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Piel de Asno Identidad

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Piel de asno

Charles Perrault

Biblioteca digital infantil y juvenil


Autor:
Charles Perrault, francés (1628-1703)
Ilustrador
Gustave Doré, francés (1832-1883)
E rase un rey el más poderoso de la tierra, tan
amable en la paz como terrible en la guerra. Sus vecinos le respetaban
y temían y reinaba la mayor tranquilidad en sus Estados, cuya
prosperidad nada dejaba que desear, pues con las virtudes de los
ciudadanos brillaban las artes, la industria, y el comercio. Su esposa
era tan cariñosa y encantadora y tantos atractivos tenía su ingenio,
que si el rey era dichoso como soberano, más lo era como marido.
Tenían una hija, y como era muy virtuosa y linda, se consolaban de no
haber tenido más hijos.
El palacio era muy vasto y magnífico. En todas partes había cortesanos
y criados. Las cuadras estaban llenas de arrogantes caballos y de
bonitas jacas cubiertas de hermosos caparazones de oro y bordados; y
por cierto no eran los caballos los que atraían las miradas de los que
visitaban aquel sitio, sino un señor asno, que en el punto mejor y más
vistoso de la cuadra erguía con arrogancia sus largas orejas. Bien
merecía la referencia, pues tenía el privilegio de que lo que comía
saliese transformado en relucientes escudos de oro, que eran
recogidos todas las mañanas al desertar el asno.
Turbó la felicidad de los regios esposos una aguda enfermedad
sufrida por la reina, que se fue agravando a pesar de haberse acudido
a todos los auxilios de la ciencia y de haber llamado todos a los
médicos. Comprendió la enferma que se aproximaba su última hora, y
dijo al rey:
-Antes de morir quiero hacerte una súplica. Si cuando haya
dejado de existir quieres volver casarte...
-¡Jamás! ¡Jamás! -exclamó el rey sollozando.
-Tal es tu propósito en este instante y me lo hace creer el amor
que siempre te he inspirado; pero para que la seguridad sea mayor,
quiero me jures que no has de volver a casarte a menos de hallar una
mujer que me supere en belleza y en prudencia, la única a quien
podrás hacer tu esposa.
Con los ojos llenos de lágrimas lo juró el príncipe, y poco después
la reina exhaló en sus brazos el último suspiro, siendo grande la
desesperación de su esposo. El dolor trastornó algo su razón, y a los
pocos meses dio en mandar comparecer a su presencia a todas las
jóvenes de la corte, después a las de la ciudad y luego a las del campo,
diciendo que se casaría con la que fuera más bella que la reina difunta;
pero como ninguna podía compararse con ella, todas eran rechazadas.
El rey acabó por dar evidentes muestras de locura, y cierto día declaró
que la infanta, que realmente era más bella que su madre, sería su
esposa. Los cortesanos le hicieron presente que tal boda era imposible
porque la infanta era hija suya, pero como es difícil hacer entrar en
razón a un loco, el rey vociferó que querían engañarle pues él no tenía
hijas.
La pobre princesita, al saber lo que
ocurría, fuese llorosa a encontrar a
su madrina, que era la más poderosa
de las hadas, la que exclamó al verla:
-Sé lo que te trae a mi casa.
Como tu padre desgraciadamente ha
perdido la razón, no conviene que le
contraríes abiertamente. Dile que
antes de acceder a ser su esposa
quieres un vestido de color de cielo,
y no podrá dártelo.
Siguió la princesa el consejo de
la Hada, y el rey llamó a todas las
modistas y les dijo que las ahorcaría si no hacían un vestido de color
de cielo. Impulsadas por el miedo pusieron manos a la obra, a los dos
días tenía el vestido la infanta, que con lágrimas en los ojos se vio
obligada a reconocer que su deseo había quedado satisfecho. Su
madrina, que estaba en palacio, le dijo en voz baja:
-Pide un vestido más brillante que la luna, y no podrá dártelo.
Apenas hizo la demanda la princesa, el rey mandó llamar al que
estaba encargado de los bordados de palacio y le dijo:
-Quiero dentro de cuatro días un vestido más brillante que la
luna.
En el plazo señalado la infanta tuvo el vestido que eclipsaba el
brillo de la luna. Al verlo la madrina murmuró al oído de su ahijada:
-Pide un vestido más brillante que el sol, y no podrá dártelo.
El rey mandó llamar a un rico diamantista y le dio la orden de
hacer un vestido de brocado y piedras preciosas, amenazándole con
mandarle cortar la cabeza si no lograba satisfacer sus deseos. Antes de
terminar la semana la infanta tuvo el vestido, y al verlo fue grande su
desesperación porque era más brillante que el astro del día. Entonces
le dijo su madrina:
-Mientras posea el asno que constantemente llena su bolsa de
escudos de oro, podrá satisfacer todos tus deseos. Pídele el pellejo el
asno, como en tan rara bestia consisten sus principales recursos, no te
lo dará.
Hizo la infanta lo que la Hada le aconsejaba y el rey mando sin
vacilar matar el asno, despellejarlo y llevar la piel a la joven, que
quedose abatida pues ya no sabía qué pedir. Animola su madrina
recordándola que nada hay que temer cuando se obra bien, y luego la
dijo que sola y disfrazada huyese a algún lejano reino.
-Aquí tienes, -añadió-, una caja donde pondremos todos tus
vestidos, tus adornos, tu espejo, los diamantes y los rubíes. Te doy mi
varita, y llevándola en la mano la caja te seguirá siempre oculta bajo
tierra; cuando quieras abrirla, toca el suelo con la varita e
inmediatamente aparecerá la caja. Para que nadie te conozca cúbrete
con el pellejo del asno y nadie creerá que se oculte una hermosa
princesa debajo de tan horroroso disfraz.
Siguió la princesa las indicaciones de su madrina y se alejó de los
Estados de su padre. En cuanto el rey notó su ausencia envió
mensajeros en su busca y todo lo revolvió, pero sin poder averiguar
qué había sido de ella. La infanta, mientras tanto, continuaba su
camino, pidiendo limosna a cuantos encontraba y deteniéndose en
todas las casas para preguntar si necesitaban una criada; mas tan
horroroso era su aspecto que no hubo quien quisiera tomarla a su
servicio. Y siguió andando, andando, y fue lejos, muy lejos; y por
último llegó a una alquería cuyo dueño necesitaba una porcallona para
fregar, barrer y limpiar la gamella de los cerdos. Relegada a un rincón
de la cocina, burlábanse de ella los criados, que procuraban
contrariarla y molestarla, siendo blanco de sus groseras burlas.
Los domingos podía descansar, pues en cuanto había terminado
sus quehaceres más indispensables, entraba en el tugurio que la
habían destinado; y una vez cerrada la puerta, se quitaba el pellejo de
asno, se peinaba, se adornaba con sus joyas se ponía unas veces el
vestido de luna otras el de sol o el de cielo, si bien el espacio era
reducido para la holgada cola de tales trajes. Se miraba ante el espejo
y era mucha su alegría al verse joven, blanca, sonrosada y más bella
que las demás mujeres. Estos momentos de júbilo le daban aliento
para sufrir todas las contrariedades de los otros días y esperar el
próximo domingo.
Olvidé decir que en la alquería donde había hallado colocación la
infanta, tenía su corral un rey muy poderoso, y que allí se criaban las
aves más raras y los animales más preciosos, que ocupaban diez
grandes patios. El hijo del rey iba con frecuencia a la alquería al
regresar de la caza, donde descansaba con sus acompañantes
tomando algún refresco. El príncipe era muy arrogante y bello, y al
verle Pellejo de Asno desde lejos, conoció por los latidos de su pecho
que debajo de sus harapos aún latía el corazón de una princesa. Sin
poder evitarlo se decía:
-Sus maneras son nobles, hermoso el rostro, simpático su
aspecto. ¡Dichosa la mujer que logre merecer su amor! Si él me
hubiese regalado un vestido, sería para mí más rico que el de sol y el
de luna.
Un día se detuvo el príncipe en la alquería, y recorriendo los
patios para examinar las aves y los animales, llegó delante del mísero
aposento donde vivía Pellejo de Asno, y por casualidad se le ocurrió
mirar por el ojo de la cerradura. Como era domingo vio a la porcallona
vestida de oro y diamantes, más hermosa que el sol. El príncipe
contemplola deslumbrado sin poder contener los latidos de su
corazón, y por más que le admirara el vestido más le admiró su
belleza. El blanco y sonrosado color de su tez, los arrogantes perfiles
de su cara y su espléndida juventud, unido todo a cierto aire de
grandeza realzada por la modestia, que era espejo del alma,
enloquecieron de amor al príncipe.
Tres veces levantó el brazo para derribar la puerta, pero otras
tantas le contuvo el temor de hallarse delante de una hada y retirose a
su palacio pensativo. Suspiró desde entonces noche y día, huyó de
todas las diversiones, incluso la de la caza, y perdió el apetito.
Preguntó quién era aquella admirable belleza que vivía en el fondo de
un corral, al extremo de un espantoso callejón, en el que la oscuridad
era completa en pleno día, y se le contestó que se la llamaba Pellejo
de asno, a causa de la piel que llevaba en el cuello; añadiendo que no
había cómo mirarla para sentirse curado de amor, pues era más fea
que la más horrible fiera.
Por más que le dijeron no quiso creerles, pues guardaba grabada en su
corazón la imagen de la infanta. La reina, que no tenía otro hijo,
lloraba sin cesar al verle languidecer. En vano le preguntó en qué
consistía su enfermedad, pues el príncipe permaneció mudo, y lo único
que pudo lograr fue le dijera que deseaba comer una empanada hecha
por Pellejo de Asno. No supo la reina a quien se refería su hijo, y
habiéndolo preguntado, le contestaron:
-¡Cielo santo! Pellejo de asno es, señora, un negro topo más
asqueroso que el más sucio pinche de cocina.
-No importa, -exclamó la reina-; puesto que el príncipe quiere
una empanada hecha por ella, es necesario darle gusto.
La madre amaba extraordinariamente a su hijo, y si le hubiese
pedido la luna, hubiera procurado dársela.
Pellejo de Asno tomó harina, que había cernido para que fuese
más fina, sal, manteca y huevos frescos, y se encerró en su habitación.
Limpiose el rostro, las manos y los brazos; se puso un delantal de plata
y dio comienzo a su tarea. Se cuenta que, mientras trabajaba, se le
cayó del dedo, fuese casualidad o no lo fuese, uno de sus anillos de
gran precio, lo que parece indicar que sabía que el príncipe la había
estado mirando por el agujero de la cerradura y que de ella estaba
enamorado. Sea lo que fuere, el hijo del rey comió con mucho apetito
la empanada, que halló exquisita, y por poco se traga el anillo.
Afortunadamente se fijó en él admirole la esmeralda, que era
preciosa, y en especial el estrecho aro de oro, que marcaba la forma
del dedo de su dueña.
Lleno de alegría guardó la sortija, de la que no volvió a separarse.
Pero su mal fue en aumento, y consultados los médicos dijeron que
estaba enfermo de amor. Resolvieron sus padres casarle, y el príncipe
les contestó:
-Solo me casaré con la joven a cuyo dedo se ajuste este anillo.
Grande fue la sorpresa del rey y de la reina al oír tan extraña
exigencia, pero como el estado del príncipe era muy grave, no se
atrevieron a contrariarle e inmediatamente anunciaron que se casaría
con el príncipe la joven, aunque no fuese de sangre real, cuyo dedo
entrara en el anillo. Todas se dispusieron a hacer la prueba, y hubo
charlatanes que prometieron adelgazar los dedos, proponiéndose
ganar algunos escudos, como aquellos que no teniendo ningún oficio
ni sabiendo cómo vivir de su trabajo, se meten a curanderos para
convertir en comida la lana que trasquilan al prójimo; joven hubo que
rascó su dedo con un cuchillo; otra consintió en que cortaran carne del
suyo para adelgazarlo y no faltó quien lo tuviera muchas horas
comprimido ni tampoco quien lo sometiera al efecto de cierto líquido
para que se lo dejara despellejado.
Diose principio a la prueba, comenzando por las princesas, a las
que siguieron las duquesas, marquesas, condesas y baronesas, siendo
el anillo demasiado estrecho para cuantos dedos se presentaron.
Comparecieron las demás jóvenes, más todos los ensayos resultaron
inútiles. Llegoles el turno a las criadas y fregonas, pero el anillo
quedose sin colocación, y creyose que el príncipe moriría de pena,
pues sólo faltaba Pellejo de Asno y a ninguna persona sensata podía
ocurrírsele que la porcallona estuviese destinada a ser reina.
-¿Por qué no? -exclamó el príncipe.
Todos sonrieron, pero el príncipe añadió:
-Entra, Pellejo de Asno, hágase la prueba.
Introducida la fregona a presencia de la corte, sacó de debajo de
la asquerosa piel una manecita de marfil ligeramente sonrosada;
hicieron la prueba, y el anillo se ajustó a su dedo de tal manera que los
cortesanos no acertaban a volver de su asombro. Dijéronla que debía
presentarse ante el rey y la aconsejaron con la sonrisa de la mofa en
los labios que se pusiera otro vestido menos sucio. Pellejo de Asno fue
a cambiarse de vestido, y cuando volvió a comparecer ante la corte, las
burlonas risas se trocaron en exclamaciones de admiración, porque
nadie recordaba haber visto belleza semejante, realzada por unos ojos
azules, rasgados y de mirada dulce, pero llena de majestad. Sus rubios
cabellos recordaban los rayos del sol; su talle la esbeltez de la palmera;
sus diamantes deslumbraban y su traje era tan rico que no admitía
comparación. Todos aplaudieron, en particular las señoras, y el rey
estaba loco de contento al ver a la novia de su hijo; y si loco estaba el
rey, no sabemos qué decir de la reina y, en particular, del enamorado
príncipe.
Inmediatamente se dieron las órdenes para que se celebrara la
boda y el rey convidó a todos los monarcas vecinos, quienes
abandonaron sus Estados, montados unos en grandes elefantes, otros
caballeros en corceles con arneses de oro y plata, y algunos se
embarcaron en naves que tenían velas de púrpura. Pero aunque todos
los príncipes rivalizaron en lujo para evidenciar su poderío, ninguno
igualó al padre de la joven desposada, que ya había recobrado la
razón. Grande fue su sorpresa y mayor su alegría al encontrar a su hija,
a quien abrazó llorando de júbilo; y tanto como su sorpresa fue el
contento del príncipe al saber quién era su novia. En aquel instante
apareció la madrina, que contó todo lo ocurrido, y luego celebráronse
las bodas y todos fueron dichosos.
Moraleja
A veces a rudas penas
el hombre se halla sujeto,
mas todas puede vencerlas
si de ello hay firme deseo.
Los sufrimientos abaten,
más con voluntad de hierro
también logran dominarse
los más crueles sufrimientos;
y si acaso en este mundo
no encontramos el consuelo,
seamos firmes en la lucha,
nunca jamás desmayemos,
que lo que niegue la tierra
lo hallaremos en el cielo.

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