Platon
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2ºBTO C
Historia de la filosofía
Fecha de examen: Miércoles 09 de noviembre de 2022
PLATÓN
TEORÍA DE LAS IDEAS: DUALISMO ONTOLÓGICO
Platón heredó de los filósofos que lo precedieron dos cuestiones de suma importancia, a las que trató
de dar una nueva respuesta:
₰ Los presocráticos habían intentado desvelar la constitución de lo real, pero los principios
que habían considerado –el Arjé– no trascendían lo material, sensible y cambiante.
Heráclito había llegado a afirmar que la realidad era puro devenir. Solamente Parménides
había abandonado el camino de los sentidos y había sostenido que la razón muestra que,
más allá de las apariencias sensibles, no hay más que un ser único e inmutable.
₰ Los sofistas habían sostenido que el bien y el mal no pueden conocerse con certeza, por lo
que concluían que las leyes de la ciudad eran relativas y cambiantes y que dependían en
todo de la voluntad del hombre.
Para Sócrates, esta mentalidad estaba en el origen de la decadencia ateniense y de sus valores
morales y políticos.
La reflexión sobre los interrogantes derivados de estos problemas condujo a Platón a desarrollar la
teoría de las ideas, que fue central en su pensamiento y que le permitió explicar una extensa gama de temas
filosóficos sobre la realidad, el ser humano, el conocimiento, la ética o la política.
La doctrina de las ideas implica que no hay una sola realidad, sino dos mundos o ámbitos distintos.
Por ello ha podido ser calificada de dualismo ontológico.
Hay un universo que podemos experimentar mediante los sentidos: a él pertenece todo aquello que
vemos, oímos, tocamos, etc. Se trata del mundo sensible, compuesto de cosas materiales, cambiante y que
da lugar a un conocimiento de opinión, por lo que se puede denominar mundo dóxico (del griego doxa, que
significa «opinión»). En este mundo sensible quedarían integrados la pluralidad y el cambio defendidos por
Heráclito.
Además de este ámbito, para Platón existe otro tipo de realidad, un mundo suprasensible, que va
más allá de lo que perciben nuestros sentidos. Este otro mundo está constituido por ideas, esto es, realidades
inmateriales e inmutables, que solo se pueden conocer mediante la razón y que posibilitan un saber universal
y permanente, al contrario que el conocimiento sensible, que es particular y cambiante.
El mundo suprasensible, también denominado mundo eidético (del griego eidos, que significa
«idea»), posee casi todas las características del ser de Parménides, y conduce a la existencia del bien en sí.
La objetividad de las ideas suponía oponerse radicalmente al relativismo de los sofistas.
Aunque los dos mundos son distintos, existe una relación entre ellos de participación (mézexis) y de
imitación (mímesis).
• El mundo sensible participa del mundo suprasensible. Las cosas son lo que son, tienen una esencia
unitaria y permanente, porque participan de las ideas. Para Platón hay ideas de todo cuanto existe en el
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mundo sensible y cambiante. El hombre es hombre porque participa de la idea de hombre, y lo mismo
sucede con todas las demás realidades sensibles. Pero esta participación trasciende el ámbito de lo
puramente sensible de modo que, aunque las cosas participen de las ideas, estas siguen sin pertenecer al
mundo sensible y permanecen inmutables e idénticas a sí mismas.
• El mundo material imita el mundo de las ideas. Las cosas que vemos con nuestros sentidos son
copias de estas, menos perfectas y sometidas al cambio y la pluralidad. Los seres materiales copian las ideas
de manera semejante a como la sombra de un objeto copia imperfectamente dicho objeto.
Existen, pues, dos mundos para Platón, y el mundo sensible, de alguna manera, depende del mundo
de las ideas. Pero ¿en qué consisten las ideas? ¿Qué propiedades manifiestan?
Las ideas platónicas tienen mucho que ver con el concepto y la definición que Sócrates buscaba para
expresar la esencia de las cosas. Según este autor, los conceptos universales, como el de bien en sí o justicia
en sí, pueden ser alcanzados por la razón, que debe descubrirlos y extraerlos del interior del alma. Pero
¿cómo han llegado hasta allí? Platón respondió con su teoría de las ideas: se hallan en el alma porque existen
en un mundo aparte, al que solo ella puede acceder.
La conclusión a la que llegó el filósofo ateniense es que las ideas no existen en las cosas, ni en la
mente, ni en las definiciones, sino que tienen una realidad en sí.
La «idea de cuadrado», por ejemplo, no se identifica ni con una cosa que tiene forma cuadrada ni
con su concepto ni con su definición, sino que existe en sí misma. Por consiguiente, la «idea de cuadrado»
tiene una realidad distinta del mundo sensible y de nuestro pensamiento.
Platón defendió que las ideas son realidades más plenas y perfectas que las cosas sensibles que las
imitan. No cabe, por lo tanto, el relativismo que promovían los sofistas, porque todo el mundo puede
conocerlas como son en sí, mediante la razón, con independencia de lo que cada uno pueda entender.
Una vez señalado que las ideas son las «esencias separadas» de lo que existe en el mundo material,
se pueden enumerar algunas de sus propiedades o características: las ideas son eternas, inmutables, únicas,
inteligibles, perfectas, causas y modelos de lo sensible.
Son eternas porque no han comenzado a existir ni dejarán de hacerlo (El Estado debe buscar la
justicia y, una vez que se aproxima a ella, puede perderla; la justicia en sí misma es imperecedera). Son
Inmutables, ni cambian ni pueden hacerlo (El Estado justo debe transformarse según las necesidades de la
comunidad, pero la justicia en sí misma no cambia). Las ideas son únicas, solo hay una idea para cada tipo
de realidad sensible (Hay diversos modos de realizar lo justo, pero la justicia como tal es solo una que se
aplica a objetos diferentes.). Son inteligibles, no se pueden captar con los sentidos, aunque si se pueden
pensar y conocer (Aprendemos la justicia de una acción concreta por los sentidos, pero la justicia como tal
solo se puede conocer por la razón ya que es universal). Son perfectas porque no se pueden mejorar (Cada
realización de la justicia admite un más o un menos; en cambio, la idea es la plenitud de la justicia). Y son
causas y modelos de lo sensible, son participadas e imitadas por las cosas sensibles.
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Por otro lado, Platón admitió que hay numerosas ideas, tantas como «esencias» de los objetos
sensibles. Para salvar este obstáculo, sostuvo que éstas se encuentran ordenadas jerárquicamente, es decir,
según grados de importancia.
El conjunto de las ideas forma una figura piramidal, en cuya base se sitúan las más elementales, que
son las relacionadas con las cosas más materiales, y cuyo vértice está coronado por una sola idea suprema,
de la que participan todas las demás sin que ella participe de ninguna otra. A lo largo de su trayectoria
intelectual, Platón matizará o variará de opinión sobre cuál es esta idea suprema:
₰ La idea del Bien se presenta como la idea suprema en La República, y se compara con el
Sol, ya que sin él nada puede verse ni conocerse. Así, para entender lo que realmente es el
hombre o la polis, debemos conocer el hombre bueno o la polis buena y para ello, en último
término, la idea de Bien.
₰ La idea de Uno. En el diálogo de vejez Parménides, Platón varía su concepción de la idea
suprema y sugiere que esta es el Uno. Sin embargo, con ello corre el riesgo de negar la
multiplicidad de las ideas y verse abocado al ser único de Parménides. Para soslayar este
peligro afirma que la idea de Uno no puede considerarse de una manera absoluta, sino que
requiere de lo múltiple, de la misma manera que lo múltiple no puede existir sin el Uno.
₰ En el Sofista se presentan varias ideas supremas: Ser, Reposo, Movimiento, lo Idéntico y
lo Diverso, que le sirven para argumentar, frente al inmovilismo de Parménides, la realidad
del cambio en el mundo sensible.
A pesar de todas las dudas y revisiones de Platón sobre su teoría, puede concluirse que nunca
entendió el mundo de las ideas como un conjunto de átomos aislados, sino como una unidad sujeta a un
orden.
Para que nosotros veamos un objeto, necesitamos luz, ojos y un objeto. Se quiere elevar el sol a la
idea de bien.
Así como necesitas el sol, para reconocer la idea de objetos, necesitas la idea del bien para reconocer
el bien.
EL MUNDO SENSIBLE
Platón puso de manifiesto un mundo inteligible en el que podemos conocer realidades perfectas,
eternas e inmutables. Pero el hecho es que vivimos en ese otro mundo sensible, muy diferente a aquel.
Platón se detuvo a reflexionar sobre el mundo material en el Timeo.
Lo sensible, aun no siendo perfecto, por encontrarse entre el ser y el no ser, goza de cierta realidad.
El universo, compuesto inicialmente de una materia informe, era caótico hasta que fue transformado y
ordenado gracias a la acción de un ser denominado Demiurgo, que le transmitió la forma y la unidad del
mundo inteligible. El cosmos surgió en un momento determinado y la presencia de la belleza y el orden en
él indica que el Demiurgo lo ha constituido tomando como modelo el mundo de las ideas. El cosmos no
tiene la perfección de las ideas, pero de algún modo refleja su bondad y su belleza.
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Pero ¿qué es realmente el Demiurgo? Todo parece apuntar a que es una realidad intermedia entre el
mundo sensible y el inteligible, un ser bueno e inteligente, artífice del mundo físico donde nos encontramos.
El Demiurgo confeccionó el mundo que nos rodea, pero no lo creó de la nada, ya que la noción judeo-
cristiana de creación es ajena a la mentalidad griega de la época, que suponía la eternidad de la materia.
En el Timeo, Platón describió el universo material dividido en dos ámbitos: el celeste, inmutable y
compuesto por un conjunto de esferas, y el terrestre, resultado de la mezcla de los cuatro elementos (aire,
agua, fuego y tierra), cambiante según varía la combinación entre dichos elementos.
¿Y cómo ha llegado el hombre a tener que vivir en un cuerpo? Sería debido a que el alma humana
no posee una completa unidad, por lo que sus elementos no actúan en total armonía. Para intentar aclarar
este razonamiento, Platón expuso en el Fedro el mito del carro alado. Según este, el alma es como un carro
tirado por dos caballos; uno es bueno y representa las inclinaciones o impulsos nobles, mientras que el otro
simboliza los apetitos y deseos; el auriga o conductor es la razón, que debe dirigir a ambos. Todo va bien
mientras la razón gobierna al hombre. Pero cuando el deseo de placeres se desboca, la razón pierde el
control, se quiebra la unidad del alma, y esta queda sujeta al mundo sensible.
A través de la imagen del carro alado, Platón muestra que el alma consta de tres partes:
1. La racional, representada por el conductor del carro, que debe gobernar a todo el hombre, y
conducirlo al conocimiento de las ideas.
2. La irascible, simbolizada por el caballo bueno, en la cual se encuentran los impulsos nobles, como
la valentía.
3. La concupiscible o apetitiva, por la cual el hombre busca y desea el placer sensible, y es arrastrado
hacia lo material.
En el Timeo, Platón situó cada una de estas tres partes en la cabeza, en el pecho y en el vientre,
respectivamente. También utilizó esta triple división, como veremos, para explicar las diversas virtudes y
la organización de la sociedad ideal.
Otra cuestión importante es saber qué le sucede al alma cuando se separa del cuerpo tras la muerte.
De acuerdo con los pitagóricos, Platón sustentó que el alma es inmortal, pero, a diferencia de ellos, trató de
razonarlo.
Platón alegó, entre otros argumentos, que solo es posible que el alma posea la capacidad de conocer
las ideas inmutables y eternas –y cierta- mente puede, según mostró al tratar sobre el conocimiento humano–
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, si tiene una naturaleza semejante a ellas y, por lo tanto, si pertenece a su «esencia» perdurar aun cuando
el cuerpo desaparezca.
¿Y cuál es la meta del alma tras la muerte? El destino del alma consiste en alcanzar y contemplar
nuevamente el mundo de las ideas. Sin embargo, para ello ha de liberarse plenamente de los impulsos que
la atan al mundo sensible; en caso contrario, regresará una y otra vez a este, reencarnándose en otro cuerpo
humano, o animal si su vida ha sido más propia de un irracional. Solo podrá lograr su objetivo cuando esté
enteramente purificada de lo terreno mediante una vida virtuosa.
La salida de la caverna no es tarea fácil, sino que requiere sacrificio y esfuerzo. Así, cuando un
prisionero es liberado y forzado a levantarse y a mirar a la luz, en un primer momento, no es capaz de ver
nada, ni los objetos reales ni las sombras que antes percibía. Solo al cabo de un tiempo, los ojos se van
acostumbrando a la claridad y, poco a poco, descubre que los objetos que ahora se le presentan son mucho
más perfectos que sus sombras. ¿Y qué ocurriría si volviese a la caverna, al sitio que ocupaba antes?
Al principio, le costaría enormemente acostumbrar sus ojos a la oscuridad y apenas distinguiría nada.
Más tarde, seguramente intentaría convencer a sus compañeros de que lo que han visto desde siempre no
es real, sino sombras de la verdadera realidad. Ellos, sin embargo, considerarían que la ascensión lo ha
trastornado. «Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz –escribe Platón en La República, en alusión
al proceso y muerte de Sócrates–, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?»
El mito sugiere, entre otras ideas, que el hombre no puede conformarse con lo que percibe por los
sentidos, sino que ha de traspasar la frontera de lo sensible y contemplar las ideas, que constituyen lo
perfecto y pleno.
Conocer el mundo suprasensible supone ciertamente un gran esfuerzo, una «ascensión» semejante
a la necesaria para salir de la caverna; pero, una vez conocido, el alma no puede abandonar su
contemplación, y las «sombras» le parecen un conocimiento muy insuficiente e incompleto.
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Alegoría de la línea
El conocimiento de opinión o doxa se sitúa en los dos primeros segmentos de la línea: procede de
los sentidos y versa sobre lo concreto y mudable. Dentro de este se pueden distinguir dos subsegmentos:
El conocimiento de inteligencia (episteme) se corresponde con los dos últimos segmentos de la línea:
trata de las ideas, que solo la razón puede alcanzar. La inteligencia se divide en otros dos subsegmentos:
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ni se ocupa de supuestos, sino que contempla las ideas, en cuya cima se encuentra la idea
del Bien, principio de todo.
Conocer a este o aquel hombre pertenece a la opinión, y depende de lo sensible, que es particular y
cambiante; sin embargo, conocer al hombre en sí, conocer la esencia o idea de ser humano, pertenece a la
ciencia más elevada, que no cuenta con las imágenes sensibles, y solo versa sobre los principios universales
e inmutables. En medio queda el pensamiento discursivo, que une lo sensible con lo universal.
Pero ¿cómo puede la dialéctica conducir al alma a conocer las ideas directamente, soslayando el
conocimiento sensible? ¿Cómo es posible llegar a conocer la idea de bondad si solo percibimos cosas
buenas en el mundo sensible, pero nunca la bondad en sí? Para responder a estos interrogantes, Platón
recurrió a la teoría de la reminiscencia o del recuerdo (anámnesis).
En el diálogo titulado con su nombre, Menón pregunta: «¿Y cómo vas a investigar, Sócrates, lo que
no sabes en absoluto qué es?». A lo que Sócrates responde que la pregunta está mal formulada, porque en
realidad sabemos, aunque no recordemos y, por lo tanto, no tengamos conciencia de que sabemos.
Entender, para Platón, no sería otra cosa que el despertar del alma a un conocimiento que ya poseía
antes de juntarse con un cuerpo, cuando gozaba de la contemplación de las ideas. Al encarnarse, y
precisamente por ello, el alma olvidó todo lo que sabía. De ahí que el conocimiento no sea más que un
empeño constante por recuperar lo que el alma perdió en el momento de unirse al mundo sensible y material.
Por consiguiente, puede afirmarse que es posible conocer las ideas directamente porque conocerlas no es
otra cosa que recordarlas, lo cual es posible gracias a la dialéctica.
Sócrates ya había asegurado que el hombre extraía ideas de su interior, pero no elaboró una teoría
para justificarlo. Su discípulo, sin embargo, lo hizo mediante la teoría de la reminiscencia: si hay un mundo
de ideas y el alma ha estado en contacto con él antes de entrar en el mundo sensible, parece lógico mantener
que las ideas que aprendemos, en realidad, ya estaban dentro de nosotros. El aprendizaje, por tanto, no
consiste en adquirir nuevos conocimientos, sino en desvelar lo que estaba oculto, en despertar lo que estaba
dormido. Aprender sería algo semejante al hallazgo de un tesoro escondido.
Su maestro Sócrates, por el contrario, había transmitido la necesidad de indagar sobre la verdadera
virtud y el verdadero bien.
La filosofía práctica de Platón –su ética y su política– se edifica sobre sus teorías acerca de las ideas,
el hombre y el conocimiento. Platón está convencido de que el ser humano no puede obrar el bien si no
conoce lo que es el bien en sí, esto es, la idea suprema del Bien.
Además, el alma solo conseguirá desligarse totalmente del cuerpo y retornar definitivamente al
mundo celeste si consigue ascender al conocimiento de las ideas (como el prisionero de la caverna). Platón
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sostenía que todos los hombres desean las cosas buenas y la felicidad, y que nadie quiere u obra el mal
conscientemente.
Sin embargo, es evidente que distinguir los bienes verdaderos de los bienes aparentes resulta con
frecuencia difícil, porque los seres humanos desconocen muchas veces en qué consiste el bien y confunden
el objeto de la verdadera felicidad con realidades imperfectas, como los placeres sensibles, las riquezas o
los honores. Para Platón el bien y la felicidad no se pueden hallar en otra cosa que en la contemplación de
las ideas, y especialmente de la idea más elevada, que es la del Bien.
Solo hay un camino para alcanzar la visión de las ideas: el cultivo de la sabiduría y de la virtud, que
en el fondo, para Platón, se identifican. La virtud no es una simple habilidad técnica, como proponían los
sofistas, sino algo propio del alma, que le proporciona armonía y salud, porque permite que su parte racional
regule las otras partes, es decir, los impulsos y deseos.
La primera tarea del filósofo consistirá en desvelar –definir– qué es la virtud en sí. Esta es la tarea
que Platón se propone en el Menón. Esta investigación es necesaria, ya que, como hay muchas virtudes,
solo sabremos en qué consisten si somos capaces de alcanzar el concepto, la «esencia», de la virtud. Hay
que dar con la «idea» o «forma» (eidos) de la virtud en general, es decir, aquello por lo que las diferentes
virtudes merecen tal nombre.
₰ La virtud es un saber o conocimiento acerca del bien. Cuanto más cerca estemos de este
saber, más virtuosos seremos. Ser virtuoso consiste, por consiguiente, en ser capaz de
distinguir los bienes verdaderos de los aparentes y fugaces. Si actuamos mal, es debido a
la ignorancia que impide al alma desvincularse de lo sensible y material.
₰ La virtud es una purificación para el alma que le permite liberarse del cuerpo y ascender –
retornar– al mundo de las ideas tras la muerte. De hecho, el hombre virtuoso se desliga del
cuerpo ya en la vida mortal, porque no se deja arrastrar por los deseos y los placeres
sensibles. Platón no se opuso al placer sensible, porque el alma debe convivir con el cuerpo
mientras permanece sujeta a él, y por ello exige de cierta satisfacción sensible. Pero si esta
se sobrevalora, impide al hombre dirigirse a su verdadero fin.
₰ La virtud es el dominio de la razón sobre las demás partes del alma y sobre el cuerpo; podría
definirse, por ello, como la justicia y armonía entre las partes del alma y del cuerpo, porque
con la virtud cada una de ellas cumple su función de modo adecuado, esto es, racional.
Los protagonistas del diálogo Menón se preguntan si la virtud es un conocimiento o saber teórico
que se puede transmitir desde el exterior. Si fuera así, cuando alguien entendiese el concepto de virtud,
necesariamente debería practicarla y ser, por tanto, virtuoso. Sin embargo, Platón concluyó con una
respuesta aparentemente negativa: «la virtud resulta que ni se tiene por naturaleza ni es enseñable, sino que
llega por favor divino y sin entendimiento a quienes llega [...]».
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Platón ofrece al lector un motivo de reflexión: el saber ético no se puede enseñar en un sentido
meramente externo, sino que ha de brotar del alma de quien lo busca (auque requiera el apoyo de alguien
que ya haya transitado el camino de la virtud).
Los sofistas, pensaba Platón, no educan... solo instruyen, ya que la verdadera educación es interior,
es un autoaprendizaje. En coherencia con su teoría del conocimiento, puede afirmarse que, para aquel, la
virtud solo se alcanza mediante el «despertar» o «recordar» del alma.
Una vez examinado el concepto de virtud en general, pueden considerarse los cuatro tipos de
virtudes que Platón expuso en el libro IV de La República:
₰ La sabiduría o prudencia (sofía) es una virtud que radica en la parte racional del alma y
proporciona a las otras partes el conocimiento de lo que es conveniente para ellas y para el
conjunto del alma. Su misión es dirigir bien tanto a los miembros del alma como a los de
la comunidad. Sabio es, por lo tanto, quien dirige sus acciones de acuerdo con la ciencia y
no con la opinión.
₰ La valentía o fortaleza (andreía), por su parte, se asienta en el alma irascible y regula los
impulsos y pasiones nobles. Con ella las pasiones se someten a la razón para distinguir lo
que se debe de lo que no se debe temer. Por consiguiente, es valiente quien se esfuerza por
hacer el bien, pero no lo es quien se esfuerza por apartarse de él.
₰ La moderación o templanza (sofrosine) es la virtud propia del alma concupiscible y modera
los deseos, para que el hombre haga uso de los placeres sensibles con medida y equilibrio.
Actúa moderadamente quien guía sus apetitos y deseos según el dictado de la razón.
La justicia (díke) consiste en hacer lo que corresponde a cada uno de modo adecuado» y en «que
cada uno no se apodere de lo ajeno ni sea privado de lo propio. En el caso del hombre individual, esta virtud
lo capacita para que cada parte del alma realice la función que le corresponde, de manera que las partes
inferiores se subordinen y sean gobernadas por la superior. En su dimensión social, una polis es justa cuando
todos los ciudadanos desempeñan satisfactoriamente sus funciones dentro del conjunto y cumplen con su
deber.
La vida en sociedad surge, según Platón, por las ventajas materiales que esta aporta a los individuos
mediante la división del trabajo y el logro de la convivencia pacífica con los semejantes más próximos. Sin
embargo, la sociedad también tiene como finalidad facilitar a los hombres una vida virtuosa y feliz por
medio de la educación.
Ahora bien, teniendo en cuenta los problemas políticos de su tiempo, Platón no aceptó ningún
sistema político concreto, sino que se planteó buscar la organización social ideal, perfecta, modelo para
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todas las polis, que aproximara a los hombres al bien y a la justicia. El hombre es a la vez individuo y
ciudadano de la polis, de manera que si la polis es buena y justa, los individuos que la componen también
lo serán, y viceversa.
En La República se afirma que la polis ideal debe estar compuesta de tres clases o grupos de
ciudadanos, de manera semejante a como el alma está formada por tres partes diferentes. El Estado será
bueno y justo en la medida en que cada una de esas clases se ocupe eficazmente de su cometido, sin que
unas interfieran en otras.
El grupo más reducido, pero más importante, estará constituido por los filósofos, dedicados al
gobierno de la polis. El adecuado desarrollo de su cometido exige que sean educados en la virtud de la
sabiduría o prudencia, que es la propia del alma racional. Ellos estarán en condiciones de conocer el bien
en sí, la justicia en sí, la prudencia en sí, por lo que podrán tomar decisiones buenas, justas y prudentes,
pensando en el bien de la ciudad y olvidándose de sus intereses particulares y egoístas.
Junto a ellos, los guardianes, más numerosos, deberán velar por la paz social interna y externa,
cultivando especialmente la virtud de la valentía o fortaleza, propia del alma irascible.
Por último, existirá la clase de los productores, la más numerosa, constituida por campesinos,
artesanos y comerciantes, quienes han de trabajar para todos y no solo para sí mismos, ya que el resto de
ciudadanos (gobernantes y guardianes) tienen que dedicarse a otras tareas. Su virtud propia es la
moderación o templanza, que regula los deseos del alma concupiscible, ya que han de usar los bienes que
producen con medida porque han de pensar en la comunidad en su conjunto.
Los ciudadanos han de situarse en una clase u otra de acuerdo con sus cualidades, no en atención a
su familia o sus riquezas. Quienes por naturaleza estén mejor dotados en la parte racional de su alma deberán
ser gobernantes, quienes sean más capaces en la parte irascible, serán guardianes, etc. Lo importante es que
cada individuo desempeñe la ocupación que le corresponde según su naturaleza, sin interferir en funciones
que no pertenecen a su grupo social. Precisamente la virtud de la justicia aplicada a la polis consiste en ello:
si cada ciudadano está en su puesto y hace lo que debe, se logrará la polis ideal, donde reinará el orden y
los ciudadanos alcanzarán la felicidad.
Pero ¿qué procedimiento será el adecuado para saber quién está mejor dotado por la naturaleza para
pertenecer a una clase u otra? Platón dedica un amplio espacio en La República para explicar cómo debe
ser el proceso de selección de los aspirantes a guardianes y gobernantes, que consiste en una cuidadosa
educación.
Según Platón, el proceso de educación abarca varias etapas. En un primer momento, todo ciudadano
ha de recibir enseñanzas de música, gimnasia, matemáticas y geometría hasta los treinta años. Los pocos
que superen la etapa anterior se dedicarán al estudio de la dialéctica durante cinco años.
A continuación, servirán a la administración del Estado, tanto civil como militar, durante quince
años. A los cincuenta años, los que hayan superado las pruebas anteriores deberán ser obligados a mirar
hacia el Bien en sí para que se sirvan de él como modelo para el gobierno de la polis.
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Los gobernantes-filósofos y los guardianes no deberían tener familia propia, para evitar el deseo de
obtener ventajas por ello, ni bienes materiales, para impedir el afán desordenado de enriquecerse. Ambas
clases deberían formar una gran familia, en la que los hijos fueran educados por la polis, y no necesitasen
propiedad privada: el Estado atenderá todas sus necesidades. Con ello, Platón pretendía evitar que pudieran
ser corrompidos por el poder.
No puede olvidarse que Platón propone un modelo ideal de Estado y, por lo tanto, en gran medida
utópico o irrealizable. Él mismo intentó varias veces llevarlo a la práctica sin éxito alguno
Platón describe en La República la degradación de las formas de gobierno desde la que, a su juicio,
es menos mala hasta la peor. Empieza por la timocracia, en la que la clase militar se adueña del poder y
somete a los demás ciudadanos. Esta degenera en oligarquía, donde unos pocos muy ricos controlan al resto
de ciudadanos. El empobrecimiento de los ciudadanos a favor de los oligarcas conduce a aquéllos a la
rebelión, lo que da lugar a la democracia o gobierno del pueblo. Sin embargo, este conduce al desorden y
la anarquía.
Tras los intentos fallidos de aplicar su Estado ideal en Siracusa (Sicilia), Platón se volvió más
realista. En su diálogo de vejez, Las Leyes, sustituyó al rey-filósofo por un cuerpo de magistrados que se
controlan unos a otros y que se someten a unas leyes inmutables. En este nuevo enfoque, la familia y la
propiedad privada recobraron un lugar en la organización de la ciudad platónica.
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