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Una Mujer Sin Cocina

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Elena Garro (Puebla, México, 1916 - Cuernavaca, 1998)

Una mujer sin cocina / Andamos huyendo, Lola estaba destinado a anunciar la traición de Pedro que tenía
miedo aquella noche terrible.
(México, D.F.: Joaquín Mortiz, 1980, 264 págs.)
«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?», le preguntó
Era un veintiocho de junio y la tarde aplastaba a la ciudad Jesús a Pablo en un camino polvoriento. Saulo, ante la luz
con su aire sofocante; la inminencia del calor terrible como que se levantó en la orilla del sendero, se espantó y vio a
un incendio seco y sin llamas, amenazaba a Lelinca, sensible Jesús hecho de reflejos y con la cara muy afligida. Así se lo
a los vapores hirvientes que escapaban de los automóviles y contó su padre muchas veces y ante el misterio del polvo, del
de las fachadas de las casas. No tenía ningún lugar adonde camino y de las palabras de reproche de Jesús, ella se quedó
ir, nadie la conocía y ella no conocía a nadie. Había anonadada. También en su familia había otro Saulo que no
aprendido a ser fantasma recorriendo avenidas y cuartos era centurión romano sino general villista: Saulo Navarro, y
amueblados. Vagamente recordaba que alguna vez había era muy alto y muy rubio y combatió hasta morir a los
existido. Recordaba con precisión a sus padres y trataba de veintiséis años por el Apóstol Madero. La bandera de su
alcanzarlos y llegar a los jardines en donde jugaba y en los Brigada Independencia estaba en el castillo de Chapultepec,
que existían fuentes alborozadas, jacarandas tendidas como en el que antes vivió la emperatriz Carlota. Su fotografía
sombrillas moradas y tulipanes rojos. colgaba en la habitación de su madre, muy elegante y muy
Por las noches la cocina brillaba con el fogón encendido afeitado. Saulo era el preferido de su abuelo, que hablaba de
y las criadas movían platos, abrían alacenas olorosas a frijol, él con voz pausada y con luces verdes en los ojos que
a maíz, a chocolate y al milagro de «los peces y de los iluminaban sus barbas blancas: «¡Abate Dios a los humildes,
panes», como les contaba Tefa mientras calentaba las mis hijos se murieron para que subieran “éstos”!», exclamaba
tortillas. Ellas, sentadas a la mesa enorme, escuchaban sus sentado en una banca del jardín de su tía Amalia.
relatos de hechos históricos, y las vísperas de las fiestas —Tú te pareces a él, Leona, eres rebelde como lo fue
contemplaban ansiosas los trajes de estreno. Saulo —agregaba su abuelo y le acariciaba la cabeza.
Sí, eran trajes nuevos para recibir a los reyes magos, al Sí, su abuelo la llamaba «Leona», y a ella le gustaba
Niño Dios, al cura Hidalgo, al general Zaragoza, a la Virgen parecerse a Saulo, el centurión villista, y pasaba largo rato
de la Covadonga, a Aquiles Serdán y a la Virgen de contemplando su fotografía y la perfección de su uniforme de
Guadalupe. Su traje preferido era el traje color verde agua general norteño. Sabía que lo hirieron en Torreón y que eso
que le regaló su tío Boni para la Nochebuena. Ahora lo había no impidió que combatiera en Zacatecas… Ahora, en la
extraviado y era necesario encontrarlo para ponérselo al día ciudad amenazada por los grandes calores, recordó su
siguiente: veintinueve de junio, fecha de San Pedro y San hermoso rostro y su cuerpo alto, hecho para morir muy joven.
Pablo. «¡Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia!», había dicho ¡Muy joven! Su recuerdo la hizo olvidar que debía encontrar
Jesús mirando a Pedro. ¡Pobre Pedro, era una piedra! su traje verde agua para ir a la iglesia al día siguiente a visitar
Siempre sintió pena por él, aunque le daba escalofríos que a los dos santos altos y de barba blanca como su abuelo.
hubiera negado a Jesucristo tres veces, antes de que cantara Uno, Pablo, se parecía mucho a su tío Saulo el día que murió
el gallo. Ese gallo era distinto a todos los gallos del mundo:
Elena Garro (Puebla, México, 1916 - Cuernavaca, 1998)
a los veintiséis años. Iba a serle muy difícil encontrar el traje demasiado bien. ¡Tenía el golpe maestro! Como lo tenía
verde agua, pues se había perdido y no encontraba su casa. Leonardo en su Gioconda colgada en el estudio de su padre
o Goya con sus tristes fusilamientos y el hombre de la camisa
—No salgan a la calle sin permiso, la calle está llena de amarilla que buscaba salida del cuadro o Blake con su ángel
peligros —les repetía su madre, pero ella y Evita con una azucena en la mano, casi borrado, que estaba
desobedecieron. encima de su cama, colocado por su padre para que velara
—Si alguien se te acerca en la calle y te ofrece un globo por ella de noche. Sí, Eva era como esos personajes
o dulces, ¡corre! —le advirtieron sus padres muchas veces, importantes que figuraban en las conversaciones de la mesa
pero ella los desobedeció y ahora andaba perdida. y que colgaban de los muros de su casa: «¡Tenía el golpe
maestro!».
Recordó aquel domingo en la avenida Jalisco. Iba
caminando con su hermana Evita por en medio de la calzada Las canicas hacían un ruido armonioso: ¡clic!, ¡clic!, ¡clic!
sembrada de árboles, en donde paseaban las señoras de Y la mañana fresca, recién barrida por la lluvia nocturna que
cabellos cortos acompañadas de perritos blancos llamados había hermoseado la avenida y los árboles parecía una
Lulús. En su casa las criadas cantaban: calzada nueva y sin estrenar. Pasaron frente a la casa del
general Obregón. ¡Era un hombre importante y enemigo de
Las pelonas de Orizaba su abuelo y de su tío Saulo! Su casa tenía columnas blancas,
cuando al novio ven pasar pero a ellas les gustaba más la casa de Turquesa, con sus
terrazas de color rosado, sus rejas negras y sus pavos reales
mamacita voy a misa que gritaban con voces agudas por las tardes. Les gustaba
mirar a aquellos pavos de crestas pequeñas y multicolores y
y se van a vacilar…
colas gigantescas dibujadas con pinceles mojados en oro.
Eran los mil ojos de Buda. También ellos, como Leonardo,
Goya o Blake tenían ¡el golpe maestro! Desde la terraza la
Evita y ella se habían ido a «vacilar». Les gustaba que mamá de Turquesa las llamaba:
nadie las entendiera y hablaban un idioma desconocido para
todos, salvo para ellas. De esa manera podían admirar los —¡Vengan, güeritas, pasen a ver a los pavos reales!
trajes de las señoras o reír de los otros niños que jugaban
La señora estaba en bata, siempre en bata, algunas
con aros y lloraban cuando caían y se raspaban las rodillas.
veces rosa con encajes color crema y otras veces azul con
Ese domingo Lelinca llevaba su bolsa de canicas en la mano.
encajes blancos. Turquesa estaba en su jardín muy aburrida.
Eva llevaba la suya y ambas eran ricas. Las dos pasaban
Les intrigaba su pelo negro y sus mejillas rosadas; era tímida
muchas horas descifrando los colores, las manchas como
y tenía dos nanas de mandiles blancos. Ellas huían cuando
océanos pequeños y multicolores y las rayas oscuras como
las invitaban a pasar a ver a los pavos reales, pues era
las de los tigres que encerraban aquellas esferas pequeñas,
peligroso hablar con los desconocidos o con las
que rodaban por la tierra buscándose las unas a las otras.
desconocidas que les ofrecían globos, dulces o pavos reales.
«¡Chiras!», exclamaba Evita con orgullo. Eva jugaba
Ese domingo bañado por la lluvia nocturna, la mamá de
Elena Garro (Puebla, México, 1916 - Cuernavaca, 1998)
Turquesa no estaba en la terraza y delante de las columnas Se echaron a correr y el hombre corrió tras ellas hasta
blancas de la casa del general Obregón tampoco había alcanzarlas y detenerlas con sus manos gordezuelas.
nadie.
—¡Vengan! ¡Vengan!, pasearemos en una lancha y
De pronto sintieron que alguien las seguía y Eva se lo llevaremos globos, dulces y pasteles. Luego las traigo a su
dijo en su idioma secreto: «Viene atrás de nosotras. No te casa.
vuelvas». Ella, Lelinca, se volvió. Sí, detrás de ellas venía un
hombre de traje negro, muy alto, muy temible, que le Lelinca vio que Eva estaba tan blanca como un papel y
obsequió una sonrisa. «Te dije que no lo vieras. ¡Pero eres que temblaba. Entonces, se dio cuenta de que la avenida
tan curiosa, que te acusaré con mi papá!», le dijo Eva con Jalisco estaba abandonada: no había nadie. Las señoras que
mucho enfado. Lelinca no contestó pues el hombre le paseaban a sus perritos Lulús, se habían metido a sus casas.
paralizó la lengua y no pudo decirle a su hermana que estaba Los jinetes que iban a correr al Bosque de Chapultepec ya
aterrada. «¡Vamos más de prisa!», ordenó Evita haciendo habían llegado a su destino y las puertas y las ventanas de
sonar a sus canicas para que su ruido ahuyentara al hombre las casas estaban cerradas. ¡No había nadie! El mundo se
vestido de negro. Apretaron el paso y el hombre las alcanzó. había quedado vacío. «¿Adónde se fue toda la gente?», se
Su mano gordezuela cayó sobre el hombro de Lelinca. preguntaron con las lenguas frías de miedo. Sólo quedaba el
hombre vestido de negro que las miraba inclinado sobre ellas
—Niña linda, ¿quieres un globo? —le preguntó con voz y sonreía con una sonrisa que nunca habían visto. Lelinca
aflautada. quiso encontrar a alguien o algo y miró al suelo para escapar
de la mirada del hombre vestido de negro. Sus ojos
Lelinca se paralizó. Evita levantó la vista y se encontró encontraron grava roja y algunas hojas pisoteadas por los
con los ojos azules del hombre vestido de negro. cascos de los caballos de los jinetes. Las bancas estaban
—No, señor. No queremos un globo —dijo riendo. vacías. En el mundo no quedaba nadie, ni una hormiga, ni un
caballo, ni un perro, sólo el hombre vestido de negro que las
—¿Quieren dulces? Yo quiero mucho a las niñas rubias. sujetaba por los hombros.
Parecen huerfanitas de cuento.
En su casa su padre estaría bebiendo café muy caliente,
Lelinca escapó de la mano pequeña y gordezuela del como a él le gustaba, y su madre estaría leyendo a Mutt y
hombre y echó a correr seguida de Eva. «¡Huerfanitas!», Jeff. Le gustaban mucho esos dos amigos que salían
pensaron asustadas por la palabra. No había nada más triste dibujados y en colores en el periódico de los domingos.
en el mundo que ser huérfanas y cuando Antonio el mozo las Siempre les sucedían aventuras. Ellas por desobedientes se
amenazaba con quedarse huérfanas si eran malas, las dos habían quedado en un mundo vacío. «La desobediencia
se echaban a llorar y se portaban muy bien. El hombre siempre es castigada», recordó. Nunca pudo imaginar que el
vestido de negro volvió a alcanzarlas. castigo fuera tan tremendo y ante aquella soledad se quedó
—¿No quieren venir conmigo a Chapultepec? Las sorda. Eva le dijo algo que no pudo escuchar. La vio que se
llevaré a dar una vuelta en lancha… echaba a correr y ella la siguió en la carrera. Sus pasos
atronadores llegaron hasta el cielo cuando pasaron frente a
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la iglesia blanca de la Sagrada Familia. En la carrera repitió: cruzada sobre el pecho. Lelinca sabía que Anapurna
Sa-gra-da Fa-mi-lia y vio que sus padres y su casa se continuaba enojada, pues aquella noche escuchó decir a su
convertían en un puntito, cuando escuchó la carrera del tío Boni: «Se encontró con el árbol que castiga a la envidia y
hombre vestido de negro que corría tras ellas. «¡Corre!… la envidia no se cura». Desde esa tarde, todos supieron que
¡Corre!», le ordenaba Evita y siguieron corriendo hasta el Anapurna estaba muy enferma. Al oscurecer y mientras Evita
parque Orizaba, en donde tampoco había nadie. La fuente lucía la Banda Azul de Honor, su tía, la madre de Anapurna,
silenciosa estaba quieta, sin niños y sin nanas, y ellas no tocó el piano. Siempre lo tocaba y sus notas melancólicas
continuaron corriendo… Lelinca se preguntó cuánto habían volaban sobre las tapias cubiertas de heliotropos y llegaban
corrido. La iglesia estaba cerrada hacía ya tiempo, por eso hasta la casa de Lelinca, en donde el huele de noche
no entraron y tuvieron que seguir corriendo. La culpa la empezaba a abrir sus flores misteriosas y a esparcir su
tenían los generales enemigos de su abuelo: Calles y aroma intenso hasta invadir de sueño a las habitaciones.
Obregón, que cerraron las iglesias. ¿Cuánto habían corrido? Entonces, también se dormían las golondrinas que en lo alto
No pudo saberlo, pues ahora continuaba corriendo sola para del enorme portón de su casa habían formado un nido con
escapar del hombre vestido de negro y estaba muy cansada. bolitas negras de lodo.
Además hacía calor y la ciudad había cambiado ¡tanto! que
era una ciudad desconocida y en donde nadie la conocía, Volverán las oscuras golondrinas
sólo el hombre vestido de negro. de tu balcón sus nidos a colgar
Caminó despacio, pues ya no le quedaba aire. Pasaron pero aquellas que aprendieron
muchas gentes cerca de ella, pero no podía preguntarles
dónde estaba su casa. ¡Se había perdido! Pasó frente a una nuestros nombres, ésas, ¡no volverán!…
panadería de entrada estrecha y mostrador con tapa de les decía su padre mirando el nido donde vivían las
mármol y recordó a una prima gorda que en el Colegio visitadoras golondrinas que se habían instalado en su casa.
Teresiano era siempre la primera, hasta que Evita le quitó la
Banda Azul de Honor, porque sabía más que ella. Su prima Ahora, ella debía volver a su casa. Un calendario sin
Anapurna se disgustó tanto, que al salir a la calle se dio un dibujos de colores, hecho solamente de hojas enormes y
tope con el tronco de un árbol y se rompió la nariz, de la que amarillentas marcaba: veintiocho de junio… «Mañana es
salió un gran chorro de sangre. veintinueve. Día de San Pedro y San Pablo», se repitió y
supo que era muy urgente llegar a su casa, saludar a sus
—¿Ya ves? ¡Eso te pasa por envidiosa! —le dijeron las padres y buscar su traje verde agua. Lelinca no había
ayas. olvidado los nombres de los que vivían en aquella casa, no
Anapurna no dijo nada y de su nariz continuaron era como las golondrinas, que se instalaban y luego se iban
brotando dos mocos incontenibles de sangre, que para no volver. Se preguntó cómo habría llegado Evita
mancharon con enormes dibujos rojos su uniforme blanco. después de esa terrible carrera y también se preguntó por
Enfadada, miró con sus dientes de conejo a sus dos primas. qué el hombre vestido de negro les había ofrecido dulces,
Evita caminaba muy contenta con su Banda Azul de Honor globos y un paseo en lancha por el bosque de Chapultepec.
Elena Garro (Puebla, México, 1916 - Cuernavaca, 1998)
«Ese hombre es muy peligroso», se dijo y caminó despacio, Cristo». Se lo dijo en la cocina, mientras echaba tortillas y
haciéndose la disimulada, porque sabía que el hombre ella escuchaba sus palabras maravillosas. Desde el patio
andaba en su busca. Por eso se escondía en cualquier lugar embaldosado de blanco, Lelinca miraba la puerta abierta que
y su nombre, Lelinca, la asustaba. «Habrá muchas Lelincas llevaba a aquel salón encerado y en penumbra y, desde allí,
en el mundo, pero sólo una Lelinca que soy yo y a la que divisaba a la otra puerta abierta al fondo del salón encerado
busca el hombre vestido de negro», se confesó aterrada. y donde estaba siempre Sor Dolores con su hermosa cofia y
Volvió a pensar en Anapurna, iría a su casa y le pediría un envuelta en perfumes de cirios hechos de miel de abeja,
bizcocho, pues el olor de la panadería le dio apetito. según le explicaron.
Recordó a Anapurna de pie en la puerta de su casa, Lelinca nunca había entrado allí, porque después de dos
vecina de la suya, con las piernas rojizas, de rodillas gordas años de ir al colegio, apenas había aprendido las letras, por
y un lazo enorme prendido sobre la cabeza. El lazo en forma eso se resignaba a atisbar desde el patio el misterio de la
de mariposa era azul, como la banda de honor que le había madre superiora. La tarde en que Anapurna se rompió la
quitado Evita. Anapurna tenía dos globos rojos en la mano y nariz contra el tronco del árbol que castiga a la envidia, Evita
estaba quieta, como si se preparara a que le tomaran una entró al santuario de Sor Dolores.
fotografía. Su traje era de organdí y sus zapatos eran de
charol negro. Anapurna la miró con sus dientes de conejo y —¡Quiero entrar yo también! —le dijo Lelinca.
sus ojos con un pliegue en la esquina, como los ojos de los Evita la cogió de la mano y entraron juntas al salón
chinos que lavaban la ropa. Evita y ella le mostraron sus encerado. Junto a un muro estaba el Sagrado Corazón de
canicas y Anapurna se negó a admirarlas. Estaba orgullosa Jesús, en medio de un paisaje inmenso de cirios ardiendo.
de su lazo azul y enorme prendido en la cabeza. Cada Era un mar de llamas que parpadeaban desparramando el
domingo llevaba un lazo de color diferente, a veces rosa, a perfume juntado por las trabajadoras abejas, que sacaban la
veces verde o blanco. Ese domingo lo llevaba azul. Evita la esencia de las rosas, de los jacintos, de los heliotropos, de
miró burlona, Lelinca sabía que su padre le había regalado a los nardos, de los claveles, de los azahares, de las violetas y
su hermana una monedita de oro y con ella se compraron luego, con mucho gusto y fina voluntad, se lo llevaban a Sor
dulces y canicas. Dolores para que ardiera en el salón encerado. Le hubiera
La Madre Superiora del Colegio Teresiano estaba muy gustado ser abeja afanosa para darles gusto a sus padres.
risueña. Se llamaba Sor Dolores y siempre estaba adentro «Tú eres como la cigarra, sólo te gusta cantar. ¿Y cuando
de la Dirección. Ella, Lelinca, nunca había podido entrar en llegue el invierno qué vas a hacer?», le preguntaban muy
ese salón, lo veía desde afuera, de pie, en el patio de preocupados. Lelinca guardaba silencio, recordaba las
baldosas blancas, en donde crecían naranjos recortados y palabras de su padre: «Dios provee». Pero su padre la
redondos que daban naranjas verdaderas. En el patio había miraba con los bosques minúsculos que había adentro de
columnas blancas y un olor muy suave a azahares. Narcisa, sus ojos y su madre cortaba con los dientes el hilo del
su nana, era de Toluca, y le contó que los azahares eran las bordado, pensando en que ya era hora de ir a leer su libro y
flores de las novias de los hombres y de «las esposas de dejarse de preocupaciones y de cigarras y de hormigas.
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«¿Por qué estará bordando o leyendo en vez de hacer arroz cayera en el pozo de todos ignorado. Eran muy amables y de
con leche?», se preguntaba Lelinca. espaldas le enseñaban el camino de las rosas que conducían
al infierno y el camino de las espinas que llevaba al cielo. Lo
Evita y ella disputaban por el cazo en el que su madre sabían todo, porque estaban allí desde mucho antes de la
hacía el arroz con leche. «Será para la que se porte mejor», llegada de los españoles. ¡Por eso Lelinca las obedecía! A
decía su madre, mientras ellas esperaban sentadas en la veces, cuando se portaba mal, de sus labios brotaban
cocina, el lugar donde sucedía lo maravilloso, a que el postre palabras terribles: «¡Por respondona se te va a secar la
terminara de hacerse para buscar las cascarillas de limón lengua!». Y Lelinca procuraba guardar un silencio absoluto.
parecidas a serpientitas verdes y que les gustaban más que
la canela. —¿Te comió la lengua un gato o estás tramando alguna
trastada? —le decía su padre.
—¡Vaya tontería! En casa hay arroz con leche todos los
días —comentaba Anapurna sonriendo con sus dientes de Ella no sabía si hablar y arriesgarse a tener la lengua
conejo. seca o continuar en silencio. Ahora no sabía si buscar la casa
de Anapurna o no buscarla. Lo de menos eran las pilas de
Evita y ella miraban el hociquito de Anapurna y platos sucios y el cambio del arroz con leche por las natillas.
pensaban que debía gustarle mucho la lechuga, pero Lo malo era que la cocina de Anapurna no era una cocina.
ignoraban sus gustos, pues Anapurna con su nombre Estaba deshabitada y más bien parecía un cuarto de baño
imponente era un grave misterio y de lo único que estaban sin jabones perfumados y sin sales, ya que los mosaicos
seguras era de que Anapurna amaba a la Banda Azul de blancos estaban engrasados. Lo verdaderamente terrible era
Honor por sobre todas las cosas… Seguramente ese que Anapurna le había confiado, mostrando sus dientes de
veintiocho de junio habría arroz con leche en la casa de conejo, que era prima hermana del hombre vestido de negro.
Anapurna. ¿Cómo asegurarse de eso? La última vez que Lelinca lo ignoraba y Anapurna la miró con sus ojos de chino
estuvo en su casa, Anapurna ofreció darle un postre de de lavandería y le dijo:
natillas si lavaba los trastos acumulados en su cocina.
Lelinca aceptó no tanto por las natillas sino porque le —Mira, mira lo que me regaló mi primo hermano, el
gustaban mucho las cocinas. En ellas sucedía lo mejor del señor vestido de negro —y le mostró un rincón donde
mundo: los postres, los hechos históricos, las hadas, los guardaba muchos globos rojos desinflados, que más bien
enanos y las brujas que salían de las bocas de las criadas. parecían bolsitas viejas y empolvadas.
Era curioso que las criadas siempre le daban la espalda,
hablaban sin mirarla, mientras producían rabanitos, lechuga, No iría. Era más prudente no acercarse a la casa de
orégano y chalupitas. Sus trenzas negras se mecían al Anapurna, que continuaba enfadada con ella y con Evita por
compás de sus palabras misteriosas. Lelinca columpiaba los la Banda Azul de Honor. Caminaría por las avenidas llenas
pies en la silla de tule y esperaba a los dragones, a los de ruidos de automóviles, para que ni Anapurna ni su primo
nahuales, a las cenizas y a las lenguas de fuego, anuncio del hermano, el enlutado, escucharan sus pasos y con algo de
fin del mundo. Las criadas eran adivinas y pitonisas y suerte encontraría su propia casa y entonces, con palabras
estaban en su casa para avisar de los peligros y que ésta no alegres, contaría sus aventuras y sus padres se reirían
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contentos al verla y escucharla. Su traje verde agua debía de —¡Me cago en Dios! —gritó Pascual.
estar colgado en el armario y aunque no había cultos, porque
a los generales Calles y Obregón les disgustaba Jesucristo y —Esperando, esperando a que le dé la gana llegar —
la misa, se pondría su traje verde agua para festejar a San comentó Atanasia.
Pedro y a San Pablo y recordar a su tío Saulo Navarro, el —¡Hala! ¡Quítese los zapatos, ya sabe que no puede
más guapo de los centuriones villistas, según lo tenía hacer ruido en la escalera! —gritó Pascual agitando el puño
comprobado en las fotografías. También su abuelo amenazador muy cerca del rostro de Lelinca.
exclamaría: «¡Abate Dios a los humildes, hasta que apareció
la Leona!». Y ella de un zarpazo cogería su traje verde agua. —¿Nadie preguntó por mí? —dijo ella en voz baja, con
la esperanza de que sus padres la hubieran encontrado y la
De pronto apagaron las tiendas y sólo quedaron árboles llevaran a su casa y con miedo de que el señor vestido de
escasos en las calles y ella, Lelinca, todavía no encontraba negro y Anapurna hubieran encontrado su escondite.
su casa. El calor había marchitado sus cabellos y los
guardias la observaban con recelo. Estuvo segura de que no —¡Vamos! ¡Ahora resulta que la busca la policía! —
le dirían nada al señor vestido de negro, pero era más contestó Atanasia echándose a reír.
prudente alejarse. ¿Adónde? Se le cerraban los ojos de —¡Le dije que suba! —ordenó Pascual.
sueño. «¿Por qué habré desobedecido ese domingo?», se
preguntó en medio de la ciudad aplastada por el calor, pero No eran amables y sus voces parecían la de Anapurna.
no lloró pues era inútil, además ni siquiera tenía pañuelo. Se «Deben de ser sus primos hermanos, ha tenido tantos
encontró frente a dos viejos, él, flaco, con una calva verdosa, maridos…», se dijo Lelinca asustada y les dio las «buenas
y ella, gorda, con la frente estrecha y las manos tan rojas que noches».
se diría que se las bañaba en sangre. La pareja le llegaba al
Los cinco pisos eran en realidad demasiados pisos.
hombro, pero no eran enanos.
Lelinca calculó que eran quinientos y empezó a subir con
—Íbamos a cerrar el portón —le dijeron con voces calma, para no fatigarse antes de llegar a su destino. «Vístete
severas y levantaron los ojos para mostrar su indignación. despacio que estoy de prisa», decía su padre. Por eso ella
subía despacio porque tenía mucha prisa en llegar. Las
Lelinca miró a sus bienhechores y supo que ambos escaleras estaban absolutamente oscuras y los escalones se
estaban enfadados por su retraso, pues ella dormía en el diluían como sombras, se diría que se habían vuelto líquidos.
quinto piso y ellos no podían cerrar la puerta hasta su A medida que subía, las sombras se volvían más y más
llegada. No sólo estaban enfadados, sino coléricos, que era densas y el silencio se convertía en un silencio en el que
mucho peor. La calva en forma de huevo de Pascual echaba nunca se había producido un ruido. Era extraño, pero Lelinca
chispas verdes y la frente de Atanasia se había juntado con no tenía miedo. Mientras más subía, el hombre vestido de
las cejas negras. Sus voces estentóreas le indicaron que negro que le ofreció globos y paseos en lancha en el bosque
andaba lejísimos de su casa y quiso decírselos, pero sus de Chapultepec, se quedaba más abajo, buscándola en la
bienhechores no escuchaban razones, se limitaban a cocina parecida a un baño, acompañado de Anapurna, que
contemplarla con una ira roja que crecía como una marea. también la buscaba con sus ojillos de chino de lavandería.
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Era natural que estuvieran juntos y que conversaran, ella los delgada y muy alta, con la nariz de aletas exquisitas y
escuchó de improviso: «No hagas caso, que daremos con párpados sonámbulos que también estaban fijos en los ojos
ella aunque se meta debajo de la tierra», le decía Anapurna de Lelinca, contándole todas las películas que vieron juntas
a su primo hermano, el señor vestido de negro. Las voces se en el cine Regis. Lo que el viento se llevó, le dijeron los ojos
cortaron y volvió el silencio pacificador. La oscuridad era muy de su tía Lidia. Se encontró, después, frente a su tía Amalia,
fresca, se diría que estaba hecha de granizos negros. En la su piel de piñón, su boca delicada hecha con pincel y los ojos
escalera había sucedido una tempestad de sombras y ella dibujados con tinta sepia que la miraban con severidad, como
pudo respirar el aire delicioso, desprovisto de cualquier olor. si le recordaran su vanidad en la piscina azul de su casa en
Siguió subiendo y se quedó triste al recordar que no tenía la que se bañaba con sus primas. La frente amplia de su tía
cocina y pensó en La cocina de los ángeles. Le gustaba el Amalia encerraba jardines misteriosos y advertencias
título, pero le disgustaba el cuadro. La cocina de los ángeles severas: «No subas tan alto en el columpio, no eres
no podía ser como la habían pintado. Faltaban muchas cosas invencible». Por último, se enfrentó con su tía Margarita.
como Tefa, Narcisa, la vainilla de la que surgen Llevaba el cabello ligeramente ahuecado y recogido en la
hermosísimas mujeres y duendes pequeños, y sobraban nuca. Su tía Margarita tenía los pómulos quietos y los ojos
sombras. De pronto se encontró frente a la puerta y supo que tranquilos. La miraba con cierto reproche, como la miraba
algo muy grave sucedía. Era tan grave, que antes de empujar cuando no terminaba las rosas del bordado que le dejaba de
la puerta perdió la memoria y su mente quedó en blanco. Se tarea. «Entre tú y tu primo Poncho no fueron capaces de
sintió aliviada al saber que había olvidado todo y con terminar la rosa y fueron a tirar piedras». Lelinca pensó que
solemnidad empujó la puerta y entró en la habitación era una antigua fotografía de familia tamaño natural, pero
prohibida. Se encontró en una habitación cuadrada, vacía. algo le dijo que estaba equivocada: las sedas negras y los
Sus muros eran tan blancos como los telones blancos que encajes negros de sus tías brillaban sobre el muro blanco,
ponen los fotógrafos cuando encienden los reflectores para así como brillaron los matices de sus hermosos cutis
tomar el retrato para el pasaporte. Lelinca se encontró en el blanquísimos o piñones. Se dio cuenta de que eran muy
mismo centro del cuarto, frente a un muro blanquísimo y de hermosas y no dijo nada. También ellas guardaron un
pronto, de pie, formando un grupo familiar, enlutado y silencio terrible. Fue entonces cuando entró su madre,
elegante, se halló frente a sus cuatro tías que la miraban con caminando muy despacio hasta colocarse, en el centro de la
fijeza. Las cuatro estaban de pie, de frente, inmóviles, con fotografía, que no era una fotografía. Su madre no estaba de
trajes complicados y peinados perfectos. Fijó la vista en el luto. Traía un traje de color miel pálida y los cabellos rubios
hermoso rostro de su tía Consuelo y volvió a descubrir sus recogidos en una trenza que caía sobre su espalda. La frente
enormes ojos aterciopelados, el óvalo pálido y de pómulos era tan tersa y tan pálida como un campo de nardos. Se
altos, sus cabellos negros y lisos partidos por una raya en colocó sin ruido y sin palabras entre sus cuatro hermanas y
medio y recogidos en la nuca. Su tía Consuelo la miraba y la miró con ojos llenos de un reproche infinito, mientras que
leía en ella todos los libros que ambas habían leído juntas. los ojos de sus tías se volvieron severos. Lelinca no pudo
Recordó que era su madrina, pues ella misma le dijo: «Te decir nada. Su madre la miró durante mucho tiempo y ella no
llevé a la pila bautismal». Miró entonces a su tía Lidia de recordaba nada, sólo sabía que estaba frente a ella y frente
cabellos miel, tan parecida a una Greta Garbo de luto, muy a sus cuatro hermanas. Después de muchos años, su madre
Elena Garro (Puebla, México, 1916 - Cuernavaca, 1998)
avanzó un poco, giró frente a ella y se dirigió hacia la escuchar en una silla de tule, quería saber todas sus
izquierda, esparciendo una enorme tristeza, antes de aventuras, pero Lelinca no pudo decir nada, porque sólo le
abandonar la habitación blanca, mientras que sus cuatro tías había sucedido correr y quería escuchar la voz de su
continuaron mirándola. Le pareció normal que su madre hermana, que de pronto olvidó la comicidad de la cara, los
hubiera atravesado la pared blanca, pero una vez que se fue, lazos y el nombre de ¡Anapurna! para ponerse seria y triste.
Lelinca sintió que alguien le clavó una espada en la garganta.
No pudo gritar de dolor y sólo vio cómo sus cuatro tías se —No hemos comido. Te hemos estado esperando —
desvanecían con velocidad y las cuatro a un tiempo. Quedó dijo, y columpió los pies.
sola en la habitación cuadrada, presa de aquel dolor terrible Lelinca guardó silencio, recordó a su madre y a sus tías
y cayó fulminada. ¡Mamá!, gritó con una fuerza que nunca y también recordó su traje verde agua, al que buscaría
hubiera imaginado y corrió al muro por el cual su madre se inmediatamente, pues ya estaba casi terminando el día de
había ido, lo cruzó sin dificultad y se encontró en la vieja San Pedro y San Pablo, si es que no se equivocaba.
cocina de su casa. Le llegaron los olores familiares a vainilla,
a orégano, a chocolate y a carbones encendidos y vio la —Sí, hoy es San Pedro y San Pablo. ¿Sabes que San
lumbre y el fogón y a Tefa, con sus trenzas negras Pedro tiene las llaves de la Gloria?… parece que has
meciéndose sobre sus espaldas al tiempo que le hablaba. olvidado todo —dijo Evita mirándola con curiosidad.

—¡Son más de las cinco de la tarde y hasta ahora llegas! En efecto, Lelinca había olvidado que San Pedro es el
¿Sabes que tus padres estaban muy enojados? portero del cielo y estuvo segura de que Evita la acusaría de
hereje y de que San Pedro no le abriría a ella las gloriosas
Lelinca movió las manos para ayudarse a explicarle a Puertas de la Gloria.
Tefa lo que le sucedió aquel domingo.
—¡No! A ti no te las va a abrir porque hoy se las abrió a
—Tus padres han llorado mucho por tu culpa. Eres mi mamá y tú no viniste —le dijo Evita, que todavía le leía el
ingrata, eres mala, eres desobediente, sembraste la pensamiento.
desdicha en tu familia…
—¡No es verdad! ¡Hoy no le abrió las Puertas de la Gloria
La voz de Tefa trajo a Evita, que la miró con reproche a mi mamá! —gritó Lelinca aterrada.
durante un largo rato.
—¡Cómo de que no se las abrió hoy, ingrata! —le
—¡Traidora! ¡Traidora! Me dejaste sola en la carrera. contestó Tefa de espaldas.
¿Adónde fuiste? —le dijo a gritos.
—¡Confiesa! ¡Confiesa que creíste que te iban a dar
—Me perdí y te anduve buscando. Me encontré con globos y un paseo en lancha y por eso nos dejaste! —exigió
Anapurna… Evita.
Evita se rió, siempre le daba risa el nombre de Anapurna —¡No confieso lo que no es verdad! ¿Dónde está mi
y los lazos de colores que le ponían los domingos sobre la mamá?
cabeza. «Se encontró con Anapurna…», y se sentó a
Elena Garro (Puebla, México, 1916 - Cuernavaca, 1998)
—En la Gloria —sentenció Tefa. —Desobedeciste a tus padres. Te fuiste corriendo ese
domingo. Anduviste en parajes lejanos, abandonada de tus
Lelinca no lloró. Permaneció quieta sentada junto al viejo padres y contaminada por extraños, por eso me quedé yo a
fogón en donde ardían los carbones, perfumando la cocina esperarte en la cocina. Así se lo prometí a tu santa madre,
de bosques y resinas incendiadas. Su humo tenue produjo cuando iba a despuntar el día de San Pedro y San Pablo.
que de los ojos de Evita brotaran dos lágrimas minúsculas. Pensaste sólo en vanidades… Primero iremos al
Lelinca siguió quieta, bajó la vista y se encontró con su faldita Camposanto, para que les rindas cuentas a tus padres, que
negra. ¿También ella estaba de luto como sus tías? ¡Sí, durante tantos años te estuvieron esperando y derramaron
también! Y también lo estaba Tefa y también Evita. lágrimas de pena. Después, iremos a buscar las ramas de
—Sólo quedamos nosotras tres —dijo Evita. pirú y luego, limpia, llamaremos humildemente a las Puertas
de Oro y Plata de la Gloria. Si no te permiten entrar,
Lelinca la miró con atención: su hermana tenía el rostro volveremos aquí, a esta cocina oscura, en donde te expliqué
arrugado y sus cabellos rubios estaban casi blancos; los dos caminos, el de las rosas y el de las espinas y que tú
entonces, confundida, no supo si era Evita o era ella misma, no quisiste escuchar y sembraste la desdicha en tu familia…
pues notó que tampoco sus pies alcanzaban el suelo y que
llevaba calcetines negros. Dijo la voz de Tefa, que va guiando a Lelinca entre las
sombras…
—¡Tefa!… ¡Tefa!… —gritó.
Tefa dio la vuelta y enseñó su rostro de india vieja, tan
vieja que estaba surcado por arrugas profundas.
—No llores, niña, no llores —dijo y se enjugó una lágrima
muy triste.
Lelinca contempló los carbones encendidos y vio que los
muros de la cocina se achicaron. Se estrecharon tanto, que
sólo quedó lugar para una brasa de carbón encendida que
brillaba en medio de la oscuridad más completa.
—No llores, niña, no llores. Vamos a cortar ramas de
pirú, te haré una limpia y luego trataremos de irnos con todos
—le aseguró la voz de Tefa.
El carbón encendido se movió de lugar y Lelinca supo
que estaba en la mano de Tefa y que la criada no permitiría
que se apagara hasta que le hubiera hecho la limpia con las
ramas de pirú.

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