asistencia económica de Nigeria, pero, al darse ésta por ter­
minada a finales de la década de 1970, el país ha quedado
convertido en un Estado que tiene escasas posibilidades de
pervivencia.

El imperio portugués

Fue el primero de los imperios marítimos europeos y data


ya de finales del siglo xv. Estaba asimismo destinado a ser el
que más durara. La mayor colonia portuguesa, Brasil, se in­
dependizó en 1822. En el siglo XIX su imperio se encontraba
ya moribundo, pero revivió durante el período del reparto co­
lonial (después de la conferencia de Berlín), y en 1945 poseía
aún dos importantes colonias en el continente africano: An­
gola y Mozambique. Además no tenía ninguna intención de
abandonarlas. La situación se complicaba por el hecho de
que los portugueses, desde el punto de vista racial, habían
sido mucho menos selectivos que los europeos del norte, y
habían contraído matrimonios con indígenas con una relati­
va frecuencia; por tanto, muchos de los habitantes de sus co­
lonias eran mulatos.
Al menos en algunos aspectos, la teoría portuguesa del
imperio se parecía bastante a la francesa. Poseía también un
sentido de misión civilizadora, expresada de manera habitual
en la expansión de la cristiandad católica. No prestaron exce­
siva atención a la educación, pero los portugueses reconocie­
ron una categoría de assimilado (similar al francés evolué), es
decir, africano culto, preparado para recibir una ciudadanía
LOS IMPERIOS DE LAS POTENCIAS EUROPEAS MENORES 131

plena. No obstante, su número era muy pequeño. En 1950,


Angola contaba con unos treinta mil ciudadanos, para una
población total de cuatro millones, y en Mozambique sobre­
pasaban con dificultades los cuatro mil para una población
superior a los cinco millones (Hatch, 1965, p. 236). Pero es
más importante todavía el hecho de que los portugueses con­
templaban el desarrollo futuro descansando en la unión es­
trecha de las colonias con el gobierno metropolitano, y, cier­
tamente, ese futuro no pasaba por la devolución o por la in­
dependencia. Esta filosofía encajaba de forma admirable con
el modelo autoritario de gobierno del doctor Salazar, que ha­
bía gobernado Portugal desde 1932.
En junio de 1951, el gobierno de Salazar decretó que, en
adelante, las colonias serían «provincias de ultramar». Du­
rante las dos décadas siguientes, la población de colonos
blancos, lejos de disminuir, creció rápidamente, sobre todo
en Angola (Gifford y Louis, 1982, p. 339). Aumentaron los
núcleos urbanos y con ellos las tensiones entre africanos ne­
gros y colonos blancos, en especial desde el momento en que
muchos de los recién llegados eran «blancos pobres», que en­
traban en competencia económica directa con los africanos.
En 1959, la creciente presión económica desembocó en una
huelga en un pequeño territorio del África occidental portu­
guesa: Guinea-Bissau. En los enfrentamientos con la policía
murieron varios africanos.
Era imposible que los territorios portugueses permane­
cieran inmunes a las inquietudes y al creciente sentimiento
nacionalista que iban extendiéndose por toda África en la dé­
cada de 1960. En 1961-1962, los portugueses realizaron di­
versas reformas, especialmente la abolición de la exigencia
de trabajos forzados que aún se les podía imponer a los afri­
canos; pero se trataba de medidas escasamente adecuadas
para los tiempos que se avecinaban.
En febrero de 1961 tuvo lugar el primer levantamiento se­
rio en el norte de Angola, cuando se llevó a cabo un ataque
contra la prisión de Sao Paulo, en Luanda. Las autoridades
se encontraban completamente atemorizadas a causa de los
sucesos que estaban ocurriendo en el norte del Congo, hasta
el punto de que consideraron varios ataques posteriores con­
132 LA DESCOLONIZACIÓN

tra colonos blancos, que tuvieron lugar en los meses siguien­


tes, como realizados por soldados irregulares procedentes del
otro lado de la frontera congoleña. La respuesta se hizo con
toda la fuerza militar que tenían a su mando, estimándose el
número de muertos entre los veinte mil y los sesenta mil (Fi-
gueiredo, 1975, pp. 209-210). La rebelión se extendió a Mo­
zambique.
Mucho más todavía que en el caso francés, el final del im­
perio portugués llegó a causa de una guerra en gran escala.
Salazar había hecho una fuerte inversión para convertir el
Portugal metropolitano (éste mismo, un país pobre) en cen­
tro de un rico imperio. Se habían potenciado las inversiones
en las colonias, lo mismo que la emigración hacia aquellos
territorios. Durante bastante tiempo, Portugal había obteni­
do de las colonias africanas azúcar, café y té no sólo para sí
misma, sino también para la exportación, hasta el punto de
que constituía un capítulo importante para equilibrar la ba­
lanza de pagos. Uno de los puertos más importantes de todo
el África austral era Beira, en Mozambique, utilizado por am­
bas Rhodesias y por el Transvaal, además de por el propio
Mozambique.
Al final, las colonias sirvieron para destruir, y no para sal­
var, el régimen que Salazar había levantado con tanto cuida­
do. El propio Salazar murió en 1970 (estaba incapacitado
desde 1968); pero sus sucesores continuaron su política du­
rante algunos años más, hasta que el coste económico y la
sangría de los propios recursos humanos de Portugal se vol­
vió intolerable. Los hombres eran llamados a filas constante­
mente para ir a luchar a las colonias. Finalmente, en abril de
1974, el gobierno fue depuesto por un golpe militar. Durante
dos años, Portugal vivió al borde de una profundización de la
revolución, y las colonias fueron los beneficiarios inmedia­
tos: Guinea-Bissau se independizó el 10 de septiembre de
1974; Mozambique, el 25 de junio de 1975, y Angola, el 11 de
noviembre del mismo año.
Lo mismo que había sucedido con los restantes imperios
europeos, pronto se hizo evidente que, alcanzada la inde­
pendencia, un buen número de problemas, en lugar de aca­
bar, no habían hecho más que comenzar. Guinea-Bissau su­
LOS IMPERIOS DE LAS POTENCIAS EUROPEAS MENORES 133

cumbió pronto a un golpe militar. En Mozambique, un movi­


miento marxista de liberación, el Frelimo (Frente de Libera­
ción de Mozambique) estableció un Estado de partido único.
Pero sería Angola la que sufriría las peores consecuencias.
Cuando alcanzó la independencia, llevaba mucho tiempo in­
mersa no sólo en una guerra contra Portugal, sino también
en una guerra civil. En 1976, el apoyo cubano había permiti­
do al marxista MPLA (Movimiento Popular de Liberación de
Angola) controlar el poder y crear un Estado de partido úni­
co; pero el movimiento rebelde, Unita, con ciertos apoyos por
parte de Sudáfrica, había generado de nuevo una situación
de guerra civil.
CONCLUSIÓN

Con el fin del imperio portugués, en 1975, se cierra el


círculo de la historia de la ascensión y la caída de los impe­
rios marítimos europeos que había durado casi por espacio
de quinientos años. Sólo continuaban existiendo los dos im­
perios continentales: Rusia y Estados Unidos, que se habían
levantado al lado de los Estados marítimos de Europa occi­
dental. Ambos, el ruso y el norteamericano, habían contri­
buido al hundimiento de los imperios marítimos.
Los rusos no abandonaron territorio alguno después de la
segunda guerra mundial; antes bien, extendieron su influen­
cia sobre los Estados de menor extensión localizados en Eu­
ropa oriental, así como sobre otros países, como Afganistán.
Por lo que respecta al pueblo norteamericano, el problema
era aún más complejo. Debido a su propia historia, se sentía
sentimentalmente atraído por la descolonización. Contempló
su expansión en el continente norteamericano como un «des­
tino manifiesto», pero le molestaba la posesión de territorios
en ultramar. Se negó a conservar la posesión de Cuba des­
pués de la guerra que libró contra España en 1898. No obs­
tante, a mediados del siglo XX, aún poseía algunos territorios
ultramarinos dispersos, como Puerto Rico, las islas Vírgenes,
Guam, las islas Wake y Midway, la Samoa americana y Ha­
wai; esta última se convirtió en Estado de pleno derecho de
la Unión en 1959. Las islas Filipinas, que también habían
sido ganadas a España en 1898, eran la más evidente de las
posesiones «coloniales» norteamericanas. No fue hasta 1946
cuando Estados Unidos concedió finalmente la independen­
cia a los filipinos, por medio de una cuidadosa transferencia
de poderes a una oligarquía de la que esperaban que conti­
nuara apoyando a los norteamericanos. Fue una táctica que
136 CONCLUSIÓN

estuvieron dispuestos a favorecer en otras áreas sensibles al


desarrollo de la guerra fría, aunque en ninguna otra parte al­
canzaron un éxito tan evidente (Gifford y Louis, 1982, p. 2).
A finales de la segunda guerra mundial, los norteamerica­
nos se consideraron a sí mismos casi como los valedores de
la descolonización, pero su entusiasmo se vio atemperado
por el miedo a que los Estados recientemente independiza­
dos pudieran unirse al bloque comunista. Ese temor se agu­
dizaría en Indochina. Quizá hubiera mucho de cierto en el
viejo adagio liberal de que una reforma a tiempo mantiene a
distancia cualquier revolución, y, de hecho, en aquellos paí­
ses en los que el proceso de descolonización comenzó pron­
to, los comunistas apenas hicieron progresos. Bien es verdad
que hubo un movimiento comunista en la India británica,
que recibió alguna publicidad —y quizá también aliento— en
los juicios que por conspiración tuvieron lugar en Meerut, de
1929, pero fue una planta muy débil si se la compara con el
vigor del Partido del Congreso. Los franceses y los portugue­
ses, que resistieron por más tiempo, dejaron tras de sí pode­
rosos partidos marxistas en muchas de sus antiguas colonias.
En el período de entreguerras, la relación entre comunis­
mo y nacionalismo fue muy complicada. Después de 1917, los
rusos estaban en general demasiado absorbidos por la magni­
tud de los problemas económicos y políticos de su propio país
como para invertir muchos recursos en potenciar revolucio­
nes en los imperios de otras potencias. Realizaron algunos
gestos, quizá rituales, en su reconocimiento de las luchas co­
loniales en tanto integrantes del movimiento proletario, pero
existían dificultades de tipo ideológico. Para Marx, el camino
del futuro pasaba por la lucha de clases, y no por el naciona-
ismo. En los círculos comunistas, la adhesión al nacionalis-
:: no olía casi a herejía, puesto que, de acuerdo con las ense­
ñanzas clásicas del marxismo, la revolución la llevaría a cabo
un proletariado urbano, en el momento en que el capitalismo
y el ascenso de la burguesía hubieran alcanzado su estadio fi­
nal de decadencia. Marx no había previsto que el proceso elu­
diese el paso por una de las etapas y fuese realizado por movi­
mientos campesinos en países que ni siquiera hubieran alcan­
zado la fase inaugurada por la revolución industrial. Pero ni
CONCLUSIÓN 137

los colonialistas ni los nacionalistas de las colonias estaban en


su mayoría relacionados con los aspectos más minuciosos de
la ideología marxista. Por encima de todo, eran pragmáticos.
No obstante, y aunque en grados distintos, todas las potencias
coloniales temían a los marxistas, puesto que los opositores a
las metrópolis, aunque hubieran comenzado siendo naciona­
listas más que socialistas, contemplaban las ventajas que en
su lucha podía ofrecerles un organismo con la dureza, y, al
mismo tiempo, la flexibilidad de la «célula» comunista, así
como la adhesión a una organización internacional, especial­
mente en un momento en que aún se sentían débiles y aisla­
dos, cuando debían enfrentarse al formidable poder de un Es­
tado europeo moderno. Sin embargo, y sobre todo en las últi­
mas fases de la revolución colonial, derivaron a menudo su
inspiración (y, en ocasiones, la ayuda directa) de Cuba y de
China, más que de Rusia.
Si juzgamos por las apariencias, a finales de la segunda
guerra mundial la mayoría de las naciones occidentales aún
eran muy poderosas. El caos económico con el que acaba la
década de 1940 pasó de un modo que no deja de sorprender­
nos por su rapidez. En Gran Bretaña, a la época de «austeri­
dad» siguió la de los «opulentos años cincuenta». Si se admi­
te la importante excepción de la India, casi ninguna de las
dependencias británicas se independizó durante el período
de mayor debilidad evidente de la metrópoli, en la década de
1940. Algunos historiadores han contemplado como inevita­
ble, al menos, el abandono del imperio británico. Bemard
Porter ha afirmado: «Desde 1870 a 1970, la historia de Gran
Bretaña es la de una decadencia rápida y casi ininterrumpida
[...] El imperio que había acumulado hacia finales del siglo
[XIX] y, a continuación, perdido, no fue más que un incidente
en el transcurso de esa decadencia. En origen, había sido
conseguido como resultado de esa decadencia, precisamente
con el fin de evitarla. Y, finalmente, se había tenido que re­
nunciar a él como confirmación definitiva de esa misma de­
cadencia» (1975, pp. 353-354). Paul Kennedy ha puesto en
entredicho la validez de este argumento en un interesante ar­
tículo, donde sugiere que nos habría sido muy sencillo adop­
tar como propia la metáfora de Joseph Chamberlain que con-
138 CONCLUSIÓN

templa al imperio británico, incluso en el momento del cam­


bio de siglo, como un «Titán cansado», pero que, en lugar de
ello, deberíamos preguntamos lo siguiente: ¿Por qué, enton­
ces, duró tanto tiempo? Exactamente, ¿a qué objetivos ser­
vía? ¿Por qué hubo tantas personas no sólo en Gran Bretaña,
sino también en las colonias, e incluso en el mundo entero,
dispuestas a mantenerlo en funcionamiento porque parecía
que ello convenía a sus intereses? (1984, pp, 197-218).
Una vez que el movimiento descolonizador se puso en
marcha, éste fue ganando en intensidad hasta que, final­
mente, pareció convertirse casi en una carrera alocada,
como lo había sido la apropiación de las colonias a finales
del siglo xix. ¿Por qué sucedió así? Se han ofrecido casi tan­
tas explicaciones a este fenómeno como al primitivo proceso
de colonización, y algunas de ellas se encadenan de manera
muy interesante con los argumentos inversos utilizados para
interpretar aquel primer movimiento. Pero frecuentemente
se invoca como causa principal de la descolonización el Zeit-
geist, el espíritu de los tiempos que, a menudo, se encuentra
casi incluido como idea derivada de las explicaciones al im­
perialismo. Por lo general, se ha presentado el darwinismo
social y la creencia en la evolución como cobertura filosófi­
ca para justificar o interpretar la conquista imperialista lle­
vada a cabo por incuestionables razones económicas y polí­
ticas. En el lado opuesto se situarían las ideas en favor de la
autodeterminación de todos los pueblos, los «catorce pun­
tos» del presidente Wilson, la carta del Atlántico, el pacto
fundamental de la Liga de las Naciones y la carta de las Na­
ciones Unidas como creadores de un clima de opinión que
considera como algo intolerable la posesión de territorios
coloniales en contra de la voluntad de sus habitantes. Es
también muy cierto que el electorado de los países metropo­
litanos era mucho más numeroso a mediados del siglo XX de
lo que lo había sido un siglo antes, lo que quiere decir que la
opinión pública contaba con un peso mucho mayor. Los na­
cionalistas indios supieron ver, desde el primer momento,
que era mucho más importante apelar directamente al elec­
torado británico, salvando así los intereses creados de Cal­
cuta o de Londres; no obstante, hubo quienes, como Tilak,
CONCLUSIÓN 139

se mostraron muy escépticos (Philips, 1962, pp. 161-163), y


a la larga demostró ser un camino muy difícil de seguir.
Sin embargo, algunos de los argumentos justificativos
utilizados han dedicado muy poco espacio a la sugerencia de
que una conciencia más ilustrada en los países metropolita­
nos desempeñó un importante papel en el proceso de desco­
lonización, y aducen, más bien, cambios en los intereses ma­
teriales de los países desarrollados. Hay quienes han defendi­
do lo que se ha denominado (Tomlinson, 1982, p. 60) «la teo­
ría de la adaptación a las circunstancias». En particular, el
gobierno británico, al adoptar una política más «liberal»
frente al nacionalismo colonial en el período de entreguerras,
no estaba preparando la disolución del imperio, sino su su­
pervivencia bajo una forma adaptada. «El vicio dominante de
la clase política no era el derrotismo galopante, sino, si he­
mos de señalar alguna cosa, el exceso de confianza (a causa
de un nuevo y oportuno despliegue del factor imperial) en su
habilidad para ir dejando a un lado aquellos elementos del
nacionalismo colonial que exigían una separación completa
de Gran Bretaña o que repudiaban las exigencias hechas por
la metrópoli de continuar conservando privilegios políticos,
económicos o estratégicos» (Darwin, 1980, p. 678). Es evi­
dente que una argumentación de esta clase se adapta con co­
modidad a las teorías avanzadas por los profesores Robinson
y Gallagher, en las décadas de 1950 y 1960, a propósito de la
continuidad esencial de la política imperial británica, que, en
ocasiones, exigía un control formal sobre otros territorios del
mundo, pero que de manera más habitual había funcionado
mejor mediante una «influencia» informal (1953, pp. 1-15).
El mismo Gallagher abordó esta teoría cuando en el ciclo de
conferencias Ford, de 1974, dijo lo siguiente: «Había una
buena causa, cada vez más poderosa, para capitular ante el
pensamiento de la época consistente en que el imperialismo
era un método anticuado de proyectar influencia sobre el
mundo exterior» (1982, p. 153).
En la década de 1950 estaba ya claro que el mantenimien­
to del imperio sería muy costoso tanto en términos moneta­
rios como, si se elegía la opción de defenderlo por la fuerza
de las armas (como sucedió en el caso francés y portugués),
140 CONCLUSIÓN

en términos de recursos humanos, así como también en esta­


bilidad política en el interior del país. ¿Merecía la pena? Casi
podría afirmarse con toda seguridad que no, sobre todo si
podías dejar como herencia una estructura política suficien­
temente estable como para hacer de la ex colonia un socio
comercial satisfactorio; después de todo, según Robinson y
Gallagher, eso era lo que los europeos habían estado buscan­
do a lo largo de todo el siglo XIX; solamente se decidieron por
el control político formal cuando les falló lo primero. Quizá
los crecientes movimientos nacionalistas serían capaces de
proporcionar esa estructura política. Generalmente estaban
liderados por hombres que disponían de una educación y
una preparación occidentalizadas, y que, aunque pudieran
llegar a no ser muy bien aceptados por los tradicionalistas de
sus propias sociedades, eran muy aceptables a los ojos de los
políticos occidentales. Esto último ayudaría a explicar lo que
de otro modo sería considerado como una revolución ex­
traordinaria, y nos estamos refiriendo al cambio que tuvo lu­
gar en la actitud británica para con África a finales de la dé­
cada de 1950 y a principios de la de 1960, cuando hombres
como Nkrumah y Kenyatta fueron excarcelados para encabe­
zar el gobierno.
En el caso británico, las primeras descolonizaciones de
posguerra, en particular en Asia, fueron ejecutadas por el go­
bierno laborista de 1945-1951. A juzgar por las apariencias,
esto es lo que cabría esperar, pues ya desde los tiempos de
Keir Hardie y Ramsay Macdonald, el movimiento laborista
había sentido por las aspiraciones de las colonias mucha más
simpatía que los conservadores, identificando, hasta cierto
punto, esas aspiraciones con la lucha de la clase obrera britá­
nica para conseguir su propia forma de autodeterminación.
Era, por tanto, coherente que fuese Clement Attlee (que ha­
bía formado parte de la comisión Simón y que había protes­
tado por la inadecuación del Acta del gobierno de la India de
1935) quien aprobase las medidas para conceder la indepen­
dencia a la India en 1947.
Pero de la misma manera en que nunca había existido
una línea divisoria clara entre política de izquierdas y políti­
ca de derechas cuando se planteó el caso de si era o no de­
CONCLUSIÓN 141

seable conseguir un imperio extenso en el siglo XIX, tampo­


co estaba clara la división por lo que respecta al tema de la
descolonización. Todas sus complejidades han sido muy
bien analizadas por David Goldsworthy en Colonial Issues in
British Politics, 1945-1961 (1971). En ocasiones, la actitud
que se adoptaba era sorprendente. Winston Churchill se la­
mentaba (en el texto que hemos citado en la p. 99) de la in­
minente independencia de Birmania, pero fue el portavoz la­
borista, Herbert Morrison, quien afirmó que la concesión de
la independencia a las colonias africanas de Gran Bretaña
sería como «darle a un niño de diez años una llave de casa,
una cuenta bancaria y un arma de fuego» (citado en Cross,
1968, p. 262). El propio Attlee se lamentaba de que Gran
Bretaña pudiese estar volviendo la vista hacia Europa más
que hacia la Commonwealth. En 1948 afirmaba en los Co­
munes que estaba «preocupado ante la sospecha [...] de que
pudiéramos encontramos ya algo más cerca de Europa que
de nuestra Commonwealth. Las naciones de la Common­
wealth son nuestros amigos más profundos [...] y debemos
tener muy claro que no somos únicamente una potencia
europea, sino también miembros de una gran Common­
wealth y de un imperio» (citado en Madgwick et al., 1982,
p. 288). De hecho, entre 1959 y 1964 sería la administración
conservadora la responsable de la descolonización de casi
toda el África británica.
Ya para finalizar, debemos tratar aún dos últimos puntos;
la cuestión del «neocolonialismo» y la de las implicaciones
que la descolonización tuvo para la teoría marxista. En los li­
bros de texto ingleses del siglo XIX aparecía siempre como
verdad manifiesta que el gobierno británico se había -visto
obligado a intervenir en la India a finales del siglo xvm para
controlar los excesos de la Compañía de la India Oriental in­
glesa. Desde entonces, este aspecto ha sido olvidado a menu­
do. Muy pocos eran los gobiernos coloniales europeos que no
debían rendir cuentas ante nadie; si no eran controlados por
sus propias conciencias, o por la fuerza de la opinión públi­
ca, se veían refrenados ante la expectativa de ser ellos mis­
mos quienes posiblemente continuaran gobernando la colo­
nia en un futuro previsible. Tenían, por tanto, mucho interés
142 CONCLUSIÓN

en asegurar que esa colonia continuaría siendo razonable­


mente próspera y que no se la despojaría de todos sus recur­
sos. Las compañías multinacionales no están sujetas a un
control automático de este tipo en las operaciones que reali­
zan. Al menos en algunas zonas, parece probado que el neo-
colonialismo se ha comportado peor que el colonialismo.
No deja de ser una ironía que la disolución de los impe­
rios europeos haya provocado más problemas teóricos a los
historiadores marxistas que al resto. En 1916, Lenin escribió
un breve estudio titulado El imperialismo: fase superior del
capitalismo. (En un borrador anterior, lo había subtitulado
«última fase del capitalismo».) En él consideraba el imperia­
lismo europeo casi como una señal apocalíptica de la llega­
da del milenio, de la revolución proletaria que derribaría el
sistema capitalista. Nadie se cuestionó entonces, ni en los si­
guientes cincuenta años, que Lenin estuviera utilizando el
concepto de «imperialismo» en el sentido que se le atribuía,
por lo general, en aquel momento: la conquista del resto del
mundo por las potencias europeas u occidentales. Sólo fue
cuando se observó que los imperios iban desapareciendo,
pero que el capitalismo permanecía, cuando comenzaron a
evidenciarse dificultades teóricas. Como resultado, los histo­
riadores marxistas (y algunos no marxistas) llevaron a cabo
una importante revisión del papel desempeñado por el impe­
rialismo en el marco de la historia analizada desde una pers­
pectiva marxista. Las propuestas más accesibles se encuen­
tran en las contribuciones de Kemp y Barratt Brown a la
obra Studies in the Theory of Imperialism (Owen y Sutcliffe,
1972, pp. 1-70), y la más antigua, y quizá una de las mejores,
en el artículo del malogrado profesor Eric Stokes en el His-
torical Journal (1969, pp. 285-301). De forma mucho más
técnica, el concepto de «imperialismo» ha sido reinterpreta­
do hasta significar una cierta forma de organización del ca­
pitalismo.
En la actualidad se puede afirmar que ya ha finalizado la
primera fase de las «guerras de liberación» del Tercer Mun­
do. Prácticamente ya no quedan colonias, en el viejo sentido
del término. No obstante, por desgracia se ha demostrado
que, como había predicho el jefe Awolowo, la independencia
CONCLUSIÓN 143

no es «el reino de Dios» (Awolowo, 1947, p. 30). El proceso


de construcción de las naciones sigue avanzando, complicán­
dose con rivalidades de política interior y por crisis económi­
cas a escala mundial, y si ha llegado a provocar problemas
en el mundo desarrollado, ha sido en ocasiones catastrófico
para esas naciones de nueva creación de Asia y África.
BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA

La literatura sobre la descolonización es, en la actuali­


dad, extensísima. La que presentamos a continuación pre­
tende ser únicamente una guía de algunos de los trabajos
disponibles. Muchos de los libros mencionados contienen
bibliografías que proporcionarán una orientación mucho
más detallada.
Varios de los tratados generales sobre los imperios europeos
incluyen capítulos interesantes, aunque habitualmente breves,
sobre el tema de la descolonización; son importantes, entre
otros: D. K. Fieldhouse, The Colonial Empires: a comparative
survey from the eighteenth century, 2.a ed. rev., Macmillan, 1982;
V. G. Kieman, European Empires from Conquest to Collapse,
1815-1960, Fontana, 1982; y J.-L. Miége, Expansión Européenne
et Décolonisation de 1870 a nos jours, Nouvelle Clio, Presses
Universitaires de France, 1973. Puede aplicarse lo mismo a los
trabajos sobre el imperio británico. Un interés especial tienen:
Bemard Porter, ‘The Lion’s Share: a short history of British impe-
rialism, Longman, 1975, ed. rev., 1984; N. Mansergh, The
Commonwealth Experience, Weidenfeld and Nicholson, 1969; y
T. O. Lloyd, The British Empire, 1558-1983, Oxford University
Press, 1984. No existen muchos libros que traten de mostramos
el tema de la descolonización fuera de las fronteras británicas.
Una notable excepción es H. Grimal, Decolonization: the British,
French, Dutch and Belgian Empires, 1919-1963, Routledge &
Kegan Paul, 1978.
Se trata de un tema tan extenso que la mayoría de las
obras recientes más importantes son trabajos colectivos, for­
mados por artículos sobre los aspectos más relevantes redac­
tados por los más importantes especialistas. Entre ellos, y
por lo que se refiere a África, pueden citarse: L. H. Gann y
146 BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA

P. Duignan (eds.), Coloniálism in Africa, vol. 2, The History


and Politics of Coloniálism, 1914-1960, Cambridge University
Press, 1970; P. Gifford y W. R. Louis (eds.), France and Britain
in Africa: Imperial Rivalry and Colonial Rule, Yale University
Press, 1971 (que alcanza hasta aproximadamente 1967), y de
los mismos editores, The Transfer of Power in Africa: Decolo-
nization, 1940-1960, Yale University Press, 1982; y R. A. Oli-
ver (ed. general), History of East Africa, en especial el vol. 2,
V. Harlow y E. M. Chilver (eds.), Oxford University Press,
1965, y el vol. 3, D. A. Low y A. Smith (eds.), Oxford Universi­
ty Press, 1976. Una obra de autor único es la de J. Hargrea-
ves, The End of Colonial Rule in West Africa, Macmillan,
1979. Están incorporados a este trabajo su artículo para la
Historical Association (1976) del mismo título y algunos
otros ensayos. También es útil: John Hatch, A History of Post-
War Africa, André Deutsch, 1965.
Las historias generales, que proporcionan material básico
necesario, incluyen: P. Spear, A History of India, vol. 2, Pen-
guin, 1965; J. Fage, A History of Africa, Hutchinson, 1978; y
J. H. Parry y P. Sherlock, A Short History of the West Indies,
Macmillan, 1971.
De particular interés por el tratamiento que conceden a la
respuesta de África a Occidente, tenemos: P. D. Curtin (ed.),
Africa and the West: Intellectual Responses to European Cultu­
re, University of Wisconsin Press, 1972; R. W. July, The Ori-
gins of Modern African Thought, Faber & Faber, 1968; Tho-
mas Hodgkin, Nationalism in Colonial Africa, Frederick Mu-
11er, 1956; y la colección de documentos de J. Ayo Langley,
con una introducción, Ideologies of Liberation in Black Africa,
1856-1970, Rex Collings, 1979. Nos proporcionan también
nuevos puntos de vista los escritos de varios nacionalistas
africanos, muchos de ellos autobiográficos, entre los que se
incluyen O. Awolowo, Path to Nigerian Freedom, Faber & Fa­
ber, 1947; K. Nkrumah, Autobiography, Nelson, 1957; y
Joshua Nkomo, The Story of my Life, Methuen, 1984.
Han sido también numerosos los nacionalistas indios
que nos han legado relatos personales. Los más importantes
son: M. K. Gandhi, An Autobiography: the story of my experi-
ments with truth, Penguin, 1982; y J. Nehru, Autobiography:
BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA 147

Towards Freedom, John Lañe, 1942. La biografía más recien­


te de Gandhi de que disponemos es la de Louis Fischer, The
Life of Mahatma Gandhi, Granada, 1982 (publicada en 1951
por vez primera por Jonathan Cape). Existen estudios más
detallados de algunos aspectos de la vida de Gandhi en Ju-
dith Brown, Gandhi’s Rise to Power: Indian Politics, 1915-
1922, y Gandhi and Civil Disobedience: The Mahatma in ln-
dian Politics, 1928-1934, Oxford University Press, 1972 y
1977. La biografía clásica de Nehru continúa siendo la de
Michael Brecher, Nehru: a political biography, Oxford Uni­
versity Press, 1959 (se publicó una edición abreviada en
1961). Otros trabajos importantes sobre el nacionalismo in­
dio incluyen: Añil Seal, The Emergence of Indian Nationa-
lism: Competition and Collaboration in the Late Nineteenth
Century, Oxford University Press, 1968; R. J. Moore, Libera-
lism and Indian Politics, 1872-1922, Edward Amold, 1966, y
Escape from Empire: the Attlee Government and the Indian
Problem, Clarendon, 1983; S. A. Wolpert, Tilak and Gokhale:
revolution and reform in the making of modem India, Univer­
sity of California Press, 1962; y B. N. Pandey, The Break-up
of British India, Macmillan, 1969. De incalculable valor es la
colección de documentos de C. H. Philips, The Evolution
of India and Pakistán, 1858-1947, Oxford University Press,
1962.
Al ser el británico el imperio más extenso, son numerosos
los historiadores que han escrito sobre él. La obra de W. N.
Medlicott, Contemporary England, 1914-1964, Longman, 1967,
es útil porque sitúa la descolonización en su contexto general.
P. J. Madgwick, D. Steeds y L. J. Williams, en su Britain since
1945, Hutchinson, 1982, prestan atención a la «retirada del
imperio» e incluyen algunos documentos útiles para el deba­
te. La disolución del imperio británico está tratada con enor­
me penetración en C. Cross, The Fall of the British Empire,
1918-1968, Hodder & Stoughton, 1968, y en G. Woodcock,
Who Killed the British Empire?, Jonathan Cape, 1974. El tercer
volumen de la trilogía de James Morris, Farewell the Trumpets:
an Imperial Retreat, Penguin, 1979, es anecdótico, pero colo­
rista. J. Gallagher (Añil Seal, ed.), The Decline, Revival and Fall
of the British Empire, Cambridge University Press, 1982, es
148 BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA

una colección de artículos, varios de ellos no publicados con


anterioridad, que arrojan alguna luz sobre diferentes aspectos
de la historia imperial británica. La obra de P. S. Gupta, Impe-
rialism and the British Labour Movement, 1914-1964, Macmi-
llan, 1975, es un completo estudio sobre la actitud de un par­
tido; mientras que la de David Goldsworthy, Colonial Issues in
British Politics, 1945-1961, Oxford University Press, 1971, exa­
mina las actitudes de todos los partidos en un período de
tiempo más breve. M. E. Chamberlain, Britain and India: the
interaction of two peoples, David & Charles/Archon, 1974, tra­
ta de desarrollar con mucho más detalle algunos de los temas
que se tratan en este libro. W. R. Louis, Imperialism at Bay,
1941-1945: the United States and the Decolonization of the Bri­
tish Empire, Clarendon, 1977, plantea la influencia de Améri­
ca en la disolución del imperio británico.
Por lo que se refiere a la descolonización del imperio
francés, sólo contamos con un número limitado de obras en
inglés, entre las que se incluyen: P. Neres, French-Speaking
West Africa: from colonial status to independence, Oxford Uni­
versity Press, 1962; V. Thompson y R. Adloff, The Emerging
States of French Equatorial Africa, Oxford University Press,
1960; D. Bruce Marshall, The French Colonial Myth and Cons-
titution-Making in the Fourth Republic, Yale University Press,
1973; y Paul C. Sorum, Intellectuals and Decolonization in
France, University of North Carolina Press, 1977. Como es ló­
gico, Vietnam ha atraído una atención especial, y dos libros
muy útiles son el de Ralph Smith, Viet-nam and the West,
Heinemann, 1968, y el de George C. Herring, America’s Lon-
gest War: the United States and Vietnam, 1950-1975, John Wi-
ley, 1979.
Hay dos trabajos que tratan de los problemas que siguie­
ron a la independencia: R. Harris, Independence and After:
Revolution in Underdeveloped Countries, Oxford University
Press, 1962, y A. H. M. Kirk-Greene, Stand by your Radios,
Centro de Estudios Africanos, Cambridge, 1981, que analiza
los golpes militares en África.
Otros tres libros, de difícil clasificación, pero importantes
son: M. Perham, African Outline, Oxford University Press,
1966, y The Colonial Reckoning (ciclo de conferencias Reith),
BIBLIOGRAFIA ESCOGIDA 149

Collins, 1962; y A. P. Thomton, Imperialism in the Twentieth


Century, Macmillan, 1978.
Son también útiles numerosos volúmenes de la Penguin
African Library, sobre todo porque han sido escritos en para­
lelo a los hechos. Entre ellos, deberían mencionarse: B. Da-
vidson, Which Way Africa? The search for a new society, 1964,
y In the Eye of the Storm, Angola’s People, 1975; y Martin Lo-
mey, Rhodesia: White Racism and Imperial Response, 1975.
Finalmente, otros trabajos que plantean importantes de­
bates son: el conjunto de artículos en R. Owen y B. Sutcliffe,
Studies in the Theory of Imperialism, Longman, 1972; asimis­
mo tres artículos recientes: John Darwin, «Imperialism in
Decline? Tendencies in British Imperial Policy between the
Wars», Historical Journal, 23 (1980), pp. 657-679; B. R.
Tomlinson, «The Contraction of England: National Decline
and the Loss of Empire», Journal of Imperial and Common-
wealth History, XI (1982), pp. 58-72; y P. Kennedy, «Why did
the British Empire last so long?», en P. Kennedy, Strategy and
Diplomacy, 1870-1945, Fontana, 1984, pp. 197-218.

Otras lecturas aparecidas hasta la fecha

La apertura posterior de archivos que cubren los años cru­


ciales de la descolonización, en particular los británicos, ha
significado la aparición de una verdadera corriente de estu­
dios. Los que presentamos a continuación se encuentran en­
tre los más importantes, al tiempo que útiles. Entre los que
tratan sobre la colonización europea en general, o sobre algún
país continental en concreto, tenemos: R. F. Holland, Euro-
pean Decolonization, 1918-1981, Macmillan, 1985; M. Kahler,
Decolonisation in Britain and France, Princeton University
Press, 1984; y W. J. Mommsen y J. Osterhammel (eds.), Impe-
rialism and After, Germán Historical Institute, 1986. Entre los
que tratan de Gran Bretaña, tenemos tres estudios de John
Darwin, «The Fear of Falling: British Politics and Imperial
Decline since 1900», Transactions of the Royal Historical Socie­
ty, 5.a serie, 36 (1986), pp. 27-43, Britain and Decolonisation:
The Retreat from Empire in the Post-War World, Macmillan,
150 BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA

1988, y The End of the British Empire: the Histórical Debate,


Blackwefl, 1991; B. Lapping, End of Empire, Granada Publica-
tions Ltd,, 1985 (libro que acompaña a la serie de televisión
sobre este tema); D. A. Low, Eclipse of Empire, CUP, 1993; y
A. Porter y A. J. Stockwell, British Imperial Policy and Decolo-
nisation, 2 vols. (documentos), Macmillan, 1987. Otros libros,
aunque no están centrados exclusivamente en el tema de la
descolonización, nos proporcionan importantes ideas; por
ejemplo, R. von Albertini, European Colonial Rule; the Impact
of the West on India, Southeast Asia and Africa, Greenwood,
1982; C. Bayly, Atlas of the British Empire: a New Perspective
on the British Empire from 1500 to the present, Hamlyn, 1989;
W. R. Louis, The British Empire in the Middle East, OUP, 1984;
J. M. Roberts, The Triumph of the West (que sostiene una teo­
ría fuera de moda acerca de la permanencia de la influencia
occidental), BBC, 1985; P. Kennedy, The Rise and Fall of the
Great Powers, Unwin Hyam, 1988; y P. Cain y A. G. Hopkins,
British Imperialism, especialmente el vol. 2, Crisis and Decons-
truction, Longman, 1993.
Sergio Orozco

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Awolowo, Obafemi: Path to Nigerian Freedom, Faber & Faber,


1947.
Bennett, G.: The Concept o f Empire: Burke to Attlee, 1774-1947, A. &
C. Black, 1962.
Brown, Dee: Bury my Heart at Wounded Knee, Pan, 1972.
Chamberlain, M. E.: Britain and India: the interaction o f two peoples,
David and Charles/Archon, 1974.
Colebrook, T. E.: Life o f Mountstuart Elphinstone, Murray, 2 vols.,
1884.
Conrad, Joseph: Heart ofDarkness, 1902 (ed. Penguin, 1973).
Cross, Colin: The Fall o f the British Empire, 1918-1968, Hodder &
Stoughton, 1968.
Darwin, John: «Imperialism in Decline? Tendencies in British Impe­
rial Policy between the Wars», Historical Journal, 23, 1980,
pp. 657-679.
Figueiredo, Antonio de: Portugal: Fifty Years o f Dictatorship, Pen­
guin, 1975.
Fox, James: White Mischief, Jonathan Cape, 1982.
Gallagher, John (Añil Seal, ed.): The Decline, Revival and Fall o f the
British Empire, Cambridge University Press, 1982.
Gifford, P. y Louis, W. R. (eds.): France and Britain in Africa: Impe­
rial and Colonial Rule, Yale University Press, 1971.
—: The Transfer o f Power in Africa: Decolonization, 1940-1960, Yale
University Press, 1982.
Goldsworthy, David: Colonial Issues in British Politics, 1945-1961,
Oxford University Press, 1971.
Hailey, W, M.: Native Administration in the British African Territories,
5 vols., Ministerio de Colonias, 1953 (reimpreso en AMS Press,
1979).
Grimal, Henri: Decolonization: the British, French, Dutch and Bel-
gian Empires, 1919-1963, Routledge & Kegan Paul, 1978.
Hargreaves, J. D.: The End o f Colonial Rule in West Africa, Macmi-
llan, 1979.
152 REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Harlow, Vincent: The Founding o f the Second British Empire, vol. 1,


Longman, 1952.
—: The Founding o f the Second British Empire, vol. 2, Longman,
1964.
Hatch, John: A History o f Post War Africa, André Deutsch, 1965.
Herring, George C.: America's Longest War: the United States and
Vietnam, 1950-1975, JohnWiley, 1979.
Hodgkin, Thomas: Nationalism in Colonial Africa, Fredrick Muller,
1956.
July, R. W.: The Origins o f Modem African Thought, Faber & Faber,
1968.
Keith, A. B,: Speeches and Documents on the British Dominions,
1918-1931: From Self-Govemment to National Sovereignty, Ox­
ford University Press, 1961.
Kennedy, Paul: Strategy and Diplomacy, 1870-1945, Fontana, 1984.
Lenin, V. I.: El imperialismo: fase superior del capitalismo, 1917.
Low, D. A.: Buganda in Modem History, Weidenfels and Nicholson,
1971.
Macdonald, J. Ramsay: The Awakening o f India, Hodder &
Stoughton, 1910.
Madgwick, P. J„ Steeds, D. y Williams, L. J.: Britain since 1945, Hut-
chinson, 1982.
Majumdar, R. C.: An Advanced History o f India, Macmillan, 1961.
Mansergh, Nicholas: Survey o f British Commonwealth Affairs 1939-
1952, Oxford University Press, 1958.
Morel, E. D.: Red Rubber, Fisher Unwin, 1906.
Nkrumah, K.: Autobiography, Nelson, 1957.
Owen, R. y Sutcliffe, B. (eds.): Studies on the Theory o f Imperialism,
Longman, 1972.
Parry, J. H. y Sherlock, P.: A Short History of the West Indies, Macmi­
llan, 1971.
Philips, C. H.: The Evolution o f India and Pakistán, 1858-1947, Ox­
ford University Press, 1962.
Porter, Bernard: The Lion’s Share: A Short History o f British Imperia-
lism, 1850-1970, Longman, 1984.
Roberts, S. H.; The History o f French Colonial Policy 1870-1925,
Cass, 1963.
Robinson, R. y Gallagher, J.: «The Imperialism of Free Trade», Eco-
nomic History Reyiew, 2.a serie, 6, 1953, pp. 1-15.
Sarraut, A.: La Mise en Valeurdes Colonies Frangaises, Payot, 1923.
Seligman, E. R. A. (ed.): Encyclopaedia o f the Social Sciences, Mac­
millan, 1932.
Sen, Surendra Nath: Eighteen fifty seven, Government of India, 1957.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 153

Smith, Ralph: Viet-nam and the West, Heinemann, 1968.


Spear, P.: A History o f India, vol. 2, Penguin, 1965.
Stokes, E.: English Utilitarians and India, Oxford University Press,
1959.
—: «Late Nineteenth-Century Expansión and the Attack on the
Theory of Economic Imperialism: a Case of Mistaken Identi-
ty?», Historical Journal, 12, 1969, pp. 285-301.
Tomlinson, B. R.: «The Contraction of England: National Decline
and the Loss of Empire», Journal o f Imperial and Common-
wealth History, XL, 1982, pp. 58-72.
Waley, Arthur: The Opium War through Chínese Eyes, Alien &
Unwin, 1958.
ÍNDICE

Prólogo a la edición e s p a ñ o la ..................................................... 7

In tro d u cció n .................................................................................... 15


Los precedentes........................................................................... 17
Las primeras respuestas co lo n ia les.............................................26

Capítulo 1. El imperio británico: Asia ...................................... 33


La India ............................................................................................ 33
Ceilán, Birmania y M alaya........................................................ 53

Capítulo 2. El imperio británico: Á f r i c a ................................... 57


G h an a........................................................................................... 65
Nigeria ............................................................................................71
Sierra Leona y Gambia...................................................................75
África oriental (Uganda, Tanganika y Z anzíbar).......................76
K e n i a ...............................................................................................78
África austral (ambas Rhodesias y N iasalandia)....................... 82

Capítulo 3. El imperio británico: otros enclaves ....................89


El C a r ib e .................................................................................... 89
El Mediterráneo ........................................................................ 92
Las otras « h ija s» ........................................................................ 96

Capítulo 4. La Com m onwealth.................................................. 99

Capítulo 5. El imperio fr a n c é s .................................................... 105


África del N orte............................................................................. 109
El África negra y M adagascar.................................................... 112
Indochina.......................................................................................114
156 Indice

C apítulo 6. Los imperios de las potencias europeas


menores ....................................................................................... 123
El imperio h o la n d é s .................................................................... 123
El imperio b e l g a ...........................................................................125
El imperio ita lia n o ........................................................................128
El imperio esp a ñ o l........................................................................129
El imperio portugués.................................................................... 130

C o n c lu sió n .......................................................................................... 135

Bibliografía e s c o g id a ........................................................................145

Referencias b ib lio g rá fica s.............................................................. 151


Impreso en el mes de marzo de 1997
en Talleres UBERDÚPLEX, S. L.
Constitución, 19
08014 Barcelona

También podría gustarte