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1 RASCAL Cap1

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Rascal,

mi tremendo mapache
Para Gladys, mi constante compañera
en la observación de nuestro mundo silvestre.

Colección Planeta Rojo

Titulo Original: Rascal Diseño de colección:


© del texto, Stering North, 1963 María de los Ángeles Vargas T.
© de las ilustraciones,
John Schoenherr
© de la traducción, Ninguna parte de esta
Nieves Morrón, 2006 publicación, incluido el diseño
de la portada, puede ser
© Editorial Planeta Chilena S.A., 2015 reproducida, almacenada o
Av. Andrés Bello 2115, Piso 8, transmitida en manera alguna
Providencia, Santiago de Chile. ni por ningún medio, sin permiso
www.planetalector.cl previo por escrito del editor.
www.planetadelibros.cl

El libro original protege el


Segunda edición en Chile | enero 2018 trabajo del autor, diseñador y
ISBN | 978-956-360-222-7 del equipo editorial. Comprar
el original es respetar ese
trabajo. No fomentes el delito
Impreso en China / Printed in China de la piratería.
Rascal,
mi tremendo mapache

STERLING NORTH
Mayo

E n mayo de 1918 entró en mi vida un nuevo amigo y


compañero: un personaje, una gran personalidad, un pro-
digio de cola a franjas. Pesaba menos de una libra cuan-
do le descubrí, hecho una bolita de piel, toda debilidad y
curiosidad incipiente, indefenso, aún sin destetar. Wowser
y yo nos sentimos sus protectores inmediatamente. Nos
habríamos peleado con cualquier niño o perro del pueblo
que hubiera intentado hacerle daño.
Wowser era un perro de guardia, excepcionalmente
inteligente y responsable, que vigilaba nuestra casa, con
sus céspedes y jardines, y todos mis animalitos, Pero a
causa de su gran tamaño —setenta y ocho kilos de gra-
cia musculosa y elegante— rara vez tenía que apelar a la
violencia. Podía lanzar de una sacudida a cualquier pe-
rro del barrio como un terrier a una rata. Wowser nunca
empezaba una pelea, pero después de que lo desafiaban,
lo molestaban y lo ofendían, acababa por volver su cara
preocupada y sus grandes ojos tristes hacia su atormen-
tador, y, con más melancolía que cólera, agarraba al in-
truso por la piel del cuello, y lo tiraba al arroyo.
Wowser era un afectuoso perro San Bernardo, perpe-
tuamente hambriento. Como la mayor parte de los perros
de su raza, babeaba un poco. En casa, tenía que tumbarse
con el hocico en una toalla de baño, y los ojos bajos, como
ligeramente avergonzados. Pat Delaney, un tabernero
que vivía un par de manzanas más arriba, decía que los
perros San Bernardo babean por la mejor razón de todas
las razones posibles. Explicaba que, en los Alpes, esos no-
bles perros se ponen en marcha todos los días de invierno
con barrilitos de coñac atados al cuello, para salvar cami-
nantes perdidos en los aludes de nieve. A fuerza de llevar
coñac durante muchas generaciones, sin probar siquiera
una maldita gota, han adquirido tal sed que babean conti-
nuamente. Este rasgo, decía Pat, ahora se ha hecho here-
ditario, y enteras camadas de cachorrillos San Bernardo,
vivaces y sedientos, nacen babeando por el coñac.
Aquella agradable tarde de mayo, Wowser y yo nos
pusimos en marcha por la calle Primera arriba, hacia la
avenida Crescent, donde un semicírculo de casas de fines
de la época victoriana disfrutaban una gran perspectiva
en lo alto de la cuesta. Al norte quedaban millas y millas
de prados, arboledas, un río con curvas, y el mejor pan-
tano de patos y ratas almizcladas que hay en el condado
Rock. Al bajar doblando por una vereda, ante el huerto y
la viña de Bardeen, se veía en todas partes la marca de la
primavera: violetas y anémonas en la hierba, y manzanos
con las ramas llenas de prometedores capullos.

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Por delante quedaban los nogales más productivos
que jamás he saqueado, una buena charca para nadar en
el riachuelo, y, en un trozo de bosque, una auténtica cu-
riosidad: un tronco fosforescente que fulguraba de noche
fuegos como presumidos, tan luminoso como todas las
luciérnagas del mundo: fantasmal y aterrorizador para
los muchachos que lo veían por primera vez. Una noche
que volvía de pescar, me dejó atontado del susto, de modo
que procuraba llevar a mis amigos por allí otras noches,
no queriendo ser egoísta en mis placeres.
Oscar Sunderland me vio cuando pasaba ante su de-
solada granja, allá abajo por la vereda. Era un amigo mío
que sabía muy bien estar callado cuando íbamos de pes-
ca. Y nos uníamos para hacer de cazadores en el pantano.
Su madre era una amable noruega que hablaba el inglés
sin rastro de su acento, además de su lengua materna.
Su padre, Hermann Sunderland, era otro nórdico: alemán
por parte de madre y sueco por parte de padre, y con un
temperamento y un dialecto muy personales.
La madre de Oscar hacía en su horno deliciosos pas-
teles noruegos, sobre todo hacia la Navidad. A veces, al
ponerme delante un plato de sus golosinas, me decía algo
cariñoso en noruego. Yo siempre me volvía para ocultar la
vergonzosa humedad de mis ojos. La señora Sunderland sa-
bía que mi madre había muerto cuando yo tenía siete años,
y creo que por eso era especialmente cariñosa conmigo.

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El viejo y duro padre de Oscar no presentaba tal pro-
blema. Dudo que hubiera dicho algo cariñoso a nadie en
su vida. Oscar le tenía mucho miedo, y corría peligro de
paliza si no estaba en casa a tiempo de ayudar a ordeñar.
Por mi parte, nadie se preocupaba de mis horas. A
mis once años, yo era una persona muy responsable. Si
volvía a casa mucho después de oscurecer, mi padre le-
vantaba apenas los ojos de su libro para saludarme con
vaga cortesía. Me dejaba vivir mi vida, criar marmotas y
zorrillos en el corral y en el cobertizo, y mimar a mi cuer-
vo domesticado, a mis muchos gatos y a mi fiel perro
San Bernardo. Incluso me dejaba construir en el cuarto
de estar mi canoa, de dieciocho pies de largo. No había
terminado del todo la armazón, de modo que todavía
tardaría otro año por lo menos. Cuando teníamos visi-
tas se sentaban en los sillones alrededor de la canoa.
O contorneaban la proa para alcanzar las grandes es-
tanterías de libros que siempre estábamos prestando.
Vivíamos solos, y nos gustaba; cocinábamos y limpiába-
mos a nuestro modo, y no hacíamos caso a las indigna-
das amas de casa que decían a mi padre que esa no era
manera de criar a un niño.
Mi padre asentía con amabilidad que eso podría muy
bien ser verdad, y luego volvía a sus interminables investi-
gaciones para una novela sobre los indios fox y winneba-
go, que, no sé por qué, no se publicó nunca.

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—Voy a los bosques de Wentworth —dije a Oscar—,
y no puedo ponerme en marcha de vuelta a casa antes
que salga la luna.
—Espera un momento —dijo Oscar—. Necesitare-
mos algo de comer.
Volvió tan rápidamente con una bolsa de papel llena
de pastelillos y de tarta de café, que comprendí que lo
había hurtado.
—Te van a dar una paliza cuando vuelvas a casa.
—¡No importa, vamos ya! —dijo Oscar, con una son-
risa feliz extendida por su ancha cara.
Cruzamos el riachuelo por las piedras pasaderas de
más abajo del dique. Los peces subían río arriba, porque
era su temporada, y casi atrapamos uno con las manos
cuando se abría paso entre las piedras. Las avefrías sur-
gían bruscamente del agua superficial de las ciénagas, y
gritaban como si se estuviera incubando una tormenta.
Wowser tenía muchas virtudes, pero no era un perro
cazador. Por eso nos sorprendió mucho que, en los bos-
ques de Wentworth, se pusiera como de muestra. Oscar
y yo aguardamos silenciosamente mientras el gran San
Bernardo, con sus enormes zarpas, avanzó pisando sua-
vemente hasta la base hueca de un tronco podrido. Olfa-
teó el agujero como examinando y luego se volvió y gimió,
diciéndonos claramente que había algo vivo en esa cueva.
—Sácalo, Wowser —grité.

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—No sacará nada —predijo Oscar—. Es demasiado
perezoso.
—Espera y verás —dije, por lealtad. Pero no aposté
ninguna canica de cristal.
Un momento después, Wowser hacía volar el ba-
rro, y Oscar y yo le ayudábamos en un frenesí de ex-
citación. Cavamos con las manos la tierra blanda, y
usamos nuestras navajas cuando llegamos a las viejas
raíces podridas.
—Apuesto a que es un zorro —jadeé, esperanzado.
—Probablemente una marmota vieja —dijo Oscar.
Pero no pudimos quedar más sorprendidos cuando
una furiosa mapache madre saltó de su cubil, chillando
de rabia y consternación. Wowser casi se cayó para atrás
al evitar sus garras disparadas y sus tajantes dientecillos.
Un momento después, la gran mapache se había abierto
paso violentamente y subido a un delgado olmo. A nueve
metros de altura, siguió chillando y regañando.
Ahora ante nuestra vista, en la cavidad, encontra-
mos cuatro mapaches pequeñitos, quizá de un mes. Toda
la camada de cachorrillos habría cabido cómodamente
en mi gorro.
Cada cola tenía cinco anillos negros. En cada una de
sus caritas resaltaba una máscara negra. Ocho ojos bri-
llantes miraron a lo alto atisbándonos, llenos de asombro
e inquietud. Y de cuatro boquitas preguntonas salieron
preguntas en gemidos.

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—¡Muy bien, viejo Wowser! —dije.
—Es un perro bonito el que tienes —admitió Oscar—,
pero sería mejor que lo sujetaras.
—No les hará daño; él cuida de todos mis animalitos.
Efectivamente, el enorme perro se había sentado,
con un suspiro de satisfacción, todo lo cerca posible del
nido, dispuesto a adoptar a una o a todas esas interesan-
tes criaturillas. Pero había un solo servicio que no podía
prestar. No era capaz de amamantarlas.
—No podemos llevárnoslos a casa sin su madre —dije
a Oscar—. Son demasiado pequeños.
—¿Cómo vamos a cazar a la madre? —preguntó Oscar.
—Echémosla a fósforos
—¿Y luego qué?
—Al que le toque el fósforo más corto, se sube al ár-
bol y la caza.
—Ah, no —dijo Oscar—. Ah, no, nada de eso. No es-
toy tan loco.
—Vamos allá, Oscar.
—No, señor.
Pero precisamente en ese momento los cuatro ma-
paches pequeños lanzaron tales quejas temblorosas que
nos sentimos todos desgraciados. Teníamos que cazar
a esa mapache madre. Wowser estaba tan triste como
yo. Levantó su gran hocico hacia el cielo del atardecer y
aulló lúgubremente.

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—Bueno —dijo Oscar, dando puntapiés en la tierra
fresca—, mejor será que me vaya a casa a ayudar a ordeñar.
—¡Miedoso! —me burlé.
—¿Quién es el miedoso?
—Tú eres un miedoso
—Bueno, muy bien, echaremos a fósforos, pero creo
que estás chiflado.
Yo le di los fósforos, y Oscar sacó el largo. Por su-
puesto, ahora tenía yo que mostrarme a la altura de mi
pacto. Miré allá arriba, por encima de mí. En el fulgor
decreciente del poniente, allá seguía estando el animal,
veinte libras de dinamita con cola anillada. Di unos golpe-
citos a Wowser como si fuera por última vez en mi vida, y
empecé mi duro trepar por el esbelto tronco.
Subiendo árbol arriba, sin gran prisa por entrar en
lucha con el mapache, tuve un golpe de buena suerte. La
luna llena empezó a salir sobre un cerro de oriente, dán-
dome un poco más de luz para mi peligrosa maniobra. En
el extremo de la primera rama, el ultrajado animal tomó
una actitud firme, mirándome de frente, con los ojos relu-
ciendo tristemente a la luz de la luna.
—Voy a cortar la rama con mi navaja —dije a Oscar.
—¿Y luego qué?
—A ti te toca atraparla cuando caiga con las hojas.
Oscar sugirió que me faltaba algún tornillo. Pero se
quitó su chaqueta de cotelé, y se preparó a echarse enci-

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ma al mapache en un esfuerzo de vida o muerte por el que
sentía poco entusiasmo.
Cortar seis centímetros de olmo blanco con una na-
vaja bastante desafilada es un proceso laborioso, como
no tardé en descubrir. Estaba en una postura agarrota-
da, sujetándome con la mano izquierda y dando tajos a la
madera con la derecha. Y tuve miedo de que el mapache
intentara precipitarse contra mí cuando empezara a par-
tirse la rama.
La luna surgía pausadamente a través de los árboles,
mientras que lentamente me salían ampollas en la mano
derecha. Pero ya no podía achicarme. Desde allá abajo
llegaban los gemidos de los cachorrillos mapaches, y de
vez en cuando un aullido lúgubre de Wowser. Los sapos y
las ranas del pantano empezaron su coro, y un pequeño
búho chillón, que sonaba casi como otro mapache, añadió
una onda espectral.
—¿Cómo vas? —me preguntó Oscar.
—Voy bien, prepárate a cazarla.
—Cuenta conmigo —dijo Oscar, con voz menos con-
vincente que sus valientes palabras.
La rama del olmo blanco lanzó por fin un suspiro,
se partió con un chasquido y bajó a la deriva hacia los
matorrales.
Oscar lo intentó; hay que conceder ese mérito. Luchó
durante cinco segundos con el animal, y luego se retiró
con la chaqueta estropeada. Tres de los pequeños mapa-

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ches, al oír la llamada de su madre, salieron rodando con
sorprendente rapidez hacia los matorrales para seguirla,
y desaparecieron. Sin embargo, Oscar fue lo bastante rá-
pido como para envolver un cachorrillo en su gorra, única
recompensa por nuestro esfuerzo: pero una recompensa
suficiente, como el tiempo lo demostraría. Mirándolo de
cerca, el bonito animalillo marcado está cubierto solo con
la blanda piel gris de debajo, todavía con pocos de esos
pelos defensivos más oscuros que más adelante se ven
relucir en el mapache adulto.
Era el único mapache pequeñito que he tenido nunca
en las manos. Al verlo enderezarse como un polluelo de
codorniz, moviendo el hocico igual que un cachorro que
busca la leche de su madre, me sentí a la vez abrumado
por el éxtasis de ser dueño y asustado por la enorme res-
ponsabilidad que habíamos asumido. Wowser correteaba
a nuestro lado, bajo la luz de la luna, acercándose a me-
nudo a olfatear y lamer el nuevo animalito que habíamos
encontrado: ese pedacito de malicia enmascarada que le
había robado el corazón, a él como a mí.
—Es tuyo —dijo Oscar, tristemente—. Mi padre nun-
ca me dejaría tenerlo. Hace solo unas semanas que dispa-
ró contra un zorrillo que tenía yo en el gallinero.
—Puedes venir a verlo —sugerí.
—Claro, puedo ir a verlo.
Caminamos en silencio durante algún tiempo, pen-
sando en las injusticias del mundo, que hacían tan po-

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cas concesiones para los mapaches y los muchachos de
nuestra edad. Luego empezamos a hablar de todos los
mapaches que habíamos visto, y de cómo alimentaría-
mos a este cachorrillo y le enseñaríamos todas las cosas
que tenía que aprender.
—Una vez vi una mapache madre con cinco cacho-
rrillos —dijo Oscar.
—¿Qué hacían?
—Ella los guiaba por el borde del río. Hacían todo lo
que hacía ella.
—¿Como por ejemplo qué?
—Palpaban a su alrededor con las patas de delante;
para cazar cangrejos, supongo.
En el horizonte había resplandores de relámpagos
lejanos y un sordo estrépito de trueno, resonando como
artillería a muchos kilómetros de distancia. Me recor-
dó que todavía seguía la furia de la guerra en Francia, y
que quizá mi hermano Herschel habría sido trasladado al
frente. Sufría pensando en esa terrible guerra que mata-
ba y hería millones de hombres, desde el año en que murió
mi madre. Ahí estábamos nosotros, seguros y lejanos de
la guerra, y preocupándonos por cosas tan pequeñas y
poco importantes como si a Oscar le darían una paliza
cuando llegara a casa, y el modo de alimentar y criar un
pequeño mapache.
Al subir por la vereda hacia la granja de Sunderland,
Oscar empezó a decir: «¡Bah, por qué me voy a preocu-

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par!». Pero a mí me pareció preocupado. Al llegar delante
de la casa, me desafió a ver si era tan valiente como para
subir y llamar a la puerta. Mientras tanto, él se escondió en
una mata florecida, esperando a ver lo que pudiera ocurrir.
Oscar fue prudente en dejarme a mí que llamara. Sa-
lió Hermann Sunderland como una tempestad, jurando
en alemán y en sueco. Desde luego, estaba irritado con
Oscar, y no parecía que me quisiera tampoco mucho a mí.
—¿Dónde está ese bguibón de mi hijo?
—No ha sido culpa de Oscar —dije—. Le pedí que vi-
niera conmigo a dar un paseo, y...
—¿Dónde estagá ahoga?
—Bueno... —dije.
—¡Bueno, bueno, bueno! ¿Qué quiegues decig con eso?
—Hemos cavado una madriguera de mapaches —dije,
y aquí está uno que nos hemos traído a casa.
—Bichos malos —gritó Sunderland—; verdammte
gusanos.
Temía que el señor Sunderland hiciera salir volando
a Oscar de detrás del matorral, pero en ese mismo ins-
tante la bondadosa madre de Oscar se asomó al porche
de delante, con la luz de la luna brillando en su pelo, que
empezaba a platearse.
—Vete a la cama, Hermann —dijo tranquilamente—.
Yo me ocuparé de esto. Oscar, sal de detrás de esa mata.
Con sorpresa mía, el padre de Oscar obedeció mansa-
mente, subiendo con una lámpara por aquella larga y os-

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cura escalera del vestíbulo. Y la madre de Oscar nos llevó a
la cocina, donde nos dio una sopa caliente y empezó a ca-
lentar un poco de leche a la temperatura que vendría bien.
—Tiene hambre este pequeño —dijo, acariciando al
diminuto mapache—. Ve a traer una paja limpia, Oscar.
Se llenó la boca de leche tibia, se puso la paja entre
los labios y la inclinó hasta la boca del pequeño mapache.
Yo observé, fascinado, cómo mi nuevo animalito tomaba
ávidamente la paja y empezaba a alimentarse con nodriza.
—Ya ves cómo come este pequeño —dijo la madre de
Oscar—. Así es como tendrás que alimentarlo, Sterling.

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