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Cohen Marcelo - Insomnio

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INSOMNIO

MARCELO COHEN

INSOMNIO

Muchnik Editores
© 1986, Marcelo Cohén
© 1986 by Muchnik Editores,
General Mitre 162, 08006 - Barcelona

ISBN: 84-85501-98-5
Depósito legal: B. 43.834 - 1985

Impreso en España - Printed in Spain


«Se empieza a saber
que sólo sirven las lámparas
que congregan a las sombras.»
Jorge Teillier
H abía estado soñando con estepas en llamas, con asechan­
zas, con un centinela que reclamaba salvoconductos para
abrir el paso a un acantilado cóncavo donde el embate de
las olas transformaba el incendio en humo líquido. Cuando
abrió los ojos, sin embargo, sólo volvió a encontrar el óxido
de las torres de petróleo contra el cielo aterido de la Pa-
tagonia. Le hubiera gustado saber si al fin le habían permi­
tido conocer el rumor de la espuma, pero en los últimos
tiempos siempre salía de los sueños por los poros y dejaba
la puerta cerrada. No había lugar a apelaciones, mucho
menos cuando se dormía en un escorzo escabroso y el frío,
los calambres, la alarma del trabajo postergado lo obligaban
a demorarse en la orilla de lo material. Como desde una
gabarra sin ancla contemplo la mole negra y lustrosa del
hotel Lobería, las veintidós hileras de persianas, muchas
de ellas atascadas, y el resplandor que las falsas vigas de
bronce desviaban hasta las ventanas rotas del banco Sinardi.
El edificio del hotel era una impostura funcional; tal vez
por eso en la penumbra rosada del anochecer, bajo un velo
de óxidos y hollín, se fue dilatando hasta convertir las
aristas en febles arcos de barro. Ezequiel, como si el día
estuviese desvaneciéndose con discreción, dejando tarjeta
de visita, hizo un esfuerzo por recordar qué edad tenía.
El edificio recobró la rigidez. Él pensó que si aún podía
detener la disolución de ese inmenso prisma no estaba
obligado a embarcarse en balances. Doce años antes, quince
o veinte a lo mejor, había sido una suerte de notario pro­
metedor, también bibliotecario, amante compulsivo del exis-
tencialismo. Ahora era uno de los dos afiebrados que la
gente perseguía para que escribieran todo lo que en la
ciudad merecía papel: peticiones a consulados, demandas
a vecinos, discursos de despedida, convocatorias parroquia­
les, recetas, folletos. Hasta cartas de amor de prostáticos
vergonzosos, había escrito. Y para hacer tanto tiempo que
vegetaba en Krámer, le parecía que en realidad había ma­
nejado su destino con apreciable elegancia. Ni abulia, ni
urgencias, ni memoria fastidiosa ni miedo a los sustos.
Todo se soluciona con una sacudida rápida, como cuando
un perro sale del agua bajo una luna de cal. En todo caso
las mismas ganas de irse, mitigadas a veces, por sorpresa,
por el odio a los camanduleos que lo obligaban a esperar.
Casi rozándole los párpados, un grupo de sudafricanos pasó
trotando en ropa de jogging. Pese a ser rubios y macizos,
incluso atrevidos, no habían tenido más remedio que alqui­
larse como anuncios ambulantes: todos llevaban en el pecho
y la espalda fulgurantes estampas de cigarrillos y carteles
que decían m a g i s t r a l e s , e l h u m o d e l p r e s e n t e , uno de
los muchos slogans inventados por la codicia de Carmelo II-
debrandi. Circulaban por el crepúsculo, los sudafricanos, con
una pesarosa prestancia, y de lejos parecían héroes de fosfato.
Todos menos el último, más bajito, que llevaba las zapatillas
desatadas y en cualquier momento iba a tropezar.

Sin despegarse del banco, las solapas del tabardo levan­


tadas, se incorporó lo suficiente para otear la perspectiva
desolada de la plaza. Aunque hiciera años que no lo veía,
aunque la ciudad lo tuviera vedado, el mar estaba cerca y
a esa hora exhalaba un olor a sebo y a crustáceos; trenzado
en el viento, llegaba para impregnar las panzas de los cables
telegráficos. ¿Para qué quiero este olor? ¿A qué viene esta
vista? Ezequiel saludó con un movimiento de cabeza al ges­
tor que ocupaba todo el tercer piso de su edificio. Siempre
se olvidaba de que era miope. Hizo lo posible por no volver
a dormirse. No supo si no se durmió. Sobre el verde angos­
to de los parches de gramilla, entre oficinistas con sobretodo
y pinches de hotel, diez o doce soldados norteamericanos
jugaban al fútbol con una lata de cerveza Heinecken. Esta­
ban de licencia, o podía que su misión consistiera en estar
de licencia en la ciudad. Había tan poca luz que cuando la
lata salía despedida a la explanada de concreto, al borde
de la Alcaldía, los pozos de la noche se la tragaban y los
jugadores parecían acariciar el aire como bailarinas indis­
ciplinadas. Del otro lado, medio ocultos por el bronce del
monumento a Krámer, varios muchachos y una chica enfun­
dados en cuero de los talones al cuello compartían un
cigarrillo king-size. Y en la vereda opuesta, bajo la mar­
quesina tuerta del hotel, empezaba la hilera de vendedores
ambulantes, un cónclave abierto y silencioso que se exten­
día ante la fachada de Nuestra Señora del Golfo como es­
perando que el campanario en forma de satélite empezara
a escupir una horda de clientes. Salvo el guarda destacado
para custodiarlos desde una cabina translúcida y el dueño
del restaurante El Ñandú, que probablemente les tenía mie­
do, nadie les llevaba el apunte. A la izquierda del restau­
rante había habido un baldío sembrado de cardos y pilares;
algunos todavía esperaban verlo convertido en un centro
cultural, pero seguía siendo otra cosa: nada más que el
potrero donde un grupo de comerciantes portugueses, hijos
de colonos expulsados de África, había reunido impoten­
cias para levantar un parque de diversiones con un látigo,
una vuelta al mundo, un gabinete de espejos, dos barracas
de tiro al blanco, una ruleta y un tren fantasma. La casa­
mata de los autómatas la habían barrido para construir una
pista de autitos chocadores. Ahí, borracho de luz violeta y
música de sintetizador, estaría pasando el rato Ramiro, el
secretario de Ezequiel, ese cabeza de chorlito.

Aunque Tadeo se lo iba a contar antes de que volviera a


salir el sol, sólo mucho más tarde, después del complot
y los balbuceos del Empecinado, después de las dudas y el
rapto y el agravio de las tanquetas repentinas, Ezequiel
podría rehacer la historia a su medida, resignarse a las in­
cógnitas como si fueran raíces en un lecho barroso y darse
cuenta de que había sido aquella misma tarde, mientras él
soñaba con estepas en llamas, cuando el húngaro, dejando
atrás una siesta repleta de tapices con unicornios, había
visto en un bar a una mujer de pelo negro inclinada sobre
un libro y un vaso de Coca-Cola. Tadeo no iba a saber
cuál era el bar porque fuera de los salvavidas y las mesas
pesadas no había mirado otra cosa, pero sí iba a asegurar,
por la mirada a la deriva, que la mujer había estado lloran­
do, que se acomodaba el pelo detrás de las orejas muchas
veces, que el libro era una biblia de tapas verdes bastante
castigadas y que posiblemente, aunque la mujer la acariciara
como una madre soltera puede acariciar un jarrón roto por
su hijo, la biblia no era de ella. Eso, con frases como sal­
modias de bodegón, iba a decir Tadeo; lo cual no era poco
para Ezequiel, que ya había dejado de mirar casi todo
menos las torres de petróleo. Y menos poco era la coinci­
dencia, que la ternura de esa mujer por un libro ruinoso.
Porque coincidencia, se daría cuenta Ezequiel mucho des­
pués, no había existido ninguna.
Pero antes de eso, antes de la visita doctrinaria de Tadeo,
todavía estaba anocheciendo. Ezequiel decidió levantarse y
atravesar la plaza. Si no hubiera tenido la seguridad de que
lo seguían, habría evitado las lajas de concreto húmedas
de rocío; pero en Bardas de Krámer todo el mundo llevaba
un espía más o menos inocuo a la rastra, y él no iba a
privarse de regalarle al suyo el chirrido escandaloso de las
suelas de goma. Como desde la Alcaldía ya empezaban a
encender los faroles, al pasar junto al monumento a Krá-
mer sintió la fusta de un dedo fundador tocándole el hom­
bro. Era apenas un dedo de sombra, pero Ezequiel se
volvió, leyó el cartel de p r o h i b i d o t o c a r , vio la verja
y apretó el paso. Esquivando soldados llegó a la avenida
Manzano, dejó, pasar una camioneta y cruzó. En la feria de
los pacientes vendían patos mecánicos, helicópteros de control
remoto, ajedreces de ónix, choclos asados, tortas fritas, pa­
ñuelos de Túnez y de Marruecos, medias de Hong Kong,
calzoncillos de la India, camisas italianas, viejas guitarras
Fender de acrílico magenta, pizzetas de anchoas, yesqueros,
cinturones repujados, vasos de whisky festoneados de pin­
tura plateada, barajas alemanas con majas desnudas en el
dorso, computadoras chatas como flores conservadas en li­
bros, radios de alta fidelidad envueltas en plástico para
defenderlas del salitre, medallones con signos del zodíaco
o imágenes de dioses egipcios, jabones, aceite de uva, abre­
latas de pilas y albornoces de fibra sintética. Ezequiel se
hizo la ilusión de haberlo mirado todo. Después, mordis­
queando una empanada, avanzó hacia el parque de diversio­
nes. Al borde de la pista de los au titos chocadores se adosó
a un farol como buscando respirar la luz de gas. Ramiro,
apretado en su traje de paño azul eléctrico, con los labios
blancos de baba y unos ojos de chamán desaforado, perse­
guía en un autito azul a una enfermera muerta de miedo.
La enfermera no podía con su volante porque en la mano
izquierda sostenía una manzana con caramelo. Intentó girar,
pero de un topetazo Ramiro la mandó a estrellarse contra
la defensa de lata. Sonó una chicharra. Los autitos se para­
ron. Ezequiel saltó a la pista y se llevó a Ramiro del brazo.
— ¿Vio qué fenómeno, jefe? — dijo Ramiro— . Soy un
azote, un terror.
— Te vi — dijo Ezequiel— . Extraordinario, más que
nada cuando se le cayó la manzana en el guardapolvo. De-
cime, ¿llamó alguien?

N o, no había llamado nadie ni habían pasado a buscar el


comunicado del consorcio textil, pero en el Parte de Salidas,
que había sorprendido a Ramiro en una cafetería de la ave­
nida Bolena donde la gente, parecía mentira, no había
abierto los ojos siquiera en ademán de excitación, el Alcal­
de había pronunciado tres apellidos que empezaban con
B. Ezequiel, que se alarmaba con alguna prudencia cuando
descubría en Ramiro adherencias del estilo almibarado de
Ildebrandi, le preguntó por qué le importaban tanto los
apellidos con B.
— Porque yo me llamo Belindo, y pienso que cuando
el río suena aguas trae — dijo Ramiro— . Además, ¿qué le
pasa? ¿Usted no está hasta los huevos?
Era natural, pensó Ezequiel, que el muchacho se des­
viviera por huir, pero incómodo que hablara de agua en
una ciudad inclinada sobre un cauce seco que, para colmo,
desembocaba • en un puerto ausente. De todos modos era
mejor que el límite hubiera dejado las dársenas al otro
lado; no sería estimulante la corrosión de las grúas asedia­
das por la maroma. ¿A qué soportar reminiscencias, cemen­
terios de sal, airecitos de otros tiempos? Avanzaron bor­
deando los vestíbulos pringosos de los cines del paseo
Marsella. Arriba, atrás de los ventanales de las oficinas,
empleados, cansinos ingresaban datos en ordenadores o re­
visaban cifras de inventario bajo el zumbido críptico de los
tubos fluorescentes. En la esquina del paseo y Sinatra, don­
de el antiguo edificio de La Gaceta del Golfo se había
trasmutado en una sauna flamante, la luz se extinguía de
pura transpiración. Se necesitaba andar a tientas para no
chocar contra el amasijo de rotativas que los obreros habían
dejado al borde de la vereda. Sobre un montículo de hie­
rros que parecían obenques enroscados, dos chicos intenta­
ban piruetas de equilibristas. Pero a Ezequiel lo distrajo
otra cosa. De lo que había sido La Gaceta sólo quedaba
sobre el arco del portal el friso de piedra con un mapa
del mundo; y hasta esa altura había conseguido trepar
alguien para pintar e l m e j o r d e s a y u n o e s h u n d i r s e e n
e l in f ie r n o h a s t a l o s o jo s con un esmalte índigo que

perforaba la noche y, sin brillar, escapaba hacia los pastos


resecos, los brocales agujereados y los esqueletos de los cor­
moranes.
Como a los informes más o menos exaltados de Tadeo
podría superponer la colección de distracciones de la mujer
de la biblia, Ezequiel llegaría a deducir que ella no había
perdido la tarde en el bar. Mientras él sesteaba en un
banco de la plaza y Tadeo volvía a su casa para enfras­
carse en el desguace de un ventilador, la mujer había
aceptado mostrarse por la peluquería donde trabajaba. Pero
ya que su jefa, Lorna Mac Dermott de Chalukián, estaba
intercambiando chismes con una vieja de permanente color
hierro y no había más clientes a la vista, se había deslizado
otra vez a la calle, sin soltar la biblia ni limpiarse las me­
jillas manchadas de rimmel. En una esquina de la avenida
Zapala había entrado a una cabina telefónica. En blanco,
con la espalda dolorida, se había encontrado con una mo­
neda en una mano y el auricular en la otra sin saber qué
número quería marcar. A punto de golpear la caja metálica,
había descubierto que del otro lado del vidrio, apoyado en
un poste sin cartel, un espía la miraba pasándose la lengua
por los labios. Ella había pateado la puerta, los ojos turbios,
la cartera bajo el brazo y, buscando en el cordón de la ve­
reda, había dado con una botella de anís vacía. Antes de
que pudiera romperla contra un buzón, el tipo había girado
como quien busca un lustrabotas para dejarse tragar por el
gentío que abruptamente empezaba a manar del cine Atlas.
Harta de dudar, ella se había metido a ver una película
de mutantes, vampiros por lo que después se infería, que
asolaban los suburbios residenciales de Nueva York. Nunca
supo si lo que rezumaba sexo ensangrentado y camas con
cojines de satén violeta era la película o el primero de los
sueños que la diluyeron en la butaca, pero sí recordaría
otro sueño, el último, porque le seguiría dando asco esa
chiquilina pelirroja que, con una sonrisa de zafiros, proponía
adivinanzas y llamaba a la gente con un dedo lívido y se­
ñalaba algo, un jardín o un patio con naranjos, que en
realidad era un despeñadero por donde los curiosos rodaban
hasta destrozarse después de haberla acariciado. Todavía
le tintineaba la risa de la nena en los oídos cuando la pan­
talla se dejó invadir de punta a punta por una boca de
labios mórbidos que en una comisura sujetaban algo como
la cabeza púrpura de un alfiler. Había salido del cine co­
rriendo para precipitarse por la calle Aconcagua, cuadra
tras cuadra entre el olor empalagoso de las mueblerías y las
desiertas terrazas de los grilles, preguntándose quién le ha­
bía metido en la cabeza ese angelito ponzoñoso, de qué
engranaje estaba hecho el movimiento de su sonrisa, apar­
tando con la mano otra imagen que no la dejaba en paz, la
del hombre que le había dejado la biblia, chocando mareada
contra los pocos transeúntes embobados por el cielo impa­
sible. Así, ya de noche, con una ridicula urgencia, había
llegado a su departamento. El viejo estaba en el comedor,
hipnotizado ante un informe sobre las víctimas de los mare­
motos en Bretaña; daba la impresión de que eran iones y
no arrugas lo que le surcaba la cara. Sin embargo, como
si hubiera sabido, la había abrazado un rato largo y, mien­
tras le hacía masajes, había desvariado sobre una casucha
nada ostentosa, más bien de madera, pero con un huerto
trasero donde tres peones disciplinados sabían cultivar la
coliflor y hasta la remolacha. Ella no había querido estro­
pearle el sueño duplicando el suyo. Había preparado fideos
y jugo de pomelo y en silencio lo había mirado comer.
Después, dejándolo en el balcón, la mirada prendida al
monobloc de enfrente, había vuelto a salir, con la biblia
bajo el brazo pero ya sin apuro.
Mientras doblaban por Sinatra, esquivando pilares de fierro
y rodillos percudidos, Ezequiel se preguntó cómo era que
no llegaban a inquietarlo esas leyendas que parecían cica­
trices. Nada serio, será. Un aprendiz, un fanfarrón. Latiga­
zos al suelo de domador que pierde la calma. Pero no es
eso. No es eso. Alguien se arriesga a escalar paredes por
las solas ganas de enchastrarlas con proclamas. Un aficio­
nado. A escribir. Milagro, ¿no? ¿Peligro? ¿No te nace un
escalofrío? Si serás pusilánime. Como de costumbre, no iba
a pensarlo, quizá porque la otra alternativa era pensarlo
demasiado. Bajo la fría luz blanquecina, la calle Sinatra
era un corredor de veredas avaras, prolongado casi hasta la
vaguedad del campo por una doble hilera de edificios de
cristal, aluminio y hormigón. En los pisos altos, a la vera
de una franja de cielo estrellado, seguía sobrando espacio:
la mitad de las oficinas estaban perpetuamente en alquiler
o habían sido abandonadas de un día para otro. Al nivel
de la calzada, entre cafés al paso, papelerías de vendedores
pachorrientos, boutiques y pizzerías de la cadena Bernas-
coni, un tenue encaje de humos de aceite gravitaba sobre
las conserjerías de mármol. Ezequiel hubiera caminado su
media cuadra con los ojos cerrados de no haber tenido la
certeza de tropezar únicamente con espías o azafatas deses­
peradas. Sólo al pisar la entrada del edificio donde tenía la
oficina, una copia atípica y disminuida del Chrysler Building
de Nueva York, sintió que una mano le tocaba el hombro.
Era el portero, un camboyano medio calvo que un avión
de las Naciones Unidas había depositado en la ciudad y en
los últimos tiempos se aplicaba horas enteras al estudio
de una baraja española, como si le hubieran regalado una
dotación de dioses sin estrenar. Los invitaba a participar en
una sesión de tute donde alguien cambiaría los dólares de
diferencia por francos suizos. Ramiro, obsequioso, alzó las
cejas.
— No puedo — dijo Ezequiel— . Tengo trabajo y quiero
enterarme qué hay de nuevo.
— Nada nuevo. Rien — dijo el camboyano con una risa
de dientecitos parejos— . Quién sabe. En todo caso. Bom­
bardeo en la isla de Diego García. Yo lo he soñado, tam­
bién, monsieur Adab. Y el rey de bastos vestido de aviador.
Curioso, ¿eh? Mas la televisión no ha dicho nada.
— Compre el diario, entonces.
— ¿Le Monde? Ah, non. Trop cher. Si hoy gano, a lo
mejor — agarró el codo de Ezequiel y lo apretó con dos
dedos como garfios— . Venga.
— No.
El camboyano sacó una navaja. Sin abrirla, la lanzó al
aire y la recibió en la otra mano.
— ¿Y bueno? Necesito dinero, monsieur Adab. Para
irme de aquí.
— ¿Y qué va a hacer? — dijo Ezequiel reculando— .
¿Matarme?
— No tiene lógica — dijo Ramiro.
Lo dejaron guardando la navaja. Ezequiel cruzó el hall
sin abrir la boca. Raro pensar cómo pueden reaccionar.
Son otra cultura. Como ninguno de los tres ascensores fun­
cionaba, siguió a Ramiro escaleras arriba por una oscuridad
agria de olor a mate cocido y meadas de gato. En el
pasillo del octavo piso, entre el ámbar estático de los
bulbos de luz, había una cola de clientes arropados en
frazadas. Sin embargo, del otro lado de la puerta que
informaba e z e q u i e l a d a d , e s c r i t o s d e t o d a í n d o l e , en el
sofá de la salita, apenas roncaba un hombre de bigote filoso
que pese a lo convulso del sueño no soltaba el yelmo de
motociclista. Con un gesto violento, como si estuviera ba­
rriendo fruta podrida, Ramiro tiró al suelo el anorak de
lona que el hombre había dejado en su escritorio. De la
radio que acababa de encender brotó una cumbia tocada
con piano y acordeón. Ezequiel siguió de largo hasta su
despacho y cerró la puerta: la caoba lo preservaría de toda
arbitrariedad y aun de la sospecha de que Ramiro lo sabo­
teaba a instancias de Carmelo Ildebrandi. Aunque al fin
y al cabo a él no le preocupaban las amenazas de indigen­
cia. Ahí, en el despacho, tenía los anaqueles arqueados por
los archivadores, los biblioratos pulguientos y las obras
completas de José Ingenieros, de Quevedo, de Chéjov, la
nefasta traducción de Las mil y una noches, las bolas de pelu­
sa sobre el Manuel de las religiones del mundo, y las guías
Michelin y el diccionario de sinónimos y el Casares y las
gramáticas y el breviario de retórica y la Enciclopedia de
los oficios y la técnica a mano en cajas de madera de balsa,
las invencibles rayas del televisor, el catre con la almohada
de lana. Y tenía el bañito con el jabón y las aspirinas, y
sobre todo tenía la ventana, un plexo engañoso que sabía
temblar, consternarse y palpitar de estupor con el invaria­
ble paisaje nocturno de azoteas y ropa tendida de antena a
antena. Un poco más lejos, en una latitud borrada por la
noche, estaban los pilares del puente Fitz Roy, rotundos
de opacidad, marcando al menos una frontera visible con
esa provincia de jarrillas y canto rodado donde se perpe­
tuaban los pozos de petróleo. Por el puente pasó un
ómnibus y los fluorescentes de la cabina alumbraron el pa­
rapeto; en un recodo asomó el morro de un camión frigo­
rífico. Mirando con curiosidad, con el amor con que se
pueden mirar los ojos desvaídos de un idiota, Ezequiel
atisbo un movimiento de susto: el puente pedía un amane­
cer anticipado. De repente sonó el teléfono. Ezequiel des­
colgó, pero el cable sólo transmitía un murmullo de fichas
y canales acoplados, tal vez juegos de respiraciones.
— Besugos — dijo— . Vigilen a sus suegras.
Esperó oír el chasquido y la impavidez renovada de la
línea para colgar. Estaba reuniendo los borradores despa­
rramados sobre el escritorio cuando el teléfono sonó de
nuevo, esta vez con un berrido que lo lanzó contra el res­
paldo de la silla. Era su mujer. La voz tardó un poco en
llegar, como si hubiera tenido que apartar arbustos.
— Hola, Ezequiel. Te llamé antes pero no estabas.
— No. Se me pasó la tarde en la plaza.
— ¿No trabajaste?
— Vi un incendio de estepas, vaya a saber a qué vendrá.
¿Y vos?
— ¿Yo? No me acuerdo. Acá el jefe me da una sola
hora para comer. La siesta la duermo los sábados. ¿Hay
novedades?
— No era siesta lo que dormí.
— ¿Cómo?
— Nada. Ninguna novedad. Tres apellidos con B.
— ¿Pero escuchaste el Parte?
— No, me lo contó Ramiro, el secretario. Él no se lo
pierde nunca.
— Ah. No me habías contado que tenés secretario.
Ezequiel extendió un brazo sobre el pantano de papeles
rotulados de negro y de verde. El auricular le lastimaba
el lóbulo y le costaba mantener la cabeza derecha bajo el
narcótico de esa voz de jerez dulce. Como muchas otras
veces, sintió ganas de preguntarle si no se había vuelto a
casar. ¿Bígama, Sofía? ¿Y cuando se presente el maridito
a exigir la regeneración del amor? Improbables escenas pa­
sionales en La Plata. No: Sofía condenada a delatar por la
voz las atrofias de la espera. Pensó en ojos verdes.
— Lo contraté porque necesitaba ayuda. Pero a veces se
me cruza que trabaja para la competencia. Para Ildebrandi.
— Antes vos no eras enemigo de Carmelo.
— Antes. Ahora escribe cada vez peor. Y me hace la
contra.
— Hace frío acá. El otoño es muy húmedo. ¿Y en
Krámer?
— Viento del mar. Mucho viento. ¿Qué sabés de los
chicos?
— Te pedí mil veces que no digas chicos, Ezequiel. Es­
teban a lo mejor escribe después de los exámenes, en París
es primavera. Javier, no sé, maneja un camión.
— ¿Es de noche, allá?
— Sí, claro, mirá las cosas que se te ocurren.
— No estás durmiendo.
— Llegué del cine y probé de nuevo a ver si te encon­
traba. Bueno, Ezequiel, esta charla va a salir muy cara.
Hasta pronto.
— Hasta pronto. Oíme, Sofía.
— ¿Sí?
— Un beso en la boca.
Colgó el teléfono y se reclinó en la silla. Junto al marco
de la puerta, arriba del interruptor, una mosca trepaba di­
ligente por la pared. Se detuvo para restregarse las patas,
pero la mirada de Ezequiel siguió deslizándose hasta el
techo. De repente, gracias al bicho, estaba descubriendo el
trabajo de la humedad en el cielo raso. Vio surgir conti­
nentes, lunas menores, inflorescencias, hipogrifos, y lo peor
de todo no era el reconocimiento tardío, sino que le basta­
ba mover un poco la lámpara de pie para que las tramas
se volviesen tan sutiles como la boca de Sofía. Claro que
las inflorescencias, por inaprensibles que fuesen, crecían a
tres metros de distancia. Sofía, en cambio, no bien el Parte
de Salidas le había dado a elegir entre el matrimonio y el
oxígeno, se había llevado su boca junto con varios baúles
y dos hijos que no sólo eran de ella. Tal vez la ciudad no le
causara daño físico, pero parecía indudable que afuera por
lo menos se viajaba. En siete años había pasado de la casa
de su padre, una granja negligida cerca del Río Negro, a
una residencia para emigrantes en El Chaco, a Cochabam-
ba, a Minas Gerais, a Montevideo y por fin a La Plata,
donde una constructora se había avenido a darle un pues­
to de secretaria porque los hijos, ya crecidos, estaban tra­
mitando visas para seguir dando tumbos por Europa. Tanto
camino, se le notaba paulatinamente en la voz, le había ido
alimentando una peculiar idea de la deuda y la fidelidad,
no tanto al amor, pensaba Ezequiel, como a la anémica es­
peranza de que un día él lograra salir. Pero más ganas ten­
go yo, y eso no lo adivina. Apoyados en el poste de un
farol, un hombre y una muchacha se besaban con deses­
peración. Ella tenía el vestido plegado, y su silueta se filtró
en el duermevela de Ezequiel hasta soldarse con una geisha
de ojos de esmeralda que afrontaba los insultos de un mili­
tar enfurecido. Sobresaltado, se frotó los ojos. Pensó en
agua, así como unas horas antes había pensado en cambios,
quizá porque de algún rincón de la oficina le llegaba un
ruido lerdo de gotas y de losa. Algo cambia, algo le duele
al movimiento. La inestabilidad señorial del agua fluyendo
sobre el borde de la fuente se transfiguró en una canilla
mal cerrada. Hay que poner más estopa. Se levantó y abrió
la puerta. Ramiro, con los pies sobre el escritorio y los au­
riculares de un walkman apretándole la cabeza, miraba un
documental sobre los peces ciegos de las fosas marinas. El
hombre del bigote filoso se dejó despertar.
— Fíjese usted — dijo al entrar al despacho de Eze­
quiel— , nunca había visto un lobo y ahora acabo de to­
parme propiamente con uno. Mi familia era asturiana y
después de la cena contaban historias de caza. Tengo un
tío en Gijón. Debería escribirle.
Pero cuando Ezequiel le preguntó si era esa carta lo
que iba a encargarle, el hombre respondió que en todo
caso lo dejaría para más adelante. Por el momento nece­
sitaba una introducción, florida a ser posible, para el inven­
tario de traspaso de una mueblería. Mientras intentaba
cortar con los dientes un pelo'rebelde del bigote, explicó
que estaba harto de trabajar, y en seguida se puso a recitar
de memoria una lista de existencias que Ezequiel añadió a
los datos personales. Después de obtener una cita impre­
cisa para retirar el texto, el hombre tendió la mano floja.
Abrió la puerta, pero para irse tuvo que esquivar el cuerpo
bombeado de Tadeo Farkas.
D e haber nacido entre especies voladoras, el húngaro no
hubiera sido una garza ni un pelícano sino el antecedente
natural de un zepelín. Cejijunto, resoplando, se bamboleó en
una pierna para dejar pasar al cliente y, desafiando la grave­
dad, entró de a poco en el despacho hasta conseguir aferrarse
a la silla vacía. Ezequiel le estudió los mofletes hinchados
de ansiedad, los ojos grises detrás de los anteojos con mon­
tura de carey, la mata de la barba chamuscada por los ci­
garrillos, la grasosa bata de enfermero y el pulóver metido
a presión debajo de los pantalones. Ni siquiera al aceptar
la taza de café resignó la hosquedad de la sonrisa. Era así,
Tadeo Farkas; andaba en otra cosa.
— ¿Hablaste con tu mujer, escriba? — dijo sorbiendo el
café, y se limpió los labios con un Kleenex roñoso— . Y
claro que hablaste, se te ve en la rijosidad. Siempre hablás,
con fervor que yo presumo cada vez menos fervoroso.
— ¿Y de qué te viene la presunción?
— Siete años son siete años.
— ¿Siete? Al menos habrá sido en este siglo — dijo
Ezequiel ofreciéndole cigarrillos. Tadeo agarró el paquete
entero, se lo metió en un bolsillo y encendió uno de los
que traía él.
— ¡Jo! Haceme cosquillas que me río. Sos tan israelita,
vos. Preferís compasión a sentencia. En Danzig, tiempo ha,
había hijo de industrial harinero que tenía el hábito as­
queroso de fornicar con empleadas del padre. Industrial
harinero aguantó muchos años, hasta que un día mató al
hijo. Tajo de oreja a oreja y cabeza medio separada. Voi-
lá! Hubo foto para el museo de la paciencia.
— ¿Y para esto venís a visitarme? Dejame en paz,
Tadeo. Sofía es fiel al teléfono. Cree que un día voy a
salir.
— No, no, no y no. ¡Escriba! — la risa del polaco re­
botó contra los biblioratos arrancándoles lenguas de pol­
vo— . No entendés nada. Nada. Tadeo pienso: tu mujer
hizo bien, todo lo que esté haciendo. ¿Ofelia va a ser, la
pobre? ¿Penélope? ¿Porcia? Dice un amigo mío: hoy
los príncipes ya no dudan, todo el mundo intenta hacer,
para su bien. Lo demás es teatro tuyo. ¿Existe Sofía?
¿Aún? Vamos, que me trae otro asunto.
Ezequiel estiró el pie para encender la estufa de resis­
tencia.
— Veamos de qué se trata.
— Esta tarde Tadeo voy y sueño que paseábame entre
gobelinos, tapices con escenas de caza. ¡La dama del uni­
cornio! Paparruchadas de franceses, ¿no? Ahito de museo,
me despierto, diríjome a casa de un cliente, me detengo en
paradas del trolebús, los ojos presagiosos se me piran hacia
un bar, un barcito con pretensiones marineras de qué calle
no me vayas a preguntar porque no me acuerdo. Pero lo
destacable: en una mesa junto a una ventana distingo mu­
jer, morocha mujer de luengo pelo desaseado, como de
padecer jaqueca, no tan lagrimosa como desmaquillada. Y
sabes, escriba, estaba mirando un libro. Tapas verdes.
¡Una biblia!
— ¿Qué estás diciendo?
— Inclinada ella, la mujer, sobre el libro y un vaso de
Coca-Cola. Y yo no estoy tan craquelé como para no emo­
cionarme.
Ezequiel se preguntó cómo podía ser. Dio por descon­
tado que la mujer no habría estado leyendo. El húngaro,
que ya no tenía ceniza que derramarse sobre la barba, pren­
dió otro cigarrillo; jadeando, la sonrisa embozada tras la
pelambre de oro bajo, los lentes empañados, plantó las dos
manos sobre el escritorio.
— A esa mujer no hay que perderla de vista, escriba.
Tenés que cuidarla.
Como si un burócrata surgido de un sótano le hubiera
puesto una mano helada en la nuca, Ezequiel se tocó la
base del cuello. Estaba caliente. Palpitaba.
— ¿Yo? — dijo— . ¿Cómo?
Tadeo apagó el cigarrillo por la mitad y estirándose la
bata como si fuese un sari se puso en pie de un salto pre­
cipitado. A Ezequiel le sorprendió qüe no se hubiera
golpeado la cabeza contra el techo.
— Vos sabrás. Yo soy apenas un electricista. Pero guarda
con tu cacareado desapego: podés convertirte en transpira­
ción pura. Una mujer con un libro. ¡Repámpanos, escriba!
Tadeo digo, hay que profesar simpatía. No simpatía mun­
dana: antes bien oído atento. Miraba una biblia, esa
mujer. ¿Te enterás?
Ezequiel, por no agachar la cabeza, cambió una car­
peta de lugar.
— Bueno, me voy — siguió el húngaro, ahora en un
tono devastador, como si estuviera hablando desde una
colina— . Tadeo me esperan para reparar no sé qué. Pero
antes, algo más: muy pronto te voy a dar nuevas sobre
el iracundo anónimo, tu competencia.
— ¿El de la consignas en las paredes? Será un bo­
rracho.
— ¿Borracho? Empecinado, digo yo. A ése no le pierdo
el rastro. Haceme caso. — Tadeo hundió la mano en un
bolsillo y sacó dos billetes de dólar— . Bueno, tomá a
cuenta y preparame un avisito lindo para tarjeta profesio­
nal: plomero, electricista y técnico radiotelevisión.
Ezequiel le devolvió los billetes.
— Escribí telo vos.
— No, no. A eso había venido. Chau, escriba. Visítame,
sé bueno.
Ezequiel terminó su café. La mosca se había ido de­
trás de los ruidos del televisor de Ramiro.
— Tadeo, tendrás que admitir que sos incapaz de se­
guirle el rastro a nadie.
— Tengo ojo ubicuo, atento, facetado. Nuevamente,
chau.
Acodada en el mostrador del Pernambuco, envuelta en el
vapor de la máquina de café, la mujer repetía con un con­
toneo mecánico de las caderas los movimientos de émbolo
de un soldado que jugaba al flipper. Con un breve estre­
mecimiento, como si sólo estuviera librándose de un poco
de polen, intentó recuperar a un tiempo la noción del ama­
necer y los ardides en que había adiestrado sus ojos: que­
ría beber con alguna compostura el té que le habían ser­
vido. En la vereda de enfrente, un asiático con gorra de
portero jugaba a las cartas, con dos camareros y una mu­
jer de traje sastre, sobre los escalones de mármol de un
edificio que parecía de cera. Mucho después ella misma le
contaría al escriba que en ese momento, antes de cruzar
la calle desierta para entregarle el libro, había sentido un
odio devorador hacia los que amanecían tranquilos; que
los hubiera pisoteado, por hipócritas, como quien camina
descalzo sobre un colchón de cartílagos. Se había reído
hasta ahogarse y apretando la nariz contra la ventana del
café había jugado a adivinar en qué piso trabajaba el tal
Adad.
Por alguna razón, las insidias de ese que ahora se llamaba
Empecinado o el reflejo de una mata de pelo negro en los
lentes de Tadeo, un aliento de clandestinidad había empe­
zado a gravitar alrededor de la pantalla de la lámpara;
bajaba como rodando por una duna, acariciaba el porta­
lápices o se hamacaba en los claroscuros, rasgando las
hojas, animándolo a intercalar la fábula del Espectro de la
Nieve o un haikú como Dos se despiden:! un sauce se
entromete/ entre la orilla y la barca en el discurso que el
presidente de la Cámara de Exportadores debía leer sobre
la economía japonesa. Era ese discurso, desde luego, o la
dificultad de escribirlo, lo que le había sugerido el semi-
sueño de la geisha. Pero tampoco se le antojaba terminar
la carta de un gremialista chileno al procurador general de
la u n e s c o ni el arrebato pasional que requería uno de
los empleados de la sauna. En eso había avanzado bastan­
te: «Puedo concebir que me juzgue feo, exigente o poco
ingenioso; no que un puñado de cariño pese tanto como».
No obstante, ahí estaba varado. Masticando una galleta,
se sirvió otro vaso del café aguado que Ramiro solía pre­
parar por galones. Por otra parte, ¿y qué otra parte?, está
amaneciendo y con la progresión de la luz se multiplican
las excusas. Detrás del vidrio patinado de gotas secas las
piedras del puente gruñían con una feroz jovialidad al re­
tumbo de los camiones. Se preguntó qué serían, esos carga­
mentos. Aterido en la claridad precoz, cortante, un hombre
contemplaba la desnudez de las torres, las cadenas he­
rrumbradas, las tuberías quebradas, los cabrestantes como
cenefas en una alfombra de grava. Al costado, la ciudad
expiraba una tersa y resistente atonía. En el vestíbulo chi­
rrió la puerta y Ramiro dejó de aporrear la máquina para
hablar con alguien. Por la ranura Ezequiel vio a medias un
cuerpo de mujer y el lomo de un libro, y el libro era verde.
La hizo pasar. Trabado, repentinamente fláccido, apoyó la
espalda contra el aluminio de los ficheros mientras intenta­
ba retener la relente que nacía del vuelo del abrigo. La
mujer, firme y pausada, tomó posesión de su espacio, se
sentó y dijo llamarse Selva, Selva Iribarren. Para espantar
el frío que lo mantenía parado, Ezequiel se imaginó que
ella también tenía miedo. No se equivocaba mucho, aun­
que era posible que ese miedo la acompañara como una
especie de gasa cubriendo un raspón. En todo caso no era
de la misma materia que el suyo. Porque lo que Ezequiel
sentía, ya entonces, era el confuso horror de que el tiem­
po cerrara las compuertas dejándolo lejos de esa frente ca­
lada por un oblicuo mechón negro, de los ojos voraces, de
los labios rectos, indecisos, y del brillo de la falda donde
la tela se amoldaba suavemente a la cadera. El mismo im­
pulso que lo puso en movimiento hubiera podido llevarlo
a besar la cascada de pelo indócil; aferrándose al pie de la
lámpara, con todo, consiguió sentarse sin trastabillar.
— ¿Quiere café? — preguntó juntando las manos.
— Tiene las uñas sucias — dijo ella.
— ¿Cómo?
— Pero bueno, no se las limpie ahora. Una vez soñé
con un vejete de uñas largas, impecables. Se le doblaban
como signos de pregunta, sabe, y no era nada antipático.
— Lo siento.
— No, si son estupideces mías. Le juro que no me im­
porta. Acá me siento cómoda, y su secretario es un en­
canto — se acomodó el pelo detrás de la oreja y el lóbulo
relampagueó con tres piedras del color de las avellanas— .
Me contó que desde hace varios días sueña con pies y pan­
torrillas. Está convencido de reconocer a todo el mundo
por las arrugas de las medias y la forma en que gastan las
suelas. Es fantástico, ¿no? — puso las manos sobre la car­
tera y el libro como buscando esconder una cara— . Y o...
Soy una sola lágrima. De lo más negativa... Bah — perdió
la mirada en la ventana como mirando escaparse una idea
inservible— . Hace unas horas vi una chiquita preciosa
que seducía a la gente para asesinarla.
— ¿Todo eso le contó Ramiro?
— ¿Eso? Ah, claro, nos encontramos en la escalera.
— Hubiera jurado que estaba trabajando — Ezequiel
oyó cómo las palabras tropezaban en el polvillo del aire;
movió una mano para aplacarlas, pero terminó encogiéndo­
se de hombros, más por aceptar que la mujer no se ex­
plicase que por pura aceptación— . Dígame a qué se pa­
recía la cara de esa nena.
— No. No tiene ninguna importancia — dijo ella, es­
piándose la sombra en los lomos de los libros. De pronto
se inclinó hacia adelante— . ¿Usted qué opina?
— Bueno, haría falta un hechicero. Y o ... — Ezequiel
hubiera preferido no empezar a hablar del sueño, pero
ahora le parecía que era suyo y la mujer se lo había esca­
moteado— . Lo grave sería acordarse de la cara, del color
de las pestañas y el rictus de los labios, y sin embargo no
poder reconocerla.
— Lo grave, Ezequiel Adad, es que los que acariciaban
a la nena terminaban muertos en un barranco.
— ¿Por qué me llama Ezequiel Adad?
— Porque está escrito a la entrada. — La mujer sacó
un cigarrillo y lo encendió. Si lo fumaba con chupadas hon­
das y contenidas, pensó Ezequiel, era porque comérselo
hubiera sido de mal gusto. En seguida lo redujo a la mi­
tad. Y a cada exhalación los párpados satinados bajaban
como diciéndole adiós al humo. De pronto lo dejó sobre
el cenicero y cruzó las piernas— . ¿Qué le pasa? ¿Duerme
mal, usted?
— Pienso que no. Bueno, estoy a su disposición.
— Se dará cuenta de que no vine para airear sueños.
No me gusta ser pesada. Además, la única que conoce las
historias que me invento soy yo. Me gusta que me acom­
pañen un tiempo y después jubilarlas.
Cada vez que apartaba el cigarrillo de la boca el papel
del filtro quedaba un instante pegado al labio, y el labio
se estiraba y mostraba la carne rojiza que vivía acompa­
ñando los dientes, y Ezequiel no sabía si era esa breve
violencia o la voz entrecortada lo que lo estaba sometien­
do; porque también bajo la voz, nutriéndola, manando de
un remoto foco de caos, se divisaban pequeños temblores.
No eran síntomas de debilidad: nacían de ese azoramiento
indignado de los que sueñan despiertos y creen que el mun­
do vive importunándolos. Ezequiel empezaba a sentirse
de más.
— Vea...
— Dígame Selva. Me llamo Selva, ¿no?
— Me imaginé que por alguna razón habría venido, así
que estaba tratando de averiguar. Uno tiene su curiosi­
dad. De veras, perdóneme. Iba a preguntarle si las histo­
rias las saca de esa biblia.
— ¿Cómo sabe que es una biblia?
— Quizá por el papel, no sé. Le juro que no vigilo a
nadie.
Ella hizo girar el cigarrillo entre los dedos y cerró los
ojos como si le dolieran. Cuando los abrió, las pupilas ma­
rrones relucían con una cualidad de corteza mojada.
— No se lo pregunté por eso. Ya me doy cuenta de
que usted es un buen hombre. Sí, es una biblia.
Apartando con lentos escrúpulos las hojas borronea­
das, puso el libro sobre el escritorio.
— Tiene un señalador — dijo Ezequiel.
— Es para que la abra en ese lugar y se ahorre traba­
jo. Además, así me la dejaron.
— ¿Fue un regalo?
Ella apagó el cigarrillo. Entre los flecos del humo y
unos rayos de sol que le daban oblicuamente en los pómu­
los, produjo una sonrisa tristísima. A flor de la piel mate
una línea de tensión como una hebra de tictacs retuvo las
comisuras y acabó por diluirlas en una arisca complacencia
de figurita tallada.
— Me la dejó una persona. — Anulando la sonrisa, los
labios, vacilantes, desnudos por primera vez, lucharon por
no delatarse— . Un amigo que ya no está más. Era una
persona que yo quería mucho. Mucho, sabe, y pasó que
cuando me puse a leerla donde está el señalador, descubrí
que había algunas frases subrayadas.
Ezequiel abrió la biblia donde sobresalía el cartón alar­
gado con el dibujo de un ombú. Era el comienzo del Can­
tar de los cantares. Hacía un tiempo inconcebible, desde
que a los trece años había recibido los reproches de Jeho-
vá junto a un viejo taled de seda y la neurosis de guerra
del único tío de su familia que podía enseñarle el talmud,
que no leía un solo versículo. El tío había vuelto a Rodas
a morir, el taled se le había perdido en alguna mudanza y
de los versículos sólo recordaba que lo habían entusiasma­
do más que las novelas pornográficas, pero ahora el libro
le estaba pesando como si la mano que lo había subrayado
descansara entre las hojas, muerta y apretando una piedra.
— ¿Usted ya sabía que hay gente que subraya los li­
bros? —preguntó.
— No — dijo ella, y tocándole el brazo lo obligó a apo­
yar la biblia sobre un secante— . Además, empecé a leer
y me deprimí tanto que no pude seguir. Le voy a decir
que los esposos esos son un plomazo con los preparativos
para el casamiento.
— No crea — dijo Ezequiel intentando no desanimar­
se— . Puede leer la historia como quiera. Como un alma
que se casa con Dios, o como la descripción de un matri­
monio pagano.
Ella encendió otro cigarrillo. Sí alguien hubiera entra­
do en ese momento, pensaría Ezequiel, hubiera podido
apostar que esa mujer no había llorado en toda su vida.
— No sé qué significa esa palabra, Adad. A mí la bi­
blia no me importa. Para colmo en Israel hay Estatuto de
saturación y no admiten inmigrantes. Lo que le pido es
que usted lea y me diga cómo pensaba la persona que
subrayó el libro.
Ezequiel, que había acompañado los ojos de ella hasta
la silueta del puente Fitz Roy, le revisó la expresión antes
de soltar una risa incómoda.
— Me parece que está equivocada. Yo escribo cartas,
peticiones, me gusta leer. Pero no soy psicólogo.
Ella le devolvió una mirada que no era un ruego sino
un machetazo.
— ¿Sabe lo que pienso, Adad? En esta ciudad todo
está... blando... No, arrugado, está, hecho una porquería.
El hombre que me dejó esta biblia estaba liso, me entien­
de. Liso, entero. Y yo necesito saber qué tenía acá aden­
tro. — Los nudillos se le hundieron en el pelo sin hacer
ruido— . Usted me va a ayudar, ¿no? Ahí hay partes que
llevan abajo una línea azul, y otras que no. Explíqueme por
qué. Usted tiene que saber cómo se sacan conclusiones.
Había vuelto a encontrar la sonrisa. Ezequiel supuso
que no demoraba mucho en contestar.
— Bueno, creo que sí. Déme su teléfono.

Todo lo que aquella mañana supo de la biblia fue que la


traducción, eminentemente arbitraria, había sido hecha en
Bogotá por un miembro ignoto de la International Stu-
dents Bible Association consultando fielmente los antiguos
textos hebreo y griego, y que la primera frase subrayada en
el Cantar era Como aceite que se derrama es tu nombre.
Desarmado, Ezequiel entró al bañito para afeitarse. No le
hizo falta enfrentarse con la imagen de pájaro hurgador
reflejada en el espejo para saber que la mujer le había de­
jado la ropa húmeda de vértigo, como si las hondonadas
que los muslos habían cavado en el aire estuvieran empe­
zando a anegarse. La única forma de seguir moviéndose
por la oficina era chapoteando. Por otra parte, él no sabía
si Selva era de verdad un nombre como aceite derramado.
Se quedó un rato largo apoyado en los azulejos, dudando
entre reírse o arrumbar todo en el sueño. Más tarde, cuan­
do volvió a la salita envuelto en una vaharada de colonia,
lo atacaron simultáneamente la voz de un locutor que re­
citaba verbos auxiliares ingleses y un solo de clarinete de
la Rapsodia azul. Entonces vio un enjambre de limaduras
de tiempo descentradas, ansiosas, intentando subirse a la
melodía con ridiculas embestidas, y sintió un mareo y as­
piró algo mal conocido, una fragancia reticente de madera
de fresno, demasiado poco para vencer el tufo de los ciga­
rrillos de Ramiro, y se dijo que lo mejor era bajar a la
calle. A ver qué pasa. Eso, a ver qué pasa; como si fuera
a pasar algo. Lindo serta que lloviera. Lo de menos era sa­
ber dónde estaba Ramiro: había mecanografiado la mitad
del estatuto de un club de motociclismo, ya lo terminaría.
Él, Ezequiel, que no se atrevía a confesarle a Sofía que
quizá la ciudad no lo soltara nunca, que no le hacía el
menor caso al garabateador de paredes, un tipo a punto de
practicar el estupro con una mente muerta, quería otra
cosa. Quería evitar que esa mujer, Selva, se desvaneciera
lejos de él. Se descubrió pensando que muy apasionante
no debía haberle parecido, barbudo, legañoso, balbuceante,
a la mujer de nombre como aceite derramado. Aunque a lo
mejor en el jeroglífico de la ciudad hay una versión de mí
dispuesta a acoplarse a lo que ella espera. No conseguía
abrir la puerta, enfrentar la horda de clientes amodorrados
entre las anginas del pasillo. Daba vueltas y no sabía qué
hacer, y no lo supo hasta que una turbulencia de los múscu­
los, sofocándolo, lo envió contra el escritorio de Ramiro, a
revolver los cajones, y de ahí, con una revista en la mano,
de nuevo al bañito. Mal afirmado entre el lavatorio y el
inodoro, parpadeando de sudor, dio vuelta las muchas
páginas untuosas donde una pelirroja exponía los acciden­
tes de su sexo. Soltó una puteada y rompió la revista en
dos. Los papeles arrancaron de las baldosas un ruido fofo.
Esto no es. Esto no. ¿Pero entonces qué cuerno? Tuvo que
vencer la sensación de estar estafando a un cliente analfa­
beto. Cerró los ojos y se masturbó. Después, resollando,
el pulso perdido, el cuerpo separado entre la desazón y una
ansiedad todavía más fuerte, limpió todo prohibiéndose
pensar demasiado. Ah botarate. Grandulón, marmota, pe­
dazo de bruto. Tan viejo y tan zanahoria. Saliendo al co­
rredor, cerró la oficina con llave; el vientre del edificio
lo cercó con un hedor a acaroína y leche cortada. ¿Una
versión de mí? Le doy lo que sea, incluida el alma de un
lector de la Biblia a ratos perdidos. ¿A ratos perdidos? ¿Hay
alguien que pierda ratos? Si algo empezaba a quemar esa
mañana, eran los tizones de espera que otros le estaban
sembrando en un tiempo sin costuras.

Selva, eso sí podría confirmarse, salió al sol manso de la


calle acurrucada en sí misma, la cartera colgada del hom­
bro, una figura fuerte y plana que no se decidía a repechar
la insistencia del viento. Era posible que el camboyano la
hubiera querido acorralar con preguntas, casi seguro que
Ramiro la había visto subir al taxi y algún otro la había
seguido hasta la peluquería. Ella sólo iba a saber que el
asiento le transmitía violencias dictadas por los baches, los
cascotes desparramados, los manotazos de sonámbulo que
el chófer le asestaba al volante. De puro mirar las vidrie­
ras opacas de los negocios se fue quedando dormida. Al
principio era una reunión, el mayor peligro consistía en una
partida de cartas o uno de esos juegos donde todo el mun­
do estaba obligado a decir la verdad o a aceptar que le arran­
caran algo, una muela, un mechón de pelo, pero después
había un empapelado detestable de rombos rojos y dorados,
las molduras a punto de caerse, ella sentada en el brazo
de un sillón y un tipo altísimo, de ojos glaucos y sonrisa
indeleble, que insistía en probarle un pendiente; ella se
dejaba hacer hasta que el lóbulo empezaba a dolerle, le
daba miedo perder la oreja, no quería un agujero más para
los aros, además ya no sabía si al nacer le habían puesto
aros o estampado tatuajes, pero seguía inmóvil y el tipo
apretaba más. Una mujer de abultado pelo azul pedía a los
gritos que pararan, y Selva presentía que ya no era una
clavija chiquita, era una abrazadera de cobre que le ceñía
la cabeza entera, apretando las sienes hasta hacerle doler
los ojos; y por fin era un rodillazo en la mandíbula del
verdugo, tan violento que él se desplomaba y ya no había
abrazaderas ni pendiente, sino humillación y resistencia de
las venas, eso nada más. Descubrió que tenía el cuello tor­
cido y la cabeza apoyada en un montículo donde el hule
cedía al empuje de los resortes. La radio chirriaba con una
especie de música sinfónica que no se dejaba domar. Hacía
rato que el taxista había parado en la calle Venecia, a unos
metros de la peluquería, e instalado en el asiento de ella, la
miraba dormir. De un empujón Selva los apartó, a él y a
la mirada comedida. No le gustaban esas ternuras salivosas.
Pagó y se bajó. En la peluquería tuvo que reponer cham­
púes, barrer y hacer orden en la caja antes de que Lorna
aceptara escucharla, cosa extraña considerando que ella mis­
ma le había sugerido llevarle el libro al escribiente. Ocurría
que además de inglesa, Lorna Mac Dermott era arrogante:
encumbrada en el atrio perfumado de su peluquería, paseaba
entre los sillones, las nubes de loción, las tijeras y los
secadores traficando chismes a discreción, decretando in­
dulgencias y prioridades como una cortesana con vocación
de cardenal. Sólo Chalukián, su esposo, parecía despertarle
una vibración obsecuente en el ceño; pero Lorna era una
maga del maquillaje y, por otra parte, pensaría Ezequiel
después de conocerla, era ella la especialista en mantener,
entre tanto yodo y desgaste, una atmósfera tibia, inmutable,
especiada, y eso Chalukián debía reconocérselo. Selva estaba
entrando los ingresos en el ordenador cuando Lorna se le
acercó por detrás con esa costumbre de musitar las preguntas
como si hiciese cosquillas con una tenaza.
— Eres terriblemente egoísta — dijo— . You... Todavía
no me contaste cómo te fue.
— Es que no sé — contestó Selva, y en seguida se arre­
pintió. Nunca estaba segura de que una mentira no pudiera
costarle el trabajo o algo peor— . Bueno, no es tan así. Es
muy macanudo ese tipo, ¿sabías? Parece una cigüeña, pero
tiene una cosa.
— Evidente, mi hija. Siempre tienen una cosa. ¿Pero
tú creés que te va a servir? ¿Adelantó algo?
Selva dio un paso atrás y el reflejo de las cifras digitales
quedó titilando entre las dos. Lorna sacó un cigarrillo. Te­
nía la mano derecha inutilizada, pero usaba la izquierda con
una habilidad de tahúr.
— Lorna, no le habrás contado a nadie que tengo ese
libro.
— Don’t be silly. Sabés que no me incumbe. Lo que
me intriga es si quedó interesado.
— ¿En qué?
— Te habrá dado una cita, ¿verdad?
— Le dejé mi teléfono. Ya me va a llamar.
— Eso está muy bien. Ojalá sea pronto — dijo Lorna, y
se fue a hablar por teléfono.

Bajo el corroído aplomo de las calles, bajo los jardines de


invierno vacíos y los rascacielos opulentos y las caparazones
inertes de los monoblocs, bajo las baldosas horadadas de
charcos y las alcantarillas obturadas, bajo las plataformas
de hormigón y los luminosos picados y las cintas de asfalto
como glaciares colapsados, bajo las iglesias usurpadas y los
garajes invadidos por la arenisca, bajo los pucheros colec­
tivos en los callejones y las cajas de fruta robadas y ateso­
radas en azoteas, bajo el hábito consolador del trabajo y el
griterío aislado de las escuelas y los sótanos repletos de
falsos renegados, también los cimientos de Bardas de Krá­
mer esperaban. Ezequiel estaba seguro de que si a un buró­
crata milagrero se le hubiese ocurrido conceder visas de
salida para encajaduras, pilares, vigas de sostén y cloacas,
la ciudad se habría convertido en un fantástico bajorrelieve
destinado a levitar. Pero la paciencia de los cimientos no
era tan mala como la de los habitantes y el hormigón, los
ladrillos, el yeso y la piedra y los listones de acero se dete­
nían ante su propio remordimiento. Mucho más abajo, el
terreno que les daba sustento se abría a bóvedas aplastadas
contra un renegrido lago seco. Todo el líquido espeso que
podían supurar los vegetales inconcebibles, los cuerpos fer­
mentados de aves sin alas y los músculos de mamíferos
colosales había aflorado como una epifanía para dejar la
napa librada a la tozudez del granito. Pero aunque ahora
el lago no fuera más que un cielo volcánico sumergido, su
imperio se negaba a ceder y seguía conteniendo a la ciudad.
En realidad, pensó Ezequiel, no debía haber ochava ni terra­
plén ni línea de durmientes que no reprodujera los límites
de la agonía de los fósiles. Vivir en Bardas de Krámer era
mimar la impotencia de las calles para extenderse fuera
del dibujo del lago, o representar sus deseos a la luz como
a veces el gesto de torcerse un pie repetía el mandato de
un alma amnésica. A ras de las baldosas enceradas de la
calle Piaff, frente a la mirada de las vendedoras aburridas,
un viento áspero como el carbón se agotaba en remolinos
de boletos y puchos de cigarrillos. Ezequiel entornó los
ojos: la mancha rosada que se definía a dos cuadras de dis­
tancia era el hocico del Vigésimo, un ómnibus de línea que
cruzaba media ciudad, desde los antiguos silos del sudeste
hasta los primeros talleres textiles del barrio Futaleufú. Al
borde del pavimento una vieja desafiaba el viento dormi­
tando contra el poste metálico de la parada. Ezequiel apretó
la biblia bajo el brazo y se acercó. Una racha con olor a
goma quemada los embistió de costado, al mismo tiempo
que en alguna otra calle se desataba un estruendo de mar­
tillos neumáticos. Abrazada al poste, la vieja inclinó la
cabeza para farfullar una oración. Notando que el viento
estaba por arrancarle el pañuelo, Ezequiel estiró una mano
para retenerlo. La vieja dobló el cuello enclenque con una
fuerza de resorte mal contenido.
— ¿Qué hace, ladrón de porquería? — tenía los ojos
transparentes y tensos de júbilo.
— Le salvo el pañuelo, no ve.
— Degenerado de mierda — dijo la vieja sin levantar
la voz— . Me lo quiere robar.
Inclinada contra el viento, retrocedió para tomar im­
pulso y con un solo movimiento ciego se lanzó contra el
estómago de Ezequiel. Menos por dolor que por lástima
de ese cuerpo destartalado, él la agarró por los hombros
para separarla. Como funambulistas desconcertados, estuvie­
ron un instante en equilibrio entre la corriente de papeles,
hasta que Ezequiel sintió un brazo apretándole el cuello, y
el zapato de la vieja en el tobillo, y con un sacudón con­
siguió girar y descubrir a un hombre que se agachaba para
recoger la billetera. Ezequiel no quería perderla. El tipo
estiró la mano y él se la pisó. Pero no llegó a evitar la
zancadilla de la vieja, y mientras adivinaba la carrocería
rosa del Vigésimo fue a dar la nariz contra las baldosas.
Cuando consiguió incorporarse, la vieja y su amigo ya se
habían trepado y el ómnibus arrancaba con un escándalo
de cojinetes. Se levantó bufando y fue a recoger la biblia.
Seguía teniendo los cincuenta dólares del último trabajo en
el bolsillo del tabardo y la chapa de identificación colgada
al cuello, pero no iba a ver nunca más la foto de Sofía.
Un tipo bajito, enfundado en una bata de boxeador, se le
acercó y sin decir palabra le puso en la mano una tar­
jeta parafinada: s o u z a , k i l l p a t r i c k y c í a . s e g u r i d a d ,
a u x il io s , r e s c a t e s , s e g u i m i e n t o s . Ezequiel le dio un

empujón y apoyado en el poste se puso a esperar otro


ómnibus. El tipo se le paró al lado. Al volver la ca­
beza, Ezequiel se encontró con un pañuelo y, ahora lo des­
cubría, una cara macilenta de hambre. No usó el pañuelo
para secarse, pero le dio al otro todas las monedas que le
quedaban. Después, solo, por las rendijas de la polvareda
que arrasaba la calle, creyó divisar a un Ramiro afanoso,
ocupado, en la esquina donde Piaff y Tehuelches se junta­
ban en el café Barranco. Dos hombres parecían flanquearlo
a una distancia prudencial: uno, desconocido, se delataba
por la nariz de buitre; el otro tenía la melena perlada y uno
de esos estrafalarios capotes de tweed que sólo Carmelo II-
debrandi se atrevía a ventilar.

Si había verdad, sabría en un después no muy definitivo, en


todo caso posterior, pero no con un orden de hojas de al­
manaque, sino de fortalezas a lo largo de un desfiladero,
la verdad era que esas siluetas esfumadas por el sudeste
habían sido Ramiro e Ildebrandi. El otro, aquel narigón alto
de traje beige, se llamaba Orlando Chalukián, y él mismo
se encargaría de confirmarle a Ezequiel esos datos tan po­
bres. No es que alguna vez fuera a aceptarle acusaciones,
pero tanto llegaría a rondarlo que después, rumiando esce­
nas, a Ezequiel no le parecería nada raro que hubiese
perseguido a Ramiro. Y mucho peor: si esa mañana los
tres habían estado bebiendo anisette en el mostrador del
Barranco, Chalukián nunca iba a saber, como al final sabría
Ezequiel, que a Ildebrandi no le había sido de balde co­
nocerlo.
E n el último asiento del Vigésimo, sofocado por una cale­
facción criminal, la simple caricia del pañuelo contra los
machucones bastó para adormecerlo. Las fundas de vinilo
se transformaban en acolchados de terciopelo, el linóleo del
techo en caoba y el jadeo cardíaco del motor en un silbido
de turbinas. Tenía tanta sed que a pesar del miedo a la
parálisis decidía levantarse sin defraudar la admiración de
los compañeros de viaje. A medida que recorría la panza
alfombrada del avión, los rostros enmarcados en las butacas
iban perdiendo los rasgos como si una espátula de albañil
los uniformara de yeso. Una azafata de peineta alta y rebozo,
que llevaba en el chal una chapita con el nombre de Selva,
se le colaba en el wc, pero cuando él giraba para abrazarla
sólo encontraba una escalenta de peldaños calados. Poco
a poco dejaba abajo la cabina para emerger a una cúpula
nocturna cuajada de estrellas, que primero lo aceptaba y
después lo iba chupando con tal fuerza que la piel se le
empezaba a desprender como si fuera cáscara de cebolla. Un
chico de no más de once años, que intentaba encender un
cigarrillo a escondidas con un Dunhill de oro, le dio sin
querer un codazo y Ezequiel chocó la mejilla contra el
vidrio empañado. Conmovido, se dijo. Esto se llama estar
conmovido. Si no cómo se va a llamar. Limpiando un pe­
dazo de ventana con la manga del tabardo, vio las naves
de aluminio y baquelita del mercado Jacobici, los ábsides
protuberantes, torvos y lustrosos contra un bosque de ante­
nas combadas. Se apuró a bajar. A la vera de los paneles
transparentes, aguijoneada por el olor de los pollos, la mer­
luza y la fruta macerada, la única multitud verdadera de
Krámer rondaba las montañas de sobras. Había punkies,
viudas, serenos, padres de familia, contadores, chóferes, to­
das las vestiduras de la miseria. Ezequiel le compró un
cartucho de maníes a una senegalesa, anduvo a los empello­
nes entre gigantes de infantería de marina y mujeres con
bolsas de red y, narcotizado por el bullicio parco, se detuvo
ante el inmenso quiosco tubular donde, a la deriva entre
cintas de video e historietas tridimensionales, se acumula­
ban periódicos de Dusseldorf, Chicago, Estocolmo, París,
Palermo y Buenos Aires. Algo tenían esos diarios, que no
se dejaban comprar, y no podía ser solamente la marca del
mundo de afuera. Era peor: llevaban dibujado el futuro,
algo que en Krámer sólo tenía el contorno de un día o una
chance y por debajo era nada. Y si a pesar de eso se escu­
chaban las noticias era porque no pasaban de ser cosas que
sucedían al mismo tiempo que otras, una abeja en una peo­
nía, el estornudo de un vecino, para desvanecerse en se­
guida. Pensando en esto subió a un ómnibus. Estaba pintado
de azul y lo dejó al final de la avenida Inmigración, donde
el barrio Futaleufú lindaba con el del Norte, entre mono-
blocs semivacíos, perpetuamente enemistados con los techos
de uralita de las fábricas de conservas. Perseguido por un
vaho espeso de adobo, después por el traqueteo de los tela­
res, avanzó por el Paseo del Trabajo hasta desembocar, en
la frontera de las fábricas, en el anexo de la Brigada, una
reserva pretenciosa, con fama de caballeriza, donde diez o
doce soldados abúlicos cuidaban como si fueran vestales los
caballos de polo del Alcalde. No era destacamento ni co­
lonia de trabajo: era simplemente un inmenso predio de
trébol y gramilla, cercado de alambre, y a Ezequiel le gus­
taba mirarlo recostado en una estaca porque la boca marrón
del desierto nunca lo iba a devorar y porque al fondo, antes
del río pobretón, lo guarecía una cortina de álamos esbeltos
como guerreros en un país de la salud. Esperó. En el lim­
bo, consideraba el peso de la biblia perdiendo los ojos en
el cielo extático, terso como un cuenco de porcelana. Como
otras veces, le premiaron la paciencia: del pabellón que
había en una esquina surgieron dos caballos. Uno, alazán
y paticorto, trotó solo recibiendo en las ancas las hilachas
de luz, soltó un relincho y estiró el pescuezo para morder
el pasto. Al otro, un zaino que relucía como recién lavado,
lo montaba en pelo un soldado vestido de fajina, rechon­
cho, greñudo, que durante un rato le palpó los ijares para
después lanzarlo a un trote largo y flexible. Ezequiel pensó
que un caballo era algo muy hermoso. Y también son her­
mosos la quijada cortando la luz, y la cola lacia, y la crin
desordenada y un hombre montado en un caballo. Unidos
así uno con otro parecían no tanto una estampa inmortal
como una fábula inventada por el desasosiego de las torres
de petróleo. Porque las torres, igual que el estrépito de los
montacargas a espaldas de Ezequiel, seguían existiendo, ter­
cas, más altas que los álamos, apostadas entre pedregullo y
desniveles, como antesala no de la meseta, sino de una fron­
tera que no se dejaba ver: radares, terraplenes, tanquetas, ba­
terías, cadenas de tensión, o quizás no, quizás, se dijo, puro
horizonte y grietas de nunca acabar, matas cobrizas, remoli­
nos de polvo. ¿Y una mujer montada en un caballo? ¿Por
qué no? ¿Y una mujer desnuda? ¿Y una centaura? Un caza
plateado pasó volando bajo, derramando centelleo y fragor,
hasta perderse más allá de la deforme pirámide de basura
que asediaban cientos de gaviotas. Una línea de tiza rasgó de
norte a sur la masa de nubes y un borbotón de sol se
escurrió entre la hierba. El soldado tiró de las riendas; de
la boca del caballo se desprendieron babas que pincharon
el aire como láminas de diamante. ¿Por qué no salvaban la
cerca de un salto? ¿Por qué yo mismo, acá como estoy, no
me pongo a caminar piano piano a ver si me echan el guan­
te? Se hablaba de gente que había intentado salir por su
cuenta, al paso. Pero claro, nadie sabía cómo ni dónde
terminaban.
H acia la hora en que el sol se derramó paralelo a la vi­
driera, de eso Selva estaría segura, hubo telefonazo de Cha­
lukián para imponer uno de sus almuerzos de jeque con­
descendiente. Ella estaba tiñéndole el pelo de azabache
a una gorda que le contaba entre ronquidos la vida de Lana
Turner. Selva nunca había visto actuar a Lana Turner; la
única actriz que seguía era Ivy Gilligan, porque le gustaban
sus historias de revancha meticulosa y mujeres que ascen­
dían a la cúspide del poder financiero. Entretanto trabajaba,
y lo curioso era que no tanto por dinero como por el con­
suelo de un rito consabido. A fuerza de hablar de películas
empezó a sentir ganas de ir al cine, pero cuando la gorda
se fue rejuvenecida, Lorna le pidió con una cortesía impune
que fuera a comer con ella y su marido. Selva no pudo
negarse. Chalukián las esperaba a la puerta del Biarritz, un
restaurante con toldo de entrada, ajardinado, ampuloso, que
disimulaba mal los signos de decadencia con un portero ves­
tido de lansquenete. De todos modos era bueno apoyar las
manos en el, mantel de lino estropeado por la lejía, y sobre
todo pensar que la generosidad del marido de su jefa era
como una mueca de remordimiento. Desde el fracaso del
hombre que le había dejado el libro, Selva apenas atinaba
a prestarse a las cargosas atenciones de Chalukián, no sabía
bien si esperando la oportunidad de envenenarlo o porque
estaba convencida de que un día, como una esfinge chapu­
cera, él le entregaría, por compasión, por alarde de poder,
porque al fin y al cabo no era un mago y los proyectos se
le desnudaban muy de a poco, una pista nueva para mantener
la esperanza de escaparse. Después de todo, o apostaba por
sus sueños de redentor a comisión, o seguía durmiendo, tra­
bajando, cuidando al viejo, paseando por el encono y las pre­
moniciones incumplidas. Estaba harta. En el salón sólo ocupa­
do por ellos, un mozo engominado los miraba como si fueran
gurúes de incógnito. Comieron palta, lenguado y guindas con
coñac, todo lo que Chalukián se jactaba de saber pedir sin
necesidad de explotar a nadie, y hablaron con reticencia de
perspectivas y con soltura de pavadas. Cuando llegó el café,
Selva ya se había cansado de la ceremonia.
— No sé para qué lo necesitará, Orlando — dijo de
golpe— , pero si lo que quiere es preguntarme por Adad,
puedo contarle cómo es la oficina.
— ¿Qué Adad? — dijo Chalukián examinando un terrón
de azúcar.
— El que escribe, no se haga el ingenuo. ¿Me va a decir
que Lorna no le contó?
— Tienes que aprender la sobriedad, querida — dijo
Lorna— . Ésta no es manera.
— ¿Por qué no me querés como yo te quiero? — dijo
Selva.
Lorna le eludió la mirada. Estaba lagrimeando y no
fingía. Chalukián sacó una cajita de estaño llena de coca
y con una cuchara minúscula se aplicó un poco a la nariz.
Después, acariciando la mano inerte de Lorna, le dio a ella.
— Gracias, yo paso — dijo Selva— . Ahora, si tiene
yerba, se lo voy a agradecer.
— A ti no puede negarte nada — dijo Lorna.
— Así es — dijo Chalukián, y en otro bolsillo encontró
un joint ya liado. Esperó que Selva se lo colocara entre
los labios para ofrecerle fuego— . En fin, yo no quería
comerme la liebre antes de cazarla, pero...
Lorna le tapó la boca.
— Algunas veces eres muy grosero, Orlando — dijo.
— Déle, siga — dijo Selva.
— El individuo es muy importante, Selva. Diría yo que
vital, a su especial manera, y sería muy peliagudo que lo
encarase yo de sopetón. Se deben evitar brutalidades. Hay
que tantearlo.
— ¿Vital para qué? Es muy buena persona. Es dulce.
Me gusta mucho.
— Justamente. Es decir, celebro que te caiga bien. An­
damos escasos de puntales.
Sin abrir la boca, Selva empezó a envolver en una ser­
villeta las guindas que no había probado. Guardó el paquete
en el bolso y pidió el abrigo.
— A mí no me meta en cosas raras — dijo echando la
silla hacia atrás— . ¿Me entiende, Orlando? Yo fui a hacer
una consulta.
— Si vos supieras, atolondrada.
— Usted no tiene respeto por la tristeza. Y ni siquiera
me hace salir de esta ciudad.

A veces Tadeo y Ezequiel imaginaban juntos el sopor en­


tumecido de la tropa, destinada a proteger del moho las
bocas de los cañones que a lo mejor circundaban la ciudad.
De existir ese anillo, sería tirante, difícil de medir: se
cerraría más allá del reposo de las jarrillas y el canto roda­
do, muy a la retaguardia de las torres, inseguro de su
materialidad y a punto de licuarse en un río circular de
plomo derretido. Pero a Ezequiel, los reclutas, que quizá
fueran mercenarios, no le daban lástima; si estaban, serían
emanaciones que la ciudad regalaba al hambre obstinada
del basalto: prolongaban el sueño que Krámer le había
birlado al horizonte. Y del capitán Bienvenido Krámer era
poco lo que se sabía,- fuera del golpe de suerte que le había
enchastrado las manos de betún. No hacía falta mucho
más, por otra parte: el tipo, retacón y canijo a juzgar por
el monumento, le estaba enseñando a buscar agua de napa
a una patrulla indiferente que algún coronel había enviado
a relevar el litoral, y resultó que ese llanto viscoso de las
piedras eran inclusiones de un yacimiento. Con el pecho
abollado de grava y escoria, muda de fermentar, la roca
madre había despachado sus humores a la superficie de un
suspiro descomunal. Krámer, que a fuerza de perseguir ñan­
dúes en un jeep había aprendido a soñar rápido, no perdió
tiempo en limpiarse el uniforme. Se entendió con sus supe­
riores, con hacendados más o menos inescrupulosos, pelaga­
tos de las finanzas, ingenieros australianos que vegetaban
en Carmen de Patagones, geólogos franceses aturdidos por
el pampero y constructores porteños que contrabandeaban
maquinaria bajo la manga del Ministerio de Industria. En­
tre viaje y viaje, iba reuniendo menesterosos en un polígono
de carpas de campaña, alrededor de un fogón donde no
paraba de guisarse carne de ternera. Serían caros, esos esto­
fados, pero la inversión no la hacía el capitán, y además
valía la pena. Pasaron años, y ya funcionarían muchos
pozos, cuando del Estado Mayor llegó la orden de fundar
una ciudad. Como la carta no era exuberante de imagina­
ción, al capitán no le pareció pecado de orgullo ponerle
Torres de Krámer, aunque a la larga, por comezón patrió­
tica o por pudor, se decidió por Bardas de Krámer; porque
las bardas, que tanto eran setos espinosos como esas nubes
nocturnas que se enancaban al confín del cielo, estaban
desde antes que el petróleo y sobrevivían al cierzo. Un
urbanista austríaco que había derrochado en Santa Cruz los
millones acumulados construyendo barrios modelo en Nueva
Inglaterra, un tal Manatke, alumno de la Bauhaus, diseñó
el severo cuadrilátero de la Plaza Central, que Krámer llamó
Soberanía. Manatke murió en la persecución de un espacio
al mismo tiempo comunal y heráldico, se decía que de un
botellazo en la cabeza, y la neutra docilidad de la perspec­
tiva que había ideado no se dejó irradiar en todas direccio­
nes. Llegaron otros arquitectos y se repartieron el privilegio
de dar gran escala a sus neurosis. A tres kilómetros del
Atlántico, entre el aire que transportaba rugidos de morsas
y el tapiz de las heladas, al borde de un riacho medio ex­
hausto, la ciudad creció bizarramente, con espasmos de ex­
cavadoras, sepultando uno tras otro los alcaldes que Krámer
mandaba a dar la cara, mientras alrededor, diseminadas por
la planicie moteada de arbustos, bandadas de jornaleros
aprendían a levantar torres de extracción, clavar columnas,
animar los trépanos, controlar separadores, alimentar hornos
de destilación y chapurrear inglés para hablar de futuras
técnicas de fraccionamiento con ingenieros canadienses. Esa
mano de obra no sólo venía de Chile o de la Pampa: un
aeródromo más bien mezquino y un ferrocarril de trocha
exagerada, como nacido de los crepúsculos sangrientos, em­
pezaron a arrojar sobre los edificios en construcción enjam­
bres de inmigrantes de Buenos Aires, de Lima, de toda
república africana donde los blancos ya no pudieran pros­
perar y de náufragos de los mares asiáticos que los trans­
atlánticos rescataban y nunca sabían dónde depositar. Y no
sólo ellos; también llegaron estudiantes italianos e ingleses
acusados de terrorismo, disidentes, pequeños ahorristas de
Gibraltar y Cataluña, empleados públicos y viajantes de
todas las capitales argentinas, gente cansada de pelearle la
supervivencia a la inflación y las estafas. En Bardas de
Krámer encontraban créditos y lenidad de sobra. Más tarde
encontrarían el futuro convertido en mucosa; pero antes
de eso, de la venalidad, de la codicia y el empeño, en una
década la ciudad sacó energías para reunir un millón y me­
dio de habitantes. Cuatro o cinco amigos del capitán, trepa­
dores de calaña variada, habían obtenido del gobierno ar­
gentino un estatuto de autonomía relativa. Les permitieron
comercializar por cuenta propia el petróleo crudo a cambio
de un impuesto anual que pagaría con mucho el cataclismo
que se avecinaba. Cuando a los veinte años del primer par­
padeo la napa se agotó de un día para otro, con el clan­
destino estruendo de un pulmón colapsado, y la torre an­
torcha quedó convertida en una cerilla incinerada, un comité
del Tratado del Atlántico Sur decidió endilgarle la respon­
sabilidad al Alcalde. El individuo se llamaba Aristóbulo
Novoa y lo mataron en seguida, o delegó el poder en otro,
pero fue el único que por cuestiones.de sensacionalismo
pasó a la historia. Lo más seguro era que el comité no
esperase las carradas de desocupados que cayeron sobre las
ciudades que tu toreaba. En dos años, a Santiago fueron
a parar ochenta mil, el triple a Buenos Aires y algo menos
a San Pablo y Río. Viajaban días enteros en camiones que
apestaban a mazut y parafina, entraban a saco en los alma­
cenes, asolaban las estaciones de servicio. Varios meses más
de barbarie convencieron a los ejércitos de firmar un pac­
to de asistencia militar con Bardas de Krámer. Bajo un
solapado control de monasterio, se restringió el permiso de
salida diaria a diez personas favorecidas por una especie
de sorteo que no presenciaba nadie. Horadado y seco, el
desierto se aplacó como la piel de un gliptodonte muerto
en un quirófano. Los fundadores, entretanto, siguieron es­
peculando con miguitas. Mucho antes, al capitán Bienvenido
lo había dejado duro un infarto en la suite nupcial del hotel
Lobería; de modo que sus favoritos fueron preparando con
diligencia los arcones que, cada cual en su momento, se
llevaron al fugarse rumbo a Israel. Atónitos en una ciudad
sin ritos que compartir ni historia que conmemorar, los
habitantes se olvidaron de esa gente; sólo en el cielo inva­
riable, en la alucinada rigidez de las torres, siguieron bus­
cando ondulaciones parecidas a las de la memoria. Pero
pasados los años el cielo llegó a ser menos un emblema que
el tapón del futuro; y desde los carteles de los bancos, las
placas de las fundaciones inacabadas, las ventanas de los
clubs privados y la fronda inmune de las mansiones, los ape­
llidos de los proceres adquirían a veces una feroz fosfores­
cencia, como si los fantasmas de sus dueños echaran a vagar
por las calles despobladas. El caza volvió a pasar clausuran­
do el basural con un firulete de humo blanco. Ezequiel ad­
virtió que el soldado apretaba las ancas del zaino para lle-
vario hacia el pabellón, mientras el otro caballo, sin hacerles
caso, seguía pastando al sol como si fuese un caballo pintado.

Y también más o menos por entonces, nunca verificaría a


qué hora ni llegaría a importarle, pero en todo caso en ese
momento del día en que a veces la persiana, siempre baja
a medias, dejaba que un chorrito de sol navegara hasta
el cenicero, un cenicero de pie robado en el cine Pacheco,
Tadeo había sentido una convocatoria subrepticia y no del
todo dirigida a él, una suerte de aletazo de murciélago o de
adivinanza extraviada. Entonces había abandonado la consi­
deración de un frasco que a la llama de un mechero se
proponía convertir en clepsidra y, corriendo dentro de lo
posible, en riguroso pijama de trabajo, había bajado a la
calle. No había descubierto nada que se impusiera por fran­
ca opulencia, aunque en la esquina de la farmacia Teherán,
justo cuando iba a desaparecer tras el plano de las fachadas,
había divisado una pierna flaca embutida en un vaquero
negro y rematada por una bota con taco, repujada y pun­
tiaguda como un espolón. La huida de la bota y de su
compañera había dejado a ras del suelo una turbulencia de
guiños. Rastreándolos, el húngaro había cruzado la mirada
hasta el muro de la escuela, justo enfrente de su edificio,
y ahí, inscrito en azul cobalto y letras de zurdo, de ésas
como dobladas por el viento, había encontrado un regalo:
H A G A PA TR IA . D E C A P IT E A SU Á N G E L D E LA GUARDA. Un
hombre de sobretodo verde se había apurado a ganar la
esquina de la farmacia. Y otro, parado junto a Tadeo, ma­
quinando consecuencias con ojos desvaídos, había dicho en
voz alta que para decapitar hacían falta guillotinas.
D e vuelta en la rotonda del mercado Jacobici, Ezequiel
compró el Herald Tribune. En el aeropuerto de Moscú un
jumbo de Air France se había incendiado antes de tocar
la pista y entre los doscientos muertos estaba el plantel en­
tero de la Comedie Fran^aise. Un cantante marroquí, Beshir
Fedahi, se mantenía en el primer puesto del hit parade bri­
tánico con una canción de seis minutos dedicada al Papa.
El presidente de la República Antártica visitaba Sidney.
Tokio se debatía bajo una epidemia de meningitis. Eze­
quiel tenía frío. Dejó el diario en una canaleta y siguió pa­
seando contra el viento entre las pensiones y los puestos
de salchichas y las derruidas sedes de reparticiones públicas
y las casas de empeño de la avenida del Progreso. Tal vez
estuviera confundiendo el hambre con la trascendencia: más
o menos a la altura de la Torre de Televisión, torciendo el
cuerpo como si intentara disimular, sacó la biblia del bolsi­
llo y la abrió donde el señalador le indicaba. Y ahora ojito
con lo que vas a hacer. El Cantar mejor no lo leas, porque
ahí esta escrito. Béseme él con besos en la boca, cosas por el
estilo, y otra vez te va a dar la taquicardia. No: era prefe­
rible entretenerse con las letras con un desapego falaz, como
si en vez de obstáculos fuesen el mobiliario de una casona
heredada. Pero entonces descubrió algo. Y lo que descubrió
fue que arriba, en el borde superior de la página, junto al
número 770 y la indicación del libro que comenzaba, había
un segundo título, el del libro precedente. Ese libro era el
Eclesiastés. En algún rincón del escenario trastocado los
muebles oscilaban, se iban apiñando para corear Y el al-
mend.ro lleva flores, y el saltamontes se arrastra, y revienta
la alcaparra, y a él, que caminaba tieso de frío, esas palabras
lo agitaban con una descarga de pena e impiedad, como si
el dedo admonitorio del tío muerto en Rodas colgara de un
pararrayos obligándolo, una vez más, a temer la palabra
del Congregador, que era la de Jehová, y Ezequiel de nuevo
no supiera nada. Mucho más, con todo, lo asombró revisar
la página anterior: ahí había varias frases subrayadas en
tinta aguada, con líneas crispadas y veloces como las de un
hombre secuestrado. Y aunque Ezequiel leyera tres veces
que una serpiente mordería a quien se abriera paso a través
de un muro de piedra, no era solamente eso lo que resalta­
ba, ni tampoco los versículos aislados en la página 767, sino
muchos otros a lo largo del libro, en realidad desde que el
comienzo mismo el Congregador exclamaba Vanidad de
vanidades. El desconocido había leído algo más que el Can­
tar. Tenía que llamar cuanto antes a Selva Iribarren; mien­
tras tanto, lo principal sería defenderse de los zarpazos que
la melancolía le lanzaba desde el hollín y los coches. Un
muchacho que caminaba dormido se lo llevó por delante.
Ezequiel lo vio alzar los párpados abultados y se dio cuenta
de que era un espía. En la pared policromada de un colegio,
una brigada de limpieza se acercaba con cepillos en ristre,
como una manada de campesinos soliviantados, a una pin­
tada fresca que decía s e r c o n s e c u e n t e e s c o n v e r t i r s e e n
p i e d r a . VIVA E L c a m a l e ó n . Pensando que el pintor empe­

zaba a ponerse enrevesado, Ezequiel apretó el paso para


dejar al espía bien atrás. En el cruce de la avenida con la
calle Dnieper había una boca de subterráneo. Bajó la escale­
ra. La red de túneles que debía haber duplicado los radios
de la ciudad nunca había terminado de cavarse y un montón
de vagones holandeses de ferrocarril se oxidaban entre los
yuyales del Parque de los Confines, pero en los pasillos in­
termedios y los halles de las estaciones, entre escalinatas
y rampas lóbregas de neón, atestadas de vagos, buscavidas,
parejas veloces, punkies indolentes y ladrones que eran los
auténticos hijos de la ciudad, se escondían algunos bares
angostos donde Ezequiel solía ganar una sensación tibia de
vientre de ballena. Trastabillando entre cuerpos tendidos,
llegó a un rellano circular. Alrededor de un brasero de
bronce, una barra de quinceañeros abultados de anoraks, las
caras pecosas, amarillas o negras pintadas para una guerra
imaginaria, escuchaban a un pelirrojo que tocaba la armóni­
ca. Los sonidos brillantes y helados como carámbanos, au­
mentados por el amplificador, se proyectaban al techo para
caer con furia, y Ezequiel tuvo que buscar un teléfono
alejado en un pasillo lateral. Llamó a Selva Iribarren. Le
contestó una voz de hombre viejo.
— Selva no está.
— ¿Sabe a qué hora va a volver?
— ¿Y a usted qué le importa?
— Claro, tiene razón. Dígale que llamó Adad. Por favor.
Al final del pasillo había un bar. La cristalera se irisaba
con los reflejos de un televisor encumbrado a una pila de
cajones de vino, de manera que al cruzar la puerta le pareció
que entraba a un precinto policial de San Francisco. Diluido
en manchas mal contrastadas, un detective interrogaba a un
taxista seboso bajo la taciturna atención de siete parroquia­
nos: había uno que, sin decaer ante la indiferencia del detec­
tive, musitaba las respuestas al interrogatorio con la cabeza
alzada hacia la pantalla. Ezequiel pidió un especial de jamón,
dos huevos duros y un porrón de cerveza, y mientras espe­
raba se durmió en la banqueta, la cabeza caída sobre el
mostrador. Un médico, que era Tadeo y era su propio hijo
Esteban envejecido, y finalmente no era nadie, le reco­
mendaba en un consultorio de sillones de felpa verde que
iniciara la ascensión. Una vez que el médico se iba, súbita­
mente solo al borde un balcón sin baranda, él contemplaba
un estanque turbulento donde flotaban los cuerpos vivos
de Selva Iribarren, Sofía y un taxista que debía llevarlas a
alguna parte. Del fondo del agua esmeralda surgía un cohe­
te, se elevaba y, cuando él conseguía colgarse de la cola
incandescente, el cohete iniciaba una caída que le permitía
ver, al revés y en una perspectiva imposible, todas las habi­
taciones del edificio que sostenía al balcón. En una cocina
había una mujer acariciándose el pecho frente a una heladera
abierta. La camarera le sacudió el hombro; era rubia, frágil,
tenía mejillas color té, un birrete de abogado y la boca
pintada. Ezequiel empezó a comer con ganas; el sabor ama­
ble de la miga y la manteca y el jamón, la sonrisa de zarza­
mora de la chica fueron transformando el odio por la ciudad
en un bienestar algo morboso. El inalterable bienestar de
los claustros. Sintió rabia. Y sin embargo, cuando a las tres
en punto apareció en la pantalla la cara del Alcalde, y una
turba de desheredados invadió el bar para escuchar el Parte
de Salidas, él siguió comiendo impertérrito, tal vez porque
sospechaba que no iba a pasar nada bueno. Vero a lo mejor
por otra cosa. Bertoni, Franco; Sender, Gloria Carlota;
Constant, Patrick; Merchensky, Alejandro. No escuchó más.
Una onda como de luz estroboscópica recorrió las facciones
de la camarera. Ezequiel la vio dejar sobre el mostrador un
plato sucio y comprendió que le había tocado. De la boca
de la chica escapó un rumor de raíces removidas. Ezequiel
le tomó la mano.
— La felicito, Gloria Carlota — dijo.
— ¿Cuándo? — dijo la chica.
Por las órbitas, por el disco de las pupilas, entraban a
un escenario sobrepoblado mínimas intermitencias donde
confluían augurios y estaciones lluviosas. Ezequiel retiró la
mano. Ya lo había visto otras veces: era el efecto de atro­
pello del futuro desencadenado, una lava que en vez de es­
polear sepultaba en un segundo.
Sentado en el suelo, los brazos apretando las rodillas y la
espalda contra la base de la conserjería, el camboyano se
mecía como un catamarán junto a los destellos cromados
de una aparatosa radio transoceánica. De los altavoces en­
rejados brotaba una música bella, aluvional y lóbrega: como
una tempestad de rosas galvanizadas. Hechizado, Ezequiel
frenó en el centro del hall intentando hacer memoria. ¿Wag-
ner? ¿Bruckner? ¿Mahler? Podría ser Mahler, orgías román­
ticas de orfandad. En el horizonte todas las sinfonías son
amenazadas. Titán. Al principio. No, el fragor de un torren­
te. O brotes. Eso, un diluvio de brotes. ¿Qué clase de
abundancia? Sacó las manos de los bolsillos para moverlas
en la oquedad del aire como si atrapara moscas. El cambo­
yano abrió los ojos: lo miró en silencio por entre los párpa­
dos afilados y estirando un brazo giró el dial. Una serie de
balbuceos seguidos de una voz insípida arrancaron a Eze­
quiel de la emoción que no había logrado definir. Antes de
que el camboyano lograra despabilarse, alcanzó el hueco de
la escalera y subió los peldaños de dos en dos. Ahora estaba
más seguro. Iba a refugiarse en su antro hasta que las cás­
caras del cielo raso lo aplastaran contra una hojarasca de
esquelas. En el tercer rellano tuvo que pasar entre dos mu­
jeres que fregaban devotamente unas baldosas manchadas de
sangre. En el sexto lo sorprendió un grupo de aspecto eficaz
surgido del purgatorio de los corredores; hablaban con acen­
to francés y por el lustre acartonado de los trajes parecían
agentes de seguros. Les sonrió y siguió hasta el octavo. Lo
alegró no ver a nadie esperando, porque el olor a acaroína
lo hizo toser y no le gustaba que los clientes supieran de sus
debilidades. La prueba inmediata de que Ramiro no estaba
era un papelito pegado con cinta adhesiva al pomo de la
puerta. Bendré un lapso más tarde, decía en el meritorio
lenguaje de los aprendices. Acabé copia de avisamiento de
desalojo. Jefe: no se embronque. Y sin embargo adentro
había luz. Al abrir la puerta lo golpearon simultáneamente
el trino de una guitarra eléctrica y los ronquidos apren­
sivos de una pareja despatarrada en el sofá. El hombre,
un cincuentón de cara arrebatada y traje brillante de años,
tenía una mano sobre el nudo flojo de la corbata. La mujer
apretaba la cartera contra las solapas de un chaquetón beige,
el peinado deshecho contra el respaldo, la boca abierta como
esperando un chorro de vinagre. Ezequiel los habría ignora­
do si entre los dos no hubiera habido una chiquilina de
flequillo castaño. Lo miraba, la nena, y la sonrisa era hura­
ña, no del todo infantil pero tampoco refractaria como las
de los astutos precoces.
— ¿Señor va ajuummm, epa, eh?
— ¿Cómo decís?
— De ahí, ¡uf!, usted, cómo estaríamos. ¡Cuánto!
Ezequiel paseó la mirada por los cuerpos rendidos. Ya
estaba por aceptar el llanto de la nena, que de pronto había
encogido los hombros y apretaba la barbilla contra el pu-
lóver amarillo, cuando al dar un paso al costado pisó un
cable. La radio se apagó y, frunciendo los labios como si el
silencio le picara, el hombre entró en la realidad con una
domada renuencia.
— Caray, por fin ha llegado. Yo estaba pescando angui­
las en una charca. Pero fíjese usted qué curioso: en mi
perra vida he visto una anguila. Eran largas y filamentosas,
no se imagina usted qué brillantes. Tibias, una verdadera
maravilla. Joder, qué festín me daba. Las asaba allí mismo,
al pie de la escalerilla del cohete. Pero una se me convertía
en carne podrida, y el capitán no me dejaba subir. Creo
que yo me desesperaba.
— Cohetes y anguilas — dijo Ezequiel colgando el tabar­
do en el perchero— . Muchas cosas largas, en ese sueño.
— Prrrmmm ahí ojos, míos. Uh, sí, largo — dijo la nena.
— ¿Usted cree? Oiga, porque ha de ser usted, ¿no?
— ¿Quién?
— Pues el entendido.
— No sé. Según.
— Claro que es usted. Encantado. Me llamo Belarmino
Mendoza — dijo el hombre ajustándose la corbata. Le fal­
taban los tres primeros botones de la camisa y por la aber­
tura se veía un pecho moreno y lampiño— . Eh, Luisa, des­
pierta que ya está aquí el jefe.
La mujer abrió los ojos como si de golpe la hubieran
tirado al agua. Dominándose, se alisó el pelo con una mano
y le tendió la otra a Ezequiel.
— Mucho gusto, señor.
— Se llama Adad, mujer. Lo pone a la entrada.
La nena dio un salto y se abalanzó contra las manos
unidas. Ezequiel sintió el frío de la saliva y el filo de los
dientes. Se preguntó por qué no mordería con fuerza. El
padre no consiguió apartarla hasta que las manos no se
separaron.
— Cut! Cut!
— Le pido mil perdones. Es que la niña es así.
— Por favor, si es preciosa. En fin, ustedes dirán qué
los trae.
— Justamente — dijo la mujer.
— Perdón, no la entiendo.
— Venimos por ella.
Ezequiel bajó los ojos hasta la nena con la expresión
deferente del que descubre una nube en un cuadro im­
penetrable. Ella soltaba puñados de risa y, mientras se hun­
día los dedos de una mano en el pelo castaño, con la otra
agarraba una especie de princesa selenita.
— Pasen, por favor.
Entraron al despacho. Sentados alrededor del escritorio,
soportaban el silencio como si fuera una palangana llena que
no había dónde apoyar. Ezequiel miró el puente velado por
la mugre de la ventana. Pensó que ese cuarto atestado de
libracos, sacudido por el motor de la heladera, no era un
mal lugar para debatir problemas familiares. Había aceptado
casi la idea de irrumpir en una intimidad de sopa de sémo­
la cuando Belarmino Mendoza se largó a hablar como si
alguien le hubiera acercado un micrófono, con un tono ur­
gente, cauto y monocorde que no elegía palabras para enfa­
tizar porque sobre todo temía detenerse para siempre. Así,
pisando una frase con los bártulos de otra, dijo que si
venían a pedir ayuda era porque ellos no habían recibido
educación y necesitaban un juicio certero y bien entrenado,
como las piernas de los ciclistas. No era que él fuese una
bestia, pero su mujer tenía razón cuando repetía que a
veces escuchaba poco a la niña. Aunque al fin y al cabo
qué iba a hacer, si ya lo había visto Ezequiel, la niña, Alina,
se expresaba con unas frases que más parecían serrín. Se
desvivían por entenderla, le compraban caramelos, vestidi-
tos, revistas con aventuras de la jungla para tenerla contenta
y sorprenderla en un instante de renuncio. No servía de nada.
Ya hacía seis meses que no hablaba como los cristianos, y
la verdad que tampoco como los ateos, ni como los ingleses
ni como los chinos, porque en Bardas de Krámer chinos no
faltaban y ellos bien que- se habían cuidado de llevarla a los
bares donde los amarillos se reunían a jugar al billar. Ése
no era el idioma de la niña. Rodeada de tazones de té, de
tacos manchados de talco, había pasado los deditos por los
tapetes, choc no psss hará, cosa así decía, empotrada en su
terquedad, cubriéndose la cabeza con los brazos o a veces
asombrada durante horas y horas. Y después, de mal en
peor. Comía, sí, o mejor dicho masticaba, pero de vez en
cuando estiraba la mano y volcaba una botella, y por anchas
que fueran las espaldas de la madre la pobre acababa fuera
de quicio. Mucho más desde que en la escuela les querían
hacer pagar, a ellos, que eran humildes, los quinientos dó­
lares que valía una pantalla de ordenador destrozada; por­
que, Ezequiel debía fijarse, ni siquiera las bonitas estrofas
del Himno a la Ciudad que los demás chavales aprendían a
requerir de la computadora aplacaban las repentinas histe­
rias de Alina. Más y más seguido le daban esos accesos de
tos, y entonces escupía una barahúnda de alaridos que in­
quietaban a los vecinos y contagiaban a la madre. Aquello
no era vida, tanto menos desde que el pedagogo del club
de yudo adonde la llevaban había recetado baños de agua
de alibur helada y sesiones de cuentos irlandeses con elfos
y gnomos. A juicio de Mendoza, los elfos eran una inmun­
dicia; el tratamiento no sólo había servido para encerrar
aun más a la niña en su testarudez de muía, sino para re­
volverle los sueños, y últimamente no había madrugada en
que no apareciera trepada al antepecho de la ventana, con
los ojos cerrados como con pegamento y la boca repleta de
bollos de palabras. A esas alturas Ezequiel había desistido
de alertar a Mendoza de que él no era psicólogo, quizá por­
que notaba que era la segunda vez en pocas horas que in­
tentaba alzar un cerco con la misma frase. Supo que no ha­
bía manera de defenderse. Mendoza, dándose por confesado,
rodó en un silencio acuciante desde el cual se puso a exa­
minar la bataclana de piernas largas que Alina estaba dibu­
jando. Zapatos, plop fisss clocló, ésta, ahí compra voy
Alina, decía la nena. Hasta que la mujer cubrió la brecha.
Como si le hubieran manado no de los ojos sino de las
cumbres empolvadas de los pómulos, dos pares de lágrimas
pesadas y tangibles como mandarinas rodaron a mojarle los
labios. La mujer se las tragó y dijo:
— Nosotros, señor, solamente queremos entenderla.
Ezequiel se desesperó por encontrar su pipa. Hacía tiem­
po que no la fumaba y dudaba si sabría encenderla, pero
necesitaba el calor del hornillo para simular que aún no lo
habían desalojado por completo de su aguantadero. Yo no
quiero ser una eminencia. Yo quiero irme. ¿Tiene algo de
malo? Todo el mundo quiere irse. Por lo menos las torres
siguen ahí. Un buen día voy a terminar agarrado a los an-
damios, cargando a hombros las versiones de mí que ya
murieron. La pipa estaba en el cajón de los sellos falsos.
— Yo, señora — dijo mordiendo la boquilla— , le agra­
dezco esta confianza. Pero si me permite ser honesto, no sé
qué puedo hacer.
— Usted es entendido en letras — dijo Mendoza. Pare­
cía extenuado. De la nariz puntiaguda le caían gotas de
sudor.
— Quizá lo mejor sea hablar con un médico.
— Yo conozco muchos médicos, señor Adad. Me sacaron
un pulmón.
A l in a se arrodilló en la silla y empezó a descargar golpes
de lápiz sobre el borrador de una solicitud consular. Eze­
quiel trató de decirle con un gesto que así iba a afear a la
mujer que había dibujado antes.
— Señora, cielo, fffrrrruuomm. Viajará — dijo gravemen­
te la nena.
— ¿Adonde? — preguntó Ezequiel.
— Sí — dijo la nena.
— ¿Ve usted cómo sabe tratarla? — dijo Mendoza.
— No seamos ingenuos — dijo Ezequiel. Mientras llena­
ba la pipa tenía la impresión de que le faltaba espacio para
mover los brazos. El tabaco estaba húmedo, además— .
¿Cuántos años tiene?
— Nueve — dijo la mujer— . El día que nos vayamos va
a ser una señorita. ¿Qué le va a pasar si en el extranjero
no la entienden?
— Tampoco la entiende usted, ni yo.
— Antes de la desgracia yo hablaba mucho con ella.
— ¿Hubo una desgracia?
— ¿Le parece a usted que no hay bastante? — dijo Men­
doza de golpe. Había apoyado una mano en el escritorio y
no sabía si dejarla. La mujer bajó la mirada— . Pero, bien,
seguramente mi esposa se refería a la confesión. Una confe­
sión no es una desgracia.
— No siempre.
— Vea, ocurre que la niña no es hija nuestra. N o... no la
engendramos, ¿eh? Y no se preocupe porque tampoco en­
tiende demasiado, la niña, digo. El caso es que su madre
estaba loca y ya había matado al primer niño que tuvo. Cuan­
do nació Alina, los psiquiatras del hospital se la quitaren.
Nosotros estábamos apuntados a una lista, y nos la dieron
para hacernos cargo. Hace dos años esa mujer, la madre
verdadera, parece que falleció. Así pues, nosotros decidimos
decirle la verdad a la niña, que ya estaba mayorcita.
Ezequiel dejó que el tercer fósforo se le apagara entre
los dedos. Fósforos y encendedores eran de las muchas co­
sas que la ciudad todavía estaba en condiciones de producir,
como si la costumbre de fumar la preservara de un castigo
peor que el cáncer. Pero los hacían muy mal, y el tabaco
norteamericano llegaba húmedo, y las más de las veces el
deseo ovillado en la garganta se diluía en una inútil per­
secución del humo.
— ¿Qué fue lo que le contaron?
— Hombre, todo.
— Se lo tomó muy mal — dijo la mujer buscando los
ojos de Ezequiel— . Se ahogaba de noche, orinaba en la
cama. Lo último que le oímos bien dicho fue que éramos
unos mentirosos.
La nena jugueteaba con un frasco de goma arábiga lleno
de clips; un rayo endeble del último sol le encendía el fle­
quillo y caía aplacado hasta los ojos esquivos.
— Esto bien hará, de Alina. Oj, lleva, en cuarto,
pluuum — dijo de repente mostrando el frasco.
— Claro. Bueno, creo que sí — dijo Ezequiel asustado, y
volvió a mirar a los padres— . Pasado el segundo Parte a
partir de ahora, los espero acá. Si les parece bien, la traen
y me dejan un rato a solas con ella.

Después deseó que la montaña de trabajo perpetuamente


acumulada se convirtiera en pulpa viva, y la pulpa en anti­
faz o careta, como si protegiéndose la cara del tiempo, ahora
desgranado, punzante, pudiera ignorarlo. De nada sirvió
que llegara Ramiro y, después de contar un sueño en que
le regalaban un escudo de antracita capaz de convertir en
lasers los rayos de sol, se confesara decidido a atajar a cuan­
to cliente apareciera antes de la cena. Ezequiel lo oyó te­
clear, abrir la heladera, destapar botellas de cerveza y
responder a los sucesivos pedidos que el señor Adad se con­
gratularía en gran grado de prestar sus servicios, pero que
ahora no estaba disponible. Redactó una carta de renuncia.
Era para un empleado bancario que confesaba voluntaria­
mente haber robado billetes de diez dólares durante un año
de resentimiento sistemático. Ezequiel lo recordaba bien:
un tipo enjuto y enérgico que a primera vista no podía
llevar cargos de conciencia en el pecho. Y con todo algo le
había pesado, una duda metódica o la ubicuidad de los es­
pías, y había terminado reconociéndose culpable cuando ya
le llegaba la hora de cavilar cómo usaría el dinero al salir
de Krámer. Ezequiel clausuró el último párrafo con unos
versos de Horacio sobre la fortuna. Yo la bendigo cuando
la poseo, / y si batiendo las alas de mí huye / le restituyo
aquello que me diera/ y en mi propia virtud encuentro abri­
go. Con semejantes hallazgos se ganaba la vida. ¿Pero en­
tonces la virtud abrigaba? Y al tacto, ¿cómo era? ¿Un
edredón de plumas o una frazada de follaje podrido? Ex­
traña palabra, virtud, con sonido a puntillas de corsé y
guiso de habas secas: atravesaba todas las habitaciones de
la historia como una viuda desvelada. Los pilares del puen­
te Fitz Roy parecían las piernas de un coloso partido en
dos por un obús. Bajo el cielo de grafito, detrás del parape­
to, los faroles rotos y los morros iluminados de los autobu­
ses interrumpían la continuidad de las torres. Con el cre­
púsculo se presentó la nostalgia de otra parte, pero también
volvieron la nena que chapurreaba protestas, Selva Iriba-
rren, el tiempo desmenuzado y la sombra de un tipo que
coleccionaba sentencias bíblicas. La única virtud que de
veras abrigaba era el trabajo, aunque Ezequiel no estaba
muy seguro de que diera suficiente calor. A él, que traba­
jaba por horror al vacío, un viento polar le recordaba de vez
en cuando que lo muy lleno era igualmente temible. Con
papeles había cubierto la ausencia de Sofía, y si no la había
reemplazado era más por negligencia que por devoción; por­
que el amor, no menos rígido que el basalto, permanecía
en la hornacina donde el fiel lo colocaba. Con el tiempo,
a lo sumo, iba desfigurándose. Volvió a llamar a Selva Iri-
barren. El mismo hombre viejo le informó que había ido a
una clase de gimnasia. Ezequiel colgó con tal violencia que
el teléfono despidió un quejido de urraca, como si alguno
de los espías que controlaban las líneas se hubiera cercena­
do los dedos. Le pareció que era hora de abrir la biblia. De
la segunda página del Cantar de los cantares manó un vaho
de sudor dulcificado, sándalo y salmuera. Has hecho latir mi
corazón, oh novia mía. La estela de algunos gestos era como
el espíritu de ciertas casas que Ezequiel había solido envi­
diar y a veces todavía recordaba: todo transpiraba amor al
sexo. Se preguntó cómo sería el hombre que había subraya­
do aquello. Voluble, más bien: porque algunas páginas
atrás, en el Eclesiastés, también había marcado que mejor
era la vejación que la risa y mejor la casa del duelo que la
del banquete. En todo caso, era imposible para cualquiera
subrayar los dos libros al mismo tiempo: nadie podía hacer
equilibrio entre el horror y la impostura sin ser un imbécil
o un desesperado. ¿Pero quién te dijo que es impostura in­
vadir a una mujer con versos? Después de todo, elegir la
Biblia es por lo menos un detalle de buen gusto. Y nada in­
dicaba que el pesimismo del Eclesiastés fuera horroroso
para todo el mundo. Estaba empezando a extrañar la iner­
cia de la espera cuando sonó el teléfono. Era Sofía. Durante
un rato largo cambiaron frases alrededor de los malos augu­
rios del Parte como dos bailarines tuertos intentando enla­
zarse por entre la brisa de un vals. Ella le preguntó varias
veces si le molestaba que se fuese a vivir a Recife: un bió­
logo marino quería llevarla de secretaria. Ezequiel le con­
testó que si algún día le tocaba salir iría a buscarla aunque
estuviera en Hong Kong. Era la primera mentira que se le
había ocurrido, pero la dijo con una emoción brusca y le pa­
reció que también ella se emocionaba. Después de colgar
supo que ya no iban a hablar todos los días. Sin ganas de
dejarle un mensaje a Ramiro, Ezequiel se puso el tabardo
y bajó. Tenía que ver a Tadeo.

P or supuesto, llegaría a deducir, Ramiro no podía haber


estado en la oficina pórque desde poco antes conversaba
con Chalukián en el bar pegado a la pista de los autitos
chocadores. La información, como casi siempre, le iba a
llegar por alguna vía abstrusa a partir de los despistes del
húngaro, razón por la cual no abundaría tanto en un diálo­
go seguramente oblicuo como en la cara de sorprendida
satisfacción que Chalukián había puesto mientras Ramiro
le señalaba una nena de unos diez años que los padres saca­
ban a la rastra del parque de diversiones. Y sin embargo
no todo habría sido entusiasmo, porque mientras los padres
buscaban la parada del ómnibus por entre los cachivaches
de los vendedores ambulantes, la nena, alzando la cabeza,
había descubierto las rabiosas letras amarillas con que, en
uno de los batientes de la puerta de Nuestra Señora del
Golfo, alguien había pintado p a s e s i n l l a m a r , e s t o y c r u ­
c i f i c a d o . La pintada no era muy grande, en realidad

apenas se distinguía entre los largueros de los tendere­


tes, pero en la nena había provocado una explosión de
hipos, alaridos y risotadas suficientes para convulsionar la
vereda entera y conjurar un destacamento de espías. Bajo
un tiroteo de miradas, el padre, lívido de obsecuencia, había
intentado taparle la boca para ceder después y comprarle un
enorme despertador con el dibujo de una jirafa en el cua­
drante. Con la cara reluciente de rabia, pero al fin callada, la
nena se había abierto paso entre espías y vagos como si el
tiempo de juguete encerrado en el reloj la transportara a
unos centímetros de las baldosas. Y Tadeo, probablemente
satisfecho, había abandonado la cacería del Empecinado
para volver a su casa y, de casualidad, llegar bastante antes
que Ezequiel.

D el bullicio desafinado de Plaza Soberanía, una garúa hecha


de luces lacerantes, intercambio de información falsa y zonas
de oscuridad controladas por el mármol de los rascacielos,
Ezequiel escapó en el Sexto, un ómnibus color turquesa que
parecía surcar las calles del antiguo centro financiero como
un vestido de raso. Apenas se sentó en el primer asiento em­
pezó a cabecear. Iba a visitar a Tadeo, pero él no era el que
era sino un gallo blanco de riña. El húngaro le ofrecía un
tazón de caldo y él, repugnado, fingía beberlo pero a la pri­
mera de cambio se iba a un rincón a picotear las paredes. Lo
despertaron el dolor de cabeza, el asco, el tedio. Volvió a
cerrar los ojos cuando pasaban por la Plaza del Desarrollo.
Pero esta vez, en lugar de paredes, frente a él había un
largo panorama de inmóviles campos de maíz sólo interrum­
pidos por la cruz vacía de un espantapájaros. Bajó en la
Estación Central. En una época el edificio había sido una
copia triunfal de la Gare de Lyon, pero hacía algún tiempo,
a fuerza de verla decaer, un alcalde había tenido la idea
de convertirla en un inmenso aviario de acero y cristal es­
camado de escarcha. Habían taponado con acrílico la boca de
entrada de trenes y adentro, entre caldenes requemados,
rocas porffricas y copos de algodón, habían fabricado un
lastimoso lago de agua salada sobre el cual aleteaban gavio­
tas, cormoranes, halcones, patos y avefrías. Torturados de
aburrimiento, cuando no se despedazaban contra las vigas, los
pájaros chillaban a coro una lóbrega melopea ininterrumpida.
Ezequiel paró atropelladamente un taxi. Se hizo dejar diez
cuadras más lejos, en una de las veredas anchas de la avenida
Rappaport, la entrada más directa al Barrio Sur. A doscien­
tos metros se abría una plazoleta circular de grava desnuda,
con una especie de dolmen en el centro y un laberinto de
callejones ciñéndole la retaguardia. En esas calles, apretadas
como muelas, se multiplicaban unas construcciones prolijas,
de dos pisos, ventanitas con cortinas americanas y paredes
de estuco. El Barrio Sur había sido uno de los orgullos
de Bardas de Krámer; y aunque el éxodo lo hubiera castiga­
do, nadie se atrevía a entrar en él a fuerza de prepotencia
salvo un grupo de mapuches llegados no hacía mucho, a con­
trapelo, con los pies roturados de llagas, desde la reserva
andina donde el gobierno argentino los condenaba a la
desnutrición. Ahora algunos indios ocupaban departamentos
sin dueño, otros vivaqueaban en los containers y unos cuan­
tos más alzaban sobre el pavimiento chozas de caña que le
peleaban la calle a los vecinos. Por mucho que llevaran el
hambre en las caras de pergamino, sabían resistir cualquier
despecho encerrados en el silencio. El único que confraterni­
zaba con ellos era Tadeo, y eso a pesar de que una familia
entera se hubiera apropiado de la portería de su consorcio
y cocinara haciendo leña con sillas robadas. En realidad, lo
único que a Tadeo Fakas le quitaba el sueño, menos por
miedo que por odio a las diversas facetas del arma policial,
era la posibilidad de que los espías se le acercaran, aunque
también sabía' que ellos no iban a ocuparse de desmanes
menores. La otra cosa que le daba miedo era que alguna
vez lo incluyeran en el Parte de Salidas y, descubriendo que
no cumplía su destino de dicha, lo fueran a buscar para sa-
cario de los fondillos. Por eso había armado en el vestíbulo
y las primeras piezas de su departamentito un sistema de
barricadas hecho con adoquines, pedazos de postes, restos
de muebles provenzales, bases de tórculos y chasis de lava-
rropas, y provisto de un sistema más o menos controlable
de pasadizos, como si llegar a la ciudad le hubiera costado
demasiado esfuerzo para abandonarla sin inconvenientes. De
ese esfuerzo algo había entrevisto Ezequiel en los deslices
de la parla del húngaro. A lo que se infería, Tadeo había
sido economista, técnico en planificación de alguna coopera­
tiva cerealera y más tarde representante del Ministerio de
Agricultura de su país en una comisión demasiado deli­
berativa de la u n e s c o . Cansado no se sabía bien si de las
cifras o del aparato estatal, había aprovechado una excur­
sión a Ginebra para huir a Italia, prematuramente, decía a
veces, y colocarse como asesor del Partido Comunista, in­
veterado jugador de ajedrez y violinista vergonzante. Del vio­
lín, si no la sonoridad, quedaba al menos la presencia, algo
incómoda, en un ropero adonde también habían ido a parar
una botella artesanal de Chianti, un ejemplar de La coscien-
za di Zeno, otro de los Viajes de Gulliver en francés y un
estuche que, según él mismo aseguraba, nunca había abierto
después de comprarlo y contenía una pulsera de cuentas de
murano. Si era cierto que le gustaban sobre todo los cuar-_
tetos de Bartok, no era improbable que un día se hubiese
cansado lo suficiente como para firmar un pacto con un
diablo perdulario y entregarle el alma a cambio del anoni­
mato y una aceptable provisión de raíces. Después de esqui­
var el bulto por segunda vez, justo cuando en Italia los
comunistas hacían las mejores elecciones del siglo, había lle­
gado a Montevideo en un carguero danés y empleado un
tiempo en convertirse en la mezcla demiúrgica de albañil,
ebanista, plomero y electricista que los italianos llamaban
ingeniero. Quizás el diablo también le hubiese anticipado
que en Krámer el petróleo iba a agotarse; de otra forma
no se explicaba que hubiera elegido esa ciudad para diseñar
su nicho. Pero ahí estaba, y cuando no se le ocurría ejercer
el terrorismo hormiga saboteando los televisores de los
clientes, no se ganaba mal los garbanzos reparando inodoros
o trucando contadores de luz. Del resto de su vida, las ma­
ñanas las destinaba a cultivar una relación amable con el
mundo: metido en una pieza, entre pilas de diarios que
formaban la coleción entera de La Prensa entre la guerra de
1914 y la de 1939, elegía un ejemplar a la marchanta y lo
leía de punta a punta; así informado, salía a ocuparse de
otras cosas. La barba desaforada, los anteojos carcomidos
y esa costumbre de meterse camisa y pulóver adentro del
calzoncillo daban la impresión de que estaba loco. Ezequiel
aceptaba que sí, que incluso ese pasado entre telones podía
ser la fábula de un paranoico para ocultarse de sus envene­
nadores. Pero como construcción, después de todo, tenía su
grandeza, y a él le gustaba visitarlo porque, entre su propia
desesperación por salir de la ciudad y la tendencia del hún­
garo a la parálisis corporal, se creaba una zona de vacío
chisporroteante, narcótica y neutra que casi siempre se re­
solvía en temperancia.

Cuando llegó caía una llovizna helada y las ramas de las


araucarias agitaban la noche con un ruido gomoso. Sin
dejar de mirarlo de arriba abajo, los mapuches siguieron
sentados en la entrada de la portería. Arriba, el húngaro
lo recibió en bata, canónico, cordial, anudándose de apuro
la corbata de agasajar.
— ¿Ajedrez o damas, Escriba? Tadeo ya estaba esgun-
fiado de tantos aparatos.
— Lo que gustes. Incluso podemos hacer palabras cru­
zadas, si te da la gana. Pero antes que nada dame algo de
tomar.
— Tengo botella de grappa bien colmada, que la com­
pré a precio de milagro. Te ofreceré lo que te mande la
avidez. No cada día apetece el olvido.
— ¿Querés olvidarte de algo?
— Acá no soy Tadeo el que tengo cuitas.
Tuvieron que hurtar el cuerpo a patas afiladas de mesi-
tas de té y lunas esmeriladas de armarios y baúles llenos de
piedras. Al final del pasillo, saltando una pila de colchones,
dejando atrás la pieza de los diarios, se entraba a una sala,
mitad taller, mitad alcoba de Gargantúa, donde el húngaro
libraba su cansino combate contra émbolos, transistores,
bobinas, moho, carcoma y mierda de ratas. No había ningún
sillón libre. Ezequiel se sentó en una alfombra de piel de
oso que hedía a desinfectante y el húngaro en su taburete.
— ¿Y eso qué es?
— La inminente clepsidra de Tadeo, no bien logre for­
mar dos conos apenas truncados y los suelde. Gajos de
tiempo, Escriba, segmentos arbitrarios, un cacho de orden
en la caos. La caos es hembra. Las mujeres lo sospechan,
como tuve oportunidad de notar cuando de niño veía hacer
bordado a mi madre, puntito tras puntito dando armonía a
un espacio blanco, una sábana para no ir más lejos. La
grappa la tenés a tus espaldas. ¡Como felino!
— En serio que no quiero emborracharme. Lo que pasa
es que afuera hace un frío de ordago. No hay nada especial,
Tadeo. Tenía ganas de charlar.
— Vos sos muy Casanova de las palabras, creo. Un
amante bárbaro. Amante de la vida, del esfuerzo continua­
do, de las recompensas, del orden laboral sos amante. Sem-
bra que anche de las mujeres sos amante. Tadeo, deduzco,
por la carucha que traés, digo: ¿líos con Sofía?
— No sé. No toquemos el tema.
— ¡Ja! ¡Hoy no te llamó!
— A veces sos agotador. — Ezequiel agarró la botella
por el cuello y sorbió un poco de grappa. Después se quedó
mirando la flor de vida dibujada en la etiqueta— . Sofía dice
que se va a Recife a hacer de secretaria de un biólogo ma­
rino. Es mejor trabajo que el que tiene ahora.
— El aire marino es una bazofia, Tadeo, juro. Excita los
nervios, reseca la piel. Lamentable hecho. Lo siento. Pero
no tanto. ¿Irremediable?
— ¿Y a mí qué carajo me preguntás? Yo qué sé. Se va
a Recife, que es lo mismo que Dakar o Río Cuarto. Pero
es cierto, ya no va a ser.lo mismo.
El húngaro inició un movimiento, quizá para sacarse los
lentes, pero no lo completó, como si dudara de que valiese
la pena ver más claro.
— Siempre fuiste muy apegado a ella. Cual estampilla,
aun en la distancia. Y sin embargo, cuando decís que te im­
porta cáptote mintiendo. No te duele nada, Escriba. Por
cierto, te has ensombrecido.
— No me siento sombrío.
— Será el velador, pues. Explícame, ¿cuánto te costaría
seguirla hasta el Brasil? Supe saber que es país de compla­
ciente clima, despampanante lujuria. Ciudad maravillosa,
todas lo son, ahí.
Ezequiel pasó la mano por la alfombra y la levantó gris
de polvo y acero limado.
— Vos te imaginás mejor que yo que de acá no voy a
salir nunca. A veces pienso que me va a tocar, o me olvido.
Pero no llega. No llega.
— Bueno, Escribita, no te me emociones. Tadeo noto
que estás encerrando un gato y el gato te ha meado el
brazo. Tadeo soñé, además, que tenía muchos gatos en casa
y no encontraba el alimento justo para hacerlos grandes, y se
volvían chiquititos.
— Yo soñé que era un gallo.
— ¿Viste a la mujer de la biblia?
— Sí. Vino a pedirme consejo.
— ¡Algarabía! Hete aquí el gato.
— ¿Qué estás diciendo?
— Fina mujer, ¿no, Escriba?
— Así es. Muy linda. ¿Pero sabés qué quiere? — Eze­
quiel se levantó sin soltar la botella y en dos pasos se topó
con el escritorio. Como no podía seguir caminando, aceptó
darse vuelta pero no se sentó. Frenético, confundido, meti­
culoso con la grappa, le contó la conversación con Selva
Iribarren y también la historia de Alina Mendoza. El hún­
garo lo escuchaba sin hacerle mucho caso, limpiándose la su­
ciedad de las uñas con un destornillador, como si esa misma
tarde un locutor de radio hubiera expuesto las dos historias
en un programa consagrado a la familia. Pero por entre los
hierbajos de la barba, mitigada, desteñida en los labios, Eze­
quiel vio asomarse una sonrisa pudorosa.
— ¿Es linda esa mujer, Escriba?
— Ya te dije que sí. Bueno, no sé si es linda. Pero yo
la miré todo el tiempo. No paraba de mirarla. Te diría in­
cluso que, según parece ahora, toda la vida no estuve hacien­
do otra cosa que recibir encargos de ella.
Tadeo rezongó. Sin levantar la cabeza, se aflojó un poco
el cinturón.
— Hay que ver las ganas de macanearse que tiene la gen­
te. ¿Y la nena?, Tadeo inquiero: ¿tiene pequitas y esos
adminículos?
— Te juro que no entiendo qué tiene que ver.
— Mucho, acaso. O nada. Supongo que aceptaste am­
bos dos trabajos.
— Y, sí. Pero andá a saber si me convienen. ¿Cómo voy
a hacer?
El húngaro le arrebató la grappa y se sirvió un chorrito
en un vaso de latón. Cuando de nuevo empezó a hablar, se
le formaron pompas de saliva en los labios.
— Trabajar como un marrano de lima a luna no es digno.
Digno es interesarse por las cosas.
— ¿Querés que lo anote?
— Non c’é bisongno. Ahora bien, Escriba, mientras bra­
ma el deseo Tadeo te pregunto: ¿se pueden maridar dife­
rencia y solidaridad? Porque vos sos un individuo manifies­
tamente ambicioso.
— No estoy tan seguro.
— Y sin embargo, parecería que estás cambiando de
piel — dijo el húngaro como si no lo hubiera escuchado, y
se levantó de un salto bastante ágil para sus casi noventa
kilos— . Es mi voluntad que me acompañes abajo. ¿E s­
tamos?
El olor a ossobuco y grasa de cerdo de los caldos que
cocinaban los mapuches, le pareció a Ezequiel, era como
puro oxígeno después de la peste del departamento. Salie­
ron a la puerta del edificio. En el muro de la escuela de
enfrente, medio borrada por el obtuso trabajo de la Brigada
de Limpieza, parte de la pintada del Empecinado seguía
calando la oscuridad.
— Trabaja como una máquina — dijo Ezequiel con el
tono resbaladizo de un párroco.
— Está pintando media ciudad, Escriba. Tadeo estoy
al tanto. Hasta la puerta de la Catedral, enchastróla.
— Bueno. ¿Y qué?
— ¿No te admira?
— Es raro.
— Qué farsante sos. Qué mariquita. De sopetón flore­
cen mujeres con biblias, panfletistas, y ni se te ocurre pre­
guntarte si no está pasando algo. Qué miedoso.
— ¿Qué tengo que hacer? ¿Un cocktail de agradeci­
miento?
— Nomás pido que te ocupes de la mujer. Atendeme:
Tadeo perseguiré al Empecinado. Por caminos no euclidia-
nos, en varias dimensiones. Con férrea decisión. Y ya voy
venteándolo. Y alentador, curioso sin embargo, es que él me
envía señales, escurridizo el muy atorrante. Me pone a prue­
ba. Me invita a correr. Yo soy su lector.
— Vos no sos capaz ni de correr un caracol. ¿Pensás
agarrarlo?
— Noooo. Muy diferencia, Escriba. Muy diferencia. El
Empecinado éste necesita a Tadeo; y yo, y nosotros, a él.
Por cuestiones de respiración. Cualidades tenemos de ges-
talt, de equipo de trabajo inservible. Esta tarde casi lo pesco
en Plaza Soberanía.
— Ma sí. Déjalo tranquilo. No puede pasar nada peor.
Ni mejor.
— Lo que tenés de peor, Escriba, es que no te gusta la
competencia. Pero para Tadeo ese Empecinado es el primer
hombre libre de la ciudad.
Ezequiel entornó los ojos para distinguir las pocas letras
que aún palpitaban bajo el velo de la llovizna. La brigada
de limpieza trabajaba a conciencia.
— Puede ser. Pero yo no soy un hombre libre. Yo quiero
irme.
Tadeo lo empujó contra el marco de la puerta. Los len­
tes mojados, el aliento ronco, se quedó observándolo como
si Ezequiel fuera un motor sin desperfectos que se negaba
a funcionar.
— No tenés convicción. Te creés mal tu papel. ¿Qué
pasa? ¿Sos útil? ¿Servís a la comunidad? ¿Purificás el len­
guaje de la tribu? ¿Te ganás la vida con un esfuerzo hon­
rado? ¿De veras te pensás que hay algo como podría ser la
sinceridad, digamos? A Tadeo el Empecinado me gusta, Es­
criba. En cantidad. No pinta máximas: hace observaciones.
Ezequiel le hundió una mano en la barriga para que se
apartara. Después, mientras subían la escalera, entre el frá­
gil resplandor de una bombita desnuda y el silencio ominoso
de los indios, se detuvo para mirarle los ojos. Eran estraga­
dos, huidizos como los ojos de los locos. Pero no tenían la
culpa de que él necesitase agarrarse al pasamanos para no
caer rodando como una valija vacía; porque ese mareo
que ya conocía era otra ventolera de tiempo: el asedio del
pasado verdadero. No bien llegaron al taller se apropió de
la botella.
— Si me pongo a pensar — dijo— no puedo creérmelo.
Pero a veces tengo la impresión de que me deben algo.
— No yo, Escriba; no Tadeo. Y no obstante te quiero
bastante. Claro que he visto morir a más de uno alelado de
haber sido siempre el mismo. ¿Eso no te da miedo, ser
momia?
Ezequiel dejó la grappa sobre un cajón. Iría por el cuarto
trago y ya estaba sintiendo acidez.
— ¿Y vos te atrevés a preguntármelo? ¿Vos, que sos un
vegetal? Esta ciudad de mierda no fomenta las iniciativas.
El húngaro se aflojó el nudo de la corbata como quien
vuelve de una cena profesional.
— Dale, Escriba, te juego a las damas — dijo— . Más
tarde te cabrá ver a la Selva susoscrita, ¿emboco?

Ezequiel contestó que iba a pensarlo pero no pensó nada.


Ganó varios partidos que al húngaro parecían importarle
tanto como el nivel de la nieve en los Alpes suizos, aceptó
comer el potaje de garbanzos de incalculable antigüedad y
más tarde se durmió sobre la piel de oso, arropado por el
humo rancio de un cigarro. Lo invitaban a una fiesta en
una casona neoclásica, pretenciosa, intrincada, donde la do­
tación de camareros zarrapastrosos perseguía a los invitados
como si pretendieran envenenarlos antes de verse despedi­
dos. Un mayordomo calvo, amarillento, con vidriosos ojos
de cocodrilo, se le pegaba de tal manera que en un momento
de distracción él le daba un codazo y, viéndolo doblado en
dos, se escabullía por un pasadizo adornado con paisajes bos­
cosos y marinos. A la carrera, con un nudo en el estómago,
desembocaba en una alameda encendida por el crepúsculo.
Se trepaba a un árbol y en una rama altísima encontraba a
una mujer de ojos claros y nariz respingada que hablaba de
lo maravilloso que era nadar. Brevemente él sentía la fres­
cura del agua, el escozor de la sal, y seguía mirando a la
mujer. Llevaba una especie de caperuza o tal vez un rebozo
blanco, aunque prestando más atención él se daba cuenta de
que no era exactamente una mujer sino un estornino gris
claro. Se le ocurría que con un poco de audacia podía con­
quistarla, pero ella, dejándole el adelanto de un gesto dulce,
se despedía para alzar vuelo más allá de las copas de los ár­
boles. La ascensión, muda y repentina, arrebataba miles de
hojas, y las hojas, él lo notaba, eran pájaros también, y las
ramas quedaban desnudas y de pronto era día pleno y des­
pejado. Se lavó la cara y bajó a la calle dejando atrás los
inconmovibles ronquidos del húngaro. Aunque ya no llovía,
la luna era poco más que una mancha de verdín. En el um­
bral un mapuche miraba cómo dos perros hirsutos se dispu­
taban una pila y enfrente, en la vereda, un maestro con el
paraguas abierto sacaba a jugar a varios de los chicos del
colegio. Ezequiel se detuvo a observar el edificio, un para­
lelepípedo de ladrillos con escaleras metálicas pintadas de
verde que se enlazaban por el lado de afuera. Pese a que en
la cumbre había un asta de la cual colgaba lacia la bandera
de la ciudad, la construcción parecía más un monasterio
para expertos en medios de información que un recinto de
aulas, como si lo único que cupiera enseñarles a esos pibes
titubeantes fueran diversas formas de dejar el futuro en sus­
penso. Casi al borde de la plaza del dolmen, un taxista le
ofreció llevarlo a una sala de masajes exclusiva y alejada.
Como no recibía respuesta, se puso dos dedos en la boca y
chifló; desde una esquina llegó corriendo, medio descoyunta­
do, un travestí que propuso una felación en coche por cinco
dólares. Era un travestí demasiado flaco; del bolsillo del cha­
quetón le asomaba una barra de pan. Ezequiel dijo que pre-
feria caminar. Hasta cierto punto era verdad y, sin embargo,
apenas el coche se alejó con el travestí adentro empezó a
arrepentirse. Apurando el paso llegó a las cabinas telefóni­
cas que se sucedían en la avenida Rappaport. Ninguno de los
cinco teléfonos que probó funcionaba, de modo que compró
una lata de cerveza en un quiosco y la fue bebiendo camino
a la Plaza del Desarrollo, entre presentimientos de atraco y
una ansiedad que le dolía en la base del cuello. No supo
por qué había necesitado más alcohol, él, que por lo general
tomaba vino rebajado, hasta que con el oído pegado a un
auricular al menos no destripado se preguntó si Selva Iri-
barren no estaría casada. Afuera de la cabina, desdibujado
por chicles y retazos de propagandas, el Monumento al
o v n i segregaba una elástica luminosidad de algas macera­

das. Era un simple cilindro granate, alto y tachonado de


clavijas, que sostenía un cuerpo amorfo de polietileno, trans­
parente y grávido de gas e incandescencia. Cualquiera de
los habitantes del barrio que lo rodeaba hubiera jurado que
era un acto de justicia: con distintos grados de simpatía,
todos habían recibido la visita distante de una nave ilumi­
nada; todos creían que las leguas peladas de la Patagonia
eran el cosmodromo predilecto de muchos alienígenas. Pero
Ezequiel pensaba que el memorial no pasaba de ser una
ofrenda echa a la venganza por el miedo que los proceres ha­
bían sentido al escaparse de Krámer. Probablemente porque
se habían forrado de un día para otro, los tipos tenían sus
supersticiones, y la plaza entera había sido una propina, un
regalo ni siquiera más valioso que los destacamentos inter­
nacionales. O que él mismo y Carmelo Ildebrandi, dos tipos
llegados en tiempo de recesión camuflada con la vaga idea
de prosperar en trabajos administrativos. A los dos la clau­
sura de la ciudad los había pescado absortos en el esfuerzo
de salir adelante; después, un poco de compasión mutua los
había llevado a asociarse en un estudio, y la falta de respeto
a convertirse en enemigos. Cuando con el tiempo, las afren­
tas y el detenimiento advirtieron que la gente iba perdiendo
la costumbre de escribir y recurría a ellos, por otra parte
con una recatada ilusión, Ildebrandi pensó en pulir el estilo
hasta la ostentación para hacerse con algún ahorro fuerte,
mientras Ezequiel respondía al nuevo culto con disciplina y
fervor, como si de veras alguien le hubiera legado una an­
torcha. Los dos se equivocaban. Si Ildebrandi llegó a juntar
una buena cantidad de dólares, las cajas fuertes inviolables
que después se puso a fabricar se vendieron menos que los
diarios en esa ciudad de desmemoriados. Y Ezequiel, que no
gozaba con la mala pata del ex socio, por su parte fue com­
prendiendo que su escritorio de asceta no era tanto un san­
tuario como una trinchera donde crecían los hongos de la
espera. Por supuesto que Selva Iribarren podía estar casada.
Ni un mechón castaño ni una mueca zumbona traducían
separaciones ni hastíos, al menos no tan literalmente como
para correr el riesgo de amarlas a primera vista. El viejo
que atendía el teléfono podía ser un padre esclerótico pero
también un marido paternal, y por lo poco que Ezequiel
sabía sobre los impulsos de protección, nada impedía que
además fuese celoso. Vio la oficina devastada. Se imaginó
con una herida en el labio y el pañuelo húmedo de pus.
Salió de la cabina y se echó al garguero la poca cerveza que
quedaba. Arriba de los edificios que reverenciaban al o v n i ,
el amanecer dibujaba máscaras votivas en una pantalla de
nubes bajas. Entró a la cabina y marcó el número de Selva
Iribarren; alguien descolgó el auricular en un punto ignoto
de la línea, dando entrada a una retahila de eructos y carca­
jadas y advertencias. Ezequiel colgó y volvió a marcar. Esta
vez atendió ella. Dijo que claro, que no tenía problema en
tomar un café con él en La Rosa del Desierto.
Una cosa iba a recordar bien Selva cuando llegara el des­
pués, y sería que la marihuana de Chalukián le había re­
vuelto la cabeza. Había salido del restaurante cortando el
hilo de una monserga sobre las oportunidades y el oportu­
nismo, matizada hasta lo inaudito con gestos de contrición
del armenio y toses imperativas de ésas que, le explicaría a
Ezequiel, eran una de las especialidades de Lorna. Lo que
necesitaba tener en claro sobre el valor de Ezequiel Adad
ya lo había digerido antes de que la hierba la trastornara, y
para ver cómo los gobelinos se iban derritiendo entre volu­
tas de humo no valía la pena quedarse en la mesa. De ma­
nera que había salido a caminar bajo un cielo morado, as­
queada, insegura, miedosa de la soledad. Había buscado
primero un cine, después una cabina para llamar al viejo
y por fin un bar con movimiento. Pero al rato de pasear por
una galería, entre vestidos de saldo y patotas inofensivas y
mesas plegadizas donde se jugaba al siete y medio, las
náuseas o la necesidad de calor la habían llevado de vuelta
a la peluquería. Mecánicamente, tarareando canciones de los
Rolling Stones como quien mastica una vitamina, había la­
vado cabezas, diagnosticado seborreas, manipulado tijeras,
lociones, ruleros, secadores y dinero y estrechado manos
agradecidas, preguntándose mientras tanto por qué todo
exigía tanto tiempo, convencida de que una vez renovado
el inaprensible pacto con Chalukián todo lo que hiciera se
iría prolongando, agotado o hecho polvo, hacia el tácito
horizonte de las torres. No podía quedarse quieta ni aplicarle
un freno a la rueda del miedo. Había decidido dormir en el
sofá de la trastienda. Una banda de gángsters capitaneados
por Barbara Streissand y una especie de basquetbolista negro
forzaban la puerta de su casa para desvalijarla, a pesar de
lo cual ella, con inquina y satisfacción, se revolcaba con uno
de los asaltantes, un tipo retacón, en las baldosas del baño,
y la sensación era fuerte, daba risa y ganas de morder, pero
sólo hasta que comprendía que en realidad la estaban dis­
trayendo para mortificar al viejo. Lorna, inclinada sobre el
sofá, le había asegurado que no pasaba nada. Incluso le había
puesto en la frente un pañuelo perfumado, con tanta bon­
dad, con tal lentitud encandilada, que Selva había creído
recuperar la emoción de quererla. Abrazadas, las dos habían
llorado en silencio como si todos los líquidos de los cuerpos
se les hubieran convertido en licor y después se habían re­
galado una noche de descanso. Pero a Selva descansar no
le gustaba, o no se lo permitía, o había olvidado cómo hacer
para permitírselo. De la peluquería a los plátanos podados
de la placita Irigoyen, del paisaje subterráneo donde tocaba
una banda de heavy metal al cielo azabache del barrio Santa
Cruz y el Parque de los Confines, con el reloj en la mano
y los párpados bajos se había auscultado los ritmos de la
sangre, los reflejos, la memoria, deteniéndose solamente
para tomar jugos de fruta, hasta presentarse llena de ener­
gía a la clase de karate. Con algún cargo de conciencia, no
obstante, porque hacía tiempo que no se entrenaba y el ka­
rate era una parte trascendental del entrenamiento sistemá­
tico, lento y pertinaz que quería administrarse; el resto
estaba hecho de intrincados cálculos de ahorro, cursos de
inglés por radio, nociones de diseño de modas y una entrega
confiada al desenfreno, como si la vida afuera de Bardas de
Krámer prometiera ser una exhibición de oportunidades
amenizada por fiestas rutilantes. Porque si de algo Selva
estaba segura era de sus ganas de huir de la ciudad, y no,
se diría Ezequiel más tarde, como huye un gemido del pecho
del canceroso, sino con la fresca, violenta integridad con
que la boca de un chico despide el soplo que apaga las velas
de cumpleaños. Después de los porrazos de la clase .se había
metido en el sauna y al salir había caminado desde el gim­
nasio hasta su casa envuelta en una levedad que, le sorpren­
dería recordarlo, le había devuelto la conciencia enamorada
de tener una piel. Del silencio y la oscuridad incompletas
había visto surgir un hombrón canoso, desharrapado, maci­
zo como una puerta antigua y embrutecido de intemperie
que le había salido al paso enseñando un cartel intermitente
que parecía colgarle del esternón: l a d r o g a e s m u e r t e ,
titilaban las letras como lamparitas de Navidad, con tal
maníaca insistencia que Selva, descubriendo en un zaguán
la cara cuadrada de un espía, se había obligado a dedicarle
una inclinación. Se había librado del brete con soltura pero
no sin rabia, y la rabia se había transformado en repulsión,
y la repulsión nuevamente en odio. Unos metros más ade­
lante se había dado vuelta para gritarle al espía que ya se
iba a arrepentir o hacerle un corte de manga, no estaba muy
segura. Teniendo en cuenta que después del almuerzo en el
Biarritz las mejores perspetcivas volvían a depender de Cha­
lukián, no sabía bien a qué le venía esa audacia ridicula.
Sólo lo supo cuando antes de darle el abrazo de bienvenida
el viejo, los ojos castigados por la conjuntivitis, le dijo que
un señor había llamado dos veces, que había dejado el nom­
bre de Adad. Selva había pensado en la biblia, en el hom­
bre que se la había dejado, en el que ahora la protegía, y
había rogado por la lealtad de los dos a su dios particular,
una foto a todo color de James Dean que sobre la cabecera
de su cama representaba la persistencia de las cosas vivas.
Eso hasta el amanecer, cuando el viejo había empezado a
mojar el parquet con la misma laboriosidad con que en otros
tiempos regaba las plantas de un jardín, y a ella apenas le
había alcanzado el tiempo para arrebatarle la regadera, sa­
cudirlo suavemente y atender el teléfono que ya sonaba por
segunda vez.

E l café escaseaba, como escaseaba el azúcar y era impre­


visible la clase de mermelada que a la única fábrica de con­
servas se le ocurriría producir cada mes. Así que Ezequiel
tomaba mate cocido, la mirada repartida entre los desolados
espejos del mar, las guardas de las alfombras y el parco
ajetreo de la calle. Un aire salado y cristalino multiplicaba
los ruidos: escapes de motos, barredoras, chillidos de un
patio del colegio, el chapoteo de los pies de un grupo de
aerobistas dando vueltas a la plaza con pulóveres que pro­
clamaban l a SALU D e s d e c e n c i a . Hubiera podido decirse que
la ciudad estaba viva de no ser por la radio que desde el
mostrador diseminaba macabros compases de sinfonía. Un
tumulto de tractores o algo peor: la demolición de una cate­
dral por obra de una topadora. Era la segunda vez que Eze­
quiel oía esa música y, aunque empezaba a entender las
palabras del coro, Veni creator spiritus, no le resultaba
tranquilizadora. Mahler. ¿Será Mahler? ¿A qué infradotado
se le ocurre? Le costaba sostener la taza sin temblar. Pero
no era culpa de Mahler. Volvió a mirar la calle. Por la es­
quina de la avenida Europa, con un sacón de astracán, pan­
talones negros y una larga bufanda roja, Selva Iribarren
avanzaba a pasos cortos, como si tuviera miedo de perder
las historias que se inventaba o entre su altura y el frío
existiese una ecuación difícil de resolver. La vio cruzar dos
calles, entrar arreglándose el pelo marrón, sentarse frente
a él, pedir té, entretener la mano derecha con la pulsera de
bronce que le apretaba la muñeca izquierda. No sabía qué
decirle, y debió demostrarlo.
— Vi la torre Eiffel — dijo ella de golpe, casi en el
mismo tiempo que le insumió encender un cigarrillo— . Yo
conocía de casualidad a un ascensorista y él me invitaba a
trepar. Con las manos y los pies, así, ¿ves? Pero a medio
camino me caía. Al Sena, me caía, por suerte. Vos me mi­
rabas desde la orilla, pero más entretenido te parecía el
diario que estabas leyendo.
— Yo no sueño con gente conocida. Bueno, muy difícil­
mente.
Ella soltó el humo por la nariz y sin crisparse dejó de
jugar con la pulsera.
— No te estaba contando un sueño.
Fugazmente, Ezequiel pensó que le costaba entender a
esa mujer, no sólo porque fuera mujer sino porque era
virtualmente incomprensible, como si un mecanismo mudo
de adaptación la hubiera llevado a imitar aspectos arbitra­
rios de la ciudad. Por ese camino iba a seguir cuando se dio
cuenta de que la estaba impacientando.
— Claro, a veces es difícil distinguir. En mi caso siempre
son sueños. Hace un rato, a la noche, estaba en una fiesta,
en una mansión inmensa, y los mozos se me pegoteaban.
Tenía que escaparme.
— Qué poca valentía. Me parece, ¿no? O a lo mejor te
dan miedo los hombres.
— Hasta cierto punto es cierto. También la torre Eiffel
me da miedo.
— Por lo menos sos sincero. — Más atrás del humo,
Selva se cubrió la sonrisa con la taza. Si alguien la hubiera
observado mejor que Ezequiel, habría descubierto que lu­
chaba por empezar a divertirse— . ¿Sabés una cosa? Venía
dispuesta a no abrir la boca hasta que no hablaras vos. Pero
después pensé que así nos iba a ir mejor. ¿Te molesta que
te tutee? Vos también podrías.
— Claro que puedo. — Ezequiel movió el cenicero, sa­
biendo que en realidad no era tan simple. Notó que el cris­
tal tenía costras de parafina. Alguien lo había usado para
asentar una vela— . Tengo la impresión de que desde el otro
día cambiaste — dijo con esfuerzo.
— No, no. Estaba cambiada el otro día. Yo soy así, como
ahora.
— Y además no me explicaste todo.
Selva volvió a acomodarse la pulsera. Después se echó
atrás el mechón que le tapaba la frente.
— Te juro que no entiendo nada.
Hubo un silencio muy largo. La sinfonía se interrumpió
en medio de un clamor de trompas y la radio empezó a
transmitir un partido de algún deporte.
— Selva... Te voy a llamar Selva, ¿de acuerdo? Bueno,
vos no me dijiste que había más partes subrayadas.
— No veo qué tiene de importante. ¿Cuáles más?
— El Eclesiastés.
— No sé qué es eso. Ni lo había mirado — dijo ella con
una media risa ronca— . Yo leí solamente la parte del espo­
so y la esposa. El señalador estaba ahí y me pareció precio­
so. Así hay que quererse, ¿no? E s... extraordinario. Com­
para a la mujer con un lirio de las llanuras.
Ezequiel trató de imaginarse cómo habían sido los ojos
de ella mientras leía el Cantar por primera vez.
— Sí — dijo— , pero el otro libro es diferente.
— Yo no te di dos libros.
— Cada parte de la biblia se llama libro, no sé si me
explico. El capítulo anterior, digamos. Es el Eclesiastés, dicen
que lo escribió el rey Salomón. Es muy distinto. También
está subrayado, me entendés, y es muy distinto.
La taza de té aterrizó en el plato y la cucharita manchó
el mantel.
— Claro que entiendo, Adad. No soy estúpida. Si es
distinto, vos te arreglarás. Para eso te voy a pagar.
— Muy bien, veo que estamos de acuerdo. Lo mejor va
a ser que me vaya a trabajar y te llame cuando tenga alguna
novedad.
— Sí, va a ser mejor. ¿Qué pretendías? ¿Que te diera
una carpeta con informes?
— Evidentemente, no.
Iba a levantarse impulsado por una clase de desaliento
que desconocía, cuando sobre la mano con que estaba to­
cando el cenicero sintió la mano laxa de ella, el frío de la
pulsera, una señal reticente que daba la impresión de pro­
venir del aroma del té.
— Perdóname, Adad. De verdad, perdóname. Yo tam­
bién quiero saber más.
Ezequiel sacó un cigarrillo. Usó la mano que ella había
tocado, cosa que estuvo a punto de no perdonarse.
— ¿Quién era el que te dio el libro? — dijo, mal pre­
parado para enfrentarse con una sonrisa repentina.
— Salgamos de acá — dijo Selva— . Esta mesa es enorme.
Mientras sostenía la puerta abierta para que ella pasara,
Ezequiel tuvo la sensación de que algo formado con partes
de los dos quedaba mal unido en el bar amplificado por
los espejos. Una vendedora de lotería clandestina se les
acercó en moto, envuelta en la luminiscencia verdosa que
proyectaba el o v n i de nylon. La primera en alejarse fue
Selva. Ezequiel buscó una señal en el giro del sacón negro
y la siguió hasta la esquina. La avenida Fraternidad los tra­
gó a los dos en una relente de sol indeciso; era la calle más
ancha de Krámer y como no tenía árboles la perspectiva
dejaba ver, por un lado, una agrupación de torres de pe­
tróleo inertes contra el cielo como marionetas inarticuladas
y, por el otro, el ocre de unas lomas azotadas por la sal.
No habían avanzado cincuenta metros cuando de la mano
que a Ezequiel le colgaba del cuerpo se aferró otra mano,
errante y sin embargo imperativa, fría solamente por el
frío del aire, que le chupó la fuerza, la decisión y el poco
pasado que se atribuía. Había en la palma un sudor leve de
excitación, le pareció, de excusas desoídas, y él no sabía
qué hacer, si apretarla o besarle las uñas o probarle un
guante. Siguieron caminando callados. Adelante, a unos cien
metros, una muchedumbre escasa y compacta chillaba ante
una enorme pantalla de vidrio instalada en el centro de la
calzada. Estaban transmitiendo un partido de fútbol, pro­
bablemente el mismo que Ezequiel había oído en el bar,
y la gente abandonaba el trabajo como cada vez que tenía
un argumento para abordarse mutuamente con preguntas.
Se le ocurrió que podían pararse un rato a mirar: quizá así
llegarían a decidir algo. Pero Selva ya estaba hablando.
— Hace mucho, bueno, hace bastante, yo estuve casada
— dijo, sin dejar de enseñarle el perfil. Todo lo que Eze­
quiel veía era el viento que le enmarañaba el pelo— . Fran­
camente, no me acuerdo bien, pero estoy segura de que no
era mal tipo, mi marido. El único defecto grave era que se
quejaba. A mí la gente que se queja me revienta, y él, no
sé, se pensaba que era San Sebastián y la gente vivía cla­
vándole flechas.
— Yo soy hijo de judíos.
— Pero igual conocerás las vidas de los santos.
— No lo digo por eso.
— ¿Y por qué lo decís?
— Está aceptado que los judíos son especialistas en
golpearse el pecho y echarle la culpa a los demás. Una es­
pecie de tradición.
Por un instante Selva volvió los ojos, tal vez para pro­
tegerlos de los aullidos de dos ambulancias que se precipi­
taban rumbo al gentío.
— Mi marido tenía sus razones para quejarse. Estaba
convencido de que me amaba más que yo a él. Era muy
fogoso... Fogoso, se dice, ¿no, Adad? Muy tierno... Muy
honrado. Yo siempre me negué a tener hijos. Los chicos no
me gustan. Bueno, lo que pasa es que no me gustaría via­
jar cargada de mamaderas, y como sé que tarde o tempra­
no me va a tocar salir... Si no lo supiera me tomaría un
frasco de Valium y hasta otra. Con el pobre hombre fui
malísima. Él me pedía amor eterno y yo no decía nada. Así
que cuando un día lo nombraron en el Parte, se fue sin
saludarme, el ganso.
En ese momento, no antes, Ezequiel tuvo urgencia de
que de la boca apenas entreabierta saliera una pregunta, algo
como una ofrenda mínima o un arrebato grabado en una
medalla. Pero ella seguía hendiendo el viento, la barbilla
hundida en la bufanda roja.
— ¿El te dejó el libro?
Selva paró e hÍ20 girar el cuerpo. Las puntas de la
bufanda, el pelo arremolinado, los faldones del sacón on­
dearon en un mimbo, o eso creyó Ezequiel, como aletazos
oscuros de pájaros creados por la luz. Se les soltaron las
manos y quedaron frente a frente.
— No, Adad. El libro me lo dio una persona extraordi­
naria.
Más tarde Ezequiel pensaría que alguna mueca compun­
gida debía haber hecho, como si le estuvieran achacando
ser una verdadera piltrafa, porque Selva dio un paso atrás
y, con la espalda pegada a la pared, se defendió con una
sonrisa inconclusa. De los párpados tensos, del brillo de
mica en los ojos y de la boca recta atraída por la comisu­
ra, hubiera podido asegurarse que estaban pendientes de
algo común, a veces inadvertido, como el comienzo de la
lluvia o los movimientos de la arena en un médano. Las
manos hundidas en los bolsillos, Ezequiel optaba por dis­
traerse en otras cosas. La pared era lo que quedaba de una
farmacia derruida; sobre el revoque agrisado se había for­
mado un gobelino de afiches trabajados por el clima: bote­
llas de Martini, la cara de una muchacha rubia con bigotes,
una mezcla de telas, vasos, cigarrillos, sexos de tinta
verde, desgarraduras, ampollas del papel y el cemento
que podían transformarse en bayas, frasquitos, cascarones,
amperímetros o estropajos según la voluntad de dirigir el
ojo. Ezequiel pensó que sólo los pómulos de Selva tenían
sustancia verdadera. No del todo aterrado la vio despegarse
del escenario y acercarse a él. También una pintada se dis­
tinguía aún en la pared: t e n g o h a m b r e , se iban esfu­
mando las palabras color naranja. Las dos ambulancias vol­
vían levantando un revuelo de papeles a fuerza de sirena-
zos, pero la boca era firme, exigente, activa, y Ezequiel tuvo
que ocuparse de recordar cómo era un beso. Después se dejó
llevar igual que un hombre confiado en las zonas de ruina
o de inocencia que sólo su doble puede intuir. Debajo del
pelo, el cuello de Selva se abría como un cofre, algo para
husmear y reconocer. Ella se prestó un momento al abrazo
y volvió a separarse. Ezequiel extrañó en seguida la presión
de los pechos a través de la ropa. Cuando ella dijo que a su
casa no podían ir, él, sin entender, bamboleándose empezó
a caminar hacia el gentío. Ella lo siguió casi a la carrera.
Volvieron a pasar las ambulancias. Por alguna razón, Eze­
quiel reparó en que arriba, en el cielo, un sol pálido se
enfrentaba a una luna de lavandina. Dobló en la primera es­
quina y paró un taxi. En el asiento se siguieron besando
espiados por el chófer y fumaron sin ganas para no tocarse.
De pronto el tipo insultó a un barrendero. Sobresaltado por
el grito y el bocinazo, Ezequiel asomó a otros estratos de
la realidad por entre un ramaje de olores ácidos. El taxista
se reía. Selva apoyó la cabeza en el respaldo como si descan­
sara de una carrera en un laberinto y se restregó la frente
con la mano de Ezequiel. Bajaron en la puerta del edificio
de la calle Sinatra. En la vereda de enfrente, entre el polvo
troquelado y las fachadas relucientes, el camboyano y Ra­
miro jugaban a los dados con un muchacho medio idiota
que vendía chupetines. Aunque el partido fuera lento, Eze­
quiel los había visto otras veces y sabía que se vanagloria­
ban de no estafarlo; se llevó aparte al secretario y le expli­
có que podía tomarse libre un rato largo, que en realidad
tenía la obligación de no volver a la oficina en todo el día.
La forma extravagante y altiva con que Ramiro torció el
cuello le hizo castañetear los dientes; que había trabajado
como un tanque, argumentó el secretario, que en ausencia
del jefe había sudado atajando a la clientela, y repitió tres
veces: Usted no suele ausentizarse tanto. Ezequiel lo igno­
raba. Volvió a cruzar la calle, agarró a Selva del brazo con
suavidad, con una profusión de tartajeos que ella parecía no
oír, y subieron a la oficina. Mientras ella espiaba papeles,
jugaba con las teclas de la máquina de Ramiro y distraída­
mente se sacaba la ropa, Ezequiel se preguntó si no sería
cortés mostrarle algún libro. También de eso dudaba, de
manera que pasó del despacho de Ramiro al suyo y de nuevo
a la salita bajando persianas, despejando sillas y vaciando
ceniceros en los canastos, como si combatir contra las apa­
riencias del desorden le asegurara que entre él y esa mujer
ahora silenciosa iba a flotar una pura armonía. La voz de
ella le recordó con una reconfortante placidez que no se
había sacado el tabardo. Entonces lo colgó del perchero, y
como aún le quedaba convertir en cama el sofá de los clien­
tes se apuró a separarlo de la pared con una retahila de
tropiezos. Y ya estaba por preguntar si ponía o no la radio
cuando ella lo abrazó por atrás, clavándole los dientes en
el cuello, arrugándole el pulóver, sofocándolo con hebras
de pelo retinto, o castaño, nunca llegaría a distinguirlo, re­
gándolo de sabor a tabaco y a té y a saliva ácida. De alguna
forma él consiguió darse vuelta. Riéndose, despeinada, des­
nuda del todo, Selva extendió la cama, dijo algo sobre los
prólogos y lo empujó al colchón. Después, Ezequiel pudo
haber sido más feliz con sólo desoír esa música, rústica,
atiplada, que desde el centro del cráneo le repetía que las
piernas de una mujer eran más poderosas que cualquier
sueño de voluntad, que tener sensaciones, alentarlas y dejar­
las vivir en paz no era un trabajo sino una de las bellas
artes. No llegó a librarse de la cantilena, ni del clamor de
engranajes que la acompañaba, hasta que Selva lo besó con
la boca ya muy seca y le dijo que no se riera pero que
necesitaba darle las gracias. Ezequiel se impuso el tacto
de no preguntarle por qué. La dejó dormir y, oyendo la
respiración acorralada, mirando el reflujo de los pezones, los
hombros un poco estrechos, los riscos blancos de las cade­
ras, se quedó dormido él también. Sordo, emperrado, el
teléfono sonaba para que él atendiera y escuchara una voz
amarga que le vaticinaba días de frío y de cansancio; casi
al mismo tiempo entraba a la oficina una mujer escuálida,
de dedos larguísimos y vientre vaporoso; compadecido, él
se ponía a su disposición aunque secretamente temía que
ella le propusiera un trato sexual. De repente, junto con el
puente Fitz Roy, un barrio entero de la ciudad se derrum­
baba entre polvaredas de terremoto. Pero no había terre­
moto ni destrucción, y el polvo volvía a asentarse y la mu­
jer se desvanecía en el aire menudo de la oficina, entre
clips y telarañas y manchas de lacre, y él empezaba a sen­
tirse débil. Lo despertó el frío: Selva lo estaba abrazando,
las piernas cubiertas con el tabardo, el flanco iluminado por
la resistencia de la estufa. Intentó pensar qué tenía ganas
de hacer, pero como si el esfuerzo de él la hubiera expulsa­
do del sueño, Selva abrió los ojos. No habló: gritó. Sabía
que era la hora del Parte. Ezequiel encendió el televisor y
fue a sentarse en el sillón de Ramiro, con los codos sobre
el escritorio y los ojos atisbando por encima de la máquina.
Vio cómo Selva se arrodillaba en el colchón, cómo apoyaba
las nalgas en los talones. Con la espalda recta y los ojos
aguzados, la cabeza ladeada como la de un chico que obser­
va los incomprensibles juegos de un gato, enredaba y de­
senredaba un mechón de pelo que le caía sobre el hombro.
Tenía en las pupilas un brillo de betún y en las clavículas
un sudor oleoso. Escuchó en trance una propaganda de li-
cuadoras alemanas, escuchó también dos compases del him­
no de Krámer y si al aparecer en la pantalla la cara del
alcalde se apretó el torso con los brazos no fue por el frío
sino por la unción que nacía de una turbia correspondencia.
El alcalde, que parecía saber siempre que todos eran él,
recitó diez apellidos con sus nombres. Mientras la imagen
se borraba, Selva, incorporándose, apagó el televisor.
— Hijo de puta — dijo— . Basura inmunda.
Después caminó hasta Ezequiel y se le sentó en las
rodillas. Lo besó como si buscara esconderse en el sótano
de cualquier cuerpo que no fuera el suyo.
— ¿Tenés sed? — dijo él.
— Quiero que me ayudes — dijo ella con una risa ana­
crónica— . Y que sepas que la persona que me dejó la bi­
blia no tenía pensado regalármela. Se llamaba Leopoldo, ese
hombre, sabés, Adad. Yo estaba enamorada de él. ¿Vos es­
tabas enterado de que en Krámer hay gente que organiza
fugas?
— Lo que sé es que la Alcaldía da quinientos dólares de
recompensa a los que denuncien movimientos en las ori­
llas. Pero me parece raro que alguien quiera escaparse. Se
ve que prefieren seguir esperando la lotería.
— Estás mintiendo. Vos sabés de todo. Y si no sabés,
en el fondo importa muy poco. Yo conozco a uno de ésos
que organizan, lo hace porque le gusta la plata pero tam­
bién por simpatía. Leopoldo era un manojo de nervios.
E ra... No sé, tenía una fuerza fabulosa. Le gustaba reírse,
comer bien, probar de todo. Era como que para él cada
momento estaba repleto de placer. Bueno, y yo conocía a
este hombre, un empresario, que será un poquito tenebroso
pero no se chupa el dedo.
— ¿Qué quiere decir que no se chupa el dedo? — Eze­
quiel no dejaba de acariciarle la espalda, alucinado, absorto,
pensando que tener una mujer desnuda en las rodillas era
todo una responsabilidad.
Ella miraba los lomos de los biblioratos.
— Leopoldo no hubiera aguantado quedarse en esta ciu­
dad podrida, y yo tampoco quería. Nos íbamos a volver...
dos calaveras. Dos escuerzos. Las cosas frustradas son re­
pulsivas, entendés. Como teníamos dólares ahorrados y a mí
mi vieja me había dejado unos diamen tes, le pedimos a ese
hombre que nos sacara. Leopoldo tenía que salir una noche
y a la noche siguiente me tocaba a mí. Pero la cosa no
funcionó bien. No funcionó, puta madre, no sé por qué, no
me preguntes. Y me quedé igual que antes, sola con una
biblia subrayada. Es lo único que tengo de él; me la había
prestado. Ahí debe estar lo que no tuvo tiempo de contar­
me. — Agarró la cabeza de Ezequiel con las dos manos y la
sacudió como si fuera un cuerpo completo, con corazón y
temblores y estómago— . Pero te juro una cosa, eh: yo no
me doy por vencida. No, Adad. Ahora menos que nunca.
A Ezequiel le estaba costando mirarla a los ojos. Tenía
pavor de que sonara el teléfono y vagamente, como si fuera
una cuestión a resolver por bedeles, se preguntaba si la ofi­
cina seguía siendo la de siempre. De golpe las manos lo
soltaron. Selva se levantó y él oyó los pasos descalzos y las
bisagras de la puerta del baño. Después, escuchándola ori­
nar, se dio cuenta de que el murmullo blanco, metálico, sos­
tenido, acallaba los otros ruidos como en un concierto la
música suspende los comentarios. Sonó el teléfono y Eze­
quiel decidió dejarlo sonar hasta que se cansara. Al tercer
timbrazo, sin embargo, Selva se plantó al otro lado del es­
critorio. Se había puesto un pulóver de Ramiro.
— ¿No vas a contestar?
— No.
— Cómo me revienta la gente que se asusta — dijo ella,
y descolgó. A dos metros de distancia Ezequiel pudo oír el
chasquido en la otra punta de la línea y la renovada nota
neutra— . Colgaron. ¿No se cansan de meterse en la vida
de todo el mundo, esos cornudos?
— Seguro que no eran espías, Selva. Debía ser mi mujer.
Hace mucho que no la veo. Mucho. Creo que ahora vive en
Brasil.
— ¿Crees? — dijo ella, y empezó a vestirse.
Ezequiel se sintió suficientemente tranquilo como para
responder moviendo la cabeza. Entonces se acordó de que
habían estado hablando de otra cosa.
— Selva, eso que me contaste, la fuga, ¿cuándo pasó?
— No sé — dijo ella estirando el pantalón— . Vos reíte,
pero no tengo la menor idea.

También Ramiro se preparaba para instantes de esplen­


dor, qué duda cabía, aunque con menos denuedo, y siempre
con esa clarividencia de pelagato que le permitía no entre­
garse maniatado a la limosna de la puerta abierta al mundo.
Por eso trabajaba también en algo que a veces llamaba la
bodega y otras el frente interno, traficando antibióticos para
redondear el sueldo, espiando a los espías para acumular
ristras de datos que les regalaba a sus amigos como certi­
ficados de invulnerabilidad, rastreando chismes, coimeando
funcionarios, barriendo tinieblas y fundando amistades in­
quebrantables en borracheras donde además se apostaba por
el olvido y los aspectos nobles de la vagancia. En los inter­
valos quemaba fuerzas en los autitos chocadores o frecuen­
taba una casa de masajes tailandeses o derramaba fruición
en su hobby predilecto, un curso de informática por corres­
pondencia que le absorbía las horas de melancolía y le lle­
naba los sueños de amplias oficinas amoquetadas en las
alturas de Dusseldorf. Ezequiel sospechaba que el secreta­
rio no tenía confianza en esos sueños, pero ignoraba qué
hacía con la desazón, motivo por el cual en el mismo des­
pués en que se pondría a atar cabos no conseguiría atribuir­
le un itinerario fijo para la mañana y la tarde que él había
pasado con Selva. Probablemente se había dejado sobar por
Chalukián. Más que seguro era que hubiese ayudado a
montar un puesto furtivo de pase inglés a la salida de una
función de cine, acechado a lo mejor por el húngaro, que
a veces jugaba el juego de la contrainformación. Y en todo
caso, y esto a Ezequiel le causaría risa y escalofríos, se habría
encontrado con Carmelo Ildebrandi, por no saber en qué
divertirse, por pellizcarle un poco de verbosidad, y le ha­
bría contado, a la espera de una retribución aquilatada, que
su jefe se había agenciado una amante.

Cuando Ezequiel volvió a abrir la puerta encontró un fel­


pudo de tarjetas hexagonales, de ésas que él mismo dise­
ñaba e imprimía un amigo de Tadeo, que significaban har­
tazgo, urgencia y un trabajo que a la larga no podía desde­
ñar. Pensó que ya los llamaría y llevando a Selva del brazo
se alejó por el pasillo donde dos clientes faltos de tarjeta
se habían tumbado a dormir. En la calle ya era de noche.
Quizá porque caminaba afirmado en la cintura de una mu­
jer a Ezequiel le pareció que Sinatra, las tiendas desveladas
del Paseo Marsella y la explanada de la Plaza Soberanía
estaban cargadas de augurios, como si por un acuerdo de
principios los habitantes de Krámer hubieran decidido que­
mar la obediencia y el aire marino centelleara en la oscuri­
dad. Pero no puede ser verdad: devaneos de panfilo. Ahora
sería el momento de pararme a mirar lo que pasa y arran­
carle algo. Pero Selva se negó incluso a ver qué tenían de
nuevo los vendedores de la catedral. Del otro lado de la
plaza, en el amasijo de calles donde se aglomeraban los
edificios públicos, entre colas de aspirantes y cámaras ca­
mufladas, se cruzaron con un rebaño de aerobistas munidos
de sus correspondientes anuncios. Apretada contra Ezequiel,
mortificada por los empujones, Selva apartó de un codazo
en la espalda a un rubito sofocado. El muchacho sonrió y
siguió trotando parejo, obligado por la multicolor propa­
ganda de zapatillas que llevaba entre el pescuezo y la cin­
tura. De la mano, casi corriendo ellos también, llegaron a
la plaza De las Rotas Cadenas y ahí, en un restaurante
griego, cenaron entre lámparas con pantalla de esparto. Mi­
rando por la ventana, Ezequiel descubrió que enfrente, en
la vidriera de una sastrería, una pintada en letras amarillas
decía n o s e a f o r r o : h á g a s e r e s p o n s a b l e d e s u c a r a .
Para evitar que la comida se le atragantara seriamente,
no hizo comentarios; se redujo a esperar que Selva
no girara demasiado la cabeza. Como no encontraban
de qué hablar pero tampoco podían separarse, más tarde
se metieron en el cine Algueró, una sala alta y oblonga que
en vez de butacas tenía divanes para que los espectadores
eligieran entre la película de turno y sus sueños. A juzgar
por las manchas dispersas en los tapizados, cuando no se
soñaba con la película se hacía trabajar el cuerpo. La pe­
lícula, una comedia de enredos postmatrimoniales más o
menos hipócrita, impulsó a Ezequiel contra los muslos que
al lado de él, apretados por la loneta negra del pantalón,
despedían un fulgor de barniz. A más que tocarlos no se
atrevió: Selva festejaba los desencuentros de la pantalla con
carcajadas bruscas. Pero a medida que la comedia caía en el
sopor empezó a restregarse contra él, menos por pedirle
algo que por ofrecerle su olor. Esa ternura no duró mucho.
Cuando los protagonistas empezaban a reconciliarse en una
estación de esquí, de la garganta del foro saltó un gorgo­
teo de Interferencias, crujidos y carraspeos y el diálogo se
transformó en una tromba de voces olímpicas, suplicantes,
temerarias, después heraldos de un eclipse sobre montañas
de hielo. Ezequiel pensó que era Mahler. Y si ya le estaba
irritando reconocerlo, más le molestó perder el calor. Selva,
cerrando los ojos, dijo que era una música muy hermosa.
En seguida los protagonistas reanudaron su discusión como
si un director les hubiera exigido que atacaran en lugar de
los bronces. Ellos ya se habían cansado de cine, de modo
que salieron a un cielo negro como una toga. Sólo entonces,
porque Selva le explicó que ya no podía quedarse, Ezequiel
supo que trabajaba en una peluquería de la calle Venecia.
La acompañó, y el resultado fue sorprenderse del desparpa­
jo con que entraba, segura de no recibir un solo reproche.
Entendió algo más cuando ella le presentó a la dueña, una
hija de ingleses, no de escoceses, llamada Lorna Mac Der-
mott que se manejaba con eficiente cordialidad, una mujer
de una belleza tenaz, cultivada y madura y ojos amarillo
verdosos como el Pernod. Era amiga de Selva: muy amiga.
— Lorna es la esposa de Orlando Chalukián — dijo Sel­
va— . Y él es la persona que nos va a dar apoyo, Ezequiel.
Antes de ofrecer la mano, Lorna titubeó como si Selva
hubiera revelado algo grave. La mano que le dio a Ezequiel
fue la izquierda, porque la otra la tenía inutilizada. No hubo
nada más. Selva volvió con Ezequiel hasta la puerta. Con
el mentón apoyado en el hombro de él, le acarició el pelo.
— Los hombres se creen que una necesita demostracio­
nes, sabés — dijo con una voz baja y ausente— . Que le
gustan los números de trapecismo, o los disfraces de gladia­
dor. La mayoría son unos tarados. A vos te quiero porque
no te hace falta nada de eso. Vos sabés otras cosas y con eso
te basta. Ahora sos lo que me ayuda.
— ¿Estás segura?
— Me hacés sentir bien.

Retrocediendo por Venecia buscó la avenida Del Cabo ,y


unas cuadras al oeste volvió a desembocar en la Plaza de las
Rotas Cadenas. En la claridad espesa del amanecer, acre y
amarillenta como crema cortada, los tilos rehuían la pers­
pectiva como verdes copos de lana metálica. La grava, las
veredas y el pavimento estaban cubiertas de escarcha y Eze­
quiel se internó en las callecitas del centro administrativo
con la impresión de que esa alfombra transparente multipli­
caba la exaltación que podían robarle las paredes de piedra.
No quería perderla: lo ayudaba a recordar. Con las manos
hundidas en los bolsillos del tabardo, haciendo bolitas con pe­
lusas y papeles viejos, intentaba silbar algo, una melodía pare­
cida a la de Piel canela, mientras repasaba el perfil afilado de
Selva, los valles de las caderas de Selva, el perfume de la
nuca, la risa insensata, categórica, los cuencos de las axilas, el
vello de las axilas, la amalgama de tozudez y oferta que des­
cansaba en los labios finos de Selva. Decididamente era un
silbador calamitoso, pero no iba a permitir que ese fracaso le
rebajara la dignidad. Porque de la dignidad le estaba llegando
la alegría punzante, más dolorosa al mezclarse con el can­
sancio, y no de las horas que había pasado amando un cuer­
po sobre un colchón desparejo. O quizá de las dos. De las
dos, si tengo en cuenta que primero ella me prendió fuego
como a un cacho de estopa y después me habló bien, como
yo esperaba desde hacía tanto tiempo, tanto, aunque no me
lo confesara, de pelear por mantener cierta grandeza contra
el tiempo molido y el perdulario Ildebrandi. Asedios. Ato­
nía. Confabulaciones baratas. Si durante años no le hubiera
tocado escuchar confesiones desapasionadas, tal vez no se
habría dado cuenta de que tenía un ataque de soberbia; pero
había visto muchos fanfarrones y sabía que si ahora volvía
con ínfulas a encerrase entre misivas y suplicatorios era por­
que creía que una mujer no sólo lo amaba sino también lo
admiraba. Una boludez, a lo mejor; y sin embargo cuando
se presenta el terremoto conviene ponerse bajo el marco
de una puerta. Selva es una puerta. Yo soy una puerta. ¿Con
picaporte? Quiere que la ayude, yo que hago sordera con
las reglas de sintaxis y servicio cívico con la pena y con el
mundo de ahí afuera una beca que nunca se me ocurre re­
clamar. Cuánta inercia, Dios mío. Ella rompería a pisotones
la limosna, la dádiva, la beca, el don, divino y todo, lo
devolvería sin darse cuenta. Lo que le gusta es asaltar. ¿Me
equivoco? Preferentemente con arma blanca. ¿A qué quiere
que le ayude? El río que bordea esta ciudad está casi seco,
y no hay fondeaderos con barcos que brillen como cráneos
desnudos, barcos que esperen o salgan a pescar, y pasa una
película entintada de petróleo rancio, y en los travesanos
de las torres flamean esqueletos de una estirpe de virreyes,
y es a lo lejos donde se hincha el resplandor de la vida que
decide, las ciudades donde pasa algo. De este lado, antes
de los pantanos las lomas y los cañadones y el óvalo astral
del horizonte, de este lado de los montes enanos, del canto
de plata de las calandrias, mucho antes de las olas que aba­
ten palos mayores y del estrecho que suelda dos océanos y
de los vientos huracanados y de las playas complacientes, en
la frontera de los glaciares, un paso antes de insalvables
fallas geológicas, de bruces contra el asfalto rugoso, entre
cimientos húmedos hurtados al carbón fósil y los quebóni-
dos, aquí donde volaron pterodáctilos y nueve mil siglos des­
pués levantaron sus toldos los onas y quinientos años des­
pués las gaviotas se acercan a picotear inmundicias, yo sólo
conozco la aceptación. Señor don Jorge Alberto Míguez,
Paseo del Velódromo 125, 8.° H. Estimado amigo: tal como
le anticipé con anterioridad, el inmueble que usted viene
ocupando, sito en la calle Granada, 842, y que ha pasado
a propiedad de mi hija Birgitta Svensson, debería estar en
condiciones de. Mierdas, pavaditas hechas con la alta de­
dicación que nunca me retribuyen. Estima. Ella me da lás­
tima. Es lógico que pida ayuda. Pero bueno, ¿a qué quiere
que le ayude? ¿A escaparse? ¿A odiar Bardas de Krámer?
¿A escaparse del odio? Quebónidos. Fémures de plesiosau-
rios. Una bala en la carótida de un indio. Cuajarones de
sangre en las morenas. Así se levantaron edificios. Nunca
pensé en esto. ¿Qué quiere, ella? No sabe. Pelandruna. Y
además no sabe el miedo que me da verla nada pobre, el
pánico con que le mordí los hombros, como si de una vez
por todas de una vez por todas es decir una vez y nunca
más porque en el fondo no hay veces los acontecimientos
delicada palabra dan origen a las veces las paren, moldean
y sostienen como si por una vez o evento u ocasión hubiera
signos favorables, es decir: como si el esgunfio con que vivo
en Krámer se hubiera convertido en ardor, en trama, en
plan, en vileza y ganas de ejercer vileza. Eso es lo que ella
vio. Seducción, gualicho, los de ella. La retama, la mandrá-
gora, fibras dé llantén, poción que rezumaban sus pezones,
y yo a beber dale que dale y ahora ella se figura que sé lo
que es el odio. Me toma por versado. En inquina. Yo. Nunca
hice nada por salir. O no es que no hice nada: ni imagi­
nármelo quise. Largas, jubilosas siestas sobre la gloria puer­
ca que la ciudad me concedió, yo su azogue, yo la esfera
invertida dando al espíritu de Bienvenido Krámer gracia y
sinuosidad y a sus herederos el malentendido de la expresión
yo Ezequiel el que a través de Dios fortalece olvidando su
condición de exiliado limando las aristas del panal plantando
la exigua perfección de la gramática entre los acostumbra­
dos al desencuentro. Tiene un nombre de profesión: buro­
cracia. Mimetismo. Y ahora resulta que no quiero: nada de
criar gusanos y alimentar larvas de gusanos, nada de trans­
formarse en baba inaprensible, leve tornasol y más luego
en seda. Ninguna seda será amable en este predio, en ningún
predio donde se marchite el azar. Yo quiero salir. Lo esta­
ban pisando. Había quedado detenido en el medio de una
muchedumbre enervada que ante la puerta del consulado
sueco esperaba órdenes de ingreso, y una mujer con un chico
en brazos se le estaba estacionando sobre el zapato derecho.
A empujones logró bajar a la calzada. Nunca terminaba de
imaginarse por qué deambulaba esa gente entre puertas
cerradas. Lo único claro era que alimentaban lobbies ino­
cuos, se llenaban los bolsillos de folletos con paisajes, les
daban de comer a unos agentes catalizadores que no acele­
raban ningún trámite y, a veces, recurrían a él para que les
llenara formularios, sobre todo el espacio dedicado a las
observaciones, el más largo, el más enigmático. Un orde­
nanza vestido con los colores de bandera canadiense lo
obligó a retroceder. Ezequiel se escabulló por una callecita
de nombre problemático donde la luz creciente no atinaba
a instalarse. Faltaba poco para llegar a la Alcaldía. Él tam­
bién quería salir. Y sin embargo, ¿quiero salir? ¿Quiero
salir, mercachifles, cafishios del progreso económico, púa-
nacos de la planificación social, fantoches, malparidos? He
buscado la humildad, no pretendí otra cosa que no transar
con la opulencia, me abracé a la sombra tierna del limone­
ro en el fondo de la casa. Yo amé a Horacio, cuyo dulce
cántaro nunca fue inclinado y creí creer que un dios pru­
dente envolvía con la noche los sucesos del tiempo venide­
ro, riéndose, el decrépito, y como Horacio quise ser dueño
de mí mismo, o algún día en todo caso cruzar el Egeo en
frágil botecito de dos remos. No era mala política. Pero mi
Dios, no el mío, ése al que le debo el nombre, nunca fue
prudente: tiene pueblos elegidos, y el que está entre los
que él selecciona contrae deudas. Qué locura para un judío
imitar a Horacio. A pesar de todo la humildad no era mala
política. Tampoco muy resistente. La boca de musgo de
una mujer alcanza para derrumbarla. ¿Alcanza? Claro que
alcanza, qué va a alcanzar si no, qué va a valer la pena. Si
me lo pidiera me fugaría con ella. Afuera, en el mundo, todo
es nutricio, todo germina, dicen, y el tiempo golpetea en
ciclos comprensibles. Puede ser. Paitaría saber si es eso lo
que ella está sugiriendo. No fue clara. Lo primero que pi­
dió, lo muy primero, fue que le dijera algo sobre un desco­
nocido, un hombre extraordinario. En una de ésas ya lo
olvidó. Puede que ni siquiera lo haya conocido. ¿Se lo habrá
inventado? ¿Y por qué extraordinario? Veremos: lo tengo
en un libro, en las manos, en rayas de lapicera. No lo tengo.
Eso me pidió, antes de acostarnos. Y me dio placer por ha­
bérmelo pedido, como regalo después del regalo de un es­
pectro, como grabándome algo en la cara: el tejido mutable
y escabroso de que están hechos los espectros. Así me amó,
y me lo merezco, después de tanto trabajar: como si yo fuera
un polo de comparación, a lo mejor el puente mismo. Así
se me acerca. Y no sabe que de espectros yo también tengo
carradas. Entre espectros me lavo la cara, me afeito y bos­
tezo y voy al cine, y lo que tengo de judío incluso es fantas­
mal. Ni siquiera entiendo bien la Biblia. Mi mujer, también,
una visión; mis dos hijos; y además está Tadeo con su
Empecinado. Nada material toco que no sean ristras de
palabras y tal vez esta mujer. ¿Voy a ayudarla? Paso, apa­
recidos, o salgan a pelear: vengo solo, chillando, imbécil y
desnudo como un recién nacido. Colada por nubes de esta­
ño, una luz de nácar rebotaba contra la cabeza de Bienve­
nido Krámer. Ezequiel cruzó la Plaza Soberanía, dejó atrás
un grupo de espías que simulaban matear junto a un buzón
y avanzó hacia el hotel. En la planta baja había una confite­
ría. Entró.
E n el hall, detrás de una mampara, adivinó al hombre de
nariz de buitre que ya había visto charlando con Ramiro en
la calle Piaff. Pero de lo que siguió entonces, raramente,
nunca llegaría a confirmar si había pasado esa mañana, la
siguiente o una mañana o una tarde cualquiera de las que
se irían encadenando. Según el gusto decretado por el fun­
dador, también la confitería del hotel estaba forrada de es­
pejos. Como guardianes de un panóptico inabarcable, en
una decena de cámaras inexistentes se repetían las lámpa­
ras decó de base pesada y corona triangular, los separadores
de cristal opaco enclavados en bronce, las jarras espigadas y
el sueño conjunto de los que verdaderamente dormían do­
blados sobre las mesas, oficinistas y pasadoras de apuestas
y mozos empeñados, como casi todo Krámer, en confirmar
que las horas del amanecer eran benignas para el descanso.
Un naturista prohijado por el Alcalde se había llenado de
dólares propagando esa teoría en consultas colectivas, pero
como algunos recalcitrantes la rechazaban en el bar tam­
bién había un televisor de cincuenta pulgadas que emitía
una película italiana de terror. Ezequiel acertó a ver un
vientre abierto en cruz y oyó un grito de espanto. Buscó
una mesa apartada. Se equivocó: donde parecía no haber
nadie, dormía una nenita que de a poco se iba resbalando
de la silla al suelo. Era Alina. Fláccida, menuda, dos dientes
asomándole por el labio de arriba, los brazos largos y flacos
se le habían trabado con los de madera manteniéndole la
espalda pegada al asiento. Maravillado, Ezequiel se dio
cuenta de que movía los pies de un lado para otro, como
si un hipnotizador le hubiera pedido que bailara claqué.
Habría dado cualquier cosa por saber qué soñaba; a lo
mejor todos sus héroes hablaban como ella y buscaban an­
tipiedras filosofales para dejar la infancia atrás lo más rá­
pido posible. Aunque no quería despertarla, le bastó tocar
la mesa al sentarse para que la nena abriese los ojos y le
dedicase un bostezo y un parpadeo. En seguida agarró el
servilletero y empezó a golpear el mármol muy despacio,
tal vez porque no le gustaba verse tantas veces en los es­
pejos.
— Buenos días — dijo Ezequiel.
Alina lo miró con brusquedad, torció los labios y, esti­
rando una mano, le tocó la manga del tabardo.
— ¿Ñuiim bien, Alina? ¿Uh, señor, así?
Ezequiel miró para los costados. Le había dado una pena
encontrarla sola, pero ahora tenía miedo de que los inte­
rrumpieran.
— Soy Ezequiel.
— Pero ahí, ¡plic plic! Y chico, no. Verde nochó mu­
chísimo, nochó no no, va en eso — señalaba con un dedo
hacia arriba, más allá del techo y las molduras— . Y Alina
viaammm. ¿Uh? Muñeco acá brazo viaamm, con cara, y
sí. Pero ahí, plic plic.
— ¿Plic?
Sin hacerle caso, la nena puso un ticket atravesado en la
ranura del servilletero y la martilleó con las uñas comidas.
— Ah — dijo Ezequiel— . La máquina de escribir. En la
oficina. Eso mismo.
— ¡Eh! ¿Ñuiim, vaso chup, rojo, Alina más?
Se había acercado un mozo. Ezequiel pidió un té con
leche. Antes de que pudiera preguntarle qué quería ella,
Alina le estaba pateando las rodillas.
— Chocolor. Choco. Lor. Umpash, vaso psss. Rojo, ¿eh?
Rojito.
Como todos los chicos conocía bien las marcas. Por las
dudas, Ezequiel pidió también tostadas y miel, pero la nena
armó tal escándalo que tuvieron que traerle mermelada.
Después pareció extasiarse con la mezcla de cacao y jarabe
de moras que había en la botella. Tan contenta la vio Eze­
quiel que prefirió no esforzarse en preguntarle por qué es­
taba ahí. Por lo demás, no hizo falta. Estaban los dos mi­
rando el final de la película cuando entraron Belarmino
Mendoza y su mujer y, sorteando cuerpos, llegaron a la
mesa.
— Es un placer, señor Adad — dijo Mendoza tocándose
el ala del sombrero. La mujer se apuró a sacar una serville­
ta y limpiar la boca de Alina.
— Ése va a ir plic. Alina, en otra. Y nochó, no, será,
verde.
— No te entiendo, hija — dijo la mujer.
— V eeerde — g r it ó la n e n a , y r e p e n tin a m e n te se ta p ó
la b o c a .
— ¿Se les ocurre muy seguido dejarla sola? — preguntó
Ezequiel.
— Yo trabajo en una fábrica de productos lácteos, señor
Adad.— dijo Mendoza— . Necesito ahorrar. No tengo mucho
tiempo libre, y hoy es mi feriado. Hemos ido de compras.
— A lo mejor a la nena le hubiera gustado ir con us­
tedes.
— ¿Ella? Mire, revuelve mucho, lía todo, si lo sabré
yo. Además estaba dormida. Ya se la llevaremos.
Ezequiel intentó mirar la calle por entre las cortinas de
hilo. Había salido el sol.
— Hagamos una cosa. La nena se queda conmigo y a eso
del mediodía ustedes la pasan a buscar por acá. Lo digo
para no postergar el tratamiento. ¿Qué les parece?
Se despidieron. Ezequiel cruzó la plaza llevando de la
mano una mano dócil y sudada, y en la vereda de Bolena
paró un taxi. Tenía la idea de que en el barrio del Río,
donde empezaba la rampa del puenta Fitz Roy, había un
parque para los hijos de los oficiales de la guarnición del
norte. Lo encontró. Las veredas con falsos alerces desnu­
dos, las cercas de madera, las terrazas de césped inglés arti­
ficial se parecían a los de cualquier urbanización de gente
rica, por mucho que atrás de los tejados, contra el zócalo
del cielo, se alzaran defensas, torretas y paneles de acero
templado con escudos de medio mundo. Fuera de las muje­
res que a ratos entraban a una iglesia, no se veía movimien­
to, ni siquiera chicos jugando en el círculo de arena. Alina
se colgó del trapecio, comió tierra y varias veces intentó tre­
par los muros de cerámica del laberinto. Quizá porque ne­
cesitaba más compañía se puso a charlar con los albatros
de mosaico que adornaban los bordes del tobogán: Alalas
frías shuuuup suben, mucho, ahí pero don más, oij, oij, y
van a venir paf de Alina, uh, decía, y muchas cosas más,
concentrada, dictatorial como suelen ser los chicos con las
cosas dibujadas y los animales y los muñecos, hasta que
de pronto gritó ¿Qué ni? ¡Cut! ¡Cut! y se ahogó de rabia,
y a Ezequiel le costó trabajo calmarla. Charlaron bastante,
al menos lo suficiente para que él descubriera que cut sig­
nificaba malo, y que si quería entender algo más iba a tener
que fabricarse un diccionario privado de onomatopeyas, por­
que ella era inteligente y no le gustaba delatarse con gestos.
Estaba encerrada en sus sonidos como un misántropo podía
encerrarse en una ermita o un rey débil en una fortaleza;
la diferencia era que ella jamás había tenido siervos ni
persuasión ni esbirros y se asía con más fuerza a la única
herramienta de ataque que había encontrado. Nada de esto
les contó Ezequiel a los padres: simplemente les dio una
nueva cita y se desprendió como pudo de sus baboseos.
Llegó a la oficina poco antes del Parte, tan excitado que se
permitió invitar a Ramiro y al camboyano a escucharlo con
él en una pizzería de la calle Piaff. No esperaba sorpresas,
pero tampoco que el camboyano estuviera literalmente loco.
Y mucho menos que, ante el televisor destrozado y los espías
serenos y siniestros que se iban acercando para reducir a esa
especie de kamikaze alfeñique, Ramiro fuera capaz de in­
terponerse, pagar dólar sobre dólar un aparato nuevo para
la casa y llevarse al portero a un zaguán donde no sin recibir
algún golpe pudo zamparle una pastilla de opio.
Como sí hubiera recibido trato de honor de un comité para
refugiados, a partir de esa tarde el camboyano profesó un
reconocimiento tan afanoso que por momentos Ezequiel lle­
garía a preguntarse si el Alcalde no le habría asignado un
espía disfrazado de sirviente. Confió en él, no obstante, y
en los encargos que le recolectaba en el barrio, y en las
botellas de whisky que aportaba algunas madrugadas, y has­
ta le prestó el catre para que lo gozara con una holandesa
torva y pechugona que se ofrecía a diez dólares en la calle
Tehuelches. El camboyano empezaba a exhibir cierta astu­
cia para espantar a los clientes pesados sin afrentarlos, y
como además Ramiro parecía no encontrar distracciones du­
raderas, Ezequiel pudo dejar que los caprichos del tiempo
le asolaran el despacho mientras él cumplía con sus deberes
subrepticios. No se dejaba engañar, el tiempo, sin embargo:
era bagual, como decía Ramiro sin tener mucha idea, pero
también remolón, mostraba retoños, saltaba de estante a
estante con las polillas y a veces, cuando Ezequiel miraba
por la ventana, pasaba en forma de oficiales de limpieza o
de camión oruga por el puente Fitz Roy, disperso en el aire
yodado y las nubes malva de una hora siempre incierta. No
debió pasar mucho, pero de todos modos hubo un envión
firme y rendidor: varias mujeres se llevaron sus cartas de
solicitud de puestos callejeros, el dueño de la mueblería
su inventario, el cura de la parroquia del Puerto su sermón
sobre la propiedad, el director del Zoo de Krámer un dis­
curso donde agradecía a la Sociedad de Amigos del Islam
la donación de un dromedario, el cónsul de Dinamarca una
queja formal ante el hotel Hilton por el volumen de la
música del bar, y una tal Hilda Ruiz una expresamente im­
púdica, esperanzada y según Ezequiel algo previsora decla­
ración de amor a un supuesto espía. El no se sentía del todo
conforme, pero al contrario que otras veces no eran las exi­
gencias de estilo lo que le molestaba sino la sensación de
que lo miraban por sobre el hombro. Dormido entre vapo­
res de tilo y cabalgatas en el televisor de Ramiro, iba a
parar, por ejemplo, a una capillita de techo agobiante y pa­
redes cubiertas de hiedra, al costado de una mina de carbón,
donde ante una grey de turistas impávidos, un cura que era
una monja y también era a veces la madre de Alina Mendoza
exorcizaba a un chico muy sordo clavándole un tirabuzón
en el cuello; no salía sangre y, sin pena ni gloria, la cere­
monia degeneraba en un baile no del todo animado, la
sotana en blusa y falda de antílope, el oficiante se retiraba
a la cocina y a él le resultaba imposible seguirlo porque el
pasillo estaba atestado de cazadores de autógrafos; pensando
con pena que nadie era capaz de firmar, salía a respirar el
aire compacto del campo y se encontraba con el gordito;
no hablaban de la herida en el cuello ni del demonio, tal
vez por solidaridad, sino del camino largo que había hasta
el pueblo, si era que esas sombras al pie de las calinas so­
cavadas eran un pueblo. Esta vez no sintió rabia al des­
pertarse, sino cargo de conciencia. Y encima vergüenza. En
un rincón del escritorio, abajo de un pulóver, como somero
punto de apoyo de un plumero, estaba la biblia verde, un
animal ominoso que guardaba los desvarios de una persona
extraordinaria, lamentablemente extraordinaria, pensaba Eze­
quiel, pero que también lo había guiado hasta el ombligo
de Selva. Fue esa tarde cuando empezó a recordar, como
si le subieran con la sangre distinta de una transfusión, ver­
sículos sueltos que el tío que había muerto en Rodas le
había enseñado en una época para afirmarlo en su nombre.
Ezequiel era un profeta del exilio. Le habían encomendado,
le había encomendado Dios, fundar una ciudad. Giró la ca­
beza para preguntarle a los inconmovibles pilares del puente
si acaso no veían venir desde el norte una gran masa de
fuego trémulo, con un resplandor todo en torno y en el cen­
tro algo como al parecer de electro. Ésa había sido la visión
del profeta. Flor de visión, pensó Ezequiel. El puente no
decía nada. Apartó pulóver y plumero, colocó la biblia en
el atril y dejó que el trabajo repetido de otras manos la
abriera en el Cantar de los Cantares. Tu cuello es como la
torre de David, edificada en series de piedras, en la cual
están colgados mil escudos, todos los escudos circulares de
los hombres poderosos, había subrayado el tal Leopoldo con
trazos negros y gruesos como eran los trazos vehementes,
el producto de la abierta sinceridad; tus dos pechos como
crías gemelas de gacela que están apacentándose entre los
lirios. Y más abajo, muy difícilmente con otra intención que
despertar palpitaciones de ternura: Has hecho latir mi cora­
zón con uno de tus ojos, con un colgante de tu collar. Ni
Selva Iribarren ni ninguna otra mujer doblegada por la es­
pera hubiera podido oponer reticencia ni severidad al re­
galo de semejantes frases, rastreadas y escogidas para ella.
Pero esa labor, que bien podía ser una indicación del azar
o de un amigo de Leopoldo, no era para los escrúpulos de
Ezequiel una vía de transparencia. A él simplemente lo
fastidiaba. Elegir frasecitas, conquistar a una mujer por el
oído, plantarle en la almohada efluvios, delicuescencias, era
menos honrado que regalarle una rosa. Sin una prueba de
que el tipo se hubiera conmovido antes de subrayar no había
demostración posible de que fuera extraordinario. Ezequiel
empezó a sentirse satisfecho. Resistiendo el sueño, con los
pulmones hinchados de humo, se obligó a buscar las pá­
ginas anteriores, más manoseadas, hubiera jurado que transi­
das de fiebre. Que el Predicador proclamara que todo era
vanidad, la bebida, el funeral, la cosecha y el descanso, que
nada nuevo había bajo el sol, parecía no haber alterado la
inteligencia de Leopoldo. Sin embargo más abajo el mismo
trazo categórico había elegido El ojo no se satisface de ver,
ni se llena el oído de oír. Era un libro extraño el Eclesias-
tés, sombrío y a veces cínico: despedía un leve olor a plu­
maje de búho, daba pena. Ezequiel pensó que una máxima
de esa clase podía ser escudo legítimo de un vitalista más
o menos inmaduro, un Hemingway de veinte años sin ex­
periencia de guerra. La fuerza a primera vista indomable
que Selva parecía admirar en Leopoldo, el espectro, no
debía haber desdeñado enfocarse en ella, como los pibes
afirmaban sus frenesís en los versos de Byron y sus tinie­
blas en los de Lautréamont. Quizá. Dudaba que los mu­
chachos leyeran a Byron. Él mismo no estaba seguro de
haberlo leído. De repente tuvo la certeza de que por ese
camino, más que entender a uh hombre, iba a inventarlo, y
de que como todos los inventos aquél sería poco original y
capcioso. Por jugar sacó una lupa del cajón. Iba a ponerla
sobre el versículo pero la retiró sin haber tocado el papel.
Lo que seguía en la atención de Leopoldo, No hay recuerdo
de la gente de tiempos pasados, tampoco la habrá de los que
llegarán a ser más tarde, estaba subrayado con otra lapicera
y con una línea débil, veloz y renuente, como si el que lo
había leído no quisiera que lo sorprendieran mascullándolo
o hubiera tenido miedo de reconocerlo. Examinó todas las
páginas del Eclesiastés. Tal cual se imaginaba, los dos tipos
de subrayados se repetían hasta el final. La responsabilidad
de los primeros era la mano del mismo hombre que antes
o después, muy probablemente antes, había flirteado con el
Cantar; los segundos, los vacilantes, eran de otro hombre,
o del mismo hombre pero vaciado de ambición y empujado
por la Parca o por la respiración helada del tiempo. Porque
en la abundancia de sabiduría hay abundancia de vejación,
había subrayado ese hombre, de modo que el que aumenta
el conocimiento también aumenta el dolor, y súbitamente
Ezequiel sintió algo como el pinchazo de una raíz recién
arrancada atacándole la médula, y le cayó encima una cosa
oscura, un poncho pesado, una piel de foca, y ya no pudo
respirar aire y tuvo que pedírselo al libro. Le pareció que
nunca iba a poder desprenderse de esa chamuscada y grave
voz de leño que advertía Le dije a la risa, ¡demencia!, y al
regocijo, ¿esto se logra? Trató de cerrar los ojos. Se los
tapó con las manos, después apoyó la cabeza en el escrito­
rio. En una fonda donde se veía poca cosa más que jamones
llorando lágrimas de aceite, sentada a una repulsiva mesa de
plástico, alegre de cerveza, una mujer rubia le enseñaba la
lengua a un vendedor de revistas y decía que en esa lengua
estaban la experiencia amorosa y el rigor de la ley; el ven­
dedor le daba la espalda; Ezequiel pedía que le facilitase
una suscripción anual a Time con la idea de regalársela a
Selva; alguien intentaba derribar la pared a golpes de ariete.
En la luz de agua de lima que la tarde derramaba en el
despacho, Ramiro devolvía a su estante un archivador de
hierro mientras Tadeo, desparramado en una silla, se aba­
nicaba con un sobre blanco de aspecto oficial.
— Ah, jefe. Le traigo una cañita, ¿no? — dijo Ramiro
atropellando— . No se me niegue. Es de rigor cuando uno
está entreverado con una mina difícil.
— Ésta de ahora no era difícil — bostezó Ezequiel.
— A mí me pareció que sí. Porque le apuesto que yo
estuve ahí, hace un rato nomás. ¿No que había mesas de
plástico?
Ezequiel transladó una mirada inestable del fervor de
Ramiro a los rezongos del húngaro y del sobre blanco otra
vez al secretario. Nunca le había parecido tan inconcreto.
— No me gusta que me robes los sueños, Ramiro. Con
la tele tenes de sobra.
— Usted estaba hablando, jefe. Y oyéndolo me quedé
yo también como un tronco. Déle, tomemos una cañita en
honor al cofrade Tadeo.
— Cofrade será tu suegra, mocito. A Tadeo la palabra
no me cuadra. No rapiño nada, sueño poco y por mi cuenta.
Tadeo pasaba por la vecindad, me imaginé que podía meter
el hocico, conocer tal vez alguna nueva sobre la mocosa de
sintaxis desquiciada. ¡Helas! El Empecinado se me evapo­
ró. ¡Un agujero en la tierra! Y sin embargo, antes tuvo la
atención de dejar un mensajito. De gran relieve y lucimiento,
esta vez, te juro, Escriba. Perspicaz. «L a elocuencia es trai­
ción», puso en las baldosas de Plaza Autonomía. Con vi­
triolo, calculo. No pueden borrarlos los municipales y en­
tretanto la gente se interroga. ¡Perpleja!
— No creo que nadie se interrogue demasiado— dijo
Ezequiel.
— ¿Qué quiere decir elocuencia? — preguntó Ramiro.
— Algo, algo van a cavilar — dijo Tadeo— . Les pica el
mensajito, y a la vez que no se pueda borrar. ¡Intrigados!
Ese Empecinado, yo te digo, está muy bien de la cabeza,
el asesino de conceptos.
— Elocuencia es el don de la palabra conveniente — dijo
Ezequiel.
— ¿Eso es bueno? -—preguntó Ramiro.
— ¿Vamos al cine, Tadeo? — dijo Ezequiel.
— ¡Nooo! No con vos, Escriba — el húngaro sacó un
pañuelo hecho un bollo y desplegándolo dejó caer sobre el
escritorio un purito nudoso y machucado. Sin encenderlo,
lo apretó entre los labios violetas— . ¿Qué te apetecería ver?
— Creo que en el Icaro dan un Hamlet hecho por ita­
lianos. A lo mejor se puede aprender algo.
El húngaro soltó una risotada que mojó de saliva los
papeles del escritorio.
— ¡Jo! ¿Vos te creés que Tadeo preciso aprender? Ta­
deo, es como si hubiera leído todos los libros, Escriba. ¡Ha-
ceme el favor! De cow-boys, llevame a ver, o una donde
salgan buenas pantorrillas. De bailarines, cómo no. Mi opi­
nión, aquí: que si uno no se atreve a actuar, como el Hamlet
ése, lo mejor será que escuche música o se ría.
— ¿Sabés qué pienso? — dijo Ezequiel— . Que mentís
como una víbora, que no sabés renunciar de verdad. Me
tenés podrido con tus máximas.
Mientras Ramiro traía de la salita la botella de caña,
el húngaro se puso una vez más a agitar el sobre blanco.
— Ni que fuera un abanico de plumas — dijo Ezequiel.
— Esto — dijo Tadeo esgrimiendo el sobre— lo encon­
tré incrustado en el felpudo. Como Excalibur en la roca, una
alegoría del destino, vaya uno a saber. Y pensaba que ha
de tener su interés. Para vos será peregrino cliente, Escriba.
Como que el membrete es de la Penitenciaría.
— Lo anduvo leyendo — dijo Ramiro sirviendo raciones
gorgoteantes de caña— . Cómo lo juno. Seguro que abrió
el sobre y leyó lo de adentro. Es infelible.
— Infalible — dijo Ezequiel, todavía atontado, y después
repitió— : Leiste lo de adentro.
— ¡Y con placer! Pues Tadeo, sepan ustedes, prefiero
señales a infortunio. El sobrecito me llamó mucho la aten­
ción.
Ezequiel se lo arrebató. Al desplegar el papel doblado
en ocho se preguntó si sería capaz de entender una carta que
parecía agregarse de improviso a un sueño truncado, pero
en seguida supo que ese problema era menos difícil de re­
solver que los que se avecinaban. Un preso de la Peniten­
ciaría del Carmen solicitaba una entrevista urgente. Se lla­
maba Roy P. Santamaría y, como cualquier ciudadano de
Krámer, por escrito era incapaz de explicar otra cosa. El
húngaro esperaba el desenlace arrugando la cara.
— No voy a ir — dijo Ezequiel cerrando la biblia.
— Mentira — dijo el húngaro— . Yo te conozco la piedad
humanitaria, Escriba. Por añadidura, perderías mi estima
de valetudinario, curioso y cansado Tadeo.
— Si es por no dejár sola a la novia, jefe, yo le puedo
hacer guardia — dijo Ramiro sin despegar los ojos de la
carta.
— ¿Cómo? ¿Ya enarbolamos novia? — se interesó Ta­
deo— . Menudo movimiento voy a asimilar cuando me cuen­
tes. Y de la nena ésa tenés que hablarme, de la astuta.
Que en ese momento Tadeo había perdido el rastro del
Empecinado, deduciría Ezequiel más tarde, sin duda era
cierto; pero no podía haber sido ése el único saldo de sus
últimos paseos. A fuerza de pensarlo. Ezequiel no tendría
más remedio que imaginar que, la mañana en que él se había
encontrado con Alina en el bar del hotel Lobería, el húngaro
no sólo lo había visto subir a un taxi con la nena, sino
también había descubierto que ese hombre atildado, nari­
gón y ostensiblemente frío que poco después se daría a
conocer por el nombre de Chalukián no se había perdido
los pormenores de aquella rara forma de trabajo. Más aún:
tanto los pormenores como el trabajo le habían interesado
lo bastante para echar mano de otro hombre, más joven y
menos sobrio, amigo o amanuense, y sugerirle con alguna
firmeza que tomara él mismo un taxi para seguir al de
Ezequiel. No se antojaría lógico que al húngaro todo ese
tráfico hubiera podido quitarle el sueño; al contrario, lo más
sensato sería pensar que había considerado a Ezequiel bas­
tante grandecito como para arreglárselas solo, y eso siempre
y cuando fuera a caerle alguna desgracia sobre la espalda. De
manera que, contento de escapar una vez más a los análisis,
habría dado media vuelta para seguir con su simulacro de
investigación alternativa, una tarea repentinamente insatis­
factoria porque, como Ezequiel sabría a la larga, aquél había
sido el corto período en que el Empecinado era imposible de
ubicar. Los afanes de Chalukián, en cambio, habían sido
menos estériles. Además de informarse de que Ezequiel y
la nena habían pasado la mañana jugando en un parque, él
mismo los había visto regresar a la Plaza Soberanía para
encontrarse con los padres de ella, todo lo cual, como con­
venía a su prolijo temperamento, sin derroche de desplaza­
mientos propios y en un lapso tan breve que antes de la
noche ya estaba en condiciones de enviar a otro de sus con­
tactos a que interceptase a Selva. El contacto, eso Ezequiel
lo sabría de primera mano, aunque tarde, cuando la preci­
sión ya no tuviera sentido, había alcanzado a Selva a me­
dianoche, bajo una medialuna ominosa, mientras ella se car­
gaba de esperanzas haciendo jogging por los alrededores
de la Estación Central, y con una sudorosa solvencia, preo­
cupado por no pisarse el cinturón del sobretodo, había con­
seguido ponerle un papelito en la mano. Esa misma noche,
con la nerviosa displicencia que aplicaba a los momentos
de incertidumbre, Selva había obedecido al mensaje; y Cha­
lukián, en la otra punta de la línea, carraspeando porque
seguramente le tenía cariño, porque aún se sentía culpable
o le divertía agasajar a las amigas de Lorna, le había dicho
que no perdiera la fe, que si ella sabía moverse con atrevi­
miento y flexibilidad, eso había dicho, flexibilidad, la re­
compensa no tendría la medida de sus sueños sino una di­
mensión superior: la de su entrega, la de su temple, con
suerte la de los desengaños que no merecía. Así había habla­
do Chalukián antes de cortar, y Selva se había quedado
pensando qué significaba aquella sanata, y todavía lo pen­
saría un tiempo, con más bienestar que aprensión y desde
luego, al menos eso afirmaría, sin saber que Ezequiel estaba
por recibir un sobre de la Penitenciaría.

Veinte cuadras al este del mercado Jacobici, sobre el final


de un baldío salpicado de raquíticos árboles frutales, una
tranquera de alambre que ya nadie se preocupaba por elec­
trificar abría el paso a una avenida de asfalto desparejo. Por
esa avenida, justo cuando el lomo poluido de la ciudad em­
pezaba a quedar atrás y se empezaban a divisar los lamparo­
nes de óxido en las torres, se llegaba a la Penitenciaría del
Carmen, un edificio bajo, pulido y cilindrico de granito blan­
co diseñado para Krámer por un sociólogo francés. Ezequiel
apenas tuvo tiempo de pensar que parecía una caja de som­
breros. En la única puerta de hierro había un boquete como
de obús y por ahí surgió un guardia desentrazado que co­
rrió a cerrarle el paso. Ezequiel le mostró la carta. A través
de un pasillo habitado por familiares de presos que ronca­
ban a destajo, entre olores de caldo y fritanga, el guardia
lo condujo a una oficina donde un funcionario bajito quiso
entretenerlo contándole un sueño con payasos.
— Es colosal — dijo Ezequiel, pensando que el tipo no
era tan pedante como bruto— . Muy imaginativo. Parece el
mundo visto por un espejo deformante.
— No diga pavadas. Los payasos son tristeza. Tristeza
interior. Algo debe haberme ido mal y yo no le hice caso.
— Claro, exactamente. Bueno, acá tengo una carta del
preso Roy P. Santamaría. Es urgente, por favor.
— No sea guarango, caballero. Acá no entendemos de
urgencias. Además, ya puede ir volviendo otro día, porque
para ver al recluso está obligado a escribir un petitorio.
— Puedo escribirlo ahora — dijo Ezequiel.
El otro dudó entre tirarle un lápiz y arreglarse los gas­
tados puños de la camisa.
— Mándese mudar, charlatán.
— Lo digo en serio. Yo me dedico a estas cosas. Me
llamo Adad.
El tipo recibió la cédula sin abrir la boca y la contem­
pló con una dolorosa veneración. Dejándola con cuidado en
un casillero de aluminio, le entregó a Ezequiel una placa
luminosa para la solapa. Después llamó al guardia y le or­
denó que acompañara al señor a la celda 44 de la galería C2.
El guardia renqueaba. Siguiéndolo a dos metros por las gale­
rías de baldosas, entre cocinas desvencijadas, atos de ropa,
baúles con vajilla y pilas de revistas de historietas, Ezequiel
tuvo la impresión de que la estructura íntegra de la cárcel
era la sustancia de uh pensamiento absurdo. No había de­
masiadas rejas intermedias ni controles, como si a nadie
se le ocurriera que los presos pudieran escaparse realmente.
El guardia puso la llave en la cerradura de la celda sólo
para comprobar que no le hacía falta usarla. Le advirtió a
Ezequiel que tenía quince minutos y se alejó. Adentro, boca
arriba sobre un colchón floreado, un muchacho rubito, in­
dolente, flaco como un palo de escoba, fumaba descargando
sobre la pared opuesta una furiosa mirada defendida por
quevedos. Enfrente de él, sentado en un banquito, había
un negro cuarentón con uniforme de infante de marina. Se
estaba cortando las uñas con un alicate, pero cuando vio
entrar a Ezequiel se levantó y lo llevó para un rincón.
— Roy Santamaría soy yo, señor Adad — dijo con acento
caribeño— . Hasta no hace mucho, sargento de la Tercera
Compañía de la Fuerza Interamericana.
— Mucho gusto. Lamento verlo acá. No sé... Usted dirá.
— ¿Qué?
— Lo que necesita, ¿no?
— Ah, sí. No vaya a creerse que es algo excepcional. Muy
simple: hay una persona que necesita hablar con usted en
privado. Nada que ver con la cárcel.
— Bueno, me hubiera llamado.
— Es que hacía falta tomar ciertas precauciones. Es un
poco secreto.
— ¿Cómo un poco? — Ezequiel miró al chico tumbado
en el colchón, persuadido de que estaba registrando palabra
por palabra.
— Por ése no se preocupe — dijo el negro bajando la
voz— . Se pasa el día fumando canutos. Está en la estra­
tosfera. Es un culeado.
— Sin embargo tiene pinta de despierto.
— Pinta. Mire, Adad, ese chico no mata una mosca.
— Santamaría aferró un barrote como quien agarra la vara
para emplazar a un discípulo y se acercó más a Ezequiel— .
Bien, ¿está de acuerdo?
— Y, en principio no.
— Fíjese usted que me dijeron que le convendría acudir
si le interesa averiguar algo sobre el Parte de Salidas.
Ezequiel dio un paso atrás y se encontró con la pared.
Estaba caliente, detrás del yeso debía pasar algún caño.
— ¿A qué vienen tantas vueltas, Santamaría?
— Cuando uno es negro siempre tiene que cuidarse más
que el resto de la gente.
— En parte lo comprendo. Yo soy judío, sabe.
— Ah, no, Adad. No es lo mismo. Lo suyo ya dejó de
ser grave.
— Pero si no le entendí mal, la reunión no sería con
usted. ¿De qué se cuida?
— Dejemos eso para después, ¿ ok ? No, la reunión no
sería conmigo.
— ¿Y entonces? — Ezequiel notó que el chico se había
incorporado.
— No me envuelva, Adad. Le aseguro que no es peli­
groso.
— Está bien, explíqueme.
— Yo no tengo nada que explicarle — el negro sacó del
bolsillo del pantalón un papelito verde doblado en cuatro— .
Aquí tiene. En lo posible, vaya usted mañana por la tarde.
Ezequiel agarró el papel con dos dedos. Por un momen­
to lo mantuvo alejado del cuerpo, considerando lo que las
diagonales y las arrugas podían sugerir.
— ¿Usted conoce a Selva Iribarren? — preguntó de
golpe.
Desconcertado, el negro se puso a armar un cigarrillo,
como si en la mesura para responder le fuera la libertad
condicional.
— No sé, Adad. La verdad sea dicha, creo que no. En
fin, puede usted llamar al guardia.

S e despertó de noche. Tenía un aviso de lumbago en la


cintura y una sola mano enguantada, como si antes de caer
en el banco hubiera querido encender un cigarrillo; pero lo
extraño no era el guante sino la sospecha de no estar vol­
viendo de parajes inopinados. Es que vengo de la cárcel,
no del sueño, o a lo sumo de un sueño donde me acorrala­
ba un infante de marina negro. No obstante tenía el pape­
lito verde en el bolsillo del tabardo, de modo que en la
Penitenciaría había estado de veras y sólo después el tiem­
po le había escamoteado alguna etapa. Pero si lo intrigaba
ignorar cómo había recalado en un banco naranja, en una
plaza i C ompleta con un limonero y la escultura de un al­
jibe, entre monoblocs semiocultos tras la ropa tendida, mu­
cho más le urgía terminar de hundirse en las turbulencia que
lo iban envolviendo. Destellos, pétalos, efervescencias a flor
del remanso. Seguro que la serenidad ya no vuelve. Seguro.
Lo que faltaba averiguar era si había un monstruo remo­
viendo los fondos barrosos o todo era un artificio de la luz,
una fiebre de los huesos, contracciones del tiempo. ¿Un úte­
ro? Ojalá. Pero no: una trampa hecha con latas de conser­
vas. Le dio rabia pensar en la palabra trampa, como si pu­
diese contaminar la idea que tenía de Selva. ¿Qué idea?
Se frotó los ojos. Decidió no pensar más en el salto de
tiempo. Un hiato. Como muchos. Siempre falta algo, algo
se pierde por el camino. Y ahora se descubría mirando a las
mujeres que rodeaban a un arpista vestido de paraguayo,
un tipo con poncho, casi compungido en su dignidad, que
se había instalado en una esquina de la placita. Medio pro­
tegido por un atril sin partitura, tocaba los arpegios de
Pájaro Chout persiguiendo prolijamente a la orquesta que
atacaba por el altavoz conectado a un grabador. Lo que a
Ezequiel lo subyugaba, sin embargo, eran las mujeres, sus
hieráticos contoneos, como si todas, incluso las dos bastante
viejas que ahora se agachaban a dejar monedas en la funda
del arpa, fueran indicios de la ausencia de Selva. Pensó en
llamarla. Ahora tenía algo impresionante que contarle. Im­
presionante, repitió disgustado y desplegó sobre una rodilla
el papelito verde. Lacónicamente, decía Nairobi 314, P.B.
Pero un vector mellado tendía desde aquel punto a los en-
tretelones del Parte de Salidas, o eso al menos había dado
a entender Roy Santamaría, y a Ezequiel el mínimo latido
de la tinta le alcanzó para levantarse y hacerle honor a la
noche. Mientras se alejaba por una calle de adoquines, oyó
que la orquesta guaraní se rompía como un cedazo sobre­
cargado y liberaba un ejército de voces prepotentes. Veni,
veni creator, se rasgaba la aurora boreal, y después un si­
lencio. No pasó mucho sin que el coro volviera a la carga.
Convertido de golpe en un vuelo de flamencos asustados,
huyó de los timbales, y los timbales, por fin, se dejaron tri­
turar por diversos ruidos pastosos. El arpista interrumpió
su canción. En las horas oscuras, todos los orificios de Bar­
das de Krámer supuraban la misma sinfonía, y Ezequiel
estaba empezando a detestarla: no por estridente sino por
ladina. Encontró una cabina y llamó a Selva. Como en el
fondo no se atrevía a contar que estaban a punto de ini­
ciarlo en un secreto importante, sólo le dijo que tenía algo
urgente que consultarle. No había esperado que ella se
negara. Estaba obligada a velar por el sueño del padre, que
podía tener catarro, bronquitis o una simple jaqueca, pero
que de todos modos se quejaba entre las mantas y la rete­
nía. Con una voz declinante, como si se estuviera alejando
en una góndola, le ofreció la mañana, la tarde siguiente; al
final pareció arrepentirse y aseguró que ya lo llamaría ella.
Ezequiel se impidió adelantarle que había estado trabajan­
do por los dos. Habría roto el auricular si no se le hubiera
ocurrido que tal vez una noche auspiciosa le tocaría volver
a llamar desde la misma cabina. Por supuesto, no era im­
probable que esa nueva noche lo atendiera el hombre de
la voz gangosa. Ya se veía dudando hasta la eternidad. Por­
que si la esencia del primer gesto de Selva había sido ins­
talarle un espectro en el escritorio, bien podía ser que el
viejo que a veces contestaba las llamadas fuera una segunda
fábula. Hundió las manos en los bolsillos con tal violencia
que sintió ceder la tela. En los alrededores del mercado Ja-
cobici entró a un remate y vio cómo una de sus clientes,
una francesa muy morocha, muy locuaz, se adjudicaba una
horrible oca de porcelana. El ayudante del martiliero en­
volvió la pieza en papel de diario y la mujer se la llevó hacia
la noche con el temeroso entusiasmo de una amante perse­
guida. Él retrocedió hasta el mercado. Había en el suelo de
linóleo una alfombra de lechuga podrida, agua de hielo y
cajas de cartón aplastadas. Paró en el bazar y compró un
farolito de kerosene y varios juegos de mechas. Con la bol­
sa de plástico colgando del codo salió y bajo el alero pidió
un sandwich de chorizo. Lo fue masticando por la avenida
del Progreso con la sensación de que también a él se lo esta­
ban comiendo. En la primera bocacalle, apoyadas en la ca­
rrocería de una camioneta, dos mujeres jóvenes se miraban
sonriendo; la más alta, que aún tenía una correa ajustada
arriba del codo, le pegaba pataditas a una jeringa de plásti­
co. Ezequiel vio una gota de sangre en la aguja. Veinte me­
tros más adelante tiró el sandwich a una alcantarilla. Le
costaba caminar. Del inexpresivo cielo rosáceo caían cris­
tales mansos como las caras de los espías. Arriba, en la mar­
quesina de la torre de televisión, fluían letras digitales,
raramente discernibles, acarreando noticias a lo mejor
relevantes: c a d o d e s c e n s o d e l n i v e l d e l o s h i e l o s
G R O E N L A N D E S E S ------------ IN IC IA R S E E L JU IC IO D E L ESPA Ñ O L
QUE A TE N T Ó C ON TRA EL P R E SID E N T E N O R T E A M E R IC A N O
------------RE M O A RISTO N D O D E F IE N D E H O Y LA CO R O N A M UN­
D IA L D E L O S W E L T E R D E C R ET A N EST A D O D E E X C E P .
Los que se informaban no hacían comentarios. En casi todas
las caras se entreveía ese compromiso entre las ilusiones y la
astenia que les daba un fulgor embrutecido, bovino. E s­
quivando cuerpos, Ezequiel pensó que se había equivocado
como un imbécil, que en el fondo Selva nunca le había
exigido otra cosa que el aplicado afán de un catedrático y
él, en cambio, pretendía apadrinarla. Pero entonces queda
otro asunto por aclarar. ¿Quién le dio poderes para que me
trate como un pinche? No es justo, ¿no? ¿Solamente agu­
deza esperaba de él, o quería mezclarlo en sus fábulas de
vigilia? Porque la verdad era que no le faltaba tesón. Y a
fin de cuentas, por el momento se había limitado a pedir.
Eso lo calmó, porque le permitía, si no considerarla buena,
al menos restarle egoísmo. Tres o cuatro cuadras después,
bajo la opalina claridad del Shopping Center Bernasconi,
un operario pegaba carteles de la nueva campaña municipal
de limpieza. Ezequiel cerró los ojos. Dios le hacía tragar un
rollo de papiro; el cuerpo se le iluminaba por dentro como
uno de esos hombres de acrílico transparente que servían
para estudiar anatomía; pero en su cuerpo no había esófago
ni espinazo, sino un árbol de plata, el destino de una comu­
nidad mal asentada. Sin dejar de caminar se despertó abru­
mado de escalofríos. Se apoyó en un jacarandá, y el jaca-
randá era plateado. No paró de correr hasta la calle Sinatra.
Ramiro no estaba en la oficina, cosa que lo alegró. Se sentó
ante el escritorio dispuesto a leer lo que muchos años atrás,
no podía saber cuántos, un tío no del todo comprensivo le
había cosido a las pesadillas. Agarró la biblia y buscó el
libro de Ezequiel. Por lo tanto, contaba el profeta, abrí mi
boca y Él gradualmente me hizo comer el rollo. Y siguiendo
me dijo: « Hijo del hombre, debes hacer que tu propio vien­
tre coma, para que llenes tus intestinos mismos con este
rollo que te estoy dando». Y empecé a comerlo y llegó a ser
para mí como miel por lo dulce. ¿Dulce? Había que tener
mucho cuidado. Mucho. Él conocía paranoicos de muchas
clases: no era difícil despertarse un día creyéndose profeta,
sobre todo cuando la vida todos los días se volvía compli­
cada. Le dolía el estómago, tenía acidez. Quizás estuviera
ligeramente enfermo, aunque no de comer sino de incer-
tidumbre. Y hubiera salido a comprarse un reloj inútil,
ampuloso, con calendario, cronómetro y coordenadas orto­
gonales, de no haberle importado un bledo apegarse a la
enfermedad. A Selva no iba a tenerla del todo hasta que no
le devolviera el fantasma ya confeso y purificado de una
persona extraordinaria. Había que trabajar. Apenas movió
la biblia, las hojas se acomodaron a la altura del versículo
tercero del Eclesiastés. Ahí un Leopoldo había subrayado
Y he visto que no hay nada mejor que el que el hombre
se regocije en sus obras, y otro Leopoldo, receloso, no podía
no ser así, riéndose de sí mismo, puteando, m< xliéndose la
lengua, se había hincado, con una línea errática, inconclusa,
ante Y felicité a los muertos que ya habían muerto más bien
que a los vivos que vivían todavía. La persona extraordina­
ria, empezó a comprender Ezequiel, eran dos pedazos de
emoción mal hilvanados: igual que todos, peor que todos,
no estaba de acuerdo con él mismo. Por lo menos eso era
una noticia. Sintió ganas de llamarla a Selva, pero en ese
momento sonó el teléfono. Esto también es vanidad y un
esforzarse tras viento alcanzó a leer. A Sofía le debió doler
que se le riera en la oreja.
— Qué contento, Ezequiel. ¿Estás con gente?
— No, estoy solo.
— Entonces te estarás volviendo loco. ¿Pensás seguir
siempre ahí, trabajando como un desenfrenado?
— No veo otra salida. ¿Por qué? ¿Vos vivís del aire?
— No te enojes.
— No me enojo. Perdóname. ¿Cómo te van las cosas?
— Estoy ahorrando. Acá ya no me exigen tanto, y con
el calor como menos. El doctor Fonseca... Es mi jefe, sa-
bés... Nada más quiere que me ocupe de hacerle prepara­
dos, ordenar el laboratorio y los apuntes, y a la tarde...
— Sofía, vos creés que yo no le hago caso al Parte, y eso
no es cierto.
— No, ya sé. Pero no tenés esperanza.
— Mirá, Sofía. Hace un tiempo me dieron una biblia.
No es de la persona que la trajo sino de otra.
— ¿De qué me hablás, Ezequiel? Te estás volviendo
loco.
— Es la segunda vez que me lo decís.
— A lo mejor estoy un poco nerviosa. Bueno, voy a
volver a llamarte mañana, ¿eh?
No llegaría a estar seguro de que toda la conversación
hubiese sido aquélla, pero era la parte que se autorizó a
recordar. Cuando colgó estaba amaneciendo. Se tiró en el
catre. Encontraba a Sofía en una sucursal de correo, ope­
rando la espalda de una mujer joven; había palabras, pero
se le confundieron con los ruidos de la calle. Se despertó
encogido, volvió a dormirse y ya no soñó.
D e nada le valió bajar fragante y afeitado: esa tarde
estaba todo el mundo histérico. No bien pisó la vereda,
memorizó la dirección y por las dudas rompió el papelito
verde. En la esquina de Sinatra y el Paseo Marsella, entre
las rotativas que todavía no se habían llevado, Ramiro
blandía un taco de billar ante un sujeto pálido que lo
miraba fijamente, como a veces los espías, dejando que el
otro se imaginara las preguntas. A Ezequiel lo sorprendió
que el tipo obligara a Ramiro a mostrarle la cédula de
residencia. Retrocedió hasta quedar pegado a una azafata
de sauna. La chica le explicó que, desde una moto, dos
encapuchados le habían robado la cartera a una vieja que
estaba comprando maníes. Ramiro había salido del billar
a perseguirlos con el palo, pero un enjambre de autómatas
de mirada compasiva le había cerrado el paso en pocos se­
gundos. La chica deducía que los ladrones también eran
funcionarios. Y si no era normal que uno de esos tipos
fanfarroneara pidiendo documentos como un policía cual­
quiera, más raro le pareció a Ezequiel que, al leer el nom­
bre de Ramiro, despachara a sus colegas y a regañadientes
mandara despejar la vereda.

Como sometido al viento que revolvía ramas, plumas de


gaviotas y neumáticos cortajeados durante todo el viaje
en el Octavo, Ezequiel sintió el trabajo del rencor. Le
parecía que avanzaba sobre dunas hacia un garito lleno de
ropavejeros. Bajó en Nairobi y Villafañe, frente a un ne­
gocio de ropa interior y un cine de mala muerte, y tuvo
que retroceder cincuenta metros. En el 314 había una
puerta de doble batiente, color verde manzana, hendida
por dos ventanas estrechas como ojos de esquimal y ador­
nada con una calcomanía: apoyado en una seta, un gnomo
enarbolaba un pene desmesurado. Aunque alguna vez había
entrado a un pornoshop, Ezequiel no esperaba el tufo de
desodorante ambiental que se le abalanzó al empujar la
puerta. No había nadie mirando las revistas ni los conso­
ladores de los estantes. Solamente detrás del mostrador, con
el codo apoyado en una almohada, un pelirrojo con gorra
de visera e impermeable verde oliva miraba una película
de karatekas. Daba la impresión de que la sangre que
corría en la pantalla se le reflejaba, más que en los iris, en
la brillante frente pecosa.-Ezequiel se le acercó.
— Una persona me dio esta dirección — dijo.
— ¿Perdón? — dijo el pelirrojo con acento inglés— .
¿Es por algún servicio en especial?
— No. La dirección me la dieron en la Penitenciaría. Yo
me llamo Ezequiel Adad.
El pelirrojo se echó la gorra hacia atrás y apagó la te­
levisión.
— Señor Adad. Qué estupendo. May I ...? Le pido...
Si fuera usted tan amable de esperar un momentín.
Aparatosamente puso pie en tierra. Ya estaba por dar
vuelta al mostrador cuando en el fondo de la sala se agitó
una cortina y apareció Lorna Mac Dermott, la mujer que
Selva le había presentado a Ezequiel en la peluquería, re­
suelta, fulgurante, vestida con un traje sastre gris. Acercán­
dose, le tendió la mano izquierda.
— Es una inolvidable emoción, señor Adad — dijo, pre­
sionando ella también las vocales— . Quiero decir, que usted
haya venido tan pronto.
A Ezequiel le costó explicarse, no sólo por desconfianza
sino porque nunca había visto una belleza tan espúrea y tan
palpable como la de esa mujer. Del pelo rubio, de los ojos
amarilloverdosos, la mala luz del negocio arrancaba todos
los matices de un bosque fotografiado al final del verano.
Y sin embargo esos colores no daban calor. Se le ocurrió
que si no hubiera tenido ojos, igual habría seguido siendo
hermosa por la pura aura helada que le nacía de las líneas
del rostro.
— ¿Selva está con usted?
— Oh, no, no — dijo Loma riéndose de golpe a fuerza
de voluntad— . Sólo está mi primo, ya ve. Bruce fue sido
expulsado del consulado irlandés. A causa de que él dicen
que ha conspirado.
Quizás porque lo fascinaba la inane justificación, Eze­
quiel no notó que el pelirrojo se apartaba, volvía por atrás
de él y desplegaba un mantón. Con ese mantón le envolvió
la cabeza. Torpemente, Loma soltó palabras tranquilizado­
ras, pero Ezequiel no sintió más que el aliento rancio de
cerveza que el irlandés le volcaba en la nuca. Por lo demás,
no supo cómo defenderse y los brazos del otro eran como
vigas. Una vez que consiguieron sacarlo a la calle, lo tum­
baron en algo que parecía la caja de una furgoneta. Unos
quince minutos después le pidieron que bajara y lo guiaron
por una escalera, en medio de un olor a desodorante más
fino que el del pornoshop, mientras Lorna le susurraba ina­
cabables disculpas y alabanzas con una voz de tafeta neva­
da. Cuando le sacaron el mantón, mientras le desataban las
manos, se encontró sentado en un sofá de pana acaramela­
da, en una habitación enchapada en madera, abundante de
dibujos eróticos nepaleses. No tardaron en ponerle un vaso
de whisky en la mano y una cigarrera dorada ante la nariz.
Él negó con la cabeza. Alcanzó a ver que Lorna tenía las uñas
bien cuidadas pero sin pintar. Ella, dando dos pasos al costa­
do, descubrió un escritorio de caoba detrás del cual se erguía
el hombre nariz de buitre que Ezequiel había visto un par
de veces, una de ellas abordando a Ramiro y Carmelo Ilde-
brandi.
— Le ruego encarecidamente que no me juzgue mal
— dijo el hombre apoyando los codos en el escritorio.
— ¿Cómo no tiene vergüenza? — dijo Ezequiel.
— Señor Adad, voy a ser concreto — siguió el otro. Te­
nía una voz baja, bastante monótona y sin embargo sacu­
dida por un vibrato, como de alguna manera la seguridad
que transmitían los ojos negros y las cejas espesas estuvie­
ra amenazada— . En primer lugar, quiero que sepa que me
enorgullezco de conocerlo, aunque el trato dispensado en
principio sugiere otra cosa. Pero, en fin, veremos cómo me
reivindico. En segundo lugar, no espere más disculpas. En
tercer lugar, presentaré mi personalidad y objetivos. Me
llamo Orlando Chalukián. Creo estar enterado de que usted
oyó mi nombre por lo menos una vez.
— Selva te nombró ante el señor Adad — dijo Loma
con una infrecuente mezcla de precisión y redundancia— .
En la peluquería. No recuerdo bien. Creo, la otra noche.
— Sí que te acordarás — dijo Chalukián con una sonrisa
generosa. A Ezequiel esa sonrisa lo desubicó, porque la
cara parecía no darle cabida, enjuta, parca, afligida y solem­
ne como era. Fuera de ella, los únicos signos de movimiento
interior eran una arruga en la calva y una manera de frun­
cir la nariz con hondura, como si estuviera venteando jaba­
líes. Pronto pudo saber de dónde le venía: Chalukián abrió
una caja de porcelana y, hundiendo una cucharita, la sacó
cargada de coca para llevársela a la nariz. El paso siguiente
fue convidar a su mujer. Por fin, aceptando la negativa de
Ezequiel, siguió hablando, metódico y ceremonioso— . En
cuarto lugar, amigo Ezequiel, estoy organizando una cons­
piración.
Ezequiel se movió en el sofá. No sabía dónde apoyar el
vaso y ya había terminado el whisky. Le pareció que Loma
le servía más.
— ¿Quiere que le diga la verdad, Chalukián? A mí todo
este circo me revienta. No me gusta que me empujen, y lo
peor es que no sé defenderme. Otra cosa que no me gusta
es la coca, ni las cosas arrevesadas, ni no saber.
Chalukián juntó los dedos como un cura.
— Mi más ferviente deseo es que nos llevemos bien,
Ezequiel. Porque yo a usted lo necesito.
— ¿Sí? ¿Y también necesita a Ildebrandi?
— ¿Carmelo Ildebrandi?
— Oh, usted es mucho más. Superior — terció Lorna— .
Y nosotros lo apreciamos — se pasaba los dedos por el pelo
y el pelo relucía como si lo hubieran sembrado de lente­
juelas.
— Mi esposa se lo está diciendo, Ezequiel. Sabemos, a
buen seguro, que usted es un gran profesional.
— No se imagina cuánto le agradezco el elogio. Ahora,
si me dejara volver a mi oficina... Mire, yo acá no me
siento bien.
— No tengo el menor inconveniente en ponerlo... en
libertad, digamos. Pero es mi opinión que sería una opor­
tunidad perdida.
— ¿Usted quién es? — Ezequiel se inclinó hacia adelan­
te y, poniendo el vaso en el suelo, apoyó los codos en las
rodillas.
Chalukián dejó escapar algo que podría haber sido una
risita autocompasiva pero más se acercaba a la tos. De to­
dos los ciudadanos de Krámer que Ezequiel había conocido,
no era el que menos fútilmente perseguía alguna forma de
naturalidad. Pero la naturalidad había demostrado estar re­
ñida con las técnicas de supervivencia.
— En un tiempo de mi vida yo vendía corbatas. Antes
había vendido otras cosas, por ejemplo sacacorchos, aunque
de las corbatas tengo mejor recuerdo. Con el correr de los
años me hice fabricante. Le parecerá extravagante, pero to­
davía me gusta estrenar una corbata por semana. Distorsión
profesional, que le dicen. En fin... Era viajante y fabricaba.
Cuando llegué a la madurez, el azar me sorprendió en esta
ciudad, anclado, con un capitalito y lleno de inquietudes.
No quería anquilosarme, si usted me comprende. Así que
para ir ganando tiempo, cambié de rubro. Usted habrá visto
que tengo un pornoshop. Bueno, la verdad, tengo más de
uno, y algunas casas de masajes, una de ellas en este mismo
edificio. De paso: por supuesto que si después se le ofrece
una chica, bueno, estamos para lo que usted ordene.
— No veo qué tengo que hacer yo en una casa de ma­
sajes.
Lorna se dejó caer en un puff, y al sordo sonido del
aire comprimido los dos hombres le miraron las rodillas
descubiertas.
— Nuestro amigo está muy más allá de esas cosas, Or­
lando — dijo estirándose la pollera— . ¿No es así, Ezequiel?
Pero voy a explicarle algunos más detalles. Orlando era...
despierto, agudo. Y voluntarioso. Yo, mi padre era joyero.
Estaba de viaje por la Patagonia cuando heredé. De modo,
así, que tenía dinero y nunca había conocido un caballero
interesante. Cómo es esa palabra que usan... ¿Flechazo? Si
le comento, Ezequiel, que estos muebles se compraron hace
mucho tiempo con dinerp mío, es para justificar mi presen­
cia. Más nada.
Ezequiel no pudo digerir la historia porque Chalukián
siguió hablando.
— Creo que usted me preguntó por qué hice mención a
las casas de masajes. No a ésta, sino a otra de mi cadena,
Ezequiel, viene periódicamente a satisfacer sus caprichitos
el Alcalde. Él, al margen de ser un mequetrefe y un zana­
horia, es un ser humano de carne como todos nosotros. Aho­
ra bien, yo... lo aborrezco, con perdón de la tilingada.
— La mala cosa es lo que ese hombre representa — dijo
Lorna con una envarada fogosidad.
— Sigo sin entender de qué juego yo en todo esto.
Chalukián se administró un poco más de coca.
— Estoy en condiciones de asegurarle que si yo matara
al Alcalde, o lo hiciera morir, como si dijéramos, me sería
muy fácil tomar posesión de la Alcaldía.
— De eso no me cabe duda. Hasta que vayan a sacarlo.
— No puedo explicarle por qué, pero lo cierto es que no
me sacarían. Y yo estaría en condiciones... Vale decir: yo,
mi mujer, un grupo de amigos y colaboradores, y hasta usted
mismo, por qué no, estaríamos en condiciones de hacer de
esta ciudad, no le voy a mentir que un vergel, pero sí algo
más humano.
— Lo único humano que conozco acá es irse a otra
parte.
Desde el puff donde estaba Lorna un tintineo de vidrio
le impidió seguir. Colorada, los labios apretados, ella se
servía whisky, con el vaso sobre la falda y la botella en la
mano izquierda, temblando como si estuviera desnuda.
— Solamente los débiles se preocupan de retroceder, Eze­
quiel — dijo mojando un dedo en la bebida— . Nosotros
estamos... somos diferentes. Aquí en la ciudad hay mucha
obra por hacer, mucho progreso por la gente. A mí nadie
me podría pedirme que viese la agonía con los brazos cru­
zándome, ¿comprende usted?
— Tenemos buena materia prima — agregó Chalukián— .
Miles de individuos que esperan estímulos, alicientes. Tene­
mos que pedir créditos para mover cosas nuevas. Revitalizar
las industrias que quedan, hacer programas de entreteni­
mientos sanos por la televisión y formar coros infantiles en
las fábricas desmanteladas. No sé... También hay que me­
jorar los transportes.
— ¿Le parece?
— Bueno, a lo mejor es más importante restaurar edifi­
cios. Eso ya se discutirá.
— ¿Y el Parte de Salidas? — preguntó Ezequiel sin mu­
cho interés.
— Eso no depende de nosotros. Sea como sea el desa­
rrollo de nuestra... aventura... nuestra maravillosa aventu­
ra, en Krámer estamos bajo control de la Fuerza Interameri-
cana. Pero precisamente usted...
— Todavía no dijo nada que me toque de cerca.
— Bah — dijo Lorna— . Usted está jugando a hacerse el
desentendido. Escribe palabras, ¿verdad? Escribe documen­
tos, cosas así. ¿Cómo podrá ser irresponsable?
Ezequiel había descubierto que clavando las uñas en la
pana del sofá podía proporcionarse cierto alivio.
— ¿Me contestaría una pregunta, Chalukián?
— Con el mayor agrado, siempre y cuando esté dentro
de mis posibilidades.
— ¿Quién era Leopoldo?
— Eso está dentro de mis posibilidades — dijo Chalu­
kián, aparentemente sin alterarse— , pero no de mis atribu­
ciones. Yo no hablo de asuntos ajenos.
— ¿Y Selva Iribarren?
— ¿Me está preguntando quién es?
— Cuando te vienes irónico eres despreciable, Orlando
— dijo Lorna.
— Le pregunto cuánto sabe ella de todo esto.
— Selva no está enterada de nada, salvo de que usted es
para mí una persona muy estimable. Y a ella, dicho sea de
paso, usted no le cae nada mal. Pero no quisiera excederme.
— Mejor no se exceda.
— Macanudo. Entonces íbamos diciendo...
— A mí estas cosas me ponen muy nervioso, Chalukián.
No sirvo. No me gustan y ya veo que no nos vamos a poner
de acuerdo. ¿Por qué no me deja tranquilo? Le prometo
que no voy a abrir el pico.
— Pero si no se trata de eso. Además, lo entiendo muy
a fondo. Vea, yo descubrí hace tiempo, así, en un chispazo,
que tengo pasta de hombre de estado. Para qué vamos a
andar con falsas modestias. Yo barrunto... Hay una frase...
Zapatero a tus zapatos, eso me está queriendo decir. Pero
justamente, ¿le parece bien mi planteo, la idea de que en
Krámer hay que hacer otra cosa?
— No soy una autoridad en la materia.
— Faltaba más. Ya se va a ir interiorizando. Pero bueno,
convengamos que en principio le parece bien. De acuerdo.
Yo voy a llevar esto a cabo. Ya lo puede ir sabiendo. Voy
a m atat al ^Alcalde y tomar el poder. Pero necesito que usted
colabore.
— ¿Que colabore cómo?
— No se chupe el dedo, Ezequiel. Alguien tiene que es­
cribir el programa de gobierno, los bandos, las alocuciones
en un lenguaje claro, fluido, ameno, florido y comprensible.
Ezequiel soltó una carcajada sincera.
— Para mí eso no existe. Yo escribo cartitas... Qué sé
yo. Petitorios, publicidad.
— ¿Y le parece poco? Mi alternativa está entre usted e
Udebrandi — dijo Chalukián levantándose. Rodeó el escri­
torio y con una calculada soltura se apoyó en el borde, como
si a medio metro de Ezequiel le lucieran más los pantalones
de terciopelo— . Hace un rato soñé que era maestro de es­
cuela. Era tristísimo, sabe, porque yo era consciente de que
no podía escribir en el pizarrón.
— Pero si ya lo has dicho — se apiadó Lorna— . Zapate­
ro a tus zapatos. ¿O es que ahora vas a retroceder?
— Yo soñé que presenciaba una operación — dijo Eze­
quiel— . Era repulsivo.
— Pero en mi sueño usted me soplaba lo que tenía que
dictarles a los alumnos. Y yo le daba un premio.
— ¿Tan magnánimo era?
— Depende de cómo se mire. En general me considero
bastante desprendido, es decir, en la vida verdadera. Por
eso le ofrezco el permiso de salida para usted y Selva Iri-
barren, sin rodeos ni subterfugios, a cambio de que colabore
con nosotros.
El corazón de Ezequiel dio un salto.
— No me chicanee — dijo, atónito— . ¿De dónde sacó
que Selva y yo queremos salir juntos?
— De ninguna parte. Lo único que yo sé es que los dos
quieren salir. Claro, es una imaginación como cualquier otra.
Y suponiendo que sea cierta, pueden aprovechar la oferta
como se les dé la gana.
Más tarde, no al final porque nunca encontraría correlacio­
nes para encuadrarlo, aunque sí en un momento con peso
y amplitud como una maciza bola de plomo, iba a pregun­
tarse si era eso que reconstruía todo lo que había llegado
a conversar con Chalukián; y se diría que de todos modos
era suficiente, y que además tenía un recuerdo inconfundible,
de ésos tan ligeramente exactos que seguían a la gente como
una aureola o un moscardón. El recuerdo sería que, antes
de despedirlo, Chalukián le había dado un abrazo, de modo
que él, hostil y sin embargo pasivo, no había podido esqui­
varle el olor. Era un olor alcalino, filantrópico, parecido al
de ciertos farmacéuticos que fumaban con boquilla. Aunque
lo tuvo en la nariz mientras volvían a vendarlo, después,
en el fondo del coche, el mareo se lo fue transformando en
una noción remota. Como la marca de una frenada en el
asfalto, se superpuso al de Lorna, que era de lavanda, y al
de madera de saúco y clavo y encono del cuello de Selva.
Haciendo ese inventario consiguió no dormirse. Cuando el
irlandés le sacó le venda, Ezequiel se encontró con la es­
tructura metálica del monumento al o v n i . Lorna le abrió
la puerta sonriendo y lo dejó bajar. Solo con su turbación,
él contempló al coche alejarse en el crepúsculo incoloro. Le
pareció que Lorna le había dicho algo, quizá que esperaban
mucho de él. Dio media vuelta. Sobre la avenida Fraterni­
dad, en la ventana más ancha de La Rosa del Desierto, el
Empecinado, no hacía mucho a juzgar por la gota que iba
resbalando desde la última letra, había escrito p a s e a l
F R E N T E . S O L ID A R ÍC E SE CON SU M E D IO C R ID A D . Más allá, en la
pared, al lado de una valla, decía q u i s i e r a e s t a r s o l o p e r o
s o y v a c í o , y abajo, como una posdata, q u i e r o u n a m u j e r .
Abotagado, Ezequiel empezó a acercarse a la cuadrilla de
limpieza que a veinte metros de la esquina estaba bajan­
do de un camión. Sólo frenó al darse cuenta de que no
era ningún derecho lo que pretendía defender, sino su
propio, tardío y paralizante descubrimiento de que en
Krámer había alguien más en condiciones de idear frases
coherentes. Era una lástima no poder disfrutarlo. Últi-
mámente todo el mundo lo cargaba con una montaña
de promesas, alabanzas y espejismos que pesaban como
ataúdes. Como siempre que empezaba a indignarse, tomó
un taxi hasta la casa de Tadeo. Encontró la puerta
abierta y la barricada venida a menos, todavía sin recom­
poner, como sometida a onerosos proyectos de restauración.
Saltando por encima de un Napoleón de yeso con un estilete
atado al brazo, entró al quieto caos de la sala de meditación.
El húngaro estaba doblado sobre un tablero de dibujo, es­
crutando dos conos de vidrio que había puesto sobre una
toallita almidonada. Era evidente que las visitas lo inquie­
taban menos que el estado de la nieve en las pistas de esquí
del Tirol, y Ezequiel, más por agotamiento que por cautela,
se quedó espiándole el martilleo tosco de los dedos, las
brechas que cada suspiro abría en la barba, hasta que el ca­
lor de la estufa se le metió entre la ropa y lo venció. El
húngaro encendió un mechero bunsen y lo acercó a uno de
los conos. Ezequiel vio el departamento entero incendiado.
— Me secuestraron — dijo.
— ¿Qué decís? — preguntó Tadeo.
Ezequiel no pudo esperar que el húngaro terminara la
ceremonia de cambiarse de anteojos para girar en el tabure­
te. Como si ya hubiera testamentado, cayó redondo al suelo,
a medias entre una capa de aserrín y la piel de oveja. Puede
que nunca antes el húngaro hubiera visto una persona tem­
blando con tanta pasión, pero también era la primera vez
que Ezequiel lo descubría en cuclillas, la panza contra los
muslos, mordiéndose el labio, parándose de nuevo para ir
a buscar caldo, y grappa, y una manta con olor a naftalina
y una almohada para ponerle bajo la nuca. Al poco rato
pareció comprender que el cuadro no era de fiebre sino de
impotencia, de modo que, acercando una silla, asumió una
expresión de nodriza desconfiada.
— Escriba — dijo— . Escribita. ¡Carajo! Qué alma mala
tenés, mirá cómo te maltrata el cuerpo. ¿Qué más pasaba
ahí, en lo oscuro?
Ezequiel tragó un sorbo de caldo y dejó el tazón al cos­
tado.
— Ma qué en lo oscuro. Me secuestraron de veras. Con
una venda en los ojos y haciéndome dar vueltas por la
ciudad tirado en un coche.
— Como en una novela de Stevenson, celebro. A Tadeo
nunca me pasan aventuras. ¿Y torturas chinas? ¿Hubo?
Ezequiel le pidió pan, comió toda la flauta que el hún­
garo le ofreció y contó sin mucho orden la conversación con
Chalukián. A medida que se enteraba, Tadeo iba hundiendo
los pulgares en los mofletes, dejando que sólo los ojos líqui­
dos se le movieran detrás de los lentes como queriendo unir
imposibles puntos de fuga. Al final se puso a limpiar los
anteojos con un pedazo de papel higiénico, y Ezequiel se
dio cuenta de que estaba triste.
— Bueno, che, no es para tanto — le dijo— . No viene
mal un poco de movimiento, aunque es una pena que el
combustible llegue desde altas esferas. La puta que lo parió.
Yo creía que tenía un trabajo en la vida, y ahora veo que
en realidad me lo enchufaron. Estaba tranquilo porque no
había elegido nada.
— ¿Y de golpe te toca dar una respuesta? ¡Jajá! A Ta­
deo no me convence el planteo, Escriba. — El húngaro sacó
un pañuelo, se sonó la nariz y después lo dobló con toda
prolijidad— . Malicio que los poderosos te tienen sin cuida­
do, ni un gramito. Que te juzgás a salvo de la alcahuetería.
Ese complotador es un botarate, ¿no?
— A lo mejor. Pero yo creo que no lo va a parar nadie.
— ¿Y entonces? Lo que te desvela no es el programa
político, ni la honradez, ni ocho cuartos. Decime, ¿qué es?
¿Que se entienda con Ildebrandi a escondidas? ¿La ética de
tu misión? Nanay, Escriba. Qué va. Tadeo veo que te ator­
menta el futuro. ¡Atormenta! Bueno, esa mina Iribarren...
— No la quieras mal, Tadeo.
— Si ni siquiera la conozco.
— Ella vive para salir, ¿no te parece?
Ya hacía un rato que el húngaro se rascaba la espalda
y luchaba sin éxito por encontrar una posición cómoda. Cada
vez estaba más preocupado. Resoplaba.
— Quién sabe si no es eso lo más sabio. Tadeo no me
engaño, Escriba: en el futuro, al final, está la Parca. Di­
gamos: la verdad. Y Tadeo le tengo miedo. Los que quieren
salir no, o no saben que con las muchas posibilidades tam­
bién viene la de crepar, que es la única segura, como relle­
no de bombón. Francamente, opto por apoltronarme en Krá­
mer, que flor de tapón tenemos respecto de días venideros.
¡Como si no existieran!
— Pero para estar acá hay que ser como las torres de pe­
tróleo. Una conserva llena de hongos, hay que ser. Una
pelusa, un travestí.
— A Tadeo no le pongas nombres, oyendo, ¿eh? Tadeo
no me visto de nada.
Ezequiel miró para otro lado. Incorporándose, se apoyó
en un codo.
— Sabés, últimamente siempre pienso que estoy perdien­
do el tiempo.
— ¡Literalmente! — se iluminó Tadeo con un súbito za­
patazo en el parquet— . Entiendo adonde vas apuntando.
Pero no es que vos lo pierdas, al tiempo, o yo, a esos ma­
puches, o el Alcalde. Es que está perdido. Por eso cada cual
se las arregla para darles encuentro. Verbigracia: Tadeo me
fabrico una clepsidra, casera nomás, fruto de cálculos duros,
para intercalar algunos lapsos de clara silueta en la bruma.
Otros hacen distinto. Vos has elegido enamorarte. El amor
es como un metrónomo.
Ezequiel se subió la manta hasta el cuello, como si toda
calidez se fugara por la boca de azufre del húngaro.
— No es eso solamente. Me empezaron a aparecer mar­
cas, mojones. Cosas que no están en la voluntad.
— ¡Al carajo! — El húngaro escupió con saña, como si
quisiera desafiar a un aristócrata— . ¿Todo tiene que ser
voluntad, para vos? ¿Qué querías? ¿Que de pequeñito, al
nacimiento, te hubieran dictado tu destino entero para tener
previsto cada paso? Y bueno, no es así. No sabemos la ven­
tura, hermano, ni hay gitanas cerca. El azar llueve a puña­
dos, acá, lo tiran como maníes a los monos. Algo se sabe,
no obstante. A Tadeo, por ejemplo, la política no se me
da bien.
— No me cabe duda. — Ezequiel aceptó que nada podía
darle entrada a la contemplativa tozudez del húngaro. Ni
palancas ni escalpelos iban a servirle, y era un peligro, por­
que no era en esa operación donde él tenía que mostrar
agallas. Trató de gobernar el temblor— . Pero no sé si te
fijás que es a mí al que le proponen hacer carrera. Y no
estaría mal que el narigón ese... Porque después de todo
una empresa, una forma cualquiera de reconstruir, también
puede servir de reloj. Lo que me pica es que me dé todo
servido. Lo pinta demasiado fácil.
— Podrías ir preguntándole qué va a haber que pro-
pagandizar. No es lo mismo poner orden que convocar
asamblea. Es un decir.
— Yo tampoco sirvo para la política.
— Pero aspirás a esa Selva Iribarren.
—Depende lo que cueste.
— ¡Cachorro de fascista! ¿Y ella no cuenta? Pero ade­
más mentís. A esa la querés a cualquier precio. Tadeo sé
que los débiles somos así. Adirittura, conozco cuánto te gus­
taría tomarte el raje.
— ¿Y vos nunca te preguntás cómo te iría en otra parte?
El húngaro se dio vuelta y movió los conos de vidrio
sobre el tablero. La luz de la lámpara les pintaba vetas iri­
sadas. Por fin los dejó para volver a enfrentar a Ezequiel.
— Vos sabés por qué me escondo?
— Será para darle un susto al Empecinado.
Lentamente Tadeo se sacó los anteojos y los puso junto
a los fragmentos de la futura clepsidra. Durante un rato es­
tuvo silbando algo no muy diferente a Siboney, hasta que
con un chasquido de los labios se interrumpió para prender
un purito. Si alguna vez, siglos más tarde, llegaba a entrar
a Krámer una expedición arqueológica, pensó Ezequiel, iba
a encontrar al húngaro sentado en esa silla, silencioso y her­
mético como un oso polar.
— A vos el Empecinado no te importa mucho — dijo— .
¿Será porque te escuece la competencia? Chi sá. Pero él no
se presta a los embustes. En vez de consentir, juega, el ase­
sino. ¿Eso te duele?
— Puede ser — dijo Ezequiel ansioso— . Algo me mo­
lesta... Yo podría haber hecho lo mismo que él.
— No se te habría ocurrido nunca, Escriba.
— Bueno, seguí persiguiéndolo, entonces.
El húngaro asintió con un descoyuntado movimiento de
cabeza.
— ¿Y cómo te va con la investigación? — dijo después
de una pausa— . Del que le dio la biblia a Selva, aludo.
— No mezclés, Tadeo. Eso es otro asunto.
— ¿E s otro asunto?
— El punto se llamaba Leopoldo, según ella me dijo.
Y yo creo que no era buen lector. Más bien leía al tuntún,
buscando frases sueltas para repetir por ahí, hasta que un
día fue empezando a entender. Si lo mirás bien, el Eclesias-
tés es bastante deprimente. Y Leopoldo, en fin. No sé si era
un farsante o creía de veras que todo es vanidad. A lo mejor
tenía miedo.
— ¿De Iribarren? ¿Del complotador?
— No está nada claro. Todavía no sé si no es invento de
Selva.
Levantándose con un impulso reumático, el húngaro se
caló la gorra hasta las orejas.
— Bueno, Tadeo tengo que ir a cambiar una válvula de
televisor. Pero meteré la muía. No voy a reparar un pimien­
to. — Le pasó a Ezequiel un cenicero y el purito baboso a
medio consumir— . A Tadeo... me parece que no siempre
las cosas pasan en otra parte.
— ¿Lo decís por el complot o por el Empecinado?
— Ésos son sólo ejemplos.
No bien oyó el portazo del húngaro, Ezequiel se dejó
caer en una resaca espumosa de peces muertos. Olas bajas
lo arrastraban a la orilla; la lluvia le golpeaba la ropa. Se
despertó con dolor de cabeza. Volvió a dormirse. Había una
habitación con radios, teletipos, consolas, divanes y vitrinas
con minerales, sin ventanas, sólo aireada por un extractor,
en donde campeaba un mal difuso y abstracto; se quedaba
inmóvil, pegado a una estantería, y desde ese rincón veía
entrar una muchacha, quizá novia de Ramiro, decidida a
hablar por teléfono; y, tal como él ya sabía sin saber, ape­
nas un índice de uña larga discaba el primer número, uno
de los muchos mecanismos arteros escondidos hacía caer una
máquina de escribir en la cabeza de la chica. Se despertó de
nuevo. Después, a la madrugada, un rumor de camión de
basura se le mezcló con palabras de Chalukián y de Selva
y una sonrisa de su madre, no de ella realmente sino del
umbroso enigma de una foto que alguien le había sacado en
las barrancas del Paraná: una mujer de lívidos labios gruesos
y mejillas de pecas grandes. Entonces sí que se despertó. Al­
gún aniversario. El rebote de una fecha, la punta de un re­
cuerdo. Pocas veces soñaba con ella. Se resignó a usar la du­
cha y las dos toallas del húngaro, desayunó unas tostadas y
bajó a la calle. En la vereda, sentados en cajones de vino alre­
dedor de un araucaria enjoyada de rocío, seis o siete mapu­
ches con raídos sobretodos militares asaban chorizos en una
fragua. De una rama colgaba un parlante unido con un cable
a alguna radio oculta en los fondos de la portería. Como la
radio estaba mal sintonizada, en el aire cortante se oía una
mezcla de ritmos de discoteca y canción napolitana. Ezequiel
ya enfilaba para la esquina cuando un acorde de trompas y
clarinetes y flautas le dio entre los omóplatos. Denso, des­
pótico, un tramo del primer movimiento de la octava sinfo­
nía de Mahler se adueñó de las baldosas, los parterres y las
puertas descascaradas de tal forma que él, que ya no podía
confundirse, no quiso pensar en el resplandor de un cometa.
Porque esa música se imponía sin alegrar. Era falso furor;
no llegaba del aire sino de la gruta de basalto donde en un
tiempo había fermentado el petróleo.
A la salida del Barrio Sur tomó el trolebús hasta Plaza So­
beranía. Hacía frío en los asientos de hule, aunque más frío
le daban los nervios, la vergüenza y la duda. No sabía bien
qué cosa había querido decirle el húngaro: esa retórica con­
trahecha no era una forma de pensamiento sino adorno de
la tozudez. Y sin embargo de algo habían estado hablando,
y se le ocurrió que en todo caso no del deber, porque el úni­
co que creía en el deber era él; y encima más por miedo a
las represalias que por sentido de la responsabilidad. El hún­
garo, a lo sumo, había mentado la imaginación; y era una
suerte. Que improvisara, le había estado diciendo, que no
fatalmente tenía que venderle el alma a Chalukián por tra­
tar con él, y que si de verdad andaba buscando inspiración
más le valía cambiar las ideas sobre sí mismo. Pero también
que la fantasía no respiraba bien a la sombra de las transac­
ciones. ¿Todo eso me dijo? En el fondo, que me cuide de ne­
gociar. Pero sobre todo que le ponga cascabel al tiempo,
porque como va pasando de rápido, de mezclado, las cosas
se me hacen humo antes de tomarles gusto. Bajó frente al
campanario de Nuestra Señora del Golfo. Dos o tres fami­
lias se apretujaban alrededor de los vendedores con la osten­
sible esperanza de comprar objetos no del todo inútiles:
paraguas de mango retráctil, azúcar morena, galletitas ingle­
ses, licuadoras ultrasónicas. Ezequiel luchó por mantener los
párpados abiertos y, masajeándose la base del cuello con una
mano aterida llegó al solar del parque de diversiones. A la
izquierda de la casamata de tiro al blanco había varias me­
sas con sombrillas; se desplomó en un sillón de hierro for­
jado y, antes de que le trajeran el vino que pidió, la oscuri­
dad terminó de engullirlo. Después bajaba por el Paseo
Marsella entre anuncios de liquidaciones y una pintada del
Empecinado que decía ¿ y A m í q u é m e i m p o r t a ? , pero
cuando estaba por doblar por Sinatra, el camboyano, lim­
pio, alborozado, jadeante, se asomaba a la puerta de los
billares La Onza para invitarlo a un café. Ezequiel se metía
atrás de él en un ambiente saturado de tabaco y vapores hu­
manos; el camboyano, ofreciéndole una tostada con miel, lo
incitaba a admirar la parsimoniosa destreza con que una
mujer conseguía una serie de diecisiete carambolas a tres
bandas. Era bajita, elástica, de huesos chicos, blanquísima de
piel, con el pelo renegrido. El camboyano, que apostaba a
favor de ella contra el rencor de los habitués, le contaba a
Ezequiel que era italiana y novia suya desde la noche ante­
rior. En seguida se esmeraba en explicarle las incomodida­
des de amarse, en el suelo, y le preguntaba si él no podía
prestarle el catre de vez en cuando, no la oficina sino el
catre solamente, asegurándole que ya se encargaría él de
bajarlo y subirlo. Como entretanto ya le había presentado a
la italiana y ella era activa y simpática, y contestaba ense­
ñando los dientes a los pellizcones que le daba el cambo­
yano, Ezequiel respondía que sí, que por supuesto usara el
catre cuando quisiera, salvo si lo veía entrar a él con alguna
muchacha; y la palabra muchacha quedaba en el aire mecida
por una bizarra camaradería. Con la bendición de los aman­
tes se iba del café, seguro de que si no llegaba pronto a la
oficina podía perder a Selva. Al abrir la puerta se encontra­
ba a Ramiro con los pies sobre el escritorio y el teléfono en
la oreja, los ojos estrábicos por el placer de alguna informa­
ción, olvidado de los clientes que dormían contra los Atlas
y, peor todavía, de la nena que arrodillada en el sofá dibu­
jaba una avioneta verde en el papel de la pared. No le hacía
falta cerrar de un portazo para que el secretario colgara:
daba toda la impresión de un tipo descubierto y enchincha­
do. Pero cuando Ezequiel le preguntaba qué hacía Alina en
la salita, del balbuceo fraguaba tristeza para mostrar un
sobre abierto. Dentro del sobre había una hoja de papel
cebolla y en el papel una nota: «Mujer y yo nos marchamos.
Alabada sea la Fortuna. Mas la niña no es hapta. Usted,
cuídela. Agradecidamente.» La firma de Belarmino Mendoza
no era tan sostenida como el aliento de su estilo, pero a Eze­
quiel le bastaba para sentirse miserable. Con todo, Ramiro
le daba ánimo y entre los dos se las arreglaban para sentar
a la nena en el escritorio, entre mordiscos y chillidos, hasta
que Ezequiel recordaba una palabra, la palabra cut, y la re­
petía varias veces, y de golpe a Alina se le encendían los
ojos, y torcía la boca para soplarse el flequillo, y ella tam­
bién gritaba: cut. Un camarero impecable le dio una palma­
da en el hombro. Ezequiel hubiera jurado que ya lo estaba
viendo antes de abrir los ojos doloridos. Pagó el vino que no
había probado. Hacía tanto tiempo que no soñaba un sueño
tan largo que al alcanzar la esquina del Paseo Marsella y Si-
natra temió encontrarse con el camboyano. Pero por más
que hasta la oficina no le saliera nadie al paso, adentro sor­
prendió a Ramiro hablando por teléfono, a tres clientes dor­
midos contra los anaqueles y a Alina garabateando la pared
con un lápiz verde. Al lado de ella, en un rincón del sofá,
había una valija de cuero labrado y un sobre con el remi­
tente de Belarmino Mendoza. Dentro del sobre había un
cassette.
— Es del padre, me parece — dijo Ramiro colgando— .
¿Quiere escucharlo, jefe?
— ¿Para qué? Supongo que ya lo habrás escuchado vos.
— Desde cierta medida.
— En cierta medida. ¿Con quién hablabas?
— Señor más juggurí. Zuiiimmmm, ¿eh? — dijo Alina.
Ezequiel se dio vuelta como si se le hubiera caído una
credencial invisible.
— Zuím — repitió Ramiro— . ¿Usted cacha algo?
— Qué favor te hicieron, Alina — murmuró Ezequiel
mientras intentaba evitar que la nena siguiera saltando.
— ¿Más usted zuiiimmm? Ahí Alina, pero no. Flaco, uh!
— Soy Ezequiel.
— Ezeco.
Repentinamente extasiado, Ramiro abandonó su trinche­
ra y se sentó en el sofá. Alina se dejó caer de costado y le
apoyó la cabeza en las rodillas. El pelo castaño se esparció
sobre el pantalón como un manojo de bayas.
— No me diga que la entiende, jefe.
— No. ¿Qué dice el cassette?
— Que el tipo y la mujer salieron en el Parte antes de
último, y que la nena era una estorbación. No se la podían
llevar.
— Un estorbo — dijo Ezequiel. Se preguntaba dónde iba
a guardar la ropa que había en la valija.
— Oj, plub Alina, más, fuuusssh — dijo Alina y se fue
corriendo para el baño.
— ¿Vas a hacer algo, pedazo de inconsciente?
— Pero si fue a orinar, jefe. No le puede pasar nada.
— Qué desastre. ¿Y ahora?
— A mí no me meta. Yo me la encontré igualito que us­
ted — dijo Ramiro— . Pero no se preocupe. Le enseñaremos
a hablar y de lo demás se puede ocupar el camboyano. ¿No
le conté que se agenció una minita?
— ¿Italiana? — dijo maquinalmente Ezequiel.
— Sí. ¿La conoce? Se llama Mirella Samoná. Es un genio
del billar, le juro.

Antes que nada, aunque sólo fuera con un gesto desgar­


bado, tenía que restaurar su autoridad. De manera que le
encargó a Ramiro que buscase al camboyano, llevándose de
paso a la nena por un rato, y despertó a los clientes para
despacharlos con toda la competencia posible. El primero, un
muchachón avinagrado y femenino, quería una carta dirigi­
da al agregado cultural de la embajada de Francia solicitando
una beca para estudiar oceanografía. Como Ezequiel objetó
que en Krámer los agregados culturales solían escasear, el
otro insistió en que hiciese la carta para quien se le antoja­
ra, pero que en todo caso fuese enérgica. Por debajo de los
parcos argumentos se le traslucía la huida de un amante a las
costas de Bretaña o algo peor, esa nostalgia de los que vie­
ron el mar una vez y después lo tuvieron prohibido. Eze­
quiel escribió rápido: le dio el gusto de irse con la carta
en la mano. Los otros venían juntos. Litigiaban por la pro­
piedad de una partida de fruta en conserva, que a esas al­
turas debía ser carne de botulismo, y necesitaban tener los
respectivos argumentos escritos para odiarse con rigor y, si
cabía, querellarse. Para no pasar por grosero, Ezequiel tomó
apuntes con diligencia mientras los ojos se le iban hacia la
biblia postergada. Cuando los tipos lo dejaron solo, se que­
dó mirando los torsos que se movían detrás del parapeto del
puente. Más allá el sol descargaba plumazos de cobre con­
tra la paciencia de las torres. El desierto no sugería nada.
Se preguntó si estaría bien aceptar la propuesta de Ramiro.
Esa mañana había entrevisto que el chapurreo sincopado de
Alina, antes que insuficiencia, era una defensa contra la ane­
mia de la ciudad más orgullosa que cualquier huida, y para
tener a la nena paseando sus arcanos por el edificio le fal­
taba confianza en el secretario. Al fin y al cabo él lo había
visto hablando con Ildebrandi. A lo mejor era el otro el
que lo había abordado, pero no se podía correr el riesgo de
que cualquier badulaque tramara cuentos de tráfico negro
con la pibita. Habría decidido meterse a tutor permanente
si en ese momento no hubieran entrado el camboyano y una
mujer menuda, de pelo negro y piel muy blanca, los dos
desorbitados, envueltos en una suerte de lujuria samarita-
na, y atrás de ellos Alina absorta en revolver un paquete de
caramelos, pero sobre todo si no hubiera tenido unas ganas
quemantes de ver a Selva.
— Mi novia, monsieur Adad — dijo el camboyano..
La mujer estrechó la mano de Ezequiel con una fuerza
que parecía nacerle de la minúscula nariz aguileña.
— Es un vero piacer — dijo— . Mirella Samoná.
— ¿Y Ramiro dónde se metió? — preguntó Ezequiel.
— Ha dicho fue a hacer diligencias — dijo el camboya­
no— . Pero no hay intranquilidad, monsieur Adad.
— Es que yo tengo cosas urgentes que hacer.
— Hacerlas, entonces. Mirella y yo podemos cuidar de
la niña mientras tanto.
Después de dejar dinero para las compras, Ezequiel se
preguntó por qué estaría Alina tan callada. Quizá supiera
que en esa réplica de lo que él había soñado no le tocaba
decir una palabra. Apaciguando los miedos se puso el tabar­
do, bajó a la calle y tomó un taxi hasta la peluquería de la
calle Venecia. Los ojos de pernod de Lorna Mac Dermott lo
saludaron con una mezcla de reciedumbre e incredulidad.
Ezequiel le advirtió que no traía ninguna respuesta: sola­
mente quería ver a Selva. Aunque Selva no estaba, Lorna,
tal vez por razones de estrategia, sacó del bolsillo un bloc
sobre el cual, con la mano izquierda, escribió una dirección.
Tras palmear el hombro de Ezequiel como una guerrera em­
briagada, volvió a ocuparse de la melena de una cliente.
El papel rosado olía a laca y desenredante y decía: Corfú
1214, 3.°-B. Eso quedaba cerca de la avenida Magallanes,
donde las naves de las fábricas se abrían a los antiguos con­
juntos residenciales de la población petrolera. Cuando Eze­
quiel llegó al monobloc la vereda estaba llena de viejos con
casco y ropa de trabajo amarilla, reliquias de la época de
frenesí, que ahora vegetaban subvencionados por fondos de
la Comunidad Interamericana. Con pedazos de durmientes
habían alzado una especie de pira que sostenía un televisor
de veintiocho pulgadas, y alrededor de ese túmulo proviso­
rio parecían venir reuniéndose desde hacía mucho tiempo
para mirar el Parte. Ezequiel se detuvo. Varios hombros le
impedían distinguir al Alcalde, pero alcanzó a oír que nin­
guno de los diez nombres señalados era el suyo. Repartiendo
codazos a mansalva consiguió meterse en el edificio justo
cuando empezaban a sonar los acordes del himno de Krámer
y los viejos, chillando como monos, hacían pedazos el tele­
visor a golpes de casco. El hombre que en el tercer piso le
abrió la puerta tenía los mismos ojos voraces que Selva,
aunque atenuados por las bolsas de los párpados y los pó­
mulos contusos donde sombreaba la barba. Llevaba una re­
gadera en la mano derecha. Ezequiel se quedó mudo, no
porque hubiera descubierto que Selva vivía con el padre
sino porque de pronto supo que ni ese viejo de sonrisa boba,
ni los que ahora estarían pisoteando el televisor, ni él ni
ninguno de los que entregaban su cordura al congelado suel­
do del Parte iban a salir nunca de la ciudad.
— ¿Lo asustaron los de abajo? — dijo el viejo con una
voz de pistola oxidada, y Ezequiel pestañeó— . No les haga
caso. Se gastan la plata en televisores, y no saben que los
toman por idiotas. ¿Qué busca?
— Tendría que hablar con Selva Iribarren.
— ¿De parte de quién?
— De Ezequiel Adad.
El viejo abrió más la puerta y moviendo la regadera le
indicó que entrara. En el comedor había sillones mal cubier­
tos por fundas claras, una mesa provenzal pintada de negro
mate, varios retratos de cantantes de rock hechos con car­
bonilla y, sobre el antepecho de una ventana que daba al
monobloc de enfrente, un amontonamiento de macetas con
ciclámenes, azaleas, potus, palmeras, palos paraguayos, helé­
chos, hiedras, jacintos y margaritas que atisbaban la penum­
bra como rehenes en una choza. Arriba de las plantas, en el
marco, había un almanaque colgado de un clavo. Sobre la
decadencia, sobre el vacío y la vejación, se imponía la seve­
ridad con que Selva se consagraba al futuro.
— No sé dónde está Selva — dijo el viejo. De espaldas
a Ezequiel, inclinaba la regadera sobre una hiedra, y de la
regadera no salía nada.
— Se olvidó de poner agua.
— ¿Cómo? Le digo que Selva no está. Pero no vino de
balde: yo sé quién es usted.
— ¿De veras?
— Selva lo anduvo nombrando mucho. Y yo, que velo
por ella, sé que es persona de bien.
— Se agradece. Oigame, esa regadera no tiene agua.
— Ni falta que hace. Ya las regué esta mañana. Pasa que
en un tiempo vivíamos en una casa con jardín, allá por el
barrio del Este, y había mucha hoja que mojar. Cuando
llegaron los soldados nos tuvimos que mudar acá, y franca­
mente yo no me acostumbro. Por eso hago como que riego,
para tranquilizarme. El cine y la tele no me gustan, com­
prende. Selva me compró un video, pero yo prefiero las his­
torias que me cuenta ella.
— ¿Qué historias?
— Ah, no, amigazo. Un padre no debe ser soplón— dijo
el viejo. Tenía una voz grande, rapsódica: de los paseos por
el río, en la época en que el río acarreaba agua, habría apren­
dido el rumor de las piedras— . Además las historias esas son
para mí. Ella las piensa por la calle y me las trae de regalo.
Ezequiel pensó que no iba a poder pelear mucho más
contra la sensación de que nada de lo que pasaba en esa
casa le pertenecía.
— Bueno, hágame el favor de decirle que pregunté por
ella.
El viejo volvió la cabeza. Como tenía cataratas en el ojo
derecho, para mirar atrás por sobre ese hombro forzaba los
músculos del cuello.
— Aguante un poco — dijo, intentando infructuosamente
reírse— . Se lo aconsejo en serio: aguante. Selva se va a ir
el día menos pensado, no bien le toque la suerte. Y para eso
no falta mucho.
— ¿Cómo está tan seguro?
— Porque ya me llevó a visitar una clínica geriátrica. Yo
no soy bobo, y encima ella no lo escondió. Mi hija no es nin­
guna fayuta.
— ¿Cuándo lo llevó a visitar la clínica?
— No me acuerdo. Y no es cuestión suya, señor. Vea,
a mí no me importa que se vaya. Por el momento me hace
compañía y se deja querer. Lo mío es ayudarla, entonces.
— Es lo que suelen hacer los padres.
— Sin embargo usted no es hijo mío y también me dan
ganas de darle una mano.
— ¿De veras?
— ¿Y por qué no? Mire, no vaya a creer que Selva lo
esquiva. Al contrario, señor Adad, al contrario. Si hasta me
dejó un encargo — el viejo empezó a rascarse una oreja con
lenta meticulosidad, a ver cuánto tiempo se podía desperdi:
ciar así— . Dijo que esta noche va a andar en un concierto
de ésos de rock que hay por Plaza Churchill. Yo no sé qué
es un concierto de rock. Ahora, creo que la plaza queda en
el barrio del Puerto. Selva dijo que lo va a esperar.
— Ojalá — dijo Ezequiel. Sacó un cigarrillo ignorando si
valía la pena encenderlo— . Gracias.
— De nada. Y ahora que está enterado, váyase a fumar
a la calle. No es por mal carácter, entienda. Pero usted no
vino a gastar saliva conmigo, y a mí el humo me hace
muy mal.

Al contrario de lo que Ezequiel había supuesto sin funda­


mento, Selva había dejado aquel mensaje por teléfono.
Hacía días que no se presentaba en la casa más que para
llevar comida, conversar un rato o hacer la limpieza, y no
porque hubiera decidido ganar más dinero o estuviese tra­

m
mando algo insano, sino porque no entendía cuáles eran los
lugares del cuerpo que la ataban a Ezequiel, cuáles a Leopol­
do, a las promesas de Chalukián o a las insinuaciones de
Lorna, y las tres habitaciones infectadas por la bronquitis
del viejo le parecían demasiado angostas para pensarlo con
emoción. Por otra parte siempre había estado convencida de
que, si la gente se apropiaba de rasgos de carácter como si
fueran vestidos, los únicos despreciables eran los que bus­
caban gozar considerando posibilidades. No le gustaba ele­
gir: como la suerte sólo era amiga de la seguridad, el que
caía en el pantano de las decisiones se volvía inválido para
siempre; y en cuanto a ella, ni siquiera los intrincados um­
brales del mundo de afuera podían llevarla a titubear. Todo
eso le contaría a Ezequiel más adelante, sin quebranto, más
bien serena y jactanciosa, antes de concederle que tras un
período de no dar la cara, no sabría cómo de largo porque
para ella, aunque se preocupara por fecharlos, los días tenían
menos consistencia que para él, Chalukián se había aperso­
nado en la peluquería con una orquídea. Apelando a su
mejor voz de barítono, pomposo y alerta, le había dado a
Selva la caja transparente mientras decía que en el jardín
de su espíritu la orquídea era por antonomasia, y eso Selva
no lo olvidaría, la flor de la esperanza y las cosas perdura­
bles, agregando que en ese caso no significaba tanto un voto
por el fin de la desventura como una prenda de colabora­
ción. De Ezequiel poco había dicho. Al final, con un paso
atrás de patriarca lúgubre, en el fondo medio desplazado por
alguna directiva de Lorna, las había dejado atrás con las
clientes, disponiendo los cepillos, las tinturas y el siroco de
los secadores. Arrastrada a un parloteo sobre pañales y pu­
cheros que la molestaba sin implicarla, Selva había sentido
crecer, como un yuyo invasor, un minucioso odio admirado,
no porque Chalukián siguiera negándose a sacarla de la ciu­
dad sin el apéndice de un hombre, sino al contrario, porque
nuevamente el hombre que la había llevado a reclutar no
merecía que le hiciera daño. Claro que Chalukián no iba a
lastimarlo a propósito, aparte del hecho de que Ezequiel no
era un bebé, pero quién podía asegurar que esa forma de
repartir las promesas, a escondidas, con labios disciplinados,
no provocara recelo y mortificación. Así era Orlando, el cas­
tigo que ella soportaba por amor a lo desconocido. Como
calculaba, era el único que tal vez pudiera: había que acep­
tarle que diera quitando. Pero por el momento Selva no
había recibido nada y esa tarde la falta se le estaba haciendo
monstruosa: flotaba como ballena muerta en aguas deteni­
das, mucho más después de que el Parte trajera nuevas de­
cepciones. Poco a poco fue acordándose de Leopoldo, de lo
que aún no sabía de él, hasta que tuvo que pedir permiso
para irse a la calle a entonarse con historias. Caminó contra
el frío, envuelta en la luz sucia de la tarde, creyendo pasear
por el Jardín Botánico que Krámer ya no tenía. A orillas de
las avenidas de polvo de ladrillo crecían acacias, castaños y
encinas, tipas, enebros, chaguaramos vencedores del invierno
de la Patagonia, y todos los nombres ella los sabía pronun­
ciar porque eran enseñanza de su tío Andreas, el hermano
menor de su madre, tan muerto como ella pero restituido al
Botánico por las corrientes del duermevela. En el corazón
del jardín, del otro lado del estanque de los camalotes donde
meaba un angelito desnudo, había un claro con forma de
rombo; siguiendo la mirada de la gente grande, Selva con­
sultaba el cielo, primero con miedo, después con asombro,
hasta que las nubes se deshacían para multiplicarse en águi­
las, panteras, mulitas, estorninos, canguros, iguanas, jabalíes,
venados, corzas, petirrojos, teros, linces y bisontes, to­
dos chatos como azulejos y como azulejos del mismo tama­
ño, movedizos, leves y devorándose. Cuando abrió los ojos
estaba de pie junto a un banco de la Plaza de las Rotas Cade­
nas, amenazada por el escobillón de un operario de limpieza.
A menos de diez metros había una cabina. Llamó al viejo, le
contó el sueño y el silencio la dejó tan perpleja que, res­
pirando hondo, pegó los labios al micrófono, cerró los ojos
y dejó que el resto de la historia se internara en el tubo
como si la animara otra voluntad. Le contó que mientras
un sinsonte mataba a picotazos a una boa, otras bestias in­
tentaban aparearse, y que tanto a él como a la madre y al
tío Andreas las desproporciones les causaban risa. Así se­
guían caminando hasta la casa de un carpintero. El hombre
los esperaba con la mesa preparada en el medio de la calle.
Comían sopa de garbanzos, aunque lo más atractivo era un
perro que el carpintero mantenía atado con una cadena lar­
guísima y durante todo el almuerzo se esforzaba por encara­
marse a las ancas de una oveja recién esquilada. El viejo dijo
que la historia no le gustaba nada. No estaba enojado pero
quería cortar. Volviendo al banco, Selva se sentó y cerró
los ojos. El tío Andreas todavía estaba ahí, ahora harto de
comer garbanzos. Largo, curvo y elegante, alejaba al perro
porque, de tanto forcejear, la oveja se había golpeado la ca­
beza contra los adoquines y la lana se le estaba tiñendo de
rojo. Selva se incorporó temblando. A la oveja le había cre­
cido la lana muy rápido. Lo que le hacía falta no era dormir
sino darle movimiento al cuerpo hasta supurar todas las im­
purezas que persistían después de aquella y de otras histo­
rias. Volvió a la peluquería. Por un instante sintió ganas de
quedarse, como si no valiera la pena ignorar el alivio que
el trabajo le proporcionaba, los chasquidos de la tijera, el
manejo de las tinturas y el leve rastrilleo con el peine. Elu­
dió los fustazos de la mirada de Lorna, no obstante, y en la
trastienda se puso la ropa de gimnasia. A la carrera llegó
hasta el parque abandonado que había detrás de la Estación
Central, donde, empapada, empezó a reconocer que el solo
esfuerzo no la purificaría, que de nuevo necesitaba, sin por
eso ofrendarse, querer a un hombre que fuera un lazo con el
mundo, pero que el lazo no debía anudar la herencia de Leo­
poldo. Estaba haciendo flexiones cuando la distrajo un silbi­
do. Era Graciela, una pelirroja enclenque a la cual Selva más
de una vez había intentado no quebrar en las clases de karate.
Salía de atrás de unas matas como si hubiera estado viva­
queando en el parque. Corrieron juntas un rato pero muy
pronto Graciela pidió descansar, y no sólo eso: con todo el
pelo sobre la cara se largó a llorar porque esa mañana se ha­
bía despedido de un sobrinito que era como su segunda vida.
Lo único que Selva sintió fue envidia del chico. Incapaz de
calmar a la pelirroja, se despidió sin brusquedad y sin dulzu­
ra, sabiendo muy bien que por lo general no soportaba el do­
lor de los demás. Esa tarde ni siquiera hubiera podido afron­
tar las quejas del viejo. De modo que volvió una vez más a la
peluquería, escuchó una breve selección de delirios urbanís­
ticos de Lorna y más tarde, bajo el agua caliente de la du­
cha, pensó en la timidez de Ezequiel Adad. Si algo había sa­
bido siempre de Leopoldo, contaría al final, cuando ya no
sirviera esconder, era que la deseaba, y ese deseo le había
labrado el cuerpo con muescas, cifras y canales que el in­
vierno no gastaba. Del escriba, en cambio, sólo sabía que
parecía leerla de reojo, con temor, siempre turbado. Por eso
el escriba podía ser la llave. Al salir por tercera vez a la
calle un viento que olía a caucho y quemazón la llenó de
pena. Como no estaba dispuesta a sobrellevarla, repasó lo
que podría alegrar al viejo y en la esquina de Venecia y Cin-
cinati entró a un supermercado. No bien empezaba a reco­
rrer las estanterías indigentes, un espejo convexo le impuso
la Cara de un espía. Se estaba riendo: le transmitía adverten­
cias. Selva calculó que estaría del otro lado de una pirámide
de latas de atún y lo insultó. Por entre las rendijas le con­
testaron que ya se iba a arrepentir. El frasco de café que
tenía en la mano se hizo añicos contra el suelo. Iba a llorar
y no sabía por qué. Ya retrocedía conteniendo un escalofrío,
exigiéndose una historia súbita, algo que empezaba a transcu­
rrir en el balcón de un departamento de San Francisco, cuan­
do dos manos callosas le apretaron la cintura. En el espejo la
sonrisa del espía se licuó en carcajadas. Y en la nuca de Selva
otra risa, ronca, tórrida, se confundió tan naturalmente con
una sarta de obscenidades que cuando pudo darse vuelta sólo
ofreció un rostro amnésico. El que la tenía agarrada era un
tal Nito, un tipo ocurrente, fanfarrón e irresponsable que
pintaba coches viejos en un tallercito del barrio del Puerto.
Lo había conocido en la peluquería, cortándole el pelo al
cero, y más de una vez se había ido a dormir a su casa por­
que los inverosímiles chismes que él sabía, y que la mayoría
de la gente en Krámer no tenía el humor de propagar, le
ahorraban el remordimiento de las resacas. Esa noche la
invitó a un concierto de rock que había en la Plaza Chur-
chill. Selva no tenía razones para negarse. Al contrario, le
hacía falta un poco de ruido. Tuvo que probar siete teléfo­
nos públicos antes de conseguir comunicarse con el viejo y
dejarle un mensaje para ese amigo que, seguramente a Nito
no se le había escapado, se llamaba Ezequiel Adad.

Desde los inicios de Bardas de Krámer al barrio del Puerto


le habían robado la proximidad de las dársenas. Era un
triángulo incómodamente afincado sobre el estuario del río:
los diez kilómetros de vías que antes lo habían unido con el
mar y los barcos y los depósitos y las grúas habían ido desa­
pareciendo bajo la arenisca, sobre las dunas habían crecido
lirios del desierto y la poca población fija que quedaba se
había protegido del viento yodado alzando empalizadas poco
más allá de los últimos bodegones. Terco dentro de sus fron­
teras, el barrio se había extendido hacia arriba, única zona
de Krámer donde podían guarecerse los que nada esperaban
del Parte. Pero como ni siquiera el apego al presente co­
rregía las aberraciones de una imaginación cercada, sobre las
terrazas de los edificios adustos, de invariables tres pisos,
dispuestos a lo largo de veredas mezquinas, se habían ido
sumando dúplex hechos con uralita y madera de cajón, buhar­
dillas de aglomerado, casetas de lata y unos cuantos bún-
kers de hormigón que un consecuente neurótico de guerra
se emperraba en copiar de los que Hitler había construido
en el Báltico. Cansado de interrogar los pechos de las putas
en busca de augurios, Ezequiel frecuentaba poco esos aguan­
taderos; cuando se dejaba caer era porque ahí, encerrada
como en una jaula de vidrio, persistía una relente de algas,
o por calentura, o por tentación de fundirse del todo con
el corazón de la claustrofobia. Esa noche, sin embargo, bajó
a zancadas largas por la avenida Palermo, bordeó los pilares
del puente Fitz Roy y entró con otra clase de ansiedad a las
callecitas como nervaduras de una hoja galvanizada. Al nivel
de la mirada la oscuridad se dividía en estratos aislantes de
vapores cada vez más claros, lagunas imantadas hechas de
neón, café recalentado, jugos de asadura, estufas de gas y
deseo en bruto donde confluía la músicá de los cabarets y las
disquerías siempre abiertas. Como narcótico, esa música no
era ineficaz: algo en las caras demostraba con desenfado que
en el barrio del Puerto el hambre se soportaba mejor. Algo
más arriba se balanceaban faroles orlados de verdín que con­
vertían en carbunclos los ojos de las mujeres. Pero de los
cuerpos que se movían como fosforescencias ninguno lleva­
ba ropa de marinero, y Ezequiel se preguntó si para subsis­
tir los dueños de los quilombos no habrían inventado que
los soldados de la Fuerza Interamericana eran víctimas de
un almirante que había incendiado su escuadra. En la esqui­
na de Odessa y Barragán tuvo que adosarse a un farol para
no chocar contra una pareja que avanzaba trastabillando; vio
que el hombre tenía la cara bañada en sangre y la mujer,
que se dejaba arrastrar, intentaba restañársela con un pañue­
lo blanco como la leche. Las manos en los bolsillos del ta­
bardo, Ezequiel dobló por Barragán. No esperaba encontrar
un museo de la desobediencia. El Empecinado había estado
trabajando duro y parejo: desde las ventanas de la primera
pizzería hasta la puerta vaivén del drugstore de la otra es­
quina, habíá convertido la cara de la calle en una enor­
me tableta de mensajes. El primero decía e l a l m a e s u n
p a i s a j e p r e s t a d o ; el segundo, d e r r o t a d o s d e l t i e m p o ,

e s c ú p a n l o . A mitad de cuadra, sobre la vidriera de un

negocio de ropa para novias, había escrito e l p a r a í s o e s


EL C A M PO D E C O N C EN TRA C IÓ N D E L F U T U R O ; y Como por
todas partes otras manos habían agregado palabras cercena­
das y dibujitos y jeroglíficos, a medida que Ezequiel iba
avanzando le crecía la sensación de haberse metido en un
carnaval furtivo. Se preguntó cómo era que no conocía
a ninguno de esos que disfrutaban enchastrando paredes.
Cien metros más adelante, justo donde un centenario ex
combatiente palestino solía pararse a vender diarios viejos,
las inscripciones se interrumpían de golpe. El hecho de que
la última, u n a m u j e r e s a l g o c o n , estuviera inconclusa,
lo puso al borde del descalabro. Por hacer algo con la
inquietud compró el Herald Tribune y siguió caminan­
do. Occitania estaba paralizada por una huelga gene­
ral y el ejército francés había implantado la ley marcial
en Aix-en-Provence. En un pliegue de las turbulencias del
aire una figura rechoncha y barbuda le llamó la atención: le
pareció que entraba a un bar y, saliendo en seguida, se per­
día entre un grupo de punkies. Si efectivamente era el hún­
garo, ahí estaba la prueba de que se tomaba su trabajo mu­
cho más en serio que él. Apuró el paso. Donde terminaba
la calle Barragán, sobre el pentágono de mosaicos de la Plaza
Churchill, apenas había una barra de veinteañeros bebiendo
cerveza junto a sus motos. Un poco separados, un pibe de
pelo verde y una muchacha de medias azules se besaban
blandamente recostados en una toma de agua. Ezequiel tuvo
pánico de perder el rastro de Selva. Con todo, de algún
lado llegaba un amortiguado estruendo de instrumentos eléc­
tricos. Y como si la desidia, la errancia y todos los anoni­
matos se hubieran condensado, de repente la noche descargó
una llovizna ácida que muy pronto se volvió granizo. Vio
que la barrita corría hacia una esquina para meterse en una
boca de subterráneo. Mientras los seguía por la escalera ad­
virtió que a la entrada, al lado de un cartel con una flecha
verde, había una tétrica navaja dibujada en neón malva.
Sólo a medio descenso se dio cuenta de que la escalera baja­
ba paralela a una rampa para coches. A esas alturas el agua
que llevaba encima empezaba a hervir por el efecto de una
guitarra y un bajo prisioneros en algún lugar, al fondo del
túnel, como gatos en la caja de un ascensor. Una barrera as­
tillada señalaba el fin de la boca; al costado, detrás de los
vidrios de una cabina, la pareja que antes se había estado
besando ocupaba una sola silla. Ezequiel dio un rodeo para
eludir la barrera y bajó por una escalera en espiral. Por el
enrejado que formaban las rampas oblicuas, las vigas de
cemento y las columnas de la playa de estacionamiento se
filtraba un fulgor de focos tachonado de cabezas rapadas.
Siguiendo la voz hepática de un cantante no muy versátil,
sorprendido de oír el eco de sus pasos contra las paredes,
avanzó entre líneas blancas, flechas de dirección, camiones y
charcos hasta donde la nave se abría a la izquierda. Al fondo
de ese corredor, moviéndose en un resplandor de cal sobre
un escenario bajo, un trío de rock tocaba para una flaca mu­
chedumbre en trance. Mucho antes, cerca de donde estaba
Ezequiel, unos cuantos descansaban sentados en el cemento
como negligentes porteros de un mundo gutural. De los mu­
chos coches que la ciudad había dejado olvidados ahí, uno
era un Chevrolet Impala color verde oliva, abollado, sin rue­
das, que parecía hundirse en el cemento, como un saurio en
una ciénaga. Selva Iribarren estaba dentro de ese coche,
la mirada puesta en un tipo de pelo muy corto. Ezequiel
avanzó con la sensación de que algo le sobraba. Se metió el
diario en el bolsillo, y estaba por sacarse el tabardo cuando
la puerta del piloto se abrió envolviéndolo en un vaho de
calefacción y tabaco. Hasta ese momento no se había dado
cuenta de que hacía un frío criminal. Perplejo, atisbo los mo­
vimientos en la sombra del asiento delantero. Una campera
negra se deslizó entre la palanca de cambios y una chispa
escarlata, hubo un burbujeo de risas y las piernas de Selva
emergieron para tocar el cemento como dos cintas de papel
tornasol. A Ezequiel lo invadió un sopor repentino. Selva le
hundió los dedos en el pelo y, después de besarlo con un
beso como un empujón, retrocedió para mirarlo.
— Yo sabía que no te ibas a perder, Adad — dijo. Te­
nía puesto un pulóver granate y llevaba sombra ocre en los
párpados y purpurina en las ojeras. Sobre el labio de arriba
la piel estaba moteada de gotas de sudor.
— ¿Por qué me llamás Adad?
— Porque así me gustás más.
— Si no hubiera sabido que ibas a estar acá me habría
cansado mucho antes. Sos muy difícil de encontrar.
Ella inclinó la cabeza a un lado; un grueso chorro de pelo
castaño escondió el hombro derecho.
— ¿Tenías algo que decirme?
— Si no me equivoco, es distinto a lo que esperás.
— Veni, subamos al coche.
A punto de recordarle que adentro había un hombre,
Ezequiel optó por callarse la boca. No podía apostar que el
tono no fuera a traicionarlo. Un momento antes había esta­
do por irse: de Leopoldo, de lo que Selva había edificado
sinceramente seducida, se sentía incapaz de celar; pero cual­
quiera que ahora estuviera cerca de ella, sobre todo si era
por una sola noche, le parecía un usurpador. En seguida se
encontró frente al volante, compartiendo con ella y el otro
tipo dos butacas y un joint, contemplando a través del pa­
rabrisas grasiento las crispadas caricias que el cantante le
prodigaba al micrófono.
— Estás muy abrigado, viejo — dijo el amigo de Sel­
va— . Te vas a morir de calor.
— Se llama Ezequiel Adad — dijo Selva. Tocando la ca­
beza de Ezequiel, agregó— : Él se llama Nito.
— Mucho gusto, Nito.
— Me parece que yo te oí nombrar — dijo el otro— .
¿Vos hacés escritos?
— Eso dicen.
— Y muchas cosas más — dijo Selva encogiéndose de
hombros como si estuviera lejos de los dos— . Pero vos te-
nés prohibido hacer preguntas. Después andás por ahí sol­
tando impertinencias.
— No, si es un honor — dijo Nito.
Ezequiel le miró de reojo la cabeza de galeote. Soltando
el humo que le colmaba los pulmones, habló entre clientes
para el perfil de Selva.
— Estuve con Chalukián. Bueno, digamos que me hicie­
ron estar con él.
— Me gustaría saber cómo lo veías — dijo ella con la
mirada en el escenario— . Si no le cambiaste un poco la cara,
el sueño no debe haber sido muy lindo. Yo estuve viendo
un montón de animales chatos en el cielo. Los veía desde
un jardín botánico.
Casi sin darse cuenta Ezequiel le puso una mano en la
rodilla.
— No me entendés, Selva. Es de veras. Chalukián que­
ría hablar conmigo.
— ¿Ya? — dijo ella sacudiendo el pelo.
Había apretado los puños de tal manera que Ezequiel
temió que se lastimara las palmas. Era imposible discernir
si los ojos se le habían llenado de alegría, de culpa o de
pavor porque, vuelta hacia Nito, parecía repetirse muchas
veces la misma frase. Aunque al principio el otro contestara
con bromas, recostando la cabeza en el respaldo para chupar
la colilla del canuto, al final no le quedó más remedio que
bajarse. Cerró la puerta sin escándalo y se quedó de pie al
lado de la ventanilla. Ezequiel no veía más que el cinturón
y un poco de la camisa de cuadros, pero supuso que estaría
atento, apoyado en el techo.
— No escucha — lo apuró Selva— . ¿No ves que no es­
cucha, Adad? Dale, contame todo.
Él reprodujo la charla con Chalukián, incluida la pro­
puesta, si no tal como había sido, al menos como se la había
relatado al húngaro. Al terminar se dio cuenta de que Selva
le había agarrado las manos; y en el mismo instante supo
que si por confusión o venalidad esas manos se le perdían en
un huracán, sería a causa del único error que habría cometido
a conciencia. Ignoraba cuánto podía importarle. Quiso mi­
rar a Selva como si la estuviera descubriendo desde lejos, los
ojos devueltos a un punto de partida que él desconocía, las
líneas de la cara mimetizadas con un futuro que debía pa-
recerle armonioso. Lo que más quería, en realidad, era be­
sarla, aunque en ese momento fuese como besar una ma­
queta.
— Es increíble, Adad — la oyó decir— . Es fabuloso.
Porque Chalukián a veces da repugnancia, pero te juro que
no improvisa. Y lo que a vos te toca es fácil. Es lo que sabes
hacer, ¿no? Bueno, entonces ya está.
Ezequiel tardó en contestar. Pensaba que si Selva tem­
blaba de alegría era porque probablemente no tenía nada que
ver con la barata estrategia de Chalukián y, al mismo tiempo,
que la sonrisa de mármol que enseñaba era como la seguri­
dad misma de que él iba a aceptar.
— Pero yo no sé si vale la pena — dijo de pronto en voz
demasiado alta.
Ella le soltó las manos. Se frotaba la nariz con los nu­
dillos.
— ¿Cómo decís?
— No estoy seguro de que valga la pena.
— ¿Entonces no estás hasta el cuello de este basural?
¿Vas a regalarle la oportunidad a otro?
— Me da mala espina lo que Chalukián pueda hacer des­
pués, qué me va a exigir.
— No te va a exigir nada. Chantajista no es.
— Es un político. Y para colmo tiene vocación de filán­
tropo. A mí no me gusta que me traten como a un men­
digo.
Selva recogió del fondo de la guantera un retrovisor
roto y se examinó detenidamente los ojos.
— Todavía no me contaste una palabra de lo que pen­
saba Leopoldo — dijo— . Y te contraté para eso.
Ezequiel sacó del bolsillo el bollo mojado en que se
había convertido el Herald 'Tribune.
— Lo siento. Te lo voy a decir cuanto antes. Y ahora...
— con la mano en la manija de la puerta, contuvo la rabia
y volvió a caer en el asiento— . Además, si te interesa sa­
berlo, no estoy tan seguro de que en otra parte haya un
mundo distinto. Mirá, mirá lo que dicen los diarios.
Selva le arrancó las hojas y estrujándolas del todo las
tiró por la ventana.
— Cuando quiera practicar inglés te voy a avisar, Adad
— dijo mirándolo de cerca— . A mí también hay cosas que
me molestan. Me molesta enterarme de oídas; cada vez lo
soporto menos. — La cabeza se le fue cayendo hacia ade­
lante hasta encontrar la solapa del tabardo. Volvió a aga­
rrar las manos de Ezequiel y se cubrió la cabeza con ellas— .
Yo quiero ver. Aunque no valga la pena. Pero quiero ver
yo misma. Para no cansarme. Hay mucho para ver, ¿no?
Al menos para ella, se dijo Ezequiel, era un argumento
ágil y contundente. Pensó en un bombardero despegando.
De repente advirtió que Nito se había esfumado, seguramen­
te hacia donde no valía la pena perseguirlo. Se puso a jugar
con las pocas hebras cobrizas que se abrían paso en el cabe­
llo de Selva, mientras el lacerado blues que golpeaba contra
el parabrisas le palpitaba en las manos. Entonces, cuando
ella se incorporaba respondiendo a la música, se le impuso
entera la realidad de que esos pibes del escenario, enajena­
dos por un haz azul zafiro, estaban cantando, y no dudó
de que ellos mismos habían escrito las letras. Tengo plan­
tada una higueral que da el toque de oración, se desgañitaba
el bajista, y era una forma zumbona, un yaraví o una copla
macerada en canales cuadrofónicos: Y en las noches de ve­
rano/me pide que le haga el amor. ¿Hacer el amor con una
higuera?, pensó. ¿De dónde sacaban la inspiración? ¿Qué
delirio los mantenía en pie? Y entendió que lo que había
en ese sótano no eran reencarnaciones, ni nietos a pilas de
colonos con espuelas, sino derrotados del calendario: tipos
que, antes que él, iban a sobrevivir aliados a un tiempo
propio, un albergue sin indulgencias, pasajero y suficiente
como un alero que da sombra o un leño lento en consumir­
se, contento, mientras dura, de efundir una leve fragan­
cia. Eran de la casta del Empecinado: una visión de Tadeo.
Hubiera querido explicárselo a Selva, pero ella había bajado
del coche. Rozando con los corvas el guardabarros descas­
carado, ondulaba entera como un junco. No pudo estar mu­
cho rato mirándola sin inquina. Como no sabía bailar, la
tomó por la cintura.
— ¿Querés que nos vayamos? — preguntó ella.
Afuera había dejado de llover. Dos cuadras al este de
la Plaza Churchill, una andaluza de edad indefinible conser­
vaba una fonda con cena y habitación, construida en los altos
de un cine. Comieron sentados al borde de la cama, vigilados
por varias reproducciones de mujeres de Romero de Torres,
antes de abrir cada uno el cuerpo del otro como si fueran
puertas vivas. Más tarde, mientras en las ventanas el ama­
necer descubría las siluetas límpidas de las torres, Ezequiel
jugó a mirar por entre las pestañas el cuerpo desnudo apo­
yado en el postigo. Pensó que si lograba descubrir la raíz
de los arrestos de Selva, qué significaban sus silencios, Leo­
poldo, la biblia y las canciones de los rockeros del sótano,
obtendría gajos de tiempo más tangibles, más perdurables
que la clepsidra de Tadeo. Un rayo finito aclaraba la curva
de la cintura de Selva. Abrió del todo los ojos con la idea
de llamarla de nuevo a la cama. Después de todo la carne
no era tan perecedera: libre de palabras, tenía una ley capaz
de ausentarse furtivamente de los celos, las balandronadas
y la culpa, y entonces se convertía en lo mejor. Selva se
volvió con el rostro en blanco. Él cambió naturalmente de
actitud y empezó a hablar de Alina. Habló con rapidez, pro­
curando no sorprender, mezclando nociones. Ella opinó poco;
pero como no creía que alguien pudiera decir algo que no
fuera prestado, decidieron volver juntos a la calle Sinatra.
Al pasar por Barragán, las pintadas del Empecinado traba­
jaron la somnolencia de Ezequiel como si estuvieran hechas
con pentotal.
— Yo tengo dos hijos — se le ocurrió decir mientras mi­
raba las paredes— . Creo que no te lo había contado.
Selva, tiesa, le clavó los ojos hasta obligarlo a darle la
cara.
— Está bien. También eso quiero verlo — sonrió.
— Va a ser difícil. No sé bien por dónde andan. Quizá
estén muy lejos. Y ni siquiera sé lo que estoy diciendo. — Sin
una razón especial Ezequiel había parado. Dudaba tanto
que tuvo que prender un cigarrillo aunque no le dieran ga­
nas. Fue el fósforo lo que pareció animarlo— . Selva, tenes
que asegurarme que Leopoldo existió de veras.
Ella cerró la boca y la risa explotó con un rocío de sa­
liva.
— Qué cabeza más arrevesada, Adad — dijo, furiosa y
apurada por terminar— . ¿Qué te creías? ¿Que era una
trampa de Chalukián? Claro que existió. ¿No te das cuenta
de que eso es lo terrible? No que haya existido y ahora no
esté más. Lo terrible es que yo no haya sido capaz de inven­
tármelo. Hubiera sido mejor que todos los cuentos que pien­
so para mi viejo, pero no supe inventarlo. No pude. Y fue
una lástima, porque no sé si tengo que aclarártelo, Adad,
pero yo sigo estando enamorada de ese hombre.

T a l cual Ezequiel sospechaba, el lugar indicado para encon­


trar a Alina eran los billares La Onza. No bien se acostum­
braron al humo, parapetados detrás de una abúlica hueste
de agiotistas, traficantes, fulleros y macrós, pudieron con­
dolerse a gusto de la embobada alegría con que la nena mi­
raba rodar las bolas sobre el paño. El camboyano la había
llevado a montar guardia con él mientras Mirella despluma­
ba a varios profesionales, y por azar había acertado: el mis­
mo Belarmino Mendoza, recordó Ezequiel, había sabido
pasear a la nena por los billares con la esperanza de que se
entendiera con los parroquianos chinos. A lo mejor por eso
parecía divertirse; y al fin y al cabo el ambiente mas crapu-
leseo era menos nocivo que la ocurrencia de contarle que su
madre verdadera había sido loca y asesina. Menos mal que
te fuiste, Belarmino, se dijo Ezequiel, y súbitamente oyó la
voz de Selva.
— ¿Cuántos años tiene?
— Nueve, si mal no recuerdo.
Más allá de los rufianes, con todo, la simple atmósfera
agria y mal iluminada no era lo más aconsejable para una
huérfana. Asustado, Ezequiel se repitió la palabra huérfana,
intentó reemplazarla por otra, quizá expósita, o abandonada,
las desechó todas y se concentró en el flequillo marrón.
Nada de huerfanita. Es una nena de nueve años que con­
funde a medio mundo con un montón de palabras desqui­
ciadas. No era poco, y podía ser mucho si los que la habían
recibido llegaban a interpretarla algún día. Ezequiel no quiso
preguntarse qué iba a suceder cuando Chalukián saldara
la deuda, siempre y cuando él aceptara contraería, y se le
abriera la puerta-trampa. Sintió las manos y el mentón de
Selva en el hombro. La dejó hacer, pero con ganas se hu­
biera ido: a ella no la entendía mejor. Alina, subida a una
silla, vigilada a medias por el camboyano, daba la impresión
de lamentar que el paño se mantuviera siempre verde. No
festejaba los prodigios de Mirella; con la pierna derecha ade­
lantada, las manos en la cintura y el vaquero arrugado, pre­
sidía el partido como una embajadora de un reino de gno­
mos. Ezequiel se rió. El camboyano, que tenía el oído fino
de los veteranos del sobresalto, alzó los ojos de la libretita
donde anotaba las apuestas. Alina lo notó y giró la cabeza.
Como si hubiera estado esperando una excusa, saltó al suelo
y a empujones se abrió paso hasta Ezequiel.
— Choc uf mucho, plac palo, rojita flodu Mirella, más
— dijo sin perder la seriedad.
— Rojita y dos blancas — aventuró Ezequiel— . ¿No estás
cansada?
— ¿Señor va oj, y Alina?
— ¿Cómo señor? Yo soy Ezequiel.
— Ezeco.
— Y ella se llama Selva.
Alina se revisó todos los bolsillos del vaquero hasta en­
contrar medio dólar. Agarró la mano de Selva, la obligó a
abrirla y después de dejar la moneda un momento se la vol­
vió a guardar.
— ¿Ezequito pasos más a oj, con Alina? — dijo— . Prup.
¡Alina va oj, ya, ya! ¡Oj!
— Oj — repitió Selva acuclillándose.
— Creo que eso quiere decir casa — dijo Ezequiel— .
O estar cómodo, o un sillón. Y cuando dice ya...
No pudo terminar. Alina escupía sobre la risa frenética
de Selva un diluvio de gorgoteos, sin rabia ni impotencia
pero con una suerte de malvada altanería. Ezequiel se dio
cuenta de lo imposible que les sería entenderse; porque si
en los misterios que se le cruzaban Selva buscaba peldaños
que la llevaran al otro lado, dejando el pasado en claro, la
nena usaba las palabras como dardos que, sin mano impul­
sora y sin historia, volaban bajo a conquistar lo cercano:
atención inmediata, paseos, chucherías. Las dejó gritándose
y fue a pedirle al camboyano que no volviera muy tarde. Ya
no tenía la menor idea de lo que significaba volver tarde,
pero prefería no ponerlo en cuestión justamente cuando Ali­
na empezaba a señalar el tiempo elemental. Remontó la calle
Sinatra detrás de las dos. Iban haciendo eses y no dejaron
de vociferar hasta que un vendedor de pochoclo le ofreció
a Selva parte de la solución. En la oficina, Ramiro acababa
de entregarle a una monja una carta confidencial para el
cónsul de la India. Cuando la monja se fue, estuvieron los
cuatro jugando a la caótica versión de las damas que la
nena les imponía, hasta que a media mañana Selva decidió
volverse a la peluquería. Ezequiel la acompañó al corredor.
— ¿Sabrá lo que le pasa? — dijo ella al borde de la es­
calera.
— Más de lo que te pensás. Esta piba no está enferma,
Selva; no es un caso para científicos. Ella combate, como
vos. Pero te lleva una ventaja: exige lo que está a mano
como si también faltara. Se emperra en recuperarlo.
— Te juro, Adad, que a veces no se te entiende un pe­
pino.
— No sé hablar de otra forma.
— Yo quiero recuperarte a vos.
—Entonces algo entendiste.
— ¿Por qué? ¿Sos algo que está a mano?
— Así parece.
— Y como seguís trabajando para mí, junto con vos
puedo recuperar lo que hay adentro de la biblia.
— De eso no estoy tan seguro.
Selva le dio un golpe suave en la mejilla.
— Mentís — dijo. Se hundió en la oscuridad de la esca­
lera, pero unos escalones más abajo paró para gritar— : Y
además me parece que ya estás cansado de este trabajo. Es
una suerte para todos lo poco que te va a durar.

Escrito está en mi mente vuestro gesto, se dijo Ezequiel


mientras volvía a la oficina. Bueno, escrito es poco: acompa­
ñado con prescripciones, consejos sobre la hora propicia para
venerarlo, contraindicaciones y dosis máximas, está el gesto
ese. Y yo, ¿nací para andar como bola sin manija? Había
una vez en que yo gozaba plácidamente del sueño. De los
barbitúricos. ¿Y ahora? Correveydile. Polvo seré. Mas
polvo enamorado. En el corredor había tal tufo a acaroína
que no era imposible que los clientes terminaran encar­
gándole productos químicos de la imaginación. Al fondo,
debajo de una claraboya tapada con cartones, hubo un
chirrido de bisagras. La puerta de lo que había sido una
agencia de la Scandinavian Airlines se abrió entre pena­
chos de luz y dos sombras torvas avanzaron enlazadas,
dando tumbos contra las paredes. Ezequiel encendió un
fósforo. Como si fuera un faro. El vilipendiado coloso de
Rodas. Me cacho en diez. ¿Y acá, en esta cloaca voy a criar
a la nena? ¿En este ministerio de horrores? Desde luego,
iba a tener que enviarla al colegio. Los gabinetes audiovi­
suales se encargarían de reducirle las rabietas y una fono-
audióloga competente le enseñaría a recitar de memoria, sin
tartamudeos, algún poema de Amado Ñervo. Nunca se
enterarían de que no tenía problemas de dicción. Lo mejor
va a ser que cuando salga me la lleve, a ver si con un cam­
bio de aires depone las armas. Porque saber hablar, seguro
que sabe. A mí no me engrupe. El fósforo se apagó. La
pareja, ahora más nítida, se detuvo como extrañando la
llama: eran dos mujeres; tenían cierta cualidad de murcié­
lagos, pero también de luciérnagas enamoradas, como si no
confiaran más que en el mutuo sostén que se proporciona­
ban. Ezequiel pensó en lo que había pensado, y lo que
había pensado era que, llegado el día de la partida, debía
llevarse a la nena. ¿Pero adonde? Apoyó una mano en el
pomo de la puerta, sintiendo casi los filamentos de mugre
que los años le habían ido prestando al niquelado. De las
quebradas del tiempo iban naciendo imposiciones, ahijados,
pasiones enigmáticas, testigos de cargo: de golpe estaba
llevando una familia a cuestas. Y en el recinto sin patriarca
Leopoldo acechaba como el genio de una tierra en barbe­
cho. Las sombras se estaban besando. Cerró los ojos. Cuan­
do volvió a abrirlos ya no eran mujeres ni nada, no estaban.
Empujó la puerta. Colgando el teléfono, Ramiro se dispuso
a aporrear la' máquina. Alina se había instalado en el sofá
de los clientes y volvía las páginas de la historia universal
que un tal J. Jastrow había escrito para el olvido; con las
envolturas de los caramelos hacía señaladores para ir mar­
cando las páginas con dibujitos.
— Está muy bien — dijo Ezequiel sentándose al lado
de ella— . Pero los caramelos podrías haberlos tirado al
canasto.
— Cut — dijo Alina, y después puso el dedo sobre un
mapa de Arabia— . Esto, en más, por la vía flurerá, ya
prrruuum, Alina.
— No querrá viajar, ¿no? — dijo Ramiro— . Flor de
mambo.
— ¿Y justamente a vos te llama la atención? — dijo
Ezequiel.
— Vlusss compro un cloqui, pero más, ahí, los cositos
de rojo, y uno, y no, por Alina ya.
— Está loca — dijo Ramiro.
— Bueno, es una posibilidad — dijo Ezequiel.
Alina le estaba tirando de la manga del pulóver. Si por
casualidad lo interrogaba, no podía ser con otra cosa que
con las pecas, porque los ojos no los tenía abiertos.
— Esto, y ¡esto! ¿Así la pared, ah, y todo, bien por
Ezequito?
Levantándose, Ezequiel dio un paso atrás como si tu­
viera que abarcar un cuadro. Escuchó dos, tres veces la
misma pregunta, una frase de nueve años. Y al final se dio
cuenta de que Alina quería saber si él podía ver cón los
ojos cerrados.
— Depende — dijo con lentitud— . Cuando duermo sí
— e imitó lo mejor posible un ronquido.
Ramiro se pasaba un lápiz ya masticado de una punta
a la otra de la boca.
— Es una lástima — dijo.
— ¿Qué cosa es una lástima?
— Se me representa que usted la va a volver más loca
todavía.
— Podrías llevarla con tu amigo Ildebrandi.
Ramiro volvió a descargar los dedos en las teclas.
— ¿Qué busca, jefe? ¿Mojarme la oreja?
Tampoco Ezequiel sabía exactamente por qué lo había
acusado, y sin embargo no tenía ganas de arrepentirse.
En el despacho había un libro esperándolo y en otro lugar
de la ciudad una mujer que lo empujaba hacia el libro.
Apenas sintió el alivio de encerrarse se le ocurrió que en
realidad buscaba el exilio, y no solo, sino en compañía de
algo que tanto podía ser impostura como desolación o sim­
ple tongo. Igual que las primeras veces, el libro eligió la
página que quería ofrecer. ¿Quién es esta mujer que viene
subiendo del desierto apoyada en su amado?, había ence­
rrado Leopoldo en un recuadro grueso, y Ezequiel estuvo
a punto de arrancar la página. Lo que más lamentaba era
que el tipo no fuese tonto. Deliberado, había tallado a con­
ciencia la memoria que lo sucedería, y esa memoria era
para cualquier mujer sola un jarabe de sensualidad. Buscó
en las páginas anteriores, donde no se sentía de más. En
el segundo libro del Eclesiastés, lleno de deleites, el Leo­
poldo de los trazos resueltos se había exaltado con el
versículo décimo: Y nada de lo que mis ojos pidieron man­
tuve yo alejado de ellos. No detuve mi corazón ante nin­
guna clase de regocijo, pues estaba gozoso mi corazón
a causa de su duro trabajo. También le gustaba el vigésimo-
cuarto: En cuanto al hombre, no hay nada mejor que el
que coma y el que beba. Pero el otro Leopoldo, el de la
mano de enfermo, había descubierto que entre los supues­
tos alborozos había serias salvedades: ¿Y cómo morirá el
sabio? Junto con el estúpido, decía el predicador; y sin
ceder: Porque todos los días su ocupación significa dolo­
res, también durante la noche su corazón no se acuesta.
Ezequiel permaneció un rato largo leyendo lo mismo, al
punto de dudar si había estado todo el tiempo despierto.
Le pareció incluso que Leopoldo, un hombre de pelo de
estropajo y traje de alpaca, entraba a una pieza de pensión
para sacar la biblia de un maletín y enfrascarse en las
admoniciones del congregador. ¿Le había importado a ese
hombre que todo fuera vanidad? ¿Era un fingidor? ¿Su­
fría? Y él, Ezequiel, ¿acostaba su corazón durante la no­
che? ¿La vanidad era vana solamente en Bardas de Krá-
mer? No era honesto leer las palabras del predicador como
si hubiesen sido dichas para un solo hombre. A él tam­
bién lo tenían que conmover. Aunque tardó en rechazar
la idea, por fin pudo volver a concentrarse. Fuera de la
lógica, el octavo versículo del libro décimo estaba enmar­
cado en una línea neutra. Y al que está rompiendo a tra­
vés de un muro de piedra una serpiente lo morderá, decía.
Aquello desentonaba: podían ser los presagios de un tráns­
fuga que se consideraba en peligro. O quizá Leopoldo hu­
biera sido un agente de Chalukián, una eminencia gris,
un enlace, el mismísimo predicador, y todo el mejunje de
líneas un mensaje cifrado para la red de complotadores.
Claro que en ese caso el libro no habría aterrizado en
manos de Selva, que no sólo aparentaba ignorar los códigos
sino que estaba franca y literalmente en Babia. Por otra
parte, Ezequiel no sabía si Leopoldo se había hecho con
la biblia antes o después de conocer a Chalukián; podía
pensar, a lo sumo, que el amor de Selva le había aumentado
las ínfulas de monstruo vital, que el pacto de huida con
Chalukián lo había llevado al éxtasis y que algún obstáculo
le había derrumbado la moral. Sin embargo, las líneas más
vacilantes eran las que subrayaban el versículo segundo del
cuarto libro: Y felicité a los muertos que ya habían muerto
antes bien que a los vivos que vivían todavía. Sobre las
cejas, en la entrada del cráneo, la piel le pesaba a Eze­
quiel como si fuera de mármol. En el duermevela, se
obstinó en borrar a ese Leopoldo con bastón y panamá que
en un Jaguar blanquísimo tomaba la decisión de estre­
llarse contra un semáforo. Sacudió la cabeza. El cadáver
desapareció. Ezequiel se dijo que tal vez no fuera un snob
deleznable sino un pobre infeliz; como muchos, había cono­
cido la vejación y buscaba una fortaleza para mantenerla
alejada. Eso no se lo habría contado a Selva; ni siquiera
a sí mismo se lo habría admitido. Hasta que una vez,
releyendo el Eclesiastés a la madrugada, atónito de sueño
y deseo, cuando los nervios de planificar la huida lo hacían
más vulnerable, se había encontrado con el revés de la
gloria. Y esto también es vanidad y esforzarse tras viento.
Entonces, paulatinamente como ahora entendía Ezequiel,
Leopoldo había entendido. Era posible que ese tipo ambi­
cioso, triunfante sobre una mujer que para él, por infa­
tuación o ceguera, era tórtola, gacela, bolsita de mirra,
azafrán de la llanura, se hubiera ligado el balazo de un
centinela; pero antes de intentar la huida, cuando aún an­
daba por Krámer derrochando fervor, ya era un suicida
en potencia. Ezequiel se resistió a cerrar el libro. Si aque­
lla era la conclusión, resultaría difícil contársela a Selva
sin ganar a cambio una bofetada. Ella no era Ofelia para
andar a la rastra de príncipes balbucientes. Quizá antes de
arriesgarse valiera la pena tirarle de la lengua a Chalukián
hasta que soltara la verdadera historia del final del espec­
tro. Alzó los ojos. Por el puente Fitz Roy, detrás de un
convoy de camiones de ganado, iba paseando una banda
de hombres y mujeres envueltos en frazadas de campaña.
Por las margaritas que a la mayoría les habían prendido
en el pelo se dio cuenta de que eran internos del neuropsi-
quiátrico; a veces, cuando el sol pegaba y había algún
partido, al mediodía los sacaban a tomar aire, y decían
los que se habían cruzado con ellos que llevaban los bolsi­
llos hinchados de dólares en la época del crecimiento. Esta­
ba pensando en llamar a Tadeo cuando se abrió la puerta
y entraron el camboyano y Mirella. Atrás, con una muñeca
marciana en la mano, se coló Alina.
— Lei non é stanco di lavorare? — preguntó Mirella.
— Monsieur Adad tiene muy capacidad — dijo el cam­
boyano— . Aunque tal vez querría... quiera comer con no­
sotros.
Ezequiel notó que hablaban sin soltarse las manos.
— No, gracias. De verdad — dijo— . ¿Y Ramiro?
— Ha dicho que fue a visitar a su madre.
— ¿Tiene madre?
— Mais creo yo que sí — dijo el camboyano.
— ¡Verde! — gritó Alina señalando la biblia— . Pluub
nifo, bien, jaaa, aj, por Alina, uh.
— Non so che cosa vuoi — le dijo Mirella.
— Y yo tampoco — dijo Ezequiel— . Este... ¿Ustedes
pueden quedarse? A mí me espera el señor Farkas.
Por supuesto, le contestaron; cómo iba a ser de otro
modo. Le costó bastante librarse del protocolo con el que
empezaban a enaltecer su historia de amor, y aun así salió
a la calle con el tabardo en la mano y sabiéndose maledu­
cado. En la calle había revuelo. Desde la esquina de Sinatra
y Marsella hasta la Plaza Soberanía la calzada parecía una
perpleja concentración de desdichados. A medida que Eze­
quiel se sumergía en el gentío algo como un polen que
exacerbaba le empezó a arder en la cara. Un camillero
atendía con ostentosa ineficacia a dos mujeres desmayadas,
bajo el aliento de una turba de vendedores ambulantes,
oficinistas y soldados de licencia. Se abrió una brecha
para que pasara un médico. A diez metros de distancia,
frente a la puerta de una zapatería, Ezequiel vio dos cuer­
pos tendidos y un hilo de sangre que se estiraba hasta el
cordón de la vereda. Le dijeron que el cadáver rubio, de
manos peludas, era uno de los locos del neuropsiquiátrico.
Alguien sabía que esa mañana iban a pasar por el centro
de la ciudad y había fraguado un incendio en los fondos de
la Catedral para asaltarlos aprovechando la desbandada.
Un grupo de espías había llegado tarde y, unidos a los cui­
dadores, había disparado cuando los ladrones ya estaban
fuera de alcance. Ezequiel no recordaba haber visto en
Krámer algo parecido. Una ola de empujones lo zarandeó
hasta empotrarlo en el umbral de la zapatería. Se le ocurrió
que tampoco conocía el olor de la pólvora mezclado con
el de la sangre, y que en ningún artículo de prensa había
encontrado observaciones sobre lo vomitivo que era. Náu­
seas verdaderas, sin embargo, fueron las que le produjo el
venenoso chorro de música que surgía de una radio portá­
til como de un géiser en un campo minado: largos tendones
de música invernal, por supuesto la octava sinfonía de
Mahler. Si era verdad que las fantasías podían tomar cuerpo,
ese himno ubicuo y rotatorio debía ser el canturreo de un
demente escondido en la médula de la ciudad. Le dieron
unas ganas desesperantes de escaparse. Mirando a los cos­
tados, descubrió que, en medio del revuelo que la música
no aplacaba, un ciego vendedor de cigarrillos, apoyado en
el bastón blanco, se balanceaba con una tenue sonrisa de
placer. En toda la calle era el único que hubiera podido
explicar cómo era esa música. Pero el coro sólo alcanzó
a repetir Veni creator. En la esquina de la sauna renacieron
los balazos, una sirena perforó el mediodía y, entre cuerpos
a tierra y persianas bajas, Ezequiel alcanzó a escabullirse
bordeando el parque de diversiones. Frente a la casamata del
tren fantasma se abría una calle llena de carpinterías. Pi­
sando espirales de aserrín desembocó en Garduña y paró
a recuperar el resuello. Entonces le pusieron una mano en
el hombro. Al darse vuelta encontró un chico impecable,
un poco siniestro, de ojos grises que tardaban en recono­
cerlo. Por fin creyó cerciorarse y le dejó un papel en la
mano: Lo aguardo de inmediatamente. Cinema Castor y
Pólux. O. Ch. Garduña era una calle elíptica; ceñía por
detrás una de las manzanas con que la Plaza Soberanía lin­
daba al norte y aún exhibía ciertas pretensiones de bohemia,
si bien menoscabadas por la tenacidad de los comerciantes.
El cine Cástor y Pólux estaba de espaldas a Nuestra
Señora del Golfo, de manera que por arriba de la mar­
quesina se divisaba el humo negro del incendio. Había dos
salas de proyección superpuestas: en una daban una película
de carreras de coches; en la otra, Mr. Arkadin. Ezequiel
juzgó que al complotador no debían repugnarle los mega­
lómanos de las películas de Orson Welles. Subió al primer
piso. De los pliegues de la cortina se desprendió un aco­
modador que lo hizo entrar a la sala de un empujón. En
una de las primeras filas, desvelado, ceñudo, mirando las
figuras de la pantalla como se podía mirar los muros de
una casa vacía, Chalukián descansaba sobre el vientre las
manos unidas. Más que sentarse al lado de él, Ezequiel se
dejó sorber por un vacío oloroso de brea y jabón de coco.
En la penumbra plateada, la nariz de Chalukián parecía
surgir del hueso frontal, autónoma, dominadora.
— No hacía falta que me mandara cartitas — dijo Eze­
quiel— . Ya me hubiera ocupado yo de encontrarlo. Pocas
veces dejo respuestas pendientes.
— Todo lo que acaba de decir me produce una profunda
alegría — dijo Chalukián con morosidad, y se aplicó la cu-
charita de asta contra la narina izquierda.
— Menos mal que yo le doy satisfacciones. Con tanto
secreto su vida debe ser un calvario. ¿Me quiere explicar
a qué vienen todas estas vueltas?
— Lo que yo estoy organizando no es moco de pavo,
Ezequiel. — Chalukián había girado la cabeza. El gesto de
estupor le deformaba las ojeras y bajaba por los planos de
las mejillas hasta el cuello de garza; no se sabía si por
enfermedad muscular o por falsa compostura, era incapaz
de mover un dedo sin comprometer todo el cuerpo— . Como
dicen los estrategas, y usted sabrá muy bien, el factor
sorpresa es esencial cuando se trata de dar un golpe maestro,
— No creo que acá esté muy a salvo de los espías.
— Aparte del hecho de que he comprado este cine,
Ezequiel, usted me comprende mal. Lo cual no es raro en
un intelectual de su talla. Sorpresa significa desconcertar.
Movilidad, cambios de ritmo. ¿Me explico? Nadie tiene que
saber en qué andamos. Que me vean, tanto da. Además,
arrastramos tantos años de molicie... Se dice molicie, ¿ver­
dad? Tantos años de molicie y apatía, que poner un equipo
de trabajo en movimiento cuesta un huevo.
Mirando al azar, Ezequiel había descubierto que unos
metros a la derecha, sobre una bolsa de dormir tendida
en el suelo, Lorna roncaba a pata suelta, con el pelo des­
plegado, honda y poderosa como una hechicera en un sar­
cófago. Hubiera pagado por saber qué soñaba.
— ¿Usted qué sueña, Chalukián? — preguntó.
El otro no mostró sorpresa.
— Mayormente andanzas sórdidas de los tiempos en
que vendía corbatas. Nada edificante. Mucho con mi abue­
la, que me crió y dicen que fue mi nodriza hasta los tres
años. Será por eso que ahora no me canso en seguida,
porque me alimentaron con leche de mujer. Y usted se
va a reír, Ezequiel, pero a veces me veo paseando por el
parque de Yellowstone, ese lugar de Norteamérica donde
los osos andan sueltos, y es propio como si regresara a una
tribu, y la gente me recibe como una especie de brujo,
una fuerza protectora. De más está decir que Lorna siem­
pre me acompaña. A mí me gusta la naturaleza, ¿y a usted?
— No me sueño especialmente al aire libre. Pero bueno,
eso no viene a cuento. El que tiene que tomar una deci­
sión soy yo.
— ¿Y está seguro de que le soy franco?
— A lo mejor — los ojos de Ezequiel se desviaron fu­
gazmente hacia la pantalla. Con barba blanca de chivo, la
cara maquillada de engrudo, Orson Welles clamaba por
averiguar su pasado en un cuarto repleto de muebles de
archivar— . ¿Por qué anduvo persiguiendo a mi secretario?
— Era una forma de acercarme a usted. Mi obligación
era tantearlas todas.
— Lo debe haber visto medio mundo.
— Ya le expliqué que eso no importa en absoluto. Ahora
ya tengo a nuestro panfletista, y lo esencial es conservarlo.
— Preferiría que no me llame panfletista.
— Ezequiel, ¿usted no se dio cuenta de la agitación
que reina en la calle? Es como si la ciudadanía presintiera
que algo está en marcha, un clima de colapsos inminentes.
— Lo que hubo fue un robo.
— Son erupciones, síntomas. Quizás los espías andan en
la cosa, como bacilos provocando alergia, enloquecidos al
ver que se cocina una gesta incontrolable. Y usted metido
en el medio. ¿Qué hago yo si lo mata una bala perdida?
Sería mal momento, no me va a negar. Ni siquiera nos
hemos ganado la confianza mutua. Todavía.
— No sé qué esperaba.
Chalukián bajó el mentón hacia el pecho flaco. Parpa­
deaba con una severa melancolía: — ¿Lo meditó, Ezequiel?
— No. — Ezequiel esperó unos segundos, por si el otro
reconocía que la respuesta no era exacta. Pero como se­
guía impertérrito, decidió agregar— : Es decir, sí que me­
dité. Pero no veo nada claro.
— Haré lo humanamente posible por satisfacer sus re­
clamos.
— Ése no es el problema.
— ¿Y entonces?
— Cuénteme, por ejemplo, dos medidas que vaya a
tomar.
—Quiero hacer una zona ajardinada junto al cauce del
río — dijo Chalukián con una voz que parecía pedida al
desierto— , con instalaciones deportivas para los niños.
E implantar la enseñanza de la historia de Krámer en las
escuelas. Por ejemplo.
— ¿Usted piensa que esta ciudad tiene historia?
— Eso es lo de menos. En todo caso, creo que ahora
nos falta tiempo para debatirlo en profundidad.
Hubo un silencio. Loma roncaba serenamente mien­
tras en la pantalla, en una taberna de México, el protago­
nista se entrevistaba con una vieja amante de Arkadin.
— Vea, esa promesa de regalarme la salida me huele
mal. A mí no me concierne si usted se lo debe a Selva.
Y además no quiero redactar bandos para pisar a los de­
más. No es mi carácter, me desmoralizo. Me como el coco.
Tiehe que decirme cómo va a manejar el Parte de Salidas,
Chalukián.
Chalukián sacó un puro del bolsillo del chaleco, mordió
la punta y la escupió a la butaca de adelante.
— Lo único que puedo asegurarle es que vamos a ser
justos.
— Pero si pretende que yo le escriba las proclamas, ten­
dría que ser un cachito menos misterioso.
— Usted es tremendo — se rió Chalukián con un esfuer­
zo titánico— . Hagamos una cosa, Ezequiel. Deme unas
horas para calibrar la cantidad de datos que puedo facili­
tarle, aunque desde ya le digo que a mí las minucias me
parecen menos importantes que el espíritu que insufla las
acciones. Pero, en fin, déme unas horas. Yo, hacia el ocaso,
lo llamaré a su oficina a ver si ponemos los puntos sobre
las íes.
Ezequiel se dio un respiro antes de levantarse.
— Está usando mal esa expresión, Chalukián — dijo— .
En fin, me voy a mirar el Parte.
— ¿El Parte? — Chalukián amagó sorprenderse pero en
seguida recobró el aplomo— . Hágame el favor. Le garanto
que no vale la pena.
Al bajar al hall por una de las escaleras, Ezequiel tuvo
la impresión de que por la otra subía el hotentote rapado
que había visto acompañando a Selva en el concierto de
rock. Si no se detuvo no fue por temor sino porque ya no
le importaban las coincidencias. Desde la cabina de Gar­
duña y Ecuador llamó a la casa del húngaro. No estaba.
Cuando acababa de colgar, sin embargo, lo divisó a veinte
metros, sentado en un banco como una morsa en la maro­
ma, dormido y con la clepsidra en la mano.

D e los azares que habían llevado a Tadeo a fondear en ese


banco Ezequiel nunca llegaría a saber mucho. Y no porque
le faltaran fuentes de información sino porque en aquellos
días la más fiel, al fin y al cabo el Empecinado, se había
dejado absorber más por la inspección de los alrededores
de la calle Sinatra que por los patinazos de un viejo que él
consideraba gagá. Con todo, no debía haber sido casuali­
dad que Tadeo anduviera por ahí: desde la última charla
con Ezequiel en el departamentito, a las ganas de encararse
con el Empecinado para darle una mano, soltarle una filí­
pica o pasarle por al lado con un gesto sobrador, habría
unido el miedo de que le estropearan el mejor amigo que
tenía. De modo que se habría repartido entre las pintadas
y los ajetreos tras los adláteres de Chalukián, de Ildebrandi
y hasta quizá de Ramiro, aunque posiblemente, iba a supo­
ner Ezequiel, con una idea poco más que pálida de la
razón por la cual las huellas del Empecinado terminaban
casi siempre por acercarlo a la mal criada comunidad que
el complot iba gestando sin querer. Sobre esta coincidencia,
para colmo, tampoco podría explayarse el Empecinado, por­
que a esas alturas, además de tener al viejo en los talones,
lo había ido pisando a su vez, mal convencido de que
estaba implicado en la intriga. De manera que Ezequiel
apenas se autorizaría a sospechar que, con todos los incon­
venientes del pie plano, más por zorro que por ágil, el
húngaro se había precipitado tras las pintadas de la Plaza
de las Rotas Cadenas, siguiendo las gotas de pintura en la
avenida Inmigración, por el eje transversal de Krámer
hasta el puente Fitz Roy e incluso más allá, por los ador­
mecidos fulgores del barrio del Puerto, cada vez más ra­
diante, relojeando las caras de los espías y demasiado alerta
para reparar en que, manteniéndose cerca de Ezequiel, de
los emisarios de Chalukián o del gigantón rapado que había
visto llevando a Selva de la cintura, seguía siendo sombra
del Empecinado al mismo tiempo que le marcaba el camino.
Y si de todo eso algo costaría explicar, sería qué antojo lo
había inducido a mostrarse justo en aquel momento, a la
salida del cine, mientras Ezequiel lo llamaba a la casa desde
una cabina telefónica.
R ara obra de los depravados urbanistas amigos de Bienve­
nido Krámer, el banco, amarillo melón, estaba situado en
ángulo de cuarenta grados con el cordón de la vereda, mi­
rando hacia la calzada. Ezequiel veía al sesgo la panza del
húngaro y el gorro de lana abollado sobre la pelambre.
Atrás, cerca de la siguiente esquina, el Empecinado había
abusado de la pared de una estafeta desmantelada para
seguir afirmándose. G l o r i a a m í q u e s o y r e a l , había
escrito; y casi como zócalo, en diminutas letras color lila:
SA PO Q UE A Ú LLA EN LA N O C H E NO Q U IE R E C RO AR. Había
que ser muy petulante para librarse del peso de la ciu­
dad. Pero Ezequiel no sabía si el Empecinado busca­
ba disolver las calles hasta quedarse solo bajo el cielo
de la Patagonia o engrandecerlas por vía del ataque.
Después de todo, también sus consignas eran cosas con­
cretas, por oscuras que resultaran. Detenidos junto a un
jacarandá, un hombre y dos mujeres deliberaban como pro­
fesores ante la tesis de un selenita. En el patio de la esta­
feta alguien había plantado una palmera, y el tronco ar­
queado dominaba la manzana de techos bajos dividiendo en
dos el cuadro de las torres contra el horizonte escondido.
Ezequiel se apoyó en el vidrio de la cabina. Cerró los ojos.
Bajo un cielo dilatado, un camión lo llevaba entre trigales
chamuscados hasta un cobertizo junto a un molino de agua;
adentro, Selva miraba un televisor donde Ramiro y Alina
hacían una propaganda de café instantáneo; Selva le pre­
guntaba por qué no había llevado a la nena y él no sabía
qué contestar; desde el camión los llamaban con un boci-
nazo. Cuando abrió los ojos, la clepsidra brillaba sobre las
baldosas y el húngaro, subido al banco, de espaldas al
pavimento, se inclinaba como para hacer ejercicios de cin­
tura. Con una ridicula flexibilidad apoyó las manos en la
madera, entre las piernas abiertas, y por entre las rodillas
asomó los ojos invertidos al panorama de la vereda de
enfrente. Ezequiel se frotó los párpados. La verdad era
que no había poco que contemplar. Entre dos edificios más
bien parisinos, la estructura de cinc y piedra negra de un
negocio de decoración se había ido convirtiendo en camba­
lache. En la vidriera, rodeando el anuncio de compraventa,
había teléfonos, bisutería, piernas ortopédicas, un juego de
pesas, taladros, una trompeta, un contrabajo, discos com­
pactos, una colección de videos de películas de Visconti,
varias calculadoras, una terminal de ordenador, una valija,
una hélice de avión y un maniquí con smoking y gorro de
cocinero. En el escalón de entrada se acumulaban botellas
de vino y de cerveza, algunas caídas como soldados muer­
tos de una columna en retroceso, y desde el tope de una
caja de zapatos un gato gris estiraba el pescuezo para
lamer los charqui tos. Por una ventana apareció la cabeza de
una mujer achinada que le asestó al gato una escupida en
pleno lomo. El húngaro recuperó la vertical. Ezequiel se le
acercó, no sin temer que en el momento menos pensado se
derrumbase.
— En un circo que conozco no les vendría mal una
contorsionista barbuda — dijo.
— Ave, Scriba — gritó el húngaro. Bajando a tierra como
si todo él fuese de porcelana, volvió a meterse el pulóver
dentro del pantalón y después de levantar la clepsidra se
sentó— . Ya ves, hasta estos pagos me trajo el Empecinado.
— ¿Qué cuerno hacías?
— ¿Tadeo? De tarde en tarde emulo al coronel Mansilla
y miro el mundo al revés. Una práctica que, ilustrando,
ayuda a conservar sana la sesera. Y no es que mirara el
mundo, sino más bien una parte. Ecco lo importante, ser
hombre de límites chiquitos. Acotarse.
— Como el gato ese entre las botellas.
— Como el maniquí en la vidriera. Dejando hacer. Por­
que Tadeo pienso, y mi dispiace si te insulto, que saber,
sabe el que no conoce. El que no impone. El que se
abstiene. Todo torna al equilibrio.
— Pura sanata. Yo tengo que actuar si no quiero que
las cosas se me escapen. Bah, a lo mejor tendría que apren­
der de Alina.
— ¿Se dialoga ya con la chiquilina?
— No. Recién empiezo a entender algo. Habla por pa­
siva, y no usa nunca el pasado, me parece. Va agarrando
lo que se le presenta, pero lo que más importa lo tiene
acorazado. Y hace bien: la verdad, ser chico no es una
ganga. ¿Y el Empecinado?
— ¿Y el lector de la Biblia?
Ezequiel midió los ojos líquidos del húngaro. Lo elu­
dían, como si en el mapa enrojecido de los iris guardara
un plano personal de la fortuna.
— Un asunto no tiene nada que ver con el otro. A ver,
decime qué estás escondiendo.
— ¡Escribíta lindo! A Tadeo no me vengas a escorchar.
Yo no soy tu oráculo, viejo. Tadeo soltanto te pregunto,
porque ese Leopoldo es lo que tu Selva quiere recuperar.
Entero y en un cofrecito lo llevaría, me dijiste, como
reliquia. Después de él viene el otro hombre de sus desve­
los, que sos vos. ¡Embalado tras su embrujo! Pero si querés
llevártela al ancho mundo, Tadeo creo que debería impor­
tarte saber quién era Leopoldo. Para que ese complotador
no te estafe, además, te serviría, a lo mejor.
— Son cosas distintas.
— ¿Son cosas distintas?
— No jodas, Tadeo, yo qué sé. Leopoldo era un far­
sante. A Selva la embobó con los versos de la amada y el
amado, fragancias de clavo, cojines de pluma: la agarró
desprevenida. Y mientras tanto él iba leyendo el Eclesias-
tés y subrayando lo que le convenía, párrafos que rezuma­
ran vitalismo, incitaciones al placer. Pero no estaba seguro.
No se daba cuenta de que le estaba patinando el embrague.
Para mí que un día empezó a avivarse de lo que leía. Ya
sabés, vi las obras hechas bajo el sol y todo era vanidad,
esas cosas, y como buen pusilánime que era en el fondo,
un día se convenció de que el mundo es una porquería.
Se debe haber deprimido mucho. Y hasta puede que haya
apurado la fuga o haya metido la pata a propósito. Esta­
ba a punto para matarse.
— ¿Con tamaña mujer en el buche?
— Yo sé lo que te digo; a los remordimientos los co­
nozco de cerca.
Tadeo encendió un purito calamitoso y le ofreció otro
a Ezequiel.
— Pero ese complotador no es ningún improvisado.
— ¿Y vos cómo sabés?
— Posee vasta red de inútiles a su servicio. By the
way, que es manera de decir que me agrada en cantidad,
by the way, yo que tú estudiaría con detenimiento lo que
ese complotador se trae entre manos. Tadeo propongo,
para afianzar tus movimientos.
Ezequiel deshizo entre los dedos un boleto que había
estado chupando. Se sentía ligeramente exasperado.
— ¿Qué te pasa? ¿Tenés miedo de que me mate a mí
también?
— Tadeo no afirmé que él matara a Leopoldo. Ancora
menos a vos. Gran batifondo se armaría, faltando un es­
criba en la ciudad. Además te necesita, qué joder. Pero
deberías aprender de los somorgujos más despabilados.
— ¿Qué son los somorgujos?
— Unas avecillas de las islas Féroe, allá en el muy
norte. Tadeo leí en un libraco que los pobladores se es­
conden en los riscos, los esperan y los cazan con red de
caña larga. Vuelan casi todos a la misma altura, los somor­
gujos. Pero algún que otro pillo vuela bajito y se salva
de ir a la parrilla. ¡Corte de manga!
— Chalukián quiere exactamente lo contrario. Lo que
me propuso es mandarme afuera.
— Eso, Tadeo pienso, es ir a la parrilla. Porque esperate
el final: los somorgujos que se salvan volando bajito son
por casualidad los que tienen pichones esperándolos en el
nido.
— Yo no tengo pichones.
— ¿De veras? Lástima grande. — En la vereda de en­
frente, la mujer que había estado molestando al gato salió
de uno de los edificios llevando un caniche por la correa.
El gato se les echó encima derribando varias botellas. La
mujer tiraba de la correa para volver a meter al perro en
el portal y Tadeo contemplaba la escena como si fuese un
cuadro de Turner. De repente se volvió hacia Ezequiel— .
Entonces vas a volar a altura prefijada, hacia lo que hay
más allá, hacia el futuro. Bien acompañado.
Ezequiel comprobó que la rabia se le disolvía en agobio.
— No me digas que estás celoso, húngaro.
— Te desprecio, por si lo ignoraras. Mirá, Escriba:
o te abrazás con saña a la esperanza o haces como si no
existiera, pero medias tintas son malas. Crean sufrimiento
a tu prójimo, te das cuenta. Cosa de pequeños burgueses.
Ni chicha ni limonada. Y conste que esa mujer me gusta.
¿Qué más querés de mí?
— ¿Terminaste la clepsidra? — dijo Ezequiel entre
dientes.
— ¡Alabado reloj! Tómalo, es para vos. Son siete mi­
nutos.
Un puntiagudo rayo de sol atravesó el cristal y fue
a morir en la capa de arena. Al dar vuelta la clepsidra,
Ezequiel se sorprendió de que los granos, sin esperar órde­
nes, empezaran a caer en el cono opuesto como aventados
por un bombardeo de segundos. El caniche soltó un ladrido
histérico. Alzando los ojos, Ezequiel vio que el grandote
que había estado con Selva en el coche pasaba frente al
negocio y de un puntapié mandaba al gato al medio de la
calle. La mujer hizo ademán de agradecérselo pero el otro
siguió de largo.
— Ése que va ahí se llama Nito — dijo Ezequiel.
— Y, cada cual lleva su cruz — dijo Tadeo como si
también lo conociera. Después, masajeándose la cintura, se
levantó— ..Me ne vado, Escriba.
— ¿A ponerle la trampa al Empecinado? Te acompaño.
Tengo que hablar con él.
— ¡Chist! — dijo Tadeo, cambiándose los anteojos por
una especie de antiparras negras— . Nanay. Esa tarea es de
Tadeo, y voy a hacerla todo solo.
E n la esquina de Garduña y avenida de los Onas, mien­
tras consideraba los afiches de ofertas de un supermercado,
Ezequiel notó que el sol empezaba a bajar y él no había
oído el Parte. ¿Lapsus? ¿Traición? ¿Una entrega a las
artimañas de Chalukián? Huyendo de su propia voz, apar­
tando carritos de metal, empujó el brazo del molinete. Una
vendedora de minifalda y sonrisa empastada le dio a pro­
bar el primer refresco de manzana auténticamente elabo­
rado en Bardas de Krámer. Tiene gusto a menta. Ezequiel
devolvió el vaso de plástico y miró la calle como si fuera
un mundo perdido. Detrás de las vidrieras empañadas, con­
tra un medio cielo malva, a los faroles les crecía una aureo­
la incandescente. Agarró una cesta y se metió entre estantes
que albergaban huérfanos frascos de mermelada, paquetes
húmedos de galletas danesas, bolsas de soja, conservas ven­
cidas. Pensaba en Alina. Era grave no decidirse, sobre todo
porque tenía que volver a esperar la llamada de Chalu­
kián. Se preguntó qué clase de material iría a darle, eso en
caso de que realmente pudiera exponer intenciones. Más
me cabría a mí resolver lo que le voy a contestar. Carajo,
si al menos me cayera sobre el pecho una tupida barba de
profeta. Si me hubiese adiestrado para alzar al cielo un puño
encendido, hasta yo mismo me haría caso en el trance de
imponer condiciones. Somera decencia. Fogosa decencia. De
pánfilo. De hiedra. De haragán. Estaba visto que su actitud
preponderante ante las perspectivas grandes era la de arru­
garse. Varón poco despierto, no avisado. Ignoraba que Selva
todavía quiere al otro, Leopoldo, el ínclito, el miembro cer­
cenado. La clepsidra le molestaba. Apretada bajo el sobaco,
rodando en la cesta, donde se le ocurriera ponerla, la arena
no dejaba de caer al cono opuesto y el tiempo se extraviaba.
Decidió guardársela en el bolsillo y pasó a ponderar un
paquete de arroz bastante disminuido. Pero no fue ella la
que me engañó. No Selva, que es todo lo sincera que se
permiten los insomnes, sino yo mismo, y el amor que me
acompaña y que a ella le endilgué. Lugar había, para po­
nerse de acuerdo, pero la condición era olvidar. ¿Qué cosa?
Que con el número dos nace la pena. Timo, muía, engatu-
samiento, esto de enfrentarse con otro, y encima creerle.
So pena, como en este caso, de salir disparado hacia una
figura en una bola de cristal. Porque eso era Leopoldo:
ilusión o contrasentido. Y la tarea de él, prestarle aire.
Bordeando una pila de cajas de azúcar fue a toparse con
dos chicas con el pelo en forma de cresta, embozadas en
anoraks de lona, bien provistas de prendedores con fotos
de Mick Jagger, Nina Hagen, Ulrike Meinhoff, Rodolfo
Valentino y un aparente gimnasta que él desconocía. La
más bajita acababa de robar una botella de ron, cosa que
por el volumen de la cintura parecía venir haciendo desde
rato atrás. Ezequiel giró la mirada hacia un ángulo del
techo, desde donde una cámara quería engullírselas. Iba
a avisarles cuando de pronto apareció un espía con abrigo
de piel y derribó a la más alta a golpes. La otra empezó
a soltar tarascadas contra el brazo que empuñaba la cachi­
porra. El espía rodó por las baldosas. Ezequiel simuló
tropezar con una pierna y las chicas se escaparon corriendo.
En la caja volvieron a pararlas, esta vez con bastones eléc­
tricos. Se las llevaron por una escalera, no alcanzó a ver si
esposadas o no. A él no le quedó más remedio que seguir
la recorrida. Nada lo iba a librar del brete de contestarle
a Chalukián. ¿Y por qué tan peliagudo? Tanto tiempo que­
riendo salir. Olvidado incluso de que hace mucho decidie­
ron llamarme Ezequiel y el nombre escondía la esperanza
de una revelación. Se quedó paralizado, la mano plegada
sobre un tarro de leche condensada. ¿A qué venía ese nom­
bre? Yo tenía que reencarnar al que el Espíritu había ele­
gido para transmitirle un libro con endechas y gemir y
plañir. Tenía que aleccionar a los descastados, los desobe­
dientes, velar por ellos, alejarlos de la rebelión, evitar que
se condujeran como escorpiones. Tenía que resistir los es­
carnios, pegar la lengua al paladar, asediar con arietes y tar­
teras la'ciudad de las blasfemias, redimir a mis paisanos de
la idolatría por muchos ultrajes que me infligieran. Mía sería
la ayuda de los querubines y la victoria sobre Tiro y Asiría,
sobre Gog y sus partidas, y al final se me concedería la
visión de la Ciudad de los antaño dispersados: el lugar
donde el mismo Jehová se plantaría. Ése era el destino que
le había organizado su tío el de Rodas. Flor de trabajito.
Lamentablemente, me olvidé. Y lo peor, no tuve visión, me
cago en Él. Metió la leche condensada en la cesta. Ahora
se daba cuenta de que, por faltar a la misión de regene­
rador, se había impuesto la de notario, como si por el
callado sacrificio de borronear esquelas le fueran a dar una
recompensa. Tal vez por eso se había confiado entero al
día en que, según decían, se conquistaban juntos la salida
al mundo y el inicio del futuro. Pero tarde me viene la
inteligencia. Ahora se saben otras cosas. Con una biblia
garabateada en la oficina, a la deriva en otra ciudad, mi
abyecta querencia, la que el petróleo dejó sin tiempo, el
futuro no es estampido sino quieto avance, empujoncito
imperceptible para acercarse a otra cosa, tal vez la cosa
verdadera, opaca, dura, rehacía a la disciplina, fecunda; lo
que por lo menos choca y duele y finalmente está frente
a los ojos: una boca, un banco, un clavo, un escalofrío.
Alina. El futuro empieza en seguida, sobre el filo de la
última palabra dicha cada vez. Ella lo sabe. A su manera.
Ella pide un paseo o una estampa con palabras no empa­
ñadas. Tironea, molesta para que la entiendan. Aunque sea
una pibita. Ahí, entonces, está lo que no es vano, lo que
Leopoldo no llegó a saber: aunque todo termine patas para
arriba, sentarse a señalar con el dedo. ¿Qué? Las cosas.
Aprender que al fin y al cabo aquí y allá son adverbios de
lugar, nada más, y muchas veces las cosas vienen hacia
uno. Como colombe dal disio chiamate. ¿Será cierto? Si sí,
entonces hay que cancelar la espera, que es la única perver­
sión palpable. Juntar coraje y un día cancelarla. Cuando se
pueda. El húngaro tiene razón: soy un sujeto muy vacilante.
Mientras buscaba las latas de Coca-Cola llegó a un acuerdo
provisorio. Para no cerrar ninguna posibilidad, por el mo­
mento le diría a Chalukián que aceptaba. Después vería.
Caminó hasta la caja como si saliera de un pulmotor. En la
placa para apoyar las provisiones había una pestaña postiza
adherida a una mancha de sangre. Detrás del cubículo blin­
dado la cajera se encogió de hombros, resignada a soportar
la bárbara música sinfónica que en los altavoces iba suplan­
tando a la trompeta de Louis Armstrong.

Q ue Lorna Mac Dermott tenía un sentimiento protocolario


de las incidencias de su vida era algo que Ezequiel no sabría
hasta bastante después, cuando, a fuerza de hostigar a Selva,
consiguiera hacerla recordar que esa tarde, pasado el Parte
hacía rato, la había visto entrar con un aire de heraldo.
Lorna le había cortado sumariamente el pelo a una viuda,
había dormido una siesta cataléptica, se había despertado
y le había contado el sueño, una especie de rito de inicia­
ción del cual emergía con una herida en el pecho izquierdo
y la certeza de haber aprendido el lenguaje de los felinos.
Más tarde Selva la había visto atender una llamada, asentir,
vestirse con vaqueros y una chaqueta de gamuza, y salir,
cosa infrecuente en ella, como una exhalación, esa palabra
iba a usar Selva, no sin antes, más extraño todavía, expur­
gar la caja para dividir entre las dos hasta el ultimo centavo.
No le había dado ninguna indicación. El pelo recogido en
rodete, ocupada en abrocharse las botas de caña alta, sólo
había agregado que Orlando dispondría lo indispensable
para saldar con ella su deuda, y Selva se había quedado sola
con una sensación de agravio e inútil lealtad. Pensaba en
lo que había de verdadero en todo ese lío, en el viejo, en
Ezequiel, neurótica por las ganas de hacer, hastiada de titu­
bear, mientras calculaba cuántos dólares estaba en condicio­
nes de cambiar por traveller checks. Por fin, tal vez al ano­
checer, súbitamente se había presentado Nito. Traía ojos
de ladrón arrepentido, pero anegados por una fresca son­
risa de sátrapa. Tan nerviosa se había puesto Selva de insis-
tirle en que desembuchara, que había conseguido transfor­
marle la sumisión en fastidio. Entonces Nito había empezado
a zamarrearla y, peor aún, a repetir que si quería estar en
la pomada fuera a enfrentarse directamente con Chalukián.
De un castañazo en el cuello Selva lo había lanzado contra
un secador de pie. La respuesta de él había sido más si­
nuosa: besos en los brazos, desesperados besos como pico­
tazos, en los hombros, en la clavícula, y una trompada en
la mejilla. Después de verlo salir llorando, es decir, escon­
diendo la cara bajo el cuello de la campera para no mostrar
el llanto, ella había tenido que correr hasta la farmacia
de Venecia y Mascardi para que le cerraran el corte. El
farmacéutico, un hombre menos buen mozo que atildado,
había tenido la cordialidad de curárselo, pero mientras ase­
guraba que puntos no harían falta, que de todos modos
ningún accidente podría desfigurarle la carita de princesa,
le había ido internando una mano rodilla arriba por la
pierna derecha. A Selva le había bastado una patada para
sacárselo de encima. En la calle había llorado, pero no por
Nito, ni por el futuro ni por Leopoldo o las hipocresías de
Lorna, sino porque ya no podía aguantar a tantos tarados.
Había llamado a Ezequiel. Como no contestaba nadie, había
vuelto caminando al departamento de la calle Corfú, donde
ni el silencio ni el reuma habían conseguido enfriar el
abrazo del viejo. Y ahí, mirando los pétalos de los jacintos,
envuelta en vapores de caldo y de tilo, había jurado, y eso
Ezequiel se lo oiría muchas veces más y más tarde, que ya
no iba a confiar en lo que no estuviera al alcance de la
mano o al menos mostrara los ojos abiertos. Después se
había tirado en la cama; era actriz y rodaba una película
que por todo escenario exigía los vagones de un tren clima-
tizado; el tren, siempre en movimiento, se detenía de vez
en cuando en estaciones de andenes con mayólicas para que
una parte del reparto se dejase reemplazar por nuevos acto­
res; cinco o seis veces cambiaban los galanes y las actrices
secundarias, con lo cual el trasiego se hacía agotador y los
técnicos pedían descanso; ya instalados en el vagón-sala,
ella, desde un rincón, veía cómo una compañera jovencita
se acercaba al director y, sentada a los pies de él, empezaba
a acariciar la revista que le cubría el vientre; a pesar de
ruborizarse, él parecía agradecerlo, y miraba a los demás
como disculpándose, y las hojas se empapaban de un líquido
verde claro. Al despertarse, inmóvil, Selva había decidido
esperar, segura de que tarde o temprano Ezequiel iría
a buscarla.

D e los cuatro o cinco clientes espantados que Ezequiel


encontró en el pasillo, el menos inepto alcanzó a bostezar
escorias de crónica policial. Individuos, sorpresivo, decía el
hombre, un cuarentón peinado con brillantina, y se excu­
saba de que la operación lo hubiese sorprendido mientras
subía por la escalera. La vergüenza le impidió pedir cita
para otro día. Ezequiel pensó que le habían asaltado la
oficina y se echó a correr sobre la alfombra de puchos,
boletos, pañuelos de papel, trapos raídos y carpetas dese­
chadas que una corriente de aire agitaba como helechos
nocturnos. Llegó a la puerta acalambrado. Tocó el pomo
con la mano empapada y por fin abrió. Lo que encontró no
era un estropicio. La caja fuerte estaba cerrada, la máquina
de Ramiro ilesa y los libros en los estantes. Sin embargo
todo parecía ligeramente fuera de lugar, como si una breve
violencia hubiera obligado a las cosas a variar sus papeles.
Con un nudo en la garganta descargó un puñetazo en la
pared. Habían secuestrado a la nena. La puerta del despa­
cho se abrió muy despacio y Mirella asomó la cara lívida
por el resquicio. Tenía un hematoma al costado de la nariz,
el pelo revuelto y el labio de arriba hinchado.
— Señor Ezequiel, noi.*.
— Sí, ya me di cuenta.
— Figli de putaña.
El camboyano se resistía a respirar contra los algodo­
nes que Mirella le había puesto en la nariz. En voz baja,
como si una enfermedad le hubiera anulado el tiple que
siempre tenía en la garganta, explicó que habían sido tres
tipos, dos con pesadas pistolas cuarenta y cinco; tanto él
como Mirella, calculando que no querrían disparar, habían
berreado hasta la exasperación intentando que en el escán­
dalo Alina lograra escaparse. Pero los habían callado a cu­
latazos y, soltando patadas a la marchanta contra los clien­
tes, se la habían llevado amordazada. Daba la impresión de
que alguien les había recomendado silenciarla, como si fue­
ra una norma de esterilización. Fuera de eso habían sido
rápidos y no muy brutales; incluso, dijo el camboyano,
habían dejado dinero sobre el sofá de la salita para pagar
la botella de whisky que Alina había destrozado de un
cabezazo. Ezequiel descubrió la mancha en el parquet. Se
estaba secando.
— ¿Y dónde está el cretino de Ramiro? ¿Dónde se
metió?
— No sé, monsieur Adad. Le doy mi palabra. No tiene
nada que ver.
— ¿Qué estupideces dice? Es un inútil, no un hijo de
puta.
— Y yo no he dicho ninguna de las dos cosas.
Ezequiel pateó el gollete de la botella y el vidrio se
estrelló contra la pata de una estantería.
— Pero se fue, ¿no? No estaba, ese malparido.
— Ellos eran tres, monsieur Adad.
— Pero él no estaba, pedazo de pejerto. Y ahora tam­
poco.
— Son... molte volte che non c’é. Non sappevamo
dove...
— Y bueno, adonde iban a llamar. ¿Qué dijeron?
— Nada. Que mañana, antes del Parte, enviarían...
nuevas.
Supo que las noticias iban a tener que arrancárselas
a los pozos secos, mejor todavía con trépano y pala. Por
eso cuando el teléfono sonó pudo corregir el impulso y
pedirle al camboyano que atendiera. Mientras bajaba la
escalera pensó que a lo mejor era Sofía; en esa carcaza de
ascensores muertos, sin embargo, ya no había tiempo de
volver a escucharle la voz. No tenía la menor idea de por
qué lo habían hecho pero iba a ir al cine Cástor y Pólux
a partirle la cabeza a Chalukián, que por algo manejaba
infinidad de opciones. En la esquina de la sauna se le
ocurrió que a esas alturas ya no lo encontraría, de modo
que paró un taxi y dio la dirección de la peluquería. El
asiento lo aspiró como un pulmón deshauciado. Del ron­
quido parejo del motor brotaban chistidos intermitentes y
Ezequiel llegó a creer que había un cable tendido entre los
pistones y sus propios ventrículos. El chofer, campechano,
manejaba como si fueran a ver una exhibición de patinaje
artístico. Descuartizarlo no hubiera sido justo, tampoco
romper los vidrios a cabezazos, pero últimamente agravios
y azares venían impuestos por un oráculo senil, y hasta lo
que él había hecho con los réditos del tiempo era pura
injusticia, de modo que no había razón para que los indo­
lentes de Krámer no pagaran su parte. Todos menos Alina,
que no comerciaba con fantasmas. Repentinamente com­
prendió que no la habían secuestrado por ambición sino para
chantajearlo. Como si hubiera hecho falta. Las veredas del
barrio administrativo pasaban por la ventanilla, yertas de
demandantes, limpias, barridas por una fiera luz nacarada.
Era el haz de un reflector movido desde la torre de tele­
visión, y Ezequiel se preguntó si no estaría aniquilando
transeúntes. También la calle Helsinki se había vaciado, y
los cafés de las galerías Bernasconi: sólo en huecos disper­
sos del aire, en las bocas negras de los baños públicos o la
entrada del cine Atlántico, crecían intrigantes siluetas entu­
mecidas. La radio del taxista exhalaba garlidos. Ezequiel
preguntó por qué no escuchaba algo más concreto. El cho­
fer contestó que desde hacía rato no se captaba ninguna
emisora. Ezequiel bajó la ventanilla. Junto con el céfiro
creyó sentir un rumor chato que crecía más allá del cauce
del río. Arriba de los edificios una bengala trazó una curva
gentil; el relámpago alumbró un helicóptero de transporte
lo suficiente para que se vieran las fauces de orea. Ezequiel
lanzó una risa desaforada. Mirándolo por el retrovisor, el
taxista se permitió observar que habían llegado. Aunque le
parecía un chiste, Ezequiel miró por la otra ventanilla. No
sólo la peluquería sino la acera íntegra, los zaguanes y las
boutiques y la farmacia de la esquina estaban a oscuras.
Dejó el taxi esperando y bajó a investigar. Adentro husmeó
tufo de alcanfor, de fusibles, de calor eléctrico y fijadores,
perfumes cruzados de mujeres exigentes, hasta que se llevó
por delante una mesita y varios instrumentos cayeron al
linóleo. Desde la calle penetraba un silencio redoblado,
como si la ciudad se preparase para una larga excursión.
Volvió al taxi y dijo que quería ir a Corfú al 1200. Nada
los detuvo hasta el semáforo que había frente a la textil
Iguazú. Junto a una canaleta, entre toneles de metal corru­
gado y fardos mugrientos, un espía en cuclillas cargaba un
treinta y ocho corto. Quince metros atrás de él, dos obreros
flacos se alejaban a paso sostenido. Ezequiel se sobresaltó.
El semáforo estaba en verde pero el taxista se había dor­
mido. Le dio un sopapo en el cuello. Diez minutos y un
montón de derrapes más tarde llegaron a la calle Corfú.
Ezequiel no se paró a mirar el relámpago bermellón que
estallaba en el confín de las fábricas. Pagó, entró al edificio
y sorteando bolsas de basura subió la escalera. Selva le abrió
la puerta.
— Yo sabía — dijo— . Qué suerte. Estuve soñando que
era actriz, podés creer, y la película se filmaba en un tren.
Ezequiel reculó como si el calor o el beso lo hubieran
lastimado. Chancleteando, con la regadera en una mano y
un vaso de vino en la otra, el viejo avanzó hasta el reci­
bidor. Tenía puesto un pijama celeste.
— Este hombre está en curda — dijo.
— No sea imbécil — dijo Ezequiel.
— Ojito con lo que decís — dijo Selva.
— Selva, se llevaron a la nena.
— ¿Cómo?
— Pase, no se quede ahí — dijo el viejo.
— Que la secuestraron. Tres tipos armados. Estaba con
el camboyano y Mirella, yo tenía que volver a esperar una
llamada de Chalukián. Los cerdos sabían que había salido.
Y Ramiro... Selva, ¿qué hago?
— ¿Y usted iba a defender a alguien? — preguntó el
viejo.
— Hay que averiguar dónde está Lorna — dijo Eze­
quiel— . ¿Por qué no hay nadie en la peluquería? — De
repente descubrió la gasa que Selva llevaba en el pómulo— .
¿Qué te hicieron esos hijos de puta?
— Esto no tiene que nada que ver, Adad — dijo ella—
Nada que ver. Y además no entiendo. Lorna se fue esta
tarde. ¿Qué importa?
— ¿Adonde se fue?
— Esperá que salgo con vos.
— ¿Adonde? ¿Me querés contestar?
Selva empujó al viejo hasta el comedor y lo obligó
a sentarse ante la cena. Después, poniéndose un tapado,
volvió a la puerta.
— No hace falta que vengas — dijo Ezequiel— . ¿Dónde
vive Chalukián?
— Ni idea — dijo ella cerrando la puerta— . Ezequiel,
te juro que ellos no fueron. Orlando no es una mala per­
sona.
— Fue él. Fue ese fantoche malparido. Me quiere chan­
tajear. Decime, ¿de dónde lo sacaste a ese Nito?
— Estás loco, Adad. Estás...
— El pornoshop — dijo de pronto Ezequiel golpeando
el pasamanos.
Selva no preguntó más. Por Corfú, entre túmulos de
adoquines y sombras fosforescentes coronadas de cascos,
bordeando los muros ennegrecidos de las hilanderías, por
las baldosas picadas de la avenida Magallanes, bajo los plá­
tanos pelados, sin avistar un ómnibus ni un taxi, corrió
detrás de Ezequiel como si el riesgo de perderlo fuera
verse ella también secuestrada. Cuando por fin lo alcanzó
ya no le quedaba aire para hablar. En la placita Amenábar,
junto al monumento al trabajo, varios espías cabildeaban
como niños expulsados de un orfelinato. Más adelante, en
el césped, blanqueados por un cuarto de luna velada, seis
voluntarios de la campaña de salubridad dormían medio
cubiertos por hojas secas. Por la calle Berna pasaron varias
motos a toda velocidad. Solo al alcanzar la vereda opuesta
Ezequiel se paró a descansar apoyado en un buzón.
— ¿Qué les pasa?
Selva lo agarró por las solapas del tabardo.
— Están enfermos, Ezequiel. Se están muriendo — dijo— .
Y nosotros tenemos que aprovechar. Si encontramos a la
nena nos vamos a escapar, ¿me entendés?
Les bastó llegar a la rotonda del mercado Jacobici para
darse cuenta de que no iba a resultar fácil. Como por un
aciago prodigio, hasta el último de los faroles derramaba
una luz doblemente tensa, y la estólida claridad de cal
viva daba chatura a las galerías deshabitadas, los puestos
vacíos y la caterva de vecinos apiñados al borde del pavi­
mento. La gente daba la impresión de estar controlando la
meta de una maratón. Sin embargo hacia el este, sobre el
concreto lechoso de la avenida del Progreso, lo único que
se veía era una lenta caravana de tanquetas difuminada por
la colisión de muchos haces violáceos. Detrás de las tanque­
tas podían estar avanzando columnas de infantería; pero
los humos de la noche las ocultaban, y era como si la
napa vacía, que tras el vómito de petróleo había parido
una generación de títeres, los hubiera eliminado para reem­
plazarlos por otros hijos, compactos, hieráticos, inconmo­
vibles, pero en medio de contracciones demasiado débiles
para materializarlos del todo. Selva se mordía una mano.
— Mierda — dijo.
Ezequiel le miró los ojos y se mantuvo en silencio.
Al lado de ellos una mujer lloraba unas lágrimas grandes
y redondas como borlas. El hombre que la acompañaba mo­
vía inútilmente el sintonizador de su radio portátil. De
todo el dial no surgía más que un silbido de locomotora
estropeada. Nadie en Krámer había visto nunca un desfile
militar, y ahora la ciudad se abría como una cortina sin
flecos para embolsar ese macilento rumor de orugas, y lo
recibía sin chistar, sin encandilarse, como si cualquier ade­
mán fuera superfluo. Mientras se bajaban algunas persianas,
el eco aislado de los disparos moría en una alfombra de
sueño. Por un momento sólo se oyó un fragor acompasado.
Ezequiel agarró a Selva del brazo y empezó a caminar hacia
la avenida del Salvador, pensando que hasta la calle Nairobi
no habría más de cinco minutos. Entonces una cadena de
altoparlantes embozados en el techo del mercado despidió
un bufido gangoso, el aire se llenó de crepitaciones y, em­
pujando la luz, como una gigantesca perdigonada contra los
edificios, un coro apoyado por timbales, bronces y quizás
por las gargantas de todos los animales muertos desde el
eoceno desplegó sobre la plaza su dosel de rogativas. Veni,
veni, veni creator se abrasó la atmósfera, y el avance de
los violines dejó la noche exangüe. La gente miró para
arriba. Algunos se reían. Ezequiel temblaba.
— Es Mahler —dijo— . Mahler. Ahora entiendo. Carajo.
— ¿Qué cuerno pasa? Están todos locos.
— Selva, esa música es una señal. No sé de qué, pero
es una señal. La tenían preparada. Hace días que la pasan
por la radio. ¿No te das cuenta de que es Mahler? La
octava sinfonía.
— ¿Y qué importa de quién es? ¿Seguimos o no?
El barrio comercial no estaba tan desierto. En algunas
esquinas se organizaban conciliábulos y por las veredas se
escurrían siluetas veloces, enancadas a los fogonazos, que
parecían librar breves batallas personales contra espías de­
samparados. Por Namuncurá desembocaron en Nairobi. Los
espejos de la fachada de una discoteca llamada Mariner
estaban destrozados; alguien había volcado un ómnibus de
la línea octava y el fuego que lo consumía no encontraba
dónde reflejarse. Cruzaron la calle tapándose la boca. Trein­
ta metros al norte los resquicios de la puerta vaivén del
pornoshop despedían un resplandor de azafrán. Ezequiel
soltó la mano de Selva y embistió el batiente derecho como
si adentro lo esperara una banda de gángsters. Lo único
que encontró fueron revistas deshojadas, artefactos de goma,
los mismos trajes de verdugo sobre el ajedrez de las baldo­
sas, hasta que Selva le señaló el hombre que, en un rincón,
se agazapaba atrás de la caja registradora del mostrador.
— Salí de ahí — dijo Ezequiel— . Salí, payaso.
— OK — dijo el otro con un jadeo— . OK. Está bien.
No sabía que era usted. Y un centinela debe cobrar...
precauciones, ¿es correcto?
Probablemente con lentes de contacto le habían teñido
los ojos de marrón, y en vez de la gorra de visera llevaba
un pasamontañas que le escondía los rizos colorados; pero
nada hubiera podido disimularle las pecas ni el hedor de
cerveza que lo perseguía como un hermano siamés. Del
hombro izquierdo le colgaba un walkie-talkie que soltaba
un zumbido afónico.
— Es el primo de Lorna — dijo Selva mirándolo como
si fuera una figurita de pesebre— . Se pasa el día borracho.
— Ya lo conocía — dijo Ezequiel tratando de controlar
los temblores— . Ahora me va a decir dónde está Chalu­
kián.
— ¿Me? — dijo el irlandés— . Oh, no, no, mister Adad.
Eso sería imposible. Y además, no creo que le convenga.
Están pasando cosas graves.
Ezequiel agarró el látigo de un equipo para sádicos.
Era grueso y pesado. Dudó si sabría manejarlo.
—Basta de vueltas — se oyó decir.
— Tengo un mensaje para usted — lo frenó el irlandés,
sereno y melancólico como un náufrago— . Debe saber que
los responsables del... paradero de esa niña de usted...
somos nosotros.
— Inmundicia — bufó Ezequiel descargando un latigazo.
El irlandés atajó la fusta con el brazo pero no pudo
evitar que Ezequiel se le tirara encima. Estaba por recha­
zarlo con la rodilla cuando Selva agarró un consolador de
porcelana que había en el mostrador y se lo partió en la
cabeza. El irlandés se desplomó con un gemido. Ezequiel
le dio una patada en el hombro, pero con tan poca con­
vicción que la pierna salió rebotada hacia la pared, como
si hubiera tocado un cable de alta tensión. Se agachó para
agarrarlo de las solapas del impermeable.
— ¿Qué mensaje tiene ese hijo de puta para mí? Hablá,
porquería, hablá que te mato.
— Esperá un poco, Adad — dijo Selva.
El irlandés se apoyó en un codo. Los labios se le tor­
cieron en una sonrisa afligida.
— Mister Chalukián said... Oh, shit. Ha dicho que te­
niendo él a la niña usted no podría negarse a colaborar
con él. A la niña no le pasará nada. Está de lo mejor. E s...
un reaseguro.
Ezequiel se recostó en la pared. Se le había caído el
látigo de la mano y no lograba contener las convulsiones.
Con un esfuerzo casi ridículo se obligó a cerrar los puños.
— ¿Dónde la tienen? — preguntó Selva.
— ¿What?
— Te preguntó dónde la tienen — dijo Ezequiel apo­
yando un pie sobre la cadera del irlandés— . ¿Sos sordo?
El otro escondió la cara contra las baldosas.
— Ay, señor — lloriqueó— . ¿Usted no se da cuenta de
que ahora ya no sirve?
— ¿Cómo que no sirve? Decime dónde la tienen o te
echo a perder la jeta, monigote.
— No sirve. No sirve — se quejó el irlandés— . ¿Usted
no ha visto el coup d’état? Invasión, ¿oye? ¿Usted es
tonto?
Ezequiel bajó los ojos. Hasta ese momento no había
querido darse cuenta de que sólo la Fuerza Interamericana
podía movilizar vehículos militares y nunca lo habría hecho
si no era para derrocar al Alcalde.
— Ni siquiera puedo comunicarme con el refugio — dijo
el irlandés acariciando el aparato— . Lo único que se oye
es... a veces... es... that bloody simphony.
Selva se había acuclillado. De haber tenido una lupa
no hubiera podido estudiarlo con más intensidad.
— ¿Y dónde queda el refugio ese? — preguntó.
— Oh, no — dijo el irlandés— . It’s no use. ¿Ustedes
me dirán que van a ir? Están chiflados. Dementes.
— ¿Golpe de estado? — dijo Ezequiel abstraído.
— Cali it what you like — dijo el irlandés— . Golpe.
Complot. Otro complot. Ese imbécil de Chalukián. Damn
on him.
— ¿Dónde está el refugio? — preguntó Ezequiel.
— Los van a triturar como gusanos — dijo el irlandés.
Ezequiel le sacó el pasamontañas y agarrándolo del
pelo lo obligó a levantar la cabeza. La mano temblaba tanto
que la cabeza se contagió. En la pared, la sombra alargada
parecía la de un monstruo epiléptico.
— Te estoy preguntando dónde queda el refugio.
— Oh, ya comprendo. La niña. The bloody little cracked
one. — El irlandés se reía como si por la risa pudiese
curarse de una gripe maligna— . ¿Usted conoce el Hospital
Griego? Está todo al fondo del barrio Sur, donde termina
la calle Vespucio.
— Eso es el desierto.
— Quizás. Ya no sé. Pero hay un cementerio allí, más
adelante, a small one, uno pequeño. Y una iglesia ortodoxa.
En la iglesia está el cuartel general de Chalukián. I swear...
Le juro que no sé nada más. Ahora vaya y que le rompan
el culo... Por comedido.
— Bueno, acá no hay nada que hacer — dijo Selva incor­
porándose.
Ezequiel se levantó y sin querer le dio un puntapié
al walkie-talkie. La antena se encorvó contra la pared y
lentamente, como si se abriera paso entre parvas de heno,
un bucólico pasaje de la misma sinfonía de Mahler se ex­
pandió a una cuarta de las baldosas trenzándose con las
plumas de la luz descolorida. Hubo un ruido como de torni­
quete y una anodina voz aguardentosa pisó las notas del
oboe.
— Ciudadanos de Bardas de Krámer — barbotó, y en
seguida hizo una pausa— . Ciudadanos de Bardas de Krá­
mer. Ocioso sería recalcar, desde esta, nuestra atalaya en
la Alcaldía de la ciudad, que los disciplinados movimientos
de tropas que en este preciso instante están llegando al
clímax de su desarrollo no tendrán incidencia alguna en la
libre y pacífica evolución de la vida cotidiana. Lo que puede
semejar alarmante trastocamiento de las actividades, no es
sino una medida de prevención arbitrada por el Superior
Comando Operacional del Cuerpo General Consultivo del
Cabildo Metropolitano. La inaceptable transgresión...
Como si le hubieran escamoteado el papel, el locutor
se interrumpió. Volvieron los carraspeos y a cuestas de
ellos el aluvión de la sinfonía. El parlante del walkie-talkie
retumbaba, desbordado por la vehemencia de mil músicos
exultantes.
— Sonaba raro — dijo Ezequiel— . Vamos.
Algo empezó a diluirse. En la calle, desencajados, los
diversos temas de la sinfonía peleaban por sucederse rozan­
do las antenas, arremolinándose en las bocacalles como lan­
gostas, chocando contra las ventanas para morir en forma
de tamborileo. En la esquina de Nairobi y Penitentes una
barra de melenudos surgidos de las cloacas atacaba con "bi­
dones de nafta la caparazón de un tanque. Los dejaron
atrás y en la esquina de la avenida Fraternidad, apretados
contra la puerta de un banco, miraron pasar un helicóptero
que a la altura de los primeros pisos iba despertando
abruptas turbulencias de basura y trapos quemados. Siguie­
ron avanzando cuando el estrépito de las hélices se perdió
más allá de la torre de televisión. A partir de ahí no
encontraron nada que no fueran estragadas figuras furtivas,
desertores tal vez condenados al fracaso o partisanos de una
guerrilla improvisada, los bolsillos atiborrados de botellas
y munición, los hombros envueltos en un fulgor coagulado,
como si las placas luminosas que algunos se habían cosido
a las mangas fueran una contraseña atesorada en las entre­
telas del tiempo. Sólo en un portal, bajo la luz plana de una
placa fluorescente, se veían con claridad dos cuerpos iner­
tes que tanto podían estar muertos como sumidos en un
sueño de odio. Tenían los pies bastante alejados y las caras
machucadas casi unidas. El que de los dos llevaba uniforme
verde oliva todavía empuñaba una piedra; desde el labio
inferior hasta la nuez, un delgado tajo escarlata le dividía
en dos la barbilla. Ezequiel creyó que Selva no los había
visto y él mismo los olvidó apenas el fluorescente se apagó
con un chasquido. De los que deambulaban, cada vez más
puras sombras, ninguno los molestó, ocupados como pare­
cían en esquivar las pinzas que las tropas ya irían cerrando.
Pero en la Plaza del Desarrollo, si Ezequiel no alcanzó
a ver más que camiones estacionados frente a las Grandes
Tiendas Rappaport, Selva se quedó petrificada. Apretando
el brazo de él lo obligó a levantar la cabeza. En las salientes
de mecano del pedestal cilindrico, en la plataforma de alea­
ción y la baranda circular que rodeaba la burbuja del
monumento al o v n i , decenas de vecinos enardecidos chi­
llaban como grajos. Unos pocos, miedosos de desplomarse,
lanzaban abajo escupidas y bulones; los demás daban la
impresión de ofrendarle plegarias al cielo descarnado. Ha­
bían conseguido perforar el vinilo y el fluido verdoso que
había llenado la burbuja se escapaba en largas hilachas iri­
discentes. En el asfalto, los infantes de marina, fusiles en
ristre, esperaban mansos que los menos fuertes se dieran
por vencidos. Una autobomba disparaba oblicuos sirenazos
contra los gritos y todos los ruidos caían, por fin juntos,
a mezclarse en el surco que las voces gemelas de un tenor
y un contralto dejaban en las veredas. Ezequiel dudó hacia
dónde avanzar. El contacto con la tela del tapado de Selva
le devolvió inesperadamente un pedazo de tiempo que qui­
zás arrastrara raíces y musgo y sales expectantes. Le tocó
el cuello debajo del pelo; trató de calentarse las manos
ahí. Se preguntó a qué distancia de él estarían, y también
por Alina y el lugar donde el Empecinado habría hecho
encallar al húngaro. Arriba, entre gases como corales, una
tribu de desharrapados daba la impresión de reclamar la
afrentada, inexistente efigie del futuro. Selva bajó los ojos.
Pistola en mano, un sargento les ordenó que circularan. De
las seis calles que partían de la plaza, la que más rápido
los llevaría al barrio Sur era Ortega y Gasset. Moviéndose
entre chicos que moqueaban, vendedores de bebidas, pare-
jitas patibularias, viejos en bata, ceremonias de cacheo y
enfermeras no del todo despiertas, se abrieron paso bor­
deando la pizzería Dos Tréboles. Mientras doblaban por
Ortega y Gasset se oyó una detonación. La onda expansiva,
viajando desde el centro de la manzana, acunó los postes
de la luz para terminar rastreando las veredas hasta las
alcantarillas. Entonces, a la altura de un jacarandá partido
en dos, entre escombros y restos de follaje, Ezequiel vio
que el cuerpito díscolo y absorto de Alina venía por el
asfalto, como si desde el final de la oscuridad el desierto
la hubiera devuelto en una bocanada de polvo. Hubiera
querido agradecer que estuviese abrigada, pero no llegó
a abrir la boca. Revelada por un fogonazo, al pasar junto
al tronco caído se distinguió una figura perruna que la
llevaba de la mano. A ráfagas, el brillo violento de los
helicópteros se le reflejaban en los quevedos. Y Ezequiel
no tuvo que pensar mucho para convencerse de que aquel
flaco ausente, quebradizo, el mismo que una vez había visto
en la celda de Roy Santamaría, era ése que el húngaro
llamaba Empecinado.

Pero al húngaro ya no iba a verlo más. De eso se iba dando


cuenta Ezequiel mientras, al alzar a la nena, recibía en la
cara una lluvia de sílabas y convencía a Selva de no enzar­
zarse con un funcionario. El flaquito de los quevedos, que
caminaba alucinado, rascándose la espalda como si tuviera
sarna, le certificaba la sospecha con una serie de balbuceos
que nada daban a entender. Decía, por lo que después Selva
recordaría haber deducido, que estaba muy contento de co­
nocerlo, a Ezequiel, por supuesto, que sin llegar a admirar­
lo, porque él no admiraba a nadie, lo seducía su seriedad
profesional; que él nunca se había codeado con la disciplina,
era un audidacta y la prueba estaba en que ahora no sepa­
raba la paja del trigo, en realidad no sabía de qué hablar,
con lo que había pasado desde la tarde, un vagón de histo­
rias, y todo tropezando con las palabras, esperando de Selva
las preguntas que Ezequiel, derrotado y muerto de frío, no
se atrevía a hacerle. Ezequiel, por lo demás, estaba conven­
cido de que tenían que moverse de ahí. No era un impera­
tivo ni un deseo; era pura aceptación de que en Krámer el
tiempo y las incidencias no se dejaban gobernar porque
cualquier corolario nacía de hipótesis pervertidas. Así los
planes de huida, así las caprichosas ganas de preguntarle al
Empecinado por qué pintaba consignas en las paredes. Lo
más absurdo, aunque aceptable después de todo, sería en­
contrarse al fin con que el Empecinado no se reconocía en
su escueta leyenda. Él no sabía lo que significaba empeci­
narse. Era un pibe de veintiún años a quien toda la vida
habían llamado Osvaldito y que no por haber perdido la
familia entre salidas y desencuentros estaba dispuesto a re­
negar de su nombre. Parecía cómodo en su falsa modestia,
Osvaldito: el cuerpo resbaloso le nadaba en la ropa de va­
quero como una nutria en un estanque portátil. De la misma
forma había podido entregar a Alina sin aspavientos, cum­
pliendo con soltura su función de investigador de detalles.
Después quedaría en claro que no era una función. Igual que
el húngaro, se regodeaba perdiendo el tiempo con alevosía.
Y si había terminado por enredarse con lo más rotoso del
complot, era simplemente porque una tarde había visto a
un negro llamado Roy Santamaría darle una cita secreta a
uno de los letrados de la ciudad y lo había entretenido seguir
averiguando. Facilidades no le sobraban, pero eso era lo más
atrayente. No recordaba bien si por culpa de un espía men­
tiroso o por emborracharse con absenta, en la celda lo habían
tenido encerrado dos días. El resultado había sido una sobe­
rana desorientación, al menos hasta darse cuenta de que ese
viejo panzón que le seguía la pista de las pintadas no sólo
era a m ig o del letrado con el cual cierto capo quería entre­
vistarse, Osvaldito no tenía idea de para qué, sino que, más
bien displicente, despachaba además otras labores. Algunas
de esas labores, la confección de un reloj de arena, el arreglo
de lavarropas o depósitos de inodoro y la recolección de ba­
terías sulfatadas, le habían interesado poco. Pero el hún­
garo también reservaba parte de sus penosos correteos a
observar a un encorbatado de nariz descomunal y a los en­
laces, enviados y chupamedias de los que se servía para
mantener conversaciones con el secretario del letrado, o para
controlar todo lo relacionado con el edificio de la calle Si-
natra donde el letrado tenía una oficina. De manera que,
sin renegar de las laboriosas transas con anfetaminas que
le procuraban los garbanzos, ni de las incursiones en la Bi­
blioteca Metropolitana, donde disputaba enmohecidos libros
de Baudelaire a las ratas y los cascarones de yeso, ni de
esas pintadas que eran honra, bilis y hasta codicia de pos­
teridad, Osvalito se había dejado ventear por el viejo pan-
zón, persuadido de que, meticuloso como era el húngaro en
cuidarse de Ezequiel, lo iría acercando al hueso de las tra­
moyas del narigón, un tal Orlando Chalukián. No era del
todo imposible que a cierta altura, en el barrio del Puerto
o en los billares La Onza, él, Osvaldito, se le hubiera ade­
lantado. Pero la tarde anterior a la aparición de las tropas,
después de la entrevista de Ezequiel y Chalukián en el cine,
el húngaro había llegado primero a Sinatra para ver cómo
tres fascinerosos se llevaban a la nena, y primero había
llegado también al descampado que se abría atrás del Hos­
pital Griego, sobre todo porque no había vacilado en parar
un taxi y él, a falta de dólares, había tenido que robar una
moto. Si lo había encontrado era por viveza, porque no era
cierto que sólo los viejos fueran agudos, y sin achicar dis­
tancias lo había seguido desde la plazoleta del obelisco ena­
no hasta el esqueleto de las destilerías. Pero a partir de ahí
todo era campo llano, sólo alterado por la mole bizantina
del hospital, y cardales y cementerio, y al paseo de grava
que llevaba a la iglesia el húngaro había llegado primero,
primero, repetía Osvaldito muy nervioso ahora, es decir en
ese momento, Ezequiel no sabría cuánto pero sin duda des­
pués, con todo acabado, en una sentina o al contrario, en un
frágil atolón entre aguas poluidas, entre camiones militares
y esquirlas del tiempo. Y eso, llegar antes, le había cos­
tado caro; porque, sin importarles la nena, los soldados se
habían llevado al húngaro, y lo más triste era que no a la
muerte ni a un calabozo, pensaría Ezequiel, sino tal vez al
exilio: al mundo, al movimiento, a lo que más francamente
odiaba. Suerte perra: queriendo tantear a Chalukián se
había topado con un tiroteo, varios cadáveres homéricos y la
columna que había venido a parar el complot o reemplazarlo.
Por lo que sabía Osvaldito, por mucho que hubiese patalea­
do había ido a parar a una furgoneta blindada, zamarreado,
reducido, puteando porque esos tipos, más que seguro, ya
no lo dejarían vivir ausente de sus propios huesos como si es­
tuviera eternamente en otra parte.

H acía media hora que caminaban sin rumbo cuando Eze­


quiel oteó los torreones de piedra de la embajada de Esta­
dos Unidos. Detrás del muro bajo, con las metralletas cala­
das, dos centinelas de la policía militar parecían patinar
contra el cielo morado. Osvaldito había cerrado la boca
como un conferenciante que presiente una muerte en la sala.
Selva no conseguía que Alina alargara los pasos, la nena
se había plegado al silencio y Ezequiel sentía en la boca un
gusto a bromuro que le duplicaba el cansancio. Entraron a
la zona administrativa. En una atmósfera de melaza y azufre
los ruidos se iban amortiguando bajo un pálido horror de
madrugada. Por las avenidas periféricas, bordeando cafete­
rías desiertas, las tropas seguían desplegándose, casi imper­
ceptibles, con un monocorde rumor de termitas, al mismo
tiempo que en el centro del barrio desaparecían como si la
ciudad empezara a digerirlas. Se internaron en la calle Pro-
venza. Hipnotizada por una alarma que no cesaba, la dele­
gación de la Comunidad Económica Europea, puro ónix y
pórfido, relucía como una joya en el ombligo de una partu­
rienta. La bandera que colgaba del primer balcón estaba cha­
muscada y en el tope del mástil una enorme gaviota aleteaba
sin remontar vuelo. En la vereda de enfrente una mujer con
delantal les daba de comer a los gatos, agachada en un
parterre adornado de tulipanes artificiales. Al verlos avanzar
se abalanzó a recuperar el bolso que había dejado sobre un
banco; tenía una cara ajada, hosca y hambrienta, y el pelo
plateado recogido en la nuca con una gomita. Ezequiel cal­
culó que podían descansar un rato. En realidad, tenía pavor
de cruzar la Plaza Soberanía y enfrentarse con la estatua de
Bienvenido Krámer. No bien se sentaron, Selva y Alina fue­
ron reclinándose una contra otra como dispuestas a soñar lo
mismo. Osvaldito, en cambio, rebotó en la madera para
salir impulsado hacia una coupé Fiat que crecía en la hume­
dad del asfalto como un hongo metalizado. Ezequiel lo ob­
servó hurgarse los bolsillos, sacar un pedazo de alambre y
meterlo en el agujero de la cerradura; trabajaba moviendo
mucho el torso esmirriado, como si en la quietud que em­
pezaba a propagarse hubiera algún ritmo que le hacía falta
captar para obtener la ayuda de un genio. La puerta se
abrió, Ezequiel miró hacia otro lado. Estaba pensando que
con una ahijada capaz de darle al mundo un idioma nuevo,
un espectro encerrado en un libro y una heroína atrapada en
la urdimbre de sus propios argumentos, a la familia que
venía fundando no le sobraría un ladrón. En cuanto a él, no
tenía la menor idea de lo que le tocaría hacer: por el mo­
mento sólo tiritaba, neutro como un asno o una planta se­
dienta. Cómo se anuncian las cosas cuando van a recompo­
nerse, me gustaría saber; dónde llevan las cicatrices que
uno les deja después de girar y girar como un pollo decapi­
tado. Qué mareo. Cuánta pena. Si el mismo camino que sube
es el que baja lo mejor es mirarlo desde una ventana. ¿E s
mejor, finalmente? Y nosotros: ¿así terminan las gestas?
Salvando el reloj, ¿hay alguna manera de imponer comienzos
y finales? A juzgar por lo que silbaba, una especie de bala­
da tejana, Osvaldito había dado con un tesoro. Un momento
después Ezequiel supo que era una lata de cerveza belga.
Estaba caliente, pero no le hizo ascos. Y mientras sentía el
ardor en la garganta, escuchaba los ronquidos breves de la
nena y se consolaba pensando que al menos lo esperaban
unos cuantos sueños. Alguno, a lo mejor, le devolvería por
un rato a Tadeo. Empezó a sentirse mal. En momentos así
lo mejor es hablar, sobre todo si uno no puede componer
una canción ni montar a caballo.
— ¿Lo escuchaste discutir con Chalukián? — preguntó
de golpe.
Osvaldito se puso las manos atrás de la cabeza y estiró
las piernas. Daba la impresión de haber vivido muchos años
en ese banco.
— ¿A quién?
— A Tadeo.
— ¿El húngaro? Uy, loco, no. Yo nada más lo vi entrar
y esperé a cien metros, distancia prudencial. Me llené las
manos de espinas, mirá. Ahí adentro había tipos con armas,
estaban preparando flor de bolonqui. Una farsa, el complot
ese. Y te querían meter, ¿no?
— Ajá.
— Y bueno. Yo, piano piano, me quedé entre unas matas
a hacer guardia. Los soldados llegaron a los cinco minutos.
Cercaron la iglesia. Tenían que acercarse porque no se
veía un carajo, ya había oscurecido. Y la puerta la hicieron
moco con una granada. De adentro les contestaron con me­
tralla, pero yo creo que expertos no eran. Tiraban al bulto.
Ezequiel cruzó las piernas. Mirándose el cuero rascado
del zapato derecho, hizo lo posible por tragar aire. Por un
momento cerró los ojos, pero le pareció que lo mejor era
volver a abrirlos.
— ¿Y a la nena por qué la soltaron?
— Yo no te dije que la hubieran soltado. ¿Vos oíste al­
guna vez una misa? Bueno, entre el quilombo que armaba
el húngaro, alguien que tocaba el órgano y los disparos, a
mí se me dio por pensar en un suicidio masivo de feligreses.
— ¿Eso pensabas?
— Y qué querés. Menos mal que me desperté en seguida.
Entonces me empecé a arrastrar, mirá cómo me quedaron
los vaqueros. Y en eso se oye una explosión. Qué lo parió,
parecía el ojo del diablo: un agujero en el techo de la igle-
sita, una bola de fuego y las campanas que repicaban por la
onda expansiva.
Ezequiel descruzó las piernas. Estaba sentado muy al
borde del banco, casi en vilo.
— Entonces los mataron a todos.
— Milicos, mataron, querrás decir. Si hasta vi una pier­
na con bota colgando de una viga. Te confieso que me dieron
ganas de comérmela; yo nunca probé, pero un poco de cani­
balismo tiene que venir bien para ser más fuerte que los
fariseos. Porque yo quiero ser amo, no esclavo. Pero como
comprenderás no me comí nada. No era la ocasión. Afuera
los soldados se habían dispersado y lo mejor era no mover­
se. En eso se abrió una puertecita que había atrás y apare­
cieron Chaluqián, la mujer y uno de esos chupamedias que
siempre tenían alrededor, un guardaespaldas, algo por el es­
tilo. La mujer llevaba a la nena en brazos y corrió derecho al
portón del cementerio. A los hombres los bajaron ahí no-
más. Me dio un poco de pena, te juro. ¿Viste cómo cule­
brean los cuerpos en el aire cuando los agarra una ráfaga de
ametralladora?
— La verdad que no.
— Mejor. Ahora, más pena me dio la mujer.
— Basta — gritó Selva de repente. Tenía una voz ronca
y hermética y los ojos extrañamente abiertos, como si el
sueño le hubiera quemado los párpados— . ¿Qué importa
cómo murió? Loma era amiga mía. No quiero... Yo no
quiero.
— Se metió algo en la boca — le dijo Osvaldito a Eze­
quiel— . Una cápsula de cianuro, me imagino.
— Sos repelente — dijo Selva— . Ojalá te mueras vos.
Osvaldito se miró las botas.
— Y, había que decirlo, flaca. El cianuro es más honroso
que la pólvora. Además, no sé por qué tengo que sentir
lástima. Hace un día y medio que no como nada.
A Ezequiel la idea de la comida le acrecentó las náuseas.
— ¿Y Tadeo? — preguntó.
— Se lo llevaron, ya te conté. Junto con otros, en una
camioneta. Pero mucho más no sé porque cuando la nena
se largó a correr entre las tumbas y vi que no la seguían, me
quedé piolamente cuerpo a tierra entre los yuyos. A esperar
que se fueran, ¿captas?
— Se lo llevaron — dijo Ezequiel.
Osvaldito terminó la cerveza y estrujó la lata entre las
manos. Levantándose, de una patada la lanzó contra las
lajas de la delegación de la Comunidad Europea. La lata
despidió un ruido pleno, menguante. Selva apoyó los codos
en las rodillas y se tapó los oídos.
— A lo mejor lo sueltan — dijo Ezequiel.
— ¿Vos creés en los Reyes Magos? — dijo Osvaldito.
Selva se echó el pelo hacia atrás. Por encima del hom­
bro descargó en Ezequiel una torva mirada reseca.
— Tendrías que empezar a entender algunas cosas, Adad
— dijo— . Una es que ir preso es mejor que morirse.
— Asigún, flaca — dijo Osvaldito— . Andá a saber lo que
piensa el húngaro.
Ezequiel lo miró ir hasta el coche, sentarse al volante y
prender la radio. Cuando esperaba que por la vereda se de­
rramasen triunfales jarabes de la Selva Negra, una voz ro­
tunda le dio de plano en la cara. Era la voz del nuevo Alcal­
de, el hombre que Orlando Chalukián había deseado ser.
Decía que en el caso de Bardas de Krámer la inquebrantable
fe que la Liga Interamericana tenía por hábito depositar en
las ciudades con rango autonómico se había visto defrauda­
da por un inusitado relajamiento de los usos sociales. Eze­
quiel se acercó al coche. Escuchar ese fárrago no lo arreba­
taba de gozo; y sin embargo seguía atendiendo, como si en
los resquicios que dejaban las palabras hubiera, escondido,
un resabio de tibieza hogareña. Hasta que por fin se dio
cuenta de que se estaba produciendo un milagro y él lo atis-
bada de perfil: era la inmerecida gloria de no haber escrito
ningún discurso. La voz no paraba. El azote de la atonía la­
boral, el deterioro de la respuesta cívica y una progresiva
desconfianza en el progreso entendido como destino colecti­
vo, habíanse unido, en grotesca componenda, con una falta
de los incentivos que el poder ha de ofrecer como el agua
al sediento o el pan al famélico. Debilidad, ineficacia y ne­
potismo eran los bacilos que en el gobierno depuesto ha­
bían consumido la fortaleza necesaria para sostener las rien­
das administrativas. Considerando quizás que ya estaba bien
informado, Osvaldito bajó del coche con un insulto. Eze­
quiel, que había prestado toda la atención que se puede
conceder a un hermanastro, apoyó la espalda en la puerta,
fascinado de reconocer la endémica verborrea de Carmelo
Ildebrandi. Deteniendo la mirada en Selva, que se había
vuelto a quedar dormida con el mentón apoyado en las ma­
nos y el pelo lloviéndole sobre la frente, dedicó un melan­
cólico recuerdo a Ramiro. Tenía la sospecha de que tampo­
co volvería a verlo, y no lo creía merecedor de añoranzas.
El cigarrillo que encendió se le hizo goma arábiga contra la
lengua. Se me pegó la lengua al paladar. Nunca más voy a
poder dar excusas. Van a tener que interpretarme a mí tam­
bién. De pronto, como en un nimbo, aparecieron las imá­
genes magulladas de Mirella Samoná y el camboyano. Lo
estarían esperando, pero como secretarios no iban a servir.
Osvaldito, arrodillado en los bloques de cemento empe­
drado, repasaba la caligrafía de la creación que acababa de
estampar en tiza azul. La misma suciedad que sudaban unas
reventadas cajas de cartón y se mantenía a ras del suelo, le
iba cubriendo zonas elegidas del cuerpo: las musleras del
vaquero, el promontorio de la nuez, las orejas, los antebrazos
que emergían de la campera arremangada. El pelo ya no era
rubio sino del color de los nísperos podridos, y los queve­
dos no le resbalaban de la punta de la nariz por un solitario
misterio de la concentración. Sin asombrarse de que babea­
ra, Ezequiel estiró el cuello para leer la consigna, m u e r t e
A L BU EN SA M A R ITA N O . A M A N EC ER DA VERG ÜENZA. No era
miiy ingeniosa, pero opinar no estaba en sus atribuciones.
Se despegó del coche para abordarlo.
— Oíme, ¿vos sabés escribir a máquina?
Todavía de rodillas, Osvaldito guardó amorosamente la
tiza en una cartuchera cosida a la bota izquierda.
— No, pero todo se aprende. Yo me doy maña para
cualquier cosa. Ahora, lo que no sé muy bien es si quiero.
— ¿Qué?
— Escribir a máquina.
Ezequiel apagó el cigarrillo y se acercó al banco. Alina
pestañeaba como si le estuvieran lavando la cabeza y, frun­
ciendo la nariz, tragaba con angurria rápidos sorbos de aire
agrio. Ezequiel se sentó para cubrirle los hombros con un
brazo.
— ¿Tenes sed?
— Cué en la filulú grande, y mi papá bien con un piolín
para esto — dijo Alina, y de pronto, mirando más allá de
Ezequiel, alzó las cejas— . ¡Eh! Scrriiiiuch así chico para ta-
cám a oj, y ya, ¿uh?
— Quiere un gato — dijo Osvaldito.
— ¿Cómo sabés? — dijo Ezequiel arreglándole el pelo— .
No dijo miau.
Sin hacerle caso, Osvaldito agarró a la nena de la mano
y la llevó hasta el parterre donde la vieja de pelo plateado
sacaba bolas de miga de una servilleta agujereada. Ezequiel
los vio deliberar. Gesticulaban como si estuvieran interpre­
tando un drama alegórico pero las voces no lograban tras­
pasar el cerco de tulipanes artificiales. Hubo un inter­
cambio apenas perceptible. Al fin, frotándose las manos en
el delantal, la vieja entornó los ojos y señaló la banda de
gatos. Volvieron trayendo uno de no más de tres meses,
manchado, con la cola tiesa y una oreja negra y otra blanca.
Osvaldito lo sostenía en una mano mientras Alina le rascaba
la cabeza.
— Qué fácil — dijo Ezequiel.
— Y claro, como que se lo pagué. En el coche había
tres dólares. Lo jodido es que ahora no sé cómo voy a comer.
— ¿Querés venir a mi oficina? — preguntó Ezequiel des­
perezándose.
Osvaldito dejó escapar un ruido de asentimiento. Eze­
quiel tocó el codo de Selva, que giró lentamente la cabeza.
A través de los cordajes del pelo chispearon dos círculos in­
conclusos, negros como la obsidiana.
— Adad — dijo con una sonrisa cansada— . Soñé que me
pasaba una noche entera soñando con vos. A la madrugada
me llamabas por teléfono. Me decías que cambiara de sueño
y te dejara dormir en paz.
Ezequiel se quedó esperando algún desenlace. Ella sacó
una peineta del bolso, se estiró el pelo hacia atrás y unió las
puntas más abajo de la coronilla.
— Tendríamos que volver a la oficina — dijo él.
— Primero tengo que ir a buscar al viejo.
Ezequiel supuso que bien podía confiarle la nena a Os­
valdito. Él mismo, después de todo, no tenía nada de profe­
ta, ni siquiera la dejadez ante lo mundano, y su grey no era
la compacta escoria que Dios despreciaba en los relatos de
la Biblia.
— Yo te acompaño — le dijo a Selva.

D e la ferrosa chatura del amanecer, los edificios pasaban a


una tajante corporalidad a medida que el sol le iba comu­
nicando color al cielo. El día apuntaba claro y las brigadas
de limpieza, los espías mermados, los autobuses y los can­
dados se reconocían en sus ruidos como si la presencia
nocturna de las tropas hubiese sido una frase en negritas en
un recorte de prensa. Por las veredas encharcadas de la ave­
nida Magallanes, ante una chimenea de ladrillos, Ezequiel
sacó un pañuelo y, mientras se frotaba la nariz, aprovechó
para mirar a Selva. Pese a que la intemperie no había lo­
grado privarla de ese olor dulce y escociente, caminaba con
los hombros agobiados, efundiendo una tristeza que se podía
apretar. En la esquina de Magallanes y Viena, donde un es­
cuálido grupo de obreros esperaba que abrieran los portones
de una tejeduría, un tipo nudoso, de canas prematuras, les
cortó el paso haciendo barrera con un brazo que terminaba
en un mitón descomunal. Selva no lo miró a la cara. El tipo
metió la mano desnuda en la manga del mitón, sacó unos
sobrecitos cuadrados y tartamudeando les ofreció heroína.
Les costó mucho sacárselo de encima, no porque fuera vio­
lento, sino porque parecía que el mitón no encerraba más
que sobrecitos. Cuando al final lo dejaron atrás ya les re­
sultaba más fácil hablar.
— Es una lástima — dijo Selva— . Una lástima, mierda.
Pero a mí no me van a ganar. Y además... Adad, palabra
que lo siento. Yo no sabía. Perdóname — hizo una pausa— .
Bueno, ya lo largué.
Ezequiel se había olvidado de guardar el pañuelo. Aho­
ra hubiera querido agitarlo como un clavel.
— ¿Te puedo ayudar? — dijo.
Ella lo miró de soslayo. Si en los ojos había suspicacia,
el resto de la cara, desde los arcos de las cejas hasta la línea
de la mandíbula, parecía una máscara mortuoria. Pero algo
se alteró de golpe como si el rumor de la ciudad encontrara
un punto por donde infiltrarse.
— Vos no tenés la culpa, Adad. V os... Acordate que to­
davía me debés una cosa. No me contaste nada de Leopol­
do. — Volvió a endurecerse, como si con un esfuerzo de dis­
ciplina pudiera sujetar un recóndito foco de anarquía igual
que una botella aprisiona el aguardiente— . ¿Y yo?
A punto de preguntarle de qué estaba hablando, Eze­
quiel comprendió. Como a la verdad no se atrevía, simple­
mente la agarró del brazo.
— ¿El viejo estará en tu casa? — preguntó.
—No sé — dijo ella.
El departamentito de la calle Corfú sólo estaba habitado
por el crujido de los tallos de las plantas. Selva no se in­
quietó. Mordiendo una manzana, le dio otra a Ezequiel y
bajó los escalones de a dos para volver a salir. Cerca de la
esquina los viejos de mameluco y casco de trabajo juntaban
adoquines para erigir nuevamente la pira de honrar al Parte.
Pero ellos fueron para otro lado. Enclavado entre residen­
cias de ex técnicos petroleros, junto a un bar grasiento
donde vendían churros, había un cine sin nombre visible.
Adentro la sala estaba repleta, como si los habitantes del
barrio confiaran más en una película de misterios árticos que
en lo que había pasado la noche anterior. Selva encontró al
viejo en la tercera fila.
— Lo mejor de esa cinta eran los perros que arrastraban
los trineos — dijo Iribarren en la calle.
Después se hundió en un silencio cerril, y callado seguía
aún cuando un taxi los dejó en Sinatra y lo obligaron a
subir la escalera.

E n la oficina Ezequiel no tuvo el alivio que se había augu­


rado. Pese a la lealtad de Mirella y el camboyano, antes que
bienestar sintió resentimiento por el apuro con que preten­
dían poner en orden su nidito en la conserjería. Farfullan­
do, el viejo se dejó caer en el sofá. Selva se le sentó al lado
y al rato estaban cuchicheándose historias seguramente no
muy ciertas; por la insistencia de los gestos de ella era obvio
que el viejo no estaba conforme con los detalles. Ezequiel
no se animaba a descansar. En la silla que había sido de
Ramiro, Alina le daba órdenes al gato manchado, mientras
Osvaldito extendía sobre el escritorio las cosas que había
robado en el camino de vuelta desde el barrio administra­
tivo: tomates, rabanitos, atún, ketchup, jugos de fruta, ci­
ruelas negras, salamín, flanes, bombones y un aparato de
plástico del cual se desprendían endebles cubiertos. Comie­
ron todos juntos, casi sin hablar; y cuando parecía que sólo
restaba lavar los platos, Osvaldito depositó sobre un paño
verde una caja chata y amplia con la reproducción de un
cuadro de Chagall en la cubierta. Era un puzzle de mil piezas
que había sacado de la vidriera rota de una juguetería a ries­
go de tajearse la muñeca. La pintura que se trataba de re­
producir uniendo sinuosos pedacitos de cartón estaba en su
mayor parte ocupada por un violinista barbudo de levita
violeta, pantalones de cuadros, camisa blanca y gorra de un
violeta oscuro. La mano que sostenía el violín era del color
del marfil, pero la que empuñaba el arco era verde esme­
ralda, lo mismo que la irónica cara desvelada. Las piernas
del violinista, combadas como en medio de un cómico paso
de baile, acababan en un zapato blanco y otro negro, apoya­
do cada uno en el techo de una casa distinta. Además de
otros elementos, en el cielo, entre gordas nubes de lomo
azul grisáceo, un minúsculo ser humano de sexo indefinible
flotaba con los brazos abiertos. Ezequiel pensó que sería
muy difícil unir los pedacitos en las zonas laterales donde
sólo se veía nieve vieja. Sin embargo Alina se puso a elegir
y separar zonas de color como si el trabajo no prometiera
disgustos. Osvaldito molía hojas de marihuana para hacer un
canuto. Una hora después, con la contribución del viejo, te­
nían armada la parte superior del cuerpo del violinista,
incluido el instrumento.
— En la mano, prrric, con duro, y así este jooosssh de un,
¿uh? Rojo, ahí — dijo Alina señalando el brazo del violi­
nista.
— Suena a confesión — dijo el viejo.
— Dice que el violinista se cortó el brazo — dijo Osval­
dito.
Ezequiel no tenía ánimo para discutirle las cábalas. Poco
asombrado, dejó derivar el pensamiento mientras miraba las
cabezas asomadas al escritorio. El violinista, privado de sus
piernas por el momento, no daba la impresión de bailar.
— No se ve sangre — dijo el viejo.
— Jooosh, pero ahí — dijo Alina.
— IY ahora? —preguntó Ezequiel.
Osvaldito caviló unos segundos.
— El violinista se cortó el brazo mañana.
Selva se levantó para mover su silla y sentarse de espal­
das a la mesa. Anunció que iba a irse a trabajar, que después
de todo tenía la llave de la peluquería y no podía seguir
perdiendo el tiempo. Pero no parecía del todo decidida. Des­
pués de jugar un rato con el bolso, descubrió el televisor.
— ¿Cuánto falta para el Parte? — preguntó.
— Un rato — dijo Osvaldito.
Ezequiel se abstuvo de opinar que probablemente el
Parte se había terminado por mucho tiempo. En ese mo­
mento se abrió la puerta y Mirella Samoná entró anunciando
que dos personas pedían entrevistarse con el señor Adad por
un encargo personal. No bien Ezequiel respondió que podían
pasar, un hombre y una mujer aún jóvenes se introdujeron
en la reunión con una embarazada vehemencia, como empu­
jados a escena por un regidor tiránico. Ezequiel agradeció
en silencio no sólo que hubieran ido a proponerle trabajo,
sino la oportunidad de refugiarse con ellos en el despacho.
Le explicaron que estaban a punto de casarse pero, como los
respectivos amigos desconfiaban del futuro de la unión, ellos
necesitaban una tarjeta de invitar a la boda adornada de
invocaciones al amor que nada exige a cambio. Ninguno de
los dos era especialmente atractivo, pero la efusividad con
que desplegaban sus razones convenció a Ezequiel de que
habían decidido rechazar todo premio de salida que no los
beneficiara al mismo tiempo. Aunque aquello no sonara a
solución, ni siquiera a fiebre romántica, algo había en la
inconsciencia de la pareja que la hacía tolerarble. Una vez
recibida la promesa de un texto arrobador, se despidieron
tan torpemente como habían entrado. Ezequiel, viéndose
solo, se apuró a cerrar bien la puerta. Después se sentó fren­
te a la clepsidra que le había regalado Tadeo. A fuerza de
contemplar el dorado poso de arena tras las paredes de vi­
drio, llegó a comprender que en ese artefacto había una
llamada muy parecida a la de algunas frases de Alina. Aun­
que a él le faltara fuerza para penetrarlo, el húngaro había
sido demasiado vivo como para fabricar un reloj que no
contuviera un enigma. Sin ese tiempo encerrado y las his­
torias que le daban medida, el otro tiempo, el que de verdad
horadaba las cosas y las cambiaba sin alardes, era sólo rocío
en el momento de secarse: no se sentía. Junto al codo tenía
la biblia de tapas verdes. Se la puso adelante y la abrió:
Porque existe el hombre cuyo duro trabajo ha sido con sa­
biduría y conocimiento y pericia sobresaliente. Pero a un
hombre que no ha trabajado duramente en tal cosa se le
dará la porción de aquél. Esto también es vanidad y una
calamidad grande. El abrumado Leopoldo no había subraya­
do ese versículo, y eso que no era menos desolador que
otros. Y para él, pensó Ezequiel, si algún trabajo duro iba
a haber, sería el de averiguar, siempre de nuevo, qué llevaba
encerrado en la cabeza ese hombre que a lo mejor había exis­
tido. Siempre de nuevo. Sin terminar. Del otro lado de la
ventana el puente Fitz Roy aceptaba con mansedumbre el
trajín de los camiones. Alrededor de un farol trazaba círcu­
los un pájaro y una mujer con sombrero se inclinaba sobre
el parapeto haciendo oscilar un paraguas cerrado. De repen­
te, como si los pilares de hormigón encerraran esas vetas
concéntricas que en los árboles revelaban la edad, y las ve­
tas fueran visibles y él también fuera parte del puente, Eze­
quiel sintió en el despacho la presencia de Tadeo trayéndole
una noticia. Tengo treinta y ocho años, se dijo, y alejó la
biblia. Tengo treinta y ocho años. Alcanzó a pensar que
debía ir a la casa del húngaro a rescatar la colección de dia­
rios viejos. Después apoyó la cabeza en los brazos y cerró
los ojos. En un carromato dejaba atrás pastizales en llamas
y acechanzas, y convencía a un centinela para que le permi­
tiese llegar a un acantilado donde el humo se resolvía en
oleaje; lo destinaban a un risco donde crecía un pino; desde
ahí descubría que sobre el mar, azul y calmo a distancia como
un disco de cobalto, se acercaba a la costa un ejército de
amapolas; venían formadas en falanges, frescas, gráciles, pero
él sabía que ocultaban una vergüenza, y sacaba un catalejo
y lo desplegaba; y enfocando al centro de las filas, entre un
millar de tallos verdes, veía flotar una enorme mancha ne­
gra que era el cuerpo de una foca muerta. Se levantó tirando
la silla y fue a poner la cabeza bajo la ducha. Todavía con
la toalla en la mano, abrió la puerta que daba a la salita. Seis
cabezas desentendidas del ojo vibrátil del televisor lo espe­
raban en silencio.
— Un ejército de amapolas avanzaba sobre un mar en
calma — dijo él— . Eso vi.
— ¿De veras? — dijo Osvaldito— . Felicitaciones. Se te
va a cumplir.
— ¿Cómo?
Selva sacó un espejito de su bolso y se contempló larga­
mente la cara. La tenía tan pálida, lavada y ligera que Eze­
quiel dudó de que estuviera a menos de tres metros. Las
ojeras, sin embargo, despedían un brillo de limo que no era
cansancio sino tal vez deseo. Alina, entre chillidos, gozaba
viendo cómo el gato hacía añicos el violinista.
— Te nombraron en el Parte, Adad — dijo Selva— . ¿En-
tendés? Podés irte cuando quieras.
Ezequiel se apoyó en el marco de la puerta. Metiendo la
manor por el cuello del pulóver, sacó un paquete de tabaco
del bolsillo de la camisa.
— ¿Irme? — dijo— . ¿Adonde?
Hubo un silencio persuasivo, le pareció, coronado por
un comentario que Osvaldito le hizo al gato y una brusca
carcajada del camboyano. Dije algo raro, pensó Ezequiel.
Aturdido, vio una sonrisa, y el lomo arqueado del gato, y
una parte del sombrero del violinista, y en la cara de Selva
un diagrama de incógnitas, paradójico, inabarcable, que gra­
dualmente se convirtió en desilusión y en frescura. Le hu­
biera gustado explicar por qué había dicho aquello; por otra
parte le hubiera servido, pero como si la oficina hubiese em­
pezado a jadear todos se pusieron en movimiento en direc­
ciones distintas. Ya ves, decretaste la desbandada. Después
de todo quizá era lo único que les correspondía; nunca po­
drían realizarla hasta el fin y afuera, no más allá de las to­
rres de petróleo sino en la calle, seguía esperando un mundo
posible. Iribarren se fue diciendo que estaba harto de pa­
redes, Mirella proclamó misteriosamente que necesitaba
muebles y había visto muchos acumulados en un container,
y Osvaldito se puso a revisar libros con el aire del que re­
cibe una herencia en billetes dé países no descubiertos. Se
protegían del asombro, pensó Ezequiel, aunque ni siquiera
comprendía por qué. Pero nada nos obligaba a conocernos
bien. ¿Tendré secretario? De modo que más tarde, después
de pisar leños quemados y cartones y vidrios en la cuartea­
da penumbra de la escalera, se encontró en la calle Sinatra
sorteando los escobillones de una brigada de limpieza que
se regodeaba con lo mucho que había para adecentar. Por
intuición había decidido que Alina necesitaba un paseo, pero
fue solamente al verla correr hacia el Paseo Marsella cuan­
do tuvo la noción precisa de que Selva lo acompañaba. En
realidad le estaba aferrando el brazo derecho con las dos
manos; un viento inconstante le acercaba hebras del pelo
de ella a la cara, y era ese roce, más que la presión de los
dedos, lo que por fin parecía una respuesta. Pensó que con
lo mucho que la necesitaba era una pena desconocer el sen­
tido. Para averiguarlo iba a necesitar toda la tarde, pero
en ese momento Selva se detuvo y plegando un rincón de la
boca, no en un reproche sino con la cautelosa alegría del que
encuentra un nuevo acertijo, le dedicó una de esas miradas
largas que a veces daba la impresión de ahorrar. En los ojos
tenía un brillo, el reconocimiento de algo problemático, re­
moto y edificante, y Ezequiel pidió que ese brillo durara.
— Bueno, después nos llamamos, ¿de acuerdo? — dijo
de golpe.
— ¿Por qué?
— Porque ahora me voy a abrir la peluquería, Adad. Al
fin y al cabo tengo una llave.
De un vistazo Ezequiel abarcó las cuatro ochavas. Rápi­
das sobre el asfalto, entre el vapor que perdía alguna cáma­
ra perforada de la sauna, dos muchachas con guardapolvo
unían con hilos de colores los hierros torcidos de la vieja
rotativa. El tapiz, muy inconcluso, reverberaba en la luz de
la tarde como un mensaje en arena mojada.
— ¿Y te parece que vas a tener clientes? — preguntó.
— No veo por qué no. La gente siempre necesita cortarse
el pelo — dijo ella, y tomándole la cabeza con las dos manos
le dio un beso en la boca.
Retrocedió sin girar, como si la arrastrara el desconcier­
to; después, volviendo poco a poco la espalda, se empezó a
perder por el Paseo Marsella más allá del vapor y la trama
de los ruidos. Intentando seguirla con los ojos Ezequiel di­
visó la figurita de la nena. Le daba miedo que se alejara, de
modo que también él apretó el paso y llegó junto con ella
a cruzar la avenida Tehuelches. No bien pisó la orilla de
la Plaza Soberanía lamentó no haber prestado atención a lo
que se cocinaba en el Paseo. En el mismo instante recordó
a las muchachas que trenzaban hilos de colores en los hie­
rros y alzando la cabeza, con un sobresalto, se encontró con
un cielo parejo que sometía las fronteras de los edificios.
Estaba atardeciendo con un suave sol imperativo y, a pesar
del frío, la gente, una dispersa muchedumbre, se empeñaba
en excavar los filones de la luz como si sólo en algunos lí­
mites pudiera vivirse de verdad.
— Plam pasto ¡pat!, pero ésa arriba Alina, ¿bien? — dijo
la nena, y sin esperar la respuesta salió corriendo hacia el
centro de la plaza. Ezequiel avanzó unos metros y se sentó
en un banco. De frente a la explanada de la Alcaldía, los
antebrazos apoyados en los muslos, reconoció olores de ca­
ramelo y de choclo asado mientras notaba que sólo ahora se
estaba despejando del todo. Y sin embargo había algo más.
Auscultándose el cuerpo, se asombró de no encontrar avisos
de sueño. Ninguno. Ni calambre ni fatiga. Pura vigilia acep­
tadora. Repentinamente pensó en el Parte. Con la misma
rapidez lo olvidó: sobre uno de los manchones de césped, no
muy lejos de él, un contorsionista componía extravagantes
figuras retóricas alrededor de un enorme perro de felpa, ad­
mirado por varios funcionarios del barrio administrativo.
A la izquierda deambulaba un vendedor de café completa­
mente vestido de verde y más a la izquierda aún una chica
de quince años, gruesa, sonrosada y patizamba, mantenía
sobre la frente una botella vacía. Ezequiel estaba seguro de
haberla visto antes, pero le costaba concentrarse y tardó en
descubrir por qué. Sólo lo fue logrando de a poco. Primero,
en realidad, vio que la estatua de Bienvenido Krámer, man­
cillada por copiosas pinceladas de cal, se inclinaba bastante
hacia adelante como si el brazo extendido le pesara. Des­
pués comprobó que la culpa del desequilibrio la tenía una
grieta en las lajas de concreto. Pero la grieta se ramificaba, se
hacía más ancha también, y fue siguiendo esa cicatriz como
dio con la roca. Eso le interesó más. Parecía un promonto­
rio o el lomo de un elefante marino pero era una roca ver­
dadera y tenía más de tres metros de diámetro. De la pulida
oscuridad de la superficie, de los flancos hundidos en el
cemento, nacía una sensación cambiante de triunfo y de ca­
tástrofe; y sin embargo no era un meteorito sino la necesidad
que alguien, seguramente a la madrugada, había dejado caer
desde un camión. Ezequiel sintió un ahogo en todo el cuer­
po, piedad o simple acumulación de muerte, cosas de las
que siempre se había desentendido porque le parecían un
estorbo. Una discreta ráfaga de viento puso asedio a la roca
con una turba de papeles, y Ezequiel tuvo que entornar los
ojos. Tendrías que verlo, Tadeo, hay alguien que plantó una
roca en el medio de la plaza. Estuvo años esperando el mo­
mento y plantó una roca para que vengan a estrellarse las
gaviotas. Dos anuncios ambulantes pasaron trotando sin apu­
ro, cortejados por sus propios slóganes: u s t e d , e l l a y u n a
c o p a d e s e l e n e . La efigie de Krámer se conmovió ligera­

mente y siguió cortando la tarde. Ezequiel supuso que sería


cosa de Alina, que con otros dos chicos intentaba encum­
brarse en la roca. Pero el concreto no podía acusar esas
piernas sin peso, y reflexionando que a lo mejor la estatua
no se había movido reconoció que era otra cosa lo que desde
hacía rato lo inquietaba. Era un rumor de gente hablando.
Orgánico, sostenido, invasor, se resplegaba como un rocío
vivo: intentos de comprar y vender, de cambiar noticias,
chismes, enfermedades. Como la peluquería de Selva, arras­
traba un rito sin importancia que también podía dar con­
suelo. Y escuchándolo, sin distinguir con claridad una sola
palabra, Ezequiel supo por qué se le había agotado el sueño.
En la misma medida en que se adensaba el rumor, la luz del
atardecer, seca, palpitante, estaba convirtiendo la plaza en el
holograma de otra plaza. Se puede tocar, pero depende del
punto de vista. La luz se concentraba en la roca y desde allí
volvía a expandirse, y con las fluctuaciones todo, la Al­
caldía y la mole negra del hotel, la Catedral y los vendedores
y la distante congoja de las torres, se reconstruía una vez
más, nítido y suficiente, como visto desde un acantilado a
través de un cubo de agua de mar. No podía ser el último
alarde de autoridad de la Fuerza Interamericana; tampoco
el anuncio de que los habían dejado sin custodia. Ezequiel
encendió un cigarrillo. Lo sostuvo entre los labios y el humo
le ardió en la nariz. Entonces, con el azoramiento del que
se toca el cuerpo cambiado a través de una manta, compren­
dió por qué no había querido irse. Nunca había visto en
Krámer una luz como ésa. En realidad, nunca la había visto
en Krámer ni en otra parte. Alina alcanzó la cumbre de la
roca, trastabilló y resbalando por la pendiente fue a parar
al suelo. Ezequiel pensó que la ciudad enseñaba muchos
perfiles y que todos eran contradictorios. No estaba en un
cubo de agua de mar: lentamente se convertía en un emble­
ma, la idea que hay detrás de un junco. Un trozo, un alegato,
un expediente. Un postulado de la luz que, como hubiera
dicho el húngaro, a cada cual le tocaría demostrar o rebatir.
Esta edición de
INSOMNIO
compuesta en tipos
Garamond de 10 puntos
por Tecnitype, se terminó
de imprimir el 24 de diciembre de 1985
en los talleres de Romanyá / Valls,
Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)
«Acodada en el mostrador del Pernambuco, envuelta en el
vapor de la máquina de café, la mujer repetía con un con­
toneo mecánico de las caderas los movimientos de émbolo
de un soldado que jugaba al flipper. Con un breve estre­
mecimiento, como si sólo estuviera librándose de un poco
de polen, intentó recuperar a un tiempo la noción del ama­
necer y los ardides en que había adiestrado sus-, ojos: que­
ría beber con alguna compostura el té que le habían ser­
vido. En la vereda de enfrente, un asiático con gorra de
portero jugaba a las cartas, con dos camareros y una mu­
jer de traje sastre, sobre los escalones de mármol de un
edificio que parecía de cera. Mucho después ella misma le
contaría al escriba que en ese momento, antes de cruzar la
calle desierta para entregarle el libro, había sentido un odio
devorador hacia los que amanecían tranquilos; que los hu­
biera pisoteado, por hipócritas, como quien camina descalzo
sobre un colchón de cartílagos. Se había reído hasta ahogarse
y apretando la nariz contra la ventana del café había jugado
a adivinar en qué piso trabajaba el tal Adad.»

Muchnik Editores

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