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Libro Ir Baal

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Depósito Legal: MA 1442-2020

ISBN: 978-84-09-25650-1
Noviembre de 2020
Año de la Pandemia
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro,
acurrucados y desnudos, duermen los
extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en
silencio que el arte los vista de la palabra para
poderse presentar decentes en la escena del
mundo.
Gustavo Adolfo Bécquer

Advertencia

A lo largo de la presente novela, mientras narro las peripecias de los diferentes personajes que
la protagonizan, pretendo también jugar con maestros de la literatura (conocidos por mí) en un
intento de ofrecerles un humilde homenaje haciendo guiños a sus formas. Así, parafrasearé a los
autores cuando la narración de la historia me recuerde alguno de los pasajes escritos por ellos.
Las frases o palabras en cursiva las reservaré exclusivamente para este propósito. En las últimas
páginas aparecerán los textos originales, las obras y los autores.
La partida (parte I)

25 de agosto, año 994 a. de C.


Templo de Astarté. Tiro.
Hace 3000 años

El cuerpo de Jezabel, hija de Ito Baal, prácticamente cubierto por el de su amado Ir Baal, se

acoplaba perfectamente sincronizado al movimiento de las caderas que imprimía su amante,

lento pero firme.

La tenue e inquieta luz de las lámparas de aceite, impregnadas en fragancias de incienso,

rosas y jazmines, iluminaba y perfumaba la estancia. Las paredes, adornadas con tapices tejidos

en el Lejano Oriente, transmitían un ambiente de intimidad furtiva que envolvía los cuerpos de

los amantes. Yacían sobre las pieles multicolores extendidas en el suelo.

Los ojos de Jezabel, desencajados por el placer, se clavaron en la pupila azul del sacerdote

regente Abi Baal. Inmóvil, majestuoso e impertérrito observaba la escena a muy poca distancia.

Ir Baal, ajeno a la situación, seguía inmerso en el profundo placer gozando con el amor furtivo

que profesaba a Jezabel.

Justo en ese momento, Abi Baal se imaginó firmando la sentencia de muerte de su hijo

secreto Ir Baal. Hasta entonces había ocultado su verdadero lazo de parentesco. Solo él sabía que

era fruto de un hermoso amor furtivo con una virgen sagrada del sagrado templo que murió en

el parto. Jezabel parecía comprender los pensamientos del sacerdote regente y un escalofrío

insoportable sacudió su cuerpo de tal forma que Ir Baal se volvió bruscamente y su mirada

descubrió la silueta inmóvil de su «tío». Tomó conciencia exacta de la situación y el pánico

sustituyó en ese preciso instante al placer. La púrpura tiria de los vestidos del sacerdote

destellaba en la penumbra haciendo visible la majestuosa imagen de Abi Baal.

Cuando pudo reaccionar el regio sacerdote, ya se negaba a aceptar la pérdida de su amado

hijo. En realidad, había profanado el sagrado precepto, como hizo él, veinte años antes. No podía
ocultar lo que había presenciado. No podía aumentar la pesada carga que soportaba por haber

callado durante veinte años su propio pecado. Su moral, su ética y la responsabilidad de su actual

estatus no se lo permitían.

Hacía algo más de un año, Abi Baal fue nombrado regente por el Rey Hiram I de Tiro. El

monarca, debido a su avanzada edad, se había desplazado a un dorado retiro junto a su amigo el

Rey Salomón, hijo de David. Confió en Abi Baal, a la espera de la mayoría de edad de su nieto

Hiram II. Así, el sacerdote regente debía ineludiblemente dictar y firmar la sentencia de muerte

de los jóvenes amantes. Hiram I, también llamado «El Grande», había conseguido unir

definitivamente el poder religioso y el poder del Estado en la figura del rey. Abi Baal no podía

defraudarlo, no quería.

Una virgen sagrada era una mujer dedicada a favorecer la comunicación con los

dioses. Las vírgenes adivinaban sus deseos para evitar catástrofes o para solucionar problemas

como plagas, sequías, inundaciones u otros desastres naturales. Los dioses exigían sacrificios a

través de las vírgenes.

Existían dos tipos de sacrificios: los cruentos y los no cruentos. Con los no cruentos se

contentaba a los dioses con ofrendas de una cosecha o con ayuno por parte de la población o de

las vírgenes del templo dedicado a la deidad molesta. Los sacrificios cruentos exigían ofrenda de

sangre. Sangre que debía ser derramada, según la exigencia divina, por un animal, un recién

nacido o una virgen sagrada, dependiendo de la magnitud del desastre.

El motivo de adoración de las ciudades-Estado fenicias, Tiro, Sidón y Biblos, eran los dioses

Baal y Melkart y la diosa Astarté. Cada uno de ellos contaba con uno o más templos y cada templo

contaba con un sacerdote y las vírgenes sagradas.

Las vírgenes sagradas fenicias gozaban de un estatus muy sobresaliente en la sociedad.

Los ciudadanos reconocían en esas mujeres la intermediación con los dioses y la protección que,
a través de ellas, obtenían de Baal, Melkart o Astarté. Gozaban de privilegios impensables para

el resto de la población. Las vírgenes sagradas se sentían orgullosas porque estaban convencidas

de que habían sido elegidas por los dioses. Pero no todo era privilegio, honor o reconocimiento,

estaban sujetas a unas reglas muy rígidas y a veces su propia vida se veía amenazada, bien por la

exigencia del sacrificio de la deidad correspondiente, o bien por la infracción de alguna de

aquellas leyes tan rígidas a las que estaban sometidas.

Llegar a ser una virgen sagrada de cualquier templo fenicio no era ni fácil ni rápido. Era

un proceso que al menos duraba nueve años. Este proceso estaba dividido en tres periodos, cada

uno de ellos de tres años como mínimo. Así, existían vírgenes de primer tercio, de segundo tercio

o de tercer tercio. Aunque a todas se las denominaba vírgenes, solo lo eran en plenitud de

privilegios las «completas», que habían superado los tres tercios. En cualquiera de los tercios, la

virgen podía abandonar el proceso por propia voluntad o por la expulsión.

Cuando un templo, bien por expulsiones, bien por abandonos o bien por el paso a

completas, veía mermada su comunidad de vírgenes, se anunciaba una convocatoria de

selección. Durante un mes, podían presentarse a la selección jóvenes en la semana de su

menarquia. En principio esa era la única condición, la menarquia, y aunque se podía presentar

cualquier joven, por lo general eran elegidas aquellas pertenecientes a familias adineradas. La

joven elegida debía aportar para el templo una generosa dote. A veces, solo a veces, ingresaba

alguna joven de familia humilde y por lo general se le eximía de la «donación».

Pocas, muy pocas vírgenes pertenecientes a familias adineradas llegaban a completas. Las

que lo hacían era porque durante el proceso descubrían su vocación de entrega a los dioses,

contraviniendo así los intereses familiares de preservar su virginidad para desposarlas en las

mejores condiciones. Casi todas las vírgenes procedentes de familias humildes conseguían ser
completas y orgullosas de serlo. De esta forma quedaba de manifiesto la doble moral de las

sociedades más cultas.

Una de las reglas más importantes que debían observar las vírgenes, más allá del

aprendizaje de los ritos litúrgicos y religiosos, era la de no tener contacto con varón, excepto

sacerdotes y eruditos indispensables para su formación. Si alguna virgen infringía esta norma, se

le despojaba de sus vestidos y atravesaba la ciudad desnuda hacia una cueva donde la esperaba

una pequeña cantidad de agua y comida para que, una vez tapiada la entrada, sufriese una larga

agonía antes de morir.

Ito Baal, padre de Jezabel y monarca de Sidón, ofreció a su queridísima hija al templo de

Astarté en Tiro junto a una muy generosa dote.

Por suerte, un conocido acaudalado de Abi Baal, unos días antes, le había contado que

fletaría un barco con cien talentos (más de dos toneladas) de seda, marfil, ungüentos, vino y

especias. Aunque el patrón contratado era de Tiro, la tripulación era griega, con otra cultura y

otra forma de entender el episodio. Le contó que algunos aseguraban que más allá de Gadir, en

la tierra de las serpientes y conejos, habitaba un pueblo donde el cobre, el oro y especialmente

la plata eran tan abundantes que los intercambiaban por especies, sedas y abalorios. Decían que

los gobernaba un tal Argantonio, que contaba con ciento veinte años de vida, y lo hacía de forma

justa y magnánima. Así su pueblo vivía feliz y en paz.

El sacerdote debía apresurarse en hablar con su conocido y convencerlo de que Ir Baal

embarcase con la excusa de invertir en el negocio. El barco zarparía inmediatamente y el avaro

comerciante pidió tres mil monedas con la esfinge del caballo, la más valiosa de todas las

monedas. Abi Baal accedió sin dudar. No tenía otra solución más segura. El caluroso verano era

tiempo propicio para que grandes embarcaciones zarparan cubriendo las rutas que mantenían el

fructífero negocio con las lejanas colonias. Malaka o Gadir podrían ser destinos suficientemente
lejanos para que su querido Ir Baal se librase de una muerte segura por haber quebrado la

virginidad de Jezabel.

De madrugada, el regente ya redactaba la sentencia y ejecución de los jóvenes amantes.

Jezabel, acompañada de su sirvienta y de las sombras de la noche, huía buscando la protección

junto a su padre, que terminaría casándola con Acab, príncipe de los aliados israelitas. Ir Baal ya

había embarcado en el gran birreme. Abi Baal, tras la sentencia de muerte tuvo que redactar la

orden de captura, debido a la fuga de ambos infractores, para que se pudiese cumplir la

sentencia.

En plena noche, aprovechando la luna llena, el birreme largó amarras y pronto desplegó

su bellísima vela cuadrangular de franjas verticales púrpuras y blancas. El aire de popa permitía

que la nave no necesitara la ayuda de los remeros. El puerto de Tiro se desdibujó en la popa del

barco. Ir Baal, apoyado en la baranda de la amura de babor, observaba cómo la luna rielaba en

el Gran Mar y la imagen de su amada Jezabel seguía presente. Nada tenía sentido sin ella.

Hacía meses que se encontraban a escondidas. Una criada fiel de Jezabel hacía de recadera

con la máxima discreción. Ambos sabían que su amor era imposible. Ito Baal no lo habría

permitido. Ir Baal, aunque bien posicionado socialmente debido a la protección de su tío Abi Baal,

no gozaba del estatus social conveniente para desposar a la hija del rey.

Ir Baal había pasado sus veinte años de vida disfrutando de los favores de su tío y solo en

ocasiones, a modo de entretenimiento, visitaba a su amigo el alfarero. Embelesado, pasaba horas

viendo cómo esas manos perfectamente descoordinadas con los pies, que movían rítmicamente

el torno, transformaban una masa amorfa de arcilla en bellas vasijas y figuras que, en ocasiones,

él ayudaba a decorar. El alfarero siempre insistía:

—Tendrías que dedicar más tiempo a esta labor. ¡Lo haces muy bien!

Pero su verdadera pasión era Jezabel. Contaba los días, horas y minutos hasta el próximo

encuentro y su vida giraba alrededor de esos momentos que, aunque breves y no tan frecuentes
como él desearía, le inundaban de felicidad. Era sublime la imagen de la criada con noticias de su

amada. Consciente de que algún día ocurriría algo irreversible y quizás tendría que sacrificar la

propia vida, nada de eso le impedía gozar inmensamente de los esporádicos y furtivos encuentros

con su virgen sagrada.

Fue el claro amanecer el que le devolvió a la realidad. La estela de la luna rielando en el mar

se desdibujó con el alba y tomó conciencia de haber pasado la noche apoyado en la baranda de

la amura de babor.

Un grave silbido emitido por el aire al pasar por el laberinto interior de una enorme caracola

advertía a la tripulación de que la actividad diaria comenzaba y un frenético trasiego de remeros,

cocineros, marineros y señaleros, enfrentó a Ir Baal con su próximo futuro incierto.

¿Cuál sería su destino? ¿Y el de Jezabel? ¿Cómo sería el resto de su vida? ¿Podría sobrevivir a la

ausencia de su amada? ¿Descubrirían su paradero y lo devolverían a Tiro? Estas preguntas hacían

que Ir Baal se sumergiera en las profundidades de la amargura.


La partida (parte II)
8 de septiembre de 2006
Base Naval de Rota (Cádiz)

A las 6 de la tarde la flota largó amarras. Atrás quedaban las palabras de aliento y despedida

del ministro Alonso, en representación de Su Majestad el Rey, y los acordes del himno Nacional.

Los buques, durante la complicada, lenta, parsimoniosa maniobra de desatraque,

soportaban ajenos la interminable despedida. La tropa y marinería desde la cubierta de las naves

alzaban los brazos, y familiares y amigos desde el muelle agitaban pañuelos y el aire que los

separaba se inundó de besos y lágrimas. Había pasado más de una hora cuando los buques

cruzaron uno tras otro la bocana y el puerto de Rota se desdibujó en la lejanía, debido a las ondas

producidas por el calor agobiante de aquel mes de septiembre. La flota, en perfecta formación,

ponía rumbo a la costa libanesa. Estaba comandada por el buque de asalto anfibio Galicia, donde

había embarcado el mando de la «Operación Libre Hidalgo». Al atardecer, el sofocante calor de

ese verano fue cediendo ante la agradable brisa marina. Desde el buque Galicia ya se divisaba el

Peñón de Gibraltar y pronto la flota cruzaría el estrecho para adentrarse en el Mediterráneo. Las

reglamentarias luces de navegación se encendieron y en pocos minutos una luminosa luna llena

rielaba en el mar, inundando de luz blanca la perfecta formación de los buques.

El coronel Guirval claudicó una vez más y encendió un cigarrillo. Con los codos apoyados en

la baranda de la amura de estribor del buque Galicia, solo el reflejo de la luna en el mar

concentraba su vista y sus pensamientos. No conseguía liberarse de aquella imagen.


Madrid, 14 de julio de 2006
Dos meses antes

Dormía plácidamente cuando a las 7.30 horas el discreto zumbido del despertador activó la

conciencia del coronel Guirval. Rápidamente lo desconectó para no despertar a su joven esposa.

Lidia dormía a su lado. Aquellas curvas y esa piel tan suave despertaron definitivamente sus

sentidos y el coronel tuvo que reprimir sus impulsos. Se le ordenó que debía estar en el Estado

Mayor de la Defensa a las 8 de la mañana. Estaba invadido por un sentimiento de frustración, era

fiesta y podría haber retozado a placer aprovechando aquellos pensamientos lujuriosos que la

imagen de su esposa le despertaron. Un fatídico accidente, en unas maniobras en Zaragoza,

provocó la muerte de un soldado y debía partir hacia el teatro de operaciones para esclarecer

todos los extremos del suceso. Esto le mantendría fuera de Madrid el tiempo que durara la

investigación. Había acordado con Lidia que la llamaría desde Zaragoza cuando terminase la

misión.

A las 8.05 horas hacía caso omiso al saludo reglamentario del policía militar que custodiaba

la entrada al recinto. Accedió a su despacho y tras acomodarse pidió un café solo para esperar

las órdenes del traslado al lugar de los hechos. La puerta del despacho se abrió bruscamente y la

voz grave del jefe del Estado Mayor de la Defensa, su suegro, tronó provocando eco en la

estancia.

—¿Cómo abandonas a mi hija en un día como hoy? ¡Eso no es de ser un buen marido!

Vociferó sobreactuando, exhibiendo una amplia carcajada. Le explicó que ya había partido

el comandante Bellido con las órdenes concretas de la misión, con lo cual quedaba liberado de

su viaje a Zaragoza.

El trayecto de vuelta a casa fue rápido. La sorpresa que tramaba para Lidia sería mayúscula

y pensó adornar esa sorpresa haciéndole el amor, como a ella le gustaba, despacio, acariciando

suavemente cada centímetro de su piel. A ella le encantaba cuando se amaban así, pero no
siempre lo conseguían. La falta de tiempo, el contexto, las hormonas, el trabajo o los

desencuentros conyugales eran los motivos por los que esos momentos no se prodigaban. Era

sublime, creía conocer a su esposa y cuando pasaba, él se sentía inmensamente satisfecho.

Sin hacer ruido entró en la casa. Cuando abrió la puerta del dormitorio, la imagen lo dejó

inmóvil, perplejo. Los ojos de su esposa desencajados por el placer se clavaron en la pupila azul

de su marido. La mirada atónita no impedía que la escena continuase. Ella yacía sobre la cama.

Su piel blanca y suave, prácticamente cubierta por el cuerpo de su amante, contrastaba con la

piel oscura y curtida del hombre que, ajeno a la situación, continuaba con el

movimiento sincronizado de la cópula, lento pero firme.

Paralizado por la visión, los segundos se hacían horas y los sentimientos y pulsiones

transitaban por caminos desconocidos. No solo Lidia lo engañaba, lo engañaba con el mejor

amigo del marido. En ese primer instante, la libido de Guirval despertó a la vez que despertaba

su sexo y un impulso morboso le empujaba a unirse al clímax. Casi de forma simultánea, una

mezcla de rechazo, odio y celos se apoderó de él y su estómago empezaba a protestar por el

contenido gástrico.

Con el mismo sigilo que la abrió, cerró la puerta de la alcoba y el coronel Guirval condujo

durante horas acompañado de sus sentimientos, pulsiones, frustraciones y deseos. Las imágenes

de su pasado reciente se sucedían de forma vertiginosa, inconexas y siempre con un poso de

amargura. Pasó horas conduciendo sin rumbo y solo estacionaba en lugares solitarios hasta que

el llanto le permitía continuar conduciendo.

Al fin, ya al atardecer, decidió volver a casa para enfrentarse a la dolorosa realidad.

El seco calor estival de Madrid abofeteó el rostro del joven coronel cuando abandonó su

vehículo en el estacionamiento reservado de su vivienda. Las ideas, imágenes, sentimientos y

pasiones golpeaban su cabeza de tal forma que su expresión recordaba a la de un púgil

noqueado.
Los ojos de Lidia, enrojecidos por horas de llanto, evitaban los de su esposo. Ambos

sentados en el sofá a una incómoda distancia, soportaban estoicos una situación insoportable,

explorando cada uno de ellos la frase que comenzara el difícil diálogo. Ya anochecía y la

penumbra de la estancia impregnaba el silencio de amargura.

—Estoy enamorada de tu amigo.

La frase estalló haciendo añicos el amargo silencio. Despacio y con fingida seguridad, el

coronel abandonó el salón para atrincherarse en el cuarto de invitados pertrechado con sus

pensamientos. El sordo zumbido del aire acondicionado tornó el sofocante calor estival en una

agradable temperatura. Permitió que Guirval, tumbado en la cama y con la mirada fija en una

sombra amorfa proyectada en el techo, se sumergiera en un plan que le permitiese una salida

airosa y creíble de aquella situación que él no había provocado.

Le invadió una extraña sensación de libertad. El vínculo «forzado» que consiguió fraguar

con Lidia para acercarse al jefe del Estado Mayor de la Defensa, se desmoronaba y era

precisamente ella quien lo deshacía. Ahora era el momento de centrarse en su carrera y esto le

proporcionaba una cierta sensación de independencia que le permitía, en cierto modo, liberar su

conciencia.

Inmerso en sus planes, el tiempo acabó por unir los cabos sueltos, otorgando fuerza y
credibilidad al plan que urdía.
9 de septiembre de 2006
Mar Mediterráneo

Fue el claro amanecer el que le devolvió a la realidad del aquí y ahora. La estela de luz de

luna en el mar se desdibujó con la claridad de la mañana y tomó conciencia de haber pasado la

noche apoyado en la baranda de la amura de estribor.

Sin tiempo para reaccionar, los altavoces del buque llamaron a zafarrancho de combate y

una actividad frenética se apoderó de la tripulación y el coronel tuvo que correr a su puesto

privilegiado de observador. Solo tenía que acoplarse el chaleco salvavidas, el anti-flash y guantes

ignífugos. Inmediatamente el Puente de Mando emitió órdenes y la actividad se multiplicó y el

ruido de los helicópteros invadió la atención de toda la tripulación.

El contralmirante Antonio Pavón paró su cronómetro y esbozó un gesto de satisfacción.

—Cuatro minutos diecisiete segundos. ¡Abortad!

La orden se cumplió y la calma se restauró en pocos minutos. La vida en el conjunto de

buques iniciaba la rutina de la travesía hasta las playas libanesas donde tendría lugar el

desembarco del contingente.

El coronel sostenía una doble actitud con Lidia. No había vuelto a dirigirse a ella en privado.

En público mantenía una apariencia absolutamente normal, de tal forma que nadie podía

sospechar del episodio vivido entre él su esposa y su amigo y, por ende, de la elaboración de los

planes que minuciosamente había trenzado aquella noche. Es a través de su padre (jefe del

Estado Mayor de la Defensa), por quien Lidia se enteró. Fue su marido quien convenció al padre

para que lo enviara a la inminente misión en El Líbano, que la ONU había encomendado a las

fuerzas armadas españolas.

El jefe del Estado Mayor tuvo que emplearse a fondo para conseguir incluir a su yerno. La

misión estaba en esas fechas cerrada y perfectamente diseñada y tropa y mandos designados.
932 militares; 37 mujeres y 132 hombres no españoles. El alto mandatario consiguió que

nombrase al coronel Guirval la mismísima ONU como observador independiente, con la única

misión de informar directamente a la OTAN de lo requerido por esta organización en la operación

«Libre Hidalgo».

Bernardino Sánchez del Peral, Teniente General al mando de la flota, era investigado por el

jefe del Estado Mayor. El padre de Lidia llevaba meses tratando de reunir pruebas

incriminatorias. Estaba convencido que era un mando corrupto que se enriquecía a costa del

Ejército.

Finalmente, al coronel Guirval se le encomendaron dos misiones; de un lado la oficial. Debía

informar a la OTAN cuando fuera requerido. De otro lado, su suegro le ordena mantenerlo

informado discretamente de los movimientos, comunicaciones y contactos del investigado

teniente general. Para esto el coronel dispondría de dos líneas de comunicación estables,

continuas y seguras. Una con el Estado Mayor y otra con la OTAN. El inmaculado expediente del

coronel quedaba de esta forma enriquecido para futuras misiones y ascensos. Su plan se cumplía

a la perfección.
La travesía (parte I)

Ir Baal, siguiendo instrucciones de Abi Baal y del patrón de la nave, se proponía hacer la

travesía de forma discreta a pesar de que su patrón solo conocía parte de la historia y el resto de

la tripulación al completo era griega. Bajo la cubierta de popa entre fardos, ánforas, marfil y

agradables olores mezclados con el del salitre, acomodó un espacio que le serviría para descansar

y ocultarse si fuera necesario. Cubrió el suelo con algunas pieles para aislarse de la humedad y

distribuyó entre los huecos los pocos enseres de los que disponía debido a su precipitada partida.

No era un avezado navegante y esto le hacía temer por las posibles consecuencias de tantos

días de navegación. Había oído decir que el Gran Mar en esas fechas no era muy violento, pero

no eran pocas las historias de naufragio que se contaban en Tiro. Con condiciones favorables de

viento y mar, le había comentado el patrón que tardarían semanas en avistar las Pitiusas,

primeros islotes del archipiélago. Allí en Baal-Iaron harían su primer repostaje de agua y víveres.

Los días transcurrían monótonos, y solo el bullicio de la tripulación al amanecer y los

rítmicos movimientos de los bogadores turbaban el agradable sonido de la quilla de proa

surcando el mar. Cuando el patrón ordenaba desarmar remos porque el viento así lo permitía, Ir

Baal gozaba con aquel sonido ahora más limpio. El birreme se deslizaba ligero sobre el mar,

empujado por el viento que henchía su majestuosa vela cuadrangular de franjas verticales

púrpuras y blancas.

Oculto por las sombras de la noche, Ir Baal solía disfrutar tumbado en cubierta,

contemplando el magnífico espectáculo que le ofrecían las destellantes luces estelares.

Dibujaban formas que la imaginación del condenado atribuía a animales y figuras inconexas pero

que le ayudaban a pasar las horas de forma agradable y así, por el día, podía dormitar largas

horas en su habitáculo.
El patrón, siempre discreto, le proporcionaba agua y alimentos. Intentaba distraerlo con

innecesarias tareas que aburrían a su invitado, ganándose de esta forma el montón de monedas

que recibió al respecto. Una mañana se aproximó al habitáculo y sorprendido descubrió que allí

no estaba su protegido polizonte. La sorpresa fue tornando a preocupación a medida que recorría

la cubierta e Ir Baal no aparecía. Bajó a los bancos de los remeros y buscó entre los fardos y

recovecos del birreme. Su protegido se había esfumado. La tensión se apoderó de su cuerpo y

sus gestos. Con evidente nerviosismo y descontrolada preocupación volvió a revisar cada una de

las plataformas bajo cubierta y quedó estupefacto cuando, en la segunda bancada de remeros,

descubrió a Ir Baal absorto en la figura del remero que bogaba a su lado. Se relajó, aunque

hubiera preferido no haber presenciado esa escena.

Embelesado, Ir Baal escuchaba la historia que su nuevo amigo griego le contaba. Hablaba

sobre un país lejano, más allá de las Columnas de Hércules, que el sabio Platón refería en sus

escritos.

La Atlántida era un lugar idílico, rico y poderoso donde la vida era apacible y los habitantes

felices. Era una gran ciudad circular. En el centro un majestuoso templo dedicado al dios

Poseidón, rodeado por magníficos edificios revestidos de oro, plata y bronce. Cristales de cuarzo

pulidos con maestría reflejaban la luz del sol de tal forma que los metales preciosos que lo

rodeaban brillaban aun con más fuerza. Rodeando a esta estructura de edificios, se situaban

otros de menor categoría, pero no por eso menos confortables. Eran habitados por ciudadanos

de prestigio y, en sus calles también circulares, los cristales de cuarzo abundaban de tal forma

que cuando se ponía el sol se iluminaban con una luz blanca que las autoridades controlaban

según las necesidades.

A continuación, estas calles eran circundadas por otras que daban lugar a viviendas

unifamiliares que se agrupaban por gremios; así se podía encontrar la calle de los panaderos, la
de los herreros, la de los pescadores, de los curtidores, de los alfareros… El último anillo de

viviendas lo ocupaba el resto de los ciudadanos. Entre toda esta increíble organización, se

distribuían parques y jardines repletos de una exuberante flora que hacía las delicias de propios

y extraños.

La ciudad estaba rodeada de agua por un anillo de treinta brazas de ancho. En el sudeste,

exactamente por donde el sol se ocultaba, habían construido un puerto que servía de acceso y

partida de todo tipo de embarcaciones: comerciales, de pesca, militares y de recreo. Este anillo

acuático, a su vez, estaba limitado por una franja de tierra, también circular, que servía de

contención a otro nuevo anillo acuático. Esta secuencia se repetía, hasta terminar en la franja de

tierra que delimitaba la estructura con aspecto de gran isla. Las costas continentales situadas al

norte, este y sur obligaban a ciudadanos, viajeros, comerciantes y enemigos a acceder a la gran

ciudad solo por el oeste y solo por el mar y solo por el único canal que comunicaba el puerto con

el mar abierto.

Mas allá, en el continente, grandes colinas y verdes valles daban cobijo a un largo y

caudaloso río. Desde las cumbres de los montes que delimitaban esos valles, se podía divisar la

serpiente plateada que dibujaban los meandros. Era el rio Baitis. Diseminadas por esas colinas y

valles, se distinguían pequeñas aldeas de casas circulares rodeadas de frondosos bosques que

cobijaban una diversa y fantástica fauna.

Los bosques de árboles caducifolios adornaban el entorno de colores que, según la

estación, transitaban desde el verde invernal al verde primaveral, pasando por el amarillo

anaranjado del otoño. El verde intenso del laurel se mezclaba con el verde claro de la araucaria,

las coníferas, el sicomoro o el árbol del dragón. La paleta de colores la aportaba el árbol del fuego,

la flor cónica púrpura de Tennessee, las atractivas plantas carnívoras o la flor de arlequín.
La fauna era abundante y diversa, aunque sobre todas las especies destacaban por su

cantidad y variedad los ofidios y los lepóridos, no sin razón era también conocida como la tierra

de las serpientes y los conejos.

Le contaba el remero griego que sus hombres, gigantes de más de dos metros de altura, a

veces lucían formas híbridas entre animales y humanas. Le explicaba que eran criaturas

engendradas por el apareamiento con animales, ya que practicaban el sexo con bellísimas

criaturas no humanas. Disponían de aparatos que facilitaban su vida cotidiana y se desplazaban

por aire, mar y tierra a velocidades muy elevadas. Los sanadores podían aislar los órganos

enfermos y deteriorados para sanarlos, rejuvenecerlos y volverlos a insertar en su lugar. La

comida era abundante y variada. Disponían de rebaños de enormes saurios herbívoros, que

hacían las delicias de los expertos culinarios. Allí la gente era feliz.

Ir Baal quedó encantado con aquellas historias que se le antojaban idílicas y pensaba que

quizás, algún día, él pudiera disfrutar de esa vida, que le ayudaría a soportar la ausencia de

Jezabel.

Desde la cubierta, mirando a babor, a lo lejos casi siempre se divisaba la costa africana. El

conocimiento que el patrón tenía de aquella costa garantizaba mantener el rumbo dentro de la

ruta prevista. Esta era la razón por la que navegaban con luz solar y eran muy pocas las horas que

navegaban sin luz. Atrás había quedado la navegación de cabotaje de sus abuelos. El viaje

transcurría con normalidad e incluso, cuando la imagen de Jezabel se lo permitía, se podría decir

que disfrutaba de aquella singladura.

Había decidido el patrón hacer una parada antes de lo planeado. La falta de víveres puso

de manifiesto el error en los cálculos que había previsto, especialmente de agua. El calor en aquel

final de verano se dilató y los remeros demandaban más agua de lo normal. En unas jornadas

avistarían los cabos que protegían a la ensenada que daba cobijo a un pequeño asentamiento
donde se avituallarían y que regentaba un buen amigo suyo. Era un lugar amable de la costa

africana, que más tarde se convertiría en Hadasht (“Ciudad Nueva”: Cartago). De allí pondrían

rumbo al paso entre Utica y Sulcis, dos colonias bien protegidas por Tiro.

El acceso a Hadasht y la corta estancia (solo estarían un día), trascurrió sin sobresaltos. Ir

Baal observaba cómo, de forma extraordinariamente eficaz, las grandes vasijas vacías eran

sustituidas por otras similares llenas, unas de agua, otras de grano y otras de arroz.

Especialmente celebrado por la tripulación fue el embarque de gallinas, conejos y un cerdo, todos

ellos vivos.

El hombre de tez oscura que organizaba el trasiego del avituallamiento, parecía que

disfrutaba de toda la confianza del patrón de la nave. Su relación era fluida y pasaban largas horas

bebiendo vino y contándose las noticias que cada uno disponía de los extremos oriental y

occidental del Gran Mar. Ir Baal pudo escuchar cómo el hombre de tez oscura prevenía al patrón.

Hacía dos semanas que una nave procedente de Malaka cargada de oro, plata y cobre, fue

abordada por dos barcos piratas. En el abordaje dos tripulantes murieron y se llevaron toda la

carga:

—Al menos el patrón no murió —explicaba con gesto turbado.

Tras una efusiva despedida y la entrega por parte del patrón de una buena bolsa repleta de

monedas, zarparon rumbo a las islas Ballein para los griegos y Baal-Iaron para los de Tiro.

Seguirían navegando dirección oeste, hasta el paso entre Utica y Sulcis, donde virarían hacia

noroeste buscando las Pitiusas. Zarparon cargados de víveres, animales vivos y una buena dosis

de preocupación.

Cuando Ir Baal comentó con su amigo griego la conversación que había oído en el puerto,

entre el patrón y el hombre de tez oscura, le sorprendió la poca importancia que el griego le dio.
Le explicaba que, para la tripulación prácticamente griega, era como una especie de

«salvoconducto» para piratas. Aseguraba que, si el patrón no intervenía, en un más que

improbable encuentro con piratas, no habría problemas. Sin nombrarlo, dejaba entrever que

entre griegos no se agredían.

La conversación fue interrumpida por quien gobernaba la nave. Había escuchado parte del

relato del griego y ambos se enzarzaron en una discusión, que para Ir Baal era como un duelo de

quién tenía más y mejor información al respecto. Para el patrón, los piratas eran indeseables

griegos, seléucidas y gentes de mal vivir. Casi todos ellos prófugos de la justicia con graves delitos

a sus espaldas. Para el bogador, los mal llamados piratas no eran más que personas cabales que

se revelaban contra la tiranía de reyezuelos y señores de la guerra que aplastaban con sus

impuestos el menor intento de vida digna. Impuestos que servían para financiar guerras que a la

gente nada le importaban y que solo servían para que murieran inocentes y ampliar más su

feudo. Tuvo que admitir el tirio que algo de razón tenía el griego. No por azar, la tripulación era

prácticamente al completo griega, y sabía perfectamente y de primera mano que era así porque

le costaba menos que si contrataba a sus propios conciudadanos. Era así porque los griegos

estaban exentos de pagar impuestos por su doble condición de navegantes y extranjeros.

Ir Baal, en un segundo plano, seguía con atención ambos puntos de vista. Le parecía

especialmente curiosa la disputa por el significado de la palabra que define a las islas que daban

cobijo a piratas. Para el griego, el nombre hacía mención a la habilidad que los hombres

autóctonos tenían lanzando piedras con la honda (Ballein). Para el patrón tirio, el nombre se lo

asignaron sus antepasados navegantes en honor al dios Baal.

La preocupación del patrón sobre su próximo destino resultaba evidente. Aunque no era la

primera vez que repostaba en Nura, los comentarios de su amigo africano y sus propios

conocimientos de cómo los talayots con sus temibles hondas ayudaban a los piratas desde tierra,
lo mantenían en tensión. El remero griego, buen conocedor del Gran Mar y de sus rutas, trataba

de calmarlo. Le explicaba que los talayots solo ayudaban a que las naves que se negaban a pagar

sus tributos por el paso de sus costas lo hicieran. No actuaban fuera de su área de influencia y no

desvalijaban ni herían a nadie. Cobraban lo que consideraban suyo. El resto no era más que

historias deformadas de la realidad, y Nura era una isla bien protegida por Tiro.

Ir Baal se planteó la importancia de emitir una opinión. Los talayots eran los talayots. Como

pueblo tendrían sus costumbres y su cultura, y eran las que eran. Aquella realidad, vista por su

amigo y por el patrón, era distinta. ¿Con cuál habría de quedarse? Seguramente él no sabría qué

decir si alguien en algún momento le preguntara por los habitantes de aquellas islas.

Seguramente, ni el amigo ni el gobernante de la nave habían vivido ninguna experiencia con

aquellos pueblos. Seguramente ambos se habían formado la idea a partir de historias que le

habían contado a ellos. Inmerso en estos pensamientos, no fue consciente del momento en el

que le venció el sueño.

Los días transcurrían tranquilos y sin grandes sobresaltos. Los vientos de levante henchían

la vela y empujaban a la nave desde popa, haciendo el trabajo de los bogadores más llevadero.

Hubo un pequeño revuelo entre la tripulación. Resulta que, entre los animales vivos, había un

gallo que antes del amanecer ya exhibía sus llamadas nupciales. Eran sonidos muy estridentes y

realmente molestos. Hubo una protesta airada y el patrón tomó una sabia decisión. Aquel día

comieron arroz con pollo.

Ir Baal frecuentaba cada vez con más interés a su amigo el remero y pasaba largas horas

escuchando las historias de aquellos pueblos al otro lado de las Columnas de Hércules. Imaginaba

cómo podría ser su vida sin su amada, que tanto añoraba, en aquellos lugares y con aquella gente

tan diferente a lo ya conocido. En esa ocasión y ante la insistencia de Ir Baal, el remero le contó

otra historia sorprendente:


—Hércules estuvo en esas tierras —aseguró. —De hecho, las columnas que señalaban el final de

la tierra las plantó el mismísimo Hércules —espetó con vehemencia.

—En un tiempo lejano, aquel pueblo estaba gobernado por el poderoso y temido Gerión.

Algunos lo describían como tricéfalo, con tres troncos corporales, cada uno con su

correspondiente cabeza. Otros lo describían como tres individuos con un increíble parecido en

forma, fuerza e inteligencia. De cualquier modo, Gerión era famoso entre los griegos porque

poseía un copioso rebaño de toros grandes, robustos y de amplia frente. Los magníficos bueyes

exhibían aquel aspecto porque pastaban a placer en aquellos amplios prados de yerbas altas,

tiernas y exuberantes. Aseguraban que la leche que daban era tan espesa que, para hacer queso

había que mezclarla con gran cantidad de agua. Estaba este ganado protegido día y noche por el

monstruoso perro Cerbero, fiel y leal a su amo Gerión.

Ir Baal seguía aquella historia fascinado. Se planteaba seriamente que los griegos podrían

tener una tradición y una cultura superior a la de los estados fenicios. El remero ajeno a los

pensamientos de su escuchador seguía con la historia.

—Hera, madrastra de Hércules, en complicidad con su hijo Euristeo, hermanastro del

semidiós, encomendaba a este misiones muy arriesgadas y peligrosas con el fin de que muriera,

y así no le pudiera disputar el poder a su hermanastro, pero Hércules siempre salía indemne de

todas ellas. En esta ocasión, era la décima de las misiones, debía robar el ganado a Gerión, para

lo cual era necesario cruzar el Jardín de las Hespérides, donde las codiciadas manzanas doradas

eran custodiadas por las temibles «Hijas de la Noche». También debía traer consigo una de esas

codiciadas manzanas.

Hércules, obligado a cumplir las órdenes de su madrastra Hera, aprovechando la Copa del

Sol, viajó al extremo más occidental del mundo conocido. Tras inmovilizar, solo con su hipnótica

mirada, al fiero can Cerbero insobornable y capturarlo, dio muerte en triangular batalla a las tres
partes del todo Gerión. Partió triunfal el semidiós con su bóvido botín en dirección oriente. Ya en

las puertas del Jardín de las Hespérides, aprovechando la Copa del Sol, envió una potente luz

cegadora, de tal forma que las Hijas de la Noche, quedaron paralizadas mientras el rebaño

transitaba por sus tierras y Hércules se hacía con la áurea manzana.

En el viaje de regreso, tuvo que pasar por los dominios de un magnánimo rey de aquella

región, conocido por su bondad, sabiduría y justicia. Hércules, conocedor de estos atributos del

buen rey, ofreció una parte del rebaño a su anfitrión. Este, agradecido sacrificó al mejor ejemplar

en honor al semidiós y así se estableció la costumbre de sacrificar cada año al mejor toro de la

manada.

Atardecía cuando por proa ya se avistaba tierra. Entre la tripulación, comentarios y actitudes

delataban la proximidad de los primeros islotes de las Baalliarun. Pasada una hora ya se divisaban

los altos riscos sobre los cuales flameaban los fuegos avivados por los temibles talayots. El patrón

decidió dar un amplio rodeo para evitar los asaltos de los barcos que navegaban cerca de sus

costas, donde incluso eran alcanzados por las certeras hondas de sus habitantes.

En realidad, como le explicaba su amigo griego, lo que la población de aquellas islas

pretendía es que los barcos que pasaban cerca de su costa y atracaran en algunos de sus puertos

naturales, pagaran un tributo. Estos islotes carecían de recursos propios y de esta forma se

ayudaban en la supervivencia. Nunca robaban la carga ni se excedían en sus peticiones, como

contaba alguna que otra historia malintencionada.

Ya entrada la noche, dejaron atrás esos primeros islotes y a estribor divisaron las costas de

Nura. Aquella sería una parada más larga, tres días sugería el patrón, y por supuesto algo más

incómoda para Ir Baal. Era una colonia dependiente, protegida y defendida por Tiro y por tanto

contaba con un buen número de colonos, soldados, guardias y comerciantes, todos ellos con

vínculos familiares y sociales con la gente de aquella ciudad-Estado.


El Patrón advirtió a Ir Baal que no debía ser visto, por miedo a que fuese reconocido.

—Las noticias viajan más rápido que las naves —comentó en voz alta.

Ir Baal sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo y a su mente afluyeron todas las

imágenes de su partida. La de Jezabel prevalecía entre todas y la tristeza se apoderó de sus

sentimientos. Ya no tenía ninguna esperanza de volver a ver a su amada. La resignación y las

lágrimas fluyeron y la profunda pena lo recogió en el habitáculo, de donde no podría salir en los

próximos días. La noche le secó las lágrimas y el cansancio lo rindió y un profundo sueño se

apoderó del desdichado Ir Baal.

El trasiego de ánforas, tinajas y gente moviéndose ruidosamente por la nave, lo despertó.

Tuvo que reprimir el impulso de subir a cubierta para despejarse con la brisa de la mañana.

Intentó acomodarse de la mejor manera, esperando que el patrón o su amigo el griego se

acordasen de él.

Pasaron horas interminables sin que nadie le reportara algo de comida o compañía. Ya

oscurecía cuando unos pasos alertaron al tirio. Alguien se acercaba… Era el patrón que, con gesto

preocupado, le ofrecía agua, unas tortitas de maíz y un puñado de algarrobas. Ir Baal lo agradeció

discretamente y el responsable de la nave y la travesía le trasladó su preocupación. Se comentaba

por el puerto que el condenado a muerte en la capital del Estado podría viajar como polizonte

en algún barco de mercancías, por lo cual estaba acelerando la reposición de víveres con la

intención de zarpar lo antes posible, evitando así males mayores.

Ir Baal tomó conciencia de la situación y de que realmente su vida corría peligro. No podía

hacer otra cosa que permanecer oculto y confiar en que nadie hablara más de la cuenta. Sabía

que en Tiro era muy conocido, por ser el sobrino de quien era, y cualquier tirio podría

reconocerlo.
Aquella noche el calafate trabajó sin descanso. Le habían dado orden de hacer un doble

fondo en una de las tinajas de mayor dimensión, de tal forma que cupiese una persona. Adaptó

la tapa de un barril, para acoplarla al diámetro de la tinaja, allí por donde empezaba a menguar.

Así la tinaja quedó dividida en dos partes desiguales, siendo la del fondo aproximadamente las

tres cuartas partes del total. Finalmente perforó el fondo con tres agujeros de un centímetro de

diámetro, con la intención de ventilar algo el pequeño habitáculo.

Un buen amigo del patrón, agradecido a este por lo bien remunerado que se sentía por

organizar el repostaje en los últimos cuatro años, lo despertó realmente alterado. Había oído que

al alba, en el cambio de la guardia, un pelotón de soldados registraría la nave en busca de un

polizonte. Alguien había delatado la situación.

Solo faltaba una hora para el alba y el patrón rápidamente despertó al calafate y a su

protegido polizonte. Se pusieron a la tarea inmediatamente y antes de las primeras luces de la

mañana, Ir Baal estaba acoplado en el fondo de la tinaja haciendo un alarde de contorsionismo

a oscuras y cubierto por la tapa que el calafate había fabricado y rellenado hasta el borde de

algarrobas.

Aún dormía la mayor parte de la tripulación, cuando un pelotón de diez soldados, dirigidos

por uno de grado superior, desfilaba por el pantalán que daba acceso a la embarcación.

Irrumpieron violentamente en cubierta provocando el caos entre la tripulación, que ajena al

curso de los acontecimientos, no entendía qué estaba pasando.

El patrón se hizo el sorprendido y protestó airadamente al que mandaba a los soldados por

aquella intrusión en su nave sin previo aviso. Este entregó una orden de registro con el sello del

gobernador de la colonia. Los soldados abrían los sacos de granos y víveres hundiendo sus

espadas en el interior, provocando el desbarajuste en las bodegas de la nave. Pasaban de largo

por los barriles de agua y vino y deshacían fardos por doquier.


Ir Baal, aterrorizado y a oscuras, sudaba profusamente. El miedo y la complicada postura

que había tenido que adoptar, entorpecían su respiración, que cada vez era más forzada. El ruido

y los gritos del exterior alteraban su conciencia, de modo que solo se concentraba en percibir el

más leve movimiento de su pequeño y oscuro cubículo.

Uno de los soldados se acercó a la tinaja, blandiendo su espada en alto, y con la mano libre

descubrió su contenido. Se disponía a introducir en el interior su espada, cuando se interpuso

entre él y la tinaja el remero griego. Con un gesto desafiante mantuvo la mirada fija a pocos

centímetros de la del soldado. El griego introdujo su mano en la tinaja, sin desviar su mirada de

la del soldado, y levantó un puñado de algarrobas. Tras unos segundos interminables, el soldado

no quiso comprobar la medida del desafío y siguió escudriñando el resto de los barriles, tinajas y

fardos.

Cuando la inspección terminó y los soldados saltaron a tierra, el griego rápidamente vació

el cuarto de tinaja relleno de algarrobas y descubrió la tapa que daba cobijo a su amigo. Ir Baal

se había desmayado, no pudo soportar la tensión y la falta de aire. Tuvo el griego que forzarse,

ya con la ayuda del patrón, en mover el cuerpo inerte de Ir Baal, que tardó en recuperar el aliento

ante la evidente preocupación de sus protectores.

Inmediatamente el patrón se dirigió al acuartelamiento de los soldados (conocía allí a un

oficial) con la intención de hacer una airada protesta para justificar su precipitada partida y así

consiguió la autorización de zarpar ese mismo día. De vuelta a la nave ordenó a la tripulación

iniciar el proceso para zarpar en una hora.

El día era limpio, claro y la mar amable. En el fondo próximo a los embarcaderos, la

claridad de las aguas mostraba algunos barcos hundidos que ya en alta mar dejaron de verse. Ir

Baal decidió salir a cubierta para terminar de despejarse y olvidar las emociones sentidas en el
puerto. Los remos bogaban como con vida propia. El poco aire que soplaba lo hacía de estribor,

por lo que la vela quedo plegada.

El patrón se acercó al prófugo con gesto de preocupación. Le explicó que sería más

conveniente que desembarcara en Malaka. Era un asentamiento menos transitado que Gadir y

por tanto menos concurrido. Allí disminuirían las posibilidades de que fuera descubierto. Tras el

sobresalto en Nora, debían ser más cautos.

Le explicaba que, viajando en dirección noroeste tierra adentro, podría encontrar poblados

de gentes que vivían en paz y que no mantenían contacto con las colonias administradas por Tiro.

Con suerte no volvería a encontrarse con ningún fenicio. Se forzaba en explicar que solo tendría

que seguir el curso del río que desembocaba cerca del asentamiento al que se dirigía desde las

montañas del norte.

Ir Baal se resistía a oír lo que oía y el desasosiego se apoderó de él, no podía articular

palabra, solo su gesto transmitía desolación. No podía aceptar lo que le estaba pasando y por

momentos tomaba conciencia de su triste realidad. Se quedó estupefacto cuando el patrón, al

retirarse, le aconsejó que reflexionara sobre esa propuesta, ya que de ello podría depender su

vida.

Solo en cubierta, acompañado de la nostalgia y de la desdicha, intentaba desprenderse de

la imagen recurrente de Jezabel para centrarse en su futuro inmediato, pero el esfuerzo era

infructuoso y la desolación comprimía su corazón.

Una mano grande y cálida se posó en su hombro y lo devolvió a la cubierta del barco. El

griego, grave pero cercano, le regaló una confortable sonrisa que desconcertó a Ir Baal. Sabía que

era el bogador una persona cabal pero seria, de rasgos duros pero de mirada limpia, de gestos

recios pero de trato fácil. Aquella sonrisa desconcertó al condenado.


Le contó Ir Baal la propuesta que le había sugerido el patrón y por supuesto lo preocupado

que estaba con su futuro próximo. El griego parecía estar en desacuerdo con esa alternativa, ya

que negaba con la cabeza durante el relato. Con tranquilizadora parsimonia le expuso la suya.

Estaba de acuerdo en desembarcar en Malaka, por los motivos que esgrimía el patrón, pero

disentía del camino que debía emprender. El de esta propuesta era menos duro y más seguro.

Tendría que caminar en dirección oeste, siempre paralelo a la costa y sin perder el sentido de

poniente. De esta forma se alejaría de las altas montañas y de los pueblos y gentes que la

habitaban.

Ir Baal protestó, ya que en esa dirección antes o después llegaría a Gadir, donde los peligros

aumentarían exponencialmente. Asintió el remero, pero con seguridad y cercanía tranquilizó al

polizonte. Por el camino indicado, a dos o tres semanas, encontraría un poblado justo a la orilla

del mar, un asentamiento poco frecuentado por fenicios que pudieran reconocerlo. Eran gente

sencilla del lugar que vivía de saladeros de grandes peces que se pescaban por aquellas costas.

Los salaban y conservaban, sirviendo de alimento tanto para la población como para naves que

se abastecían de este producto duradero a cambio de otras alternativas de las que carecían en

aquel lugar.

Ese poblado lo encontraría antes de Gadir y lo reconocería porque desde allí, en días claros,

podría ver las costas africanas. Era conocido como Bailo Baelokun. Desde ese lugar sería más fácil

desplazarse hacia el norte manteniéndose siempre lejos de Gadir.

Fue una larga noche para Ir Baal. Las alternativas, ambas desconocidas, lo desalentaban y

le impedían inclinarse por una u otra. En cualquier caso, era consciente de que se enfrentaba a

la decisión más importante para lo que habría de venir. Sin argumentos claros que le inclinasen

a ninguna de las alternativas, se centró más en las fuentes de donde provenían. Esto sí le ayudó,

a pesar de la buena voluntad de ambos, tuvo que reconocer que confiaba más en el griego que
en el patrón. Llegado a esta conclusión se entristeció. De una u otra forma, no volvería a ver a

ninguno de los dos.

A la mañana siguiente decidió buscar al patrón para comunicarle el resultado de sus

elucubraciones. La sorpresa fue cuando, en un lugar apartado, encontró al patrón y al griego

inmersos en una acalorada discusión. Cada uno trataba de convencer al otro de que su alternativa

era la mejor. La presencia de Ir Baal provocó un tenso silencio entre ambos, que se prolongó

durante unos largos segundos y que rompió el remero.

—Que decida el implicado.

Ambos dirigieron su mirada hacia el desdichado tirio, que no obstante se sintió algo

reconfortado al comprobar que dos buenas personas se preocupaban de su futuro y de su propia

vida.

—He decidido caminar hacia Bailo Baelokun.

Aquella mañana avistaron por primera vez las costas del extremo opuesto del Gran Mar

desde donde partieron. Lo habían cruzado de oriente a occidente y a Ir Baal se le aceleró el

corazón. En algún lugar de aquella costa pisaría por primera vez una nueva tierra y una nueva

vida.

El patrón explicaba a Ir Baal los planes para el desembarco. Malaka estaba situada en la

desembocadura de un río, aquel que en su propuesta debía seguir. A unos doscientos estadios

hacia el poniente, desembocaba otro gran río, formando en su desembocadura un extenso y

frondoso delta repleto de aves migratorias, que incluía una isla deltaica rodeada de aguazales y

marismas. Puntualizó el marinero que buscarían una playa poco profunda, hacia el margen

derecho de este río, con la intención de que no tuviera que cruzarlo. Aunque no era época de

crecidas, evitaría tener que andar con el agua por la cintura al comienzo del camino. Le informó
de que, en su larga andadura, encontraría ríos cuya desembocadura podría atravesar por la playa,

y que en algunos casos tendría que remontarlos hasta encontrar un mejor lugar para cruzarlos.

Ir Baal escuchaba atento las indicaciones a la vez que su cuerpo y su mente se forzaban por

controlar una emoción incontrolable.

Al mediodía estaba la nave fondeada en una pequeña bahía de agua poco profunda y desde

donde se podía divisar con claridad cualquier presencia humana en tierra. Decidió el patrón que

aquel era un lugar seguro para el desembarco del polizonte. Una vez aprovisionado de la mejor

manera, al atardecer, lo aproximaría todo lo posible a tierra para que desde allí iniciara su

andadura.

Ir Baal recogió lo imprescindible de entre sus pertenencias, con unas de las pieles hizo un

hatillo, donde envolvió cuanto le cupo, y con una cuerda trenzada de pita ató los extremos de tal

forma que podía transportarla en bandolera. El patrón le preparó un buen pellejo hecho del

estómago de vaca bien repleto de agua.

Ya los remeros bogaban en dirección a la playa, mientras un marinero largaba el cabo que

mantenía el ancla sujeta al fondo del mar. Suavemente el barco se frenó cuando la quilla de la

popa rozó la arena de la playa. Ir Baal se disponía a abandonar la nave cuando su amigo lo retuvo

por el brazo mostrándole un artilugio que él nunca había visto. Era una larga tripa de algún

animal, seca y muy bien engrasada. En uno de los extremos lucía un ojal perfectamente

engarzado. En el otro extremo llevaba una estaca bien afilada en la punta y rechoncha en la

cabeza debajo de la cual la tripa se acoplaba en una muesca esculpida a tal efecto. Le explicó

cómo funcionaba, a la vez que se lo mostraba. Debía pasar la estaca por el ojal del otro extremo

haciendo así un lazo corredizo, después clavaría la estaca en el suelo dejando en el otro extremo

un lazo de una palmada de diámetro. Una vez preparada la trampa, tenía que camuflarla entre

la maleza para no ser vista.


—El lugar a donde vas se le conoce como Hesperia (tierra de conejos), aunque algunos

también la llaman Ofiusa (tierra de serpientes).

Sonrió mientras se fundían en un cálido abrazo.


La travesía (parte II)

La vida en los buques durante la travesía oscilaba entre la rutina y la ansiedad por

desembarcar. La tripulación alternaba sus obligaciones asignadas propias del rango con el poco

tiempo libre que por lo general se dedicaba a mantener la forma física. Uno de los momentos del

día especialmente relajado, y aunque separados tropa y oficiales, era el de las comidas. Lo

dedicaban a la convivencia, comentarios y risas siempre que el «jefe» (así le llamaban todos

refiriéndose al teniente general) no tuviera ninguna ocurrencia.

El coronel, desde su posición privilegiada, disfrutaba de más tiempo libre que el resto de la

tripulación. Sus misiones asignadas no requerían gran inversión de tiempo, al menos durante la

travesía, solo asegurarse de la estabilidad de la comunicación con la OTAN y el Estado Mayor. El

oficial responsable de los aspectos técnicos, que mantenía ambos canales de comunicación

firmes y seguros, era el teniente de navío Pablo Payá i Verdú, número uno de su promoción,

ingeniero en telecomunicaciones y oficial al mando del equipo y personal dedicado a estos

aspectos, a las órdenes directas del mando de la misión. Payá era con diferencia, la persona que

acumulaba más información de todo el personal asignado a la operación «Libre Hidalgo».

Desde que recibió la orden de mantener firmes y seguras las líneas de comunicación entre

la OTAN, El Estado Mayor y el coronel Guirval, la curiosidad debilitaba su ética y disciplina militar.

Era la única información que desconocería, la que se produjera entre aquellas líneas estables y

seguras.

En la segunda mañana de navegación, tras el desayuno, el coronel se sintió más animado y

de nuevo abordó su decisión de no fumar. Pensó en retomar su abstinencia, que había roto tras

los episodios vividos en Madrid. Sabía que el ejercicio físico le ayudaba en sus propósitos y decidió

bajar al gimnasio de oficiales. Solo una de las dos cintas estaba ocupada y decidió empezar con
diez minutos de carrera continua a modo de calentamiento. De inmediato recibió el obligado

saludo del ocupante de la otra cinta.

—A sus órdenes, mi coronel.

El teniente de navío ya sudaba profusamente, cuando el coronel le dedicó una mueca que

pretendía ser una sonrisa, pero se quedó en un gesto anodino. Pablo Payá esperaba una situación

como esta para abordar al coronel e intentar un acercamiento estratégico, que le ayudara a

satisfacer su morbosa curiosidad.

Casi sin solución de continuidad, la conversación pasó de los aspectos físicos del

entrenamiento y la media maratón en la que ambos coincidieron en las pasadas navidades en

Madrid, a la visión y conocimientos que tenían sobre el lugar a donde se dirigían. Coincidieron

que aquellas playas eran más propias de vacaciones estivales que de un desembarco de la

magnitud que preparaban.

El coronel se sintió atraído por la cercanía y el trato agradable del teniente de navío (para

él, capitán) y pensó que alguien tan joven y con tan brillante currículo, que era además

responsable de todas las comunicaciones, podría ayudarle en su misión oculta de

«desenmascarar al jefe».

Los intereses cruzados de ambos propiciaron el acercamiento que más tarde se convertiría

en complicidad. Se buscaban en el comedor de oficiales para continuar con sus ocultas

estrategias y cualquier momento era aprovechado para intimar, intercambiar puntos de vista y

lo que más les interesaba a los dos, información. Al tercer día, el coronel y el teniente de navío

habían construido una relación tan fluida y cómplice que parecía que hubiese comenzado años

atrás.

Pablo Payá, en su estrategia de acercamiento al coronel para conocer más de su misión,

solía comentar algunos aspectos de la información entre el «jefe» y el Estado Mayor. Le contó

una curiosidad que no alcanzaba a entender. El teniente general recibió un teletipo con una
detallada relación de lo que parecía un presupuesto de tejidos. Provenía de su oficina, pero no

pidió que informase al Estado Mayor, como habitualmente solía hacer. El teletipo rezaba así:

ACUERDO CERRADO: TEJIDO CRUDO (sin tratar, tal como sale del telar)
Género Metros Precio/metro Total
Popelín camisa …………………… 200.000 ………………… 1.5 ………… 300.000
Sarga pantalón ………………… 350.000 ………………… 2.1 ………… 735.000
Loneta petate ………………… 50.000 ………………… 1.2 ………… 60.000
Rizo toalla ……………………… 70.000 ……………… 1.5 ……… 105.000
Loneta impermeable ………… 30.000 ………………… 2.3 ………… 69.000
Sarga impermeable …………… 20.000 ………………… 2.0 ………… 40.000
Loneta alta resistencia ………… 50.000 ………………… 2.2 ………… 110.000
Tafetán lencería…………………… 250.000 ………………… 1.4 ………… 350.000

Total …………………………………………………………… 1.769.000


3%…………………………………… 53.070
Siempre a sus órdenes.

El coronel sintió un leve escalofrío y su mirada escudriñó en derredor, pensó que aquello

podría ser suficientemente importante como para evitar observadores ajenos. La tensión le hizo

claudicar de nuevo y encendió un cigarrillo. El teniente de navío, sorprendido por esa conducta,

no pudo dejar de preguntar.

—Pero… ¿tú fumas?

La pregunta precedió a un incómodo silencio para ambos. El coronel entendió que era el

momento de devolver a Payá (así decidió llamar a su nuevo amigo) la confianza que había

depositado en él. «Quid pro quo», pensó. Así favorecería la relación de complicidad y confianza

que ya habían construido. Por otro lado, era la forma de justificarse y justificar su recaída.
Explicó a su nuevo amigo, parco en detalles, los episodios vividos en Madrid meses antes.

Evidentemente puso especial cuidado en no revelar su misión oculta.

El teniente de navío Payá quedó sorprendido a la vez que atraído por aquella historia, que

definitivamente le acercó a su nuevo amigo y despertó en él un profundo sentimiento de respeto

y admiración. El coronel, usando la línea ex profeso, informó puntualmente a su suegro del

contenido y origen de aquel teletipo y de su más que razonable intuición de que aquello se podría

convertir en una prueba indubitada de las pesquisas que el jefe del Estado Mayor de la Defensa

incoaba al mando jefe de la operación.

El máximo mandatario del ejército encomendó a su hombre de confianza, el comandante

Guirado (amigo desleal de Guirval), investigar el origen y posterior desarrollo de aquel teletipo,

con la discreción habitual que exigía este tipo de misiones.

Se aproximaba el día del desembarco y la tripulación al completo se tensionaba. Todos

tenían a sus espaldas infinidad de maniobras en sus respectivos destinos y todos habían

entrenado su tarea en el desembarco y en las jornadas posteriores, incluso alguno de ellos había

participado en la misión de Bosnia. Tenían comprobado el material de visión nocturna en las

noches del Mediterráneo a bordo de los buques, habían escuchado con interés las charlas que

les impartían de cómo tratar a la población autóctona, de su vida y costumbres. Los flamantes

cascos azules recibieron todo tipo de entrenamiento, incluido el de la defensa de ataque con

armas químicas y biológicas.

En la víspera del día señalado para el desembarco, Payá buscaba con verdadero afán a su

amigo el coronel. Tras intentarlo en su camarote, en el gimnasio, en cubierta…, por fin en el

puente de mando, rodeados de oficiales y jefes, lo encontró conversando con el comandante

Horno, responsable del primer contacto con tierra firme.

—¡Mi Coronel! —exclamó Payá, interrumpiendo la conversación.


—El excelentísimo señor embajador de España en El Líbano espera poder comunicar con

usted a la mayor brevedad posible.

Se hizo un interrogador silencio en el puente de mando y todas las miradas se dirigieron

hacia el coronel Guirval, que no consiguió esconder el rubor que le produjo tal expectación.

—Enseguida te acompaño —respondió.

—Con su permiso, mi almirante —dijo dirigiéndose al mando de mayor rango.

Ambos bajaron precipitadamente el tramo de escalera que separaba el puente de mando

de la cubierta del Buque Galicia y se encaminaron a la sala de comunicaciones.

El embajador explicó al coronel que disponía de un despacho en la embajada, siguiendo las

instrucciones del ministro Moratinos, con las líneas de comunicación requeridas. Que sería

recibido y acogido como exigían esas mismas instrucciones para que pudiese realizar las delicadas

misiones encomendadas y que por supuesto contara con la mayor discreción por su parte.

Aquella noche, la que precedía al desembarco, el coronel no conseguía conciliar el sueño.

Las imágenes se sucedían al mismo ritmo vertiginoso que las emociones. La imagen de su mujer,

la de su suegro, la de su amigo desleal, la de su brillante carrera, la de su coche vagando por

Madrid, la de su familia en el cortijo andaluz se mezclaban con las indefinidas imágenes por venir.

¿Cómo sería su estancia en aquel país? ¿Y su clima? ¿Y su gente? ¿Y sus misiones? ¿Y su carrera?

¿Y su vida…?

En algún momento del duermevela le retumbó en su cabeza y en su conciencia la frase que

Lidia pronunció: «Estoy enamorada de tu amigo». ¿Cómo pasó? ¿Qué sentía? Ahora le parecía

que no la dijo para lastimarlo a él, que no se sentía orgullosa y que incluso sufría. Ahora casi

estaba convencido que su mujer había sido leal y honesta. Estaba enamorada… como si le hubiese

querido decir: «Lo siento, pero es algo que yo no puedo cambiar».


Por un momento pensó que él había sido más desleal con ella. Nunca le dijo que su

verdadera intención era acercarse a su padre, más pensando en su carrera que en ella. ¿Habría

de alguna forma transmitido este mensaje sin ser consciente de ello? ¿Pudiera ser que hubiese

alguna lógica, desconocida para él, por medio de la cual no solo aquello pasó, sino que él hubiera

podido provocarlo? Inmerso en este estado de la conciencia, donde lo real se enturbia con lo

imaginario y lo onírico con los deseos, lo consciente se rindió definitivamente al mundo de los

sueños.

La diana y la actividad no cotidiana, que despertó a la flotilla aquel día, despertó también

al coronel empapado en sudor y con sus atributos de género enervados. La ducha devolvió a

Guirval la conciencia real del momento que vivía y salió de su camarote intentando aparentar

una naturalidad no sentida.

Ya amanecía y en lontananza se adivinaba, más que se veía, una silueta que rompía la línea

monótona del horizonte. En las costas del sur del Líbano se dibujaba un perfil montañoso poco

elevado. Con la luz del día se intuía verde.

Las naves rompieron su formación de travesía y se situaron en la bahía de Tiro según

órdenes del mando, el sonido de los motores de los helicópteros hacía aún más tenso el

momento y pronto sobrevolaban los buques que los habían transportado. La actividad

continuaba y el contingente al completo se preparaba para el inminente desembarco. Hasta que

los cinco buques quedaron fondeados e inmóviles proa al viento.

Desde la cubierta del Galicia, el coronel ya podía divisar la línea de una hermosa playa y las

instalaciones del lujoso hotel Rest House, donde habían improvisado un exiguo helipuerto. En la

playa se distinguían sorprendidos bañistas, mezclados con militares libaneses encargados de la

seguridad del desembarco. Se preguntaba el coronel si allí moriría o nacería la célebre «Blue

Line» definida por la ONU.


Los portalones de los buques que daban salida a las barcazas y anfibios que transportaban

a tropa y vehículos hacia la playa, comenzaron a bajar y las popas de los barcos mostraron la

verdadera envergadura de aquel desembarco. No en vano era el mayor que se producía desde el

desembarco en Alhucema, treinta años antes en la guerra de Marruecos.


En tierra firme (parte I)

Allí, en el margen occidental del río Saduce, se podían divisar a lo lejos los destellos de las

hogueras del pequeño asentamiento humano en las cercanías del delta que dibujaba el río en su

desembocadura. Allí, Ir Baal se enfrentó cara a cara con sus sentimientos. En principio pena y

tristeza por las pérdidas de su amada Jezabel y de sus amigos y protectores el griego y el patrón.

Al poco la tristeza se transformó en una insoportable soledad y la soledad tornó en un profundo

sentimiento de indefensión y el pánico se apoderó de su conciencia, de su esqueleto y de su

existencia. Sus glándulas salivares se volvieron perezosas y su corazón se retorcía en la caja

torácica pidiendo más espacio vital. Sus piernas y su soledad acordaron que el desdichado Ir Baal

se acurrucara en la arena de la playa donde solo el incontenible llanto daba fe de vida. Las horas,

el desaliento y la tensión dieron paso al agotamiento y el sueño venció.

El monótono y suave sonido de las pequeñas olas rompiendo en la orilla despertó al tirio.

Inmóvil para no romper el hechizo, observaba cómo el disco solar emergía de las profundidades

del Gran Mar. Con el ánimo renacido, así como el sol renacía de las negras profundidades

marinas, se puso en pie decidido a dar el primer paso hacia una nueva vida.

Ya con el sol luciendo en todo su esplendor a su espalda, no encontraba ninguna dificultad

en caminar hacia la dirección acordada. Era fácil, a su izquierda siempre el mar, a su derecha

varias cadenas montañosas dificultaban el paso hacia el interior y el bosque de coníferas

disputándole el espacio al mar. Así, solo debía transitar entre el mar y la montaña por aquella

franja costera interrumpida, de vez en cuando, por pequeñas elevaciones que servían al fenicio

para otear el camino y así asegurarse de no ser visto. Caminaba tranquilo, aquella franja de

piedemonte estaba poblada por extensos bosques de coníferas que en ocasiones llegaban

prácticamente hasta la orilla. Aprovechaba Ir Baal aquellas pequeñas lomas para descansar,

partir unos piñones y comer alguna baya. Con frecuencia podía observar cómo alguna liebre
exhibía descarada su carrera saltarina, en dirección contraria a la madriguera con objeto de

distraer la atención del intruso.

Aquello le hizo salivar y de forma concatenada se acordó del artilugio que su amigo le regaló

en la despedida. Rebuscó en su hatillo hasta dar con él y definitivamente el hambre le obligó a

usar aquella cosa extraña que él nunca había visto antes. Se adentró un poco en el bosque y

pronto descubrió un lugar que le pareció adecuado. Era una pequeña llanura poblada de más

matorral que piedemonte. Con esmero, más que con experiencia, camufló el lazo como le explicó

el griego. Se retiró unos metros escondiéndose entre los árboles para no ser visto por las posibles

presas. Más pronto que tarde escuchó unos chillidos no humanos que procedían del lugar donde

había ocultado la trampa que resultó la mar de eficaz. Con una destreza para él desconocida,

despellejó a la hermosa liebre y en breve espacio de tiempo ya se deleitaba con aquella carne

asada, jugosa y exquisita. Su estómago y su ánimo se regocijaron y ahora el camino parecía más

liviano.

A cada poco encontraba en el camino pequeños ríos y arroyos de torrentera que, en aquella

época del año, solo se veían regados por las incipientes lluvias del otoño. Hasta entonces, todos

ellos los había podido cruzar por la playa sin grandes dificultades, aunque en una ocasión tuvo

que remontar alguno hasta encontrar un paso fiable. Había ya caminado varias jornadas sin

toparse con presencia humana. Pero esto no le pesaba. Parecía como si empezase a disfrutar de

su soledad, sintiéndose cada vez más seguro y sereno.

En un atardecer, cuando el sol comenzaba su inmersión nocturna en el Gran Mar, se tropezó

con un río ancho y caudaloso. Dudó por un momento si sería mejor atravesarlo por la

desembocadura, pero el delta que dibujaba era suficientemente ancho como para disuadirlo de

esta alternativa y decidió remontarlo hacia una colina que parecía cercana. Además, si la noche

se cerraba podría pernoctar cerca del río y a la mañana siguiente encontraría un paso posible y
seguro. Así fue, la noche se iba cerrando cuando se encontraba en lo más alto de la loma y buscó

un lugar donde acomodarse, en uno de los apacibles meandros del río.

Cuando se disponía a encender una fogata quedó paralizado al descubrir el resplandor de

otro fuego en un cerro cercano algo más alto que el suyo, al otro lado del río. Decidió no hacer

fuego para pasar desapercibido. De día, con luz solar exploraría por dónde continuar sin ser visto.

A la mañana siguiente tuvo que remontar durante un buen rato el río hasta encontrar un

paso que le permitió no solo atravesarlo, sino también vadear el asentamiento avistado la noche

anterior con relativa seguridad. Perfectamente mimetizado con el contexto, la imagen del

poblado se mostró visible y a una distancia que permitía a Ir Baal observar los movimientos de

las personas que lo habitaban.

El pequeño poblado estaba situado en la ladera sur del cerro. Ladera de una suave

pendiente y de no más de cien brazas de extensión. Pudo contar hasta dieciséis chozas, casi todas

ellas de planta circular, que ocupaban prácticamente la falsa llanura, falsa porque en realidad

tenía una imperceptible inclinación hacia el valle, lo cual, facilitaba el drenaje del agua de lluvia.

Desde allí se podía divisar la costa, a pocos cientos de brazas de distancia. Le pareció un lugar

perfecto para el pequeño asentamiento humano: elevado para evitar desprendimiento y

torrenteras, protegido de los vientos del norte y con fácil acceso a los recursos marítimos y

agrarios.

Le llamó la atención cómo un grupo de media docena de chavales correteaban entre las

casas seguidos por un cachorro de lobo que parecía disfrutar como un componente más del

grupo. Pero de repente se preguntó dónde estarían las personas adultas, solo alguna mujer se

desplazaba de una de las chozas a otra algo más alejada. No había visto a ningún hombre y no

tenía del todo claro si esto debía o no preocuparle.

Desde su posición privilegiada como observador, lo que menos podía imaginar Ir Baal es

que estaba siendo observado. Un grupo de hombres situados a su espalda y otro en su flanco
izquierdo, le habían seguido a una prudente distancia desde que cruzó el río, con el objetivo de

averiguar sus intenciones y especialmente si viajaba o no en compañía. Evidentemente los

habitantes del poblado conocían el entorno como las palmas de sus manos y detectaban

inmediatamente la presencia de intrusos. Ya habían decidido mostrarse.

Absolutamente atento, Ir Baal seguía observando el poblado, prestando especial atención

a los pocos movimientos de las pocas mujeres que los hacían. Quedó petrificado cuando una

mano enorme y ruda se posó suavemente en su hombro. Giró lentamente la cabeza y su vista se

topó con un rostro de mirada amable que esbozaba una serena sonrisa. Tras él, un grupo de

siluetas humanas hicieron que el fenicio se tensara, su piel se erizó, sus pupilas empequeñecieron

y su primer impulso de huida se desvaneció de golpe ante la evidente inutilidad que se deducía

de la escena que estaba contemplando. Su sentido común le aconsejó mostrar muy lentamente

las palmas de las manos al grupo sin articular palabra.

La sonrisa del hombre que tenía delante se desdibujó para emitir un sonido ininteligible

para Ir Baal.

—Bartal —pronunciaba mientras con su dedo índice se señalaba a la altura de su pecho.

Estaba muy claro, el hombre se estaba presentando. Lentamente el sorprendido viajero repitió

el gesto y pronunció muy despacio su nombre, casi deletreando.

—Ir-Ba-al.

La situación estaba clara e Ir Baal no pudo por más que relajarse y asumir que se había

equivocado. Aquella gente no pretendía dañarlo, muy por el contrario, hacía gala de una gran

hospitalidad. Bartal, con gestos que el tirio entendió sin dificultad, invitó a Ir Baal a seguirlo hacia

el pequeño asentamiento. En el camino hacia el poblado le llamó la atención que la estatura de

aquellos hombres era ligeramente menor que la suya, los cuerpos eran más robustos y la piel de

aquellas personas no tenía el tono aceitunado que tenía la suya. Los vestidos con los que se

cubrían en realidad eran pieles que, aunque bien curtidas, estaban cosidas de forma muy burda.
La curiosidad era recíproca, prácticamente el grupo en su totalidad se acercaba al fenicio y de

forma tímida, delicada y con gesto de extrañeza, tocaban su ropa y su piel.

La comitiva fue recibida en el poblado con gran alborozo por parte de la chiquillería que Ir

Baal había visto desde su escondite, incluido el lobezno. Las mujeres salieron todas sorprendidas

por el personaje y especialmente por sus vestidos. Cruzaron parte del asentamiento hasta

situarse frente a una de las chozas que exhibía en su entrada una piel de toro perfectamente

curtida y teñida de rojo. La parte superior de la techumbre estaba coronada por una majestuosa

testuz de cérvido portadora de una imponente cornamenta.

La roja piel de toro que cubría la entrada se apartó, y en el oscuro interior de la cabaña se

dibujó la silueta de lo que parecía una persona. Cuando la luz del sol iluminó por completo la

imagen, Ir Baal quedó sobrecogido con aquella visión. Lo que con esfuerzo y mucha imaginación

parecía una mujer anciana, se apoyaba sobre un cayado del que colgaba un pequeño recipiente

horadado y esférico. Por sus orificios se liberaban ondas de un humo blanco que despedían un

intenso olor que el tirio no pudo reconocer, pero que se quedó fuertemente adherido a su

pituitaria.

Tenía la cabeza cubierta con la piel de una hermosa liebre, inmaculadamente blanca, que

contrastaba con las rojas pinturas que adornaban su rostro. Las pieles que cubrían su cuerpo eran

diferentes a las que portaba la gente del poblado. El color oscuro y el espesor de las lanas

conformaban una imagen un tanto amorfa que cubría en su totalidad el cuerpo de aquella

persona de género casi indefinido.

La aparición de la imagen en la puerta de su choza provocó de forma inmediata un

respetuoso silencio, que la gente certificó con una rodilla en tierra y una reverente inclinación de

cabeza. Ir Baal imitó el gesto de los presentes convencido de que era lo que debía hacer. La que

cada vez más parecía una mujer anciana agitó su cayado durante unos segundos y el humo dibujó

formas en el aire. Una vez examinadas esas etéreas formas por su hacedora, la vieja de la cara
roja impuso su mano libre sobre la cabeza de Ir Baal y el júbilo y el griterío se apoderaron del

grupo. El viajero había sido aceptado.

Poco a poco la normalidad se fue instalando en el poblado. Ir Baal se mostraba cada vez

más relajado y parecía entender la situación, que era la bienvenida a un viajero extraño, que

despertaba especial interés entre aquella gente, precisamente por lo extraño, por lo distinto y

no exento de un matiz de admiración.

Bartal era el encargado de atender al viajero, aunque siempre estaba acompañado por

otros dos hombres. Los cuatro personajes se sentaron en círculo sobre confortables pieles

extendidas en el suelo de una cabaña de planta circular algo más extensa que el resto de las

primitivas casas. Estaba la estancia repleta de enormes vasijas y recipientes de barro, todos bien

cubiertos. Del techo colgaban trozos de carne curada, tanto de bóvidos como de peces.

Igualmente colgaban tubérculos y vegetales, dando al recinto un inconfundible aspecto de

almacén. A la postre sería su dormitorio.

No fue tan difícil superar las dificultades del lenguaje. Ayudados por la comunicación

gestual y la escritura jeroglífica y simbólica, Ir Baal pudo explicar a sus interlocutores de dónde

partió su viaje y algunos extremos de su cultura y de las motivaciones que justificaban su

presencia en aquel lugar. Los hombres atendían embelesados las explicaciones del tirio que a su

vez provocaban más y más preguntas. No encontraba Ir Baal la forma de satisfacer sus propias

curiosidades acerca de la vida y costumbres de aquella gente.

Bartal supo entender las inquietudes de su interlocutor y volviendo la cabeza, señaló en

dirección a su espalda, apuntando su dedo a unas pieles apiladas en el suelo. Ir Baal frunció el

ceño intentando encontrar significado a aquel gesto. Fijó la vista sobre los montones de pieles,

de distintos colores y tamaños y no le extrañaba verlas en aquel lugar, ya que había concluido

que estaban en un almacén. El que llevaba la voz cantante se incorporó y todos le siguieron.

Caminaron en dirección norte, hasta coronar la pequeña loma que protegía el poblado. En la cara
norte de la cima, había otra pequeña llanura similar a la que acogía al poblado. Ir Baal no podía

dar crédito a lo que estaba contemplando. La falsa llanura era un gran prado verde y frondoso,

que estaba dividido por rudimentarias vallas construidas de ramas y cuerdas en parcelas de

distinto tamaño. En una de ellas pastaban a placer ocho o diez toros y vacas, algunas de ellas

seguidas de cerca por sus terneras; en otra hacían lo propio una pequeña piara de cabras; otra

estaba ocupada por ovejas de espesa lana. Bartal hizo que se acercaran a un pequeño habitáculo

con el cerco mejor construido, donde el sorprendido invitado pudo descubrir tres hermosísimos

marranos y una hembra tumbada plácidamente al sol amamantando a cinco retoños que se

afanaban por saciarse. La sonrisa de satisfacción de Bartal respondió a la cara de sorpresa de Ir

Baal, que no necesitaba hablar para expresar su admiración.

De vuelta al poblado, caminaron hacia su extremo más occidental. Allí el anfitrión mostró

con orgullo cómo las mujeres se afanaban en el proceso de curtido de las pieles. Una de ellas

raspaba una piel de cabra, extendida en un rudimentario bastidor, limpiando los restos de carne

y sangre adheridos a la piel. Otra, en un arroyo cercano, lavaba con esmero una hermosa piel de

liebre. En una cabaña próxima, otra mujer exprimía el cerebro de un animal extrayendo el aceite

con el que untaba la piel ya seca tras el lavado. En el exterior, un trípode de algo más de una

braza de altura sostenía las pieles tensas y flexibles que se impregnaban del humo que

desprendía un hogar hecho ex profeso bajo el trípode.

Ir Baal quiso llamar la atención de Bartal, ocupado en dar la vuelta a las pieles sostenidas

por el trípode. El tirio, en un intento de imitar el lenguaje de los indígenas, exclamó:

—¡Voor tal!

Amplias carcajadas afloraron entre los presentes al escuchar el nombre del indígena

pronunciado por el fenicio.

—¡Jir vaaal! —respondió entre risas Bartal.


Tras entender y aceptar lo cómico que resultaba oír pronunciar esos nombres en lenguas

distintas, Ir Baal consiguió hacerse entender y expresar sus inquietudes sobre el camino que se

había propuesto seguir cuando inició su andadura tras el desembarco del birreme. Ayudado por

una de las pieles, Bartal alisó la arena en el suelo y de forma parsimoniosa elaboró este dibujo.

Cortesía del autor

Apoyado en el esquema que había dibujado en el suelo, Bartal explicó a Ir Baal cómo se

relacionaban las distintas aldeas y cuáles eran los acuerdos que permitían a todos vivir sin

sobresaltos y en paz.

Los asentamientos señalados con mayor intensidad en el esquema eran en realidad clanes

de familia más o menos extensa. Estos clanes familiares estaban a su vez emparentados entre sí

y formaban entre todos ellos una comunidad donde se distribuían el trabajo para sobrevivir. Cada

clan se especializaba en un recurso determinado, con lo que se conseguía mejorar el resultado

de cada producto. Así, ellos se encargaban de aportar pieles con un acabado que otros clanes no

conseguían, y a cambio, recibían de otros clanes utensilios y comida con una calidad que ellos

eran incapaces de conseguir.


Dos veces al año, en los equinoccios, se encontraban todos los clanes para vivir una jornada

de fiesta donde se reforzaban vínculos e intercambiaban los productos. Eran los momentos

donde el consejo de ancianos, ancianas y chamanes dictaba normas, resolvía conflictos y

proporcionaba nuevos remedios para enfermedades y heridas.

El límite más oriental de esta estructura de clanes lo marcaban el rio Saduce y los muchos

asentamientos que se distribuían por su amplia desembocadura. Malaka era el nombre con el

que se nombraba a todos esos pueblos que mantenían otra organización y estructura que los

hacían independientes y autosuficientes. Calculaba Bartal que Malaka debía quintuplicar en

población a los clanes a los que él pertenecía. Las relaciones con Malaka eran de respeto, pero

distantes. Habían tenido años atrás un problema con un burro que desató un verdadero conflicto

aún sin resolver.

El límite occidental se situaba en Baelo Baelokum y las aldeas de su influencia. Con estos

vecinos la relación era más fluida que con Malaka, pero mantenían estructuras y normas

diferenciadoras. Por el norte Acinipo, debido a su abrupta geografía, se hacía más inaccesible y

prácticamente no tenían contacto con sus habitantes. Refería Bartal que su padre había viajado

a esa población y contaba historias fantásticas de una ciudad más lejana situada en el valle de un

gran río llamado Tharsis.

Ir Baal se preguntó si aquellas historias fantásticas podrían referirse al lugar descrito por su

amigo el remero griego. Por ese motivo se despertó en él un poderoso deseo de visitar aquellas

tierras.

Ya oscurecía y los hogares de las cabañas se habían avivado. Bartal sugirió a su distinguido

invitado caminar hacia lo más alto de la loma donde se asentaba el clan. Allí pudo descubrir cómo

se comunicaban los distintos clanes emparentados. Una de las mujeres alimentaba un fuego con

ramas verdes, por lo que empezaba a desprender un denso humo blanco. La mujer, con una

habilidad digna de mención, cubría y descubría ese fuego, liberando de forma secuencial el denso
humo blanco que dibujaba formas en el aire. Ir Baal miró hacia donde su anfitrión le señalaba

para descubrir que, sobre el quinto o sexto monte en dirección poniente, otras figuras de humo

blanco se dibujaban en el aire. A pesar de que Ir Baal sólo podía ver humo blanco, entendió

perfectamente que se trataba de un sistema de comunicación. Y además parecía fluido, por la

destreza con la que manejaba el humo aquella mujer.

Ya se había acomodado entre las pieles de aquel confortable almacén y ya disfrutaba de una

paz que hacía tiempo no sentía. Trataba de poner orden en sus ideas, que fluían como ríos de

aluvión. Las imágenes de aquella comunidad tan primitiva, hospitalaria y feliz, se mezclaban con

otras de su pasado y con las fantasías de su futuro.

Aquella paz explotó en mil añicos cuando la piel que cubría la entrada a modo de

cortina se desplazó a un lado para mostrar la imagen. Ir Baal tuvo que hacer un esfuerzo para

aceptar que esa imagen era real y no producto de su estado semionírico. Definitivamente estaba

despierto y la imagen era tan real como su propia existencia.

Tenía delante a una mujer joven y bellísima. Los ojos del desorientado Ir Baal escudriñaban

los de aquella mujer, buscando respuesta a su perplejidad. Eran unos ojos verdes aceitunados,

decorados deliciosamente con colores púrpuras, que le recordaban los colores de su infancia en

Tiro. La mirada, entre tímida y serena, relajaba la tensión del fenicio. El pelo, negro azabache, se

deslizaba por sus hombros y espalda, contrastando con el blanco nieve de la túnica que cubría

íntegramente el cuerpo de la joven. Con un gesto exquisito, la mujer retiró el pelo de su hombro

izquierdo, descubriendo así una elegante fíbula de oro con forma de serpiente y cuya cabeza era

una gran esmeralda, que competía en belleza con el verde de sus pupilas. Con un movimiento

pleno de sensualidad, desalojó el precioso pasador de sus ojales y la túnica blanca se posó en el

suelo, dejando al descubierto el secreto que custodiaba.


En tierra firme (parte II)

El coronel Guirval, desde la cubierta del Galicia, provisto de unos potentes anteojos

dotados con visión nocturna, contemplaba la escena. Helicópteros del Tercio de la Armada,

sobrevolaban las playas del sur del Líbano, una de las más bellas del país. Desde el aire podían

divisar los buques Galicia, Pizarro, Patiño y Juan de Borbón fondeados en la bahía. En el lado

opuesto lucía al fondo la ciudad de Tiro con los minaretes de las mezquitas emergiendo sobre los

tejados. En la larga playa había empezado a desembarcar el primer contingente español de la

FINUL. En la orilla y en la arena, banderas y señales amarillas se mezclan con civiles que

sorprendidos disfrutan de un día de playa. Entre las banderas y señales amarillas, Guirval enfoca

una bandera española que ondea rodeada de un reducido grupo de jóvenes que vitoreaban a los

cascos y boinas azules. Es la única señal del Estado, el protocolo sugería banderas azules de la

ONU.

Los primeros vehículos anfibios de asalto desembarcaron junto al Hotel Rest House. Era el

comienzo de una maniobra no simulada donde los flamantes cascos azules se enfrentarían a

misiones inciertas. A los anfibios le siguieron los blindados «Hammer» y los «Pirañas», palas

excavadoras y hasta pequeñas apisonadoras.

Cuatrocientos ochenta infantes de marina, ochenta legionarios y un total de más de cien

vehículos, era lo que habría de desembarcar. Algunos pertrechos militares transportados por los

helicópteros que aterrizaban en un improvisado helipuerto, en los jardines del lujoso hotel,

conformaban el contingente.

Se prolongaría durante dos largas jornadas el desembarco. Los primeros hombres y mujeres

debían hacer noche en tiendas improvisadas o a la intemperie. El mando de la «Libre Hidalgo»,

por seguridad, había ocultado el cambio de ubicación definitiva de la base Miguel de Cervantes,

donde se acuartelarían definitivamente las tropas. En principio, y lo que todos creían, era que se
asentarían en Marjayún, muy cerca de la milenaria ciudad de Tiro, pero el destino final era Taibe,

a unos ochenta kilómetros de Marjayún. Esto suponía una doble dificultad: de un lado, la mayoría

de la población en Marjayún era cristiana, mientras en Taibe era chií. De otro lado, esta ciudad

estaba situada prácticamente en la frontera con Israel y esto elevaba el riesgo. Todo sin contar

los ochenta kilómetros que separaban Taibe del lugar de desembarco y los riesgos que suponía

trasladar tamaña columna, considerando las deficiencias en infraestructuras con las que contaba

este país.

El coronel Guirval había recibido la orden de embarcar con sus pertenencias en un helicóptero

que lo trasladaría a Beirut, donde se encontraba la embajada española y donde ya se le esperaba.

El teniente de navío se disponía a embarcar en una de las últimas barcazas, junto a sus equipos

de transmisiones más delicados. La despedida de los nuevos amigos fue rápida pero emotiva. Se

prometieron no perder el contacto en aquellas tierras extrañas.

Los vehículos de asalto AAV-7, los Pirañas y los Hummer se fueron alineando en la playa a

medida que acostaban dirigidos por boinas azules encargados del tráfico.

Tras dos larguísimas jornadas de movimiento de vehículos y tropa, la enorme columna se

dirigía hacia su ubicación definitiva encabezada por los zapadores que adaptarían las precarias

carreteras que conducían a Taibe (Al Tayab).

Pasado el mediodía, ya avistaban los Altos del Golán, que anunciaban la proximidad donde

se establecería el Cuartel General del contingente hasta su sustitución en el mes de octubre por

mil cien legionarios de la Brigada Alfonso XIII de Almería. Este sería el germen que más tarde

albergaría la base militar Miguel de Cervantes.

A unos dos kilómetros de la ciudad de Taibe, junto a un extenso olivar, se detiene la primera

columna de veinte vehículos. Es el lugar asignado.

Pronto, desde el aire, el coronel Guirval ya divisaba Beirut. A esa distancia bien

podría ser una gran ciudad europea y costera. Los grandes edificios, sus playas y el trazado de
sus calles y avenidas, hacían que Guirval entendiese que en un pasado no muy lejano se

comparase a Beirut con la Suiza del Próximo Oriente. Los altos minaretes de la gran mezquita de

cúpulas azules, tan cerca de la catedral de San Jorge, situaban a Beirut en el mapa de la

confluencia de culturas, y la visión desde el helicóptero sobrevolando la ciudad ponía de

manifiesto las heridas de la pasada guerra civil.

Ya en tierra, un sentimiento entre fascinación y temor invadió al coronel al presenciar la

embajada. Tenía un aspecto de fortaleza medieval, con altas murallas de piedra, pequeñas

ventanas y una arquitectura inconfundiblemente árabe. La entrada exhibía un bello arco de

herradura túmido, con adornos que recordaban a los nazaríes.

El embajador, flanqueado por el primer secretario y el comandante Picornell, responsable

de la seguridad, recibió al coronel con inesperada cercanía. Lo acompañaron a sus aposentos y le

ofrecieron un piscolabis que permitió, de forma distendida, que comentaran anécdotas y

curiosidades tanto de la travesía como del diario vivir en Beirut. Se despidieron quedando

emplazados los cuatro al día siguiente en el despacho del embajador.

Al quedarse solo, el coronel pudo escudriñar el lugar que le fue asignado. Solo le habían

entregado un llavero con tres llaves y señalado la puerta a la que debía dirigirse. Cuando la abrió,

sus pertenencias estaban en mitad de la estancia, una especie de salón no demasiado grande con

un sofá de tres piezas que rodeaba una mesa baja de cristal. En frente, una percha de pie labrada

con gusto flanqueaba el lado derecho de un mueble bajo del mismo estilo que la percha y que

escondía un pequeño frigorífico y una lujosa cristalería. Sobre el mueble, una bandeja de cobre

sostenía una tetera con media docena de vasos que parecían tener la misión de recordar al

coronel que se hallaba en un país árabe. En la pared, frente a la entrada, un gran tapiz dejaba al

descubierto la puerta que daba acceso a su dormitorio. Le sorprendió que la cabecera de la cama

y las mesitas de noche fueran de la misma madera y estilo que la percha y el mueble bajo que
adornaban el salón de la entrada. Disponía la alcoba de otra puerta que comunicaba con el

despacho que era contiguo a la sala por donde accedió.

Una vez examinadas todas las dependencias, no pudo hacer otra cosa que relajarse en

aquella espléndida bañera que ocupaba gran parte del lujoso cuarto de baño y sumergirse en la

gran cantidad de imágenes que desbordaban su retina y su conciencia.

A la mañana siguiente, fue presentado por el embajador a todos los funcionarios de la

embajada. El coronel seguía impresionado por la buena acogida que le brindaban, no había

imaginado que fuese así, pensaba que sería algo más rutinario. Ya en el despacho del embajador,

reunidos el secretario, el comandante Picornell y el propio embajador, de forma algo más

distendida le comentaron los extremos que podrían interesarle, aquellos relacionados con los

protocolos de seguridad, los relativos a la población y los aspectos destacados de la “Blue Line”.

El coronel se interesó por las relaciones con la población y las informaciones de inteligencia sobre

posibles atentados.

El comandante le informó de la buena relación que había con las autoridades locales, las

cuales facilitaban de forma fluida todo tipo de datos respecto a los grupos más radicales y sus

líderes, que por supuesto tenía controlados. Contaban con la inestimable ayuda de los treinta y

dos funcionarios de los cuerpos y fuerzas de seguridad, dieciséis policías nacionales y dieciséis

guardias civiles, profesionales perfectamente entrenados y con experiencia que hacían un

trabajo magnífico.

El embajador interrumpió la conversación.

—Cuéntale lo que tienes en casa —dijo dirigiéndose al comandante Picornell y con gesto

serio.

Picornell, tras un dilatado silencio y con la mirada perdida, explicó a Guirval que hacía tres

días habían diagnosticado en Madrid un cáncer de mama a su mujer. Le contó que con treinta y

ocho años le hicieron una revisión rutinaria y detectaron un nódulo en uno de los senos. Su mujer
tuvo que pedir a la familia que le ayudaran con sus dos hijos de tres y cinco años. Cabizbajo,

Picornell aseguró que en Madrid lo estaban pasando mal.

El coronel no supo articular palabra ante aquel trágico relato. El embajador apostilló que la

operarían y el comandante estaría en Madrid para acompañar a su mujer en esos difíciles

momentos. Le pidió a Picornell que preparase al coronel para que pudiera sustituirlo durante su

ausencia, haciendo caso omiso a la cara de sorpresa que exhibía Guirval.

—Pero señor embajador, yo no sé si…

—No te preocupes —interrumpió el embajador—, contarás con toda la ayuda posible y yo

mismo me pondré a tus órdenes si lo consideraras necesario.

Guirval solo pudo permanecer en silencio y mostrar resignación.

Cuando por fin estuvo solo en su despacho, quedó inmóvil y en silencio, reflexionando

sobre todo lo acontecido desde que dejó Madrid. Su vida había dado un cambio increíble, y

aunque era consciente de que su carrera militar incluiría alteraciones importantes en su vida,

aquello que estaba viviendo desbordaba su imaginación y no estaba seguro si también

desbordaba a sus capacidades.

Al poco reaccionó y decidió comunicar con su suegro. Esta vez más como jefe del Estado

Mayor de la Defensa que como suegro. Le informó de todo lo que había sucedido y quedó

estupefacto cuando el teniente general le explicó que había sido él mismo quien había propuesto

al embajador que su yerno sustituyese a Picornell durante su ausencia. Trató de tranquilizarlo

asegurando que no habría problemas y pronto el comandante estaría de vuelta en la embajada.

Unos suaves golpes en la puerta hicieron reaccionar a Guirval, quien invitó a pasar al

preocupado Picornell. Este le explicó que no había participado en la decisión y se ofreció para

comenzar con todas las explicaciones que necesitase.


Otra cultura. Otras costumbres (parte I)

Cuando Ir Baal despertó aquella mañana tuvo una sensación de bienestar que casi había

olvidado. Las luces del nuevo día solo se adivinaban en el interior del almacén, de tal forma que

al tirio le costó ubicarse en aquel lugar. Estaba cansado pero pletórico. Rápidamente recordó lo

vivido la noche anterior e inmediatamente giró la cabeza a ambos lados buscando a esa mujer

que le había regalado aquella velada tan mágica. No estaba. Se incorporó y con su mente cargada

de preguntas y con su cuerpo rebosando satisfacción, descorrió la piel que cubría la entrada. La

cantidad de luz que se coló por sus pupilas no le impidió ver lo que allí delante ocurría.

Prácticamente todo el clan esperaba su salida e inmediatamente el júbilo, la euforia y las

felicitaciones invadieron a Ir Baal de una profunda satisfacción mezclada con una buena dosis de

extrañeza. No terminaba de entender lo que estaba pasando. El fuerte y efusivo abrazo de Bartal

le hizo entender que, aun sin saberlo, algo bueno para aquella buena gente había hecho. Se

preguntó por la verdadera importancia del lenguaje. No entendía, pero sí entendía.

No fue fácil para Bartal explicar al fenicio la causa de aquellas manifestaciones de júbilo. Ir

Baal no conocía en su cultura las desagradables consecuencias de la endogamia y lo importante

que era para aquellos clanes familiares la aportación genética de otros clanes y otras poblaciones

para la supervivencia de cada familia y por ende del propio clan. La fiesta continuó a lo largo del

día e Ir Baal se preguntó si todo aquello serviría de algo. Se resignó a que al final aquella mujer

pudiera tener un hijo que él jamás conocería. Explicó a sus acogedores anfitriones que debía

seguir su camino hacia Bailo Baelokum y que al alba partiría en esa dirección.

Ya despuntaba el sol cuando Ir Baal giró la cabeza para dar el último adiós a aquella colina

y a aquel primer encuentro con aquella gente. Ya había rebajado considerablemente sus niveles

de miedo y desconfianza a pesar de las evidentes diferencias. Su caminar ahora era menos cauto,

sabía que ya lo esperaban en los siguientes asentamientos. Los clanes conocían de su existencia.
El día era claro, la temperatura agradable y el color azul del cielo se mezclaba en lontananza con

los verdes caminos cubiertos de verde pino. Por un momento pensó que nada tenía que envidiar

al verde de los cedros de su tierra natal.

Los días y los poblados se sucedían con sosiego. Con el mar siempre a su izquierda,

igualmente se sucedían los valles, las colinas y los ríos que debía vadear. Grandes manadas de

hermosos toros pastaban plácidamente en la fresca hierba disfrutando de la increíble luz azul

que irradiaba su cielo. Los bosques y especialmente el bajo monte albergaban gran cantidad de

conejos y no menos cantidad de serpientes a las que el fenicio se cuidaba de no acercarse. Y cada

vez más Ir Baal entendía y se adaptaba mejor a ese nuevo lugar.

Había pasado más de una semana cuando el forastero se despidió del último asentamiento

del ámbito de influencia al que pertenecía el clan de Bartal. Los siguientes clanes ya estaban bajo

la influencia de la ciudad llamada Bailo Baelokum. Antes tendría que divisar el lugar donde

Hércules plantó aquellas famosas columnas. Siempre que podía caminaba cerca del mar, allí las

colinas y montañas presentaban menos dificultad. En ocasiones, debido a los deltas de la

desembocadura de algunos ríos, tenía que remontarlos para buscar un lugar que le permitiera

cruzarlos con relativa facilidad. Estaba el sol en su zenit cuando Ir Baal coronó una elevación que

le pareció especialmente complicada. Decidió descansar en la cima y reponer fuerzas comiendo

algunas viandas que aún le quedaban en su hatillo. Cuando levantó la cabeza para respirar y

reponerse del esfuerzo tuvo que frotarse los ojos para entender lo que la vista le proponía.

Sorprendentemente, el horizonte se mostraba distinto. De forma nítida podía ver el final. Allí, en

frente, había tierra firme. Podía divisar con claridad montes similares a los que él estaba

ocupando en ese momento. El mar ahora era extenso pero finito. Era el mar, nunca había dejado

de verlo. Era demasiado ancho como para ser un río. El color era el color del mar, pero allí estaba

el litoral frente a él. Podría ser el mismo litoral que observaba frecuentemente durante su

travesía y donde se avituallaron por primera vez. ¡Qué cerca estaba aquella costa! Se preguntaba
si era allí donde se sustentaban las enormes columnas que el semidiós derribó. Se preguntaba si

aquellos hermosos toros que había visto durante su camino eran descendientes de los que el

cancerbero guardaba para Gerión. Se preguntaba por la verdad de las historias que le contaba su

amigo el remero griego.

Cuando descendió de aquella cima ya no se divisaban en lontananza otras elevaciones y

la vista se perdía en dirección poniente. La arena era más blanca y parecía más abundante. El

bosque de coníferas, precedido a menudo por el bajo monte, le disputaba a esa arena el espacio

como queriendo besar el mar, y el mar se defendía con sus olas y su salitre. En ocasiones la arena

se amontonaba formando grandes dunas que a Ir Baal le costaba atravesar y entender su

caprichosa existencia. Aquella mañana, tras dos jornadas de incierto caminar empezó a notar

cómo el aire, soplando a su espalda, le ayudaba a desplazarse. Esbozó una ligera sonrisa y

abriendo sus brazos se dejaba empujar y casi jugaba a volar con el viento. La sonrisa se desdibujó

cuando Ir Baal sintió que la arena empezaba a volar con el viento para impactar en su espalda

formando una densa nube que le impedía ver. Tuvo que correr hacia el interior del bosque

buscando protección. No fue hasta el atardecer cuando el viento amainó y pudo seguir su camino.

Divisó una pequeña colina y resolvió pasar allí la noche. En caso de que al día siguiente volviese

a soplar el viento, aquella colina lo protegería.

Por la mañana solo una ligera brisa soplaba de poniente. Cauto, pero más seguro, descendió

por aquella colina en dirección al asentamiento que desde la cima había divisado. Era bastante

más extenso que los anteriores. Le sorprendió que, aunque la mayoría de las casas eran de planta

circular, había algunas ovaladas e incluso algunas cuadradas. Estaban bien dispuestas dibujando

lo que parecía una organización a modo de ciudad. Los habitantes, de aspecto similar a los de los

clanes anteriores, se desplazaban por sus callejas haciendo gala de una actividad frenética y en

un número muy elevado de individuos. Aquello nada tenía que ver con lo que había visto en los

anteriores asentamientos. En el centro de la población había una extensa explanada rodeando a


una construcción cuadrada de mayor extensión que el resto y de altura considerable, tanto como

para albergar dos plantas. Estaba el conjunto situado muy cerca del mar, contaba con un precario

puerto que albergaba tres pantalanes en donde permanecían abarloadas numerosas

embarcaciones. Cerca de aquellos pantalanes y compartiendo línea con las primeras

construcciones, pudo observar extrañas excavaciones de forma rectangular y de una

considerable profundidad. Una de sus paredes laterales estaba provista de una escalera que

concluía en el fondo, lo que le hizo descartar la primera impresión. No se trataba de fosas para

enterramientos. «Esto no es un asentamiento, es una ciudad», pensó.

Se mezcló Ir Baal con el gentío y esto le produjo cierta tranquilidad. Pasaba desapercibido.

La indumentaria de la gente no era tan uniforme como en las poblaciones anteriormente

visitadas, aunque las pieles se repetían con frecuencia, algunas túnicas y otros estilos les

recordaban a los vestidos de Tiro.

Cuando se acercó suficientemente al puerto, su cuerpo se tensó y su ceño se frunció.

En el primer pantalán estaban abarloados dos birremes y pudo observar a parte de su tripulación

que se afanaba en acarrear bultos. Era inconfundiblemente griega y podría proceder de Tiro. Ya

atardecía y el sol comenzaba a esconderse tras las lomas occidentales. Con prisas poco

disimuladas, se alejó de aquel lugar y se dirigió hacia las casas situadas al norte. Semioculto entre

las chozas más distantes del puerto, evitando así el contacto con la gente, pretendía pasar

desapercibido. Quería prevenir cualquier encuentro con su pasado.

Alguien caminó decidido hacia él y en voz baja, pero afable, preguntó con una palabra muy

parecida a la que emitían Bartal y sus vecinos para pronunciar su nombre.

—¿Sirval?

Ir Baal asintió con la cabeza. Obedeció al desconocido que con gestos lo invitaba a seguirlo.

Ortro, que así se llamaba el desconocido, lo condujo entre las sombras del atardecer a su choza

al norte de la población. Era de planta ovalada y casi duplicaba en tamaño a las de alrededor. Con
gestos elocuentes y extraños sonidos guturales, inentendibles para Ir Baal, presentó a los que

parecían componer su familia. Supuso el tirio que la mujer de mediana edad debía ser la esposa

de Ortro. Una joven y tres chicos de estatura decreciente debían ser sus cuatro hijos. La estancia

constaba de un solo espacio, aunque bastante más amplio que los visitados en poblaciones

anteriores. El conjunto resultaba acogedor. El hogar, situado frente a la entrada, proporcionaba

un ambiente cálido y agradable. A ambos lados, dos grandes leñeras de esparto contenían

uniformes troncos cortados a conciencia y de dimensiones similares. Sobre el hogar unas

rudimentarias perchas soportaban peces mientras se ahumaban. A derecha e izquierda un

número considerable de pieles extendidas en el piso prácticamente no dejaban ver la arcilla

endurecida que pavimentaba el suelo. A la izquierda del hogar, bien separadas de este, tres

grandes orzas bruñidas de color grisáceo (evidentemente no habían conocido el torno con el que

su amigo en Tiro le había introducido en el arte de la cerámica), descansaban sobre soportes de

carrete e invitaban a deducir la capacidad de almacenaje de esta familia. El techo de la estancia,

de forma cónica, mantenía una abertura circular en lo más alto, por donde el humo encontraba

su salida al exterior. La noche cerrada, el cansancio y el estrés de la jornada, la poca comida que

compartió con la familia y la dificultad en la comunicación invitaban al descanso. Ir Baal se inclinó

sobre su costado izquierdo y casi en posición fetal se dejó seducir por los brazos de Morfeo

eludiendo las interrogantes que amenazaban su sueño.

Los intentos de controlar a los más pequeños por parte de sus padres despertaron al

invitado que se desperezaba tras haber dormido plácidamente toda la noche. La familia comía

con evidente apetito. Tiras de pescado ahumado y de carne sazonada, multitud de bayas,

aderezados con garum (salsa elaborada con la fermentación de las vísceras de pescado, algunas

especies y plantas aromáticas), abrieron el apetito de Ir Baal. Le costó trabajo recordar la última

vez que vio tantas y tan apetitosas viandas y su estómago respondió silenciosamente. Sin permiso

previo se unió a lo que consideró un festín. Mientras disfrutaba de alimentos y compañía, Ir Baal
no dejaba de reflexionar sobre sus vivencias en aquellas lejanas tierras. Nada tenían que ver con

sus expectativas. Cuando partió de Tiro de forma tan precipitada no pensó en el lugar a donde se

dirigía, ni en la gente que lo habitaba, pero durante la larga travesía, debido a las historias,

comentarios de unos y otros y especialmente debido a su propia imaginación, inevitablemente

conformó unas expectativas enmarcadas entre el miedo, la desconfianza, la incertidumbre y los

desafíos que debía afrontar para cubrir sus necesidades básicas.

¿Cómo había podido equivocarse tanto…? Allí, con aquella compañía, tomaba conciencia

clara de que ahora habían desaparecido sus miedos, su desconfianza, su incertidumbre y de que

sus expectativas habían cambiado. Aquella gente era amable, confiada, acogedora y a él se le

antojaba más feliz que sus compatriotas. Pensaba que en Tiro, a pesar de poseer más

comodidades y riqueza, sus habitantes no disponían de las cualidades que en esos momentos

observaba en aquella buena gente. Debía empezar a desprenderse de sus prejuicios, entender

que esta nueva forma de vida no sería posible si continuaba observando con los presupuestos de

su propia cultura.

Los días se sucedieron, instalando al extranjero en una rutina acogedora y familiar.

Disfrutaba ya de las tareas que Ortro le encomendaba y algunas incógnitas se fueron despejando.

Ya entendía la función de aquellas excavaciones. Allí se salaba el pescado. Ir Baal se afanaba en

rellenar de sal las capas de pescado que habían capturado por la mañana en aquella precaria

embarcación que, por cierto, ya manejaba con soltura. Observaba con perplejidad esas otras

embarcaciones, de bastante más envergadura, cómo desembarcaban enormes peces que

necesitaban al menos dos personas para desplazarlos.

Eran momentos especialmente agradables los que compartía con toda la familia tras las

faenas matutinas. Se situaban alrededor del hogar en cuyo centro permanecía siempre una

trébede de hierro que soportaba una olla de tamaño considerable. Allí hervía casi continuamente

un caldo de color blanco y olor característico que contenía trozos de carne, huesos y algunos
tubérculos desconocidos para él. De esa misma olla, con un cazo de madera, extraían raciones

que cada uno vertía en su escudilla también de madera. Saborear aquel alimento, aquel ambiente

y aquella paz reportaba a Ir Baal un estado casi onírico con el que se sentía cada vez más

mimetizado. Esta situación concluía con toda la familia recostados de cualquier manera,

abandonados al sopor, consecuencia de una buena comida.


Otra cultura. Otras costumbres (parte II)

Aquella mañana el coronel, tras despedir al compañero y desearle suerte con la operación

de su mujer, decidió reunirse con los mandos responsables de la seguridad de la embajada. Tuvo

una sensación extraña al comprobar que la seguridad de los intereses españoles en un lugar tan

sensible como aquel, estaba en manos de tres personas: un inspector jefe de la Policía Nacional,

un capitán de la Guardia Civil y él mismo.

Ya se había informado de que atendían casi todas las peticiones de las autoridades locales,

especialmente las humanitarias y de infraestructuras. Lo hacían con el doble objetivo de ganarse

la confianza de la población y acercarse a sus habitantes para reclutar confidentes.

Estaban preparando una salida al barrio Hamra. El director de una escuela había pedido

ayuda. Debían allanar un extenso solar contiguo al colegio para hacer un campo de fútbol. El

coronel quiso sumarse a esa salida para conocer sobre el terreno cómo eran las relaciones con

los civiles.

Dos BMR escoltaban al camión que transportaba la retroexcavadora. Avanzaban con

dificultad por el paseo de La Corniche debido al caos circulatorio que imperaba en la ciudad.

Cláxones y ruidos estridentes de tubos de escape en mal estado se mezclaban con el canto del

almuecín distorsionado por los rudimentarios altavoces que afeaban el alminar de la mezquita, y

con el sonido grave y monótono que emitía el doblar de las campanas de la torre de la catedral.

Por fin, en el corazón del barrio Hamra, se detuvieron en la escuela y pronto fueron rodeados por

un ejército de chiquillos que vitoreaban y saltaban de júbilo imaginándose ya en su nuevo estadio

de fútbol. Allí, en el corazón de la ciudad, convivían las profundas heridas de los años de guerra

civil con la ilusión de un nuevo futuro lejos de bombas y ráfagas de metralla.

Guirval aceptó tomar el té con el director de la escuela, algunos colaboradores del

ayuntamiento y con la ayuda de un intérprete de la embajada. Tuvo que aceptar, una y otra vez,
las insistentes muestras de gratitud que repetían de forma incansable los libaneses. En un

momento de la conversación el coronel se atrevió a preguntar directamente por la opinión que

la población tenía de los cascos azules españoles. El director insistió en que él y todos los

ciudadanos estaban muy agradecidos. Uno de los tertulianos, percatándose del gesto de hastío

del coronel y mirándole fijamente a los ojos confesó que alguna gente pensaba que colaboraban

con el tan odiado Mossad. El inspector jefe quiso recriminar la actitud de aquel hombre. La

tensión creció en el ambiente. Guirval lo detuvo haciendo un gesto de stop con la mano. Sin dejar

de mirar fijamente a los ojos de su interlocutor, el coronel lo interpeló:

—También hay quien piensa que grupos afines a Al Qaeda creen que protegemos los intereses

de Hizbulá, con los que ellos no están de acuerdo.

El director del centro educativo intervino de forma decidida, y con voz serena pero firme

sentenció:

—Mañana nuestros menores y los niños del barrio tendrán un espacio amplio y seguro para

jugar.

Unos discretos golpecitos en la puerta de su despacho despertaron al coronel de su

ensimismamiento. Estaba absorto en sus pensamientos, intentando recapitular lo sucedido en

las últimas semanas e intentando incorporarlo a su nueva vida y a sus nuevos objetivos. Tras el

pertinente permiso la puerta se abrió y la imagen que apareció lo dejó perplejo. Guirval tuvo que

hacer un esfuerzo para aceptar que aquella imagen era real y no un engaño de su imaginación.

Tenía delante una mujer bellísima, sus ojos grandes y verdes contrastaban con la tez aceitunada

y el pelo, negro azabache, se deslizaba tímido entre sus hombros e impedía adivinar la forma de

los senos que escondían. Un traje rojo de dos piezas esculpía un cuerpo con curvas que casi

atentaban contra las leyes de la naturaleza. La falda concluía sobre las rodillas, permitiendo

adivinar lo que tapaba. La altura de sus zapatos bermejos, de fino, pero no exagerado tacón,

completaban la imagen aportando un halo de elegancia al conjunto.


Tras unos interminables segundos de inacción, Nasila, consciente del impacto que había

provocado y exhibiendo una seductora sonrisa exclamó:

—Con su permiso, mi coronel, aquí tiene los informes que había solicitado.

El coronel intentó disimular, conduciendo su mirada hacia la carpeta que le entregaba. Con

un gruñido ininteligible dio las gracias a su inesperada aparición que, dándose la vuelta, se dirigió

con pasos cortos y elegantes hacia la puerta, obligando a Guirval a admirar su atractiva lordosis

lumbar.

Con evidente indiscreta curiosidad, se interesó tanto por aquella mujer que aquello corrió

como la pólvora entre el personal de la embajada y se convirtió en el tema central de

comentarios, bromas y cotilleos. ¿Cuál era su trabajo?, ¿cómo llegó a la embajada?, ¿a qué

familia pertenecía?, ¿cuál era su formación?, ¿cuál su nacionalidad? Preguntó al capitán y al

inspector jefe, consultó los archivos de personal y cuanto más conocía de ella, más interés

despertaba en él.

Era hija única de un acaudalado libanés que le había procurado una extensa y profunda

formación, para lo que desde muy temprana edad había interesado a su queridísima hija. Se

había doctorado en Arqueología en una prestigiosa universidad de Estados Unidos, licenciado en

Antropología en la Sorbona, y sus estudios de Traducción e Interpretación en la Complutense de

Madrid le aseguraban el perfecto conocimiento de cinco lenguas y varios dialectos árabes.

Con la presión de su influyente progenitor, el embajador la contrató como traductora y

secretaria del Departamento de Archivo y Documentación. Su buena y leal disposición hacían que

el diplomático contase con ella para casi todo. Pero todo el mundo tenía claro que su verdadera

pasión era la arqueo-antropología. El estudio y conocimiento de la cultura fenicia le fascinaba

porque le ayudaba a entender a su gente a través de su propia historia.

Guirval había conseguido dejarse un día libre con la intención de visitar a su amigo Payá.

Ahora esa visita tenía un valor añadido, necesitaba contarle que había conocido a Nasila y
necesitaba hacerle partícipe de cómo los extravagantes hijos de su fantasía, de sus proyectos y

de su futuro, se retorcían en su cerebro de tal forma que le costaba conciliar el sueño, y a veces

lo despertaban pesadillas horribles que le hacían su vida incómoda y desagradable. Todo esto se

había magnificado desde que conoció a Nasila. La excusa formal que dio al embajador para

desplazarse a la base Miguel de Cervantes fue una tarea pendiente de la operación Libre Hidalgo.

Desde el helicóptero se disponía de una visión aérea de la ciudad, en la que se evidenciaban

las secuelas de la guerra vivida años antes. Poco, muy poco tiempo transcurrió, hasta que a lo

lejos se divisaron los Altos del Golán, tan tristemente famosos por los conflictos árabes-israelíes.

El río Litani serpenteaba en derredor de los Altos, donde se adivinaba un hermoso valle.

La vista aérea de la base le recordaba aquellas maquetas que construía en su infancia con

piezas de Lego y que su imaginación convertía en otras construcciones más atractivas para él. Los

vehículos perfectamente alineados, vempars, blindados, BMR, anfibios y vehículos ligeros,

ocupaban una buena parte de la superficie de la base. Se distinguía perfectamente la zona de

vida, rodeada por los corimec (grandes contenedores convertidos en dormitorios con literas y

letrinas para la tropa), que ocupaban el área central de la superficie, y se apreciaba con claridad

la zona de mando. Dos altas torretas de comunicaciones y una gran antena parabólica invitaban

a no olvidarse del carácter militar de aquellas instalaciones.

Cuando el helicóptero se posó sobre la H del helipuerto, los amigos se fundieron en un

abrazo que puso de manifiesto el aprecio mutuo que forjaron durante la travesía. Tras

presentarse al mando en plaza, que aseguró que se alegraba de su presencia, el teniente de navío

lo condujo a su despacho y ambos compartieron una cerveza muy fría y muchos deseos de

contarse las novedades que cada uno pensaba que podrían interesar al otro.

Guirval se tomó unos segundos, mientras saboreaba el frio de su cerveza, para poner en

orden sus ideas y decidir por dónde empezar a contarle a su amigo ese marasmo de sentimientos

y planes que bullían en su mente. Payá no le dio ninguna oportunidad a su interlocutor y «en
escopetazo» le soltó que por fin habían descubierto al mando corrupto y fue gracias a las

informaciones que habían intercambiado. Le explicó que había tenido una conversación con el

«jefe», su suegro, y le reprodujo entusiasmado y casi textualmente lo orgulloso que estaba de su

yerno y que sin duda le auguraba un futuro brillante en el ejército.

El coronel no salía de su asombro y sus ideas y sentimientos se amontonaban, a la vez que

escuchaba a su amigo. Esas ideas estaban cada vez menos confusas y su cerebro parecía

acercarse a su corazón. Se preguntaba cómo podían ser las realidades tan distintas, vistas desde

Madrid (donde no conocían toda la historia) y desde él mismo. ¿Cómo justificaría sus decisiones

que cada vez tomaban más formas en su cabeza? ¿Cómo sería la realidad desde Lidia?

Payá se percató inmediatamente de la desazón que estaban provocando sus

palabras en el coronel y brindó unos segundos de silencio a Guirval. El coronel se tomó el tiempo

que le ofrecía su amigo y prefirió empezar a contarle las novedades que habían tenido lugar en

la embajada desde que desembarcaron. Le resultaba más fácil contar la enfermedad de la esposa

de Picornell, y las consecuencias derivadas para él, que otros aspectos más vitales que eran los

que más le preocupaban.

Payá no hizo más que animarlo, convencido de que el jefe del Estado Mayor, su suegro,

llevaba razón y Guirval gozaba de un halagüeño futuro en las fuerzas armadas y la vida le sonreía.

El coronel tuvo que interrumpir con un gesto de incomodidad. Guirval necesitaba compartir con

alguien sus inquietudes y decidió que Payá era la persona y aquel era el momento. El teniente de

navío entendió el mensaje del gesto y ofreció al coronel el silencio que reclamaba. Se tomó un

tiempo para poner un poco de orden en todo aquello que bullía en su mente y con gesto grave y

voz serena empezó:

—Yo tenía una vida tranquila y confortable. Estaba razonablemente satisfecho de lo que

con mi esfuerzo y un poco de suerte había conseguido.


Hizo una breve pausa y continuó incorporando su espalda en el asiento, acercándose a su

amigo.

»En el cortijo de Alcalá de Guadaira, en Sevilla, donde nací y me crie, fui feliz. Mis padres

pudieron ofrecerme una niñez plácida y mis recuerdos son todos agradables. Los valores con los

que crecí giraban fundamentalmente en torno al respeto. El respeto a las personas, a su forma

de pensar y entender, a la familia y a la libertad que todos tenemos de elegir nuestros destinos.

La frase que repetía mi padre cuando le contaba algún desencuentro con alguien era: «Quien la

lleva la entiende». Entonces yo no lo entendía muy bien. Hoy no solo comprendo la frase, sino

que también la comparto. Especialmente mi padre me enseñó a respetar nuestra tierra. Me

repetía con frecuencia que aquel cortijo fue de su abuelo y del abuelo de su abuelo, y guardaba

con esmero los primeros papeles manuscritos, ajados ya por el tiempo, que certificaban la

propiedad, y los guardaba junto con otros más actuales que atestiguaban la adaptación del

legado a los nuevos tiempos y nuevas leyes. Fantaseaba mi padre con la antigüedad de aquellas

tierras y su propiedad, pensando que nuestros antepasados pudieron ser los habitantes de los

hallazgos arqueológicos encontrados en las cercanías de tiempos prerrománicos.

Tras unos segundos de silencio, tomó conciencia del interés y la gran atención que su

historia provocaba en su interlocutor.

»Pero fue la universidad y la edad de rebeldía juvenil las que me hicieron descubrir que yo

quería conocer otras verdades, otras tierras y otras culturas. Comprendí que el ejército me podría

satisfacer aquellos anhelos. En eso me centré y desde entonces encaucé todos mis esfuerzos en

alcanzar el objetivo que me había propuesto. Conseguí ingresar en la Academia General Militar,

y mis buenas aptitudes y actitudes me dieron acceso a las vacantes mejor valoradas, y en solo

dos años ya estaba muy cerca del Estado Mayor de la Defensa, donde conocí a mi mujer. Es

verdad que, siguiendo mis impulsos para ascender, me interesó por ser la hija de quien era, pero

no es menos verdad que también me gustaba. Tras algo más de un año de relación nos casamos,
y así me convertí en el yerno del «jefe». De nuevo mi vida era cómoda, me gustaba lo que hacía

y me gustaba con quién lo hacía, tenía amigos y sin duda tenía un suegro que me blindaba de

marrones y me alisaba el camino.

Uno de esos días que el jefe me evitó tener que desplazarme a Zaragoza para instruir un

accidente mortal en unas maniobras, volví a casa con la ilusión de dar una sorpresa a mi mujer.

La sorpresa fue mía cuando me la encontré en mi cama con mi mejor amigo.

Volvió a invadir la estancia el silencio, pero esta vez cargado de amargura. Una lágrima se

deslizó por la mejilla de Guirval. Con verdadera entereza retomó la historia.

»Esta fue la razón por la que supliqué a mi suegro que me enrolara en esta misión. Mi

objetivo era huir de una situación que me desbordaba y que no podía compartir con nadie. Tú

eres la primera persona que por mí conoce la historia. Creo y espero que ella lo haya mantenido

en silencio.

Payá no consiguió articular una sola palabra, pero se acercó a su amigo posando sus manos

sobre las rodillas de Guirval. Su actitud empática reconfortó al coronel, que en esos momentos

sentía cómo la carga que había soportado estos meses se hacía más liviana. Continuó

explicándole su idea de no volver a Madrid, sus miedos a enfrentarse a su realidad, a su propia

familia, a sus amigos, al jefe. De repente ya no le importaba tanto ni su suegro, ni su carrera, ni

por supuesto su separación. Solo temía volver.

Los ojos se le iluminaron cuando le contó con detalles que había conocido a una mujer

libanesa empleada en la embajada, Nasila. Se había enamorado solo con verla, y desde su primer

encuentro sus pensamientos dejaron de ser libres, para convertirse en esclavos de aquella mujer.

Le explicaba con verdadero entusiasmo que nunca había sentido nada igual por nadie y que no

descansaría hasta enamorarla también a ella.

Payá se disponía a transmitir a su amigo su empatía diciendo que ya no le parecía tan

descabellada la posibilidad, aunque fuese remota, de iniciar una nueva vida, cuando la
conversación fue bruscamente interrumpida. El sargento, tras pedir el reglamentario permiso y

desde la misma puerta, informó al teniente de navío de la inminente partida de la misión

programada para esa tarde. La cara de sorpresa de Guirval fue en aumento cuando su amigo le

invitó a acompañarle en aquella misión que Payá calificó de curiosa.

A bordo del BMR, Payá le explicó al coronel que un destacamento hindú, situado a

cinco kilómetros al noroeste de la base, había pedido ayuda rogando que incluyesen en la

expedición a un veterinario. No tenía mucha más información, pero intuía que sería una misión

distinta, aunque no exenta de riesgos. Cada vez que abandonaban la base Miguel de Cervantes

era siguiendo los protocolos de alerta máxima.

La pequeña columna de los vehículos en formación no tardó en avistar la bandera azul y

pronto tomaron contacto con los oficiales responsables de aquel destacamento hindú. Lo

primero que llamó la atención de Guirval fueron los turbantes de color azul que cubrían las

cabezas de aquellos soldados, sustituyendo de esa forma a los habituales cascos azules.

Se desplazaron a pie unos doscientos metros monte arriba, hasta que llegaron a una zona

medio llana por donde deambulaban ocho o diez vacas cuyo aspecto desvelaba la falta de

sustento. El oficial hindú señaló a uno de esos bóvidos. El animal estaba tumbado en el suelo y

presentaba peor aspecto que los demás. No hicieron falta más explicaciones por parte del oficial

hindú y tras retirarse los portadores de los turbantes azules el capitán veterinario aclaró,

mientras inyectaba una sustancia letal en el corazón de la vaca, que aquel animal era sagrado

para ellos y su moral y religiosidad los tenían atrapado en aquella situación que para los

occidentales era quizás poco importante, ya que sus liturgias religiosas eran otras. Guirval sintió

que un escalofrío recorría su cuerpo cuando entendió la escena en toda su dimensión. Cuando

entendió el dilema al que se enfrentaban aquellos soldados. Su religión les prohibía matar a la

vaca, matar a la representación de la madre tierra y, por otro lado, su sensibilidad les impedía

soportar el sufrimiento y la agonía de un animal moribundo.


La muerte: experiencia de vida (parte I)

Era aproximadamente la sexta hora desde que el sol asomaba entre las colinas más

orientales. Había podido comprobar que a esa hora la actividad de los habitantes de Bailo

Baelokum disminuía casi hasta la inactividad. El bullicio de las primeras horas del día se tornaba

en silencio y tranquilidad, hasta los perros dormitaban escogiendo los lugares donde la

temperatura era más agradable.

Esta situación se solía dilatar alrededor de una hora. Entonces la gente resurgía de su corto

letargo y se retomaban las actividades vespertinas. Por las tardes, Ortro solía invitar a Ir Baal a

limpiar algo parecido a un corral. Cercaba dos hermosos toros y tres cabras. Estaba situado en

una verde colina próxima al poblado. El pequeño altiplano de la verde colina contenía otros

corrales más o menos extensos y con más o menos animales. Para esta tarea, Ortro siempre se

ayudaba de una especie de cayado. El extremo superior le sobrepasaba ligeramente su cintura y

el inferior estaba bastante afilado y endurecido con el fuego. Había podido comprobar Ir Baal

que no solo se servía de él para caminar, también lo usaba para varear a los toros e incluso

defenderse de estos cuando hacían movimientos que Ortro consideraba agresivos.

Tras varios meses, Ir Baal prácticamente estaba mimetizado con aquella rutina. Esa

familia había conseguido que el forastero sintiese que ahora era menos forastero, ahora se

consideraba parte de esa familia, ahora habían desaparecido los miedos. Reflexionaba al

respecto y le costaba entender cómo un desconocido podía ser tan bien acogido y se le

permitiese con aquella naturalidad compartir su comida, su trabajo, sus bienes y en definitiva su

vida. Concluía siempre sus reflexiones con una idea que cada vez tenía más clara: sus

compatriotas en Tiro nunca se comportarían igual con un extraño.


Las actividades de la vida diaria, la comunicación, la complicidad y la franca relación

afectuosa terminaron por conformar en Ir Baal aquel fuerte sentimiento de pertenencia hacía

aquella familia.

Ese día, ese fatídico día, estaba siendo especialmente caluroso. Ir Baal comentaba con

Ortro los acontecimientos de la jornada, sentados en las cercanías de la casa. La noche mostraba

un cielo azul salpicado de estrellas y una brillante luna creciente. Los hijos de Ortro ya se habían

despedido antes de ocupar sus lechos de pieles. El agobiante calor cedió y una agradable brisa,

humedecida por la cercanía del mar, hacía que los interlocutores disfrutaran de esos momentos

que, aunque breves, eran especialmente agradables. La mujer asomó la cabeza por la cortina de

la entrada para comunicarle su intención de retirarse a descansar. Ortro e Ir Baal cruzaron sus

miradas y con un gesto cómplice decidieron entrar en la casa para sumarse al descanso con el

resto de la familia.

Ir Baal no conseguía conciliar el sueño, dentro de la choza y con el hogar tan cerca, el calor

volvía a ser agobiante. Vueltas y vueltas en el lecho, ahora nada confortable, y el sudor, y el

desvelo, lo llevaron afuera buscando en la intemperie algo de sosiego. Se recostó entre unas

yerbas secas. El cielo estrellado, la agradable brisa y la serenidad de sus sentimientos hacia

aquella familia condujeron al fenicio a un profundo relajo que difuminó su nivel de conciencia

hasta sumirlo en el sueño.

Pero el sueño se volvió inquieto, soplaba aire, mucho aire, era viento, mucho viento, se

despierta, abre los ojos, no puede, la arena se clava como agujas en su piel, se cubre la cara con

sus manos, camina con dificultad, no entiende, no puede, ¿qué pasa?, ¿qué está pasando?, y el

viento soplando, silbando, y las hojas volando, y las ramas quebradas, y la desorientación, y la

dificultad para moverse, y las hojas volando, y las ramas volando, y la oscuridad, el temor, el

miedo, y la dificultad para andar, ¿adónde?, ¿hacia dónde?, busca refugio, protección, entra en

la casa, blanco, humo blanco, humo denso, se asfixia, tose, humo blanco, humo denso, niños,
familia, asfixia, asfixia, muerte, desesperación, asfixia, tose, tose, llora, sale para respirar y

encontrarse con la ausencia de su familia, con la muerte de su familia, con la soledad. El viento

amaina. Su pena se encrespa.

El desolado Ir Baal comienza a deambular de aquí para allá. No sabía que pensar, qué decir,

ni qué hacer. Solo una inmensa tristeza invadía su alma y su existencia. Irremisiblemente estaba

invadido por un profundo sentimiento de orfandad. Aquel vendaval había acabado con su familia.

Nunca habría imaginado que las hojas y las ramas hubieran taponado la salida del humo, ese

humo blanco asesino de sus seres queridos… «Al menos murieron dormidos», trataba de

consolarse con ese pensamiento.

Por suerte aquella comunidad entendía al antes forastero y se le ofrecía todo tipo de

ayuda. Ir Baal solo permitió que liberasen el agujero de la techumbre que había sido cubierto por

hojas y ramas. El resto de los ofrecimientos encontraban agradecimiento y rechazo. Compañía,

comida, consejos e invitaciones hacían difícil el único objetivo del fenicio. Sólo quería estar solo.

Sólo quería llorar su pérdida. Sólo quería sumergirse en las negras profundidades de su soledad.

La emisaria de las ancianas propuso a Ir Baal que las pompas funerarias se hicieran al modo

de las actuales costumbres del poblado y no como las celebraban sus antepasados. Dejaron bien

claro que así lo harían si el doliente no quisiera celebrarlas según las costumbres de Tiro, su

ciudad natal. Ir Baal asintió con la cabeza y dejó hacer. Al fin y al cabo, su nueva y fallecida familia

era de Bailo y como tal debía tratarse. En Tiro hacía muchos años que no usaban la incineración,

consideraban que era una costumbre poco evolucionada e incluso poco higiénica. Solo pidió no

utilizar en la cremación la ustrina pública. Se comprometió a preparar una específica para todos

los miembros de la familia. Vivieron juntos y juntos harían el «tránsito».

Recordó que cerca de la verde colina donde guardaban los animales, por donde las cabras

pastaban mientras se limpiaba el corral, le había llamado la atención una ancha hendidura que

la erosión había construido en una formación caliza. Pensó en ese accidente geológico como una
excelente ustrina que permitiese la cremación de los cinco cadáveres. Entonces sí pidió ayuda.

Vecinos y conocidos pasaron gran parte del día rellenando aquella oquedad natural con troncos

y ramas secas, para convertirla en una ustrina digna y adecuada para la familia fallecida.

Todo estaba preparado. Ir Baal solo cubrió los cadáveres con una túnica púrpura como

solían hacer en Tiro. Los últimos rayos de sol desaparecieron por poniente, casi a la vez que el

fuego comenzaba su inexorable misión: consumir los cinco cuerpos que habían sido portadores

de cinco vidas. Ir Baal, sentado en una piedra, quizás demasiado cerca de la abyecta hoguera,

miraba sin mirar ese todo del que se consideraba parte. Sus ojos, secos por tanto dolor, no podían

humedecer el páramo en el que se había convertido su alma. El olor a carne humana quemada

se gravó (con uve de gravedad) en lo más profundo de su rinencéfalo, ese lugar del cerebro que

conserva de forma inconsciente pero indemne todo el recuerdo filogénico de la especie humana.

Pasó la noche inmóvil esperando sin esperar que las llamas cumpliesen a la perfección el

papel que se les había asignado en esa representación macabra. Con las claras del día,

prácticamente hasta los rescoldos habían desaparecido, como habían desaparecido los cuerpos

de los difuntos, como había desaparecido aquel todo del que se consideraba parte; una parte

que volvía a ser eso, una parte, otra vez solo, otra vez triste y otra vez abatido.

Descendió hacia lo que hasta entonces había sido su hogar. Eligió la orza de mayor tamaño

e introdujo una a una las que él creyó que eran las pertenencias más representativas de la familia.

Fíbulas y brazaletes de la mujer. Arpón, anzuelos y honda de su amigo. Algunas figuras pequeñas

que el padre había tallado con esmero para sus hijos. Incluso ese arpón de hueso que él mismo

había fabricado para Ortro y del que se sentía tan orgulloso.

Cargó con la vasija hasta la ustrina y con sus propias manos entresacó los restos óseos que

el fuego no había hecho desaparecer. Uno a uno fue depositándolos en el interior de la orza,

junto a los objetos que allí se encontraban.


Bajo la parda alfombra de agujas secas caídas del bosque de coníferas, excavó con sus

propias manos la arena cubierta por esas hojas secas de los pinos. Consiguió un agujero

suficientemente profundo como para albergar la grisácea vasija bruñida, que contenía todo su

pasado reciente. Reforzó las paredes del agujero con piedras e introdujo la orza. La tapó con una

piedra plana moldeada por la erosión del mar cercano y terminó de cubrirla con la misma arena

que antes había extraído. Coronó la tumba con una rama en forma de Y donde colgó el amuleto

que siempre lucía en el cuello de su querido amigo Ortro.

Acompañado de su soledad, pero esta vez despojado de sus temores por el encuentro con

gente desconocida, se dirigió hacia los caminos del norte de la ciudad que lo había acogido, por

donde desaparecían las carretas y las bestias cargadas con los enseres que desembarcaban en

aquellos rudimentarios pantalanes y que sin duda procedían de su ciudad natal, Tiro. De nuevo

la imagen de Jezabel, aunque más desdibujada, volvía a estar presente.

Aferrado al cayado de Ortro y con el lazo que le regaló su amigo el remero griego atado a

su cintura, partió hacia lo desconocido.


La muerte: experiencia de vida (parte II)

Aquella noche, en su confortable aposento de la embajada, a Guirval le costaba conciliar el

sueño. La conversación con Payá había despertado en él una necesidad imperiosa. Debía hacer

partícipe de sus sentimientos a su amada Nasila. Elaboraba mil y un planes para construir las

condiciones idóneas. Elaboraba mil y un discursos con los que transmitir sus sentimientos a esa

preciosa mujer. Él nunca había comenzado una relación así, hablando directamente de sus

sentimientos, siempre había sabido manejar las relaciones de tal forma que los signos no verbales

de ella le mostraban el camino hacia el acercamiento o hacia la distancia. Sabía cuándo insistir y

cuándo desistir. Con Nasila estaba perdido, no acertaba a diferenciar entre la cortesía

diplomática y el acercamiento cómplice entre dos personas que se buscan.

Cuando despertó tenía la sensación de no haber dormido lo suficiente. No sabía cuántas

horas había invertido enredado entre las formas, los proyectos, las ideas, los sentimientos, los

temores y las fantasías que modulaban su auténtica realidad. Aunque le pesaba el cansancio, el

desasosiego interior le hizo levantarse de la cama como si se le hiciese tarde para llegar a tiempo

a su vida.

La reunión con el equipo de seguridad de la embajada, el despacho del correo, la firma de

órdenes y la visita del embajador interesándose por cómo se adaptaba a sus nuevas tareas,

fueron más que suficientes para que Guirval saliese de su laberinto mental y se topara de bruces

con su realidad cotidiana. Acompañaba al embajador a la salida cuando unos suaves golpes

anunciaron otra visita. El coronel abrió la puerta con la doble intención de despedir al embajador

y atender a la persona que solicitaba ser recibida. La imagen al abrir la puerta lo dejó perplejo,

sin palabras. El olor de esa mujer ya se había convertido en característico. Balbuceó algo parecido

a una despedida mezclado con algo parecido a un «adelante». Por más que se esforzaba en

aparentar normalidad, su actitud, sus gestos y su cara evidenciaban todo lo contrario. Nasila
saludó al embajador y accedió a acomodarse en el despacho mientras Guirval cerraba la puerta

y se disponía a ocupar su lugar. Estaba bellísima, un vestido de seda verdemar cubría su cuerpo

sin disimular la silueta. Le llamó especialmente la atención el hiyab que cubría el pelo, del mismo

color que el vestido. No era frecuente que Nasila usara esta prenda. Guirval pensó que

armonizaba su belleza.

Con una sonrisa forzada y tratando de obviar, sin conseguirlo, la sequedad de su boca y el

sudor que no se justificaba por la temperatura mantenida en la estancia debido al aire

acondicionado, el coronel se interesó por el motivo de su visita. Nasila no advirtió los signos de

inquietud que mostraba su interlocutor porque ella se concentraba en ocultar los suyos propios.

No sabía cómo hacerlo a pesar de haberlo ensayado en el espejo en repetidas ocasiones. Como

pudo explicó de forma poco entendible el motivo de la invitación que ofrecía al coronel

entregándole un sobre cerrado.

Guirval había sido invitado personalmente y no como miembro y representante de la

embajada. Había sido invitado como señor Guirval, como amigo de Nasila, como hombre, como

hombre cercano a la hija del anfitrión, el padre de ella. ¿Como acompañante?, se preguntaba y

se repetía una y otra vez. Inmerso en este pensamiento, casi no prestaba atención a las

explicaciones de su interlocutora que se esforzaba en aclarar que el padre conocía al coronel

porque ella le había hablado de él y de su interés por él. Le explicaba que su padre era el dueño

de una empresa de seguridad que a lo largo de los últimos seis años había conseguido abrir

mercado en varios países árabes, en algún otro país balcánico e incluso en algún país europeo, y

esto le había reportado pingües beneficios y fama más allá de las fronteras del Líbano. El coronel

quedó sorprendido especialmente cuando Nasila pasó a detallarle el motivo de la invitación. Se

celebraba la inauguración de la primera sucursal en Estados Unidos.


El coronel consiguió recobrar la compostura y de forma amable, cercana y cariñosa, aseguró

a Nasila que aceptaba encantado la invitación, agradeciéndole que hubiese posibilitado la

ocasión de conocer a su familia y de poder disfrutar de su compañía fuera de la embajada.

Los diez días que faltaban para la recepción parecían una eternidad. Los días no pasaban y

las horas se enlentecían a la vez que aumentaba la ansiedad en el coronel. Los encuentros en la

embajada eran cada vez más cercanos y los cruces de miradas más cómplices. Convenció a Nasila

para que lo acompañara a comprar un traje adecuado para la ocasión. Los contactos físicos eran

cada vez más frecuentes y el espacio vital entre ambos se redujo considerablemente.

El boato, el dorado, los grandes tapices y el color azul competían por sobresalir en

aquella mansión donde no cabía el más mínimo descuido que empañara la excelencia que

imponía el anfitrión. El salón principal, iluminado por una majestuosa lámpara de araña, lucía en

todo su esplendor. Dos escaleras semicirculares daban acceso a la planta alta.

Los invitados que ocupaban el salón en número considerable departían en un tono de voz

modulado, dejando entrever así su refinado comportamiento.

El ágape transcurría con sosegada normalidad y Nasila se forzaba en atender al coronel de

forma muy especial. Prácticamente no había hecho otra cosa desde que llegó. Guirval saludaba

a las personas que les presentaba Nasila, que parecía encantada de mostrar a amigos y familiares

a su acompañante el coronel. Estaba pletórica, bellísima y sin duda brillaba con luz propia. Guirval

rezumaba satisfacción y felicidad.

Faruk Shaid (así se llamaba el padre de Nasila), llamó la atención de su hija y esta hizo lo

propio con una ligera presión en la mano de Guirval, que quedó momentáneamente confundido.

Solo unos segundos después y mediante una sonrisa cómplice de su compañera, se pudo percatar

de la invitación que Faruk les hacía señalando con su mano la puerta de doble hoja a donde se

dirigía y que estaba custodiada por lo que sin duda parecía un miembro de seguridad del
anfitrión. La hija y su acompañante lo siguieron. Sus miradas se cruzaron dejando de manifiesto

su sorpresa.

La magnifica puerta, tallada con gusto en madera de cedro, daba acceso a una estancia

que el coronel no tuvo nada fácil definir. La primera impresión fue que estaba ante una

espléndida biblioteca, pero pronto observó con gran perplejidad algo similar a una exposición de

cerámica, utensilios del hogar, adornos y monedas perfectamente iluminadas, conservadas y

datadas que daban al contexto un aire entre biblioteca y museo que despertó en el coronel

preguntas, asombros, sorpresa y admiración. Todo se disipó cuando ella le dijo al oído que era

allí donde pasaba la mayor parte del tiempo que no estaba en la embajada.

Faruk Shaid, con una amplia sonrisa, invitó a la pareja a acomodarse en un sofá tresillo que

rodeaba a una mesita de nuevo magníficamente tallada, esta vez en madera de abedul. Con un

gesto sugirió al sirviente que abandonara la sala. El anfitrión, mientras servía el té, explicaba a

Guirval lo que este ya sabía: la inauguración de la primera sucursal en Estados Unidos. Con voz

grave, pausada y en perfecto castellano, le relató con todo lujo de detalles cómo la empresa se

desarrolló durante los últimos años consiguiendo prestigio, internacionalidad y amplitud.

Orgulloso le confesó que ya contaba por cientos el número de empleados. La dimensión de las

finanzas, los protocolos, la logística, la organización y la posible expansión, hacían que el que

hablaba se sintiese cansado, abrumado y en cierto modo desbordado. Le aclaró que siempre

pensó en su única hija para dirigir todo este proyecto. Aseguró que no le faltaba ni inteligencia

ni capacidad, pero señalando con las manos la estancia, afirmó que no había podido convencerla,

y con tono resignado confesó que aceptaba la entrega de Nasila a su verdadera pasión: la arqueo-

antropología y el interesante estudio de sus ancestros. Relató que desde que murió la madre,

cuando Nasila solo contaba con doce años, él se había sentido muy solo y procuró dar a su hija la

mejor formación posible.


En su soliloquio siguió dirigiéndose al coronel. Le explicaba que su hija le había hecho

partícipe de su interés por él, de sus capacidades, de su formación y de su profesionalidad y aclaró

que no quería nombrar otros aspectos de esa atracción por respeto a ambos.

Guirval exhibió una amplia sonrisa mientras sentía cómo mil hormigas recorrían todo su

cuerpo y confesó que Nasila había entrado sin anunciarse, como un soplo de aire límpido en su

vida y en su corazón. Nasila, con los ojos vidriosos embargados por la emoción, no pudo por más

que tenderle su mano, buscando la suya para regalarle un hermoso beso en la mejilla, que hizo

enrojecer a Guirval y reaccionar al padre cogiendo la taza de té para apartar la mirada. Faruk

Shaid, no quería desviar el tema de su verdadero objetivo, que era ofrecer al coronel la gerencia

de la empresa independientemente de la evolución de la pareja.

—Le aseguro, coronel, que me interesa más este encuentro que todo lo que está pasando ahí

fuera en la celebración.

En ese momento, Guirval mostró su perplejidad, dirigiendo su mirada alternativamente

hacia su interlocutor y hacia Nasila, que igualmente mostraba su sorpresa.

Faruk Shaid, con parsimonia, explicó a la pareja el motivo de su interés. Había decidido

ofrecer a Guirval la gerencia de la empresa y lo quería hacer en presencia de su propia hija. Hizo

hincapié en que la oferta no estaba ligada, de ninguna manera, al futuro de la relación que

pudiera tener con su hija. Eso sería cosa de ellos y él no iba a opinar al respecto. Pensaba que la

oferta era vital para su futuro y por tanto le pedía que se tomase el tiempo que considerara

necesario.

La recepción concluyó. A la vez se abría una puerta que daba entrada a un espacio

desconocido para el coronel. De un lado, solo enfrentarse a la decisión de abandonar su carrera

militar le provocaba verdadero desasosiego. De otro lado, la relación con Nasila cambió de forma

ostensible. Había pasado de las dudas sobre si era correspondido en sus sentimientos a la certeza

de esa correspondencia y el significado que la oferta de Faruk tenía en el futuro de su relación.


¿Debía o podía separar una decisión de la otra? ¿Quería?, se preguntaba. Por un momento pensó

en los acontecimientos que le empujaron a embarcarse en la operación «Libre Hidalgo» y se

sorprendió de lo poco que aquello influiría en su decisión final.

Un impulso irrefrenable llevó a Guirval a organizar una visita oficial a la base Miguel de

Cervantes para encontrarse con su amigo Payá. Conocía la historia y necesitaba ponerle al día de

todas las novedades. No solo las entendería y opinaría, sabía que el hecho de escucharse a sí

mismo, sus propias dudas y en definitiva la encrucijada en la que estaba envuelto, le ayudaría a

tomar las decisiones en las que su corazón y su cerebro no entrasen en conflicto.

El helicóptero tigre se posó en la zona adaptada para esta maniobra en la base militar y el

coronel fue recibido por Payá que, tras un afectuoso saludo, lo acompañó al encuentro con el

mando de las instalaciones. Entregó las misivas que le habían confiado el mando de la OTAN, el

jefe del Estado Mayor de la Defensa y el embajador de España en El Líbano, su actual jefe.

Al fin consiguieron encontrar un lugar tranquilo en donde, solo los dos, frente a frente

pudieran mantener sus confidencias a salvo. Guirval, de forma ansiosa pero no atropellada, contó

con todo lujo de detalles la recepción a la que fue invitado por el padre de Nasila, Faruk Shaid.

Precisó, no con menos detalles, la oferta del padre de Nasila, y sin profundizar en momentos

íntimos le reveló cómo se estaba enamorando de aquella preciosa mujer.

Payá aprovechó una larga pausa que entendió como un silencio reflexivo y se explayó.

—Mi querido amigo —dijo en tono suave, dando tiempo a ese mecanismo lógico-

matemático en el que se había convertido su cerebro tras tantos años de entrenamiento—, en

primer lugar, creo que debieras reflexionar detenidamente sobre tu futuro profesional. De un

lado tienes una carrera militar impecable e imparable que te asegura un brillante futuro. De otro

lado, la dirección y gerencia de una empresa de seguridad de esa envergadura te permitirá vivir

más que desahogadamente y tu prestigio internacional te abrirá puertas solo al alcance de unos

pocos.
El coronel seguía en silencio las palabras de su amigo tratando de ordenar sus propios

pensamientos, en realidad bastante dispersos.

Payá continuó con su discurso.

—Mi coronel, no conozco de forma exhaustiva el «universo» de la seguridad privada, pero

entiendo que la relación con mercenarios y la idiosincrasia que los define será inevitable —hizo

una pausa consciente permitiendo a su interlocutor el tiempo que consideraba necesario—. Igual

me equivoco, pero estoy convencido de que algunas de las actividades de este tipo de empresas

discurren por caminos demasiado cercanos a veces de las líneas que separan lo lícito de lo ilícito.

Guirval seguía con su mirada perdida pero su atención centrada. Asentía rítmicamente con

la cabeza como descubriendo aspectos en los que hasta entonces no había pensado.

—Veo con satisfacción que la relación con Nasila se está convirtiendo en algo más serio, y

créeme que me alegro por ti, pero… —hizo Payá un silencio medido y continuó— esa cuestión

tiene algunas derivadas. Uno —dijo mostrando el dedo índice—, tendrás que abordar tu vínculo

formal con Lidia y por tanto con tu suegro. Dos —mostrando ahora dos dedos, prosiguió—, ¿tu

nuevo jefe será tu nuevo suegro? —evidentemente era una pregunta retórica y así lo entendió

el coronel—. Tres —mostrando ya tres dedos—, la cultura, costumbres y tradiciones libanesas no

son las nuestras.

El coronel seguía las palabras de su amigo con toda atención, pero solo provocaban en él

una gran ambivalencia.

Ya mantenía cuatro dedos en alto.

—No puedes olvidarte, aunque sea menos importante, de la embajada, del embajador y

de tus misiones oficiales. Por último —dijo abriendo de par en par sus dos manos—, tendrás que

diseñar una estrategia. Son decisiones concatenadas. Cada una de ellas te llevará a la siguiente y

así el «tempo» será definitivo para un resultado correcto.


En el silencio que se instauró entre ambos casi se podía oír el choque de ideas, emociones,

dudas y reflexiones que tenían lugar en la cabeza de Guirval. Payá rompió ese silencio.

—Hay algo que nunca quiero que olvides. Siempre estaré a tu lado decidas lo que decidas.

El coronel no pudo por más que agradecer a su buen amigo la acogida, la comprensión y

especialmente su último ofrecimiento.

Payá, por su lado, se preguntaba si habría ayudado a su amigo. Era su propósito, pero no

tenía claro si su intervención generó aún más dudas en el coronel de las que ya tenía antes de la

charla.

Tras el largo y efusivo abrazo de los amigos, el helicóptero tigre se elevó suavemente

acompañado del sonido característico del motor, agitando las hélices y el rotor de cola.

Aquella noche resultó difícil para Guirval conciliar el sueño. Sus ideas se desplazaban por su

cabeza casi a la misma velocidad que las manillas del reloj se desplazaban por su monótono

recorrido. Solo reaccionó cuando el alba saludaba al nuevo día. Le había pasado desapercibida la

lejana llamada a oración del almuédano desde el minarete, que tanto le molestaba en los

primeros días.

Guirval ya había decidido. El primer paso sería compartir con la bella Nasila sus dudas y

preocupaciones. De algo casi no tenía dudas, ambos compartían la misma atracción. A pesar de

todo, las palabras de Payá resonaban con fuerza: «¿Tu nuevo jefe será tu nuevo suegro?».

Mientras esperaba impaciente, sentado en la mesa reservada en el restaurante T-

Marabouta, en pleno Hamra Street, se sonrojaba pensando en la otra reserva que solo él conocía.

Había imaginado que la velada bien podría concluir en una romántica habitación de hotel, y así

podría comprobar «los límites» de la moral sexual de la atractiva Nasila. Esbozó una leve sonrisa

imaginándose en esa habitación del hotel Le Bristol Beyrouth, situado a unos cuatrocientos

metros del restaurante.


¡Joder!, pensó en voz alta. Casi podía escuchar los latidos de su corazón mientras

contemplaba impresionado la imagen de Nasila, que irrumpía en el restaurante intentando

encontrar la ubicación del coronel. Cuando sus miradas se encontraron, Nasila pudo comprobar

que su esmero en arreglarse para la ocasión consiguió el resultado apetecido. Daba por bien

empleado el tiempo que invertía en arreglarse tras el tiempo invertido en su higiene personal.

No conseguía liberarse de los insistentes consejos de su madre en la adolescencia. «La higiene

de tus partes íntimas hablará por ti», repetía la madre. Guirval aún seguía impactado al

contemplar aquella bellísima imagen. Un vestido rojo cubría hasta los pies su cuerpo dejando al

descubierto solo su hombro derecho, pero sin disimular aquellas curvas que atentaban contra la

naturaleza. Una infinita abertura en la parte delantera del vestido no solo permitía caminar a

Nasila, además mostraba desde los tobillos hasta donde permitiese la imaginación del

impresionado observador. El pelo negro que la mujer acabó de descubrir transformando el hiyab

en fular, impecablemente recogido, resaltaba aún más esos ojos aceitunados de mirada límpida

y profunda.

Tuvo Nasila que caminar hasta el borde de la mesa para que Guirval reaccionara y al fin se

levantase, a la vez que cerraba la boca hasta entonces entreabierta.

Durante la cena los camareros, los otros comensales, el restaurante y la avenida Hamra

Street se difuminaron y poco a poco dejaron de existir para la pareja. Solo sus miradas y solo a

través de ellas construyeron su microcosmos alrededor del cual nada existía.

Tras la cena, pasearon por la avenida con sus brazos acoplados en la cintura del otro,

armonizando su caminar como si de un solo ser se tratase. La marcha solo se detenía cuando sus

cuerpos se enfrentaban y sus labios se fundían en un beso infinito.

Que fácil para Nasila no hacer preguntas. Que fácil para el coronel no dar explicaciones.

Que fácil para la pareja culminar la velada con una noche inolvidable de sexo, lujuria, ternura,

confesiones y amor en el hotel Le Bristol Beyrouth.


Ya había tomado la decisión. Tenía la necesidad de contárselo a Payá. Concertaría un

encuentro dispuesto a celebrar con su amigo las decisiones que él consideraba dignas de

compartir. Cambiaría su vida como habían cambiado sus sentimientos. Ahora sí estaba seguro y

confiaba en que su vida mejoraría en todos los aspectos.

En su despacho el coronel gestionaba los asuntos con otra disposición. Daba las órdenes y

atendía llamadas y requerimientos siempre con una sonrisa y de muy buen grado. La vida le

sonreía, lo paseaba en volandas y se sentía en buenas manos. De vez en cuando la vida te ofrece

salidas amables y sanadoras, pensó. El teléfono sonó, pero esta vez parpadeaba la luz que

indicaba la línea del embajador. Descolgó el aparato.

—A sus órdenes —contestó, pero solo respondió el silencio—. Dígame, señor embajador

—insistió.

Con tono seco y grave, así sonó la voz del embajador.

—Un comando destacado de la base Miguel de Cervantes ha sufrido un atentado. El

teniente de navío Pablo Payá viajaba en uno de los cuatro BMR que formaban el convoy. No

sabemos si ha sido alcanzado por la explosión.

Guirval no pudo articular palabra. La imagen amable de su amigo inundó toda su conciencia

y no le permitía ver nada más. Como con un impulso descontrolado saltó de su asiento para

dirigirse al despacho del embajador que invadió bruscamente para informarle, sin solicitarle el

preceptivo permiso, de que en ese instante se desplazaría a la base. El embajador se ofreció para

acompañarle, pero el coronel lo disuadió esgrimiendo que la base en esos momentos era una

zona caliente.

Cuando aterrizó, un comando se disponía a abandonar la instalación militar para rescatar y

proteger a los compañeros que habían sufrido el atentado. Se sumó a la expedición y por el

camino le informaron de los hechos. El destacamento hindú que visitaron en otra ocasión con el

veterinario había sido atacado y las torres de comunicación fueron destruidas, por lo que estaban
aislados. El teniente de navío Payá transportaba el material necesario para restablecer las

comunicaciones cuando fue atacado. El BMR en el que viajaba Payá fue alcanzado por una

granada antitanque que lo hizo volar por los aires.

Cuando llegó Guirval al lugar del atentado, los supervivientes del convoy siniestrado se

afanaban por rescatar de entre los retorcidos restos del vehículo los trozos humanos amputados

por la metralla de los tres ocupantes del BMR alcanzado. Guirval buscaba como un poseso entre

los fragmentos humanos aquellos que pudieran pertenecer a Payá. Con la cabeza de su amigo

entre sus manos y con la mirada fija en la cara desfigurada, Guirval se arrodilló y su búsqueda

cesó.

Qué injusta, qué desigual y qué cruel la batalla entre esas dos guerreras implacables: la vida

y la muerte. La una abriéndose paso hacia la supervivencia a dentelladas secas y calientes; la otra

con su guadaña asesina, separando parte a parte lo vivo de lo inerte. La vida seduciendo, amando,

anhelando. La muerte desmembrando, desgajando, arrancando. La una germinando, brotando,

creciendo, floreciendo. La otra segando, degollando, aplastando, lacerando y yo aquí, entre la

una y la otra, entre lo por venir y lo acabado, entre lo discreto y lo exagerado y tu ahí, muerto y

acabado.

Tres féretros, cubiertos con banderas de España, presidían la perfecta formación de la

tropa, mandos y oficiales de la base militar Miguel de Cervantes, cuya bandera ondeaba a media

asta en señal de luto por la pérdida de los tres militares. Las agudas y castrenses notas de la

trompeta interpretando el toque de silencio, rompieron el sobrecogedor silencio de aquella

formación militar. Las lágrimas de Guirval no conseguían deshacer la posición de firmes que

mantenía.

Cuando las salvas sonaron tras el final del toque de silencio, el silencio se volvió a instaurar

en la explanada. En ese momento, en ese preciso momento el coronel Guirval se despidió de su

amigo, el teniente de navío Pablo Payá i Verdú y del ejército.


Al encuentro de su destino (parte I)

Saliendo de Bailo Baelokum


30 de septiembre, año 993 a. de C.

Había pasado un año desde que abandonó su tierra natal y… ¡parecía tan lejano! La imagen de

Jezabel se había difuminado tanto que casi había desaparecido. No era así con la familia de

Ortro… ¡estaba tan presente! La monotonía de su caminar sin el desasosiego de sus primeros

pasos por estas tierras y el monótono camino, ayudaban a que Ir Baal se perdiera entre sus

recuerdos lejanos y recientes sin tener conciencia clara de hacia dónde le conducían aquellos

monótonos pasos.

Tras dos días de aburrido caminar, solo se había cruzado en una ocasión con una caravana

de porteadores que volvían con su carga a Bailo. Su estómago empezó a protestar por la falta de

alimentos y los pensamientos del caminante se volvieron carnívoros. Decidió apartarse del

camino y aproximarse al monte bajo que precedía a un bosque cercano. Con todo el esmero que

pudo, preparó el lazo corredizo que portaba en la cintura y con empeño hundió la estaca en el

suelo mientras se acordaba, con nostalgia, de su amigo el remero griego. Simuló la trampa lo

mejor que pudo y se escondió a una prudente distancia. Esperaba agazapado el paso de cualquier

incauto animal que cayese en su trampa.

Una carrera alocada, acompañada de alaridos estridentes, concluyó con un jabato

retorciéndose en el suelo e intentando liberarse del lazo trampa. Ir Baal corrió hacia la incómoda

escena para terminar con el sufrimiento del animal, pero… el sufrimiento terminó con el animal.

Cuando llegó al lugar no podía salir de su asombro. Ir Baal miraba alternativamente en un intento

de descifrar aquello que le proponían sus ojos: en el suelo, el animal inerte sujeto por el lazo y
con una pequeña saeta clavada en el lomo. De pie, a un par de brazas del jabato, un muchacho

jadeante miraba con la misma sorpresa al jabato y a Ir Baal.

El muchacho fue transformando su gesto de sorpresa en una amplia sonrisa. Llevaba atadas

su cintura cuatro hermosas liebres, y con un gesto amable separó sus dos brazos con las palmas

de las manos hacia fuera, mostrando de esa forma que entendía bien lo ocurrido. El fenicio

devolvió el gesto y la sonrisa se convirtió en carcajada. Entre los dos habían capturado la presa

como si se hubiesen coordinado previamente.

Ir Baal, con soltura en el lenguaje que tras un año ya casi dominaba, explicó al joven su

situación y este lo invitó a compartir la comida con su familia. Su poblado no estaba a más de

media hora de camino. Aceptó la invitación, cargaron la «pieza» y se dirigieron hacia la aldea.

Era un poblado pequeño, bastante más pequeño que Bailo, pero no tanto como los

primeros que encontró tras su desembarco cerca de Malaca. Las casas, de estructuras similares

a las que ya conocía, presentaban una distribución entre ellas un tanto irregular. La familia del

joven muchacho, como ya había previsto Ir Baal, era amable y acogedora, y pronto compartieron

comida y risas cuando contaban la anécdota de su encuentro. El fenicio tartamudeó a conciencia

cuando fue preguntado por su destino. Tartamudeó para rendirse a la evidencia.

—No lo sé —dijo cabizbajo respondiéndose a sí mismo. Resumió la experiencia vivida en

Bailo y permaneció en silencio y pensativo. El que sin duda era el cabeza de familia invitó al

visitante a desplazarse hacia un lugar más adecuado donde poder ilustrar al caminante sobre los

posibles destinos. Alisó el suelo, ya liso, y con una rama bien seca y adaptada dibujó en la arena

algo parecido a un mapa, mientras lo acompañaba de explicaciones.


Muy atento, Ir Baal seguía las explicaciones de su anfitrión. Pensó que no tenía ninguna

duda hasta llegar a Iripo. Parecía, según las explicaciones, que se trataba más de una intersección

de caminos que de una población. Sería allí donde tendría que decidir definitivamente sobre su

destino.

Tras descansar esa noche sobre pieles y comer por la mañana algunas viandas, se despidió

del joven y su familia agradeciendo su hospitalidad. Inició la marcha esta vez con un caminar más

animado.

Iripo efectivamente era una población construida de forma irregular y alrededor de la

intersección de los caminos. Las casas no entorpecían el tránsito. Ir Baal se sorprendió de la

actividad y el trasiego que tenían lugar por aquellos lares. Personas cargadas de fardos, carretas

de distintos tamaños y animales de carga transitaban por los caminos en todas direcciones. Para

terminar de situarse preguntó hacia dónde se dirigían los distintos caminos. En realidad, desde

que dejó Bailo pensaba en ese fantástico lugar que describió su amigo el remero griego.

Le explicaron que aquella ciudad no era un destino posible para la estancia de ningún

forastero. La gente se acercaba para cualquier asunto de negocio pactado previamente o salía de

la población con las mismas intenciones comerciales. El trueque se realizaba siempre en las
cercanías de la ciudad para evitar que accediese a ella nadie que no fuera ciudadano de Tarsis.

Tras recibir aquella información, no tuvo dudas. Hacia allí dirigiría sus pasos.

En la medida que se alejaba de Iripo en dirección a Tarsis, el tránsito fue disminuyendo, y

al tercer día prácticamente viajaba solo. Los esporádicos grupos con los que se cruzaba en nada

se parecían a aquellas caravanas de portadores, en las cercanías de Bailo. Eran diferentes en

cuanto al número de personas, los vestidos que portaban y la actitud que mantenían. Se le

antojaban más refinados.

Para Ir Baal, pasaba el tiempo convirtiendo los días en rutina. Caminar de día, descansar

cuando el sol se pone y cazar al alba, cuando los animales acuden a sus abrevaderos naturales,

se convirtió en la rutina de su día a día. En aquella ocasión, transcurría el camino paralelo a un

pequeño río de tres o cuatro brazas de ancho. Era un valle suave y agradable. Las elevaciones

montañosas que daban lugar a dicho valle, a ambos lados del río, permitían el tranquilo discurrir

de las aguas y el camino se adaptaba perfectamente al sinuoso trazado de la corriente. Los

bosques de sauces, olmos y chopos adornaban y pintaban de verde las suaves laderas y los

meandros aportaban, a veces, verdes praderas de un verde más vivo que el verde de las laderas.

Habían pasado ya casi dos semanas desde que dejó atrás Iripo, y no encontraba ningún

atisbo de población ni camino alternativo que lo pudiera desviar de su destino. No obstante, en

ese lugar con el agua tan cerca y lo agradable del entorno se sentía tranquilo y seguro. En una

curva del camino que acompañaba a un meandro del río, le pareció escuchar algo parecido a los

sollozos de una mujer. Aceleró el paso para ver lo que sucedía tras aquella curva. Los árboles no

le dejaban ver. Cuando consigue ver, la sorpresa lo paralizó, el miedo lo alertó y la ira lo desbocó.

Cogió un canto rodado, bien pulido por la acción de la corriente y del tamaño casi de una naranja.

Lo lanzó con todas sus fuerzas hacia el hombre que, de cara a él, sujetaba el cuerpo de la mujer

que casi no se movía. Con un grito desgarrador, exhalado por la ira, corrió enloquecido con el
cayado en ristre hacia un segundo hombre que, de espaldas a él y sobre el cuerpo medio desnudo

de la mujer, se volvía para descubrir el origen de ese grito casi animal. Justo en el momento en

que se giraba, Ir Baal acometía con la punta del cayado de su amigo Ortro que penetró en el

cerebro de aquel hombre por el agujero óptico tras explotar el globo ocular. La mujer, en el suelo,

se giró para adoptar una posición fetal, mostrando así su absoluta indefensión.

Ir Baal, de pie, inmóvil y con la piel erizada por la acción de la adrenalina, trataba de

entender la escena. Cinco o seis hombres esparcidos por el suelo con posturas antinaturales

vestían ropajes similares de color verde que sugerían uniformidad. Evidentemente estaban

muertos. El rojo de las manchas de sangre, menos roja de lo que él pensaba, salpicaban como

tulipanes negros el verde prado. Una carreta, distinta a las que hasta entonces había visto, con

dos hermosas bestias que la sujetaban, resoplando inquietas con gráciles movimientos de sus

cabezas, lucía espléndida junto a los cuerpos. Seis varales verticales sujetaban una especie de

palio de seda turquesa. El interior de la carreta forrado de pieles muy bien curtidas y el exterior,

adornado con piezas de un metal dorado, daban al conjunto un aspecto regio.

A su lado derecho, en el suelo, un cadáver con los ojos exageradamente abiertos mostraba

su hueso frontal quebrado, por donde se podía ver su masa encefálica. A su izquierda, otro

hombre yacía boca arriba con el cayado firmemente insertado en su cerebro. A su espalda, en el

suelo y en posición fetal, la mujer esperaba con un sordo sollozo el fatal desenlace.

Las piernas de Ir Baal se aflojaron cuando la adrenalina permitió la descarga compensatoria

de la dopamina. En cuclillas y de espaldas a la mujer, el fenicio terminaba de conformar una

escena donde la vida, la muerte y la naturaleza se conjugaban de forma extraña. Pasaron

segundos, minutos, el tiempo se detuvo y la escena se congeló. El resoplido de las bestias que

sujetaban la carreta rompía el sobrecogedor silencio. La mujer, inmóvil y en la misma posición

fetal, susurró algo parecido a una pregunta.


— ¿Quién eres?

Ir Baal casi no escuchó, pero sí entendió.

—Jirbal —así sonaba su nombre pronunciado como lo hacían en Bailo.

— ¿Qué quieres de mí? —preguntó la mujer elevando un poco el tono de su voz, pero sin

deshacer la posición fetal.

— ¿Quién eres? —respondió Ir Baal con una pregunta.

— Edereta, hija de hijo de Argantonio.

Ir Baal no podía pensar en nada. No quería. Edereta cambió los sollozos por la extrañeza.

No sabía qué decir, qué pensar y qué esperar. Intuía al hombre inmóvil, meditabundo, y muy

lentamente deshizo la posición fetal para comprobar la presencia inerte y así entender algo mejor

la inactividad de aquel hombre, que la había liberado de aquella situación tan indeseable.

Edereta, aún con su voluntad quebrada y su autoestima desvencijada, intuyó que, entre las

intenciones de aquel hombre desconocido no estaba la de dañarla aún más. Insistió y rozando su

espalda con la yema de los dedos, volvió a preguntar.

—¿Quién eres?

Ir Baal se giró lentamente sin deshacer las cuclillas hasta que sus miradas se encontraron e

intercambiaron sus miedos.

—Jirbal, de Tiro.

¿Quién era aquel hombre tan parco en palabras y de nombre extraño?, pensó Edereta.

Cuando se cruzaron las miradas, intuyó que estaba tan impactado como ella.

Ir Baal se terminó de girar apoyando una rodilla en el suelo.

—¿De dónde eres? ¿Hacia dónde te diriges? —preguntó con voz tremulosa.
Edereta, casi en un intento de animarlo, sin pensar que quizás ella era quien debía ser

animada, le explicó que volvía de Iripo. Fue a conocer a su sobrino. Hacía seis meses que su

hermana gemela tuvo su primer hijo. Se dirigía hacia Tarsis, donde vivía en el palacio real junto

al resto de su familia. Ante la cara de extrañeza del fenicio, aclaró que su padre era Argantonio,

hijo de Argantonio, y esto fue lo que terminó de desorientar a Ir Baal. En un intento de resolver

la situación en lo posible, ofreció a la mujer subir a la carreta para continuar camino a su hogar

fuera el que fuere. Ella negó rotundamente explicando que volvería a estar en peligro y esta vez

sin la protección de la guardia real. A cambio propuso que marcharan evitando el camino y sus

peligros. Ir Baal pensó que sabía lo que decía y que era mejor conocedora de aquellos caminos

que él.

Así caminaron durante dos jornadas evitando el sendero y evitando el contacto con otros

caminantes. Escondidos y atemorizados escogían los lugares más ocultos para descansar y así

evitar a los salteadores de caminos. Tuvieron que sortear lomas y arroyos de torrentera que

confluían en el río al que se acomodaba el camino. Edereta explicó al Tirio que, tras la elevación

montañosa que lucía al frente, podrían divisar por primera vez Tarsis.

Hacia allí se dirigieron y con no poco esfuerzo consiguieron coronar la elevación montañosa

a la que se refería Edereta. El sol ya había superado el zenit y comenzaba su inexorable caída.

—Aquello es Tarsis. Allí está mi casa. Ya estamos a salvo –dijo Edereta mientras se sentaba

en una piedra para descansar.

Ir Baal no se movió, no pestañeó, simplemente se quedó paralizado. No podía comprender

lo que estaba viendo. Nunca habría podido imaginar algo así.

El ángulo de incidencia de los rayos del sol sobre Tarsis emitía un ángulo de reflexión hacia

la posición de Ir Baal que ofrecía una imagen espectacular. Era un círculo dorado muy brillante,
tanto que parecía de oro. Estaba rodeado de otro círculo plateado que se perdía por su parte

suroeste en el mar abierto. Por el noroeste conectaba con el ancho río que se escondía entre los

valles.

Consciente Edereta del impacto que la imagen había provocado en Ir Baal, se forzó en

explicar los motivos de aquel espectáculo.

—Como ves, la ciudad de Tarsis es una isla rodeada por los dos grandes brazos en los que

se divide el río en su desembocadura.

Ir Baal seguía mudo y absorto en las explicaciones de Edereta.

—La gente que no conoce bien la ciudad cree que es de oro porque solo ha visto esta

imagen. Lo cuentan a otras personas y estas a otras y así Tarsis termina siendo la ciudad de oro.

El tirio asentía aún incrédulo, sin apartar la vista de la espectacular imagen. La mujer

continuaba con las explicaciones.

—La realidad es que los tejados de las casas están fabricados con planchas de dura arcilla

muy resistente al agua por su acabado vítreo. Esta arcilla es muy rica en pirita y calcopirita, dos

minerales que reflejan la luz solar de la forma que estás viendo. Cuando el sol o el observador

cambian de lugar, la ciudad ya no muestra esta apariencia.

Ir Baal, a pesar de las explicaciones, no terminaba de dar crédito a la magnífica imagen.

—Pero ¡vamos!, necesito abrazar a mi familia, que debe estar preocupada.


Al encuentro de su destino (Parte II)

Beirut
14 de febrero, año 2007

El coronel Guirval ya no era el coronel Guirval. Se había convertido en el señor Guirval, gerente

de Faruk Security. Al menos así lo corregía cada vez que en la agencia le llamaban coronel. La

sede central de Faruk Security estaba situada en un lugar

privilegiado de Hamra Street. Los ascendientes de Faruk tuvieron en

ese lugar una propiedad años atrás. Atrás de la guerra y atrás de

los años florecientes del Beirut cosmopolita y la conjunción de

culturas entre oriente y occidente. Ejemplo de tolerancia

intercultural, interracial e interreligiosa. La familia Shaid había

sabido adaptar la propiedad al paso de los tiempos y el propio Faruk

construyó un magnifico edificio que albergaba su gran mansión y la sede central de Faruk

Security.

Guirval caminaba cada día unos doscientos metros por La Corniche para adentrarse en el

campus de la Universidad Americana de Beirut, que conectaba con el barrio de Hamra. Unos

quince o veinte minutos de un agradable paseo separaban su apartamento, situado en el décimo

piso de la Tower Horizon en el corazón de La Corniche, de su trabajo en Hamra Street. El lujoso

apartamento construido y amueblado con criterios occidentales, disponía de cuatro estancias. El

salón, amplio y funcional, conectaba con una luminosa terraza donde diariamente Guirval podía

contemplar cómo el mar Mediterráneo engullía el sol de poniente dando sentido al nombre de

la torre de apartamentos. Se imaginaba Guirval que allí donde desaparecía el sol, en el otro

extremo del Mediterráneo estaba su Sevilla natal, su cortijo infantil, la tierra que lo vio nacer. Era
un momento nostálgico que a veces humedecía sus ojos, pero siempre resultaba placentero.

Podía sentir que la distancia que lo separaba de sus orígenes no era tan insalvable.

Aquella mañana, Nasila despertó tras una noche poco reparadora. No tenía claro lo que le

estaba pasando. No se podía concentrar en lo que realmente llenaba su vida hasta que conoció

al coronel. Esa noche habían quedado para cenar juntos en el apartamento de La Corniche y por

la mañana tenía una entrevista con la doctora Aubet para dar forma al museo arqueológico que

se proyectaba construir en Tiro tras las excavaciones y posterior descubrimiento de la necrópolis

de Al Bass. Esta entrevista era especialmente importante para Nasila. Era un proyecto donde se

implicaban los arqueólogos más reconocidos en el estudio de las primeras poblaciones del

Mediterráneo. Era el reconocimiento formal a su trayectoria como arqueo-antropóloga. Debía

sentirse ilusionada y orgullosa. Y lo estaba, pero ahora no podía apartar de su cabeza la cita con

Guirval para la cena.

No tenía dudas de que se había enamorado, pero sí tenía dudas de lo que esto supondría

para su vida. ¿Cuáles serían los planes de Guirval? ¿Vivirían juntos? ¿Se lo pediría? ¿Quería ella

que se lo pidiese? ¿Pondría en cuestión su vocación profesional? Todo esto lo podía pensar

cuando no estaban juntos. Cuando sí lo estaban, ella solo lo deseaba. Vibraba con el contacto de

sus cuerpos desnudos y se emocionaba con las delicadas caricias que discretamente le

dispensaba cuando la situación exigía compostura. Siempre, estando juntos o separados, debía

llevar repuesto en el bolso de su prenda más íntima empujada por esa tendencia, casi obsesiva,

a la higiene de su cuerpo que su madre le había inculcado desde su infancia. Cualquier recuerdo,

imagen, olor, lugar o visión que implicara al coronel podía humedecer su intimidad.

Especialmente cuando se imaginaba esas piernas largas y bien formadas o esas manos grandes y

cálidas o esos glúteos discretamente globulosos y compactos. En esos momentos, Nasila no podía

evitar que su cuerpo se estremeciera.


El sonido del portero electrónico anunció la llegada de Nasila. Todo estaba preparado como

él lo llevaba imaginando durante días. Debía quitarse el delantal y ponerse la chaqueta que

completaba el elegante traje azul marino. Cuando se abrió la puerta del ascensor para Nasila, allí

estaba él, que le ofrecía una delicada rosa roja y una seductora sonrisa. Ella desbordada le

arrebató la flor y se abalanzó a su cuello para responder con un beso poco apropiado para el

lugar donde se encontraban. Cuando llegaron al apartamento, en el salón les esperaba Mohamed

Reshuan con un atuendo de chef inmaculadamente blanco y ofreciéndoles una copa de

Cabernet-Sauvignon. Guirval presentó al afamado chef Reshuan, que sugirió a Nasila que

descubriera el delicado olor a pimienta que desprendía la bebida. Guirval explicó a Nasila que le

había ayudado a preparar una cena con la que pretendía simbolizar su unión. Era una comida

donde lo libanés y lo andaluz se unían. El chef se esmeraba en los platos libaneses y el propio

Guirval en los andaluces.

Cogidos de la mano, condujo Guirval a Nasila hasta la terraza. Los ojos de ella se empañaban

de emoción. La terraza estaba iluminada con una luz ambiental que no desmerecía el delicado

parpadeo de las velas que adornaban la mesa de los dos comensales. El centro floral, elaborado

minuciosamente con la flor del origami (flor autóctona libanesa), estaba rodeado de botellas de

vino. Los de Jumilla, los del valle del Bekaa, los de Jerez o el Syrah representaban la tradición

vitivinícola de ambos extremos del Mediterráneo.

El chef y Guirval se alternaban y afanaban en mostrar y explicar a Nasila el contenido de lo

que escondía cada cubre-plato. El tabulah, con ese colorido de las distintas verduras que lo

conformaban y aderezado con los aromas de la yerbabuena y el perejil, componía una suerte de

ensalada la mar de apetitosa. El ajoblanco, con el contraste del verde de las uvas sobre el blanco

de la sopa fría, daba al tazón un aspecto que hacía la boca agua. El humus, con sus matices de

sésamo y tomillo, acompañado de tortitas de pan de pita, daban al plato una presentación
magnífica. O los maimones, que recordaban la infancia de Guirval en el cortijo, mantenían a

Nasila embobada a la vez que halagada e interesada. Sin duda, aquella se perfilaba como una

noche mágica. Por lo que conocía a Guirval, aquella noche tendría con toda certeza una

importancia crucial en su relación.

Ya en los postres, tras degustar un delicioso pastel de naranja endulzado con un Pedro

Ximénez, el chef se despidió de la pareja deseándole un feliz fin de la velada. Nasila esperaba

ansiosa este momento para agradecer en la intimidad a su amado coronel aquella inolvidable

cena. No tuvo tiempo. Guirval posó sobre la mesa, delante de ella, una caja de terciopelo negro,

de esas que suelen esconder alguna joya. A su lado depositó un pequeño sobre de color azul que

contenía una tarjeta. Nasila, abrumada por la situación, tomó la cajita y como quien abre un

tesoro la destapó. No pudo ocultar su sorpresa. Estaba convencida que encontraría un anillo de

pedida y no fue así. Su mirada, como una espectadora de un partido de ping-pong, se dirigía

alternativamente a la caja y a la cara de Guirval. Con toda la delicadeza que pudo, extrajo el

objeto de su sorpresa. Una fina gargantilla sujetaba un pequeño aro que actuaba como llavero

de tres preciosas llavecitas. Era bastante evidente que el conjunto estaba construido en oro y por

manos expertas. Nasila no entendía. ¿Cuál era el significado? Si hubiese sido un anillo habría

tenido sentido, pero aquello… Guirval señaló con su mirada el sobre azul. Nasila depositó la

gargantilla en su caja, abrió el sobre y extrajo la tarjeta que desvelaba el misterio. Allí pudo leer:

Estas son las llaves de mi casa,

de mi hacienda y de mi vida

para que puedas entrar sin

llamar

Aquella mañana tuvieron que despedirse precipitadamente. La larga, intensa y apasionada

noche no pudo evitar lo que cada uno tenía previsto para aquella mañana. A ella la esperaban
como siempre en la embajada. Él había citado en la sala de juntas de la agencia a sus directores

de departamento para tratar un asunto que Faruk consideraba importante.

Los directores de los departamentos de Inteligencia, Protección, Vigilancia, Formación y

Logística esperaban relajados en la sala de reuniones de la agencia al coronel, que llegó azorado

y unos minutos tarde.

Tratando de mantener la compostura requerida para el momento, comenzó:

—El jefe ha recibido la petición de proteger a un jeque de Emiratos, cliente habitual de esta

agencia y signatario de suculentos contratos, por lo que huelga justificar el interés de esta

reunión.

Guirval ya controlaba mejor la situación, a la vez que captaba la atención de los cinco

directores. Con cierta parsimonia continuó:

—Poco sabemos del objeto y motivos de nuestra intervención. Se nos pide que protejamos

al jeque durante un encuentro que tendrá lugar en Abu Dabi. Será un encuentro de negocios en

el que nuestro cliente espera obtener pingües beneficios, pero a la vez teme que pueda ser

objetivo de un atentado.

Hizo Guirval una pausa medida, y dirigiéndose al director de Inteligencia continuó:

—Necesitamos, como entenderás, toda la información posible y no posible del encuentro,

del lugar, de las personas, del tipo de negocio y de todo aquello que nos oriente para programar

nuestra intervención.

Sin solución de continuidad, y girándose hacia el director de Logística prosiguió:

—Planos, lugares, material, comunicaciones o distancias serán necesarios para diseñar con

precisión el plan de ejecución y evacuación si fuese necesario.


Dirigiendo la mirada al de Protección, dijo después:

—Selecciona y prepara a cuatro de nuestros mejores hombres. Sabemos que contamos con

cinco componentes de la seguridad del jeque que estarán a nuestras órdenes. Sin más, quedo a

vuestra disposición para lo que pueda surgir.

Guirval, ya en su apartamento, esperaba ansioso a Nasila. Pasarían la noche juntos a modo

de despedida. Al día siguiente partiría hacia Abu Dabi. Era su primera misión y quedaban algunos

extremos por definir in situ.

Nasila no caminaba, no corría, levitaba por La Corniche camino al apartamento. Desde la

inolvidable cena, su vida había dado un vuelco vertiginoso. Estaba enamorada y era

correspondida por un hombre extraordinario, admirable. Hoy le habían ofrecido el trabajo de su

vida y necesitaba compartirlo con su amado coronel, porque para ella siempre sería su coronel.

Cuando se encontraron, Guirval no tuvo ni ocasión para saludarla, no pudo decir ni una sola

palabra. Nasila lo abrazó fuertemente y solo tenía lágrimas de felicidad. Ni una palabra, solo

lágrimas. Guirval, un tanto desconcertado, también la abrazaba sin saber exactamente lo que

estaba pasando. Al fin, entre lágrimas y con voz entrecortada Nasila repetía:

—Me lo han dado, me lo han dado. Ha sido a mí.

—Por favor, Nasila, explícate. Me estás preocupando.

—Mi amor, tienes ante ti a la flamante comisionada para representar al gobierno libanés

en los trabajos arqueológicos de Tiro. Voy a trabajar con los profesionales más reconocidos

del mundo. Por fin voy a realizar mi sueño.


Una nueva vida (parte I)

Bajaron sin dificultad la última loma, y cuando llegaron al canal que los separaba cuatro o

cinco brazas del portón de entrada, Ir Baal miró alternativamente a Edereta y a dicho portón

mostrando cierta perplejidad. Los vigilantes que observaban desde las almenas de la muralla

hacían gestos a la pareja exhortándolos a que volviesen por donde habían venido. Tuvo Edereta

que despojarse de las telas con las que estaba cubierta desde el incidente y gritó:

—Soy Edereta.

Inmediatamente un ruido de cadenas precedió a la bajada del portón que pronto se

convertiría en puente por donde cruzó el canal la pareja. Ir Baal seguía a Edereta y sus

acompañantes por la ciudad, embelesado con las construcciones, sus colores, la distribución de

las casas, su gente, sus vestidos… Era todo tan desconocido y tan increíblemente esplendoroso

que bien podría parecer un sueño. Cuando llegaron a la escalinata que daba acceso al palacio

real, Edereta le pidió que la esperase allí para que ella pudiese contar a su familia lo sucedido

durante el viaje de vuelta.

La escalinata daba acceso a la planta alta del palacio. Sus paredes estaban revestidas por

piezas arcillosas de acabado vítreo. La cara vista de estas piezas tenía la forma de una sutil

pirámide, responsable de reflejar los rayos solares desde casi cualquier dirección, inundando al

conjunto de luz.

La fachada central del palacio, orientada al sur, estaba flanqueada por otras dos laterales,

formando cada una de ellas con la central un ángulo de más de noventa grados. La orientación

del magnífico edificio conseguía que, independientemente de la posición del sol, luciera siempre

espléndido.
Los jardines que rodeaban la escalera y daban acceso a la planta baja conjugaban el verde

con el colorido floral de forma virtuosa. Inundaban el ambiente de un agradable olor y la música

la aportaba el sonido del agua de las distintas fuentes que los salpicaban.

La planta baja del palacio estaba ocupada por las caballerizas, que albergaban formidables

ejemplares y magníficos carruajes cuidados con esmero. Todo ello para uso y disfrute de la familia

real. Edereta bajó las escaleras acompañada de su hermano Culcas y de su madre Kara. Se los

presentó a Ir Baal y lo invitaron a entrar en palacio.

Cuando despertó aquella mañana, Ir Baal seguía impresionado con todo lo que había vivido

y con todo lo que estaba viviendo. La estancia era amplia, lujosa y muy cómoda. Se rebozaba en

esa plácida comodidad cuando se giró hacia la puerta que daba entrada al aposento. Aún no

estaba del todo despierto. Aquella bellísima orza junto a la puerta no estaba allí la noche anterior

cuando lo acomodaron en aquel lugar. Ir Baal conocía bien los acabados en la cerámica, pero

aquello no lo había visto antes. Los adornos multicolores y las figuras allí representadas eran

realmente preciosas. La vasija medía más de una braza de alta. Con movimientos que recordaban

a los de un felino acechando a su presa, se acercó a la orza para examinarla más de cerca y palpar

con sus propios dedos aquel maravilloso recipiente.

Atónito quedó Ir Baal cuando descubrió el contenido de aquella pieza magistral. ¡Oro!, era

oro lo que contenía. Era una cantidad de oro que él no sólo no había visto nunca sino que nunca

había imaginado. Necesitaba explicaciones. Pensó que alguien debía haber cometido un gran

error.

Algo compacto percutió suave y repetidamente en la puerta, e Ir Baal se apresuró en abrirla.

Edereta no parecía Edereta. Estaba espléndida. Sus magníficos ropajes y su porte dejaban bien a

las claras que se trataba de la princesa Edereta. Con una sonrisa, y advirtiendo el impacto que

había causado, invitó a Ir Baal a seguirla mientras le explicaba que su madre Kara y su hermano
Culcas deseaban saber más de él. Ya conocían la historia. Ella misma le había explicado con

detalles lo vivido durante el camino de vuelta a Tarsis.

La madre se esforzaba en exculparse por lo sucedido. Le explicaba a Ir Baal que en repetidas

ocasiones había aconsejado a Edereta que no hiciese ese viaje porque podría ser peligroso.

Culcas, de forma amorosa, defendía a Edereta.

—Mi hermana es muy rebelde —comentaba mientras la cogía de la mano.

Kara explicó a Ir Baal que su esposo Argantonio, hijo de Argantonio, en señal de

agradecimiento le había regalado una vasija llena de oro y la posibilidad de permanecer en

palacio siempre que así lo deseara.

Ir Baal, abrumado, trataba de quitar importancia a los hechos exponiendo que cualquiera

habría actuado igual en aquella situación, pero eso no evitaba que lo vieran como un héroe.

Pasaron los días e Ir Baal prácticamente ni salía de palacio ni se separaba de Edereta. Pudo

conocer mejor a la princesa. Le quedó muy claro su gusto por los caballos. Con verdadera pasión

explicaba al tirio las diferencias entre los ejemplares que le mostraba en las caballerizas, donde

pasaban gran parte del día.

—¿Ves la cola de esta hermosa yegua? —preguntaba Edereta mientras señalaba el

apéndice del animal—. Siempre está alta y es más frondosa que las del resto de ejemplares.

Observa la cabeza, pequeña y sostenida por un cuello largo y fino que le permite mayor amplitud

de movimientos. Observa también las orejas, como verás son algo más pequeñas que las de las

otras yeguas.

Edereta se estaba refiriendo a una yegua negra, elegante y esbelta que había traído del

Medio Oriente. La comparaba con otras que eran autóctonas del lugar y que tenían el cuello más

corto y musculosos y las orejas algo más grandes.


Ir Baal se mostraba sorprendido, no tanto por las diferencias de los animales, como por el

conocimiento y la pasión con que Edereta explicaba sus características. Diría que los trataba con

amor.

Frecuentemente el fenicio acompañaba a la princesa y a su hermano Culcas, en contra del

consejo de su madre, a dar largos paseos por la playa. Siempre aprovechando la bajamar y

siempre escoltados por un grupo de seis guardias reales y todos a caballo. En aquellos paseos,

Edereta conseguía que su yegua preferida, a la que montaba con verdadera destreza,

emprendiese un veloz galope imposible de seguir por ninguno de los acompañantes. Era

espectacular la imagen de la princesa cabalgando por la orilla con su cabello al viento,

compitiendo en belleza con las crines de la esbelta y negra yegua.

Habían pasado más de dos semanas desde que llegaron a palacio. En las caballerizas

Edereta cepillaba suavemente, amorosamente el lomo de su negra yegua mientras Ir Baal la

contemplaba embelesado. Pensaba que cada vez se sentía más cerca de la princesa, más

cómplice, más unido a ella. Edereta dejó de cepillar al animal y se volvió con gesto serio hacia Ir

Baal.

—Creo que estoy embarazada.

El fenicio, confundido e incrédulo, preguntó:

—¿Pero…? —no pudo terminar. Edereta, aparentemente tranquila, continuó con la

conversación como si su interlocutor no hubiera intervenido.

—Cuando me libraste del que tenía encima, el otro ya había acabado. Tu llegaste después.

La muerte de los guardias y la agresividad de aquel grupo de diez hombres fue brutal. Ocho de

ellos ya se habían marchado con todo lo que pudieron llevarse.


Hablaba Edereta con una entereza pasmosa. Ir Baal no sabía si le impresionaba más esa

entereza o la salvaje experiencia que vivió la princesa y que él desconocía en toda su amplitud.

—¿Lo sabe tu madre? ¿Lo sabe Culcas?

—No. Tú eres la primera persona a la que me atrevo a contárselo. No sé qué hacer.

Edereta contenía las lágrimas y las ganas de abrazarlo. Necesitaba sentir el afecto y la

comprensión de Ir Baal. En más de una ocasión dudaba de sus sentimientos hacia el fenicio.

¿Podría ser algo más que agradecimiento y afecto? ¿Era atracción?

Ir Baal contuvo sus ganas de abrazarla. Cada vez se consideraba más ligado a aquella mujer.

Reprimía el impulso de ofrecerle su empatía y afecto. Definitivamente Edereta había despertado

en él algo que estaba dormido.

Todo esto pululaba por sus mentes mientras sus cuerpos, frente a frente, permanecían

inmóviles y sus bocas mudas. La yegua giró el largo cuello hacia Edereta e inclinó la cabeza hasta

situar la testuz a la altura de la espalda de la mujer. Con una suave presión empujó a la princesa

hacia los brazos del tirio. Edereta e Ir Baal se fundieron en un beso infinito donde no cabían

palabras, ni dudas, ni explicaciones. Todo estaba claro.

Sus labios se despegaron, pero no así sus cuerpos. Susurrando en el oído de Edereta y

abrazándola aún más fuerte, Ir Baal se expresó:

—Yo siempre estaré a tu lado, decidas lo que decidas.

Pasaron los días y la pareja mostraba en público sus sentimientos sin ningún pudor.

Pareciera que lo exhibían orgullosos. Culcas estaba encantado de ver a su hermana feliz al lado

de aquel hombre. No dudaba de que la protegería en cualquier circunstancia.


Frecuentemente paseaban los tres fuera de palacio, por la ciudad, y era Culcas quien solía

oficiar de cicerone ofreciendo todo tipo de información. Las calles, los oficios, las casas… La gente

parecía feliz y saludaba con respeto y admiración. Para Ir Baal era muy llamativo cómo la sonrisa

enmarcaba cualquier tipo de relación entre las personas.

En aquella ocasión paseaban por el puerto del norte.

—Culcas, ¿por qué están esos cuatro barcos fondeados si los pantalanes están libres? —

preguntó Ir Baal.

—Esos barcos son griegos, fenicios, foceos… Están esperando nuestros barcos que vienen

desde las cuencas de los ríos más al norte cargados de mineral de oro, plata y cobre. Tienen que

hacerlo por mar porque, como bien sabes, los caminos no son demasiados seguros. Esos barcos

vienen de todos los lugares del Gran Mar e incluso algunos desde la Atlántida. Son los famosos

barcos de Tarsis.

Edereta intervino para informar al tirio de cómo funcionaban en Tarsis los intercambios.

—Esos barcos fondeados ya han descargado y medido las mercancías que transportaban

desde sus lugares de origen. Son productos que aquí no tenemos. Ungüentos, seda, marfil o

especias se intercambian por minerales que en las cuencas de nuestros ríos son muy abundantes

y apreciados por los habitantes de aquellos lugares. Embarcarán en cada uno de ellos lo que

corresponda con las medidas de lo que ya han descargado.

Aquella tarde Ir Baal pidió a Edereta que lo acompañara a su aposento. Quería conocer su

opinión sobre algunas ideas que rondaban por su cabeza. La princesa aceptó encantada porque

también quería compartir con él algunas inquietudes.

La noche fue larga y productiva, intensa y lujuriosa, furtiva y vertiginosa. La noche fue feliz.

Ir Baal tuvo la ocasión de contar a Edereta lo que pensaba hacer con la orza de oro que su padre
le había regalado. Le explicó que podría utilizarla para «limpiar» los caminos de peligros y

hacerlos seguro para personas y mercancías. A la princesa le pareció una idea magnífica, pero le

aconsejó que se dejara ayudar por Culcas.

Edereta se atrevió a hablar sin tapujos del embarazo y de sus consecuencias. Explicó que su

familia lo entendería y no sería rechazada, pero estaba convencida de que ese hijo o hija estaba

destinado a cargar con un estigma toda su vida.

Ir Baal, entendiendo la situación, se atrevió a sugerir que se guardasen el secreto e hiciesen

creer que era fruto del vínculo que habían creado entre ambos. Le aseguró que lo asumiría como

propio y sería el mejor padre. A Edereta le pareció una buena idea e hizo hincapié en que nadie

nunca sabría la verdad, incluida su madre y su hermano Culcas.

Cada vez estaban más unidos y cada vez más cómodos en esa complicidad. La noche

avanzaba como lo hacían sus emociones. Cuando los dedos de Ir Baal acariciaron su mejilla,

Edereta sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Esas manos grandes y cálidas excitaban

a la princesa. Cuando esos dedos llegaron a la comisura de sus labios, Edereta intentaba controlar

el temblor que sacudía sus piernas. Cuando esos dedos delimitaron sus labios, Edereta...

Pasaron algunas semanas y el palacio se vio obligado a engalanarse. El perfil del vientre de

la princesa era cada vez más difícil de disimular. Los preparativos para las nupcias reales se

extendieron prácticamente por todo Tarsis. El anuncio sorprendió a familiares y amigos. Edereta

siempre había mostrado una personalidad rebelde e independiente. El único amor que se le

conocía a la princesa era el que profesaba a los caballos. El hecho de que Ir Baal fuese extranjero

y además fenicio explicaba, en cierto modo, la decisión de Edereta.

Pasaron los meses y mientras el embarazo de la princesa se hacía evidente, Ir Baal y Culcas

ultimaban los preparativos para «limpiar» los caminos de peligros y salteadores. Argantonio, hijo
de Argantonio, no sólo había autorizado la idea, sino que la aplaudió. Puso a disposición de Culcas

e Ir Baal diez hombres bien armados y muy diestros. Culcas, por su lado, reclutó otros diez

hombres. Ir Baal prestó especial interés en que tanto las personas que componían esa empresa

que preparaban, así como los lugares y enseres, estuviesen bien identificados y diferenciados.

Lo primero que hizo fue encargar a un escultor la construcción de


una estela que delimitara los tramos del camino que ya estuvieran
vigilados. La estela debía incluir una leyenda («Tartessos» en signos).
Los colores tendrían que ser visibles y significativos. El verde
predominaba en los uniformes de la guardia real, pero Ir Baal quería
que sus orígenes no se olvidaran. Recordaba las franjas púrpuras y
blancas de las velas de los barcos y decidió que el color sería verde con
una franja blanca. Culcas aportó que, además de la leyenda, debían
aparecer símbolos disuasorios como armas, carros o caballos. Así, en el
uniforme de los hombres que tomarían parte en la misión y en las
estelas dominaría el color verde con la franja blanca.
Llegó el día y Tarsis se vistió de fiesta y celebración. El palacio, floreado y engalanado para

la ocasión vio salir al majestuoso Argantonio acompañado de Kara, que en muy contadas

ocasiones lo abandonaba para acercarse a sus ciudadanos. Los tartesios se inclinaban al paso del

monarca y su séquito repartía regalos conmemorativos del acontecimiento entre la gente.

Edereta e Ir Baal cerraban el cortejo flanqueados por Culcas y sus hermanos.

Ir Baal, a pesar de estar acostumbrado al boato por la protección que recibía del sacerdote

regente en su tierra natal, nunca lo había vivido de una forma tan protagonista. Había conseguido

mantener una forzada sonrisa para la ocasión, como la que enmarcaba las relaciones personales

en aquella ciudad. Definitivamente, no estaba cómodo en aquel contexto.

El día transcurría a ritmo de festejos, liturgias, felicitaciones y sacrificios. Cinco hermosos

toros fueron sacrificados y la sangre de cada uno de ellos fue vertida en cada uno de los cinco

canales concéntricos que conformaban la ciudad. El sacrificio se hacía en honor de la Madre


Tierra y se acompañaba con otros no cruentos como ofrendas de cereales y grano. Todo esto con

la petición a los dioses, y especialmente a la Madre Tierra, de prosperidad y fertilidad. Ir Baal

reflexionaba sobre la diferencia entre la cultura religiosa que motivaba a su pueblo y aquella otra

de la que en ese momento formaba parte. Se preguntaba por la eficacia de estos sacrificios y

rogaciones, se preguntaba si Astarté sufriría de celos al no sentirse aludida, y lo que es aún peor,

se preguntaba si Astarté, invadida por la ira, terminaría impidiendo que Edereta pudiera

procrear.

— Edereta —le dijo en voz baja acercándose a su oído—, creo que deberíamos hacer

alguna pequeña ofrenda a Astarté. Temo su ira.

Edereta no se sorprendió, conocía a la deidad y le pareció razonable la sugerencia del

fenicio. La princesa habló con su madre Kara y ésta hizo lo propio con Argantonio. El resultado

de estas conversaciones se tradujo en que un cerdo fuera hábilmente degollado y ofrecido en

honor de Astarté. El pueblo de Tarsis era eminentemente animista y sus dioses se referían a la

naturaleza como la Madre Tierra, el Sol, la Luna… pero la influencia comercial de los fenicios,

griegos y los pueblos micénicos le permitían aceptar otras deidades que no entraban en conflicto

con las suyas.

Pasaron los meses y Edereta parió un hermoso varón, que para todo el mundo era el hijo

de la feliz pareja. La princesa estaba encantada con la discusión que mantenían su madre Kara,

Culcas e Ir Baal sobre el nombre que debía recibir el recién nacido.

—Le deberíais poner el nombre de Argantonio. Es descendiente directo y puede

perpetuar la dinastía —argumentaba Kara.

—Lo llamaremos Jirval, que es como suena mi nombre pronunciado por los tartessos —

defendía Ir Baal.
—Que decida Edereta, que es la que más ha sufrido —esgrimía Culcas mientras acariciaba

la cara sudorosa por el esfuerzo del parto.

Edereta no tenía fuerza más que para sonreír. En realidad, no había prisas, ya que era

costumbre que hasta los seis meses de vida no se llamara por su nombre al recién nacido, debido

a la alta mortalidad que sufrían en los primeros meses de vida.


Una nueva vida (parte II)

Durante el vuelo, Guirval trataba de centrarse en la operación, pero la imagen de Nasila no

se lo ponía fácil. Se fletó un pequeño avión privado en donde embarcaron el coronel, sus cuatro

directores (se quedó en Beirut el de formación), y los cuatro hombres seleccionados. Dos

pequeñas maletas y un maletín guardaban el material y los documentos previstos. Tras tres largas

horas de vuelo, pudo ver Guirval por la ventanilla del avión la isla donde se asentaba Abu Dhabi.

En cierto modo le recordaba la isla donde estaba construida la ciudad de Tiro. Eran Abu Dhabi y

Tiro más islas que penínsulas. El istmo en ambos casos había sido ensanchado artificialmente.

El calor de tan bajas latitudes abofeteó el rostro del coronel cuando desembarcaron.

Durante el traslado del equipo de Faruk Security a la residencia del jeque, Guirval pudo

comprobar de primera mano que Emiratos Árabes Unidos era aún más ostentoso de lo que él

imaginaba.

La residencia del alto mandatario era abrumadoramente lujosa. En el espectacular hall de

entrada, las magníficas lámparas de arañas fabricadas con cristal de Murano competían en

ostentación con los adornos dorados que afiligranaban el mármol de Carrara de la solería. Fueron

recibidos por el jefe de seguridad del jeque, quien acomodó a los invitados en un ala de la primera

planta del edificio principal. Guirval pidió al jefe de seguridad que se reunieran para diseñar la

estrategia de la operación, solo faltaba una semana para el día señalado.

A la mañana siguiente, el coronel pudo conocer al jeque. Impresionante la kandora

inmaculadamente blanca, así como la kufiya solo rota por el negro agal que rodeaba su cabeza y

sujetaba el pañuelo. No hubiese podido describir Guirval la diferencia entre la vestimenta del

jeque y la de su séquito, pero francamente era diferente, o al menos el alto mandatario la lucía

de forma diferente. Diferente, sin duda alguna, era Guirval. Su elegante traje gris oscuro era la

única prenda que mostraba la presencia occidental en la estancia.


Cuando se despidieron, algo dejó confuso al coronel. La cara del jeque le resultaba familiar,

pero con el impacto de tanta ceremonia y tanta túnica, no pudo recordar a quién se parecía.

Durante ese día y los siguientes, la comitiva de tres vehículos que trasladaría al jeque desde

su residencia al lugar del encuentro repitió el itinerario decenas de veces. Llegarían al Holiday Inn

Abu Dhabi por la Avenida Sheikh Rashid Bin Saeed. Simularon una y otra vez la vía de escape en

caso de emergencia rodeando la Capital Tower, situada frente al hotel. El vehículo central,

blindado, circularía entre los otros dos. El jeque, acompañado por el jefe de seguridad y Guirval,

viajaría en ese vehículo blindado.

Con no poco esfuerzo e insistencia consiguió Guirval enterarse del motivo de la operación.

El jeque se entrevistaría con un militar sudanés de alto rango para terminar de definir los

términos del contrato. Todo parecía legal, aunque el montante del negocio era muy elevado, la

única cuestión que no quedó demasiado clara fue la procedencia de los diamantes que el jeque

pretendía comprar. Le aseguraba el jefe de seguridad del alto mandatario que no era ilegal,

aunque aportaba pocos detalles y se mostraba reticente ante las preguntas del coronel.

Llegó el día y todo estaba previsto. No se había dejado nada a la improvisación. El coronel

y el jefe de seguridad esperaban al jeque en el vestíbulo de la mansión. La comitiva de los tres

vehículos hizo el recorrido que decenas de veces habían repetido. Cuando giraron por la Avenida

Sheikh Rashid Bin Saeed, se detuvieron en la puerta que daba entrada al hotel Holiday Inn Abu

Dhabi. Uno de los escoltas abrió la puerta del vehículo donde se encontraba el jeque, quien ya se

incorporaba espléndido. Se disponía el coronel a abandonar su vehículo cuando el jeque se

desplomó mientras hacía una brusca flexión de su cuello. El caos se apoderó de la situación, el

coronel ordenó al jefe de seguridad que ejecutase la estrategia de escape. La estratagema

calculada por el coronel en el último instante hizo su efecto. Aquella característica que dejó

confuso a Guirval al conocer al jeque se trataba de un increíble parecido con uno de sus propios
hombres que le acompañaban desde Beirut, y fue justo antes de subir al convoy que el coronel

decidió intercambiar las identidades de ambos, un señuelo. De tal modo, si se perpetraba algún

tipo de atentado, el mandatario se encontraría a salvo en todo momento en el último vehículo

de la comitiva, junto a su jefe de seguridad y otros guardaespaldas.

Cuando Guirval se acercó al cuerpo de su hombre, vestido como el mandatario, comprendió

lo que había pasado. Un negro agujero en el pañuelo que cubría la cabeza del falso jeque seguido

por un hilo de sangre que contrastaba con el blanco atuendo y la ausencia de explosión o sonido

característico de un disparo, le hizo concluir que un francotirador provisto de un arma de largo

alcance y silenciador había abatido al impostor. Inmediatamente dedujo que el disparo se hizo

desde la Blumont Capital Tower, entre las plantas seis a diez.

El coronel y cinco escoltas corrieron entre los jardines que separaban el hotel de la torre.

Cuando irrumpieron en la Blumon Capital, Guirval ordenó que cerrasen todas las puertas e

impidiesen la salida de cualquier persona.

En pocos minutos interceptaron a un ciudadano de Emiratos que pretendía escapar y que

portaba un maletín. El ciudadano de Emiratos resultó ser un primo-hermano del jeque, primero

en la línea de sucesión. El maletín resultó ser el estuche de un McMillan TAC.50, arma de

precisión canadiense de largo alcance.

En el aeropuerto de Beirut esperaban al coronel y su equipo Faruk Shaid y su hija Nasila. La

eficacia de la misión y el reconocimiento de las autoridades de Emiratos a la agencia Faruk

Security hicieron que el padre de Nasila se deshiciera en elogios al coronel a pesar de la pérdida

de uno de sus mejores hombres. Faruk Security y su gente salieron muy reforzados en el

ambiente internacional de la seguridad.


Nasila no podía estar más orgullosa y más enamorada de su coronel. Era feliz, su trabajo en

las excavaciones y el estudio de hallazgos arqueológicos era valorado y respetado tanto por su

gobierno como por la comunidad científica: estaba realizando el sueño de su vida.

Guirval aprovechaba cualquier ocasión para acompañar a Nasila a las distintas

excavaciones y ella, siempre que podía, acompañaba al coronel en los diversos viajes que debía

realizar por prácticamente todo el mundo. Mostraba especial interés en los desplazamientos a

Europa.

En una ocasión, en la «biblioteca-museo» de Nasila, en la mansión de Hamra Street,

Guirval se interesó por una pequeña figura de terracota que estaba situada en un lugar

privilegiado de la sala.

—¿Por qué ésta figura es importante? —preguntó el coronel.

—Esta figura corresponde a un pecio que encontraron unos pescadores cerca de las

costas de Tiro.

—Pero… ¿qué es un pecio? —se interesó Guirval.

—Los pecios son restos de naufragios que se encuentran en el fondo del mar. Es una

especialidad de la arqueología —aclaró Nasila.

Guirval estaba encantado con las historias que Nasila le contaba y disfrutaba con la pasión

que transmitía su amada al contarlas. Ella percibía el interés del coronel y se forzaba y adornaba

las historias con todo lujo de detalles.

—Cuando Alejandro Magno sometió a Tiro a un sitio interminable (duró siete largos

meses), el último rey de Tiro, Hiram I, que sucedió a su padre Abibaal, decidió salvar las ofrendas

que los ciudadanos de Tiro realizaron a la diosa de la fertilidad Astarté a lo largo de casi un milenio

—Guirval escuchaba con interés el relato de Nasila, a la vez que aprendía la historia de los fenicios

que tanto le apasionaba a ella.


—Como te decía, Hiram I necesitó tres barcos para cargar esas ofrendas con la intención

de llevarlas a sus colonias más lejanas como Malaka o Gadir, y así salvarlos de la segura

destrucción a la que Tiro se vería sometida tras la invasión del joven general macedonio. La

leyenda de ese templo de Astarté te la contaré en otro momento, seguro que te va a interesar.

—Pero… ¿qué pasó? —se interesó Guirval tras una breve pausa de Nasila.

—Los tres barcos se hundieron. Zozobraron cerca de las costas debido a un gran temporal

—dijo Nasila cabizbaja y sintiendo realmente aquel episodio de la historia de su propio pueblo.

Nasila, tras un emotivo silencio, continuó:

—Cuando los pescadores encontraron el pecio, empresas muy poderosas de Francia y de

EE. UU. extrajeron todo el tesoro que durante más de un milenio reposaba en el fondo del mar.

Esa figura que ves fue la que encontraron los pescadores enredada en sus artes de pesca. El resto

de las figuras se encuentra repartido por todo el mundo, son vendidas al mejor postor.

Entre viajes por medio mundo e historias de la antigua civilización fenicia, pasaron los

meses y la relación de la pareja se fue consolidando y la agencia Faruk Security siguió creciendo

y el coronel se ocupaba cada vez de más asuntos y Faruk Shaid cada vez de menos asuntos, en la

medida que crecía la confianza en el coronel Guirval.

Las excavaciones y los posteriores estudios de la necrópolis Al Bass seguían dando

magníficos resultados, y Nasila ya formaba parte de ese equipo multidisciplinar de eruditos en el

estudio de las primeras poblaciones del Mediterráneo.

El viaje que debía emprender al día siguiente tenía un significado muy especial para la

pareja. Viajarían a Madrid. Por fin se presentaba la posibilidad de abrir una sucursal de la agencia

en la capital de España. El proceso de apertura se estaba iniciando y Guirval tendría que

solucionar algunas cuestiones que dificultaban el proyecto.

Nasila estaba muy ilusionada porque disfrutaba con los viajes a Europa y en esta ocasión

visitaría Madrid con su coronel. Se imaginaba paseando por los lugares donde Guirval vivió gran
parte de su vida. Habían hablado de que, si fuera posible, visitarían su ciudad natal, Sevilla, y el

cortijo donde se crio, en Alcalá de Guadaira.

El coronel estaba ambivalente. Por un lado le apetecía viajar a Madrid con Nasila, pero

por otro, le producía desasosiego pensar que por primera vez tenía que enfrentarse a su pasado

reciente: a su exmujer, a su antiguo suegro, a su propia familia, a sus amigos… No estaba seguro

de lo que estas personas sabrían de todo lo acontecido. Estaba convencido de que tendría que

enfrentarse a preguntas que lo incomodarían. ¿Cuáles serían las personas con las que podía y

debía reestablecer la relación? ¿A quién tendría que evitar a toda costa? Si bien Nasila conocía

toda la historia, no estaba seguro de que ella la entendiese en toda su complejidad.

El vuelo con destino Madrid despegó a tiempo.


Los inestables cimientos de la felicidad (parte I)

Culcas e Ir Baal habían decidido comenzar su misión por los caminos situados al norte de

la ciudad y que se dirigían hacia las cuencas de los ríos más al noroeste, tan ricas en los preciados

minerales. El cobre, el oro y especialmente la plata eran el objeto del deseo tanto de las

poblaciones más orientales como de los salteadores de caminos. Realmente impresionaba ver a

Culcas e Ir Baal cabalgando, seguidos por cinco jinetes y quince hombres a pie, todos ellos

perfectamente armados y uniformados de verde con una franja blanca en el pectoral y otra en el

dorsal.

Aquella mañana marchaban acompañados de un grupo de trabajadores de la madera y

de la piedra, pertrechados con sus herramientas de trabajo. Culcas e Ir Baal habían decidido que,

a unas ochocientas brazas del inicio del camino, construirían el primer puesto de control y

plantarían la primera estela. Ese puesto debería albergar a cinco hombres que cubrirían ese

tramo del camino durante cinco días, tras los cuales serían relevados por otros cinco hombres.

No tuvo Culcas ningún problema ante la sugerencia de Ir Baal de construir un pequeño templete

al lado del control para que albergara una pequeña figura de Melkar. Culcas conocía ese dios

fenicio y sabía que los podía proteger.

Un atardecer que volvían a la ciudad cansados pero satisfechos, ya que el proyecto

avanzaba a un ritmo mayor del que habían previsto, unos guardias reales obligaban a dos familias

a abandonar la ciudad ante las súplicas de los adultos y el llanto de los niños. Ir Baal quedó

sorprendido y confundido.

—Culcas, ¿me puedes explicar lo que está pasando? —preguntó el desorientado Ir Baal.

—Mi querido cuñado, estas familias habrán discutido y por eso los guardias las están

echando de la ciudad —dijo Culcas con naturalidad tratando de tranquilizar al fenicio.


La extrañeza y la sorpresa de Ir Baal aumentó de forma considerable ante la naturalidad

que mostraba Culcas.

—Pero… ¿una discusión es motivo para la expulsión de sus casas y de la ciudad?

—Hermano, es la norma. Son las leyes —aclaró Culcas.

—¿Me estás diciendo que si tú y yo discutimos nos expulsarán de la ciudad? —preguntó

Ir Baal cada vez más desconcertado.

—A ver, Ir Baal, una cosa es discutir en el seno familiar de forma respetuosa y controlada

y otra muy distinta es hacerlo en público y con vehemencia —sentenció Culcas.

Ir Baal seguía confundido, las aclaraciones de Culcas no solo no le aclaraban nada, sino

que lo desconcertaban aún más. Decidió no seguir preguntando para evitar conclusiones

precipitadas. Encontraría el momento para hablarlo con Edereta y se propuso seguir observando.

Pasaron los seis meses de espera, y Jirval de Argantonio era como se debía nombrar al

hijo de Edereta e Ir Baal. Kara estaba feliz con su nieto y Culcas no podía estar más orgulloso de

su sobrino. Edereta prácticamente normalizó su vida, aunque hubo algo a lo que no renunció. Se

negó a que una ama de leche alimentara a Jirval de Argantonio, como era habitual en su clase

social. A pesar del consejo de su madre, Edereta se negaba a perder esos momentos mágicos que

tenían lugar cuando la desdentada boca de Jirval succionaba vida de su propio pezón.

Ir Baal, por su parte, había coronado su misión y en el camino hacia el norte que

conectaba Tarsis con el río Luxia, construyó nueve puestos de control. El río Luxia desembocaba

a muy poca distancia del río Urium, y este en su desembocadura daba forma a un amplio delta

con canales navegables para embarcaciones de poco calado.

Estaba construyendo una fortaleza en una de las siete colinas que rodeaban a un

asentamiento de dimensiones similares a Baelo Baelokum. Tenía la intención de que esa fortaleza
albergara a los vigilantes del camino y sus familias, así como un palacio en honor a Edereta, en

cuyo interior edificaría un templo dedicado a Astarté y por supuesto unas magníficas caballerizas

para que Edereta pudiera seguir disfrutando de su pasión, que en nada había cambiado.

Ir Baal ya había acordado con Edereta que vivirían fuera de Tarsis. El tirio se negaba a

que sus hijos se educaran en esa felicidad tan ficticia. Era una realidad impuesta, una felicidad

falsa que se sustentaba en el miedo que tenía la población a ser expulsada de la ciudad. Ir Baal

entendía que los límites que imponía el río en su desembocadura impedían que la ciudad

creciera, pero eso no podía ser la excusa para exigir a sus ciudadanos que fueran felices.

Ir Baal dormía plácidamente, cuando a media noche Culcas lo despertó con sigilo, para

no despertar a Edereta y a Jirval, y le pidió que lo acompañara. El puesto de control número cinco

había sido atacado y solo un vigilante logró huir para avisar al puesto más cercano. El ataque se

produjo por sorpresa y los vigilantes no tuvieron tiempo de defenderse ni de avisar a nadie.

Había que solucionar ese problema. Tendrían que aumentar la seguridad y facilitar la

comunicación entre los puestos de control y así lo hicieron. Los puestos se reforzarían con un

vigilante más, de tal forma que pudieran patrullar su zona asignada siempre por parejas, dejando

a cuatro custodiando el control, una pareja fuera y otra dentro descansando; así las tres parejas

rotarían durante las cinco horas. Al uniforme de los guardianes del camino se le asignó un

elemento más. Un cuerno de llamada se situaría a la altura del pecho del guardián, colgado en

bandolera con un cordón negro.

Edereta estaba encantada con Jirval e ilusionada con la construcción del palacio en las

proximidades del río Luxia. Por su parte, Ir Baal se encontraba pletórico con la buena nueva:

Edereta volvía a estar embarazada y esta vez sería suyo, aunque esto solo él y Edereta lo supieran.

La celebración del solsticio de aquel verano iba a ser muy especial en Tarsis. No solo se

harían ofrendas a la Madre Tierra y al Dios Sol, sino que se sacrificarían animales en honor a
Astarté, Baal y Melkar. El rey Argantonio, para celebrar los acontecimientos, ordenó que se

incluyeran a los dioses de Ir Baal en las ceremonias y sacrificios.

Otro de los hechos que se proponían celebrar era que había llegado sin dificultad la

primera carreta cargada de mineral procedente de las cuencas mineras y esto se lo debía el rey

a su hijo Culcas y a Ir Baal. Ya se estudiaba la forma de cobrar los impuestos de paso para que se

mantuviese el sistema de puestos de control. Por si fuera poco, Edereta anunciaba nueva

descendencia para el monarca. Argantonio había prometido a Edereta e Ir Baal que cuando

terminasen la fortaleza, él mismo la visitaría con la tranquilidad de transitar por aquellos caminos

de forma segura.

Tras los ampulosos fastos de aquel solsticio de verano, Ir Baal se centró especialmente

en su fortaleza. Pasaba semanas enteras dirigiendo la construcción, y Edereta con Jirval se

desplazaban con frecuencia desde Tarsis, cruzándose por los caminos con carretas cargadas de

mineral. Estaba Edereta tan ilusionada con su nuevo palacio que no le importaba pasar días sin

ver a Ir Baal.

Pasaron cinco años y Jirval de Argantonio ya desparramaba sus seis años por las

dependencias del palacio. Su hermana Kara de Ir Baal, de cuatro, se quejaba enfurruñada por no

poder seguir a su hermano. Culcas de Ir Baal, tercer vástago de la pareja, lo pasaba en grande

viendo corretear a sus hermanos. El abultado abdomen de Edereta estaba tan bajo que ya se

anunciaba parto en el palacio de la fortaleza de Ir Baal.

El comercio de los minerales era tan fructífero y prolijo que a su calor fueron creciendo

los alrededores de la fortaleza de tal forma que casi ocupaban la colina completa y algunas casas

empezaban a invadir el llano.

Se corrió la voz entre los navegantes fenicios de que Ir Baal acogía y ayudaba de buen

grado a los compatriotas tirios que desearan establecerse en sus tierras, y cada vez eran más los

fenicios que compartían trabajo, deseos y cultura a la sombra de la fortaleza de Ir Baal.


Aquella tarde, Culcas y Edereta cruzaban miradas cómplices mientras Ir Baal jugaba

entretenido con sus hijos. Se abrieron las puertas de la estancia y un sirviente hizo el gesto

acordado. Culcas y su hermana abandonaron discretamente la estancia dejando a Ir Baal rodeado

de los pequeños. Cuando esas puertas se abrieron de nuevo, Ir Baal estaba sentado en el suelo,

rodeado de sus hijos y de espalda a la entrada. Edereta se acercó a ellos y cubriendo los ojos del

tirio con sus manos lo invitó a levantarse del suelo a la vez que lo giraba hacia la puerta. Cuando

la princesa liberó los ojos de Ir Baal, estos se humedecieron hasta hacer resbalar por sus pómulos

gotas de emoción transformadas en lágrimas.

Culcas y Edereta llevaban semanas urdiendo el plan. La princesa conocía con detalles

toda la historia de Ir Baal; porqué tuvo que escapar de Tiro y de su vida anterior, el porqué de sus

temores, los peligros de la travesía, de los primeros contactos con los clanes tartessos y por

supuesto, de la pérdida tan dolorosa de la familia de Ortro que ya la consideraba suya. Culcas

había conseguido encontrar al patrón de la embarcación que trajo al fenicio desde Tiro, le rogó y

le pagó para que encontrara al remero griego y al maestro alfarero con el que Ir Baal pasaba

largas horas en aquella ciudad fenicia.

Y allí estaba Ir Baal, con su emoción desbocada y frente a sus recuerdos escondidos. El

presente y el pasado, caprichosos, jugaban con el futuro y no buscaba palabras porque no las

necesitaba y solo el llanto descontrolado hablaba por los cuatro hombres fundidos en un abrazo

infinito. Cuando pudo Ir Baal se expresó.

—Yo pensaba que vuestros recuerdos estaban conmigo, destinados a morir conmigo —

el nudo de su garganta dificultaba su expresión— y ahora, gracias al amor de mi adorada Edereta

habéis vuelto a mi vida, habéis vuelto a vivir conmigo.

—Bueno, Ir Baal— dijo el patrón en un intento de aclarar al fenicio—yo solo he sido el

hacedor de los deseos de la princesa y de su hermano Culcas, pero vuelvo a mi vida de navegante,

mi familia me espera en Tiro.


El remero y el alfarero no podían más que seguir deslumbrados con todo lo que rodeaba

al tirio. Culcas y Edereta lagrimeaban satisfechos con la felicidad emocionada de Ir Baal.


Los inestables cimientos de la felicidad (parte II)

¿Qué le está pasando a mi amado coronel?, se preguntaba Nasila. Hacía dos días que habían

llegado a Madrid, y Guirval no era el mismo, se mostraba serio, distante, evitaba el contacto

visual. Parecía que ya no era feliz. Cuando Nasila le preguntaba al respecto, Guirval siempre

respondía con evasivas. Insistía en que los asuntos de la nueva sucursal evolucionaban

favorablemente y los problemas se estaban superando, pero no era de eso de lo que quería

hablar Nasila. Añoraba los momentos de intensa felicidad que vivió con el coronel en Beirut desde

que se conocieron.

Aquella tarde, el coronel había cedido a la insistencia de Lidia para tomar café en un bar

que frecuentaban en tiempos pasados. La exmujer conocía de su estancia en Madrid por amigos

comunes.

La imagen de Lidia sentada en el bar esperándolo fue impactante para Guirval. Aquella

imagen que tenía enfrente representaba su fracaso vital, la frustración y la impotencia, lo que

pudo ser y lo que fue, la grandeza y la miseria de su propia historia reciente.

Ahora, todas esas emociones debían concentrarse en un solo gesto, en una sola mirada.

Ahora debía saludar a Lidia. ¿Un beso en la mejilla? ¿Un hola? ¿Una mueca a modo de sonrisa?

Ante la indecisión, fue ella la que tomó la iniciativa acercando su cara a la de Guirval, las mejillas

casi no se rozaron, para besar el aire.

Con la mirada fija en la taza de café, como buscando allí las palabras más adecuadas, Lidia

comenzó:

—Si no hubieras vuelto aquel día… —no pudo terminar.

—¿Cuánto tiempo llevabais engañándome? —interrumpió Guirval.


Haciendo caso omiso a la pregunta, Lidia continuó:

—Ya había decidido contártelo todo a la vuelta de tu viaje a Zaragoza —dijo esta vez

mirándolo a los ojos al tiempo que se sonrojaba.

Guirval tomó un sorbo del café que le había pedido Lidia, exactamente como a él le

gustaba.

—Bien, ¿y para qué querías verme? —preguntó el coronel.

—Para pedirte perdón. Para decirte cara a cara que tú no hiciste nada que me empujara

a enamorarme de tu amigo. Para decirte que mi corazón venció a la razón.

El silencio apagaba cualquier ruido, anulaba los sentidos. Guirval estaba ahora en un

búnker sin poder hacer otra cosa más que esperar que la próxima bomba no le hiciese saltar por

los aires.

—Para decirte —continuó Lidia mientras se desmaquillaba la cara con sus propias

lágrimas— que mi padre se enteró por mí de mi infidelidad.

La conciencia de Guirval iluminaba solo a sus sentimientos. Saltaba como un inexperto

equilibrista entre la ira y la ternura, entre la culpa y el alivio, entre lo que fue y dejó de ser.

—Para contarte que mi corazón se equivocó y la llama del amor se extinguió en solo dos

meses.

Lidia se levantó y se marchó sin más, sin un gesto, sin un adiós y Guirval se quedó solo

con sus pensamientos, con su café, en su bar preferido tiempo atrás.

Nasila, en el hotel, seguía desorientada. Guirval no era el mismo que partió de Beirut. Su

gesto, su mirada huidiza, sus evasivas la tenían confundida. Un Guirval introvertido, parco en

palabras y en expresión de emociones había decidido no viajar a Alcalá de Guadaira y volver a


Beirut, con la excusa de que las gestiones habían desatascado los problemas para la apertura de

la sucursal.

Ya de vuelta en Beirut, ambos se incorporaron a sus quehaceres. Guirval pasaba horas

cada día contemplando la caída del sol desde la terraza de su apartamento. Seguía imaginando

que el sol se ponía allí en su cortijo infantil. Las imágenes de Lidia, de Payá, de Madrid o del

Estado Mayor de la Defensa se sucedían vertiginosamente.

Nasila llegó aquella noche, y como siempre desde que volvieron de Madrid, se encontró

con la misma escena, pero esta vez no hizo lo de siempre. Nasila esta vez se sentó a contemplar

el mar Mediterráneo, decidida a provocar con su silencio el silencio de Guirval. Aquello se

convirtió en la batalla de los silencios. Ambos soportaban estoicos la situación que en un

momento determinado hizo despertar a Guirval de su ensimismamiento. Para sus adentros

empezó a preguntarse por la actitud que mantenía Nasila, por su silencio. Evidentemente con

ese silencio, con su actitud de estatua y con su mirada perdida, Nasila le estaba enviando un

mensaje. Él era consciente de que Nasila estaba molesta con su actitud. Guirval ya no estaba

nada cómodo, la situación empezaba a superarlo. Terminó admitiéndose a sí mismo que la no

comunicación no es posible, siempre se comunica algo con el silencio, con el gesto, con la

posición del cuerpo, con la actitud. Guirval había perdido la batalla.

—¿Quieres que hablemos? —dijo el vencido coronel.

—Sí, pero nada de tu trabajo ni del mío —respondió Nasila.

—Entiendo —dijo el coronel tomando el tiempo y el aliento para expresar lo que hasta

ahora le había sido tan difícil. Sabía que su tendencia era huir de las situaciones emocionales que

ponían en tela de juicio su zona de confort, pero también era consciente de que el tiempo, por sí

solo, no las mejoraban.


»Cuando murió mi amigo Payá decidí romper con mi pasado; con el ejército, con mi

esposa, con todo lo que me vinculaba con mi vida anterior y tú fuiste mi acicate, mi tabla de

salvación —con una leve sonrisa extendió su mano ofreciéndosela a Nasila de forma amorosa y

continuó—.

»Volver a Madrid ha supuesto tener que enfrentarme a todo aquello de lo que escapé, a

todo lo que hasta entonces había evitado. Lo cerré con tres faxes, lo cerré en falso —giró su sillón

para situarse frente a Nasila y ahora, con sus dos manos cogidas continuó—.

»Nasila, amor, sentarme frente a Lidia ha sido muy difícil, ha removido sentimientos que

yo tenía tapados bajo la alfombra, pero ha sido necesario para que ahora te pueda decir que he

pasado página y ahora sé que quiero compartir mi vida contigo, simplemente porque te amo

como nunca amé a nadie.

Aquella mañana, cuando se separaron para incorporarse a sus respectivos

trabajos, Nasila tenía otra sensación. Volvieron a pasar otra noche inolvidable, de las que hacía

tiempo no disfrutaban. Guirval caminaba por el campus en dirección a Hamra Street con la

sensación de haberse quitado un peso de encima. La amplia sonrisa y los buenos días que regaló

en su entrada a la agencia no pasaron desapercibidos y los empleados le devolvieron el saludo a

la vez que celebraban con gestos semiocultos el buen humor del jefe.

Mientras Guirval revalorizaba Faruk Security en prestigio, beneficio y extensión

internacional, Nasila estaba cada vez más inmersa en su trabajo. Aunque sus obligaciones

estaban dispersas por toda la geografía del Líbano, donde ponía especial atención y pasión era

en el estudio de la necrópolis de Al Bass en Tiro. Cuando se encontraban en el apartamento, tras

largas jornadas e incluso tras varios días, debido a los viajes del coronel y a la cantidad de horas

que Nasila dedicaba a su trabajo, que le obligaban a pasar alguna que otra noche fuera de Beirut,
Guirval prácticamente no podía hacer otra cosa que escuchar a Nasila. Su pasión, emoción y

vehemencia eran imparables.

Nasila, en aquella ocasión, exponía a Guirval indignada la discusión que en aquel día había

tenido con algún colega del grupo de estudios de Al Bass.

—Como ya sabes, Al Bass es una necrópolis, vamos… un cementerio —decía Nasila de

forma apasionada.

Guirval escuchaba mientras preparaba un par de sándwiches a modo de cena. Nasila,

involucrada en su relato, mantenía en una mano la botella de rioja y con la otra abría y cerraba

cajones repetidamente en un intento de encontrar, sin buscar, el sacacorchos.

—Te conté que los ritos funerarios de mis antepasados consistían en una liturgia en la que

quemaban el cuerpo y algunas pertenencias valiosas, acto seguido introducían los restos óseos y

el ajuar en dos vasijas y enterraban ambas para hacer más liviano su «viaje».

—Recuerdo —contestó Guirval mientras le quitaba la botella de vino a Nasila y cogía el

sacacorchos depositado en el primer cajón, como siempre.

—Bien, pues en una de esas fosas —continuó Nasila, que ahora con sus manos libres podía

gesticular a placer— en vez de ánforas había dos ollas con el mismo contenido que en las otras

urnas. A la espera del estudio exhaustivo de estos restos mi colega cree que son restos óseos de

animales que habían cocinado previamente —decía indignada Nasila.

—Claro, y tú no estás de acuerdo —intervino el coronel.

—Claro que no. Verás cuando se estudien esos restos como llegaremos a la conclusión de

que son enterramientos de personas que contaban con pocos recursos como para adquirir una

urna funeraria.
Aquella velada se vistió de arqueología, antropología, del esplendor de la ciudad-estado

de Tiro, de color púrpura. Observaba Guirval cómo Nasila, emocionada, saltaba de los

escarabeos, botones, fíbulas, o huesos de aceitunas que aparecían en las urnas de la necrópolis,

a los estratos descubiertos en las excavaciones y la evolución temporal de los enterramientos de

sus ancestros.

Explicaba con todo lujo de detalles el molusco carnívoro marítimo llamado Murex y cómo

de sus glándulas hipobranquiales extraían una gelatina que servía para tintar las telas y así

conseguir la famosa púrpura tiria. Era tan valioso porque para un gramo de púrpura necesitaban

nueve mil moluscos. Lo explicaba todo con tanta emoción que Guirval terminaba embelesado y

admirado de la facilidad con la que Nasila exponía cuestiones que para él eran muy complejas.

Por fin se había definido la fecha de inauguración de la sucursal en Madrid de la agencia.

Guirval se esforzaba en explicar a Nasila que en esta ocasión el viaje a Madrid sería distinto. Le

prometió que esta vez seguro que visitarían su cortijo en Alcalá de Guadaira. Nasila, por su parte,

no terminaba de estar tranquila. Había recuperado a su coronel tras el turbulento viaje anterior

a Madrid y no quería volver a perderlo.


El reencuentro (parte I)

Pasaron los meses y Culcas transformó al griego de remero a jefe de los guardianes del

camino. Ir Baal se esforzaba en recrear, lo más fielmente posible, el taller que tenía el alfarero en

Tiro, allí donde pasaba largas horas. El torno hizo milagros entre los alfareros y ceramistas tanto

de la emergente ciudad construida a la sombra de la fortaleza como en Tarsis. El alfarero tirio era

requerido en palacio por el rey para que instruyera a los artesanos en el manejo del torno. Parecía

milagroso cómo el alfarero, con sus manos, transformaba el cuerpo ovalado de una vasija en un

cuerpo campaniforme en pocos minutos. El acabado del bruñido con la ayuda del torno era

bastante más brillante que el bruñido a mano. Por su lado, el maestro aprendió a decorar las

piezas con figuras y filigranas de oro y plata.

A Órison, el cuarto vástago de Ir Baal y Edereta, ya se le podía nombrar por su nombre,

y la ciudad de la fortaleza era cada vez más extensa y compleja, y los caminos más seguros, y el

comercio más floreciente e Ir Baal más poderoso. No era un poder heredado, porque el fenicio

no pertenecía a ninguna estirpe regia. No era un poder impuesto, porque Ir Baal no promulgaba

leyes. No era un poder pretendido, porque el tirio nunca se lo propuso. No era un poder

acordado, porque en la ciudad de la fortaleza nunca hubo un sufragio. No era un poder añadido,

porque a lo completo nada se le puede añadir. Era un poder otorgado, discretamente otorgado.

Era el poder que se le otorga a esa persona que, sin pedirlo, se le ruega que lo ejerza. Era ese

poder que se otorga a quien media justamente en conflictos solo cuando se le pide que medie.

Era ese poder que emanaba del respeto con el que Ir Baal trataba a todos sus vecinos. Era el

poder del respeto.

Tarsis dormía cuando la Madre Tierra vomitó muerte y destrucción. Tarsis despertó con

un estruendo sobrecogedor que hizo barruntar a sus ciudadanos muerte y destrucción. Cuando

se desató la barahúnda, algunos vecinos de la ciudad dorada vieron cómo en el mar abierto se
levantaba una gigantesca muralla de agua que se dirigía de forma inexorable hacia ellos, mientras

la tierra seguía temblando a sus pies.

La barahúnda se transformó en pánico e histeria y el pánico y la histeria se convirtieron

en caos, y la gigantesca ola seguía avanzando hacia la ciudad y la madre tierra seguía amenazando

con tragedia. Los gritos de pánico y las carreras alocadas de los vecinos de Tarsis no impidieron

que esa enorme ola mortal cubriese la ciudad y arrastrase tierra adentro todo lo que encontraba

a su paso. Personas, animales, enseres y trozos de jardín navegaban a una velocidad endiablada

a lomos de la ola maldita. Y navegaron muchas, muchas brazas tierra adentro hasta que la ola

fue perdiendo fuerza y los enseres, cadáveres y árboles arrancados de cuajo se fueron varando

mientras el agua retrocedía al encuentro del sosiego del océano. Cuando todo acabó, el litoral

dibujaba un nuevo contorno y la desembocadura del río no estaba donde antes y la ciudad de

Tarsis pareciera que nunca existió.

Aquella noche Ir Baal dormía plácidamente en el palacio de la fortaleza, cuando una

sensación extraña lo despertó, parecía que la tierra temblaba a sus pies. Rápidamente se acercó

a la ventana que daba al patio de armas y pudo observar cómo guardianes y familiares corrían

de un lado para otro mostrando en conjunto un evidente desconcierto. Los vigías que guardaban

las murallas de la fortaleza gritaban y agitaban sus brazos haciendo señales incomprensibles.

Atemorizado el tirio, despertó a Edereta y su prole con la intención de protegerlos, sin

saber de qué los tenía que proteger. Salió al patio y entre las carreras de la gente se dirigió hacia

la muralla de la fortaleza orientada al oeste, subió a una de sus almenas, desde donde pensó que

podía divisar el llano. El llano, otrora invadido por casas, ahora estaba invadido por agua, agua

sucia, agua negra, agua que se desgañitaba gritando devastación. Las gentes de las casas más

elevadas, que no habían sido inundadas, corrían despavoridas hacia la fortaleza buscando

protección. Ir Baal ordenó que se abriesen las puertas de la fortaleza y en pocos minutos el patio

de armas quedó repleto de pánico.


Cuando el agua comenzó su regreso hacia el sosiego del océano, el nivel casi no había

superado la falda del cerro que soportaba a la fortaleza de Ir Baal. Al tercer día, el paisaje desde

las almenas de la fortaleza era negro, sin agua, pero negro. Negro cieno, negro luto. Los canales

navegables, negros. Los verdes humedales del delta fluvial, negros. Las noticias que llegaban de

Tarsis, negras. La pena de Edereta por la pérdida de su amado hermano Culcas y de toda su

familia, negra. El negro aniquiló al verde esperanza.

Pasaron los meses y la ciudad de la fortaleza de Ir Baal se afanaba en la reconstrucción

de lo devastado. Había mucho que reparar, las cicatrices de las casas y de las almas aún no

estaban cerradas del todo. Las aguas de los ríos se habían aclarado y los caudales se

hermanaron; ambos, el Luxia y el Urión, ahora se unían en su desembocadura diseñando

nuevos humedales y nuevos canales. La vida salpicaba de verde el negro cieno de la tierra, así

como la esperanza salpicaba de verde las almas hasta entonces ennegrecidas por la pena.

Ir Baal y su amigo, el antes remero griego y ahora jefe de los guardianes (de cuyo

nombre no quiero acordarme) se afanaban en diseñar y planificar Onuba. Así es como comenzó

a llamarse la fortaleza de la ciudad de Ir Baal entre los supervivientes de la gran catástrofe. La

tragedia vivida en Tarsis y sus alrededores desató un éxodo de los supervivientes que, a

decenas, llegaban a la fortaleza en busca de protección. Ir Baal no podía consentir que la falta

de espacio volviese a crear otra sociedad con aquella falsa apariencia de bienestar. Con su

amigo el alfarero tirio, Ir Baal construyó dos grandes hornos que podían cocer casi un centenar

de bloques de adobe cada día, y esto facilitaba la construcción de las casas.

Desde que ocurrió la tragedia, los birremes fenicios no se atrevían a navegar más allá de

Gadir, y ese asentamiento se fue convirtiendo en una floreciente colonia fenicia. Entre la

hospitalidad de los pobladores autóctonos, la bondad de sus recursos y su situación estratégica,


Gadir se estaba convirtiendo en la nueva colonia de referencia para los tirios al otro lado del

Gran Mar.

Ir Baal mandaba emisarios a Gadir, con la intención de contactar con el patrón de la

nave que lo condujo desde Tiro hasta el que ahora era su hogar. Estaba empeñado en

restablecer el comercio con los fenicios aprovechando el nuevo perfil del litoral y la cercanía de

las cuencas mineras. En uno de los canales que dibujó la confluencia de los dos ríos en su

llegada al océano se construían pantalanes que pudieran acoger a los barcos al abrigo del mar

abierto. Estaba convencido de que su patrón podría impulsar de nuevo el comercio de

minerales.

Conocía Ir Baal la existencia de un gran río llamado Anas situado al oeste de Onuba. Su

cuenca era rica en recursos naturales y disponía de extensas praderas y frondosos bosques,

hasta allí enviaba ojeadores para que proporcionaran información certera sobre la posibilidad

de unir con caminos seguros la desembocadura de los ríos Luxia y Orion con la del gran río

Anas. Ambas eran navegables desde el océano, y eso favorecería el comercio.

Igualmente tenía la intención de conectar Onuba con los asentamientos que

proliferaban en las zonas más altas y alejadas de la desembocadura del río que concluía en la

desaparecida Tarsis. Ir Baal fantaseaba con que, en años venideros, su prole pudiera

establecerse al este y al oeste de Onuba y así asegurar el comercio estable y seguro que

proporcionara a la gente bonanza y prosperidad. Se había hundido el «Bajo Tartesso» y emergía

el «Alto Tartesso».
El reencuentro (parte II)

Aquella noche Nasila llegó eufórica al apartamento de La Corniche. Tras una larga y

productiva jornada de trabajo, había conseguido diez días de permiso para el viaje a Madrid, que

en principio estaba proyectado para tres días. Atropelladamente se lo contaba a Guirval la mar

de contenta.

—Amor, si con tres días tenemos suficiente —dijo el coronel un tanto desconcertado.

—Sí, dos días para la inauguración en Madrid y siete en Sevilla… Bueno, en Andalucía

—rectificó Nasila con un tanto de sorna.

—¿Y para qué queremos estar siete días en Andalucía? Mi cortijo no es tan grande

—respondió Guirval a la sorna de Nasila.

—Amor, tú me enseñas el cortijo de Alcalá de Guadaira y yo te mostraré algunos lugares donde

mis antepasados vivieron y murieron. ¿Recuerdas que te dije, a propósito de aquella estatuilla

de terracota, que en algún momento te contaría la leyenda del templo de Astarté?

—Recuerdo —contestó el coronel asintiendo con la cabeza.

—Pues bien, en este viaje te la contaré.

Había llegado el día y la pareja esperaba sentada en la puerta de embarque, ambos

intentando disimular su preocupación sin conseguirlo. Él porque había dejado la inauguración, el

lugar, la lista de invitados y la organización en manos del director de logística y, aunque confiaba

en él, hasta que no reconociera el lugar no quedaría tranquilo. Ella no podía dejar de pensar en

las «turbulencias» del anterior viaje a Madrid y hasta que no viera a su coronel en la ciudad no

quedaría tranquila.

Llevaban más de una hora de vuelo y Nasila no pudo seguir ocultando a Guirval la sorpresa

que le tenía reservada para cuando llegaran a Sevilla. Sabía que aquello significaba más para ella
que para Guirval y la Agencia, pero estaba convencida de que el coronel se alegraría por ella y

por la Agencia.

Nasila había pedido a su padre, aprovechando la buena relación de este con el embajador

de España en El Líbano y sus excelentes contactos internacionales, que hiciera gestiones para

conseguir algo que para ella era muy emocionante. Se trataba de un tesoro que muy poca gente

había tenido ocasión de contemplar, fuera de las réplicas más o menos fieles que se exhibían en

los museos. El Ayuntamiento de Sevilla era el propietario de aquel tesoro y compartía la custodia

y exhibición con Patrimonio Nacional, un ente estatal que costeaba la custodia del tesoro en un

banco anónimo rodeado de exigentes medidas de seguridad y que habían contratado con una

empresa privada a la que abonaba una buena cantidad de dinero.

El tesoro era un conjunto de veintiuna piezas de oro y cerámica que en 1958 se encontró

en un pueblo de Sevilla. El tesoro estaba datado entre los siglos VIII y VI antes de Cristo y los

investigadores apostaban por la hipótesis de que eran ofrendas a Baal y Astarté, dioses fenicios

que atestiguaban la influencia de esta cultura en aquellos lugares.

—¿Te he hablado alguna vez del Tesoro del Carambolo? —dijo Nasila casi sin

mirarlo.

—No recuerdo que me hablases de eso, pero sí me suena ese Tesoro del Carambolo. Creo

que es un hallazgo arqueológico en un pueblo de Sevilla —respondió Guirval tratando de

recordar.

—Efectivamente, unos albañiles encontraron ese tesoro mientras realizaban obras en un

campo de tiro de pichón en Camas, a muy pocos kilómetros de Sevilla.

—Bueno, Nasila, ¿por qué me preguntas esto ahora? —dijo Guirval con gesto de

extrañeza.

Nasila, con una sonrisa de pilla y ojos traviesos, se giró hacia el coronel y cogiéndolo de

las manos le dijo:


—Ya no puedo aguantar más las ganas de darte la sorpresa que me reprimo hace más de

una semana. Mi padre te ha conseguido una entrevista con un alto funcionario de Patrimonio de

la Junta de Andalucía.

La cara de sorpresa de Guirval invitaba a Nasila a jugar con la atención del coronel

alargando los silencios y pronunciando su traviesa sonrisa.

—El Tesoro del Carambolo está custodiado en un banco anónimo y su seguridad la tiene

asignada una empresa. En seis meses ese contrato concluye y en esa entrevista esperan que tú

hagas una oferta que mejore las condiciones económicas manteniendo el nivel de seguridad.

Actualmente el contrato existente es millonario y tú tendrás la oportunidad de conseguirlo para

Faruk Security.

—Joder, amor mío, tendrías que habérmelo dicho antes. Ahora tendré que prepararme a

fondo esa entrevista —dijo Guirval más preocupado que enfadado.

—No tienes nada de qué preocuparte. Ese tesoro es historia viva de mis antepasados, que

estuvieron asentados en estos lares. Aquí tienes a la persona que mejor te puede preparar para

esa entrevista.

En el aeropuerto de Barajas los esperaba el director de logística. El automóvil de la

empresa lucía espléndido y Guirval se acomodó en el interior junto a Nasila, mostrándose

orgulloso de pasear ese símbolo corporativo por las calles de Madrid. Cuando paró el vehículo en

la entrada del hotel donde se celebraría la inauguración, Guirval quedó realmente impresionado,

y con un gesto de aprobación así se lo expresó al director mientras abandonaban el vehículo. El

lugar del evento reunía todos los requisitos que había sugerido el coronel. Perfectamente situado

en el centro de la capital, a muy pocos minutos del parque del Retiro, de la Gran Vía o de la plaza

de España. Ya en el interior del establecimiento, Guirval rechazó la invitación que le ofrecía el

director para acomodarse en la habitación que había reservado para él y Nasila. Estaba ansioso

por conocer el espacio donde tendría lugar el acto de inauguración. Cuando el director de
logística abrió las puertas de doble hoja que daban acceso al lugar, Guirval no pudo por más que

felicitar, esta vez verbalmente, a su director, y ahora sí se podían acomodar en la habitación

reservada en la quinta planta del edificio.

Llegó el día del evento, y aquella noche, el coronel y su querida Nasila durmieron

tranquilos. Él porque pudo comprobar el buen trabajo que había realizado su director de

logística. Ella porque parecía que su amado coronel no había cambiado ni un ápice su actitud

para con ella. Habían madrugado, y tras un desayuno mediterráneo servido en la habitación, se

despidieron. Nasila pasaría la mañana en el museo arqueológico de la capital, que casi conocía

como su propia casa. El tiempo que pasó estudiando en la Complutense invirtió más horas en el

museo que en la universidad. Guirval se dispuso a implicarse y emplearse en los últimos detalles

del evento junto a su director de logística.

Los invitados estaban citados a las ocho de la tarde, y las horas habían volado para Guirval

de tal forma que se había olvidado hasta de comer. Pasaban ya las siete y el coronel repasaba,

con el director, la lista de invitados y el tratamiento que debía recibir cada uno de ellos en el caso

de que decidiesen asistir.

—¡Preciosa! —exclamó el coronel mientras apartaba la mirada de la relación de invitados

y la dirigía hacia la entrada al salón.

—¿Cómo dice, mi coronel? —preguntó el director que seguía imbuido en la lista.

—Amigo, ese vestido, ese vestido rojo cambió mi vida —balbuceó Guirval mientras el

director comenzaba a entender.

Avanzaba Nasila por el salón hacia los dos hombres, consciente del impacto que había

provocado en ambos.

—Mi coronel, terminemos de repasar la lista —dijo el director tras saludar a Nasila,

intentando esconder el impacto.

—Sigue tú, amigo, yo ahora voy a dedicar unos minutos a esta espectacular dama
—respondió Guirval con una sonrisa socarrona.

Comenzaron a llegar los invitados y el acto transcurría con fluidez no exenta de un punto

de glamur. Guirval y Nasila departían con los invitados, entre los que se encontraban amigos y

compañeros de la academia militar, el secretario de Estado de Seguridad, los directores generales

de Guardia Civil y Policía o el alcalde de Madrid. El coronel presentaba con orgullo a Nasila como

su pareja, y Nasila se mostraba cada vez más relajada, especialmente por la actitud que Guirval

mantenía con ella.

El tono discreto del murmullo de la conversación en el salón disminuyó

considerablemente cuando las miradas se dirigieron hacia la puerta de entrada, y los militares

allí presentes, en un acto casi instintivo, se cuadraron y saludaron reglamentariamente. El

coronel también lo hizo cuando por la puerta de doble hoja accedían al salón el jefe del Estado

Mayor de la Defensa acompañado de su hija Lidia, del embajador del Líbano en España y del

mismísimo Faruk Sahid.

Nasila debía poner orden en sus emociones yuxtapuestas y lo tenía que hacer pronto, tan

pronto como debía relajar los músculos de su cara para impedir que su rictus la delatase. La

presencia del jefe del Estado Mayor la tensaba, la de Lidia la atemorizaba y la de su padre la

enternecía. La perspectiva por la reacción que pudiese tener Guirval la sobrecogía.

Guirval, tras el primer impacto, lejos de quedar noqueado, se alegró de la presencia en

aquel contexto y en aquel momento de sus dos «suegros» y de Lidia. Desde su anterior viaje a

Madrid, Guirval había pensado, reflexionado y decidido. No daría un airado portazo a su pasado,

no cerraría esa puerta a cal y canto para que con el tiempo los sentimientos se ennegreciesen y

pudiera ser que se volviesen contra él. Su relación con Nasila discurría por senderos frescos y

verdes. Ahora se presentaba la oportunidad de allanar ese camino y evitar que la mala hierba

entorpeciese su placentero caminar.


Con un gesto sereno pero firme sujetó el impulso de Nasila de abrazar a su padre.

Ofreciéndole la mejor de sus sonrisas, cogió delicadamente de la mano a su amada Nasila y de

forma decidida caminaron hacia los recién llegados.

—A sus órdenes, mi general —dijo el coronel, a la vez que con el gesto reglamentario

intentaba hacer sonar sus tacones al unirse. Continuó.

—Es un honor y un placer disfrutar de su presencia entre nosotros.

—Debes saber que ha sido Lidia quien me ha convencido —contestó el exsuegro

señalando a su hija.

—Mi general, quiero presentarle a mi pareja que, como creo que ya conoce, es la hija del

Señor Sahid —dirigiéndose a Lidia continuó. —Nasila, ella es Lidia, hija del jefe del Estado Mayor

y con la cual compartí algunos años gratificantes de mi vida y bueno… algunos momentos no tan

gratificantes.

Nasila aceptó el gesto de besar su mano por parte del general. Las más elementales

normas de cortesía exigen un gesto, pero nunca un beso. Acercó su mejilla a la de Lidia con el

gesto de besarla. De nuevo sólo un gesto, la ocasión así lo sugería.

—Amor, a estos dos señores ya los conoces y creo que estás deseando abrazar a tu padre,

que a todos nos ha sorprendido y halagado con su presencia.

Insuperable el desarrollo y conclusión del acto de inauguración. Inmejorable el ánimo de

Nasila tras disfrutar de su coronel como siempre lo había conocido. Inenarrable la satisfacción de

Guirval tras los emocionantes acontecimientos vividos.

Se dirigían hacia Alcalá de Guadaira y lo hacían solos en un vehículo de la empresa. Habían

decidido viajar de Madrid a Sevilla de esa manera. Guirval estaba orgulloso de pasear el logotipo

de la empresa, y Nasila evitó un chófer porque quería disfrutar de la intimidad en esos días que

tan concienzudamente había planeado.


Allí estaba su cortijo infantil, con su porche sombreado por esa parra que ahora ya no le

parecía tan alta y allí estaban las sillas y las hamacas de enea. Nasila observaba al coronel, que

permanecía inmóvil frente a la fachada del cortijo y quizás con la mirada perdida en otra época.

Hacía años, muchos años que Guirval no visitaba el cortijo, que ahora cobraba un significado

especial.

El gruñido que hizo el portón del cortijo al abrirse despojó a Guirval del ensimismamiento.

En el umbral de la puerta se dibujó la silueta del casero, que ahora era el hijo del casero. El casero,

padre del casero, ahora compartía recuerdos y manzanilla con el padre de Guirval, y lo hacían

frente al hogar en aquel salón-cocina-comedor depositario discreto de aquellas historias que

contaban sus abuelos antes de dormir y que el niño Guirval interpretaba a su antojo.

Nasila y Guirval pasaron la noche unidos. Unidos por esos lazos invisibles que el diario

vivir les había regalado con los últimos acontecimientos y unidos por el empeño del coronel de

pasar la noche en la cama donde durmió su infancia. Era una cama estrecha, amorosamente

estrecha para sus actuales ocupantes. Durmieron poco, se abrazaron mucho y hablaron más.

Partieron del cortijo en dirección a Camas, donde se encontraba el Cerro del Carambolo.

Por la mañana visitarían el cerro donde se encontró el valioso tesoro y por la tarde tendría lugar

la entrevista, y al fin Nasila podría contemplar directamente aquellas piezas de tan incalculable

valor. Ya en Camas, no fue fácil para la pareja encontrar el pretendido cerro. Guirval se sorprendía

cuando preguntaba a algún vecino de la localidad, quien aseguraba no conocer ese lugar. Se había

imaginado que algo tan importante sería conocido por todos los lugareños. Efectivamente era

una pequeña elevación que Nasila, embargada por la emoción, comenzó a caminar por un

pequeño sendero que daba acceso a la cima. Le explicaba al coronel, con verdadera pasión, los

motivos del incalculable valor de aquel tesoro. Eran piezas que fueron elaboradas con materiales

autóctonos, trabajados de forma magistral inconfundiblemente por antepasados suyos. Era la


prueba irrefutable de la fusión de dos pueblos situados, cada uno de ellos, en los extremos

oriental y occidental del Mediterráneo.

Guirval no podía dar crédito a la emoción, apenas contenida, de Nasila. Aquel lugar no lo

merecía. Era una pequeña elevación salpicada por algunos pinos e invadida por un evidente

abandono que no hablaba bien de los servicios de limpieza de la ciudad. Parecía un lugar de

recreo con mesas y bancos poco mantenidos. Las latas y botellas de cerveza y refrescos, los

plásticos y restos de comida esparcidos por doquier, hacían pensar a Guirval en la poca

importancia que los vecinos daban al lugar.

Nasila parecía no ver lo que el coronel veía. Ella, en la cima de la pequeña colina se

imaginaba la visión que los pobladores de aquel asentamiento tendrían del lugar. Le explicaba al

coronel que aquellas placas de hormigón cubrían y preservaban los restos arqueológicos donde

se encontraron el tesoro. Con lo que tenía delante, Guirval contrastó de forma evidente cómo

una misma realidad podría emocionar o suscitar desdén.

Nasila trataba de evitar el nudo de su garganta y contener sus lágrimas. La presencia del

alto funcionario, más que la de su querido coronel, así se lo sugería. No pudo, no quiso. Decidió

abandonarse a la emoción que inevitablemente se desbordaba a raudales. Estaba allí, frente a la

historia viva de su pueblo, de su gente, de sus antepasados. Aquellas piezas de oro habían sido

labradas por manos de orfebres por donde corría la misma sangre que le corría a ella por sus

venas. El llanto descontrolado e incontenible que fluía desde el corazón de Nasila impresionaba

y enternecía a Guirval en la misma medida que sorprendía al alto funcionario.

Ya conocía Guirval las necesidades de seguridad exigidas por las autoridades para

custodiar aquel tesoro y los límites presupuestarios de los que disponían. Se despidieron del alto

funcionario con el compromiso formal de que en una semana recibiría la propuesta de Faruk

Security para competir en la próxima licitación tras la expiración del actual contrato.
Durante el camino hacia Huelva, Nasila parecía seguir sumergida en sus profundas raíces.

Habían decidido dormir en Huelva para Guirval y Onuba para Nasila. Lo harían en un hotel situado

en la avenida Martín Alonso Pinzón. Hotel Tartessos.

—Nasila, ¿por qué insistes en llamar Onuba a Huelva? —preguntaba el coronel durante

la cena en un reservado del hotel.

—Amor, ¿por qué uno de Huelva no se llama huelvetense? —hizo Nasila una pregunta

retórica para contestarla seguidamente—. Se llama onubense porque es oriundo de Onuba

—concluyó Nasila con una sonrisa cómplice.

El coronel ofreció a Nasila otra sonrisa mientras asentía con la cabeza. Admiraba a esa

mujer también por esa capacidad de que disponía para explicar cuestiones complejas de forma

simple. Nasila continuó.

—Onuba es el nombre primitivo de esta ciudad y significa «la fortaleza del dios Baal». Se

cree que fue fundada entre los siglos X y IX antes de Cristo, y que en los primeros asentamientos

ya se mezclaban fenicios y tartessos. Yo, personalmente, creo que fueron los pioneros de ese

periodo que los académicos han acordado en denominar «Periodo Orientalizante».

Sin abandonar la conversación, en la que el coronel seguía interesado, subieron a la

habitación situada en la cuarta planta del hotel.

—¿Recuerdas, mi amor, aquella estatuilla de terracota que tanto te llamó la atención?

—Claro, claro —respondió Guirval.

—¿Recuerdas que tengo pendiente contarte la historia del templo donde estaba esa

estatuilla antes de que se hundiese el barco que intentaba liberarla del asedio a Tiro?

—Claro, claro —respondió Guirval cada vez más interesado.

—Bien, mi amor. La historia que te voy a contar no tiene ninguna reseña historiográfica

ni escrita ni arqueológica, solo ha sido parte de ese acervo cultural que hemos dado en llamar

transmisión oral, por tanto, no te puedo asegurar que sea una leyenda más o menos
distorsionada por esa transmisión oral o realmente sea una parte más o menos real de la historia

de mis antepasados.

—Cuéntame por favor, Nasila. Me tienes en ascuas.

—Tranquilo, amor, tenemos toda la noche —intervino Nasila mientras se descalzaba de

esos zapatos que ya le incomodaban.

—El Templo de Astarté en la ciudad-Estado de Tiro, era también el palacio donde habitaba

el sacerdote regente Abi Baal. Como sacerdote, Abi Baal debía mantenerse célibe, pero en su

juventud, el amor furtivo con una virgen sagrada de ese templo concluyó con el nacimiento de

un varón y con la muerte durante el parto de la madre.

—¡Joder! —interrumpió Guirval cada vez más interesado. —¿Qué pasó? —impelió el

coronel.

—Bien, este hijo fue un hijo secreto para todo Tiro, pero Abi Baal lo mantuvo en el palacio-

templo como su sobrino a los ojos de todo el mundo.

»Este hijo secreto creció entre lisonjeros cuidados que le proporcionaban vírgenes,

sacerdote y consejeros del templo de Astarté. Creció hasta repetir su propia historia, quizás por

desconocimiento de esta.

—No me lo digas, ¿se enamoró de una de las vírgenes sagradas? —intervino el coronel

con avidez.

Efectivamente —respondió Nasila, que continuaba con la historia—, pero en este caso

fue el mismísimo Abi Baal quien descubrió ese inocente amor furtivo. Su conciencia y el cargo

que ostentaba no le permitían mantener oculto aquel delito castigado con la pena de muerte.

—¿Y qué hizo el sacerdote regente? —preguntó Guirval, cada vez más interesado en la

historia.

—Con profundo pesar, Abi Baal no tuvo más alternativa que firmar la sentencia de muerte

de su amado y secreto hijo.


Nasila hizo un breve silencio mientras observaba al coronel, que cabizbajo movía la cabeza

a ambos lados como lamentando la situación.

—Pero tranquilo, amor —continuó Nasila—. Fue el mismo Abi Baal quien facilitó la huida

de su hijo embarcándolo como polizón en un birreme rumbo a las incipientes colonias más

lejanas como Malaca o Gadir.

—¿Sobrevivió? —preguntó Guirval un tanto ansioso.

—No solo sobrevivió. Cuenta la leyenda que se hizo poderoso por estas tierras y que

fundó esta ciudad.

A la mañana siguiente, Nasila llevó a su coronel a una pequeña elevación montañosa que

a Guirval le recordó al cerro del Carambolo que habían visitado en Camas. Se lo recordó

especialmente por el estado de abandono que presentaba el lugar. Desde la cima se podía divisar

toda la ciudad, y a pesar de que los edificios construidos eran un verdadero atentado a la

fisionomía de esa ciudad, también se observaban cómo las cuencas de los ríos Tinto y Odiel

acunaban a la ciudad de Onuba antes de hermanarse en su desembocadura.

Le explicaba Nasila que esos cerros que se adivinaban desde la cima, a derecha e

izquierda, casi conformando una corona para la ciudad, los lugareños los conocían como «los

cabezos». Estaban en el cabezo de la Joya, y a su lado el cabezo Roma, y así hasta siete. En alguna

ocasión se había comparado a Huelva con la ciudad de las siete colinas por excelencia.

»Imagínate que aquí donde estamos, borrando de tu vista todo tipo de construcción,

vieras una extensa vega flanqueada por los ríos Luxia y Urium, y a nuestra espalda, el delta que

formaban esos dos ríos para entregar al Atlántico toda esa fuente de vida recogida desde tierras

más altas.

»Imagínate que aquí donde estamos Ir Baal, el hijo secreto de Abi Baal, construyó una

fortaleza que albergaba el palacio dedicado a su amada Edereta y un templo en honor de la diosa
Astarté. Imagínatelo: Ir Baal y Edereta disfrutando de su decendencia, cuyo primogénito se

llamaba Jirval de Argantonio.

»Imagínate que al abrigo de esa gran fortaleza fue creciendo esta ciudad que ahora tienes

a tus pies.

—¿Ir Baal? ¿Jirval? ¿Guirval? —se preguntaba en voz alta el coronel buscando respuestas

imposibles.

»¿Ir Baal? ¿Jirval? ¿Guirval?

»¿Ir Baal? ¿Jirval? ¿Guirval? —se repetía una y otra vez.

»¿Ir Baal? ¿Jirval? ¿Guirval?

FIN
Nota

Esta es la lista de fragmentos literarios que aparecen en letra cursiva a lo largo de la novela, con
sus respectivos autores y las obras de donde se han extraído:

Félix Grande, «La Momia»

«…la momia que me apretaba la nuca con las manos y, sincronizada con la cópula, metió su
cabeza fría y sucia y vieja…»

«… juegan, matan, claridad, nada, nada, nada, nada, sonríe, vieja cabeza, chilla, pégale, no,
sangre, baba mala, se limpia, pega, borracho, viejo borracho, viejo borracho, puta, digo, ríe, ríe,
sonido, me encojo, viejo borracho, la ropa, salgo, la calle, la noche, una esquina, me inclino,
vomito, unas palmadas, unas palmadas en mi espalda, miro: la momia, sonríe…»

Gustavo Adolfo Bécquer, «Rimas y Leyendas»

«¿Qué es poesía?, dices mientras clavas

en mi pupila tu pupila azul.

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?...»

Gustavo Adolfo Bécquer, «Introducción a su obra Rimas y leyendas»

«…Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja
un sueño de media noche…»

José de Espronceda, «Canción del Pirata»

«La luna en el mar riela,

en la loma gime el viento,

y alza en blando movimiento

olas de plata y azul…»


Félix Grande, «La Momia»

«Pensé primero que acaso la momia podría tener, por una lógica, desconocida por mí, algún
derecho para yacer a mi lado…»

León Felipe, «Vencido»

«Por la manchega llanura

se vuelve a ver la figura

de Don Quijote pasar.

Y ahora ociosa y abollada va en el rucio

la armadura,

y va ocioso el caballero, sin peto y sin

espaldar,

va cargado de amargura…»

Miguel Hernández, «Elegía a Ramon Sijé»

«Quiero escarbar la tierra con los

dientes,

quiero apartar la tierra parte

a parte

a dentelladas secas y

calientes…»

Miguel de Cervantes y Saavedra, «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» (capítulo 35,
primera parte)

«…No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco a poco se le iba volviendo el juicio.»
Joan Manuel Serrat, «De vez en cuando la vida»

«De vez en cuando la vida

nos besa en la boca …»

«… y nos regala un sueño tan escurridizo

que hay que andarlo de puntillas

por no romper el hechizo…»

Miguel de Cervantes y Saavedra, «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha» (inicio)

«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...»

Calderón de la Barca, «La vida es sueño»

«…Yo sueño que estoy aquí

de estas prisiones cargado,

y soñé que en otro estado

más lisonjero me vi…»

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