Cohen Marcelo - Insomnio
Cohen Marcelo - Insomnio
Cohen Marcelo - Insomnio
MARCELO COHEN
INSOMNIO
Muchnik Editores
© 1986, Marcelo Cohén
© 1986 by Muchnik Editores,
General Mitre 162, 08006 - Barcelona
ISBN: 84-85501-98-5
Depósito legal: B. 43.834 - 1985
m
mando algo insano, sino porque no entendía cuáles eran los
lugares del cuerpo que la ataban a Ezequiel, cuáles a Leopol
do, a las promesas de Chalukián o a las insinuaciones de
Lorna, y las tres habitaciones infectadas por la bronquitis
del viejo le parecían demasiado angostas para pensarlo con
emoción. Por otra parte siempre había estado convencida de
que, si la gente se apropiaba de rasgos de carácter como si
fueran vestidos, los únicos despreciables eran los que bus
caban gozar considerando posibilidades. No le gustaba ele
gir: como la suerte sólo era amiga de la seguridad, el que
caía en el pantano de las decisiones se volvía inválido para
siempre; y en cuanto a ella, ni siquiera los intrincados um
brales del mundo de afuera podían llevarla a titubear. Todo
eso le contaría a Ezequiel más adelante, sin quebranto, más
bien serena y jactanciosa, antes de concederle que tras un
período de no dar la cara, no sabría cómo de largo porque
para ella, aunque se preocupara por fecharlos, los días tenían
menos consistencia que para él, Chalukián se había aperso
nado en la peluquería con una orquídea. Apelando a su
mejor voz de barítono, pomposo y alerta, le había dado a
Selva la caja transparente mientras decía que en el jardín
de su espíritu la orquídea era por antonomasia, y eso Selva
no lo olvidaría, la flor de la esperanza y las cosas perdura
bles, agregando que en ese caso no significaba tanto un voto
por el fin de la desventura como una prenda de colabora
ción. De Ezequiel poco había dicho. Al final, con un paso
atrás de patriarca lúgubre, en el fondo medio desplazado por
alguna directiva de Lorna, las había dejado atrás con las
clientes, disponiendo los cepillos, las tinturas y el siroco de
los secadores. Arrastrada a un parloteo sobre pañales y pu
cheros que la molestaba sin implicarla, Selva había sentido
crecer, como un yuyo invasor, un minucioso odio admirado,
no porque Chalukián siguiera negándose a sacarla de la ciu
dad sin el apéndice de un hombre, sino al contrario, porque
nuevamente el hombre que la había llevado a reclutar no
merecía que le hiciera daño. Claro que Chalukián no iba a
lastimarlo a propósito, aparte del hecho de que Ezequiel no
era un bebé, pero quién podía asegurar que esa forma de
repartir las promesas, a escondidas, con labios disciplinados,
no provocara recelo y mortificación. Así era Orlando, el cas
tigo que ella soportaba por amor a lo desconocido. Como
calculaba, era el único que tal vez pudiera: había que acep
tarle que diera quitando. Pero por el momento Selva no
había recibido nada y esa tarde la falta se le estaba haciendo
monstruosa: flotaba como ballena muerta en aguas deteni
das, mucho más después de que el Parte trajera nuevas de
cepciones. Poco a poco fue acordándose de Leopoldo, de lo
que aún no sabía de él, hasta que tuvo que pedir permiso
para irse a la calle a entonarse con historias. Caminó contra
el frío, envuelta en la luz sucia de la tarde, creyendo pasear
por el Jardín Botánico que Krámer ya no tenía. A orillas de
las avenidas de polvo de ladrillo crecían acacias, castaños y
encinas, tipas, enebros, chaguaramos vencedores del invierno
de la Patagonia, y todos los nombres ella los sabía pronun
ciar porque eran enseñanza de su tío Andreas, el hermano
menor de su madre, tan muerto como ella pero restituido al
Botánico por las corrientes del duermevela. En el corazón
del jardín, del otro lado del estanque de los camalotes donde
meaba un angelito desnudo, había un claro con forma de
rombo; siguiendo la mirada de la gente grande, Selva con
sultaba el cielo, primero con miedo, después con asombro,
hasta que las nubes se deshacían para multiplicarse en águi
las, panteras, mulitas, estorninos, canguros, iguanas, jabalíes,
venados, corzas, petirrojos, teros, linces y bisontes, to
dos chatos como azulejos y como azulejos del mismo tama
ño, movedizos, leves y devorándose. Cuando abrió los ojos
estaba de pie junto a un banco de la Plaza de las Rotas Cade
nas, amenazada por el escobillón de un operario de limpieza.
A menos de diez metros había una cabina. Llamó al viejo, le
contó el sueño y el silencio la dejó tan perpleja que, res
pirando hondo, pegó los labios al micrófono, cerró los ojos
y dejó que el resto de la historia se internara en el tubo
como si la animara otra voluntad. Le contó que mientras
un sinsonte mataba a picotazos a una boa, otras bestias in
tentaban aparearse, y que tanto a él como a la madre y al
tío Andreas las desproporciones les causaban risa. Así se
guían caminando hasta la casa de un carpintero. El hombre
los esperaba con la mesa preparada en el medio de la calle.
Comían sopa de garbanzos, aunque lo más atractivo era un
perro que el carpintero mantenía atado con una cadena lar
guísima y durante todo el almuerzo se esforzaba por encara
marse a las ancas de una oveja recién esquilada. El viejo dijo
que la historia no le gustaba nada. No estaba enojado pero
quería cortar. Volviendo al banco, Selva se sentó y cerró
los ojos. El tío Andreas todavía estaba ahí, ahora harto de
comer garbanzos. Largo, curvo y elegante, alejaba al perro
porque, de tanto forcejear, la oveja se había golpeado la ca
beza contra los adoquines y la lana se le estaba tiñendo de
rojo. Selva se incorporó temblando. A la oveja le había cre
cido la lana muy rápido. Lo que le hacía falta no era dormir
sino darle movimiento al cuerpo hasta supurar todas las im
purezas que persistían después de aquella y de otras histo
rias. Volvió a la peluquería. Por un instante sintió ganas de
quedarse, como si no valiera la pena ignorar el alivio que
el trabajo le proporcionaba, los chasquidos de la tijera, el
manejo de las tinturas y el leve rastrilleo con el peine. Elu
dió los fustazos de la mirada de Lorna, no obstante, y en la
trastienda se puso la ropa de gimnasia. A la carrera llegó
hasta el parque abandonado que había detrás de la Estación
Central, donde, empapada, empezó a reconocer que el solo
esfuerzo no la purificaría, que de nuevo necesitaba, sin por
eso ofrendarse, querer a un hombre que fuera un lazo con el
mundo, pero que el lazo no debía anudar la herencia de Leo
poldo. Estaba haciendo flexiones cuando la distrajo un silbi
do. Era Graciela, una pelirroja enclenque a la cual Selva más
de una vez había intentado no quebrar en las clases de karate.
Salía de atrás de unas matas como si hubiera estado viva
queando en el parque. Corrieron juntas un rato pero muy
pronto Graciela pidió descansar, y no sólo eso: con todo el
pelo sobre la cara se largó a llorar porque esa mañana se ha
bía despedido de un sobrinito que era como su segunda vida.
Lo único que Selva sintió fue envidia del chico. Incapaz de
calmar a la pelirroja, se despidió sin brusquedad y sin dulzu
ra, sabiendo muy bien que por lo general no soportaba el do
lor de los demás. Esa tarde ni siquiera hubiera podido afron
tar las quejas del viejo. De modo que volvió una vez más a la
peluquería, escuchó una breve selección de delirios urbanís
ticos de Lorna y más tarde, bajo el agua caliente de la du
cha, pensó en la timidez de Ezequiel Adad. Si algo había sa
bido siempre de Leopoldo, contaría al final, cuando ya no
sirviera esconder, era que la deseaba, y ese deseo le había
labrado el cuerpo con muescas, cifras y canales que el in
vierno no gastaba. Del escriba, en cambio, sólo sabía que
parecía leerla de reojo, con temor, siempre turbado. Por eso
el escriba podía ser la llave. Al salir por tercera vez a la
calle un viento que olía a caucho y quemazón la llenó de
pena. Como no estaba dispuesta a sobrellevarla, repasó lo
que podría alegrar al viejo y en la esquina de Venecia y Cin-
cinati entró a un supermercado. No bien empezaba a reco
rrer las estanterías indigentes, un espejo convexo le impuso
la Cara de un espía. Se estaba riendo: le transmitía adverten
cias. Selva calculó que estaría del otro lado de una pirámide
de latas de atún y lo insultó. Por entre las rendijas le con
testaron que ya se iba a arrepentir. El frasco de café que
tenía en la mano se hizo añicos contra el suelo. Iba a llorar
y no sabía por qué. Ya retrocedía conteniendo un escalofrío,
exigiéndose una historia súbita, algo que empezaba a transcu
rrir en el balcón de un departamento de San Francisco, cuan
do dos manos callosas le apretaron la cintura. En el espejo la
sonrisa del espía se licuó en carcajadas. Y en la nuca de Selva
otra risa, ronca, tórrida, se confundió tan naturalmente con
una sarta de obscenidades que cuando pudo darse vuelta sólo
ofreció un rostro amnésico. El que la tenía agarrada era un
tal Nito, un tipo ocurrente, fanfarrón e irresponsable que
pintaba coches viejos en un tallercito del barrio del Puerto.
Lo había conocido en la peluquería, cortándole el pelo al
cero, y más de una vez se había ido a dormir a su casa por
que los inverosímiles chismes que él sabía, y que la mayoría
de la gente en Krámer no tenía el humor de propagar, le
ahorraban el remordimiento de las resacas. Esa noche la
invitó a un concierto de rock que había en la Plaza Chur-
chill. Selva no tenía razones para negarse. Al contrario, le
hacía falta un poco de ruido. Tuvo que probar siete teléfo
nos públicos antes de conseguir comunicarse con el viejo y
dejarle un mensaje para ese amigo que, seguramente a Nito
no se le había escapado, se llamaba Ezequiel Adad.
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