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Gabriel García Márquez: Ci en Años de Sol Edad

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Gabriel García Márquez

Cien años de soledad

EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA"


Para Jomi García Ascot
y María Luisa Elio
Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

I
Muchos años después, frent e al pelot ón de fusilam ient o, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella t arde rem ot a en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era ent onces
una aldea de veint e casas de barro y cañabrava const ruidas a la orilla de un río de aguas diáfanas
que se precipit aban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enorm es com o huevos
prehist óricos. El m undo era t an recient e, que m uchas cosas carecían de nom bre, y para
m encionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el m es de m arzo, una fam ilia
de git anos desarrapados plant aba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alborot o de pit os y
t im bales daban a conocer los nuevos invent os. Prim ero llevaron el im án. Un git ano corpulent o, de
barba m ont araz y m anos de gorrión, que se present ó con el nom bre de Melquiades, hizo una
t ruculent a dem ost ración pública de lo que él m ism o llam aba la oct ava m aravilla de los sabios
alquim ist as de Macedonia. Fue de casa en casa arrast rando dos lingot es m et álicos, y t odo el
m undo se espant ó al ver que los calderos, las pailas, las t enazas y los anafes se caían de su sit io,
y las m aderas cruj ían por la desesperación de los clavos y los t ornillos t rat ando de desenclavarse,
y aun los obj et os perdidos desde hacía m ucho t iem po aparecían por donde m ás se les había
buscado, y se arrast raban en desbandada t urbulent a det rás de los fierros m ágicos de Melquíades.
«Las cosas, t ienen vida propia - pregonaba el git ano con áspero acent o- , t odo es cuest ión de
despert arles el ánim a.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada im aginación iba siem pre m ás lej os
que el ingenio de la nat uraleza, y aun m ás allá del m ilagro y la m agia, pensó que era posible
servirse de aquella invención inút il para desent rañar el oro de la t ierra. Melquíades, que era un
hom bre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel
t iem po en la honradez de los git anos, así que cam bió su m ulo y una part ida de chivos por los dos
lingot es im ant ados. Úrsula I guarán, su m uj er, que cont aba con aquellos anim ales para ensanchar
el desm edrado pat rim onio dom ést ico, no consiguió disuadirlo. «Muy pront o ha de sobrarnos oro
para em pedrar la casa», replicó su m arido. Durant e varios m eses se em peñó en dem ost rar el
aciert o de sus conj et uras. Exploró palm o a palm o la región, inclusive el fondo del río, arrast rando
los dos lingot es de hierro y recit ando en voz alt a el conj uro de Melquíades. Lo único que logró
desent errar fue una arm adura del siglo xv con t odas sus part es soldadas por un cascot e de óxido,
cuyo int erior t enía la resonancia hueca de un enorm e calabazo lleno de piedras. Cuando José
Arcadio Buendía y los cuat ro hom bres de su expedición lograron desart icular la arm adura,
encont raron dent ro un esquelet o calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre
con un rizo de m uj er.
En m arzo volvieron los git anos. Est a vez llevaban un cat alej o y una lupa del t am año de un
t am bor, que exhibieron com o el últ im o descubrim ient o de los j udíos de Am st erdam . Sent aron una
git ana en un ext rem o de la aldea e inst alaron el cat alej o a la ent rada de la carpa. Mediant e el
pago de cinco reales, la gent e se asom aba al cat alej o y veía a la git ana al alcance de su m ano.
«La ciencia ha elim inado las dist ancias», pregonaba Melquíades. «Dent ro de poco, el hom bre
podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la t ierra, sin m overse de su casa.» Un m ediodía
ardient e hicieron una asom brosa dem ost ración con la lupa gigant esca: pusieron un m ont ón de
hierba seca en m it ad de la calle y le prendieron fuego m ediant e la concent ración de los rayos
solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus im anes,
concibió la idea de ut ilizar aquel invent o com o un arm a de guerra. Melquíades, ot ra vez, t rat ó de
disuadirlo. Pero t erm inó por acept ar los dos lingot es im ant ados y t res piezas de dinero colonial a
cam bio de la lupa. Úrsula lloró de const ernación. Aquel dinero form aba part e de un cofre de
m onedas de oro que su padre había acum ulado en t oda una vida de privaciones, y que ella había
ent errado debaj o de la cam a en espera de una buena ocasión para invert irías. José Arcadio
Buendía no t rat ó siquiera de consolarla, ent regado por ent ero a sus experim ent os t áct icos con la
abnegación de un cient ífico y aun a riesgo de su propia vida. Trat ando de dem ost rar los efect os
de la lupa en la t ropa enem iga, se expuso él m ism o a la concent ración de los rayos solares y
sufrió quem aduras que se convirt ieron en úlceras y t ardaron m ucho t iem po en sanar. Ant e las
prot est as de su m uj er, alarm ada por t an peligrosa invent iva, est uvo a punt o de incendiar la casa.
Pasaba largas horas en su cuart o, haciendo cálculos sobre las posibilidades est rat égicas de su
arm a novedosa, hast a que logró com poner un m anual de una asom brosa claridad didáct ica y un

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poder de convicción irresist ible. Lo envió a las aut oridades acom pañado de num erosos
t est im onios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibuj os explicat ivos, al cuidado de un
m ensaj ero que at ravesó la sierra, y se ext ravió en pant anos desm esurados, rem ont ó ríos
t orm ent osos y est uvo a punt o de perecer baj o el azot e de las fieras, la desesperación y la pest e,
ant es de conseguir una rut a de enlace con las m ulas del correo. A pesar de que el viaj e a la
capit al era en aquel t iem po poco m enos que im posible, José Arcadio Buendia prom et ía int ent arlo
t an pront o com o se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer dem ost raciones práct icas de su
invent o ant e los poderes m ilit ares, y adiest rarlos personalm ent e en las com plicadas art es de la
guerra solar. Durant e varios años esperó la respuest a. Por últ im o, cansado de esperar, se
lam ent ó ant e Melquíades del fracaso de su iniciat iva, y el git ano dio ent onces una prueba
convincent e de honradez: le devolvió los doblones a cam bio de la lupa, y le dej ó adem ás unos
m apas port ugueses y varios inst rum ent os de navegación. De su puño y let ra escribió una
apret ada sínt esis de los est udios del m onj e Herm ann, que dej ó a su disposición para que pudiera
servirse del ast rolabio, la brúj ula y el sext ant e. José Arcadio Buendía pasó los largos m eses de
lluvia encerrado en un cuart it o que const ruyó en el fondo de la casa para que nadie pert urbara
sus experim ent os. Habiendo abandonado por com plet o las obligaciones dom ést icas, perm aneció
noches ent eras en el pat io vigilando el curso de los ast ros, y est uvo a punt o de cont raer una
insolación por t rat ar de est ablecer un m ét odo exact o para encont rar el m ediodía. Cuando se hizo
expert o en el uso y m anej o de sus inst rum ent os, t uvo una noción del espacio que le perm it ió
navegar por m ares incógnit os, visit ar t errit orios deshabit ados y t rabar relación con seres
espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinet e. Fue ésa la época en que adquirió el hábit o
de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, m ient ras Úrsula y los niños se
part ían el espinazo en la huert a cuidando el plát ano y la m alanga, la yuca y el ñam e, la ahuyam a
y la berenj ena. De pront o, sin ningún anuncio, su act ividad febril se int errum pió y fue sust it uida
por una especie de fascinación. Est uvo varios días com o hechizado, repit iéndose a sí m ism o en
voz baj a un sart al de asom brosas conj et uras, sin dar crédit o a su propio ent endim ient o. Por fin,
un m art es de diciem bre, a la hora del alm uerzo, solt ó de un golpe t oda la carga de su t orm ent o.
Los niños habían de recordar por el rest o de su vida la august a solem nidad con que su padre se
sent ó a la cabecera de la m esa, t em blando de fiebre, devast ado por la prolongada vigilia y por el
encono de su im aginación, y les reveló su descubrim ient o.
- La t ierra es redonda com o una naranj a.
Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volvert e loco, vuélvet e t ú solo - grit ó- . Pero no t rat es de
inculcar a los niños t us ideas de git ano.» José Arcadio Buendía, im pasible, no se dej ó am edrent ar
por la desesperación de su m uj er, que en un rapt o de cólera le dest rozó el ast rolabio cont ra el
suelo. Const ruyó ot ro, reunió en el cuart it o a los hom bres del pueblo y les dem ost ró, con t eorías
que para t odos result aban incom prensibles, la posibilidad de regresar al punt o de part ida
navegando siem pre hacia el Orient e. Toda la aldea est aba convencida de que José Arcadio
Buendía había perdido el j uicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punt o. Exalt ó en
público la int eligencia de aquel hom bre que por pura especulación ast ronóm ica había const ruido
una t eoría ya com probada en la práct ica, aunque desconocida hast a ent onces en Macondo, y
com o una prueba de su adm iración le hizo un regalo que había de ej ercer una influencia
t erm inant e en el fut uro de la aldea: un laborat orio de alquim ia.
Para esa época, Melquíades había envej ecido con una rapidez asom brosa. En sus prim eros
viaj es parecía t ener la m ism a edad de José Arcadio Buendia. Pero m ient ras ést e conservaba su
fuerza descom unal, que le perm it ía derribar un caballo agarrándolo por las orej as, el git ano
parecía est ragado por una dolencia t enaz. Era, en realidad, el result ado de m últ iples y raras
enferm edades cont raídas en sus incont ables viaj es alrededor del m undo. Según él m ism o le cont ó
a José Arcadio Buendia m ient ras lo ayudaba a m ont ar el laborat orio, la m uert e lo seguía a t odas
part es, husm eándole los pant alones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugit ivo de
cuant as plagas y cat ást rofes habían flagelado al género hum ano. Sobrevivió a la pelagra en
Persia, al escorbut o en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alej andría, al beriberi en el Japón,
a la pest e bubónica en Madagascar, al t errem ot o de Sicilia y a un naufragio m ult it udinario en el
est recho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nost radam us, era un
hom bre lúgubre, envuelt o en un aura t rist e, con una m irada asiát ica que parecía conocer el ot ro
lado de las cosas. Usaba un som brero grande y negro, com o las alas ext endidas de un cuervo, y
un chaleco de t erciopelo pat inado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inm ensa
sabiduría y de su ám bit o m ist erioso, t enía un peso hum ano, una condición t errest re que lo

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m ant enía enredado en los m inúsculos problem as de la vida cot idiana. Se quej aba de dolencias de
viej o, sufría por los m ás insignificant es percances económ icos y había dej ado de reír desde hacía
m ucho t iem po, porque el escorbut o le había arrancado los dient es. El sofocant e m ediodía en que
reveló sus secret os, José Arcadio Buendía t uvo la cert idum bre de que aquél era el principio de
una grande am ist ad. Los niños se asom braron con sus relat os fant ást icos. Aureliano, que no t enía
ent onces m ás de cinco años, había de recordarlo por el rest o de su vida com o lo vio aquella
t arde, sent ado cont ra la claridad m et álica y reverberant e de la vent ana, alum brando con su pro-
funda voz de órgano los t errit orios m ás oscuros de la im aginación, m ient ras chorreaba por sus
sienes la grasa derret ida por el calor. José Arcadio, su herm ano m ayor, había de t ransm it ir
aquella im agen m aravillosa, com o un recuerdo heredit ario, a t oda su descendencia. Úrsula, en
cam bio, conservó un m al recuerdo de aquella visit a, porque ent ró al cuart o en el m om ent o en
que Melquíades rom pió por dist racción un frasco de bicloruro de m ercurio.
- Es el olor del dem onio - dij o ella.
- En absolut o - corrigió Melquíades- . Est á com probado que el dem onio t iene propiedades
sulfúricas, y est o no es m ás que un poco de solim án.
Siem pre didáct ico, hizo una sabia exposición sobre las virt udes diabólicas del cinabrio, pero
Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los niños a rezar. Aquel olor m ordient e quedaría para
siem pre en su m em oria, vinculado al recuerdo de Melquíades.
El rudim ent ario laborat orio - sin cont ar una profusión de cazuelas, em budos, ret ort as, filt ros y
coladores- est aba com puest o por un at anor prim it ivo; una probet a de crist al de cuello largo y
angost o, im it ación del huevo filosófico, y un dest ilador const ruido por los propios git anos según
las descripciones m odernas del alam bique de t res brazos de María la j udía. Adem ás de est as
cosas, Melquíades dej ó m uest ras de los siet e m et ales correspondient es a los siet e planet as, las
fórm ulas de Moisés y Zósim o para el doblado del oro, y una serie de apunt es y dibuj os sobre los
procesos del Gran Magist erio, que perm it ían a quien supiera int erpret arlos int ent ar la fabricación
de la piedra filosofal. Seducido por la sim plicidad de las fórm ulas para doblar el oro, José Arcadio
Buendía cort ej ó a Úrsula durant e varias sem anas, para que le perm it iera desent errar sus
m onedas coloniales y aum ent arlas t ant as veces com o era posible subdividir el azogile. Úrsula
cedió, com o ocurría siem pre, ant e la inquebrant able obst inación de su m arido. Ent onces José
Arcadio Buendía echó t reint a doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre,
oropim ent e, azufre y plom o. Puso a hervir t odo a fuego vivo en un caldero de aceit e de ricino
hast a obt ener un j arabe espeso y pest ilent e m ás parecido al caram elo vulgar que al oro
m agnífico. En azarosos y desesperados procesos de dest ilación, fundida con los siet e m et ales
planet arios, t rabaj ada con el m ercurio herm ét ico y el vit riolo de Chipre, y vuelt a a cocer en
m ant eca de cerdo a falt a de aceit e de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un
chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.
Cuando volvieron los git anos, Úrsula había predispuest o cont ra ellos a t oda la población. Pero
la curiosidad pudo m ás que el t em or, porque aquella vez los git anos recorrieron la aldea haciendo
un ruido ensordecedor con t oda clase de inst rum ent os m úsicos, m ient ras el pregonero anunciaba
la exhibición del m ás fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De m odo que t odo el m undo se fue a
la carpa, y m ediant e el pago de un cent avo vieron un Melquíades j uvenil, repuest o, desarrugado,
con una dent adura nueva y radiant e. Quienes recordaban sus encías dest ruidas por el escorbut o,
sus m ej illas fláccidas y sus labios m archit os, se est rem ecieron de pavor ant e aquella prueba
t erm inant e de los poderes sobrenat urales del git ano. El pavor se convirt ió en pánico cuando
Melquíades se sacó los dient es, int act os, engast ados en las encías, y se los m ost ró al público por
un inst ant e un inst ant e fugaz en que volvió a ser el m ism o hom bre decrépit o de los años
ant eriores y se los puso ot ra vez y sonrió de nuevo con un dom inio pleno de su j uvent ud
rest aurada. Hast a el propio José Arcadio Buendía consideró que los conocim ient os de Melquíades
habían llegado a ext rem os int olerables, pero experim ent ó un saludable alborozo cuando el git ano
le explicó a solas el m ecanism o de su dent adura post iza. Aquello le pareció a la vez t an sencillo y
prodigioso, que de la noche a la m añana perdió t odo int erés en las invest igaciones de alquim ia;
sufrió una nueva crisis de m al hum or, no volvió a com er en form a regular y se pasaba el día
dando vuelt as por la casa. «En el m undo est án ocurriendo cosas increíbles - le decía a Úrsula- . Ahí
m ism o, al ot ro lado del río, hay t oda clase de aparat os m ágicos, m ient ras nosot ros seguim os
viviendo com o los burros.» Quienes lo conocían desde los t iem pos de la fundación de Macondo, se
asom braban de cuánt o había cam biado baj o la influencia de Melquíades.

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Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de pat riarca j uvenil, que daba inst rucciones
para la siem bra y consej os para la crianza de niños y anim ales, y colaboraba con t odos, aun en el
t rabaj o físico, para la buena m archa de la com unidad. Puest o que su casa fue desde el prim er
m om ent o la m ej or de la aldea, las ot ras fueron arregladas a su im agen y sem ej anza. Tenía una
salit a am plia y bien ilum inada, un com edor en form a de t erraza con flores de colores alegres, dos
dorm it orios, un pat io con un cast año gigant esco, un huert o bien plant ado y un corral donde vivían
en com unidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos anim ales prohibidos no sólo
en la casa, sino en t odo el poblado, eran los gallos de pelea.
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su m arido. Act iva, m enuda, severa, aquella
m uj er de nervios inquebrant ables, a quien en ningún m om ent o de su vida se la oyó cant ar,
parecía est ar en t odas part es desde el am anecer hast a m uy ent rada la noche, siem pre perseguida
por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de t ierra golpeada, los
m uros de barro sin encalar, los rúst icos m uebles de m adera const ruidos por ellos m ism os est aban
siem pre lim pios, y los viej os arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un t ibio olor de
albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hom bre m ás em prendedor que se vería j am ás en la aldea,
había dispuest o de t al m odo la posición de las casas, que desde t odas podía llegarse al río y
abast ecerse de agua con igual esfuerzo, y t razó las calles con t an buen sent ido que ninguna casa
recibía m ás sol que ot ra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea m ás ordenada
y laboriosa que cualquiera de las conocidas hast a ent onces por sus 300 habit ant es. Era en verdad
una aldea feliz, donde nadie era m ayor de t reint a años y donde nadie había m uert o.
Desde los t iem pos de la fundación, José Arcadio Buendía const ruyó t ram pas y j aulas. En poco
t iem po llenó de t urpiales, canarios, azulej os y pet irroj os no sólo la propia casa, sino t odas las de
la aldea. El conciert o de t ant os páj aros dist int os llegó a ser t an at urdidor, que Úrsula se t apó los
oídos con cera de abej as para no perder el sent ido de la realidad. La prim era vez que llegó la
t ribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, t odo el m undo se
sorprendió de que hubieran podido encont rar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y
los git anos confesaron que se habían orient ado por el cant o de los páj aros.
Aquel espírit u de iniciat iva social desapareció en poco t iem po, arrast rado por la fiebre de los
im anes, los cálculos ast ronóm icos, los sueños de t rasm ut ación y las ansias de conocer las
m aravillas del m undo. De em prendedor y lim pio, José Arcadio Buendía se convirt ió en un hom bre
de aspect o holgazán, descuidado en el vest ir, con una barba salvaj e que Úrsula lograba cuadrar a
duras penas con un cuchillo de cocina. No falt ó quien lo considerara víct im a de algún ext raño
sort ilegio. Pero hast a los m ás convencidos de su locura abandonaron t rabaj o y fam ilias para
seguirlo, cuando se echó al hom bro sus herram ient as de desm ont ar, y pidió el concurso de t odos
para abrir una t rocha que pusiera a Macondo en cont act o con los grandes invent os.
José Arcadio Buendía ignoraba por com plet o la geografía de la región. Sabía que hacia el
Orient e est aba la sierra im penet rable, y al ot ro lado de la sierra la ant igua ciudad de Riohacha,
donde en épocas pasadas - según le había cont ado el prim er Aureliano Buendía, su abuelo- sir
Francis Drake se daba al deport e de cazar caim anes a cañonazos, que luego hacía rem endar y
rellenar de paj a para llevárselos a la reina I sabel. En su j uvent ud, él y sus hom bres, con m uj eres
y niños y anim ales y t oda clase de enseres dom ést icos, at ravesaron la sierra buscando una salida
al m ar, y al cabo de veint iséis m eses desist ieron de la em presa y fundaron a Macondo para no
t ener que em prender el cam ino de regreso. Era, pues, una rut a que no le int eresaba, porque sólo
podía conducirlo al pasado. Al sur est aban los pant anos, cubiert os de una et erna nat a veget al, y
el vast o universo de la ciénaga grande, que según t est im onio de los git anos carecía de lím it es. La
ciénaga grande se confundía al Occident e con una ext ensión acuát ica sin horizont es, donde había
cet áceos de piel delicada con cabeza y t orso de m uj er, que perdían a los navegant es con el
hechizo de sus t et as descom unales. Los git anos navegaban seis m eses por esa rut a ant es de
alcanzar el cint urón de t ierra firm e por donde pasaban las m ulas del correo. De acuerdo con los
cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de cont act o con la civilización era la rut a del
Nort e. De m odo que dot ó de herram ient as de desm ont e y arm as de cacería a los m ism os
hom bres que lo acom pañaron en la fundación de Macondo; echó en una m ochila sus inst rum ent os
de orient ación y sus m apas, y em prendió la t em eraria avent ura.
Los prim eros días no encont raron un obst áculo apreciable. Descendieron por la pedregosa
ribera del río hast a el lugar en que años ant es habían encont rado la arm adura del guerrero, y allí
penet raron al bosque por un sendero de naranj os silvest res. Al t érm ino de la prim era sem ana,

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m at aron y asaron un venado, pero se conform aron con com er la m it ad y salar el rest o para los
próxim os días. Trat aban de aplazar con esa precaución la necesidad de seguir com iendo
guacam ayas, cuya carne azul t enía un áspero sabor de alm izcle. Luego, durant e m ás de diez días,
no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húm edo, com o ceniza volcánica, y la
veget ación fue cada vez m ás insidiosa y se hicieron cada vez m ás lej anos los grit os de los páj aros
y la bullaranga de los m onos, y el m undo se volvió t rist e para siem pre. Los hom bres de la
expedición se sint ieron abrum ados por sus recuerdos m ás ant iguos en aquel paraíso de hum edad
y silencio, ant erior al pecado original, donde las bot as se hundían en pozos de aceit es hum eant es
y los m achet es dest rozaban lirios sangrient os y salam andras doradas. Durant e una sem ana, casi
sin hablar, avanzaron com o sonám bulos por un universo de pesadum bre, alum brados apenas por
una t enue reverberación de insect os lum inosos y con los pulm ones agobiados por un sofocant e
olor de sangre. No podían regresar, porque la t rocha que iban abriendo a su paso se volvía a
cerrar en poco t iem po, con una veget ación nueva que casi veían crecer ant e sus oj os. «No
im port a - decía José Arcadio Buendía- . Lo esencial es no perder la orient ación.» Siem pre
pendient e de la brúj ula, siguió guiando a sus hom bres hacia el nort e invisible, hast a que lograron
salir de la región encant ada. Era una noche densa, sin est rellas, pero la oscuridad est aba
im pregnada por un aire nuevo y lim pio. Agot ados por la prolongada t ravesía, colgaron las
ham acas y durm ieron a fondo por prim era vez en dos sem anas. Cuando despert aron, ya con el
sol alt o, se quedaron pasm ados de fascinación. Frent e a ellos, rodeado de helechos y palm eras,
blanco y polvorient o en la silenciosa luz de la m añana, est aba un enorm e galeón español.
Ligeram ent e volt eado a est ribor, de su arboladura int act a colgaban las pilt rafas escuálidas del
velam en, ent re j arcias adornadas de orquídeas. El casco, cubiert o con una t ersa coraza de
rém ora pet rificada y m usgo t ierno, est aba firm em ent e enclavado en un suelo de piedras. Toda la
est ruct ura parecía ocupar un ám bit o propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los
vicios del t iem po y a las cost um bres de los páj aros. En el int erior, que los expedicionarios
exploraron con un fervor sigiloso, no había nada m ás que un apret ado bosque de flores.
El hallazgo del galeón, indicio de la proxim idad del m ar, quebrant ó el ím pet u de José Arcadio
Buendía. Consideraba com o una burla de su t ravieso dest ino haber buscado el m ar sin en-
cont rarlo, al precio de sacrificios y penalidades sin cuent o, y haberlo encont rado ent onces sin
buscarlo, at ravesado en su cam ino com o un obst áculo insalvable. Muchos años después, el
coronel Aureliano Buendía volvió a t ravesar la región, cuando era ya una rut a regular del correo,
y lo único que encont ró de la nave fue el cost illar carbonizado en m edio de un cam po de
am apolas. Sólo ent onces convencido de que aquella hist oria no había sido un engendro de la
im aginación de su padre, se pregunt ó cóm o había podido el galeón adent rarse hast a ese punt o en
t ierra firm e. Pero José Arcadio Buendía no se plant eó esa inquiet ud cuando encont ró el m ar, al
cabo de ot ros cuat ro días de viaj e, a doce kilóm et ros de dist ancia del galeón. Sus sueños
t erm inaban frent e a ese m ar color de ceniza, espum oso y sucio, que no m erecía los riesgos y
sacrificios de su avent ura.
- ¡Caraj o! - grit ó- . Macondo est á rodeado de agua por t odas part es.
La idea de un Macondo peninsular prevaleció durant e m ucho t iem po, inspirada en el m apa
arbit rario que dibuj ó José Arcadio Buendía al regreso de su expedición. Lo t razó con rabia, exa-
gerando de m ala fe las dificult ades de com unicación, com o para cast igarse a sí m ism o por la
absolut a falt a de sent ido con que eligió el lugar. «Nunca llegarem os a ninguna part e - se la-
m ent aba ant e Úrsula- . Aquí nos hem os de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia.»
Esa cert idum bre, rum iada varios m eses en el cuart it o del laborat orio, lo llevó a concebir el
proyect o de t rasladar a Macondo a un lugar m ás propicio. Pero est a vez, Úrsula se ant icipó a sus
designios febriles. En una secret a e im placable labor de horm iguit a predispuso a las m uj eres de la
aldea cont ra la veleidad de sus hom bres, que ya em pezaban a prepararse para la m udanza. José
Arcadio Buendía no supo en qué m om ent o, ni en virt ud de qué fuerzas adversas, sus planes se
fueron enredando en una m araña de pret ext os, cont rat iem pos y evasivas, hast a convert irse en
pura y sim ple ilusión. Úrsula lo observó con una at ención inocent e, y hast a sint ió por él un poco
de piedad, la m añana en que lo encont ró en el cuart it o del fondo com ent ando ent re dient es sus
sueños de m udanza, m ient ras colocaba en sus caj as originales las piezas del laborat orio. Lo dej ó
t erm inar. Lo dej ó clavar las caj as y poner sus iniciales encim a con un hisopo ent int ado, sin ha-
cerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía ( porque se lo oyó decir en sus sordos
m onólogos) que los hom bres del pueblo no lo secundarían en su em presa. Sólo cuando em pezó a

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

desm ont ar la puert a del cuart it o, Úrsula se at revió a pregunt arle por qué lo hacía, y él le cont est ó
con una ciert a am argura: «Puest o que nadie quiere irse, nos irem os solos.» Úrsula no se alt eró.
- No nos irem os - dij o- . Aquí nos quedam os, porque aquí hem os t enido un hij o.
- Todavía no t enem os un m uert o - dij o él- . Uno no es de ninguna part e m ient ras no t enga un
m uert o baj o la t ierra.
Úrsula replicó, con una suave firm eza:
- Si es necesario que yo m e m uera para que se queden aquí, m e m uero.
José Arcadio Buendía no creyó que fuera t an rígida la volunt ad de su m uj er. Trat ó de seducirla
con el hechizo de su fant asía, con la prom esa de un m undo prodigioso donde bast aba con echar
unos líquidos m ágicos en la t ierra para que las plant as dieran frut os a volunt ad del hom bre, y
donde se vendían a precio de barat illo t oda clase de aparat os para el dolor. Pero Úrsula fue
insensible a su clarividencia.
- En vez de andar pensando en t us alocadas novelerías, debes ocupart e de t us hij os - replicó- .
Míralos cóm o est án, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros.
José Arcadio Buendía t om ó al pie de la let ra las palabras de su m uj er. Miró a t ravés de la
vent ana y vio a los dos niños descalzos en la huert a soleada, y t uvo la im presión de que sólo en
aquel inst ant e habían em pezado a exist ir, concebidos por el conj uro de Úrsula. Algo ocurrió
ent onces en su int erior; algo m ist erioso y definit ivo que lo desarraigó de su t iem po act ual y lo
llevó a la deriva por una región inexplorada de los re cuerdos. Mient ras Úrsula seguía barriendo la
casa que ahora est aba segura de no abandonar en el rest o de su vida él perm aneció
cont em plando a los niños con m irada absort a hast a que los oj os se le hum edecieron y se los secó
con el dorso de la m ano, y exhaló un hondo suspiro de resignación.
- Bueno - dij o- . Diles que vengan a ayudarm e a sacar las cosas de los caj ones.
José Arcadio, el m ayor de los niños, había cum plido cat orce años. Tenía la cabeza cuadrada, el
pelo hirsut o y el caráct er volunt arioso de su padre. Aunque llevaba el m ism o im pulso de
crecim ient o y fort aleza física, ya desde ent onces era evident e que carecía de im aginación. Fue
concebido y dado a luz durant e la penosa t ravesía de la sierra, ant es de la fundación de Macondo,
y sus padres dieron gracias al cielo al com probar que no t enía ningún órgano de anim al.
Aureliano, el prim er ser hum ano que nació en Macondo, iba a cum plir seis años en m arzo. Era
silencioso y ret raído. Había llorado en el vient re de su m adre y nació con los oj os abiert os.
Mient ras le cort aban el om bligo m ovía la cabeza de un lado a ot ro reconociendo las cosas del
cuart o, y exam inaba el rost ro de la gent e con una curiosidad sin asom bro. Luego, indiferent e a
quienes se acercaban a conocerlo, m ant uvo la at ención concent rada en el t echo de palm a, que
parecía a punt o de derrum barse baj o la t rem enda presión de la lluvia. Úrsula no volvió a
acordarse de la int ensidad de esa m irada hast a un día en que el pequeño Aureliano, a la edad de
t res años, ent ró a la cocina en el m om ent o en que ella ret iraba del fogón y ponía en la m esa una
olla de caldo hirviendo. El niño, perplej o en la puert a, dij o: «Se va a caer.» La olla est aba bien
puest a en el cent ro de la m esa, pero t an pront o com o el niño hizo el anuncio, inició un
m ovim ient o irrevocable hacia el borde, com o im pulsada por un dinam ism o int erior, y se
despedazó en el suelo. Úrsula, alarm ada, le cont ó el episodio a su m arido, pero ést e lo int erpret ó
com o un fenóm eno nat ural. Así fue siem pre, aj eno a la exist encia de sus hij os, en part e porque
consideraba la infancia com o un período de insuficiencia m ent al, y en part e porque siem pre
est aba dem asiado absort o en sus propias especulaciones quim éricas.
Pero desde la t arde en que llam ó a los niños para que lo ayudaran a desem pacar las cosas del
laborat orio, les dedicó sus horas m ej ores. En el cuart it o apart ado, cuyas paredes se fueron
llenando poco a poco de m apas inverosím iles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escribir y a
sacar cuent as, y les habló de las m aravillas del m undo no sólo hast a donde le alcanzaban sus
conocim ient os, sino forzando a ext rem os increíbles los lím it es de su im aginación. Fue así com o
los niños t erm inaron por aprender que en el ext rem o m eridional del África había hom bres t an
int eligent es y pacíficos que su único ent ret enim ient o era sent arse a pensar, y que era posible
at ravesar a pie el m ar Egeo salt ando de isla en isla hast a el puert o de Salónica. Aquellas
alucinant es sesiones quedaron de t al m odo im presas en la m em oria de los niños, que m uchos
años m ás t arde, un segundo ant es de que el oficial de los ej ércit os regulares diera la orden de
fuego al pelot ón de fusilam ient o, el coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la t ibia t arde de
m arzo en que su padre int errum pió la lección de física, y se quedó fascinado, con la m ano en el
aire y los oj os inm óviles, oyendo a la dist ancia los pífanos y t am bores y sonaj as de los git anos

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

que una vez m ás llegaban a la aldea, pregonando el últ im o y asom broso descubrim ient o de los
sabios de Mem phis.
Eran git anos nuevos. Hom bres y m uj eres j óvenes que sólo conocían su propia lengua,
ej em plares herm osos de piel aceit ada y m anos int eligent es, cuyos bailes y m úsicas sem braron en
las calles un pánico de alborot ada alegría, con sus loros pint ados de t odos los colores que
recit aban rom anzas it alianas, y la gallina que ponía un cent enar de huevos de oro al son de la
panderet a, y el m ono am aest rado que adivinaba el pensam ient o, y la m áquina m últ iple que
servía al m ism o t iem po para pegar bot ones y baj ar la fiebre, y el aparat o para olvidar los m alos
recuerdos, y el em plast o para perder el t iem po, y un m illar de invenciones m ás, t an ingeniosas e
insólit as, que José Arcadio Buendía hubiera querido invent ar la m áquina de la m em oria para
poder acordarse de t odas. En un inst ant e t ransform aron la aldea. Los habit ant es de Macondo se
encont raron de pront o perdidos en sus propias calles, at urdidos por la feria m ult it udinaria.
Llevando un niño de cada m ano para no perderlos en el t um ult o, t ropezando con salt im banquis
de dient es acorazados de oro y m alabarist as de seis brazos, sofocado por el confuso alient o de
est iércol y sándalo que exhalaba la m uchedum bre, José Arcadio Buendía andaba com o un loco
buscando a Melquíades por t odas part es, para que le revelara los infinit os secret os de aquella
pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios git anos que no ent endieron su lengua. Por últ im o llegó
hast a el lugar donde Melquíades solía plant ar su t ienda, y encont ró un arm enio t acit urno que
anunciaba en cast ellano un j arabe para hacerse invisible. Se había t om ado de un golpe una copa
de la sust ancia am barina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a em puj ones por ent re el
grupo absort o que presenciaba el espect áculo, y alcanzó a hacer la pregunt a. El git ano le envolvió
en el clim a at ónit o de su m irada, ant es de convert irse en un charco de alquit rán pest ilent e y
hum eant e sobre el cual quedó flot ando la resonancia de su respuest a: «Melquíades m urió.»
At urdido por la not icia, José Arcadio Buendía perm aneció inm óvil, t rat ando de sobreponerse a la
aflicción, hast a que el grupo se dispersó reclam ado por ot ros art ificios y el charco del arm enio
t acit urno se evaporó por com plet o. Más t arde, ot ros git anos le confirm aron que en efect o
Melquíades había sucum bido a las fiebres en los m édanos de Singapur, y su cuerpo había sido
arroj ado en el lugar m ás profundo del m ar de Java. A los niños no les int eresó la not icia. Est aban
obst inados en que su padre los llevara a conocer la port ent osa novedad de los sabios de
Mem phis, anunciada a la ent rada de una t ienda que, según decían, pert eneció al rey Salom ón.
Tant o insist ieron, que José Arcadio Buendía pagó los t reint a reales y los conduj o hast a el cent ro
de la carpa, donde había un gigant e de t orso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la
nariz y una pesada cadena de hierro en el t obillo, cust odiando un cofre de pirat a. Al ser
dest apado por el gigant e, el cofre dej ó escapar un alient o glacial. Dent ro sólo había un enorm e
bloque t ransparent e, con infinit as aguj as int ernas en las cuales se despedazaba en est rellas de
colores la claridad del crepúsculo. Desconcert ado, sabiendo que los niños esperaban una
explicación inm ediat a, José Arcadio Buendía se at revió a m urm urar:
- Es el diam ant e m ás grande del m undo.
- No - corrigió el git ano- . Es hielo.
José Arcadio Buendía, sin ent ender, ext endió la m ano hacia el t ém pano, pero el gigant e se la
apart ó. «Cinco reales m ás para t ocarlo», dij o. José Arcadio Buendía los pagó, y ent onces puso la
m ano sobre el hielo, y la m ant uvo puest a por varios m inut os, m ient ras el corazón se le hinchaba
de t em or y de j úbilo al cont act o del m ist erio. Sin saber qué decir, pagó ot ros diez reales para que
sus hij os vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a t ocarlo. Aureliano,
en cam bio, dio un paso hacia adelant e, puso la m ano y la ret iró en el act o. «Est á hirviendo»,
exclam ó asust ado. Pero su padre no le prest ó at ención. Em briagado por la evidencia del prodigio,
en aquel m om ent o se olvidó de la frust ración de sus em presas delirant es y del cuerpo de
Melquíades abandonado al apet it o de los calam ares. Pagó ot ros cinco reales, y con la m ano
puest a en el t ém pano, com o expresando un t est im onio sobre el t ext o sagrado, exclam ó:
- Ést e es el gran invent o de nuest ro t iem po.

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Ci en años de sol edad
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II

Cuando el pirat a Francis Drake asalt ó a Riohacha, en el siglo XVI , la bisabuela de Úrsula
I guarán se asust ó t ant o con el t oque de rebat o y el est am pido de los cañones, que perdió el
cont rol de los nervios y se sent ó en un fogón encendido. Las quem aduras la dej aron convert ida
en una esposa inút il para t oda la vida. No podía sent arse sino de m edio lado, acom odada en
coj ines, y algo ext raño debió quedarle en el m odo de andar, porque nunca volvió a cam inar en
público. Renunció a t oda clase de hábit os sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo
despedía un olor a cham usquina. El alba la sorprendía en el pat io sin at reverse a dorm ir, porque
soñaba que los ingleses con sus feroces perros de asalt o se m et ían por la vent ana del dorm it orio
y la som et ían a vergonzosos t orm ent os con hierros al roj o vivo. Su m arido, un com erciant e
aragonés con quien t enía dos hij os, se gast ó m edia t ienda en m edicinas y ent ret enim ient os
buscando la m anera de aliviar sus t errores. Por últ im o liquidó el negocio y llevó la fam ilia a vivir
lej os del m ar, en una ranchería de indios pacíficos sit uada en las est ribaciones de la sierra, donde
le const ruyó a su m uj er un dorm it orio sin vent anas para que no t uvieran por donde ent rar los
pirat as de sus pesadillas.
En la escondida ranchería vivía de m ucho t iem po at rás un criollo cult ivador de t abaco, don
José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula est ableció una sociedad t an product iva
que en pocos años hicieron una fort una. Varios siglos m ás t arde, el t at araniet o del criollo se casó
con la t at araniet a del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras
de su m arido, salt aba por encim a de t rescient os años de casualidades, y m aldecía la hora en que
Francis Drake asalt ó a Riohacha, Era un sim ple recurso de desahogo, porque en verdad est aban
ligados hast a la m uert e por un vínculo m ás sólido que el am or: un com ún rem ordim ient o de
conciencia. Eran prim os ent re sí. Habían crecido j unt os en la ant igua ranchería que los
ant epasados de am bos t ransform aron con su t rabaj o y sus buenas cost um bres en uno de los
m ej ores pueblos de la provincia. Aunque su m at rim onio era previsible desde que vinieron al
m undo, cuando ellos expresaron la volunt ad de casarse sus propios parient es t rat aron de
im pedirlo. Tenían el t em or de que aquellos saludables cabos de dos razas secularm ent e
ent recruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya exist ía un precedent e
t rem endo. Una t ía de Úrsula, casada con un t ío de José Arcadio Buendía t uvo un hij o que pasó
t oda la vida con unos pant alones englobados y floj os, y que m urió desangrado después de haber
vivido cuarent a y dos años en el m ás puro est ado de virginidad porque nació y creció con una
cola cart ilaginosa en form a de t irabuzón y con una escobilla de pelos en la punt a. Una cola de
cerdo que no se dej ó ver nunca de ninguna m uj er, y que le cost o la vida cuando un carnicero
am igo le hizo el favor de cort ársela con una hachuela de dest azar. José Arcadio Buendía, con la
ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problem a con una sola frase: «No m e im port a t ener
cochinit os, siem pre que puedan hablar.» Así que se casaron con una fiest a de banda y cohet es
que duró t res días. Hubieran sido felices desde ent onces si la m adre de Úrsula no la hubiera
at errorizado con t oda clase de pronóst icos siniest ros sobre su descendencia, hast a el ext rem o de
conseguir que rehusara consum ar el m at rim onio. Tem iendo que el corpulent o y volunt arioso
m arido la violara dorm ida, Úrsula se ponía ant es de acost arse un pant alón rudim ent ario que su
m adre le fabricó con lona de velero y reforzado con un sist em a de correas ent recruzadas, que se
cerraba por delant e con una gruesa hebilla de hierro. Así est uvieron varios m eses. Durant e el día,
él past oreaba sus gallos de pelea y ella bordaba en bast idor con su m adre. Durant e la noche,
forcej eaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un sust it ut o del act o de am or,
hast a que la int uición popular olfat eó que algo irregular est aba ocurriendo, y solt ó el rum or de
que Úrsula seguía virgen un año después de casada, porque su m arido era im pot ent e. José
Arcadio Buendía fue el últ im o que conoció el rum or.
- Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gent e - le dij o a su m uj er con m ucha calm a.
- Déj alos que hablen - dij o ella- . Nosot ros sabem os que no es ciert o.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

De m odo que la sit uación siguió igual por ot ros seis m eses, hast a el dom ingo t rágico en que
José Arcadio Buendía le gano una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exalt ado por la
sangre de su anim al, el perdedor se apart ó de José Arcadio Buendía para que t oda la gallera
pudiera oír lo que iba a decirle.
- Te felicit o - grit ó- . A ver si por fin ese gallo le hace el favor a t u m uj er.
José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. «Vuelvo en seguida», dij o a t odos. Y luego, a
Prudencio Aguilar:
- Y t ú, anda a t u casa y árm at e, porque t e voy a m at ar.
Diez m inut os después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puert a de la gallera,
donde se había concent rado m edio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No t uvo t iem po de
defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arroj ada con la fuerza de un t oro y con la m ism a
dirección cert era con que el prim er Aureliano Buendía ext erm inó a los t igres de la región, le
at ravesó la gargant a. Esa noche, m ient ras se velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio
Buendía ent ró en el dorm it orio cuando su m uj er se est aba poniendo el pant alón de cast idad.
Blandiendo la lanza frent e a ella, le ordenó: «Quít at e eso.» Úrsula no puso en duda la decisión de
su m arido. «Tú serás responsable de lo que pase», m urm uró. José Arcadio Buendía clavó la lanza
en el piso de t ierra.
- Si has de parir iguanas, criarem os iguanas - dij o- . Pero no habrá m ás m uert os en est e pueblo
por culpa t uya.
Era una buena noche de j unio, fresca y con luna, y est uvieron despiert os y ret ozando en la
cam a hast a el am anecer, indiferent es al vient o que pasaba por el dorm it orio, cargado con el
llant o de los parient es de Prudencio Aguilar.
El asunt o fue clasificado com o un duelo de honor, pero a am bos les quedó un m alest ar en la
conciencia. Una noche en que no podía dorm ir, Úrsula salió a t om ar agua en el pat io y vio a
Prudencio Aguilar j unt o a la t inaj a. Est aba lívido, con una expresión m uy t rist e, t rat ando de cegar
con un t apón de espart o el hueco de su gargant a. No le produj o m iedo, sino lást im a. Volvió al
cuart o a cont arle a su esposo lo que había vist o, pero él no le hizo caso. «Los m uert os no salen -
dij o- . Lo que pasa es que no podem os con el peso de la conciencia.» Dos noches después, Úrsula
volvió a ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el t apón de espart o la sangre cris-
t alizada del cuello. Ot ra noche lo vio paseándose baj o la lluvia. José Arcadio Buendía, fast idiado
por las alucinaciones de su m uj er, salió al pat io arm ado con la lanza. Allí est aba el m uert o con su
expresión t rist e.
- Vet e al caraj o - le grit ó José Arcadio Buendía- . Cuant as veces regreses volveré a m at art e.
Prudencio Aguilar no se fue, ni José Arcadio Buendía se at revió arroj ar la lanza. Desde
ent onces no pudo dorm ir bien.
Lo at orm ent aba la inm ensa desolación con que el m uert o lo había m irado desde la lluvia, la
honda nost algia con que añoraba a los vivos, la ansiedad con que regist raba la casa buscando
agua para m oj ar su t apón de espart o. «Debe est ar sufriendo m ucho - le decía a Úrsula- . Se ve
que est á m uy solo.» Ella est aba t an conm ovida que la próxim a vez que vio al m uert o dest apando
las ollas de la hornilla com prendió lo que buscaba, y desde ent onces le puso t azones de agua por
t oda la casa. Una noche en que lo encont ró lavándose las heridas en su propio cuart o, José
Arcadio Buendía no pudo resist ir m ás.
- Est á bien, Prudencio - le dij o- . Nos irem os de est e pueblo, lo m ás lej os que podam os, y no
regresarem os j am ás. Ahora vet e t ranquilo.
Fue así com o em prendieron la t ravesía de la sierra. Varios am igos de José Arcadio Buendía,
j óvenes com o él, em bullados con la avent ura, desm ant elaron sus casas y cargaron con sus
m uj eres y sus hij os hacia la t ierra que nadie les había prom et ido. Ant es de part ir, José Arcadio
Buendía ent erró la lanza en el pat io y degolló uno t ras ot ro sus m agníficos gallos de pelea,
confiando en que en esa form a le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar. Lo único que se llevó
Úrsula fue un baúl con sus ropas de recién casada, unos pocos út iles dom ést icos y el cofrecit o con
las piezas de oro que heredé de su padre. No se t razaron un it inerario definido. Solam ent e
procuraban viaj ar en sent ido cont rario al cam ino de Riohacha para no dej ar ningún rast ro ni
encont rar gent e conocida. Fue un viaj e absurdo. A los cat orce m eses, con el est óm ago est ragado
por la carne de m ico y el caldo de culebras, Úrsula dio a luz un hij o con t odas sus part es
hum anas. Había hecho la m it ad del cam ino en una ham aca colgada de un palo que dos hom bres
llevaban en hom bros, porque la hinchazón le desfiguró las piernas, y las varices se le revent aban
com o burbuj as. Aunque daba lást im a verlos con los vient res t em plados y los oj os lánguidos, los

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Ci en años de sol edad
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niños resist ieron el viaj e m ej or que sus padres, y la m ayor part e del t iem po les result ó divert ido.
Una m añana, después de casi dos años de t ravesía, fueron los prim eros m ort ales que vieron la
vert ient e occident al de la sierra. Desde la cum bre nublada cont em plaron la inm ensa llanura
acuát ica de la ciénaga grande, explayada hast a el ot ro lado del m undo. Pero nunca encont raron
el m ar. Una noche, después de varios m eses de andar perdidos por ent re los pant anos, lej os ya
de los últ im os indígenas que encont raron en el cam ino, acam paron a la orilla de un río pedregoso
cuyas aguas parecían un t orrent e de vidrio helado. Años después, durant e la segunda guerra
civil, el coronel Aureliano Buendía t rat ó de hacer aquella m ism a rut a para t om arse a Riohacha por
sorpresa, y a los seis días de viaj e com prendió que era una locura. Sin em bargo, la noche en que
acam paron j unt o al río, las huest es de su padre t enían un aspect o de náufragos sin escapat oria,
pero su núm ero había aum ent ado durant e la t ravesía y t odos est aban dispuest os ( y lo
consiguieron) a m orirse de viej os. José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se
levant aba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espej o. Pregunt ó qué ciudad era aquella, y
le cont est aron con un nom bre que nunca había oído, que no t enía significado alguno, pero que
t uvo en el sueño una resonancia sobrenat ural: Macondo. Al día siguient e convenció a sus
hom bres de que nunca encont rarían el m ar. Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro
j unt o al río, en el lugar m ás fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea.
José Arcadio Buendia no logró descifrar el sueño de las casas con paredes de espej os hast a el
día en que conoció el hielo. Ent onces creyó ent ender su profundo significado. Pensó que en un
fut uro próxim o podrían fabricarse bloques de hielo en gran escala, a part ir de un m at erial t an
cot idiano com o el agua, y const ruir con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dej aría de ser
un lugar ardient e, cuyas bisagras y aldabas se t orcían de calor, para convert irse en una ciudad
invernal. Si no perseveró en sus t ent at ivas de const ruir una fábrica de hielo, fue porque ent onces
est aba posit ivam ent e ent usiasm ado con la educación de sus hij os, en especial la de Aureliano,
que había revelado desde el prim er m om ent o una rara int uición alquím ica. El laborat orio había
sido desem polvado. Revisando las not as de Melquíades, ahora serenam ent e, sin la exalt ación de
la novedad, en prolongadas y pacient es sesiones t rat aron de separar el oro de Úrsula del cascot e
adherido al fondo del caldero. El j oven José Arcadio part icipó apenas en el proceso. Mient ras su
padre sólo t enía cuerpo y alm a para el at anor, el volunt arioso prim ogénit o, que siem pre fue
dem asiado grande para su edad, se convirt ió en un adolescent e m onum ent al. Cam bió de voz. El
bozo se le pobló de un vello incipient e. Una noche Úrsula ent ró en el cuart o cuando él se quit aba
la ropa para dorm ir, y experim ent ó un confuso sent im ient o de vergüenza y piedad: era el prim er
hom bre que veía desnudo, después de su esposo, y est aba t an bien equipado para la vida, que le
pareció anorm al. Úrsula, encint a por t ercera vez, vivió de nuevo sus t errores de recién casada.
Por aquel t iem po iba a la casa una m uj er alegre, deslenguada, provocat iva, que ayudaba en
los oficios dom ést icos y sabía leer el porvenir en la baraj a. Úrsula le habló de su hij o. Pensaba
que su desproporción era algo t an desnat uralizado com o la cola de cerdo del prim o. La m uj er
solt ó una risa expansiva que repercut ió en t oda la casa com o un reguero de vidrio. «Al cont rario -
dij o- . Será feliz». Para confirm ar su pronóst ico llevó los naipes a la casa pocos días después, y se
encerró con José Arcadio en un depósit o de granos cont iguo a la cocina. Colocó las baraj as con
m ucha calm a en un viej o m esón de carpint ería, hablando de cualquier cosa, m ient ras el
m uchacho esperaba cerca de ella m ás aburrido que int rigado. De pront o ext endió la m ano y lo
t ocó. «Qué bárbaro», dij o, sinceram ent e asust ada, y fue t odo lo que pudo decir. José Arcadio
sint ió que los huesos se le llenaban de espum a, que t enía un m iedo lánguido y unos t erribles
deseos de llorar. La m uj er no le hizo ninguna insinuación. Pero José Arcadio la siguió buscando
t oda la noche en el olor de hum o que ella t enía en las axilas y que se le quedó m et ido debaj o del
pellej o. Quería est ar con ella en t odo m om ent o, quería que ella fuera su m adre, que nunca
salieran del granero y que le dij era qué bárbaro, y que lo volviera a t ocar y a decirle qué bárbaro.
Un día no pudo soport ar m ás y fue a buscarla a su casa. Hizo una visit a form al, incom prensible,
sent ado en la sala sin pronunciar una palabra. En ese m om ent o no la deseó. La encont raba
dist int a, ent eram ent e aj ena a la im agen que inspiraba su olor, com o si fuera ot ra. Tom ó el café y
abandonó la casa deprim ido. Esa noche, en el espant o de la vigilia, la volvió a desear con una
ansiedad brut al, pero ent onces no la quería com o era en el granero, sino com o había sido aquella
t arde.
Días después, de un m odo int em pest ivo, la m uj er lo llam ó a su casa, donde est aba sola con su
m adre, y lo hizo ent rar en el dorm it orio con el pret ext o de enseñarle un t ruco de baraj as.
Ent onces lo t ocó con t ant a libert ad que él sufrió una desilusión después del est rem ecim ient o

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

inicial, y experim ent ó m ás m iedo que placer. Ella le pidió que esa noche fuera a buscarla. Él
est uvo de acuerdo, por salir del paso, sabiendo que no seria capaz de ir. Pero esa noche, en la
cam a ardient e, com prendió que t enía que ir a buscarla aunque no fuera capaz. Se vist ió a t ient as,
oyendo en la oscuridad la reposada respiración de su herm ano, la t os seca de su padre en el
cuart o vecino, el asm a de las gallinas en el pat io, el zum bido de los m osquit os, el bom bo de su
corazón y el desm esurado bullicio del m undo que no había advert ido hast a ent onces, y salió a la
calle dorm ido. Deseaba de t odo corazón que la puert a est uviera at rancada, y no sim plem ent e
aj ust ada, com o ella le había prom et ido. Pero est aba abiert a. La em puj ó con la punt a de los dedos
y los goznes solt aron un quej ido lúgubre y art iculado que t uvo una resonancia helada en sus
ent rañas. Desde el inst ant e en que ent ró, de m edio lado y t rat ando de no hacer ruido, sint ió el
olor. Todavía est aba en la salit a donde los t res herm anos de la m uj er colgaban las ham acas en
posiciones que él ignoraba y que no podía det erm inar en las t inieblas, así que le falt aba
at ravesarla a t ient as, em puj ar la puert a del dorm it orio y orient arse allí de t al m odo que no fuera
a equivocarse de cam a. Lo consiguió. Tropezó con los hicos de las ham acas, que est aban m ás
baj as de lo que él había supuest o, y un hom bre que roncaba hast a ent onces se revolvió en el
sueño y dij o con una especie de desilusión: «Era m iércoles.» Cuando em puj ó la puert a del
dorm it orio, no pudo im pedir que raspara el desnivel del piso. De pront o, en la oscuridad absolut a,
com prendió con una irrem ediable nost algia que est aba com plet am ent e desorient ado. En la
est recha habit ación dorm ían la m adre, ot ra hij a con el m arido y dos niños, y la m uj er que t al vez
no lo esperaba. Habría podido guiarse por el olor si el olor no hubiera est ado en t oda la casa, t an
engañoso y al m ism o t iem po t an definido com o había est ado siem pre en su pellej o. Perm aneció
inm óvil un largo rat o, pregunt ándose asom brado cóm o había hecho para llegar a ese abism o de
desam paro, cuando una m ano con t odos los dedos ext endidos, que t ant eaba en las t inieblas, le
t ropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había est ado esperando. Ent onces se
confió a aquella m ano, y en un t errible est ado de agot am ient o se dej ó llevar hast a un lugar sin
form as donde le quit aron la ropa y lo zarandearon com o un cost al de papas y lo volt earon al
derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no
olía m ás a m uj er, sino a am oníaco, y donde t rat aba de acordarse del rost ro de ella y se
encont raba con el rost ro de Úrsula, confusam ent e conscient e de que est aba haciendo algo que
desde hacía m ucho t iem po deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había im aginado
que en realidad se pudiera hacer, sin saber cóm o lo est aba haciendo porque no sabía dónde es-
t aban los pies v dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de quién, y sint iendo que no
podía resist ir m ás el rum or glacial de sus riñones y el aire de sus t ripas, y el m iedo, y el ansia
at olondrada de huir y al m ism o t iem po de quedarse para siem pre en aquel silencio exasperado y
aquella soledad espant osa.
Se llam aba Pilar Ternera. Había form ado part e del éxodo que culm inó con la fundación de
Macondo, arrast rada por su fam ilia para separarla del hom bre que la violó a los cat orce años y
siguió am ándola hast a los veint idós, pero que nunca se decidió a hacer pública la sit uación
porque era un hom bre aj eno. Le prom et ió seguirla hast a el fin del m undo, pero m ás t arde,
cuando arreglara sus asunt os, y ella se había cansado de esperarlo ident ificándolo siem pre con
los hom bres alt os y baj os, rubios y m orenos, que las baraj as le prom et ían por los cam inos de la
t ierra y los cam inos del m ar, para dent ro de t res días, t res m eses o t res años. Había perdido en la
espera la fuerza de los m uslos, la dureza de los senos, el hábit o de la t ernura, pero conservaba
int act a la locura del corazón, Trast ornado por aquel j uguet e prodigioso, José Arcadio buscó su
rast ro t odas las noches a t ravés del laberint o del cuart o. En ciert a ocasión encont ró la puert a
at rancada, y t ocó varias veces, sabiendo que si había t enido el arrest o de t ocar la prim era vez
t enía que t ocar hast a la últ im a, y al cabo de una espera int erm inable ella le abrió la puert a.
Durant e el día, derrum bándose de sueño, gozaba en secret o con los recuerdos de la noche
ant erior. Pero cuando ella ent raba en la casa, alegre, indiferent e, dicharachera, él no t enía que
hacer ningún esfuerzo para disim ular su t ensión, porque aquella m uj er cuya risa explosiva
espant aba a las palom as, no t enía nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba a respirar
hacia dent ro y a cont rolar los golpes del corazón, y le había perm it ido ent ender por qué los
hom bres le t ienen m iedo a la m uert e. Est aba t an ensim ism ado que ni siquiera com prendió la
alegría de t odos cuando su padre y su herm ano alborot aron la casa con la not icia de que habían
logrado vulnerar el cascot e m et álico y separar el oro de Úrsula.
En efect o, t ras com plicadas y perseverant es j ornadas, lo habían conseguido. Úrsula est aba
feliz, y hast a dio gracias a Dios por la invención de la alquim ia, m ient ras la gent e de la aldea se

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Ci en años de sol edad
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apret uj aba en el laborat orio, y les servían dulce de guayaba con gallet it as para celebrar el
prodigio, y José Arcadio Buendía les dej aba ver el crisol con el oro rescat ado, com o si acabara de
invent arío. De t ant o m ost rarlo, t erm inó frent e a su hij o m ayor, que en los últ im os t iem pos
apenas se asom aba por el laborat orio. Puso frent e a sus oj os el m azacot e seco y am arillent o, y le
pregunt ó: «¿Qué t e parece?» José Arcadio, sinceram ent e, cont est ó:
- Mierda de perro.
Su padre le dio con el revés de la m ano un violent o golpe en la boca que le hizo salt ar la
sangre y las lágrim as. Esa noche Pilar Ternera le puso com presas de árnica en la hinchazón,
adivinando el frasco y los algodones en la oscuridad, y le hizo t odo lo que quiso sin que él se
m olest ara, para am arlo sin last im arlo Lograron t al est ado de int im idad que un m om ent o después,
sin darse cuent a, est aban hablando en m urm ullos.
- Quiero est ar solo cont igo - decía él- . Un día de est os le cuent o t odo a t odo el m undo y se
acaban los escondrij os.
Ella no t rat ó de apaciguarlo.
- Sería m uy bueno - dij o- . Si est am os solos, dej am os la lám para encendida para vernos bien, y
yo puedo grit ar t odo lo que quiera sin que nadie t enga que m et erse y t ú m e dices en la orej a
t odas las porquerías que se t e ocurran.
Est a conversación, el rencor m ordient e que sent ía cont ra su padre, y la inm inent e posibilidad
del am or desaforado, le inspiraron una serena valent ía. De un m odo espont áneo, sin ninguna
preparación, le cont ó t odo a su herm ano.
Al principio el pequeño Aureliano sólo com prendía el riesgo, la inm ensa posibilidad de peligro
que im plicaban las avent uras de su herm ano, pero no lograba concebir la fascinación del obj et ivo.
Poco a poco se fue cont am inando de ansiedad. Se hacía cont ar las m inuciosas peripecias, se
ident ificaba con el sufrim ient o y el gozo del herm ano, se sent ía asust ado y feliz. Lo esperaba
despiert o hast a el am anecer, en la cam a solit aria que parecía t ener una est era de brasas, y
seguían hablando sin sueño hast a la hora de levant arse, de m odo que m uy pront o padecieron
am bos la m ism a som nolencia, sint ieron el m ism o desprecio por la alquim ia y la sabiduría de su
padre, y se refugiaron en la soledad. «Est os niños andan com o zurum bát icos - decía Úrsula- .
Deben t ener lom brices.» Les preparó una repugnant e pócim a de paico m achacado, que am bos
bebieron con im previst o est oicism o, y se sent aron al m ism o t iem po en sus bacinillas once veces
en un solo día, y expulsaron unos parásit os rosados que m ost raron a t odos con gran j úbilo,
porque les perm it ieron desorient ar a Úrsula en cuant o al origen de sus dist raim ient os y
languideces. Aureliano no sólo podía ent onces ent ender, sino que podía vivir com o cosa propia las
experiencias de su herm ano, porque en una ocasión en que ést e explicaba con m uchos
porm enores el m ecanism o del am or, lo int errum pió para pregunt arle: «¿Qué se sient e?» José
Arcadio le dio una respuest a inm ediat a:
- Es com o un t em blor de t ierra.
Un j ueves de enero, a las dos de la m adrugada, nació Am arant a. Ant es de que nadie ent rara
en el cuart o, Úrsula la exam inó m inuciosam ent e. Era liviana y acuosa com o una lagart ij a, pero
t odas sus part es eran hum anas, Aureliano no se dio cuent a de la novedad sino cuando sint ió la
casa llena de gent e. Prot egido por la confusión salió en busca de su herm ano, que no est aba en la
cam a desde las once, y fue una decisión t an im pulsiva que ni siquiera t uvo t iem po de pregunt arse
cóm o haría para sacarlo del dorm it orio de Pilar Ternera. Est uvo rondando la casa varias horas,
silbando claves privadas, hast a que la proxim idad del alba lo obligó a regresar. En el cuart o de su
m adre, j ugando con la herm anit a recién nacida y con una cara que se le caía de inocencia,
encont ró a José Arcadio.
Úrsula había cum plido apenas su reposo de cuarent a días, cuando volvieron los git anos. Eran
los m ism os salt im banquis y m alabarist as que llevaron el hielo. A diferencia de la t ribu de
Melquíades, habían dem ost rado en poco t iem po que no eran heraldos del progreso, sino
m ercachifles de diversiones. I nclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función de su
ut ilidad en la vida de los hom bres, sino com o una sim ple curiosidad de circo. Est a vez, ent re
m uchos ot ros j uegos de art ificio, llevaban una est era voladora. Pero no la ofrecieron com o un
aport e fundam ent al al desarrollo del t ransport e, com o un obj et o de recreo. La gent e, desde
luego, desent erró sus últ im os pedacit os de oro para disfrut ar de un vuelo fugaz sobre las casas
de la aldea. Am parados por la deliciosa im punidad del desorden colect ivo, José Arcadio y Pilar
vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos ent re la m uchedum bre, y hast a llegaron
a sospechar que el am or podía ser un sent im ient o m ás reposado y profundo que la felicidad de-

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Ci en años de sol edad
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saforada pero m om ent ánea de sus noches secret as. Pilar, sin em bargo, rom pió el encant o.
Est im ulada por el ent usiasm o con que José Arcadio disfrut aba de su com pañía, equivocó la form a
y la ocasión, y de un solo golpe le echó el m undo encim a. «Ahora si eres un hom bre», le dij o. Y
corno él no ent endió lo que ella quería decirle, se lo explicó let ra por let ra:
- Vas a t ener un hij o.
José Arcadio no se at revió a salir de su casa en varios días. Le bast aba con escuchar la
risot ada t repidant e de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laborat orio, donde los ar-
t efact os de alquim ia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía recibió con
alborozo al hij o ext raviado y lo inició en la búsqueda de la piedra filosofal, que había por fin
em prendido. Una t arde se ent usiasm aron los m uchachos con la est era voladora que pasó veloz al
nivel de la vent ana del laborat orio llevando al git ano conduct or y a varios niños de la aldea que
hacían alegres saludos con la m ano, y José Arcadio Buendía ni siquiera la m iró. «Déj enlos que
sueñen - dij o- . Nosot ros volarem os m ej or que ellos con recursos m ás cient íficos que ese m iserable
sobrecam as.» A pesar de su fingido int erés, José Arcadio no ent endió nunca los podere5 del huevo
filosófico, que sim plem ent e le parecía un frasco m al hecho. No lograba escapar de su
preocupación. Perdió el apet it o y el sueño, sucum bió al m al hum or, igual que su padre ant e el
fracaso de alguna de sus em presas, y fue t al su t rast orno que el propio José Arcadio Buendía lo
relevó de los deberes en el laborat orio creyendo que había t om ado la alquim ia dem asiado a
pecho. Aureliano, por supuest o, com prendió que la aflicción del herm ano no t enía origen en la
búsqueda de la piedra filosofal, pero no consiguió arrancarle una confidencia. Rabia perdido su
ant igua espont aneidad. De cóm plice y com unicat ivo se hizo herm ét ico y host il. Ansioso de
soledad, m ordido por un virulent o rencor cont ra el m undo, una noche abandonó la cam a com o de
cost um bre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el t um ult o de la feria.
Después de deam bular por ent re t oda suert e de m áquinas de art ificio, Sin int eresarse por
ninguna, se fij ó en algo que no est aba en j uego; una git ana m uy j oven, casi una niña, agobiada
de abalorios, la m uj er m ás bella que José Arcadio había vist o en su vida. Est aba ent re la m ult it ud
que presenciaba el t rist e espect áculo del hom bre que se convirt ió en víbora por desobedecer a
sus padres.
José Arcadio no puso at ención. Mient ras se desarrollaba el t rist e int errogat orio del hom bre-
víbora, se había abiert o paso por ent re la m ult it ud hast a la prim era fila en que se encont raba la
git ana, y se había det enido det rás de ella. Se apret ó cont ra sus espaldas. La m uchacha t rat ó de
separarse, pero José Arcadio se apret ó con m ás fuerza cont ra sus espaldas. Ent onces ella lo
sint ió. Se quedó inm óvil cont ra él, t em blando de sorpresa y pavor, sin poder creer en la
evidencia, y por últ im o volvió la cabeza y lo m iró con una sonrisa t rém ula. En ese inst ant e dos
git anos m et ieron al hom bre- víbora en su j aula y la llevaron al int erior de la t ienda. El git ano que
dirigía el espect áculo anunció:
- Y ahora, señoras y señores, vam os a m ost rar la prueba t errible de la m uj er que t endrá que
ser decapit ada t odas las noches a est a hora durant e cient o cincuent a años, com o cast igo por
haber vist o lo que no debía.
José Arcadio y la m uchacha no presenciaron la decapit ación. Fueron a la carpa de ella, donde
se besaron con una ansiedad desesperada m ient ras se iban quit ando la ropa. La git ana se deshizo
de sus corpiños superpuest os, de sus num erosos pollerines de encaj e alm idonado, de su inút il
corsé alam brado, de su carga de abalorios, y quedó práct icam ent e convert ida en nada. Era una
ranit a lánguida, de senos incipient es y piernas t an delgadas que no le ganaban en diám et ro a los
brazos de José Arcadio, pero t enía una decisión y un calor que com pensaban su fragilidad. Sin
em bargo, José Arcadio no podía responderle porque est aban en una especie de carpa pública, por
donde los git anos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus asunt os, y hast a se
dem oraban j unt o a la cam a a echar una part ida de dados. La lám para colgada en la vara cent ral
ilum inaba t odo el ám bit o. En una pausa de las caricias, José Arcadio se est iró desnudo en la
cam a, sin saber qué hacer, m ient ras la m uchacha t rat aba de alent arlo. Una git ana de carnes
espléndidas ent ró poco después acom pañada de un hom bre que no hacia part e de la farándula,
pero que t am poco era de la aldea, y am bos em pezaron a desvest irse frent e a la cam a. Sin
proponérselo, la m uj er m iró a José Arcadio y exam inó con una especie de fervor pat ét ico su
m agnifico anim al en reposo.
- Muchacho - exclam ó- , que Dios t e la conserve.
La com pañera de José Arcadio les pidió que los dej aran t ranquilos, y la parej a se acost ó en el
suelo, m uy cerca de la cam a.

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Ci en años de sol edad
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La pasión de los ot ros despert ó la fiebre de José Arcadio. Al prim er cont act o, los huesos de la
m uchacha parecieron desart icularse con un cruj ido desordenado com o el de un fichero de
dom inó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus oj os se llenaron de lágrim as y t odo su
cuerpo exhaló un lam ent o lúgubre y un vago olor de lodo. Pero soport ó el im pact o con una
firm eza de caráct er y una valent ía adm irables. José Arcadio se sint ió ent onces levant ado en vilo
hacia un est ado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarat ó en un m anant ial de
obscenidades t iernas que le ent raban a la m uchacha por los oídos y le salían por la boca
t raducidas a su idiom a. Era j ueves. La noche del sábado José Arcadio se am arró un t rapo roj o en
la cabeza y se fue con los git anos.
Cuando Úrsula descubrió su ausencia, lo buscó por t oda la aldea. En el desm ant elado
cam pam ent o de los git anos no había m ás que un reguero de desperdicios ent re las cenizas
t odavía hum eant es de los fogones apagados. Alguien que andaba por ahí buscando abalorios
ent re la basura le dij o a Úrsula que la noche ant erior había vist o a su hij o en el t um ult o de la fa-
rándula, em puj ando una carret illa con la j aula del hom bre- víbora. «¡Se m et ió de git ano! », le grit ó
ella a su m arido, quien no había dado la m enor señal de alarm a ant e la desaparición.
- Oj alá fuera ciert o - dij o José Arcadio Buendía, m achacando en el m ort ero la m at eria m il veces
m achacada y recalent ada y vuelt a a m achacar- . Así aprenderá a ser hom bre.
Úrsula pregunt ó por dónde se habían ido los git anos. Siguió pregunt ando en el cam ino que le
indicaron, y creyendo que t odavía t enía t iem po de alcanzarlos, siguió alej ándose de la aldea,
hast a que t uvo conciencia de est ar t an lej os que ya no pensó en regresar. José Arcadio Buendía
no descubrió la falt a de su m uj er sino a las ocho de la noche, cuando dej ó la m at eria
recalent ándose en una cam a de est iércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña Am arant a que
est aba ronca de llorar. En pocas horas reunió un grupo de hom bres bien equipados, puso a
Am arant a en m anos de una m uj er que se ofreció para am am ant aría, y se perdió por senderos
invisibles en pos de Úrsula. Aureliano los acom pañó. Unos pescadores indígenas, cuya lengua
desconocían, les indicaron por señas al am anecer que no habían vist o pasar a nadie. Al cabo de
t res días de búsqueda inút il, regresaron a la aldea.
Durant e varias sem anas, José Arcadio Buendía se dej ó vencer por la const ernación. Se
ocupaba com o una m adre de la pequeña Am arant a. La bañaba y cam biaba de ropa, la llevaba a
ser am am ant ada cuat ro veces al día y hast a le cant aba en la noche las canciones que Úrsula
nunca supo cant ar. En ciert a ocasión, Pilar Ternera se ofreció para hacer los oficios de la casa
m ient ras regresaba Úrsula. Aureliano, cuya m ist eriosa int uición se había sensibilizado en la
desdicha, experim ent ó un fulgor de clarividencia al verla ent rar. Ent onces supo que de algún
m odo inexplicable ella t enía la culpa de la fuga de su herm ano y la consiguient e desaparición de
su m adre, y la acosó de t al m odo, con una callada e im placable host ilidad, que la m uj er no volvió
a la casa.
El t iem po puso las cosas en su puest o. José Arcadio Buendía y su hij o no supieron en qué
m om ent o est aban ot ra vez en el laborat orio, sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al at anor,
ent regados una vez m ás a la pacient e m anipulación de la m at eria dorm ida desde hacía varios
m eses en su cam a de est iércol. Hast a Am arant a, acost ada en una canast illa de m im bre,
observaba con curiosidad la absorbent e labor de su padre y su herm ano en el cuart it o enrarecido
por los vapores del m ercurio. En ciert a ocasión, m eses después de la part ida de Úrsula, em -
pezaron a suceder cosas ext rañas. Un frasco vacío que durant e m ucho t iem po est uvo olvidado en
un arm ario se hizo t an pesado que fue im posible m overlo. Una cazuela de agua colocada en la
m esa de t rabaj o hirvió sin fuego durant e m edia hora hast a evaporarse por com plet o. José Arcadio
Buendía y su hij o observaban aquellos fenóm enos con asust ado alborozo, sin lograr explicárselos,
pero int erpret ándolos com o anuncios de la m at eria. Un día la canast illa de Am arant a em pezó a
m overse con un im pulso propio y dio una vuelt a com plet a en el cuart o, ant e la const ernación de
Aureliano, que se apresuró a det enerla. Pero su padre no se alt eró. Puso la canast illa en su
puest o y la am arró a la pat a de una m esa, convencido de que el acont ecim ient o esperado era
inm inent e. Fue en esa ocasión cuando Aureliano le oyó decir:
- Si no t em es a Dios, t ém ele a los m et ales.
De pront o, casi cinco m eses después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exalt ada,
rej uvenecida, con ropas nuevas de un est ilo desconocido en la aldea. José Arcadio Buendía
apenas si pudo resist ir el im pact o. «¡Era est o - grit aba- . Yo sabia que iba a ocurrir.» Y lo creía de
veras, porque en sus prolongados encierros, m ient ras m anipulaba la m at eria, rogaba en el fondo
de su corazón que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación

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del soplo que hace vivir los m et ales, ni la facult ad de convert ir en oro las bisagras y cerraduras
de la casa, sino lo que ahora había ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no com part ía su
alborozo. Le dio un beso convencional, com o si no hubiera est ado ausent e m ás de una hora, y le
dij o:
- Asóm at e a la puert a.
José Arcadio Buendía t ardó m ucho t iem po para rest ablecerse la perplej idad cuando salió a la
calle y vio la m uchedum bre. No eran git anos. Eran hom bres y m uj eres com o ellos, de cabellos
lacios y piel parda, que hablaban su m ism a lengua y se lam ent aban de los m ism os dolores. Traían
m ulas cargadas de cosas de com er, carret as de bueyes con m uebles y ut ensilios dom ést icos,
puros y sim ples accesorios t errest res puest os en vent a sin aspavient os por los m ercachifles de la
realidad cot idiana. Venían del ot ro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaj e, donde había
pueblos que recibían el correo t odos los m eses y conocían las m áquinas del bienest ar. Úrsula no
había alcanzado a los git anos, pero encont ró la rut a que su m arido no pudo descubrir en su
frust rada búsqueda de los grandes invent os.

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Ci en años de sol edad
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III

El hij o de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos sem anas de nacido. Úrsula
lo adm it ió de m ala gana, vencida una vez m ás por la t erquedad de su m arido que no pudo t olerar
la idea de que un ret oño de su sangre quedara navegando a la deriva, pero im puso la condición
de que se ocult ara al niño su verdadera ident idad. Aunque recibió el nom bre de José Arcadio,
t erm inaron por llam arlo sim plem ent e Arcadio para evit ar confusiones. Había por aquella época
t ant a act ividad en el pueblo y t ant os t raj ines en la casa, que el cuidado de los niños quedó
relegado a un nivel secundario. Se los encom endaron a Visit ación, una india guaj ira que llegó al
pueblo con un herm ano, huyendo de una pest e de insom nio que flagelaba a su t ribu desde hacía
varios años. Am bos eran t an dóciles y serviciales que Úrsula se hizo cargo de ellos para que la
ayudaran en los oficios dom ést icos. Fue así com o Arcadio y Am arant a hablaron la lengua guaj ira
ant es que el cast ellano, y aprendieron a t om ar caldo de lagart ij as y a com er huevos de arañas sin
que Úrsula se diera cuent a, porque andaba dem asiado ocupada en un prom et edor negocio de
anim alit os de caram elo. Macondo est aba t ransform ado. Las gent es que llegaron con Úrsula
divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respect o a la ciénaga, de
m odo que la escuet a aldea de ot ro t iem po se convirt ió m uy pront o en un pueblo act ivo, con
t iendas y t alleres de art esanía, y una rut a de com ercio perm anent e por donde llegaran los
prim eros árabes de pant uflas y argollas en las orej as, cam biando collares de vidrio por
guacam ayas. José Arcadio Buendía no t uvo un inst ant e de reposo. Fascinado por una realidad
inm ediat a que ent onces le result ó m ás fant ást ica que el vast o universo de su im aginación, perdió
t odo int erés por el laborat orio de alquim ia, puso a descansar la m at eria ext enuada por largos
m eses de m anipulación, y volvió a ser el hom bre em prendedor de los prim eros t iem pos que
decidía el t razado de las calles y la posición de las nuevas casas, de m anera que nadie disfrut ara
de privilegios que no t uvieran t odos. Adquirió t ant a aut oridad ent re los recién llegados que no se
echaron cim ient os ni se pararon cercas sin consult árselo, y se det erm inó que fuera él quien
dirigiera la repart ición de la t ierra. Cuando volvieron los git anos salt im banquis, ahora con su feria
am bulant e t ransform ada en un gigant esco est ablecim ient o de j uegos de suert e y azar, fueron
recibidos con alborozo porque se pensó que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José Arcadio
no volvió, ni llevaron al hom bre- víbora que según pensaba Úrsula era el único que podría darles
razón de su hij o, así que no se les perm it ió a los git anos inst alarse en el pueblo ni volver a pisarlo
en el fut uro, porque se los consideró com o m ensaj eros de la concupiscencia y la perversión. José
Arcadio Buendía, sin em bargo, fue explícit o en el sent ido de que la ant igua t ribu de Melquíades,
que t ant o cont ribuyó al engrandecim ient o de la aldea can su m ilenaria sabiduría y sus fabulosos
invent os, encont raría siem pre las puert as abiert as. Pero la t ribu de Melquíades, según cont aron
los t rot am undos, había sido borrada de la faz de la t ierra por haber sobrepasado los lim it es del
conocim ient o hum ano.
Em ancipado al m enos por el m om ent o de las t ort uras de la fant asía, José Arcadio Buendía
im puso en poco t iem po un est ado de orden y t rabaj o, dent ro del cual sólo se perm it ió una
licencia: la liberación de los páj aros que desde la época de la fundación alegraban el t iem po con
sus flaut as, y la inst alación en su lugar de reloj es m usicales en t odas las casas. Eran unos
preciosos reloj es de m adera labrada que los árabes cam biaban por guacam ayas, y que José
Arcadio Buendía sincronizó con t ant a precisión, que cada m edia hora el pueblo se alegraba con
los acordes progresivos de una m ism a pieza, hast a alcanzar la culm inación de un m ediodía exact o
y unánim e con el valse com plet o. Fue t am bién José Arcadio Buendía quien decidió por esos años
que en las calles del pueblo se sem braran alm endros en vez de acacias, y quien descubrió sin
revelarlos nunca las m ét odos para hacerlos et ernos. Muchos años después, cuando Macondo fue
un cam pam ent o de casas de m adera y t echos de cinc, t odavía perduraban en las calles m ás
ant iguas los alm endros rot os y polvorient as, aunque nadie sabía ent onces quién los había
sem brado. Mient ras su padre ponía en arden el pueblo y su m adre consolidaba el pat rim onio
dom ést ico con su m aravillosa indust ria de gallit os y peces azucarados que dos veces al día salían

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

de la casa ensart adas en palos de balso, Aureliano vivía horas int erm inables en el laborat orio
abandonada, aprendiendo por pura invest igación el art e de la plat ería. Se había est irado t ant o,
que en poco t iem po dej ó de servirle la ropa abandonada por su herm ano y em pezó a usar la de
su padre, pero fue necesario que Visit ación les cosiera alforzas a las cam isas y sisas a las
pant alones, porque Aureliano no había sacada la corpulencia de las ot ras. La adolescencia le
había quit ada la dulzura de la voz y la había vuelt a silencioso y definit ivam ent e solit ario, pero en
cam bio le había rest it uido la expresión int ensa que t uvo en los aj os al nacer. Est aba t an
concent rado en sus experim ent os de plat ería que apenas si abandonaba el laborat orio para
com er. Preocupada por su ensim ism am ient o, José Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un
poco de dinero, pensando que t al vez le hiciera falt a una m uj er. Pero Aureliano gast ó el dinero en
ácida m uriát ico para preparar agua regia y em belleció las llaves con un baño de oro. Sus
exageraciones eran apenas com parables a las de Arcadio y Am arant a, que ya habían em pezada a
m udar los dient es y t odavía andaban agarrados t oda el día a las m ant as de los indios, t ercos en
su decisión de no hablar el cast ellano, sino la lengua guaj ira. «No t ienes de qué quej art e - le decía
Úrsula a su m arido- . Los hij os heredan las locuras de sus padres.» Y m ient ras se lam ent aba de su
m ala suert e, convencida de que las ext ravagancias de sus hij os eran alga t an espant osa com a
una cola de cerdo, Aureliano fij ó en ella una m irada que la envolvió en un ám bit o de
incert idum bre.
- Alguien va a venir - le dij o.
Úrsula, com o siem pre que él expresaba un pronóst ico, t rat ó de desalent aría can su lógica
casera. Era norm al que alguien llegara. Decenas de forast eras pasaban a diaria por Macondo sin
suscit ar inquiet udes ni ant icipar anuncios secret os. Sin em bargo, por encim a de t oda lógica,
Aureliano est aba seguro de su presagio.
- No sé quién será - insist ió- , pero el que sea ya viene en cam ino.
El dom ingo, en efect o, llegó Rebeca. No t enía m ás de once años. Había hecho el penoso viaj e
desde Manaure con unos t raficant es de pieles que recibieron el encargo de ent regarla j unt o con
una cart a en la casa de José Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién
era la persona que les había pedido el favor. Todo su equipaj e est aba com puest o por el baulit o de
la ropa un pequeño m ecedor de m adera can florecit as de calores pint adas a m ano y un t alego de
lona que hacía un perm anent e ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La
cart a dirigida a José Arcadio Buendía est aba escrit a en t érm inos m uy cariñosas por alguien que lo
seguía queriendo m ucho a pesar del t iem po y la dist ancia y que se sent ía obligado por un
elem ent al sent ido hum anit ario a hacer la caridad de m andarle esa pobre huerfanit a desam parada,
que era prim a de Úrsula en segundo grado y por consiguient e parient a t am bién de José Arcadio
Buendía, aunque en grado m ás lej ano, porque era hij a de ese inolvidable am igo que fue Nicanor
Ulloa y su m uy digna esposa Rebeca Mont iel, a quienes Dios t uviera en su sant a reino, cuyas
rest as adj unt aba la present e para que les dieran crist iana sepult ura. Tant o los nom bres
m encionados com o la firm a de la cart a eran perfect am ent e legibles, pero ni José Arcadio Buendía
ni Úrsula recordaban haber t enida parient es con esos nom bres ni conocían a nadie que se llam ara
cam a el rem it ent e y m ucha m enos en la rem ot a población de Manaure. A t ravés de la niña fue
im posible obt ener ninguna inform ación com plem ent aria. Desde el m om ent o en que llegó se sent ó
a chuparse el dedo en el m ecedor y a observar a t odas con sus grandes aj os espant ados, sin que
diera señal alguna de ent ender lo que le pregunt aban. Llevaba un t raj e de diagonal t eñido de
negro, gast ada por el uso, y unas desconchadas bot ines de charol. Tenía el cabello sost enido
det rás de las orej as can m oñas de cint as negras. Usaba un escapulario con las im ágenes barradas
por el sudor y en la m uñeca derecha un colm illo de anim al carnívoro m ont ada en un soport e de
cobre cam a am ulet o cont ra el m al de aj o. Su piel verde, su vient re redondo y t enso com o un
t am bor, revelaban una m ala salud y un ham bre m ás viej as que ella m ism a, pera cuando le dieran
de com er se quedó can el plat o en las piernas sin probarla. Se llegó inclusive a creer que era
sordom uda, hast a que los indios le pregunt aran en su lengua si quería un poco de agua y ella
m ovió los oj os com a si los hubiera reconocido y dij o que si can la cabeza.
Se quedaron con ella porque no había m ás rem edio. Decidieran llam arla Rebeca, que de
acuerda con la cart a era el nom bre de su m adre, porque Aureliano t uvo la paciencia de leer frent e
a ella t odo el sant oral y no logró que reaccionara can ningún nom bre. Com o en aquel t iem po no
había cem ent erio en Macondo, pues hast a ent onces no había m uert a nadie, conservaron la t alega
con los huesos en espera de que hubiera un lugar digno para sepult arías, y durant e m ucho
t iem po est orbaron por t odas part es y se les encont raba donde m enos se suponía, siem pre con su

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

cloqueant e cacareo de gallina clueca. Pasó m ucho t iem po ant es de que Rebeca se incorporara a la
vida fam iliar. Se sent aba en el m ecedorcit o a chuparse el dedo en el rincón m ás apart ado de la
casa. Nada le llam aba la at ención, salvo la m úsica de los reloj es, que cada m edia hora buscaba
con aj os asust ados, com o si esperara encont rarla en algún lugar del aire. No lograron que
com iera en varios días. Nadie ent endía cóm o no se había m uert a de ham bre, hast a que los
indígenas, que se daban cuent a de t odo porque recorrían la casa sin cesar can sus pies sigilosos,
descubrieron que a Rebeca sólo le gust aba com er la t ierra húm eda del pat io y las t ort as de cal
que arrancaba de las paredes con las uñas. Era evident e que sus padres, o quienquiera que la
hubiese criado, la habían reprendido por ese hábit o, pues lo pract icaba a escondidas y con
conciencia de culpa, procurando t rasponer las raciones para com erlas cuando nadie la viera.
Desde ent onces la som et ieron a una vigilancia im placable. Echaban hiel de vaca en el pat io y
unt aban aj í picant e en las paredes, creyendo derrot ar con esos m ét odos su vicio perniciosa, pero
ella dio t ales m uest ras de ast ucia e ingenio para procurarse la t ierra, que Úrsula se vio forzada a
em plear recursos m ás drást icas. Ponía j ugo de naranj a con ruibarbo en una cazuela que dej aba al
serena t oda la noche, y le daba la pócim a al día siguient e en ayunas. Aunque nadie le había dicho
que aquél era el rem edio específico para el vicio de com er t ierra, pensaba que cualquier sust ancia
am arga en el est óm ago vacío t enía que hacer reaccionar al hígado. Rebeca era t an rebelde y t an
fuert e a pesar de su raquit ism o, que t enían que barbearía com o a un becerro para que t ragara la
m edicina, y apenas si podían reprim ir sus pat alet as y soport ar los enrevesados j eroglíficos que
ella alt ernaba con m ordiscas y escupit aj os, y que según decían las escandalizadas indígenas eran
las obscenidades m ás gruesas que se podían concebir en su idiom a. Cuando Úrsula lo supo,
com plem ent ó el t rat am ient o con correazos. No se est ableció nunca si lo que surt ió efect o fue el
ruibarbo a las t ollinas, o las dos cosas com binadas, pero la verdad es que en pocas sem anas
Rebeca em pezó a dar m uest ras de rest ablecim ient o. Part icipó en los j uegos de Arcadio y
Am arant a, que la recibieron com a una herm ana m ayor, y com ió con apet it o sirviéndose bien de
los cubiert os. Pront o se reveló que hablaba el cast ellano con t ant a fluidez cam a la lengua de los
indios, que t enía una habilidad not able para los oficias m anuales y que cant aba el valse de los
reloj es con una let ra m uy graciosa que ella m ism a había invent ado. No t ardaron en considerarla
com o un m iem bro m ás de la fam ilia. Era con Úrsula m ás afect uosa que nunca lo fueron sus
propios hij os, y llam aba herm anit os a Am arant a y a Arcadio, y t ío a Aureliano y abuelit o a José
Arcadio Buendía. De m odo que t erm inó por m erecer t ant o com o los ot ros el nom bre de Rebeca
Buendía, el único que t uvo siem pre y que llevó can dignidad hast a la m uert e.
Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de com er t ierra y fue llevada a dorm ir
en el cuart o de los ot ros niños, la india que dorm ía con ellos despert ó par casualidad y oyó un
ext raño ruido int erm it ent e en el rincón. Se incorporó alarm ada, creyendo que había ent rada un
anim al en el cuart o, y ent onces vio a Rebeca en el m ecedor, chupándose el dedo y con los oj os
alum brados com o los de un gat o en la oscuridad.
Pasm ada de t error, at ribulada por la fat alidad de su dest ino, Visit ación reconoció en esos oj os
los sínt om as de la enferm edad cuya am enaza los había obligada, a ella y a su herm ano, a
dest errarse para siem pre de un reino m ilenario en el cual eran príncipes. Era la pest e del
insom nio.
Cat aure, el indio, no am aneció en la casa. Su herm ana se quedó, porque su corazón fat alist a le
indicaba que la dolencia let al había de perseguiría de t odos m odos hast a el últ im o rincón de la
t ierra. Nadie ent endió la alarm a de Visit ación. «Si no volvem os a dorm ir, m ej or - decía José
Arcadio Buendía, de buen hum or- . Así nos rendirá m ás la vida.» Pero la india les explicó que lo
m ás t em ible de la enferm edad del insom nio no era la im posibilidad de dorm ir, pues el cuerpo no
sent ía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una m anifest ación m ás crít ica: el
olvido. Quería decir que cuando el enferm o se acost um braba a su est ado de vigilia, em pezaban a
borrarse de su m em oria los recuerdos de la infancia, luego el nom bre y la noción de las cosas, y
por últ im o la ident idad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hast a hundirse en una
especie de idiot ez sin pasado. José Arcadio Buendía, m uert a de risa, consideró que se t rat aba de
una de t ant as dolencias invent adas por la superst ición de los indígenas. Pero Úrsula, por si acaso,
t om ó la precaución de separar a Rebeca de los ot ros niños.
Al cabo de varias sem anas, cuando el t error de Visit ación parecía aplacado, José Arcadio
Buendía se encont ró una noche dando vuelt as en la cam a sin poder dorm ir. Úrsula, que t am bién
había despert ado, le pregunt ó qué le pasaba, y él le cont est ó:

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

«Est oy pensando ot ra vez en Prudencia Aguilar.» No durm ieron un m inut o, pero al día
siguient e se sent ían t an descansadas que se olvidaron de la m ala noche. Aureliano com ent ó
asom brado a la hora del alm uerzo que se sent ía m uy bien a pesar de que había pasado t oda la
noche en el laborat orio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su cum -
pleaños. No se alarm aran hast a el t ercer día, cuando a la hora de acost arse se sint ieron sin
sueño, y cayeran en la cuent a de que llevaban m ás de cincuent a horas sin dorm ir.
- Los niños t am bién est án despiert os - dij o la india con su convicción fat alist a- . Una vez que
ent ra en la casa, nadie escapa a la pest e.
Habían cont raído, en efect o, la enferm edad del insom nio. Úrsula, que había aprendido de su
m adre el valor m edicinal de las plant as, preparó e hizo beber a t odos un brebaj e de acónit o, pero
no consiguieran dorm ir, sino que est uvieron t odo el día soñando despiert os. En ese est ada de
alucinada lucidez no sólo veían las im ágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las
im ágenes soñadas por los ot ros. Era com o si la casa se hubiera llenado de visit ant es. Sent ada en
su m ecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hom bre m uy parecido a ella, vest ido
de lino blanco y con el cuello de la cam isa cerrado por un bot ón de aro, le llevaba una ram a de
rosas. Lo acom pañaba una m uj er de m anas delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña
en el pelo. Úrsula com prendió que el hom bre y la m uj er eran los padres de Rebeca, pero aunque
hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirm ó su cert idum bre de que nunca los había vist o.
Mient ras t ant o, por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó j am ás, los anim alit os de
caram elo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niñas y adult os chupaban
encant ados los deliciosos gallit os verdes del insom nio, los exquisit os peces rosados del insom nio
y los t iernos caballit os am arillos del insom nio, de m odo que el alba del lunes sorprendió despiert o
a t odo el pueblo. Al principio nadie se alarm ó. Al cont rario, se alegraron de no dorm ir, porque
ent onces había t ant o que hacer en Macondo que el t iem po apenas alcanzaba. Trabaj aron t ant o,
que pront o no t uvieran nada m ás que hacer, y se encont raron a las t res de la m adrugada con los
brazos cruzados, cont ando el núm ero de not as que t enía el valse de los relaj es. Los que querían
dorm ir, no por cansancio, sino por nost algia de los sueños, recurrieron a t oda clase de m ét odos
agot adores. Se reunían a conversar sin t regua, a repet irse durant e horas y horas los m ism as
chist es, a com plicar hast a los lím it es de la exasperación el cuent o del gallo capón, que era un
j uego infinit o en que el narrador pregunt aba si querían que les cont ara el cuent o del gallo capón,
y cuando cont est aban que sí, el narrador decía que no había pedido que dij eran que sí, sino que
si querían que les cont ara el cuent o del gallo capón, y cuando cont est aban que no, el narrador
decía que no les había pedida que dij eran que no, sino que si querían que les cont ara el cuent o
del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se
quedaran callados, sino que si querían que les cont ara el cuent o del gallo capón, Y nadie podía
irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les
cont ara el cuent o del gallo capón, y así sucesivam ent e, en un círculo vicioso que se prolongaba
por noches ent eras.
Cuando José Arcadio Buendía se dio cuent a de que la pest e había invadida el pueblo, reunió a
las j efes de fam ilia para explicarles lo que sabía sobre la enferm edad del insom nio, y se
acordaron m edidas para im pedir que el flagelo se propagara a ot ras poblaciones de la ciénaga.
Fue así com o se quit aron a los chivos las cam panit as que los árabes cam biaban por guacam ayas
y se pusieron a la ent rada del pueblo a disposición de quienes desat endían los consej os y súplicas
de los cent inelas e insist ían en visit ar la población. Todos los forast eros que por aquel t iem po
recorrían las calles de Macondo t enían que hacer sonar su cam panit a para que los enferm os
supieran que est aba sano. No se les perm it ía com er ni beber nada durant e su est ancia, pues no
había duda de que la enferm edad sólo sé t ransm it ía por la boca, y t odas las cosas de com er y de
beber est aban cont am inadas de insom nio. En esa form a se m ant uvo la pest e circunscrit a al
perím et ro de la población. Tan eficaz fue la cuarent ena, que llegó el día en que la sit uación de
em ergencia se t uvo por cosa nat ural, y se organizó la vida de t al m odo que el t rabaj o recobró su
rit m o y nadie volvió a preocuparse por la inút il cost um bre de dorm ir.
Fue Aureliano quien concibió la fórm ula que había de defenderlos durant e varias m eses de las
evasiones de la m em oria. La descubrió por casualidad. I nsom ne expert o, por haber sido uno de
las prim eros, había aprendido a la perfección el art e de la plat ería. Un día est aba buscando el
pequeño yunque que ut ilizaba para lam inar los m et ales, y no recordó su nom bre. Su padre se lo
dij o: «t as». Aureliano escribió el nom bre en un papel que pegó con gom a en la base del
yunquecit o: t as. Así est uvo seguro de no olvidarlo en el fut uro. No se le ocurrió que fuera aquella

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

la prim era m anifest ación del olvido, porque el obj et o t enía un nom bre difícil de recordar. Pero
pocos días después descubrió que t enía dificult ades para recordar casi t odas las cosas del
laborat orio. Ent onces las m arcó con el nom bre respect ivo, de m odo que le bast aba con leer la
inscripción para ident ificarlas. Cuando su padre le com unicó su alarm a por haber olvidado hast a
los hechos m ás im presionant es de su niñez, Aureliano le explicó su m ét odo, y José Arcadio
Buendía lo puso en práct ica en t oda la casa y m ás t arde la im puso a t odo el pueblo. Con un
hisopo ent int ado m arcó cada cosa con su nom bre: m esa, silla, reloj , puert a, pared, cam a,
cacerola. Fue al corral y m arcó los anim ales y las plant as: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca,
m alanga, guineo. Paca a poca, est udiando las infinit as posibilidades del olvido, se dio cuent a de
que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se
recordara su ut ilidad. Ent onces fue m ás explícit o. El let rero que colgó en la cerviz de la vaca era
una m uest ra ej em plar de la form a en que los habit ant es de Macondo est aban dispuest as a luchar
cont ra el olvido: Ést a es la vaca, hay que ordeñarla t odas las m añanas para que produzca leche y
a la leche hay que herviría para m ezclarla con el café y hacer café con leche. Así cont inuaron
viviendo en una realidad escurridiza, m om ent áneam ent e capt urada por las palabras, pero que
había de fugarse sin rem edio cuando olvidaran los valores de la let ra escrit a.
En la ent rada del cam ino de la ciénaga se había puest o un anuncio que decía Macondo y ot ro
m ás grande en la calle cent ral que decía Dios exist e. En t odas las casas se habían escrit a claves
para m em orizar los obj et as y los sent im ient os. Pero el sist em a exigía t ant a vigilancia y t ant a
fort aleza m oral, que m uchos sucum bieron al hechizo de una realidad im aginaria, invent ada por
ellos m ism os, que les result aba m enos práct ica pero m ás reconfort ant e. Pilar Ternera fue quien
m ás cont ribuyó a popularizar esa m ist ificación, cuando concibió el art ificio de leer el pasado en
las baraj as com o ant es había leído el fut uro. Mediant e ese recurso, los insom nes em pezaron a
vivir en un m undo const ruido por las alt ernat ivas inciert as de los naipes, donde el padre se
recordaba apenas com o el hom bre m oreno que había llegada a principios de abril y la m adre se
recordaba apenas com o la m uj er t rigueña que usaba un anillo de oro en la m ano izquierda, y
donde una fecha de nacim ient o quedaba reducida al últ im o m art es en que cant ó la alondra en el
laurel. Derrot ado por aquellas práct icas de consolación, José Arcadio Buendía decidió ent onces
const ruir la m áquina de la m em oria que una vez había deseado para acordarse de los
m aravillosos invent os de los git anos. El art efact o se fundaba en la posibilidad de repasar t odas las
m añanas, y desde el principio hast a el fin, la t ot alidad de los conocim ient os adquiridos en la vida.
Lo im aginaba com o un diccionario girat orio que un individuo sit uada en el ej e pudiera operar
m ediant e una m anivela, de m odo que en pocas horas pasaran frent e a sus oj os las naciones m ás
necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de cat orce m il fichas, cuando apareció par el
cam ino de la ciénaga un anciano est rafalario con la cam panit a t rist e de los durm ient es, cargando
una m alet a vent ruda am arrada can cuerdas y un carrit o cubiert o de t rapos negros. Fue
direct am ent e a la casa de Jasé Arcadio Buendía.
Visit ación no lo conoció al abrirle la puert a, y pensó que llevaba el propósit o de vender algo,
ignorant e de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin rem edio en el t rem edal del
olvido. Era un hom bre decrépit o. Aunque su voz est aba t am bién cuart eada par la incert idum bre y
sus m anas parecían dudar de la exist encia de las cosas, era evident e que venían del m undo
donde t odavía los hom bres podían dorm ir y recordar. José Arcadio Buendía lo encont ró sent ado
en la sala, abanicándose con un rem endado som brero negra, m ient ras leía can at ención
com pasiva los let reros pegados en las paredes. Lo saludó con am plias m uest ras de afect o,
t em iendo haberla conocido en ot ro t iem po y ahora no recordarlo. Pero el visit ant e advirt ió su
falsedad. Se sint ió olvidado, no con el olvido rem ediable del corazón, sino con ot ro olvido m ás
cruel e irrevocable que él conocía m uy bien, porque era el olvido de la m uert e. Ent onces
com prendió. Abrió la m alet a at iborrada de obj et os indescifrables, y de ent re ellos sacó un m alet ín
con m uchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio Buendía una sust ancia de color apacible, y la
luz se hizo en su m em oria. Los oj os se le hum edecieron de llant o, ant es de verse a sí m ism o en
una sala absurda donde los obj et as est aban m arcados, y ant es de avergonzarse de las solem nes
t ont erías escrit as en las paredes, y aun ant es de reconocer al recién llegado en un deslum brant e
resplandor de alegría. Era Melquíades.
Mient ras Macondo celebraba la reconquist a de los recuerdos, José Arcadio Buendía y
Melquíades le sacudieron el polvo a su viej a am ist ad. El git ano iba dispuest o a quedarse en el
pueblo. Había est ado en la m uert e, en efect o, pero había regresada porque no pudo soport ar la
soledad. Repudiada par su t ribu, desprovist o de t oda facult ad sobrenat ural com o cast igo por su

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

fidelidad a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del m undo t odavía no descubiert o por la
m uert e, dedicada a la explot ación de un laborat orio de daguerrot ipia. José Arcadio Buendía no
había oído hablar nunca de ese invent o. Pero cuando se vio a sí m ism o y a t oda su fam ilia
plasm adas en una edad et erna sobre una lám ina de m et al t ornasol, se quedó m udo de est upor.
De esa época dat aba el oxidado daguerrot ipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo
erizada y cenicient o, el acart onada cuello de la cam isa prendido con un bot ón de cobre, y una
expresión de solem nidad asom brada, y que Úrsula describía m uert a de risa com o «un general
asust ado. En verdad, José Arcadio Buendía est aba asust ado la diáfana m añana de diciem bre en
que le hicieron el daguerrot ipo, porque pensaba que la gent e se iba gast ando poca a poca a
m edida que su im agen pasaba a las placas m et álicas. Por una curiosa inversión de la cost um bre,
fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, com o fue t am bién ella quien olvidó sus
ant iguos resquem ores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca
perm it ió que le hicieran un daguerrot ipo porque ( según sus propias palabras t ext uales) no quería
quedar para burla de sus niet os. Aquella m añana vist ió a los niños con sus rapas m ej ores, les
em polvó la cara y les dio una cucharada de j arabe de t uét ano a cada uno para que pudieran
perm anecer absolut am ent e inm óviles durant e casi das m inut os frent e a la aparat osa cám ara de
Melquíades. En el daguerrot ipo fam iliar, el único que exist ió j am ás, Aureliano apareció vest ido de
t erciopelo negra, ent re Am arant a y Rebeca. Tenía la m ism a languidez y la m ism a m irada
clarivident e que había de t ener años m ás t arde frent e al pelot ón de fusilam ient o. Pero aún no
había sent ido la prem onición de su dest ino. Era un orfebre expert o, est im ado en t oda la ciénaga
por el preciosism o de su t rabaj o. En el t aller que com part ía con el disparat ado laborat orio de
Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en ot ro t iem po, m ient ras su padre y el
git ano int erpret aban a grit os las predicciones de Nost radam us, ent re un est répit o de frascos y
cubet as, y el desast re de los ácidos derram ados y el brom uro de plat a perdido por los codazos y
t raspiés que daban a cada inst ant e. Aquella consagración al t rabaj o, el buen j uicio can que
adm inist raba sus int ereses, le habían perm it ido a Aureliano ganar en poco t iem po m ás dinero que
Úrsula con su deliciosa fauna de caram elo, pero t odo el m undo se ext rañaba de que fuera ya un
ham bre hecho y derecho y no se le hubiera conocido m uj er. En realidad no la había t enido.
Meses después volvió Francisco el Hom bre, un anciano t rot am undos de casi doscient os años
que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones com puest as par él m ism o. En
ellas, Francisco el Hom bre relat aba con det alles m inuciosos las not icias ocurridas en los pueblos
de su it inerario, desde Manaure hast a los confines de la ciénaga, de m odo que si alguien t enía un
recado que m andar a un acont ecim ient o que divulgar, le pagaba das cent avos para que lo
incluyera en su repert orio. Fue así com o se ent eró Úrsula de la m uert e de su m adre par pura
casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que dij eran algo de su
hij o José Arcadio. Francisca el Hom bre, así llam ado porque derrot ó al diablo en un duelo de
im provisación de cant os, y cuyo verdadero nom bre no conoció nadie, desapareció de Macondo
durant e la pest e del insom nio y una noche reapareció sin ningún anuncio en la t ienda de
Cat arino. Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el m undo. En esa
ocasión llegaron con él una m uj er t an gorda que cuat ro indios t enían que llevarla cargada en un
m ecedor, y una m ulat a adolescent e de aspect o desam parado que la prot egía del sol con un
paraguas. Aureliano fue esa noche a la t ienda de Cat arm e. Encont ró a Francisco el Hom bre, com o
un cam aleón m onolít ico, sent ado en m edio de un círculo de curiosas. Cant aba las not icias con su
viej a voz descordada, acom pañándose con el m ism o acordeón arcaico que le regaló Sir Walt er
Raleigh en la Guayana, m ient ras llevaba el com pás con sus grandes pies cam inadores agriet ados
por el salit re. Frent e a una puert a del fondo por donde ent raban y salían algunos hom bres, est aba
sent ada y se abanicaba en silencio la m at rona del m ecedor. Cat arino, can una rosa de fielt ro en la
orej a, vendía a la concurrencia t azones de guarapo ferm ent ado, y aprovechaba la ocasión para
acercarse a los hom bres y ponerles la m ano donde no debía. Hacia la m edia noche el calor era
insoport able. Aureliano escuchó las not icias hast a el final sin encont rar ninguna que le int eresara
a su fam ilia. Se disponía a regresar a casa cuando la m at rona le hizo una señal con la m ano.
- Ent ra t ú t am bién - le dij o- . Sólo cuest a veint e cent avos. Aureliano echó una m oneda en la
alcancía que la m at rona t enía en las piernas y ent ró en el cuart o sin saber para qué. La m ulat a
adolescent e, con sus t et icas de perra, est aba desnuda en la cam a. Ant es de Aureliano, esa noche,
sesent a y t res hom bres habían pasado por el cuart o. De t ant o ser usado, y am asado en sudores y
suspiros, el aire de la habit ación em pezaba a convert irse en lodo. La m uchacha quit ó la sábana
em papada y le pidió a Aureliano que la t uviera de un lado. Pesaba com o un lienzo. La

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Ci en años de sol edad
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exprim ieron, t orciéndola por los ext rem os, hast a que recobró su peso nat ural. Volt earan la
est era, y el sudor salía del ot ro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no t erm inara
nunca. Conocía la m ecánica t eórica del am ar, pero no podía t enerse en pie a causa del desalient o
de sus rodillas, y aunque t enía la piel erizada y ardient e no podía resist ir a la urgencia de
expulsar el peso de las t ripas. Cuando la m uchacha acabó de arreglar la cam a y le ordenó que se
desvist iera, él le hizo una explicación at olondrada: «Me hicieron ent rar. Me dij eron que echara
veint e cent avos en la alcancía y que no m e dem orara.» La m uchacha com prendió su ofuscación.
«Si echas ot ros veint e cent avos a la salida, puedes dem orart e un poca m ás», dij o suavem ent e.
Aureliano se desvist ió, at orm ent ado por el pudor, sin poder quit arse la idea de que su desnudez
no resist ía la com paración can su herm ano. A pesar de los esfuerzas de la m uchacha, él se sint ió
cada vez m ás indiferent e, y t erriblem ent e sola. «Echaré ot ros veint e cent avos», dij o con voz de-
solada. La m uchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne viva. Tenía el pellej o
pegado a las cost illas y la respiración alt erada por un agot am ient o insondable. Dos años ant es,
m uy lej os de allí, se había quedado dorm ida sin apagar la vela y había despert ado cercada por el
fuego. La casa donde vivía can la abuela que la había criada quedó reducida a cenizas. Desde
ent onces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acost ándola por veint e cent avos, para pagarse
el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la m uchacha, t odavía la falt aban unos diez
años de set ent a hom bres por noche, porque t enía que pagar adem ás los gast os de viaj e y
alim ent ación de am bas y el sueldo de los indios que cargaban el m ecedor. Cuando la m at rona
t ocó la puert a por segunda vez, Aureliano salió del cuart o sin haber hecho nada, at urdido por el
deseo de llorar. Esa noche no pudo dorm ir pensando en la m uchacha, con una m ezcla de deseo y
conm iseración. Sent ía una necesidad irresist ible de am arla y prot egerla. Al am anecer, ext enuado
por el insom nio y la fiebre, t om ó la serena decisión de casarse con ella para liberarla del des-
pot ism o de la abuela y disfrut ar t odas las noches de la sat isfacción que ella le daba a set ent a
hom bres. Pera a las diez de la m añana, cuando llegó a la t ienda de Cat arino, la m uchacha se
había ido del pueblo.
El t iem po aplacó su propósit o at olondrado, pero agravó su sent im ient o de frust ración. Se
refugió en el t rabaj o. Se resignó a ser un hom bre sin m uj er t oda la vida para ocult ar la vergüenza
de su inut ilidad. Mient ras t ant o, Melquíades t erm inó de plasm ar en sus placas t odo lo que era
plasm able en Macondo, y abandonó el laborat orio de daguerrot ipia a los delirios de José Arcadio
Buendía, quien había resuelt o ut ilizarlo para obt ener la prueba cient ífica de la exist encia de Dios.
Mediant e un com plicada proceso de exposiciones superpuest as t om adas en dist int os lugares de la
casa, est aba segura de hacer t arde o t em prano el daguerrot ipo de Dios, si exist ía, o poner
t érm ino de una vez por t odas a la suposición de su exist encia. Melquíades profundizó en las
int erpret aciones de Nost radam us. Est aba hast a m uy t arde, asfixiándose dent ro de su descolorido
chaleco de t erciopelo, garrapat eando papeles con sus m inúsculas m anas de gorrión, cuyas
sort ij as habían perdido la lum bre de ot ra época. Una noche creyó encont rar una predicción sobre
el fut uro de Macondo. Sería una ciudad lum inosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba
ningún rast ro de la est irpe de las Buendía. «Es una equivocación - t ronó José Arcadio Buendía- .
No serán casas de vidrio sino de hielo, com a yo lo soñé y siem pre habrá un Buendía, por los
siglos de los siglos.» En aquella casa ext ravagant e, Úrsula pugnaba por preservar el sent ido
com ún, habiendo ensanchado el negocio de anim alit os de caram elo con un horno que producía
t oda la noche canast os y canast os de pan y una prodigiosa variedad de pudines, m erengues y
bizcochuelos, que se esfum aban en pocas horas por los vericuet os de la ciénaga. Había llegado a
una edad en que t enía derecho a descansar, pero era, sin em bargo, cada vez m ás act iva. Tan
ocupada est aba en sus prósperas em presas, que una t arde m iró por dist racción hacia el pat io,
m ient ras la india la ayudaba a endulzar la m asa, y vio das adolescent es desconocidas y herm osas
bardando en bast idor a la luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Am arant a. Apenas se habían quit ado
el lut o de la abuela, que guardaron con inflexible rigor durant e t res años, y la ropa de color
parecía haberles dado un nuevo lugar en el m undo. Rebeca, al cont rario de lo que pudo es-
perarse, era la m ás bella. Tenía un cut is diáfano, unos oj os grandes y reposados, y unas m anos
m ágicas que parecían elaborar con hilos invisibles la t ram a del bordado. Am arant a, la m enor, era
un poco sin gracia, pero t enía la dist inción nat ural, el est iram ient o int erior de la abuela m uert a.
Junt a a ellas, aunque ya revelaba el im pulso físico de su padre, Arcadio parecía una niña. Se
había dedicado a aprender el art e de la plat ería con Aureliano, quien adem ás lo había enseñado a
leer y escribir. Úrsula se dio cuent a de pront o que la casa se había llenado de gent e, que sus
hij os est aban a punt o de casarse y t ener hij os, y que se verían obligadas a dispersarse por falt a

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Ci en años de sol edad
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de espacio. Ent onces sacó el dinero acum ulado en largos años de dura labor, adquirió
com prom isos con sus client es, y em prendió la am pliación de la casa. Dispuso que se const ruyera
una sala form al para las visit as, ot ra m ás cóm oda y fresca para el uso diario, un com edor para
una m esa de doce puest as donde se sent ara la fam ilia con t odos sus invit ados; nueve dorm it orios
con vent anas hacia el pat io y un largo corredor prot egido del resplandor del m ediodía por un
j ardín de rasas, con un pasam anos para poner m acet as de helechos y t iest os de begonias.
Dispuso ensanchar la cocina para const ruir das hornos, dest ruir el viej o granero donde Pilar
Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y const ruir ot ro das veces m ás grande para que nunca
falt aran los alim ent os en la casa. Dispuso const ruir en el pat io, a la som bra del cast año, un baño
para las m uj eres y ot ra para los hom bres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero
alam brado, un est ablo de ordeña y una paj arera abiert a a los cuat ro vient os para que se
inst alaran a su gust a los páj aros sin rum bo. Seguida por docenas de albañiles y carpint eros,
com o si hubiera cont raído la fiebre alucinant e de su esposa, Úrsula ordenaba la posición de la luz
y la conduct a del calor, y repart ía el espacio sin el m enor sent ido de sus lím it es. La prim it iva
const rucción de los fundadores se llenó de herram ient as y m at eriales, de obreros agobiados por
el sudar, que le pedían a t odo el m undo el favor de no est orbar, sin pensar que eran ellos quienes
est orbaban, exasperados por el t alego de huesas hum anos que los perseguía por t odas part es
can su sorda cascabeleo. En aquella incom odidad, respirando cal viva y m elaza de alquit rán,
nadie ent endió m uy bien cóm o fue surgiendo de las ent rañas de la t ierra no sólo la casa m ás
grande que habría nunca en el pueblo, sino la m ás hospit alaria y fresca que hubo j am ás en el
ám bit o de la ciénaga. José Arcadio Buendía, t rat ando de sorprender a la Divina Providencia en
m edio del cat aclism o, fue quien m enos lo ent endió. La nueva casa est aba casi t erm inada cuando
Úrsula lo sacó de su m undo quim érico para inform arle que había orden de pint ar la fachada de
azul, y no de blanca com o ellos querían. Le m ost ró la disposición oficial escrit a en un papel. José
Arcadio Buendía, sin com prender lo que decía su esposa, descifró la firm a.
- ¿Quién es est e t ipo? - pregunt ó.
- El corregidor - dij o Úrsula desconsolada- . Dicen que es una aut oridad que m andó el gobierno.
Don Apolinar Moscot e, el corregidor, había llegado a Macondo sin hacer ruido. Se baj ó en el
Hot el de Jacob - inst alado por uno de los prim eras árabes que llegaron haciendo cam balache de
chucherías por guacam ayas- y al día siguient e alquiló un cuart it o con puert a hacia la calle, a dos
cuadras de la casa de los Buendía. Puso una m esa y una silla que les com pró a Jacob, clavó en la
pared un escudo de la república que había t raído consigo, y pint ó en la puert a el let rero: Co-
rregidor. Su prim era disposición fue ordenar que t odas las casas se pint aran de azul para celebrar
el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la
m ano, lo encont ró durm iendo la siest a en una ham aca que había colgada en el escuet o despacho.
«¿Ust ed escribió est e papel?», le pregunt ó. Don Apolinar Moscot e, un hom bre m aduro, t ím ido, de
com plexión sanguínea, cont est ó que sí. «¿Can qué derecho?», volvió a pregunt ar José Arcadio
Buendía. Don Apolinar Moscot e buscó un papel en la gavet a de la m esa y se lo m ost ró: «He sido
nom brada corregidor de est e pueblo. » José Arcadio Buendía ni siquiera m iró el nom bram ient o.
- En est e pueblo no m andam os con papeles - dij o sin perder la calm a- . Y para que lo sepa de
una vez, no necesit am os ningún corregidor porque aquí no hay nada que corregir.
Ant e la im pavidez de don Apolinar Mascot e, siem pre sin levant ar la voz, hizo un porm enorizada
recuent o de cóm o habían fundado la aldea, de cóm o se habían repart ido la t ierra, abiert o los
cam inos e int roducido las m ej oras que les había ido exigiendo la necesidad, sin haber m olest ado
a gobierno alguno y sin que nadie los m olest ara. «Som os t an pacíficos que ni siquiera nos hem os
m uert o de m uert e nat ural - dij o- . Ya ve que t odavía no t enem os cem ent erio.» No se dolió de que
el gobierno no los hubiera ayudado. Al cont rario, se alegraba de que hast a ent onces las hubiera
dej ado crecer en paz, y esperaba que así los siguiera dej ando, porque ellas no habían fundado un
pueblo para que el prim er advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. Don Apolinar Moscot e
se había puest o un saco de dril, blanco com o sus pant alones, sin perder en ningún m om ent o la
pureza de sus adem anes.
- De m odo que si ust ed se quiere quedar aquí, com o ot ro ciudadana com ún y corrient e, sea
m uy bienvenido - concluyó José Arcadio Buendía- . Pero si viene a im plant ar el desorden obligando
a la gent e que pint e su casa de azul, puede agarrar sus corot os y largarse por donde vino. Porque
m i casa ha de ser blanca com o una palom a.
Don Apolinar Moscot e se puso pálido. Dio un paso at rás y apret ó las m andíbulas para decir con
una ciert a aflicción:

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Ci en años de sol edad
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- Quiero advert irle que est oy arm ado.


José Arcadio Buendía no supo en qué m om ent o se le subió a las m anos la fuerza j uvenil con
que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscot e par la solapa y lo levant ó a la alt ura de
sus aj os.
- Est o lo hago - le dij o- porque prefiero cargarlo vivo y no t ener que seguir cargándolo m uert o
por el rest o de m i vida.
Así la llevó por la m it ad de la calle, suspendido por las solapas, hast a que lo puso sobre sus
das pies en el cam ino de la ciénaga. Una sem ana después est aba de regreso con seis soldados
descalzos y harapient os, arm ados con escopet as, y una carret a de bueyes donde viaj aban su
m uj er y sus siet e hij as. Más t arde llegaran ot ras das carret as con los m uebles, los baúles y los
ut ensilios dom ést icas. I nst aló la fam ilia en el Hot el de Jacob, m ient ras conseguía una casa, y
volvió a abrir el despacho prot egido por los soldados. Los fundadores de Macondo, resuelt os a
expulsar a los invasores, fueron can sus hij as m ayores a ponerse a disposición de José Arcadio
Buendía. Pera él se opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscot e había vuelt o can su m uj er
y sus hij as, y no era cosa de hom bres abochornar a ot ros delant e de su fam ilia. Así que decidió
arreglar la sit uación por las buenas.
Aureliano lo acom pañó. Ya para ent onces había em pezado a cult ivar el bigot e negro de punt as
engom adas, y t enía la voz un poco est ent órea que había de caract erizarlo en la guerra.
Desarm adas, sin hacer caso de la guardia, ent raron al despacho del corregidor. Don Apolinar
Moscot e no perdió la serenidad. Les present ó a dos de sus hij as que se encont raban allí por
casualidad: Am paro, de dieciséis años, m orena com o su m adre, y Rem edios, de apenas nueve
años, una preciosa niña can piel de lirio y oj os verdes. Eran graciosas y bien educadas. Tan
pront o cam a ellos ent raron, ant es de ser present adas, les acercaron sillas para que se sent aran.
Pera am bas perm anecieron de pie.
- Muy bien, am iga - dij o José Arcadio Buendía- , ust ed se queda aquí, pero no porque t enga en la
puert a esos bandoleros de t rabuco, sino por consideración a su señora esposa y a sus hij as.
Don Apolinar Moscot e se desconcert ó, pero José Arcadio Buendía no le dio t iem po de replicar.
«Sólo le ponem os das condiciones - agregó- . La prim era: que cada quien pint a su casa del color
que le dé la gana. La segunda: que los soldados se van en seguida. Nosot ros le garant izam os el
orden.» El corregidor levant ó la m ano derecha can t odas los dedos ext endidos.
- ¿Palabra de honor?
- Palabra de enem igo - dij o José Arcadio Buendía. Y añadió en un t ono am argo- : Porque una
cosa le quiero decir: ust ed y yo seguim os siendo enem igas.
Esa m ism a t arde se fueran los soldados. Pacos días después José Arcadio Buendía le consiguió
una casa a la fam ilia del corregidor. Todo el m undo quedó en paz, m enos Aureliano. La im agen de
Rem edios, la hij a m enor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hij a suya, le quedó
doliendo en alguna part e del cuerpo. Era una sensación física que casi le m olest aba para cam inar,
com o una piedrecit a en el zapat o.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

IV

La casa nueva, blanca com o una palom a, fue est renada con un baile. Úrsula había concebido
aquella idea desde la t arde en que vio a Rebeca y Am arant a convert idas en adolescent es, y casi
puede decirse que el principal m ot ivo de la const rucción fue el deseo de procurar a las m uchachas
un lugar digno donde recibir las visit as. Para que nada rest ara esplendor a ese propósit o, t rabaj ó
com a un galeot e m ient ras se ej ecut aban las reform as, de m odo que ant es de que est uvieran
t erm inadas había encargado cost osas m enest eres para la decoración y el servicio, y el invent o
m aravilloso que había de suscit ar el asom bro del pueblo y el j úbilo de la j uvent ud: la pianola. La
llevaron a pedazos, em pacada en varios caj ones que fueron descargados j unt o con los m uebles
vieneses, la crist alería de Bohem ia, la vaj illa de la Com pañía de las I ndias, los m ant eles de
Holanda y una rica variedad de lám paras y palm at orias, y floreros, param ent os y t apices. La casa
im port adora envió por su cuent a un expert o it aliana, Piet ro Crespi, para que arm ara y afinara la
pianola, inst ruyera a los com pradores en su m anej o y las enseñara a bailar la m úsica de m oda
im presa en seis rollos de papel.
Piet ro Crespi era j oven y rubio, el hom bre m ás herm oso y m ej or educada que se había vist o en
Macondo, t an escrupuloso en el vest ir que a pesar del calor sofocant e t rabaj aba con la alm illa
brocada y el grueso saca de paño oscuro. Em papado en sudar, guardando una dist ancia reverent e
con los dueños de la casa, est uvo varias sem anas encerrado en la sala, con una consagración
sim ilar a la de Aureliano en su t aller de orfebre. Una m añana, sin abrir la puert a, sin convocar a
ningún t est igo del m ilagro, colocó el prim er rollo en la pianola, y el m art illeo at orm ent ador y el
est répit o const ant e de los list ones de m adera cesaron en un silencio de asom bro, ant e el orden y
la lim pieza de la m úsica. Todos se precipit aron a la sala. José Arcadio Buendía pareció fulm inado
no por la belleza de la m elodía, sino par el t ecleo aut ónom o de la pianola, e inst aló en la sala la
cám ara de Melquíades con la esperanza de obt ener el daguerrot ipo del ej ecut ant e invisible. Ese
día el it aliano alm orzó con ellos. Rebeca y Am arant a, sirviendo la m esa, se int im idaron con la
fluidez con que m anej aba los cubiert os aquel hom bre angélico de m anos pálidas y sin anillos. En
la sala de est ar, cont igua a la sala de visit a, Piet ro Crespi las enseñó a bailar. Les indicaba los
pasos sin t ocarlas, m arcando el com pás con un m et rónom o, baj a la am able vigilancia de Úrsula,
que no abandonó la sala un solo inst ant e m ient ras sus hij as recibían las lecciones. Piet ro Crespi
llevaba en esos días unos pant alones especiales, m uy flexibles y aj ust ados, y unas zapat illas de
baile. «No t ienes por qué preocupart e t ant o - le decía José Arcadio Buendía a su m uj er- . Est e
hom bre es m arica.» Pero ella no desist ió de la vigilancia m ient ras no t erm inó el aprendizaj e y el
it aliano se m archó de Macondo. Ent onces em pezó la organización de la fiest a. Úrsula hizo una
list a severa de los invit ados, en la cual los únicos escogidos fueron los descendient es de los
fundadores, salvo la fam ilia de Pilar Ternera, que ya había t enido ot ros dos hij os de padres
desconocidos. Era en realidad una selección de clase, sólo que det erm inada por sent im ient os de
am ist ad, pues los favorecidos no sólo eran los m ás ant iguos allegados a la casa de José Arcadio
Buendía desde ant es de em prender el éxodo que culm inó con la fundación de Macondo, sino que
sus hij os y niet os eran los com pañeros habit uales de Aureliano y Arcadio desde la infancia, y sus
hij as eran las únicas que visit aban la casa para bordar con Rebeca y Am arant a. Don Apolinar
Moscot e, el gobernant e benévolo cuya act uación se reducía a sost ener con sus escasos recursos a
dos policías arm ados con bolillos de palo, era una aut oridad ornam ent al. Para sobrellevar los
gast os dom ést icos, sus hij as abrieron un t aller de cost ura, donde lo m ism o hacían flores de fielt ro
que bocadillos de guayaba y esquelas de am or por encargo. Pero a pesar de ser recat adas y
serviciales, las m ás bellas del pueblo y las m ás diest ras en los bailes nuevos, no consiguieron que
se les t om ara en cuent a para la fiest a.
Mient ras Úrsula y las m uchachas desem pacaban m uebles, pulían las vaj illas y colgaban
cuadros de doncellas en barcas cargadas de rosas, infundiendo un soplo de vida nueva a los
espacios pelados que const ruyeron los albañiles, José Arcadio Buendía renunció a la persecución
de la im agen de Dios, convencido de su inexist encia, y dest ripó la pianola para descifrar su m agia

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Ci en años de sol edad
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secret a. Dos días ant es de la fiest a, em pant anado en un reguero de clavij as y m art inet es
sobrant es, chapuceando ent re un enredij o de cuerdas que desenrollaba por un ext rem o y se
volvían a enrollar por el ot ro, consiguió m alcom poner el inst rum ent o. Nunca hubo t ant os
sobresalt os y correndillas com o en aquellos días, pero las nuevas lám paras de alquit rán se en-
cendieron en la fecha y a la hora previst as. La casa se abrió, t odavía olorosa a resinas y a cal
húm eda, y los hij os y niet os de los fundadores conocieron el corredor de los helechos y las
begonias, los aposent os silenciosos, el j ardín sat urado por la fragancia de las rosas, y se
reunieron en la sala de visit a frent e al invent o desconocido que había sido cubiert o con una
sábana blanca. Quienes conocían el pianofort e, popular en ot ras poblaciones de la ciénaga, se
sint ieron un poco descorazonados, pero m ás am arga fue la desilusión de Úrsula cuando colocó el
prim er rollo para que Am arant a y Rebeca abrieran el baile, y el m ecanism o no funcionó.
Melquíades, ya casi ciego, desm igaj ándose de decrepit ud, recurrió a las art es de su ant iquísim a
sabiduría para t rat ar de com ponerlo. Al fin José Arcadio Buendía logró m over por equivocación un
disposit ivo at ascado, y la m úsica salió prim ero a borbot ones, y luego en un m anant ial de not as
enrevesadas. Golpeando cont ra las cuerdas puest as sin orden ni conciert o y t em pladas con
t em eridad, los m art inet es se desquiciaron. Pero los porfiados descendient es de los veint iún
int répidos que desent rañaron la sierra buscando el m ar por el Occident e, eludieron los escollos
del t rast rueque m elódico, y el baile se prolongó hast a el am anecer.
Piet ro Crespi volvió a com poner la pianola. Rebeca y Am arant a lo ayudaron a ordenar las
cuerdas y lo secundaron en sus risas por lo enrevesado de los valses. Era en ext rem o afect uoso,
y de índole t an honrada, que Úrsula renunció a la vigilancia. La víspera de su viaj e se im provisó
con la pianola rest aurada un baile para despedirlo, y él hizo con Rebeca una dem ost ración
virt uosa de las danzas m odernas. Arcadio y Am arant a los igualaron en gracia y dest reza. Pero la
exhibición fue int errum pida porque Pilar Ternera, que est aba en la puert a con los curiosos, se
peleó a m ordiscos y t irones de pelo con una m uj er que se at revió a com ent ar que el j oven
Arcadio t enía nalgas de m uj er. Hacia la m edianoche, Piet ro Grespi se despidió con un discursit o
sent im ent al y prom et ió volver m uy pront o. Rebeca lo acom pañó hast a la puert a, y luego de haber
cerrado la casa y apagado las lám paras, se fue a su cuart o a llorar. Fue un llant o inconsolable que
se prolongó por varios días, y cuya causa no conoció ni siquiera Am arant a. No era ext raño su her-
m et ism o. Aunque parecía expansiva y cordial, t enía un caráct er solit ario y un corazón
im penet rable. Era una adolescent e espléndida, de huesos largos y firm es, pero se em pecinaba en
seguir usando el m ecedorcit o de m adera con que llegó a la casa, m uchas veces reforzado y ya
desprovist o de brazos. Nadie había descubiert o que aún a esa edad, conservaba el hábit o de
chuparse el dedo. Por eso no perdía ocasión de encerrarse en el baño, y había adquirido la
cost um bre de dorm ir con la cara vuelt a cont ra la pared. En las t ardes de lluvia, bordando con un
grupo de am igas en el corredor de las begonias, perdía el hilo de la conversación y una lágrim a
de nost algia le salaba el paladar cuando veía las vet as de t ierra húm eda y los m ont ículos de barro
const ruidos por las lom brices en el j ardín. Esos gust os secret os, derrot ados en ot ro t iem po por las
naranj as con ruibarbo, est allaron en un anhelo irreprim ible cuando em pezó a llorar. Volvió a
com er t ierra. La prim era vez lo hizo casi por curiosidad, segura de que el m al sabor sería el m ej or
rem edio cont ra la t ent ación. Y en efect o no pudo soport ar la t ierra en la boca. Pero insist ió,
vencida por el ansia crecient e, y poco a poco fue rescat ando el apet it o ancest ral, el gust o de los
m inerales prim arios, la sat isfacción sin resquicios del alim ent o original. Se echaba puñados de
t ierra en los bolsillos, y los com ía a granit os sin ser vist a, con un confuso sent im ient o de dicha y
de rabia, m ient ras adiest raba a sus am igas en las punt adas m ás difíciles y conversaba de ot ros
hom bres que no m erecían el sacrificio de que se com iera por ellos la cal de las paredes. 'Los
puñados de t ierra hacían m enos rem ot o y m ás ciert o al único hom bre que m erecía aquella
degradación, com o si el suelo que él pisaba con sus finas bot as de charol en ot ro lugar del
m undo, le t ransm it iera a ella el peso y la t em perat ura de su sangre en un sabor m ineral que
dej aba un rescoldo áspero en la boca y un sedim ent o de paz en el corazón. Una t arde, sin ningún
m ot ivo, Am paro Moscot e pidió perm iso para conocer la casa. Am arant a y Rebeca, desconcert adas
por la visit a im previst a, la at endieron con un form alism o duro. Le m ost raron la m ansión
reform ada, le hicieron oír los rollos de la pianola y le ofrecieron naranj ada con gallet it as. Am paro
dio una lección de dignidad, de encant o personal, de buenas m aneras, que im presionó a Úrsula
en los breves inst ant es en que asist ió a la visit a. Al cabo de dos horas, cuando la conversación
em pezaba a languidecer, Am paro aprovechó un descuido de Am arant a y le ent regó una cart a a
Rebeca. Ella alcanzó a ver el nom bre de la m uy dist inguida señorit a doña Rebeca Buendía, escrit o

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con la m ism a let ra m et ódica, la m ism a t int a verde y la m ism a disposición preciosist a de las
palabras con que est aban escrit as las inst rucciones de m anej o de la pianola, y dobló la cart a con
la punt a de los dedos y se la escondió en el corpiño m irando a Am paro Moscot e con una
expresión de grat it ud sin t érm ino ni condiciones y una callada prom esa de com plicidad hast a la
m uert e.
La repent ina am ist ad de Am paro Moscot e y Rebeca Buendía despert ó las esperanzas de
Aureliano. El recuerdo de la pequeña Rem edios no había dej ado de t ort uraría, pero no encont raba
la ocasión de verla. Cuando paseaba por el pueblo con sus am igos m ás próxim os, Magnífico
Visbal y Gerineldo Márquez - hij os de los fundadores de iguales nom bres- , la buscaba con m irada
ansiosa en el t aller de cost ura y sólo veía a las herm anas m ayores. La presencia de Am paro
Moscot e en la casa fue com o una prem onición. «Tiene que venir con ella - se decía Aureliano en
voz baj a- . Tiene que venir.» Tant as veces se lo repit ió, y con t ant a convicción, que una t arde en
que arm aba en el t aller un pescadit o de oro, t uvo la cert idum bre de que ella había respondido a
su llam ado. Poco después, en efect o, oyó la vocecit a infant il, y al levant ar la vist a con el corazón
helado de pavor, vio a la niña en la puert a con vest ido de organdí rosado y bot it as blancas.
- Ahí no ent res, Rem edios - dij o Am paro Moscot e en el corredor- . Est án t rabaj ando.
Pero Aureliano no le dio t iem po de at ender. Levant ó el pescadit o dorado prendido de una
cadenit a que le salía por la boca, y le dij o:
- Ent ra.
Rem edios se aproxim ó e hizo sobre el pescadit o algunas pregunt as, que Aureliano no pudo
cont est ar porque se lo im pedía un asm a repent ina. Quería quedarse para siem pre, j unt o a ese
cut is de lirio, j unt o a esos oj os de esm eralda, m uy cerca de esa voz que a cada pregunt a le decía
señor con el m ism o respet o con que se lo decía a su padre. Melquíades est aba en el rincón,
sent ado al escrit orio, garabat eando signos indescifrables. Aureliano lo odió. No pudo hacer nada,
salvo decirle a Rem edios que le iba a regalar el pescadit o, y la niña se asust ó t ant o con el
ofrecim ient o que abandonó a t oda prisa el t aller. Aquella t arde perdió Aureliano la recóndit a
paciencia con que había esperado la ocasión de verla, Descuidó el t rabaj o. La llam ó m uchas
veces, en desesperados esfuerzos de concent ración, pero Rem edios no respondió. La buscó en el
t aller de sus herm anas, en los visillos de su casa, en la oficina de su padre, pero solam ent e la
encont ró en la im agen que sat uraba su propia y t errible soledad. Pasaba horas ent eras con
Rebeca en la sala de visit a escuchando los valses de la pianola. Ella los escuchaba porque era la
m úsica con que Piet ro Crespi la había enseñado a bailar. Aureliano los escuchaba sim plem ent e
porque t odo, hast a la m úsica, le recordaba a Rem edios.
La casa se llenó de am or. Aureliano lo expresó en versos que no t enían principio ni fin. Los
escribía en los ásperos pergam inos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la
piel de sus brazos, y en t odos aparecía Rem edios t ransfigurada: Rem edios en el aire soporífero de
las dos de la t arde, Rem edios 8n la callada respiración de las rosas, Rem edios en la clepsidra
secret a de las polillas, Rem edios en el vapor del pan al am anecer, Rem edios en t odas part es y
Rem edios para siem pre. Rebeca esperaba el am or a las cuat ro de la t arde bordando j unt o a la
vent ana. Sabía que la m ula del correo no llegaba sino cada quince días, pero ella la esperaba
siem pre, convencida de que iba a llegar un día cualquiera por equivocación. Sucedió t odo lo
cont rario: una vez la m ula no llegó en la fecha previst a. Loca de desesperación, Rebeca se
levant ó a m edia noche y com ió puñados de t ierra en el j ardín, con una avidez suicida, llorando de
dolor y de furia, m ast icando lom brices t iernas y ast illándose las m uelas con huesos de caracoles.
Vom it ó hast a el am anecer. Se hundió en un est ado de post ración febril, perdió la conciencia, y su
corazón se abrió en un delirio sin pudor. Úrsula, escandalizada, forzó la cerradura del baúl, y
encont ró en el fondo, at adas con cint as color de rosa, las dieciséis cart as perfum adas y los
esquelet os de hoj as y pét alos conservados en libros ant iguos y las m ariposas disecadas que al
t ocarlas se convirt ieron en polvo.
Aureliano fue el único capaz de com prender t ant a desolación. Esa t arde, m ient ras Úrsula
t rat aba de rescat ar a Rebeca del m anglar del delirio, él fue con Magnífico Visbal y Gerineldo Már-
quez a la t ienda de Cat arino. El est ablecim ient o había sido ensanchado con una galería de cuart os
de m adera donde vivían m uj eres solas olorosas a flores m uert as. Un conj unt o de acordeón y
t am bores ej ecut aba las canciones de Francisco el Hom bre, que desde hacía varios años había
desaparecido de Macondo. Los t res am igos bebieron guarapo ferm ent ado. Magnífico y Gerineldo,
cont em poráneos de Aureliano, pero m ás diest ros en las cosas del m undo, bebían m et ódicam ent e
con las m uj eres sent adas en las piernas. Una de ellas, m archit a y con la dent adura orificada, le

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

hizo a Aureliano una caricia est rem ecedora. Él la rechazó. Había descubiert o que m ient ras m ás
bebía m ás se acordaba de Rem edios, pero soport aba m ej or la t ort ura de su recuerdo. No supo en
qué m om ent o em pezó a flot ar. Vio a sus am igos y a las m uj eres navegando en una reverberación
radiant e, sin peso ni volum en, diciendo palabras que no salían de sus labios y haciendo señales
m ist eriosas que no correspondían a sus gest os. Cat arino le puso una m ano en la espalda y le
dij o: «Van a ser las once.» Aureliano volvió la cabeza, vio el enorm e rost ro desfigurado con una
flor de fielt ro en la orej a, y ent onces perdió la m em oria, com o en los t iem pos del olvido, y la
volvió a recobrar en una m adrugada aj ena y en un cuart o que le era com plet am ent e ext raño,
donde est aba Pilar Ternera en com binación, descalza, desgreñada, alum brándolo con una
lám para y pasm ada de incredulidad.
- 1 Aureliano!
Aureliano se afirm ó en los pies y levant ó la cabeza. I gnoraba cóm o había llegado hast a allí,
pero sabía cuál era el propósit o, porque lo llevaba escondido desde la infancia en un est anco
inviolable del corazón.
- Vengo a dorm ir con ust ed - dij o.
Tenía la ropa em badurnada de fango y de vóm it o. Pilar Ternera, que ent onces vivía solam ent e
con sus dos hij os m enores, no le hizo ninguna pregunt a. Lo llevó a la cam a. Le lim pió la cara con
un est ropaj o húm edo, le quit ó la ropa, y luego se desnudó por com plet o y baj ó el m osquit ero
para que no la vieran sus hij os si despert aban. Se había cansado de esperar al hom bre que se
quedó, a los hom bres que se fueron, a los incont ables hom bres que erraron el cam ino de su casa
confundidos por la incert idum bre de las baraj as. En la espera se le había agriet ado la piel, se le
habían vaciado los senos, se le había apagado el rescoldo del corazón. Buscó a Aureliano en la
oscuridad, le puso la m ano en el vient re y lo besó en el cuello con una t ernura m at ernal. «Mi
pobre niñit o», m urm uró. Aureliano se est rem eció. Con una dest reza reposada, sin el m enor
t ropiezo, dej ó at rás los acant ilados del dolor y encont ró a Rem edios convert ida en un pant ano sin
horizont es, olorosa a anim al crudo y a ropa recién planchada. Cuando salió a flot e est aba
llorando. Prim ero fueron unos sollozos involunt arios y ent recort ados. Después se vació en un
m anant ial desat ado, sint iendo que algo t um efact o y doloroso se había revent ado en su int erior.
Ella esperó, rascándole la cabeza con la yem a de los dedos, hast a que su cuerpo se desocupó de
la m at eria oscura que no lo dej aba vivir. Ent onces Pilar Ternera le pregunt ó: «¿Quién es?» Y
Aureliano se lo dij o. Ella solt ó la risa que en ot ro t iem po espant aba a las palom as y que ahora ni
siquiera despert aba a los niños. «Tendrás que acabar de criaría», se burló. Pero debaj o de la
burla encont ró Aureliano un rem anso de com prensión. Cuando abandonó el cuart o, dej ando allí
no sólo la incert idum bre de su virilidad sino t am bién el peso am argo que durant e t ant os m eses
soport ó en el corazón, Pilar Ternera le había hecho una prom esa espont ánea.
- Voy a hablar con la niña - le dij o- , y vas a ver que t e la sirvo en bandej a.
Cum plió. Pero en un m al m om ent o, porque la casa había perdido la paz de ot ros días. Al
descubrir la pasión de Rebeca, que no fue posible m ant ener en secret o a causa de sus grit os,
Am arant a sufrió un acceso de calent uras. Tam bién ella padecía la espina de un am or solit ario.
Encerrada en el baño se desahogaba del t orm ent o de una pasión sin esperanzas escribiendo
cart as febriles que se conform aba con esconder en el fondo del baúl. Úrsula apenas si se dio
abast o para at ender a las dos enferm as. No consiguió en prolongados e insidiosos int errogat orios
averiguar las causas de la post ración de Am arant a. Por últ im o, en ot ro inst ant e de inspiración,
forzó la cerradura del baúl y encont ró las cart as at adas con cint as de color de rosa, hinchadas de
azucenas frescas y t odavía húm edas de lágrim as, dirigidas y nunca enviadas a Piet ro Crespi. Llo-
rando de furia m aldij o la hora en que se le ocurrió com prar la pianola, prohibió las clases de
bordado y decret ó una especie de lut o sin m uert o que había de prolongarse hast a que las hij as
desist ieron de sus esperanzas. Fue inút il la int ervención de José Arcadio Buendía, que había
rect ificado su prim era im presión sobre Piet ro Crespi, y adm iraba su habilidad para el m anej o de
las m áquinas m usicales. De m odo que cuando Pilar Ternera le dij o a Aureliano que Rem edios
est aba decidida a casarse, él com prendió que la not icia acabaría de at ribular a sus padres. Pero le
hizo frent e a la sit uación. Convocados a la sala de visit a para una ent revist a form al, José Arcadio
Buendía y Úrsula escucharon im pávidos la declaración de su hij o. Al conocer el nom bre de la
novia, sin em bargo, José Arcadio Buendía enroj eció de indignación. «El am or es una pest e - t ronó-
. Habiendo t ant as m uchachas bonit as y decent es, lo único que se t e ocurre es casart e con la hij a
del enem igo.» Pero Úrsula est uvo de acuerdo con la elección. Confesó su afect o hacia las siet e
herm anas Moscot e, por su herm osura, su laboriosidad, su recat o y su buena educación, y celebró

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el aciert o de su hij o. Vencido por el ent usiasm o de su m uj er, José Arcadio Buendía puso ent onces
una condición: Rebeca, que era la correspondida, se casaría con Piet ro Crespi. Úrsula llevaría a
Am arant a en un viaj e a la capit al de la provincia, cuando t uviera t iem po, para que el cont act o con
gent e dist int a la aliviara de su desilusión. Rebeca recobró la salud t an pront o com o se ent eró del
acuerdo, y escribió a su novio una cart a j ubilosa que som et ió a la aprobación de sus padres y
puso al correo sin servirse de int erm ediarios. Am arant a fingió acept ar la decisión y poco a poco
se rest ableció de las calent uras, pero se prom et ió a sí m ism a que Rebeca se casaría solam ent e
pasando por encim a de su cadáver.
El sábado siguient e, José Arcadio Buendía se puso el t raj e de paño oscuro, el cuello de
celuloide y las bot as de gam uza que había est renado la noche de la fiest a, y fue a pedir la m ano
de Rem edios Moscot e. El corregidor y su esposa lo recibieron al m ism o t iem po com placidos y
cont urbados, porque ignoraban el propósit o de la visit a im previst a, y luego creyeron que él había
confundido el nom bre de la pret endida. Para disipar el error, la m adre despert ó a Rem edios y la
llevó en brazos a la sala, t odavía at arant ada de sueño. Le pregunt aron si en verdad est aba
decidida a casarse, y ella cont est ó lloriqueando que solam ent e quería que la dej aran dorm ir. José
Arcadio Buendía, com prendiendo el desconciert o de los Moscot e, fue a aclarar las cosas con
Aureliano. Cuando regresó, los esposos Moscot e se habían vest ido con ropa form al, habían
cam biado la posición de los m uebles y puest o flores nuevas en los floreros, y lo esperaban en
com pañía de sus hij as m ayores. Agobiado por la ingrat it ud de la ocasión y por la m olest ia del
cuello duro, José Arcadio Buendía confirm ó que, en efect o, Rem edios era la elegida. «Est o no
t iene sent ido - dij o const ernado don Apolinar Moscot e- . Tenem os seis hij as m ás, t odas solt eras y
en edad de m erecer, que est arían encant adas de ser esposas dignísim as de caballeros serios y
t rabaj adores com o su hij o, y Aurelit o pone sus oj os precisam ent e en la única que t odavía se arm a
en la cam a.» Su esposa, una m uj er bien conservada, de párpados y adem anes afligidos, le
reprochó su incorrección. Cuando t erm inaron de t om ar el bat ido de frut as, habían acept ado com -
placidos la decisión de Aureliano. Sólo que la señora de Moscot e suplicaba el favor de hablar a
solas con Úrsula. I nt rigada, prot est ando de que la enredaran en asunt os de hom bres, pero en
realidad int im idada por la em oción, Úrsula fue a visit arla al día siguient e. Media hora después
regresó con la not icia de que Rem edios era im púber. Aureliano no lo consideró com o un t ropiezo
grave. Había esperado t ant o, que podía esperar cuant o fuera necesario, hast a que la novia
est uviera en edad de concebir.
La arm onía recobrada sólo fue int errum pida por la m uert e de Melquíades. Aunque era un
acont ecim ient o previsible, no lo fueron las circunst ancias. Pocos m eses después de su regreso se
había operado en él un proceso de envej ecim ient o t an apresurado y crit ico, que pront o se le t uvo
por uno de esos bisabuelos inút iles que deam bulan com o som bras por los dorm it orios,
arrast rando los pies, recordando m ej ores t iem pos en voz alt a, y de quienes nadie se ocupa ni se
acuerda en realidad hast a el día en que am anecen m uert os en la cam a. Al principio, José Arcadio
Buendía lo secundaba en sus t areas, ent usiasm ado con la novedad de la daguerrot ipia y las
predicciones de Nost radam us. Pero poco a poco lo fue abandonando a su soledad, porque cada
vez se les hacía m ás difícil la com unicación. Est aba perdiendo la vist a y el oído, parecía confundir
a los int erlocut ores con personas que conoció en épocas rem ot as de la hum anidad, y cont est aba
a las pregunt as con un int rincado bat iburrillo de idiom as. Cam inaba t ant eando el aire, aunque se
m ovía por ent re las cosas con una fluidez inexplicable, com o si est uviera dot ado de un inst int o de
orient ación fundado en present im ient os inm ediat os. Un día olvidó ponerse la dent adura post iza,
que dej aba de noche en un vaso de agua j unt o a la cam a, y no se la volvió a poner. Cuando
Úrsula dispuso la am pliación de la casa, le hizo const ruir un cuart o especial cont iguo al t aller de
Aureliano, lej os de los ruidos y el t raj ín dom ést icos, con una vent ana inundada de luz y un
est ant e donde ella m ism a ordenó los libros casi deshechos por el polvo y las polillas, los
quebradizos papeles apret ados de signos indescifrables y el vaso con la dent adura post iza donde
habían prendido unas plant it as acuát icas de m inúsculas flores am arillas. El nuevo lugar pareció
agradar a Melquíades, porque no volvió a vérsele ni siquiera en el com edor. Sólo iba al t aller de
Aureliano, donde pasaba horas y horas garabat eando su lit erat ura enigm át ica en los pergam inos
que llevó consigo y que parecían fabricados en una m at eria árida que se resquebraj aba com o
hoj aldres. Allí t om aba los alim ent os que Visit ación le llevaba dos veces al día, aunque en los
últ im os t iem pos perdió el apet it o y sólo se alim ent aba de legum bres. Pront o adquirió el aspect o
de desam paro propio de los veget arianos. La piel se le cubrió de un m usgo t ierno, sem ej ant e al
que prosperaba en el chaleco anacrónico que no se quit ó j am ás, y su respiración exhaló un t ufo

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de anim al dorm ido. Aureliano t erm inó por olvidarse de él, absort o en la redacción de sus versos,
pero en ciert a ocasión creyó ent ender algo de lo que decía en sus bordoneant es m onólogos, y le
prest ó at ención. En realidad, lo único que pudo aislar en las parrafadas pedregosas, fue el in-
sist ent e m art illeo de la palabra equinoccio equinoccio equinoccio, y el nom bre de Alexander Von
Hum boldt . Arcadio se aproxim ó un poco m ás a él cuando em pezó a ayudar a Aureliano en la
plat ería. Melquíades correspondió a aquel esfuerzo de com unicación solt ando a veces frases en
cast ellano que t enían m uy poco que ver con la realidad. Una t arde, sin em bargo, pareció
ilum inado por una em oción repent ina. Años después, frent e al pelot ón de fusilam ient o, Arcadio
había de acordarse del t em blor con que Melquíades le hizo escuchar varias páginas de su
escrit ura im penet rable, que por supuest o no ent endió, pero que al ser leídas en voz alt a parecían
encíclicas cant adas. Luego sonrió por prim era vez en m ucho t iem po y dij o en cast ellano: «Cuando
m e m uera, quem en m ercurio durant e t res días en m i cuart o.» Arcadio se lo cant ó a José Arcadio
Buendía, y ést e t rat ó de obt ener una inform ación m ás explícit a, pero sólo consiguió una
respuest a: «He alcanzado la inm ort alidad.» Cuando la respiración de Melquíades em pezó a oler,
Arcadio lo llevó a bañarse al río los j ueves en la m añana. Pareció m ej orar. Se desnudaba y se
m et ía en el agua j unt o con las m uchachos, y su m ist erioso sent ido de orient ación le perm it ía elu-
dir los sit ios profundos y peligrosos. «Som os del agua», dij o en ciert a ocasión. Así pasó m ucho
t iem po sin que nadie lo viera en la casa, salvo la noche en que hizo un conm ovedor esfuerzo por
com poner la pianola, y cuando iba al río con Arcadio llevando baj o el brazo la t ot um a y la bola de
j abón de corozo envuelt as en una t oalla. Un j ueves, ant es de que lo llam aran para ir al río,
Aureliano le oyó decir: «He m uert o de fiebre en los m édanos de Singapur.» Ese día se m et ió en el
agua par un m al cam ino y no lo encont raron hast a la m añana siguient e, varios kilóm et ros m ás
abaj o, varado en un recodo lum inoso y con un gallinazo solit ario parado en el vient re. Cont ra las
escandalizadas prot est as de Úrsula, que lo lloró con m ás dolor que a su propio padre, José
Arcadio Buendía se opuso a que lo ent erraran. «Es inm ort al - dij o- y él m ism o reveló la fórm ula de
la resurrección.» Revivió el olvidado at anor y puso a hervir un caldero de m ercurio j unt o al
cadáver que poco a poco se iba llenado de burbuj as azules. Don Apolinar Moscot e se at revió a
recordarle que un ahogado insepult o era un peligro para la salud pública. «Nada de eso, puest o
que est á vivo», fue la réplica de José Arcadio Buendía, que com plet ó las set ent a y dos horas de
sahum erios m ercuriales cuando ya el cadáver em pezaba a revent arse en una floración lívida,
cuyos silbidos t enues im pregnaron la casa de un vapor pest ilent e. Sólo ent onces perm it ió que lo
ent erraran, pero no de cualquier m odo, sino con los honores reservados al m ás grande
benefact or de Macondo. Fue el prim er ent ierro y el m ás concurrido que se vio en el pueblo,
superado apenas un siglo después por el carnaval funerario de la Mam á Grande. Lo sepult aran en
una t um ba erigida en el cent ro del t erreno que dest inaron para el cem ent erio, con una lápida
donde quedó escrit o lo único que se supo de él: MESQUÍ ADES. Le hicieron sus nueve noches de
velorio. En el t um ult o que se reunía en el pat io a t om ar café, cont ar chist es y j ugar baraj as,
Am arant a encont ró una ocasión de confesarle su am or a Piet ro Crespi, que pocas sem anas ant es
había form alizado su com prom iso con Rebeca y est aba inst alando un alm acén de inst rum ent os
m úsicos y j uguet es de cuerda, en el m ism o sect or donde veget aban los árabes que en ot ro
t iem po cam biaban barat ij as por guacam ayas, y que la gent e conocía com a la calle de los Turcos.
El it aliano, cuya cabeza cubiert a de rizos charoladas suscit aba en las m uj eres una irreprim ible
necesidad de suspirar, t rat ó a Am arant a com o una chiquilla caprichosa a quien no valía la pena
t om ar dem asiado en cuent a.
Tengo un herm ano m enor - le dij o- . Va a venir a ayudarm e en la t ienda.
Am arant a se sint ió hum illada y le dij o a Piet ro Crespi con un rencor virulent a, que est aba
dispuest a a im pedir la boda su herm ana aunque t uviera que at ravesar en la puert a su propio
cadáver. Se im presionó t ant o el it aliano con el dram at ism o de la am enaza, que no resist ió la
t ent ación de com ent arla con Rebeca. Fue así com o el viaj e de Am arant a, siem pre aplazado par
las ocupaciones de Úrsula, se arregló en m enos de una sem ana. Am arant a no opuso resist encia,
pero cuando le dio a Rebeca el beso de despedida, le susurró al oído:
- No t e hagas ilusiones. Aunque m e lleven al fin del m undo encont raré la m anera de im pedir
que t e cases, así t enga que m at art e.
Con la ausencia de Úrsula, can la presencia invisible de Melquíades que cont inuaba su
deam bular sigiloso por las cuart os, la casa pareció enorm e y vacía. Rebeca había quedado a
cargo del orden dom ést ico, m ient ras la india se ocupaba de la panadería. Al anochecer, cuando
llegaba Piet ro Crespi precedido de un fresco hálit o de espliego y llevando siem pre un j uguet e de

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regalo, su novia le recibía la visit a en la sala principal can puert as y vent anas abiert as para est ar
a salvo de t oda suspicacia. Era una precaución innecesaria, porque el it aliano había dem ost rado
ser t an respet uoso que ni siquiera t ocaba la m ano de la m uj er que seria su esposa ant es de un
año. Aquellas visit as fueron llenando la casa de j uguet es prodigiosos. Las bailarinas de cuerda,
las caj as de m úsica, los m anas acróbat as, los caballos t rot adores, los payasos t am borileros, la
rica y asom brosa fauna m ecánica que llevaba Piet ro Crespi, disiparan la aflicción de José Arcadio
Buendía por la m uert e de Melquíades, y la t ransport aron de nuevo a sus ant iguas t iem pos de
alquim ist a. Vivía ent onces en un paraíso de anim ales dest ripados, de m ecanism os deshechos,
t rat ando de perfeccionarías can un sist em a de m ovim ient o cont inua fundado en los principios del
péndulo. Aureliano, por su part e, había descuidado el t aller para enseñar a leer y escribir a la
pequeña Rem edios. Al principia, la niña prefería sus m uñecas al ham bre que llegaba t odas las
t ardes, y que era el culpable de que la separaran de sus j uegos para bañarla y vest irla y sent aría
en la sala a recibir la visit a. Pero la paciencia y la devoción de Aureliano t erm inaron par seducirla,
hast a el punt o de que pasaba m uchas horas con él est udiando el sent ido de las let ras y dibuj ando
en un cuaderno con lápices de colores casit as can vacas en los corrales y sales redondos con
rayas am arillas que se ocult aban det rás de las lom as.
Sólo Rebeca era infeliz con la am enaza de Am arant a. Conocía el caráct er de su herm ana, la
alt ivez de su espírit u, y la asust aba la virulencia de su rencor. Pasaba horas ent eras chupándose
el dedo en el baño, aferrándose a un agot ador esfuerzo de volunt ad para no com er t ierra. En
busca de un alivio a la zozobra llam ó a Pilar Ternera para que le leyera el porvenir. Después de
un sart al de im precisiones convencionales, Pilar Ternera pronost icó:
- No serás feliz m ient ras t us padres perm anezcan insepult os. Rebeca se est rem eció. Cam a en el
recuerdo de un sueño se vio a sí m ism a ent rando a la casa, m uy niña, con el baúl y el
m ecedorcit o de m adera y un t alego cuyo cont enido no conoció j am ás. Se acordó de un caballero
calvo, vest ido de lino y con el cuello de la cam isa cerrado con un bot ón de aro, que nada t enía
que ver con el rey de capas. Se acordó de una m uj er m uy j oven y m uy bella, de m anos t ibias y
perfum adas, que nada t enían en com ún can las m anos reum át icas de la sot a de oros, y que le
ponía flores en el cabello para sacarla a pasear en la t arde por un pueblo de calles verdes.
- No ent ienda - dij o.
Pilar Ternera pareció desconcert ada:
- Yo t am poco, pero eso es lo que dicen las cart as.
Rebeca quedó t an preocupada con el enigm a, que se lo cant ó a José Arcadio Buendía y ést e la
reprendió por dar crédit o a pronóst icos de baraj as, pera se dio a la silenciosa t area de regist rar
arm arios y baúles, rem over m uebles y volt ear cam as y ent abladas, buscando el t alega de huesos.
Recordaba no haberla vist o desde los t iem pos de la reconst rucción. Llam ó en secret a a los
albañiles y una de ellas reveló que había em paredado el t alego en algún dorm it orio porque le
est orbaba para t rabaj ar. Después de varios días de auscult aciones, can la orej a pegada a las
paredes, percibieron el clac clac profundo. Perforaron el m uro y allí est aban los huesos en el
t alego int act o. Ese m ism o día lo sepult aron en una t um ba sin lápida, im provisada j unt a a la de
Melquíades, y Jasé Arcadio Buendía regresó a la casa liberado de una carga que por un m om ent o
pesó t ant o en su conciencia com o el recuerdo de Prudencio Aguilar. Al pasar por la cocina le dio
un beso en la frent e a Rebeca.
- Quít at e las m alas ideas de la cabeza - le dij o- . Serás feliz. La am ist ad de Rebeca abrió a Pilar
Ternera las puert as de la casa, cerradas por Úrsula desde el nacim ient o de Arcadio. Llegaba a
cualquier hora del día, com o un t ropel de cabras, y descargaba su energía febril en los oficios m ás
pesados. A veces ent raba al t aller y ayudaba a Arcadio a sensibilizar las lám inas del daguerrot ipo
con una eficacia y una t ernura que t erm inaron par confundirlo. Lo at urdía esa m uj er. La resolana
de su piel, su alar a hum o, el desorden de su risa en el cuart o oscuro, pert urbaban su at ención y
la hacían t ropezar con las cosas.
En ciert a ocasión Aureliano est aba allí, t rabaj ando en orfebrería, y Pilar Ternera se apoyó en la
m esa para adm irar su pacient e laboriosidad. De pront o ocurrió. Aureliano com probó que Arcadio
est aba en el cuart o oscuro, ant es de levant ar la vist a y encont rarse can los oj os de Pilar Ternera,
cuyo pensam ient o era perfect am ent e visible, com o expuest o a la luz del m ediodía.
- Bueno - dij o Aureliano- . Dígam e qué es.
Pilar Ternera se m ordió los labios can una sonrisa t rist e.
- Que eres bueno para la guerra - dij o- . Donde pones el oj o pones el plom o.

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Aureliano descansó con la com probación del presagio. Volvió a concent rarse en su t rabaj a,
com o si nada hubiera pasado, y su voz adquirió una repasada firm eza.
- Lo reconozco - dij o- . Llevará m i nom bre.
José Arcadio Buendía consiguió par fin lo que buscaba: conect ó a una bailarina de cuerda el
m ecanism o del reloj , y el j uguet e bailó sin int errupción al com pás de su propia m úsica durant e
t res días. Aquel hallazgo lo excit ó m ucho m ás que cualquiera de sus em presas descabelladas. No
volvió a com er. No volvió a dorm ir. Sin la vigilancia y los cuidados de Úrsula se dej ó arrast rar por
su im aginación hacia un est ado de delirio perpet uo del cual no se volvería a recuperar. Pasaba las
noches dando vuelt as en el cuart o, pensando en voz alt a, buscando la m anera de aplicar los
principios del péndulo a las carret as de bueyes, a las rej as del arado, a t oda la que fuera út il
puest o en m ovim ient o. Lo fat igó t ant o la fiebre del insom nio, que una m adrugada no pudo
reconocer al anciano de cabeza blanca y adem anes inciert os que ent ró en su dorm it orio. Era
Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo ident ificó, asom brado de que t am bién envej ecieran los
m uert os, José Arcadio Buendía se sint ió sacudido por la nost algia. «Prudencio - exclam ó- , ¡cóm o
has venido a parar t an lej os! » Después de m uchos años de m uert e, era t an int ensa la añoranza
de las vivos, t an aprem iant e la necesidad de com pañía, t an at erradora la proxim idad de la ot ra
m uert e que exist ía dent ro de la m uert e, que Prudencio Aguilar había t erm inado por querer al peor
de sus enem igas. Tenía m ucho t iem po de est ar buscándolo. Les pregunt aba por él a los m uert os
de Riohacha, a los m uert os que llegaban del Valle de Upar, a los que llegaban de la ciénaga, y
nadie le daba razón, porque Macondo fue un pueblo desconocido para los m uert os hast a que llegó
Melquíades y lo señaló con un punt it o negro en las abigarrados m apas de la m uert e. José Arcadio
Buendía conversó con Prudencio Aguilar hast a el am anecer. Pocas horas después, est ragado par
la vigilia, ent ró al t aller de Aureliano y le pregunt ó: «¿Qué día es hay?» Aureliano le cont est ó que
era m art es. «Eso m ism o pensaba ya - dij o José Arcadio Buendía- . Pera de pront o m e he dado
cuent a de que sigue siendo lunes, com o ayer. Mira el cielo, m ira las paredes, m ira las begonias.
Tam bién hoy es lunes. » Acost um brada a sus m anías, Aureliano no le hizo caso. Al día siguient e,
m iércoles, José Arcadio Buendía volvió al t aller. «Est a es un desast re - dij o- . Mira el aire, oye el
zum bido del sol, igual que ayer y ant ier. Tam bién hoy es lunes.» Esa noche, Piet ro Crespi lo
encont ró en el corredor, llorando con el llant it o sin gracia de los viej os, llorando par Prudencio
Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por su papá y su m am á, por t odos los que
podía recordar y que ent onces est aban solos en la m uert e. Le regaló un aso de cuerda que
cam inaba en das pat as por un alam bre, pero no consiguió dist raerla de su obsesión. Le pregunt ó
qué había pasado con el proyect o que le expuso días ant es, sobre la posibilidad de const ruir una
m áquina de péndulo que le sirviera al hom bre para volar, y él cont est ó que era im posible porque
el péndulo podía levant ar cualquier cosa en el aire pero no podía levant arse a sí m ism o. El j ueves
volvió a aparecer en el t aller con un doloroso aspect o de t ierra arrasada. «¡La m áquina del t iem po
se ha descom puest o - casi sollozó- y Úrsula y Am arant a t an lej os! » Aureliano lo reprendió com a a
un niño y él adapt ó un aire sum iso. Pasó seis horas exam inando las cosas, t rat ando de encont rar
una diferencia con el aspect o que t uvieron el día ant erior, pendient e de descubrir en ellas algún
cam bio que revelara el t ranscurso del t iem po. Est uvo t oda la noche en la cam a con los oj os
abiert as, llam ando a Prudencio Aguilar, a Melquíades, a t odos los m uert os, para que fueran a
com part ir su desazón. Pero nadie acudió. El viernes, ant es de que se levant ara nadie, volvió a
vigilar la apariencia de la nat uraleza, hast a que no t uvo la m enor duda de que seguía siendo
lunes. Ent onces agarró la t ranca de una puert a y con la violencia salvaj e de su fuerza descom unal
dest rozó hast a convert irlos en polvo los aparat os de alquim ia, el gabinet e de daguerrot ipia, el
t aller de orfebrería, grit ando com o un endem oniado en un idiom a alt isonant e y fluido pero com -
plet am ent e incom prensible. Se disponía a t erm inar con el rest o de la casa cuando Aureliano pidió
ayuda a los vecinos. Se necesit aron diez hom bres para t um baría, cat orce para am arraría, veint e
para arrast rarlo hast a el cast año del pat io, donde la dej aron at ado, ladrando en lengua ext raña y
echando espum araj os verdes por la baca. Cuando llegaron Úrsula y Am arant a t odavía est aba
at ado de pies y m anos al t ronco del cast año, em papada de lluvia y en un est ado de inocencia
t ot al. Le hablaran, y él las m iró sin reconocerlas y les dij o alga incom prensible. Úrsula le solt ó las
m uñecas y los t obillos, ulceradas por la presión de las sagas, y lo dej ó am arrado solam ent e por la
cint ura. Más t arde le const ruyeron un cobert izo de palm a para prot egerlo del sol y la lluvia.

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Aureliano Buendía y Rem edios Moscot e se casaron un dom ingo de m arzo ant e el alt ar que el
padre Nicanor Reyna hizo const ruir en la sala de visit as. Fue la culm inación de cuat ro sem anas de
sobresalt os en casa de los Moscot e, pues la pequeña Rem edios llegó a la pubert ad ant es de
superar los hábit os de la infancia. A pesar de que la m adre la había aleccionado sobre los cam bios
de la adolescencia, una t arde de febrero irrum pió dando grit os de alarm a en la sala donde sus
herm anas conversaban con Aureliano, y les m ost ró el calzón em badurnado de una past a
achocolat ada. Se fij ó un m es para la boda. Apenas si hubo t iem po de enseñarla a lavarse, a
vest irse sola, a com prender los asunt os elem ent ales de un hogar. La pusieron a orinar en ladrillos
calient es para corregirle el hábit o de m oj ar la cam a. Cost ó t rabaj o convencerla de la inviolabilidad
del secret o conyugal, porque Rem edios est aba t an at urdida y al m ism o t iem po t an m aravillada
con la revelación, que quería com ent ar con t odo el m undo los porm enores de la noche de bodas.
Fue un esfuerzo agot ador, pero en la fecha previst a para la cerem onia la niña era t an diest ra en
las cosas del m undo com o cualquiera de sus herm anas. Don Apolinar Moscot e la llevó del brazo
por la calle adornada con flores y guirnaldas, ent re el est am pido de los cohet es y la m úsica de
varias bandas, y ella saludaba con la m ano y daba las gracias con una sonrisa a quienes le
deseaban buena suert e desde las vent anas. Aureliano, vest ido de paño negro, con los m ism os
bot ines de charol con ganchos m et álicos que había de llevar pocos años después frent e al pelot ón
de fusilam ient o, t enía una palidez int ensa y una bola dura en la gargant a cuando recibió a su
novia en la puert a de la casa y la llevó al alt ar. Ella se com port ó con t ant a nat uralidad, con t ant a
discreción, que no perdió la com post ura ni siquiera cuando Aureliano dej ó caer el anillo al t rat ar
de ponérselo. En m edio del m urm ullo y el principio de confusión de los convidados, ella m ant uvo
en alt o el brazo con el m it ón de encaj e y perm aneció con el anular dispuest o, hast a que su novio
logró parar el anillo con el bot ín para que no siguiera rodando hast a la puert a, y regresó
ruborizado al alt ar. Su m adre y sus herm anas sufrieron t ant o con el t em or de que la niña hiciera
una incorrección durant e la cerem onia, que al final fueron ellas quienes com et ieron la
im pert inencia de cargarla para darle un beso. Desde aquel día se reveló el sent ido de res-
ponsabilidad, la gracia nat ural, el reposado dom inio que siem pre había de t ener Rem edios ant e
las circunst ancias adversas. Fue ella quien de su propia iniciat iva puso apart e la m ej or porción
que cort ó del past el de bodas y se la llevó en un plat o con un t enedor a José Arcadio Buendía.
Am arrado al t ronco del cast año, encogido en un banquit o de m adera baj o el cobert izo de palm as,
el enorm e anciano descolorido por el sol y la lluvia hizo una vaga sonrisa de grat it ud y se com ió
el past el con los dedos m ast icando un salm o inint eligible. La única persona infeliz en aquella
celebración est repit osa, que se prolongó hast a el am anecer del lunes, fue Rebeca Buendía. Era su
fiest a frust rada. Por acuerdo de Úrsula, su m at rim onio debía celebrarse en la m ism a fecha, pero
Piet ro Crespi recibió el viernes una cart a con el anuncio de la m uert e inm inent e de su m adre. La
boda se aplazó. Piet ro Crespi se fue para la capit al de la provincia una hora después de recibir la
cart a, y en el cam ino se cruzó con su m adre que llegó punt ual la noche del sábado y cant ó en la
boda de Aureliano el aria t rist e que había preparado para la boda de su hij o. Piet ro Crespi regresó
a la m edia noche del dom ingo a barrer las cenizas de la fiest a, después de haber revent ado cinco
caballos en el cam ino t rat ando de est ar en t iem po para su boda. Nunca se averiguó quién escribió
la cart a. At orm ent ada por Úrsula, Am arant a lloró de indignación y j uró su inocencia frent e al alt ar
que los carpint eros no habían acabado de desarm ar.
El padre Nicanor Reyna - a quien don Apolinar Moscot e había llevado de la ciénaga para que
oficiara la boda- era un anciano endurecido por la ingrat it ud de su m inist erio. Tenía la piel t rist e,
casi en los puros huesos, y el vient re pronunciado y redondo y una expresión de ángel viej o que
era m ás de inocencia que de bondad. Llevaba el propósit o de regresar a su parroquia después de
la boda, pero se espant ó con la aridez de los habit ant es de Macondo, que prosperaban en el
escándalo, suj et os a la ley nat ural, sin baut izar a los hij os ni sant ificar las fiest as. Pensando que a
ninguna t ierra le hacía t ant a falt a la sim ient e de Dios, decidió quedarse una sem ana m ás para
crist ianizar a circuncisos y gent iles, legalizar concubinarios y sacram ent ar m oribundos. Pero nadie

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le prest ó at ención. Le cont est aban que durant e m uchos años habían est ado sin cura, arreglando
negocios del alm a direct am ent e con Dios, y habían perdido la m alicia del pecado m ort al. Cansado
de predicar en el desiert o, el padre Nicanor se dispuso a em prender la const rucción de un t em plo,
el m ás grande del m undo con sant os de t am año nat ural y vidrios de colores en las paredes, para
que fuera gent e desde Rom a a honrar a Dios en el cent ro de la im piedad. Andaba por t odas
part es pidiendo lim osnas con un plat illo de cobre. Le daban m ucho, pero él quería m ás, porque el
t em plo debía t ener una cam pana cuyo clam or sacara a flot e a los ahogados. Suplicó t ant o, que
perdió la voz. Sus huesos em pezaron a llenarse de ruidos. Un sábado, no habiendo recogido ni
siquiera el valor de las puert as, se dej ó confundir por la desesperación. I m provisó un alt ar en la
plaza y el dom ingo recorrió el pueblo con una cam panit a, com o en los t iem pos del insom nio,
convocando a la m isa cam pal. Muchos fueron por curiosidad. Ot ros por nost algia. Ot ros para que
Dios no fuera a t om ar com o agravio personal el desprecio a su int erm ediario. Así que a las ocho
de la m añana est aba m edio pueblo en la plaza, donde el padre Nicanor cant ó los evangelios con
voz lacerada por la súplica. Al final, cuando los asist ent es em pezaron a desbandarse, levant ó los
brazos en señal de at ención.
- Un m om ent o - dij o- . Ahora vam os a presenciar una prueba irrebat ible del infinit o poder de
Dios.
El m uchacho que había ayudado a m isa le llevó una t aza de chocolat e espeso y hum eant e que
él se t om ó sin respirar. Luego se lim pió los labios con un pañuelo que sacó de la m anga, ext endió
los brazos y cerró los oj os. Ent onces el padre Nicanor se elevó doce cent ím et ros sobre el nivel del
suelo. Fue un recurso convincent e. Anduvo varios días por ent re las casas, repit iendo la prueba
de la levit ación m ediant e el est ím ulo del chocolat e, m ient ras el m onaguillo recogía t ant o dinero
en un t alego, que en m enos de un m es em prendió la const rucción del t em plo. Nadie puso en
duda el origen divino de la dem ost ración, salvo José Arcadio Buendía, que observó sin inm ut arse
el t ropel de gent e que una m añana se reunió en t orno al cast año para asist ir una vez m ás a la
revelación. Apenas se est iró un poco en el banquillo y se encogió de hom bros cuando el padre
Nicanor em pezó a levant arse del suelo j unt o con la silla en que est aba sent ado.
- Hoc est sim plicisim un - dij o José Arcadio Buendía- : hom o ist e st at um quart um m at eriae
invenit .
El padre Nicanor levant ó la m ano y las cuat ro pat as de la silla se posaron en t ierra al m ism o
t iem po.
- Nego - dij o- . Fact um hoc exist ent iam Dei probat sine dubio.
Fue así com o se supo que era lat ín la endiablada j erga de José Arcadio Buendía. El padre
Nicanor aprovechó la circunst ancia de ser la única persona que había podido com unicarse con él,
para t rat ar de infundir la fe en su cerebro t rast ornado. Todas las t ardes se sent aba j unt o al
cast año, predicando en lat ín, pero José Arcadio Buendía se em pecinó en no adm it ir vericuet os
ret óricos ni t ransm ut aciones de chocolat e, y exigió com o única prueba el daguerrot ipo de Dios. El
padre Nicanor le llevó ent onces m edallas y est am pit as y hast a una reproducción del paño de la
Verónica, pero José Arcadio Buendía los rechazó por ser obj et os art esanales sin fundam ent o cien-
t ífico. Era t an t erco, que el padre Nicanor renunció a sus propósit os de evangelización y siguió
visit ándolo por sent im ient os hum anit arios. Pero ent onces fue José Arcadio Buendía quien t om ó la
iniciat iva y t rat ó de quebrant ar la fe del cura con m art ingalas racionalist as. En ciert a ocasión en
que el padre Nicanor llevó al cast año un t ablero y una caj a de fichas para invit arlo a j ugar a las
dam as, José Arcadio Buendía no acept ó, según dij o, porque nunca pudo ent ender el sent ido de
una cont ienda ent re dos adversarios que est aban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor,
que j am ás había vist o de ese m odo el j uego de dam as, no pudo volverlo a j ugar. Cada vez m ás
asom brado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le pregunt ó cóm o era posible que lo t uvieran
am arrado de un árbol.
- Hoc est sim plicisim un - cont est ó él- : porque est oy loco. Desde ent onces, preocupado por su
propia fe, el cura no volvió a visit arlo, y se dedicó por com plet o a apresurar la const rucción del
t em plo. Rebeca sint ió renacer la esperanza. Su porvenir est aba condicionado a la t erm inación de
la obra, desde un dom ingo en que el padre Nicanor alm orzaba en la casa y t oda la fam ilia sent ada
a la m esa habló de la solem nidad y el esplendor que t endrían los act os religiosos cuando se
const ruyera el t em plo. «La m ás afort unada será Rebeca», dij o Am arant a. Y com o Rebeca no
ent endió lo que ella quería decirle, se lo explicó con una sonrisa inocent e:
- Te va a t ocar inaugurar la iglesia con t u boda.

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Rebeca t rat ó de ant iciparse a cualquier com ent ario. Al paso que llevaba la const rucción, el
t em plo no est aría t erm inado ant es de diez años. El padre Nicanor no est uvo de acuerdo: la
crecient e generosidad de los fieles perm it ía hacer cálculos m ás opt im ist as. Ant e la sorda
indignación de Rebeca, que no pudo t erm inar el alm uerzo, Úrsula celebró la idea de Am arant a y
cont ribuyó con un aport e considerable para que se apresuraran los t rabaj os. El padre Nicanor
consideró que con ot ro auxilio com o ese el t em plo est aría list o en t res años. A part ir de ent onces
Rebeca no volvió a dirigirle la palabra a Am arant a, convencida de que su iniciat iva no había
t enido la inocencia que ella supo aparent ar. «Era lo m enos grave que podía hacer - le replicó
Am arant a en la virulent a discusión que t uvieron aquella noche- . Así no t endré que m at art e en los
próxim os t res años.» Rebeca acept ó el ret o.
Cuando Piet ro Crespi se ent eró del nuevo aplazam ient o, sufrió una crisis de desilusión, pero
Rebeca le dio una prueba definit iva de lealt ad. «Nos fugarem os cuando t ú lo dispongas», le dij o.
Piet ro Crespi, sin em bargo, no era hom bre de avent uras. Carecía del caráct er im pulsivo de su
novia, y consideraba el respet o a la palabra em peñada com o un capit al que no se podía dilapidar.
Ent onces Rebeca recurrió a m ét odos m ás audaces. Un vient o m ist erioso apagaba las lám paras de
la sala de visit a y Úrsula sorprendía a los novios besándose en la oscuridad. Piet ro Crespi le daba
explicaciones at olondradas sobre la m ala calidad de las m odernas lám paras de alquit rán y hast a
ayudaba a inst alar en la sala sist em as de ilum inación m ás seguros. Pero ot ra vez fallaba el
com bust ible o se at ascaban las m echas, y Úrsula encont raba a Rebeca sent ada en las rodillas del
novio. Term inó por no acept ar ninguna explicación. Deposit ó en la india la responsabilidad de la
panadería y se sent ó en un m ecedor a vigilar la visit a de los novios, dispuest a a no dej arse
derrot ar por m aniobras que ya eran viej as en su j uvent ud. «Pobre m am á - decía Rebeca con
burlona indignación, viendo bost ezar a Úrsula en el sopor de las visit as- . Cuando se m uera saldrá
penando en ese m ecedor.» Al cabo de t res m eses de am ores vigilados, aburrido con la lent it ud de
la const rucción que pasaba a inspeccionar t odos los días, Piet ro Crespi resolvió darle al padre
Nicanor el dinero que le hacía falt a para t erm inar el t em plo. Am arant a no se im pacient ó. Mient ras
conversaba con las am igas que t odas las t ardes iban a bordar o t ej er en el corredor, t rat aba de
concebir nuevas t riquiñuelas. Un error de cálculo echó a perder la que consideró m ás eficaz:
quit ar las bolit as de naft alina que Rebeca había puest o a su vest ido de novia ant es de guardarlo
en la cóm oda del dorm it orio. Lo hizo cuando falt aban m enos de dos m eses para la t erm inación
del t em plo. Pero Rebeca est aba t an im pacient e ant e la proxim idad de la boda, que quiso preparar
el vest ido con m ás ant icipación de lo que había previst o Am arant a. Al abrir la cóm oda y
desenvolver prim ero los papeles y luego el lienzo prot ect or, encont ró el raso del vest ido y el
punt o del velo y hast a la corona de azahares pulverizados por las polillas. Aunque est aba segura
de haber puest o en el envolt orio dos puñados de bolit as de naft alina, el desast re parecía t an
accident al que no se at revió a culpar a Am arant a. Falt aba m enos de un m es para la boda, pero
Am paro Moscot e se com prom et ió a coser un nuevo vest ido en una sem ana. Am arant a se sint ió
desfallecer el m ediodía lluvioso en que Am paro ent ró a la casa envuelt a en una espum arada de
punt o para hacerle a Rebeca la últ im a prueba del vest ido. Perdió la voz y un hilo de sudor helado
descendió por el cauce de su espina dorsal. Durant e largos m eses había t em blado de pavor
esperando aquella hora, porque si no concebía el obst áculo definit ivo para la boda de Rebeca,
est aba segura de que en el últ im o inst ant e, cuando hubieran fallado t odos los recursos de su
im aginación, t endría valor para envenenaría. Esa t arde, m ient ras Rebeca se ahogaba de calor
dent ro de la coraza de raso que Am paro Moscot e iba arm ando en su cuerpo con un m illar de
alfileres y una paciencia infinit a, Am arant a equivocó varias veces los punt os del crochet y se
pinchó el dedo con la aguj a, pero decidió con espant osa frialdad que la fecha sería el últ im o
viernes ant es de la boda, y el m odo sería un chorro de láudano en el café.
Un obst áculo m ayor, t an insalvable com o im previst o, obligó a un nuevo e indefinido
aplazam ient o. Una sem ana ant es de la fecha fij ada para la boda, la pequeña Rem edios despert ó a
m edia noche em papada en un caldo calient e que explot é en sus ent rañas con una especie de
eruct o desgarrador, y m urió t res días después envenenada por su propia sangre con un par de
gem elos at ravesados en el vient re. Am arant a sufrió una crisis de conciencia. Había suplicado a
Dios con t ant o fervor que algo pavoroso ocurriera para no t ener que envenenar a Rebeca, que se
sint ió culpable por la m uert e de Rem edios. No era ese el obst áculo por el que t ant o había
suplicado. Rem edios había llevado a la casa un soplo de alegría. Se había inst alado con su esposo
en una alcoba cercana al t aller, que decoró con las m uñecas y j uguet es de su infancia recient e, y
su alegre vit alidad desbordaba las cuat ro paredes de la alcoba y pasaba com o un vent arrón de

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buena salud por el corredor de las begonias. Cant aba desde el am anecer. Fue ella la única
persona que se at revió a m ediar en las disput as de Rebeca y Am arant a. Se echó encim a la
dispendiosa t area de at ender a José Arcadio Buendía. Le llevaba los alim ent os, lo asist ía en sus
necesidades cot idianas, lo lavaba con j abón y est ropaj o, le m ant enía lim pio de pioj os y liendres
los cabellos y la barba, conservaba en buen est ado el cobert izo de palm a y lo reforzaba con lonas
im perm eables en t iem pos de t orm ent a. En sus últ im os m eses había logrado com unicarse con él
en frases de lat ín rudim ent ario. Cuando nació el hij o de Aureliano y Pilar Ternera y fue llevado a
la casa y baut izado en cerem onia ínt im a con el nom bre de Aureliano José, Rem edios decidió que
fuera considerado com o su luj o m ayor. Su inst int o m at ernal sorprendió a Úrsula. Aureliano, por
su part e, encont ró en ella la j ust ificación que le hacía falt a para vivir. Trabaj aba t odo el día en el
t aller y Rem edios le llevaba a m edia m añana un t azón de café sin azúcar. Am bos visit aban t odas
las noches a los Moscot e. Aureliano j ugaba con el suegro int erm inables part idos de dom inó,
m ient ras Rem edios conversaba con sus herm anas o t rat aba con su m adre asunt os de gent e
m ayor. El vínculo con los Buendía consolidó en el pueblo la aut oridad de don Apolinar Moscot e. En
frecuent es viaj es a la capit al de la provincia consiguió que el gobierno const ruyera una escuela
para que la at endiera Arcadio, que había heredado el ent usiasm o didáct ico del abuelo. Logró por
m edio de la persuasión que la m ayoría de las casas fueran pint adas de azul para la fiest a de la
independencia nacional. A inst ancias del padre Nicanor dispuso el t raslado de la t ienda de
Cat arino a una calle apart ada, y clausuró varios lugares de escándalo que prosperaban en el
cent ro de la población. Una vez regresó con seis policías arm ados de fusiles a quienes encom endó
el m ant enim ient o del orden, sin que nadie se acordara del com prom iso original de no t ener gent e
arm ada en el pueblo. Aureliano se com placía de la eficacia de su suegro. «Te vas a poner t an
gordo com o él», le decían sus am igos. Pero el sedent arism o que acent uó sus póm ulos y
concent ró el fulgor de sus oj os, no aum ent ó su peso ni alt eró la parsim onia de su caráct er, y por
el cont rario endureció en sus labios la línea rect a de la m edit ación solit aria y la decisión
im placable. Tan hondo era el cariño que él y su esposa habían logrado despert ar en la fam ilia de
am bos, que cuando Rem edios anunció que iba a t ener un hij o, hast a Rebeca y Am arant a hicieron
una t regua para t ej er en lana azul, por si nacía varón, y en lana rosada, por si nacía m uj er. Fue
ella la últ im a persona en que pensó Arcadio, pocos años después, frent e al pelot ón de
fusilam ient o.
Úrsula dispuso un duelo de puert as y vent anas cerradas, sin ent rada ni salida para nadie com o
no fuera para asunt os indispensables; prohibió hablar en voz alt a durant e un ano, y puso el
daguerrot ipo de Rem edios en el lugar en que se veló el cadáver, con una cint a negra t erciada y
una lám para de aceit e encendida para siem pre. Las generaciones fut uras, que nunca dej aron
ext inguir la lám para, habían de desconcert arse ant e aquella niña de faldas rizadas, bot it as
blancas y lazo de organdí en la cabeza, que no lograban hacer coincidir con la im agen académ ica
de una bisabuela. Am arant a se hizo cargo de Aureliano José. Lo adopt ó com o un hij o que había
de com part ir su soledad, y aliviarla del láudano involunt ario que echaron sus súplicas desat inadas
en el café de Rem edios. Piet ro Crespi ent raba en punt illas al anochecer, con una cint a negra en el
som brero, y hacía una visit a silenciosa a una Rebeca que parecía desangrarse dent ro del vest ido
negro con m angas hast a los puños. Habría sido t an irreverent e la sola idea de pensar en una
nueva fecha para la boda, que el noviazgo se convirt ió en una relación et erna, un am or de
cansancio que nadie volvió a cuidar, com o si los enam orados que en ot ros días descom ponían las
lám paras para besarse hubieran sido abandonados al albedrío de la m uert e. Perdido el rum bo,
com plet am ent e desm oralizada, Rebeca volvió a com er t ierra.
De pront o cuando el duelo llevaba t ant o t iem po que ya se habían reanudado las sesiones de
punt o de cruz- alguien em puj ó la puert a de la calle a las dos de la t arde, en el silencio m ort al del
calor, y los horcones se est rem ecieron con t al fuerza en los cim ient os, que Am arant a y sus
am igas bordando en el corredor, Rebeca chupándose el dedo en el dorm it orio, Úrsula en la
cocina, Aureliano en el t aller y hast a José Arcadio Buendía baj o el cast año solit ario, t uvieron la
im presión de que un t em blor de t ierra est aba desquiciando la casa. Llegaba un hom bre
descom unal. Sus espaldas cuadradas apenas si cabían por las puert as. Tenía una m edallit a de la
Virgen de los Rem edios colgada en el cuello de bisont e, los brazos y el pecho com plet am ent e
bordados de t at uaj es crípt icos, y en la m uñeca derecha la apret ada esclava de cobre de los niños-
en- cruz. Tenía el cuero curt ido por la sal de la int em perie, el pelo cort o y parado com o las crines
de un m ulo, las m andíbulas férreas y la m irada t rist e. Tenía un cint urón dos veces m ás grueso
que la cincha de un caballo, bot as con polainas y espuelas y con los t acones herrados, y su

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presencia daba la im presión t repidat oria de un sacudim ient o sísm ico. At ravesó la sala de visit as y
la sala de est ar, llevando en la m ano unas alforj as m edio desbarat adas, y apareció com o un
t rueno en el corredor de las begonias, donde Am arant a y sus am igas est aban paralizadas con las
aguj as en el aire. «Buenas», les dij o él con la voz cansada, y t iró las alforj as en la m esa de labor
y pasó de largo hacia el fondo de la casa. «Buenas», le dij o a la asust ada Rebeca que lo vio pasar
por la puert a de su dorm it orio. «Buenas», le dij o a Aureliano, que est aba con los cinco sent idos
alert as en el m esón de orfebrería. No se ent ret uvo con nadie. Fue direct am ent e a la cocina, y allí
se paró por prim era vez en el t érm ino de un viaj e que había em pezado al ot ro lado del m undo.
«Buenas», dij o. Úrsula se quedó una fracción de segundo con la boca abiert a, lo m iró a los oj os,
lanzó un grit o y salt ó a su cuello grit ando y llorando de alegría. Era José Arcadio. Regresaba t an
pobre com o se fue, hast a el ext rem o de que Úrsula t uvo que darle dos pesos para pagar el
alquiler del caballo. Hablaba el español cruzado con j erga de m arineros. Le pregunt aron dónde
había est ado, y cont est ó: «Por ahí.» Colgó la ham aca en el cuart o que le asignaron y durm ió t res
días. Cuando despert ó, y después de t om arse dieciséis huevos crudos, salió direct am ent e hacia la
t ienda de Cat arino, donde su corpulencia m onum ent al provocó un pánico de curiosidad ent re las
m uj eres. Ordenó m úsica y aguardient e para t odos por su cuent a. Hizo apuest as de pulso con
cinco hom bres al m ism o t iem po. «Es im posible», decían, al convencerse de que no lograban
m overle el brazo. «Tiene niños- en- cruz.» Cat arino, que no creía en art ificios de fuerza, apost ó
doce pesos a que no m ovía el m ost rador. José Arcadio lo arrancó de su sit io, lo levant ó en vilo
sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesit aron once hom bres para m et erlo. En el calor de la
fiest a exhibió sobre el m ost rador su m asculinidad inverosím il, ent eram ent e t at uada con una
m araña azul y roj a de let reros en varios idiom as. A las m uj eres que lo asediaron con su codicia
les pregunt ó quién pagaba m ás. La que t enía m ás ofreció veint e pesos. Ent onces él propuso
rifarse ent re t odas a diez pesos el núm ero. Era un precio desorbit ado, porque la m uj er m ás
solicit ada ganaba ocho pesos en una noche, pero t odas acept aron. Escribieron sus nom bres en
cat orce papelet as que m et ieron en un som brero, y cada m uj er sacó una. Cuando sólo falt aban
por sacar dos papelet as, se est ableció a quiénes correspondían.
- Cinco pesos m ás cada una - propuso José Arcadio- y m e repart o ent re am bas.
De eso vivía. Le había dado sesent a y cinco veces la vuelt a al m undo, enrolado en una
t ripulación de m arineros apát ridas. Las m uj eres que se acost aron con él aquella noche en la
t ienda de Cat arino lo llevaron desnudo a la sala de baile para que vieran que no t enía un
m ilím et ro del cuerpo sin t at uar, por el frent e y por la espalda, y desde el cuello hast a los dedos
de los pies. No lograba incorporarse a la fam ilia. Dorm ía t odo el día y pasaba la noche en el barrio
de t olerancia haciendo suert es de fuerza. En las escasas ocasiones en que Úrsula logró sent arlo a
la m esa, dio m uest ras de una sim pat ía radiant e, sobre t odo cuando cont aba sus avent uras en
países rem ot os. Había naufragado y perm anecido dos sem anas a la deriva en el m ar del Japón,
alim ent ándose con el cuerpo de un com pañero que sucum bió a la insolación, cuya carne salada y
vuelt a a salar y cocinada al sol t enía un sabor granuloso y dulce. En un m ediodía radiant e del
Golfo de Bengala su barco había vencido un dragón de m ar en cuyo vient re encont raron el casco,
las hebillas y las arm as de un cruzado. Había vist o en el Caribe el fant asm a de la nave corsario de
Víct or Hugues, con el velam en desgarrado por los vient os de la m uert e, la arboladura carcom ida
por cucarachas de m ar y equivocado para siem pre el rum bo de la Guadalupe. Úrsula lloraba en la
m esa com o si est uviera leyendo las cart as que nunca llegaron, en las cuales relat aba José Arcadio
sus hazañas y desvent uras. «Y t ant a casa aquí, hij o m ío - sollozaba- . ¡Y t ant a com ida t irada a los
puercos» Pero en el fondo no podía concebir que el m uchacho que llevaron los git anos fuera el
m ism o at arván que se com ía m edio lechón en el alm uerzo y cuyas vent osidades m archit aban
flores. Algo sim ilar le ocurría al rest o de la fam ilia. Am arant a no podía disim ular la repugnancia
que le producían en la m esa sus eruct os best iales. Arcadio, que nunca conoció el secret o de su
filiación, apenas si cont est aba a las pregunt as que él le hacía con el propósit o evident e de
conquist ar sus afect os. Aureliano t rat ó de revivir los t iem pos en que dorm ían en el m ism o cuart o,
procuró rest aurar la com plicidad de la infancia, pero José Arcadio los había olvidado porque la
vida del m ar le sat uró la m em oria con dem asiadas cosas que recordar. Sólo Rebeca sucum bió al
prim er im pact o. La t arde en que lo vio pasar frent e a su dorm it orio pensó que Piet ro Crespi era
un currut aco de alfeñique j unt o a aquel prot om acho cuya respiración volcánica se percibía en
t oda la casa. Buscaba su proxim idad con cualquier pret ext o. En ciert a ocasión José Arcadio la
m iró el cuerpo con una at ención descarada, y le dij o: «Eres m uy m uj er, herm anit a.» Rebeca
perdió el dom inio de sí m ism a. Volvió a com er t ierra y cal de las paredes con la avidez de ot ros

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días, y se chupó el dedo con t ant a ansiedad que se le form ó un callo en el pulgar. Vom it ó un
líquido verde con sanguij uelas m uert as. Pasó noches en vela t irit ando de fiebre, luchando cont ra
el delirio, esperando, hast a que la casa t repidaba con el regreso de José Arcadio al am anecer.
Una t arde, cuando t odos dorm ían la siest a, no resist ió m ás y fue a su dorm it orio. Lo encont ró en
calzoncillos, despiert o, t endido en la ham aca que había colgado de los horcones con cables de
am arrar barcos. La im presionó t ant o su enorm e desnudez t arabiscot eada que sint ió el im pulso de
ret roceder. «Perdone - se excusó- . No sabía que est aba aquí.» Pero apagó la voz para no
despert ar a nadie. «Ven acá», dij o él. Rebeca obedeció. Se det uvo j unt o a la ham aca, sudando
hielo, sint iendo que se le form aban nudos en las t ripas, m ient ras José Arcadio le acariciaba los
t obillos con la yem a de los dedos, y luego las pant orrillas y luego los m uslos, m urm urando: «Ay,
herm anit a: ay, herm anit a.» Ella t uvo que hacer un esfuerzo sobrenat ural para no m orirse cuando
una pot encia ciclónica asom brosam ent e regulada la levant ó por la cint ura y la despoj ó de su
int im idad con t res zarpazos y la descuart izó com o a un paj arit o. Alcanzó a dar gracias a Dios por
haber nacido, ant es de perder la conciencia el placer inconcebible de aquel dolor insoport able,
chapaleando en el pant ano hum eant e de la ham aca que absorbió com o un papel secant e la
explosión de su sangre.
Tres días después se casaron en la m isa de cinco. José Arcadio había ido el día ant erior a la
t ienda de Piet ro Crespi. Lo había encont rado dict ando una lección de cít ara y no lo llevó apart e
para hablarle. «Me caso con Rebeca», le dij o. Piet ro Crespi se puso pálido, le ent regó la cít ara a
uno de los discípulos, y dio la clase por t erm inada. Cuando quedaron solos en el salón at iborrado
de inst rum ent os m úsicos y j uguet es de cuerda, Piet ro Crespi dij o:
- Es su herm ana.
- No m e im port a - replicó José Arcadio.
Piet ro Crespi se enj ugó la frent e con el pañuelo im pregnado de espliego.
- Es cont ra nat ura - explicó- y, adem ás, la ley lo prohibe. José Arcadio se im pacient ó no t ant o
con la argum ent ación com o con la palidez de Piet ro Crespi.
- Me cago dos veces en nat ura - dij o- . Y se lo vengo a decir para que no se t om e la m olest ia de
ir a pregunt arle nada a Rebeca.
Pero su com port am ient o brut al se quebrant ó al ver que a Piet ro Crespi se le hum edecían los
oj os.
- Ahora - le dij o en ot ro t ono- , que si lo que le gust a es la fam ilia, ahí le queda Am arant a.
El padre Nicanor reveló en el serm ón del dom ingo que José Arcadio y Rebeca no eran
herm anos. Úrsula no perdonó nunca lo que consideró com o una inconcebible falt a de respet o, y
cuando regresaron de la iglesia prohibió a los recién casados que volvieran a pisar la casa. Para
ella era com o si hubieran m uert o. Así que alquilaron una casit a frent e al cem ent erio y se
inst alaron en ella sin m ás m uebles que la ham aca de José Arcadio. La noche de bodas a Rebeca le
m ordió el pie un alacrán que se había m et ido en su pant ufla. Se le adorm eció la lengua, pero eso
no im pidió que pasaran una luna de m iel escandalosa. Los vecinos se asust aban con los grit os
que despert aban a t odo el barrio hast a ocho veces en una noche, y hast a t res veces en la siest a,
y rogaban que una pasión t an desaforada no fuera a pert urbar la paz de los m uert os.
Aureliano fue el único que se preocupó por ellos. Les com pró algunos m uebles y les
proporcionó dinero, hast a que José Arcadio recuperó el sent ido de la realidad y em pezó a t rabaj ar
las t ierras de nadie que colindaban con el pat io de la casa. Am arant a, en cam bio, no logró
superar j am ás su rencor cont ra Rebeca, aunque la vida le ofreció una sat isfacción con que no
había soñado: por iniciat iva de Úrsula, que no sabía cóm o re- parar la vergüenza, Piet ro Crespi
siguió alm orzando los m art es en la casa, sobrepuest o al fracaso con una serena dignidad.
Conservó la cint a negra en el som brero com o una m uest ra de aprecio por la fam ilia, y se
com placía en dem ost rar su afect o a Úrsula llevándole regalos exót icos: sardinas port uguesas,
m erm elada de rosas t urcas y, en ciert a ocasión, un prim oroso m ande Manila. Am arant a lo at endía
con una cariñosa diligencia.
Adivinaba sus gust os, le arrancaba los hilos descosidos en los puños de la cam isa, y bordó una
docena de pañuelos con sus iniciales para el día de su cum pleaños. Los m art es, después del
alm uerzo, m ient ras ella bordaba en el corredor, él le hacía una alegre com pañía. Para Piet ro
Crespi, aquella m uj er que siem pre consideró y t rat ó com o una niña, fue una revelación. Aunque
su t ipo carecía de gracia, t enía una rara sensibilidad para apreciar las cosas del m undo, y una
t ernura secret a. Un m art es, cuando nadie dudaba de que t arde o t em prano t enía que ocurrir,

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Piet ro Crespi le pidió que se casara con él. Ella no int errum pió su labor. Esperó a que pasara el
calient e rubor de sus orej as e im prim ió a su voz un sereno énfasis de m adurez.
- Por supuest o, Crespi - dij o- , pero cuando uno se conozca m ej or. Nunca es bueno precipit ar las
cosas.
Úrsula se ofuscó. A pesar del aprecio que le t enía a Piet ro Crespi, no lograba est ablecer si su
decisión era buena o m ala desde el punt o de vist a m oral, después del prolongado y ruidoso
noviazgo con Rebeca. Pero t erm inó por acept arlo com o un hecho sin calificación, porque nadie
com part ió sus dudas. Aureliano, que era el hom bre de la casa, la confundió m ás con su
enigm át ica y t erm inant e opinión:
- Ést as no son horas de andar pensando en m at rim onios.
Aquella opinión que Úrsula sólo com prendió algunos m eses después era la única sincera que
podía expresar Aureliano en ese m om ent o, no sólo con respect o al m at rim onio, sino a cualquier
asunt o que no fuera la guerra. Él m ism o, frent e al pelot ón de fusilam ient o, no había de ent ender
m uy bien cóm o se fue encadenando la serie de sut iles pero irrevocables casualidades que lo
llevaron hast a ese punt o. La m uert e de Rem edios no le produj o la conm oción que t em ía. Fue m ás
bien un sordo sent im ient o de rabia que paulat inam ent e se disolvió en una frust ración solit aria y
pasiva, sem ej ant e a la que experim ent ó en los t iem pos en que est aba resignado a vivir sin m uj er.
Volvió a hundirse en el t rabaj o, pero conservó la cost um bre de j ugar dom inó con su suegro. En
una casa am ordazada por el lut o, las conversaciones noct urnas consolidaron la am ist ad de los dos
hom bres. «Vuelve a casart e, Aurelit o - le decía el suegro- . Tengo seis hij as para escoger.» En
ciert a ocasión, en vísperas de las elecciones, don Apolinar Moscot e regresó de uno de sus
frecuent es viaj es, preocupado por la sit uación polít ica del país. Los liberales est aban decididos a
lanzarse a la guerra. Com o Aureliano t enía en esa época nociones m uy confusas sobre las
diferencias ent re conservadores y liberales, su suegro le daba lecciones esquem át icas. Los
liberales, le decía, eran m asones; gent e de m ala índole, part idaria de ahorcar a los curas, de im -
plant ar el m at rim onio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hij os nat urales que a
los legít im os, y de despedazar al país en un sist em a federal que despoj ara de poderes a la
aut oridad suprem a. Los conservadores, en cam bio, que habían recibido el poder direct am ent e de
Dios, propugnaban por la est abilidad del orden público y la m oral fam iliar; eran los defensores de
la fe de Crist o, del principio de aut oridad, y no est aban dispuest os a perm it ir que el país fuera
descuart izado en ent idades aut ónom as. Por sent im ient os hum anit arios, Aureliano sim pat izaba
con la act it ud liberal respect o de los derechos de los hij os nat urales, pero de t odos m odos no en-
t endía cóm o se llegaba al ext rem o de hacer una guerra por cosas que no podían t ocarse con las
m anos. Le pareció una exageración que su suegro se hiciera enviar para las elecciones seis
soldados arm ados con fusiles, al m ando de un sargent o, en un pueblo sin pasiones polít icas. No
sólo llegaron, sino que fueron de casa en casa decom isando arm as de cacería, m achet es y hast a
cuchillos de cocina, ant es de repart ir ent re los hom bres m ayores de veint iún años las papelet as
azules con los nom bres de los candidat os conservadores, y las papelet as roj as con los nom bres
de los candidat os liberales. La víspera de las elecciones el propio don Apolinar Moscot e leyó un
bando que prohibía desde la m edianoche del sábado, y por cuarent a y ocho horas, la vent a de
bebidas alcohólicas y la reunión de m ás de t res personas que no fueran de la m ism a fam ilia. Las
elecciones t ranscurrieron sin incident es. Desde las ocho de la m añana del dom ingo se inst aló en
la plaza la urna de m adera cust odiada por los seis soldados. Se vot ó con ent era libert ad, com o
pudo com probarlo el propio Aureliano, que est uvo casi t odo el día con su suegro vigilando que
nadie vot ara m ás de una vez. A las cuat ro de la t arde, un repique de redoblant e en la plaza
anunció el t érm ino de la j ornada, y don Apolinar Moscot e selló la urna con una et iquet a cruzada
con su firm a. Esa noche, m ient ras j ugaba dom inó con Aureliano, le ordenó al sargent o rom per la
et iquet a para cont ar los vot os. Había casi t ant as papelet as roj as com o azules, pero el sargent o
sólo dej ó diez roj as y com plet ó la diferencia con azules. Luego volvieron a sellar la urna con una
et iquet a nueva y al día siguient e a prim era hora se la llevaron para la capit al de la provincia. «Los
liberales irán a la guerra», dij o Aureliano. Don Apolinar no desat endió sus fichas de dom inó. «Si
lo dices por los cam bios de papelet as, no irán - dij o- . Se dej an algunas roj as para que no haya
reclam os.» Aureliano com prendió las desvent aj as de la oposición. «Si yo fuera liberal - dij o- iría a
la guerra por est o de las papelet as.» Su suegro lo m iró por encim a del m arco de los ant eoj os.
- Ay, Aurelit o - dij o- , si t ú fueras liberal, aunque fueras m i yerno, no hubieras vist o el cam bio de
las papelet as.

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Lo que en realidad causó indignación en el pueblo no fue el result ado de las elecciones, sino el
hecho de que los soldados no hubieran devuelt o las arm as. Un grupo de m uj eres habló con
Aureliano para que consiguiera con su suegro la rest it ución de los cuchillos de cocina. Don
Apolinar Moscot e le explicó, en est rict a reserva, que los soldados se habían llevado las arm as
decom isadas com o prueba de que los liberales se est aban preparando para la guerra. Lo alarm ó
el cinism o de la declaración. No hizo ningún com ent ario, pero ciert a noche en que Gerineldo
Márquez y Magnífico Visbal hablaban con ot ros am igos del incident e de los cuchillos, le
pregunt aron si era liberal o conservador. Aureliano no vaciló:
- Si hay que ser algo, seria liberal - dij o- , porque los conservadores son unos t ram posos.
Al día siguient e, a inst ancias de sus am igos, fue a visit ar al doct or Alirio Noguera para que le
t rat ara un supuest o dolor en el hígado. Ni siquiera sabía cuál era el sent ido de la pat raña. El
doct or Alirio Noguera había llegado a Macondo pocos años ant es con un bot iquín de globulit os sin
sabor y una divisa m édica que no convenció a nadie: Un Clavo saca ot ro clavo. En realidad era un
farsant e. Det rás de su inocent e fachada de m édico sin prest igio se escondía un t errorist a que
t apaba con unas cáligas de m edia pierna las cicat rices que dej aron en sus t obillos cinco años de
cepo. Capt urado en la prim era avent ura federalist a, logró escapar a Curazao disfrazado con el
t raj e que m ás det est aba en est e m undo: una sot ana. Al cabo de un prolongado dest ierro,
em bullado por las exalt adas not icias que llevaban a Curazao los exiliados de t odo el Caribe, se
em barcó en una golet a de cont rabandist as y apareció en Riohacha con los frasquit os de glóbulos
que no eran m ás que de azúcar refinada, y un diplom a de la Universidad de Leipzig falsificado por
él m ism o. Lloró de desencant o. El fervor federalist a, que los exiliados definían com o un polvorín a
punt o de est allar, se había disuelt o en una vaga ilusión elect oral. Am argado por el fracaso,
ansioso de un lugar seguro donde esperar la vej ez, el falso hom eópat a se refugió en Macondo. En
el est recho cuart it o at iborrado de frascos vacíos que alquiló a un lado de la plaza vivió varios años
de los enferm os sin esperanzas que después de haber probado t odo se consolaban con glóbulos
de azúcar. Sus inst int os de agit ador perm anecieron en reposo m ient ras don Apolinar Moscot e fue
una aut oridad decorat iva. El t iem po se le iba en recordar y en luchar cont ra el asm a. La
proxim idad de las elecciones fue el hilo que le perm it ió encont rar de nuevo la m adej a de la
subversión. Est ableció cont act o con la gent e j oven del pueblo, que carecía de form ación polít ica,
y se em peñó en una sigilosa cam paña de inst igación. Las num erosas papelet as roj as que
aparecieron en la urna, y que fueron at ribuidas por don Apolinar Moscot e a la novelería propia de
la j uvent ud, eran part e de su plan: obligó a sus discípulos a vot ar para convencerlos de que las
elecciones eran una farsa. «Lo único eficaz - decía- es la violencia.» La m ayoría de los am igos de
Aureliano andaban ent usiasm ados con la idea de liquidar el orden conservador, pero nadie se
había at revido a incluirlo en los planes, no sólo por sus vínculos con el corregidor, sino por su
caráct er solit ario y evasivo. Se sabía, adem ás, que había vot ado azul por indicación del suegro.
Así que fue una sim ple casualidad que revelara sus sent im ient os polít icos, y fue un puro golpe de
curiosidad el que lo m et ió en la vent olera de visit ar al m édico para t rat arse un dolor que no t enía.
En el cuchit ril oloroso a t elaraña alcanforada se encont ró con una especie de iguana polvorient a
cuyos pulm ones silbaban al respirar. Ant es de hacerle ninguna pregunt a el doct or lo llevó a la
vent ana y le exam inó por dent ro el párpado inferior. «No es ahí», dij o Aureliano, según le habían
indicado. Se hundió el hígado con la punt a de los dedos, y agregó: «Es aquí donde t engo el dolor
que no m e dej a dorm ir.» Ent onces el doct or Noguera cerró la vent ana con el pret ext o de que
había m ucho sol, y le explicó en t érm inos sim ples por qué era un deber pat riót ico asesinar a los
conservadores. Durant e varios días llevó Aureliano un frasquit o en el bolsillo de la cam isa. Lo
sacaba cada dos horas, ponía t res globulit os en la palm a de la m ano y se los echaba de golpe en
la boca para disolverlos lent am ent e en la lengua. Don Apolinar Moscot e se burló de su fe en la
hom eopat ía, pero quienes est aban en el com plot re- conocieron en él a uno m ás de los suyos.
Casi t odos los hij os de los fundadores est aban im plicados, aunque ninguno sabía concret am ent e
en qué consist ía la acción que ellos m ism os t ram aban. Sin em bargo, el día en que el m édico le
reveló el secret o a Aureliano, ést e le sacó el cuerpo a la conspiración. Aunque ent onces est aba
convencido de la urgencia de liquidar al régim en conservador, el plan lo horrorizó. El doct or
Noguera era un m íst ico del at ent ado personal. Su sist em a se reducía a coordinar una serie de
acciones individuales que en un golpe m aest ro de alcance nacional liquidara a los funcionarios del
régim en con sus respect ivas fam ilias, sobre t odo a los niños, para ext erm inar el conservat ism o en
la sem illa. Don Apolinar Moscot e, su esposa y sus seis hij as, por supuest o, est aban en la list a.

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- Ust ed no es liberal ni es nada - le dij o Aureliano sin alt erarse- . Ust ed no es m ás que un
m at arife.
- En ese caso - replicó el doct or con igual calm a- devuélvem e el frasquit o. Ya no t e hace falt a.
Sólo seis m eses después supo Aureliano que el doct or lo había desahuciado com o hom bre de
acción, por ser un sent im ent al sin porvenir, con un caráct er pasivo y una definida vocación
solit aria. Trat aron de cercarlo t em iendo que denunciara la conspiración. Aureliano los t ranquilizó:
no diría una palabra, pero la noche en que fueran a asesinar a la fam ilia Moscot e lo encont rarían
a él defendiendo la puert a. Dem ost ró una decisión t an convincent e, que el plan se aplazó para
una fecha indefinida. Fue por esos días que Úrsula consult ó su opinión sobre el m at rim onio de
Piet ro Crespi y Am arant a, y él cont est ó que las t iem pos no est aban para pensar en eso. Desde
hacía una sem ana llevaba baj o la cam isa una pist ola arcaica. Vigilaba a sus am igos. I ba par las
t ardes a t om ar el café con José Arcadio y Rebeca, que em pezaban a ordenar su casa, y desde las
siet e j ugaba dom inó con el suegro. A la hora del alm uerzo conversaba con Arcadio, que era ya un
adolescent e m onum ent al, y lo encont raba cada vez m ás exalt ado can la inm inencia de la guerra.
En la escuela, donde Arcadio t enía alum nos m ayores que él revuelt os can niños que apenas em -
pezaban a hablar, había prendido la fiebre liberal. Se hablaba de fusilar al padre Nicanor, de
convert ir el t em plo en escuela, de im plant ar el am or libre. Aureliano procuró at em perar sus
ím pet us. Le recom endó discreción y prudencia. Sordo a su razonam ient o sereno, a su sent ido de
la realidad, Arcadio le reprochó en público su debilidad de caráct er, Aureliano esperó. Par fin, a
principios de diciem bre, Úrsula irrum pió t rast ornada en el t aller.
- ¡Est alló la guerra!
En efect o, había est allado desde hacía t res m eses. La ley m arcial im peraba en t odo el país. El
único que la supo a t iem po fue don Apolinar Moscot e, pero no le dio la not icia ni a su m uj er,
m ient ras llegaba el pelot ón del ej ércit o que había de ocupar el pueblo por sorpresa. Ent raron sin
ruido ant es del am anecer, can das piezas de art illería ligera t iradas por m ulas, y est ablecieron el
cuart el en la escuela. Se im puso el t oque de queda a las seis de la t arde. Se hizo una requisa m ás
drást ica que la ant erior, casa por casa, y est a vez se llevaron hast a las herram ient as de labranza.
Sacaron a rast ras al doct or Noguera, la am arraron a un árbol de la plaza y la fusilaron sin fórm ula
de j uicio. El padre Nicanor t rat ó de im presionar a las aut oridades m ilit ares can el m ilagro de la
levit ación, y un soldado lo descalabró de un culat azo. La exalt ación liberal se apagó en un t error
silencioso. Aureliano, pálido, herm ét ico, siguió j ugando dom inó con su suegro. Com prendió que a
pesar de su t ít ulo act ual de j efe civil y m ilit ar de la plaza, don Apolinar Moscot e era ot ra vez una
aut oridad decorat iva. Las decisiones las t om aba un capit án del ej ércit o que t odas las m añanas re-
caudaba una m anlieva ext raordinaria para la defensa del orden público. Cuat ro soldados al
m ando suyo arrebat aron a su fam ilia una m uj er que había sido m ordida por un perro rabioso y la
m at aron a culat azos en plena calle. Un dom ingo, dos sem anas después de la ocupación, Aureliano
ent ró en la casa de Gerineldo Márquez y con su parsim onia habit ual pidió un t azón de café sin
azúcar. Cuando los dos quedaron solos en la cocina, Aureliano im prim ió a su voz una aut oridad
que nunca se le había conocido. «Prepara los m uchachos - dij o- . Nos vam os a la guerra.»
Gerineldo Márquez no lo creyó.
- ¿Con qué arm as? - pregunt ó.
- Con las de ellos - cont est ó Aureliano.
El m art es a m edianoche, en una operación descabellada, veint iún hom bres m enores de t reint a
años al m ando de Aureliano Buendía, arm ados con cuchillos de m esa y hierros afilados, t om aron
por sorpresa la guarnición, se apoderaron de las arm as y fusilaron en el pat io al capit án y los
cuat ro soldados que habían asesinado a la m uj er.
Esa m ism a noche, m ient ras se escuchaban las descargas del pelot ón de fusilam ient o, Arcadio
fue nom brado j efe civil y m ilit ar de la plaza. Los rebeldes casados apenas t uvieron t iem po de
despedirse de sus esposas, a quienes abandonaron a sus propios recursos. Se fueron al
am anecer, aclam ados por la población liberada del t error, para unirse a las fuerzas del general
revolucionario Vict orio Medina, que según las últ im as not icias andaba por el rum bo de Manaure.
Ant es de irse, Aureliano sacó a don Apolinar Moscot e de un arm ario. «Ust ed se queda t ranquilo,
suegro - le dij o- . El nuevo gobierno garant iza, baj o palabra de honor, su seguridad personal y la
de su fam ilia.» Don Apolinar Moscot e t uvo dificult ades para ident ificar aquel conspirador de bot as
alt as y fusil t erciado a la espalda con quien había j ugado dom inó hast a las nueve de la noche.
- Est o es un disparat e, Aurelit o - exclam ó.

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- Ningún disparat e - dij o Aureliano- . Es la guerra. Y no m e vuelva a decir Aurelit o, que ya soy el
coronel Aureliano Buendía.

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Ci en años de sol edad
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VI

El coronel Aureliano Buendía prom ovió t reint a y dos levant am ient os arm ados y los perdió
t odos. Tuvo diecisiet e hij os varones de diecisiet e m uj eres dist int as, que fueron ext erm inados uno
t ras ot ro en una sola noche, ant es de que el m ayor cum pliera t reint a y cinco años. Escapó a
cat orce at ent ados, a set ent a y t res em boscadas y a un pelot ón de fusilam ient o. Sobrevivió a una
carga de est ricnina en el café que habría bast ado para m at ar un caballo. Rechazó la Orden del
Mérit o que le ot orgó el president e de la república. Llegó a ser com andant e general de las fuerzas
revolucionarias, con j urisdicción y m ando de una front era a la ot ra, y el hom bre m ás t em ido por
el gobierno, pero nunca perm it ió que le t om aran una fot ografía. Declinó la pensión vit alicia que le
ofrecieron después de la guerra y vivió hast a la vej ez de los pescadit os de oro que fabricaba en
su t aller de Macondo. Aunque peleó siem pre al frent e de sus hom bres, la única herida que recibió
se la produj o él m ism o después de firm ar la capit ulación de Neerlandia que puso t érm ino a casi
veint e años de guerras civiles. Se disparó un t iro de pist ola en el pecho y el proyect il le salió por
la espalda sin last im ar ningún cent ro vit al. Lo único que quedó de t odo eso fue una calle con su
nom bre en Macondo. Sin em bargo, según declaró pocos años ant es de m orir de viej o, ni siquiera
eso esperaba la m adrugada en que se fue con sus veint iún hom bres a reunirse con las fuerzas del
general Vict orio Medina.
- Ahí t e dej am os a Macondo - fue t odo cuant o le dij o a Arcadio ant es de irse- . Te lo dej am os
bien, procura que lo encont rem os m ej or.
Arcadio le dio una int erpret ación m uy personal a la recom endación. Se invent ó un uniform e
con galones y charret eras de m ariscal, inspirado en las lám inas de un libro de Melquíades, y se
colgó al cint o el sable con borlas doradas del capit án fusilado. Em plazó las dos piezas de art illería
a la ent rada del pueblo, uniform ó a sus ant iguos alum nos, exacerbados por sus proclam as
incendiarias, y los dej ó vagar arm ados por las calles para dar a los forast eros una im presión de
invulnerabilidad. Fue un t ruco de doble filo, porque el gobierno no se at revió a at acar la plaza
durant e diez m eses, pero cuando lo hizo descargó cont ra ella una fuerza t an desproporcionada
que liquidó la resist encia en m edia hora. Desde el prim er día de su m andat o Arcadio reveló su
afición por los bandos. Leyó hast a cuat ro diarios para ordenar y disponer cuant o le pasaba por la
cabeza. I m plant ó el servicio m ilit ar obligat orio desde los dieciocho años, declaró de ut ilidad
pública los anim ales que t ransit aban por las calles después de las seis de la t arde e im puso a los
hom bres m ayores de edad la obligación de usar un brazal roj o. Recluyó al padre Nicanor en la
casa cural, baj o am enaza de fusilam ient o, y le prohibió decir m isa y t ocar las cam panas com o no
fuera para celebrar las vict orias liberales. Para que nadie pusiera en duda la severidad de sus
propósit os, m andó que un pelot ón de fusilam ient o se ent renara en la plaza pública disparando
cont ra un espant apáj aros. Al principio nadie lo t om ó en serio. Eran, al fin de cuent as, los
m uchachos de la escuela j ugando a gent e m ayor. Pero una noche, al ent rar Arcadio en la t ienda
de Cat arino, el t rom pet ist a de la banda lo saludó con un t oque de fanfarria que provocó las risas
de la client ela, y Arcadio lo hizo fusilar por irrespet o a la aut oridad. A quienes prot est aron, los
puso a pan y agua con los t obillos en un cepo que inst aló en un cuart o de la escuela. «¡Eres un
asesino! - le grit aba Úrsula cada vez que se ent eraba de alguna nueva arbit rariedad- . Cuando
Aureliano lo sepa t e va a fusilar a t i y yo seré la prim era en alegrarm e.» Pero t odo fue inút il.
Arcadio siguió apret ando los t orniquet es de un rigor innecesario, hast a convert irse en el m ás
cruel de los gobernant es que hubo nunca en Macondo. «Ahora sufran la diferencia - dij o don
Apolinar Moscot e en ciert a ocasión- . Est o es el paraíso liberal.» Arcadio lo supo. Al frent e de una
pat rulla asalt ó la casa, dest rozó los m uebles, vapuleó a las hij as y se llevó a rast ras a don
Apolinar Moscot e. Cuando Úrsula irrum pió en el pat io del cuart el, después de haber at ravesado el
pueblo clam ando de vergüenza y blandiendo de rabia un rebenque alquit ranado, el propio Arcadio
se disponía a dar la orden de fuego al pelot ón de fusilam ient o.
- ¡At révet e, bast ardo! - grit ó Úrsula.
Ant es de que Arcadio t uviera t iem po de reaccionar, le descargó el prim er vergaj azo. «At révet e,
asesino - grit aba- . Y m át am e t am bién a m í, hij o de m ala m adre. Así no t endré oj os para llorar la
vergüenza de haber criado un fenóm eno.» Azot ándolo sin m isericordia, lo persiguió hast a el fondo

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del pat io, donde Arcadio se enrolló com o un caracol. Don Apolinar Moscot e est aba inconscient e,
am arrado en el post e donde ant es t enían al espant apáj aros despedazado por los t iros de ent rena-
m ient o. Los m uchachos del pelot ón se dispersaron, t em erosos de que Úrsula t erm inara
desahogándose con ellos. Pero ni siquiera los m iró. Dej ó a Arcadio con el uniform e arrast rado,
bram ando de dolor y rabia, y desat ó a don Apolinar Moscot e para llevarlo a su casa. Ant es de
abandonar el cuart el, solt ó a los presos del cepo.
A part ir de ent onces fue ella quien m andó en el pueblo. Rest ableció la m isa dom inical,
suspendió el uso de los brazales roj os y descalificó los bandos at rabiliarios. Pero a despecho de su
fort aleza, siguió llorando la desdicha de su dest ino. Se sint ió t an sola, que buscó la inút il
com pañía del m arido olvidado baj o el cast año. «Mira en lo que hem os quedado - le decía,
m ient ras las lluvias de j unio am enazaban con derribar el cobert izo de palm a- . Mira la casa vacía,
nuest ros hij os desperdigados por el m undo, y nosot ros dos solos ot ra vez com o al principio.» José
Arcadio Buendía, hundido en un abism o de inconsciencia, era sordo a sus lam ent os. Al com ienzo
de su locura anunciaba con lat inaj os aprem iant es sus urgencias cot idianas. En fugaces
escam padas de lucidez, cuando Am arant a le llevaba la com ida, él le com unicaba sus pesares m ás
m olest os y se prest aba con docilidad a sus vent osas y sinapism os. Pero en la época en que Úrsula
fue a lam ent arse a su lado había perdido t odo cont act o con la realidad. Ella lo bañaba por part es
sent ado en el banquit o, m ient ras le daba not icias de la fam ilia. «Aureliano se ha ido a la guerra,
hace ya m ás de cuat ro m eses, y no hem os vuelt o a saber de él - le decía, rest regándole la espalda
con un est ropaj o enj abonado. José Arcadio volvió, hecho un hom brazo m ás alt o que t ú y t odo
bordado en punt o de cruz, pero sólo vino a t raer la vergüenza a nuest ra casa.» Creyó observar,
sin em bargo, que su m arido ent rist ecía con las m alas not icias. Ent onces opt ó por m ent irle. «No
m e creas lo que t e digo - decía, m ient ras echaba cenizas sobre sus excrem ent os para recogerlos
con la pala- . Dios quiso que José Arcadio y Rebeca se casaran, y ahora son m uy felices.» Llegó a
ser t an sincera en el engaño que ella m ism a acabó consolándose con sus propias m ent iras.
«Arcadio ya es un hom bre serio - decía- , y m uy valient e, y m uy buen m ozo con su uniform e y su
sable.» Era com o hablarle a un m uert o, porque José Arcadio Buendía est aba ya fuera del alcance
de t oda preocupación. Pero ella insist ió. Lo veía t an m anso, t an indiferent e a t odo, que decidió
solt arlo. Él ni siquiera se m ovió del banquit o. Siguió expuest o al sol y la lluvia, com o si las sogas
fueran innecesarias, porque un dom inio superior a cualquier at adura visible lo m ant enía am arrado
al t ronco del cast año. Hacia el m es de agost o, cuando el invierno em pezaba a et ernizarse, Úrsula
pudo por fin darle una not icia que parecía verdad.
- Fíj at e que nos sigue at osigando la buena suert e - le dij o- . Am arant a y el it aliano de la pianola
se van a casar.
Am arant a y Piet ro Crespi, en efect o, habían profundizado en la am ist ad, am parados por la
confianza de Úrsula, que est a vez no creyó necesario vigilar las visit as. Era un noviazgo crepus-
cular. El it aliano llegaba al at ardecer, con una gardenia en el oj al, y le t raducía a Am arant a
sonet os de Pet rarca. Perm anecían en el corredor sofocado por el orégano y las rosas, él leyendo y
ella t ej iendo encaj e de bolillo, indiferent es a los sobresalt os y las m alas not icias de la guerra,
hast a que los m osquit os los obligaban a refugiarse en la sala. La sensibilidad de Am arant a, su
discret a pero envolvent e t ernura habían ido urdiendo en t orno al novio una t elaraña invisible, que
él t enía que apart ar m at erialm ent e con sus dedos pálidos y sin anillos para abandonar la casa a
las ocho. Habían hecho un precioso álbum con las t arj et as post ales que Piet ro Crespi recibía de
I t alia. Eran im ágenes de enam orados en parques solit arios, con viñet as de corazones flechados y
cint as doradas sost enidas por palom as. «Yo conozco est e parque en Florencia - decía Piet ro Crespi
repasando las post ales- . Uno ext iende la m ano y los páj aros baj an a com er.» A veces, ant e una
acuarela de Venecia, la nost algia t ransform aba en t ibios arom as de flores el olor de fango y
m ariscos podridos de los canales. Am arant a suspiraba, reía, soñaba con una segunda pat ria de
hom bres y m uj eres herm osos que hablaban una lengua de niños, con ciudades ant iguas de cuya
pasada grandeza sólo quedaban los gat os ent re los escom bros. Después de at ravesar el océano
en su búsqueda, después de haberlo confundido con la pasión en los m anoseos vehem ent es de
Rebeca, Piet ro Crespi había encont rado el am or. La dicha t raj o consigo la prosperidad. Su
alm acén ocupaba ent onces casi una cuadra, y era un invernadero de fant asía, con reproducciones
del cam panario de Florencia que daban la hora con un conciert o de carillones, y caj as m usicales
de Sorrent o, y polveras de China que cant aban al dest aparías t onadas de cinco not as, y t odos los
inst rum ent os m úsicos que se podían im aginar y t odos los art ificios de cuerda que se podían con-
cebir. Bruno Crespi, su herm ano m enor, est aba al frent e del alm acén, porque él no se daba

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abast o para at ender la escuela de m úsica. Gracias a él, la calle de los Turcos, con su des-
lum brant e exposición de chucherías, se t ransform ó en un rem anso m elódico para olvidar las
arbit rariedades de Arcadio y la pesadilla rem ot a de la guerra. Cuando Úrsula dispuso la rea-
nudación de la m isa dom inical, Piet ro Crespi le regaló al t em plo un arm onio alem án, organizó un
coro infant il y preparó un repert orio gregoriano que puso una not a espléndida en el rit ual
t acit urno del padre Nicanor. Nadie ponía en duda que haría Am arant a una esposa feliz. Sin
apresurar los sent im ient os, dej ándose arrast rar por la fluidez nat ural del corazón, llegaron a un
punt o en que sólo hacia falt a fij ar la fecha de la boda. No encont rarían obst áculos. Úrsula se
acusaba ínt im am ent e de haber t orcido con aplazam ient os reit erados el dest ino de Rebeca, y no
est aba dispuest a a acum ular rem ordim ient os. El rigor del lut o por la m uert e de Rem edios había
sido relegado a un lugar secundario por la m ort ificación de la guerra, la ausencia de Aureliano, la
brut alidad de Arcadio y la expulsión de José Arcadio y Rebeca. Ant e la inm inencia de la boda, el
propio Piet ro Crespi había insinuado que Aureliano José, en quien fom ent ó un cariño casi
pat ernal, fuera considerado com o su hij o m ayor. Todo hacía pensar que Am arant a se orient aba
hacia una felicidad sin t ropiezos. Pero al cont rario de Rebeca, ella no revelaba la m enor ansiedad.
Con la m ism a paciencia con que abigarraba m ant eles y t ej ía prim ores de pasam anería y bordaba
pavorreales en punt o de cruz, esperó a que Piet ro Crespi no soport ara m ás las urgencias del
corazón. Su hora llegó con las lluvias aciagas de oct ubre. Piet ro Crespi le quit ó del regazo la
canast illa de bordar y le apret ó la m ano ent re las suyas. «No soport o m ás est a espera - le dij o- .
Nos casam os el m es ent rant e.» Am arant a no t em bló al cont act o de sus m anos de hielo. Ret iró la
suya, com o un anim alit o escurridizo, y volvió a su labor.
- No seas ingenuo, Crespi - sonrió- , ni m uert a m e casaré cont igo.
Piet ro Crespi perdió el dom inio de sí m ism o. Lloró sin pudor, casi rom piéndose los dedos de
desesperación, pero no logró quebrant arla. «No pierdas el t iem po - fue t odo cuant o dij o
Am arant a- . Si en verdad m e quieres t ant o, no vuelvas a pisar est a casa.» Úrsula creyó
enloquecer de vergüenza. Piet ro Crespi agot ó los recursos de la súplica. Llegó a increíbles
ext rem os de hum illación. Lloró t oda una t arde en el regazo de Úrsula, que hubiera vendido el
alm a por consolarlo. En noches de lluvia se le vio m erodear por la casa con un paraguas de seda,
t rat ando de sorprender una luz en el dorm it orio de Am arant a. Nunca est uvo m ej or vest ido que en
esa época. Su august a cabeza de em perador at orm ent ado adquirió un ext raño aire de grandeza.
I m port unó a las am igas de Am arant a, las que iban a bordar en el corredor, para que t rat aran de
persuadirla. Descuidó los negocios. Pasaba el día en la t rast ienda, escribiendo esquelas
desat inadas, que hacía llegar a Am arant a con m em branas de pét alos y m ariposas disecadas, y
que ella devolvía sin abrir. Se encerraba horas y horas a t ocar la cít ara. Una noche cant ó.
Macondo despert ó en una especie de est upor, angelizado por una cít ara que no m erecía ser de
est e m undo y una voz com o no podía concebirse que hubiera ot ra en la t ierra con t ant o am or.
Piet ro Crespi vio ent onces la luz en t odas las vent anas del pueblo, m enos en la de Am arant a. El
dos de noviem bre, día de t odos los m uert os, su herm ano abrió el alm acén y encont ró t odas las
lám paras encendidas y t odas las caj as m usicales dest apadas y t odos los reloj es t rabados en una
hora int erm inable, y en m edio de aquel conciert o disparat ado encont ró a Piet ro Crespi en el
escrit orio de la t rast ienda, con las m uñecas cort adas a navaj a y las dos m anos m et idas en una
palangana de benj uí.
Úrsula dispuso que se le velara en la casa. ~ padre Nicanor se oponía a los oficios religiosos y
a la sepult ura en t ierra sagrada. Úrsula se le enfrent ó. «De algún m odo que ni ust ed ni yo
podem os ent ender, ese hom bre era un sant o - dij o- . Así que lo voy a ent errar, cont ra su volunt ad,
j unt o a la t um ba de Melquíades.» Lo hizo, con el respaldo de t odo el pueblo, en funerales
m agníficos. Am arant a no abandonó el dorm it orio. Oyó desde su cam a el llant o de Úrsula, los
pasos y m urm ullos de la m ult it ud que invadió la casa, los aullidos de las plañideras, y luego un
hondo silencio oloroso a flores pisot eadas. Durant e m ucho t iem po siguió sint iendo el hálit o de
lavanda de Piet ro Crespi al at ardecer, pero t uvo fuerzas para no sucum bir al delirio. Úrsula la
abandonó. Ni siquiera levant ó los oj os para apiadarse de ella, la t arde en que Am arant a ent ró en
la cocina y puso la m ano en las brasas del fogón, hast a que le dolió t ant o que no sint ió m ás dolor,
sino la pest ilencia de su propia carne cham uscada. Fue una cura de burro para el rem ordim ient o.
Durant e varios días anduvo por la casa con la m ano m et ida en un t azón con claras de huevo, y
cuando sanaron las quem a duras pareció com o si las claras de huevo hubieran cicat rizado
t am bién las úlceras de su corazón. La única huella ex- t erna que le dej ó la t ragedia fue la venda
de gasa negra que se puso en la m ano quem ada, y que había de llevar hast a la m uert e.

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Ci en años de sol edad
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Arcadio dio una rara m uest ra de generosidad, al proclam ar m ediant e un bando el duelo oficial
por la m uert e de Piet ro Crespi. Úrsula lo int erpret ó com o el regreso del cordero ext raviado. Pero
se equivocó. Había perdido a Arcadio, no desde que vist ió el uniform e m ilit ar, sino desde siem pre.
Creía haberlo criado com o a un hij o, com o crió a Rebeca, sin privilegios ni discrim inaciones. Sin
em bargo, Arcadio era un niño solit ario y asust ado durant e la pest e del insom nio, en m edio de la
fiebre ut ilit aria de Úrsula, de los delirios de José Arcadio Buendía, del herm et ism o de Aureliano,
de la rivalidad m ort al ent re Am arant a y Rebeca. Aureliano le enseñó a leer y escribir, pensando
en ot ra cosa, com o lo hubiera hecho un ext raño. Le regalaba su ropa, para que Visit ación la
reduj era, cuando ya est aba de t irar. Arcadio sufría con sus zapat os dem asiado grandes, con sus
pant alones rem endados, con sus nalgas de m uj er. Nunca logró com unicarse con nadie m ej or que
lo hizo con Visit ación y Cat aure en su lengua. Melquíades fue el único que en realidad se ocupó de
él, que le hacía escuchar sus t ext os incom prensibles y le daba inst rucciones sobre el art e de la
daguerrot ipia. Nadie se im aginaba cuánt o lloró su m uert e en secret o, y con qué desesperación
t rat ó de revivirlo en el est udio inút il de sus papeles. La escuela, donde se le ponía at ención y se le
respet aba, y luego el poder, con sus bandos t erm inant es y su uniform e de gloria, lo liberaron del
peso de una ant igua am argura. Una noche, en la t ienda de Cat arino, alguien se at revió a decirle:
«No m ereces el apellido que llevas.» Al cont rario de lo que t odos esperaban, Arcadio no lo hizo
fusilar.
- A m ucha honra - dij o- , no soy un Buendía.
Quienes conocían el secret o de su filiación, pensaron por aquella réplica que t am bién él est aba
al corrient e, pero en realidad no lo est uvo nunca. Pilar Ternera, su m adre, que le había hecho
hervir la sangre en el cuart o de daguerrot ipia, fue para él una obsesión t an irresist ible com o lo
fue prim ero para José Arcadio y luego para Aureliano. A pesar de que había perdido sus encant os
y el esplendor de su risa, él la buscaba y la encont raba en el rast ro de su olor de hum o. Poco
ant es de la guerra, un m ediodía en que ella fue m ás t arde que de cost um bre a buscar a su hij o
m enor a la escuela, Arcadio la est aba esperando en el cuart o donde solía hacer la siest a, y donde
después inst aló el cepo. Mient ras el niño j ugaba en el pat io, él esperó en la ham aca, t em blando
de ansiedad, sabiendo que Pilar Ternera t enía que pasar por ahí. Llegó. Arcadio la agarró por la
m uñeca y t rat ó de m et erla en la ham aca. «No puedo, no puedo - dij o Pilar Ternera horrorizada- .
No t e im aginas cóm o quisiera com placert e, pero Dios es t est igo que no puedo.» Arcadio la agarró
por la cint ura con su t rem enda fuerza heredit aria, y sint ió que el m undo se borraba al cont act o de
su piel. «No t e hagas la sant a - decía- . Al fin, t odo el m undo sabe que eres una put a.» Pilar se
sobrepuso al asco que le inspiraba su m iserable dest ino.
- Los niños se van a dar cuent a - m urm uró- . Es m ej or que est a noche dej es la puert a sin t ranca.
Arcadio la esperó aquella noche t irit ando de fiebre en la ham aca. Esperó sin dorm ir, oyendo los
grillos alborot ados de la m adrugada sin t érm ino y el horario im placable de los alcaravanes, cada
vez m ás convencido de que lo habían engañado.
De pront o, cuando la ansiedad se había descom puest o en rabia, la puert a se abrió. Pocos
m eses después, frent e al pelot ón de fusilam ient o, Arcadio había de revivir los pasos perdidos en
el salón de clases, los t ropiezos cont ra los escaños, y por últ im o la densidad de un cuerpo en las
t inieblas del cuart o y los lat idos del aire bom beado por un corazón que no era el suyo. Ext endió la
m ano y encont ró ot ra m ano con dos sort ij as en un m ism o dedo, que est aba a punt o de naufragar
en la oscuridad. Sint ió la nervadura de sus venas, el pulso de su infort unio, y sint ió la palm a
húm eda con la línea de la vida t ronchada en la base del pulgar por el zarpazo de la m uert e.
Ent onces com prendió que no era esa la m uj er que esperaba, porque no olía a hum o sino a
brillant ina de florecit as, y t enía los senos inflados y ciegos con pezones de hom bre, y el sexo
pét reo y redondo com o una nuez, y la t ernura caót ica de la inexperiencia exalt ada. Era virgen y
t enía el nom bre inverosím il de Sant a Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuent a
pesos, la m it ad de sus ahorros de t oda la vida, para que hiciera lo que est aba haciendo. Arcadio
la había vist o m uchas veces, at endiendo la t iendecit a de víveres de sus padres, y nunca se había
fij ado en ella, porque t enía la rara virt ud de no exist ir por com plet o sino en el m om ent o oport uno.
Pero desde aquel día se enroscó com o un gat o al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora
de la siest a, con el consent im ient o de sus padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la ot ra
m it ad de sus ahorros. Más t arde, cuando las t ropas del gobierno los desaloj aron del local, se
am aban ent re las lat as de m ant eca y los sacos de m aíz de la t rast ienda. Por la época en que
Arcadio fue nom brado j efe civil y m ilit ar, t uvieron una hij a.

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Los únicos parient es que se ent eraron, fueron José Arcadio y Rebeca, con quienes Arcadio
m ant enía ent onces relaciones ínt im as, fundadas no t ant o en el parent esco com o en la com -
plicidad. José Arcadio había doblegado la cerviz al yugo m at rim onial. El caráct er firm e de Rebeca,
la voracidad de su vient re, su t enaz am bición, absorbieron la descom unal energía del m arido, que
de holgazán y m uj eriego se convirt ió en un enorm e anim al de t rabaj o. Tenían una casa lim pia y
ordenada. Rebeca la abría de par en par al am anecer, y el vient o de las t um bas ent raba por las
vent anas y salía por las puert as del pat io, y dej aba las paredes blanqueadas y los m uebles
curt idos por el salit re de los m uert os. El ham bre de t ierra, el doc doc de los huesos de sus
padres, la im paciencia de su sangre frent e a la pasividad de Piet ro Crespi, est aban relegados al
desván de la m em oria. Todo el día bordaba j unt o a la vent ana, aj ena a la zozobra de la guerra,
hast a que los pot es de cerám ica em pezaban a vibrar en el aparador y ella se levant aba a calent ar
la com ida, m ucho ant es de que aparecieran los escuálidos perros rast readores y luego el coloso
de polainas y espuelas y con escopet a de dos cañones, que a veces llevaba un venado al hom bro
y casi siem pre un sart al de conej os o de pat os silvest res. Una t arde, al principio de su gobierno,
Arcadio fue a visit arlos de un m odo int em pest ivo. No lo veían desde que abandonaron la casa,
pero se m ost ró t an cariñoso y fam iliar que lo invit aron a com part ir el guisado.
Sólo cuando t om aban el café reveló Arcadio el m ot ivo de su visit a: había recibido una denuncia
cont ra José Arcadio. Se decía que em pezó arando su pat io y había seguido derecho por las t ierras
cont iguas, derribando cercas y arrasando ranchos con sus bueyes, hast a apoderarse por la fuerza
de los m ej ores predios del cont orno. A los cam pesinos que no había despoj ado, porque no le
int eresaban sus t ierras, les im puso una cont ribución que cobraba cada sábado con los perros de
presa y la escopet a de dos cañones. No lo negó. Fundaba su derecho en que las t ierras usurpadas
habían sido dist ribuidas por José Arcadio Buendía en los t iem pos de la fundación, y creía posible
dem ost rar que su padre est aba loco desde ent onces, puest o que dispuso de un pat rim onio que en
realidad pert enecía a la fam ilia. Era un alegat o innecesario, porque Arcadio no había ido a hacer
j ust icia. Ofreció sim plem ent e crear una oficina de regist ro de la propiedad para que José Arcadio
legalizara los t ít ulos de la t ierra usurpada, con la condición de que delegara en el gobierno local el
derecho de cobrar las cont ribuciones. Se pusieron de acuerdo. Años después, cuando el coronel
Aureliano Buendía exam inó los t ít ulos de propiedad, encont ró que est aban regist radas a nom bre
de su herm ano t odas las t ierras que se divisaban desde la colina de su pat io hast a el horizont e,
inclusive el cem ent erio, y que en los once m eses de su m andat o Arcadio había cargado no sólo
con el dinero de las cont ribuciones, sino t am bién con el que cobraba al pueblo por el derecho de
ent errar a los m uert os en predios de José Arcadio.
Úrsula t ardó varios m eses en saber lo que ya era del dom inio público, porque la gent e se lo
ocult aba para no aum ent arle el sufrim ient o. Em pezó por sospecharlo. «Arcadio est á const ruyendo
una casa - le confió con fingido orgullo a su m arido, m ient ras t rat aba de m et erle en la boca una
cucharada de j arabe de t ot um o. Sin em bargo, suspiró involunt ariam ent e: No sé por qué t odo est o
m e huele m al.» Más t arde, cuando se ent eró de que Arcadio no sólo había t erm inado la casa sino
que se había encargado un m obiliario vienés, confirm ó la sospecha de que est aba disponiendo de
los fondos públicos. «Eres la vergüenza de nuest ro apellido», le grit ó un dom ingo después de
m isa, cuando lo vio en la casa nueva j ugando baraj as con sus oficiales. Arcadio no le prest ó
at ención. Sólo ent onces supo Úrsula que t enía una hij a de seis m eses, y que Sant a Sofía de la
Piedad, con quien vivía sin casarse, est aba ot ra vez encint a. Resolvió escribirle al coronel
Aureliano Buendía, en cualquier lugar en que se encont rara, para ponerlo al corrient e de la si-
t uación. Pero los acont ecim ient os que se precipit aron por aquellos días no sólo im pidieron sus
propósit os, sino que la hicieron arrepent irse de haberlos concebido. La guerra, que hast a en-
t onces no había sido m ás que una palabra para designar una circunst ancia vaga y rem ot a, se
concret ó en una realidad dram át ica. A fines de febrero llegó a Macondo una anciana de aspect o
cenicient o, m ont ada en un burro cargado de escobas. Parecía t an inofensiva, que las pat rullas de
vigilancia la dej aron pasar sin pregunt as, com o uno m ás de los vendedores que a m enudo
llegaban de los pueblos de la ciénaga. Fue direct am ent e al cuart el. Arcadio la recibió en el local
donde ant es est uvo el salón de clases, y que ent onces est aba t ransform ado en una especie de
cam pam ent o de ret aguardia, con ham acas enrolladas y colgadas en las argollas y pet at es
am ont onados en los rincones, y fusiles y carabinas y hast a escopet as de cacería dispersos por el
suelo. La anciana se cuadró en un saludo m ilit ar ant es de ident ificarse:
- Soy el coronel Gregorio St evenson.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Llevaba m alas not icias. Los últ im os focos de resist encia liberal, según dij o, est aban siendo
ext erm inados. El coronel Aureliano Buendía, a quien había dej ado bat iéndose en ret irada por los
lados de Riohacha, le encom endó la m isión de hablar con Arcadio. Debía ent regar la plaza sin
resist encia, poniendo com o condición que se respet aran baj o palabra de honor la vida y las
propiedades de los liberales. Arcadio exam inó con una m irada de conm iseración a aquel ext raño
m ensaj ero que habría podido confundirse con una abuela fugit iva.
- Ust ed, por supuest o, t rae algún papel escrit o - dij o.
- Por supuest o - cont est ó el em isario- , no lo t raigo. Es fácil com prender que en las act uales
circunst ancias no se lleve encim a nada com prom et edor.
Mient ras hablaba, se sacó del corpiño y puso en la m esa un pescadit o de oro. «Creo que con
est o será suficient e», dij o. Arcadio com probó que en efect o era uno de los pescadit os hechos por
el coronel Aureliano Buendía. Pero alguien podía haberlo com prado ant es de la guerra, o haberlo
robado, y no t enía por t ant o ningún m érit o de salvoconduct o. El m ensaj ero llegó hast a el ext rem o
de violar un secret o de guerra para acredit ar su ident idad. Reveló que iba en m isión a Curazao,
donde esperaba reclut ar exiliados de t odo el Caribe y adquirir arm as y pert rechos suficient es para
int ent ar un desem barco a fin de año. Confiando en ese plan, el coronel Aureliano Buendía no era
part idario de que en aquel m om ent o se hicieran sacrificios inút iles.
Arcadio fue inflexible. Hizo encarcelar al m ensaj ero, m ient ras com probaba su ident idad, y
resolvió defender la plaza hast a la m uert e.
No t uvo que esperar m ucho t iem po. Las not icias del fracaso liberal fueron cada vez m ás
concret as. A fines de m arzo, en una m adrugada de lluvias prem at uras, la calm a t ensa de las
sem anas ant eriores se resolvió abrupt am ent e con un desesperado t oque de cornet a, seguido de
un cañonazo que desbarat ó la t orre del t em plo. En realidad, la volunt ad de resist encia de Arcadio
era una locura. No disponía de m ás de cincuent a hom bres m al arm ados, con una dot ación
m áxim a de veint e cart uchos cada uno. Pero ent re ellos, sus ant iguos alum nos, excit ados con
proclam as alt isonant es, est aban decididos a sacrificar el pellej o por una causa perdida. En m edio
del t ropel de bot as, de órdenes cont radict orias, de cañonazos que hacían t em blar la t ierra, de
disparos at olondrados y de t oques de cornet a sin sent ido, el supuest o coronel St evenson
consiguió hablar con Arcadio. «Evít em e la indignidad de m orir en el cepo con est os t rapes de
m uj er - le dij o- . Si he de m orir, que sea peleando.» Logró convencerlo. Arcadio ordenó que le
ent regaran un arm a con veint e cart uchos y lo dej aron con cinco hom bres defendiendo el cuart el,
m ient ras él iba con su est ado m ayor a ponerse al frent e de la resist encia. No alcanzó a llegar al
cam ino de la ciénaga. Las barricadas habían sido despedazadas y los defensores se bat ían al
descubiert o en las calles, prim ero hast a donde les alcanzaba la dot ación de los fusiles, y luego
con pist olas cont ra fusiles y por últ im o cuerpo a cuerpo. Ant e la inm inencia de la derrot a, algunas
m uj eres se echaron a la calle arm adas de palos y cuchillos de cocina. En aquella confusión,
Arcadio encont ró a Am arant a que andaba buscándolo com o una loca, en cam isa de dorm ir, con
dos viej as pist olas de José Arcadio Buendía. Le dio su fusil a un oficial que había sido desarm ado
en la refriega, y se evadió con Am arant a por una calle adyacent e para llevarla a casa Úrsula
est aba en la puert a, esperando, indiferent e a las descargas que habían abiert o una t ronera en la
fachada de la casa vecina. La lluvia cedía, pero las calles est aban resbaladizas y blandas com o
j abón derret ido, y había que adivinar las dist ancias en la oscuridad. Arcadio dej ó a Am arant a con
Úrsula y t rat ó de enfrent arse a do8 soldados que solt aron una andanada ciega desde la esquina.
Las viej as pist olas guardadas m uchos años en un ropero no ; f~ ½ cionaron. Prot egiendo a Arcadio
con su cuerpo, Úrsula int ent ó arrast rarlo hast a la casa.
- Ven, por Dios - le grit aba- . ¡Ya bast a de locuras!
Los soldados los apunt aron.
- ¡Suelt e a ese hom bre, señora - grit ó uno de ellos- , o no respondem os!
Arcadio em puj ó a Úrsula hacia la casa y se ent regó. Poco después t erm inaron los disparos y
em pezaron a repicar las cam panas. La resist encia había sido aniquilada en m enos de m edia hora.
Ni uno solo de los hom bres de Arcadio sobrevivió al asalt o, pero ant es de m orir se llevaron por
delant e a t rescient os soldados. El últ im o baluart e fue el cuart el. Ant es de ser at acado, el supuest o
coronel Gregorio St evenson puso en libert ad a los presos y ordenó a sus hom bres que salieran a
bat irse en la calle. La ext raordinaria m ovilidad y la punt ería cert era con que disparó sus veint e
cart uchos por las diferent es vent anas, dieron la im presión de que el cuart el est aba bien
resguardado, y los at acant es lo despedazaron a cañonazos. El capit án que dirigió la operación se
asom bró de encont rar los escom bros desiert os, y un solo hom bre en calzoncillos, m uert o, con el

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

fusil sin carga, t odavía agarrado por un brazo que había sido arrancado de cuaj o. Tenía una
frondosa cabellera de m uj er enrollada en la nuca con una peinet a, y en el cuello un escapulario
con un pescadit o de oro. Al volt earlo con la punt era de la bot a para alum brarle la cara, el capit án
se quedó perplej o. «Mierda», exclam ó. Ot ros oficiales se acercaron.
Miren dónde vino a aparecer est e hom bre - les dij o el capit án- . Es Gregorio St evenson,
Al am anecer, después de un consej o de guerra sum ario, Arcadio fue fusilado cont ra el m uro
del cem ent erio. En las dos últ im as horas de su vida no logró ent ender por qué había desaparecido
el m iedo que lo at orm ent ó desde la infancia. I m pasible, sin preocuparse siquiera por dem ost rar
su recient e valor, escuchó los int erm inables cargos de la acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa
hora debía est ar baj o el cast año t om ando el café con José Arcadio Buendía. Pensaba en su hij a de
ocho m eses, que aún no t enía nom bre, y en el que iba a nacer en agost o, Pensaba en Sant a Sofía
de la Piedad, a quien la noche ant erior dej ó salando un venado para el alm uerzo del sábado, y
añoró su cabello chorreado sobre los hom bros y sus pest añas que parecían art ificiales. Pensaba
en su gent e sin sent im ent alism os, en un severo aj ust e de cuent as con la vida, em pezando a
com prender cuánt o quería en realidad a las personas que m ás había odiado. El president e del
consej o de guerra inició su discurso final, ant es de que Arcadio cayera en la cuent a de que
habrían t ranscurrido dos horas. «Aunque los cargos com probados no t uvieran sobrados m érit os -
decía el president e- , la t em eridad irresponsable y crim inal con que el acusado em puj ó a sus
subordinados a una m uert e inút il, bast aría para m erecerle la pena capit al.» En la escuela
desport illada donde experim ent ó por prim era vez la seguridad del poder, a pocos m et ros del
cuart o donde conoció la incert idum bre del am or, Arcadio encont ró ridículo el form alism o de la
m uert e. En realidad no le im port aba la m uert e sino la vida, y por eso la sensación que
experim ent ó cuando pronunciaron la sent encia no fue una sensación de m iedo sino de nost algia.
No habló m ient ras no le pregunt aron cuál era su últ im a volunt ad.
- Díganle a m i m uj er - cont est ó con voz bien t im brada- que le ponga a la, niña el nom bre de
Úrsula - hizo una pausa y confirm ó- : Úrsula, com o la abuela. Y díganle t am bién que si el que va a
nacer nace varón, que le pongan José Arcadio, pero no por el t ío, sino por el abuelo.
Ant es de que lo llevaran al paredón, el padre Nicanor t rat ó de asist irlo. «No t engo nada de qué
arrepent irm e», dij o Arcadio, y se puso a las órdenes del pelot ón después de t om arse una t aza de
café negro. El j efe del pelot ón, especialist a en ej ecuciones sum arias, t enía un nom bre que era
m ucho m ás que una casualidad: capit án Roque Carnicero. Cam ino del cem ent erio, baj o la llovizna
persist ent e, Arcadio observó que en el horizont e despunt aba un m iércoles radiant e. La nost algia
se desvanecía con la niebla y dej aba en su lugar una inm ensa curiosidad. Sólo cuando le
ordenaron ponerse de espaldas al m uro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo m oj ado y un vest ido de
flores rosadas abriendo la casa de par en par. Hizo un esfuerzo para que le reconociera. En
efect o, Rebeca m iró casualm ent e hacia el m uro y se quedó paralizada de est upor, y apenas pudo
reaccionar para hacerle a Arcadio una señal de adiós con la m ano. Arcadio le cont est ó en la
m ism a form a. En ese inst ant e lo apunt aron las bocas ahum adas de los fusiles y oyó let ra por let ra
las encíclicas cant adas de Melquíades y sint ió los pasos perdidos de Sant a Bofia de la Piedad,
virgen, en el salón de clases, y experim ent ó en la nariz la m ism a dureza de hielo que le había
llam ado la at ención en las fosas nasales del cadáver de Rem edios. «¡Ah, caraj o! - alcanzó a
pensar- , se m e olvidó decir que si nacía m uj er la pusieran Rem edios.» Ent onces, acum ulado en
un zarpazo desgarrador, volvió a sent ir t odo el t error que le at orm ent ó en la vida. El capit án dio
la orden de fuego. Arcadio apenas t uvo t iem po de sacar el pecho y levant ar la cabeza sin
com prender de dónde fluía el líquido ardient e que le quem aba los m uslos.
- ¡Cabrones! - grit ó- . ¡Viva el part ido liberal!

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

VII

En m ayo t erm inó la guerra. Dos sem anas ant es de que el gobierno hiciera el anuncio oficial, en
una proclam a alt isonant e que prom et ía un despiadado cast igo para los prom ot ores de la rebelión,
el coronel Aureliano Buendía cayó prisionero cuando est aba a punt o de alcanzar la front era
occident al disfrazado de hechicero indígena. De los veint iún hom bres que lo siguieron en la
guerra, cat orce m urieron en com bat e, seis est aban heridos, y sólo uno lo acom pañaba en el
m om ent o de la derrot a final: el coronel Gerineldo Márquez. La not icia de la capt ura fue dada en
Macondo con un bando ext raordinario. «Est á vivo - le inform ó Úrsula a su m arido- . Roguem os a
Dios para que sus enem igos t engan clem encia.» Después de t res días de llant o, una t arde en que
bat ía un dulce de leche en la cocina, oyó claram ent e la voz de su hij o m uy cerca del oído. «Era
Aureliano - grit ó, corriendo hacia el cast año para darle la not icia al esposo- . No sé cóm o ha sido el
m ilagro, pero est á vivo y vam os a verlo m uy pront o.» Lo dio por hecho. Hizo lavar los pisos de la
casa y cam biar la posición de los m uebles. Una sem ana después, un rum or sin origen que no
sería respaldado por el bando, confirm ó dram át icam ent e el presagio. El coronel Aureliano Buendía
había sido condenado a m uert e, y la sent encia sería ej ecut ada en Macondo, para escarm ient o de
la población. Un lunes, a las diez y veint e de la m añana, Am arant a est aba vist iendo a Aureliano
José, cuando percibió un t ropel rem ot o y un t oque de cornet a, un segundo ant es de que Úrsula
irrum piera en el cuart o con un grit o: «Ya lo t raen.» La t ropa pugnaba por som et er a culat azos a
la m uchedum bre desbordada. Úrsula y Am arant a corrieron hast a la esquina, abriéndose paso a
em pellones, y ent onces lo vieron. Parecía un pordiosero. Tenía la ropa desgarrada, el cabello y la
barba enm arañados, y est aba descalzo. Cam inaba sin sent ir el polvo abrasant e, con las m anos
am arradas a la espalda con una soga que sost enía en la cabeza de su m ont ura un oficial de a
caballo. Junt o a él, t am bién ast roso y derrot ado, llevaban al coronel Gerineldo Márquez. No
est aban t rist es. Parecían m ás bien t urbados por la m uchedum bre que grit aba a la t ropa t oda
clase de im properios.
- ¡Hij o m ío! - grit ó Úrsula en m edio de la algazara, y le dio un m anot azo al soldado que t rat ó de
det enerla. El caballo del oficial se encabrit ó. Ent onces el coronel Aureliano Buendía se det uvo,
t rém ulo, esquivó los brazos de su m adre y fij ó en sus oj os una m irada dura.
- Váyase a casa, m am á - dij o- . Pida perm iso a las aut oridades y venga a verm e a la cárcel.
Miró a Am arant a, que perm anecía indecisa a dos pasos det rás de Úrsula, y le sonrió al
pregunt arle: «¿Qué t e pasó en la m ano?» Am arant a levant ó la m ano con la venda negra. «Una
quem adura», dij o, y apart ó a Úrsula para que no la at ropellaran los caballos. La t ropa disparó.
Una guardia especial rodeó a los prisioneros y los llevó al t rot e al cuart el.
Al at ardecer, Úrsula visit ó en la cárcel al coronel Aureliano Buendía. Había t rat ado de conseguir
el perm iso a t ravés de don Apolinar Moscot e, pero ést e había perdido t oda aut oridad frent e a la
om nipot encia de los m ilit ares. El padre Nicanor est aba post rado por una calent ura hepát ica. Los
padres del coronel Gerineldo Márquez, que no est aba condenado a m uert e, habían t rat ado de
verlo y fueron rechazados a culat azos. Ant e la im posibilidad de conseguir int erm ediarios,
convencida de que su hij o sería fusilado al am anecer, Úrsula hizo un envolt orio con las cosas que
quería llevarle y fue sola al cuart el.
- Soy la m adre del coronel Aureliano Buendía - se anunció. Los cent inelas le cerraron el paso.
«De t odos m odos voy a ent rar - les advirt ió Úrsula- . De m anera que si t ienen orden de disparar,
em piecen de una vez.» Apart ó a uno de un em pellón y ent ró a la ant igua sala de clases, donde un
grupo de soldados desnudos engrasaban sus arm as, Un oficial en uniform e de cam paña,
sonrosado, con lent es de crist ales m uy gruesos y adem anes cerem oniosos, hizo a los cent inelas
una señal para que se ret iraran.
- Soy la m adre del coronel Aureliano Buendía - repit ió Úrsula.
- Ust ed querrá decir - corrigió el oficial con una sonrisa am able- que es la señora m adre del
señor Aureliano Buendía.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Úrsula reconoció en su m odo de hablar rebuscado la cadencia lánguida de la gent e del páram o,
los cachacos.
- Com o ust ed diga, señor - adm it ió- , siem pre que m e perm it a verlo.
Había órdenes superiores de no perm it ir visit as a los condenados a m uert e, pero el oficial
asum ió la responsabilidad de concederle una ent revist a de quince m inut os. Úrsula le m ost ró lo
que llevaba en el envolt orio: una m uda de ropa lim pia los bot ines que se puso su hij o para la
boda, y el dulce de leche que guardaba para él desde el día en que presint ió su regreso. Encont ró
al coronel Aureliano Buendía en el cuart o del cepo, t endido en un cat re y con los brazos abiert os,
porque t enía las axilas em pedradas de golondrinos. Le habían perm it ido afeit arse. El bigot e denso
de punt as ret orcidas acent uaba la angulosidad de sus póm ulos. A Úrsula le pareció que est aba
m ás pálido que cuando se fue, un poco m ás alt o y m ás solit ario que nunca. Est aba ent erado de
los porm enores de la casa: el suicidio de Piet ro Crespi, las arbit rariedades y el fusilam ient o de
Arcadio, la im pavidez de José Arcadio Buendía baj o el cast año. Sabía que Am arant a había
consagrado su viudez de virgen a la crianza de Aureliano José, y que ést e em pezaba a dar m ues-
t ras de m uy buen j uicio y leía y escribía al m ism o t iem po que aprendía a hablar. Desde el
m om ent o en que ent ró al cuart o, Úrsula se sint ió cohibida por la m adurez de su hij o, por su aura
de dom inio, por el resplandor de aut oridad que irradiaba su piel. Se sorprendió que est uviera t an
bien inform ado. «Ya sabe ust ed que soy adivino - brom eó él. Y agregó en serio- :
Est a m añana, cuando m e t raj eron, t uve la im presión de que ya había pasado por t odo est o.»
En verdad, m ient ras la m uchedum bre t ronaba a su paso, él est aba concent rado en sus pen-
sam ient os, asom brado de la form a en que había envej ecido el pueblo en un año. Los alm endros
t enían las hoj as rot as. Las casas pint adas de azul, pint adas luego de roj o y luego vuelt as a pint ar
de azul, habían t erm inado por adquirir una coloración indefinible.
- ¿Qué esperabas? - suspiró Úrsula- . El t iem po pasa.
- Así es - adm it ió Aureliano- , pero no t ant o.
De est e m odo, la visit a t ant o t iem po esperada, para la que am bos habían preparado las
pregunt as e inclusive previst o las respuest as, fue ot ra vez la conversación cot idiana de siem pre.
Cuando el cent inela anunció el t érm ino de la ent revist a, Aureliano sacó de debaj o de la est era del
cat re un rollo de papeles sudados. Eran sus versos. Los inspirados por Rem edios, que había
llevado consigo cuando se fue, y los escrit os después, en las azarosas pausas de la guerra.
«Prom ét am e que no los va a leer nadie - dij o- . Est a m ism a noche encienda el horno con ellos.»
Úrsula lo prom et ió y se incorporó para darle un beso de despedida.
- Te t raj e un revólver - m urm uró.
El coronel Aureliano Buendia com probó que el cent inela no est aba a la vist a. «No m e sirve de
nada - replicó en voz baj a- . Pero dém elo, no sea que la regist ren a la salida.» Úrsula sacó el
revólver del corpiño y él lo puso debaj o de la est era del cat re. «Y ahora no se despida - concluyó
con un énfasis calm ado- . No suplique a nadie ni se rebaj e ant e nadie. Hágase el cargo que m e
fusilaron hace m ucho t iem po.» Úrsula se m ordió los labios para no llorar.
- Pont e piedras calient es en los golondrinos - dij o.
Dio m edia vuelt a y salió del cuart o. El coronel Aureliano Buendía perm aneció de pie, pensat ivo,
hast a que se cerró la puert a. Ent onces volvió a acost arse con los brazos abiert os. Desde el
principio de la adolescencia, cuando em pezó a ser conscient e de sus presagios, pensó que la
m uert e había d< anunciarse con una señal definida, inequívoca, irrevocable, pero le falt aban
pocas horas para m orir, y la señal no llegaba. En ciert a ocasión una m uj er m uy bella ent ró a su
cam pam ent o de Tucurinca y pidió a los cent inelas que le perm it ieran verlo. La dej aron pasar,
porque conocían el fanat ism o de algunas m adres que enviaban a sus hij as al dorm it orio de los
guerreros m ás not ables, según ellas m ism as decían, para m ej orar la raza. El coronel Aureliano
Buendía est aba aquella noche t erm inando e poem a del hom bre que se había ext raviado en la
lluvia, cuando la m uchacha ent ró al cuart o. Él le dio la espalda para poner la hoj a en la gavet a
con llave donde guardaba sus versos. Y ent onces lo sint ió. Agarró la pist ola en la gavet a sin
volver la cara.
- No dispare, por favor - dij o.
Cuando se volvió con la pist ola m ont ada, la m uchacha había baj ado la suya y no sabía qué
hacer. Así había logrado eludir cuat ro de once em boscadas. En cam bio, alguien que nunca fu
capt urado ent ró una noche al cuart el revolucionario de Manaure y asesinó a puñaladas a su
int im o am igo, el coronel Magnífico Visbal, a quien había cedido el cat re para que sudar una
calent ura. A pocos m et ros, durm iendo en una ham aca e el m ism o cuart o, él no se dio cuent a de

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

nada. Eran inút iles sus esfuerzos por sist em at izar los presagios. Se present aban d pront o, en una
ráfaga de lucidez sobrenat ural, com o una convicción absolut a y m om ent ánea, pero inasible. En
ocasione eran t an nat urales, que no las ident ificaba com o presagios sin cuando se cum plían.
Ot ras veces eran t erm inant es y no se cum plían. Con frecuencia no eran m ás que golpes vulgares
de superst ición. Pero cuando lo condenaron a m uert e y le pidieron expresar su últ im a volunt ad,
no t uvo la m enor dificult ad par ident ificar el presagio que le inspiró la respuest a:
- Pido que la sent encia se cum pla en Macondo - dij o. El president e del t ribunal se disgust ó.
- No sea vivo, Buendía - le dij o- . Es una est rat agem a par ganar t iem po.
- Si no la cum plen, allá ust edes - dij o el coronel- , pero esa es m i últ im a volunt ad.
Desde ent onces lo habían abandonado los presagios. El día en que Úrsula lo visit ó en la cárcel,
después de m ucho pensar, llegó a la conclusión de que quizá la m uert e no se anunciaría aquella
vez, porque no dependía del azar sino de la volunt ad de sus verdugos. Pasó la noche en vela
at orm ent ado por el dolor de los golondrinos. Poco ant es del alba oyó pasos en el corredor. «Ya
vienen», se dij o, y pensó sin m ot ivo en José Arcadio Buendía, que en aquel m om ent o est aba
pensando en él, baj o la m adrugada lúgubre del cast año. No sint ió m iedo, ni nost algia, sino una
rabia int est inal ant e la idea de que aquella m uert e art ificiosa no le perm it iría conocer el final de
t ant as cosas que dej aba sin t erm inar. La puert a se abrió y ent ró el cent inela con un t azón de
café. Al día siguient e a la m ism a hora t odavía est aba com o ent onces, rabiando con el dolor de las
axilas, y ocurrió exact am ent e lo m ism o. El j ueves com part ió el dulce de leche con los cent inelas y
se puso la ropa lim pia, que le quedaba est recha, y los bot ines de charol. Todavía el viernes no lo
habían fusilado.
En realidad, no se at revían a ej ecut ar la sent encia. La rebeldía del pueblo hizo pensar a los
m ilit ares que el fusilam ient o del coronel Aureliano Buendía t endría graves consecuencias polít icas
no sólo en Macondo sino en t odo el ám bit o de la ciénaga, así que consult aron a las aut oridades de
la capit al provincial. La noche del sábado, m ient ras esperaban la respuest a, el capit án Roque
Carnicero fue con ot ros oficiales a la t ienda de Cat arino. Sólo una m uj er, casi presionada con
am enazas, se at revió a llevarlo al cuart o. «No se quieren acost ar con un hom bre que saben que
se va a m orir - le confesó ella- . Nadie sabe cóm o será, pero t odo el m undo anda diciendo que el
oficial que fusile al coronel Aureliano Buendía, y t odos los soldados del pelot ón, uno por uno,
serán asesinados sin rem edio, t arde o t em prano, así se escondan en el fin del m undo.» El capit án
Roque Carnicero lo com ent ó con los ot ros oficiales, y ést os lo com ent aron con sus superiores. El
dom ingo, aunque nadie lo había revelado con franqueza, aunque ningún act o m ilit ar había
t urbado la calm a t ensa de aquellos días, t odo el pueblo sabía que los oficiales est aban dispuest os
a eludir con t oda clase de pret ext os la responsabilidad de la ej ecución. En el correo del lunes llegó
la orden oficial: la ej ecución debía cum plirse en el t érm ino de veint icuat ro horas. Esa noche los
oficiales m et ieron en una gorra siet e papelet as con sus nom bres, y el inclem ent e dest ino del
capit án Roque Carnicero lo señaló con la papelet a prem iada. «La m ala suert e no t iene resquicios -
dij o él con profunda am argura- . Nací hij o de put a y m uero hij o de put a.» A las cinco de la
m añana eligió el pelot ón por sort eo, lo form ó en el pat io, y despert ó al condenado con una frase
prem onit oria:
- Vam os Buendía - le dij o- . Nos llegó la hora.
- Así que era est o - replicó el coronel- . Est aba soñando que se m e habían revent ado los
golondrinos.
Rebeca Buendía se levant aba a las t res de la m adrugada desde que supo que Aureliano sería
fusilado. Se quedaba en el dorm it orio a oscuras, vigilando por la vent ana ent reabiert a el m uro del
cem ent erio, m ient ras la cam a en que est aba sent ada se est rem ecía con los ronquidos de José
Arcadio. Esperó t oda sem ana con la m ism a obst inación recóndit a con que en ot ra época esperaba
las cart as de Piet ro Crespi. «No lo fusilarán aquí» - le decía José Arcadio- . Lo fusilarán a m edia
noche en cuart el para que nadie sepa quién form ó el pelot ón, y lo ent errarán allá m ism o.»
Rebeca siguió esperando. «Son t an brut os que lo fusilarán aquí» - decía- . Tan segura est aba, que
había previst o la form a en que abriría la puert a para decirle adiós con la m ano. «No lo van a t raer
por la calle - insist ía José Arcadio- , con sólo seis soldados asust ados, sabiendo que gent e est á
dispuest a a t odo.» I ndiferent e a la lógica de su m arido, Rebeca cont inuaba en la vent ana.
- Ya verás que son así de brut os - decía- .
El m art es a las cinco de la m añana José Arcadio había t om ado el café y solt ado los perros,
cuando Rebeca cerró la vent ana se agarró de la cabecera de la cam a para no caer. «Ahí lo t rae -
suspiró- . Qué herm oso est á.» José Arcadio se asom ó a la vent ana, y lo vio, t rém ulo en la claridad

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

del alba, con unos pant alones que habían sido suyos en la j uvent ud. Est aba ya de espaldas al
m uro y t enía las m anos apoyadas en la cint ura porque los nudos ardient es de las axilas le
im pedían baj ar los brazos «Tant o j oderse uno - m urm uraba el coronel Aureliano Buendía- . Tant o
j oderse para que lo m at en a uno seis m aricas si poder hacer nada,» Lo repet ía con t ant a rabia,
que casi parece fervor, y el capit án Roque Carnicero se conm ovió porque creyó que est aba
rezando. Cuando el pelot ón lo apunt ó, la rabia se había m at erializado en una sust ancia viscosa y
am arga que le adorm eció la lengua y lo obligó a cerrar los oj os. Ent onces desapareció el
resplandor de alum inio del am anecer, y volvió verse a sí m ism o, m uy niño, con pant alones cort os
y un lazo en el cuello, y vio a su padre en una t arde espléndida conduciéndolo al int erior de la
carpa, y vio el hielo. Cuando oyó el grit o, creyó que era orden final al pelot ón. Abrió los oj os con
una curiosidad de escalofrío, esperando encont rarse con la t rayect oria incandescent e de los
proyect iles, pero sólo encont ró capit án Roque Carnicero con los brazos en alt o, y a José Arcadio
at ravesando la calle con su escopet a pavorosa list a para disparar.
- No haga fuego - le dij o el capit án a José Arcadico. Ust ed viene m andado por la Divina
Providencia.
Allí em pezó ot ra guerra. El capit án Roque Carnicero y sus seis hom bres se fueron con el
coronel Aureliano Buendía a liberar al general revolucionario Vict orio Medina, condenado a m uert e
en Riohacha. Pensaron ganar t iem po at ravesando la sierra por el cam ino que siguió José Arcadio
Buendía para fundar a Macondo, pero ant es de una sem ana se convencieron de que era una
em presa im posible. De m odo que t uvieron que hacer la peligrosa rut a de las est ribaciones, sin
m ás m uniciones que las del pelot ón de fusilam ient o. Acam paban cerca de los pueblos, y uno de
ellos, con un pescadit o de oro en la m ano, ent raba disfrazado a pleno día y hacia cont act o con los
liberales en reposo, que a la m añana siguient e salían a cazar y no regresaban nunca. Cuando
avist aron a Riohacha desde un recodo de la sierra, el general Vict orio Medina había sido fusilado.
Los hom bres del coronel Aureliano Buendía lo proclam aron j efe de las fuerzas revolucionarias del
lit oral del Caribe, con el grado de general. Él asum ió el cargo, pero rechazó el ascenso, y se puso
a sí m ism o la condición de no acept arlo m ient ras no derribaran el régim en conservador. Al cabo
de t res m eses habían logrado arm ar a m ás de m il hom bres, pero fueron ext erm inados. Los
sobrevivient es alcanzaron la front era orient al. La próxim a vez que se supo de ellos habían
desem barcado en el Cabo de la Vela, procedent es del archipiélago de las Ant illas, y un part e del
gobierno divulgado por t elégrafo y publicado en bandos j ubilosos por t odo el país, anunció la
m uert e del coronel Aureliano Buendía. Pero dos días después, un t elegram a m últ iple que casi le
dio alcance al ant erior, anunciaba ot ra rebelión en los llanos del sur. Así em pezó la leyenda de la
ubicuidad del coronel Aureliano Buendía. I nform aciones sim ult áneas y cont radict orias lo
declaraban vict orioso en Villanueva, derrot ado en Guacam ayal, dem orado por los indios
Mot ilones, m uert o en una aldea de la ciénaga y ot ra vez sublevado en Urum it a. Los dirigent es
liberales que en aquel m om ent o est aban negociando una part icipación en el parlam ent o, lo
señalaron com o un avent urero sin represent ación de part ido. El gobierno nacional lo asim iló a la
cat egoría de bandolero y puso a su cabeza un precio de cinco m il pesos. Al cabo de dieciséis
derrot as, el coronel Aureliano Buendía salió de la Guaj ira con dos m il indígenas bien arm ados, y
la guarnición sorprendida durant e el sueño abandonó Riohacha. Allí est ableció su cuart el general,
y proclam ó la guerra t ot al cont ra el régim en. La prim era not ificación que recibió del gobierno fue
la am enaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez en el t érm ino de cuarent a y ocho horas, si no
se replegaba con sus fuerzas hast a la front era orient al. El coronel Roque Carnicero, que ent onces
era j efe de su est ado m ayor, le ent regó el t elegram a con un gest o de const ernación, pero él lo
leyó con im previsible alegría.
¡Qué bueno! - exclam ó- . Ya t enem os t elégrafo en Macondo.
Su respuest a fue t erm inant e. En t res m eses esperaba est ablecer su cuart el general en
Macondo. Si ent onces no encont raba vivo al coronel Gerineldo Márquez, fusilaría sin fórm ula de
j uicio a t oda la oficialidad que t uviera prisionera en ese m om ent o, em pezando por los generales,
e im part iría órdenes a sus subordinados para que procedieran en igual form a hast a el t érm ino de
la guerra. Tres m eses después, cuando ent ró vict orioso a Macondo, el prim er abrazo que recibió
en el cam ino de la ciénaga fue el del coronel Gerineldo Márquez.
La casa est aba llena de niños. Úrsula había recogido a Sant a Sofía de la Piedad, con la hij a
m ayor y un par de gem elos que nacieron cinco m eses después del fusilam ient o de Arcadio.
Cont ra la últ im a volunt ad del fusilado, baut izó a la niña con el nom bre de Rem edios. «Est oy
segura que eso fue lo que Arcadio quiso decir - alegó- . No la pondrem os Úrsula, porque se sufre

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

m ucho con ese nom bre.» A los gem elos les puso José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo.
Am arant a se hizo cargo de t odos. Colocó asient it os de m adera en la sala, y est ableció un
parvulario con ot ros niños de fam ilias vecinas. Cuando regresó el coronel Aureliano Buendía,
ent re est am pidos de cohet es y repiques de cam panas, un coro infant il le dio la bienvenida en la
casa. Aureliano José, largo com o su abuelo, vest ido de oficial revolucionario, le rindió honores
m ilit ares.
No t odas las not icias eran buenas. Un año después de la fuga del coronel Aureliano Buendía,
José Arcadio y Rebeca se fueron a vivir en la casa const ruida por Arcadio. Nadie se ent eró de su
int ervención para im pedir el fusilam ient o. En la casa nueva, sit uada en el m ej or rincón de la
plaza, a la som bra de un alm endro privilegiado con t res nidos de pet irroj os, con una puert a
grande para las visit as V cuat ro vent anas para la luz, est ablecieron un hogar hospit alario. Las
ant iguas am igas de Rebeca, ent re ellas cuat ro herm anas Moscot e que cont inuaban solt eras,
reanudaron las sesiones de bordado int errum pidas años ant es en el corredor de las begonias.
José Arcadio siguió disfrut ando de las t ierras usurpadas cuyos t ít ulos fueron reconocidos por el
gobierno conservador. Todas las t ardes se le veía regresar a caballo, con sus perros m ont unos y
su escopet a de dos cañones, y un sart al de conej os colgados en la m ont ura. Una t arde de
sept iem bre, ant e la am enaza de una t orm ent a, regresó a casa m ás t em prano que de cost um bre.
Saludó a Rebeca en el com edor, am arró los perros en el pat io, colgó los conej os en la cocina para
sacarlos m ás t arde y fue al dorm it orio a cam biarse de ropa. Rebeca declaró después que cuando
su m arido ent ró al dorm it orio ella se encerró en el baño y no se dio cuent a de nada. Era una
versión difícil de creer, pero no había ot ra m ás verosím il, y nadie pudo concebir un m ot ivo para
que Rebeca asesinara al hom bre que la había hecho feliz. Ese fue t al vez el único m ist erio que
nunca se esclareció en Macondo. Tan pront o com o José Arcadio cerró la puert a del dorm it orio, el
est am pido de un pist olet azo ret um bó la casa. Un hilo de sangre salió por debaj o de la puert a,
at ravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso direct o por los andenes disparej os, descendió
escalinat as y subió pret iles, pasó de largo por la calle de los Turcos, dobló una esquina a la
derecha y ot ra a la izquierda, volt eó en ángulo rect o frent e a la casa de los Buendía, pasó por
debaj o de la puert a cerrada, at ravesó la sala de visit as pegado a las paredes para no m anchar los
t apices, siguió por la ot ra sala, eludió en una curva am plia la m esa del com edor, avanzó por el
corredor de las begonias y pasó sin ser vist o por debaj o de la silla de Am arant a que daba una
lección de arit m ét ica a Aureliano José, y se m et ió por el granero y apareció en la cocina donde
Úrsula se disponía a part ir t reint a y seis huevos para el pan.
- ¡Ave María Purísim a! - grit ó Úrsula.
Siguió el hilo de sangre en sent ido cont rario, y en busca de su origen at ravesó el granero, pasó
por el corredor de las begonias donde Aureliano José cant aba que t res y t res son seis y seis y t res
son nueve, y at ravesó el com edor y las salas y siguió en línea rect a por la calle, y dobló luego a la
derecha y después a la izquierda hast a la calle de los Turcos, sin recordar que t odavía llevaba
puest os el delant al de hornear y las babuchas caseras, y salió a la plaza y se m et ió por la puert a
de una casa donde no había est ado nunca, y em puj ó la puert a del dorm it orio y casi se ahogó con
el olor a pólvora quem ada, y encont ró a José Arcadio t irado boca abaj o en el suelo sobre las
polainas que se acababa de quit ar, y vio el cabo original del hilo de sangre que ya había dej ado
de fluir de su oído derecho. No encont raron ninguna herida en su cuerpo ni pudieron localizar el
arm a. Tam poco fue posible quit ar el penet rant e olor a pólvora del cadáver. Prim ero lo lavaron
t res veces con j abón y est ropaj o, después lo frot aron con sal y vinagre, luego con ceniza y lim ón,
y por últ im o lo m et ieron en un t onel de lej ía y lo dej aron reposar seis horas. Tant o lo rest regaron
que los arabescos del t at uaj e em pezaban a decolorarse. Cuando concibieron el recurso
desesperado de sazonarlo con pim ient a y com ino y hoj as de laurel y hervirlo un día ent ero a
fuego lent o ya había em pezado a descom ponerse y t uvieron que ent errarlo a las volandas. Lo
encerraron herm ét icam ent e en un at aúd especial de dos m et ros y t reint a cent ím et ros de largo y
un m et ro y diez cent ím et ros de ancho, reforzado por dent ro con planchas de hierro y at ornillado
con pernos de acero, y aun así se percibía el olor en las calles por donde pasó el ent ierro. El
padre Nicanor, con el hígado hinchado y t enso com o un t am bor, le echó la bendición desde la
cam a. Aunque en los m eses siguient es reforzaron la t um ba con m uros superpuest os y echaron
ent re ellos ceniza apelm azada, aserrín y cal viva, el cem ent erio siguió oliendo a pólvora hast a
m uchos años después, cuando los ingenieros de la com pañía bananera recubrieron la sepult ura
con una coraza de horm igón. Tan pront o com o sacaron el cadáver, Rebeca cerró las puert as de
su casa y se ent erró en vida, cubiert a con una gruesa cost ra de desdén que ninguna t ent ación

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

t errenal consiguió rom per. Salió a la calle en una ocasión, ya m uy viej a, con unos zapat os color
de plat a ant igua y un som brero de flores m inúsculas, por la época en que pasó por el pueblo el
Judío Errant e y provocó un calor t an int enso que los páj aros rom pían las alam breras de las
vent anas para m orir en los dorm it orios. La últ im a vez que alguien la vio con vida fue cuando
m at ó de un t iro cert ero a un ladrón que t rat ó de forzar la puert a de su casa. Salvo Argénida, su
criada y confident e, nadie volvió a t ener cont act o con ella desde ent onces. En un t iem po se supo
que escribía cart as al Obispo, a quien consideraba com o su prim o herm ano, pero nunca se dij o
que hubiera recibido respuest a. El pueblo la olvidó.
A pesar de su regreso t riunfal, el coronel Aureliano Buendía no se ent usiasm aba con las
apariencias. Las t ropas del gobierno abandonaban las plazas sin resist encia, y eso suscit aba en la
población liberal una ilusión de vict oria que no convenía defraudar, pero los revolucionarios
conocían la verdad, y m ás que nadie el coronel Aureliano Buendía. Aunque en ese m om ent o
m ant enía m ás de cinco m il hom bres baj o su m ando y dom inaba dos est ados del lit oral, t enía
conciencia de est ar acorralado cont ra el m ar, y m et ido en una sit uación polít ica t an confusa que
cuando ordenó rest aurar la t orre de la iglesia desbarat ada por un cañonazo del ej ércit o, el padre
Nicanor com ent ó en su lecho de enferm o: «Est o es un disparat e: los defensores de la fe de Crist o
dest ruyen el t em plo y los m asones lo m andan com poner.» Buscando una t ronera de escape
pasaba horas y horas en la oficina t elegráfica, conferenciando con los j efes de ot ras plazas, y
cada vez salía con la im presión m ás definida de que la guerra est aba est ancada. Cuando se
recibían not icias de nuevos t riunfos liberales se proclam aban con bandos de j úbilo, pero él m edía
en los m apas su verdadero alcance, y com prendía que sus huest es est aban penet rando en la
selva, defendiéndose de la m alaria y los m osquit os, avanzando en sent ido cont rario al de la
realidad. «Est am os perdiendo el t iem po - se quej aba ant e sus oficiales- . Est arem os perdiendo el
t iem po m ient ras los carbones del part ido est én m endigando un asient o en el congreso.» En
noches de vigilia, t endido boca arriba en la ham aca que colgaba en el m ism o cuart o en que
est uvo condenado a m uert e, evocaba la im agen de los abogados vest idos de negro que
abandonaban el palacio presidencial en el hielo de la m adrugada con el cuello de los abrigos
levant ado hast a las orej as, frot ándose las m anos, cuchicheando, refugiándose en los cafet ines
lúgubres del am anecer, para especular sobre lo que quiso decir el president e cuando dij o que sí,
o lo que quiso decir cuando dij o que no, y para suponer inclusive lo que el president e est aba
pensando cuando dij o una cosa ent eram ent e dist int a, m ient ras él espant aba m osquit os a t reint a
y cinco grados de t em perat ura, sint iendo aproxim arse al alba t em ible en que t endría que dar a
sus hom bres la orden de t irarse al m ar.
Una noche de incert idum bre en que Pilar Ternera cant aba en el pat io con la t ropa, él pidió que
le leyera el porvenir en las baraj as. «Cuídat e la boca - fue t odo lo que sacó en claro Pilar Ternera
después de ext ender y recoger los naipes t res veces- . No sé lo que quiere decir, pero la señal es
m uy clara:
cuídat e la boca.» Dos días después alguien le dio a un ordenanza un t azón de café sin azúcar,
y el ordenanza se lo pasó a ot ro, y ést e a ot ro, hast a que llegó de m ano en m ano al despacho del
coronel Aureliano Buendía. No había pedido café, pero ya que est aba ahí, el coronel se lo t om ó.
Tenía una carga de nuez vóm ica suficient e para m at ar un caballo. Cuando lo llevaron a su casa
est aba t ieso y arqueado y t enía la lengua part ida ent re los dient es. Úrsula se lo disput ó a la
m uert e. Después de lim piarle el est óm ago con vom it ivos, lo envolvió en frazadas calient es y le
dio claras de huevos durant e dos días, hast a que el cuerpo est ragado recobró la t em perat ura
norm al. Al cuart o día est aba fuera de peligro. Cont ra su volunt ad, presionado por Úrsula y los
oficiales, perm aneció en la cam a una sem ana m ás. Sólo ent onces supo que no habían quem ado
sus versos. «No m e quise precipit ar - le explicó Úrsula- . Aquella noche, cuando iba a prender el
horno, m e dij e que era m ej or esperar que t raj eran el cadáver.» En la neblina de la convalecencia,
rodeado de las polvorient as m uñecas de Rem edios, el coronel Aureliano Buendia evocó en la
lect ura de sus versos los inst ant es decisivos de su exist encia. Volvió a escribir. Durant e m uchas
horas, al m argen de los sobresalt os de una guerra sin fut uro, resolvió en versos rim ados sus
experiencias a la orilla de la m uert e. Ent onces sus pensam ient os se hicieron t an claros, que pudo
exam inarlos al derecho y al revés. Una noche le pregunt ó al coronel Gerineldo Márquez:
- Dim e una cosa, com padre: ¿por qué est ás peleando?
- Por qué ha de ser, com padre cont est ó el coronel Genireldo Márquez- : por el gran part ido
liberal.

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Gabriel García Márquez

- Dichoso t ú que lo sabes cont est ó él- . Yo, por m i part e, apenas ahora m e doy cuent a que
est oy peleando por orgullo.
- Eso es m alo - dij o el coronel Gerineldo Márquez.
Al coronel Aureliano Buendia le divirt ió su alarm a. «Nat uralm ent e - dij o- . Pero en t odo caso, es
m ej or eso, que no saber por qué se pelea.» Lo m iró a los oj os, y agregó sonriendo:
- O que pelear com o t ú por algo que no significa nada para nadie.
Su orgullo le había im pedido hacer cont act os con los grupos arm ados del int erior del país,
m ient ras los dirigent es del part ido no rect ificaran en público su declaración de que era un ban-
dolero. Sabía, sin em bargo, que t an pront o com o pusiera de lado esos escrúpulos rom pería el
círculo vicioso de la guerra. La convalecencia le perm it ió reflexionar. Ent onces consiguió que
Úrsula le diera el rest o de la herencia ent errada y sus cuant iosos ahorros; nom bró al coronel
Gerineldo Márquez j efe civil y m ilit ar de Macondo, y se fue a est ablecer cont act o con los grupos
rebeldes del int erior.
El coronel Gerineldo Márquez no sólo era el hom bre de m ás confianza del coronel Aureliano
Buendía, sino que Úrsula lo recibía com o un m iem bro de la fam ilia. Frágil, t ím ido, de una buena
educación nat ural, est aba, sin em bargo, m ej or const it uido para la guerra que para el gobierno.
Sus asesores polít icos lo enredaban con facilidad en laberint os t eóricos. Pero consiguió im poner
en Macondo el am bient e de paz rural con que soñaba el coronel Aureliano Buendia para m orirse
de viej o fabricando pescadit os de oro. Aunque vivía en casa de sus padres, alm orzaba donde
Úrsula dos o t res veces por sem ana. I nició a Aureliano José en el m anej o de las arm as de fuego,
le dio una inst rucción m ilit ar prem at ura y durant e varios m eses lo llevó a vivir al cuart el, con el
consent im ient o de Úrsula, para que se fuera haciendo hom bre. Muchos años ant es, siendo casi un
niño, Gerineldo Márquez había declarado su am or a Am arant a. Ella est aba ent onces t an
ilusionada con su pasión solit aria por Piet ro Crespi, que se rió de él. Gerineldo Márquez esperó.
En ciert a ocasión le envió a Am arant a un papelit o desde la cárcel, pidiéndole el favor de bordar
una docena de pañuelos de bat ist a con las iniciales de su padre. Le m andó el dinero. Al cabo de
una sem ana, Am arant a le llevó a la cárcel la docena de pañuelos bordados, j unt o con el dinero, y
se quedaron varias horas hablando del pasado. «Cuando salga de aquí m e casaré cont igo», le dij o
Gerineldo Márquez al despedirse. Am arant a se rió, pero siguió pensando en él m ient ras enseñaba
a leer a los niños, y deseé revivir para él su pasión j uvenil por Piet ro Crespi. Los sábados, día de
visit a a los presos, pasaba por casa de los padres de Gerineldo Márquez y los acom pañaba a la
cárcel. Uno de esos sábados, Úrsula se sorprendió al verla en la cocina, esperando a que salieran
los bizcochos del horno para escoger los m ej ores y envolverlos en una servillet a que había
bordado para la ocasión.
- Cásat e con él - le dij o- . Difícilm ent e encont rarás ot ro hom bre com o ese.
Am arant a fingió una reacción de disgust o.
- No necesit o andar cazando hom bres - replicó- . Le llevo est os bizcochos a Gerineldo porque m e
da lást im a que t arde o t em prano lo van a fusilar.
Lo dij o sin pensarlo, pero fue por esa época que el gobierno hizo pública la am enaza de fusilar
al coronel Gerineldo Márquez si las fuerzas rebeldes no ent regaban a Riohacha. Las visit as se
suspendieron. Am arant a se encerró a llorar, agobiada por un sent im ient o de culpa sem ej ant e al
que la at orm ent é cuando m urió Rem edios, com o si ot ra vez hubieran sido sus palabras
irreflexivas las responsables de una m uert e. Su m adre la consoló. Le aseguré que el coronel
Aureliano Buendía haría algo por im pedir el fusilam ient o, y prom et ió que ella m ism a se encargaría
de at raer a Gerineldo Márquez, cuando t erm inara la guerra. Cum plió la prom esa ant es del
t érm ino previst o. Cuando Gerineldo Márquez volvió a la casa invest ido de su nueva dignidad de
j efe civil y m ilit ar, lo recibió com o a un hij o, concibió exquisit os halagos para ret enerlo, y rogó
con t odo el ánim o de su corazón que recordara su propósit o de casarse con Am arant a. Sus
súplicas parecían cert eras. Los días en que iba a alm orzar a la casa, el coronel Gerineldo Márquez
se quedaba la t arde en el corredor de las begonias j ugando dam as chinas con Am arant a. Úrsula
les llevaba café con leche y bizcochos y se hacía cargo de los niños para que no los m olest aran.
Am arant a, en realidad, se esforzaba por encender en su corazón las cenizas olvidadas de su
pasión j uvenil. Con una ansiedad que llegó a ser int olerable esperé los días de alm uerzos, las
t ardes de dam as chinas, y el t iem po se le iba volando en com pañía de aquel guerrero de nom bre
nost álgico cuyos dedos t em blaban im percept iblem ent e al m over las fichas. Pero el día en que el
coronel Gerineldo Márquez le reit eré su volunt ad de casarse, ella lo rechazó.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

- No m e casaré con nadie - le dij o- , pero m enos cont igo. Quieres t ant o a Aureliano que t e vas a
casar conm igo porque no puedes casart e con él.
El coronel Gerineldo Márquez era un hom bre pacient e. «Volveré a insist ir - dij o- . Tarde o
t em prano t e convenceré.» Siguió visit ando la casa. Encerrada en el dorm it orio, m ordiendo un
llant o secret o, Am arant a se m et ía los dedos en los oídos para no escuchar la voz del pret endient e
que le cont aba a Úrsula las últ im as not icias de la guerra, y a pesar de que se m oría por verlo,
t uvo fuerzas para no salir a su encuent ro.
El coronel Aureliano Buendía disponía ent onces de t iem po para enviar cada dos sem anas un
inform e porm enorizado a Macondo. Pero sólo una vez, casi ocho m eses después de haberse ido,
le escribió a Úrsula. Un em isario especial llevó a la casa un sobre lacrado, dent ro del cual había
un papel escrit o con la caligrafía preciosist a del coronel: Cuiden m ucho a papá porque se va a
m orir. Úrsula se alarm ó: «Si Aureliano lo dice, Aureliano lo sabe», dij o. Y pidió ayuda para llevar
a José Arcadio Buendía a su dorm it orio. No sólo era t an pesado com o siem pre, sino que en 511
prolongada est ancia baj o el cast año había desarrollado la facult ad de aum ent ar de peso volunt a-
riam ent e, hast a el punt o de que siet e hom bres no pudieron con él y t uvieron que llevarlo a
rast ras a la cam a. Un t ufo de hongos t iernos, de flor de palo, de ant igua y reconcent rada
int em perie im pregnó el aire del dorm it orio cuando em pezó a respirarlo el viej o colosal m acerado
por el sol y la lluvia. Al día siguient e no am aneció en la cam a. Después de buscarlo por t odos los
cuart os, Úrsula lo encont ré ot ra vez baj o el cast año. Ent onces lo am arraron a la cam a. A pesar de
su fuerza int act a, José Arcadio Buendía no est aba en condiciones de luchar. Todo le daba lo
m ism o. Si volvió al cast año no fue por su volunt ad sino por una cost um bre del cuerpo. Úrsula lo
at endía, le daba de com er, le llevaba not icias de Aureliano. Pero en realidad, la única persona con
quien él podía t ener cont act o desde hacía m ucho t iem po, era Prudencio Aguilar. Ya casi
pulverizado por la profunda decrepit ud de la m uert e, Prudencio Aguilar iba dos veces al día a
conversar con él. Hablaban de gallos. Se prom et ían est ablecer un criadero de anim ales
m agníficos, no t ant o por disfrut ar de unas vict orias que ent onces no les harían falt a, sino por
t ener algo con qué dist raerse en los t ediosos dom ingos de la m uert e. Era Prudencio Aguilar quien
lo lim piaba, le daba de com er y le llevaba not icias espléndidas de un desconocido que se llam aba
Aureliano y que era coronel en la guerra. Cuando est aba solo, José Arcadio Buendía se consolaba
con el sueño de los cuart os infinit os. Soñaba que se levant aba de la cam a, abría la puert a y
pasaba a ot ro cuart o igual, con la m ism a cam a de cabecera de hierro forj ado, el m ism o sillón de
m im bre y el m ism o cuadrit o de la Virgen de los Rem edios en la pared del fondo. De ese cuart o
pasaba a ot ro exact am ent e igual, cuya puert a abría para pasar a ot ro exact am ent e igual, y luego
a ot ro exact am ent e igual, hast a el infinit o. Le gust aba irse de cuart o en cuart o, com o en una
galería de espej os paralelos, hast a que Prudencio Aguilar le t ocaba el hom bro. Ent onces
regresaba de cuart o en cuart o, despert ando hacia at rás, recorriendo el cam ino inverso, y
encont raba a Prudencio Aguilar en el cuart o de la realidad. Pero una noche, dos sem anas después
de que lo llevaron a la cam a, Prudencio Aguilar le t ocó el hom bro en un cuart o int erm edio, y él se
quedó allí para siem pre, creyendo que era el cuart o real. A la m añana siguient e Úrsula le llevaba
el desayuno cuando vio acercarse un hom bre por el corredor. Era pequeño y m acizo, con un t raj e
de paño negro y un som brero t am bién negro, enorm e, hundido hast a los oj os t acit urnos. «Dios
m ío - pensó Úrsula- . Hubiera j urado que era Melquíades.» Era Cat aure, el herm ano de Visit ación,
que había abandonado la casa huyendo de la pest e del insom nio, y de quien nunca se volvió a
t ener not icia. Visit ación le pregunt ó por qué había vuelt o, y él le cont est ó en su lengua solem ne:
- He venido al sepelio del rey.
Ent onces ent raron al cuart o de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con t odas sus fuerzas, le
grit aron al oído, le pusieron un espej o frent e a las fosas nasales, pero no pudieron despert arlo.
Poco después, cuando el carpint ero le t om aba las m edidas para el at aúd, vieron a t ravés de la
vent ana que est aba cayendo una llovizna de m inúsculas flores am arillas. Cayeron t oda la noche
sobre el pueblo en una t orm ent a silenciosa, y cubrieron los t echos y at ascaron las puert as, y
sofocaron a los anim ales que durm ieron a la int em perie. Tant as flores cayeron del cielo, que las
calles am anecieron t apizadas de una colcha com pact a, y t uvieron que despej arías con palas y
rast rillos para que pudiera pasar el ent ierro.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

VIII

Sent ada en el m ecedor de m im bre, con la labor int errum pida en el regazo, Am arant a
cont em plaba a Aureliano José con el m ent ón em badurnado de espum a, afilando la navaj a barbera
en la penca para afeit arse por prim era vez. Se sangré las espinillas, se cort é el labio superior
t rat ando de m odelarse un bigot e de pelusas rubias, y después de t odo quedó igual que ant es,
pero el laborioso proceso le dej é a Am arant a la im presión de que en aquel inst ant e había
em pezado a envej ecer.
- Est ás idént ico a Aureliano cuando t enía t u edad - dij o- . Ya eres un hom bre.
Lo era desde hacía m ucho t iem po, desde el día ya lej ano en que Am arant a creyó que aún era
un niño y siguió desnudándose en el baño delant e de él, com o lo había hecho siem pre, com o se
acost um bré a hacerlo desde que Pilar Ternera se lo ent regó para que acabara de criarlo. La
prim era vez que él la vio, lo único que le llam ó la at ención fue la profunda depresión ent re los
senos. Era ent onces t an inocent e que pregunt ó qué le había pasado, y Am arant a fingió excavarse
el pecho con la punt a de los dedos y cont est é: «Me sacaron t aj adas y t aj adas y t aj adas.» Tiem po
después, cuando ella se rest ableció del suicidio de Piet ro Crespi y volvió a bañarse con Aureliano
José, ést e ya no se fij é en la depresión, sino que experim ent é un est rem ecim ient o desconocido
ant e la visión de los senos espléndidos de pezones m orados. Siguió exam inándola, descubriendo
palm o a palm o el m ilagro de su int im idad, y sint ió que su piel se erizaba en la cont em plación,
com o se erizaba la piel de ella al cont act o del agua. Desde m uy niño t enía la cost um bre de
abandonar la ham aca para am anecer en la cam a de Am arant a, cuyo cont act o t enía la virt ud de
disipar el m iedo a la oscuridad. Pero desde el día en que t uvo conciencia de su desnudez, no era
el m iedo a la oscuridad lo que lo im pulsaba a m et erse en su m osquit ero, sino el anhelo de sent ir
la respiración t ibia de Am arant a al am anecer. Una m adrugada, por la época en que ella rechazó al
coronel Gerineldo Márquez, Aureliano José despert ó con la sensación de que le falt aba el aire.
Sint ió los dedos de Am arant a com o unos gusanit os calient es y ansiosos que buscaban su vient re.
Fingiendo dorm ir cam bió de posición para elim inar t oda dificult ad, y ent onces sint ió la m ano sin la
venda negra buceando com o un m olusco ciego ent re las algas de su ansiedad. Aunque
aparent aron ignorar lo que am bos sabían, y lo que cada uno sabía que el ot ro sabía, desde
aquella noche quedaron m ancornados por una com plicidad inviolable. Aureliano José no podía
conciliar el sueño m ient ras no escuchaba el valse de las doce en el reloj de la sala, y la m adura
doncella cuya piel em pezaba a ent rist ecer no t enía un inst ant e de sosiego m ient ras no sent ía
deslizarse en el m osquit ero aquel sonám bulo que ella había criado, sin pensar que sería un
paliat ivo para su soledad. Ent onces no sólo durm ieron j unt os, desnudos, int ercam biando caricias
agot adoras, sino que se perseguían por los rincones de la casa y se encerraban en los dorm it orios
a cualquier hora, en un perm anent e est ado de exalt ación sin alivio. Est uvieron a punt o de ser
sorprendidos por Úrsula, una t arde en que ent ró al granero cuando ellos em pezaban a besarse.
«¿Quieres m ucho a t u t ía?», le pregunt ó ella de un m odo inocent e a Aureliano José. Él cont est ó
que sí. «Haces bien», concluyó Úrsula, y acabó de m edir la harina para el pan y regresó a la
cocina. Aquel episodio sacó a Am arant a del delirio. Se dio cuent a de que había llegado dem asiado
lej os, de que ya no est aba j ugando a los besit os con un niño, sino chapaleando en una pasión
ot oñal, peligrosa y sin porvenir, y la cort ó de un t aj o. Aureliano José, que ent onces t erm inaba su
adiest ram ient o m ilit ar, acabó por adm it ir la realidad y se fue a dorm ir al cuart el. Los sábados iba
con los soldados a la t ienda de Cat arino. Se consolaba de su abrupt a soledad, de su adolescencia
prem at ura, con m uj eres olorosas a flores m uert as que él idealizaba en las t inieblas y las convert ía
en Am arant a m ediant e ansiosos esfuerzos de im aginación.
Poco después em pezaron a recibirse not icias cont radict orias de la guerra. Mient ras el propio
gobierno adm it ía los progresos de la rebelión, los oficiales de Macondo t enían inform es
confidenciales de la inm inencia de una paz negociada. A principios de abril, un em isario especial
se ident ificó ant e el coronel Gerineldo Márquez. Le confirm ó que, en efect o, los dirigent es del
part ido habían est ablecido cont act os con j efes rebeldes del int erior, y est aban en vísperas de
concert ar el arm ist icio a cam bio de t res m inist erios para los liberales, una represent ación
m inorit aria en el parlam ent o y la am nist ía general para los rebeldes que depusieran las arm as. El

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

em isario llevaba una orden alt am ent e confidencial del coronel Aureliano Buendía, que est aba en
desacuerdo con los t érm inos del arm ist icio. El coronel Gerineldo Márquez debía seleccionar a
cinco de sus m ej ores hom bres y prepararse para abandonar con ellos el país. La orden se cum plió
dent ro de la m ás est rict a reseña. Una sem ana ant es de que se anunciara el acuerdo, y en m edio
de una t orm ent a de rum ores cont radict orios, el coronel Aureliano Buendía y diez oficiales de
confianza, ent re ellos el coronel Roque Carnicero, llegaron sigilosam ent e a Macondo después de la
m edianoche, dispersaron la guarnición, ent erraron las arm as y dest ruyeron los archivos. Al
am anecer habían abandonado el pueblo con el coronel Gerineldo Márquez y sus cinco oficiales.
Fue una operación t an rápida y confidencial, que Úrsula no se ent eró de ella sino a últ im a hora,
cuando alguien dio unos golpecit os en la vent ana de su dorm it orio y m urm uró: «Si quiere ver al
coronel Aureliano Buendía, asóm ese ahora m ism o a la puert a.» Úrsula salt ó de la cam a y salió a
la puert a en ropa de dorm ir, y apenas alcanzó a percibir el galope de la caballada que
abandonaba el pueblo en m edio de una m uda polvareda. Sólo al día siguient e se ent eró de que
Aureliano José se había ido con su padre.
Diez días después de que un com unicado conj unt o del gobierno y la oposición anunció el
t érm ino de la guerra, se t uvieron not icias del prim er levant am ient o arm ado del coronel Aureliano
Buendía en la front era occident al. Sus fuerzas escasas y m al arm adas fueron dispersadas en
m enos de una sem ana. Pero en el curso de ese ano, m ient ras liberales y conservadores t rat aban
de que el país creyera en la reconciliación, int ent ó ot ros siet e alzam ient os. Una noche cañoneó a
Riohacha desde una golet a, y la guarnición sacó de sus cam as y fusiló en represalia a los cat orce
liberales m ás conocidos de la población. Ocupó por m ás de quince días una aduana front eriza, y
desde allí dirigió a la nación un llam ado a la guerra general. Ot ra de sus expediciones se perdió
t res m eses en la selva, en una disparat ada t ent at iva de at ravesar m ás de m il quinient os ki-
lóm et ros de t errit orios vírgenes para proclam ar Ja guerra en los suburbios de la capit al. En ciert a
ocasión est uvo a m enos de veint e kilóm et ros de Macondo, y fue obligado por las pat rullas del
gobierno a int ernarse en las m ont añas m uy cerca de la región encant ada donde su padre
encont ró m uchos años ant es el fósil de un galeón español.
Por esa época m urió Visit ación. Se dio el gust o de m orirse de m uert e nat ural, después de
haber renunciado a un t rono por t em or al insom nio, y su últ im a volunt ad fue que desent erraran
de debaj o de su cam a el sueldo ahorrado en m ás de veint e años, y se lo m andaran al coronel
Aureliano Buendía para que siguiera la guerra. Pero Úrsula no se t om ó el t rabaj o de sacar ese
dinero, porque en aquellos días se rum oraba que el coronel Aureliano Buendía había sido m uert o
en un desem barco cerca de la capit al provincial. El anuncio oficial - el cuart o en m enos de dos
años- fue t enido por ciert o durant e casi seis m eses, pues nada volvió a saberse de él. De pront o,
cuando ya Úrsula y Am arant a habían superpuest o un nuevo lut o a los ant eriores, llegó una not icia
insólit a. El coronel Aureliano Buendía est aba vivo, pero aparent em ent e había desist ido de
host igar al gobierno de su país, y se había sum ado al federalism o t riunfant e en ot ras repúblicas
del Caribe. Aparecía con nom bres dist int os cada vez m ás lej os de su t ierra. Después había de
saberse que la idea que ent onces lo anim aba era la unificación de las fuerzas federalist as de la
Am érica Cent ral, para barrer con los regím enes conservadores desde Alaska hast a la Pat agonia.
La prim era not icia direct a que Úrsula recibió de él, varios años después de haberse ido, fue una
cart a arrugada y borrosa que le llegó de m ano en m ano desde Sant iago de Cuba.
- Lo hem os perdido para siem pre - exclam ó Úrsula al leerla- . Por ese cam ino pasará la Navidad
en el fin del m undo.
La persona a quien se lo dij o, que fue la prim era a quien m ost ró la cart a, era el general
conservador José Raquel Moncada, alcalde de Macondo desde que t erm inó la guerra. «Est e
Aureliano - com ent ó el general Moncada- , lást im a que no sea conservador.» Lo adm iraba de
veras. Com o m uchos civiles conservadores, José Raquel Moncada había hecho la guerra en de-
fensa de su part ido y había alcanzado el t ít ulo de general en el cam po de bat alla, aunque carecía
de vocación m ilit ar. Al cont rario, t am bién com o m uchos de sus copart idarios, era ant im ilit arist a.
Consideraba a la gent e de arm as com o holgazanes sin principios, int rigant es y am biciosos,
expert os en enfrent ar a los civiles para m edrar en el desorden. I nt eligent e, sim pát ico, sanguíneo,
hom bre de buen com er y fanát ico de las peleas de gallos, había sido en ciert o m om ent o el
adversario m ás t em ible del coronel Aureliano Buendía. Logró im poner su aut oridad sobre los
m ilit ares de carrera en un am plio sect or del lit oral. Ciert a vez en que se vio forzado por
conveniencias est rat égicas a abandonar una plaza a las fuerzas del coronel Aureliano Buendía, le
dej ó a ést e dos cart as. En una de ellas, m uy ext ensa, lo invit aba a una cam paña conj unt a para

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Gabriel García Márquez

hum anizar la guerra. La ot ra cart a era para su esposa, que vivía en t errit orio liberal, y la dej ó con
la súplica de hacerla llegar a su dest ino. Desde ent onces, aun en los períodos m ás encarnizados
de la guerra, los dos com andant es concert aron t reguas para int ercam biar prisioneros. Eran
pausas con un ciert o am bient e fest ivo que el general Moncada aprovechaba para enseñar a j ugar
a aj edrez al coronel Aureliano Buendía. Se hicieron grandes am igos. Llegaron inclusive a pensar
en la posibilidad de coordinar a los elem ent os populares de am bos part idos para liquidar la in-
fluencia de los m ilit ares y los polít icos profesionales, e inst aurar un régim en hum anit ario que
aprovechara lo m ej or de cada doct rina. Cuando t erm inó la guerra, m ient ras el coronel Aureliano
Buendía se escabullía por los desfiladeros de la subversión perm anent e, el general Moncada fue
nom brado corregidor de Macondo. Vist ió su t raj e civil, sust it uyó a los m ilit ares por agent es de la
policía desarm ados, hizo respet ar las leyes de am nist ía y auxilió a algunas fam ilias de liberales
m uert os en cam paña. Consiguió que Macondo fuera erigido en m unicipio y fue por t ant o su
prim er alcalde, y creó un am bient e de confianza que hizo pensar en la guerra com o en una
absurda pesadilla del pasado. El padre Nicanor, consum ido por las fiebres hepát icas, fue
reem plazado por el padre Coronel, a quien llam aban El Cachorro, vet erano de la prim era guerra
federalist a. Bruno Crespi, casado con Am paro Moscot e, y cuya t ienda de j uguet es e inst rum ent os
m usicales no se cansaba de prosperar, const ruyó un t eat ro, que las com pañías españolas
incluyeron en sus it inerarios. Era un vast o salón al aire libre, con escaños de m adera, un t elón de
t erciopelo con m áscaras griegas, y t res t aquillas en form a de cabezas de león por cuyas bocas
abiert as se vendían los bolet os. Fue t am bién por esa época que se rest auró el edificio de la
escuela. Se hizo cargo de ella don Melchor Escalona, un m aest ro viej o m andado de la ciénaga,
que hacía cam inar de rodillas en el pat io de caliche a los alum nos desaplicados y les hacía com er
aj í picant e a los lenguaraces, con la com placencia de los padres. Aureliano Segundo y José
Arcadio Segundo, los volunt ariosos gem elos de Sant a Sofía de la Piedad, fueron los prim eros que
se sent aron en el salón de clases con sus pizarras y sus gises y sus j arrit os de alum inio m arcados
con sus nom bres. Rem edios, heredera de la belleza pura de su m adre, em pezaba a ser conocida
com o Rem edios, la bella. A pesar del t iem po, de los lut os superpuest os y las aflicciones
acum uladas, Úrsula se resist ía a envej ecer. Ayudada por Sant a Bofia de la Piedad había dado un
nuevo im pulso a su indust ria de repost ería, y no sólo recuperó en pocos años la fort una que su
hij o se gast ó en la guerra, sino que volvió a at iborrar de oro puro los calabazos ent errados en el
dorm it orio. «Mient ras Dios m e dé vida - solía decir- no falt ará la plat a en est a casa de locos.» Así
est aban las cosas, cuando Aureliano José desert ó de las t ropas federalist as de Nicaragua, se
enroló en la t ripulación de un buque alem án, y apareció en la cocina de la casa, m acizo com o un
caballo, priet o y peludo com o un indio, y con la secret a det erm inación de casarse con Am arant a.
Cuando Am arant a lo vio ent rar, sin que él hubiera dicho nada, supo de inm ediat o por qué
había vuelt o. En la m esa no se at revían a m irarse a la cara. Pero dos sem anas después del
regreso est ando Úrsula present e, él fij ó sus oj os en los de ella y le dij o: «Siem pre pensaba
m ucho en t i.» Am arant a le huía. Se prevenía cont ra los encuent ros casuales. Procuraba no se-
pararse de Rem edios, la bella. Le indignó el rubor que doró sus m ej illas el día en que el sobrino le
pregunt ó hast a cuándo pensaba llevar la venda negra en la m ano, porque int erpret ó la pregunt a
com o una alusión a su virginidad. Cuando él llegó, ella pasó la aldaba en su dorm it orio, pero
durant e t ant as noches percibió sus ronquidos pacíficos en el cuart o cont iguo, que descuidó esa
precaución. Una m adrugada, casi dos m eses después del regreso lo sint ió ent rar en el dorm it orio.
Ent onces, en vez de huir, en vez de grit ar com o lo había previst o, se dej ó sat urar por una suave
sensación de descanso. Lo sint ió deslizarse en el m osquit ero, com o lo había hecho cuando era
niño, com o lo había hecho desde siem pre, y no pudo reprim ir el sudor helado y el crot alot eo de
los dient es cuando se dio cuent a de que él est aba com plet am ent e desnudo. «Vet e - m urm uró,
ahogándose de curiosidad- . Vet e o m e pongo a grit ar.» Pero Aureliano José 5 < bía ent onces lo que
t enía que hacer, porque ya no era un nill 0 asust ado por la oscuridad sino un anim al de cam -
pam ent o. Desde aquella noche se reiniciaron las sordas bat allas sin consecuencias que se
prolongaban hast a el am anecer. «Soy t u t ía - m urm uraba Am arant a, agot ada- . Es casi com o si
fuera t u m adre, no sólo por la edad, sino porque lo único que m e falt ó fue dart e de m am ar.»
Aureliano escapaba al alba y regresaba a la m adrugada siguient e, cada vez m ás excit ado por la
com probación de que ella no pasaba la aldaba. No había dej ado de desearla un solo inst ant e. La
encont raba en los oscuros dorm it orios de los pueblos vencidos, sobre t odo en los m ás abyect os, y
la m at erializaba en el t ufo de la sangre seca en las vendas de los heridos, en el pavor inst ant áneo
del peligro de m uert e, a t oda hora y en t odas part es. Había huido de ella t rat ando de aniquilar su

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Gabriel García Márquez

recuerdo no sólo con la dist ancia, sino con un encarnizam ient o at urdido que sus com pañeros de
arm as calificaban de t em eridad, pero m ient ras m ás revolcaba su im agen en el m uladar de la
guerra, m ás la guerra se parecía a Am arant a. Así padeció el exilio, buscando la m anera de
m at arla con su propia m uert e, hast a que le oyó cont ar a alguien el viej o cuent o del hom bre que
se casó con una t ía que adem ás era su prim a y cuyo hij o t erm inó siendo abuelo de sí m ism o.
- ¿Es que uno se puede casar con una t ía? - pregunt ó él, asom brado.
- No sólo se puede - le cont est ó un soldado- sino que est am os haciendo est a guerra cont ra los
curas para que uno se pueda casar con su propia m adre.
Quince días después desert ó. Encont ró a Am arant a m ás aj ada que en el recuerdo, m ás
m elancólica y pudibunda, y ya doblando en realidad el últ im o cabo de la m adurez, pero m ás febril
que nunca en las t inieblas del dorm it orio y m ás desafiant e que nunca en la agresividad de su
resist encia. «Eres un brut o - le decía Am arant a, acosada por sus perros de presa- . No es ciert o
que se le pueda hacer est o a una pobre t ía, com o no sea con dispensa especial del Papa.»
Aureliano José prom et ía ir a Rom a, prom et ía recorrer a Europa de rodillas, y besar las sandalias
del Sum o Pont ífice sólo para que ella baj ara sus puent es levadizos.
- No es sólo eso- rebat ía Am arant a- . Es que nacen los hij os con cola de puerco.
Aureliano José era sordo a t odo argum ent o.
- Aunque nazcan arm adillos - suplicaba.
Una m adrugada, vencido por el dolor insoport able de la virilidad reprim ida, fue a la t ienda de
Cat arino. Encont ró una m uj er de senos fláccidos, cariñosa y barat a, que le apaciguó el vient re por
algún t iem po. Trat ó de aplicarle a Am arant a el t rat am ient o del desprecio. La veía en el corredor,
cosiendo en una m áquina de m anivela que había aprendido a m anej ar con habilidad adm irable, y
ni siquiera le dirigía la palabra. Am arant a se sint ió liberada de un last re, y ella m ism a no com -
prendió por qué volvió a pensar ent onces en el coronel Gerineldo Márquez, por qué evocaba con
t ant a nost algia las t ardes de dam as chinas, y por qué llegó inclusive a desearlo com o hom bre de
dorm it orio. Aureliano José no se im aginaba cuánt o t erreno había perdido, la noche en que no
pudo resist ir m ás la farsa de la indiferencia, y volvió al cuart o de Am arant a. Ella lo rechazó con
una det erm inación inflexible, inequívoca, y echó para siem pre la aldaba del dorm it orio.
Pocos m eses después del regreso de Aureliano José, se present ó en la casa una m uj er
exuberant e, perfum ada de j azm ines, con un niño de unos cinco años. Afirm ó que era hij o del
coronel Aureliano Buendía y lo llevaba para que Úrsula lo baut izara. Nadie puso en duda el origen
de aquel niño sin nom bre: era igual al coronel, por los t iem pos en que lo llevaron a conocer el
hielo. La m uj er cont ó que había nacido con los oj os abiert os m irando a la gent e con crit erio de
persona m ayor, y que le asust aba su m anera de fij ar la m irada en las cosas sin parpadear. «Es
idént ico - dij o Úrsula- . Lo único que falt a es que haga rodar las sillas con sólo m irarlas.» Lo
baut izaron con el nom bre de Aureliano, y con el apellido de su m adre, porque la ley no le
perm it ía llevar el apellido del padre m ient ras ést e no lo reconociera. El general Moncada sirvió de
padrino. Aunque Am arant a insist ió en que se lo dej aran para acabar de criarlo, la m adre se
opuso.
Úrsula ignoraba ent onces la cost um bre de m andar doncellas a los dorm it orios de los guerreros,
com o se les solt aba gallinas a los gallos finos, pero en el curso de ese año se ent eró: nueve hij os
m ás del coronel Aureliano Buendía fueron llevados a la casa para ser baut izados. El m ayor, un
ext raño m oreno de oj os verdes que nada t enía que ver con la fam ilia pat erna, había pasado de
los diez años. Llevaron niños de t odas las edades, de t odos los colores, pero t odos varones, y
t odos con un aire de soledad que no perm it ía poner en duda el parent esco. Sólo dos se
dist inguieron del m ont ón. Uno, dem asiado grande para su edad, que hizo añicos los floreros y
varias piezas de la vaj illa, porque sus m anos parecían t ener la propiedad de despedazar t odo lo
que t ocaban. El ot ro era un rubio con los m ism os oj os garzos de su m adre, a quien habían dej ado
el cabello largo y con bucles, com o a una m uj er. Ent ró a la casa con m ucha fam iliaridad, com o si
hubiera sido criado en ella, y fue direct am ent e a un arcón del dorm it orio de Úrsula, y exigió:
«Quiero la bailarina de cuerda.» Úrsula se asust ó. Abrió el arcón, rebuscó ent re los ant icuados
y polvorient os obj et os de los t iem pos de Melquiades y encont ró envuelt a en un par de m edias la
bailarina de cuerda que alguna vez llevó Piet ro Crespi a la casa, y de la cual nadie había vuelt o a
acordarse. En m enos de doce años baut izaron con ~ nom bre de Aureliano, y con el apellido de la
m adre, a t odos los hij os que disem inó el coronel a lo largo y a le ancho de sus t errit orios de
guerra; diecisiet e. Al principio, Úrsula les llenaba los bolsillos de dinero y Am arant a int ent aba
quedarse con ellos. Pero t erm inaron por lim it arse a hacerles un regalo y a servirles de m adrinas.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

«Cum plim os con baut izarlos», decía Úrsula, anot ando en una libret a el nom bre y la dirección de
las m adres y el lugar y fecha de nacim ient o de los niños. «Aureliano ha de llevar bien sus cuen-
t as, así que será él quien t om e las det erm inaciones cuando regrese.» En el curso de un alm uerzo,
com ent ando con el general Moncada aquella desconcert ant e proliferación, expresó el deseo de
que el coronel Aureliano Buendía volviera alguna vez para reunir a t odos sus hij os en la casa.
- No se preocupe, com adre - dij o enigm át icam ent e el general Moncada- . Vendrá m ás pront o de
lo que ust ed se im agina.
Lo que el general Moncada sabía, y que no quiso revelar en el alm uerzo, era que el coronel
Aureliano Buendía est aba ya en cam ino para ponerse al frent e de la rebelión m ás prolongada,
radical y sangrient a de cuant as se habían int ent ado hast a ent onces.
La sit uación volvió a ser t an t ensa com o en los m eses que precedieron a la prim era guerra. Las
riñas de gallos, anim adas por el propio alcalde, fueron suspendidas. El capit án Aquiles Ricardo,
com andant e de la guarnición, asum ió en la práct ica el poder m unicipal. Los liberales lo señalaron
com o un provocador. «Algo t rem endo va a ocurrir - le decía Úrsula a Aureliano José. No salgas a
la calle después de las seis de la t arde.» Eran súplicas inút iles. Aureliano José, al igual que
Arcadio en ot ra época, había dej ado de pert enecerle. Era com o si el regreso a la casa, la
posibilidad de exist ir sin m olest arse por las urgencias cot idianas, hubieran despert ado en él la vo-
cación concupiscent e y desidiosa de su t ío José Arcadio. Su pasión por Am arant a se ext inguió sin
dej ar cicat rices. Andaba un poco al garet e, j ugando billar, sobrellevando su soledad con m uj eres
ocasionales, saqueando los resquicios donde Úrsula olvidaba el dinero t raspuest o. Term inó por no
volver a la casa sino para cam biarse de ropa. «Todos son iguales - se lam ent aba Úrsula- . Al
principio se crían m uy bien, son obedient es y form ales y parecen incapaces de m at ar una m osca,
y apenas les sale la barba se t iran a la perdición.» Al cont rario de Arcadio, que nunca conoció su
verdadero origen, él se ent eró de que era hij o de Pilar Ternera, quien le había colgado una ha-
m aca para que hiciera la siest a en su casa. Eran, m ás que m adre e hij o, cóm plices en la soledad.
Pilar Ternera había perdido el rast ro de t oda esperanza. Su risa había adquirido t onalidades de
órgano, sus senos habían sucum bido al t edio de las caricias event uales, su vient re y sus m uslos
habían sido víct im as de su irrevocable dest ino de m uj er repart ida, pero su corazón envej ecía sin
am argura. Gorda, lenguaraz, con ínfulas de m at rona en desgracia, renunció a la ilusión est éril de
las baraj as y encont ró un rem anso de consolación en los am ores aj enos. En la casa donde
Aureliano José dorm ía la siest a, las m uchachas del vecindario recibían a sus am ant es casuales.
«Me prest as el cuart o, Pilar», le decían sim plem ent e, cuando ya est aban dent ro. «Por supuest o»,
decía Pilar. Y si alguien est aba present e, le explicaba:
- Soy feliz sabiendo que la gent e es feliz en la cam a.
Nunca cobraba el servicio. Nunca negaba el favor, com o no se lo negó a los incont ables
hom bres que la buscaron hast a en el crepúsculo de su m adurez, sin proporcionarle dinero ni
am or, y sólo algunas veces placer. Sus cinco hij as, herederas de una sem illa ardient e, se
perdieron por los vericuet os de la vida desde la adolescencia. De los dos varones que alcanzó a
pillar, uno m urió peleando en las huest es del coronel Aureliano Buendía y ot ro fue herido y
capt urado a los cat orce años, cuando int ent aba robarse un huacal de gallinas en un pueblo de la
ciénaga. En ciert o m odo, Aureliano José file el hom bre alt o y m oreno que durant e m edio siglo le
anunció el rey de copas, y que com o t odos los enviados de las baraj as llegó a su corazón cuando
ya est aba m arcado por el signo de la m uert e. Ella lo vio en los naipes.
- No salgas est a noche - le dij o- . Quédat e a dorm ir aquí, que Carm elit a Mont iel se ha cansado
de rogarm e que la m et a en t u cuart o.
Aureliano José no capt ó el profundo sent ido de súplica que t enía aquella ofert a.
- Dile que m e espere a la m edianoche - dij o.
Se fue al t eat ro, donde una com pañía española anunciaba El puñal del Zorro, que en realidad
era la obra de Zorrilla con el nom bre cam biado por orden del capit án Aquiles Ricardo, porque los
liberales les llam aban godos a los conservadores. Sólo en el m om ent o de ent regar el bolet o en la
puert a, Aureliano José se dio cuent a de que el capit án Aquiles Ricardo, con dos soldados arm ados
de fusiles, est aba cat eando a la concurrencia. «Cuidado, capit án - le advirt ió Aureliano José- . To-
davía no ha nacido el hom bre que m e ponga las m anos encim a.» El capit án int ent ó cat earlo por la
fuerza, y Aureliano José, que andaba desarm ado, se echó a correr. Los soldados desobedecieron
la orden de disparar. «Es un Buendía», explicó uno de ellos. Ciego de furia, el capit án le arrebat ó
ent onces el fusil, se abrió en el cent ro de la calle, y apunt ó.
- ¡Cabrones! - alcanzó a grit ar- . Oj alá fuera el coronel Aureliano Buendía.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Carm elit a Mont iel, una virgen de veint e años, acababa de bañarse con agua de azahares y
est aba regando hoj as de rom ero en la cam a de Pilar Ternera, cuando sonó el disparo. Aureliano
José est aba dest inado a conocer con ella la felicidad que le negó Am arant a, a t ener siet e hij os y a
m orirse de viej o en sus brazos, pero la bala de fusil que le ent ró por la espalda y le despedazó el
pecho, est aba dirigida por una m ala int erpret ación de las baraj as. El capit án Aquiles Ricardo, que
era en realidad quien est aba dest inado a m orir esa noche, m urió en efect o cuat ro horas ant es
que Aureliano José. Apenas sonó el disparo fue derribado por dos balazos sim ult áneos, cuyo
origen no se est ableció nunca, y un grit o m ult it udinario est rem eció la noche.
- ¡Viva el part ido liberal! ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!
A las doce, cuando Aureliano José acabó de desangrarse y Carm elit a Mont iel encont ró en
blanco los naipes de su porvenir, m ás de cuat rocient os hom bres habían desfilado frent e al t eat ro
y habían descargado sus revólveres cont ra el cadáver abandonado del capit án Aquiles Ricardo. Se
necesit ó una pat rulla para poner en una carret illa el cuerpo apelm azado de plom o, que se
desbarat aba com o un pan ensopado.
Cont rariado por las im pert inencias del ej ércit o regular, el general José Raquel Moncada
m ovilizó sus influencias polít icas, volvió a vest ir el uniform e y asum ió la j efat ura civil y m ilit ar de
Macondo. No esperaba, sin em bargo, que su act it ud conciliat oria pudiera im pedir lo inevit able.
Las not icias de sept iem bre fueron cont radict orias. Mient ras el gobierno anunciaba que m ant enía
el cont rol en t odo el país, los liberales recibían inform es secret os de levant am ient os arm ados en
el int erior. El régim en no adm it ió el est ado de guerra m ient ras no se proclam ó en un bando que
se le había seguido consej o de guerra en ausencia al coronel Aureliano Buendía y había sido
condenado a m uert e. Se ordenaba cum plir la sent encia a la prim era guarnición que lo capt urara.
«Est o quiere decir que ha vuelt o», se alegró Úrsula ant e el general Moncada. Pero él m ism o lo ig-
noraba.
En realidad, el coronel Aureliano Buendía est aba en el país desde hacía m ás de un m es.
Precedido de rum ores cont radict orios, supuest o al m ism o t iem po en los lugares m ás apart ados, el
propio general Moncada no creyó en su regreso sino cuando se anunció oficialm ent e que se había
apoderado de dos est ados del lit oral. «La felicit o, com adre - le dij o a Úrsula, m ost rándole el
t elegram a- . Muy pront o lo t endrá aquí.» Úrsula se preocupó ent onces por prim era vez. «¿Y ust ed
qué hará, com padre?», pregunt ó. El general Moncada se había hecho esa pregunt a m uchas
veces.
- Lo m ism o que él, com adre - cont est ó- : cum plir con m i deber,
El prim ero de oct ubre, al am anecer, el coronel Aureliano Buendía con m il hom bres bien
arm ados at acó a Macondo y la guarnición recibió la orden de resist ir hast a el final. A m ediodía,
m ient ras el general Moncada alm orzaba con Úrsula, un cañonazo rebelde que ret um bó en t odo el
pueblo pulverizó la fachada de la t esorería m unicipal. «Est án t an bien arm ados com o nosot ros -
suspiró el general Moncada- , pero adem ás pelean con m ás ganas.» A las dos de la t arde,
m ient ras la t ierra t em blaba con los cañonazos de am bos lados, se despidió de Úrsula con la
cert idum bre de que est aba librando una bat alla perdida.
- Ruego a Dios que est a noche no t enga a Aureliano en la casa - dij o- . Si es así, déle un abrazo
de m i part e, porque yo no espero verlo m ás nunca.
Esa noche fue capt urado cuando t rat aba de fugarse de Macondo, después de escribirle una
ext ensa cart a al coronel Aureliano Buendía, en la cual le recordaba los propósit os com unes de
hum anizar la guerra, y le deseaba una vict oria definit iva cont ra la corrupción de los m ilit ares y las
am biciones de los polít icos de am bos part idos. Al día siguient e el coronel Aureliano Buendía
alm orzó con él en casa de Úrsula, donde fue recluido hast a que un consej o de guerra
revolucionario decidiera su dest ino. Fue una reunión fam iliar. Pero m ient ras los adversarios
olvidaban la guerra para evocar recuerdos del pasado, Úrsula t uvo la som bría im presión de que
su hij o era un int ruso. La había t enido desde que lo vio ent rar prot egido por un ruidoso aparat o
m ilit ar que volt eó los dorm it orios al derecho y al revés hast a convencerse de que no había ningún
riesgo. El coronel Aureliano Buendía no sólo lo acept ó, sino que im part ió órdenes de una
severidad t erm inant e, y no perm it ió que nadie se le acercara a m enos de t res m et ros, ni siquiera
Úrsula, m ient ras los m iem bros de su escolt a no t erm inaron de est ablecer las guardias alrededor
de la casa. Vest ía un uniform e de dril ordinario, sin insignias de ninguna clase, y unas bot as alt as
con espuelas em badurnadas de barro y sangre seca. Llevaba al cint o una escuadra con la funda
desabrochada, y la m ano siem pre apoyada en la culat a revelaba la m ism a t ensión vigilant e y
resuelt a de la m irada. Su cabeza, ahora con ent radas profundas, parecía horneada a fuego lent o.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Su rost ro cuart eado por la sal del Caribe había adquirido una dureza m et álica. Est aba preservado
cont ra la vej ez inm inent e por una vit alidad que t enía algo que ver con la frialdad de las ent rañas.
Era m ás alt o que cuando se fue, m ás pálido y óseo, y m anifest aba los prim eros sínt om as de
resist encia a la nost algia. «Dios m ío - se dij o Úrsula, alarm ada- . Ahora parece un hom bre capaz
de t odo.» Lo era. El rebozo azt eca que le llevó a Am arant a, las evocaciones que hizo en el
alm uerzo, las divert idas anécdot as que cont ó, eran sim ples rescoldos de su hum or de ot ra época.
No bien se cum plió la orden de ent errar a los m uert os en la fosa com ún, asignó al coronel Roque
Carnicero la m isión de apresurar los j uicios de guerra, y él se em peñó en la agot adora t area de
im poner las reform as radicales que no dej aran piedra sobre piedra en la revenida est ruct ura del
régim en conservador. «Tenem os que ant iciparnos a los polít icos del part ido - decía a sus
asesores- . Cuando abran los oj os a la realidad se encont rarán con los hechos consum ados.» Fue
ent onces cuando decidió revisar los t ít ulos de propiedad de la t ierra, hast a cien años at rás, y
descubrió las t ropelías legalizadas de su herm ano José Arcadio. Anuló los regist ros de una
plum ada. En un últ im o gest o de cort esía, desat endió sus asunt os por una hora y visit ó a Rebeca
para ponerla al corrient e de su det erm inación.
En la penum bra de la casa, la viuda solit aria que en un t iem po fue Ja confident e de sus am ores
reprim idos, y cuya obst inación le salvó la vida, era un espect ro del pasado. Cerrada de negro
hast a los puños, con el corazón convert ido en cenizas, apenas si t enía not icias de la guerra. El
coronel Aureliano Buendía t uvo la im presión de que la fosforescencia de sus huesos t raspasaba la
piel, y que ella se m ovía a t ravés de una at m ósfera de fuegos fat uos, en un aire est ancado donde
aún se percibía un recóndit o olor a pólvora. Em pezó por aconsej arle que m oderara el rigor de su
lut o, que vent ilara la casa, que le perdonara al m undo la m uert e de José Arcadio. Pero ya Rebeca
est aba a salvo de t oda vanidad. Después de buscarla inút ilm ent e en el sabor de la t ierra, en las
cart as perfum adas de Piet ro Crespi, en la cam a t em pest uosa de su m arido, había encont rado la
paz en aquella casa donde los recuerdos se m at erializaron por la fuerza de la evocación
im placable, y se paseaban com o seres hum anos por los cuart os clausurados. Est irada en su
m ecedor de m im bre, m irando al coronel Aureliano Buendia com o si fuera él quien pareciera un
espect ro del pasado Rebeca ni si quiera se conm ovió con la not icia de que las t ierras usurpadas
por José Arcadio serían rest it uidas a sus dueños legít im os
- Se hará lo que t ú dispongas, Aureliano suspiro Siem pre creí, y lo confirm o ahora, que eres
un descast ado.
La revisión de los t ít ulos de propiedad se consum ó al m ism o t iem po que los j uicios sum arios,
presididos por el coronel Gerineldo Márquez, y que concluyeron con el fusilam ient o de t oda la
oficialidad del ej ércit o regular prisionera de los revolucionarios. El últ im o consej o de guerra fue el
del general José Raquel Moncada. Úrsula int ervino. «Es el m ej or gobernant e que hem os t enido en
Macondo - le dij o al coronel Aureliano Buendía- . Ni siquiera t engo nada que decirt e de su buen
corazón, del afect o que nos t iene, porque t ú lo conoces m ej or que nadie.» El coronel Aureliano
Buendía fij ó en ella una m irada de re- probación:
- No puedo arrogarm e la facult ad de adm inist rar j ust icia
- replicó- . Si ust ed t iene algo que decir, dígalo ant e el consej o de guerra.
Úrsula no sólo lo hizo, sino que llevó a declarar a t odas las m adres de los oficiales
revolucionarios que vivían en Macondo. Una por una, las viej as fundadoras del pu6blo, varias de
las cuales habían part icipado en la t em eraria t ravesía de la sierra, exalt aron las virt udes del
general Moncada. Úrsula fue la últ im a en el desfile. Su dignidad luct uosa, el peso de su nom bre,
la convincent e vehem encia de su declaración hicieron vacilar por un m om ent o el equilibrio de la
j ust icia. «Ust edes han t om ado m uy en serio est e j uego espant oso, y han hecho bien, porque
est án cum pliendo con su deber - dij o a los m iem bros del t ribunal- . Pero no olviden que m ient ras
Dios nos dé vida, nosot ras seguirem os siendo m adres, y por m uy revolucionarios que sean
t enem os derecho de baj arles los pant alones y darles una cueriza a la prim era falt a de respet o.»
El j urado se ret iró a deliberar cuando t odavía resonaban est as palabras en el ám bit o de la escuela
convert ida en cuart el. A la m edia noche, el general José Raquel Moncada fue sent enciado a
m uert e. El coronel Aureliano Buendía, a pesar de las violent as recrim inaciones de Úrsula, se negó
a conm ut arle la pena. Poco ant es del am anecer, visit ó al sent enciado en el cuart o del cepo.
- Recuerda, com padre - le dij o- , que no t e fusilo yo. Te fusila la revolución.
El general Moncada ni siquiera se levant ó del cat re al verlo ent rar.
- Vet e a la m ierda, com padre - replicó.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Hast a ese m om ent o, desde su regreso, el coronel Aureliano Buendía no se había concedido la
oport unidad de verlo con el corazón. Se asom bró de cuánt o había envej ecido, del t em blor de sus
m anos, de la conform idad un poco rut inaria con que esperaba la m uert e, y ent onces experim ent ó
un hondo desprecio por sí m ism o que confundió con un principio de m isericordia.
- Sabes m ej or que yo - dij o- que t odo consej o de guerra es una farsa, y que en verdad t ienes
que pagar los crím enes de ot ros, porque est a vez vam os a ganar la guerra a cualquier precio. Tú,
en m i lugar, ¿no hubieras hecho lo m ism o?
El general Moncada se incorporó para lim piar los gruesos ant eoj os de carey con el faldón de la
cam isa. «Probablem ent e - dij o- . Pero lo que m e preocupa no es que m e fusiles, porque al fin y al
cabo, para la gent e com o nosot ros est o es la m uert e nat ural.» Puso los lent es en la cam a y se
quit ó el reloj de leont ina. «Lo que m e preocupa - agregó- es que de t ant o odiar a los m ilit ares, de
t ant o com bat irlos, de t ant o pensar en ellos, has t erm inado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal
en la vida que m erezca t ant a abyección.» Se quit ó el anillo m at rim onial y la m edalla de la Virgen
de los Rem edios y los puso j unt os con los lent es y el reloj .
- A est e paso - concluyó- no sólo serás el dict ador m ás despót ico y sanguinario de nuest ra
hist oria, sino que fusilarás a m i com adre Úrsula t rat ando de apaciguar t u conciencia.
El coronel Aureliano Buendía perm aneció im pasible. El general Moncada le ent regó ent onces
los lent es, la m edalla, el reloj y el anillo, y cam bió de t ono.
- Pero no t e hice venir para regañart e - dij o- . Quería suplicart e el favor de m andarle est as cosas
a m i m uj er.
El coronel Aureliano Buendía se las guardó en los bolsillos.
- ¿Sigue en Manaure?
- Sigue en Manaure - confirm ó el general Moncada- , en
la m ism a casa det rás de la iglesia donde m andast e aquella cart a.
- Lo haré con m ucho gust o, José Raquel - dij o el coronel Aureliano Buendía.
Cuando salió al aire azul de neblina, el rost ro se le hum edeció com o en ot ro am anecer del
pasado, y sólo ent onces com prendió por qué había dispuest o que la sent encia se cum pliera en el
pat io, y no en el m uro del cem ent erio. El pelot ón, form ado frent e a la puert a, le rindió honores de
j efe de est ado.
- Ya pueden t raerlo - ordenó.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

IX

El coronel Gerineldo Márquez fue el prim ero que percibió el vacío de la guerra. En su condición
de j efe civil y m ilit ar de Macondo sost enía dos veces por sem ana conversaciones t elegráficas con
el coronel Aureliano Buendía. Al principio, aquellas ent revist as det erm inaban el curso de una
guerra de carne y hueso cuyos cont ornos perfect am ent e definidos perm it ían est ablecer en
cualquier m om ent o el punt o exact o en que se encont raba, y prever sus rum bos fut uros. Aunque
nunca se dej aba arrast rar al t erreno de las confidencias, ni siquiera por sus am igos m ás
próxim os, el coronel Aureliano Buendía conservaba ent onces el t ono fam iliar que perm it ía
ident ificarlo al ot ro ext rem o de la línea. Muchas veces prolongó las conversaciones m ás allá del
t érm ino previst o y las dej ó derivar hacia com ent arios de caráct er dom ést ico. Poco a poco, sin
em bargo, y a m edida que la guerra se iba int ensificando y ext endiendo, su im agen se fue
borrando en un universo de irrealidad. Los punt os y rayas de su voz eran cada vez m ás rem ot os e
inciert os, y se unían y com binaban para form ar palabras que paulat inam ent e fueron perdiendo
t odo sent ido. El coronel Gerineldo Márquez se lim it aba ent onces a escuchar, abrum ado por la im -
presión de est ar en cont act o t elegráfico con un desconocido de ot ro m undo.
- Com prendido, Aureliano - concluía en el m anipulador- . ¡Viva el part ido liberal!
Term inó por perder t odo cont act o con la guerra. Lo que en ot ro t iem po fue una act ividad real,
una pasión irresist ible de su j uvent ud, se convirt ió para él en una referencia rem ot a: un vacío. Su
único refugio era el cost urero de Am arant a. La visit aba t odas las t ardes. Le gust aba cont em plar
sus m anos m ient ras rizaba espum as de olán en la m áquina de m anivela que hacía girar
Rem edios, la bella. Pasaban m uchas horas sin hablar, conform es con la com pañía recíproca, pero
m ient ras Am arant a se com placía ínt im am ent e en m ant ener vivo el fuego de su devoción, él
ignoraba cuáles eran los secret os designios de aquel corazón indescifrable. Cuando se conoció la
not icia de su regreso, Am arant a se había ahogado de ansiedad. Pero cuando lo vio ent rar en la
casa confundido con la ruidosa escolt a del coronel Aureliano Buendía, y lo vio m alt rat ado por el
rigor del dest ierro, envej ecido por la edad y el olvido, sucio de sudor y polvo, oloroso a rebaño,
feo, con el brazo izquierdo en cabest rillo, se sint ió desfallecer de desilusión. «Dios m ío - pensó- :
no era ést e el que esperaba.» Al día siguient e, sin em bargo, él volvió a la casa afeit ado y lim pio,
con el bigot e perfum ado de agua de alhucem a y sin el cabest rillo ensangrent ado. Le llevaba un
breviario de past as nacaradas.
- Qué raros son los hom bres - dij o ella, porque no encont ró ot ra cosa que decir- . Se pasan la
vida peleando cont ra los curas y regalan libros de oraciones.
Desde ent onces, aun en los días m ás crít icos de la guerra, la visit ó t odas las t ardes. Muchas
veces, cuando no est aba present e Rem edios, la bella, era él quien le daba vuelt as a la rueda de la
m áquina de coser. Am arant a se sent ía t urbada por la perseverancia, la lealt ad, la sum isión de
aquel hom bre invest ido de t ant a aut oridad, que, sin em bargo, se despoj aba de sus arm as en la
sala para ent rar indefenso al cost urero. Pero durant e cuat ro años él le reit eró su am or, y ella
encont ró siem pre la m anera de rechazarlo sin herirlo, porque aunque no conseguía quererlo ya no
podía vivir sin él. Rem edios, la bella, que parecía indiferent e a t odo, y de quien se pensaba que
era ret rasada m ent al, no fue insensible a t ant a devoción, e int ervino en favor del coronel
Gerineldo Márquez. Am arant a descubrió de pront o que aquella niña que había criado, que apenas
despunt aba a la adolescencia, era ya la criat ura m ás bella que se había vist o en Macondo. Sint ió
renacer en su corazón el rencor que en ot ro t iem po experim ent ó cont ra Rebeca, y rogándole a
Dios que no la arrast rara hast a el ext rem o de desearle la m uert e, la dest erró del cost urero. Fue
por esa época que el coronel Gerineldo Márquez em pezó a sent ir el hast ío de la guerra. Apeló a
sus reservas de persuasión, a su inm ensa y reprim ida t ernura, dispuest o a renunciar por
Am arant a a una gloria que le había cost ado el sacrificio de sus m ej ores años. Pero no logró
convencerla. Una t arde de agost o, agobiada por el peso insoport able de su propia obst inación,
Am arant a se encerró en el dorm it orio a llorar su soledad hast a la m uert e, después de darle la
respuest a definit iva a su pret endient e t enaz:
- Olvidém onos para siem pre - le dij o- , ya som os dem asiado viej os para est as cosas.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

El coronel Gerineldo Márquez acudió aquella t arde a un llam ado t elegráfico del coronel
Aureliano Buendía. Fue una conversación rut inaria que no había de abrir ninguna brecha en la
guerra est ancada. Al t erm inar, el coronel Gerineldo Márquez cont em pló las calles desoladas, el
agua crist alizada en los alm endros, y se encont ró perdido en la soledad.
- Aureliano - dij o t rist em ent e en el m anipulador- , est á lloviendo en Macondo.
Hubo un largo silencio en la línea. De pront o, los aparat os salt aron con los signos despiadados
del coronel Aureliano Buendía.
- No seas pendej o, Gerineldo - dij eron los signos- . Es nat ural que est é lloviendo en agost o.
Tenían t ant o t iem po de no verse, que el coronel Gerineldo Márquez se desconcert ó con la
agresividad de aquella reacción. Sin em bargo, dos m eses después, cuando el coronel Aureliano
Buendía volvió a Macondo, el desconciert o se t ransform ó en est upor. Hast a Úrsula se sorprendió
de cuánt o había cam biado. Llegó sin ruido, sin escolt a, envuelt o en una m ant a a pesar del calor,
y con t res am ant es que inst aló en una m ism a casa, donde pasaba la m ayor part e del t iem po
t endido en una ham aca. Apenas si leía los despachos t elegráficos que inform aban de operaciones
rut inarias. En ciert a ocasión el coronel Gerineldo Márquez le pidió inst rucciones para la
evacuación de una localidad front eriza que am enazaba con convert irse en un conflict o in-
t ernacional.
- No m e m olest es por pequeñeces - le ordenó él- . Consúlt alo con la Divina Providencia.
Era t al vez el m om ent o m ás crit ico de la guerra. Los t errat enient es liberales, que al principio
apoyaban la revolución, habían suscrit o alianzas secret as con los t errat enient es conservadores
para im pedir la revisión de los t ít ulos de propiedad. Los polít icos que capit alizaban la guerra
desde el exilio habían repudiado públicam ent e las det erm inaciones drást icas del coronel Aureliano
Buendía, pero hast a esa desaut orización parecía t enerlo sin cuidado. No había vuelt o a leer sus
versos, que ocupaban m ás de cinco t om os, y que perm anecían olvidados en el fondo del baúl. De
noche, o a la hora de la siest a, llam aba a la ham aca a una de sus m uj eres y obt enía de ella una
sat isfacción rudim ent aria, y luego dorm ía con un sueño de piedra que no era pert urbado por el
m ás ligero indicio de preocupación. Sólo él sabía ent onces que su at urdido corazón est aba
condenado para siem pre a la incert idum bre. Al principio, em briagado por la gloria del regreso,
por las vict orias inverosím iles, se había asom ado al abism o de la grandeza. Se com placía en
m ant ener a la diest ra al duque de Marlborough, su gran m aest ro en las art es de la guerra, cuyo
at uendo de pieles y uñas de t igre suscit aban el respet o de los adult os y el asom bro de los niños.
Fue ent onces cuando decidió que ningún ser hum ano, ni siquiera Úrsula, se le aproxim ara a
m enas de t res m et ros. En el cent ro del círculo de t iza que sus edecanes t razaban dondequiera
que él llegara, y en el cual sólo él podía ent rar, decidía con órdenes breves e inapelables el dest i-
no del m undo. La prim era vez que est uvo en Manaure después del fusilam ient o del general
Moncada se apresuró a cum plir la últ im a volunt ad de su víct im a, y la viuda recibió los lent es, la
m edalla, el reloj y el anillo, pero no le perm it ió pasar de la puert a.
- No ent re, coronel - le dij o- . Ust ed m andará en su guerra, pero yo m ando en m i casa.
El coronel Aureliano Buendía no dio ninguna m uest ra de rencor, pero su espírit u sólo encont ró
el sosiego cuando su guardia personal saqueó y reduj o a cenizas la casa de la viuda. «Cuídat e el
corazón, Aureliano - le decía ent onces el coronel Gerineldo Márquez- . Te est ás pudriendo vivo.»
Por esa época convocó una segunda asam blea de los principales com andant es rebeldes. Encont ró
de t odo: idealist as, am biciosos, avent ureros, resent idos sociales y hast a delincuent es com unes.
Había, inclusive, un ant iguo funcionario conservador refugiado en la revuelt a para escapar a un
j uicio por m alversación de fondos. Muchos no sabían ni siquiera por qué peleaban. En m edio de
aquella m uchedum bre abigarrada, cuyas diferencias de crit erio est uvieron a punt o de provocar
una explosión int erna, se dest acaba una aut oridad t enebrosa: el general Teófilo Vargas. Era un
indio puro, m ont araz, analfabet o, dot ado de una m alicia t acit urna y una vocación m esiánica que
suscit aba en sus hom bres un fanat ism o dem ent e. El coronel Aureliano Buendía prom ovió la
reunión con el propósit o de unificar el m ando rebelde cont ra las m aniobras de los polít icos. El
general Teófilo Vargas se adelant ó a sus int enciones: en pocas horas desbarat ó la coalición de los
com andant es m ej or calificados y se apoderó del m ando cent ral. «Es una fiera de cuidado - les dij o
el coronel Aureliano Buendía a sus oficiales- . Para nosot ros, ese hom bre es m ás peligroso que el
m inist ro de la Guerra.» Ent onces un capit án m uy j oven que siem pre se había dist inguido por su
t im idez levant ó un índice caut eloso:
- Es m uy sim ple, coronel - propuso- : hay que m at arlo.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

El coronel Aureliano Buendía no se alarm ó por la frialdad de la proposición, sino por la form a
en que se ant icipó una fracción de segundo a su propio pensam ient o.
- No esperen que yo dé esa orden - dij o.
No la dio, en efect o. Pero quince días después el general Teófilo Vargas fue despedazado a
m achet azos en una em boscada y el coronel Aureliano Buendía asum ió el m ando cent ral.
La m ism a noche en que su aut oridad fue reconocida por t odos los com andos rebeldes,
despert ó sobresalt ado, pidiendo a grit os una m ant a. Un frío int erior que le rayaba las huesos y lo
m ort ificaba inclusive a pleno salle im pidió dorm ir bien varias m eses, hast a que se le convirt ió en
una cost um bre. La em briaguez del poder em pezó a descom ponerse en ráfagas de desazón.
Buscando un rem edio cont ra el frío, hizo fusilar al j oven oficial que propuso el asesinat o del
general Teófilo Vargas. Sus órdenes se cum plían ant es de ser im part idas, aun ant es de que él las
concibiera, y siem pre llegaban m ucho m ás lej os de donde él se hubiera at revido a hacerlas llegar.
Ext raviado en la soledad de su inm enso poder, em pezó a perder el rum bo. Le m olest aba la gent e
que lo aclam aba en los pueblos vencidos, y que le parecía la m ism a que aclam aba al enem igo.
Por t odas part es encont raba adolescent es que lo m iraban con sus propios oj os, que hablaban con
su propia voz, que lo saludaban con la m ism a desconfianza con que él los saludaba a ellos, y que
decían ser sus hij os. Se sint ió disperso, repet ido, y m ás solit ario que nunca. Tuvo la convicción de
que sus propios oficiales le m ent ían. Se peleó con el duque de Marlborough. «El m ej or am igo -
solía decir ent onces- es el que acaba de m orir.» Se cansó de la incert idum bre, del círculo vicioso
de aquella guerra et erna que siem pre lo encont raba a él en el m ism o lugar, sólo que cada vez
m ás viej o, m ás acabado, m ás sin saber por qué, ni cóm o, ni hast a cuándo. Siem pre había alguien
fuera del circulo de t iza. Alguien a quien le hacía falt a dinero, que t enía un hij o con t os ferina o
que quería irse a dorm ir para siem pre porque ya no podía soport ar en la boca el sabor a m ierda
de la guerra y que, sin em bargo, se cuadraba con sus últ im as reservas de energía para inform ar:
«Todo norm al, m i coronel.» Y la norm alidad era precisam ent e lo m ás espant oso de aquella guerra
infinit a: que no pasaba nada. Solo, abandonado por los presagios, huyendo del frío que había de
acom pañarlo hast a la m uert e, buscó un últ im o refugio en Macondo, al calor de sus recuerdos m ás
ant iguos. Era t an grave su desidia que cuando le anunciaron la llegada de una com isión de su
part ido aut orizada para discut ir la encrucij ada de la guerra, él se dio vuelt a en la ham aca sin
despert ar por com plet o.
- Llévenlos donde las put as - dij o.
Eran seis abogados de levit a y chist era que soport aban con un duro est oicism o el bravo sol de
noviem bre. Úrsula los hospedó en la casa. Se pasaban la m ayor part e del día encerrados en el
dorm it orio, en conciliábulos herm ét icos, y al anochecer pedían una escolt a y un conj unt o de
acordeones y t om aban por su cuent a la t ienda de Cat arino. «No los m olest en - ordenaba el
coronel Aureliano Buendía- . Al fin y al cabo, yo sé lo que quieren.» A principios de diciem bre, la
ent revist a largam ent e esperada, que m uchos habían previst o com a una discusión int erm inable,
se resolvió en m enos de una hora.
En la calurosa sala de visit as, j unt o al espect ro de la pianola am ort aj ada con una sábana
blanca, el coronel Aureliano Buendía no se sent ó est a vez dent ro del círculo de t iza que t razaron
sus edecanes. Ocupó una silla ent re sus asesores polít icos, y envuelt o en la m ant a de lana
escuchó en silencio las breves propuest as de los em isarios. Pedían, en prim er t érm ino, renunciar
a la revisión de los t ít ulos de propiedad de la t ierra para recuperar el apoyo de los t errat enient es
liberales. Pedían, en segundo t érm ino, renunciar a la lucha cont ra la influencia clerical para
obt ener el respaldo del pueblo cat ólico. Pedían, por últ im o, renunciar a las aspiraciones de
igualdad de derechos ent re los hij os nat urales y los legít im os para preservar la int egridad de los
hogares.
- Quiere decir - sonrió el coronel Aureliano Buendía cuando t erm inó la lect ura- que sólo est am os
luchando por el poder.
- Son reform as t áct icas - replicó uno de los delegados- . Por ahora, lo esencial es ensanchar la
base popular de la guerra. Después verem os.
Uno de los asesores polít icos del coronel Aureliano Buendía se apresuró a int ervenir.
- Es un cont rasent ido - dij o- . Si est as reform as son buenas, quiere decir que es bueno el
régim en conservador. Si con ellas logram os ensanchar la base popular de la guerra, com o dicen
ust edes, quiere decir que el régim en t iene una am plia base popular. Quiere decir, en sínt esis, que
durant e casi veint e años hem os est ado luchando cont ra los sent im ient os de la nación.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

I ba a seguir, pero el coronel Aureliano Buendía lo int errum pió con una señal. «No pierda el
t iem po, doct or - dij o- . Lo im port ant e es que desde est e m om ent o sólo lucham os por el poder.»
Sin dej ar de sonreír, t om ó los pliegos que le ent regaron los delegados y se dispuso a firm ar.
- Puest o que es así - concluyó- , no t enem os ningún inconvenient e en acept ar.
Sus hom bres se m iraron const ernados.
- Me perdona, coronel - dij o suavem ent e el coronel Genireldo Márquez- , pero est o es una
t raición.
El coronel Aureliano Buendía det uvo en el aire la plum a ent int ada, y descargó sobre él t odo el
peso de su aut oridad.
- Ent réguem e sus arm as - ordenó.
El coronel Gerineldo Márquez se levant ó y puso las arm as en la m esa.
- Presént ese en el cuart el - le ordenó el coronel Aureliano Buendía- . Queda ust ed a disposición
de los t ribunales revolucionarios.
Luego firm ó la declaración y ent regó las pliegas a las em isarias, diciéndoles:
- Señores, ahí t ienen sus papeles. Que les aprovechen.
Dos días después, el coronel Gerineldo Márquez, acusado de alt a t raición, fue condenado a
m uert e. Derrum bado en su ham aca, el coronel Aureliano Buendía fue insensible a las súplicas de
clem encia. La víspera de la ej ecución, desobedeciendo la arden de no m olest arlo, Úrsula lo visit ó
en el dorm it orio. Cerrada de negro, invest ida de una rara solem nidad, perm aneció de pie los t res
m inut os de la ent revist a. «Sé que fusilarás a Gerineldo - dij o serenam ent e- , y no puedo hacer
nada por im pedirlo. Pero una cosa t e adviert o: t an pront o com o vea el cadáver, t e lo j uro por los
huesos de m i padre y m i m adre, por la m em oria de José Arcadio Buendía, t e lo j uro ant e Dios,
que t e he de sacar de donde t e m et as y t e m at aré con m is propias m anos.» Ant es de abandonar
el cuart o, sin esperar ninguna réplica, concluyó:
- Es lo m ism o que habría hecho si hubieras nacido con cola de puerco.
Aquella noche int erm inable, m ient ras el coronel Gerineldo Márquez evocaba sus t ardes
m uert as en el cost urero de Am arant a, el coronel Aureliano Buendía rasguñó durant e m uchas
horas, t rat ando de rom perla, la dura cáscara de su soledad. Sus únicos inst ant es felices, desde la
t arde rem ot a en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían t ranscurrido en el t aller de
plat ería, donde se le iba el t iem po arm ando pescadit os de oro. Había t enido que prom over 32
guerras, y había t enido que violar t odos sus pact os con la m uert e y revolcarse com o un cerdo en
el m uladar de la gloria, para descubrir con casi cuarent a años de ret raso los privilegios de la
sim plicidad.
Al am anecer, est ragado por la t orm ent osa vigilia, apareció en el cuart o del cepo una hora
ant es de la ej ecución. «Term inó la farsa, com padre - le dij o al coronel Gerineldo Márquez- .
Vám onos de aquí, ant es de que acaben de fusilart e los m osquit os.» El coronel Gerineldo Márquez
no pudo reprim ir el desprecio que le inspiraba aquella act it ud.
- No, Aureliano - replicó- . Vale m ás est ar m uert o que vert e convert ido en un chafarot e.
- No m e verás - dij o el coronel Aureliano Buendía- . Pont o los zapat os y ayúdam e a t erm inar con
est a guerra de m ierda.
Al decirlo, no im aginaba que era m ás fácil em pezar una guerra que t erm inarla. Necesit ó casi
un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz favorables a
los rebeldes, y ot ro año para persuadir a sus part idarios de la conveniencia de acept arlas. Llegó a
inconcebibles ext rem os de crueldad para sofocar las rebeliones de sus propios ofíciales, que se
resist ían a feriar la vict oria y t erm inó apoyándose en fuerzas enem igas para acabar de
som et erlos.
Nunca fue m ej or guerrero que ent onces. La cert idum bre de que por fin peleaba por su propia
liberación, y no por ideales abst ract os, por consignas que los polít icos podían volt ear al derecho y
al revés según las circunst ancias, le infundió un ent usiasm o enardecido. El coronel Gerineldo
Márquez, que luchó por el fracaso con t ant a convicción y t ant a lealt ad com o ant es había luchado
por el t riunfo, le reprochaba su t em eridad inút il. «No t e preocupes - sonreía él- . Morirse es m ucho
m ás difícil de lo que uno cree.» En su caso era verdad. La seguridad de que su día est aba
señalado lo invist ió de una inm unidad m ist eriosa, una inm ort alidad a t érm ino fij o que lo hizo
invulnerable a los riesgos de la guerra, y le perm it ió finalm ent e conquist ar una derrot a que era
m ucho m ás difícil, m ucho m ás sangrient a y cost osa que la vict oria.
En casi veint e años de guerra, el coronel Aureliano Buendía había est ado m uchas veces en la
casa, pero el est ado de urgencia en que llegaba siem pre, el aparat o m ilit ar que lo acom pañaba a

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Gabriel García Márquez

t odas part es, el aura de leyenda que doraba su presencia y a la cual no fue insensible ni la propia
Úrsula, t erm inaron por convert irlo en un ext raño. La últ im a vez que est uvo en Macondo, y t om ó
una casa para sus t res concubinas, no se le vio en la suya sino dos o t res veces, cuando t uvo
t iem po de acept ar invit aciones a com er. Rem edios, la bella, y los gem elos nacidos en plena
guerra, apenas si lo conocían. Am arant a no lograba conciliar la im agen del herm ano que pasó la
adolescencia fabricando pescadit os de oro, con la del guerrero m ít ico que había int erpuest o ent re
él y el rest o de la hum anidad una dist ancia de t res m et ros. Pero cuando se conoció la proxim idad
del arm ist icio y se pensó que él regresaba ot ra vez convert ido en un ser hum ano, rescat ado por
fin para el corazón de los suyos, los afect os fam iliares alet argados por t ant o t iem po renacieron
con m ás fuerza que nunca.
- Al fin - dij o Úrsula- t endrem os ot ra vez un hom bre en la casa.
Am arant a fue la prim era en sospechar que lo habían perdido para siem pre. Una sem ana ant es
del arm ist icio, cuando él ent ró en la casa sin escolt a, precedido por dos ordenanzas descalzos que
deposit aron en el corredor los aperos de la m ula y el baúl de los versos, único saldo de su ant iguo
equipaj e im perial, ella lo vio pasar frent e al cost urero y lo llam ó. El coronel Aureliano Buendía
pareció t ener dificult ad para reconocerla.
- Soy Am arant a - dij o ella de buen hum or, feliz de su regreso, y le m ost ró la m ano con la venda
negra- . Mira.
El coronel Aureliano Buendía le hizo la m ism a sonrisa de la prim era vez en que la vio con la
venda, la rem ot a m añana en que volvió a Macondo sent enciado a m uert e.
- ¡Qué horror - dij o- , cóm o se pasa el t iem po!
El ej ércit o regular t uvo que prot eger la casa. Llegó vej ado, escupido, acusado de haber
recrudecido la guerra sólo para venderla m ás cara. Tem blaba de fiebre y de frío y t enía ot ra vez
las axilas em pedradas de golondrinos. Seis m eses ant es, cuando oyó hablar del arm ist icio, Úrsula
había abiert o y barrido la alcoba nupcial, y había quem ado m irra en los rincones, pensando que él
regresaría dispuest o a envej ecer despacio ent re las enm ohecidas m uñecas de Rem edios. Pero en
realidad, en los dos últ im os años él le había pagado sus cuot as finales a la vida, inclusive la del
envej ecim ient o. Al pasar frent e al t aller de plat ería, que Úrsula había preparado con especial
diligencia, ni siquiera advirt ió que las llaves est aban puest as en el candado. No percibió los
m inúsculos y desgarradores dest rozos que el t iem po había hecho en la casa, y que después de
una ausencia t an prolongada habrían parecido un desast re a cualquier hom bre que conservara
vivos sus recuerdos. No le dolieron las peladuras de cal en las paredes, ni los sucios algodones de
t elaraña en los rincones, ni el polvo de las begonias, ni las nervaduras del com ej én en las vigas,
ni el m usgo de los quicios, ni ninguna de las t ram pas insidiosas que le t endía la nost algia. Se
sent ó en el corredor, envuelt o en la m ant a y sin quit arse las bot as, com o esperando apenas que
escam para, y perm aneció t oda la t arde viendo llover sobre las begonias. Úrsula com prendió
ent onces que no lo t endría en la casa por m ucho t iem po. «Si no es la guerra - pensó- sólo puede
ser la m uert e.» Fue una suposición t an nít ida, t an convincent e, que la ident ificó com o un
presagio.
Esa noche, en la cena, el supuest o Aureliano Segundo desm igaj ó el pan con la m ano derecha y
t om ó la sopa con la izquierda. Su herm ano gem elo, el supuest o José Arcadio Segundo, desm igaj ó
el pan con la m ano izquierda y t om ó la sopa con la derecha. Era t an precisa la coordinación de
sus m ovim ient os que no parecían dos herm anos sent ados el uno frent e al ot ro, sino un art ificio de
espej os. El espect áculo que los gem elos habían concebido desde que t uvieron conciencia de ser
iguales fue repet ido en honor del recién llegado. Pero el coronel Aureliano Buendía no lo advirt ió.
Parecía t an aj eno a t odo que ni siquiera se fij ó en Rem edios, la bella, que pasó desnuda hacia el
dorm it orio. Úrsula fue la única que se at revió a pert urbar su abst racción.
- Si has de irt e ot ra vez - le dij o a m it ad de la cena- , por lo m enos t rat a de recordar cóm o
éram os est a noche.
Ent onces el coronel Aureliano Buendía se dio cuent a, sin asom bro, que Úrsula era el único ser
hum ano que había logrado desent rañar su m iseria, y por prim era vez en m uchos anos se at revió
a m irarla a la cara. Tenía la piel cuart eada, los dient es carcom idos, el cabello m archit o y sin color,
y la m irada at ónit a. La com paró con el recuerdo m ás ant iguo que t enía de ella, la t arde en que él
t uvo el presagio de que una olla de caldo hirviendo iba a caerse de la m esa, y la encont ró
despedazada. En un inst ant e descubrió los arañazos, los verdugones, las m at aduras, las úlceras y
cicat rices que había dej ado en ella m ás de m edio siglo de vida cot idiana, y com probó que esos
est ragos no suscit aban en él ni siquiera un sent im ient o de piedad. Hizo ent onces un últ im o

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Gabriel García Márquez

esfuerzo para buscar en su corazón el sit io donde se le habían podrido los afect os, y no pudo
encont rarlo. En ot ra época, al m enos, experim ent aba un confuso sent im ient o de vergüenza
cuando sorprendía en su propia piel el olor de Úrsula, y en m ás de una ocasión sint ió sus
pensam ient os int erferidos por el pensam ient o de ella. Pero t odo eso había sido arrasado por la
guerra. La propia Rem edios, su esposa, era en aquel m om ent o la im agen borrosa de alguien que
pudo haber sido su hij a. Las incont ables m uj eres que conoció en el desiert o del am or, y que
dispersaron su sim ient e en t odo el lit oral, no habían dej ado rast ro alguno en sus sent im ient os. La
m ayoría de ellas ent raba en el cuart o en la oscuridad y se iban ant es del alba, y al día siguient e
eran apenas un poco de t edio en la m em oria corporal. El único afect o que prevalecía cont ra el
t iem po y la guerra, fue el que sint ió por su herm ano José Arcadio, cuando am bos eran niños, y no
est aba fundado en el am or, sino en la com plicidad.
- Perdone - se excusó ant e la pet ición de Úrsula- . Es que est a guerra ha acabado con t odo.
En los días siguient es se ocupó de dest ruir t odo rast ro de su paso por el m undo. Sim plificó el
t aller de plat ería hast a sólo dej ar los obj et os im personales, regaló sus ropas a los ordenanzas y
ent erró sus arm as en el pat io con el m ism o sent ido de penit encia con que su padre ent erró la
lanza que dio m uert e a Prudencio Aguilar. Sólo conservó una pist ola, y con una sola bala. Úrsula
no int ervino. La única vez que lo disuadió fue cuando él est aba a punt o de dest ruir el
daguerrot ipo de Rem edios que se conservaba en la sala, alum brado por una lám para et erna. «Ese
ret rat o dej ó de pert enecert e hace m ucho t iem po - le dij o- . Es una reliquia de fam ilia.» La víspera
del arm ist icio, cuando ya no quedaba en la casa un solo obj et o que perm it iera recordarlo, llevó a
la panadería el baúl con los versos en el m om ent o en que Sant a Bofia de la Piedad se preparaba
para encender el horno.
- Préndalo con est o - le dij o él, ent regándole el prim er rollo de papeles am arillent o- . Arde m ej or,
porque son cosas m uy viej as.
Sant a Sofía de la Piedad, la silenciosa, la condescendient e, la que nunca cont rarió ni a sus
propios hij os, t uvo la im presión de que aquel era un act o prohibido.
- Son papeles im port ant es - dij o.
- Nada de eso - dij o el coronel- . Son cosas que se escriben para uno m ism o.
- Ent onces - dij o ella- quém elos ust ed m ism o, coronel.
No sólo lo hizo, sino que despedazó el baúl con una hachuela y echó las ast illas al fuego. Horas
ant es, Pilar Ternera había est ado a visit arlo. Después de t ant os años de no verla, el coronel
Aureliano Buendía se asom bró de cuánt o había envej ecido y engordado, y de cuánt o había
perdido el esplendor de su risa, pero se asom bró t am bién de la profundidad que había logrado en
la lect ura de las baraj as. «Cuídat e la boca», le dij o ella, y él se pregunt ó si la ot ra vez que se lo
dij o, en el apogeo de la gloria, no había sido una visión sorprendent em ent e ant icipada de su
dest ino. Poco después, cuando su m édico personal acabó de ext irparle los golondrinos, él le
pregunt ó sin dem ost rar un int erés part icular cuál era el sit io exact o del corazón. El m édico lo
auscult ó y le pint ó luego un circulo en el pecho con un algodón sucio de yodo.
El m art es del arm ist icio am aneció t ibio y lluvioso. El coronel Aureliano Buendía apareció en la
cocina ant es de las cinco y t om ó su habit ual café sin azúcar. «Un día com o est e vinist e al m undo
- le dij o Úrsula- . Todos se asust aron con t us oj os abiert os.» Él no le puso at ención, porque est aba
pendient e de los aprest os de t ropa, los t oques de cornet a y las voces de m ando que est ropeaban
el alba. Aunque después de t ant os años de guerra debían parecerle fam iliares, est a vez
experim ent ó el m ism o desalient o en las rodillas, y el m ism o cabrilleo de la piel que había
experim ent ado en su j uvent ud en presencia de una m uj er desnuda. Pensó confusam ent e, al fin
capt urado en una t ram pa de la nost algia, que t al vez si se hubiera casado con ella hubiera sido
un hom bre sin guerra y sin gloria, un art esano sin nom bre, un anim al feliz. Ese est rem ecim ient o
t ardío, que no figuraba en sus previsiones, le am argó el desayuno. A las siet e de la m añana,
cuando el coronel Gerineldo Márquez fue a buscarlo en com pañía de un grupo de oficiales
rebeldes, lo encont ró m ás t acit urno que nunca, m ás pensat ivo y solit ario. Úrsula t rat ó de echarle
sobre los hom bros una m ant a nueva. «Qué va a pensar el gobierno - le dij o- . Se im aginarán que
t e has rendido porque ya no t enias ni con qué com prar una m ant a.» Pero él no la acept ó. Ya en la
puert a, viendo que seguía la lluvia, se dej ó poner un viej o som brero de fielt ro de José Arcadio
Buendía.
- Aureliano - le dij o ent onces Úrsula- , prom ét em e que si t e encuent ras por ahí con la m ala hora,
pensarás en t u m adre.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Él le hizo una sonrisa dist ant e, levant ó la m ano con t odos los dedos ext endidos, y sin decir una
palabra abandonó la casa y se enfrent ó a los grit os, vit uperios y blasfem ias que habían de
perseguirlo hast a la salida del pueblo. Úrsula pasó la t ranca en la puert a decidida a no quit arla en
el rest o de su vida. «Nos pudrirem os aquí dent ro - pensó- . Nos volverem os ceniza en est a casa sin
hom bres, pero no le darem os a est e pueblo m iserable el gust o de vernos llorar.» Est uvo t oda la
m añana buscando un recuerdo de su hij o en los m ás secret os rincones, y no pudo encont rarlo.
El act o se celebró a veint e kilóm et ros de Macondo, a la som bra de una ceiba gigant esca en
t orno a la cual había de fundarse m ás t arde el pueblo de Neerlandia. Los delegados del gobierno
y los part idos, y la com isión rebelde que ent regó las arm as, fueron servidos por un bullicioso
grupo de novicias de hábit os blancos, que parecían un revuelo de palom as asust adas por la lluvia.
El coronel Aureliano Buendía llegó en una m ula em barrada. Est aba sin afeit ar, m ás at orm ent ado
por el dolor de los golondrinos que por el inm enso fracaso de sus sueños, pues había llegado al
t érm ino de t oda esperanza, m ás allá de la gloria y de la nost algia de la gloria. De acuerdo con lo
dispuest o por él m ism o, no hubo m úsica, ni cohet es, ni cam panas de j úbilo, ni vít ores, ni ninguna
ot ra m anifest ación que pudiera alt erar el caráct er luct uoso del arm ist icio. Un fot ógrafo am bulant e
que t om ó el único ret rat o suyo que hubiera podido conservarse, fue obligado a dest ruir las placas
sin revelarías.
El act o duró apenas el t iem po indispensable para que se est am paran las firm as. En t orno de la
rúst ica m esa colocada en el cent ro de una rem endada carpa de circo, donde se sent aron los
delegados, est aban los últ im os oficiales que perm anecieron fieles al coronel Aureliano Buendía.
Ant es de t om ar las firm as, el delegado personal del president e de la república t rat ó de leer en voz
alt a el act a de la rendición, pero el coronel Aureliano Buendía se opuso. «No perdam os el t iem po
en form alism os», dij o, y se dispuso a firm ar los pliegos sin leerlos. Uno de sus oficiales rom pió
ent onces el silencio soporífero de la carpa.
- Coronel - dij o- , háganos el favor de no ser el prim ero en firm ar.
El coronel Aureliano Buendía accedió. Cuando el docum ent o dio la vuelt a com plet a a la m esa,
en m edio de un silencio t an nít ido que habrían podido descifrarse las firm as por el garrapat eo de
la plum a en el papel, el prim er lugar est aba t odavía en blanco. El coronel Aureliano Buendía se
dispuso a ocuparlo.
- Coronel - dij o ent onces ot ro de sus oficiales- , t odavía t iene t iem po de quedar bien.
Sin inm ut arse, el coronel Aureliano Buendía firm ó la prim era copia. No había acabado de firm ar
la últ im a cuando apareció en la puert a de la carpa un coronel rebelde llevando del cabest ro una
m ula cargada con dos baúles. A pesar de su ext rem ada j uvent ud, t enía un aspect o árido y una
expresión pacient e. Era el t esorero de la revolución en la circunscripción de Macondo. Había
hecho un penoso viaj e de seis días, arrast rando la m ula m uert a de ham bre, para llegar a t iem po
al arm ist icio. Con una parsim onia exasperant e descargó los baúles, los abrió, y fue poniendo en la
m esa, uno por uno, set ent a y dos ladrillos de oro. Nadie recordaba la exist encia de aquella
fort una. En el desorden del últ im o año, cuando el m ando cent ral salt ó en pedazos y la revolución
degeneró en una sangrient a rivalidad de caudillos, era im posible det erm inar ninguna res-
ponsabilidad. El oro de la rebelión, fundido en bloques que luego fueron recubiert os de barro
cocido, quedó fuera de t odo cont rol. El coronel Aureliano Buendía hizo incluir los set ent a y dos
ladrillos de oro en el invent ario de la rendición, y clausuró el act o sin perm it ir discursos. El
escuálido adolescent e perm aneció frent e a él, m irándolo a los oj os con sus serenos oj os color de
alm íbar.
- ¿Algo m ás? - le pregunt ó el coronel Aureliano Buendía.
El j oven coronel apret ó los dient es.
- El recibo - dij o.
El coronel Aureliano Buendía se lo ext endió de su puño y let ra. Luego t om ó un vaso de
lim onada y un pedazo de bizcocho que repart ieron las novicias, y se ret iró a una t ienda de cam -
paña que le habían preparado por si quería descansar. Allí se quit ó la cam isa, se sent ó en el
borde del cat re, y a las t res y cuart o de la t arde se disparó un t iro de pist ola en el circulo de yodo
que su m édico personal le había pint ado en el pecho. A esa hora, en Macondo, Úrsula dest apó la
olla de la leche en el fogón, ext rañada de que se dem orara t ant o para hervir, y la encont ró llena
de gusanos
- ¡Han m at ado a Aureliano! - exclam ó.
Miró hacia el pat io, obedeciendo a una cost um bre de su soledad, y ent onces vio a José Arcadio
Buendía, em papado, t rist e de lluvia y m ucho m ás viej o que cuando m urió. «Lo han m at ado a

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Gabriel García Márquez

t raición - precisó Úrsula- y nadie le hizo la caridad de cerrarle los oj os.» Al anochecer vio a t ravés
de las lágrim as los raudos y lum inosos discos anaranj ados que cruzaron el cielo com o una
exhalación, y pensó que era una señal de la m uert e.
Est aba t odavía baj o el cast año, sollozando en las rodillas de su esposo, cuando llevaron al
coronel Aureliano Buendía envuelt o en la m ant a acart onada de sangre seca y con los oj os
abiert os de rabia.
Est aba fuera de peligro. El proyect il siguió una t rayect oria t an lim pia que el m édico le m et ió
por el pecho y le sacó por la espalda un cordón em papado de yodo. «Est a es m i obra m aest ra - le
dij o sat isfecho- . Era el único punt o por donde podía pasar una bala sin last im ar ningún cent ro
vit al.» El coronel Aureliano Buendía se vio rodeado de novicias m isericordiosas que ent onaban
salm os desesperados por el et erno descanso de su alm a, y ent onces se arrepint ió de no haberse
dado el t iro en el paladar com o lo t enía previst o, sólo por burlar el pronóst ico de Pilar Ternera.
- Si t odavía m e quedara aut oridad - le dij o al doct or- , lo haría fusilar sin fórm ula de j uicio. No
por salvarm e la vida, sino por hacerm e quedar en ridículo.
El fracaso de la m uert e le devolvió en pocas horas el prest igio perdido. Los m ism os que
invent aron la pat raña de que había vendido la guerra por un aposent o cuyas paredes est aban
const ruidas con ladrillos de oro, definieron la t ent at iva de suicidio com o un act o de honor, y lo
proclam aron m árt ir. Luego, cuando rechazó la Orden del Mérit o que le ot orgó el president e de la
república, hast a sus m ás encarnizados rivales desfilaron por su cuart o pidiéndole que
desconociera los t érm inos del arm ist icio y prom oviera una nueva guerra. La casa se llenó de
regalos de desagravio. Tardíam ent e im presionado por el respaldo m asivo de sus ant iguos
com pañeros de arm as, el coronel Aureliano Buendía no descart ó la posibilidad de com placerlos. Al
cont rario, en ciert o m om ent o pareció t an ent usiasm ado con la idea de una nueva guerra que el
coronel Gerineldo Márquez pensó que sólo esperaba un pret ext o para proclam arla. El pret ext o se
le ofreció, efect ivam ent e, cuando el president e de la república se negó a asignar las pensiones de
guerra a los ant iguos com bat ient es, liberales o conservadores, m ient ras cada expedient e no fuera
revisado por una com isión especial, y la ley de asignaciones aprobada por el congreso. «Est o es
un at ropello - t ronó el coronel Aureliano Buendía- . Se m orirán de viej os esperando el correo.»
Abandonó por prim era vez el m ecedor que Úrsula le com pró para la convalecencia, y dando
vuelt as en la alcoba dict ó un m ensaj e t erm inant e para el president e de la república. En ese
t elegram a, que nunca fue publicado, denunciaba la prim era violación del t rat ado de Neerlandia y
am enazaba con proclam ar la guerra a m uert e si la asignación de las pensiones no era resuelt a en
el t érm ino de quince días. Era t an j ust a su act it ud, que perm it ía esperar, inclusive, la adhesión de
los ant iguos com bat ient es conservadores. Pero la única respuest a del gobierno fue el refuerzo de
la guardia m ilit ar que se había puest o en la puert a de la casa, con el pret ext o de prot egerla, y la
prohibición de t oda clase de visit as. Medidas sim ilares se adopt aron en t odo el país con ot ros
caudillos de cuidado. Fue una operación t an oport una, drást ica y eficaz, que dos m eses después
del arm ist icio, cuando el coronel Aureliano Buendía fue dado de alt a, sus inst igadores m ás
decididos est aban m uert os o expat riados, o habían sido asim ilados para siem pre por la
adm inist ración pública.
El coronel Aureliano Buendía abandonó el cuart o en diciem bre, y le bast ó con echar una
m irada al corredor para no volver a pensar en la, guerra. Con una vit alidad que parecía im posible
a sus años, Úrsula había vuelt o a rej uvenecer la casa. «Ahora van a ver quién soy yo - dij o
cuando supo que su hij o viviría- . No habrá una casa m ej or, ni m ás abiert a a t odo el m undo, que
est a casa de locos.» La hizo lavar y pint ar, cam bió los m uebles, rest auró el j ardín y sem bró flores
nuevas, y abrió puert as y vent anas para que ent rara hast a los dorm it orios la deslum brant e
claridad del verano. Decret ó el t érm ino de los num erosos lut os superpuest os, y ella m ism a
cam bió los viej os t raj es rigurosos por ropas j uveniles. La m úsica de la pianola volvió a alegrar la
casa. Al oírla, Am arant a se acordó de Piet ro Crespi, de su gardenia crepuscular y su olor de
lavanda, y en el fondo de su m archit o corazón floreció un rencor lim pio, purificado por el t iem po.
Una t arde en que t rat aba de poner orden en la sala, Úrsula pidió ayuda a los soldados que cus-
t odiaban la casa. El j oven com andant e de la guardia les concedió el perm iso. Poco a poco, Úrsula
les fue asignando nuevas t areas. Los invit aba a com er, les regalaba ropas y zapat os y les
enseñaba a leer y escribir. Cuando el gobierno suspendió la vigilancia, uno de ellos se quedó
viviendo en la casa, y est uvo a su servicio por m uchos años. El día de Año Nuevo, enloquecido
por los desaires de Rem edios, la bella, el j oven com andant e de la guardia am aneció m uert o de
am or j unt o a su vent ana.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Años después, en su lecho de agonía, Aureliano Segundo había de recordar la lluviosa t arde de
j unio en que ent ró en el dorm it orio a conocer a su prim er hij o. Aunque era lánguido y llorón, sin
ningún rasgo de un Buendía, no t uvo que pensar dos veces para ponerle nom bre.
- Se llam ará José Arcadio - dij o.
Fernanda del Carpio, la herm osa m uj er con quien se había casado el año ant erior, est uvo de
acuerdo. En cam bio Úrsula no pudo ocult ar un vago sent im ient o de zozobra. En la larga hist oria
de la fam ilia, la t enaz repet ición de los nom bres le había perm it ido sacar conclusiones que le
parecían t erm inant es. Mient ras los Aurelianos eran ret raídos, pero de m ent alidad lúcida, los José
Arcadio eran im pulsivos y em prendedores, pero est aban m arcados por un signo t rágico. Los
únicos casos de clasificación im posible eran los de José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo.
Fueron t an parecidos y t raviesos durant e la infancia que ni la propia Sant a Sofía de la Piedad
podía dist inguirlos. El día del baut ism o, Am arant a les puso esclavas con sus respect ivos nom bres
y los vist ió con ropas de colores dist int os m arcadas con las iniciales de cada uno, pero cuando
em pezaron a asist ir a la escuela opt aron por cam biarse la ropa y las esclavas y por llam arse ellos
m ism os con los nom bres cruzados. El m aest ro Melchor Escalona, acost um brado a conocer a José
Arcadio Segundo por la cam isa verde, perdió los est ribos cuando descubrió que ést e t enía la
esclava de Aureliano Segundo, y que el ot ro decía llam arse, sin em bargo, Aureliano Segundo a
pesar de que t enía la cam isa blanca y la esclava m arcada con el nom bre de José Arcadio
Segundo. Desde ent onces no se sabía con cert eza quién era quién. Aun cuando crecieron y la
vida los hizo diferent es, Úrsula seguía pregunt ándose si ellos m ism os no habrían com et ido un
error en algún m om ent o de su int rincado j uego de confusiones, y habían quedado cam biados
para siem pre. Hast a el principio de la adolescencia fueron dos m ecanism os sincrónicos.
Despert aban al m ism o t iem po, sent ían deseos de ir al baño a la m ism a hora, sufrían los m ism os
t rast ornos de salud y hast a sonaban las m ism as cosas. En la casa, donde se creía que
coordinaban sus act os por el sim ple deseo de confundir, nadie se dio cuent a de la realidad hast a
un día en que Sant a Sofía de la Piedad le dio a uno un vaso de lim onada, y m ás t ardó en probarlo
que el ot ro en decir que le falt aba azúcar. Sant a Sofía de la Piedad, que en efect o había olvidado
ponerle azúcar a la lim onada, se lo cont ó a Úrsula. «Así son t odos - dij o ella, sin sorpresa- . Locos
de nacim ient o.» El t iem po acabó de desordenar las cosas. El que en los j uegos de confusión se
quedó con el nom bre de Aureliano Segundo se volvió m onum ent al com o el abuelo, y el que se
quedó con el nom bre de José Arcadio Segundo se volvió óseo com o el coronel, y lo único que
conservaron en com ún fue el aire solit ario de la fam ilia. Tal vez fue ese ent recruzam ient o de
est at uras, nom bres y caract eres lo que le hizo sospechar a Úrsula que est aban baraj ados desde la
infancia.
La diferencia decisiva se reveló en plena guerra cuando José Arcadio Segundo le pidió al
coronel Gerineldo Márquez que lo llevara a ver los fusilam ient os. Cont ra el parecer de Úrsula, sus
deseos fueron sat isfechos. Aureliano Segundo, en cam bio, se est rem eció ant e la sola idea de
presenciar una ej ecución. Prefería la casa. A los doce años le pregunt ó a Úrsula qué había en el
cuart o clausurado. «Papeles - le cont est ó ella- . Son los libros de Melquíades y las cosas raras que
escribía en sus últ im os años.» La respuest a, en vez de t ranquilizarlo, aum ent ó su curiosidad.
I nsist ió t ant o, prom et ió con t ant o ahínco no m alt rat ar las cosas, que Úrsula le dio las llaves.
Nadie había vuelt o a ent rar al cuart o desde que sacaron el cadáver de Melquíades y pusieron en
la puert a el candado cuyas piezas se soldaron con la herrum bre. Pero cuando Aureliano Segundo
abrió las vent anas ent ró una luz fam iliar que parecía acost um brada a ilum inar el cuart o t odos los
días, y no había el m enor rast ro de polvo o t elaraña, sino que t odo est aba barrido y lim pio, m ej or
barrido y m ás lim pio que el día del ent ierro, y la t int a no se había secado en el t int ero ni el óxido
había alt erado el brillo de los m et ales, ni se había ext inguido el rescoldo del at anor donde José
Arcadio Buendía vaporizó el m ercurio. En los anaqueles est aban los libros em past ados en una
m at eria acart onada y pálida com o la piel hum ana curt ida, y est aban los m anuscrit os int act os. A
pesar del encierro de m uchos años, el aire parecía m ás puro que en el rest o de la casa. Todo era
t an recient e, que varias sem anas después, cuando Úrsula ent ró al cuart o con un cubo de agua y

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una escoba para lavar los pisos, no t uvo nada que hacer. Aureliano Segundo est aba abst raído en
la lect ura de un libro. Aunque carecía de past as y el t ít ulo no aparecía por ninguna part e, el niño
gozaba con la hist oria de una m uj er que se sent aba a la m esa y sólo com ía granos de arroz que
prendía con alfileres, y con la hist oria del pescador que le pidió prest ado a su vecino un plom o
para su red y el pescado con que lo recom pensó m ás t arde t enía un diam ant e en el est óm ago, y
con la lám para que sat isfacía los deseos y las alfom bras que volaban. Asom brado, le pregunt ó a
Úrsula si t odo aquello era verdad, y ella le cont ent ó que sí, que m uchos años ant es los git anos
llevaban a Macondo las lám paras m aravillosas y las est eras voladoras.
- Lo que pasa - suspiró- es que el m undo se va acabando poco a poco y ya no vienen esas
cosas.
Cuando t erm inó el libro, m uchos de cuyos cuent os est aban inconclusos porque falt aban
páginas, Aureliano Segundo se dio a la t area de descifrar los m anuscrit os. Fue im posible. Las
let ras parecían ropa puest a a secar en un alam bre, y se asem ej aban m ás a la escrit ura m usical
que a la lit eraria. Un m ediodía ardient e, m ient ras escrut aba los m anuscrit os, sint ió que no est aba
solo en el cuart o. Cont ra la reverberación de la vent ana, sent ado con las m anos en las rodillas,
est aba Melquíades. No t enía m ás de cuarent a años. Llevaba el m ism o chaleco anacrónico y el
som brero de alas de cuervo, y por sus sienes pálidas chorreaba la grasa del cabello derret ida por
el calor, com o lo vieron Aureliano y José Arcadio cuando eran niños. Aureliano Segundo lo
reconoció de inm ediat o, porque aquel recuerdo heredit ario se había t ransm it ido de generación en
generación, y había llegado a él desde la m em oria de su abuelo.
- Salud - dij o Aureliano Segundo.
- Salud, j oven - dij o Melquíades.
Desde ent onces, durant e varios años, se vieron casi t odas las t ardes. Melquíades le hablaba
del m undo, t rat aba de infundirle su viej a sabiduría, pero se negó a t raducir los m anuscrit os.
«Nadie debe conocer su sent ido m ient ras no hayan cum plido cien años», explicó. Aureliano
Segundo guardó para siem pre el secret o de aquellas ent revist as. En una ocasión sint ió que su
m undo privado se derrum baba, porque Úrsula ent ró en el m om ent o en que Melquíades est aba en
el cuart o. Pero ella no lo vio.
- ¿Con quién hablas? - le pregunt ó.
- Con nadie - dij o Aureliano Segundo.
- Así era t u bisabuelo - dij o Úrsula- . Tam bién él hablaba solo.
José Arcadio Segundo, m ient ras t ant o, había sat isfecho la ilusión de ver un fusilam ient o. Por el
rest o de su vida recordaría el fogonazo lívido de los seis disparos sim ult áneos y el eco del
est am pido que se despedazó por los m ont es, y la sonrisa t rist e y los oj os perplej os del fusilado,
que perm aneció erguido m ient ras la cam isa se le em papaba de sangre, y que seguía sonriendo
aún cuando lo desat aron del post e y lo m et ieron en un caj ón lleno de cal. «Est á vivo - pensó él- .
Lo van a ent errar vivo.» Se im presionó t ant o, que desde ent onces det est ó las práct icas m ilit ares
y la guerra, no por las ej ecuciones sino por la espant osa cost um bre de ent errar vivos a los
fusilados. Nadie supo ent onces en qué m om ent o em pezó a t ocar las cam panas en la t orre, y a
ayudarle a m isa al padre Ant onio I sabel, sucesor de El Cachorro, y a cuidar gallos de pelea en el
pat io de la casa cural. Cuando el coronel Gerineldo Márquez se ent eró, lo reprendió duram ent e
por est ar aprendiendo oficios repudiados por los liberales. «La cuest ión - cont est ó él- es que a m í
m e parece que he salido conservador.» Lo creía com o si fuera una det erm inación de la fat alidad.
El coronel Gerineldo Márquez, escandalizado, se lo cont ó a Úrsula.
- Mej or - aprobó ella- . Oj alá se m et a de cura, para que Dios ent re por fin a est a casa.
Muy pront o se supo que el padre Ant onio I sabel lo est aba preparando para la prim era
com unión. Le enseñaba el cat ecism o m ient ras le afeit aba el pescuezo a los gallos. Le explicaba
con ej em plos sim ples, m ient ras ponían en sus nidos a las gallinas cluecas, cóm o se le ocurrió a
Dios en el segundo día de la creación que los pollos se form aran dent ro del huevo. Desde
ent onces m anifest aba el párroco los prim eros sínt om as del delirio senil que lo llevó a decir, años
m ás t arde, que probablem ent e el diablo había ganado la rebelión cont ra Dios, y que era aquél
quien est aba sent ado en el t rono celest e, sin revelar su verdadera ident idad para at rapar a los
incaut os. Fogueado por la int repidez de su precept or, José Arcadio Segundo llegó en pocos m eses
a ser t an ducho en m art ingalas t eológicas para confundir al dem onio, com o diest ro en las
t ram pas de la gallera. Am arant a le hizo un t raj e de lino con cuello y corbat a, le com pró un par de
zapat os blancos y grabó su nom bre con let ras doradas en el lazo del sirio. Dos noches ant es de la
prim era com unión, el padre Ant onio I sabel se encerró con él en la sacrist ía para confesarlo, con la

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ayuda de un diccionario de pecados. Fue una list a t an larga, que el anciano párroco, acos-
t um brado a acost arse a las seis, se quedó dorm ido en el sillón ant es de t erm inar. El
int errogat orio fue para José Arcadio Segundo una revelación. No le sorprendió que el padre le
pregunt ara si había hecho cosas m alas con m uj er, y cont est ó honradam ent e que no, pero se
desconcert ó con la pregunt a de si las había hecho con anim ales. El prim er viernes de m ayo co-
m ulgó t ort urado por la curiosidad. Más t arde le hizo la pregunt a a Pet ronio, el enferm o sacrist án
que vivía en la t orre y que según decían se alim ent aba de m urciélagos, y Pet ronio le const ó: «Es
que hay crist ianos corrom pidos que hacen sus cosas con las burras.» José Arcadio Segundo siguió
dem ost rando t ant a curiosidad, pidió t ant as explicaciones, que Pet ronio perdió la paciencia.
- Yo voy los m art es en la noche - confesó- . Si prom et es no decírselo a nadie, el ot ro m art es t e
llevo.
El m art es siguient e, en efect o, Pet ronio baj ó de la t orre con un banquit o de m adera que nadie
supo hast a ent onces para qué servía, y llevó a José Arcadio Segundo a una huert a cercana. El
m uchacho se aficionó t ant o a aquellas incursiones noct urnas, que pasó m ucho t iem po ant es de
que se le viera en la t ienda de Cat arino. Se hizo hom bre de gallos. «Te llevas esos anim ales a
ot ra part e - le ordenó Úrsula la prim era vez que lo vio ent rar con sus finos anim ales de pelea- . Ya
los gallos han t raído dem asiadas am arguras a est a casa para que ahora vengas t ú a t raernos
ot ras.» José Arcadio Segundo se los llevó sin discusión, pero siguió criándolos donde Pilar
Ternera, su abuela, que puso a su disposición cuant o le hacía falt a, a cam bio de t enerlo en la
casa. Pront o dem ost ró en la gallera la sabiduría que le infundió el padre Ant onio I sabel, y dispuso
de suficient e dinero no sólo para enriquecer sus crías, sino para procurarse sat isfacciones de
hom bre. Úrsula lo com paraba en aquel t iem po con su herm ano y no podía ent ender cóm o los dos
gem elos que parecieron una sola persona en la infancia habían t erm inado por ser t an dist int os. La
perplej idad no le duró m ucho t iem po, porque m uy pront o em pezó Aureliano Segundo a dar
m uest ras de holgazanería y disipación. Mient ras est uvo encerrado en el cuart o de Melquíades fue
un hom bre ensim ism ado, com o lo fue el coronel Aureliano Buendía en su j uvent ud. Pero poco
ant es del t rat ado de Neerlandia una casualidad lo sacó de su ensim ism am ient o y lo enfrent ó a la
realidad del m undo. Una m uj er j oven, que andaba vendiendo núm eros para la rifa de un
acordeón, lo saludó con m ucha fam iliaridad. Aureliano Segundo no se sorprendió porque ocurría
con frecuencia que lo confundieran con su herm ano. Pero no aclaró el equívoco, ni siquiera
cuando la m uchacha t rat ó de ablandarle el corazón con lloriqueos, y t erm inó por llevarlo a su
cuart o. Le t om ó t ant o cariño desde aquel prim er encuent ro, que hizo t ram pas en la rifa para que
él se ganara el acordeón. Al cabo de dos sem anas, Aureliano Segundo se dio cuent a de que la
m uj er se había est ado acost ando alt ernat ivam ent e con él y con su herm ano, creyendo que eran
el m ism o hom bre, y en vez de aclarar la sit uación se las arregló para prolongarla. No volvió al
cuart o de Melquiades. Pasaba las t ardes en el pat io, aprendiendo a t ocar de oídas el acordeón,
cont ra las prot est as de Úrsula que en aquel t iem po había prohibido la m úsica en la casa a causa
de los lut os, y que adem ás m enospreciaba el acordeón com o un inst rum ent o propio de los
vagabundos herederos de Francisco el Hom bre. Sin em bargo, Aureliano Segundo llegó a ser un
virt uoso del acordeón y siguió siéndolo después de que se casó y t uvo hij os y fue uno de los
hom bres m ás respet ados de Macondo.
Durant e casi dos m eses com part ió la m uj er con su herm ano. Lo vigilaba, le descom ponía los
planes, y cuando est aba seguro de que José Arcadio Segundo no visit aría esa noche la am ant e
com ún, se iba a dorm ir con ella. Una m añana descubrió que est aba enferm o. Dos días después
encont ró a su herm ano aferrado a una viga del baño em papado en sudor y llorando a lágrim a
viva, y ent onces com prendió. Su herm ano le confesó que la m uj er lo había repudiado por llevarle
lo que ella llam aba una enferm edad de la m ala vida. Le cont ó t am bién cóm o t rat aba de curarlo
Pilar Ternera. Aureliano Segundo se som et ió a escondidas a los ardient es lavados de
perm anganat o y las aguas diurét icas, y am bos se curaron por separado después de t res m eses de
sufrim ient os secret os. José Arcadio Segundo no volvió a ver a la m uj er. Aureliano Segundo
obt uvo su perdón y se quedó con ella hast a la m uert e.
Se llam aba Pet ra Cot es. Había llegado a Macondo en plena guerra, con un m arido ocasional
que vivía de las rifas, y cuando el hom bre m urió, ella siguió con el negocio. Era una m ulat a lim pia
y j oven, con unos oj os am arillos y alm endrados que le daban a su rost ro la ferocidad de una
pant era, pero t enía un corazón generoso y una m agnífica vocación para el am or. Cuando Úrsula
se dio cuent a de que José Arcadio Segundo era gallero y Aureliano Segundo t ocaba el acordeón
en las fiest as ruidosas de su concubina, creyó enloquecer de confusión. Era com o si en am bos se

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hubieran concent rado los defect os de la fam ilia y ninguna de sus virt udes. Ent onces decidió que
nadie volviera a llam arse Aureliano y José Arcadio. Sin em bargo, cuando Aureliano Segundo t uvo
su prim er hij o, no se at revió a cont rariarlo.
- De acuerdo - dij o Úrsula- , pero con una condición: yo m e encargo de criarlo.
Aunque ya era cent enaria y est aba a punt o de quedarse ciega por las cat arat as, conservaba
int act os el dinam ism o físico, la int egridad del caráct er y el equilibrio m ent al. Nadie m ej or que ella
para form ar al hom bre virt uoso que había de rest aurar el prest igio de la fam ilia, un hom bre que
nunca hubiera oído hablar de la guerra, los gallos de pelea, las m uj eres de m ala vida y las
em presas delirant es, cuat ro calam idades que, según pensaba Úrsula, habían det erm inado la
decadencia de su est irpe.
«Ést e será cura - prom et ió solem nem ent e- . Y si Dios m e da vida, ha de llegar a ser Papa.»
Todos rieron al oírla, no sólo en el dorm it orio, sino en t oda la casa, donde est aban reunidos los
bulliciosos am igot es de Aureliano Segundo. La guerra, relegada al desván de los m alos recuerdos,
fue m om ent áneam ent e evocada con los t aponazos del cham paña.
- A la salud del Papa - brindó Aureliano Segundo.
Los invit ados brindaron a coro. Luego el dueño de casa t ocó el acordeón, se revent aron
cohet es y se ordenaron t am bores de j úbilo para el pueblo. En la m adrugada, los invit ados
ensopados en cham paña sacrificaron seis vacas y las pusieron en la calle a disposición de la
m uchedum bre. Nadie se escandalizó. Desde que Aureliano Segundo se hizo cargo de la casa,
aquellas fest ividades eran cosa corrient e, aunque no exist iera un m ot ivo t an j ust o com o el
nacim ient o de un Papa. En pocos años, sin esfuerzos, a puros golpes de suert e, había acum ulado
una de las m ás grandes fort unas de la ciénaga, gracias a la proliferación sobrenat ural de sus
anim ales. Sus yeguas parían t rillizos, las gallinas ponían dos veces al día, y los cerdos
engordaban con t al desenfreno, que nadie podía explicarse t an desordenada fecundidad, com o no
fuera por art es de m agia. «Econom iza ahora - le decía Úrsula a su at olondrado bisniet o- . Est a
suert e no t e va a durar t oda la vida. » Pero Aureliano Segundo no le ponía at ención. Mient ras
m ás dest apaba cham paña para ensopar a sus am igos, m ás alocadam ent e parían sus anim ales, y
m ás se convencía él de que su buena est rella no era cosa de su conduct a sino influencia de Pet ra
Cot es, su concubina, cuyo am or t enía la virt ud de exasperar a la nat uraleza. Tan persuadido
est aba de que era ese el origen de su fort una, que nunca t uvo a Pet ra Cot es lej os de sus crías, y
aun cuando se casó y t uvo hij os, siguió viviendo con ella con el consent im ient o de Fernanda.
Sólido, m onum ent al com o sus abuelos, pero con un gozo vit al y una sim pat ía irresist ible que ellos
no t uvieron, Aureliano Segundo apenas si t enía t iem po de vigilar sus ganados. Le bast aba con
llevar a Pet ra Cot es a sus criaderos, y pasearla a caballo por sus t ierras, para que t odo anim al
m arcado con su hierro sucum biera a la pest e irrem ediable de la proliferación.
Com o t odas las cosas buenas que les ocurrieron en su larga vida, aquella fort una desm andada
t uvo origen en la casualidad. Hast a el final de las guerras, Pet ra Cot es seguía sost eniéndose con
el product o de sus rifas, y Aureliano Segundo se las arreglaba para saquear de vez en cuando las
alcancías de Úrsula. Form aban una parej a frívola, sin m ás preocupaciones que la de acost arse
t odas las noches, aun en las fechas prohibidas, y ret ozar en la cam a hast a el am anecer. «Esa
m uj er ha sido t u perdición - le grit aba Úrsula al bisniet o cuando lo veía ent rar a la casa com o un
sonám bulo- . Te t iene t an em bobado, que un día de est os t e veré ret orciéndot e de cólicos, con un
sapo m et ido en la barriga.» José Arcadio Segundo, que dem oró m ucho t iem po para descubrir la
suplant ación, no lograba ent ender la pasión de su herm ano. Recordaba a Pet ra Cot es com o una
m uj er convencional, m ás bien perezosa en la cam a, y com plet am ent e desprovist a de recursos
para el am or. Sordo al clam or de Úrsula y a las burlas de su herm ano, Aureliano Segundo sólo
pensaba ent onces en encont rar un oficio que le perm it iera sost ener una casa para Pet ra Cot es, y
m orirse con ella, sobre ella y debaj o de ella, en una noche de desafuero febril. Cuando el coronel
Aureliano Buendía volvió a abrir el t aller, seducido al fin por los encant os pacíficos de la vej ez,
Aureliano Segundo pensó que sería un buen negocio dedicarse a la fabricación de pescadit os de
oro. Pasó m uchas horas en el cuart it o caluroso viendo cóm o las duras lám inas de m et al,
t rabaj adas por el coronel con la paciencia inconcebible del desengaño, se iban convirt iendo poco a
poco en escam as doradas. El oficio le pareció t an laborioso, y era t an persist ent e y aprem iant e el
recuerdo de Pet ra Cot es, que al cabo de t res sem anas desapareció del t aller. Fue en esa época
que le dio a Pet ra Cot es por rifar conej os. Se reproducían y se volvían adult os con t ant a rapidez,
que apenas daban t iem po para vender los núm eros de la rifa. Al principio, Aureliano Segundo no
advirt ió las alarm ant es proporciones de la proliferación. Pero una noche, cuando ya nadie en el

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pueblo quería oír hablar de las rifas de conej os, sint ió un est ruendo en la pared del pat io. «No t e
asust es - dij o Pet ra Cot es- . Son los conej os.» No pudieron dorm ir m ás, at orm ent ados por el
t ráfago de los anim ales. Al am anecer, Aureliano Segundo abrió la puert a y vio el pat io em pedrado
de conej os, azules en el resplandor del alba. Pet ra Cot es, m uert a de risa, no resist ió la t ent ación
de hacerle una brom a.
- Est os son los que nacieron anoche - dij o.
- ¡Qué horror! - dij o él- . ¿Por qué no pruebas con vacas? Pocos días después, t rat ando de
desahogar su pat io, Pet ra Cot es cam bió los conej os por una vaca, que dos m eses m ás t arde parió
t rillizos. Así em pezaron las cosas. De la noche a la m añana, Aureliano Segundo se hizo dueño de
t ierras y ganados, y apenas si t enía t iem po de ensanchar las caballerizas y pocilgas desbordadas.
Era una prosperidad de delirio que a él m ism o le causaba risa, y no podía m enos que asum ir ac-
t it udes ext ravagant es para descargar su buen hum or. «Apárt ense, vacas, que la vida es cort a»,
grit aba. Úrsula se pregunt aba en qué enredos se había m et ido, si no est aría robando, si no había
t erm inado por volverse cuat rero, y cada vez que lo veía dest apando cham paña por el puro placer
de echarse la espum a en la cabeza, le reprochaba a grit os el desperdicio. Lo m olest ó t ant o, que
un día en que Aureliano Segundo am aneció con el hum or rebosado, apareció con un caj ón de
dinero, una lat a de engrudo y una brocha, y cant ando a voz en cuello las viej as canciones de
Francisco el Hom bre, em papeló la casa por dent ro y por fuera, y de arriba abaj o, con billet es de a
peso. La ant igua m ansión, pint ada de blanco desde los t iem pos en que llevaron la pianola,
adquirió el aspect o equivoco de una m ezquit a. En m edio del alborot o de la fam ilia, del escándalo
de Úrsula, del j úbilo del pueblo que abarrot ó la calle para presenciar la glorificación del
despilfarro, Aureliano Segundo t erm inó por em papelar desde la fachada hast a la cocina, inclusive
los baños y dorm it orios y arroj ó los billet es sobrant es en el pat io.
- Ahora - dij o finalm ent e- espero que nadie en est a casa m e vuelva a hablar de plat a.
Así fue. Úrsula hizo quit ar los billet es adheridos a las grandes t ort as de cal, y volvió a pint ar la
casa de blanco. «Dios m ío - suplicaba- . Haznos t an pobres com o éram os cuando fundam os est e
pueblo, no sea que en la ot ra vida nos vayas a cobrar est a dilapidación.» Sus súplicas fueron
escuchadas en sent ido cont rario. En efect o, uno de los t rabaj adores que desprendía los billet es
t ropezó por descuido con un enorm e San José de yeso que alguien había dej ado en la casa en los
últ im os años de la guerra, y la im agen hueca se despedazó cont ra el suelo. Est aba at iborrada de
m onedas de oro. Nadie recordaba quién había llevado aquel sant o de t am año nat ural. «Lo
t raj eron t res hom bres - explicó Am arant a- . Me pidieron que lo guardáram os m ient ras pasaba la
lluvia, y yo les dij e que lo pusieran ahí, en el rincón, donde nadie fuera a t ropezar con él, y ahí lo
pusieron con m ucho cuidado, y ahí ha est ado desde ent onces, porque nunca volvieron a
buscarlo.» En los últ im os t iem pos, Ursula le había puest o velas y se había post rado ant e él, sin
sospechar que en lugar de un sant o est aba adorando casi doscient os kilogram os de oro. La t ardía
com probación de su involunt ario paganism o agravó su desconsuelo. Escupió el espect acular
m ont ón de m onedas, lo m et ió en t res sacos de lona, y lo ent erró en un lugar secret o, en espera
de que t arde o t em prano los t res desconocidos fueran a reclam aría. Mucho después, en los años
difíciles de su decrepit ud, Úrsula solía int ervenir en las conversaciones de los num erosos viaj eros
que ent onces pasaban por la casa, y les pregunt aba si durant e la guerra no habían dej ado allí un
San José de yeso para que lo guardaran m ient ras pasaba la lluvia.
Est as cosas, que t ant o const ernaban a Úrsula, eran corrient es en aquel t iem po. Macondo
naufragaba en una prosperidad de m ilagro. Las casas de barro y cañabrava de los fundadores
habían sido reem plazadas por const rucciones de ladrillo, con persianas de m adera y pisos de
cem ent o, que hacían m ás llevadero el calor sofocant e de las dos de la t arde. De la ant igua aldea
de José Arcadio Buendía sólo quedaban ent onces los alm endros polvorient os dest inados a resist ir
a las circunst ancias m ás arduas y el río de aguas diáfanas cuyas piedras prehist óricas fueron
pulverizadas por las enloquecidas alm ádenas de José Arcadio Segundo, cuando se em peñó en
despej ar el cauce para est ablecer un servicio de navegación. Fue un sueño delirant e, com parable
apenas a los de su bisabuelo, porque el lecho pedregoso y los num erosos t ropiezos de la corrient e
im pedían el t ránsit o desde Macondo hast a el m ar. Pero José Arcadio Segundo, en un im previst o
arranque de t em eridad, se em pecinó en el proyect o. Hast a ent onces no había dado ninguna
m uest ra de im aginación. Salvo su precaria avent ura con Pet ra Cot es, nunca se le había conocido
m uj er. Úrsula lo t enía com o el ej em plar m ás apagado que había dado la fam ilia en t oda su
hist oria, incapaz de dest acarse ni siquiera com o alborot ador de galleras, cuando el coronel
Aureliano Buendía le cont ó la hist oria del galeón español encallado a doce kilóm et ros del m ar,

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cuyo cost illar carbonizado vio él m ism o durant e la guerra. El relat o, que a t ant a gent e durant e
t ant o t iem po le pareció fant ást ico, fue una revelación para José Arcadio Segundo. Rem at ó sus
gallos al m ej or post or, reclut ó hom bres y com pró herram ient as, y se em peñó en la descom unal
em presa de rom per piedras, excavar canales, despej ar escollos y hast a em parej ar cat arat as. «Ya
est o m e lo sé de m em oria - grit aba Úrsula- . Es com o si el t iem po diera vuelt as en redondo y
hubiéram os vuelt o al principio.» Cuando est im ó que el río era navegable, José Arcadio Segundo
hizo a su herm ano una exposición porm enorizada de sus planes, y ést e le dio el dinero que le
hacía falt a para su em presa. Desapareció por m ucho t iem po. Se había dicho que su proyect o de
com prar un barco no era m ás que una t riquiñuela para alzarse con el dinero del herm ano, cuando
se divulgó la not icia de que una ext raña nave se aproxim aba al pueblo. Los habit ant es de
Macondo, que ya no recordaban las em presas colosales de José Arcadio Buendía, se precipit aron
a la ribera y vieron con oj os pasm ados de incredulidad la llegada del prim er y últ im o barco que
at racó j am ás en el pueblo. No era m ás que una balsa de t roncos, arrast rada m ediant e gruesos
cables por veint e hom bres que cam inaban por la ribera. En la proa, con un brillo de sat isfacción
en la m irada, José Arcadio Segundo dirigía la dispendiosa m aniobra. Junt o con él llegaba un
grupo de m at ronas espléndidas que se prot egían del sol abrasant e con vist osas som brillas y
t enían en los hom bros preciosos pañolones de seda, y ungüent os de colores en el rost ro, flores
nat urales en el cabello, y serpient es de oro en los brazos y diam ant es en los dient es. La balsa de
t roncos fue el único vehículo que José Arcadio Segundo pudo rem ont ar hast a Macondo, y sólo por
una vez, pero nunca reconoció el fracaso de su em presa sino que proclam ó su hazaña com o una
vict oria de la volunt ad. Rindió cuent as escrupulosas a su herm ano, y m uy pront o volvió a
hundirse en la rut ina de los gallos. Lo único que quedó de aquella desvent urada iniciat iva fue el
soplo de renovación que llevaron las m at ronas de Francia, cuyas art es m agníficas cam biaron los
m ét odos t radicionales del am or, y cuyo sent ido del bienest ar social arrasó con la ant icuada t ienda
de Cat arino y t ransform ó la calle en un bazar de farolit os j aponeses y organillos nost álgicos.
Fueron ellas las prom ot oras del carnaval sangrient o que durant e t res días hundió a Macondo en el
delirio, y cuya única consecuencia perdurable fue haberle dado a Aureliano Segundo la
oport unidad de conocer a Fernanda del Carpio.
Rem edios, la bella, fue proclam ada reina. Úrsula, que se est rem ecía ant e la belleza inquiet ant e
de la bisniet a, no pudo im pedir la elección. Hast a ent onces había conseguido que no saliera a la
calle, com o no fuera para ir a m isa con Am arant a, pero la obligaba a cubrirse la cara con una
m ant illa negra. Los hom bres m enos piadosos, los que se disfrazaban de curas para decir m isas
sacrílegas en la t ienda de Cat arino, asist ían a la iglesia con el único propósit o de ver aunque fuera
un inst ant e el rost ro de Rem edios, la bella, de cuya herm osura legendaria se hablaba con un
fervor sobrecogido en t odo el ám bit o de la ciénaga. Pasó m ucho t iem po ant es de que lo
consiguieran, y m ás les hubiera valido que la ocasión no llegara nunca, porque la m ayoría de
ellos no pudo recuperar j am ás la placidez del sueño. El hom bre que lo hizo posible, un forast ero,
perdió para siem pre la serenidad, se enredó en los t rem edales de la abyección y la m iseria, y
años después fue despedazado por un t ren noct urno cuando se quedó dorm ido sobre los rieles.
Desde el m om ent o en que se le vio en la iglesia, con un vest ido de pana verde y un chaleco
bordado, nadie puso en duda que iba desde m uy lej os, t al vez de una rem ot a ciudad del ext erior,
at raído por la fascinación m ágica de Rem edios, la bella. Era t an herm oso, t an gallardo y
reposado, de una prest ancia t an bien llevada, que Piet ro Crespi j unt o a él habría parecido un
siet em esino, y m uchas m uj eres m urm uraron ent re sonrisas de despecho que era él quien
verdaderam ent e m erecía la m ant illa. No alt ernó con nadie en Macondo. Aparecía al am anecer del
dom ingo, com o un príncipe de cuent o, en un caballo con est ribos de plat a y gualdrapas de
t erciopelo, y abandonaba el pueblo después de la m isa.
Era t al el poder de su presencia, que desde la prim era vez que se le vio en la iglesia t odo el
m undo dio por sent ado que ent re él y Rem edios, la bella, se había est ablecido un duelo callado y
t enso, un pact o secret o, un desafío irrevocable cuya culm inación no podía ser solam ent e el am or
sino t am bién la m uert e. El sext o dom ingo, el caballero apareció con una rosa am arilla en la
m ano. Oyó la m isa de pie, com o lo hacía siem pre, y al final se int erpuso al paso de Rem edios, la
bella, y le ofreció la rosa solit aria. Ella la recibió con un gest o nat ural, com o si hubiera est ado
preparada para aquel hom enaj e, y ent onces se descubrió el rost ro por un inst ant e y dio las
gracias con una sonrisa. Fue t odo cuant o hizo. Pero no sólo para el caballero, sino para t odos los
hom bres que t uvieron el desdichado privilegio de vivirlo, aquel fue un inst ant e et erno.

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El caballero inst alaba desde ent onces la banda de m úsica j unt o a la vent ana de Rem edios, la
bella, y a veces hast a el am anecer. Aureliano Segundo fue el único que sint ió por él una
com pasión cordial, y t rat ó de quebrant ar su perseverancia. «No pierda m ás el t iem po - le dij o una
noche- . Las m uj eres de est a casa son peores que las m ulas.» Le ofreció su am ist ad, lo invit ó a
bañarse en cham paña, t rat ó de hacerle ent ender que las hem bras de su fam ilia t enían ent rañas
de pedernal, pero no consiguió vulnerar su obst inación. Exasperado por las int erm inables noches
de m úsica, el coronel Aureliano Buendía lo am enazó con curarle la aflicción a pist olet azos. Nada
lo hizo desist ir, salvo su propio y lam ent able est ado de desm oralización. De apuest o e im pecable
se hizo vil y harapient o. Se rum oraba que había abandonado poder y fort una en su lej ana nación,
aunque en verdad no se conoció nunca su origen. Se volvió hom bre de pleit os, pendenciero de
cant ina, y am aneció revolcado en sus propias excrecencias en la t ienda de Cat arino. Lo m ás t rist e
de su dram a era que Rem edios, la bella, no se fij ó en él ni siquiera cuando se present aba a la
iglesia vest ido de príncipe. Recibió la rosa am arilla sin la m enor m alicia, m ás bien divert ida por la
ext ravagancia del gest o, y se levant ó la m ant illa para verle m ej or la cara y no para m ost rarle la
suya.
En realidad, Rem edios, la bella, no era un ser de est e m undo. Hast a m uy avanzada la
pubert ad, Sant a Sofía de la Piedad t uvo que bañarla y ponerle la ropa, y aun cuando pudo valerse
por sí m ism a había que vigilarla para que no pint ara anim alit os en las paredes con una varit a
em badurnada de su propia caca. Llegó a los veint e años sin aprender a leer y escribir, sin servirse
de los cubiert os en la m esa, paseándose desnuda por la casa, porque su nat uraleza se resist ía a
cualquier clase de convencionalism os. Cuando el j oven com andant e de la guardia le declaró su
am or, lo rechazó sencillam ent e porque la asom bró frivolidad. «Fíj at e qué sim ple es - le dij o a
Am arant a- . Dice que se est á m uriendo por m i, com o si yo fuera un cólico m iserere.» Cuando en
efect o lo encont raron m uert o j unt o a su vent ana, Rem edios, la bella, confirm ó su im presión
inicial.
- Ya ven - com ent ó- . Era com plet am ent e sim ple. Parecía com o si una lucidez penet rant e le
perm it iera ver la realidad de las cosas m ás allá de cualquier form alism o. Ese era al m enos el
punt o de vist a del coronel Aureliano Buendía, para quien Rem edios, la bella, no era en m odo
alguno ret rasada m ent al, com o se creía, sino t odo lo cont rario. «Es com o si viniera de regreso de
veint e años de guerra», solía decir. Úrsula, por su part e, le agradecía a Dios que hubiera
prem iado a la fam ilia con una criat ura de una pureza excepcional, pero al m ism o t iem po la
cont urbaba su herm osura, porque le parecía una virt ud cont radict oria, una t ram pa diabólica en el
cent ro de la candidez. Fue por eso que decidió apart arla del m undo, preservarla de t oda t ent ación
t errenal, sin saber que Rem edios, la bella, ya desde el vient re de su m adre, est aba a salvo de
cualquier cont agio. Nunca le pasó por la cabeza la idea de que la eligieran reina de la belleza en
el pandem ónium de un carnaval. Pero Aureliano Segundo, em bullado con la vent olera de
disfrazarse de t igre, llevó al padre Ant onio I sabel a la casa para que convenciera a Úrsula de que
el carnaval no era una fiest a pagana, com o ella decía, sino una t radición cat ólica. Finalm ent e con-
vencida, aunque a regañadient es, dio el consent im ient o para la coronación.
La not icia de que Rem edios Buendía iba a ser la soberana del fest ival, rebasó en pocas horas
los lím it es de la ciénaga, llegó hast a lej anos t errit orios donde se ignoraba el inm enso prest igio de
su belleza, y suscit ó la inquiet ud de quienes t odavía consideraban su apellido com o un sím bolo de
la subversión. Era una inquiet ud infundada. Si alguien result aba inofensivo en aquel t iem po, era
el envej ecido y desencant ado coronel Aureliano Buendía, que poco a poco había ido perdiendo
t odo cont act o con la realidad de la nación. Encerrado en su t aller, su única relación con el rest o
del m undo era el com ercio de pescadit os de oro. Uno de los ant iguos soldados que vigilaron su
casa en los prim eros días de la paz, iba a venderlos a las poblaciones de la ciénaga, y regresaba
cargado de m onedas y de not icias. Que el gobierno conservador, decía, con el apoyo de los
liberales, est aba reform ando el calendario para que cada president e est uviera cien años en el
poder. Que por fin se había firm ado el concordat o con la Sant a Sede, y que había venido desde
Rom a un cardenal con una corona de diam ant es y en un t rono de oro m acizo, y que los m inist ros
liberales se habían hecho ret rat ar de rodillas en el act o de besarle el anillo. Que la corist a
principal de una com pañía española, de paso por la capit al, había sido secuest rada en su
cam erino por un grupo de enm ascarados, y el dom ingo siguient e había bailado desnuda en la
casa de verano del president e de la república. «No m e hables de polít ica - le decía el coronel- .
Nuest ro asunt o es vender pescadit os.» El rum or público de que no quería saber nada de la
sit uación del país porque se est aba enriqueciendo con su t aller, provocó las risas de Úrsula

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cuando llegó a sus oídos. Con su t errible sent ido práct ico, ella no podía ent ender el negocio del
coronel, que cam biaba los pescadit os por m onedas de oro, y luego convert ía las m onedas de oro
en pescadit os, y así sucesivam ent e, de m odo que t enía que t rabaj ar cada vez m ás a m edida que
m ás vendía, para sat isfacer un círculo vicioso exasperant e. En verdad, lo que le int eresaba a él no
era el negocio sino el t rabaj o. Le hacía falt a t ant a concent ración para engarzar escam as, incrust ar
m inúsculos rubíes en los oj os, lam inar agallas y m ont ar t im ones, que no le quedaba un solo vacío
para llenarlo con la desilusión de la guerra. Tan absorbent e era la at ención que le exigía el
preciosism o de su art esanía, que en poco t iem po envej eció m ás que en t odos los años de guerra,
y la posición le t orció la espina dorsal y la m ilim et ría le desgast ó la vist a, pero la concent ración
im placable lo prem ió con la paz del espírit u. La últ im a vez que se le vio at ender algún asunt o
relacionado con la guerra, fue cuando un grupo de vet eranos de am bos part idos solicit ó su apoyo
para la aprobación de las pensiones vit alicias, siem pre prom et idas y siem pre en el punt o de
part ida. «Olvídense de eso - les dij o él- . Ya ven que yo rechacé m i pensión para quit arm e la
t ort ura de est aría esperando hast a la m uert e.» Al principio, el coronel Gerineldo Márquez lo
visit aba al at ardecer, y am bos se sent aban en la puert a de la calle a evocar el pasado. Pero
Am arant a no pudo soport ar los recuerdos que le suscit aba aquel hom bre cansado cuya calvicie lo
precipit aba al abism o de una ancianidad prem at ura, y lo at orm ent ó con desaires inj ust os, hast a
que no volvió sino en ocasiones especiales, y desapareció finalm ent e anulado por la parálisis.
Tacit urno, silencioso, insensible al nuevo soplo de vit alidad que est rem ecía la casa, el coronel
Aureliano Buendía apenas si com prendió que el secret o de una buena vej ez no es ot ra cosa que
un pact o honrado con la soledad. Se levant aba a las cinco después de un sueño superficial,
t om aba en la cocina su et erno t azón de café am argo, se encerraba t odo el día en el t aller, y a las
cuat ro de la t arde pasaba por el corredor arrast rando un t aburet e, sin fij arse siquiera en el
incendio de los rosales, ni en el brillo de la hora, ni en la im pavidez de Am arant a, cuya m elancolía
hacia un ruido de m arm it a perfect am ent e percept ible al at ardecer, y se sent aba en la puert a de la
calle hast a que se lo perm it ían los m osquit os. Alguien se at revió alguna vez a pert urbar su
soledad.
- ¿Cóm o est á, coronel? - le dij o al pasar.
- Aquí - cont est ó él- . Esperando que pase m i ent ierro. De m odo que la inquiet ud causada por la
reaparición pública de su apellido, a propósit o del reinado de Rem edios, la bella, carecía de
fundam ent o real. Muchos, sin em bargo, no lo creyeron así. I nocent e de la t ragedia que lo
am enazaba, el pueblo se desbordó en la plaza pública, en una bulliciosa explosión de alegría. El
carnaval había alcanzado su m ás alt o nivel de locura, Aureliano Segundo había sat isfecho por fin
su sueño de disfrazarse de t igre y andaba feliz ent re la m uchedum bre desaforada, ronco de t ant o
roncar, cuando apareció por el cam ino de la ciénaga una com parsa m ult it udinaria llevando en
andas doradas a la m uj er m ás fascinant e que hubiera podido concebir la im aginación. Por un
m om ent o, los pacíficos habit ant es de Macondo se quit aron las m áscaras para ver m ej or la
deslum brant e criat ura con corona de esm eraldas y capa de arm iño, que parecía invest ida de una
aut oridad legít im a, y no sim plem ent e de una soberanía de lent ej uelas y papel crespón. No falt ó
quien t uviera la suficient e clarividencia para sospechar que se t rat aba de una provocación. Pero
Aureliano Segundo se sobrepuso de inm ediat o a la perplej idad, declaró huéspedes de honor a los
recién llegados, y sent ó salom ónicam ent e a Rem edios, la bella, y a la reina int rusa en el m ism o
pedest al. Hast a la m edianoche, los forast eros disfrazados de beduinos part iciparon del delirio y
hast a lo enriquecieron con una pirot ecnia sunt uosa y unas virt udes acrobát icas que hicieron pen-
sar en las art es de los git anos. De pront o, en el paroxism o de la fiest a, alguien rom pió el delicado
equilibrio.
- ¡Viva el part ido liberal! - grit ó- . ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!
Las descargas de fusilería ahogaron el esplendor de los fuegos art ificiales, y los grit os de t error
anularon la m úsica, y el j úbilo fue aniquilado por el pánico. Muchos años después seguiría
afirm ándose que la guardia real de la soberana int rusa era un escuadrón del ej ércit o regular que
debaj o de sus ricas chilabas escondían fusiles de reglam ent o. El gobierno rechazó el cargo en un
bando ext raordinario y prom et ió una invest igación t erm inant e del episodio sangrient o. Pero la
verdad no se esclareció 1 nunca, y prevaleció para siem pre la versión de que la guardia real,
sin provocación de ninguna índole, t om ó posiciones de com bat e a una seña de su com andant e y
disparó sin piedad cont ra la m uchedum bre. Cuando se rest ableció la calm a, no quedaba en el
pueblo uno solo de los falsos beduinos, y quedaron t endidos en la plaza, ent re m uert os y heridos,
nueve payasos, cuat ro colom binas, diecisiet e reyes de baraj a, un diablo, t res m úsicos, dos Pares

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Gabriel García Márquez

de Francia y t res em perat rices j aponesas. En la confusión del pánico, José Arcadio Segundo logró
poner a salvo a Rem edios, la bella, y Aureliano Segundo llevó en brazos a la casa a la soberana
int rusa, con el t raj e desgarrado y la capa de arm iño em barrada de sangre. Se llam aba Fernanda
del Carpio. La habían seleccionado com o la m ás herm osa ent re las cinco m il m uj eres m ás
herm osas del país, y la habían llevado a Macondo con la prom esa de nom brarla reina de
Madagascar. Úrsula se ocupó de ella com o si fuera una hij a. El pueblo, en lugar de poner en duda
su inocencia, se com padeció de su candidez. Seis m eses después de la m asacre, cuando se
rest ablecieron los heridos y se m archit aron las últ im as flores en la fosa com ún, Aureliano
Segundo fue a buscarla a la dist ant e ciudad donde vivía con su padre, y se casó con ella en
Macondo, en una fragorosa parranda de veint e días.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

XI

El m at rim onio est uvo a punt o de acabarse a los dos m eses porque Aureliano Segundo,
t rat ando de desagraviar a Pet ra Cot es, le hizo t om ar un ret rat o vest ida de reina de Madagascar.
Cuando Fernanda lo supo volvió a hacer sus baúles de recién casada y se m archó de Macondo sin
despedirse. Aureliano Segundo la alcanzó en el cam ino de la ciénaga. Al cabo de m uchas súplicas
y propósit os de enm ienda logró llevarla de regreso a la casa, y abandonó a la concubina.
Pet ra Cot es, conscient e de su fuerza, no dio m uest ras de preocupación. Ella lo había hecho
hom bre. Siendo t odavía un niño lo sacó del cuart o de Melquíades, con la cabeza llena de ideas
fant ást icas y sin ningún cont act o con la realidad, y le dio un lugar en el m undo. La nat uraleza lo
había hecho reservado y esquivo, con t endencias a la m edit ación solit aria, y ella le había
m oldeado el caráct er opuest o, vit al, expansivo, desabrochado, y le había infundido el j úbilo de
vivir y el placer de la parranda y el despilfarro, hast a convert irlo, por dent ro y por fuera, en el
hom bre con que había soñado para ella desde la adolescencia. Se había casado, pues, com o t arde
o t em prano se casan los hij os. Él no se at revió a ant iciparle la not icia. Asum ió una act it ud t an
infant il frent e a la sit uación que fingía falsos rencores y resent im ient os im aginarios, buscando el
m odo de que fuera Pet ra Cot es quien provocara la rupt ura. Un día en que Aureliano Segundo le
hizo un reproche inj ust o, ella eludió la t ram pa y puso las cosas en su puest o.
- Lo que pasa - dij o- es que t e quieres casar con la reina.
Aureliano Segundo, avergonzado, fingió un colapso de cólera, se declaró incom prendido y
ult raj ado, y no volvió a visit arla. Pet ra Cot es, sin perder un solo inst ant e su m agnífico dom inio de
fiera en reposo, oyó la m úsica y los cohet es de la boda, el alocado bullicio de la parranda pública,
com o si t odo eso no fuera m ás que una nueva t ravesura de Aureliano Segundo. A quienes se
com padecieron de su suert e, los t ranquilizó con una sonrisa. «No se preocupen - les dij o- . A m í las
reinas m e hacen los m andados,» A una vecina que le llevó velas com puest as para que alum brara
con ellas el ret rat o del am ant e perdido, le dij o con una seguridad enigm át ica:
- La única vela que lo hará venir est á siem pre encendida.
Tal com o ella lo había previst o, Aureliano Segundo volvió a su casa t an pront o com o pasó la
luna de m iel. Llevó a sus am igot es de siem pre, un fot ógrafo am bulant e y el t raj e y la capa de
arm iño sucia de sangre que Fernanda había usado en el carnaval. Al calor de la parranda que se
prendió esa t arde, hizo vest ir de reina a Pet ra Cot es, la coronó soberana absolut a y vit alicia de
Madagascar, y repart ió copias del ret rat o ent re sus am igos. Ella no sólo se prest ó al j uego, sino
que se com padeció ínt im am ent e de él, pensando que debía est ar m uy asust ado cuando concibió
aquel ext ravagant e recurso de reconciliación. A las siet e de la noche, t odavía vest ida de reina, lo
recibió en la cam a. Tenía apenas dos m eses de casado, pero ella se dio cuent a enseguida de que
las cosas no andaban bien en el lecho nupcial, y experim ent ó el delicioso placer de la venganza
consum ada. Dos días después, sin em bargo, cuando él no se at revió a volver, sino que m andó un
int erm ediario para que arreglara los t érm inos de la separación, ella com prendió que iba a
necesit ar m ás paciencia de la previst a, porque él parecía dispuest o a sacrificarse por las
apariencias. Tam poco ent onces se alt eró. Volvió a facilit ar las cosas con una sum isión que
confirm ó la creencia generalizada de que era una pobre m uj er, y el único recuerdo que conservó
de Aureliano Segundo fue un par de bot ines de charol que, según él m ism o había dicho, eran los
que quería llevar puest os en el at aúd. Los guardó envuelt os en t rapos en el fondo de un baúl, y
se preparó para apacent ar una espera sin desesperación.
- Tarde o t em prano t iene que venir - se dij o- , aunque sólo sea a ponerse est os bot ines.
No t uvo que esperar t ant o com o suponía. En realidad Aureliano Segundo com prendió desde la
noche de bodas que volvería a casa de Pet ra Cot es m ucho ant es de que t uviera necesidad de
ponerse los bot ines de charol: Fernanda era una m uj er perdida para el m undo. Había nacido y
crecido a m il kilóm et ros del m ar, en una ciudad lúgubre por cuyas callej uelas de piedra
t raquet eaban t odavía, en noches de espant os, las carrozas de los virreyes. Treint a y dos
cam panarios t ocaban a m uert o a las seis de la t arde. En la casa señorial em baldosada de losas
sepulcrales j am ás se conoció el sol. El aire había m uert o en los cipreses del pat io, en las pálidas

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colgaduras de los dorm it orios, en las arcadas rezum ant es del j ardín de los nardos. Fernanda no
t uvo hast a la pubert ad ot ra not icia del que los m elancólicos ej ercicios de piano ej ecut ados en
alguna casa vecina por alguien que durant e años y años se perm it ió el albedrío de no hacer la
siest a. En el cuart o de su m adre enferm a, verde y am arilla baj o la polvorient a luz de los vit rales,
escuchaba las escalas m et ódicas, t enaces, descorazonadas, y pensaba que esa m úsica est aba en
el m undo m ient ras ella se consum ía t ej iendo coronas de palm as fúnebres. Su m adre, sudando la
calent ura de las cinco, le hablaba del esplendor del pasado. Siendo m uy niña, una noche de luna,
Fernanda vio una herm osa m uj er vest ida de blanco que at ravesó el j ardín hacia el orat orio. Lo
que m ás le inquiet ó de aquella visión fugaz fue que la sint ió exact am ent e igual a ella, com o si se
hubiera vist o a sí m ism a con veint e años de ant icipación. «Es t u bisabuela, la reina - le dij o su
m adre en las t reguas de la t os- . Se m urió de un m al aire que le dio al cort ar una vara de
nardos.» Muchos años después, cuando em pezó a sent irse igual a su bisabuela, Fernanda puso en
duda la visión de la infancia, pero la m adre la reprochó su incredulidad.
- Som os inm ensam ent e ricos y poderosos - le dij o- . Un día serás reina.
Ella lo creyó, aunque sólo ocupaban la larga m esa con m ant eles de lino y servicios de plat a,
para t om ar una t aza de chocolat e con agua y un pan de dulce. Hast a el día de la boda soñó con
un reinado de leyenda, a pesar de que su padre, don Fernando, t uvo que hipot ecar la casa para
com prarle el aj uar. No era ingenuidad ni delirio de grandeza. Así la educaron. Desde que t uvo uso
de razón recordaba haber hecho sus necesidades en una bacinilla de oro con el escudo de arm as
de la fam ilia. Salió de la casa por prim era vez a los doce años, en un coche de caballos que sólo
t uvo que recorrer dos cuadras 11 para llevarla al convent o. Sus com pañeras de clases se
sorprendieron de que la t uvieran apart ada, en una silla de espaldar m uy alt o, y de que ni siquiera
se m ezclara con ellas durant e el recreo. «Ella es dist int a - explicaban las m onj as- . Va a ser reina.»
Sus com pañeras lo creyeron, porque ya ent onces era la doncella m ás herm osa, dist inguida y
discret a que habían vist o j am ás. Al cabo de ocho años, habiendo aprendido a versificar en lat ín, a
t ocar el clavicordio, a conversar de cet rería con los caballeros y de apologét ica con los arzobispos,
a dilucidar asunt os de est ado con los gobernant es ext ranj eros y asunt os de Dios con el Papa,
volvió a casa de sus padres a t ej er palm as fúnebres. La encont ró saqueada. Quedaban apenas los
m uebles indispensables, los candelabros y el servicio de plat a, porque los út iles dom ést icos
habían sido vendidos, uno a uno, para sufragar los gast os de su educación. Su m adre había
sucum bido a la calent ura de las cinco. Su padre, don Fernando, vest ido de negro, con el cuello
lam inado y una leont ina de oro at ravesada en el pecho, le daba los lunes una m oneda de plat a
para los gast os dom ést icos, y se llevaba las coronas fúnebres t erm inadas la sem ana ant erior.
Pasaba la m ayor part e del día encerrado en el despacho, y en las pocas ocasiones en que salía a
la calle regresaba ant es de las seis, para acom pañarla a rezar el rosario. Nunca llevó am ist ad
ínt im a con nadie. Nunca oyó hablar de las guerras que desangraron el país. Nunca dej ó de oír los
ej ercicios de piano a las t res de la t arde. Em pezaba inclusive a perder la ilusión de ser reina,
cuando sonaron dos aldabonazos perent orios en el port ón, y le abrió a un m ilit ar apuest o, de
adem anes cerem oniosos, que t enía una cicat riz en la m ej illa y una m edalla de oro en el pecho. Se
encerró con su padre en el despacho. Dos horas después, su padre fue a buscarla al cost urero.
«Prepare sus cosas - le dij o- . Tiene que hacer un largo viaj e.» Fue así com o la llevaron a
Macondo. En un solo día, con un zarpazo brut al, la vida le echó encim a t odo el peso de una
realidad que durant e años le habían escam ot eado sus padres. De regreso a casa se encerró en el
cuart o a llorar, indiferent e a las súplicas y explicaciones de don Fernando, t rat ando de borrar la
quem adura de aquella burla inaudit a. Se había prom et ido no abandonar el dorm it orio hast a la
m uert e, cuando Aureliano Segundo llegó a buscarla. Fue un golpe de suert e inconcebible, porque
en el at urdim ient o de la indignación, en la furia de la vergüenza, ella le había m ent ido para que
nunca conociera su verdadera ident idad. Las únicas pist as reales de que disponía Aureliano
Segundo cuando salió a buscarla eran su inconfundible dicción del páram o y su oficio de t ej edora
de palm as fúnebres. La buscó sin piedad. Con la t em eridad at roz con que José Arcadio Buendía
at ravesó la sierra para fundar a Macondo, con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano
Buendía prom ovió sus guerras inút iles, con la t enacidad insensat a con que Úrsula aseguró la
supervivencia de la est irpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo inst ant e de
desalient o. Cuando pregunt ó dónde vendían palm as fúnebres, lo llevaron de casa en casa para
que escogiera las m ej ores. Cuando pregunt ó dónde est aba la m uj er m ás bella que se había dado
sobre la t ierra, t odas las m adres le llevaron a sus hij as. Se ext ravió por desfiladeros de niebla,
por t iem pos reservados al olvido, por laberint os de desilusión. At ravesó un páram o am arillo

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Gabriel García Márquez

donde el eco repet ía los pensam ient os y la ansiedad provocaba espej ism os prem onit orios. Al cabo
de sem anas est ériles, llegó a una ciudad desconocida donde t odas las cam panas t ocaban a
m uert o. Aunque nunca los había vist o, ni nadie se los había descrit o, reconoció de inm ediat o los
m uros carcom idos por la sal de los huesos, los decrépit os balcones de m aderas dest ripadas por
los hongos, y clavado en el port ón y casi borrado por la lluvia el cart oncit o m ás t rist e del m undo:
Se venden palm as fúnebres. Desde ent onces hast a la m añana helada en que Fernanda abandonó
la casa al cuidado de la Madre Superiora apenas si hubo t iem po para que las m onj as cosieran el
aj uar, y m et ieran en seis baúles los candelabros, el servicio de plat a y la bacinilla de oro, y los
incont ables e inservibles dest rozos de una cat ást rofe fam iliar que había t ardado dos siglos en
consum arse. Don Fernando declinó la invit ación de acom pañarlos. Prom et ió ir m ás t arde, cuando
acabara de liquidar sus com prom isos, y desde el m om ent o en que le echó la bendición a su hij a
volvió a encerrarse en el despacho, a escribirle las esquelas con viñet as luct uosas y el escudo de
arm as de la fam ilia que habían de ser el prim er cont act o hum ano que Fernanda y su padre
t uvieran en t oda la vida. Para ella, esa fue la fecha real de su nacim ient o. Para Aureliano
Segundo fue casi al m ism o t iem po el principio y el fin de la felicidad.
Fernanda llevaba un precioso calendario con llavecit as doradas en el que su direct or espirit ual
había m arcado con t int a m orada las fechas de abst inencia venérea. Descont ando la Sem ana
Sant a, los dom ingos, las fiest as de guardar, los prim eros viernes, los ret iros, los sacrificios y los
im pedim ent os cíclicos, su anuario út il quedaba reducido a 42 días desperdigados en una m araña
de cruces m oradas. Aureliano Segundo, convencido de que el t iem po echaría por t ierra aquella
alam brada host il, prolongó la fiest a de la boda m ás allá del t érm ino previst o. Agot ada de t ant o
m andar al basurero bot ellas vacías de brandy y cham paña para que no congest ionaran la casa, y
al m ism o t iem po int rigada de que los recién casados durm ieran a horas dist int as y en
habit aciones separadas m ient ras cont inuaban los cohet es y la m úsica y los sacrificios de reses,
Úrsula recordó su propia experiencia y se pregunt ó si Fernanda no t endría t am bién un cint urón de
cast idad que t arde o t em prano provocara las burlas del pueblo y diera origen a una t ragedia. Pero
Fernanda le confesó que sim plem ent e est aba dej ando pasar dos sem anas ant es de perm it ir el
prim er cont act o con su esposo. Transcurrido el t érm ino, en efect o, abrió la puert a de su dor-
m it orio con la resignación al sacrificio con que lo hubiera hecho una víct im a expiat oria, y
Aureliano Segundo vio a la m uj er m ás bella de la t ierra, con sus gloriosos oj os de anim al
asust ado y los largos cabellos color de cobre ext endidos en la alm ohada. Tan fascinado est aba
con la visión, que t ardó un inst ant e en darse cuent a de que Fernanda se había puest o un cam isón
blanco, largo hast a los t obillos y con m angas hast a los puños, y con un oj al grande y redondo
prim orosam ent e ribet eado a la alt ura del vient re. Aureliano Segundo no pudo reprim ir una
explosión de risa.
- Est o es lo m ás obsceno que he vist o en m i vida - grit ó, con una carcaj ada que resonó en t oda
la casa- . Me casé con una herm anit a de la caridad.
Un m es después, no habiendo conseguido que la esposa se quit ara el cam isón, se fue a hacer
el ret rat o de Pet ra Cot es vest ida de reina. Más t arde, cuando logró que Fernanda regresara a
casa, ella cedió a sus aprem ios en la fiebre de la reconciliación, pero no supo proporcionarle el
reposo con que él soñaba cuando fue a buscarla a la ciudad de los t reint a y dos cam panarios.
Aureliano Segundo sólo encont ró en ella un hondo sent im ient o de desolación. Una noche, poco
ant es de que naciera el prim er hij o, Fernanda se dio cuent a de que su m arido había vuelt o en
secret o al lecho de Pet ra Cot es.
- Así es - adm it ió él. Y explicó en un t ono de post rada resignación- : t uve que hacerlo, para que
siguieran pariendo los anim ales.
Le hizo falt a un poco de t iem po para convencerla de t an peregrino expedient e, pero cuando
por fin lo consiguió, m ediant e pruebas que parecieron irrefut ables, la única prom esa que le
im puso Fernanda fue que no se dej ara sorprender por la m uert e en la cam a de su concubina. Así
cont inuaron viviendo los t res, sin est orbarse, Aureliano Segundo punt ual y cariñoso con am bas,
Pet ra Cot es pavoneándose de la reconciliación, y Fernanda fingiendo que ignoraba la verdad.
El pact o no logró, sin em bargo, que Fernanda se incorporara a la fam ilia. En vano insist ió
Úrsula para que t irara la golilla de lana con que se levant aba cuando había hecho el am or, y que
provocaba los cuchicheos de los vecinos. No logró convencerla de que ut ilizara el baño, o el
beque noct urno, y de que le vendiera la bacinilla de oro al coronel Aureliano Buendía para que la
convirt iera en pescadit os. Am arant a se sint ió t an incóm oda con su dicción viciosa, y con su hábit o

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de usar un eufem ism o para designar cada cosa, que siem pre hablaba delant e de ella en
j erigonza.
- Esfet afa - decía- esfe defe lasfa quefe lesfe t ifiefenenfe asfacofo afa sufu profopifiafa
m ifierfedafa.
Un día, irrit ada con la burla, Fernanda quiso saber qué era lo que decía Am arant a, y ella no
usó eufem ism os para cont est arle.
- Digo - dij o- que t ú eres de las que confunden el culo con las t ém poras.
Desde aquel día no volvieron a dirigirse la palabra. Cuando las obligaban las circunst ancias, se
m andaban recados, o se decían las cosas indirect am ent e. A pesar de la visible host ilidad la
fam ilia, Fernanda no renunció a la volunt ad de im poner los hábit os de sus m ayores. Term inó con
la cost um bre de com er en la cocina, y cuando cada quien t enía ham bre, e im puso la obligación de
hacerlo a horas exact as en la m esa grande del com edor arreglada con m ant eles de lino, y con los
candelabros y el servicio de plat a. La solem nidad de un act o que Úrsula había considerado
siem pre com o el m ás sencillo de la vida cot idiana creó un am bient e de est iram ient o cont ra el cual
se reveló prim ero que nadie el callado José Arcadio Segundo. Pero la cost um bre se im puso, así
com o la de rezar el rosario ant es de la cena, y llam ó t ant o la at ención de los vecinos, que m uy
pront o circuló el rum or de que los Buendía no se sent aban a la m esa com o los ot ros m ort ales,
sino que habían convert ido el act o de com er en una m isa m ayor. Hast a las superst iciones de
Úrsula, surgidas m ás bien de la inspiración m om ent ánea que de la t radición, ent raron en conflict o
con las que Fernanda heredó de sus padres, y que est aban perfect am ent e definidas y cat alogadas
para cada ocasión. Mient ras Úrsula disfrut ó del dom inio pleno de sus facult ades, subsist ieron
algunos de los ant iguos hábit os y la vida de la fam ilia conservó una ciert a influencia de sus
corazonadas, pero cuando perdió la vist a y el peso de los años la relegó a un rincón, el círculo de
rigidez iniciado por Fernanda desde el m om ent o en que llegó t erm inó por cerrarse
com plet am ent e, y nadie m ás que ella det erm inó el dest ino de la fam ilia. El negocio de repost ería
y anim alit os de caram elo, que Sant a Sofía de la Piedad m ant enía por volunt ad de Úrsula, era
considerado por Fernanda com o una act ividad indigna, y no t ardó en liquidarlo. Las puert as de la
casa, abiert as de par en par desde el am anecer hast a la hora de acost arse, fueron cerradas
durant e la siest a, con el pret ext o de que el sol recalent aba los dorm it orios, y finalm ent e se ce-
rraron para siem pre. El ram o de sábila y el pan que est aban colgados en el dint el desde los
t iem pos de la fundación fueron reem plazados por un nicho del Corazón de Jesús. El coronel
Aureliano Buendía alcanzó a darse cuent a de aquellos cam bios y previó sus consecuencias. «Nos
est am os volviendo gent e fina - prot est aba- . A est e paso, t erm inarem os peleando ot ra vez cont ra
el régim en conservador, pero ahora para poner un rey en su lugar.» Fernanda, con m uy buen
t act o, se cuidó de no t ropezar con él. Le m olest aba ínt im am ent e su espírit u independient e, su
resist encia a t oda form a de rigidez social. La exasperaban sus t azones de café a las cinco, el
desorden de su t aller, su m ant a deshilachada y su cost um bre de sent arse en la puert a de la calle
al at ardecer. Pero t uvo que perm it ir esa pieza suelt a del m ecanism o fam iliar, porque t enía la
cert idum bre de que el viej o coronel era un anim al apaciguado por los años y la desilusión, que en
un arranque de rebeldía senil podría desarraigar los cim ient os de la casa. Cuando su esposo
decidió ponerle al prim er hij o el nom bre del bisabuelo, ella no se at revió a oponerse, porque sólo
t enía un año de haber llegado. Pero cuando nació la prim era hij a expresó sin reservas su det er-
m inación de que se llam ara Renat a, com o su m adre. Úrsula había resuelt o que se llam ara
Rem edios. Al cabo de una t ensa cont roversia, en la que Aureliano Segundo act uó com o m ediador
divert ido, la baut izaron con el nom bre de Renat a Rem edios, pero Fernanda la siguió llam ando
Renat a a secas, m ient ras la fam ilia de su m arido y t odo el pueblo siguieron llam ándola Mem e,
dim inut ivo de Rem edios.
Al principio, Fernanda no hablaba de su fam ilia, pero con el t iem po em pezó a idealizar a su
padre. Hablaba de él en la m esa com o un ser excepcional que había renunciado a t oda form a de
vanidad, y se est aba convirt iendo en sant o. Aureliano Segundo, asom brado de la int em pest iva
m agnificación del suegro, no resist ía a la t ent ación de hacer pequeñas burlas a espaldas de su
esposa. El rest o de la fam ilia siguió el ej em plo. La propia Úrsula, que era en ext rem o celosa de la
arm onía fam iliar y que sufría en secret o con las fricciones dom ést icas, se perm it ió decir alguna
vez que el pequeño t at araniet o t enía asegurado su porvenir pont ifical, porque era «niet o de sant o
e hij o de reina y de cuat rero». A pesar de aquella sonrient e conspiración, los niños se
acost um braron a pensar en el abuelo com o en un ser legendario, que les t ranscribía versos
piadosos en las cart as y les m andaba en cada Navidad un caj ón de regalos que apenas si cabía

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por la puert a de la calle. Eran, en realidad, los últ im os desperdicios del pat rim onio señorial. Con
ellos se const ruyó en el dorm it orio de los niños un alt ar con sant os de t am año nat ural, cuyos oj os
de vidrio les im prim ían una inquiet ant e apariencia de vida y cuyas ropas de paño art íst icam ent e
bordadas eran m ej ores que las usadas j am ás por ningún habit ant e de Macondo. Poco a poco, el
esplendor funerario de la ant igua y helada m ansión se fue t rasladando a la lum inosa casa de los
Buendía. «Ya nos han m andado t odo el cem ent erio fam iliar - com ent ó Aureliano Segundo en ciert a
ocasión- . Sólo falt an los sauces y las losas sepulcrales.» Aunque en los caj ones no llegó nunca
nada que sirviera a los niños para j ugar, ést os pasaban el año esperando a diciem bre, porque al
fin y al cabo los ant icuados y siem pre im previsibles regalos const it uían una novedad en la casa.
En la décim a Navidad, cuando ya el pequeño José Arcadio se preparaba para viaj ar al sem inario,
llegó con m ás ant icipación que en los años ant eriores el enorm e caj ón del abuelo, m uy bien
clavado e im perm eabilizado con brea, y dirigido con el habit ual let rero de caract eres gót icos a la
m uy dist inguida señora doña Fernanda del Carpio de Buendía. Mient ras ella leía la cart a en el
dorm it orio, los niños se apresuraron a abrir la caj a. Ayudados com o de cost um bre por Aureliano
Segundo, rasparon los sellos de brea, desclavaron la t apa, sacaron el aserrín prot ect or, y
encont raron dent ro un largo cofre de plom o cerrado con pernos de cobre. Aureliano Segundo
quit ó los ocho pernos, ant e la im paciencia de los niños, y apenas t uvo t iem po de lanzar un grit o y
hacerlos a un lado, cuando levant ó la plat aform a de plom o y vio a don Fernando vest ido de negro
y con un crucifij o en el pecho, con la piel revent ada en eruct os pest ilent es y cocinándose a fuego
lent o en un espum oso y borborit ant e caldo de perlas vivas.
Poco después del nacim ient o de la niña, se anunció el inesperado j ubileo del coronel Aureliano
Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo aniversario del t rat ado de Neerlandia.
Fue una det erm inación t an inconsecuent e con la polít ica oficial, que el coronel se pronunció
violent am ent e cont ra ella y rechazó el hom enaj e. «Es la prim era vez que oigo la palabra j ubileo -
decía- . Pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla.» El est recho t aller de
orfebrería se llenó de em isarios. Volvieron, m ucho m ás viej os y m ucho m ás solem nes, los
abogados de t raj es oscuros que en ot ro t iem po revolot earon com o cuervos en t orno al coronel.
Cuando ést e los vio aparecer, com o en ot ro t iem po llegaban a em pant anar la guerra, no pudo
soport ar el cinism o de sus panegíricos. Les ordenó que lo dej aran en paz, insist ió que él no era un
prócer de la nación com o ellos decían, sino un art esano sin recuerdos, cuyo único sueño era
m orirse de cansancio en el olvido y la m iseria de sus pescadit os de oro. Lo que m ás le indignó fue
la not icia de que el propio president e de la república pensaba asist ir a los act os de Macondo para
im ponerle la Orden del Mérit o. El coronel Aureliano Buendía le m andó a decir, palabra por
palabra, que esperaba con verdadera ansiedad aquella t ardía pero m erecida ocasión de darle un
t iro no para cobrarle las arbit rariedades y anacronism os de su régim en, sino por falt arle el
respet o a un viej o que no le hacía m al a nadie. Fue t al la vehem encia con que pronunció la
am enaza, que el president e de la república canceló el viaj e a últ im a hora y le m andó la
condecoración con un represent ant e personal. El coronel Gerineldo Márquez, asediado por pre-
siones de t oda índole, abandonó su lecho de paralít ico para persuadir a su ant iguo com pañero de
arm as. Cuando ést e vio aparecer el m ecedor cargado por cuat ro hom bres y vio sent ado en él,
ent re grandes alm ohadas, al am igo que com part ió sus Vict orias e infort unios desde la j uvent ud,
no dudó un solo inst ant e de que hacía aquel esfuerzo para expresarle su solidaridad. Pero cuando
conoció el verdadero propósit o de su visit a, lo hizo sacar del t aller.
- Dem asiado t arde m e convenzo - le dij o- que t e habría hecho un gran favor si t e hubiera
dej ado fusilar.
De m odo que el j ubileo se llevó a cabo sin asist encia de ninguno de los m iem bros de la fam ilia.
Fue una casualidad que coincidiera con la sem ana de carnaval, pero nadie logró quit arle al
coronel Aureliano Buendía la em pecinada idea de que t am bién aquella coincidencia había sido
previst a por el gobierno para recalcar la crueldad de la burla. Desde el t aller solit ario oyó las
m úsicas m arciales, la art illería de aparat o, las cam panas del Te Deum , y algunas frases de los
discursos pronunciados frent e a la casa cuando baut izaron la calle con su nom bre. Los oj os se le
hum edecieron de indignación, de rabiosa im pot encia, y por prim era vez desde la derrot a se dolió
de no t ener los arrest os de la j uvent ud para prom over una guerra sangrient a que borrara hast a el
últ im o vest igio del régim en conservador. No se habían ext inguido los ecos del hom enaj e, cuando
Úrsula llam ó a la puert a del t aller.
- No m e m olest en - dij o él- . Est oy ocupado.
- Abre - insist ió Úrsula con voz cot idiana- . Est o no t iene nada que ver con la fiest a.

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Ent onces el coronel Aureliano Buendía quit ó la t ranca, y vio en la puert a diecisiet e hom bres de
los m ás variados aspect os, de t odos los t ipos y colores, pero t odos con un aire solit ario que
habría bast ado para ident ificarlos en cualquier lugar de la t ierra. Eran sus hij os. Sin ponerse de
acuerdo, sin conocerse ent re sí, habían llegado desde los m ás apart ados rincones del lit oral
caut ivados por el ruido del j ubileo. Todos llevaban con orgullo el nom bre de Aureliano, y el
apellido de su m adre. Durant e los t res días que perm anecieron en la casa, para sat isfacción de
Úrsula y escándalo de Fernanda, ocasionaron t rast ornos de guerra. Am arant a buscó ent re
ant iguos papeles la libret a de cuent as donde Úrsula había apunt ado los nom bres y las fechas de
nacim ient o y baut ism o de t odos, y agregó frent e al espacio correspondient e a cada uno el
dom icilio act ual. Aquella list a habría perm it ido hacer una recapit ulación de veint e años de guerra.
Habrían podido reconst ruirse con ella los it inerarios noct urnos del coronel, desde la m adrugada
en que salió de Macondo al frent e de veint iún hom bres hacia una rebelión quim érica, hast a que
regresó por últ im a vez envuelt o en la m ant a acart onada de sangre. Aureliano Segundo no des-
perdició la ocasión de fest ej ar a los prim os con una est ruendosa parranda de cham paña y
acordeón, que se int erpret ó com o un at rasado aj ust e de cuent as con el carnaval m alogrado por el
j ubileo. Hicieron añicos m edia vaj illa, dest rozaron los rosales persiguiendo un t oro para
m ant earlo, m at aron las gallinas a t iros, obligaron a bailar a Am arant a los valses t rist es de Piet ro
Crespi, consiguieron que Rem edios, la bella, se pusiera unos pant alones de hom bre para subirse
a la cucaña, y solt aron en el com edor un cerdo em badurnado de sebo que revolcó a Fernanda,
pero nadie lam ent ó los percances, porque la casa se est rem eció con un t errem ot o de buena
salud. El coronel Aureliano Buendía, que al principio los recibió con desconfianza y hast a puso en
duda la filiación de algunos, se divirt ió con sus locuras, y ant es de que se fueran le regaló a cada
uno un pescadit o de oro. Hast a el esquivo José Arcadio Segundo les ofreció una t arde de gallos,
que est uvo a punt o de t erm inar en t ragedia, porque varios de los Aurelianos eran t an duchos en
com ponendas de galleras que descubrieron al prim er golpe de vist a las t riquiñuelas del padre
Ant onio I sabel Aureliano Segundo, que vio las ilim it adas perspect ivas de parranda que ofrecía
aquella desaforada parent ela, decidió que t odos se quedaran a t rabaj ar con él. El único que
acept o fue Aureliano Trist e, un m ulat o grande con los ím pet us y el espírit u explorador del abuelo,
que ya había probado fort una en m edio m undo, y le daba lo m ism o quedarse en cualquier part e
Los ot ros, aunque t odavía est aban solt eros, consideraban resuelt o su dest ino. Todos eran
art esanos hábiles, hom bres de su casa gent e de paz. El m iércoles de ceniza, ant es de que
volvieran a dispersarse en el lit oral, Am arant a consiguió que se pusieran ropas dom inicales y la
acom pañaran a la iglesia Mas divert idos que piadosos, se dej aron conducir hast a el com ulgat orio
donde el padre Ant onio I sabel les puso en la frent e la cruz de ceniza De regreso a casa, cuando el
m enor quiso lim piarse la frent e descubrió que la m ancha era indeleble, y que lo eran t am bién las
de sus herm anos. Probaron con agua y j abón con t ierra y est ropaj o, y por últ im o con piedra
póm ez y lej ía y no con siguieron borrarse la cruz. En cam bio, Am arant a y los dem ás que fueron a
m isa se la quit aron sin dificult ad. «Así van m ej or - los despidió Úrsula- . De ahora en adelant e
nadie podrá confundirlos.» Se fueron en t ropel, precedidos por la banda de m úsicos y revent ando
cohet es, y dej aron en el pueblo la im presión de que la est irpe de los Buendía t enía sem illas para
m uchos siglos. Aureliano Trist e, con su cruz de ceniza en la frent e, inst aló en las afueras del
pueblo la fábrica de hielo con que soñó José Arcadio Buendía en sus delirios de invent or.
Meses después de su llegada, cuando ya era conocido y apreciado, Aureliano Trist e andaba
buscando una casa para llevar a su m adre y a una herm ana solt era ( que no era hij a del coronel)
y se int eresó por el caserón decrépit o que parecía abandonado en una esquina de la plaza.
Pregunt ó quién era el dueño. Alguien le dij o que era una casa de nadie, donde en ot ro t iem po
vivió una viuda solit aria que se alim ent aba de t ierra y cal de las paredes, y que en sus últ im os
años sólo se le vio dos veces en la calle con un som brero de m inúsculas flores art ificiales y unos
zapat os color de plat a ant igua, cuando at ravesó la plaza hast a la oficina de correos para
m andarle cart as al obispo. Le dij eron que su única com pañera fue una sirvient a desalm ada que
m at aba perros y gat os y cuant o anim al penet raba a la casa, y echaba los cadáveres en m it ad de
la calle para fregar al pueblo con la hedent ina de la put refacción. Había pasado t ant o t iem po
desde que el sol m om ificó el pellej o vacío del últ im o anim al, que t odo el m undo daba por sent ado
que la dueña de casa y la sirvient a habían m uert o m ucho ant es de que t erm inaran las guerras, y
que si t odavía la casa est aba en pie era porque no habían t enido en años recient es un invierno
riguroso o un vient o dem oledor. Los goznes desm igaj ados por el óxido, las puert as apenas
sost enidas por cúm ulos de t elaraña, las vent anas soldadas por la hum edad y el piso rot o por la

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hierba y las flores silvest res, en cuyas griet as anidaban los lagart os y t oda clase de sabandij as,
parecían confirm ar la versión de que allí no había est ado un ser hum ano por lo m enos en m edio
siglo. Al im pulsivo Aureliano Trist e no le hacían falt a t ant as pruebas para proceder. Em puj ó con el
hom bro la puert a principal, y la carcom ida arm azón de m adera se derrum bó sin est répit o, en un
callado cat aclism o de polvo y t ierra de nidos de com ej én. Aureliano Trist e perm aneció en el
um bral, esperando que se desvaneciera la niebla, y ent onces vio en el cent ro de la sala a la
escuálida m uj er vest ida t odavía con ropas del siglo ant erior, con unas pocas hebras am arillas en
el cráneo pelado, y con unos oj os grandes, aún herm osos, en los cuales se habían apagado las
últ im as est rellas de la esperanza, y el pellej o del rost ro agriet ado por la aridez de la soledad.
Est rem ecido por la visión de ot ro m undo, Aureliano Trist e apenas se dio cuent a de que la m uj er lo
est aba apunt ando con una ant icuada pist ola de m ilit ar.
- Perdone - m urm uro.
Ella perm aneció inm óvil en el cent ro de la sala at iborrada de cachivaches, exam inando palm o a
palm o al gigant e de espaldas cuadradas con un t at uaj e de ceniza en la frent e, y a t ravés de la
neblina del polvo lo vio en la neblina de ot ro t iem po, con una escopet a de dos cañones t erciada a
la espalda y no sart al de conej os en la m ano.
- ¡Por el am or de Dios - exclam ó en voz baj a- , no es j ust o que ahora m e vengan con est e
recuerdo!
- Quiero alquilar la casa - dij o Aureliano Trist e.
La m uj er levant ó ent onces la pist ola, apunt ando con pulso firm e la cruz de ceniza, y m ont ó el
gat illo con una det erm inación inapelable.
- Váyase - ordenó.
Aquella noche, durant e la cena, Aureliano Trist e le cont ó el episodio a la fam ilia, y Úrsula lloró
de const ernación. «Dios sant o - exclam ó apret ándose la cabeza con las m anos- . ¡Todavía est á
viva! » El t iem po, las guerras, los incont ables desast res cot idianos la habían hecho olvidarse de
Rebeca. La única que no había perdido un solo inst ant e la conciencia de que est aba viva,
pudriéndose en su sopa de larvas, era la im placable y envej ecida Am arant a. Pensaba en ella al
am anecer, cuando el hielo del corazón la despert aba en la cam a solit aria, y pensaba en ella
cuando se j abonaba los senos m archit os y el vient re m acilent o, y cuando se ponía los blancos
pollerines y corpiños de olán de la vej ez, y cuando se cam biaba en la m ano la venda negra de la
t errible expiación. Siem pre, a t oda hora dorm ida y despiert a, en los inst ant es m ás sublim es y en
los m as abyect os, Am arant a pensaba en Rebeca, porque la soledad le había seleccionado los
recuerdos, y había incinerado los ent orpece dores m ont ones de basura nost álgica que la vida
había acum ulado en su corazón, y había purificado, m agnificado y et ernizado los ot ros, los m ás
am argos. Por ella sabia Rem edios la bella, de la exist encia de Rebeca. Cada vez que pasaban por
la casa decrépit a le cont aba un incident e ingrat o una fábula de oprobio, t rat ando en esa form a de
que su ext enuant e rencor fuera com part ido por la sobrina, y por consiguient e prolongado m ás
allá de la m uert e, pero no consiguió sus propósit os porque Rem edios era inm une a t oda clase de
sent im ient os apasionados, y m ucho m ás a los aj enos. Úrsula, en cam bio, que había sufrido un
proceso cont rario al de Am arant a, evocó a Rebeca con un recuerdo lim pio de im purezas, pues la
im agen de la criat ura de lást im a que llevaron a la casa con el t alego de huesos de sus padres
prevaleció sobre la ofensa que la hizo indigna de cont inuar vinculada al t ronco fam iliar. Aureliano
Segundo resolvió que había que llevarla a la casa y prot egerla pero su buen propósit o fue
frust rado por la inquebrant able int ransigencia de Rebeca, que había necesit ado m uchos anos de
sufrim ient o y m iseria para conquist ar los privilegios de la soledad y no est aba dispuest a a
renunciar a ellos a cam bio de una vej ez pert urbada por los falsos encant os de la m isericordia.
En febrero, cuando volvieron los dieciséis hij os del coronel Aureliano Buendía, t odavía
m arcados con la cruz de ceniza, Aureliano Trist e les habló de Rebeca en el fragor de la parranda,
y en m edio día rest auraron la apariencia de la casa, cam biaron puert as y vent anas, pint aron la
fachada de colores alegres, apunt alaron las paredes y vaciaron cem ent o nuevo en el piso, pero no
obt uvieron aut orización para cont inuar las reform as en el int erior. Rebeca ni siquiera se asom ó a
la puert a. Dej ó que t erm inaran la at olondrada rest auración, y luego hizo un cálculo de los cost os
y les m andó con Argénida, la viej a sirvient a que seguía acom pañándola, un puñado de m onedas
ret iradas de la circulación desde la últ im a guerra, y que Rebeca seguía creyendo út iles. Fue
ent onces cuando se supo hast a qué punt o inconcebible había llegado su desvinculación con el
m undo, y se com prendió que sería im posible rescat arla de su em pecinado encierro m ient ras le
quedara un alient o de vida.

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Gabriel García Márquez

En la segunda visit a que hicieron a Macondo los hij os del coronel Aureliano Buendía, ot ro de
ellos, Aureliano Cent eno, se quedó t rabaj ando con Aureliano Trist e. Era uno de los prim eros que
habían llegado a la casa para el baut ism o, y Úrsula y Am arant a lo recordaban m uy bien porque
había dest rozado en pocas horas cuant o obj et o quebradizo pasó por sus m anos. El t iem po había
m oderado su prim it ivo im pulso de crecim ient o, y era un hom bre de est at ura m ediana m arcado
con cicat rices de viruela, pero su asom broso poder de dest rucción m anual cont inuaba int act o.
Tant os plat os rom pió, inclusive sin t ocarlos, que Fernanda opt ó por com prarle un servicio de
pelt re ant es de que liquidara las últ im as piezas de su cost osa vaj illa, y aun los resist ent es plat os
m et álicos est aban al poco t iem po desconchados y t orcidos. Pero a cam bio de aquel poder irrem e-
diable, exasperant e inclusive para él m ism o, t enía una cordialidad que suscit aba la confianza
inm ediat a, y una est upenda capacidad de t rabaj o. En poco t iem po increm ent ó de t al m odo la
producción de hielo, que rebasó el m ercado local, y Aureliano Trist e t uvo que pensar en la
posibilidad de ext ender el negocio a ot ras poblaciones de la ciénaga. Fue ent onces cuando
concibió el paso decisivo no sólo para la m odernización de su indust ria, sino para vincular la
población con el rest o del m undo.
- Hay que t raer el ferrocarril - dij o.
Fue la prim era vez que se oyó esa palabra en Macondo. Ant e el dibuj o que t razó Aureliano
Trist e en la m esa, y que era un descendient e direct o de los esquem as con que José Arcadio
Buendía ilust ró el proyect o de la guerra solar, Úrsula confirm ó su im presión de que el t iem po
est aba dando vuelt as en redondo. Pero al cont rario de su abuelo, Aureliano Trist e no perdía el
sueño ni el apet it o, ni at orm ent aba a nadie con crisis de m al hum or, sino que concebía los
proyect os m ás desat inados com o posibilidades inm ediat as, elaboraba cálculos racionales sobre
cost os y plazos y los llevaba a t érm ino sin int erm edios de exasperación. Aureliano Segundo, que
si algo t enía del bisabuelo y algo le falt aba del coronel Aureliano Buendía era una absolut a
im perm eabilidad para el escarm ient o, solt ó el dinero para llevar el ferrocarril con la m ism a
frivolidad con que lo solt ó para la absurda com pañía de navegación del herm ano. Aureliano Trist e
consult ó el calendario y se fue el m iércoles siguient e para est ar de vuelt a cuando pasaran las
lluvias. No se t uvieron m ás not icias. Aureliano Cent eno, desbordado por las abundancias de la
fábrica, había em pezado ya a experim ent ar la elaboración de hielo con base de j ugos de frut as en
lugar de agua, y sin saberlo ni proponérselo concibió los fundam ent os esenciales de la invención
de los helados, pensando en esa form a diversificar la producción de una em presa que suponía
suya, porque el herm ano no daba señales de regreso después de que pasaron las lluvias y
t ranscurrió t odo un verano sin not icias. A principios del ot ro invierno, sin em bargo, una m uj er
que lavaba ropa en el río a la hora de m ás calor, at ravesó la calle cent ral lanzando alaridos en un
alarm ant e est ado de conm oción.
- Ahí viene - alcanzó a explicar- un asunt o espant oso com o una cocina arrast rando un pueblo.
En ese m om ent o la población fue est rem ecida por un silbat o de resonancias pavorosas y una
descom unal respiración acezant e. Las sem anas precedent es se había vist o a las cuadrillas que
t endieron durm ient es y rieles, y nadie les prest ó at ención porque pensaron que era un nuevo
art ificio de los git anos que volvían con su cent enario y desprest igiado dale que dale de pit os y
sonaj as pregonando las excelencias de quién iba a saber qué pendej o m enj unj e de j arapellinosos
genios j erosolim it anos. Pero cuando se rest ablecieron del desconciert o de los silbat azos y
resoplidos, t odos los habit ant es se echaron a la calle y vieron a Aureliano Trist e saludando con la
m ano desde la locom ot ora, y vieron hechizados el t ren adornado de flores que por prim era vez
llegaba con ocho m eses de ret raso. El inocent e t ren am arillo que t ant as incert idum bres y
evidencias, y t ant os halagos y desvent uras, y t ant os cam bios, calam idades y nost algias había de
llevar a Macondo.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

XII

Deslum brada por t ant as y t an m aravillosas invenciones, la gent e de Macondo no sabía por
dónde em pezar a asom brarse, Se t rasnochaban cont em plando las pálidas bom billas eléct ricas
alim ent adas por la plant a que llevó Aureliano Trist e en el segundo viaj e del t ren, y a cuyo
obsesionant e t um t um cost ó t iem po y t rabaj o acost um brarse. Se indignaron con las im ágenes
vivas que el próspero com erciant e don Bruno Crespi proyect aba en el t eat ro con t aquillas de
bocas de león, porque un personaj e m uert o y sepult ado en una película, y por cuya desgracia se
derram aron lágrim as de aflicción, reapareció vivo y convert ido en árabe en la película siguient e.
El público que pagaba dos cent avos para com part ir las vicisit udes de los personaj es, no piado
soport ar aquella burla inaudit a y rom pió la sillet ería. El alcalde, a inst ancias de don Bruno Crespi,
explicó m ediant e un bando que el cine era una m áquina de ilusión que no m erecía los
desbordam ient os pasionales del público. Ant e la desalent adora explicación, m uchos est im aron
que habían sido víct im as de un nuevo y aparat oso asunt o de git anos, de m odo que opt aron por
no volver al cine, considerando que ya t enían bast ant e con sus propias penas para llorar por
fingidas desvent uras de seres im aginarios. Algo sem ej ant e ocurrió con los gram ófonos de
cilindros que llevaron las alegres m at ronas de Francia en sust it ución de los ant icuados organillos,
y que t an hondam ent e afect aron por un t iem po los int ereses de la banda de m úsicos. Al principio,
la curiosidad m ult iplicó la client ela de la calle prohibida, y hast a se supo de señoras respet ables
que se disfrazaron de villanos para observar de cerca la novedad del gram ófono, pero t ant o y de
t an cerca lo observaron, que m uy pront o llegaron a la conclusión de que no era un m olino de
sort ilegio, com o t odos pensaban y com o las m at ronas decían, sino un t ruco m ecánico que no
podía com pararse con algo t an conm ovedor t an hum ano y t an lleno de verdad cot idiana com o
una banda de m úsicos. Fue una desilusión t an grave, que cuando los gram ófonos se
popularizaron hast a el punt o de que hubo uno en cada casa, t odavía no se les t uvo com o obj et os
para ent ret enim ient o de adult os sino com o una cosa buena para que la dest riparan los niños En
cam bio cuando alguien del pueblo t uvo oport unidad de com probar la cruda realidad del t eléfono
inst alado en la est ación del ferrocarril, que a causa de la m anivela se consideraba com o una
versión rudim ent aria del gram ófono, hast a los m as incrédulos se desconcert aron. Era com o si
Dios hubiera resuelt o poner a prueba t oda capacidad de asom bro, y m ant uviera a los habit ant es
de Macondo en un perm anent e vaivén ent re el alborozo y el desencant o, la duda y la revelación,
hast a el ext rem o de que ya nadie podía saber a ciencia ciert a dónde est aban los lím it es de la
realidad. Era un int rincado frangollo de verdades y espej ism os, que convulsionó de im paciencia al
espect ro de José Arcadio Buendía baj o el cast año y lo obligó a cam inar por t oda la casa aun a
pleno día. Desde que el ferrocarril fue inaugurado oficialm ent e y em pezó a llegar con regularidad
los m iércoles a las once, y se const ruyó la prim it iva est ación de m adera con un escrit orio, el
t eléfono y una vent anilla para vender los pasaj es, se vieron por las calles de Macondo hom bres y
m uj eres que fingían act it udes com unes y corrient es, pero que en realidad parecían gent e de
circo. En un pueblo escaldado por el escarm ient o de los git anos no había un buen porvenir para
aquellos equilibrist as del com ercio am bulant e que con igual desparpaj o ofrecían una olla pit adora
que un régim en de vida para la salvación del alm a al sépt im o día; pero ent re los que se dej aban
convencer por cansancio y los incaut os de siem pre, obt enían est upendos beneficios. Ent re esas
criat uras de farándula, con pant alones de m ont ar y polainas, som brero de corcho, espej uelos con
arm aduras de acero, oj os de t opacio y pellej o de gallo fino, uno de t ant os m iércoles llegó a
Macondo y alm orzó en la casa el rechoncho y sonrient e m íst er Herbert .
Nadie lo dist inguió en la m esa m ient ras no se com ió el prim er racim o de bananos. Aureliano
Segundo lo había encont rado por casualidad, prot est ando en español t rabaj oso porque no había
un cuart o libre en el Hot el de Jacob, y com o lo hacía con frecuencia con m uchos forast eros se lo
llevó a la casa. Tenía un negocio de globos caut ivos, que había llevado por m edio m undo con
excelent es ganancias, pero no había conseguido elevar a nadie en Macondo porque consideraban
ese invent o com o un ret roceso, después de haber vist o y probado las est eras voladoras de los
git anos. Se iba, pues, en el próxim o t ren. Cuando llevaron a la m esa el at igrado racim o de

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banano que solían colgar en el com edor durant e el alm uerzo, arrancó la prim era frut a sin m ucho
ent usiasm o. Pero siguió com iendo m ient ras hablaba, saboreando, m ast icando, m ás bien con dis-
t racción de sabio que con deleit e de buen com edor, y al t erm inar el prim er racim o suplicó que le
llevaran ot ro. Ent onces sacó de la caj a de herram ient as que siem pre llevaba consigo un pequeño
est uche de aparat os ópt icos. Con la incrédula at ención de un com prador de diam ant es exam inó
m et iculosam ent e un banano seccionando sus part es con un est ilet e especial, pesándolas en un
granat orio de farm acéut ico y calculando su envergadura con un calibrador de arm ero. Luego sacó
de la caj a una serie de inst rum ent os con los cuales m idió la t em perat ura, el grado de hum edad
de la at m ósfera y la int ensidad de la luz. Fue una cerem onia t an int rigant e, que nadie com ió
t ranquilo esperando que m íst er Herbert em it iera por fin un j uicio revelador, pero no dij o nada que
perm it iera vislum brar sus int enciones.
En los días siguient es se le vio con una m alt a y una canast illa cazando m ariposas en los
alrededores del pueblo. El m iércoles llegó un grupo de ingenieros, agrónom os, hidrólogos,
t opógrafos y agrim ensores que durant e varias sem anas exploraron los m ism os lugares donde
m íst er Herbert cazaba m ariposas. Más t arde llegó el señor Jack Brown en un vagón suplem ent ario
que engancharon en la cola del t ren am arillo, y que era t odo lam inado de plat a, con polt ronas de
t erciopelo episcopal y t echo de vidrios azules. En el vagón especial llegaron t am bién, revolo-
t eando en t orno al señor Brown, los solem nes abogados vest idos de negro que en ot ra época
siguieron por t odas part es al coronel Aureliano Buendía, y est o hizo pensar a la gent e que los
agrónom os, hidrólogos, t opógrafos y agrim ensores, así com o m íst er Herbert con sus globos
caut ivos y sus m ariposas de colores, y el señor Brown con su m ausoleo rodant e y sus feroces
perros alem anes, t enían algo que ver con la guerra. No hubo, sin em bargo, m ucho t iem po para
pensarlo, porque los suspicaces habit ant es de Macondo apenas em pezaban a pregunt arse qué
cuernos era lo que est aba pasando, cuando ya el pueblo se había t ransform ado en un
cam pam ent o de casas de m adera con t echos de cinc, poblado por forast eros que llegaban de
m edio m undo en el t ren, no sólo en los asient os y plat aform as, sino hast a en el t echo de los
vagones. Los gringos, que después llevaron m uj eres lánguidas con t raj es de m uselina y grandes
som breros de gasa, hicieron un pueblo apart e al ot ro lado de la línea del t ren, con calles
bordeadas de palm eras, casas con vent anas de redes m et álicas, m esit as blancas en las t errazas y
vent iladores de aspas colgados en el cielorraso, y ext ensos prados azules con pavorreales y
codornices. El sect or est aba cercado por una m alt a m et álica, com o un gigant esco gallinero
elect rificado que en los frescos m eses del verano am anecía negro de golondrinas achicharradas.
Nadie sabía aún qué era lo que buscaban, o si en verdad no eran m ás que filánt ropos, y ya
habían ocasionado un t rast orno colosal, m ucho m ás pert urbador que el de los ant iguos git anos,
pero m enos t ransit orio y com prensible. Dot ados de recursos que en ot ra época est uvieron
reservados a la Divina Providencia m odificaron el régim en de lluvias, apresuraron el ciclo de las
cosechas, y quit aron el río de donde est uvo siem pre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus
corrient es hela das en el ot ro ext rem o de la población, det rás del cem ent erio. Fue en esa ocasión
cuando const ruyeron una fort aleza de horm igón sobre la descolorida t um ba de José Arcadio, para
que el olor a pólvora del cadáver no cont am inara las aguas. Para los forast eros que llegaban sin
am or, convirt ieron la calle de las cariñosas m at ronas de Francia en un pueblo m ás ext enso que el
ot ro, y un m iércoles de gloria llevaron un t ren cargado de put as inverosím iles, hem bras
babilónicas adiest radas en recursos inm em oriales, y provist as de t oda clase de ungüent os y
disposit ivos para est im ular a los inerm es despabilar a los t ím idos, saciar a los voraces, exalt ar a
los m odest os escarm ent ar a los m últ iples y corregir a los solit arios La Calle de los Turcos,
enriquecida con lum inosos alm acenes de ult ra m arinos que desplazaron los viej os bazares de
colorines bordoneaba la noche del sábado con las m uchedum bres de avent ureros que se
at ropellaban ent re las m esas de suert e y azar los m ost radores de t iro al blanco, el callej ón donde
se adivinaba el porvenir y se int erpret aban los sueños, y las m esas de frit angas y bebidas, que
am anecían el dom ingo desparram adas por el suelo, ent re cuerpos que a veces eran de borrachos
felices y casi siem pre de curiosos abat idos por los disparos, t rom padas, navaj inas y bot ellazos de
la pelot era. Fue una invasión t an t um ult uosa e int em pest iva, que en los prim eros t iem pos fue im -
posible cam inar por la calle con el est orbo de los m uebles y los baúles, y el t raj ín de carpint ería
de quienes paraban sus casas en cualquier t erreno pelado sin perm iso de nadie, y el escándalo de
las parej as que colgaban sus ham acas ent re los alm endros y hacían el am or baj o los t oldos, a
pleno día y a la vist a de t odo el m undo. El único rincón de serenidad fue est ablecido por los
pacíficos negros ant illanos que const ruyeron una calle m arginal, con casas de m adera sobre

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Gabriel García Márquez

pilot es, en cuyos pórt icos se sent aban al at ardecer cant ando him nos m elancólicos en su farragoso
papiam ent o. Tant os cam bios ocurrieron en t an poco t iem po, que ocho m eses después de la visit a
de m íst er Herbert los ant iguos habit ant es de Macondo se levant aban t em prano a conocer su
propio pueblo.
- Miren la vaina que nos hem os buscado solía decir ent onces el coronel Aureliano Buendía- , no
m as por invit ar un gringo a com er guineo.
Aureliano Segundo, en cam bio, no cabía de cont ent o con la avalancha de forast eros. La casa
se llenó de pront o de huéspedes desconocidos, de invencibles parranderos m undiales, y fue
preciso agregar dorm it orios en el pat io, ensanchar el com edor y cam biar la ant igua m esa por una
de dieciséis puest os, con nuevas vaj illas y servicios, y aun así hubo que est ablecer t urnos para
alm orzar. Fernanda t uvo que at ragant arse sus escrúpulos y at ender com o a reyes a invit ados de
la m ás perversa condición, que em barraban con sus bot as el corredor, se orinaban en el j ardín,
ext endían sus pet at es en cualquier part e para hacer la siest a, y hablaban sin fij arse en
suscept ibilidades de dam as ni rem ilgos de caballeros. Am arant a se escandalizó de t al m odo con la
invasión de la plebe, que volvió a com er en la cocina com o en los viej os t iem pos. El coronel
Aureliano Buendía, persuadido de que la m ayoría de quienes ent raban a saludarlo en el t aller no
lo hacían por sim pat ía o est im ación, sino por la curiosidad de conocer una reliquia hist órica, un
fósil de m useo, opt ó por encerrarse con t ranca y no se le volvió a ver sino en m uy escasas
ocasiones sent ado en la puert a de la calle. Úrsula, en cam bio, aun en los t iem pos en que ya
arrast raba los pies y cam inaba t ant eando en las paredes, experim ent aba un alborozo pueril
cuando se aproxim aba la llegada del t ren. «Hay que hacer carne y pescado», ordenaba a las cua-
t ro cocineras, que se afanaban por est ar a t iem po baj o la im pert urbable dirección de Sant a Sofía
de la Piedad. «Hay que hacer de t odo - insist ía- porque nunca se sabe qué quieren com er los
forast eros.» El t ren llegaba a la hora de m ás calor. Al alm uerzo, la casa t repidaba con un alborot o
de m ercado, y los sudorosos com ensales, que ni siquiera sabían quiénes eran sus anfit riones,
irrum pían en t ropel para ocupar los m ej ores puest os en la m esa, m ient ras las cocineras
t ropezaban ent re sí con las enorm es ollas de sopa, los calderos de carnes, las bangañas de
legum bres, las bat eas de arroz, y repart ían con cucharones inagot ables los t oneles de lim onada.
Era t al el desorden, que Fernanda se exasperaba con la idea de que m uchos com ían dos veces, y
en m ás de una ocasión quiso desahogarse en im properios de verdulera porque algún com ensal
confundido le pedía la cuent a. Había pasado m ás de un año desde la visit a de m íst er Herbert , y lo
único que se sabía era que Tos gringos pensaban sem brar banano en la región encant ada que
José Arcadio Buendía y sus hom bres habían at ravesado buscando la rut a de los grandes invent os.
Ot ros dos hij os del coronel Aureliano Buendía, con su cruz de ceniza en la frent e, llegaron
arrast rados por aquel eruct o volcánico, y j ust ificaron su det erm inación con una frase que t al vez
explicaba las razones de t odos.
- Nosot ros venim os - dij eron- porque t odo el m undo viene. Rem edios, la bella, fue la única que
perm aneció inm une a la pest e del banano. Se est ancó en una adolescencia m agnífica, cada vez
m ás im perm eable a los form alism os, m ás indiferent e a la m alicia y la suspicacia, feliz en un
m undo propio de realidades sim ples. No ent endía por qué las m uj eres se com plicaban la vida con
corpiños y pollerines, de m odo que se cosió un balandrán de cañam azo que sencillam ent e se
m et ía por la cabeza y resolvía sin m ás t rám it es el problem a del vest ir, sin quit arle la im presión de
est ar desnuda, que según ella ent endía las cosas era la única form a decent e de est ar en casa. La
m olest aron t ant o para que se cort ara el cabello de lluvia que ya le daba a las pant orrillas, y para
que se hiciera m oños con peinet as y t renzas con lazos colorados, que sim plem ent e se rapó la
cabeza y les hizo pelucas a los sant os. Lo asom broso de su inst int o sim plificador era que m ient ras
m ás se desem barazaba de la m oda buscando la com odidad, y m ient ras m ás pasaba por encim a
de los convencionalism os en obediencia a la espont aneidad, m ás pert urbadora result aba su
belleza increíble y m ás provocador su com port am ient o con los hom bres. Cuando los hij os del
coronel Aureliano Buendía est uvieron por prim era vez en Macondo, Úrsula recordó que llevaban
en las venas la m ism a sangre de la bisniet a, y se est rem eció con un espant o olvidado. «Abre bien
los oj os - la previnió- . Con cualquiera de ellos, los hij os t e saldrán con cola de puerco.» Ella hizo
t an poco caso de la advert encia, que se vist ió de hom bre y se revolcó en arena para subirse en la
cucaña, y est uvo a punt o de ocasionar una t ragedia ent re los diecisiet e prim os t rast ornados por el
insoport able espect áculo. Era por eso que ninguno de ellos dorm ía en la casa cuando visit aban el
pueblo, y los cuat ro que se habían quedado vivían por disposición de Úrsula en cuart os de
alquiler. Sin em bargo, Rem edios, la bella, se habría m uert o de risa si hubiera conocido aquella

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precaución. Hast a el últ im o inst ant e en que est uvo en la t ierra ignoró que su irreparable dest ino
de hem bra pert urbadora era un desast re cot idiano. Cada vez que aparecía en el com edor,
cont rariando las órdenes de Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación ent re los forast eros.
Era dem asiado evident e que est aba desnuda por com plet o baj o el burdo cam isón, y nadie podía
ent ender que su cráneo pelado y perfect o no era un desafío, y que no era una crim inal
provocación el descaro con que se descubría 105 m uslos para quit arse el calor, y el gust o con que
se chupaba Tos dedos después de com er con las m anos. Lo que ningún m iem bro de la fam ilia
supo nunca, fue que los forast eros no t ardaron en darse cuent a de que Rem edios, la bella,
solt aba un hálit o de pert urbación, una ráfaga de t orm ent o, que seguía siendo percept ible varias
horas después de que ella había pasado. Hom bres expert os en t rast ornos de am or, probados en
el m undo ent ero, afirm aban no haber padecido j am ás una ansiedad sem ej ant e a la que producía
el olor nat ural de Rem edios, la bella. En el corredor de las begonias, en la sala de visit as, en
cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exact o en que est uvo y el t iem po t ranscurrido
desde que dej ó de est ar. Era un rast ro definido, inconfundible, que nadie de la casa podía
dist inguir porque est aba incorporado desde hacía m ucho t iem po a los olores cot idianos, pero que
los forast eros ident ificaban de inm ediat o. Por eso eran ellos los únicos que ent endían que el j oven
com andant e de la guardia se hubiera m uert o de am or, y que un caballero venido de ot ras t ierras
se hubiera echado a la desesperación. I nconscient e del ám bit o inquiet ant e en que se m ovía, del
insoport able est ado de ínt im a calam idad que provocaba a su paso, Rem edios, la bella, t rat aba a
los hom bres sin la m enor m alicia y acababa de t rast ornarlos con sus inocent es com placencias.
Cuando Úrsula logró im poner la orden de que com iera con Am arant a en la cocina para que no la
vieran los forast eros, ella se sint ió m ás cóm oda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de t oda
disciplina. En realidad, le daba lo m ism o com er en cualquier part e, y no a horas fij as sino de
acuerdo con las alt ernat ivas de su apet it o. A veces se levant aba a alm orzar a las t res de la
m adrugada, dorm ía t odo el día, y pasaba varios m eses con los horarios t rast rocados, hast a que
algún incident e casual volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas andaban m ej or, se levant aba
a las once de la m añana, y se encerraba hast a dos horas com plet am ent e desnuda en el baño,
m at ando alacranes m ient ras se despej aba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua
de la alberca con una t ot um a. Era un act o t an prolongado, t an m et iculoso, t an rico en sit uaciones
cerem oniales, que quien no la conociera bien habría podido pensar que est aba ent regada a una
m erecida adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin em bargo, aquel rit o solit ario carecía de
t oda sensualidad, y era sim plem ent e una m anera de perder el t iem po m ient ras le daba ham bre.
Un día, cuando em pezaba a bañarse, un forast ero levant ó una t ej a del t echo y se quedó sin
alient o ant e el t rem endo espect áculo de su desnudez. Ella vio los oj os desolados a t ravés de las
t ej as rot as y no t uvo una reacción de vergüenza, sino de alarm a.
- Cuidado - exclam ó- . Se va a caer.
- Nada m ás quiero verla - m urm uró el forast ero.
- Ah, bueno - dij o ella- . Pero t enga cuidado, que esas t ej as est án podridas.
El rost ro del forast ero t enía una dolorosa expresión de est upor, y parecía bat allar sordam ent e
cont ra sus im pulsos prim arios para no disipar el espej ism o. Rem edios, la bella, pensó que est aba
sufriendo con el t em or de que se rom pieran las t ej as, y se bañó m ás de prisa que de cost um bre
para que el hom bre no siguiera en peligro. Mient ras se echaba agua de la alberca, le dij o que era
un problem a que el t echo est uviera en ese est ado, pues ella creía que la cam a de hoj as podridas
por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forast ero confundió aquella cháchara con
una form a de disim ular la com placencia, de m odo que cuando ella em pezó a j abonarse cedió a la
t ent ación de dar un paso adelant e.
- Déj em e j abonarla - m urm uró.
- Le agradezco la buena int ención - dij o ella- , pero m e bast o con m is dos m anos.
- Aunque sea la espalda - suplicó el forast ero.
- Sería una ociosidad - dij o ella- . Nunca se ha vist o que la gent e se j abone la espalda.
Después, m ient ras se secaba, el forast ero le suplicó con los oj os llenos de lágrim as que se
casara con él. Ella le cont est ó sinceram ent e que nunca se casaría con un hom bre t an sim ple que
perdía casi una hora, y hast a se quedaba sin alm orzar, sólo por ver bañarse a una m uj er. Al final,
cuando se puso el balandrán, el hom bre no pudo soport ar la com probación de que en efect o no
se ponía nada debaj o, com o t odo el m undo sospechaba, y se sint ió m arcado para siem pre con el
hierro ardient e de aquel secret o. Ent onces quit ó dos t ej as m ás para descolgarse en el int erior del
baño.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

- Est á m uy alt o - lo previno ella, asust ada- . ¡Se va a m at ar! Las t ej as podridas se despedazaron
en un est répit o de desast re, y el hom bre apenas alcanzó a lanzar un grit o de t error, y se rom pió
el cráneo y m urió sin agonía en el piso de cem ent o. Los forast eros que oyeron el est ropicio en el
com edor, y se apresuraron a llevarse el cadáver, percibieron en su piel el sofocant e olor de
Rem edios, la bella. Est aba t an com penet rado con El cuerpo, que las griet as del cráneo no
m anaban sangre sino un aceit e am barino im pregnado de aquel perfum e secret o, y ent onces
com prendieron que el olor de Rem edios, la bella, seguía t ort urando a los hom bres m ás allá de la
m uert e, hast a el polvo de sus huesos. Sin em bargo, no relacionaron aquel accident e de horror
con los ot ros dos hom bres que habían m uert o por Rem edios, la bella. Falt aba t odavía una víct im a
para que los forast eros, y m uchos de los ant iguos habit ant es de Macondo, dieran crédit o a la
leyenda de que Rem edios Buendía no exhalaba un alient o de am or, sino un fluj o m ort al La
ocasión de com probarlo se present ó m eses después una t arde en que Rem edios, la bella, fue con
un grupo de am igas a conocer las nuevas plant aciones. Para la gent e de Macondo era una
dist racción recient e recorrer las húm edas e int erm inables avenidas bordeadas de bananos, donde
el silencio parecía llevado de ot ra part e, t odavía sin usar, y era por eso t an t orpe para t ransm it ir
la voz. A veces no se ent endía m uy bien lo dicho a m edio m et ro de dist ancia, y, sin em bargo,
result aba perfect am ent e com prensible al ot ro ext rem o de la plant ación. Para las m uchachas de
Macondo aquel j uego novedoso era m ot ivo de risas y sobresalt os, de sust os y burlas, y por las
noches se hablaba del paseo com o de una experiencia de sueño. Era t al el prest igio de aquel
silencio, que Úrsula no t uvo corazón para privar de la diversión a Rem edios, la bella, y le perm it ió
ir una t arde, siem pre que se pusiera un som brero y un t raj e adecuado. Desde que el grupo de
am igas ent ró a la plant ación, el aire se im pregnó de una fragancia m ort al. Los hom bres que
t rabaj aban en las zanj as se sint ieron poseídos por una rara fascinación, am enazados por un
peligro invisible, y m uchos sucum bieron a los t erribles deseos de llorar. Rem edios, la bella, y, sus
espant adas am igas, lograron refugiarse en una casa próxim a cuando est aban a punt o de ser
asalt adas por un t ropel de m achos feroces. Poco después fueron rescat adas por los cuat ro
Aurelianos, cuyas cruces de ceniza infundían un respet o sagrado, com o si fueran una m arca de
cast a, un sello de invulnerabilidad. Rem edios, la bella, no le cont ó a nadie que uno de los
hom bres, aprovechando el t um ult o, le alcanzó a agredir El vient re con una m ano que m ás bien
parecía una garra de águila aferrándose al borde de un precipicio. Ella se enfrent ó al agresor en
una especie de deslum bram ient o inst ant áneo, y vio los oj os desconsolados que quedaron
im presos en su corazón com o una brasa de lást im a. Esa noche, el hom bre se j act ó de su audacia
y presum ió de su suert e en la Calle de los Turcos, m inut os ant es de que la pat ada de un caballo
le dest rozara el pecho, y una m uchedum bre de forast eros lo viera agonizar en m it ad de la calle,
ahogándose en vóm it os de sangre.
La suposición de que Rem edios, la bella, poseía poderes de m uert e, est aba ent onces
sust ent ada por cuat ro hechos irrebat ibles. Aunque algunos hom bres ligeros de palabra se com pla-
cían en decir que bien valía sacrificar la vida por una noche de am or con t an cont urbadora m uj er,
la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo. Tal vez, no sólo para rendirla sino
t am bién para conj urar sus peligros, habría bast ado con un sent im ient o t an prim it ivo y sim ple
com o el am or, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió o ocuparse de
ella. En ot ra época, cuando t odavía no renunciaba al propósit o de salvarla para el m undo, procuró
que se int eresara por los asunt os elem ent ales de la casa. «Los hom bres piden m ás de lo que t ú
crees - le decía enigm át icam ent e. Hay m ucho que cocinar, m ucho que barrer, m ucho que sufrir
por pequeñeces, adem ás de lo que crees.» En el fondo se engañaba a si m ism a t rat ando de
adiest raría para la felicidad dom ést ica, porque est aba convencida de que una vez sat isfecha la
pasión, no había un hom bre sobre la t ierra capaz de soport ar así fuera por un día una negligencia
que est aba m ás allá de t oda com prensión. El nacim ient o del últ im o José Arcadio, y su inque-
brant able volunt ad de educarlo para Papa, t erm inaron por hacerla desist ir de sus preocupaciones
por la bisniet a. La abandonó a su suert e, confiando que t arde o t em prano ocurriera un m ilagro, y
que en est e m undo donde había de t odo hubiera t am bién un hom bre con suficient e cachaza para
cargar con ella. Ya desde m ucho ant es, Am arant a había renunciado a t oda t ent at iva de
convert irla en una m uj er út il. Desde las t ardes olvidadas del cost urero, cuando la sobrina apenas
se int eresaba por darle vuelt a a la m anivela de la m áquina de coser, llegó a la conclusión sim ple
de que era boba. «Vam os a t ener que rifart e», le decía, perplej a ant e su im perm eabilidad a la
palabra de los hom bres. Más t arde, cuando Úrsula se em peñó en que Rem edios, la bella, asist iera
a m isa con la cara cubiert a con una m ant illa, Am arant a pensó que aquel recurso m ist erioso re-

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

sult aría t an provocador, que m uy pront o habría un hom bre lo bast ant e int rigado com o para
buscar con paciencia el punt o débil de su corazón. Pero cuando vio la form a insensat a en que
despreció a un pret endient e que por m uchos m ot ivos era m ás apet ecible que un príncipe,
renunció a t oda esperanza. Fernanda no hizo siquiera la t ent at iva de com prenderla. Cuando vio a
Rem edios, la bella, vest ida de reina en el carnaval sangrient o, pensó que era una criat ura
ext raordinaria. Pero cuando la vio com iendo con las m anos, incapaz de dar una respuest a que no
fuera un prodigio de sim plicidad, lo único que lam ent ó fue que los bobos de fam ilia t uvieran una
vida t an larga. A pesar de que el coronel Aureliano Buendía seguía creyendo y repit iendo que
Rem edios, la bella, era en realidad el ser m ás lúcido que había conocido j am ás, y que lo
dem ost raba a cada m om ent o con su asom brosa habilidad para burlarse de t odos, la abandonaron
a la buena de Dios. Rem edios, la bella, se quedó vagando por el desiert o de la soledad, sin cruces
a cuest as, m adurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños int erm inables, en sus
com idas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hast a una t arde de
m arzo en que Fernanda quiso doblar en el j ardín sus sábanas de bram ant e, y pidió ayuda a las
m uj eres de la casa. Apenas habían em pezado, cuando Am arant a advirt ió que Rem edios, la bella,
est aba t ransparent ada por una palidez int ensa.
- ¿Te sient es m al? - le pregunt ó.
Rem edios, la bella, que t enía agarrada la sábana por el ot ro ext rem o, hizo una sonrisa de
lást im a.
- Al cont rario - dij o- , nunca m e he sent ido m ej or.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sint ió que un delicado vient o de luz le arrancó las sábanas
de las m anos y las desplegó en t oda su am plit ud. Am arant a sint ió un t em blor m ist erioso en los
encaj es de sus pollerinas y t rat ó de agarrarse de la sábana para no caer, en el inst ant e en que
Rem edios, la bella, em pezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que t uvo serenidad
para ident ificar la nat uraleza de aquel vient o irreparable, y dej ó las sábanas a m erced de la luz,
viendo a Rem edios, la bella, que le decía adiós con la m ano, ent re el deslum brant e alet eo de las
sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabaj os y las dalias, y
pasaban con ella a t ravés del aire donde t erm inaban las cuat ro de la t arde, y se perdieron con
ella para siem pre en los alt os aires donde no podían alcanzarla ni los m ás alt os páj aros de la
m em oria.
Los forast eros, por supuest o, pensaron que Rem edios, la bella, había sucum bido por fin a su
irrevocable dest ino de abej a reina, y que su fam ilia t rat aba de salvar la honra con la pat raña de la
levit ación. Fernanda, m ordida por la envidia, t erm inó por acept ar el prodigio, y durant e m ucho
t iem po siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas. La m ayoría creyó en el m ilagro, y
hast a se encendieron velas y se rezaron novenarios. Tal vez no se hubiera vuelt o a hablar de ot ra
cosa en m ucho t iem po, si el bárbaro ext erm inio de los Aurelianos no hubiera sust it uido el
asom bro por el espant o. Aunque nunca lo ident ificó com o un presagio, el coronel Aureliano
Buendía había previst o en ciert o m odo el t rágico final de sus hij os. Cuando Aureliano Serrador y
Aureliano Arcaya, los dos que llegaron en el t um ult o, m anifest aron la volunt ad de quedarse en
Macondo, su padre t rat ó de disuadirlos. No ent endía qué iban a hacer en un pueblo que de la
noche a la m añana se había convert ido en un lugar de peligro. Pero Aureliano Cent eno y
Aureliano Trist e, apoyados por Aureliano Segundo, les dieron t rabaj o en sus em presas. El coronel
Aureliano Buendía t enía m ot ivos t odavía m uy confusos para no pat rocinar aquella det erm inación.
Desde que vio al señor Brown en el prim er aut om óvil que llegó a Macondo - un convert ible
anaranj ado con una cornet a que espant aba a los perros con sus ladridos- , el viej o guerrero se
indignó con los serviles aspavient os de la gent e, y se dio cuent a de que algo había cam biado en
la índole de los hom bres desde los t iem pos en que abandonaban m uj eres e hij os y se echaban
una escopet a al hom bro para irse a la guerra. Las aut oridades locales, después del arm ist icio de
Neerlandia, eran alcaldes sin iniciat iva, j ueces decorat ivos, escogidos ent re los pacíficos y
cansados conservadores de Macondo. «Est e es un régim en de pobres diablos com ent aba el
coronel Aureliano Buendía cuando veía pasar a los policías descalzos arm ados de bolillos de palo- .
Hicim os t ant as guerras, y t odo para que no nos pint aran la casa de azul.» Cuando llegó la
com pañía bananera, sin em bargo, los funcionarios locales fueron sust it uidos por forast eros
aut orit arios, que el señor Brown se llevó a vivir en el gallinero elect rificado, para que gozaran,
según explicó, de la dignidad que correspondía a su invest idura, y no padecieran el calor y los
m osquit os y las incont ables incom odidades y privaciones del pueblo. Los ant iguos policías fueron
reem plazados por sicarios de m achet es. Encerrado en el t aller, el coronel Aureliano Buendía

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pensaba en est os cam bios, y por prim era vez en sus callados años de soledad lo at orm ent ó la
definida cert idum bre de que había sido un error no proseguir la guerra hast a sus últ im as
consecuencias. Por esos días, un herm ano del olvidado coronel Magnífico Visbal llevó su niet o de
siet e años a t om ar un refresco en los carrit os de la plaza, y porque el niño t ropezó por accident e
con un cabo de la policía y le derram ó el refresco en el uniform e, el bárbaro lo hizo picadillo a
m achet azos y decapit ó de un t aj o al abuelo que t rat ó de im pedirlo. Todo el pueblo vio pasar al
decapit ado cuando un grupo de hom bres lo llevaban a su casa, y la cabeza arrast rada que una
m uj er llevaba cogida por el pelo, y el t alego ensangrent ado donde habían m et ido los pedazos de
niño.
Para el coronel Aureliano Buendía fue el lím it e de la expiación. Se encont ró de pront o
padeciendo la m ism a indignación que sint ió en la j uvent ud, frent e al cadáver de la m uj er que fue
m uert a a palos porque la m ordió un perro con m al de rabia. Miró a los grupos de curiosos que
est aban frent e a la casa y con su ant igua voz est ent órea, rest aurada por un hondo desprecio
cont ra sí m ism o, les echó encim a la carga de odio que ya no podía soport ar en el corazón.
- ¡Un día de est os - grit ó- voy a arm ar a m is m uchachos para que acaben con est os gringos de
m ierda!
En el curso de esa sem ana, por dist int os lugares del lit oral, sus diecisiet e hij os fueron cazados
com o conej os por crim inales invisibles que apunt aron al cent ro de sus cruces de ceniza. Aureliano
Trist e salía de la casa de su m adre a las siet e de la noche, cuando un disparo de fusil surgido de
la oscuridad le perforó la frent e. Aureliano Cent eno fue encont rado en la ham aca que solía colgar
en la fábrica, con un punzón de picar hielo clavado hast a la em puñadura ent re las cej as.
Aureliano Serrador había dej ado a su novia en casa de sus padres después de llevarla al cine, y
regresaba por la ilum inada calle de los Turcos cuando alguien que nunca fue ident ificado ent re la
m uchedum bre disparó un t iro de revólver que lo derribó dent ro de un caldero de m ant eca
hirviendo. Pocos m inut os después, alguien llam ó a la puert a del cuart o donde Aureliano Arcaya
est aba encerrado con una m uj er, y le grit ó: «Apúrat e, que est án m at ando a t us herm anos.» La
m uj er que est aba con él cont ó después que Aureliano Arcaya salt ó de la cam a y abrió la puert a, y
fue esperado con una descarga de m áuser que le desbarat ó el cráneo. Aquella noche de m uert e,
m ient ras la casa se preparaba para velar los cuat ro cadáveres, Fernanda recorrió el pueblo com o
una loca buscando a Aureliano Segundo, a quien Pet ra Cot es encerró en un ropero creyendo que
la consigna de ext erm inio incluía a t odo el que llevara el nom bre del coronel. No le dej ó salir
hast a el cuart o día, cuando los t elegram as recibidos de dist int os lugares del lit oral perm it ieron
com prender que la saña del enem igo invisible est aba dirigida solam ent e cont ra los herm anos
m arcados con cruces de ceniza. Am arant a buscó la libret a de cuent as donde había anot ado los
dat os de los sobrinos, y a m edida que llegaban los t elegram as iba t achando nom bres, hast a que
sólo quedó el del m ayor. Lo recordaban m uy bien por el cont rast e de su piel oscura con los
grandes oj os verdes. Se llam aba Aureliano Am ador, era carpint ero, y vivía en un pueblo perdido
en las est ribaciones de la sierra. Después de esperar dos sem anas el t elegram a de su m uert e,
Aureliano Segundo le m andó un em isario para prevenirlo, pensando que ignoraba la am enaza que
pesaba sobre él. El em isario regresó con la not icia de que Aureliano Am ador est aba a salvo. La
noche del ext erm inio habían ido a buscarlo dos hom bres a su casa, y habían descargado sus
revólveres cont ra él, pero no le habían acert ado a la cruz de ceniza. Aureliano Am ador logró
salt ar la cerca del pat io, y se perdió en los laberint os de la sierra que conocía palm o a palm o
gracias a la am ist ad de los indios con quienes com erciaba en m aderas. No había vuelt o a saberse
de él.
Fueron días negros para el coronel Aureliano Buendía. El president e de la república le dirigió un
t elegram a de pésam e, en el que prom et ía una invest igación exhaust iva, y rendía hom enaj e a los
m uert os. Por orden suya, el alcalde se present ó al ent ierro con cuat ro coronas fúnebres que
pret endió colocar sobre los at aúdes, pero el coronel lo puso en la calle. Después del ent ierro,
redact ó y llevó personalm ent e un t elegram a violent o para el president e de la república, que el
t elegrafist a se negó a t ram it ar. Ent onces lo enriqueció con t érm inos de singular agresividad, lo
m et ió en un sobre y lo puso al correo. Com o le había ocurrido con la m uert e de su esposa, com o
t ant as veces le ocurrió durant e la guerra con la m uert e de sus m ej ores am igos, no
experim ent aba un sent im ient o de pesar, sino una rabia ciega y sin dirección, una ext enuant e
im pot encia. Llegó hast a denunciar la com plicidad del padre Ant onio I sabel, por haber m arcado a
sus hij os con ceniza indeleble para que fueran ident ificados por sus enem igos. El decrépit o
sacerdot e que ya no hilvanaba m uy bien las ideas y em pezaba a espant ar a los feligreses con las

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Ci en años de sol edad
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disparat adas int erpret aciones que int ent aba en el púlpit o, apareció una t arde en la casa con el
t azón donde preparaba las cenizas del m iércoles, y t rat ó de ungir con ellas a t oda la fam ilia para
dem ost rar que se quit aban con agua. Pero el espant o de la desgracia había calado t an hondo, que
ni la m ism a Fernanda se prest ó al experim ent o, y nunca m ás se vio un Buendía arrodillado en el
com ulgat orio el m iércoles de ceniza.
El coronel Aureliano Buendía no logró recobrar la serenidad en m ucho t iem po. Abandonó la
fabricación de pescadit os, com ía a duras penas, y andaba com o un sonám bulo por t oda la casa,
arrast rando la m ant a y m ast icando una cólera sorda. Al cabo de t res m eses t enía el pelo
cenicient o, el ant iguo bigot e de punt as engom adas chorreando sobre los labios sin color, pero en
cam bio sus oj os eran ot ra vez las dos brasas que asust aron a quienes lo vieron nacer y que en
ot ro t iem po hacían rodar las sillas con sólo m irarlas. En la furia de su t orm ent o t rat aba
inút ilm ent e de provocar los presagios que guiaron su j uvent ud por senderos de peligro hast a el
desolado yerm o de la gloria. Est aba perdido, ext raviado en una casa aj ena donde ya nada ni
nadie le suscit aba el m enor vest igio de afect o. Una vez abrió el cuart o de Melquíades, buscando
los rast ros de un pasado ant erior a la guerra, y sólo encont ró los escom bros, la basura, los
m ont ones de porquería acum ulados por t ant os años de abandono. En las past as de los libros que
nadie había vuelt o a leer, en los viej os pergam inos m acerados por la hum edad había prosperado
una flora lívida, y en el aire que había sido el m ás puro y lum inoso de la casa flot aba un
insoport able olor de recuerdos podridos. Una m añana encont ró a Úrsula llorando baj o el cast año,
en las rodillas de su esposo m uert o. El coronel Aureliano Buendía era el único habit ant e de la
casa que no seguía viendo al pot ent e anciano agobiado por m edio siglo de int em perie. «Saluda a
t u padre», le dij o Úrsula. Él se det uvo un inst ant e frent e al cast año, y una vez m ás com probó que
t am poco aquel espacio vacío le suscit aba ningún afect o.

- ¿Qué dice? - pregunt ó.


- Est á m uy t rist e - cont est ó Úrsula- porque cree que t e vas a m orir.
- Dígale - sonrió el coronel- que uno no se m uere cuando debe, sino cuando puede.
El presagio del padre m uert o rem ovió el últ im o rescoldo de soberbia que le quedaba en el
corazón, pero él lo confundió con un repent ino soplo de fuerza. Fue por eso que asedió a Úrsula
para que le revelara en qué lugar del pat io est aban ent erradas las m onedas de oro que
encont raron dent ro del San José de yeso. «Nunca lo sabrás - le dij o ella, con una firm eza
inspirada en un viej o escarm ient o- . Un día - agregó- ha de aparecer el dueño de esa fort una, y
sólo él podrá desent erraría.» Nadie sabía por qué un hom bre que siem pre fue t an desprendido
había em pezado a codiciar el dinero con sem ej ant e ansiedad, y no las m odest as cant idades que
le habrían bast ado para resolver una em ergencia, sino una fort una de m agnit udes desat inadas
cuya sola m ención dej ó sum ido en un m ar de asom bro a Aureliano Segundo. Los viej os
copart idarios a quienes acudió en dem anda de ayuda, se escondieron para no recibirlo. Fue por
esa época que se le oyó decir: «La única diferencia act ual ent re liberales y conservadores, es que
los liberales van a m isa de cinco y los conservadores van a m isa de ocho.» Sin em bargo, insist ió
con t ant o ahínco, suplicó de t al m odo, quebrant ó a t al punt o sus principios de dignidad, que con
un poco de aquí y ot ro poco de allá, deslizándose por t odas part es con una diligencia sigilosa y
una perseverancia despiadada, consiguió reunir en ocho m eses m ás dinero del que Úrsula t enía
ent errado. Ent onces visit ó al enferm o coronel Gerineldo Márquez para que lo ayudara a prom over
la guerra t ot al.
En un ciert o m om ent o, el coronel Gerineldo Márquez era en verdad el único que habría podido
m over, aun desde su m ecedor de paralít ico, los enm ohecidos hilos de la rebelión. Después del
arm ist icio de Neerlandia, m ient ras el coronel Aureliano Buendía se refugiaba en el exilio de sus
pescadit os de oro, él se m ant uvo en cont act o con los oficiales rebeldes que le fueron fieles hast a
la derrot a. Hizo con ellos la guerra t rist e de la hum illación cot idiana, de las súplicas y los
m em oriales, del vuelva m añana, del ya casi, del est am os est udiando su caso con la debida
at ención; la guerra perdida sin rem edio cont ra los m uy at ent os y seguros servidores que debían
asignar y no asignaron nunca las pensiones vit alicias. La ot ra guerra, la sangrient a de veint e
años, no les causó t ant os est ragos com o la guerra corrosiva del et erno aplazam ient o. El propio
coronel Gerineldo Márquez, que escapó a t res at ent ados, sobrevivió a cinco heridas y salió ileso
de incont ables bat allas, sucum bió al asedio at roz de la espera y se hundió en la derrot a m iserable
de la vej ez, pensando en Am arant a ent re los rom bos de luz de una casa prest ada. Los últ im os
vet eranos de quienes se t uvo not icia aparecieron ret rat ados en un periódico, con la cara

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levant ada de indignidad, j unt o a un anónim o president e de la república que les regaló unos
bot ones con su efigie para que los usaran en la solapa, y les rest it uyó una bandera sucia de
sangre y de pólvora para que la pusieran sobre sus at aúdes. Los ot ros, los m ás dignos, t odavía
esperaban una cart a en la penum bra de la caridad pública, m uriéndose de ham bre, sobreviviendo
de rabia, pudriéndose de viej os en la exquisit a m ierda de la gloria. De m odo que cuando el
coronel Aureliano Buendía lo invit ó a prom over una conflagración m ort al que arrasara con t odo
vest igio de un régim en de corrupción y de escándalo sost enido por el invasor ext ranj ero, el
coronel Gerineldo Márquez no pudo reprim ir un est rem ecim ient o de com pasión.
- Ay, Aureliano - suspiró- , ya sabía que est abas viej o, pero ahora m e doy cuent a que est ás
m ucho m ás viej o de lo que pareces.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

XIII

En el at urdim ient o de los últ im os años, Úrsula había dispuest o de m uy escasas t reguas para
at ender a la form ación papal de José Arcadio, cuando ést e t uvo que ser preparado a las volandas
para irse al sem inario. Mem e, su herm ana, repart ida ent re la rigidez de Fernanda y las am arguras
de Am arant a, llegó casi al m ism o t iem po a la edad previst a para m andarla al colegio de las
m onj as donde harían de ella una virt uosa del clavicordio. Úrsula se sent ía at orm ent ada por
graves dudas acerca de la eficacia de los m ét odos con que había t em plado el espírit u del lánguido
aprendiz de Sum o Pont ífice, pero no le echaba la culpa a su t rast abillant e vej ez ni a los
nubarrones que apenas le perm it ían vislum brar el cont orno de las cosas, sino a algo que ella
m ism a no lograba definir pero que concebía confusam ent e com o un progresivo desgast e del
t iem po. «Los años de ahora ya no vienen com o los de ant es», solía decir, sint iendo que la
realidad cot idiana se le escapaba de las m anos. Ant es, pensaba, los niños t ardaban m ucho para
crecer. No había sino que recordar t odo el t iem po que se necesit ó para que José Arcadio, el
m ayor, se fuera con los git anos, y t odo lo que ocurrió ant es de que volviera pint ado com o una
culebra y hablando com o un ast rónom o, y las cosas que ocurrieron en la casa ant es de que
Am arant a y Arcadio olvidaran la lengua de los indios y aprendieran el cast ellano. Había que ver
las de sol y sereno que soport ó el pobre José Arcadio Buendía baj o el cast año, y t odo lo que hubo
que llorar su m uert e ant es de que llevaran m oribundo a un coronel Aureliano Buendía que
después de t ant a guerra y después de t ant o sufrir por él, aún no cum plía cincuent a años. En ot ra
época, después de pasar t odo el día haciendo anim alit os de caram elo, t odavía le sobraba t iem po
para ocuparse de los niños, para verles en el blanco del oj o que est aban necesit ando una pócim a
de aceit e de ricino. En cam bio, ahora, cuando no t enía nada que hacer y andaba con José Arcadio
acaballado en la cadera desde el am anecer hast a la noche, la m ala clase del t iem po le había
obligado a dej ar cosas a m edias. La verdad era que Úrsula se resist ía a envej ecer aun cuando ya
había perdido la cuent a de su edad, y est orbaba por t odos lados, y t rat aba de m et erse en t odo, y
fast idiaba a los forast eros con la pregunt adora de si no habían dej ado en la casa, por los t iem pos
de la guerra, un San José de yeso para que lo guardara m ient ras pasaba la lluvia. Nadie supo a
ciencia ciert a cuándo em pezó a perder la vist a. Todavía en sus últ im os años, cuando ya no podía
levant arse de la cam a, parecía sim plem ent e que est aba vencida por la decrepit ud, pero nadie
descubrió que est uviera ciega. Ella lo había not ado desde ant es del nacim ient o de José Arcadio. Al
principio creyó que se t rat aba de una debilidad t ransit oria, y t om aba a escondidas j arabe de
t uét ano y se echaba m iel de abej a en los oj os, pero m uy pront o se fue convenciendo de que se
hundía sin rem edio en las t inieblas, hast a el punt o de que nunca t uvo una noción m uy clara del
invent o de la luz eléct rica, porque cuando inst alaron los prim eros focos sólo alcanzó a percibir el
resplandor. No se lo dij o a nadie, pues habría sido un reconocim ient o público de su inut ilidad. Se
em peñó en un callado aprendizaj e de las dist ancias de las cosas, y de las voces de la gent e, para
seguir viendo con la m em oria cuando ya no se lo perm it ieran las som bras de las cat arat as. Más
t arde había de descubrir el auxilio im previst o de los olores, que se definieron en las t inieblas con
una fuerza m ucho m ás convincent e que los volúm enes y el color, y la salvaron definit ivam ent e de
la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuart o podía ensart ar la aguj a y t ej er un oj al, y
sabía cuándo est aba la leche a punt o de hervir, Conoció con t ant a seguridad el lugar en que se
encont raba cada cosa, que ella m ism a se olvidaba a veces de que est aba ciega. En ciert a ocasión,
Fernanda alborot ó la casa porque había perdido su anillo m at rim onial, y Úrsula lo encont ró en
una repisa del dorm it orio de los niños. Sencillam ent e, m ient ras los ot ros andaban
descuidadam ent e por t odos lados, ella los vigilaba con sus cuat ro sent idos para que nunca la
t om aran por sorpresa, y al cabo de algún t iem po descubrió que cada m iem bro de la fam ilia
repet ía t odos los días, sin darse cuent a, los m ism os recorridos, los m ism os act os, y que casi
repet ía las m ism as palabras a la m ism a hora. Sólo cuando se salían de esa m et iculosa rut ina
corrían el riesgo de perder algo. De m odo que cuando oyó a Fernanda const ernada porque había
perdido el anillo, Úrsula recordó que lo único dist int o que había hecho aquel día era asolear las
est eras de los niños porque Mem e había descubiert o una chinche la noche ant erior. Com o los

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Gabriel García Márquez

niños asist ieron a la lim pieza, Úrsula pensó que Fernanda había puest o el anillo en el único lugar
en que ellos no podían alcanzarlo: la repisa. Fernanda, en cam bio, lo buscó únicam ent e en los
t rayect os de su it inerario cot idiano, sin saber que la búsqueda de las cosas perdidas est á
ent orpecida por los hábit os rut inarios, y es por eso que cuest a t ant o t rabaj o encont rarlas.
La crianza de José Arcadio ayudó a Úrsula en la t area agot adora de m ant enerse al corrient e de
los m ínim os cam bios de la casa. Cuando se daba cuent a de que Am arant a est aba vist iendo a los
sant os del dorm it orio, fingía que le enseñaba al niño las diferencias de los colores.
- Vam os a ver - le decía- , cuént am e de qué color est á vest ido San Rafael Arcángel.
En esa form a, el niño le daba la inform ación que le negaban sus oj o s, y m ucho ant es de que él
se fuera al sem inario ya podía Úrsula dist inguir por la t ext ura los dist int os colores de la ropa de
los sant os. A veces ocurrían accident es im previst os. Una t arde est aba Am arant a bordando en el
corredor de las begonias, y Úrsula t ropezó con ella.
- Por el am or de Dios - prot est ó Am arant a- , fíj ese por donde cam ina.
- Eres t ú - dij o Úrsula- , la que est ás sent ada donde no debe ser.
Para ella era ciert o. Pero aquel día em pezó a darse cuent a de algo que nadie había
descubiert o, y era que en el t ranscurso del año el sol iba cam biando im percept iblem ent e de
posición, y quienes se sent aban en el corredor t enían que ir cam biando de lugar poco a poco y sin
advert irlo. A part ir de ent onces, Úrsula no t enía sino que recordar la fecha para conocer el lugar
exact o en que est aba sent ada Am arant a. Aunque el t em blor de las m anos era cada vez m ás
percept ible y no podía con el peso de los pies, nunca se vio su m enudit a figura en t ant os lugares
al m ism o t iem po. Era casi t an diligent e com o cuando llevaba encim a t odo el peso de la casa. Sin
em bargo, en la im penet rable soledad de la decrepit ud dispuso de t al clarividencia para exam inar
hast a los m ás insignificant es acont ecim ient os de la fam ilia, que por prim era vez vio con claridad
las verdades que sus ocupaciones de ot ro t iem po le habían im pedido ver. Por la época en que
preparaban a José Arcadio para el sem inario, ya había hecho una recapit ulación infinit esim al de la
vida de la casa desde la fundación de Macondo, y había cam biado por com plet o la opinión que
siem pre t uvo de sus descendient es. Se dio cuent a de que el coronel Aureliano Buendía no le
había perdido el cariño a la fam ilia a causa del endurecim ient o de la guerra, com o ella creía
ant es, sino que nunca había querido a nadie, ni siquiera a su esposa Rem edios o a las incont ables
m uj eres de una noche que pasaron por su vida, y m ucho m enos a sus hij os. Vislum bró que no
había hecho t ant as guerras por idealism o, com o t odo el m undo creía, ni había renunciado por
cansancio a la vict oria inm inent e, com o t odo el m undo cret a, sino que había ganado y perdido por
el m ism o m ot ivo, por pura y pecam inosa soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hij o por
quien ella habría dado la vida, era sim plem ent e un hom bre incapacit ado para el am or. Una noche,
cuando lo t enía en el vient re, lo oyó llorar. Fue un lam ent o t an definido, que José Arcadio Buendía
despert ó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser vent rílocuo. Ot ras personas
pronost icaron que sería adivino. Ella, en cam bio, se est rem eció con la cert idum bre de que aquel
bram ido profundo era un prim er indicio de la t em ible cola de cerdo, y rogó a Dios que le dej ara
m orir la criat ura en el vient re. Pero la lucidez de la decrepit ud le perm it ió ver, y así lo repit ió
m uchas veces, que el llant o de los niños en el vient re de la m adre no es un anuncio de
vent riloquia ni de facult ad adivinat oria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el am or.
Aquella desvalorización de la im agen del hij o le suscit ó de un golpe t oda la com pasión que le
est aba debiendo. Am arant a, en cam bio, cuya dureza de corazón la espant aba, cuya concent rada
am argura la am argaba, se le esclareció en el últ im o exam en com o la m uj er m ás t ierna que había
exist ido j am ás, y com prendió con una last im osa clarividencia que las inj ust as t ort uras a que
había som et ido a Piet ro Crespi no eran dict adas por una volunt ad de venganza, com o t odo el
m undo creía, ni el lent o m art irio con que frust ró la vida del coronel Gerineldo Márquez había sido
det erm inado por la m ala hiel de su am argura, com o t odo el m undo creía, sino que am bas
acciones habían sido una lucha a m uert e ent re un am or sin m edidas y una cobardía invencible, y
había t riunfado finalm ent e el m iedo irracional que Am arant a le t uvo siem pre a su propio y
at orm ent ado corazón. Fue por esa época que Úrsula em pezó a nom brar a Rebeca, a evocaría con
un viej o cariño exalt ado por el arrepent im ient o t ardío y la adm iración repent ina, habiendo
com prendido que solam ent e ella, Rebeca, la que nunca se aum ent ó de su leche sino de la t ierra
de la t ierra y la cal de las paredes, la que no llevó en las venas sangre de sus venas sino la
sangre desconocida de los desconocidos cuyos huesos seguían cloqueando en la t um ba, Rebeca,
la del corazón im pacient e, la del vient re desaforado, era la única que t uvo la valent ía sin frenos
que Úrsula había deseado para su est irpe.

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Ci en años de sol edad
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- Rebeca - decía, t ant eando las paredes- , ¡qué inj ust os hem os sido cont igo!
En la casa, sencillam ent e, creían que desvariaba, sobre t odo desde que le dio por andar con el
brazo derecho levant ado, com o el arcángel Gabriel. Fernanda se dio cuent a, sin em bargo, de que
había un sol de clarividencia en las som bras de ese desvarío, pues Úrsula podía decir sin t it ubeos
cuánt o dinero se había gast ado en la casa durant e el últ im o año. Am arant a t uvo una idea
sem ej ant e ciert o día en que su m adre m eneaba en la cocina una olla de sopa, y dij o de pront o,
sin saber que la est aban oyendo, que el m olino de m aíz que le com praron a los prim eros git anos,
y que había desaparecido desde ant es de que José Arcadio le diera sesent a y cinco veces la
vuelt a al m undo, est aba t odavía en casa de Pilar Ternera. Tam bién casi cent enaria, pero ent era y
ágil a pesar de la inconcebible gordura que espant aba a los niños com o en ot ro t iem po su risa
espant aba a, las palom as, Pilar Ternera no se sorprendió del aciert o de Úrsula, porque su propia
experiencia em pezaba a indicarle que una vej ez alert a puede ser m ás at inada que las
averiguaciones de baraj as.
Sin em bargo, cuando Úrsula se dio cuent a de que no le había alcanzado el t iem po para
consolidar la vocación de José Arcadio, se dej ó at urdir por la const ernación. Em pezó a com et er
errores, t rat ando de ver con los oj os las cosas que la int uición le perm it ía ver con m ayor claridad.
Una m añana le echó al niño en la cabeza el cont enido de un t int ero creyendo que era agua
florida. Ocasionó t ant os t ropiezos con la t erquedad de int ervenir en t odo, que se sint ió
t rast ornada por ráfagas de m al hum or, y t rat aba de quit arse las t inieblas que por fin la est aban
enredando com o un cam isón de t elaraña. Fue ent onces cuando se le ocurrió que su t orpeza no
era la prim era vict oria de la decrepit ud y la oscuridad, sino una falla del t iem po. Pensaba que
ant es, cuando Dios no hacía con los m eses y los años las m ism as t ram pas que hacían los t urcos
al m edir una yarda de percal, las cosas eran diferent es. Ahora no sólo crecían los niños m ás de
prisa, sino que hast a los sent im ient os evolucionaban de ot ro m odo. No bien Rem edios, la bella,
había subido al cielo en cuerpo y alm a, y ya la desconsiderada Fernanda andaba refunfuñando en
los rincones porque se había llevado las sábanas. No bien se habían enfriado los cuerpos de los
Aurelianos en sus t um bas, y ya Aureliano Segundo t enía ot ra vez la casa prendida, llena de
borrachos que t ocaban el acordeón y se ensopaban en cham paña, com o si no hubieran m uert o
crist ianos sino perros, y com o si aquella casa de locos que t ant os dolores de cabeza y t ant os
anim alit os de caram elo había cost ado, est uviera predest inada a convert irse en un basurero de
perdición. Recordando est as cosas m ient ras alist aban el baúl de José Arcadio, Úrsula se
pregunt aba si no era preferible acost arse de una vez en la sepult ura y que le echaran la t ierra
encim a, y le pregunt aba a Dios, sin m iedo, si de verdad creía que la gent e est aba hecha de fierro
para soport ar t ant as penas y m ort ificaciones; y pregunt ando y pregunt ando iba at izando su
propia ofuscación, y sent ía unos irreprim ibles deseos de solt arse a despot ricar com o un forast ero,
y de perm it irse por fin un inst ant e rebeldía, el inst ant e t ant as veces anhelado y t ant as veces
aplazado de m et erse la resignación por el fundam ent o, y cagarse de una vez en t odo, y sacarse
del corazón los infinit os m ont ones de m alas palabras que había t enido que at ragant arse en t odo
un siglo de conform idad.
- ¡Caraj o! - grit ó.
Am arant a, que em pezaba a m et er la ropa en el baúl, creyó que la había picado un alacrán.
- ¡Dónde est á! - pregunt ó alarm ada.
- ¿Qué?
- ¡El anim al! - aclaró Am arant a.
Úrsula se puso un dedo en el corazón.
- Aquí - dij o.
Un j ueves a las dos de la t arde, José Arcadio se fue al sem inario. Úrsula había de evocarlo
siem pre com o lo im aginó al despedirlo, lánguido y serio y sin derram ar una lágrim a, com o ella le
había enseñado, ahogándose de calor dent ro del vest ido de pana verde con bot ones de cobre y
un lazo alm idonado en el cuello. Dej ó el com edor im pregnado de la penet rant e fragancia de agua
de florida que ella le echaba en la cabeza para poder seguir su rast ro en la casa. Mient ras duró el
alm uerzo de despedida, la fam ilia disim uló el nerviosism o con expresiones de j úbilo, y celebró con
exagerado ent usiasm o las ocurrencias del padre Ant onio I sabel. Pero cuando se llevaron el baúl
forrado de t erciopelo con esquinas de plat a, fue com o si hubieran sacado de la casa un at aúd. El
único que se negó a part icipar en la despedida fue el coronel Aureliano Buendía.
- Est a era la últ im a vaina que nos falt aba - refunfuñó- : ¡un Papa!

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Ci en años de sol edad
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Tres m eses después, Aureliano Segundo y Fernanda llevaron a Mem e al colegio, y regresaron
con un clavicordio que ocupó el lugar de la pianola. Fue por esa época que Am arant a em pezó a
t ej er su propia m ort aj a. La fiebre del banano se había apaciguado. Los ant iguos habit ant es de
Macondo se encont raban arrinconados por los advenedizos, t rabaj osam ent e asidos a sus
precarios recursos de ant año, pero reconfort ados en t odo caso por la im presión de haber
sobrevivido a un naufragio. En la casa siguieron recibiendo invit ados a alm orzar, y en realidad no
se rest ableció la ant igua rut ina m ient ras no se fue, años después, la com pañía bananera. Sin
em bargo, hubo cam bios radicales en el t radicional sent ido de hospit alidad, porque ent onces era
Fernanda quien im ponía sus leyes. Con Úrsula relegada a las t inieblas, y con Am arant a abst raída
en la labor del sudario, la ant igua aprendiza de reina t uvo libert ad para seleccionar a los
com ensales e im ponerles las rígidas norm as que le inculcaran sus padres. Su severidad hizo de la
casa un reduct o de cost um bres revenidas, en un pueblo convulsionado por la vulgaridad con que
los forast eros despilfarraban sus fáciles fort unas. Para ella, sin m ás vuelt as, la gent e de bien era
la que no t enía nada que ver con la com pañía bananera. Hast a José Arcadio Segundo, su cuñado,
fue víct im a de su celo discrim inat orio, porque en el em bullam ient o de la prim era hora volvió a
rem at ar sus est upendos gallos de pelea y se em pleó de capat az en la com pañía bananera.
- Que no vuelva a pisar est e hogar - dij o Fernanda- , m ient ras t enga la sarna de los forast eros.
Fue t al la est rechez im puest a en la casa, que Aureliano Segundo se sint ió definit ivam ent e m ás
cóm odo donde Pet ra Cot es. Prim ero, con el pret ext o de aliviarle la carga a la esposa, t rasladó las
parrandas. Luego, con el pret ext o de que los anim ales est aban perdiendo fecundidad, t rasladó los
est ablos y caballerizas. Por últ im o, con el pret ext o de que en casa de la concubina hacía m enos
calor, t rasladó la pequeña oficina donde at endía sus negocios. Cuando Fernanda se dio cuent a de
que era una viuda a quien t odavía no se le había m uert o el m arido, ya era dem asiado t arde para
que las cosas volvieran a su est ado ant erior. Aureliano Segundo apenas si com ía en la casa, y las
únicas apariencias que seguía guardando, com o las de dorm ir con la esposa, no bast aban para
convencer a nadie. Una noche, por descuido, lo sorprendió la m añana en la cam a de Pet ra Cot es.
Fernanda, al cont rario de lo que él esperaba. no le hizo el m enor reproche ni solt ó el m ás leve
suspiro de resent im ient o, pero ese m ism o día le m andó a casa de la concubina sus dos baúles de
ropa. Los m andó a pleno sol y con inst rucciones de llevarlos por la m it ad de la calle, para que
t odo el m undo los viera, creyendo que el m arido descarriado no podría soport ar la vergüenza y
volvería al redil con la cabeza hum illada. Pero aquel gest o heroico fue apenas una prueba m ás de
lo m al que conocía Fernanda no sólo el caráct er de su m arido, sino la índole de una com unidad
que nada t enía que ver con la de sus padres, porque t odo el que vio pasar los baúles se dij o que
al fin y al cabo esa era la culm inación nat ural de una hist oria cuyas int im idades no ignoraba
nadie, y Aureliano Segundo celebró la libert ad regalada con una parranda de t res días. Para
m ayor desvent aj a de la esposa, m ient ras ella em pezaba a hacer una m ala m adurez con sus
som brías vest iduras t alares, sus m edallones anacrónicos y su orgullo fuera de lugar, la concubina
parecía revent ar en una segunda j uvent ud, em but ida en vist osos t raj es de seda nat ural y con los
oj os at igrados por la candela de la reivindicación. Aureliano Segundo volvió a ent regarse a ella
con la fogosidad de la adolescencia, com o ant es, cuando Pet ra Cot es no lo quería por ser él sino
porque lo confundía con su herm ano gem elo, y acost ándose con am bos al m ism o t iem po pensaba
que Dios le había deparado la fort una de t ener un hom bre que hacía el am or com o si fueran dos.
Era t an aprem iant e la pasión rest aurada, que en m ás de una ocasión se m iraron a los oj os
cuando se disponían a com er, y sin decirse nada t aparon los plat os y se fueron a m orirse de
ham bre y de am or en el dorm it orio. I nspirado en las cosas que había vist o en sus furt ivas visit as
a las m at ronas francesas, Aureliano Segundo le com pró a Pet ra Cot es una cam a con baldaquín
arzobispal, y puso cort inas de t erciopelo en las vent anas y cubrió el cielorraso y las paredes del
dorm it orio con grandes espej os de crist al de roca. Se le vio ent onces m ás parrandero y bot arat e
que nunca. En el t ren, que llegaba t odos los días a las once, recibía caj as y m ás caj as de
cham paña y de brandy. Al regreso de la est ación arrast raba a la cum biam ba im provisada a
cuant o ser hum ano encont raba a su paso, nat ivo o forast ero, conocido o por conocer, sin
dist inciones de ninguna clase. Hast a el escurridizo señor Brown, que sólo alt ernaba en lengua
ext raña, se dej ó seducir por las t ent adoras señas que le hacía Aureliano Segundo, y varias veces
se em borrachó a m uert e en casa de Pet ra Cot es y hast a hizo que los feroces perros alem anes que
lo acom pañaban a t odas part es bailaran canciones t exanas que él m ism o m ast icaba de cualquier
m odo al com pás del acordeón.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

- Apárt ense vacas - grit aba Aureliano Segundo en el paroxism o de la fiest a- . Apárt ense que la
vida es cort a.
Nunca t uvo m ej or sem blant e, ni lo quisieron m ás, ni fue m ás desaforado el parit orio de sus
anim ales. Se sacrificaban t ant as reses, t ant os cerdos y gallinas en las int erm inables parrandas,
que la t ierra del pat io se volvió negra y lodosa de t ant a sangre. Aquello era un et erno t iradero de
huesos y t ripas, un m uladar de sobras, y había que est ar quem ando recám aras de dinam it a a
t odas horas para que los gallinazos no les sacaran los oj os a los invit ados. Aureliano Segundo se
volvió gordo, violáceo, at ort ugado, a consecuencia de un apet it o apenas com parable al de José
Arcadio cuando regresó de la vuelt a al m undo. El prest igio de su desm andada voracidad, de su
inm ensa capacidad de despilfarro, de su hospit alidad sin precedent e, rebasó los lím it es de la
ciénaga y at raj o a los glot ones m ej or calificados del lit oral. De t odas part es llegaban t ragaldabas
fabulosos para t om ar part e en los irracionales t orneos de capacidad y resist encia que se
organizaban en casa de Pet ra Cot es. Aureliano Segundo fue el com edor invict o, hast a el sábado
de infort unio en que apareció Cam ila Sagast um e, una hem bra t ot ém ica conocida en el país ent ero
con el buen nom bre de La Elefant a.
El duelo se prolongó hast a el am anecer del m art es. En las prim eras veint icuat ro horas,
habiendo despachado una t ernera con yuca, ñam e y plát anos asados, y adem ás una caj a y m edia
de cham paña, Aureliano Segundo t enía la seguridad de la vict oria. Se veía m ás ent usiast a, m ás
vit al que la im pert urbable adversaria, poseedora de un est ilo evident em ent e m ás profesional,
pero por lo m ism o m enos em ocionant e para el abigarrado público que desbordó la casa. Mient ras
Aureliano Segundo com ía a dent elladas, desbocado por la ansiedad del t riunfo, La Elefant a
seccionaba la carne con las art es de un ciruj ano, y la com ía sin prisa y hast a con un ciert o placer.
Era gigant esca y m aciza, pero cont ra la corpulencia colosal prevalecía la t ernura de la fem ineidad,
y t enía un rost ro t an herm oso, unas m anos t an finas y bien cuidadas y un encant o personal t an
irresist ible, que cuando Aureliano Segundo la vio ent rar a la casa com ent ó en voz baj a que
hubiera preferido no hacer el t orneo en la m esa sino en la cam a. Más t arde, cuando la vio
consum ir el cuadril de la t ernera sin violar una sola regla de la m ej or urbanidad, com ent ó
seriam ent e que aquel delicado, fascinant e e insaciable proboscidio era en ciert o m odo la m uj er
ideal. No est aba equivocado. La fam a de quebrant ahuesos que precedió a La Elefant a carecía de
fundam ent o. No era t rit uradora de bueyes, ni m uj er barbada en un circo griego, com o se decía,
sino direct ora de una academ ia de cant o. Había aprendido a com er siendo ya una respet able
m adre de fam ilia, buscando un m ét odo para que sus hij os se alim ent aran m ej or y no m ediant e
est ím ulos art ificiales del apet it o sino m ediant e la absolut a t ranquilidad del espírit u. Su t eoría,
dem ost rada en la práct ica, se fundaba en el principio de que una persona que t uviera
perfect am ent e arreglados t odos los asunt os de su conciencia, podía com er sin t regua hast a que la
venciera el cansancio. De m odo que fue por razones m orales, y no por int erés deport ivo, que
desat endió la academ ia y el hogar para com pet ir con un hom bre cuya fam a de gran com edor sin
principios le había dado la vuelt a al país. Desde la prim era vez que lo vio, se dio cuent a de que a
Aureliano Segundo no lo perdería el est óm ago sino el caráct er. Al t érm ino de la prim era noche,
m ient ras La Elefant a cont inuaba im pávida, Aureliano Segundo se est aba agot ando de t ant o hablar
y reír. Durm ieron cuat ro horas. Al despert ar, se bebió cada uno el j ugo de cincuent a naranj as,
ocho lit ros de café y t reint a huevos crudos. Al segundo am anecer, después de m uchas horas sin
dorm ir y habiendo despachado dos cerdos, un racim o de plát anos y cuat ro caj as de cham paña, La
Elefant a sospechó que Aureliano Segundo, sin saberlo, había descubiert o el m ism o m ét odo que
ella, pero por el cam ino absurdo de la irresponsabilidad t ot al. Era, pues, m ás peligroso de lo que
ella pensaba. Sin em bargo, cuando Pet ra Cot es llevó a la m esa dos pavos asados, Aureliano
Segundo est aba a un paso de la congest ión.
- Si no puede, no com a m ás - dij o La Elefant a- . Quedam os em pat ados.
Lo dij o de corazón, com prendiendo que t am poco ella podía com er un bocado m ás por el
rem ordim ient o de est ar propiciando la m uert e del adversario. Pero Aureliano Segundo lo
int erpret ó com o un nuevo desafío, y se at ragant ó de pavo hast a m ás allá de su increíble
capacidad. Perdió el conocim ient o. Cayó de bruces en el plat o de huesos, echando espum araj os
de perro por la boca, y ahogándose en ronquidos de agonía. Sint ió, en m edio de las t inieblas, que
lo arroj aban desde lo m ás alt o de una t orre hacia un precipicio sin fondo, y en un últ im o fogonazo
de lucidez se dio cuent a de que al t érm ino de aquella inacabable caída lo est aba esperando la
m uert e.
- Llévenm e con Fernanda - alcanzó a decir.

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Los am igos que lo dej aron en la casa creyeron que le había cum plido a la esposa la prom esa
de no m orir en la cam a de la concubina. Pet ra Cot es había em bet unado los bot ines de charol que
él quería t ener puest os en el at aúd, y ya andaba buscando a alguien que los llevara, cuando
fueron a decirle que Aureliano Segundo est aba fuera de peligro. Se rest ableció, en efect o, en
m enos de una sem ana, y quince días después est aba celebrando con una parranda sin
precedent es el acont ecim ient o de la supervivencia. Siguió viviendo en casa de Pet ra Cot es, pero
visit aba a Fernanda t odos los días y a veces se quedaba a com er en fam ilia, com o si el dest ino
hubiera invert ido la sit uación, y lo hubiera dej ado de esposo de la concubina y de am ant e de la
esposa.
Fue un descanso para Fernanda. En los t edios del abandono, sus únicas dist racciones eran los
ej ercicios de clavicordio a la hora de la siest a, y las cart as de sus hij os. En las det alladas esquelas
que les m andaba cada quince días, no había una sola línea de verdad. Les ocult aba sus penas.
Les escam ot eaba la t rist eza de una casa que a pesar de la luz sobre las begonias, a pesar de la
sofocación de las dos de la t arde, a pesar de las frecuent es ráfagas de fiest a que llegaban de la
calle, era cada vez m ás parecida a la m ansión colonial de sus padres. Fernanda vagaba sola ent re
t res fant asm as vivos y el fant asm a m uert o de José Arcadio Buendía, que a veces iba a sent arse
con una at ención inquisit iva en la penum bra de la sala, m ient ras ella t ocaba el clavicordio. El
coronel Aureliano Buendía era una som bra. Desde la últ im a vez que salió a la calle a proponerle
una guerra sin porvenir al coronel Gerineldo Márquez, apenas si abandonaba el t aller para orinar
baj o el cast año. No recibía m ás visit as que las del peluquero cada t res sem anas. Se alim ent aba
de cualquier cosa que le llevaba Úrsula una vez al día, y aunque seguía fabricando pescadit os de
oro con la m ism a pasión de ant es, dej ó de venderlos cuando se ent eró de que la gent e no los
com praba com o j oyas sino com o reliquias hist óricas. Había hecho en el pat io una hoguera con las
m uñecas de Rem edios, que decoraban su dorm it orio desde el día de su m at rim onio. La vigilant e
Úrsula se dio cuent a de lo que est aba haciendo su hij o, pero no pudo im pedirlo.
- Tienes un corazón de piedra - le dij o.
- Est o no es asunt o del corazón - dij o él- . El cuart o se est á llenando de polillas.
Am arant a t ej ía su m ort aj a. Fernanda no ent endía por qué le escribía cart as ocasionales a
Mem e, y hast a le m andaba regalos, y en cam bio ni siquiera quería hablar de José Arcadio. «Se
m orirán sin saber por qué», cont est ó Am arant a cuando ella le hizo la pregunt a a t ravés de
Úrsula, y aquella respuest a sem bró en su corazón un enigm a que nunca pudo esclarecer. Alt a,
espadada, alt iva, siem pre vest ida con abundant es pollerines de espum a y con un aire de
dist inción que resist ía a los años y a los m alos recuerdos, Am arant a parecía llevar en la frent e la
cruz de ceniza de la virginidad. En realidad la llevaba en la m ano, en la venda negra que no se
quit aba ni para dorm ir, y que ella m ism a lavaba y planchaba. La vida se le iba en bordar el
sudario. Se hubiera dicho que bordaba durant e el día y desbordaba en la noche, y no con la
esperanza de derrot ar en esa form a la soledad, sino t odo lo cont rario, para sust ent aría.
La m ayor preocupación que t enía Fernanda en sus años de abandono, era que Mem e fuera a
pasar las prim eras vacaciones y no encont rar a Aureliano Segundo en la casa. La congest ión puso
t érm ino a aquel t em or. Cuando Mem o volvió, sus padres se habían puest o de acuerdo no sólo
para que la niña creyera que Aureliano Segundo seguía siendo un esposo dom est icado, sino
t am bién para que no not ara la t rist eza de la casa. Todos los años, durant e dos m eses, Aureliano
Segundo represent aba su papel de m arido ej em plar, y prom ovía fiest as con helados y gallet it as,
que la alegre y vivaz est udiant e am enizaba con el clavicordio. Era evident e desde ent onces que
había heredado m uy poco del caráct er de la m adre. Parecía m ás bien una segunda versión de
Am arant a, cuando ést a no conocía a la am argura y andaba alborot ando la casa con sus pasos de
baile, a los doce, a los cat orce años, ant es de que la pasión secret a por Piet ro Crespi t orciera
definit ivam ent e el rum bo de su corazón. Pero al cont rario de Am arant a, al cont rario de t odos,
Mem o no revelaba t odavía el sino solit ario de la fam ilia, y parecía ent eram ent e conform e con el
m undo, aun cuando se encerraba en la sala a las dos de la t arde a pract icar el clavicordio con una
disciplina inflexible. Era evident e que le gust aba la casa, que pasaba t odo el año soñando con el
alborot o de adolescent es que provocaba su llegada, y que no andaba m uy lej os de la vocación
fest iva y los desafueros hospit alarios de su padre. El prim er signo de esa herencia calam it osa se
reveló en las t erceras vacaciones, cuando Mem o apareció en la casa con cuat ro m onj as y sesent a
y ocho com pañeras de clase, a quienes invit ó a pasar una sem ana en fam ilia, por propia iniciat iva
y sin ningún anuncio.
- ¡Qué desgracia! - se lam ent ó Fernanda- . ¡Est a criat ura es t an bárbara com o su padre!

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Fue preciso pedir cam as y ham acas a los vecinos, est ablecer nueve t urnos en la m esa, fij ar
horarios para el baño y conseguir cuarent a t aburet es prest ados para que las niñas de uniform es
azules y bot ines de hom bre no anduvieran t odo el día revolot eando de un lado a ot ro. La
invit ación fue un fracaso, porque las ruidosas colegialas apenas acababan de desayunar cuando
ya t enían que em pezar los t urnos para el alm uerzo, y luego para la cena, y en t oda la sem ana
sólo pudieron hacer un paseo a las plant aciones. Al anochecer, las m onj as est aban agot adas,
incapacit adas para m overse, para im part ir una orden m ás, y t odavía el t ropel de adolescent es
incansables est aba en el pat io cant ando desabridos him nos escolares. Un día est uvieron a punt o
de at ropellar a Úrsula, que se em peñaba en ser út il precisam ent e donde m ás est orbaba. Ot ro día,
las m onj as arm aron un alborot o porque el coronel Aureliano Buendía orinó baj o el cast año sin
preocuparse de que las colegialas est uvieran en el pat io. Am arant a est uvo a punt o de sem brar el
pánico, porque una de las m onj as ent ró a la cocina cuando ella est aba salando la sopa, y lo único
que se le ocurrió fue pregunt ar qué eran aquellos puñados de polvo blanco.
- Arsénico - dij o Am arant a.
La noche de su llegada, las est udiant es se em brollaron de t al m odo t rat ando de ir al excusado
ant es de acost arse, que a la una de la m adrugada t odavía est aban ent rando las últ im as.
Fernanda com pró ent onces set ent a y dos bacinillas, pero sólo consiguió convert ir en un problem a
m at inal el problem a noct urno, porque desde el am anecer había frent e al excusado una larga fila
de m uchachas, cada una con su bacinilla en la m ano, esperando t urno para lavarla. Aunque
algunas sufrieron calent uras y a varias se les infect aron las picaduras de los m osquit os, la
m ayoría dem ost ró una resist encia inquebrant able frent e a las dificult ades m ás penosas, y aun a
la hora de m ás calor corret eaban en el j ardín. Cuando por fin se fueron, las flores est aban
dest rozadas, los m uebles part idos y las paredes cubiert as de dibuj os y let reros, pero Fernanda les
perdonó los est ragos en el alivio de la part ida. Devolvió las cam as y t aburet es prest ados y guardó
las set ent a y dos bacinillas en el cuart o de Melquíades. La clausurada habit ación, en t orno a la
cual giró en ot ro t iem po la vida espirit ual de la casa, fue conocida desde ent onces com o el cuart o
de las bacinillas. Para el coronel Aureliano Buendía, ese era el nom bre m ás apropiado, porque
m ient ras el rest o de la fam ilia seguía asom brándose de que la pieza de Melquíades fuera inm une
al polvo y la dest rucción, él la veía convert ida en un m uladar. De t odos m odos, no parecía
im port arle quién t enía la razón, y si se ent eró del dest ino del cuart o fue porque Fernanda est uvo
pasando y pert urbando su t rabaj o una t arde ent era para guardar las bacinillas.
Por esos días reapareció José Arcadio Segundo en la casa. Pasaba de largo por el corredor, sin
saludar a nadie, y se encerraba en el t aller a conversar con el coronel. A pesar de que no podía
verlo, Úrsula analizaba el t aconeo de sus bot as de capat az, y se sorprendía de la dist ancia
insalvable que lo separaba de la fam ilia, inclusive del herm ano gem elo con quien j ugaba en la
infancia ingeniosos j uegos de confusión, y con el cual no t enía ya ningún rasgo com ún. Era lineal,
solem ne, y t enía un est ar pensat ivo, y una t rist eza de sarraceno, y un resplandor lúgubre en el
rost ro color de ot oño. Era el que m ás se parecía a su m adre, Sant a Sofía de la Piedad. Úrsula se
reprochaba la t endencia a olvidarse de él al hablar de la fam ilia, pero cuando lo sint ió de nuevo
en la casa, y advirt ió que el coronel lo adm it ía en el t aller durant e las horas de t rabaj o, volvió a
exam inar sus viej os recuerdos, y confirm ó la creencia de que en algún m om ent o de la infancia se
había cam biado con su herm ano gem elo, porque era él y no el ot ro quien debía llam arse
Aureliano. Nadie conocía los porm enores de su vida. En un t iem po se supo que no t enía una
residencia fij a, que criaba gallos en casa de Pilar Ternera, y que a veces se quedaba a dorm ir allí,
pero que casi siem pre pasaba la noche en los cuart os de las m at ronas francesas. Andaba al
garet e, sin afect os, sin am biciones, com o una est rella errant e en el sist em a planet ario de Úrsula.
En realidad, José Arcadio Segundo no era m iem bro de la fam ilia, ni lo sería j am ás de ot ra,
desde la m adrugada dist ant e en que el coronel Gerineldo Márquez lo llevó al cuart el, no para que
viera un fusilam ient o, sino para que no olvidara en el rest o de su vida la sonrisa t rist e y un poco
burlona del fusilado. Aquél no era sólo su recuerdo m ás ant iguo, sino el único de su niñez. El
ot ro, el de un anciano con un chaleco anacrónico y un som brero de alas de cuervo que cont aba
m aravillas frent e a una vent ana deslum brant e, no lograba sit uarlo en ninguna época. Era un
recuerdo inciert o, ent eram ent e desprovist o de enseñanzas o nost algia, al cont rario del recuerdo
del fusilado, que en realidad había definido el rum bo de su vida, y regresaba a su m em oria cada
vez m ás nít ido a m edida que envej ecía, com o si el t ranscurso del t iem po lo hubiera ido
aproxim ando. Úrsula t rat ó de aprovechar a José Arcadio Segundo para que el coronel Aureliano
Buendía abandonara su encierro. «Convéncelo de que vaya al cine - le decía- . Aunque no le

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Gabriel García Márquez

gust en las películas t endrá por lo m enos una ocasión de respirar aire puro.» Pero no t ardó en
darse cuent a de que él era t an insensible a sus súplicas com o hubiera podido serlo el coronel, y
que est aban acorazados por la m ism a im perm eabilidad a los afect os. Aunque nunca supo, ni lo
supo nadie, de qué hablaban en los prolongados encierros del t aller, ent endió que fueran ellos los
únicos m iem bros de la fam ilia que parecían vinculados por las afinidades.
La verdad es que ni José Arcadio Segundo hubiera podido sacar al coronel de su encierro. La
invasión escolar había rebasado los lím it es de su paciencia. Con el pret ext o de que el dorm it orio
nupcial est aba a m erced de las polillas a pesar de la dest rucción de las apet it osas m uñecas de
Rem edios, colgó una ham aca en el t aller, y ent onces lo abandonó solam ent e para ir al pat io a
hacer sus necesidades. Úrsula no conseguía hilvanar con él una conversación t rivial. Sabía que no
m iraba los plat os de com ida, sino que los ponía en un ext rem o del m esón m ient ras t erm inaba el
pescadit o, y no le im port aba si la sopa se llenaba de nat a y se enfriaba la carne. Se endureció
cada vez m ás desde que el coronel Gerineldo Márquez se negó a secundario en una guerra senil.
Se encerró con t ranca dent ro de sí m ism o, y la fam ilia t erm inó por pensar en él com o si hubiera
m uert o. No se le volvió a ver una reacción hum ana, hast a un once de oct ubre en que salió a la
puert a de la calle para ver el desfile de un circo. Aquella había sido para el coronel Aureliano
Buendía una j ornada igual a t odas las de sus últ im os años. A las cinco de la m adrugada lo
despert ó el alborot o de los sapos y los grillos en el ext erior del m uro. La llovizna persist ía desde
el sábado, y él no hubiera t enido necesidad de oír su m inucioso cuchicheo en las hoj as del j ardín,
porque de t odos m odos lo hubiera sent ido en el frío de los huesos. Est aba, com o siem pre,
arropado con la m ant a de lana, y con los largos calzoncillos de algodón crudo que seguía usando
por com odidad, aunque a causa de su polvorient o anacronism o él m ism o los llam aba «calzoncillos
de godo». Se puso los pant alones est rechos, pero no se cerró las presillas ni se puso en el cuello
de la cam isa el bot ón de oro que usaba siem pre, porque t enía el propósit o de darse un baño.
Luego se puso la m ant a en la cabeza, com o un capirot e, se peinó con los dedos el bigot e
chorreado, y fue a orinar en el pat io. Falt aba t ant o para que saliera el sol que José Arcadio
Buendía dorm it aba t odavía baj o el cobert izo de palm as podridas por la llovizna. Él no lo vio, com o
no lo había vist o nunca, ni oyó la frase incom prensible que le dirigió el espect ro de su padre
cuando despert ó sobresalt ado por el chorro de orín calient e que le salpicaba los zapat os. Dej ó el
baño para m ás t arde, no por el frío y la hum edad, sino por la niebla opresiva de oct ubre. De
regreso al t aller percibió el olor de pabilo de los fogones que est aba encendiendo Sant a Sofía de
la Piedad, y esperó en la cocina a que hirviera el café para llevarse su t azón sin azúcar. Sant a
Sofía de la Piedad le pregunt ó, com o t odas las m añanas, en qué día de la sem ana est aban, y él
cont est ó que era m art es, once de oct ubre. Viendo a la im pávida m uj er dorada por el resplandor
del fuego, que ni en ese ni en ningún ot ro inst ant e de su vida parecía exist ir por com plet o,
recordó de pront o que un once de oct ubre, en plena guerra, lo despert ó la cert idum bre brut al de
que la m uj er con quien había dorm ido est aba m uert a. Lo est aba, en realidad, y no olvidaba la
fecha porque t am bién ella le había pregunt ado una hora ant es en qué día est aban. A pesar de la
evocación, t am poco est a vez t uvo conciencia de hast a qué punt o lo habían abandonado los
presagios, y m ient ras hervía el café siguió pensando por pura curiosidad, pero sin el m ás
insignificant e riesgo de nost algia, en la m uj er cuyo nom bre no conoció nunca, y cuyo rost ro no
vio con vida porque había llegado hast a su ham aca t ropezando en la oscuridad. Sin em bargo, en
el vacío de t ant as m uj eres com o llegaron a su vida en igual form a, no recordó que fue ella la que
en el delirio del prim er encuent ro est aba a punt o de naufragar en sus propias lágrim as, y apenas
una hora ant es de m orir había j urado am arlo hast a la m uert e. No volvió a pensar en ella, ni en
ninguna ot ra, después de que ent ró al t aller con la t aza hum eant e, y encendió la luz para cont ar
los pescadit os de oro que guardaba en un t arro de lat a. Había diecisiet e. Desde que decidió no
venderlos, seguía fabricando dos pescadit os al día, y cuando com plet aba veint icinco volvía a
fundirlos en el crisol para em pezar a hacerlos de nuevo. Trabaj ó t oda la m añana absort o, sin
pensar en nada, sin darse cuent a de que a las diez arreció la lluvia y alguien pasó frent e al t aller
grit ando que cerraran las puert as para que no se inundara la casa. y sin darse cuent a ni siquiera
de sí m ism o hast a que Úrsula ent ró con el alm uerzo y apagó la luz.
- ¡Qué lluvia! - dij o Úrsula.
- Oct ubre - dij o él.
Al decirlo, no levant ó la vist a del prim er pescadit o del día, porque est aba engast ando los rubíes
de los oj os. Sólo cuando lo t erm inó y lo puso con los ot ros en el t arro, em pezó a t om ar la sopa.
Luego se com ió, m uy despacio, el pedazo de carne guisada con cebolla, el arroz blanco y las

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Gabriel García Márquez

t aj adas de plát ano frit as, t odo j unt o en el m ism o plat o. Su apet it o no se alt eraba ni en las
m ej ores ni en las m ás duras circunst ancias. Al t érm ino del alm uerzo experim ent ó la zozobra de la
ociosidad. Por una especie de superst ición cient ífica, nunca t rabaj aba, ni leía, ni se bañaba, ni
hacía el am or ant es de que t ranscurrieran dos horas de digest ión, y era una creencia t an
arraigada que varias veces ret rasó operaciones de guerra para no som et er la t ropa a los riesgos
de una congest ión. De m odo que se acost ó en la ham aca, sacándose la cera de los oídos con un
cort aplum as, y a los pocos m inut os se quedó dorm ido. Soñó que ent raba en una casa vacía, de
paredes blancas, y que lo inquiet aba la pesadum bre de ser el prim er ser hum ano que ent raba en
ella. En el sueño recordó que había soñado lo m ism o la noche ant erior y en m uchas noches de los
últ im os años, y supo que la im agen se habría borrado de su m em oria al despert ar, porque aquel
sueño recurrent e t enía la virt ud de no ser recordado sino dent ro del m ism o sueño. Un m om ent o
después, en efect o, cuando el peluquero llam ó a la puert a del t aller, el coronel Aureliano Buendía
despert ó con la im presión de que involunt ariam ent e se había quedado dorm ido por breves
segundos, y que no había t enido t iem po de soñar nada.
- Hoy no - le dij o al peluquero- . Nos vem os el viernes.
Tenía una barba de t res días, m ot eada de pelusas blancas, pero no creía necesario afeit arse si
el viernes se iba a cort ar el pelo y podía hacerlo t odo al m ism o t iem po. El sudor pegaj oso de la
siest a indeseable revivió en sus axilas las cicat rices de los golondrinos. Había escam pado, pero
aún no salía el sol. El coronel Aureliano Buendía em it ió un eruct o sonoro que le devolvió al
paladar la acidez de la sopa, y que fue com o una orden del organism o para que se echara la
m ant a en los hom bros y fuera al excusado. Allí perm aneció m ás del t iem po necesario, acuclillado
sobre la densa ferm ent ación que subía del caj ón de m adera, hast a que la cost um bre le indicó que
era hora de reanudar el t rabaj o. Durant e el t iem po que duró la espera volvió a recordar que era
m art es, y que José Arcadio Segundo no había est ado en el t aller porque era día de pago en las
fincas de la com pañía bananera. Ese recuerdo, com o t odos los de los últ im os años, lo llevó sin
que viniera a cuent o a pensar en la guerra. Recordó que el coronel Gerineldo Márquez le había
prom et ido alguna vez conseguirle un cabal lo con una est rella blanca en la frent e, y que nunca se
había vuelt o a hablar de eso. Luego derivó hacia episodios dispersos, pero los evocó sin
calificarlos, porque a fuerza de no poder pensar en ot ra cosa había aprendido a pensar en frío,
para que los recuerdos ineludibles no le last im aran ningún sent im ient o. De regreso al t aller,
viendo que el aire em pezaba a secar, decidió que era un buen m om ent o para bañarse, pero
Am arant a se le había ant icipado. Así que em pezó el segundo pescadit o del día. Est aba
engarzando la cola cuando el sol salió con t ant a fuerza que la claridad cruj ió com o un balandro. El
aire lavado por la llovizna de t res días se llenó de horm igas voladoras. Ent onces cayó en la cuent a
de que t enía deseos de orinar, y los est aba aplazando hast a que acabara de arm ar el pescadit o.
I ba para el pat io, a las cuat ro y diez, cuando oyó los cobres lej anos, los ret um bos del bom bo y el
j úbilo de los niños, y por prim era vez desde su j uvent ud pisó conscient em ent e una t ram pa de la
nost algia, y revivió la prodigiosa t arde de git anos en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Sant a Sofía de la Piedad abandonó lo que est aba haciendo en la cocina y corrió hacia la puert a.
- Es el circo - grit ó.
En vez de ir al cast año, el coronel Aureliano Buendía fue t am bién a la puert a de la calle y se
m ezcló con los curiosos que cont em plaban el desfile. Vio una m uj er vest ida de oro en el cogot e
de un elefant e. Vio un drom edario t rist e. Vio un oso vest ido de holandesa que m arcaba el com pás
de la m úsica con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo m arom as en la cola del
desfile, y le vio ot ra vez la cara a su soledad m iserable cuando t odo acabó de pasar, y no quedó
sino el lum inoso espacio en la calle, y el aire lleno de horm igas voladoras, y unos cuant os
curiosos asom ados al precipicio de la incert idum bre. Ent onces fue al cast año, pensando en el
circo, y m ient ras orinaba t rat ó de seguir pensando en el circo, pero ya no encont ró el recuerdo.
Met ió la cabeza ent re los hom bros, com o un pollit o, y se quedó inm óvil con la frent e apoyada en
el t ronco del cast año. La fam ilia no se ent eró hast a el día siguient e, a las once de la m añana,
cuando Sant a Sofía de la Piedad fue a t irar la basura en el t raspat io y le llam ó la at ención que
est uvieran baj ando los gallinazos.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

XIV

Las últ im as vacaciones de Mem e coincidieron con el lut o por la m uert e del coronel Aureliano
Buendía. En la casa cerrada no había lugar para fiest as. Se hablaba en susurros, se com ía en
silencio, se rezaba el rosario t res veces al día, y hast a los ej ercicios de clavicordio en el calor de
la siest a t enían una resonancia fúnebre. A pesar de su secret a host ilidad cont ra el coronel, fue
Fernanda quien im puso el rigor de aquel duelo, im presionada por la solem nidad con que el
gobierno exalt ó la m em oria del enem igo m uert o. Aureliano Segundo volvió com o de cost um bre a
dorm ir en la casa m ient ras pasaban las vacaciones de su hij a, y algo debió hacer Fernanda para
recuperar sus privilegios de esposa legít im a, porque el año siguient e encont ró Mem e una
herm anit a recién nacida, a quien baut izaron cont ra la volunt ad de la m adre con el nom bre de
Am arant a Úrsula.
Mem e había t erm inado sus est udios. El diplom a que la acredit aba com o concert ist a de
clavicordio fue rat ificado por el virt uosism o con que ej ecut ó t em as populares del siglo XVI I en la
fiest a organizada para celebrar la culm inación de sus est udios, y con la cual se puso t érm ino al
duelo. Los invit ados adm iraron, m ás que su art e, su rara dualidad. Su caráct er frívolo y hast a un
poco infant il no parecía adecuado para ninguna act ividad seria, pero cuando se sent aba al
clavicordio se t ransform aba en una m uchacha diferent e, cuya m adurez im previst a le daba un aire
de adult o. Así fue siem pre. En verdad no t enía una vocación definida, pero había logrado las m ás
alt as calificaciones m ediant e una disciplina inflexible, para no cont rariar a su m adre. Habrían
podido im ponerle el aprendizaj e de cualquier ot ro oficio y los result ados hubieran sido los
m ism os. Desde m uy niña le m olest aba el rigor de Fernanda, su cost um bre de decidir por los
dem ás, y habría sido capaz de un sacrificio m ucho m ás duro que las lecciones de clavicordio, sólo
por no t ropezar con su int ransigencia. En el act o de clausura la im presión de que el pergam ino
con let ras gót icas y m ayúsculas hist oriadas la liberaba de un com prom iso que había acept ado no
t ant o por obediencia com o por com odidad, y creyó que a part ir de ent onces ni la porfiada
Fernanda volvería a preocuparse por un inst rum ent o que hast a las m onj as consideraban com o un
fósil de m useo. En los prim eros años creyó que sus cálculos eran errados, porque después de
haber dorm ido a m edia ciudad no sólo en la sala de visit as, sino en cuant as veladas benéficas,
sesiones escolares y conm em oraciones pat riót icas se celebraban en Macondo, su m adre siguió in-
vit ando a t odo recién llegado que suponía capaz de apreciar las virt udes de la hij a. Sólo después
de la m uert e de Am arant a, cuando la fam ilia volvió a encerrarse por un t iem po en el lut o, pudo
Mem e clausurar el clavicordio y olvidar la llave en cualquier ropero, sin que Fernanda se
m olest ara en averiguar en qué m om ent o ni por culpa de quién se había ext raviado. Mem e resist ió
las exhibiciones con el m ism o est oicism o con que se consagró al aprendizaj e. Era el precio de su
libert ad. Fernanda est aba t an com placida con su docilidad y t an orgullosa de la adm iración que
despert aba su art e, que nunca se opuso a que t uviera la casa llena de am igas, y pasara la t arde
en las plant aciones y fuera al cine con Aureliano Segundo o con señoras de confianza, siem pre
que la película hubiera sido aut orizada en el púlpit o por el padre Ant onio I sabel. En aquellos rat os
de esparcim ient o se revelaban los verdaderos gust os de Mem e. Su felicidad est aba en el ot ro
ext rem o de la disciplina, en las fiest as ruidosas, en los com adreos de enam orados, en los pro-
longados encierros con sus am igas, donde aprendían a fum ar y conversaban de asunt os de
hom bres, y donde una vez se les pasó la m ano con t res bot ellas de ron de caña y t erm inaron
desnudas m idiéndose y com parando las part es de sus cuerpos. Mem e no olvidaría j am ás la noche
en que ent ró en la casa m ast icando rizom as de regaliz, y sin que advirt ieran su t rast orno se sent ó
a la m esa en que Fernanda y Am arant a cenaban sin dirigirse la palabra. Había pasado dos horas
t rem endas en el dorm it orio de una am iga, llorando de risa y de m iedo, y en el ot ro lado de la
crisis había encont rado el raro sent im ient o de valent ía que le hizo falt a para fugarse del colegio y
decirle a su m adre con esas o con ot ras palabras que bien podía ponerse una lavat iva de
clavicordio. Sent ada en la cabecera de la m esa, t om ando un caldo de pollo que le caía en el
est óm ago com o un elixir de resurrección, Mem e vio ent onces a Fernanda y Am arant a envuelt as
en el halo acusador de la realidad. Tuvo que hacer un grande esfuerzo para no echarles en cara

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

sus rem ilgos, su pobreza de espírit u, sus delirios de grandeza. Desde las segundas vacaciones se
había ent erado de que su padre sólo vivía en la casa por guardar las apariencias, y conociendo a
Fernanda com o la conocía y habiéndoselas arreglado m ás t arde para conocer a Pet ra Cot es, le
concedió la razón a su padre. Tam bién ella hubiera preferido ser la hij a de la concubina. En el
em bot am ient o del alcohol, Mem e pensaba con deleit e en el escándalo que se habría suscit ado si
en aquel m om ent o hubiera expresado sus pensam ient os, y fue t an int ensa la ínt im a sat isfacción
de la picardía, que Fernanda la advirt ió.
- ¿Qué t e pasa? - pregunt ó.
- Nada - cont est ó Mem e- . Que apenas ahora descubro cuánt o las quiero.
Am arant a se asust ó con la evident e carga de odio que llevaba la declaración. Pero Fernanda se
sint ió t an conm ovida que creyó volverse loca cuando Mem e despert ó a m edianoche con la cabeza
cuart eada por el dolor, y ahogándose en vóm it os de hiel. Le dio un frasco de aceit e de cast or, le
puso cat aplasm as en el vient re y bolsas de hielo en la cabeza, y la obligó a cum plir la diet a y el
encierro de cinco días ordenados por el nuevo ext ravagant e m édico francés que, después de
exam inarla m ás de dos horas, llegó a la conclusión nebulosa de que t enía un t rast orno propio de
m uj er. Abandonada por la valent ía, en un m iserable est ado de desm oralización, a Mem e no le
quedó ot ro recurso que aguant ar. Úrsula, ya com plet am ent e ciega, pero t odavía act iva y lúcida,
fue la única que int uyó el diagnóst ico exact o. «Para m í - pensó- , est as son las m ism as cosas que
les dan a los borrachos.» Pero no sólo rechazó la idea, sino que se reprochó la ligereza de
pensam ient o. Aureliano Segundo sint ió un ret ort ij ón de conciencia cuando vio el est ado de
post ración de Mem e, y se prom et ió ocuparse m ás de ella en el fut uro. Fue así com o nació la
relación de alegre cam aradería ent re el padre y la hij a, que lo liberó a él por un t iem po de la
am arga soledad de las parrandas, y la liberó a ella de la t ut ela de Fernanda sin t ener que
provocar la crisis dom ést ica que ya parecía inevit able. Aureliano Segundo aplazaba ent onces
cualquier com prom iso para est ar con Mem e, por llevarla al cine o al circo, y le dedicaba la m ayor
part e de su ocio. En los últ im os t iem pos, el est orbo de la obesidad absurda que ya no le perm it ía
am arrarse los cordones de los zapat os, y la sat isfacción abusiva de t oda clase de apet it os, habían
em pezado a agriarle el caráct er. El descubrim ient o de la hij a le rest it uyó la ant igua j ovialidad, y
el gust o de est ar con ella lo iba apart ando poco a poco de la disipación. Mem e despunt aba en una
edad frut al. No era bella, com o nunca lo fue Am arant a, pero en cam bio era sim pát ica,
descom plicada, y t enía la virt ud de caer bien desde el prim er m om ent o. Tenía un espírit u m o-
derno que last im aba la ant icuada sobriedad y el m al disim ulado corazón cicat ero de Fernanda, y
que en cam bio Aureliano Segundo se com placía en pat rocinar. Fue él quien resolvió sacarla del
dorm it orio que ocupaba desde niña, y donde los pávidos oj os de los sant os seguían alim ent ando
sus t errores de adolescent e, y le am uebló un cuart o con una cam a t ronal, un t ocador am plio y
cort inas de t erciopelo, sin caer en la cuent a de que est aba haciendo una segunda versión del
aposent o de Pet ra Got es. Era t an pródigo con Mem e que ni siquiera sabía cuánt o dinero le
proporcionaba, porque ella m ism a se lo sacaba de los bolsillos, y la m ant enía al t ant o de cuant a
novedad em bellecedora llegaba a los com isariat os de la com pañía bananera. El cuart o de Mem e
se llenó de alm ohadillas de piedra póm ez para pulirse las uñas, rizadores de cabellos, brilladores
de dient es, colirios para languidecer la m irada, y t ant os y t an novedosos cosm ét icos y art efact os
de belleza que cada vez que Fernanda ent raba en el dorm it orio se escandalizaba con la idea de
que el t ocador de la hij a debía ser igual al de las m at ronas francesas. Sin em bargo, Fernanda
andaba en esa época con el t iem po dividido ent re la pequeña Am arant a Úrsula, que era
caprichosa y enferm iza, y una em ocionant e correspondencia con los m édicos invisibles. De m odo
que cuando advirt ió la com plicidad del padre con la hij a, la única prom esa que le arrancó a
Aureliano Segundo fue que nunca llevaría a Mem e a casa de Pet ra Cot es. Era una advert encia sin
sent ido, porque la concubina est aba t an m olest a con la cam aradería de su am ant e con la hij a que
no quería saber nada de ella. La at orm ent aba un t em or desconocido, com o si el inst int o le
indicara que Mem e, con sólo desearlo, podría conseguir lo que no pudo conseguir Fernanda:
privarla de un am or que ya consideraba asegurado hast a la m uert e. Por prim era vez t uvo que
soport ar Aureliano Segundo las caras duras y las virulent as cant alet as de la concubina, y hast a
t em ió que sus t raídos y llevados baúles hicieran el cam ino de regreso a casa de la esposa. Est o
no ocurrió. Nadie conocía m ej or a un hom bre que Pet ra Cot es a su am ant e, y sabía que los
baúles se quedarían donde los m andaran, porque si algo det est aba Aureliano Segundo era com -
plicarse la vida con rect ificaciones y m udanzas. De m odo que los baúles se quedaron donde
est aban, y Pet ra Cot es se em peñó en reconquist ar al m arido afilando las únicas arm as con que no

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

podía disput árselo la hij a. Fue t am bién un esfuerzo innecesario, porque Mem e no t uvo nunca el
propósit o de int ervenir en los asunt os de su padre, y seguram ent e si lo hubiera hecho habría sido
en favor de la concubina. No le sobraba t iem po para m olest ar a nadie. Ella m ism a barría el
dorm it orio y arreglaba la cam a, com o le enseñaron las m onj as. En la m añana se ocupaba de su
ropa, bordando en el corredor o cosiendo en la viej a m áquina de m anivela de Am arant a. Mient ras
los ot ros hacían la siest a, pract icaba dos horas el clavicordio, sabiendo que el sacrificio diario
m ant endría calm ada a Fernanda. Por el m ism o m ot ivo seguía ofreciendo conciert os en bazares
eclesiást icos y veladas escolares, aunque las solicit udes eran cada vez m enos frecuent es. Al
at ardecer se arreglaba, se ponía sus t raj es sencillos y sus duros borceguíes, y si no t enía algo que
hacer con su padre iba a casas de am igas, donde perm anecía hast a la hora de la cena. Era
excepcional que Aureliano Segundo no fuera a buscarla ent onces para llevarla al cine.
Ent re las am igas de Mem e había t res j óvenes nort eam ericanas que rom pieron el cerco del
gallinero elect rificado y est ablecieron am ist ad con m uchachas de Macondo. Una de ellas era
Pat ricia Brown. Agradecido con la hospit alidad de Aureliano Segundo, el señor Brown le abrió a
Mem e las puert as de su casa y la invit ó a los bailes de los sábados, que eran los únicos en que los
gringos alt ernaban con los nat ivos. Cuando Fernanda lo supo, se olvidó por un m om ent o de
Am arant a Úrsula y los m édicos invisibles, y arm ó t odo un m elodram a. «I m agínat e - le dij o a
Mem e- lo que va a pensar el coronel en su t um ba.» Est aba buscando, por supuest o, el apoyo de
Úrsula. Pero la anciana ciega, al cont rario de lo que t odos esperaban, consideró que no había
nada reprochable en que Mem e asist iera a los bailes y cult ivara am ist ad con las nort eam ericanas
de su edad, siem pre que conservara su firm eza de crit erio y no se dej ara convert ir a la religión
prot est ant e. Mem e capt ó m uy bien el pensam ient o de la t at arabuela, y al día siguient e de los
bailes se levant aba m ás t em prano que de cost um bre para ir a m isa. La oposición de Fernanda
resist ió hast a el día en que Mem e la desarm ó con la not icia de que los nort eam ericanos querían
oírla t ocar el clavicordio. El inst rum ent o fue sacado una vez m ás de la casa y llevado a la del
señor Brown, donde, en efect o, la j oven concert ist a recibió los aplausos m ás sinceros y las fe-
licit aciones m ás ent usiast as. Desde ent onces no sólo la invit aron a los bailes, sino t am bién a los
baños dom inicales en la piscina, y a alm orzar una vez por sem ana. Mem e aprendió a nadar com o
una profesional, a j ugar al t enis y a com er j am ón de Virginia con rebanadas de piña. Ent re bailes,
piscina y t enis, se encont ró de pront o desenredándose en inglés. Aureliano Segundo se
ent usiasm ó t ant o con los progresos de la hij a que le com pró a un vendedor viaj ero una
enciclopedia inglesa en seis volúm enes y con num erosas lám inas de colores, que Mem e leía en
sus horas libres. La lect ura ocupó la at ención que ant es dest inaba a los com adreos de
enam orados o a los encierros experim ent ales con sus am igas, no porque se lo hubiera im puest o
com o disciplina, sino porque ya había perdido t odo int erés en com ent ar m ist erios que eran del
dom inio público. Recordaba la borrachera com o una avent ura infant il, y le parecía t an divert ida
que se la cont ó a Aureliano Segundo, y a ést e le pareció m ás divert ida que a ella. «Si t u m adre lo
supiera», le dij o, ahogándose de risa, com o le decía siem pre que ella le hacía una confidencia. Él
le había hecho prom et er que con la m ism a confianza lo pondría al corrient e de su prim er
noviazgo, y Mem e le había cont ado que sim pat izaba con un pelirroj o nort eam ericano que fue a
pasar vacaciones con sus padres. «Qué barbaridad - rió Aureliano Segundo- . Si t u m adre lo
supiera.» Pero Mem e le cont ó t am bién que el m uchacho había regresado a su país y no había
vuelt o a dar señales de vida. Su m adurez de crit erio afianzó la paz dom ést ica. Aureliano Segundo
dedicaba ent onces m ás horas a Pet ra Cot es, y aunque ya el cuerpo y el alm a no le daban para
parrandas com o las de ant es, no perdía ocasión de prom overías y de desenfundar el acordeón,
que ya t enía algunas t eclas am arradas con cordones de zapat os. En la casa, Am arant a bordaba
su int erm inable m ort aj a, y Úrsula se dej aba arrast rar por la decrepit ud hacia el fondo de las
t inieblas, donde lo único que seguía siendo visible era el espect ro de José Arcadio Buendía baj o el
cast año. Fernanda consolidó su aut oridad. Las cart as m ensuales a su hij o José Arcadio no
llevaban ent onces una línea de m ent ira, y solam ent e le ocult aba su correspondencia con los m é-
dicos invisibles, que le habían diagnost icado un t um or benigno en el int est ino grueso y est aban
preparándola para pract icarle una int ervención t elepát ica.
Se hubiera dicho que en la cansada m ansión de los Buendía había paz y felicidad rut inaria para
m ucho t iem po si la int em pest iva m uert e de Am arant a no hubiera prom ovido un nuevo escándalo.
Fue un acont ecim ient o inesperado. Aunque est aba viej a y apart ada de t odos, t odavía se not aba
firm e y rect a, v con la salud de piedra que t uvo siem pre. Nadie conoció su pensam ient o desde la
t arde en que rechazó definit ivam ent e al coronel Gerineldo Márquez y se encerró a llorar. Cuando

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Gabriel García Márquez

salió, había agot ado t odas sus lágrim as. No se le vio llorar con la subida al cielo de Rem edios, la
bella, ni con el ext erm inio de los Aurelianos, ni con la m uert e del coronel Aureliano Buendía, que
era la persona que m ás quiso en est e m undo, aunque sólo pudo dem ost rárselo cuando
encont raron su cadáver baj o el cast año. Ella ayudó a levant ar el cuerpo. Lo vist ió con sus arreos
de guerrero, lo afeit ó, lo peiné, y le engom ó el bigot e m ej or que él m ism o no lo hacía en sus años
de gloria. Nadie pensó que hubiera am or en aquel act o, porque est aban acost um brados a la
fam iliaridad de Am arant a con los rit os de la m uert e. Fernanda se escandalizaba de que no
ent endiera las relaciones del cat olicism o con la vida, sino únicam ent e sus relaciones con la
m uert e, com o si no fuera una religión, sino un prospect o de convencionalism os funerarios.
Am arant a est aba dem asiado enredada en el berenj enal de sus recuerdos para ent ender aquellas
sut ilezas apologét icas. Había llegado a la vej ez con t odas sus nost algias vivas. Cuando escuchaba
los valses de Piet ro Crespi sent ía los m ism os deseos de llorar que t uvo en la adolescencia, com o
si el t iem po y los escarm ient os no sirvieran de nada. Los rollos de m úsica que ella m ism a había
echado a la basura con el pret ext o de que se est aban pudriendo con la hum edad, seguían girando
y golpeando m art inet es en su m em oria. Había t rat ado de hundirlos en la pasión pant anosa que se
perm it ió con su sobrino Aureliano José, y había t rat ado de refugiarse en la prot ección serena y
viril del coronel Gerineldo Márquez, pero no había conseguido derrot arlos ni con el act o m ás
desesperado de su vej ez, cuando bañaba al pequeño José Arcadio t res años ant es de que lo
m andaran al sem inario, y lo acariciaba no com o podía hacerlo una abuela con un niet o, sino com o
lo hubiera hecho una m uj er con un hom bre, com o se cont aba que lo hacían las m at ronas
francesas, y com o ella quiso hacerlo con Piet ro Crespi, a los doce, los cat orce años, cuando lo vio
con sus pant alones de baile y la varit a m ágica con que llevaba el com pás del m et rónom o. A veces
le dolía haber dej ado a su paso aquel reguero de m iseria, y a veces le daba t ant a rabia que se
pinchaba los dedos con las aguj as, pero m ás le dolía y m ás rabia le daba y m ás la am argaba el
fragant e y agusanado guayabal de am or que iba arrast rando hacia la m uert e. Com o el coronel
Aureliano Buendía pensaba en la guerra, sin poder evit arlo, Am arant a pensaba en Rebeca. Pero
m ient ras su herm ano había conseguido est erilizar los recuerdos, ella sólo había conseguido
escaldarlos. Lo único que le rogó a Dios durant e m uchos años fue que no le m andara el cast igo
de m orir ant es que Rebeca. Cada vez que pasaba por su casa y advert ía los progresos de la
dest rucción se com placía con la idea de que Dios la est aba oyendo. Una t arde, cuando cosía en el
corredor, la asalt ó la cert idum bre de que ella est aría sent ada en ese lugar, en esa m ism a posición
y baj o esa m ism a luz, cuando le llevaran la not icia de la m uert e de Rebeca. Se sent ó a esperarla,
com o quien espera una cart a, y era ciert o que en una época arrancaba bot ones para volver a
pegarlos, de m odo que la ociosidad no hiciera m ás larga y angust iosa la espera. Nadie se dio
cuent a en la casa de que Am arant a t ej ió ent onces una preciosa m ort aj a para Rebeca. Más t arde,
cuando Aureliano Trist e cont ó que la había vist o convert ida en una im agen de aparición, con la
piel cuart eada y unas pocas hebras am arillent as en el cráneo, Am arant a no se sorprendió, porque
el espect ro descrit o era igual al que ella im aginaba desde hacía m ucho t iem po. Había decidido
rest aurar el cadáver de Rebeca, disim ular con parafina los est ragos del rost ro y hacerle una
peluca con el cabello de los sant os. Fabricaría un cadáver herm oso, con la m ort aj a de lino y un
at aúd forrado de peluche con vuelt as de púrpura, y lo pondría a disposición de los gusanos en
unos funerales espléndidos. Elaboró el plan con t ant o odio que la est rem eció la idea de que lo
habría hecho de igual m odo si hubiera sido con am or, pero no se dej ó at urdir por la confusión,
sino que siguió perfeccionando los det alles t an m inuciosam ent e que llegó a ser m ás que una
especialist a, una virt uosa en los rit os de la m uert e. Lo único que no t uvo en cuent a en su plan
t rem endist a fue que, a pesar de sus súplicas a Dios, ella podía m orirse prim ero que Rebeca. Así
ocurrió, en efect o. Pero en el inst ant e final Am arant a no se sint ió frust rada, sino por el cont rario
liberada de t oda am argura, porque la m uert e le deparó el privilegio de anunciarse con varios años
de ant icipación. La vio un m ediodía ardient e, cosiendo con ella en el corredor, poco después de
que Mem e se fue al colegio. La reconoció en el act o, y no había nada pavoroso en la m uert e,
porque era una m uj er vest ida de azul con el cabello largo, de aspect o un poco ant icuado, y con
un ciert o parecido a Pilar Ternera en la época en que las ayudaba en los oficios de cocina. Varias
veces Fernanda est uvo present e y no la vio, a pesar de que era t an real, t an hum ana, que en
alguna ocasión le pidió a Am arant a el favor de que le ensart ara una aguj a. La m uert e no le dij o
cuándo se iba a m orir ni si su hora est aba señalada ant es que la de Rebeca, sino que le ordenó
em pezar a t ej er su propia m ort aj a el próxim o seis de abril. La aut orizó para que la hiciera t an
com plicada y prim orosa com o ella quisiera, pero t an honradam ent e com o hizo la de Rebeca, y le

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advirt ió que había de m orir sin dolor, ni m iedo, ni am argura, al anochecer del día en que la
t erm inara. Trat ando de perder la m ayor cant idad posible de t iem po, Am arant a encargó las hilazas
de lino bayal y ella m ism a fabricó el lienzo. Lo hizo con t ant o cuidado que solam ent e esa labor le
llevó cuat ro años. Luego inició el bordado. A m edida que se aproxim aba el t érm ino ineludible, iba
com prendiendo que sólo un m ilagro le perm it iría prolongar el t rabaj o m ás allá de la m uert e de
Rebeca, pero la m ism a concent ración le proporcionó la calm a que le hacía falt a para acept ar la
idea de una frust ración. Fue ent onces cuando ent endió el círculo vicioso de los pescadit os de oro
del coronel Aureliano Buendía. El m undo se reduj o a la superficie de su piel, y el int erior quedó a
salvo de t oda am argura. Le dolió no haber t enido aquella revelación m uchos años ant es, cuando
aún fuera posible purificar los recuerdos y reconst ruir el universo baj o una luz nueva, y evocar sin
est rem ecerse el olor de espliego de Piet ro Crespi al at ardecer, y rescat ar a Rebeca de su salsa de
m iseria, no por odio ni por am or, sino por la com prensión sin m edidas de la soledad. El odio que
advirt ió una noche en las palabras de Mem e no la conm ovió porque la afect ara, sino porque se
sint ió repet ida en ot ra adolescencia que parecía t an lim pia com o debió parecer la suya y que, sin
em bargo, est aba ya viciada por el rencor. Pero ent onces era t an honda la conform idad con su
dest ino que ni siquiera la inquiet ó la cert idum bre de que est aban cerradas t odas las posibilidades
de rect ificación. Su único obj et ivo fue t erm inar la m ort aj a. En vez de ret ardaría con preciosism os
inút iles, com o lo hizo al principio, apresuró la labor. Una sem ana ant es calculó que daría la últ im a
punt ada en la noche del cuat ro de febrero, y sin revelarle el m ot ivo le sugirió a Mem e que
ant icipara un conciert o de clavicordio que t enía previst o para el día siguient e, pero ella no le hizo
caso. Am arant a buscó ent onces la m anera de ret rasarse cuarent a y ocho horas, y hast a pensó
que la m uert e la est aba com placiendo, porque en la noche del cuat ro de febrero una t em pest ad
descom puso la plant a eléct rica. Pero al día siguient e, a las ocho de la m añana, dio la últ im a
punt ada en la labor m ás prim orosa que m uj er alguna había t erm inado j am ás, y anunció sin el
m enor dram at ism o que m oriría al at ardecer. No sólo previno a la fam ilia, sino a t oda la población,
porque Am arant a se había hecho a la idea de que se podía reparar una vida de m ezquindad con
un últ im o favor al m undo, y pensó que ninguno era m ej or que llevarles cart as a los m uert os.
La not icia de que Am arant a Buendía zarpaba al crepúsculo llevando el correo de la m uert e se
divulgó en Macondo ant es del m ediodía, y a las t res de la t arde había en la sala un caj ón lleno de
cart as. Quienes no quisieron escribir le dieron a Am arant a recados verbales que ella anot ó en una
libret a con el nom bre y la fecha de m uert e del dest inat ario, «No se preocupe - t ranquilizaba a los
rem it ent es- . Lo prim ero que haré al llegar será pregunt ar por él, y le daré su recado.» Parecía
una farsa. Am arant a no revelaba t rast orno alguno, ni el m ás leve signo de dolor, y hast a se
not aba un poco rej uvenecida por el deber cum plido. Est aba t an derecha y esbelt a com o siem pre.
De no haber sido por los póm ulos endurecidos y la falt a de algunos dient es, habría parecido
m ucho m enos viej a de lo que era en realidad. Ella m ism a dispuso que se m et ieran las cart as en
una caj a em breada, e indicó la m anera com o debía colocarse en la t um ba para preservarla m ej or
de la hum edad. En la m añana había llam ado a un carpint ero que le t om ó las m edidas para el
at aúd, de pie, en la sala, com o si fueran para un vest ido. Se le despert ó t al dinam ism o en las
últ im as horas que Fernanda se est aba burlando de t odos. Úrsula, con la experiencia de que los
Buendía se m orían sin enferm edad, no puso en duda que Am arant a había t enido el presagio de la
m uert e, pero en t odo caso la at orm ent ó el t em or de que en el t raj ín de las cart as y la ansiedad
de que llegaran pront o los ofuscados rem it ent es la fueran a ent errar viva. Así que se em peñó en
despej ar la casa, disput ándose a grit os con los int rusos, y a las cuat ro de la t arde lo había
conseguido. A esa hora, Am arant a acababa de repart ir sus cosas ent re los pobres, y sólo había
dej ado sobre el severo at aúd de t ablas sin pulir la m uda de ropa y las sencillas babuchas de pana
que había de llevar en la m uert e. No pasó por alt o esa precaución, al recordar que cuando m urió
el coronel Aureliano Buendía hubo que com prarle un par de zapat os nuevos, porque ya sólo le
quedaban las pant uflas que usaba en el t aller. Poco ant es de las cinco, Aureliano Segundo fue a
buscar a Mem e para el conciert o, y se sorprendió de que la casa est uviera preparada para el
funeral. Si alguien parecía vivo a esa hora era la serena Am arant a, a quien el t iem po le había
alcanzado hast a para rebanarse los callos. Aureliano Segundo y Mem e se despidieron de ella con
adioses de burla, y le prom et ieron que el sábado siguient e harían la parranda de la resurrección.
At raído por las voces públicas de que Am arant a Buendía est aba recibiendo cart as para los
m uert os, el padre Ant onio I sabel llegó a las cinco con el viát ico, y t uvo que esperar m ás de
quince m inut os a que la m oribunda saliera del baño. Cuando la vio aparecer con un cam isón de
m adapolán y el cabello suelt o en la espalda, el decrépit o párroco creyó que era una burla, y

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despachó al m onaguillo. Pensó, sin em bargo, aprovechar la ocasión para confesar a Am arant a
después de casi veint e años de ret icencia. Am arant a replicó, sencillam ent e, que no necesit aba
asist encia espirit ual de ninguna clase porque t enía la conciencia lim pia. Fernanda se escandalizó.
Sin cuidarse de que no la oyeran, se pregunt ó en voz alt a qué espant oso pecado habría com et ido
Am arant a cuando prefería una m uert e sacrílega a la vergüenza de una confesión. Ent onces
Am arant a se acost ó, y obligó a Úrsula a dar t est im onio público de su virginidad.
- Que nadie se haga ilusiones - grit ó, para que la oyera Fernanda- . Am arant a Buendía se va de
est e m undo com o vino.
No se volvió a levant ar. Recost ada en alm ohadones, com o si de veras est uviera enferm a, t ej ió
sus largas t renzas y se las enrolló sobre las orej as, com o la m uert e le había dicho que debía est ar
en el at aúd. Luego le pidió a Úrsula un espej o, y por prim era vez en m ás de cuarent a años vio su
rost ro devast ado por la edad y el m art irio, y se sorprendió de cuánt o se parecía a la im agen
m ent al que t enía de si m ism a. Úrsula com prendió por el silencio de la alcoba que habla em pezado
a oscurecer.
- Despídet e de Fernanda - le suplicó- . Un m inut o de reconciliación t iene m ás m érit o que t oda
una vida de am ist ad.
- Ya no vale la pena - replicó Am arant a.
Mem e no pudo no pensar en ella cuando encendieron las luces del im provisado escenario y
em pezó la segunda part e del program a. A m it ad de la pieza alguien le dio la not icia al oído, y el
act o se suspendió. Cuando llegó a la casa, Aureliano Segundo t uvo que abrirse paso a em puj ones
por ent re la m uchedum bre, para ver el cadáver de la anciana doncella, fea y de m al color, con la
venda negra en la m ano y envuelt a en la m ort aj a prim orosa. Est aba expuest o en la sala j unt o al
caj ón del correo.
Úrsula no volvió a levant arse después de las nueve noches de Am arant a. Sant a Sofía de la
Piedad se hizo cargo de ella. Le llevaba al dorm it orio la com ida, y el agua de bij a para que se
lavara, y la m ant enía al corrient e de cuant o pasaba en Macondo. Aureliano Segundo la visit aba
con frecuencia, y le llevaba ropas que ella ponía cerca de la cam a, j unt o con las cosas m ás
indispensables para el vivir diario, de m odo que en poco t iem po se había const ruido un m undo al
alcance de la m ano. Logró despert ar un gran afect o en la pequeña Am arant a Úrsula, que era
idént ica a ella, y a quien enseñó a leer. Su lucidez, la habilidad para bast arse de sí m ism a, hacían
pensar que est aba nat uralm ent e vencida por el peso de los cien años, pero aunque era evident e
que andaba m al de la vist a nadie sospeché que est aba com plet am ent e ciega. Disponía ent onces
de t ant o t iem po y de t ant o silencio int erior para vigilar la vida de la casa, que fue ella la prim era
en darse cuent a de la callada t ribulación de Mem o.
- Ven acá - le dij o- . Ahora que est am os solas, confiésale a est a pobre viej a lo que t e pasa.
Mem o eludió la conversación con una risa ent recort ada. Úrsula no insist ió, pero acabó de
confirm ar sus sospechas cuando Mem o no volvió a visit arla. Sabía que se arreglaba m ás t em -
prano que de cost um bre, que no t enía un inst ant e de sosiego m ient ras esperaba la hora de salir a
la calle, que pasaba noches ent eras dando vuelt as en la cam a en el dorm it orio cont iguo, y que la
at orm ent aba el revolot eo de una m ariposa. En ciert a ocasión le oyó decir que iba a verse con
Aureliano Segundo, y Úrsula se sorprendió de que Fernanda fuera t an cort a de im aginación que
no sospeché nada cuando su m arido fue a la casa a pregunt ar por la hij a. Era dem asiado evident e
que Mem o andaba en asunt os sigilosos, en com prom isos urgent es, en ansiedades reprim idas,
desde m ucho ant es de la noche en que Fernanda alborot ó la casa porque la encont ró besándose
con un hom bre en el cine.
La propia Mem e andaba ent onces t an ensim ism ada que acusó a Úrsula de haberla denunciado.
En realidad se denuncié a sí m ism a. Desde hacía t iem po dej aba a su paso un reguero de pist as
que habrían despert ado al m ás dorm ido, y si Fernanda t ardó t ant o en descubrirlas fue porque
t am bién ella est aba obnubilada por sus relaciones secret as con los m édicos invisibles. Aun así
t erm inó por advert ir los hondos silencios, los sobresalt os int em pest ivos, las alt ernat ivas del
hum or y las cont radicciones de la hij a. Se em peñé en una vigilancia disim ulada pero im placable.
La dej ó ir con sus am igas de siem pre, la ayudé a vest irse para las fiest as del sábado, y j am ás le
hizo una pregunt a im pert inent e que pudiera alert aría. Tenía ya m uchas pruebas de que Mem e
hacía cosas dist int as de las que anunciaba, y t odavía no dej ó vislum brar sus sospechas, en
espera de la ocasión decisiva. Una noche, Mem e le anuncié que iba al cine con su padre. Poco
después, Fernanda oyó los cohet es de la parranda y el inconfundible acordeón de Aureliano Se-
gundo por el rum bo de Pet ra Cot es. Ent onces se vist ió, ent ró al cine, y en la penum bra de las

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lunet as reconoció a su hij a. La at urdidora em oción del aciert o le im pidió ver al hom bre con quien
se est aba besando, pero alcanzó a percibir su voz t rém ula en m edio de la rechifla y las risot adas
ensordecedoras del público. «Lo sient o, am or», le oyó decir, y sacó a Mem e del salón sin decirle
una palabra, y le som et ió a la vergüenza de llevarla por la bulliciosa calle de los Turcos, y la
encerró con llave en el dorm it orio.
Al día siguient e, a las seis de la t arde, Fernanda reconoció la voz del hom bre que fue a
visit arla. Era j oven, cet rino, con unos oj os oscuros y m elancólicos que no le habrían sorprendido
t ant o si hubiera conocido a los git anos, y un aire de ensueño que a cualquier m uj er de corazón
m enos rígido le habría bast ado para ent ender los m ot ivos de su hij a. Vest ía de lino m uy usado,
con zapat os defendidos desesperadam ent e con cort ezas superpuest as de blanco de cinc, y
llevaba en la m ano un canot ier com prado el últ im o sábado. En su vida no est uvo ni est aría m ás
asust ado que en aquel m om ent o, pero t enía una dignidad y un dom inio que lo ponían a salvo de
la hum illación, y una prest ancia legít im a que sólo fracasaba en las m anos percudidas y las uñas
ast illadas por el t rabaj o rudo. A Fernanda, sin em bargo, le bast é el verlo una vez para int uir su
condición de m enest ral. Se dio cuent a de que llevaba puest a su única m uda de los dom ingos, y
que debaj o de la cam isa t enía la piel carcom ida por la sarna de la com pañía bananera. No le
perm it ió hablar. No le perm it ió siquiera pasar de la puert a que un m om ent o después t uvo que
cerrar porque la casa est aba llena de m ariposas am arillas.
- Lárguese - le dij o- . Nada t iene que venir a buscar ent re la gent e decent e.
Se llam aba Mauricio Babilonia. Había nacido y crecido en Macondo, y era aprendiz de m ecánico
en los t alleres de la com pañía bananera. Mem e lo había conocido por casualidad, una t arde en
que fue con Pat ricia Brown a buscar el aut om óvil para dar un paseo por las plant aciones. Com o el
chófer est aba enferm o, lo encargaron a él de conducirlas, y Mem e pudo al fin sat isfacer su deseo
de sent arse j unt o al volant e para observar de cerca el sist em a de m anej o. Al cont rario del chófer
t it ular, Mauricio Babilonia le hizo una dem ost ración práct ica. Eso fue por la época en que Mem e
em pezó a frecuent ar la casa del señor Brown, y t odavía se consideraba indigno de dam as el
conducir un aut om óvil. Así que se conform ó con la inform ación t eórica y no volvió a ver a
Mauricio Babilonia en varios m eses. Más t arde había de recordar que durant e el paseo le llam ó la
at ención su belleza varonil, salvo la brut alidad de las m anos, pero que después había com ent ado
con Pat ricia Brown la m olest ia que le produj o su seguridad un poco alt anera. El prim er sábado en
que fue al cine con su padre, volvió a ver a Mauricio Babilonia con su m uda de lino, sent ado a
poca dist ancia de ellos, y advirt ió que él se desint eresaba de la película por volverse a m irarla, no
t ant o por verla com o para que ella not ara que la est aba m irando. A Mem e le m olest ó la
vulgaridad de aquel sist em a. Al final, Mauricio Babilonia se acercó a saludar a Aureliano Segundo,
y sólo ent onces se ent eró Mem e de que se conocían, porque él había t rabaj ado en la prim it iva
plant a eléct rica de Aureliano Trist e, y t rat aba a su padre con una act it ud de subalt erno. Esa
com probación la alivió del disgust o que le causaba su alt anería. No se habían vist o a solas, ni se
habían cruzado una palabra dist int a del saludo, la noche en que soñó que él la salvaba de un
naufragio y ella no experim ent aba un sent im ient o de grat it ud sino de rabia. Era com o haberle
dado una oport unidad que él deseaba, siendo que Mem e anhelaba lo cont rario, no sólo con
Mauricio Babilonia, sino con cualquier ot ro hom bre que se int eresara en ella. Por eso le indignó
t ant o que después del sueño, en vez de det est arlo, hubiera experim ent ado una urgencia
irresist ible de verlo. La ansiedad se hizo m ás int ensa en el curso de la sem ana, y el sábado era
t an aprem iant e que t uvo que hacer un grande esfuerzo para que Mauricio Babilonia no not ara al
saludarla en el cine que se le est aba saliendo el corazón por la boca. Ofuscada por una confusa
sensación de placer y rabia, le t endió la m ano por prim era vez, y sólo ent onces Mauricio Babilonia
se perm it ió est rechársela. Mem e alcanzó en una fracción de segundo a arrepent irse de su
im pulso, pero el arrepent im ient o se t ransform ó de inm ediat o en una sat isfacción cruel, al com -
probar que t am bién la m ano de él est aba sudorosa y helada. Esa noche com prendió que no
t endría un inst ant e de sosiego m ient ras no le dem ost rara a Mauricio Babilonia la vanidad de su
aspiración, y pasó la sem ana revolot eando en t orno de esa ansiedad. Recurrió a t oda clase de
art im añas inút iles para que Pat ricia Brown la llevara a buscar el aut om óvil. Por últ im o, se valió
del pelirroj o nort eam ericano que por esa época fue a pasar vacaciones en Macondo, y con el
pret ext o de conocer los nuevos m odelos de aut om óviles se hizo llevar a los t alleres. Desde el
m om ent o en que lo vio, Mem e dej ó de engañarse a sí m ism a, y com prendió que lo que pasaba en
realidad era que no podía soport ar los deseos de est ar a solas con Mauricio Babilonia, y la indigné
la cert idum bre de que ést e lo había com prendido al verla llegar.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

- Vine a ver los nuevos m odelos - dij o Mem e.


- Es un buen pret ext o - dij o él.
Mem e se dio cuent a de que se est aba achicharrando en la lum bre de su alt ivez, y buscó
desesperadam ent e una m anera de hum illarlo. Pero él no le dio t iem po. «No se asust e - le dij o en
voz baj a- . No es la prim era vez que una m uj er se vuelve loca por un hom bre.» Se sint ió t an
desam parada que abandoné el t aller sin ver los nuevos m odelos, y pasó la noche de ext rem o a
ext rem o dando vuelt as en la cam a y llorando de indignación. El pelirroj o nort eam ericano, que en
realidad em pezaba a int eresarle, le pareció una criat ura en pañales. Fue ent onces cuando cayó en
la cuent a de las m ariposas am arillas que precedían las apariciones de Mauricio Babilonia. Las
había vist o ant es, sobre t odo en el t aller de m ecánica, y había pensado que est aban fascinadas
por el olor de la pint ura. Alguna vez las había sent ido revolot eando sobre su cabeza en la
penum bra del cine. Pero cuando Mauricio Babilonia em pezó a perseguiría, com o un espect ro que
sólo ella ident ificaba en la m ult it ud, com prendió que las m ariposas am arillas t enían algo que ver
con él. Mauricio Babilonia est aba siem pre en el público de los conciert os, en el cine, en la m isa
m ayor, y ella no necesit aba verlo para descubrirlo, porque se lo indicaban las m ariposas. Una vez
Aureliano Segundo se im pacient ó t ant o con el sofocant e alet eo, que ella sint ió el im pulso de
confiarle su secret o, com o se lo había prom et ido, pero el inst int o le indicó que est a vez él no iba a
reír com o de cost um bre: «Qué diría t u m adre si lo supiera.» Una m añana, m ient ras podaban las
rosas, Fernanda lanzó un grit o de espant o e hizo quit ar a Mem e del lugar en que est aba, y que
era el m ism o del j ardín donde subió a los cielos Rem edios, la bella. Había t enido por un inst ant e
la im presión de que el m ilagro iba a repet irse en su hij a, porque la había pert urbado un repent ino
alet eo. Eran las m ariposas. Mem e las vio, com o si hubieran nacido de pront o en la luz, y el
corazón le dio un vuelco. En ese m om ent o ent raba Mauricio Babilonia con un paquet e que, según
dij o, era un regalo de Pat ricia Brown. Mem e se at ragant é el rubor, asim ilé la t ribulación, y hast a
consiguió una sonrisa nat ural para pedirle el favor de que lo pusiera en el pasam anos porque
t enía los dedos sucios de t ierra. Lo único que not ó Fernanda en el hom bre que pocos m eses
después había de expulsar de la casa sin recordar que lo hubiera vist o alguna vez, fue la t ext ura
biliosa de su piel.
- Es un hom bre m uy raro - dij o Fernanda- . Se le ve en la cara que se va a m orir.
Mem e pensé que su m adre había quedado im presionada por las m ariposas. Cuando acabaron
de podar el rosal, se lavé las m anos y llevó el paquet e al dorm it orio para abrirlo. Era una especie
de j uguet e chino, com puest o por cinco caj as concént ricas, y en la últ im a una t arj et a
laboriosam ent e dibuj ada por alguien que apenas sabía escribir: Nos vem os el sábado en el cine.
Mem e sint ió el est upor t ardío de que la caj a hubiera est ado t ant o t iem po en el pasam anos al
alcance de la curiosidad de Fernanda, y aunque la halagaba la audacia y el ingenio de Mauricio
Babilonia, la conm ovió su ingenuidad de esperar que ella le cum pliera la cit a. Mem e sabía desde
ent onces que Aureliano Segundo t enía un com prom iso el sábado en la noche. Sin em bargo, el
fuego de la ansiedad la abrasó de t al m odo en el curso de la sem ana, que el sábado convenció a
su padre de que la dej ara sola en el t eat ro y volviera por ella al t erm inar la función. Una m ariposa
noct urna revolot eó sobre su cabeza m ient ras las luces est uvieron encendidas. Y ent onces ocurrió.
Cuando las luces se apagaron, Mauricio Babilonia se sent ó a su lado. Mem e se sint ió chapaleando
en un t rem edal de zozobra, del cual sólo podía rescat arla, com o había ocurrido en el sueño, aquel
hom bre oloroso a aceit e de m ot or que apenas dist inguía en la penum bra.
- Si no hubiera venido - dij o él- , no m e hubiera vist o m ás nunca.
Mem e sint ió el peso de su m ano en la rodilla, y supo que am bos llegaban en aquel inst ant e al
ot ro lado del desam paro.
- Lo que m e choca de t i - sonrió- es que siem pre dices precisam ent e lo que no se debe.
Se volvió loca por él. Perdió el sueño y el apet it o, y se hundió t an profundam ent e en la
soledad, que hast a su padre se le convirt ió en un est orbo. Elaboré un int rincado enredo de com -
prom isos falsos para desorient ar a Fernanda, perdió de vist a a sus am igas, salt ó por encim a de
los convencionalism os para verse con Mauricio Babilonia a cualquier hora y en cualquier part e. Al
principio le m olest aba su rudeza. La prim era vez que se vieron a solas, en los prados desiert os
det rás del t aller de m ecánica, él la arrast ré sin m isericordia a un est ado anim al que la dej ó
ext enuada. Tardé algún t iem po en darse cuent a de que t am bién aquella era una form a de la
t ernura, y fue ent onces cuando perdió el sosiego, y no vivía sino para él, t rast ornada por la
ansiedad de hundirse en su ent orpecedor alient o de aceit e refregado con lej ía. Poco ant es de la
m uert e de Am arant a t ropezó de pront o con un espacio de lucidez dent ro de la locura, y t em bló

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Gabriel García Márquez

ant e la incert idum bre del porvenir. Ent onces oyó hablar de una m uj er que hacía pronóst icos de
baraj as, y fue a visit arla en secret o. Era Pilar Ternera. Desde que ést a la vio ent rar, conoció los
recóndit os m ot ivos de Mem e. «Siént at e, - le dij o- . No necesit o de baraj as para averiguar el
porvenir de un Buendía.» Mem e ignoraba, y lo ignoré siem pre, que aquella pit onisa cent enaria
era su bisabuela. Tam poco lo hubiera creído después del agresivo realism o con que ella le revelé
que la ansiedad del enam oram ient o no encont raba reposo sino en la cam a. Era el m ism o punt o
de vist a de Mauricio Babilonia, pero Mem e se resist ía a darle crédit o, pues en el fondo suponía
que est aba inspirado en un m al crit erio de m enest ral. Ella pensaba ent onces que el am or de un
m odo derrot aba al am or de ot ro m odo, porque est aba en la índole de los hom bres repudiar el
ham bre una vez sat isfecho el apet it o. Pilar Ternera no sólo disipé el error, sino que le ofreció la
viej a cam a de lienzo donde ella concibió a Arcadio, el abuelo de Mem e, y donde concibió después
a Aureliano José. Le enseñé adem ás cóm o prevenir la concepción indeseable m ediant e la
vaporización de cat aplasm as de m ost aza, y le dio recet as de bebedizos que en casos de
percances hacían expulsar «hast a los rem ordim ient os de conciencia». Aquella ent revist a le
infundió a Mem e el m ism o sent im ient o de valent ía que experim ent é la t arde de la borrachera. La
m uert e de Am arant a, sin em bargo, la obligó a aplazar la decisión. Mient ras duraron las nueve
noches, ella no se apart é un inst ant e de Mauricio Babilonia, que andaba confundido con la
m uchedum bre que invadió la casa. Vinieron luego el lut o prolongado y el encierro obligat orio, y
se separaron por un t iem po. Fueron días de t ant a agit ación int erior, de t ant a ansiedad
irreprim ible y t ant os anhelos reprim idos, que la prim era t arde en que Mem e logró salir fue
direct am ent e a la casa de Pilar Ternera. Se ent regó a Mauricio Babilonia sin resist encia, sin pu-
dor, sin form alism os, y con una vocación t an fluida y una int uición t an sabia, que un hom bre m ás
suspicaz que el suyo hubiera podido confundirlas con una acendrada experiencia. Se am aron dos
veces por sem ana durant e m ás de t res m eses, prot egidos por la com plicidad inocent e de
Aureliano Segundo, que acredit aba sin m alicia las coart adas de la hij a, sólo por verla liberada de
la rigidez de su m adre.
La noche en que Fernanda los sorprendió en el cine, Aureliano Segundo se sint ió agobiado por
el peso de la conciencia, y visit ó a Mem e en el dorm it orio donde la encerró Fernanda, confiando
en que ella se desahogaría con él de las confidencias que le est aba debiendo. Pero Mem e lo negó
t odo. Est aba t an segura de sí m ism a, t an aferrada a su soledad, que Aureliano Segundo t uvo la
im presión de que ya no exist ía ningún vínculo ent re ellos, que la cam aradería y la com plicidad no
eran m ás que una ilusión del pasado. Pensó hablar con Mauricio Babilonia creyendo que su
aut oridad de ant iguo pat rón lo haría desist ir de sus propósit os, pero Pet ra Cot es lo convenció de
que aquellos eran asunt os de m uj eres, así que quedó flot ando en un lim bo de indecisión, y
apenas sost enido por la esperanza de que el encierro t erm inara con las t ribulaciones de la hij a.
Mem e no dio m uest ra alguna de aflicción. Al cont rario, desde el dorm it orio cont iguo percibió
Úrsula el rit m o sosegado de su sueño, la serenidad de sus quehaceres, el orden de sus com idas y
la buena salud de su digest ión. Lo único que int rigó a Úrsula después de casi dos m eses de
cast igo, fue que Mem e no se bañara en la m añana, com o lo hacían t odos, sino a las siet e de la
noche. Alguna vez pensó prevenirla cont ra los alacranes, pero Mem e era t an esquiva con ella por
la convicción de que la había denunciado, que prefirió no pert urbaría con im pert inencias de
t at arabuela. Las m ariposas am arillas invadían la casa desde el at ardecer. Todas las noches, al
regresar del baño, Mem e encont raba a Fernanda desesperada, m at ando m ariposas con la bom ba
de insect icida. «Est o es una desgracia - decía- . Toda la vida m e cont aron que las m ariposas
noct urnas llam an la m ala suert e.» Una noche, m ient ras Mem e est aba en el baño, Fernanda ent ró
en su dorm it orio por casualidad, y había t ant as m ariposas que apenas se podía respirar. Agarró
cualquier t rapo para espant arlas, y el corazón se le helé de pavor al relacionar los baños
noct urnos de su hij a con las cat aplasm as de m ost aza que rodaron por el suelo. No esperé un
m om ent o oport uno, com o lo hizo la prim era vez. Al día siguient e invit ó a alm orzar al nuevo
alcalde, que com o ella había baj ado de los páram os, y le pidió que est ableciera una guardia
noct urna en el t raspat io, porque t enía la im presión de que se est aban robando las gallinas. Esa
noche, la guardia derribé a Mauricio Babilonia cuando levant aba las t ej as para ent rar en el baño
donde Mem e lo esperaba, desnuda y t em blando de am or ent re los alacranes y las m ariposas,
com o lo había hecho casi t odas las noches de 105 últ im os m eses. Un proyect il incrust ado en la
colum na vert ebral lo reduj o a cam a por el rest o de su vida. Murió de viej o en la soledad, sin un
quej ido, sin una prot est a, sin una sola t ent at iva de infidencia, at orm ent ado por los recuerdos y

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por las m ariposas am arillas que no le concedieron un inst ant e de paz, y públicam ent e repudiado
com o ladrón de gallinas.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

XV

Los acont ecim ient os que habían de darle el golpe m ort al a Macondo em pezaban a vislum brarse
cuando llevaron a la casa al hij o de Mem e Buendía. La sit uación pública era ent onces t an inciert a,
que nadie t enía el espírit u dispuest o para ocuparse de escándalos privados, de m odo que
Fernanda cont ó con un am bient e propicio para m ant ener al niño escondido com o si no hubiera
exist ido nunca. Tuvo que recibirlo, porque las circunst ancias en que se lo llevaron no hacían
posible el rechazo. Tuvo que soport arlo cont ra su volunt ad por el rest o de su vida, porque a la
hora de la verdad le falt ó valor para cum plir la ínt im a det erm inación de ahogarlo en la alberca del
baño. Lo encerró en el ant iguo t aller del coronel Aureliano Buendía. A Sant a Sofía de la Piedad
logró convencerla de que lo había encont rado flot ando en una canast illa. Úrsula había de m orir
sin conocer su origen. La pequeña Am arant a Úrsula, que ent ró una vez al t aller cuando Fernanda
est aba alim ent ando al niño, t am bién creyó en la versión de la canast illa flot ant e. Aureliano
Segundo, definit ivam ent e dist anciado de la esposa por la form a irracional en que ést a m anej é la
t ragedia de Mem e, no supo de la exist encia del niet o sino t res años después de que lo llevaron a
la casa, cuando el niño escapé al caut iverio por un descuido de Fernanda, y se asom é al corredor
por una fracción de segundo, desnudo y con los pelos enm arañados y con un im presionant e sexo
de m oco de pavo, com o si no fuera una criat ura hum ana sino la definición enciclopédica de un
ant ropófago.
Fernanda no cont aba con aquella t rast ada de su incorregible dest ino. El niño fue com o el
regreso de una vergüenza que ella creía haber dest errado para siem pre de la casa. Apenas se ha-
bían llevado a Mauricio Babilonia con la espina dorsal fract urada, y ya había concebido Fernanda
hast a el det alle m ás ínfim o de un plan dest inado a elim inar t odo vest igio del oprobio. Sin
consult arlo con su m arido, hizo al día siguient e su equipaj e, m et ió en una m alet it a las t res m udas
que su hij a podía necesit ar, y fue a buscarla al dorm it orio m edia hora ant es de la llegada del t ren.
- Vam os, Renat a - le dij o.
No le dio ninguna explicación. Mem e, por su part e, no la esperaba ni la quería. No sólo
ignoraba para dónde iban, sino que le habría dado igual si la hubieran llevado al m at adero. No
había vuelt o a hablar, ni lo haría en el rest o de su vida, desde que oyó el disparo en el t raspat io y
el sim ult áneo aullido de dolor de Mauricio Babilonia. Cuando su m adre le ordenó salir del
dorm it orio, no se peiné ni se lavé la cara, y subió al t ren com o un sonám bulo sin advert ir siquiera
las m ariposas am arillas que seguían acom pañándola. Fernanda no supo nunca, ni se t om ó el
t rabaj o de averiguarlo, si su silencio pét reo era una det erm inación de su volunt ad, o si se había
quedado rauda por el im pact o de la t ragedia. Mem e apenas se dio cuent a del viaj e a t ravés de la
ant igua región encant ada. No vio las um brosas e int erm inables plant aciones de banano a am bos
lados de las líneas. No vio las casas blancas de los gringos, ni sus j ardines aridecidos por el polvo
y el calor, ni las m uj eres con pant alones cort os y cam isas de rayas azules que j ugaban baraj as en
los pórt icos. No vio las carret as de bueyes cargadas de racim os en los cam inos polvorient os. No
vio las doncellas que salt aban com o sábalos en los ríos t ransparent es para dej arles a los
pasaj eros del t ren la am argura de sus senos espléndidos, ni las barracas abigarradas y
m iserables de los t rabaj adores donde revolot eaban las m ariposas am arillas de Mauricio Babilonia,
y en cuyos port ales había niños verdes y escuálidos sent ados en sus bacinillas, y m uj eres
em barazadas que grit aban im properios al paso del t ren. Aquella visión fugaz, que para ella era
una fiest a cuando regresaba del colegio, pasó por el corazón de Mem e sin despabilarlo. No m iró a
t ravés de la vent anilla ni siquiera cuando se acabó la hum edad ardient e de las plant aciones, y el
t ren pasó por la llanura de am apolas donde est aba t odavía el cost illar carbonizado del galeón
español, y salió luego al m ism o aire diáfano y al m ism o roar espum oso y sucio donde casi un
siglo ant es fracasaron las ilusiones de José Arcadio Buendía.
A las cinco de la t arde, cuando llegaron a la est ación final de la ciénaga, descendió del t ren
porque Fernanda lo hizo. Subieron a un cochecit o que parecía un m urciélago enorm e, t irado por
un caballo asm át ico, y at ravesaron la ciudad desolada, en cuyas calles int erm inables y cuart eadas
por el salit re, resonaba un ej ercicio de piano igual al que escuchó Fernanda en las siest as de su

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adolescencia. Se em barcaron en un buque fluvial, cuya rueda de m adera hacía un ruido de


conflagración, y cuyas lám inas de hierro carcom idas por el óxido reverberaban com o la boca de
un horno. Mem e se encerró en el cam arot e. Dos veces al día dej aba Fernanda un plat o de com ida
j unt o a la cam a, y dos veces al día se lo llevaba int act o, no porque Mem e hubiera resuelt o
m orirse de ham bre, sino porque le repugnaba el solo olor de los alim ent os y su est óm ago
expulsaba hast a el agua. Ni ella m ism a sabía ent onces que su fert ilidad había burlado a los
vapores de m ost aza, así com o Fernanda no lo supo hast a casi un año después, cuando le llevaron
al niño. En el cam arot e sofocant e, t rast ornada por la vibración de las paredes de hierro y por el
t ufo insoport able del cieno rem ovido por la rueda del buque, Mem e perdió la cuent a de los días.
Había pasado m ucho t iem po cuando vio la últ im a m ariposa am arilla dest rozándose en las aspas
del vent ilador y adm it ió com o una verdad irrem ediable que Mauricio Babilonia había m uert o. Sin
em bargo, no se dej ó vencer por la resignación. Seguía pensando en él durant e la penosa t ravesía
a lom o de m ula por el páram o alucinant e donde se perdió Aureliano Segundo cuando buscaba a la
m uj er m ás herm osa que se había dado sobre la t ierra, y cuando rem ont aron la cordillera por
cam inos de indios, y ent raron a la ciudad lúgubre en cuyos vericuet os de piedra resonaban los
bronces funerarios de t reint a y dos iglesias. Esa noche durm ieron en la abandonada m ansión co-
lonial, sobre los t ablones que Fernanda puso en el suelo de un aposent o invadido por la m aleza, y
arropadas con pilt rafas de cort inas que arrancaron de las vent anas y que se desm igaban a cada
vuelt a del cuerpo. Mem e supo dónde est aban, porque en el espant o del insom nio vio pasar al
caballero vest ido de negro que en una dist ant e víspera de Navidad llevaron a la casa dent ro de un
cofre de plom o. Al día siguient e, después de m isa, Fernanda la conduj o a un edificio som brío que
Mem e reconoció de inm ediat o por las evocaciones que su m adre solía hacer del convent o donde
la educaron para reina, y ent onces com prendió que había llegado al t érm ino del viaj e. Mient ras
Fernanda hablaba con alguien en el despacho cont iguo, ella se quedó en un salón aj edrezado con
grandes óleos de arzobispos coloniales, t em blando de frío, porque llevaba t odavía un t raj e de
et am ina con florecit as negras y los duros borceguíes hinchados por el hielo del páram o. Est aba de
pie en el cent ro del salón, pensando en Mauricio Babilonia baj o el chorro am arillo de los vit rales,
cuando salió del despacho una novicia m uy bella que llevaba su m alet it a con las t res m udas de
ropa. Al pasar j unt o a Mem e le t endió la m ano sin det enerse.
- Vam os, Renat a - le dij o.
Mem e le t om ó la m ano y se dej é llevar. La últ im a vez que Fernanda la vio, t rat ando de igualar
su paso con el de la novicia, acababa de cerrarse det rás de ella el rast rillo de hierro de la
clausura. Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceit e y su ám bit o de m ariposas,
y seguiría pensando en él t odos los días de su vida, hast a la rem ot a m adrugada de ot oño en que
m uriera de vej ez, con sus nom bres cam biados y sin haber dicho nunca una palabra, en un
t enebroso hospit al de Cracovia.
Fernanda regresé a Macondo en un t ren prot egido por policías arm ados. Durant e el viaj e
advirt ió la t ensión de los pasaj eros, los aprest os m ilit ares en los pueblos de la línea y el aire
enrarecido por la cert idum bre de que algo grave iba a suceder, pero careció de inform ación
m ient ras no llegó a Macondo y le cont aron que José Arcadio Segundo est aba incit ando a la huelga
a los t rabaj adores de la com pañía bananera. «Est o es lo últ im o que nos falt aba - se dij o Fernanda-
. Un anarquist a en la fam ilia.» La huelga est alló dos sem anas después y no t uvo las
consecuencias dram át icas que se t em ían. Los obreros aspiraban a que no se les obligara a cort ar
y em barcar banano los dom ingos, y la pet ición pareció t an j ust a que hast a el padre Ant onio
I sabel int ercedió en favor de ella porque la encont ró de acuerdo con la ley de Dios. El t riunfo de
la acción, así com o de ot ras que se prom ovieron en los m eses siguient es, sacó del anonim at o al
descolorido José Arcadio Segundo, de quien solía decirse que sólo había servido para llenar el
pueblo de put as francesas. Con la m ism a decisión im pulsiva con que rem at é sus gallos de pelea
para est ablecer una em presa de navegación desat inada, había renunciado al cargo de capat az de
cuadrilla de la com pañía bananera y t om ó el part ido de los t rabaj adores. Muy pront o se le señaló
com o agent e de una conspiración int ernacional cont ra el orden público. Una noche, en el curso de
una sem ana oscurecida por rum ores som bríos, escapé de m ilagro a cuat ro t iros de revólver que
le hizo un desconocido cuando salía de una reunión secret a. Fue t an t ensa la at m ósfera de los
m eses siguient es, que hast a Úrsula la percibió en su rincón de t inieblas, y t uvo la im presión de
est ar viviendo de nuevo los t iem pos azarosos en que su hij o Aureliano cargaba en el bolsillo los
glóbulos hom eopát icos de la subversión. Trat ó de hablar con José Arcadio Segundo para ent erarlo

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de ese precedent e, pero Aureliano Segundo le inform ó que desde la noche del at ent ado se
ignoraba su paradero.
- Lo m ism o que Aureliano - exclam ó Úrsula- . Es com o si el m undo est uviera dando vuelt as.
Fernanda perm aneció inm une a la incert idum bre de esos días. Carecía de cont act os con el
m undo ext erior, desde el violent o alt ercado que t uvo con su m arido por haber det erm inado la
suert e de Mem e sin su consent im ient o. Aureliano Segundo est aba dispuest o a rescat ar a su hij a,
con la policía si era necesario, pero Fernanda le hizo ver papeles en los que se dem ost raba que
había ingresado a la clausura por propia volunt ad.
En erect o, Mem e los había firm ado cuando ya est aba del ot ro lado del rast rillo de hierro, y lo
hizo con el m ism o desdén con que se dej é conducir. En el fondo, Aureliano Segundo no creyó en
la legit im idad de las pruebas, com o no creyó nunca que Mauricio Babilonia se hubiera m et ido al
pat io para robar gallinas, pero am bos expedient es le sirvieron para t ranquilizar la conciencia, y
pudo ent onces volver sin rem ordim ient os a la som bra de Pet ra Cot es, donde reanudé las
parrandas ruidosas y las com ilonas desaforadas. Aj ena a la inquiet ud del pueblo, sorda a los
t rem endos pronóst icos de Úrsula, Fernanda le dio la últ im a vuelt a a las t uercas de su plan
consum ado. Le escribió una ext ensa cart a a su hij o José Arcadio, que ya iba a recibir las órdenes
m enores, y en ella le com unicó que su herm ana Renat a había expirado en la paz del Señor a
consecuencia del vóm it o negro. Luego puso a Am arant a Úrsula al cuidado de Sant a Sofía de la
Piedad, y se dedicó a organizar su correspondencia con los m édicos invisibles, t rast ornada por el
percance de Mem e. Lo prim ero que hizo fue fij ar fecha definit iva para la aplazada int ervención
t elepát ica. Pero los m édicos invisibles le cont est aron que no era prudent e m ient ras persist iera el
est ado de agit ación social en Macondo. Ella est aba t an urgida y t an m al inform ada, que les
explicó en ot ra cart a que no había t al est ado de agit ación, y que t odo era frut o de las locuras de
un cuñado suyo, que andaba por esos días con la vent olera sindical, com o padeció en ot ro t iem po
las de la gallera y la navegación. Aún no est aban de acuerdo el caluroso m iércoles en que llam ó a
la puert a de la casa una m onj a anciana que llevaba una canast illa colgada del brazo. Al abrirle,
Sant a Sofía de la Piedad pensó que era un regalo y t rat ó de quit arle la canast illa cubiert a con un
prim oroso t apet e de encaj e. Pero la m onj a lo im pidió, porque t enía inst rucciones de ent regársela
personalm ent e, y baj o la reserva m ás est rict a, a doña Fernanda del Carpio de Buendía. Era el hij o
de Mam e. El ant iguo direct or espirit ual de Fernanda le explicaba en una cart a que había nacido
dos m eses ant es, y que se habían perm it ido baut izarlo con el nom bre de Aureliano, com o su
abuelo, porque la m adre no despegó los labios para expresar su volunt ad. Fernanda se sublevé
ínt im am ent e cont ra aquella burla del dest ino, pero t uvo fuerzas para disim ularlo delant e de la
m onj a.
- Direm os que lo encont ram os flot ando en la canast illa - sonrió.
- No se lo creerá nadie - dij o la m onj a.
- Si se lo creyeron a las Sagradas Escrit uras - replicó Fernanda- , no veo por qué no han de
creérm elo a m í.
La m onj a alm orzó en casa, m ient ras pasaba el t ren de regreso, y de acuerdo con la discreción
que le habían exigido no volvió a m encionar al niño, pero Fernanda la señaló com o un t est igo
indeseable de su vergüenza, y lam ent ó que se hubiera desechado la cost um bre m edieval de
ahorcar al m ensaj ero de m alas not icias. Fue ent onces cuando decidió ahogar a la criat ura en la
alberca t an pront o com o se fuera la m onj a, pero el corazón no le dio para t ant o y prefirió esperar
con paciencia a que la infinit a bondad de Dios la liberara del est orbo.
El nuevo Aureliano había cum plido un año cuando la t ensión pública est alló sin ningún anuncio.
José Arcadio Segundo y ot ros dirigent es sindicales que habían perm anecido hast a ent onces en la
clandest inidad, aparecieron int em pest ivam ent e un fin de sem ana y prom ovieron m anifest aciones
en los pueblos de la zona bananera. La policía se conform ó con vigilar el orden. Pero en la noche
del lunes los dirigent es fueron sacados de sus casas y m andados, con grillos de cinco kilos en los
pies, a la cárcel de la capit al provincial. Ent re ellos se llevaron a José Arcadio Segundo y a
Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución m exicana, exiliado en Macondo, que decía haber sido
t est igo del heroísm o de su com padre Art em io Cruz. Sin em bargo, ant es de t res m eses est aban en
libert ad, porque el gobierno y la com pañía bananera no pudieron ponerse de acuerdo sobre quién
debía alim ent arlos en la cárcel. La inconform idad de los t rabaj adores se fundaba est a vez en la
insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios m édicos y la iniquidad de las condiciones
de t rabaj o. Afirm aban, adem ás, que no se les pagaba con dinero efect ivo, sino con vales que sólo
servían para com prar j am ón de Virginia en los com isariat os de la com pañía. José Arcadio

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Segundo fue encarcelado porque reveló que el sist em a de los vales era un recurso de la com pañía
para financiar sus barcos frut eros, que de no haber sido por la m ercancía de los com isariat os
hubieran t enido que regresar vacíos desde Nueva Orleáns hast a los puert os de em barque del
banano. Los ot ros cargos eran del dom inio público. Los m édicos de la com pañía no exam inaban a
los enferm os, sino que los hacían pararse en fila india frent e a los dispensarios, y una enferm era
les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así t uvieran paludism o, blenorragia o
est reñim ient o. Era una t erapéut ica t an generalizada, que los niños se ponían en la lila varias
veces, y en vez de t ragarse las píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas lo
núm eros cant ados en el j uego de lot ería. Los obreros de la com pañía est aban hacinados en
t am bos m iserables. Los ingenieros, en vez de const ruir let rinas, llevaban a los cam pam ent os, por
Navidad, un excusado port át il para cada cincuent a personas, y hacían dem ost raciones públicas de
cóm o ut ilizarlos para que duraran m ás. Los decrépit os abogados vest idos de negro que en ot ro
t iem po asediaron al coronel Aureliano Buendía, y que ent onces eran apoderados de la com pañía
bananera, desvirt uaban est os cargos con arbit rios que parecían cosa de m agia. Cuando los
t rabaj adores redact aron un pliego de pet iciones unánim e, pasó m ucho t iem po sin que pudieran
not ificar oficialm ent e a la com pañía bananera. Tan pront o com o conoció el acuerdo, el señor
Brown enganchó en el t ren su sunt uoso vagón de vidrio, y desapareció de Macondo j unt o con los
represent ant es m ás conocidos de su em presa. Sin em bargo, varios obreros encont raron a uno de
ellos el sábado siguient e en un burdel, y le hicieron firm ar una copia del pliego de pet iciones
cuando est aba desnudo con la m uj er que se prest ó para llevarlo a la t ram pa. Los luct uosos
abogados dem ost raron en el j uzgado que aquel hom bre no t enía nada que ver con la com pañía, y
para que nadie pusiera en duda sus argum ent os lo hicieron encarcelar por usurpador. Más t arde,
el señor Brown fue sorprendido viaj ando de incógnit o en un vagón de t ercera clase, y le hicieron
firm ar ot ra copia del pliego de pet iciones. Al día siguient e com pareció ant e los j ueces con el pelo
pint ado de negro y hablando un cast ellano sin t ropiezos. Los abogados dem ost raron que no era el
señor Jack Brown, superint endent e de la com pañía bananera y nacido en Prat t ville, Alabam a, sino
un inofensivo vendedor de plant as m edicinales, nacido en Macondo y allí m ism o baut izado con el
nom bre de Dagobert o Fonseca. Poco después, frent e a una nueva t ent at iva de los t rabaj adores,
los abogados exhibieron en lugares públicos el cert ificado de defunción del señor Brown,
aut ent icado por cónsules y cancilleres, y en el cual se daba fe de que el pasado nueve de j unio
había sido at ropellado en Chicago por un carro de bom beros. Cansados de aquel delirio
herm enéut ico, los t rabaj adores repudiaron a las aut oridades de Macondo y subieron con sus
quej as a los t ribunales suprem os. Fue allí donde los ilusionist as del derecho dem ost raron que las
reclam aciones carecían de t oda validez, sim plem ent e porque la com pañía bananera no t enía, ni
había t enido nunca ni t endría j am ás t rabaj adores a su servicio, sino que los reclut aba
ocasionalm ent e y con caráct er t em poral. De m odo que se desbarat ó la pat raña del j am ón de
Virginia, las píldoras m ilagrosas y los excusados pascuales, y se est ableció por fallo de t ribunal y
se proclam ó en bandos solem nes la inexist encia de los t rabaj adores.
La huelga grande est alló. Los cult ivos se quedaron a m edias, la frut a se pasó en las cepas y los
t renes de cient o veint e vagones se pararon en los ram ales. Los obreros ociosos desbordaron los
pueblos. La calle de los Turcos reverberó en un sábado de m uchos días, y en el salón de billares
del Hot el de Jacob hubo que est ablecer t urnos de veint icuat ro horas. Allí est aba José Arcadio
Segundo, el día en que se anuncié que el ej ércit o había sido encargado de rest ablecer el orden
público. Aunque no era hom bre de presagios, la not icia fue para él com o un anuncio de la
m uert e, que había esperado desde la m añana dist ant e en que el coronel Gerineldo Márquez le
perm it ió ver un fusilam ient o. Sin em bargo, el m al augurio no alt eró su solem nidad. Hizo la j ugada
que t enía previst a y no erró la caram bola. Poco después, las descargas de redoblant e, los ladridos
del clarín, los grit os y el t ropel de la gent e, le indicaron que no sólo la part ida de billar sino la
callada y solit aria part ida que j ugaba consigo m ism o desde la m adrugada de la ej ecución, habían
por fin t erm inado. Ent onces se asom é a la calle, y los vio. Eran t res regim ient os cuya m archa
paut ada por t am bor de galeot es hacia t repidar la t ierra. Su resuello de dragón m ult icéfalo
im pregnó de un vapor pest ilent e la claridad del m ediodía. Eran pequeños, m acizos, brut os.
Sudaban con sudor de caballo, y t enían un olor de carnaza m acerada por el sol, y la im pavidez
t acit urna e im penet rable de los hom bres del páram o. Aunque t ardaron m ás de una hora en pasar,
hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque t odos eran
idént icos, hij os de la m ism a m adre, y t odos soport aban con igual est olidez el peso de los
m orrales y las cant im ploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonet as caladas, y el incordio

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de la obediencia ciega y el sent ido del honor. Ursula los oyó pasar desde su lecho de t inieblas y
levant ó la m ano con los dedos en cruz. Sant a Sofía de la Piedad exist ió por un inst ant e, inclinada
sobre el m ant el bordado que acababa de planchar, y pensó en su hij o, José Arcadio Segundo, que
vio pasar sin inm ut arse los últ im os soldados por la puert a del Hot el de Jacob.
La ley m arcial facult aba al ej ércit o para asum ir funciones de árbit ro de la cont roversia, pero no
se hizo ninguna t ent at iva de conciliación. Tan pront o com o se exhibieron en Macondo, los
soldados pusieron a un lado los fusiles, cort aron y em barcaron el banano y m ovilizaron los t renes.
Los t rabaj adores, que hast a ent onces se habían conform ado con esperar, se echaron al m ont e sin
m ás arm as que sus m achet es de labor, y em pezaron a sabot ear el sabot aj e. I ncendiaron fincas y
com isariat os, dest ruyeron los rieles para im pedir el t ránsit o de los t renes que em pezaban a
abrirse paso con fuego de am et ralladoras, y cort aron los alam bres del t elégrafo y el t eléfono. Las
acequias se t iñeron de sangre. El señor Brown, que est aba vivo en el gallinero elect rificado, fue
sacado de Macondo con su fam ilia y las de ot ros com pat riot as suyos, y conducidos a t errit orio
seguro baj o la prot ección del ej ércit o. La sit uación am enazaba con evolucionar hacia una guerra
civil desigual y sangrient a, cuando las aut oridades hicieron un llam ado a los t rabaj adores para
que se concent raran en Macondo. El llam ado anunciaba que el Jefe Civil y Milit ar de la provincia
llegaría el viernes siguient e, dispuest o a int erceder en el conflict o.
José Arcadio Segundo est aba ent re la m uchedum bre que se concent ré en la est ación desde la
m añana del viernes. Había part icipado en una reunión de los dirigent es sindicales y había sido
com isionado j unt o con el coronel Gavilán para confundirse con la m ult it ud y orient arla según las
circunst ancias. No se sent ía bien, y am asaba una past a salit rosa en el paladar, desde que advirt ió
que el ej ércit o había em plazado nidos de am et ralladoras alrededor de la plazolet a, y que la
ciudad alam brada de la com pañía bananera est aba prot egida con piezas de art illería. Hacia las
doce, esperando un t ren que no llegaba, m ás de t res m il personas, ent re t rabaj adores, m uj eres y
niños, habían desbordado el espacio descubiert o frent e a la est ación y se apret uj aban en las
calles adyacent es que el ej ércit o cerró con filas de am et ralladoras. Aquello parecía ent onces, m ás
que una recepción, una feria j ubilosa. Habían t rasladado los puest os de frit angas y las t iendas de
bebidas de la calle de los Turcos, y la gent e soport aba con m uy buen ánim o el fast idio de la
espera y el sol abrasant e. Un poco ant es de las t res corrió el rum or de que el t ren oficial no
llegaría hast a el día siguient e. La m uchedum bre cansada exhalé un suspiro de desalient o. Un
t enient e del ej ércit o se subió ent onces en el t echo de la est ación, donde había cuat ro nidos de
am et ralladoras enfiladas hacia la m ult it ud, y se dio un t oque de silencio. Al lado de José Arcadio
Segundo est aba una m uj er descalza, m uy gorda, con dos niños de unos cuat ro y siet e años.
Cargó al m enor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levant ara al ot ro para que
oyera m ej or lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca. Muchos
años después, ese niño había de seguir cont ando, sin que nadie se lo creyera, que había vist o al
t enient e leyendo con una bocina de gram ófono el Decret o Núm ero 4 del Jefe Civil y Milit ar de la
provincia. Est aba firm ado por el general Carlos Cort és Vargas, y por su secret ario, el m ayor
Enrique García I saza, y en t res art ículos de ochent a palabras declaraba a los huelguist as cuadrilla
de m alhechores y facult aba al ej ércit o para m at arlos a bala.
Leído el decret o, en m edio de una ensordecedora rechifla de prot est a, un capit án sust it uyó al
t enient e en el t echo de la est ación, y con la bocina de gram ófono hizo señas de que quería
hablar. La m uchedum bre volvió a guardar silencio.
- Señoras y señores - dij o el capit án con una voz baj a, lent a, un poco cansada- , t ienen cinco
m inut os para ret irarse.
La rechifla y los grit os redoblados ahogaron el t oque de clarín que anuncié el principio del
plazo. Nadie se m ovió.
- Han pasado cinco m inut os - dij o el capit án en el m ism o t ono- . Un m inut o m ás y se hará fuego.
José Arcadio Segundo, sudando hielo, se baj ó al niño de los hom bros y se lo ent regó a la
m uj er. «Est os cabrones son capaces de disparar», m urm uró ella. José Arcadio Segundo no t uvo
t iem po de hablar, porque al inst ant e reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco
con un grit o a las palabras de la m uj er. Em briagado por la t ensión, por la m aravillosa profundidad
del silencio y, adem ás, convencido de que nada haría m over a aquella m uchedum bre pasm ada
por la fascinación de la m uert e, José Arcadio Segundo se em piné por encim a de las cabezas que
t enía enfrent e, y por prim era vez en su vida levant ó la voz.
- ¡Cabrones! - grit ó- . Les regalam os el m inut o que falt a.

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Al final de su grit o ocurrió algo que no le produj o espant o, sino una especie de alucinación. El
capit án dio la orden de fuego y cat orce nidos de am et ralladoras le respondieron en el act o. Pero
t odo parecía una farsa. Era com o si las am et ralladoras hubieran est ado cargadas con engañifas
de pirot ecnia, porque se escuchaba su anhelant e t ablet eo, y se veían sus escupit aj os
incandescent es, pero no se percibía la m ás leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, ent re
la m uchedum bre com pact a que parecía pet rificada por una invulnerabilidad inst ant ánea. De
pront o, a un lado de la est ación, un grit o de m uert e desgarró el encant am ient o: «Aaaay, m i
m adre.» Una fuerza sísm ica, un alient o volcánico, un rugido de cat aclism o, est allaron en el cent ro
de la m uchedum bre con una descom unal pot encia expansiva. José Arcadio Segundo apenas t uvo
t iem po de levant ar al niño, m ient ras la m adre con el ot ro era absorbida por la m uchedum bre
cent rifugada por el pánico.
Muchos años después, el niño había de cont ar t odavía, a pesar de que los vecinos seguían
creyéndolo un viej o chiflado, que José Arcadio Segundo lo levant ó por encim a de su cabeza, y se
dej ó arrast rar, casi en el aire, com o flot ando en el t error de la m uchedum bre, hacia una calle
adyacent e. La posición privilegiada del niño le perm it ió ver que en ese m om ent o la m asa
desbocada em pezaba a llegar a la esquina y la fila de am et ralladoras abrió fuego. Varias voces
grit aron al m ism o t iem po:
- ¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!
Ya los de las prim eras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de m et ralla. Los
sobrevivient es, en vez de t irarse al suelo, t rat aron de volver a la plazolet a, y el pánico dio en-
t onces un colet azo de dragón, y los m andó en una oleada com pact a cont ra la ot ra oleada
com pact a que se m ovía en sent ido cont rario, despedida por el ot ro colet azo de dragón de la calle
opuest a, donde t am bién las am et ralladoras disparaban sin t regua. Est aban acorralados, girando
en un t orbellino gigant esco que poco a poco se reducía a su epicent ro porque sus bordes iban
siendo sist em át icam ent e recort ados en redondo, com o pelando una cebolla, por las t ij eras
insaciables y m et ódicas de la m et ralla. El niño vio una m uj er arrodillada, con los brazos en cruz,
en un espacio lim pio, m ist eriosam ent e vedado a la est am pida. Allí lo puso José Arcadio Segundo,
en el inst ant e de derrum barse con la cara bañada en sangre, ant es de que el t ropel colosal
arrasara con el espacio vacío, con la m uj er arrodillada, con la luz del alt o cielo de sequía, y con el
put o m undo donde Úrsula I guarán había vendido t ant os anim alit os de caram elo.
Cuando José Arcadio Segundo despert é est aba boca arriba en las t inieblas. Se dio cuent a de
que iba en un t ren int erm inable y silencioso, y de que t enía el cabello apelm azado por la sangre
seca y le dolían t odos los huesos. Sint ió un sueño insoport able. Dispuest o a dorm ir m uchas horas,
a salvo del t error y el horror, se acom odé del lado que m enos le dolía, y sólo ent onces descubrió
que est aba acost ado sobre los m uert os. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor
cent ral. Debían de haber pasado varias horas después de la m asacre, porque los cadáveres
t enían la m ism a t em perat ura del yeso en ot oño, y su m ism a consist encia de espum a pet rificada,
y quienes los habían puest o en el vagón t uvieron t iem po de arrum os en el orden y el sent ido en
que se t ransport aban los racim os de banano. Trat ando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio
Segundo se arrast ró de un vagón a ot ro, en la dirección en que avanzaba el t ren, y en los
relám pagos que est allaban por ent re los list ones de m adera al pasar por los pueblos dorm idos
veía los m uert os hom bres, los m uert os m uj eres, los m uert os niños, que iban a ser arroj ados al
m ar com o el banano de rechazo. Solam ent e reconoció a una m uj er que vendía refrescos en la
plaza y al coronel Gavilán, que t odavía llevaba enrollado en la m ano el cint urón con la hebilla de
plat a m oreliana con que t rat ó de abrirse cam ino a t ravés del pánico. Cuando llegó al prim er
vagón dio un salt o en la oscuridad, y se quedó t endido en la zanj a hast a que el t ren acabó de
pasar. Era el m ás largo que había vist o nunca, con casi doscient os vagones de carga, y una
locom ot ora en cada ext rem o y una t ercera en el cent ro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las
roj as y verdes lám paras de posición, y se deslizaba a una velocidad noct urna y sigilosa. Encim a
de los vagones se veían los bult os oscuros de los soldados con las am et ralladoras em plazadas.
Después de m edianoche se precipit é un aguacero t orrencial. José Arcadio Segundo ignoraba
dónde había salt ado, pero sabía que cam inando en sent ido cont rario al del t ren llegaría a Ma-
condo. Al cabo de m ás de t res horas de m archa, em papado hast a los huesos, con un dolor de
cabeza t errible, divisé las prim eras casas a la luz del am anecer. At raído por el olor del café, ent ró
en una cocina donde una m uj er con un niño en brazos est aba inclinada sobre el fogón.
- Buenos - dij o exhaust o- . Soy José Arcadio Segundo Buendía.

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Pronunció el nom bre com plet o, let ra por let ra, para convencerse de que est aba vivo. Hizo bien,
porque la m uj er había pensado que era una aparición al ver en la puert a la figura escuálida,
som bría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y t ocada por la solem nidad de la m uert e. Lo
conocía. Llevó una m ant a para que se arropara m ient ras se secaba la ropa en el fogón, le calent é
agua para que se lavara la herida, que era sólo un desgarram ient o de la piel, y le dio un pañal
lim pio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, com o le
habían dicho que lo t om aban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.
José Arcadio Segundo no habló m ient ras no t erm inó de t om ar el café.
- Debían ser com o t res m il - m urm uré.
- ¿Qué?
- Los m uert os - aclaró él- . Debían ser t odos los que est aban en la est ación.
La m uj er lo m idió con una m irada de lást im a. «Aquí no ha habido m uert os - dij o- . Desde los
t iem pos de t u t ío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo.» En t res cocinas donde se det uvo
José Arcadio Segundo ant es de llegar a la casa le dij eron lo m ism o: «No hubo m uert os.» Pasó por
la plazolet a de la est ación, y vio las m esas de frit angas am ont onadas una encim a de ot ra, y
t am poco allí encont ró rast ro alguno de la m asacre. Las calles est aban desiert as baj o la lluvia
t enaz y las casas cerradas, sin vest igios de vida int erior. La única not icia hum ana era el prim er
t oque para m isa. Llam ó en la puert a de la casa del coronel Gavilán. Una m uj er encint a, a quien
había vist o m uchas veces, le cerró la puert a en la cara. «Se fue - dij o asust ada- . Volvió a su
t ierra.» La ent rada principal del gallinero alam brado est aba cust odiada, com o siem pre, por dos
policías locales que parecían de piedra baj o la lluvia, con im perm eables y cascos de hule. En su
callecit a m arginal, los negros ant illanos cant aban a coro los salm os del sábado. José Arcadio
Segundo salt ó la cerca del pat io y ent ró en la casa por la cocina. Sant a Sofía de la Piedad apenas
levant ó la voz. «Que no t e vea Fernanda - dij o- . Hace un rat o se est aba levant ando.» Com o si
cum pliera un pact o im plícit o, llevó al hij o al cuart o de las bacinillas, le arregló el desvencij ado
cat re de Melquíades, y a las dos de la t arde, m ient ras Fernanda hacía la siest a, le pasó por la
vent ana un plat o de com ida.
Aureliano Segundo había dorm ido en casa porque allí lo sorprendió la lluvia, y a las t res de la
t arde t odavía seguía esperando que escam para. I nform ado en secret o por Sant a Sofía de la
Piedad, a esa hora visit ó a su herm ano en el cuart o de Melquíades. Tam poco él creyó la versión
de la m asacre ni la pesadilla del t ren cargado de m uert os que viaj aba hacia el m ar. La noche
ant erior habían leído un bando nacional ext raordinario, para inform ar que los obreros habían
obedecido la orden de evacuar la est ación, y se dirigían a sus casas en caravanas pacíficas. El
bando inform aba t am bién que los dirigent es sindicales, con un elevado espírit u pat riót ico, habían
reducido sus pet iciones a dos punt os: reform a de los servicios m édicos y const rucción de let rinas
en las viviendas. Se inform é m ás t arde que cuando las aut oridades m ilit ares obt uvieron el
acuerdo de los t rabaj adores, se apresuraron a com unicárselo al señor Brown, y que ést e no sólo
había acept ado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar t res días de j olgorios públicos para
celebrar el t érm ino del conflict o. Sólo que cuando los m ilit ares le pregunt aron para qué fecha
podía anunciarse la firm a del acuerdo, él m iró a t ravés de la vent ana del cielo rayado de
relám pagos, e hizo un profundo gest o de incert idum bre.
- Será cuando escam pe - dij o- . Mient ras dure la lluvia, suspendem os t oda clase de act ividades.
No llovía desde hacia t res m eses y era t iem po de sequía. Pero cuando el señor Brown anuncié
su decisión se precipit é en t oda la zona bananera el aguacero t orrencial que sorprendió a José
Arcadio Segundo en el cam ino de Macondo. Una sem ana después seguía lloviendo. La versión
oficial, m il veces repet ida y m achacada en t odo el país por cuant o m edio de divulgación encont ró
el gobierno a su alcance, t erm inó por im ponerse: no hubo m uert os, los t rabaj adores sat isfechos
habían vuelt o con sus fam ilias, y la com pañía bananera suspendía act ividades m ient ras pasaba la
lluvia. La ley m arcial cont inuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar m edidas de
em ergencia para la calam idad pública del aguacero int erm inable, pero la t ropa est aba
acuart elada. Durant e el día los m ilit ares andaban por los t orrent es de las calles, con los
pant alones enrollados a m edia pierna, j ugando a los naufragios con los niños. En la noche,
después del t oque de queda, derribaban puert as a culat azos, sacaban a los sospechosos de sus
cam as y se los llevaban a un viaj e sin regreso. Era t odavía la búsqueda y el ext erm inio de los
m alhechores, asesinos, incendiarios y revolt osos del Decret o Núm ero Cuat ro, pero los m ilit ares lo
negaban a los propios parient es de sus víct im as, que desbordaban la oficina de los com andant es
en busca de not icias. «Seguro que fue un sueño - insist ían los oficiales- . En Macondo no ha

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pasado nada, ni est á pasando ni pasará nunca. Est e es un pueblo feliz.» Así consum aron el
ext erm inio de los j efes sindicales.
El único sobrevivient e fue José Arcadio Segundo. Una noche de febrero se oyeron en la puert a
los golpes inconfundibles de las culat as. Aureliano Segundo, que seguía esperando que es-
cam para para salir, les abrió a seis soldados al m ando de un oficial. Em papados de lluvia, sin
pronunciar una palabra, regist raron la casa cuart o por cuart o, arm ario por arm ario, desde las
salas hast a el granero. Úrsula despert ó cuando encendieron la luz del aposent o, y no exhalé un
suspiro m ient ras duró la requisa, pero m ant uvo los dedos en cruz, m oviéndolos hacia donde los
soldados se m ovían. Sant a Sofía de la Piedad alcanzó a prevenir a José Arcadio Segundo que
dorm ía en el cuart o de Melquíades, pero él com prendió que era dem asiado t arde para int ent ar la
fuga. De m odo que Sant a Sofía de la Piedad volvió a cerrar la puert a, y él se puso la cam isa y los
zapat os, y se sent ó en el cat re a esperar que llegaran. En ese m om ent o est aban requisando el
t aller de orfebrería. El oficial había hecho abrir el candado, y con una rápida barrida de la lint erna
había vist o el m esón de t rabaj o y la vidriera con los frascos de ácidos y los inst rum ent os que
seguían en el m ism o lugar en que los dej ó su dueño, y pareció com prender que en aquel cuart o
no vivía nadie. Sin em bargo, le pregunt ó ast ut am ent e a Aureliano Segundo si era plat ero, y él le
explicó que aquel había sido el t aller del coronel Aureliano Buendía, «Aj á», hizo el oficial, y
encendió la luz y ordenó una requisa t an m inuciosa, que no se les escaparon los dieciocho
pescadit os de oro que se habían quedado sin fundir y que est aban escondidos det rás de los fras-
cos en el t arro de lat a. El oficial los exam inó uno por uno en el m esón de t rabaj o y ent onces se
hum anizó por com plet o. «Quisiera llevarm e uno, si ust ed m e lo perm it e - dij o- . En un t iem po
fueron una clave de subversión, pero ahora son una reliquia.» Era j oven, casi un adolescent e, sin
ningún signo de t im idez, y con una sim pat ía nat ural que no se le había not ado hast a ent onces.
Aureliano Segundo le regaló el pescadit o. El oficial se lo guardó en el bolsillo de la cam isa, con un
brillo infant il en los oj os, y echó los ot ros en el t arro para ponerlos donde est aban.
- Es un recuerdo invaluable - dij o- . El coronel Aureliano Buendía fue uno de nuest ros m ás
grandes hom bres.
Sin em bargo, el golpe de hum anización no m odificó su conduct a profesional. Frent e al cuart o
de Melquíades, que est aba ot ra vez con candado, Sant a Sofía de la Piedad acudió a una últ im a
esperanza. «Hace com o un siglo que no vive nadie en ese aposent o», dij o. El oficial lo hizo abrir,
lo recorrió con el haz de la lint erna, y Aureliano Segundo y Sant a Sofía de la Piedad vieron los
oj os árabes de José Arcadio Segundo en el m om ent o en que pasó por su cara la ráfaga de luz, y
com prendieron que aquel era el fin de una ansiedad y el principio de ot ra que sólo encont raría un
alivio en la resignación. Pero el oficial siguió exam inando la habit ación con la lint erna, y no dio
ninguna señal de int erés m ient ras no descubrió las set ent a y dos bacinillas apelot onadas en los
arm arios. Ent onces encendió la luz. José Arcadio Segundo est aba sent ado en el borde del cat re,
list o para salir, m ás solem ne y pensat ivo que nunca. Al fondo est aban los anaqueles con los libros
descosidos, los rollos de pergam inos, y la m esa de t rabaj o lim pia y ordenada, y t odavía fresca la
t int a en los t int eros. Había la m ism a pureza en el aire, la m ism a diafanidad, el m ism o privilegio
cont ra el polvo y la dest rucción que conoció Aureliano Segundo en la infancia, y que sólo el
coronel Aureliano Buendía no pudo percibir. Pero el oficial no se int eresó sino en las bacinillas.
- ¿Cuánt as personas viven en est a casa? - pregunt ó.
- Cinco.
El oficial, evident em ent e, no ent endió. Det uvo la m irada en el espacio donde Aureliano
Segundo y Sant a Sofía de la Piedad seguían viendo a José Arcadio Segundo, y t am bién ést e se
dio cuent a de que el m ilit ar lo est aba m irando sin verlo. Luego apagó la luz y aj ust é la puert a.
Cuando les habló a los soldados, ent endió Aureliano Segundo que el j oven m ilit ar había vist o el
cuart o con los m ism os oj os con que lo vio el coronel Aureliano Buendía.
- Es verdad que nadie ha est ado en ese cuart o por lo m enos en un siglo - dij o el oficial a los
soldados- . Ahí debe haber hast a culebras.
Al cerrarse la puert a, José Arcadio Segundo t uvo la cert idum bre de que su guerra había
t erm inado. Años ant es, el coronel Aureliano Buendía le había hablado de la fascinación de la
guerra y había t rat ado de dem ost rarla con ej em plos incont ables sacados de su propia
experiencia. Él le había creído. Pero la noche en que los m ilit ares lo m iraron sin verlo, m ient ras
pensaba en la t ensión de los últ im os m eses, en la m iseria de la cárcel, en el pánico de la est ación
y en el t ren cargado de m uert os, José Arcadio Segundo llegó a la conclusión de que el coronel
Aureliano Buendía no fue m ás que un farsant e o un im bécil. No ent endía que hubiera necesit ado

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

t ant as palabras para explicar lo que se sent ía en la guerra, si con una sola bast aba: m iedo. En el
cuart o de Melquíades, en cam bio, prot egido por la luz sobrenat ural, por el ruido de la lluvia, por
la sensación de ser invisible, encont ró el reposo que no t uvo un solo inst ant e de su vida ant erior,
y el único m iedo que persist ía era el de que lo ent erraran vivo. Se lo cont é a Sant a Sofía de la
Piedad, que le llevaba las com idas diarias, y ella le prom et ió luchar por est ar viva hast a m ás allá
de sus fuerzas, para asegurarse de que lo ent erraran m uert o. A salvo de t odo t em or, José
Arcadio Segundo se dedicó ent onces a repasar m uchas veces los pergam inos de Melquíades, y
t ant o m ás a gust o cuant o m enos los ent endía. Acost um brado al ruido de la lluvia, que a los dos
m eses se convirt ió en una form a nueva del silencio, lo único que pert urbaba su soledad eran las
ent radas y salidas de Sant a Sofía de la Piedad. Por eso le suplicó que le dej ara la com ida en el
alféizar de la vent ana, y le echara candado a la puert a. El rest o de la fam ilia lo olvidó, inclusive
Fernanda, que no t uvo inconvenient e en dej arlo allí, cuando supo que los m ilit ares lo habían vist o
sin conocerlo. A los seis m eses de encierro, en vist a de que los m ilit ares se habían ido de
Macondo, Aureliano Segundo quit ó el candado buscando alguien con quien conversar m ient ras
pasaba la lluvia. Desde que abrió la puert a se sint ió agredido por la pest ilencia de las bacinillas
que est aban puest as en el suelo, y t odas m uchas veces ocupadas. José Arcadio Segundo,
devorado por la pelam bre, indiferent e al aire enrarecido por los vapores nauseabundos, seguía
leyendo y releyendo los pergam inos inint eligibles. Est aba ilum inado por un resplandor seráfico.
Apenas levant ó la vist a cuando sint ió abrirse la puert a, pero a su herm ano le bast é aquella
m irada para ver repet ido en ella el dest ino irreparable del bisabuelo.
- Eran m ás de t res m il - fue t odo cuant o dij o José Arcadio Segundo- . Ahora est oy seguro que
eran t odos los que est aban en la est ación.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

XVI

Llovió cuat ro años, once m eses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que t odo el m undo se
puso sus ropas de pont ifical y se com puso una cara de convalecient e para celebrar la escam pada,
pero pront o se acost um braron a int erpret ar las pausas com o anuncios de recrudecim ient o. Se
desem pedraba el cielo en unas t em pest ades de est ropicio, y el nort e m andaba unos huracanes
que desport illaron t echos y derribaron paredes, y desent erraron de raíz las últ im as cepas de las
plant aciones. Com o ocurrió durant e la pest e del insom nio, que Úrsula se dio a recordar por
aquellos días, la propia calam idad iba inspirando defensas cont ra el t edio. Aureliano Segundo fue
uno de los que m ás hicieron para no dej arse vencer por la ociosidad. Había ido a la casa por
algún asunt o casual la noche en que el señor Brown convocó la t orm ent a, y Fernanda t rat é de
auxiliarlo con un paraguas m edio desvarillado que encont ré en un arm ario. «No hace falt a - dij o
él- . Me quedo aquí hast a que escam pe.» No era, por supuest o, un com prom iso ineludible, pero
est uvo a punt o de cum plirlo al pie de la let ra. Com o su ropa est aba en casa de Pet ra Cot es, se
quit aba cada t res días la que llevaba puest a, y esperaba en calzoncillos m ient ras la lavaban. Para
no aburrirse, se ent regó a la t area de com poner los num erosos desperfect os de la casa. Aj ust é
bisagras, aceit é cerraduras, at ornillé aldabas y nivelé fallebas. Durant e varios m eses se le vio
vagar con una caj a de herram ient as que debieron olvidar los git anos en los t iem pos de José
Arcadio Buendía, y nadie supo si fue por la gim nasia involunt aria, por el t edio invernal o por la
abst inencia obligada, que la panza se le fue desinflando poco a poco com o un pellej o, y la cara de
t ort uga beat ífica se le hizo m enos sanguínea y m enos prot uberant e la papada, hast a que t odo él
t erm iné por ser m enos paquidérm ico y pudo am arrarse ot ra vez los cordones de los zapat os.
Viéndolo m ont ar picaport es y desconect ar reloj es, Fernanda se pregunt ó si no est aría incurriendo
t am bién en el vicio de hacer para deshacer, com o el coronel Aureliano Buendía con los pescadit os
de oro, Am arant a con los bot ones y la m ort aj a, José Arcadio Segundo con los pergam inos y
Úrsula con los recuerdos. Pero no era ciert o. Lo m alo era que la lluvia lo t rast ornaba t odo, y las
m áquinas m ás áridas echaban flores por ent re los engranaj es si no se les aceit aba cada t res días,
y se oxidaban los hilos de los brocados y le nacían algas de azafrán a la ropa m oj ada. La
at m ósfera era t an húm eda que los peces hubieran podido ent rar por las puert as y salir por las
vent anas, navegando en el aire de los aposent os. Una m añana despert ó Úrsula sint iendo que se
acababa en un soponcio de placidez, y ya había pedido que le llevaran al padre Ant onio I sabel,
aunque fuera en andas, cuando Sant a Sofía de la Piedad descubrió que t enía la espalda
adoquinada de sanguij uelas. Se las desprendieron una por una, achicharrándolas con t izones,
ant es de que t erm inaran de desangraría. Fue necesario excavar canales para desaguar la casa, y
desem barazarla de sapos y caracoles, de m odo que pudieran secarse los pisos, quit ar los ladrillos
de las pat as de las cam as y cam inar ot ra vez con zapat os. Ent ret enido con las m últ iples m inucias
que reclam aban su at ención, Aureliano Segundo no se dio cuent a de que se est aba volviendo
viej o, hast a una t arde en que se encont ró cont em plando el at ardecer prem at uro desde un
m ecedor, y pensando en Pet ra Cot es sin est rem ecerse. No habría t enido ningún inconvenient e en
regresar al am or insípido de Fernanda, cuya belleza se había reposado con la m adurez, pero la
lluvia lo había puest o a salvo de t oda em ergencia pasional, y le había infundido la serenidad
esponj osa de la inapet encia. Se divirt ió pensando en las cosas que hubiera podido hacer en ot ro
t iem po con aquella lluvia que ya iba para un año. Había sido uno de los prim eros que llevaron
lám inas de cinc a Macondo, m ucho ant es de que la com pañía bananera las pusiera de m oda, sólo
por t echar con ellas el dorm it orio de Pet ra Cat es y solazarse con la im presión de int im idad pro-
funda que en aquella época le producía la crepit ación de la lluvia, Pero hast a esos recuerdos locos
de su j uvent ud est rafalaria lo dej aban im pávido, com o si en la últ im a parranda hubiera agot ado
sus cuot as de salacidad, y sólo le hubiera quedado el prem io m aravilloso de poder evocarías sin
am argura ni arrepent im ient os. Hubiera podido pensarse que el diluvio le había dado la
oport unidad de sent arse a reflexionar, y que el t raj ín de los alicat es y las alcuzas le había
despert ado la añoranza t ardía de t ant os oficios út iles com o hubiera podido hacer y no hizo en la
vida, pero ni lo uno ni lo ot ro era ciert o, porque la t ent ación de sedent arism o y dom est icidad que

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Gabriel García Márquez

lo andaba rondando no era frut o de la recapacit ación ni el escarm ient o. Le llegaba de m ucho m ás
lej os, desent errada por el t rinche de la lluvia, de los t iem pos en que leía en el cuart o de
Melquíades las prodigiosas fábulas de los t apices volant es y las ballenas que se alim ent aban de
barcos con t ripulaciones. Fue por esos días que en un descuido de Fernanda apareció en el
corredor el pequeño Aureliano, y su abuelo conoció el secret o de su ident idad. Le cort é el pelo, lo
vist ió, le enseñó a perderle el m iedo a la gent e, y m uy pront o se vio que era un legít im o
Aureliano Buendía, con sus póm ulos, alt os, su m irada de asom bro y su aire solit ario. Para
Fernanda fue un descanso. Hacía t iem po que había m edido la m agnit ud de su soberbia, pero no
encont raba cóm o rem ediarla, porque m ient ras m ás pensaba en las soluciones, m enos racionales
le parecían. De haber sabido que Aureliano Segundo iba a t om ar las cosas com o las t om é, con
una buena com placencia de abuelo, no le habría dado t ant as vuelt as ni t ant os plazos, sino que
desde el año ant erior se hubiera liberado de la m ort ificación. Para Am arant a Úrsula, que ya había
m udado los dient es, el sobrino fue com o un j uguet e escurridizo que la consolé del t edio de la
lluvia. Aureliano Segundo se acordé ent onces de la enciclopedia inglesa que nadie había vuelt o a
t ocar en el ant iguo dorm it orio de Mem e. Em pezó por m ost rarles las lám inas a los niños, en
especial las de anim ales, y m ás t arde los m apas y las fot ografías de países rem ot os y personaj es
célebres. Com o no sabía inglés, y com o apenas podía dist inguir las ciudades m ás conocidas y las
personalidades m ás corrient es, se dio a invent ar nom bres y leyendas para sat isfacer la curiosidad
insaciable de los niños.
Fernanda creía de veras que su esposo est aba esperando a que escam para para volver con la
concubina. En los prim eros m eses de la lluvia t em ió que él int ent ara deslizarse hast a su
dorm it orio, y que ella iba a pasar por la vergüenza de revelarle que est aba incapacit ada para la
reconciliación desde el nacim ient o de Am arant a Úrsula. Esa era la causa de su ansiosa
correspondencia con los m édicos invisibles, int errum pida por los frecuent es desast res del correo.
Durant e los prim eros m eses, cuando se supo que los t renes se descarrilaban en la t orm ent a, una
cart a de los m édicos invisibles le indicó que se est aban perdiendo las suyas. Más t arde, cuando se
int errum pieron los cont act os con sus corresponsales ignot os, había pensado seriam ent e en
ponerse la m áscara de t igre que usó su m arido en el carnaval sangrient o, para hacerse exam inar
con un nom bre fict icio por los m édicos de la com pañía bananera. Pero una de las t ant as personas
que pasaban a m enudo por la casa llevando las not icias ingrat as del diluvio le había dicho que la
com pañía est aba desm ant elando sus dispensarios para llevárselos a t ierras de escam pada.
Ent onces perdió la esperanza. Se resignó a aguardar que pasara la lluvia y se norm alizara el
correo y, m ient ras t ant o, se aliviaba de sus dolencias secret as con recursos de inspiración,
porque hubiera preferido m orirse a ponerse en m anos del único m édico que quedaba en
Macondo, el francés ext ravagant e que se alim ent aba con hierba para burros. Se había
aproxim ado a Úrsula, confiando en que ella conociera algún paliat ivo para sus quebrant os. Pero la
t ort uosa cost um bre de no llam ar las cosas por su nom bre la llevó a poner lo ant erior en lo
post erior, y a sust it uir lo parido por lo expulsado, y a cam biar fluj os por ardores para que t odo
fuera m enos vergonzoso, de m anera que Úrsula concluyó razonablem ent e que los t rast ornos no
eran ut erinos, sino int est inales, y le aconsej ó que t om ara en ayunas una papelet a de calom el. De
no haber sido por ese padecim ient o que nada hubiera t enido de pudendo para alguien que no
est uviera t am bién enferm o de pudibundez, y de no haber sido por la pérdida de las cart as, a
Fernanda no le habría im port ado la lluvia, porque al fin de cuent as t oda la vida había sido para
ella com o si est uviera lloviendo. No m odificó los horarios ni perdoné los rit os. Cuando t odavía
est aba la m esa alzada sobre ladrillos y puest as las sillas sobre t ablones para que los com ensales
no se m oj aran los pies, ella seguía sirviendo con m ant eles de lino y vaj illas chinas, y prendiendo
los candelabros en la cena, porque consideraba que las calam idades no podían t om arse de
pret ext o para el relaj am ient o de las cost um bres. Nadie había vuelt o a asom arse a la calle. Si de
Fernanda hubiera dependido no habrían vuelt o a hacerlo j am ás, no sólo desde que em pezó a
llover, sino desde m ucho ant es, puest o que ella consideraba que las puert as se habían invent ado
para cerrarlas, y que la curiosidad por lo que ocurría en la calle era cosa de ram eras. Sin
em bargo, ella fue la prim era en asom arse cuando avisaron que est aba pasando el ent ierro del
coronel Gerineldo Márquez, aunque lo que vio ent onces por la vent ana ent reabiert a la dej ó en t al
est ado de aflicción que durant e m ucho t iem po est uvo arrepint iéndose de su debilidad.
No habría podido concebirse un cort ej o m ás desolado. Habían puest o el at aúd en una carret a
de bueyes sobre la cual const ruyeron un cobert izo de hoj as de banano, pero la presión de la
lluvia era t an int ensa v las calles est aban t an em pant anadas que a cada paso se at ollaban las

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ruedas y el cobert izo est aba a punt o de desbarat arse. Los chorros de agua t rist e que caían sobre
el at aúd iban ensopando la bandera que le habían puest o encim a, y que era en realidad la
bandera sucia de sangre y de pólvora, repudiada por los vet eranos m ás dignos. Sobre el at aúd
habían puest o t am bién el sable con borlas de cobre y seda, el m ism o que el coronel Gerineldo
Márquez colgaba en la percha de la sala para ent rar inerm e al cost urero de Am arant a. Det rás de
la carret a, algunos descalzos y t odos con los pant alones a m edia pierna, chapaleaban en el fango
los últ im os sobrevivient es de la capit ulación de Neerlandia, llevando en una m ano el bast ón de
carret o y en la ot ra una corona de flores de papel descoloridas por la lluvia. Aparecieron com o
una visión irreal en la calle que t odavía llevaba el nom bre del coronel Aureliano Buendía, y t odos
m iraron la casa al pasar, y doblaron por la esquina de la plaza, donde t uvieron que pedir ayuda
para sacar la carret a at ascada. Úrsula se había hecho llevar a la puert a por Sant a Sofía de la
Piedad. Siguió con t ant a at ención las peripecias del ent ierro que nadie dudó de que lo est aba
viendo, sobre t odo porque su alzada m ano de arcángel anunciador se m ovía con los cabeceos de
la carret a.
- Adiós, Gerineldo, hij o m ío - grit é- . Salúdam e a m i gent e y dile que nos vem os cuando
escam pe.
Aureliano Segundo la ayudé a volver a la cam a, y con la m ism a inform alidad con que la
t rat aba siem pre le pregunt ó el significado de su despedida.
- Es verdad - dij o ella- . Nada m ás est oy esperando que pase la lluvia para m orirm e,
El est ado de las calles alarm ó a Aureliano Segundo. Tardíam ent e preocupado por la suert e de
sus anim ales, se echó encim a un lienzo encerado y fue a casa de Pet ra Cot es. La encont ró en el
pat io, con el agua a la cint ura, t rat ando de desencallar el cadáver de un caballo. Aureliano
Segundo la ayudé con una t ranca, y el enorm e cuerpo t um efact os dio una vuelt a de cam pana y
fue arrast rado por el t orrent e de barro líquido. Desde que em pezó la lluvia, Pet ra Cot es no había
hecho m ás que desem barazar su pat io de anim ales m uert os. En las prim eras sem anas le m andó
recados a Aureliano Segundo para que t om ara providencias urgent es, y él había cont est ado que
no había prisa, que la sit uación no era alarm ant e, que ya se pensaría en algo cuando escam para.
Le m andé a decir que los pot reros se est aban inundando, que el ganado se fugaba hacia las
t ierras alt as donde no había qué com er, y que est aban a m erced del t igre y la pest e. «No hay
nada que hacer - le cont est ó Aureliano Segundo- . Ya nacerán ot ros cuando escam pe.» Pet ra Cot es
los había vist o m orir a racim adas, y apenas si se daba abast o para dest azar a los que se
quedaban at ollados. Vio con una im pot encia sorda cóm o el diluvio fue ext erm inando sin
m isericordia una fort una que en un t iem po se t uvo com o la m ás grande y sólida de Macondo, y
de la cual no quedaba sino la pest ilencia. Cuando Aureliano Segundo decidió ir a ver lo que
pasaba, sólo encont ró el cadáver del caballo, y una m uía escuálida ent re los escom bros de la
caballeriza. Pet ra Cot es lo vio llegar sin sorpresa, sin alegría ni resent im ient o, y apenas se
perm it ió una sonrisa irónica.
- ¡A buena hora! - dij o.
Est aba envej ecida, en los puros huesos, y sus lanceolados oj os de anim al carnívoro se habían
vuelt o t rist es y m ansos de t ant o m irar la lluvia. Aureliano Segundo se quedó m ás de t res m eses
en su casa, no porque ent onces se sint iera m ej or allí que en la de su fam ilia, sino porque necesit é
t odo ese t iem po para t om ar la decisión de echarse ot ra vez encim a el pedazo de lienzo encerado.
«No hay prisa - dij o, com o había dicho en la ot ra casa- . Esperem os que escam pe en las próxim as
horas.» En el curso de la prim era sem ana se fue acost um brando a los desgast es que habían
hecho el t iem po y la lluvia en la salud de su concubina, y poco a poco fue viéndola com o era
ant es, acordándose de sus desafueros j ubilosos y de la fecundidad de delirio que su am or
provocaba en los anim ales, y en part e por am or y en part e por int erés, una noche de la segunda
sem ana la despert ó con caricias aprem iant es. Pet ra Cot es no reaccionó. «Duerm e t ranquilo -
m urm uró- . Ya los t iem pos no est án para est as cosas.» Aureliano Segundo se vio a sí m ism o en
los espej os del t echo, vio la espina dorsal de Pet ra Cot os com o una hilera de carret es ensart ados
en un m azo de nervios m archit os, y com prendió que ella t enía razón, no por los t iem pos, sino por
ellos m ism os, que ya no est aban para esas cosas.
Aureliano Segundo regresó a la casa con sus baúles, convencido de que no sólo Úrsula, sino
t odos los habit ant es de Macondo, est aban esperando que escam para para m orirse. Los había
vist o al pasar, sent ados en las salas con la m irada absort a y los brazos cruzados, sint iendo
t ranscurrir un t iem po ent ero, un t iem po sin desbravar, porque era inút il dividirlo en m eses y
años, y los días en horas, cuando no podía hacerse nada m ás que cont em plar la lluvia. Los niños

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recibieron alborozados a Aureliano Segundo, quien volvió a t ocar para ellos el acordeón asm át ico.
Pero el conciert o no les llam ó t ant o la at ención com o las sesiones enciclopédicas, de m odo que
ot ra vez volvieron a reunirse en el dorm it orio de Mem o, donde la im aginación de Aureliano
Segundo convirt ió el dirigible en un elefant e volador que buscaba un sit io para dorm ir ent re las
nubes. En ciert a ocasión encont ró un hom bre de a caballo que a pesar de su at uendo exót ico
conservaba un aire fam iliar, y después de m ucho exam inarlo llegó a la conclusión de que era un
ret rat o del coronel Aureliano Buendía. Se lo m ost ró a Fernanda, y t am bién ella adm it ió el
parecido del j inet e no sólo con el coronel, sino con t odos los m iem bros de la fam ilia, aunque en
verdad era un guerrero t árt aro. Así se le fue pasando el t iem po, ent re el coloso de Rodas y los
encant adores de serpient es, hast a que su esposa le anunció que no quedaban m ás de seis kilos
de carne salada y un saco de arroz en el granero.
- ¿Y ahora qué quieres que haga? - pregunt ó él.
- Yo no sé - cont est ó Fernanda- . Eso es asunt o de hom bres.
- Bueno - dij o Aureliano Segundo- , algo se hará cuando escam pe.
Siguió m ás int eresado en la enciclopedia que en el problem a dom ést ico, aun cuando t uvo que
conform arse con una pilt rafa y un poco de arroz en el alm uerzo. «Ahora es im posible hacer nada
- decía- . No puede llover t oda la vida.» Y m ient ras m ás largas le daba a las urgencias del granero,
m ás int ensa se iba haciendo la indignación de Fernanda, hast a que sus prot est as event uales, sus
desahogos poco frecuent es, se desbordaron en un t orrent e incont enible, desat ado, que em pezó
una m añana com o el m onót ono bordón de una guit arra, y que a m edida que avanzaba el día fue
subiendo de t ono, cada vez m ás rico, m ás espléndido. Aureliano Segundo no t uvo conciencia de
la cant alet a hast a el día siguient e, después del desayuno, cuando se sint ió at urdido por un
abej orreo que era ent onces m ás fluido y alt o que el rum or de la lluvia, y era Fernanda que se
paseaba por t oda la casa doliéndose de que la hubieran educado com o una reina para t erm inar de
sirvient a en una casa de locos, con un m arido holgazán, idólat ra, libert ino, que se acost aba boca
arriba a esperar que le llovieran panes del cielo, m ient ras ella se dest roncaba los riñones t rat ando
de m ant ener a flot e un hogar em parapet ado con alfileres, donde había t ant o que hacer, t ant o que
soport ar y corregir desde que am anecía Dios hast a la hora de acost arse, que llegaba a la cam a
con los oj os llenos de polvo de vidrio y, sin em bargo, nadie le había dicho nunca buenos días,
Fernanda, qué t al noche pasast e, Fernanda, ni le habían pregunt ado aunque fuera por cort esía
por qué est aba t an pálida ni por qué despert aba con esas oj eras de violet a, a pesar de que ella no
esperaba, por supuest o, que aquello saliera del rest o de una fam ilia que al fin y al cabo la había
t enido siem pre com o un est orbo, com o el t rapit o de baj ar la olla, com o un m onigot e pint ado en la
pared, y que siem pre andaban desbarrando cont ra ella por los rincones, llam ándola sant urrona,
llam ándola farisea, llam ándola lagart a, y hast a Am arant a, que en paz descanse, había dicho de
viva voz que ella era de las que confundían el rect o con las t ém poras, bendit o sea Dios, qué
palabras, y ella había aguant ado t odo con resignación por las int enciones del Sant o Padre, pero
no había podido soport ar m ás cuando el m alvado de José Arcadio Segundo dij o que la perdición
de la fam ilia había sido abrirle las puert as a una cachaca, im agínese, una cachaca m andona,
válgam e Dios, una cachaca hij a de la m ala saliva, de la m ism a índole de los cachacos que m andó
el gobierno a m at ar t rabaj adores, dígam e ust ed, y se refería a nadie m enos que a ella, la ahij ada
del duque de Alba, una dam a con t ant a alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los
president es, una fij odalga de sangre com o ella que t enía derecho a firm ar con once apellidos
peninsulares, y que era el único m ort al en ese pueblo de bast ardos que no se sent ía
em berenj enado frent e a dieciséis cubiert os, para que luego el adúlt ero do su m arido dij era
m uert o de risa que t ant as cucharas y t enedores, y t ant os cuchillos y cucharit as no era cosa de
crist ianos, sino de ciem piés, y la única que podía det erm inar a oj os cerrados cuándo se servía el
vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino roj o, y de qué lado y en qué
copa, y no com o la m ont una de Am arant a, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se
servía de día y el vino roj o do noche, y la única en t odo el lit oral que podía vanagloriarse de no
haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano Buendía,
que en paz descanse, t uviera el at revim ient o do pregunt ar con su m ala bilis de m asón de dónde
había m erecido ese privilegio, si era que olla no cagaba m ierda, sino ast rom elias, im agínense,
con esas palabras, y para que Renat a, su propia hij a, que por indiscreción había vist o sus aguas
m ayores en el dorm it orio, cont est ara que de verdad la bacinilla era de m ucho oro y de m ucha
heráldica, pero que lo que t enía dent ro era pura m ierda, m ierda física, y peor t odavía que las
ot ras porque era m ierda de cachaca, im agínese, su propia hij a, de m odo que nunca se había

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hecho ilusiones con el rest o de la fam ilia, pero de t odos m odos t enía derecho a esperar un poco
de m ás consideración de part o do su esposo, puest o que bien o m al era su cónyuge de
sacram ent o, su aut or, su legít im o perj udicador, que se echó encim a por volunt ad libre y soberana
la grave responsabilidad de sacarla del solar pat erno, donde nunca se privé ni se dolió de nada,
donde t ej ía palm as fúnebres por gust o de ent ret enim ient o, puest o que su padrino había m andado
una cart a con su firm a y el sello de su anillo im preso en el lacre, sólo para decir que las m anos de
su ahij ada no est aban hechas para m enest eres de est e m undo, com o no fuera t ocar el clavicordio
y, sin em bargo, el insensat o de su m arido la había sacado de su casa con t odas las adm oniciones
y advert encias y la había llevado a aquella paila de infierno donde no se podía respirar de calor, y
ant es de que ella acabara de guardar sus diet as de Pent ecost és ya se había ido con sus baúles
t rashum ant es y su acordeón de perdulario a holgar en adult erio con una desdichada a quien
bast aba con verle las nalgas, bueno, ya est aba dicho, a quien bast aba con verle m enear las
nalgas de pot ranca para adivinar que era una, que era una, t odo lo cont rario de ella, que era una
dam a en el palacio o en la pocilga, en la m esa o en la cam a, una dam a de nación, t em erosa de
Dios, obedient e de sus leyes y sum isa a su designio, y con quien no podía hacer, por supuest o,
las m arom as y vagabundinas que hacía con la ot ra, que por supuest o se prest aba a t odo, com o
las m at ronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque ést as al m enos t enían la honradez
de poner un foco colorado en la puert a, sem ej ant es porquerías, im agínese, ni m ás falt aba, con la
hij a única y bienam ada de doña Renat a Argot e y don Fernando del Carpio, y sobre t odo de ést e,
por supuest o, un sant o varón, un crist iano de los grandes, Caballero de la Orden del Sant o
Sepulcro, de esos que reciben direct am ent e de Dios el privilegio de conservarse int act os en la
t um ba, con la piel t ersa com o raso de novia y los Oj os vivos y diáfanos com o las esm eraldas.
- Eso sí no es ciert o - la int errum pió Aureliano Segundo- , cuando lo t raj eron ya apest aba.
Había t enido la paciencia de escucharla un día ent ero, hast a sorprendería en una falt a.
Fernanda no le hizo caso, pero baj ó la voz. Esa noche, durant e la cena, el exasperant e zum bido
de la cant alet a había derrot ado al rum or de la lluvia. Aureliano Segundo com ió m uy poco, con la
cabeza baj a, y se ret iré t em prano al dorm it orio. En el desayuno del día siguient e Fernanda est aba
t rém ula, con aspect o de haber dorm ido m al, y parecía desahogada por com plet o de sus rencores
Sin em bargo, cuando su m arido pregunt ó si no sería posible com erse un huevo t ibio, ella no
cont est ó sim plem ent e que desde la sem ana ant erior se habían acabado los huevos, sino que
elaboré una virulent a diat riba cont ra los hom bres que se pasaban el t iem po adorándose el
om bligo y luego t enían la cachaza de pedir hígados de alondra en la m esa. Aureliano Segundo
llevó a los niños a ver la enciclopedia, com o siem pre, y Fernanda fingió poner orden en el
dorm it orio de Mem o, sólo para que él la oyera m urm urar que, por supuest o, se necesit aba t ener
la cara dura para decirles a los pobres inocent es que el coronel Aureliano Buendía est aba
ret rat ado en la enciclopedia. En la t arde, m ient ras los niños hacían la siest a, Aureliano Segundo
se sent ó en el corredor, y hast a allá lo persiguió Fernanda, provocándolo, at orm ent ándolo,
girando en t orno de él con su im placable zum bido de m oscardón, diciendo que, por supuest o,
m ient ras ya no quedaban m ás que piedras para com er, su m arido se sent aba com o un sult án de
Persia a cont em plar la lluvia, porque no era m ás que eso, un m am polón, un m ant enido, un bueno
para nada, m ás floj o que el algodón de borla, acost um brado a vivir de las m uj eres, y convencido
de que se había casado con la esposa de Jonás, que se quedó t an t ranquila con el cuent o de la
ballena. Aureliano Segundo la oyó m ás de dos horas, im pasible, com o si fuera sordo. No la
int errum pió hast a m uy avanzada la t arde cuando no pudo soport ar m ás la resonancia de bom bo
que le at orm ent aba la cabeza.
- Cállat e ya, por favor - suplicó.
Fernanda, por el cont rario, levant ó el t ono. «No t engo por qué callarm e - dij o- . El que no quiera
oírm e que se vaya.» Ent onces Aureliano Segundo perdió el dom inio. Se incorporé sin prisa, com o
si sólo pensara est irar los huesos, y con una furia perfect am ent e regulada y m et ódica fue
agarrando uno t ras ot ro los t iest os de begonias, las m acet as de helechos, los pot es de orégano, y
uno t ras ot ro los fue despedazando cont ra el suelo. Fernanda se asust é, pues en realidad no
había t enido hast a ent onces una conciencia clara de la t rem enda fuerza int erior de la cant alet a,
pero ya era t arde para cualquier t ent at iva de rect ificación. Em briagado por el t orrent e
incont enible del desahogo, Aureliano Segundo rom pió el crist al de la vidriera, y una por una, sin
apresurarse, fue sacando las piezas de la vaj illa y las hizo polvo cont ra el piso. Sist em át ico,
sereno, con la m ism a parsim onia con que había em papelado la casa de billet es, fue rom piendo
luego cont ra las paredes la crist alería de Bohem ia, los floreros pint ados a m ano, los cuadros de

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Gabriel García Márquez

las doncellas en barcas cargadas de rosas, los espej os de m arcos dorados, y t odo cuant o era
rom pible desde la sala hast a el granero, y t erm inó con la t inaj a de la cocina que se revent é en el
cent ro del pat io con una explosión profunda. Luego se lavé las m anos, se echó encim a el lienzo
encerado, y ant es de m edianoche volvió con unos t iesos colgaj os de carne salada, varios sacos de
arroz y m aíz con gorgoj o, y unos desm irriados racim os de plát anos. Desde ent onces no volvieron
a falt ar las cosas de com er.
Am arant a Úrsula y el pequeño Aureliano habían de recordar el diluvio com o una época feliz. A
pesar del rigor de Fernanda, chapaleaban en los pant anos del pat io, cazaban lagart os para
descuart izarlos y j ugaban a envenenar la sopa echándole polvo de alas de m ariposas en los
descuidos de Sant a Sofía de la Piedad. Úrsula era su j uguet e m ás ent ret enido. La t uvieron por
una gran m uñeca decrépit a que llevaban y t raían por los rincones, disfrazada con t rapos de
colores y la cara pint ada con hollín y achiot e, y una vez est uvieron a punt o de dest riparle los oj os
com o le hacían a los sapos con las t ij eras de podar. Nada les causaba t ant o alborozo com o sus
desvaríos. En efect o, algo debió ocurrir en su cerebro en el t ercer año de la lluvia, porque poco a
poco fue perdiendo el sent ido de la realidad, y confundía el t iem po act ual con épocas rem ot as de
su vida, hast a el punt o de que en una ocasión pasó t res días llorando sin consuelo por la m uert e
de Pet ronila I guarán, su bisabuela, ent errada desde hacía m ás de un siglo. Se hundió en un
est ado de confusión t an disparat ado, que creía que el pequeño Aureliano era su hij o el coronel
por los t iem pos en que lo llevaron a conocer el hielo, y que el José Arcadio que est aba ent onces
en el sem inario era el prim ogénit o que se fue con los git anos. Tant o habló de la fam ilia, que los
niños aprendieron a organizarle visit as im aginarias con seres que no sólo habían m uert o desde
hacía m ucho t iem po, sino que habían exist ido en épocas dist int as. Sent ada en la cam a con el pelo
cubiert o de ceniza y la cara t apada con un pañuelo roj o, Úrsula era feliz en m edio de la parent ela
irreal que los niños describían sin om isión de det alles, com o si de verdad la hubieran conocido.
Úrsula conversaba con sus ant epasados sobre acont ecim ient os ant eriores a su propia exist encia,
gozaba con las not icias que le daban y lloraba con ellos por m uert os m ucho m ás recient es que los
m ism os cont ert ulios. Los niños no t ardaron en advert ir que en el curso de esas visit as
fant asm ales Úrsula plant eaba siem pre una pregunt a dest inada a est ablecer quién era el que
había llevado a la casa durant e la guerra un San José de yeso de t am año nat ural para que lo
guardaran m ient ras pasaba la lluvia. Fue así com o Aureliano Segundo se acordé de la fort una
ent errada en algún lugar que sólo Úrsula conocía, pero fueron inút iles las pregunt as y las
m aniobras ast ut as que se le ocurrieron, porque en los laberint os de su desvarío ella parecía
conservar un m argen de lucidez para defender aquel secret o, que sólo había de revelar a quien
dem ost rara ser el verdadero dueño del oro sepult ado. Era t an hábil y t an est rict a, que cuando
Aureliano Segundo inst ruyó a uno de sus com pañeros de parranda para que se hiciera pasar por
el propiet ario de la fort una, ella lo enredó en un int errogat orio m inucioso y sem brado de t ram pas
sut iles.
Convencido de que Úrsula se llevaría el secret o a la t um ba, Aureliano Segundo cont rat ó una
cuadrilla de excavadores con el pret ext o de que const ruyeran canales de desagüe en el pat io y en
el t raspat io, y él m ism o sondeó el suelo con barret as de hierro y con t oda clase de det ect ores de
m et ales, sin encont rar nada que se pareciera al oro en t res m eses de exploraciones exhaust ivas.
Más t arde recurrió a Pilar Ternera con la esperanza de que las baraj as vieran m ás que los
cavadores, pero ella em pezó por explicarle que era inút il cualquier t ent at iva m ient ras no fuera
Úrsula quien cort ara el naipe. Confirm é en cam bio la exist encia del t esoro, con la precisión de que
eran siet e m il doscient as cat orce m onedas ent erradas en t res sacos de lona con j aret as de
alam bre de cobre, dent ro de un círculo con un radio de cient o veint idós m et ros, t om ando com o
cent ro la cam a de Úrsula, pero advirt ió que no sería encont rado ant es de que acabara de llover y
los soles de t res j unios consecut ivos convirt ieran en polvo los barrizales. La profusión y la
m et iculosa vaguedad de los dat os le parecieron a Aureliano Segundo t an sem ej ant es a las fábulas
espirit ist as, que insist ió en su em presa a pesar de que est aban en agost o y habría sido necesario
esperar por lo m enos t res años para sat isfacer las condiciones del pronóst ico. Lo prim ero que le
causó asom bro, aunque al m ism o t iem po aum ent ó su confusión, fue el com probar que había
exact am ent e cient o veint idós m et ros de la cam a de Úrsula a la cerca del t raspat io. Fernanda
t em ió que est uviera t an loco com o su herm ano gem elo cuando lo vio haciendo las m ediciones, y
peor aun cuando ordenó a las cuadrillas de excavadores profundizar un m et ro m ás en las zanj as.
Presa de un delirio explorat orio com parable apenas al del bisabuelo cuando buscaba la rut a de los
invent os, Aureliano Segundo perdió las últ im as bolsas de grasa que le quedaban, y la ant igua

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sem ej anza con el herm ano gem elo se fue ot ra vez acent uando, no sólo por el escurrim ient o de la
figura, sino por el aire dist ant e y la act it ud ensim ism ada. No volvió a ocuparse de los niños.
Com ía a cualquier hora, em barrado de pies a cabeza, y lo hacía en un rincón de la cocina,
cont est ando apenas a las pregunt as ocasionales de Sant a Bofia de la Piedad. Viéndolo t rabaj ar en
aquella form a, com o nunca soñó que pudiera hacerlo, Fernanda creyó que su t em eridad era
diligencia, y que si' codicia era abnegación y que su t ozudez era perseverancia, y le rem ordieron
las ent rañas por la virulencia con que había despot ricado cont ra su desidia. Pero Aureliano
Segundo no est aba ent onces para reconciliaciones m isericordiosas. Hundido hast a el cuello en
una ciénaga de ram azones m uert as y flores podridas, volt eó al derecho y al revés el suelo del
j ardín después de haber t erm inado con el pat io y el t raspat io, y barrené t an profundam ent e los
cim ient os de la galería orient al de la casa, que una noche despert aron at errorizados por lo que
parecía ser un cat aclism o, t ant o por las t repidaciones com o por el pavoroso cruj ido subt erráneo,
y era que t res aposent os se est aban desbarrancando y se había abiert o una griet a de escalofrío
desde el corredor hast a el dorm it orio de Fernanda. Aureliano Segundo no renunció por eso a la
exploración. Aun cuando ya se habían ext inguido las últ im as esperanzas y lo único que parecía
t ener algún sent ido eran las predicciones de las baraj as, reforzó los cim ient os m ellados, resané la
griet a con argam asa, y cont inué excavando en el cost ado occident al. Allí est aba t odavía la
segunda sem ana del j unio siguient e, cuando la lluvia em pezó a apaciguarse y las nubes se fueron
alzando, y se vio que de un m om ent o a ot ro iba a escam par. Así fue. Un viernes a las dos de la
t arde se alum bré el m undo con un sol bobo, berm ej o y áspero com o polvo de ladrillo, y casi t an
fresco com o el agua, y no volvió a llover en diez años.
Macondo est aba en ruinas. En los pant anos de las calles quedaban m uebles despedazados,
esquelet os de anim ales cubiert os de lirios colorados, últ im os recuerdos de las hordas de ad-
venedizos que se fugaron de Macondo t an at olondradam ent e com o habían llegado. Las casas
paradas con t ant a urgencia durant e la fiebre del banano, habían sido abandonadas. La com pañía
bananera desm ant elé sus inst alaciones. De la ant igua ciudad alam brada sólo quedaban los
escom bros. Las casas de m adera, las frescas t errazas donde t ranscurrían las serenas t ardes de
naipes, parecían arrasadas por una ant icipación del vient o profét ico que años después había de
borrar a Macondo de la faz de la t ierra. El único rast ro hum ano que dej ó aquel soplo voraz, fue un
guant e de Pat ricia Brown en el aut om óvil sofocado por las t rinit arias. La región encant ada que
exploré José Arcadio Buendía en los t iem pos de la fundación, y donde luego prosperaron las
plant aciones de banano, era un t rem edal de cepas put refact as, en cuyo horizont e rem ot o se
alcanzó a ver por varios años la espum a silenciosa del m ar. Aureliano Segundo padeció una crisis
de aflicción el prim er dom ingo que vist ió ropas secas y salió a reconocer el pueblo. Los sobrevi-
vient es de la cat ást rofe, los m ism os que ya vivían en Macondo ant es de que fuera sacudido por el
huracán de la com pañía bananera, est aban sent ados en m it ad de la calle gozando de los prim eros
soles. Todavía conservaban en la piel el verde de alga y el olor de rincón que les im prim ió la
lluvia, pero en el fondo de sus corazones parecían sat isfechos de haber recuperado el pueblo en
que nacieron. La calle de los Turcos era ot ra vez la de ant es, la de los t iem pos en que los árabes
de pant uflas y argollas en las orej as que recorrían el m undo cam biando guacam ayas por
chucherías, hallaron en Macondo un buen recodo para descansar de su m ilenaria condición de
gent e t rashum ant e. Al ot ro lado de la lluvia, la m ercancía de los bazares est aba cayéndose a
pedazos, los géneros abiert os en la puert a est aban vet eados de m usgo, los m ost radores
socavados por el com ej én y las paredes carcom idas por la hum edad, pero los árabes de la t ercera
generación est aban sent ados en el m ism o lugar y en la m ism a act it ud de sus padres y sus
abuelos, t acit urnos, im pávidos, invulnerables al t iem po y al desast re, t an vivos o t an m uert os
com o est uvieron después de la pest e del insom nio y de las t reint a y dos guerras del coronel
Aureliano Buendía. Era t an asom brosa su fort aleza de ánim o frent e a los escom bros de las m esas
de j uego, los puest os de frit angas, las caset as de t iro al blanco y el callej ón donde se
int erpret aban los sueños y se adivinaba el porvenir, que Aureliano Segundo les pregunt ó con su
inform alidad habit ual de qué recursos m ist eriosos se habían valido para no naufragar en la
t orm ent a, cóm o diablos habían hecho para no ahogarse, y uno t ras ot ro, de puert a en puert a, le
devolvieron una sonrisa ladina y una m irada de ensueño, y t odos le dieron sin ponerse de
acuerdo la m ism a repuest a:
- Nadando.
Pet ra Cot es era t al vez el único nat ivo que t enía corazón de árabe. Había vist o los últ im os
dest rozos de sus est ablos y caballerizas arrast rados por la t orm ent a, pero había logrado

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m ant ener la casa en pie. En el últ im o año, le había m andado recados aprem iant es a Aureliano
Segundo, y ést e le había cont est ado que ignoraba cuándo volvería a su casa, pero que en t odo
caso llevaría un caj ón de m onedas de oro para em pedrar el dorm it orio. Ent onces ella había
escarbado en su corazón, buscando la fuerza que le perm it iera sobrevivir a la desgracia, y había
encont rado una rabia reflexiva y j ust a, con la cual había j urado rest aurar la fort una despilfarrada
por el am ant e y acabada de ext erm inar por el diluvio. Fue una decisión t an inquebrant able, que
Aureliano Segundo volvió a su casa ocho m eses después del últ im o recado, y la encont ró verde,
desgreñada, con los párpados hundidos y la piel escarchada por la sarna, pero est aba escribiendo
núm eros en pedacit os de papel, para hacer una rifa. Aureliano Segundo se quedé at ónit o, y
est aba t an escuálido y t an solem ne, que Pet ra Cot es no creyó que quien había vuelt o a buscarla
fuera el am ant e de t oda la vida, sino el herm ano gem elo.
- Est ás loca - dij o él- . A m enos que pienses rifar los huesos. Ent onces ella le dij o que se
asom ara al dorm it orio, y Aureliano Segundo vio la m ula. Est aba con el pellej o pegado a los
huesos, com o la dueña, pero t an viva y resuelt a com o ella. Pet ra Cot es la había alim ent ado con
su rabia, y cuando no t uvo m ás hierbas, ni m aíz, ni raíces, la albergó en su propio dorm it orio y le
dio a com er las sábanas de percal, los t apices persas, los sobrecam as de peluche, las cort inas de
t erciopelo y el palio bordado con hilos de oro y borlones de seda de la cam a episcopal.

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XVII

Úrsula t uvo que hacer un grande esfuerzo para cum plir su prom esa de m orirse cuando
escam para. Las ráfagas de lucidez que eran t an escasas durant e la lluvia, se hicieron m ás fre-
cuent es a part ir de agost o, cuando em pezó a soplar el vient o árido que sofocaba los rosales y
pet rificaba los pant anos, y que acabé por esparcir sobre Macondo el polvo abrasant e que cubrió
para siem pre los oxidados t echos de cinc y los alm endros cent enarios. Úrsula lloré de lást im a al
descubrir que por m ás de t res años había quedado para j uguet e de los niños. Se lavé la cara
pint orret eada, se quit é de encim a las t iras de colorines, las lagart ij as y los sapos resecos y las
cam ándulas y ant iguos collares de árabes que le habían colgado por t odo el cuerpo, y por prim era
vez desde la m uert e de Am arant a abandonó la cam a sin auxilio de nadie para incorporarse de
nuevo a la vida fam iliar. El ánim o de su corazón invencible la orient aba en las t inieblas. Quienes
repararon en sus t rast abilleos y t ropezaron con su brazo arcangélico siem pre alzado a la alt ura de
la cabeza, pensaron que a duras penas podía con su cuerpo, pero t odavía no creyeron que est aba
ciega. Ella no necesit aba ver para darse cuent a de que los cant eros de flores, cult ivados con t ant o
esm ero desde la prim era reconst rucción, habían sido dest ruidos por la lluvia y arrasados por las
excavaciones de Aureliano Segundo, y que las paredes y el cem ent o de los pisos est aban
cuart eados, los m uebles floj os y descoloridos, las puert as desquiciadas, y la fam ilia am enazada
por un espírit u de resignación y pesadum bre que no hubiera sido concebible en sus t iem pos.
Moviéndose a t ient as por los dorm it orios vacíos percibía el t rueno cont inuo del com ej én
t aladrando las m aderas, y el t ij eret eo de la polilla en los roperos, y el est répit o devast ador de las
enorm es horm igas coloradas que habían prosperado en el diluvio y est aban socavando los
cim ient os de la casa. Un día abrió el baúl de los sant os, y t uvo que pedir auxilio a Sant a Sofía de
la Piedad para quit arse de encim a las cucarachas que salt aron del int erior, y que ya habían
pulverizado la ropa. «No es posible vivir en est a negligencia - decía- .
A est e paso t erm inarem os devorados por las best ias.» Desde ent onces no t uvo un inst ant e de
reposo. Levant ada desde ant es del am anecer, recurría a quien est uviera disponible, inclusive a
los niños. Puso al sol las escasas ropas que t odavía est aban en condiciones de ser usadas,
ahuyent ó las cucarachas con sorpresivos asalt os de insect icida, raspó las venas del com ej én en
puert as y vent anas y asfixió con cal viva a las horm igas en sus m adrigueras. La fiebre de
rest auración acabó por llevarla a los cuart os olvidados. Hizo desem barazar de escom bros y t e-
larañas la habit ación donde a José Arcadio Buendía se le secó la m ollera buscando la piedra
filosofal, puso en orden el t aller de plat ería que había sido revuelt o por los soldados, y por últ im o
pidió las llaves del cuart o de Melquíades para ver en qué est ado se encont raba. Fiel a la volunt ad
de José Arcadio Segundo, que había prohibido t oda int rom isión m ient ras no hubiera un indicio
real de que había m uert o, Sant a Sofía de la Piedad recurrió a t oda clase de subt erfugios para
desorient ar a Úrsula. Pero era t an inflexible su det erm inación de no abandonar a los insect os ni el
m ás recóndit o e inservible rincón de la casa, que desbarat ó cuant o obst áculo le at ravesaron, y al
cabo de t res días de insist encia consiguió que le abrieran el cuart o. Tuvo que agarrarse del quicio
para que no la derribara la pest ilencia, pero no le hicieron falt a m ás de dos segundos para
recordar que ahí est aban guardadas las set ent a y dos bacinillas de las colegialas, y que en una de
las prim eras noches de lluvia una pat rulla de soldados había regist rado la casa buscando a José
Arcadio Segundo y no habían podido encont rarlo.
- ¡Bendit o sea Dios! - exclam ó, com o si lo hubiera vist o t odo- . Tant o t rat ar de inculcart e las
buenas cost um bres, para que t erm inaras viviendo com o un puerco.
José Arcadio Segundo seguía releyendo los pergam inos. Lo único visible en la int rincada
m araña de pelos, eran los dient es rayados de lam a verde y los oj os inm óviles. Al reconocer la voz
de la bisabuela, m ovió la cabeza hacia la puert a,, t rat ó de sonreír, y sin saberlo repit ió una
ant igua frase de Úrsula.
- Qué quería - m urm uro- , el t iem po pasa.
- Así es - dij o Úrsula- , pero no t ant o.
Al decirlo, t uvo conciencia de est ar dando la m ism a réplica que recibió del coronel Aureliano
Buendía en su celda de sent enciado, y una vez m ás se est rem eció con la com probación de que el

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t iem po no pasaba, com o ella lo acababa de adm it ir, sino que daba vuelt as en redondo. Pero
t am poco ent onces le dio una oport unidad a la resignación. Regañó a José Arcadio Segundo com o
si fuera un niño, y se em peñó en que se bañara y se afeit ara y le prest ara su fuerza para acabar
de rest aurar casa. La sim ple idea de abandonar el cuart o que le había proporcionado la paz,
at errorizó a José Arcadio Segundo. Grit ó que no había poder hum ano capaz de hacerlo salir,
porque no quería ver el t ren de doscient os vagones cargados de m uert os que cada at ardecer
part ía de Macondo hacia el m ar. «Son t odos los que est aban en la est ación - grit aba- . Tres m il
cuat rocient os ocho.» Sólo ent onces com prendió Úrsula que él est aba en un m undo de t inieblas
m ás im penet rable que el suyo, t an infranqueable y solit ario com o el del bisabuelo. Lo dej ó en el
cuart o, pero consiguió que no volvieran a poner el candado, que hicieran la lim pieza t odos los
días, que t iraran las bacinillas a la basura y sólo dej aran una, y que m ant uvieran a José Arcadio
Segundo t an lim pio y present able com o est uvo el bisabuelo en su largo caut iverio baj o el cast año.
Al principio, Fernanda int erpret aba aquel aj et reo com o un acceso de locura senil, y a duras penas
reprim ía la exasperación. Pero José Arcadio le anunció por esa época desde Rom a que pensaba ir
a Macondo ant es de hacer los vot os perpet uos, y la buena not icia le infundió t al ent usiasm o, que
de la noche a la m añana se encont ró regando las flores cuat ro veces al día para que su hij o no
fuera a form arse una m ala im presión de la casa. Fue ese m ism o incent ivo el que la induj o a
apresurar su correspondencia con los m édicos invisibles, y a reponer en el corredor las m acet as
de helechos y orégano, y los t iest os de begonias, m ucho ant es de que Úrsula se ent erara de que
habían sido dest ruidos por la furia ext erm inadora de Aureliano Segundo. Más t arde vendió el
servicio de plat a, y com pró vaj illas de cerám ica, soperas y cucharones de pelt re y cubiert os de
alpaca, y em pobreció con ellos las alacenas acost um bradas a la loza de la Com pañía de I ndias y
la crist alería de Bohem ia. Úrsula t rat aba de ir siem pre m ás lej os. «Que abran puert as y vent anas
- grit aba- . Que hagan carne y pescado, que com pren las t ort ugas m ás grandes, que vengan los
forast eros a t ender sus pet at es en los rincones y a orinarse en los rosales, que se sient en a la
m esa a com er cuant as veces quieran, y que eruct en y despot riquen y lo em barren t odo con sus
bot as, y que hagan con nosot ros lo que les dé la gana, porque esa es la única m anera de
espant ar la ruina.» Pero era una ilusión vana. Est aba ya dem asiado viej a y viviendo de sobra
para repet ir el m ilagro de los anim alit os de caram elo, y ninguno de sus descendient es había
heredado su fort aleza. La casa cont inuó cerrada por orden de Fernanda.
Aureliano Segundo, que había vuelt o a llevarse sus baúles a casa de Pet ra Cot es, disponía
apenas de los m edios para que la fam ilia no se m uriera de ham bre. Con la rifa de la m ula, Pet ra
Cot es y él habían com prado ot ros anim ales, con los cuales consiguieron enderezar un
rudim ent ario negocio de lot ería. Aureliano Segundo andaba de casa en casa, ofreciendo los
billet it os que él m ism o pint aba con t int as de colores para hacerlos m ás at ract ivos y convincent es,
y acaso no se daba cuent a de que m uchos se los com praban por grat it ud, y la m ayoría por
com pasión. Sin em bargo, aun los m ás piadosos com pradores adquirían la oport unidad de ganarse
un cerdo por veint e cent avos o una novilla por t reint a y dos, y se ent usiasm aban t ant o con la
esperanza, que la noche del m art es desbordaban el pat io de Pet ra Cot es esperando el m om ent o
en que un niño escogido al azar sacara de la bolsa el núm ero prem iado. Aquello no t ardó en
convert irse en una feria sem anal, pues desde el at ardecer se inst alaban en el pat io m esas de
frit angas y puest os de bebidas, y m uchos de los favorecidos sacrificaban allí m ism o el anim al
ganado con la condición de que ot ros pusieran la m úsica y el aguardient e, de m odo que sin
haberlo deseado Aureliano Segundo se encont ró de pront o t ocando ot ra vez el acordeón y
part icipando en m odest os t orneos de voracidad. Est as hum ildes réplicas de las parrandas de ot ros
días, sirvieron para que el propio Aureliano Segundo descubriera cuánt o habían decaído sus
ánim os y hast a qué punt o se había secado su ingenio de cum biam bero m agist ral. Era un hom bre
cam biado. Los cient o veint e kilos que llegó a t ener en la época en que lo desafió La Elefant a se
habían reducido a set ent a y ocho; la candorosa y abot agada cara de t ort uga se le había vuelt o de
iguana, y siem pre andaba cerca del aburrim ient o y el cansancio. Para Pet ra Cot es, sin em bargo,
nunca fue m ej or hom bre que ent onces, t al vez porque confundía con el am or la com pasión que él
le inspiraba, y el sent im ient o de solidaridad que en am bos había despert ado la m iseria. La cam a
desm ant elada dej ó de ser lugar de desafueros y se convirt ió en refugio de confidencias. Liberados
de los espej os repet idores que habían rem at ado para com prar anim ales de rifa, y de los
dam ascos y t erciopelos concupiscent es que se había com ido la m ula, se quedaban despiert os
hast a m uy t arde con la inocencia de dos abuelos desvelados, aprovechando para sacar cuent as y
t rasponer cent avos el t iem po que ant es m algast aban en m algast arse. A veces los sorprendían los

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

prim eros gallos haciendo y deshaciendo m ont oncit os de m onedas, quit ando un poco de aquí para
ponerlo allá, de m odo que est o alcanzara para cont ent ar a Fernanda, y aquello para los zapat os
de Am arant a Úrsula, y est o ot ro para Sant a Sofía de la Piedad que no est renaba un t raj e desde
los t iem pos del ruido, y est o para m andar hacer el caj ón si se m oría Úrsula, y est o para el café
que subía un cent avo por libra cada t res m eses, y est o para el azúcar que cada vez endulzaba
m enos, y est o para la leña que t odavía est aba m oj ada por el diluvio, y est o ot ro para el papel y la
t int a de colores de los billet es, y aquello que sobraba para ir am ort izando el valor de la t ernera de
abril, de la cual m ilagrosam ent e salvaron el cuero, porque le dio carbunco sint om át ico cuando
est aban vendidos casi t odos los núm eros de la rifa. Eran t an puras aquellas m isas de pobreza,
que siem pre dest inaban la m ej or part e para Fernanda, y no lo hicieron nunca por rem ordim ient o
ni por caridad, sino porque su bienest ar les im port aba m ás que el de ellos m ism os. Lo que en
verdad les ocurría, aunque ninguno de los dos se daba cuent a, era que am bos pensaban en
Fernanda com o en la hij a que hubieran querido t ener y no t uvieron, hast a el punt o de que en
ciert a ocasión se resignaron a com er m azam orra por t res días para que ella pudiera com prar un
m ant el holandés. Sin em bargo, por m ás que se m at aban t rabaj ando, por m ucho dinero que
escam ot earan y m uchas t riquiñuelas que concibieran, los ángeles de la guarda se les dorm ían de
cansancio m ient ras ellos ponían y quit aban m onedas t rat ando de que siquiera les alcanzaran para
vivir. En el insom nio que les dej aban las m alas cuent as, se pregunt aban qué había pasado en el
m undo para que los anim ales no parieran con el m ism o desconciert o de ant es, por qué el dinero
se desbarat aba en las m anos, y por qué la gent e que hacía poco t iem po quem aba m azos de
billet es en la cum biam ba, consideraba que era un asalt o en despoblado cobrar doce cent avos por
la rifa de seis gallinas. Aureliano Segundo pensaba sin decirlo que el m al no est aba en el m undo,
sino en algún lugar recóndit o del m ist erioso corazón de Pet ra Cot es, donde algo había ocurrido
durant e el diluvio que volvió est ériles a los anim ales y escurridizo el dinero. I nt rigado con ese
enigm a, escarbó t an profundam ent e en los sent im ient os de ella, que buscando el int erés encont ró
el am or porque t rat ando de que ella lo quisiera t erm inó por quererla. Pet ra Cot es, por su part e, lo
iba queriendo m ás a m edida que sent ía aum ent ar su cariño, y fue así com o en la plenit ud del
ot oño volvió a creer en la superst ición j uvenil de que la pobreza era una servidum bre del am or.
Am bos evocaban ent onces com o un est orbo las parrandas desat inadas, la riqueza aparat osa y la
fornicación sin frenos, y se lam ent aban de cuánt a vida les había cost ado encont rar el paraíso de
la soledad com part ida. Locam ent e enam orados al cabo de t ant os años de com plicidad est éril,
gozaban con el m ilagro de quererse t ant o en la m esa com o en la cam a, y llegaron a ser t an
felices, que t odavía cuando eran dos ancianos agot ados seguían ret ozando com o conej it os y
peleándose com o perros.
Las rifas no dieron nunca para m ás. Al principio, Aureliano Segundo ocupaba t res días de la
sem ana encerrado en su ant igua oficina de ganadero, dibuj ando billet e por billet e, pint ando con
un ciert o prim or una vaquit a roj a, un cochinit o verde o un grupo de gallinit as azules, según fuera
el anim al rifado, y m odelaba con una buena im it ación de las let ras de im prent a el nom bre que le
pareció bueno a Pet ra Cot es para baut izar el negocio: Rifas de la Divina Providencia. Pero con el
t iem po se sint ió t an cansado después de dibuj ar hast a dos m il billet es a la sem ana, que m andó a
hacer los anim ales, el nom bre y los núm eros en sellos de caucho, y ent onces el t rabaj o se reduj o
a hum edecerlos en alm ohadillas de dist int os colores. En sus últ im os años se les ocurrió sust it uir
los núm eros por adivinanzas, de m odo que el prem io se repart iera ent re t odos los que acert aran,
pero el sist em a result ó ser t an com plicado y se prest aba a t ant as suspicacias, que desist ieron a la
segunda t ent at iva.
Aureliano Segundo andaba t an ocupado t rat ando de consolidar el prest igio de sus rifas, que
apenas le quedaba t iem po para ver a los niños, Fernanda puso a Am arant a Úrsula en una
escuelit a privada donde no se recibían m ás de seis alum nas, pero se negó a perm it ir que
Aureliano asist iera a la escuela pública. Consideraba que ya había cedido dem asiado al acept ar
que abandonara el cuart o. Adem ás, en las escuelas de esa época sólo se recibían hij os legít im os
de m at rim onios cat ólicos, y en el cert ificado de nacim ient o que habían prendido con una nodriza
en la bat it a de Aureliano cuando lo m andaron a la casa, est aba regist rado com o expósit o. De
m odo que se quedó encerrado, a m erced de la vigilancia carit at iva de Sant a Sofía de la Piedad y
de las alt ernat ivas m ent ales de Úrsula, descubriendo el est recho m undo de la casa según se lo
explicaban las abuelas. Era fino, est irado, de una curiosidad que sacaba de quicio a los adult os,
pero al cont rario de la m irada inquisit iva y a veces clarivident e que t uvo el coronel a su edad, la
suya era parpadeant e y un poco dist raída. Mient ras Am arant a Úrsula est aba en el parvulario, él

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cazaba lom brices y t ort uraba insect os en el j ardín. Pero una vez en que Fernanda lo sorprendió
m et iendo alacranes en una caj a para ponerlos en la est era de Úrsula, lo recluyó en el ant iguo
dorm it orio de Mem e, donde se dist raj o de sus horas solit arias repasando las lám inas de la
enciclopedia. Allí lo encont ró Úrsula una t arde en que andaba asperj ando la casa con agua
serenada y un ram o de ort igas, y a pesar de que había est ado con él m uchas veces, le pregunt ó
quién era.
- Soy Aureliano Buendía - dilo él.
- Es verdad - replicó ella- . Ya es hora de que em pieces a aprender la plat ería.
Lo volvió a confundir con su hij o, porque el vient o cálido que sucedió al diluvio e infundió en el
cerebro de Úrsula ráfagas event uales de lucidez, había acabado de pasar. No volvió recobrar la
razón. Cuando ent raba al dorm it orio, encont raba allí a Pet ronila I guarán, con el est orboso
m iriñaque y el saquit o de m ost acilla que se ponía para las visit as de com prom iso, y encont raba a
Tranquilina María Miniat a Alacoque Buendía, su abuela, abanicándose con una plum a de pavorreal
en su m ecedor de t ullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dorm án de las
guardias virreinales, y a Aureliano I guarán, su padre, que había invent ado una oración para que
se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la t im orat a de su m adre, y al prim o
con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a sus hij os m uert os, t odos sent ados en sillas que
habían sido recost adas cont ra la pared com o si no est uvieran en una visit a, sino en un velorio.
Ella hilvanaba una cháchara colorida, com ent ando asunt os de lugares apart ados y t iem pos sin
coincidencia, de m odo que cuando Am arant a Úrsula regresaba de la escuela y Aureliano se
cansaba de la enciclopedia, la encont raban sent ada en la cam a, hablando sola, y perdida en un
laberint o de m uert os. «¡Fuego! », grit ó una vez at errorizada, y por un inst ant e sem bró el pánico
en la casa, pero lo que est aba anunciando era el incendio de una caballeriza que había
presenciado a los cuat ro años. Llegó a revolver de t al m odo el pasado con la act ualidad, que en
las dos o t res ráfagas de lucidez que t uvo ant es de m orir, nadie supo a ciencia ciert a si hablaba
de lo que sent ía o de lo que recordaba. Poco a poco se fue reduciendo, fet izándose,
m om ificándose en vida, hast a el punt o de que en sus últ im os m eses era una ciruela pasa perdida
dent ro del cam isón, y el brazo siem pre alzado t erm inó por parecer la pat a de una m arim onda. Se
quedaba inm óvil varios días, y Sant a Sofía de la Piedad t enía que sacudirla para convencerse de
que est aba viva, y se la sent aba en las piernas para alim ent arla con cucharadit as de agua de
azúcar. Parecía una anciana recién nacida. Am arant a Úrsula y Aureliano la llevaban y la t raían por
el dorm it orio, la acost aban en el alt ar para ver que era apenas m ás grande que el Niño Dios, y
una t arde la escondieron en un arm ario del granero donde hubieran podido com érsela las rat as.
Un dom ingo de ram os ent raron al dorm it orio m ient ras Fernanda est aba en m isa, y cargaron a
Úrsula por la nuca y los t obillos.
- Pobre la t at arabuelit a - dij o Am arant a Úrsula- , se nos m urió de viej a.
Úrsula se sobresalt ó.
- ¡Est oy viva! - dij o.
- Ya ves - dij o Am arant a Úrsula, reprim iendo la risa- , ni siquiera respira.
- ¡Est oy hablando! - grit ó Úrsula.
- Ni siquiera habla - dij o Aureliano- . Se m urió com o un grillit o.
Ent onces Úrsula se rindió a la evidencia. «Dios m ío - exclam ó en voz baj a- . De m odo que est o
es la m uert e.» I nició una oración int erm inable, at ropellada, profunda, que se prolongó por m ás
de dos días, y que el m art es había degenerado en un revolt ij o de súplica a Dios y de consej os
práct icos para que las horm igas coloradas no t um baran la casa, para que nunca dej aran apagar la
lám para frent e al daguerrot ipo de Rem edios, y para que cuidaran de que ningún Buendía fuera a
casarse con alguien de su m ism a sangre, porque nacían los hij os con cola de puerco. Aureliano
Segundo t rat ó de aprovechar el delirio para que le confesara dónde est aba el oro ent errado, pero
ot ra vez fueron inút iles las súplicas. «Cuando aparezca el dueño - dij o Úrsula- Dios ha de
ilum inarlo para que lo encuent re.» Sant a Sofía de la Piedad t uvo la cert eza de que la encont raría
m uert a de un m om ent o a ot ro, porque observaba por esos días un ciert o at urdim ient o de la
nat uraleza: que las rosas olían a quenopodio que se le cayó una t ot um a de garbanzos y los
granos quedaron en el suelo en un orden geom ét rico perfect o y en form a de est rella de m ar, y
que una noche vio pasar por el cielo una fila de lum inosos discos anaranj ados.
Am aneció m uert a el j ueves sant o. La últ im a vez que la habían ayudado a sacar la cuent a de su
edad, por los t iem pos de la com pañía bananera, la había calculado ent re los cient o quince y los
cient o veint idós años. La ent erraron en una caj it a que era apenas m ás grande que la canast illa en

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Gabriel García Márquez

que fue llevado Aureliano, y m uy poca gent e asist ió al ent ierro, en part e porque no eran m uchos
quienes se acordaban de ella, y en part e porque ese m ediodía hubo t ant o calor que los páj aros
desorient ados se est rellaban com o perdigones cont ra las paredes y rom pían las m allas m et álicas
de las vent anas para m orirse en los dorm it orios.
Al principio se creyó que era una pest e. Las am as de casa se agot aban de t ant o barrer páj aros
m uert os, sobre t odo a la hora de la siest a, y los hom bres los echaban al río por carret adas. El
dom ingo de resurrección, el cent enario padre Ant onio I sabel afirm ó en el púlpit o que la m uert e de
los páj aros obedecía a la m ala influencia del Judío Errant e, que él m ism o había vist o la noche
ant erior. Lo describió com o un híbrido de m acho cabrío cruzado con hem bra herej e, una best ia
infernal cuyo alient o calcinaba el aire y cuya visit a det erm inaría la concepción de engendros por
las recién casadas. No fueron m uchos quienes prest aron at ención a su plát ica apocalípt ica,
porque el pueblo est aba convencido de que el párroco desvariaba a causa de la edad, Pero una
m uj er despert ó a t odos al am anecer del m iércoles, porque encont ró unas huellas de bípedo de
pezuña hendida. Eran t an ciert as e inconfundibles, que quienes fueron a verlas no pusieron en
duda la exist encia de una criat ura espant osa sem ej ant e a la descrit a por el párroco, y se
asociaron para m ont ar t ram pas en sus pat ios. Fue así com o lograron la capt ura. Dos sem anas
después de la m uert e de Úrsula, Pet ra Cot es y Aureliano Segundo despert aron sobresalt ados por
un llant o de becerro descom unal que les llegaba del vecindario. Cuando se levant aron, ya un
grupo de hom bres est aba desensart ando al m onst ruo de las afiladas varas que habían parado en
el fondo de una fosa cubiert a con hoj as secas, y había dej ado de berrear. Pesaba com o un buey,
a pesar de que su est at ura no era m ayor que la de un adolescent e, y de sus heridas m anaba una
sangre verde y unt uosa. Tenía el cuerpo cubiert o de una pelam bre áspera, plagada de garrapat as
m enudas, y el pellej o pet rificado por una cost ra de rém ora, pero al cont rario de la descripción del
párroco, sus part es hum anas eran m ás de ángel valet udinario que de hom bre, porque las m anos
eran t ersas y hábiles, los oj os grandes y crepusculares, y t enía en los om oplat os los m uñones
cicat rizados y callosos de unas alas pot ent es, que debieron ser desbast adas con hachas de
labrador. Lo colgaron por los t obillos en un alm endro de la plaza, para que nadie se quedara sin
verlo y cuando em pezó a pudrirse lo incineraron en una hoguera, porque no se pudo det erm inar
si su nat uraleza bast arda era de anim al para echar en el río o de crist iano para sepult ar. Nunca se
est ableció si en realidad fue por él que se m urieron los páj aros, pero las recién casadas no
concibieron los engendros anunciados, ni dism inuyó la int ensidad del calor.
Rebeca m urió a fines de ese año. Argénida, su criada de t oda la vida, pidió ayuda a las
aut oridades para derribar la puert a del dorm it orio donde su pat rona est aba encerrada desde
hacía t res días, y la encont raron en la cam a solit aria, enroscada com o un cam arón, con la cabeza
pelada por la t iña y el pulgar m et ido en la boca. Aureliano Segundo se hizo cargo del ent ierro, y
t rat ó de rest aurar la casa para venderla, pero la dest rucción est aba t an encarnizada en ella que
las paredes se desconchaban acabadas de pint ar, y no hubo argam asa bast ant e gruesa para
im pedir que la cizaña t rit urara los pisos y la hiedra pudriera los horcones.
Todo andaba así desde el diluvio. La desidia de la gent e cont rast aba con la voracidad del
olvido, que poco a poco iba carcom iendo sin piedad los recuerdos, hast a el ext rem o de que por
esos t iem pos, en un nuevo aniversario del t rat ado de Neerlandia, llegaron a Macondo unos
em isarios del president e de la república para ent regar por fin la condecoración varias veces
rechazada por el coronel Aureliano Buendía, y perdieron t oda una t arde buscando a alguien que
les indicara dónde podían encont rar a algunos de sus descendient es. Aureliano Segundo est uvo
t ent ado de recibirla, creyendo que era una m edalla de oro m acizo, pero Pet ra Cot es lo persuadió
de la indignidad cuando ya los em isarios aprest aban bandos y discursos para la cerem onia.
Tam bién por esa época volvieron los git anos, los últ im os herederos de la ciencia de Melquíades, y
encont raron el pueblo t an acabado y a sus habit ant es t an apart ados del rest o del m undo, que
volvieron a m et erse en las casas arrast rando fierros im ant ados com o si de veras fueran el últ im o
descubrim ient o de los sabios babilonios, y volvieron a concent rar los rayos solares con la lupa
gigant esca, y no falt ó quien se quedara con la boca abiert a viendo caer peroles y rodar calderos,
y quienes pagaran cincuent a cent avos para asom brarse con una git ana que se quit aba y se ponía
la dent adura post iza. Un desvencij ado t ren am arillo que no t raía ni se llevaba a nadie, y que
apenas se det enía en la est ación desiert a, era lo único que quedaba del t ren m ult it udinario en el
cual enganchaba el señor Brown su vagón con t echo de vidrio y polt ronas de obispo, y de los
t renes frut eros de cient o veint e vagones que dem oraban pasando t oda una t arde. Los delegados
curiales que habían ido a invest igar el inform e sobre la ext raña m ort andad de los páj aros y el

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sacrificio del Judío Errant e, encont raron al padre Ant onio I sabel j ugando con los niños a la gallina
ciega, y creyendo que su inform e era product o de una alucinación senil, se lo llevaron a un asilo.
Poco después m andaron al padre August o Ángel, un cruzado de las nuevas hornadas,
int ransigent e, audaz, t em erario, que t ocaba personalm ent e las cam panas varias veces al día para
que no se alet argaran los espírit us, y que andaba de casa en casa despert ando a los dorm ilones
para que fueran a m isa, pero ant es de un año est aba t am bién vencido por la negligencia que se
respiraba en el aire, por el polvo ardient e que t odo lo envej ecía y at ascaba, y por el sopor que le
causaban las albóndigas del alm uerzo en el calor insoport able de la siest a,
A la m uert e de Úrsula, la casa volvió a caer en un abandono del cual no la podría rescat ar ni
siquiera una volunt ad t an resuelt a y vigorosa com o la de Am arant a Úrsula, que m uchos arios
después, siendo una m uj er sin prej uicios, alegre y m oderna, con los pies bien asent ados en el
m undo, abrió puert as y vent anas para espant ar la ruina, rest auró el j ardín, ext erm inó las
horm igas coloradas que ya andaban a pleno día por el corredor, y t rat ó inút ilm ent e de despert ar
el olvidado espírit u de hospit alidad. La pasión claust ral de Fernanda puso un dique infranqueable
a los cien años t orrenciales de Úrsula. No sólo se negó a abrir las puert as cuando pasó el vient o
árido, sino que hizo clausurar las vent anas con crucet as de m adera, obedeciendo a la consigna
pat erna de ent errarse en vida. La dispendiosa correspondencia con los m édicos invisibles t erm inó
en un fracaso. Después de num erosos aplazam ient os, se encerró en su dorm it orio en la fecha y la
hora acordadas, cubiert a solam ent e por una sábana blanca y con la cabeza hacia el nort e, y a la
una de la m adrugada sint ió que le t aparon la cara con un pañuelo em bebido en un líquido glacial.
Cuando despert ó, el sol brillaba en la vent ana y ella t enía una cost ura bárbara en form a de arco
que em pezaba en la ingle y t erm inaba en el est ernón. Pero ant es de que cum pliera el reposo
previst o recibió una cart a desconcert ada de los m édicos invisibles, quienes decían haberla
regist rado durant e seis horas sin encont rar nada que correspondiera a los sínt om as t ant as veces
y t an escrupulosam ent e descrit os por ella. En realidad, su hábit o pernicioso de no llam ar las
cosas por su nom bre había dado origen a una nueva confusión, pues lo único que encont raron los
ciruj anos t elepát icos fue un descendim ient o del út ero que podía corregirse con el uso de un
pesario. La desilusionada Fernanda t rat ó de obt ener una inform ación m ás precisa, pero los co-
rresponsales ignot os no volvieron a cont est ar sus cart as. Se sint ió t an agobiada por el peso de
una palabra desconocida, que decidió am ordazar la vergüenza para pregunt ar qué era un pesario,
y sólo ent onces supo que el m édico francés se había colgado de una viga t res m eses ant es, y
había sido ent errado cont ra la volunt ad del pueblo por un ant iguo com pañero de arm as del
coronel Aureliano Buendía. Ent onces se confió a su hij o José Arcadio, y ést e le m andó los pesarios
desde Rom a, con un follet it o explicat ivo que ella echó al excusado después de aprendérselo de
m em oria, para que nadie fuera a conocer la nat uraleza de sus quebrant os. Era una precaución
inút il, porque las únicas personas que vivían en la casa apenas si la t om aban en cuent a. Sant a
Sofía de la Piedad vagaba en una vej ez solit aria, cocinando lo poco que se com ían, y casi por
com plet o dedicada al cuidado de José Arcadio Segundo. Am arant a Úrsula, heredera de ciert os
encant os de Rem edios, la bella, ocupaba en hacer sus t areas escolares el t iem po que ant es
perdía en at orm ent ar a Úrsula, y em pezaba a m anifest ar un buen j uicio y una consagración a los
est udios que hicieron renacer en Aureliano Segundo la buena esperanza que le inspiraba Mem e.
Le había prom et ido m andarla a t erm inar sus est udios en Bruselas, de acuerdo con una cost um bre
est ablecida en los t iem pos de la com pañía bananera, y esa ilusión lo había llevado a t rat ar de
revivir las t ierras devast adas por el diluvio. Las pocas veces que ent onces se le veía en la casa,
era por Am arant a Úrsula, pues con el t iem po se había convert ido en un ext raño para Fernanda, y
el pequeño Aureliano se iba volviendo esquivo y ensim ism ado a m edida que se acercaba a la
pubert ad. Aureliano Segundo confiaba en que la vej ez ablandara el corazón de Fernanda, para
que el niño pudiera incorporarse a la vida de un pueblo donde seguram ent e nadie se hubiera
t om ado el t rabaj o de hacer especulaciones suspicaces sobre su origen. Pero el propio Aureliano
parecía preferir el encierro y la soledad, y no revelaba la m enor m alicia por conocer el m undo que
em pezaba en la puert a de la calle. Cuando Úrsula hizo abrir el cuart o de Melquíades, él se dio a
rondarlo, a curiosear por la puert a ent ornada, y nadie supo en qué m om ent o t erm inó vinculado a
José Arcadio Segundo por un afect o recíproco. Aureliano Segundo descubrió esa am ist ad m ucho
t iem po después de iniciada, cuando oyó al niño hablando de la m at anza de la est ación. Ocurrió un
día en que alguien se lam ent ó en la m esa de la ruina en que se hundió el pueblo cuando lo
abandonó la com pañía bananera, y Aureliano lo cont radij o con una m adurez y una versación de
persona m ayor. Su punt o de vist a, cont rario a la int erpret ación general, era que Macondo fue un

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lugar próspero y bien encam inado hast a que lo desordenó y lo corrom pió y lo exprim ió la com -
pañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el diluvio com o un pret ext o para eludir
com prom isos con los t rabaj adores. Hablando con t an buen crit erio que a Fernanda le pareció una
parodia sacrílega de Jesús ent re los doct ores, el niño describió con det alles precisos y
convincent es cóm o el ej ércit o am et ralló a m ás de t res m il t rabaj adores acorralados en la
est ación, y cóm o cargaron los cadáveres en un t ren de doscient os vagones y los arroj aron al m ar.
Convencida com o la m ayoría de la gent e de la verdad oficial de que no había pasado nada,
Fernanda se escandalizó con la idea de que el niño había heredado los inst int os anarquist as del
coronel Aureliano Buendía, y le ordenó callarse. Aureliano Segundo, en cam bio, reconoció la ver-
sión de su herm ano gem elo. En realidad, a pesar de que t odo el m undo lo t enía por loco, José
Arcadio Segundo era en aquel t iem po el habit ant e m ás lúcido de la casa. Enseñó al pequeño
Aureliano a leer y a escribir, lo inició en el est udio de los pergam inos, y le inculcó una
int erpret ación t an personal de lo que significó para Macondo la com pañía bananera, que m uchos
años después, cuando Aureliano se incorporara al m undo, había de pensarse que cont aba una
versión alucinada, porque era radicalm ent e cont raria a la falsa que los hist oriadores habían
adm it ido, y consagrado en los t ext os escolares. En el cuart it o apart ado, adonde nunca llegó el
vient o árido, ni el polvo ni el calor, am bos recordaban la visión at ávica de un anciano con
som brero de alas de cuervo que hablaba del m undo a espaldas de la vent ana, m uchos años ant es
de que ellos nacieran. Am bos descubrieron al m ism o t iem po que allí siem pre era m arzo y siem pre
era lunes, y ent onces com prendieron que José Arcadio Buendía no est aba t an loco com o cont aba
la fam ilia, sino que era el único que había dispuest o de bast ant e lucidez para vislum brar la verdad
de que t am bién el t iem po sufría t ropiezos y accident es, y podía por t ant o ast illarse y dej ar en un
cuart o una fracción et ernizada. José Arcadio Segundo había logrado adem ás clasificar las let ras
crípt icas de los pergam inos. Est aba seguro de que correspondían a un alfabet o de cuarent a y
siet e a cincuent a y t res caract eres, que separados parecían arañit as y garrapat as, y que en la
prim orosa caligrafía de Melquíades parecían piezas de ropa puest a a secar en un alam bre.
Aureliano recordaba haber vist o una t abla sem ej ant e en la enciclopedia inglesa, así que la llevó al
cuart o para com pararla con la de José Arcadio Segundo. Eran iguales, en efect o.
Por la época en que se le ocurrió la lot ería de adivinanzas, Aureliano Segundo despert aba con
un nudo en la gargant a, com o si est uviera reprim iendo las ganas de llorar. Pet ra Cot es lo
int erpret ó com o uno de los t ant os t rast ornos provocados por la m ala sit uación, y t odas las
m añanas, durant e m ás de un año, le t ocaba el paladar con un hisopo de m iel de abej as y le daba
j arabe de rábano. Cuando el nudo de la gargant a se le hizo t an opresivo que le cost aba t rabaj o
respirar, Aureliano Segundo visit ó a Pilar Ternera por si ella conocía alguna hierba de alivio. La
inquebrant able abuela, que había llegado a los cien años al frent e de un burdelit o clandest ino, no
confió en superst iciones t erapéut icas, sino que consult ó el asunt o con las baraj as. Vio el caballo
de oro con la gargant a herida por el acero de la sot a de espadas, y deduj o que Fernanda est aba
t rat ando de que el m arido volviera a la casa m ediant e el desprest igiado sist em a de hincar
alfileres en su ret rat o, pero que le había provocado un t um or int erno por un conocim ient o t orpe
de sus m alas art es. Com o Aureliano Segundo no t enía m ás ret rat os que los de la boda, y las
copias est aban com plet as en el álbum fam iliar, siguió buscando por t oda la casa en los descuidos
de la esposa, y por fin encont ró en el fondo del ropero m edia docena de pesarios en sus caj it as
originales. Creyendo que las roj as llant it as de caucho eran obj et os de hechicería, se m et ió una en
el bolsillo para que la viera Pilar Ternera. Ella no pudo det erm inar su nat uraleza, pero le pareció
t an sospechosa, que de t odos m odos se hizo llevar la m edia docena y la quem ó en una hoguera
que prendió en el pat io. Para conj urar el supuest o m aleficio de Fernanda, le indicó a Aureliano
Segundo que m oj ara una gallina clueca y la ent errara viva baj o el cast año, y él lo hizo de t an
buena fe, que cuando acabó de disim ular con hoj as secas la t ierra rem ovida, ya sent ía que
respiraba m ej or. Por su part e, Fernanda int erpret ó la desaparición com o una represalia de los
m édicos invisibles, y se cosió en la part e int erior de la cam isola una falt riquera de j aret a, donde
guardó los pesarios nuevos que le m andó su hij o.
Seis m eses después del ent erram ient o de la gallina, Aureliano Segundo despert ó a m edianoche
con un acceso de t os, y sint iendo que lo est rangulaban por dent ro con t enazas de cangrej o. Fue
ent onces cuando com prendió que por m uchos pesarios m ágicos que dest ruyera y m uchas gallinas
de conj uro que rem oj ara, la única y t rist e verdad era que se est aba m uriendo. No se lo dij o a
nadie. At orm ent ad por el t em or de m orirse sin m andar a Bruselas a Am arant a Úrsula, t rabaj ó
com o nunca lo había hecho, y en vez de una hizo t res rifas sem anales. Desde m uy t em prano se

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Gabriel García Márquez

le veía recorrer el pueblo, aun en los barrios m ás apart ados y m iserables, t rat ando de vender los
billet it os con una ansiedad que sólo era concebible en un m oribundo. «Aquí est á la Divina
Providencia - pregonaba- . No la dej en ir, que sólo llega una vez cada cien años.» Hacía
conm ovedores esfuerzos por parecer alegre, sim pát ico, locuaz, pero bast aba verle el sudor y la
palidez para saber que no podía con su alm a. A veces se desviaba por predios baldíos, donde
nadie lo viera, y se sent aba un m om ent o a descansar de las t enazas que lo despedazaban por
dent ro. Todavía a la m edianoche est aba en el barrio de t olerancia, t rat ando de consolar con pré-
dicas de buena suert e a las m uj eres solit arias que sollozaban j unt o a las vict rolas. «Est e núm ero
no sale hace cuat ro m eses - les decía, m ost rándoles los billet it os- . No lo dej es ir, que la vida es
m ás cort a de lo que uno cree.» Acabaron por perderle el respet o, por burlarse de él, y en sus
últ im os m eses ya no le decían don Aureliano, com o lo habían hecho siem pre, sino que lo
llam aban en su propia cara don Divina Providencia. La voz se le iba llenando de not as falsas, se le
fue dest em plando y t erm inó por apagársele en un ronquido de perro, pero t odavía t uvo volunt ad
para no dej ar que decayera la expect at iva por los prem ios en el pat io de Pet ra Cot es. Sin
em bargo, a m edida que se quedaba sin voz y se daba cuent a de que en poco t iem po ya no podría
soport ar el dolor, iba com prendiendo que no era con cerdos y chivos rifados com o su hij a llegaría
a Bruselas, de m odo que concibió la idea de hacer la fabulosa rifa de las t ierras dest ruidas por el
diluvio, que bien podían ser rest auradas por quien dispusiera de capit al. Fue una iniciat iva t an
espect acular, que el propio alcalde se prest ó para anunciarla con un bando, y se form aron
sociedades para com prar billet es a cien pesos cada uno, que se agot aron en m enos de una se-
m ana. La noche de la rifa, los ganadores hicieron una fiest a aparat osa, com parable apenas a las
de los buenos t iem pos de com pañía bananera, y Aureliano Segundo t ocó en el acordeón por
últ im a vez las canciones olvidadas de Francisco el Hom bre, pero ya no pudo cant arlas.
Dos m eses después, Am arant a Úrsula se fue a Bruselas. Aureliano Segundo le ent regó no sólo
el dinero de la rifa ext raordinaria, sino el que había logrado econom izar en los m eses ant eriores,
y el m uy escaso que obt uvo por la vent a de la pianola, el clavicordio y ot ros corot os caídos en
desgracia. Según sus cálculos, ese fondo le alcanzaba para los est udios, así que sólo quedaba
pendient e el valor del pasaj e de regreso. Fernanda se opuso al viaj e hast a el últ im o m om ent o,
escandalizada con la idea de que Bruselas est uviera t an cerca de la perdición de París, pero se
t ranquilizó con una cart a que le dio el padre Ángel para una pensión de j óvenes cat ólicas at endida
por religiosas, donde Am arant a Úrsula prom et ió vivir hast a el t érm ino de sus est udios. Adem ás,
el párroco consiguió que viaj ara al cuidado de un grupo de franciscanas que iban para Toledo,
donde esperaban encont rar gent e de confianza para m andarla a Bélgica. Mient ras se adelant aba
la apresurada correspondencia que hizo posible est a coordinación, Aureliano Segundo, ayudado
por Pet ra Cot es, se ocupó del equipaj e de Am arant a Úrsula. La noche en que prepararon uno de
los baúles nupciales de Fernanda, las cosas est aban t an bien dispuest as que la est udiant e sabía
de m em oria cuáles eran los t raj es y las babuchas de pana con que debía hacer la t ravesía del
At lánt ico, y el abrigo de paño azul con bot ones de cobre, y los zapat os de cordobán con que debía
desem barcar. Sabía t am bién cóm o debía cam inar para no caer al agua cuando subiera a bordo
por la plat aform a, que en ningún m om ent o debía separarse de las m onj as ni salir del cam arot e
com o no fuera para com er, y que por ningún m ot ivo debía cont est ar a las pregunt as que los des-
conocidos de cualquier sexo le hicieran en alt a m ar. Llevaba un frasquit o con got as para el m areo
y un cuaderno escrit o de su puño y let ra por el padre Ángel, con seis oraciones para conj urar la
t em pest ad. Fernanda le fabricó un cint urón de lona para que guardara el dinero, y le indicó la
form a de usarlo aj ust ado al cuerpo, de m odo que no t uviera que quit árselo ni siquiera para
dorm ir. Trat ó de regalarle la bacinilla de oro lavada con lej ía y desinfect ada con alcohol, pero
Am arant a Úrsula la rechazó por m iedo de que se burlaran de ella sus com pañeras de colegio.
Pocos m eses después, a la hora de la m uert e, Aureliano Segundo había de recordarla com o la vio
la últ im a vez, t rat ando de baj ar sin conseguirlo el crist al polvorient o del vagón de segunda clase,
para escuchar las últ im as recom endaciones de Fernanda. Llevaba un t raj e de seda rosada con un
ram it o de pensam ient os art ificiales en el broche del hom bro izquierdo; los zapat os de cordobán
con t rabilla y t acón baj o, y las m edias sat inadas con ligas elást icas en las pant orrillas. Tenía el
cuerpo m enudo, el cabello suelt o y largo y los oj os vivaces que t uvo Úrsula a su edad, y la form a
en que se despedía sin llorar pero sin sonreír, revelaba la m ism a fort aleza de caráct er.
Cam inando j unt o al vagón a m edida que aceleraba, y llevando a Fernanda del brazo para que no
fuera a t ropezar, Aureliano Segundo apenas pudo corresponderle con un saludo de la m ano,
cuando la hij a le m andó un beso con la punt a de los dedos. Los esposos perm anecieron inm óviles

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baj o el sol abrasant e, m irando cóm o el t ren se iba confundiendo con el punt o negro del horizont e,
y t om ados del brazo por prim era vez desde el día de la boda.
El nueve de agost o, ant es de que se recibiera la prim era cart a de Bruselas, José Arcadio
Segundo conversaba con Aureliano en el cuart o de Melquíades, y sin que viniera a cuent o dij o:
- Acuérdat e siem pre de que eran m ás de t res m il y que los echaron al m ar.
Luego se fue de bruces sobre los pergam inos, y m urió con los oj os abiert os. En ese m ism o
inst ant e, en la cam a de Fernanda, su herm ano gem elo llegó al final del prolongado y t errible
m art irio de los cangrej os de hierro que le carcom ieron la gargant a. Una sem ana ant es había
vuelt o a la casa, sin voz, sin alient o y casi en los puros huesos, con sus baúles t rashum ant es y su
acordeón de perdulario, para cum plir la prom esa de m orir j unt o a la esposa. Pet ra Cot es lo ayudó
a recoger sus ropas y lo despidió sin derram ar una lágrim a, pero olvidó darle los zapat os de
charol que él quería llevar en el at aúd. De m odo que cuando supo que había m uert o, se vist ió de
negro, envolvió los bot ines en un periódico, y le pidió perm iso a Fernanda para ver al cadáver.
Fernanda no la dej ó pasar de la puert a.
- Póngase en m i lugar - suplicó Pet ra Cot es- . I m agínese cuánt o lo habré querido para soport ar
est a hum illación.
- No hay hum illación que no la m erezca una concubina
- replicó Fernanda- . Así que espere a que se m uera ot ro de los t ant os para ponerle esos
bot ines.
En cum plim ient o de su prom esa, Sant a Sofía de la Piedad degolló con un cuchillo de cocina el
cadáver de José Arcadio Segundo para asegurarse de que no lo ent erraran vivo, Los cuerpos
fueron puest os en at aúdes iguales, y allí se vio que volvían a ser idént icos en la m uert e, com o lo
fueron hast a la adolescencia. Los viej os com pañeros de parranda de Aureliano Segundo pusieron
sobre su caj a una corona que t enía una cint a m orada con un let rero: Apart ense vacas que la vida
es cort a. Fernanda se indignó t ant o con la irreverencia que m andó t irar la corona en la basura. En
el t um ult o de últ im a hora, los borrachit os t rist es que los sacaron de la casa confundieron los
at aúdes y los ent erraron en t um bas equivocadas.

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XVIII

Aureliano no abandonó en m ucho t iem po el cuart o de Melquíades. Se aprendió de m em oria las


leyendas fant ást icas del libro desencuadernado, la sínt esis de los est udios de Herm ann, el t ullido;
los apunt es sobre la ciencia dem onológica, las claves de la piedra filosofal, las cent urias de
Nost radam us y sus invest igaciones sobre la pest e, de m odo que llegó a la adolescencia sin saber
nada de su t iem po, pero con los conocim ient os básicos del hom bre m edieval. A cualquier hora
que ent rara en el cuart o, Sant a Sofía de la Piedad lo encont raba absort o en la lect ura. Le llevaba
al am anecer un t azón de café sin azúcar, y al m ediodía un plat o de arroz con t aj adas de plát ano
frit as, que era lo único que se com ía en la casa después de la m uert e de Aureliano Segundo. Se
preocupaba por cort arle el pelo, por sacarle las liendres, por adapt arle la ropa viej a que
encont raba en baúles olvidados, y cuando em pezó a despunt arle el bigot e le llevó la navaj a
barbera y la t ot um it a para la espum a del coronel Aureliano Buendía. Ninguno de los hij os de ést e
se le pareció t ant o, ni siquiera Aureliano José, sobre t odo por los póm ulos pronunciados, y la línea
resuelt a y un poco despiadada de los labios. Com o le ocurrió a Úrsula con Aureliano segundo
cuando ést e est udiaba en el cuart o, Sant a Sofía de la piedad creía que Aureliano hablaba solo. En
realidad, conversaba con Melquíades. Un m ediodía ardient e, poco después de la m uert e de los
gem elos, vio cont ra la reverberación de la vent ana al anciano lúgubre con el som brero de alas de
cuervo, com o la m at erialización de un recuerdo que est aba en su m em oria desde m ucho ant es de
nacer. Aureliano había t erm inado de clasificar el alfabet o de los pergam inos. Así que cuando
Melquiades le pregunt ó si había descubiert o en qué lengua est aban escrit os, él no vaciló para
cont est ar.
- En sánscrit o - dij o.
Melquíades le reveló que sus oport unidades de volver al cuart o est aban cont adas. Pero se iba
t ranquilo a las praderas de la m uert e definit iva, porque Aureliano t enía t iem po de aprender el
sánscrit o en los años que falt aban para que los pergam inos cum plieran un siglo y pudieran ser
descifrados. Fue él quien le indicó que en el callej ón que t erm inaba en el río, y donde en los
t iem pos de la com pañía bananera se adivinaba el porvenir y se int erpret aban los sueños, un sabio
cat alán t enía una t ienda de libros donde había un Sanskrit Prim er que sería devorado por las
polillas seis años después si él no se apresuraba a com prarlo. Por prim era vez en su larga vida
Sant a Sofía de la Piedad dej ó t raslucir un sent im ient o, y era un sent im ient o de est upor, cuando
Aureliano le pidió que le llevara el libro que había de encont rar ent re la Jerusalén Libert ada y los
poem as de Milt on, en el ext rem o derecho del segundo renglón de los anaqueles. Com o no sabía
leer, se aprendió de m em oria la parrafada, y consiguió el dinero con la vent a de uno de los
diecisiet e pescadit os de oro que quedaban en el t aller, y que sólo ella y Aureliano sabían dónde
los habían puest o la noche en que los soldados regist raron la casa.
Aureliano avanzaba en los est udios del sánscrit o, m ient ras Melquíades iba haciéndose cada vez
m enos asiduo y m ás lej ano, esfum ándose en la claridad radiant e del m ediodía. La últ im a vez que
Aureliano lo sint ió era apenas una presencia invisible que m urm uraba: «He m uert o de fiebre en
los m édanos de Singapur.» El cuart o se hizo ent onces vulnerable al polvo, al calor, al com ej én, a
las horm igas coloradas, a las polillas que habían de convert ir en aserrín la sabiduría de los libros
y los pergam inos.
En la casa no falt aba qué com er. Al día siguient e de la m uert e de Aureliano Segundo, uno de
los am igos que habían llevado la corona con la inscripción irreverent e le ofreció pagarle a
Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A part ir de ent onces, un
m andadero llevaba t odos los m iércoles un canast o con cosas de com er, que alcanzaban bien para
una sem ana. Nadie supo nunca que aquellas vit uallas las m andaba Pet ra Cot es, con la idea de
que la caridad cont inuada era una form a de hum illar a quien la había hum illado. Sin em bargo, el
rencor se le disipó m ucho m ás pront o de lo que ella m ism a esperaba, y ent onces siguió
m andando la com ida por orgullo y finalm ent e por com pasión. Varias veces, cuando le falt aron
ánim os para vender billet it os y la gent e perdió el int erés por las rifas, se quedó ella sin com er
para que com iera Fernanda, y no dej ó de cum plir el com prom iso m ient ras no vio pasar su
ent ierro.

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Para Sant a Sofía de la Piedad la reducción de los habit ant es de la casa debía haber sido el
descanso a que t enía derecho después de m ás de m edio siglo de t rabaj o. Nunca se le había oído
un lam ent o a aquella m uj er sigilosa, im penet rable, que sem bró en la fam ilia los gérm enes
angélicos de Rem edios, la bella, y la m ist eriosa solem nidad de José Arcadio Segundo; que
consagró t oda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban
que eran sus hij os y sus niet os, y que se ocupó de Aureliano com o si hubiera salido de sus
ent rañas, sin saber ella m ism a que era su bisabuela. Sólo en una casa com o aquélla era
concebible que hubiera dorm ido siem pre en un pet at e que t endía en el piso del granero, ent re el
est répit o noct urno de las rat as, y sin haberle cont ado a nadie que una noche la despert ó la
pavorosa sensación de que alguien la est aba m irando en la oscuridad, y era que una víbora se
deslizaba por su vient re. Ella sabía que si se lo hubiera cont ado a Úrsula la hubiera puest o a
dorm ir en su propia cam a, pero eran los t iem pos en que nadie se daba cuent a de nada m ient ras
no se grit ara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresalt os de la guerra, el
cuidado de los niños, no dej aban t iem po para pensar en la felicidad aj ena. Pet ra Cot es, a quien
nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Est aba pendient e de que t uviera un buen par de
zapat os para salir, de que nunca le falt ara un t raj e, aun en los t iem pos en que hacían m ilagros
con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa t uvo m ot ivos para creer que era una
sirvient a et ernizada, y aunque varias veces oyó decir que era la m adre de su esposo, aquello le
result aba t an increíble que m ás t ardaba en saberlo que en olvidarlo. Sant a Sofía de la Piedad no
pareció m olest arse nunca por aquella condición subalt erna. Al cont rario, se t enía la im presión de
que le gust aba andar por los rincones, sin una t regua, sin un quej ido, m ant eniendo ordenada y
lim pia la inm ensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que part icularm ent e en los t iem pos
de la com pañía bananera parecía m ás un cuart el que un hogar. Pero cuando m urió Úrsula, la
diligencia inhum ana de Sant a Sofía de la Piedad, su t rem enda capacidad de t rabaj o, em pezaron a
quebrant arse. No era solam ent e que est uviera viej a y agot ada, sino que la casa se precipit ó de la
noche a la m añana en una crisis de senilidad. Un m usgo t ierno se t repó por las paredes. Cuando
ya no hubo un lugar pelado en los pat ios, la m aleza rom pió por debaj o el cem ent o del corredor, lo
resquebraj ó com o un crist al, y salieron por las griet as las m ism as florecit as am arillas que casi un
siglo ant es había encont rado Úrsula en el vaso donde est aba la dent adura post iza de Melquíades.
Sin t iem po ni recursos para im pedir los desafueros de la nat uraleza, Sant a Sofía de la Piedad se
pasaba el día en los dorm it orios, espant ando los lagart os que volverían a m et erse por la noche.
Una m añana vio que las horm igas coloradas abandonaron los cim ient os socavados, at ravesaron el
j ardín, subieron por el pasam anos donde las begonias habían adquirido un color de t ierra, y
ent raron hast a el fondo de la casa. Trat ó prim ero de m at arlas con una escoba, luego con
insect icida y por últ im o con cal, pero al ot ro día est aban ot ra vez en el m ism o lugar, pasando
siem pre, t enaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cart as a sus hij os, no se daba cuent a de la
arrem et ida incont enible de la dest rucción. Sant a Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando
con la m aleza para que no ent rara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de
t elaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el com ej én. Pero cuando vio que t am bién
el cuart o de Melquíades est aba t elarañado y polvorient o, así lo barriera y sacudiera t res veces al
día, y que a pesar de su furia lim piadora est aba am enazado por los escom bros y el aire de
m iseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el j oven m ilit ar habían previst o, com prendió que
est aba vencida. Ent onces se puso el gast ado t raj e dom inical, unos viej os zapat os de Úrsula y un
par de m edias de algodón que le había regalado Am arant a Úrsula, e hizo un at adit o con las dos o
t res m udas que le quedaban.
- Me rindo - le dij o a Aureliano- . Est a es m ucha casa para m is pobres huesos.
Aureliano le pregunt ó para dónde iba, y ella hizo un gest o de vaguedad, com o si no t uviera la
m enor idea de su dest ino. Trat ó de precisar, sin em bargo, que iba a pasar sus últ im os años con
una prim a herm ana que vivía en Riohacha. No era una explicación verosím il. Desde la m uert e de
sus padres, no había t enido cont act o con nadie en el pueblo, ni recibió cart as ni recados, ni se le
oyó hablar de parient e alguno. Aureliano le dio cat orce pescadit os de oro, porque ella est aba
dispuest a a irse con lo único que t enía: un peso y veint icinco cent avos. Desde la vent ana del
cuart o, él la vio at ravesar el pat io con su at adit o de ropa, arrast rando los pies y arqueada por los
años, y la vio m et er la m ano por un hueco del port ón para poner la aldaba después de haber
salido. Jam ás se volvió a saber de ella.
Cuando se ent eró de la fuga, Fernanda despot ricó un día ent ero, m ient ras revisaba baúles,
cóm odas y arm arios, cosa por cosa, para convencerse de que Sant a Sofía de la Piedad no se

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había alzado con nada. Se quem ó los dedos t rat ando de prender un fogón por prim era vez en la
vida, y t uvo que pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el café. Con el t iem po, fue él
quien hizo los oficios de cocina. Al levant arse, Fernanda encont raba el desayuno servido, y sólo
volvía a abandonar el dorm it orio para coger la com ida que Aureliano le dej aba t apada en
rescoldo, y que ella llevaba a la m esa para com érsela en m ant eles de lino y ent re candelabros,
sent ada en una cabecera solit aria al ext rem o de quince sillas vacías. Aun en esas circunst ancias,
Aureliano y Fernanda no com part ieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la
suya, haciendo la lim pieza del cuart o respect ivo, m ient ras la t elaraña iba nevando los rosales,
t apizando las vigas, acolchonando las paredes. Fue por esa época que Fernanda t uvo la im presión
de que la casa se est aba llenando de duendes. Era com o si los obj et os, sobre t odo los de uso
diario, hubieran desarrollado la facult ad de cam biar de lugar por sus propios m edios. A Fernanda
se le iba el t iem po en buscar las t ij eras que est aba segura de haber puest o en la cam a y, después
de revolverlo t odo, las encont raba en una repisa de la cocina, donde creía no haber est ado en
cuat ro días. De pront o no había un t enedor en la gavet a de los cubiert os, y encont raba seis en el
alt ar y t res en el lavadero. Aquella cam inadera de las cosas era m ás desesperant e cuando se
sent aba a escribir. El t int ero que ponía a la derecha aparecía a la izquierda, la alm ohadilla del
papel secant e se le perdía, y la encont raba dos días después debaj o de la alm ohada, y las
páginas escrit as a José Arcadio se le confundían con las de Am arant a Úrsula, y siem pre andaba
con la m ort ificación de haber m et ido las cart as en sobres cam biados, com o en efect o le ocurrió
varias veces. En ciert a ocasión perdió la plum a. Quince días después se la devolvió el cart ero que
la había encont rado en su bolsa, y andaba buscando al dueño de casa en casa. Al principio, ella
creyó que eran cosas de los m édicos invisibles, com o la desaparición de los pesarios, y hast a
em pezó a escribirles una cart a para suplicarles que la dej aran en paz, pero había t enido que
int errum pirla para hacer algo, y cuando volvió al cuart o no sólo no encont ró la cart a em pezada,
sino que se olvidó del propósit o de escribirla. Por un t iem po pensó que era Aureliano. Se dio a
vigilarlo, a poner obj et os a su paso t rat ando de sorprenderlo en el m om ent o en que los cam biara
de lugar, pero m uy pront o se convenció de que Aureliano no abandonaba el cuart o de Melquíades
sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hom bre de burlas. De m odo que t erm inó por
creer que eran t ravesuras de duendes, y opt ó por asegurar cada cosa en el sit io donde t enía que
usarla. Am arró las t ij eras con una larga pit a en la cabecera de la cam a. Am arró el plum ero y la
alm ohadilla del papel secant e en la pat a de la m esa, y pegó con gom a el t int ero en la t abla, a la
derecha del lugar en que solía escribir. Los problem as no se resolvieron de un día para ot ro, pues
a las pocas horas de cost ura ya la pit a de las t ij eras no alcanzaba para cort ar, com o si los
duendes la fueran dism inuyendo. Le ocurría lo m ism o con la pit a de la plum a, y hast a con su
propio brazo, que al poco t iem po de est ar escribiendo no alcanzaba el t int ero.
Ni Am arant a Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Rom a, se ent eraron j am ás de esos
insignificant es infort unios. Fernanda les cont aba que era feliz, y en realidad lo era, j ust am ent e
porque se sent ía liberada de t odo com prom iso, com o si la vida la hubiera arrast rado ot ra vez
hast a el m undo de sus padres, donde no se sufría con los problem as diarios porque est aban
resuelt os de ant em ano en la im aginación. Aquella correspondencia int erm inable le hizo perder el
sent ido del t iem po, sobre t odo después de que se fue Sant a Bofia de la Piedad. Se había acos-
t um brado a llevar la cuent a de los días, los m eses y los años, t om ando com o punt os de referencia
las fechas previst as para el ret orno de los hij os. Pero cuando ést os m odificaron los plazos una y
ot ra vez, las fechas se le confundieron, los t érm inos se le t raspapelaron, y las j ornadas se
parecieron t ant o las unas a las ot ras, que no se sent ían t ranscurrir. En lugar de im pacient arse,
experim ent aba una honda com placencia con la dem ora. No la inquiet aba que m uchos años
después de anunciarle las vísperas de sus vot os perpet uos, José Arcadio siguiera diciendo que
esperaba t erm inar los est udios de alt a t eología para em prender los de diplom acia, porque ella
com prendía que era m uy alt a y em pedrada de obst áculos la escalera de caracol que conducía a la
silla de San Pedro. En cam bio, el espírit u se le exalt aba con not icias que para ot ros hubieran sido
insignificant es, com o aquella de que su hij o había vist o al Papa. Experim ent ó un gozo sim ilar
cuando Am arant a Úrsula le m andó decir que sus est udios se prolongaban m ás del t iem po
previst o, porque sus excelent es calificaciones le habían m erecido privilegios que su padre no
t om ó en consideración al hacer las cuent as.
Habían t ranscurrido m ás de t res años desde que Sant a Sofía de la Piedad le llevó la gram át ica,
cuando Aureliano consiguió t raducir el prim er pliego. No fue una labor inút il, pero const it uía
apenas un prim er paso en un cam ino cuya longit ud era im posible prever, porque el t ext o en

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cast ellano no significaba nada: eran versos cifrados. Aureliano carecía de elem ent os para
est ablecer las claves que le perm it ieran desent rañarlos, pero com o Melquíades le había dicho que
en la t ienda del sabio cat alán est aban los libros que le harían falt a para llegar al fondo de los
pergam inos, decidió hablar con Fernanda para que le perm it iera ir a buscarlos. En el cuart o
devorado por los escom bros, cuya proliferación incont enible había t erm inado por derrot arlo,
pensaba en la form a m ás adecuada de form ular la solicit ud, se ant icipaba a las circunst ancias,
calculaba la ocasión m ás adecuada, pero cuando encont raba a Fernanda ret irando la com ida del
rescoldo, que era la única oport unidad para hablarle, la solicit ud laboriosam ent e prem edit ada se
le at ragant aba, y se le perdía la voz. Fue aquella la única vez en que la espió. Est aba pendient e
de sus pasos en el dorm it orio. La oía ir hast a la puert a para recibir las cart as de sus hij os y
ent regarle las suyas al cart ero, y escuchaba hast a m uy alt as horas de la noche el t razo duro y
apasionado de la plum a en el papel, ant es de oír el ruido del int errupt or y el m urm ullo de las
oraciones en la oscuridad. Sólo ent onces se dorm ía, confiando en que el día siguient e le daría la
oport unidad esperada. Se ilusionó t ant o con la idea de que el perm iso no le sería negado que una
m añana se cort ó el cabello que ya le daba a los hom bros, se afeit ó la barba enm arañada, se puso
unos pant alones est rechos y una cam isa de cuello post izo que no sabía de quién había heredado,
y esperó en la cocina a que Fernanda fuera a desayunar. No llegó la m uj er de t odos los días, la
de la cabeza alzada y la andadura pét rea, sino una anciana de una herm osura sobrenat ural, con
una am arillent a capa de arm iño, una corona de cart ón dorado, y la conduct a lánguida de quien ha
llorado en secret o. En realidad, desde que lo encont ró en los baúles de Aureliano Segundo,
Fernanda se había puest o m uchas veces el apolillado vest ido de reina. Cualquiera que la hubiera
vist o frent e al espej o, ext asiada en sus propios adem anes m onárquicos, habría podido pensar que
est aba loca. Pero no lo est aba. Sim plem ent e, había convert ido los at uendos reales en una
m áquina de recordar. La prim era vez que se los puso no pudo evit ar que se le form ara un nudo
en el corazón y que los oj os se le llenaran de lágrim as, porque en aquel inst ant e volvió a percibir
el olor de bet ún de las bot as del m ilit ar que fue a buscarla a su casa para hacerla reina, y el alm a
se le crist alizó con la nost algia de los sueños perdidos. Se sint ió t an viej a, t an acabada, t an
dist ant e de las m ej ores horas de su vida, que inclusive añoró las que recordaba com o las peores,
y sólo ent onces descubrió cuánt a falt a hacían las ráfagas de orégano en el corredor, y el vapor de
los rosales al at ardecer, y hast a la nat uraleza best ial de los advenedizos. Su corazón de ceniza
apelm azada que había resist ido sin quebrant os a los golpes m ás cert eros de la realidad cot idiana,
se desm oronó a los prim eros em bat es de la nost algia. La necesidad de sent irse t rist e se le iba
convirt iendo en un vicio a m edida que la devast aban los años. Se hum anizó en la soledad. Sin
em bargo, la m añana en que ent ró en la cocina y se encont ró con una t aza de café que le ofrecía
un adolescent e óseo y pálido, con un resplandor alucinado en los oj os, la desgarró el zarpazo del
ridículo. No sólo le negó el perm iso, sino que desde ent onces cargó las llaves de la casa en la
bolsa donde guardaba los pesarios sin usar. Era una precaución inút il, porque de haberlo querido
Aureliano hubiera podido escapar y hast a volver a casa sin ser vist o. Pero el prolongado
caut iverio, la incert idum bre del m undo, el hábit o de obedecer, habían resecado en su corazón las
sem illas de la rebeldía. De m odo que volvió a su clausura, pasando y repasando los pergam inos,
y oyendo hast a m uy avanzada la noche los sollozos de Fernanda en el dorm it orio. Una m añana
fue com o de cost um bre a prender el fogón, y encont ró en las cenizas apagadas la com ida que
había dej ado para ella el día ant erior. Ent onces se asom ó al dorm it orio, y la vio t endida en la
cam a, t apada con la capa de arm iño, m ás bella que nunca, y con la piel convert ida en una
cáscara de m arfil. Cuat ro m eses después, cuando llegó José Arcadio, la encont ró int act a.
Era im posible concebir un hom bre m ás parecido a su m adre. Llevaba un t raj e de t afet án
luct uoso, una cam isa de cuello redondo y duro, y una delgada cint a de seda con un lazo en lugar
de la corbat a. Era lívido, lánguido, de m irada at ónit a y labios débiles. El cabello negro, lust rado y
liso, part ido en el cent ro del cráneo por una línea rect a y exangüe, t enía la m ism a apariencia
post iza del pelo de los sant os. La som bra de la barba bien dest roncada en el rost ro de parafina
parecía un asunt o de la conciencia. Tenía las m anos pálidas, con nervaduras verdes y dedos
parasit arios, y un anillo de oro m acizo con un ópalo girasol, redondo, en el índice izquierdo.
Cuando le abrió la puert a de la calle Aureliano no hubiera t enido necesidad de suponer quién era
para darse cuent a de que venía de m uy lej os. La casa se im pregnó a su paso de la fragancia de
agua florida que Úrsula le echaba en la cabeza cuando era niño, para poder encont rarlo en las
t inieblas. De algún m odo im posible de precisar, después de t ant os años de ausencia José Arcadio
seguía siendo un niño ot oñal, t erriblem ent e t rist e y solit ario. Fue direct am ent e al dorm it orio de su

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

m adre, donde Aureliano había vaporizado m ercurio durant e cuat ro m eses en el at anor del abuelo
de su abuelo, para conservar el cuerpo según la fórm ula de Melquíades. José Arcadio no hizo
ninguna pregunt a. Le dio un beso en la frent e al cadáver, le sacó de debaj o de la falda la
falt riquera de j aret a donde había t res pesarios t odavía sin usar, y la llave del ropero. Hacía t odo
con adem anes direct os y decididos, en cont rast e con su languidez. Sacó del ropero un cofrecit o
dam asquinado con el escudo fam iliar, y encont ró en el int erior perfum ado de sándalo la cart a
volum inosa en que Fernanda desahogó el corazón de las incont ables verdades que le había
ocult ado. La leyó de pie, con avidez pero sin ansiedad, y en la t ercera página se det uvo, y
exam inó a Aureliano con una m irada de segundo reconocim ient o.
- Ent onces - dij o con una voz que t enía algo de navaj a de afeit ar- , t ú eres el bast ardo.
- Soy Aureliano Buendía.
- Vet e a t u cuart o - dij o José Arcadio.
Aureliano se fue, y no volvió a salir ni siquiera por curiosidad cuando oyó el rum or de los
funerales solit arios. A veces, desde la cocina, veía a José Arcadio deam bulando por la casa, aho-
gándose en su respiración anhelant e, y seguía escuchando sus pasos por los dorm it orios en
ruinas después de la m edianoche. No oyó su voz en m uchos m eses, no sólo porque José Arcadio
no le dirigía la palabra, sino porque él no t enía deseos de que ocurriera, ni t iem po de pensar en
nada dist int o de los pergam inos. A la m uert e de Fernanda, había sacado el penúlt im o pescadit o y
había ido a la librería del sabio cat alán, en busca de los libros que le hacían falt a. No le int eresó
nada de lo que vio en el t rayect o, acaso porque carecía de recuerdos para com parar, y las calles
desiert as y las casas desoladas eran iguales a com o las había im aginado en un t iem po en que
hubiera dado el alm a por conocerlas. Se había concedido a si m ism o el perm iso que le negó
Fernanda, y sólo por una vez, con un obj et ivo único y por el t iem po m ínim o indispensable, así
que recorrió sin pausa las once cuadras que separaban la casa del callej ón donde ant es se
int erpret aban los sueños, y ent ró acezando en el abigarrado y som brío local donde apenas había
espacio para m overse. Más que una librería, aquélla parecía un basurero de libros usados,
puest os en desorden en los est ant es m ellados por el com ej én, en los rincones am elazados de
t elaraña, y aun en los espacios que debieron dest inarse a los pasadizos. En una larga m esa,
t am bién agobiada de m am ot ret os, el propiet ario escribía una prosa incansable, con una caligrafía
m orada, un poco delirant e, y en hoj as suelt as de cuaderno escolar. Tenía una herm osa cabellera
plat eada que se le adelant aba en la frent e com o el penacho de una cacat úa, y sus oj os azules,
vivos y est rechos, revelaban la m ansedum bre del hom bre que ha leído t odos los libros. Est aba en
calzoncillos, em papado en sudor y no desent endió la escrit ura para ver quién había llegado. Aure-
liano no t uvo dificult ad para rescat ar de ent re aquel desorden de fábula los cinco libros que
buscaba, pues est aban en el lugar exact o que le indicó Melquíades. Sin decir una palabra, se los
ent regó j unt o con el pescadit o de oro al sabio cat alán, y ést e los exam inó, y sus párpados se
cont raj eron com o dos alm ej as. «Debes est ar loco» - dij o en su lengua, alzándose de hom bros, y le
devolvió a Aureliano los cinco libros y el pescadit o.
- Llévat elo - dij o en cast ellano- . El últ im o hom bre que leyó esos libros debió ser I saac el Ciego,
así que piensa bien lo que haces.
José Arcadio rest auró el dorm it orio de Mem e, m andó lim piar y rem endar las cort inas de
t erciopelo y el dam asco del baldaquín de la cam a virreinal, y puso ot ra vez en servicio el baño
abandonado, cuya alberca de cem ent o est aba renegrida por una nat a fibrosa y áspera. A esos dos
lugares se reduj o su im perio de pacot illa, de gast ados géneros exót icos, de perfum es falsos y
pedrería barat a. Lo único que pareció est orbarle en el rest o de la casa fueron los sant os del alt ar
dom ést ico, que una t arde quem ó hast a convert irlos en ceniza, en una hoguera que prendió en el
pat io. Dorm ía hast a después de las once. I ba al baño con una deshilachada t única de dragones
dorados y unas chinelas de borlas am arillas, y allí oficiaba un rit o que por su parsim onia y
duración recordaba al de Rem edios, la bella. Ant es de bañarse, arom aba la alberca con las sales
que llevaba en t res pom os alabast rados. No se hacía abluciones con la t ot um a, sino que se
zam bullía en las aguas fragant es, y perm anecía hast a dos horas flot ando boca arriba, adorm ecido
por la frescura y por el recuerdo de Am arant a. A los pocos días de haber llegado abandonó el
vest ido de t afet án, que adem ás de ser dem asiado calient e para el pueblo era el único que t enía, y
lo cam bió por unos pant alones aj ust ados, m uy parecidos a los que usaba Piet ro Crespi en las
clases de baile, y una cam isa de seda t ej ida con el gusano vivo, y con sus iniciales bordadas en el
corazón. Dos veces por sem ana lavaba la m uda com plet a en la alberca, y se quedaba con la
t única hast a que se secaba, pues no t enía nada m ás que ponerse. Nunca com ía en la casa. Salía

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Gabriel García Márquez

a la calle cuando afloj aba el calor de la siest a, y no regresaba hast a m uy ent rada la noche.
Ent onces cont inuaba su deam bular angust ioso, respirando com o un gat o, y pensando en
Am arant a. Ella, y la m irada espant osa de los sant os en el fulgor de la lám para noct urna, eran los
dos recuerdos que conservaba de la casa. Muchas veces, en el alucinant e agost o rom ano, había
abiert o los oj os en m it ad del sueño, y había vist o a Am arant a surgiendo de un est anque de
m árm ol brocat el, con su pollerines de encaj e y su venda en la m ano, idealizada por la ansiedad
del exilio. Al cont rario de Aureliano José, que t rat ó de sofocar aquella im agen en el pant ano
sangrient o de la guerra, él t rat aba de m ant enerla viva en un cenagal de concupiscencia, m ient ras
ent ret enía a su m adre con la pat raña sin t érm ino de la vocación pont ificia. Ni a él ni a Fernanda
se les ocurrió pensar nunca que su correspondencia era un int ercam bio de fant asías. José
Arcadio, que abandonó el sem inario t an pront o com o llegó a Rom a, siguió alim ent ando la leyenda
de la t eología y el derecho canónico, para no poner en peligro la herencia fabulosa de que le
hablaban las cart as delirant es de su m adre, y que había de rescat arlo de la m iseria y la sordidez
que com part ía con dos am igos en una buhardilla del Trast evere. Cuando recibió la últ im a cart a de
Fernanda, dict ada por el present im ient o de la m uert e inm inent e, m et ió en una m alet a los últ im os
desperdicios de su falso esplendor, y at ravesó el océano en una bodega donde los em igrant es se
apelot aban com o reses de m at adero, com iendo m acarrones fríos y queso agusanado. Ant es de
leer el t est am ent o de Fernanda, que no era m ás que una m inuciosa y t ardía recapit ulación de
infort unios, ya los m uebles desvencij ados y la m aleza del corredor le habían indicado que est aba
m et ido en una t ram pa de la cual no saldría j am ás, para siem pre exiliado de la luz de diam ant e y
el aire inm em orial de la prim avera rom ana. En los insom nios agot adores del asm a, m edía y volvía
a m edir la profundidad de su desvent ura, m ient ras repasaba la casa t enebrosa donde los
aspavient os seniles de Úrsula le infundieron el m iedo del m undo. Para est ar segura de no
perderlo en las t inieblas, ella le había asignado un rincón del dorm it orio, el único donde podría
est ar a salvo de los m uert os que deam bulaban por la casa desde el at ardecer. «Cualquier cosa
m ala que hagas - le decía Úrsula- m e la dirán los sant os.» Las noches pávidas de su infancia se
reduj eron a ese rincón, donde perm anecía inm óvil hast a la hora de acost arse, sudando de m iedo
en un t aburet e, baj o la m irada vigilant e y glacial de los sant os acuset as. Era una t ort ura inút il,
porque ya para esa época él t enía t error de t odo lo que lo rodeaba, y est aba preparado para
asust arse de t odo lo que encont rara en la vida: las m uj eres de la calle, que echaban a perder la
sangre; las m uj eres de la casa, que parían hij os con cola de puerco; los gallos de pelea, que
provocaban m uert es de hom bres y rem ordim ient os de conciencia para el rest o de la vida; las
arm as de fuego, que con sólo t ocarlas condenaban a veint e años de guerra; las em presas
desacert adas, que sólo conducían al desencant o y la locura, y t odo, en fin, t odo cuant o Dios había
creado con su infinit a bondad, y que el diablo había pervert ido. Al despert ar, m olido por el t orno
de las pesadillas, la claridad de la vent ana y las caricias de Am arant a en la alberca, y el deleit e
con que lo em polvaba ent re las piernas con una bellot a de seda, lo liberaban del t error. Hast a
Úrsula era dist int a baj o la luz radiant e del j ardín, porque allí no le hablaba de cosas de pavor,
sino que le frot aba los dient es con polvo de carbón para que t uviera la sonrisa radiant e de un
Papa, y le cort aba y le pulía las uñas para que los peregrinos que llegaban a Rom a de t odo el
ám bit o de la t ierra se asom braran de la pulcrit ud de las m anos del Papa cuando les echara la
bendición, y lo peinaba com o un Papa, y lo ensopaba con agua florida para que su cuerpo y sus
ropas t uvieran la fragancia de un Papa. En el pat io de Cast elgandolfo él había vist o al Papa en un
balcón, pronunciando el m ism o discurso en siet e idiom as para una m uchedum bre de peregrinos,
y lo único que en efect o le había- llam ado la at ención era la blancura de sus m anos, que parecían
m aceradas en lej ía, el resplandor deslum brant e de sus ropas de verano, y su recóndit o hálit o de
agua de colonia.
Casi un año después del regreso a la casa, habiendo vendido para com er los candelabros de
plat a y la bacinilla heráldica que a la hora de la verdad sólo t uvo de oro las incrust aciones del
escudo, la única dist racción de José Arcadio era recoger niños en el pueblo para que j ugaran en la
casa. Aparecía con ellos a la hora de la siest a, y los hacía salt ar la cuerda en el j ardín, cant ar en
el corredor y hacer m arom as en los m uebles de la sala, m ient ras él iba por ent re los grupos
im part iendo lecciones de buen com port am ient o. Para esa época había acabado con los pant alones
est rechos y la cam isa de seda, y usaba una m uda ordinaria com prada en los alm acenes de los
árabes, pero seguía m ant eniendo su dignidad lánguida y sus adem anes papales. Los niños se
t om aron la casa com o lo hicieron en el pasado las com pañeras de Mem e. Hast a m uy ent rada la
noche se les oía cot orrear y cant ar y bailar zapat eados, de m odo que la casa parecía un int ernado

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sin disciplina. Aureliano no se preocupó de la invasión m ient ras no fueron a m olest arlo en el
cuart o de Melquíades. Una m añana, dos niños em puj aron la puert a, y se espant aron ant e la
visión del hom bre cocham broso y peludo que seguía descifrando los pergam inos en la m esa de
t rabaj o. No se at revieron a ent rar, pero siguieren rondando la habit ación. Se asom aban
cuchicheando por las hendij as, arroj aban anim ales vivos por las claraboyas, y en una ocasión
clavet earon por fuera la puert a y la vent ana, y Aureliano necesit ó m edio día para forzarlas.
Divert idos por la im punidad de sus t ravesuras, cuat ro niños ent raron ot ra m añana en el cuart o,
m ient ras Aureliano est aba en la cocina, dispuest os a dest ruir los pergam inos. Pero t an pront o
com o se apoderaron de los pliegos am arillent os, una fuerza angélica los levant ó del suelo, y los
m ant uvo suspendidos en el aire, hast a que regresó Aureliano y les arrebat ó los pergam inos.
Desde ent onces no volvieron a m olest arlo.
Los cuat ro niños m ayores, que usaban pant alones cort os a pesar de que ya se asom aban a la
adolescencia, se ocupaban de la apariencia personal de José Arcadio. Llegaban m ás t em prano que
los ot ros, y dedicaban la m añana a afeit arle, a darle m asaj es con t oallas calient es, a cort arle y
pulirle las uñas de las m anos y los pies, a perfum arle con agua florida. En varias ocasiones se
m et ieron en la alberca, para j abonarlo de pies a cabeza, m ient ras él flot aba boca arriba,
pensando en Am arant a. Luego le secaban, le em polvaban el cuerpo, y lo vest ían. Une de los
niños, que t enía el cabello rubio y crespo, y los oj os de vidries rosados com o les conej os, solía
dorm ir en la casa. Eran t an firm es los vínculos que lo unían a José Arcadio que le acom pañaba en
sus insom nios de asm át ico, sin hablar, deam bulando con él por la casa en t inieblas. Una noche
vieren en la alcoba donde dorm ía Úrsula un resplandor am arillo a t ravés del cem ent o crist alizado
com e si un sol subt erráneo hubiera convert ido en vit ral el piso del dorm it orio. No t uvieren que
encender el foco. Les bast ó con levant ar las placas quebradas del rincón donde siem pre est uve la
cam a de Úrsula, y donde el resplandor era m ás int enso, para encont rar la cript a secret a que
Aureliano Segundo se cansó de buscar en el delirio de las excavaciones. Allí est aban les t res
sacos de lona cerrados con alam bre de cobre y, dent ro de ellos, los siet e m il doscient os cat orce
doblones de a cuat ro, que seguían relum brando com o brasas en la oscuridad.
El hallazgo del t esoro fue com o una deflagración. En vez de regresar a Rom a con la
int em pest iva fort una, que era el sueño m adurado en la m iseria, José Arcadio convirt ió la casa en
un paraíso decadent e. Cam bió por t erciopelo nuevo las cort inas y el baldaquín del dorm it orio, y
les hizo poner baldosas al piso del bañe y azulej os a las paredes. La alacena del com edor se llenó
de frut as azucaradas, j am ones y encurt idos, y el granero en desuse volvió a abrirse para
alm acenar vinos y licores que el propio José Arcadio ret iraba en la est ación del ferrocarril, en
caj as m arcadas con su nom bre. Una noche, él y los cuat ro niños m ayores hicieren una fiest a que
se prolongó hast a el am anecer. A las seis de la m añana salieron desnudos del dorm it orio,
vaciaron la alberca y la llenaron de cham paña. Se zam bulleron en bandada, nadando com e
páj aros que volaran en un cielo dorado de burbuj as fragant es, m ient ras José Arcadio flet aba boca
arriba, al m argen de la fiest a, evocando a Am arant a con los oj os abiert os. Perm aneció así,
ensim ism ado, rum iando la am argura de sus placeres equívocos, hast a después de que los niños
se cansaren y se fueron en t ropel al dorm it orio, donde arrancaron las cort inas de t erciopelo para
secarse, y cuart earon en el desorden la luna del crist al de roca, y desbarat aron el baldaquín de la
cam a t rat ando de acost arse en t um ult o. Cuando José Arcadio volvió del baño, los encont ró
durm iendo apelot onados, desnudos, en una alcoba de naufragio Enardecido no t ant o por los
est ragos com o por el asco y la lást im a que sent ía cont ra sí m ism o en el desolado vacío de la
sat urnal, se arm ó con unas disciplinas de perrero eclesiást ico que guardaba en el fondo del baúl,
j unt e con un cilicio y ot ros fierros de m ort ificación y penit encia, y expulsó a los niños de la casa,
aullando com e un loco, y azot ándoles sin m isericordia, com o no lo hubiera hecho con una j auría
de coyot es. Quedó dem olido, con una crisis de asm a que se prolongó por varios días, y que le dio
el aspect o de un agonizant e. A la t ercera noche de t ort ura, vencido por la asfixia, fue al cuart o de
Aureliano pedirle el favor de que le com prara en una bot ica cercana unos polvos para inhalar. Fue
así com e hizo Aureliano su segunda salida a la calle. Sólo t uve que recorrer dos cuadras para
llegar hast a la est recha bot ica de polvorient as vidrieras con pom os de loza m arcados en lat ín,
donde una m uchacha con la sigilosa belleza de una serpient e del Nilo le despachó el m edicam ent o
que José Arcadio le había escrit o en un papel. La segunda visión del pueblo desiert o, alum brado
apenas por las am arillent as bom billas de las calles, no despert ó en Aureliano m ás curiosidad que
la prim era vez. José Arcadio había alcanzado a pensar que había huido, cuando lo vio aparecer de
nuevo, un poco anhelant e a causa de la prisa, arrast rando las piernas que el encierro y la falt a de

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m ovilidad habían vuelt o débiles y t orpes. Era t an ciert a su indiferencia por el m undo que peces
días después José Arcadio violó la prom esa que había hecho a su m adre, y le dej ó en libert ad
para salir cuando quisiera.
- No t engo nada que hacer en la calle - le cont est ó Aureliano.
Siguió encerrado, absort o en los pergam inos que peco a poco iba desent rañando, y cuyo
sent ido, sin em bargo, no lograba int erpret ar. José Arcadio le llevaba al cuart o rebanadas de j a-
m ón, flores azucaradas que dej aban en la boca un regust o prim averal, y en des ocasiones un
vaso de buen vino. No se int eresó en los pergam inos, que consideraba m ás bien com o un
ent ret enim ient o esot érico, pero le llam ó la at ención la rara sabiduría y el inexplicable
conocim ient o del m undo que t enía aquel parient e desolado. Supo ent onces que era capaz de
com prender el inglés escrit o, y que ent re pergam ino y pergam ino había leído de la prim era
página a la últ im a, com e si fuera una novela, los seis t om os de la enciclopedia. A eso at ribuyó al
principio el que Aureliano pudiera hablar de Rom a com o si hubiera vivido allí m uchos años, pero
m uy pront o se dio cuent a de que t enía conocim ient os que no eran enciclopédicos, com o los
precios de las cosas. «Todo se sabe», fue la única respuest a que recibió de Aureliano, cuando le
pregunt ó cóm o había obt enido aquellas inform aciones. Aureliano, por su part e, se sorprendió de
que José Arcadio vist o de cerca fuera t an dist int o de la im agen que se había form ado de él
cuando lo veía deam bular por la casa. Era capaz de reír, de perm it irse de vez en cuando una
nost algia del pasado de la casa, y de preocuparse por el am bient e de m iseria en que se
encont raba el cuart o de Melquíades. Aquel acercam ient o ent re des solit arios de la m ism a sangre
est aba m uy lej os de la am ist ad, pero les perm it ió a am bos sobrellevar m ej or la insondable
soledad que al m ism o t iem po los separaba y les unía. José Arcadio pude ent onces acudir a
Aureliano para desenredar ciert os problem as dom ést icos que lo exasperaban. Aureliano, a su vez,
podía sent arse a leer en el corredor, recibir las cart as de Am arant a Úrsula que seguían llegando
con la punt ualidad de siem pre, y usar el baño de donde lo había dest errado José Arcadio desde su
llegada.
Una calurosa m adrugada am bos despert aren alarm ados por unes golpes aprem iant es en la
puert a de la calle. Era un anciano oscuro, con unes oj os grandes y verdes que le daban a su
rost ro una fosforescencia espect ral, y con una cruz de ceniza en la frent e. Las ropas en pilt rafas,
los zapat os rot os, la viej a m ochila que llevaba en el hom bre com o único equipaj e, le daban el
aspect o de un pordiosero, pero su conduct a t enía una dignidad que est aba en franca
cont radicción con su apariencia. Bast aba con verlo una vez, aun en la penum bra de la sala, para
darse cuent a de que la fuerza secret a que le perm it ía vivir no era el inst int o de conservación, sino
la cost um bre del m iedo. Era Aureliano Am ador, el único sobrevivient e de les diecisiet e hij os del
coronel Aureliano Buendía, que iba buscando una t regua en su larga y azarosa exist encia de
fugit ivo. Se ident ificó, suplicó que le dieran refugie en aquella casa que en sus noches de paria
había evocado com o el últ im o reduct o de seguridad que le quedaba en la vida. Pero José Arcadio
y Aureliano no lo recordaban. Creyendo que era un vagabundo, lo echaron a la calle a
em pellones. Am bos vieron ent onces desde la puert a el final de un dram a que había em pezado
desde ant es de que José Arcadio t uviera uso de razón. Des agent es de la policía que habían
perseguido a Aureliano Am ador durant e años, que lo habían rast reado com o perros por m edio
m undo, surgieron de ent re los alm endros de la acera opuest a y le hicieron des t iros de m áuser
que le penet raron lim piam ent e por la cruz de ceniza.
En realidad, desde que expulsó a los niños de la casa, José Arcadio esperaba not icias de un
t rasat lánt ico que saliera para Nápoles ant es de Navidad. Se lo había dicho a Aureliano, e inclusive
había hecho planes para dej arle m ont ado un negocie que le perm it iera vivir, porque la canast illa
de víveres no volvió a llegar desde el ent ierro de Fernanda. Sin em bargo, t am poco aquel sueño
final había de cum plirse. Una m añana de sept iem bre, después de t om ar el café con Aureliano en
la cocina, José Arcadio est aba t erm inando su baño diario cuando irrum pieron por ent re los
port illos de las t ej as les cuat ro niños que había expulsado de la casa. Sin darle t iem po de
defenderse, se m et ieren vest idos en la alberca, lo agarraron por el pelo y le m ant uvieren la
cabeza hundida, hast a que cesó en la superficie la borborit ación de la agonía, y el silencioso y
pálido cuerpo de delfín se deslizó hast a el fondo de las aguas fragant es. Después se llevaron les
t res sacos de ere que sólo elles y su víct im a sabían dónde est aban escondidos. Fue una acción
t an rápida, m et ódica y brut al, que pareció un asalt e de m ilit ares. Aureliano, encerrado en su
cuart o, no se dio cuent a de nada. Esa t arde, habiéndolo echado de m enos en la cocina, buscó a
José Arcadio por t oda la casa, y lo encont ró flet ando en les espej os perfum ados de la alberca,

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Gabriel García Márquez

enorm e y t um efact o, y t odavía pensando en Am arant a. Sólo ent onces com prendió cuánt o había
em pezado a quererlo.

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

XIX

Am arant a Úrsula regresó con los prim eros ángeles de diciem bre, em puj ada por brisas de
velero, llevando al espose am arrado por el cuello con un cordel de seda. Apareció sin ningún
anuncio, con un vest ido color de m arfil, un hilo de perlas que le daba casi a las rodillas, sort ij as
de esm eraldas y t opacios, y el cabello redondo y liso rem at ado en las orej as con punt as de
golondrinas. El hom bre con quien se había casado seis m eses ant es era un flam enco m adure,
esbelt o, con aires de navegant e. No t uvo sino que em puj ar la puert a de la sala para com prender
que su ausencia había sido m ás prolongada y dem oledora de le que ella suponía.
- Dios m ío - grit ó, m ás alegre que alarm ada- , ¡cóm o se ve que no hay una m uj er en est a casa!
El equipaj e no cabía en el corredor. Adem ás del ant iguo baúl de Fernanda con que la
m andaron al colegio, llevaba des roperos vert icales, cuat ro m alet as grandes, un t alego para las
som brillas, ocho caj as de som breros, una j aula gigant esca con m edie cent enar de canarios, y el
velocípedo del m arido, desarm ado dent ro de un est uche especial que perm it ía llevarlo com e un
violoncelo. Ni siquiera se perm it ió un día de descanso al cabo del largo viaj e. Se puso un gast ado
overol de lienzo que había llevado el esposo con ot ras prendas de m ot orist a, y em prendió una
nueva rest auración de la casa. Desbandó las horm igas coloradas que ya se habían apoderado del
corredor, resucit ó los rosales, arrancó la m aleza de raíz, y volvió a sem brar helechos, oréganos y
begonias en los t iest os del pasam anos. Se puso al frent e de una cuadrilla de carpint eros,
cerraj eros y albañiles que resanaron las griet as de los pisos, enquiciaren puert as y vent anas,
renovaron les m uebles y blanquearen las paredes por dent ro y por fuera, de m odo que t res
m eses después de su llegada se respiraba ot ra vez el aire de j uvent ud y de fiest a que hubo en les
t iem pos de la pianola. Nunca se vio en la casa a nadie con m ej or hum or a t oda hora y en
cualquier circunst ancia, ni a nadie m ás dispuest o a cant ar y bailar, y a t irar la basura las cosas y
las cost um bres revenidas. De un escobazo acabó con los recuerdos funerarios y los m ont ones de
cherem becos inút iles y aparat os de superst ición que se apelot onaban en los rincones, y lo único
que conservó, por grat it ud a Úrsula, fue el daguerrot ipo de Rem edios en la sala. «Miren qué luj o -
grit aba m uert a de risa- . ¡Una bisabuela de cat orce años! » Cuando uno de les albañiles le cont ó
que la casa est aba poblada de aparecidos, y que el único m odo de espant arlos era buscando los
t esoros que habían dej ado ent errados, ella replicó ent re carcaj adas que no creía en superst iciones
de hom bres. Era t an espont ánea, t an em ancipada, con un espírit u t an m oderno y libre, que
Aureliano no supo qué hacer con el cuerpo cuando la vio llegar. «¡Qué bárbaro! - grit ó ella, feliz,
con los brazos abiert os- . ¡Miren cóm o ha crecido m i adorado ant ropófago! » Ant es de que él
t uviera t iem po de reaccionar, ya ella había puest o un disco en el gram ófono port át il que llevó
consigo, y est aba t rat ando de enseñarle los bailes de m oda. Lo obligó a cam biarse les escuálidos
pant alones que heredó del coronel Aureliano Buendía, le regaló cam isas j uveniles y zapat os de
des colores, y lo em puj aba a la calle cuando pasaba m ucho t iem po en el cuart o de Melquíades.
Act iva, m enuda, indom able, com o Úrsula, y casi t an bella y provocat iva com o Rem edies, la
bella, est aba dot ada de un raro inst int o para ant iciparse a la m oda. Cuando recibía por correo les
figurines m ás recient es, apenas le servían para com probar que no se había equivocado en les
m odelos que invent aba, y que cosía en la rudim ent aria m áquina de m anivela de Am arant a.
Est aba suscrit a a cuant a revist a de m odas, inform ación art íst ica y m úsica popular se publicaba en
Europa, y apenas les echaba una oj eada para darse cuent a de que las cosas iban en el m undo
com o ella las im aginaba. No era com prensible que una m uj er con aquel espírit u hubiera
regresado a un pueblo m uert e, deprim ido por el polvo y el calor, y m enos con un m arido que
t enía dinero de sobra para vivir bien en cualquier part e del m undo, y que la am aba t ant o que se
había som et ido a ser llevado y t raído por ella con el dogal de seda. Sin em bargo, a m edida que el
t iem po pasaba era m ás evident e su int ención de quedarse, pues no concebía planes que no fue-
ran a largo plazo, ni t om aba det erm inaciones que no est uvieran orient adas a procurarse una vida
cóm oda y una vej ez t ranquila en Macondo. La j aula de canarios dem ost raba que esos propósit os
no eran im provisados. Recordando que su m adre le había cont ado en una cart a el ext erm inio de
los páj aros, habla ret rasado el viaj e varios m eses hast a encont rar un barco que hiciera escala en
las islas Afort unadas, y allí seleccionó las veint icinco parej as de canarios m ás finos para repoblar

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Gabriel García Márquez

el cielo de Macondo. Esa fue la m ás lam ent able de sus num erosas iniciat ivas frust radas. A m edida
que los páj aros se reproducían, Am arant a Úrsula los iba solt ando por parej as, y m ás t ardaban en
sent irse libres que en fugarse del pueblo. En vano procuró encariñarles con la paj arera que
const ruyó Úrsula en la prim era rest auración. En vano les falsificó nidos de espart o en los
alm endros, y regó alpist e en los t echos y alborot ó a los caut ivos para que sus cant os disuadieran
a los desert ores, porque ést os se rem ont aban a la prim era t ent at iva y daban una vuelt a en el
cielo, apenas el t iem po indispensable para encont rar el rum bo de regreso a las islas Afort unadas.
Un año después del ret orne, aunque no hubiera conseguido ent ablar una am ist ad ni prom over
una fiest a, Am arant a Úrsula seguía creyendo que era posible rescat ar aquella com unidad elegida
por el infort unio. Gast ón, su m arido, se cuidaba de no cont rariaría, aunque desde el m ediodía
m ort al en que descendió del t ren com prendió que la det erm inación de su m uj er había sido
provocada por un espej ism o de la nost algia. Seguro de que sería derrot ada por la realidad, no se
t om ó siquiera el t rabaj o de arm ar el velocípedo, sino que se dio a perseguir los huevos m ás
lúcidos ent re las t elarañas que desprendían les albañiles, y los abría con las uñas y se gast aba las
horas cont em plando con una lupa las arañit as m inúsculas que salían del int erior. Más t arde,
creyendo que Am arant a Úrsula cont inuaba con las reform as por no dar su brazo a t orcer, resolvió
arm ar el aparat oso velocípedo cuya rueda ant erior era m ucho m ás grande que la post erior, y se
dedicó a capt urar y disecar cuant o insect o aborigen encont raba en los cont ornos, que rem it ía en
frascos de m erm elada a su ant iguo profesor de hist eria nat ural de la Universidad de Liej a, donde
había hecho est udios avanzados en ent om ología aunque su vocación dom inant e era la de
aeronaut a. Cuando andaba en el velocípedo usaba pant alones de acróbat a, m edias de gait ero y
cachucha de det ect ive, pero cuando andaba de a pie vest ía de lino crudo, int achable, con zapat os
blancos, corbat ín de seda, som brero canot ier y una vara de m im bre en la m ano. Tenía unas
pupilas pálidas que acent uaban su aire de navegant e, y un bigot it o de pelos de ardilla. Aunque
era por lo m enos quince años m ayor que su m uj er, sus gust os j uveniles, su vigilant e
det erm inación de hacerla feliz, y sus virt udes de buen am ant e, com pensaban la diferencia. En
realidad, quienes veían aquel cuarent ón de hábit os caut elosos, con su sedal al cuello y su
biciclet a de circo, no hubieran pedido pensar que t enía con su j oven esposa un pact e de am or
desenfrenado, y que am bos cedían al aprem io recíproco en los lugares m enos adecuados y donde
los sorprendiera la inspiración, com o le hicieron desde que em pezaron a verse, y con una pasión
que el t ranscurso del t iem po y las circunst ancias cada vez m ás insólit as iban profundizando y
enriqueciendo. Gast ón no sólo era un am ant e feroz, de una sabiduría y una im aginación
inagot ables, sine que era t al vez el prim er hom bre en la hist oria de la especie que hizo un
at errizaj e de em ergencia y est uvo a punt o de m at arse con su novia sólo por hacer el am or en un
cam po de violet as.
Se habían conocido t res años ant es de casarse, cuando el biplano deport ivo en que él hacía
piruet as sobre el colegio en que est udiaba Am arant a Úrsula int ent ó una m aniobra int répida para
eludir el ast a de la bandera, y la prim it iva arm azón de lona y papel de alum inio quedó colgada
por la cola en los cables de la energía eléct rica. Desde ent onces, sin hacer caso de su pierna
ent ablillada, él iba los fines de sem ana a recoger a Am arant a Úrsula en la pensión de religiosas
donde vivió siem pre, cuyo reglam ent o no era t an severo com o deseaba Fernanda, y la llevaba a
su club deport ivo. Em pezaron a am arse a 500 m et ros de alt ura, en el aire dom inical de las
landas, y m ás se sent ían com penet rados m ient ras m ás m inúsculos iban haciéndose los seres de
la t ierra. Ella le hablaba de Macondo com o del pueblo m ás lum inoso y plácido del m undo, y de
una casa enorm e, perfum ada de orégano, donde quería vivir hast a la vej ez con un m arido leal y
des hij os indóm it os que se llam aran Rodrigo y Gonzalo, y en ningún caso Aureliano y José
Arcadio, y una hij a que se llam ara Virginia, y en ningún caso Rem edios. Había evocado con una
t enacidad t an anhelant e el pueblo idealizado por la nost algia, que Gast ón com prendió que ella no
quisiera casarse si no la llevaba a vivir en Macondo. Él est uvo de acuerdo, com o lo est uvo m ás
t arde con el sedal, porque creyó que era un capricho t ransit orio que m ás valía defraudar a
t iem po. Pero cuando t ranscurrieron des años en Macondo y Am arant a Úrsula seguía t an cont ent a
com o el prim er día, él com enzó a dar señales de alarm a. Ya para ent onces había disecado cuant o
insect o era disecable en la región, hablaba el cast ellano com o un nat ivo, y había descifrado t odos
los crucigram as de las revist as que recibían por correo. No t enía el pret ext o del clim a para
apresurar el regreso, porque la nat uraleza lo había dot ado de un hígado colonial, que resist ía sin
quebrant os el bochorno de la siest a y el agua con gusarapos. Le gust aba t ant o la com ida criolla,
que una vez se com ió un sart al de ochent a y des huevos de iguana. Am arant a Úrsula, en cam bio,

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se hacia llevar en el t ren pescados y m ariscos en caj as de hielo, carnes en lat as y frut as
alm ibaradas, que era lo único que podía com er, y seguía vist iéndose a la m oda europea y
recibiendo figurines por correo, a pesar de que no t enía dónde ir ni a quién visit ar, y de que a
esas alt uras su m arido carecía de hum or para apreciar sus vest idos cort os, sus fielt ros ladeados y
sus collares de siet e vuelt as. Su secret o parecía consist ir en que siem pre encont raba el m odo de
est ar ocupada, resolviendo problem as dom ést icos que ella m ism a creaba y haciendo m al ciert as
cosas que corregía al día siguient e, con una diligencia perniciosa que habría hecho pensar a
Fernanda en el vicio heredit ario de hacer para deshacer. Su genio fest ivo cont inuaba ent onces t an
despiert o, que cuando recibía discos nuevos invit aba a Gast ón a quedarse en la sala hast a m uy
t arde para ensayar los bailes que sus com pañeras de colegio le describían con dibuj os, y
t erm inaban generalm ent e haciendo el am or en los m ecedores vieneses o en el suelo pelado. Lo
único que le falt aba para ser com plet am ent e feliz era el nacim ient o de los hij os, pero respet aba el
pact o que había hecho con su m arido de no t enerlos ant es de cum plir cinco años de casados.
Buscando algo con que llenar sus horas m uert as, Gast ón solía pasar la m añana en el cuart o de
Melquíades, con el esquivo Aureliano. Se com placía en evocar con él los rincones m ás ínt im os de
su t ierra, que Aureliano conocía com o si hubiera est ado en ella m ucho t iem po. Cuando Gast ón le
pregunt ó cóm o había hecho para obt ener inform aciones que no est aban en la enciclopedia,
recibió la m ism a respuest a que José Arcadio:
«Todo se sabe.» Adem ás del sánscrit o, Aureliano había aprendido el inglés y el francés, y algo
del lat ín y del griego. Com o ent onces salía t odas las t ardes, y Am arant a Úrsula le había asignado
una sum a sem anal para sus gast os personales, su cuart o parecía una sección de la librería del
sabio cat alán. Leía con avidez hast a m uy alt as horas de la noche, aunque por la form a en que se
refería a sus lect uras, Gast ón pensaba que no com praba los libros para inform arse sino para
verificar la exact it ud de sus conocim ient os, y que ninguno le int eresaba m ás que los pergam inos,
a los cuales dedicaba las m ej ores horas de la m añana. Tant o a Gast ón com o a su esposa les
habría gust ado incorporarlo a la vida fam iliar, pero Aureliano era hom bre herm ét ico, con una
nube de m ist erio que el t iem po iba haciendo m ás densa. Era una condición t an infranqueable, que
Gast ón fracasó en sus esfuerzos por int im ar con él, y t uvo que buscarse ot ro ent ret enim ient o
para llenar sus horas m uert as. Fue por esa época que concibió la idea de est ablecer un servicio
de correo aéreo.
No era un proyect o nuevo. En realidad lo t enía bast ant e avanzado cuando conoció a Am arant a
Úrsula, sólo que no era para Macondo sine para el Congo Belga, donde su fam ilia t enía in-
versiones en aceit e de palm a. El m at rim onio, la decisión de pasar unos m eses en Macondo para
com placer a la esposa, lo habían obligado a aplazarle. Pero cuando vio que Am arant a Úrsula
est aba em peñada en organizar una j unt a de m ej oras públicas, y hast a se reía de él por insinuar
la posibilidad del regreso, com prendió que las cosas iban para largo, y volvió a est ablecer
cont act o con sus olvidados socios de Bruselas, pensando que para ser pionero daba lo m ism o el
Caribe que el África. Mient ras progresaban las gest iones, preparó un cam pe de at errizaj e en la
ant igua región encant ada que ent onces parecía una llanura de pedernal resquebraj ado, y est udió
la dirección de les vient os, la geografía del lit oral y las rut as m ás adecuadas para la navegación
aérea, sin saber que su diligencia, t an parecida a la de m íst er Herbert , est aba infundiendo en el
pueble la peligrosa sospecha de que su propósit o no era planear it inerarios sino sem brar banano.
Ent usiasm ado con una ocurrencia que después de t odo podía j ust ificar su est ablecim ient o
definit ivo en Macondo, hizo varios viaj es a la capit al de la provincia, se ent revist ó con las
aut oridades, y obt uvo licencias y suscribió cont rat os de exclusividad. Mient ras t ant o, m ant enía
con los socios de Bruselas una correspondencia parecida a la de Fernanda con los m édicos
invisibles, y acabó de convencerlos de que em barcaran el prim er aeroplano al cuidado de un
m ecánico expert o, que lo arm ara en el puert o m ás próxim o y lo llevara velando a Macondo. Un
año después de las prim eras m ediciones y cálculos m et eorológicos, confiando en las prom esas
reit eradas de sus corresponsales, había adquirido la cost um bre de pasearse por las calles,
m irando el cielo, pendient e de los rum ores de la brisa, en espera de que apareciera el aeroplano.
Aunque ella no lo había not ado, el regreso de Am arant a Úrsula det erm inó un cam bio radical en
la vida de Aureliano. Después de la m uert e de José Arcadio, se había vuelt o un client e asiduo de
la librería del sabio cat alán. Adem ás, la libert ad de que ent onces disfrut aba, y el t iem po de que
disponía, le despert aron una ciert a curiosidad por el pueblo, que conoció sin asom bro. Recorrió
las calles polvorient as y solit arias, exam inando con un int erés m ás cient ífico que hum ano el
int erior de las casas en ruinas, las redes m et álicas de las vent anas, rot as por el óxido y los

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páj aros m oribundos, y los habit ant es abat idos por los recuerdos. Trat ó de reconst ruir con la
im aginación el arrasado esplendor de la ant igua ciudad de la com pañía bananera, cuya piscina
seca est aba llena hast a los bordes de podridos zapat os de hom bre y zapat illas de m uj er, y en
cuyas casas desbarat adas por la cizaña encont ró el esquelet o de un perro alem án t odavía at ado a
una argolla con una cadena de acere, y un t eléfono que repicaba, repicaba, repicaba, hast a que él
lo descolgó, ent endió le que una m uj er angust iada y rem ot a pregunt aba en inglés, y le cont est ó
que sí, que la huelga había t erm inado, que los t res m il m uert os habían sido echados al m ar, que
la com pañía bananera se había ido, y que Macondo est aba por fin en paz desde hacía m uchos
años. Aquellas correrías lo llevaron al post rado barrio de t olerancia, donde en ot ros t iem pos se
quem aban m azos de billet es para anim ar la cum biam ba, y que ent onces era un vericuet o de
calles m ás afligidas y m iserables que las ot ras, con algunos focos roj os t odavía encendidos, y con
yerm os salones de baile adornados con pilt rafas de guirnaldas, donde las m acilent as y gordas
viudas de nadie, las bisabuelas francesas y las m at riarcas babilónicas, cont inuaban esperando
j unt o a las vict rolas. Aureliano no encont ró quien recordara a su fam ilia, ni siquiera al coronel
Aureliano Buendía, salvo el m ás ant iguo de los negros ant illanos, un anciano cuya cabeza
algodonada le daba el aspect o de un negat ivo de fot ografía, que seguía cant ando en el pórt ico de
la casa los salm os lúgubres del at ardecer. Aureliano conversaba con él en el enrevesado
papiam ent o que aprendió en pocas sem anas, y a veces com part ía el caldo de cabezas de gallo
que preparaba la bisniet a, una negra grande, de huesos sólidos, caderas de yegua y t et as de
m elones vivos, y una cabeza redonda, perfect a, acorazada por un duro capacet e de pelos de
alam bre, que parecía el alm ófar de un guerrero m edieval. Se llam aba Nigrom ant a. Por esa época,
Aureliano vivía de vender cubiert os, palm at orias y ot ros chécheres de la casa. Cuando andaba sin
un cént im o, que era lo m ás frecuent e, conseguía que en las fondas del m ercado le regalaran las
cabezas de gallo que iban a t irar en la basura, y se las llevaba a Nigrom ant a para que le hiciera
sus sopas aum ent adas con verdolaga y perfum adas con hierbabuena. Al m orir el bisabuelo,
Aureliano dej ó de frecuent ar la casa, pero se encont raba a Nigrom ant a baj e los oscuros
alm endros de la plaza, caut ivando con sus silbos de anim al m ont uno a los escasos
t rasnochadores. Muchas veces la acom pañó, hablando en papiam ent o de las sopas de cabezas de
gallo y ot ras exquisit eces de la m iseria, y hubiera seguido haciéndolo si ella no lo hubiera hecho
caer en la cuent a de que su com pañía le ahuyent aba la client ela. Aunque algunas veces sint ió la
t ent ación, y aunque a la propia Nigrom ant a le hubiera parecido una culm inación nat ural de la
nost algia com part ida, no se acost aba con ella. De m odo que Aureliano seguía siendo virgen
cuando Am arant a Úrsula regresó a Macondo y le dio un abrazo frat ernal que lo dej ó sin alient o.
Cada vez que la veía, y peor aún cuando ella le enseñaba los bailes de m oda, él sent ía el m ism o
desam paro de esponj as en los huesos que t urbó a su t at arabuelo cuando Pilar Ternera le puso
pret ext es de baraj as en el granero. Trat ando de sofocar el t orm ent o, se sum ergió m ás a fondo en
los pergam inos y eludió los halagos inocent es de aquella t ía que em ponzoñaba sus noches con
efluvios de t ribulación, pero m ient ras m ás la evit aba, con m ás ansiedad esperaba su risa
pedregosa, sus aullidos de gat a feliz y sus canciones de grat it ud, agonizando de am or a cualquier
hora y en los lugares m enos pensados de la casa. Una noche, a diez m et ros de su cam a, en el
m esón de plat ería, los espesos del vient re desquiciado desbarat aron la vidriera y t erm inaren
am ándose en un charco de ácido m uriát ico. Aureliano no sólo no pudo dorm ir un m inut o, sino que
pasó el día siguient e con calent ura, sollozando de rabia. Se le hizo et erna la llegada de la prim era
noche en que esperó a Nigrom ant a a la som bra de los alm endros, at ravesado por las aguj as de
hielo de la incert idum bre, y apret ando en el puño el peso con cincuent a cent avos que le había
pedido a Am arant a Úrsula, no t ant o porque los necesit ara, com o para com plicarla, envilecería y
prost it uiría de algún m odo con su avent ura. Nigrom ant a lo llevó a su cuart o alum brado con
veladoras de superchería, a su cam a de t ij eras con el lienzo percudido de m alos am ores, y su
cuerpo de perra brava, em pedernida, desalm ada, que se preparó para despacharía com o si fuera
un niño asust ado, y se encont ró de pront o con un hom bre cuyo poder t rem endo exigió a sus en-
t rañas un m ovim ient o de reacom odación sísm ica.
Se hicieron am ant es. Aureliano ocupaba la m añana en descifrar pergam inos, y a la hora de la
siest a iba al dorm it orio soporífero donde Nigrom ant a lo esperaba para enseñarle a hacer prim ero
com o las lom brices, luego com e los caracoles y por últ im o com o los cangrej os, hast a que t enía
que abandonarlo para acechar am ores ext raviados. Pasaron varias sem anas ant es de que
Aureliano descubriera que ella t enía alrededor de la cint ura un cint illo que parecía hecho con una
cuerda de violoncelo, pero que era duro com o el acero y carecía de rem at e, porque había nacido

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y crecido con ella. Casi siem pre, ent re am or y am or, com ían desnudos en la cam a, en el calor
alucinant e y baj e las est rellas diurnas que el óxido iba haciendo despunt ar en el t echo de cinc.
Era la prim era vez que Nigrom ant a t enía un hom bre fij o, un m achucant e de plant a, com o ella
m ism a decía m uert a de risa, y hast a em pezaba a hacerse ilusiones de corazón cuando Aureliano
le confió su pasión reprim ida por Am arant a Úrsula, que no había conseguido rem ediar con la
sust it ución, sino que le iba t orciendo cada vez m ás las ent rañas a m edida que la experiencia
ensanchaba el horizont e del am or. Ent onces Nigrom ant a siguió recibiéndolo con el m ism o calor de
siem pre, pero se hizo pagar los servicios con t ant o rigor, que cuando Aureliano no t enía dinero se
los cargaba en la cuent a que no llevaba con núm eros sine con rayit as que iba t razando con la uña
del pulgar det rás de la puert a. Al anochecer, m ient ras ella se quedaba barlovent eando en las
som bras de la plaza, Aureliano pasaba por el corredor com o un ext raño, saludando apenas a
Am arant a Úrsula y a Gast ón que de ordinario cenaban a esa hora, y volvía a encerrarse en el
cuart o, sin poder leer ni escribir, ni siquiera pensar, por la ansiedad que le provocaban las risas,
los cuchichees, los ret ozos prelim inares, y luego las explosiones de felicidad agónica que
colm aban las noches de la casa. Ésa era su vida dos años ant es de que Gast ón em pezara a
esperar el aeroplano, y seguía siendo igual la t arde en que fue a la librería del sabio cat alán y
encont ró a cuat ro m uchachos despot ricadores, encarnizados en una discusión sobre los m ét odos
de m at ar cucarachas en la Edad Media. El viej o librero, conociendo la afición de Aureliano por
libros que sólo había leído Beda el Venerable, lo inst ó con una ciert a m alignidad pat ernal a que
t erciara en la cont roversia, y él ni siquiera t om ó alient o para explicar que las cucarachas, el
insect o alado m ás ant iguo sobre la t ierra, era ya la víct im a favorit a de les chanclet azos en el
Ant iguo Test am ent o, pero que com e especie era definit ivam ent e refract aria a cualquier m ét odo
de ext erm inio, desde las rebanadas de t om at e con bórax hast a la harina con azúcar, pues sus m il
seiscient as t res variedades habían resist ido a la m ás rem ot a, t enaz y despiadada persecución que
el hom bre había desat ado desde sus orígenes cont ra ser vivient e alguno, inclusive el propio
hom bre, hast a el ext rem o de que así com o se at ribuía al género hum ano un inst int o de
reproducción, debía at ribuírsele ot ro m ás definido y aprem iant e, que era el inst int o de m at ar
cucarachas, y que si ést as habían logrado escapar a la ferocidad hum ana era porque se habían
refugiado en las t inieblas, donde se hicieron invulnerables por el m iedo congénit o del hom bre a la
oscuridad, pero en cam bio se volvieron suscept ibles al esplendor del m ediodía, de m odo que ya
en la Edad Media, en la act ualidad y por los siglos de los siglos, el único m ét odo eficaz para m at ar
cucarachas era el deslum bram ient o solar.
Aquel fat alism o enciclopédico fue el principio de una gran am ist ad. Aureliano siguió
reuniéndose t odas las t ardes con los cuat ro discut idores, que se llam aban Alvaro, Germ án,
Alfonso y Gabriel, los prim eros y últ im os am igos que t uvo en la vida. Para un hom bre com o él,
encast illado en la realidad escrit a, aquellas sesiones t orm ent osas que em pezaban en la librería a
las seis de la t arde y t erm inaban en los burdeles al am anecer, fueron una revelación. No se le
había ocurrido pensar hast a ent onces que la lit erat ura fuera el m ej or j uguet e que se había
invent ado para burlarse de la gent e, com o lo dem ost ró Álvaro en una noche de parranda. Había
de t ranscurrir algún t iem po ant es de que Aureliano se diera cuent a de que t ant a arbit rariedad
t enía erigen en el ej em plo del sabio cat alán, para quien la sabiduría no valía la pena si no era
posible servirse de ella para invent ar una m anera nueva de preparar los garbanzos.
La t arde en que Aureliano sent ó cát edra sobre las cucarachas, la discusión t erm inó en la casa
de las m uchachit as que se acost aban por ham bre, un burdel de m ent iras en los arrabales de
Macondo. La propiet aria era una m am asant a sonrient e, at orm ent ada por la m anía de abrir y
cerrar puert as. Su et erna sonrisa parecía provocada por la credulidad de los client es, que
adm it ían com o algo ciert o un est ablecim ient o que no exist ía sino en la im aginación, porque allí
hast a las cosas t angibles eran irreales: los m uebles que se desarm aban al sent arse, la vict rola
dest ripada en cuyo int erior había una gallina incubando, el j ardín de flores de papel, los
alm anaques de años ant eriores a la llegada de la com pañía bananera, los cuadros con lit ografías
recort adas de revist as que nunca se edit aron. Hast a las put it as t ím idas que acudían del
vecindario cuando la propiet aria les avisaba que habían llegado client es, eran una pura invención.
Aparecían sin saludar, con los t raj ecit os floreados de cuando t enían cinco años m enos, y se los
quit aban con la m ism a inocencia con que se los habían puest o, y en el paroxism o del am or
exclam aban asom bradas qué barbaridad, m ira cóm o se est á cayendo ese t echo, y t an pront o
com o recibían su peso con cincuent a cent avos se lo gast aban en un pan y un pedazo de queso
que les vendía la propiet aria, m ás risueña que nunca, porque solam ent e ella sabía que t am poco

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Gabriel García Márquez

esa com ida era verdad. Aureliano, cuyo m undo de ent onces em pezaba en los pergam inos de
Melquíades y t erm inaba en la cam a de Nigrom ant a encont ró en el burdelit o im aginario una cura
de burro para la t im idez. Al principio no lograba llegar a ninguna part e, en unos cuart os donde la
dueña ent raba en los m ej ores m om ent os del am or y hacía t oda clase de com ent arios sobre los
encant os ínt im os de los prot agonist as. Pero con el t iem po llegó a fam iliarizarse t ant o con aquellos
percances del m undo, que una noche m ás desquiciada que las ot ras se desnudó en la salit a de
recibo y recorrió la casa llevando en equilibrio una bot ella de cerveza sobre su m asculinidad in-
concebible. Fue él quien puso de m oda las ext ravagancias que la propiet aria celebraba con su
sonrisa et erna, sin prot est ar, sin creer en ellas, lo m ism o cuando Germ án t rat ó de incendiar la
casa para dem ost rar que no exist ía, que cuando Alfonso le t orció el pescuezo al loro y le echó en
la olla donde em pezaba a hervir el sancoche de gallina.
Aunque Aureliano se sent ía vinculado a los cuat ro am igos por un m ism o cariñe y una m ism a
solidaridad, hast a el punt o de que pensaba en ellos com o si fueran uno solo, est aba m ás cerca de
Gabriel que de los ot ros. El vínculo nació la noche en que él habló casualm ent e del coronel
Aureliano Buendía, y Gabriel fue el único que no creyó que se est uviera burlando de alguien.
Hast a la dueña, que no solía int ervenir en las conversaciones, discut ió con una rabiosa pasión de
com adrona que el coronel Aureliano Buendía, de quien en efect o había oído hablar alguna vez,
era un personaj e invent ado por el gobierne com o un pret ext o para m at ar liberales. Gabriel, en
cam bio, no ponía en duda la realidad del coronel Aureliano Buendía, porque había sido com pañero
de arm as y am igo inseparable de su bisabuelo, el coronel Gerineldo Márquez. Aquellas veleidades
de la m em oria eran t odavía m ás crít icas cuando se hablaba de la m at anza de los t rabaj adores.
Cada vez que Aureliano t ocaba el punt o, no sólo la propiet aria, sino algunas personas m ayores
que ella, repudiaban la pat raña de los t rabaj adores acorralados en la est ación, y del t ren de
doscient os vagones cargados de m uert os, e inclusive se obst inaban en lo que después de t odo
había quedado est ablecido en expedient es j udiciales y en los t ext os de la escuela prim aria: que la
com pañía bananera no había exist ido nunca. De m odo que Aureliano y Gabriel est aban vinculados
por una especie de com plicidad, fundada en hechos reales en los que nadie creía, y que habían
afect ado sus vidas hast a el punt o de que am bos se encont raban a la deriva en la resaca de un
m undo acabado, del cual sólo quedaba la nost algia. Gabriel dorm ía donde lo sorprendiera la hora.
Aureliano lo acom odó varias veces en el t aller de plat ería, pero se pasaba las noches en vela,
pert urbado por el t rasiego de los m uert os que andaban bast a el am anecer por los dorm it orios.
Más t arde se lo encom endó a Nigrom ant a, quien lo llevaba a su cuart it o m ult it udinario cuando
est aba libre, y le anot aba las cuent as con rayit as vert icales det rás de la puert a, en los pocos
espacios disponibles que habían dej ado las deudas de Aureliano.
A pesar de su vida desordenada, t odo el grupo t rat aba de hacer algo perdurable, a inst ancias
del sabio cat alán. Era él, con su experiencia de ant iguo profesor de let ras clásicas y su depósit o
de libros raros, quien los había puest o en condiciones de pasar una noche ent era buscando la
t rigésim o sépt im a sit uación dram át ica, en un pueblo donde ya nadie t enía int erés ni posibilidades
de ir m ás allá de la escuela prim aria. Fascinado por el descubrim ient o de la am ist ad, at urdido por
los hechizos de un m undo que le había sido vedado por la m ezquindad de Fernanda, Aureliano
abandonó el escrut inio de los pergam inos, precisam ent e cuando em pezaban a revelársele com o
predicciones en versos cifrados. Pero la com probación post erior de que el t iem po alcanzaba para
t odo sin que fuera necesario renunciar a los burdeles, le dio ánim os para volver al cuart o de
Melquíades, decidido a no flaquear en su em peño hast a descubrir las últ im as claves. Eso fue por
los días en que Gast ón em pezaba a esperar el aeroplano, y Am arant a Úrsula se encont raba t an
sola, que una m añana apareció en el cuart o.
- Hola, ant ropófago - le dij o- . Ot ra vez en la cueva.
Era irresist ible, con su vest ido invent ado, y uno de los largos collares de vért ebras de sábalo,
que ella m ism a fabricaba. Había desist ido del sedal, convencida de la fidelidad del m arido, y por
prim era vez desde el regreso parecía disponer de un rat o de ocio. Aureliano no hubiera t enido
necesidad de verla para saber que había llegado. Ella se acodó en la m esa de t rabaj o, t an cercana
e inerm e que Aureliano percibió el hondo rum or de sus huesos, y se int eresó en los pergam inos.
Trat ando de sobreponerse a la t urbación, él at rapó la voz que se le fugaba, la vida que se le iba,
la m em oria que se le convert ía en un pólipo pet rificado, y le habló del dest ino levít ico del
sánscrit o, de la posibilidad cient ífica de ver el fut uro t ransparent ado en el t iem po com o se ve a
cont raluz lo escrit o en el reverso de un papel, de la necesidad de cifrar las predicciones para que
no se derrot aran a sí m ism as, y de las Cent urias de Nost radam us y de la dest rucción de

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

Cant abria anunciada por San Millán. De pront o, sin int errum pir la plát ica, m ovido por un im pulso
que dorm ía en él desde sus orígenes, Aureliano puso su m ano sobre la de ella, creyendo que
aquella decisión final ponía t érm ino a la zozobra. Sin em bargo, ella le agarró el índice con la
inocencia cariñosa con que lo hizo m uchas veces en la infancia, y lo t uvo agarrado m ient ras él
seguía cont est ando sus pregunt as. Perm anecieron así, vinculados por un índice de hielo que no
t ransm it ía nada en ningún sent ido, hast a que ella despert ó de su sueño m om ent áneo y se dio
una palm ada en la frent e. «¡Las horm igas! », exclam ó. Y ent onces se olvidó de los m anuscrit os,
llegó hast a la puert a con un paso de baile, y desde allí le m andó a Aureliano con la punt a de los
dedos el m ism o beso con que se despidió de su padre la t arde en que la m andaron a Bruselas.
- Después m e explicas - dij o- . Se m e había olvidado que hoy es día de echar cal en los huecos
de las horm igas.
Siguió yendo al cuart o ocasionalm ent e, cuando t enía algo que hacer por esos lados, y
perm anecía allí breves m inut os, m ient ras su m arido cont inuaba escrut ando el cielo. I lusionado
con aquel cam bio, Aureliano se quedaba ent onces a com er en fam ilia, com o no lo hacía desde los
prim eros m eses del regrese de Am arant a Úrsula. A Gast ón le agradó. En las conversaciones de
sobrem esa, que solían prolongarse por m ás de una hora, se dolía de que sus socios le est uvieran
engañando. Le habían anunciado el em barque del aeroplano en un buque que no llegaba, y
aunque sus agent es m arít im os insist ían en que no llegaría nunca porque no figuraba en las list as
de les barcos del Caribe, sus socios se obst inaban en que el despacho era correct o, y hast a
insinuaban la posibilidad de que Gast ón les m int iera en sus cart as. La correspondencia alcanzó t al
grado de suspicacia recíproca, que Gast ón opt ó por no volver a escribir, y em pezó a sugerir la
posibilidad de un viaj e rápido a Bruselas, para aclarar las cosas, y regresar con el aeroplano. Sin
em bargo, el proyect o se desvaneció t an pront o com o Am arant a Úrsula reit eró su decisión de no
m overse de Macondo aunque se quedara sin m arido. En los prim eros t iem pos, Aureliano
com part ió la idea generalizada de que Gast ón era un t ont o en velocípedo, y eso le suscit ó un
vago sent im ient o de piedad. Más t arde, cuando obt uvo en los burdeles una inform ación m ás
profunda sobre la nat uraleza de los hom bres, pensó que la m ansedum bre de Gast ón t enía origen
en la pasión desm andada. Pero cuando lo conoció m ej or, y se dio cuent a de que su verdadero
caráct er est aba en cont radicción con su conduct a sum isa, concibió la m aliciosa sospecha de que
hast a la espera del aeroplano era una farsa. Ent onces pensó que Gast ón no era t an t ont o com o lo
aparent aba, sino al cont rario, un hom bre de una const ancia, una habilidad y una paciencia
infinit as, que se había propuest o vencer a la esposa por el cansancio de la et erna com placencia,
del nunca decirle que no, del sim ular una conform idad sin lím it es, dej ándola enredarse en su
propia t elaraña, hast a el día en que no pudiera soport ar m ás el t edio de las ilusiones al alcance
de la m ano, y ella m ism a hiciera las m alet as para volver a Europa. La ant igua piedad de
Aureliano se t ransform ó en una anim adversión virulent a. Le pareció t an perverso el sist em a de
Gast ón, pero al m ism o t iem po t an eficaz, que se at revió a prevenir a Am arant a Úrsula. Sin
em bargo, ella se burló de su suspicacia, sin vislum brar siquiera la desgarradora carga de am or,
de incert idum bre y de celos que llevaba dent ro. No se le había ocurrido pensar que suscit aba en
Aureliano algo m ás que un afect o frat ernal, hast a que se pinchó un dedo t rat ando de dest apar
una lat a de m elocot ones, y él se precipit ó a chuparle la sangre con una avidez y una devoción
que le erizaron la piel.
- ¡Aureliano! - rió ella, inquiet a- . Eres dem asiado m alicioso para ser un buen m urciélago.
Ent onces Aureliano se desbordó. Dándole besit os huérfanos en el cuenco de la m ano herida,
abrió los pasadizos m ás recóndit os de su corazón, y se sacó una t ripa int erm inable y m acerada,
el t errible anim al parasit ario que había incubado en el m art irio. Le cont ó cóm o se levant aba a
m edianoche para llorar de desam paro y de rabia en la ropa ínt im a que ella dej aba secando en el
baño. Le cont ó con cuánt a ansiedad le pedía a Nigrom ant a que chillara com o una gat a, y
sollozara en su oído gast ón gast ón gast ón, y con cuánt a ast ucia saqueaba sus frascos de perfum e
para encont rarles en el cuello de las m uchachit as que se acost aban por ham bre. Espant ada con la
pasión de aquel desahogo, Am arant a Úrsula fue cerrando los dedos, cont rayéndolos com e un
m olusco, hast a que su m ano herida, liberada de t odo dolor y t odo vest igio de m isericordia, se
convirt ió en un nudo de esm eraldas y t opacios, y huesos pét reos e insensibles.
- ¡Brut o! - dij o, com o si est uviera escupiendo- . Me voy a Bélgica en el prim er barco que salga.
Álvaro había llegado una de esas t ardes a la librería del sabio cat alán, pregonando a voz en
cuello su últ im o hallazgo: un burdel zoológico. Se llam aba El Niño de Oro, y era un inm enso salón
al aire libre, por donde se paseaban a volunt ad no m enos de doscient os alcaravanes que daban la

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Gabriel García Márquez

hora con un cacareo ensordecedor. En los corrales de alam bre que rodeaban la pist a de baile, y
ent re grandes cam elias am azónicas, había garzas de colores, caim anes cebados com o cerdos,
serpient es de doce cascabeles, y una t ort uga de concha dorada que se zam bullía en un m inúsculo
océano art ificial. Había un perrazo blanco, m anso y pederast a, que sin em bargo prest aba
servicios de padrot e para que le dieran de com er. El aire t enía una densidad ingenua, com o si lo
acabaran de invent ar, y las bellas m ulat as que esperaban sin esperanza ent re pét alos sangrient os
y discos pasados de m oda, conocían oficios de am or que el hom bre había dej ado olvidados en el
paraíso t errenal. La prim era noche en que el grupo visit ó aquel invernadero de ilusiones, la
espléndida y t acit urna anciana que vigilaba el ingreso en un m ecedor de bej uco, sint ió que el
t iem po regresaba a sus m anant iales prim arios, cuando ent re los cinco que llegaban descubrió un
hom bre óseo, cet rino, de póm ulos t árt aros, m arcado para siem pre y desde el principio del m undo
por la viruela de la soledad.
- ¡Ay - suspiró- Aureliano!
Est aba viendo ot ra vez al coronel Aureliano Buendía, com o lo vio a la luz de una lám para
m ucho ant es de las guerras, m ucho ant es de la desolación de la gloria y el exilio del desencant o,
la rem ot a m adrugada en que él fue a su dorm it orio para im part ir la prim era orden de su vida: la
orden de que le dieran am or. Era Pilar Ternera. Años ant es, cuando cum plió los cient o cuarent a y
cinco, había renunciado a la perniciosa cost um bre de llevar las cuent as de su edad, y cont inuaba
viviendo en el t iem po est át ico y m arginal de los recuerdes, en un fut uro perfect am ent e revelado y
est ablecido, m ás allá de los fut uros pert urbados por las acechanzas y las suposiciones insidiosas
de las baraj as.
Desde aquella noche, Aureliano se había refugiado en la t ernura y la com prensión com pasiva
de la t at arabuela ignorada. Sent ada en el m ecedor de bej uco, ella evocaba el pasado, reconst ruía
la grandeza y el infort unio de la fam ilia y el arrasado esplendor de Macondo, m ient ras Álvaro
asust aba a los caim anes con sus carcaj adas de est répit o, y Alfonso invent aba la hist oria
t ruculent a de los alcaravanes que les sacaron los oj os a picot azos a cuat ro client es que se
port aron m al la sem ana ant erior, y Gabriel est aba en el cuart o de la m ulat a pensat iva que no
cobraba el am or con dinero, sino con cart as para un novio cont rabandist a que est aba preso al
ot ro lado del Orinoco, porque los guardias front erizos lo habían purgado y lo habían sent ado
luego en una bacinilla que quedó llena de m ierda con diam ant es. Aquel burdel verdadero, con
aquella dueña m at ernal, era el m undo con que Aureliano había soñado en su prolongado
caut iverio. Se sent ía t an bien, t an próxim o al acom pañam ient o perfect o, que no pensó en ot ro
refugio la t arde en que Am arant a Úrsula le desm igaj ó las ilusiones. Fue dispuest o a desahogarse
con palabras, a que alguien le zafara los nudos que le oprim ían el pecho, pero sólo consiguió
solt arse en un llant o fluido y cálido y reparador, en el regazo de Pilar Ternera. Ella lo dej ó
t erm inar, rascándole la cabeza con la yem a de los dedos, y sin que él le hubiera revelado que
est aba llorando de am or ella reconoció de inm ediat o el llant o m ás ant iguo de la hist oria del
hom bre.
- Bueno, niñit o - lo consoló- : ahora dim e quién es.
Cuando Aureliano se lo dij o, Pilar Ternera em it ió una risa profunda, la ant igua risa expansiva
que había t erm inado por parecer un cucurrucut eo de palom as. No había ningún m ist erio en el
corazón de un Buendía que fuera im penet rable para ella, porque un siglo de naipes y de
experiencia le había enseñado que la hist oria de la fam ilia era un engranaj e de repet iciones
irreparables, una rueda girat oria que hubiera seguido dando vuelt as hast a la et ernidad, de no
haber sido por el desgast e progresivo e irrem ediable del ej e.
- No t e preocupes - sonrió- , En cualquier lugar en que est é ahora, ella t e est á esperando.
Eran las cuat ro y m edia de la t arde, cuando Am arant a Úrsula salió del baño. Aureliano la vio
pasar frent e a su cuart o, con una bat a de pliegues t enues y una t oalla enrollada en la cabeza
com o un t urbant e. La siguió casi en punt illas, t am baleándose de la borrachera y ent ró al
dorm it orio nupcial en el m om ent o en que ella se abrió la bat a y se la volvió a cerrar espant ada.
Hizo una señal silenciosa hacia el cuart o cont iguo, cuya puert a est aba ent reabiert a, y donde
Aureliano sabia que Gast ón em pezaba a escribir una cart a.
- Vet e - dij o sin voz.
Aureliano sonrió, la levant ó por la cint ura con las des m anos, com o una m acet a de begonias, y
la t iró boca arriba en la cam a. De un t irón brut al, la despoj ó de la t única de baño ant es de que
ella t uviera t iem po de im pedirlo, y se asom ó al abism o de una desnudez recién lavada que no
t enía un m at iz de la piel, ni una vet a de vellos, ni un lunar recóndit o que él no hubiera im aginado

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Gabriel García Márquez

en las t inieblas de ot ros cuart os. Am arant a Úrsula se defendía sinceram ent e, con ast ucias de
hem bra sabia, com adrej eando el escurridizo y flexible y fragant e cuerpo de com adrej a, m ient ras
t rat aba de dest roncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin
que él ni ella em it ieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que
cont em plara el parsim onioso crepúsculo de abril por la vent ana abiert a. Era una lucha feroz, una
bat alla a m uert e, que, sin em bargo, parecía desprovist a de t oda violencia, porque est aba hecha
de agresiones dist orsionadas y evasivas espect rales, lent as, caut elosas, solem nes, de m odo que
ent re una y ot ra había t iem po para que volvieran a florecer las pet unias y Gast ón olvidara sus
sueños de aeronaut a en el cuart o vecino, com o si fueran des am ant es enem igos t rat ando de
reconciliarse en el fondo de un est anque diáfano. En el fragor del encarnizado y cerem onioso
forcej eo, Am arant a Úrsula com prendió que la m et iculosidad de su silencio era t an irracional, que
habría podido despert ar las sospechas del m arido cont iguo, m ucho m ás que los est répit os de
guerra que t rat aban de evit ar. Ent onces em pezó a reír con los labios apret ados, sin renunciar a la
lucha, pero defendiéndose con m ordiscos falsos y descom adrej eando el cuerpo poco a poco,
hast a que am bos t uvieron conciencia de ser al m ism o t iem po adversarios y cóm plices, y la brega
degeneró en un ret ozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De pront o, casi
j ugando, com o una t ravesura m ás, Am arant a Úrsula descuidó la defensa, y cuando t rat ó de
reaccionar, asust ada de lo que ella m ism a había hecho posible, ya era dem asiado t arde. Una
conm oción descom unal la inm ovilizó en su cent re de gravedad, la sem bró en su sit ie, y su
volunt ad defensiva fue dem olida por la ansiedad irresist ible de descubrir qué eran los silbos
anaranj ados y les globos invisibles que la esperaban al ot ro lado de la m uert e. Apenas t uve
t iem po de est irar la m ano y buscar a ciegas la t oalla, y m et erse una m ordaza ent re los dient es,
para que no se le salieran los chillidos de gat a que ya le est aban desgarrando las ent rañas.

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Gabriel García Márquez

XX

Pilar Ternera m urió en el m ecedor de bej uco, una noche de fiest a, vigilando la ent rada de su
paraíso. De acuerdo con su últ im a volunt ad, la ent erraron sin at aúd, sent ada en el m ecedor que
ocho hom bres baj aron con cabuyas en un hueco enorm e, excavado en el cent ro de la pist a de
baile. Las m ulat as vest idas de negro, pálidas de llant o, im provisaban oficios de t inieblas m ient ras
se quit aban los aret es, los prendedores y las sort ij as, y los iban echando en la fosa, ant es de que
la sellaran con una lápida sin nom bre ni fechas y le pusieran encim a un prom ont orio de cam elias
am azónicas. Después de envenenar a los anim ales, clausuraron puert as y vent anas con ladrillos y
argam asa, y se dispersaron por el m undo con sus baúles de m adera, t apizados por dent ro con
est am pas de sant os, crom os de revist as y ret rat os de novios efím eros, rem ot os y fant ást icos, que
cagaban diam ant es, o se com ían a los caníbales, o eran coronados reyes de baraj as en alt am ar.
Era el final. En la t um ba de Pilar Ternera, ent re salm os y abalorios de put as, se pudrían los
escom bros del pasado, los pocos que quedaban después de que el sabio cat alán rem at ó la librería
y regresó a la aldea m edit erránea donde había nacido, derrot ado por la nost algia de una
prim avera t enaz. Nadie hubiera podido present ir su decisión. Había llegado a Macondo en el
esplendor de la com pañía bananera, huyendo de una de t ant as guerras, y no se le había ocurrido
nada m ás práct ico que inst alar aquella librería de incunables y ediciones originales en varios
idiom as, que los client es casuales boj eaban con recelo, com o si fueran libros de m uladar,
m ient ras esperaban el t urno para que les int erpret aran los sueños en la casa de enfrent e. Est uvo
m edia vida en la calurosa t rast ienda, garrapat eando su escrit ura preciosist a en t int a violet a y en
hoj as que arrancaba de cuadernos escolares, sin que nadie supiera a ciencia ciert a qué era lo que
escribía. Cuando Aureliano lo conoció t enía dos caj ones llenos de aquellas páginas abigarradas
que de algún m odo hacían pensar en los pergam inos de Melquíades, y desde ent onces hast a
cuando se fue había llenado un t ercero, así que era razonable pensar que no había hecho nada
m ás durant e su perm anencia en Macondo. Las únicas personas con quienes se relacionó fueron
los cuat ro am igos, a quienes les cam bió por libros los t rom pos y las com et as, y los puso a leer a
Séneca y a Ovidio cuando t odavía est aban en la escuela prim aria. Trat aba a los clásicos con una
fam iliaridad casera, com o si t odos hubieran sido en alguna época sus com pañeros de cuart o, y
sabia m uchas cosas que sim plem ent e no se debían saber, com o que San Agust ín usaba debaj o
del hábit o un j ubón de lana que no se quit ó en cat orce años, y que Arnaldo de Vilanova, el
nigrom ant e, se volvió im pot ent e desde niño por una m ordedura de alacrán. Su fervor por la
palabra escrit a era una urdim bre de respet o solem ne e irreverencia com adrera. Ni sus propios
m anuscrit os est aban a salvo de esa dualidad. Habiendo aprendido el cat alán para t raducirlos,
Alfonso se m et ió un rollo de páginas en los bolsillos, que siem pre t enía llenos de recort es de
periódicos y m anuales de oficios raros, y una noche los perdió en la casa de las m uchachit as que
se acost aban por ham bre. Cuando el abuelo sabio se ent eró, en vez de hacerle el escándalo
t em ido com ent ó m uert o de risa que aquel era el dest ino nat ural de la lit erat ura. En cam bio, no
hubo poder hum ano capaz de persuadirlo de que no se llevara los t res caj ones cuando regresó a
su aldea nat al, y se solt ó en im properios cart agineses cont ra los inspect ores del ferrocarril que
t rat aban de m andarlos com o carga, hast a que consiguió quedarse con ellos en el vagón de
pasaj eros. «El m undo habrá acabado de j oderse - dij o ent onces- el día en que los hom bres viaj en
en prim era clase y la lit erat ura en el vagón de carga.» Eso fue lo últ im o que se le oyó decir. Había
pasado una sem ana negra con los preparat ivos finales del viaj e, porque a m edida que se apro-
xim aba la hora se le iba descom poniendo el hum or, y se le t raspapelaban las int enciones, y las
cosas que ponía en un lugar aparecían en ot ro, asediado por los m ism os duendes que at or-
m ent aban a Fernanda.
- Collons - m aldecía- . Me cago en el canon 27 del sínodo de Londres.
Germ án y Aureliano se hicieron cargo de él. Lo auxiliaron com o a un niño, le prendieron los
pasaj es y los docum ent os m igrat orios en los bolsillos con alfileres de nodriza, le hicieron una list a
porm enorizada de lo que debía hacer desde que saliera de Macondo hast a que desem barcara en
Barcelona, pero de t odos m odos echó a la basura sin darse cuent a un pant alón con la m it ad de su
dinero. La víspera del viaj e, después de clavet ear los caj ones y m et er la ropa en la m ism a m alet a

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Gabriel García Márquez

con que había llegado, frunció sus párpados de alm ej as, señaló con una especie de bendición
procaz los m ont ones de libros con los que habla sobrellevado el exilio, y dij o a sus am igos:
- ¡Ahí les dej o esa m ierda!
Tres m eses después se recibieron en un sobre grande veint inueve cart as y m ás de cincuent a
ret rat os, que se le habían acum ulado en los ocios de alt am ar. Aunque no ponía fechas, era
evident e el orden en que había escrit o las cart as. En las prim eras cont aba con su hum or habit ual
las peripecias de la t ravesía, las ganas que le dieron de echar por la borda al sobrecargo que no
le perm it ió m et er los t res caj ones en el cam arot e, la im becilidad lúcida de una señora que se
at erraba con el núm ero 13, no por superst ición sino porque le parecía un núm ero que se había
quedado sin t erm inar, y la apuest a que se ganó en la prim era cena porque reconoció en el agua
de a bordo el sabor a rem olachas noct urnas de los m anant iales de Lérida. Con el t ranscurso de
los días, sin em bargo, la realidad de a bordo le im port aba cada vez m enos, y hast a los
acont ecim ient os m ás recient es y t riviales le parecían dignos de añoranza, porque a m edida que el
barco se alej aba, la m em oria se le iba volviendo t rist e. Aquel proceso de nost algización pro-
gresiva era t am bién evident e en los ret rat os. En los prim eros parecía feliz, con su cam isa de
inválido y su m echón nevado, en el cabrilleant e oct ubre del Caribe. En los últ im os se le veía con
un abrigo oscuro y una bufanda de seda, pálido de sí m ism o y t acit urnado por la ausencia, en la
cubiert a de un barco de pesadum bre que em pezaba a sonam bular por océanos ot oñales. Germ án
y Aureliano le cont est aban las cart as. Escribió t ant as en los prim eros m eses, que se sent ían
ent onces m ás cerca de él que cuando est aba en Macondo, y casi se aliviaban de la rabia de que
se hubiera ido. Al principio m andaba a decir que t odo seguía igual, que en la casa donde nació
est aba t odavía el caracol rosado, que los arenques secos t enían el m ism o sabor en la yesca de
pan, que las cascadas de la aldea cont inuaban perfum ándose al at ardecer. Eran ot ra vez las hoj as
de cuaderno rezurcidas con garrapat it as m oradas, en las cuales dedicaba un párrafo especial a
cada uno. Sin em bargo, y aunque él m ism o no parecía advert irlo, aquellas cart as de recuperación
y est ím ulo se iban t ransform ando poco a poco en past orales de desengaño. En las noches de
invierno, m ient ras hervía la sopa en la chim enea, añoraba el calor de su t rast ienda, el zum bido
del sol en los alm endros polvorient os, el pit o del t ren en el sopor de la siest a, lo m ism o que
añoraba en Macondo la sopa de invierno en la chim enea, los pregones del vendedor de café y las
alondras fugaces de la prim avera. At urdido por dos nost algias enfrent adas com o dos espej os,
perdió su m aravilloso sent ido de la irrealidad, hast a que t erm inó por recom endarles a t odos que
se fueran de Macondo, que olvidaran cuant o él les había enseñado del m undo y del corazón
hum ano, que se cagarán en Horacio, y que en cualquier lugar en que est uvieran recordaran
siem pre que et pasado era m ent ira, que la m em oria no t enía cam inos de regreso, que t oda la
prim avera ant igua era irrecuperable, y que el am or m ás desat inado y t enaz era de t odos m odos
una verdad efím era.
Álvaro fue el prim ero que at endió el consej o de abandonar a Macondo. Lo vendió t odo, hast a el
t igre caut ivo que se burlaba de los t ranseúnt es en el pat io de su casa, y com pró un pasaj e et erno
en un t ren que nunca acababa de viaj ar. En las t arj et as post ales que m andaba desde las
est aciones int erm edias, describía a grit os las im ágenes inst ant áneas que había vist o por la
vent anilla del vagón, y era com o ir haciendo t rizas y t irando al olvido el largo poem a de la
fugacidad: los negros quim éricos en los algodonales de la Luisiana, los caballos alados en la
hierba azul de Kent ucky, los am ant es griegos en el crepúsculo infernal de Arizona, la m uchacha
de suét er roj o que pint aba acuarelas en los lagos de Michigan, y que le hizo con los pinceles un
adiós que no era de despedida sino de esperanza, porque ignoraba que est aba viendo pasar un
t ren sin regreso. Luego se fueron Alfonso y Germ án, un sábado, con la idea de regresar el lunes,
y nunca se volvió a saber de ellos. Un año después de la part ida del sabio cat alán, el único que
quedaba en Macondo era Gabriel, t odavía al garet e, a m erced de la azarosa caridad de
Nigrom ant a, y cont est ando los cuest ionarios del concurso de una revist a francesa, cuyo prem io
m ayor era un viaj e a París. Aureliano, que era quien recibía la suscripción, lo ayudaba a llenar los
form ularios, a veces en su casa, y casi siem pre ent re los pom os de loza y el aire de valeriana de
la única bot ica que quedaba en Macondo, donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel. Era
lo últ im o que iba quedando de un pasado cuyo aniquilam ient o no se consum aba, porque seguía
aniquilándose indefinidam ent e, consum iéndose dent ro de sí m ism o, acabándose a cada m inut o
pero sin acabar de acabarse j am ás. El pueblo había llegado a t ales ext rem os de inact ividad, que
cuando Gabriel ganó el concurso y se fue a París con dos m udas de ropa, un par de zapat os y las
obras com plet as de Rabelais, t uvo que hacer señas al m aquinist a para que el t ren se det uviera a

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Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

recogerlo. La ant igua calle de los Turcos era ent onces un rincón de abandono, donde los últ im os
árabes se dej aban llevar hacia la m uert e por la cost um bre m ilenaria de sent arse en la puert a,
aunque hacia m uchos años que habían vendido la últ im a yarda de diagonal, y en las vit rinas
som brías solam ent e quedaban los m aniquíes decapit ados. La ciudad de la com pañía bananera,
que t al vez Pat ricia Brown t rat aba de evocar para sus niet os en las noches de int olerancia y
pepinos en vinagre de Prat t ville, Alabam a, era una llanura de hierba silvest re. El cura anciano que
había sust it uido al padre Ángel, y cuyo nom bre nadie se t om ó el t rabaj o de averiguar, esperaba
la piedad de Dios t endido a la bart ola en una ham aca, at orm ent ado por la art rit is y el insom nio de
la duda, m ient ras los lagart os y las rat as se disput aban la herencia del t em plo vecino. En aquel
Macondo olvidado hast a por los páj aros, donde el polvo y el calor se habían hecho t an t enaces
que cost aba t rabaj o respirar, recluidos por la soledad y el am or y por la soledad del am or en una
casa donde era casi im posible dorm ir por el est ruendo de las horm igas coloradas, Aureliano y
Am arant a Úrsula eran los únicos seres felices, y los m ás felices sobre la t ierra.
Gast ón había vuelt o a Bruselas. Cansado de esperar el aeroplano, un día m et ió en una m alet it a
las cosas indispensables y su archivo de correspondencia y se fue con el propósit o de regresar
por el aire, ant es de que sus privilegios fueran cedidos a un grupo de aviadores alem anes que
habían present ado a las aut oridades provinciales un proyect o m ás am bicioso que el suyo. Desde
la t arde del prim er am or, Aureliano y Am arant a Úrsula habían seguido aprovechando los escasos
descuidos del esposo, am ándose con ardores am ordazados en encuent ros azarosos y casi siem pre
int errum pidos por regresos im previst os. Pero cuando se vieron solos en la casa sucum bieron en el
delirio de los am ores at rasados. Era una pasión insensat a, desquiciant e, que hacía t em blar de
pavor en su t um ba a los huesos de Fernanda, y los m ant enía en un est ado de exalt ación per-
pet ua. Los chillidos de Am arant a Úrsula, sus canciones agónicas, est allaban lo m ism o a las dos de
la t arde en la m esa del com edor, que a las dos de la m adrugada en el granero. «Lo que m ás m e
duele - reía- es t ant o t iem po que perdim os.» En el at urdim ient o de la pasión, vio las horm igas
devast ando el j ardín, saciando su ham bre prehist órica en las m aderas de la casa, y vio el t orrent e
de lava viva apoderándose ot ra vez del corredor, pero solam ent e se preocupó de com bat irlo
cuando lo encont ró en su dorm it orio. Aureliano abandonó los pergam inos, no volvió a salir de la
casa, y cont est aba de cualquier m odo las cart as del sabio cat alán. Perdieron el sent ido de la
realidad, la noción del t iem po, el rit m o de los hábit os cot idianos. Volvieron a cerrar puert as y
vent anas para no dem orarse en t rám it es de desnudam ient os, y andaban por la casa com o
siem pre quiso est ar Rem edios, la bella, y se revolcaban en cueros en los barrizales del pat io, y
una t arde est uvieron a punt o de ahogarse cuando se am aban en la alberca. En poco t iem po
hicieron m ás est ragos que las horm igas coloradas: dest rozaron los m uebles de la sala, rasgaron
con sus locuras la ham aca que había resist ido a los t rist es am ores de cam pam ent o del coronel
Aureliano Buendía, y dest riparon los colchones y los vaciaron en los pisos para sofocarse en
t em pest ades de algodón. Aunque Aureliano era un am ant e t an feroz com o su rival, era Am arant a
Úrsula quien com andaba con su ingenio disparat ado y su voracidad lírica aquel paraíso de
desast res, com o si hubiera concent rado en el am or la indóm it a energía que la t at arabuela
consagró a la fabricación de anim alit os de caram elo. Adem ás, m ient ras ella cant aba de placer y
se m oría de risa de sus propias invenciones, Aureliano se iba haciendo m ás absort o y callado,
porque su pasión era ensim ism ada y calcinant e. Sin em bargo, am bos llegaron a t ales ext rem os
de virt uosism o, que cuando se agot aban en la exalt ación le sacaban m ej or part ido al cansancio.
Se ent regaron a la idolat ría de sus cuerpos, al descubrir que los t edios del am or t enían
posibilidades inexploradas, m ucho m ás ricas que las del deseo. Mient ras él am asaba con claras de
huevo los senos eréct iles de Am arant a Úrsula, o suavizaba con m ant eca de coco sus m uslos
elást icos y su vient re aduraznado, ella j ugaba a las m uñecas con la port ent osa criat ura de
Aureliano, y le pint aba oj os de payaso con carm ín de labios y bigot es de t urco con carboncillo de
las cej as, y le ponía corbat ines de organza y som brerit os de papel plat eado. Una noche se
em badurnaron de pies a cabeza con m elocot ones en alm íbar, se lam ieron com o perros y se
am aron com o locos en el piso del corredor, y fueron despert ados por un t orrent e de horm igas
carniceras que se disponían a devorarlos vivos.
En las pausas del delirio Am arant a Úrsula cont est aba las cart as de Gast ón. Lo sent ía t an
dist ant e y ocupado, que su regreso le parecía im posible. En una de las prim eras cart as él cont ó
que en realidad sus socios habían m andado el aeroplano, pero que una agencia m arít im a de
Bruselas lo había em barcado por error con dest ino a Tanganyika, donde se lo ent regaron a la
dispersa com unidad de los Makondos. Aquella confusión ocasionó t ant os cont rat iem pos que

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solam ent e la recuperación del aeroplano podía t ardar dos años. Así que Am arant a Úrsula descart ó
la posibilidad de un regreso inoport uno. Aureliano, por su part e, no t enía m ás cont act o con el
m undo que las cart as del sabio cat alán, y las not icias que recibía de Gabriel a t ravés de
Mercedes, la bot icaria silenciosa. Al principio eran cont act os reales. Gabriel se había hecho
reem bolsar el pasaj e de regreso para quedarse en París, vendiendo los periódicos at rasados y las
bot ellas vacías que las cam areras sacaban de un hot el lúgubre de la calle Dauphine. Aureliano
podía im aginarlo ent onces con un suét er de cuello alt o que sólo se quit aba cuando las t errazas de
Mont parnasse se llenaban de enam orados prim averales, y durm iendo de día y escribiendo de
noche para confundir el ham bre, en el cuart o oloroso a espum a de coliflores hervidas donde había
de m orir Rocam adour. Sin em bargo, sus not icias se fueron haciendo poco a poco t an inciert as, y
t an esporádicas y m elancólicas las cart as del sabio, que Aureliano se acost um bró a pensar en
ellos com o Am arant a Úrsula pensaba en su m arido, y am bos quedaron flot ando en un universo
vacío, donde la única realidad cot idiana y et erna era el am or.
De pront o, com o un est am pido en aquel m undo de inconsciencia feliz, llegó la not icia del
regreso de Gast ón. Aureliano y Am arant a Úrsula abrieron lo oj os, sondearon sus alm as, se
m iraron a la cara con la m ano en el corazón, y com prendieron que est aban t an ident ificados que
preferían la m uert e a la separación. Ent onces ella le escribió al m arido una cart a de verdades
cont radict orias, en la que le reit eraba su am or y sus ansias de volver a verlo, al m ism o t iem po
que adm it ía com o un designio fat al la im posibilidad de vivir sin Aureliano. Al cont rario de lo que
am bos esperaban, Gast ón les m andó una respuest a t ranquila, casi pat ernal, con dos hoj as
ent eras consagradas a prevenirlos cont ra las veleidades de la pasión, y un párrafo final con vot os
inequívocos por que fueran t an felices com o él lo fue en su breve experiencia conyugal. Era una
act it ud t an im previst a, que Am arant a Úrsula se sint ió hum illada con la idea de haber
proporcionado al m arido el pret ext o que él deseaba para abandonarla a su suert e. El rencor se le
agravó seis m eses después, cuando Gast ón volvió a escribirle desde Leopoldville, donde por fin
había recibido el aeroplano, sólo para pedir que le m andaran el velocípedo, que de t odo lo que
había dej ado en Macondo era lo único que t enía para él un valor sent im ent al. Aureliano sobrellevó
con paciencia el despecho de Am arant a Úrsula, se esforzó por dem ost rarle que podía ser t an
buen m arido en la bonanza com o en la adversidad, y las urgencias cot idianas que los asediaban
cuando se les acabaron los últ im os dineros de Gast ón crearon ent re ellos un vínculo de
solidaridad que no era t an deslum brant e y capit oso com o la pasión, pero que les sirvió para
am arse t ant o y ser t an felices com o en los t iem pos alborot ados de la salacidad. Cuando m urió
Pilar Ternera est aban esperando un hij o.
En el sopor del em barazo, Am arant a Úrsula t rat ó de est ablecer una indust ria de collares de
vért ebras de pescados. Pero a excepción de Mercedes, que le com pró una docena, no encont ró a
quién vendérselos. Aureliano t uvo conciencia por prim era vez de que su don de lenguas, su
sabiduría enciclopédica, su rara facult ad de recordar sin conocerlos los porm enores de hechos y
lugares rem ot os, eran t an inút iles com o el cofre de pedrería legít im a de su m uj er, que ent onces
debía valer t ant o com o t odo el dinero de que hubieran podido disponer, j unt os, los últ im os
habit ant es de Macondo. Sobrevivían de m ilagro. Aunque Am arant a Úrsula no perdía el buen
hum or, ni su ingenio para las t ravesuras erót icas, adquirió la cost um bre de sent arse en el
corredor después del alm uerzo, en una especie de siest a insom ne y pensat iva. Aureliano la
acom pañaba. A veces perm anecían en silencio hast a el anochecer, el uno frent e a la ot ra,
m irándose a los oj os, am ándose en el sosiego con t ant o am or com o ant es se am aron en el
escándalo. La incert idum bre del fut uro les hizo volver el corazón hacia el pasado. Se vieron a sí
m ism os en el paraíso perdido del diluvio, chapaleando en los pant anos del pat io, m at ando
lagart ij as para colgárselas a Úrsula, j ugando a ent errarla viva, y aquellas evocaciones les
revelaron la verdad de que habían sido felices j unt os desde que t enían m em oria. Profundizando
en el pasado, Am arant a Úrsula recordó la t arde en que ent ró al t aller de plat ería y su m adre le
cont ó que el pequeño Aureliano no era hij o de nadie porque había sido encont rado flot ando en
una canast illa. Aunque la versión les pareció inverosím il, carecían de inform ación para sust it uirla
por la verdadera. De lo único que est aban seguros, después de exam inar t odas las posibilidades,
era de que Fernanda no fue la m adre de Aureliano. Am arant a Úrsula se inclinó a creer que era
hij o de Pet ra Cot es, de quien sólo recordaba fábulas de infam ia, y aquella suposición les produj o
en el alm a una t orcedura de horror.
At orm ent ado por la cert idum bre de que era herm ano de su m uj er, Aureliano se dio una
escapada a la casa cural para buscar en los archivos rezum ant es y apolillados alguna pist a ciert a

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de su filiación. La part ida de baut ism o m ás ant igua que encont ró fue la de Am arant a Buendía,
baut izada en la adolescencia por el padre Nicanor Reyna, por la época en que ést e andaba
t rat ando de probar la exist encia de Dios m ediant e art ificios de chocolat e. Llegó a ilusionarse con
la posibilidad de ser uno de los diecisiet e Aurelianos, cuyas part idas de nacim ient o rast reó a
t ravés de cuat ro t om os, pero las fechas de baut ism o eran dem asiado rem ot as para su edad.
Viéndolo ext raviado en laberint os de sangre, t rém ulo de incert idum bre, el párroco art rít ico que lo
observaba desde la ham aca le pregunt ó com pasivam ent e cuál era su nom bre.
- Aureliano Buendía - dij o él.
- Ent onces no t e m at es buscando - exclam ó el párroco con una convicción t erm inant e- . Hace
m uchos años hubo aquí una calle que se llam aba así, y por esos ent onces la gent e t enía la
cost um bre de ponerles a los hij os los nom bres de las calles.
Aureliano t em bló de rabia.
- ¡Ah! - dij o- , ent onces ust ed t am poco cree.
- ¿En qué?
- Que el coronel Aureliano Buendía hizo t reint a y dos guerras civiles y las perdió t odas -
cont est ó Aureliano- . Que el ej ércit o acorraló y am et ralló a t res m il t rabaj adores, y que se llevaron
los cadáveres para echarlos al m ar en un t ren de doscient os vagones.
El párroco lo m idió con una m irada de lást im a.
- Ay, hij o suspiró- . A m i m e bast aría con est ar seguro de que t ú y yo exist im os en est e
m om ent o.
De m odo que Aureliano y Am arant a Úrsula acept aron la versión de la canast illa, no porque la
creyeran, sino porque los ponía a salvo de sus t errores. A m edida que avanzaba el em barazo se
iban convirt iendo en un ser único, se int egraban cada vez m ás en la soledad de una casa a la que
sólo le hacía falt a un últ im o soplo para derrum barse. Se habían reducido a un espacio esencial,
desde el dorm it orio de Fernanda, donde vislum braron los encant os del am or sedent ario, hast a el
principio del corredor, donde Am arant a Úrsula se sent aba a t ej er bot it as y som brerit os de recién
nacido, y Aureliano a cont est ar las cart as ocasionales del sabio cat alán. El rest o de la casa se
rindió al asedio t enaz de la dest rucción. El t aller de plat ería, el cuart o de Melquíades, los reinos
prim it ivos y silenciosos de Sant a Sofía de la Piedad quedaron en el fondo de una selva dom ést ica
que nadie hubiera t enido la t em eridad de desent rañar. Cercados por la voracidad de la
nat uraleza, Aureliano y Am arant a Úrsula seguían cult ivando el orégano y las begonias y
defendían su m undo con dem arcaciones de cal, const ruyendo las últ im as t rincheras de la guerra
inm em orial ent re el hom bre y las horm igas. El cabello largo y descuidado, los m oret ones que le
am anecían en la cara, la hinchazón de las piernas, la deform ación del ant iguo y am oroso cuerpo
de com adrej a, le habían cam biado a Am arant a Úrsula la apariencia j uvenil de cuando llegó a la
casa con la j aula de canarios desafort unados y el esposo caut ivo, pero no le alt eraron la vivacidad
del espírit u. «Mierda - solía reír- . Quién hubiera pensado que de veras íbam os a t erm inar viviendo
com o ant ropófagos! » El últ im o hilo que los vinculaba con el m undo se rom pió en el sext o m es del
em barazo, cuando recibieron una cart a que evident em ent e no era del sabio cat alán. Había sido
franqueada en Barcelona, pero la cubiert a est aba escrit a con t int a azul convencional por una ca-
ligrafía adm inist rat iva, y t enía el aspect o inocent e e im personal de los recados enem igos.
Aureliano se la arrebat ó de las m anos a Am arant a Úrsula cuando se disponía a abrirla.
- Ést a no - le dij o- . No quiero saber lo que dice.
Tal com o él lo present ía, el sabio cat alán no volvió a escribir.
La cart a aj ena, que nadie leyó, quedó a m erced de las polillas en la repisa donde Fernanda
olvidó alguna vez su anillo m at rim onial, y allí siguió consum iéndose en el fuego int erior de su
m ala not icia, m ient ras los am ant es solit arios navegaban cont ra la corrient e de aquellos t iem pos
de post rim erías, t iem pos im penit ent es y aciagos, que se desgast aban en el em peño inút il de
hacerlos derivar hacia el desiert o del desencant o y el olvido. Conscient es de aquella am enaza,
Aureliano y Am arant a Úrsula pasaron los últ im os m eses t om ados de la m ano, t erm inando con
am ores de lealt ad el hij o em pezado con desafueros de fornicación. De noche, abrazados en la
cam a, no los am edrent aban las explosiones sublunares de las horm igas, ni el fragor de las
polillas, ni el silbido const ant e y nít ido del crecim ient o de la m aleza en los cuart os vecinos.
Muchas veces fueron despert ados por el t ráfago de los m uert os. Oyeron a Úrsula peleando con
las leyes de la creación para preservar la est irpe, y a José Arcadio Buendía buscando la verdad
quim érica de los grandes invent os, y a Fernanda rezando y al coronel Aureliano Buendía
em brut eciéndose con engaños de guerras y pescadit os de oro, y a Aureliano Segundo agonizando

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Gabriel García Márquez

de soledad en el at urdim ient o de las parrandas, y ent onces aprendieron que las obsesiones
dom inant es prevalecen cont ra la m uert e, y volvieron a ser felices con la cert idum bre de que ellos
seguirían am ándose con sus nat uralezas de aparecidos, m ucho después de que ot ras especies de
anim ales fut uros les arrebat aran a los insect os el paraíso de m iseria que los insect os est aban
acabando de arrebat arles a los hom bres.
Un dom ingo, a las seis de la t arde, Am arant a Úrsula sint ió los aprem ios del part o. La sonrient e
com adrona de las m uchachit as que se acost aban por ham bre la hizo subir en la m esa del
com edor, se le acaballó en el vient re, y la m alt rat ó con galopes cerriles hast a que sus grit os
fueron acallados por los berridos de un varón form idable. A t ravés de las lágrim as, Am arant a
Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, m acizo y volunt arioso com o los José Arcadios, con
los oj os abiert os y clarivident es de los Aurelianos, y predispuest o para em pezar la est irpe ot ra
vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solit aria, porque era el
único en un siglo que había sido engendrado con am or.
- Es t odo un ant ropófago - dij o- . Se llam ará Rodrigo.
- No - la cont radij o su m arido- . Se llam ará Aureliano y ganará t reint a y dos guerras.
Después de cort arle el om bligo, la com adrona se puso a quit arle con un t rapo el ungüent o azul
que le cubría el cuerpo, alum brada por Aureliano con una lám para. Sólo cuando lo volt earon boca
abaj o se dieron cuent a de que t enía algo m ás que el rest o de los hom bres, y se inclinaron para
exam inarlo. Era una cola de cerdo.
No se alarm aron. Aureliano y Am arant a Úrsula no conocían el precedent e fam iliar, ni
recordaban las pavorosas adm oniciones de Úrsula, y la com adrona acabó de t ranquilizarlos con la
suposición de que aquella cola inút il podía cort arse cuando el niño m udara los dient es. Luego no
t uvieron ocasión de volver a pensar en eso, porque Am arant a Úrsula se desangraba en un
m anant ial incont enible. Trat aron de socorrerla con apósit os de t elaraña y apelm azam ient os de
ceniza, pero era com o querer cegar un surt idor con las m anos. En las prim eras horas, ella hacía
esfuerzos por conservar el buen hum or. Le t om aba la m ano al asust ado Aureliano, y le suplicaba
que no se preocupara, que la gent e com o ella no est aba hecha para m orirse cont ra la volunt ad, y
se revent aba de risa con los recursos t ruculent os de la com adrona. Pero a m edida que a
Aureliano lo abandonaban las esperanzas, ella se iba haciendo m enos visible, com o si la
est uvieran borrando de la luz, hast a que se hundió en el sopor. Al am anecer del lunes llevaron
una m uj er que rezó j unt o a su cam a oraciones de caut erio, infalibles en hom bres y anim ales,
pero la sangre apasionada de Am arant a Úrsula era insensible a t odo art ificio dist int o del am or. En
la t arde, después de veint icuat ro horas de desesperación, supieron que est aba m uert a porque el
caudal se agot ó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la cara se le desvanecieron
en una aurora de alabast ro, y volvió a sonreír.
Aureliano no com prendió hast a ent onces cuánt o quena a sus am igos, cuánt a falt a le hacían, y
cuánt o hubiera dado por est ar con ellos en aquel m om ent o. Puso al niño en la canast illa que su
m adre le había preparado, le t apó la cara al cadáver con una m ant a, y vagó sin rum bo por el
pueblo desiert o, buscando un desfiladero de regreso al pasado. Llam ó a la puert a de la bot ica,
donde no había est ado en los últ im os t iem pos, y lo que encont ró fue un t aller de carpint ería. La
anciana que le abrió la puert a con una lám para en la m ano se com padeció de su desvarío, e
insist ió en que no, que allí no había habido nunca una bot ica, ni había conocido j am ás una m uj er
de cuello esbelt o. y oj os adorm ecidos que se llam ara Mercedes. Lloró con la frent e apoyada en la
puert a de la ant igua librería del sabio cat alán, conscient e de que est aba pagando los llant os
at rasados de una m uert e que no quiso llorar a t iem po para no rom per los hechizos del am or. Se
rom pió los puños cont ra los m uros de argam asa de El Niño de Oro, clam ando por Pilar Ternera,
indiferent e a los lum inosos discos anaranj ados que cruzaban por el cielo, y que t ant as veces
había cont em plado con una fascinación pueril, en noches de fiest a, desde el pat io de los
alcaravanes. En el últ im o salón abiert o del desm ant elado barrio de t olerancia un conj unt o de
acordeones t ocaba los cant os de Rafael Escalona, el sobrino del obispo, heredero de los secret os
de Francisco el Hom bre. El cant inero, que t enía un brazo seco y com o achicharrado por haberlo
levant ado cont ra su m adre, invit ó a Aureliano a t om arse una bot ella de aguardient e, y Aureliano
lo invit ó a ot ra. El cant inero le habló de la desgracia de su brazo. Aureliano le habló de la
desgracia de su corazón, seco y com o achicharrado por haberlo levant ado cont ra su herm ana.
Term inaron llorando j unt os y Aureliano sint ió por un m om ent o que el dolor había t erm inado. Pero
cuando volvió a quedar solo en la últ im a m adrugada de Macondo, se abrió de brazos en la m it ad
de la plaza, dispuest o a despert ar al m undo ent ero, y grit ó con t oda su alm a:

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Gabriel García Márquez

- ¡Los am igos son unos hij os de put a!


Nigrom ant a lo rescat ó de un charco de vóm it o y de lágrim as. Lo llevó a su cuart o, lo lim pió, le
hizo t om ar una t aza de caldo. Creyendo que eso lo consolaba, t achó con una raya de carbón los
incont ables am ores que él seguía debiéndole, y evocó volunt ariam ent e sus t rist ezas m ás
solit arias para no dej arlo solo en el llant o. Al am anecer, después de un sueño t orpe y breve,
Aureliano recobró la conciencia de su dolor de cabeza. Abrió los oj os y se acordó del niño.
No lo encont ró en la canast illa. Al prim er im pact o experim ent ó una deflagración de alegría,
creyendo que Am arant a Úrsula había despert ado de la m uert e para ocuparse del niño. Pero el
cadáver era un prom ont orio de piedras baj o la m ant a. Conscient e de que al llegar había
encont rado abiert a la puert a del dorm it orio, Aureliano at ravesó el corredor sat urado por los
suspiros m at inales del orégano, y se asom ó al com edor, donde est aban t odavía los escom bros del
part o: la olla grande, las sábanas ensangrent adas, los t iest os de ceniza, y el ret orcido om bligo del
niño en un pañal abiert o sobre la m esa, j unt o a las t ij eras y el sedal. La idea de que la
com adrona había vuelt o por el niño en el curso de la noche le proporcionó una pausa de sosiego
para pensar. Se derrum bó en el m ecedor, el m ism o en que se sent ó Rebeca en los t iem pos
originales de la casa para dict ar lecciones de bordado, y en el que Am arant a j ugaba dam as chinas
con el coronel Gerineldo Márquez, y en el que Am arant a Úrsula cosía la ropit a del niño, y en aquel
relám pago de lucidez t uvo conciencia de que era incapaz de resist ir sobre su alm a el peso
abrum ador de t ant o pasado. Herido por las lanzas m ort ales de las nost algias propias y aj enas,
adm iró la im pavidez de la t elaraña en los rosales m uert os, la perseverancia de la cizaña, la
paciencia del aire en el radiant e am anecer de febrero. Y ent onces vio al niño. Era un pellej o
hinchado y reseco que t odas las horm igas del m undo iban arrast rando t rabaj osam ent e hacia sus
m adrigueras por el sendero de piedras del j ardín. Aureliano no pudo m overse. No porque lo
hubiera paralizado el est upor, sino porque en aquel inst ant e prodigioso se le revelaron las claves
definit ivas de Melquíades, y vio el epígrafe de los pergam inos perfect am ent e ordenado en el
t iem po y el espacio de los hom bres: El prim ero de lo est irpe est á am arrado en un árbol y al
últ im o se lo est án com iendo las horm igas.
Aureliano no había sido m ás lúcido en ningún act o de su vida que cuando olvidó sus m uert os y
el dolor de sus m uert os, y volvió a clavar las puert as y las vent anas con las crucet as de Fernanda
para no dej arse pert urbar por ninguna t ent ación del m undo, porque ent onces sabía que en los
pergam inos de Melquíades est aba escrit o su dest ino. Los encont ró int act os, ent re las plant as
prehist óricas y los charcos hum eant es y los insect os lum inosos que habían dest errado del cuart o
t odo vest igio del paso de los hom bres por la t ierra, y no t uvo serenidad para sacarlos a la luz,
sino que allí m ism o, de pie, sin la m enor dificult ad, com o si hubieran est ado escrit os en cast ellano
baj o el resplandor deslum brant e del m ediodía, em pezó a descifrarlos en voz alt a. Era la hist oria
de la fam ilia escrit a por Melquíades hast a en sus det alles m ás t riviales, con cien años de ant ici-
pación. La había redact ado en sánscrit o, que era su lengua m at erna, y había cifrado los versos
pares con la clave privada del em perador August o, y los im pares con claves m ilit ares lace-
dem onias. La prot ección final, que Aureliano em pezaba a vislum brar cuando se dej ó confundir por
el am or de Am arant a Úrsula, radicaba en que Melquíades no había ordenado los hechos en el
t iem po convencional de los hom bres, sino que concent ró un siglo de episodios cot idianos, de
m odo que t odos coexist ieran en un inst ant e. Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz alt a,
sin salt os, las encíclicas cant adas que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran
en realidad las predicciones de su ej ecución, y encont ró anunciado el nacim ient o de la m uj er m ás
bella del m undo que est aba subiendo al cielo en cuerpo y alm a, y conoció el origen de dos
gem elos póst um os que renunciaban a descifrar los pergam inos, no sólo por incapacidad e
inconst ancia, sino porque sus t ent at ivas eran prem at uras. En est e punt o, im pacient e por conocer
su propio origen, Aureliano dio un salt o. Ent onces em pezó el vient o, t ibio, incipient e, lleno de
voces del pasado, de m urm ullos de geranios ant iguos, de suspiros de desengaños ant eriores a las
nost algias m ás t enaces. No lo advirt ió porque en aquel m om ent o est aba descubriendo los
prim eros indicios de su ser, en un abuelo concupiscent e que se dej aba arrast rar por la frivolidad a
t ravés de un páram o alucinado, en busca de una m uj er herm osa a quien no haría feliz. Aureliano
lo reconoció, persiguió los cam inos ocult os de su descendencia, y encont ró el inst ant e de su
propia concepción ent re los alacranes y las m ariposas am arillas de un baño crepuscular, donde un
m enest ral saciaba su luj uria con una m uj er que se le ent regaba por rebeldía. Est aba t an absort o,
que no sint ió t am poco la segunda arrem et ida del vient o, cuya pot encia ciclónica arrancó de los
quicios las puert as y las vent anas, descuaj ó el t echo de la galería orient al y desarraigó los

171
Ci en años de sol edad
Gabriel García Márquez

cim ient os. Sólo ent onces descubrió que Am arant a Úrsula no era su herm ana, sino su t ía, y que
Francis Drake había asalt ado a Riohacha solam ent e para que ellos pudieran buscarse por los
laberint os m ás int rincados de la sangre, hast a engendrar el anim al m it ológico que había de poner
t érm ino a la est irpe. Macondo era ya un pavoroso rem olino de polvo y escom bros cent rifugado
por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano salt ó once páginas para no perder el t iem po en
hechos dem asiado conocidos, y em pezó a descifrar el inst ant e que est aba viviendo, descifrándolo
a m edida que lo vivía, profet izándose a sí m ism o en el act o de descifrar la últ im a página de los
pergam inos, com o si se est uviera viendo en un espej o hablado Ent onces dio ot ro salt o para
ant iciparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunst ancias de su m uert e. Sin
em bargo, ant es de llegar al verso final ya había com prendido que no saldría j am ás de ese cuart o,
pues est aba previst o que la ciudad de los espej os ( o los espej ism os) sería arrasada por el vient o
y dest errada de la m em oria de los hom bres en el inst ant e en que Aureliano Babilonia acabara de
descifrar los pergam inos, y que t odo lo escrit o en ellos era irrepet ible desde siem pre y para
siem pre porque las est irpes condenadas a cien años de soledad no t enían una segunda
oport unidad sobre la t ierra.

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I .......................................................................................................................................3
II .................................................................................................................................... 10
III ................................................................................................................................... 18
IV ................................................................................................................................... 27
V .................................................................................................................................... 35
VI ................................................................................................................................... 45
VII .................................................................................................................................. 52
VIII ................................................................................................................................. 60
IX ................................................................................................................................... 68
X .................................................................................................................................... 76
XI ................................................................................................................................... 85
XII .................................................................................................................................. 93
XIII ............................................................................................................................... 102
XIV ............................................................................................................................... 111
XV ................................................................................................................................ 121
XVI............................................................................................................................... 130
XVII.............................................................................................................................. 138
XVIII............................................................................................................................. 147
XIX............................................................................................................................... 156
XX ................................................................................................................................ 165

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