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Aristoteles Vida

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Aristoteles

Vida y obra de Aristóteles

El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona

Aristóteles nació en el año 384 A.C. en Estagira. Al morir su padre,


fue enviado a Atenas para ingresar en la Academia de Platón,
donde permanecería unos veinte años: recibió una formación
superior, se familiarizó con la filosofía platónica y terminó
impartiendo él mismo clases de retórica como profesor.

En 347, al morir Platón, Aristóteles decidió abandonar Atenas y se


estableció primero en Asos, luego en Mitilene. Acompañado por su
familia y discípulos, aquellos años le sirvieron para confeccionar su
propia filosofía y consagrarse a estudios de corte empírico.
Asimismo, fue convocado también por el rey Filipo II de Macedonia,
confiándole la educación de su hijo de trece años Alejandro, quien
pasará a la historia como Alejandro Magno.

Sobre el 336/35 Aristóteles retornó a Atenas para fundar su propia


escuela, el Liceo. Aquella institución de enseñanza, gratuita y
pública, se contrapuso a la Academia platónica y a otros gimnasios
atenienses: insistía menos en las matemáticas y el arte de la
discusión y más en la instrucción formal y sistemática, incidiendo
tanto en la ciencia empírica de la naturaleza como en la erudición
jurídica.

Al morir Alejandro Magno en el 323, se produjo en Atenas una


violenta reacción antimacedonia, que perjudicó también al
Estagirita. Acusado de impiedad, huyó de aquella ciudad,
falleciendo al año siguiente en Calcis.

Tradicionalmente, las obras aristotélicas se han dividido en dos


tipos: exotéricas y esotéricas. Del primer conjunto apenas
conservamos fragmentos y algunos títulos, siendo compuestas casi
todas en forma de diálogo para destinarse a su publicación fuera
del Liceo. Del segundo grupo, en cambio, se ha legado una parte
sustancial, al tratarse de aquellos textos utilizados por Aristóteles
como apuntes de clase o notas de conferencias dentro del Liceo,
siendo su temática tan diversa como extensa: lógica, metafísica,
ética, física, retórica, etc.

Ciencia y universalidad

Aunque no resulta fácil elegir un acceso para esbozar la vasta


filosofía de Aristóteles, presentar la radical novedad de su
planteamiento a la luz de la imponente sombra proyectada por su
maestro Platón ofrece una clave para valorar su aportación
fundamental a la historia del pensamiento de Occidente.

Quizá el hecho de que se alejara de la doctrina de las ideas


platónicas resulte decisivo para comprender la originalidad de su
planteamiento. Aun compartiendo la convicción platónica sobre la
filosofía como conocimiento de las esencias de las cosas, consideró
que, para conocer lo inmutable y universal, no había que recurrir a
un plano trascendente o ideal que estuviera más allá de las cosas
empíricas, sino a un plano inmanente que estuviera en las cosas
empíricas mismas; esa y no otra era la dimensión en la que
comprobar que lo universal se encontraba siempre ya de alguna
manera en lo individual y particular, mostrando así que únicamente
existía una realidad, un mundo físico constituido por cosas
individuales.

Inevitablemente, este alejamiento determinó la orientación de la


teoría del conocimiento aristotélica, así como la forma misma del
objeto estudio científico. Así, mientras que Platón se había
interesado por las matemáticas desdeñando las ciencias empíricas
–salvo la medicina–, su discípulo revalorizó las ciencias empíricas, el
ámbito de lo fenoménico y la experiencia y, por consiguiente, la
preeminencia epistémica del conocimiento sensible y el método
inductivo. Si a eso le sumamos un estilo discursivo sistemático,
sobrio y descriptivo, alejado de los recursos narrativos mítico-
poéticos que habían impregnado las obras platónicas,
obtendremos una imagen completa de este cambio cualitativo en
la forma misma del filosofar.

Conviene, no obstante, subrayar que las consecuencias de este


desplazamiento resultan cruciales para entender la propia
configuración filosófica de nuestra historia de la ciencia, tanto sus
raíces como su devenir. Al rechazar la comprensión platónica de la
dialéctica como grado supremo de conocimiento y su devaluación
de las ciencias empíricas como pertenecientes a la esfera de la
mera opinión, la innovadora epistemología aristotélica aceptó la
validez del conocimiento sensible como punto de partida para
indagar la universalidad de la ciencia. Es más, dicha universalidad
de la ciencia sería entendida como conjunción de todos los saberes,
articulados a su vez en diversas ciencias particulares con su propia
esfera de competencia y recursos conceptuales, constituyendo el
conjunto de todas ellas la ciencia (Metafísica I, 2, 982a).

No por casualidad, Aristóteles ha pasado a la historia como


fundador de un novedoso instrumento demostrativo al servicio de
las ciencias: la lógica, herramienta para investigar los principios del
razonamiento válido desde el punto de vista formal, fijándose,
entre otros, en la función del silogismo y los tipos de juicios
utilizados.

Finalmente, llevó a cabo la primera sistematización de las ciencias


en la Antigüedad, ofreciendo una clasificación en tres campos
(Tópicos VI, 6, 145a): ciencias teóricas (física, matemáticas y
metafísica), que tendrían por objeto alcanzar el conocimiento
teórico de la realidad buscando el saber por sí mismo; ciencias
prácticas (política y ética), cuyo estudio versaría sobre la acción
humana individual o colectiva en cuanto dirigida hacia algún fin;
ciencias productivas, que apuntarían a la creación de objetos bellos
y útiles, dividiéndose a su vez en dos: las distintas artesanías (el
saber de la fabricación de utensilios, etc.) y los oficios artísticos
(pintura, música, poesía, etc.)

Platón y Aristoteles en  La escuela de Atenas. Rafael Sanzio. 1510-1511. Técnica Pintura al fresco. 500 cm × 770

cm. Museos Vaticanos. Ciudad del Vaticano


 

Metafísica o “filosofía primera”: el problema del ser

De entre las ciencias teóricas hay una en particular que, según la


arquitectónica aristotélica, viene a ser la ciencia entre las ciencias
por cuanto estudia las causas y los principios supremos de todas
las cosas. Esta aspiración de máxima universalidad la convierte en
la expresión más nítida de lo que es la sabiduría y, en
consecuencia, asume el grado más alto del conocimiento. Tal
ciencia de las causas y principios primeros sería la “filosofía
primera” o “teología”, que más adelante será bautizada como
“metafísica”.

¿Cuál es su objeto de estudio y dónde cifrar su novedad


fundamental para la historia del pensamiento? Si cada ciencia
particular se ocupa de estudiar un dominio del reino del ser y las
propiedades que le corresponden, la metafísica indaga el ser en
cuanto tal:

Hay una ciencia que estudia lo que es, en tanto que algo que es, y los
atributos que, por sí mismo, le pertenecen. Esta ciencia, por lo demás,
no se identifica con ninguna de las denominadas particulares. Ninguna
de las otras [ciencias], en efecto, se ocupa universalmente de lo que es,
en tanto que algo es, sino tras seccionar de ello una parte, estudia los
accidentes de ésta (Metafísica IV, 1, 1003a).

Como han recordado especialistas de la talla de Pierre Aubenque,


la universalidad de esta ciencia suprema alberga enormes
dificultades teóricas, las cuales todavía hoy nos alerta, y con razón,
de la complejidad de dicho objeto de investigación. Pues, en efecto,
¿cómo decir el ser? Así, contra Parménides –quien definió el ser
como algo único, unívoco y eterno, que no permitía la pluralidad–
y Platón –tanto su dualismo estricto como sus ideas como género
universal–, Aristóteles postula su principio de la multiplicidad de
significados del ser. Como reza la famosa y original divisa: el ser se
dice de muchas maneras.

Ahora bien, si el ser expresa significados distintos se debe a que


todos y cada una de sus significaciones comportan una referencia
común a un principio idéntico y unificador, que existe en sí y no en
otro: la sustancia (ousía). Al margen de que Aristóteles distinga
entre sustancias primeras –sujetos individuales y concretos– y
sustancias segundas –géneros y especies (Metafísica V, 8, 1017b)–,
la idea de fondo es la siguiente: los seres particulares cambian,
pero tras esas cualidades secundarias cambiantes –los accidentes
(Metafísica V, 13, 1025a)– permanece siempre un algo inalterado.
Por ejemplo, el agua puede modificar su estado (sólido, vapor o
líquido), y sin embargo continúa siendo la misma agua; y también
las personas siguen siendo las mismas pese a mudar sus estados
de ánimo, salud o enfermedad.

Física aristotélica, o sobre la indagación del movimiento

Aportación capital para nuestra historia de la ciencia, la segunda


ciencia teórica estudiada por Aristóteles es la “física” o “filosofía
segunda”, que tiene por objeto la investigación de las sustancias
sensibles. A ella no debemos acercarnos a la manera moderna,
como ciencia cuantitativa, sino como una ciencia cualitativa de la
naturaleza donde las ricas especulaciones de orden metafísico y
físico, especulativo y empírico, se entrelazan mutuamente para
buscar aquellas causas y principios primeros de los elementos que
la componen (Física I, 1, 184a). Con ello, el pensador griego forjó el
primer gran andamiaje articulado de conceptos y categorías
fundamentales de la ciencia (espacio, tiempo, materia, causa, etc.).

Con carácter general, el estudio aristotélico de la naturaleza se


centró en los seres vivos dotados de movimiento (Física II, 1, 192b).
Así, al ocuparse de aquella forma de ser que está afectada por el
cambio, fue en esencia una ciencia del movimiento, así que no
debería sorprendernos que la explicación de dicho movimiento sea
la principal preocupación teórica del pensador griego, ofreciendo al
menos dos modelos explicativos de enorme repercusión futura:

La primera manera de explicar el movimiento, que reafirma el


decisivo vínculo interno entre física y metafísica aristotélicas, será
indagando los diferentes significados del ser. Entre ellos
encontramos un grupo de significados que se basa en la distinción
entre “ser en acto” (enérgeia) y “ser en potencia” (dynamis). Esta
decisiva pareja de conceptos permite entender todo cambio que
acontece en un ser como paso de la potencia al acto, en una
especie de modo intermedio entre el ser y no-ser. Con ello se
brindan algunas soluciones a las aporías clásicas sobre el cambio y
la generación esgrimidas desde Parménides en adelante, por
ejemplo: ¿cómo el ser puede provenir del no-ser? ¿Cómo lo mismo
puede hacerse otro?

Para Aristóteles, el ser en acto es lo que ese ser es de hecho, aquí y


ahora, es la sustancia tal como en un momento determinado se
nos presenta y la conocemos. Por el otro, el ser en potencia se
refiere al conjunto de capacidades de la sustancia para llegar a ser
algo diferente de lo que actualmente es, de ser algo que por
naturaleza es propio de esa sustancia y no de otra; por ejemplo,
una semilla es un árbol en potencia, o un huevo es una gallina en
potencia.

Fiel a su talante pedagógico, no exento a veces de cierta aridez, el


Estagirita aporta el siguiente el ejemplo ilustrativo: “El bronce es
estatua en potencia” (Física III, I, 201a), porque alberga la capacidad
de adquirir dicha forma. Así, el cambio es posible, pero remite no a
una modificación sin más del bronce, sino a un proceso de
actualización de cuanto existe en potencia: la estatua en tanto que
está siendo esculpida (Física III, I, 201b). Durante el cambio mismo,
es como si la potencia –la estatua– despertase y, concluido el
cambio, la potencia deja de existir, sustituida por el acto, por la
forma de aquella que era potencia.

La segunda vía para explicar el movimiento pasará por atender a la


composición interna de los seres y la particular estructura de la
realidad sensible, para lo cual Aristóteles elaborará su teoría del
“hilemorfismo”, según la cual todos los seres estarían compuestos
de materia (hyle) y de forma (morphé). Materia y forma no son
propiamente realidades separadas, sino aspectos que nuestra
mente es capaz de discriminar en las cosas y que permiten conciliar
lo permanente y lo cambiante, la unidad y la multiplicidad de tales
seres.

¿Cómo argumenta Aristóteles esta importante teoría? En todo


cambio hay algo que se modifica y algo que permanece inalterado.
Si yo me muevo de una localidad a otra, aquello que cambia es el
sitio en que me encuentro, pero yo permanezco; o, cuando un
cerezo florece en primavera, lo que permanece es el árbol. En
ambos casos, sostiene el Estagirita, hay un factor constitutivo
interno que persiste después de que la cosa llegue a ser: ese algo
es la materia, comprendida como potencialidad indestructible e
ingenerable (Física I, 9, 192a). Pero el cambio no es solo el
desplazamiento de un estado por otro, ni tampoco la simple
aniquilación de algo para dar paso a algo distinto. Antes bien, es el
paso de una forma a otra entre dos estados de una misma materia,
uno inicial y otro final: así, la materia pierde una forma que tenía y
adquiere otra en su lugar de la que, inicialmente, estaba privada.
Es en esta encrucijada donde se incidirá por primera vez en la
pregunta por excelencia de nuestro pensamiento científico
occidental: ¿si los objetos materiales se generan, cambian y se
destruyen, no debería ese cambio ser causado y su causación
explicada? Para Aristóteles, esta pionera indagación sobre las
causas adquiere una importancia capital para el ámbito de la
ciencia de la naturaleza, distinguiendo cuatro sentidos del término
“causa” (Física II, 7, 198a): en referencia a la materia de algo (causa
material); en referencia a su forma (causa formal); en referencia a
aquello de lo que proviene el cambio (causa eficiente); en
referencia al fin de algo (causa final).
Aristóteles contemplando el busto de Homero.  Rembrandt.

Antropología aristotélica

Como la mayoría de pensadores griegos, Aristóteles acepta la


existencia del alma como principio interno de los seres vivos en
general, y del ser humano en particular como ser animado racional:
todos los seres vivos, por el hecho de serlo, están dotados de alma,
tanto los vegetales como los animales. Se trata, como expone en su
bello tratado Acerca del alma, de aquel principio constitutivo que da
cuenta de la particular configuración y funciones vitales que
caracterizan el cuerpo orgánico de todo cuerpo natural organizado
que se nutre, crece y se consume por sí mismo (Acerca del alma II, 1,
412a).

A diferencia del dualismo antropológico platónico, la apuesta


aristotélica se cifra en la convicción de que la unión de cuerpo y
alma representa una unión perfecta compuesta de materia y
forma, siendo la materia el cuerpo y su forma el alma (Acerca del
alma II, 2, 414a). A caballo entre la biología y la psicología, la
extraordinaria exposición de las funciones del alma (vegetativa,
sensitiva, intelectiva) diseña el camino científico de la vida interna
de las plantas y animales a la vida del hombre y su mundo
circundante, vigente todavía en nuestro imaginario moderno,
culminando en la cúspide del intelecto humano, tanto el intelecto
paciente como el intelecto agente (Acerca del alma III, 5, 430a).

  

Ética aristotélica: la búsqueda virtuosa de la felicidad

De profundo calado para nuestra historia moral, la innovadora


reflexión ética de Aristóteles parte de la convicción de que todas las
acciones y decisiones humanas parecen realizarse en función de un
bien que se persigue, mejor aún, de un fin (telos), que es el
desarrollo y la perfección progresiva del ser humano. Ahora bien, al
analizar tales acciones en la vida social o política, el pensador
detecta acertadamente que algunos fines se subordinan a otros:
unos son buscados como medios para alcanzar otros fines
particulares, mientras que algunos se quieren por sí mismos. Sobre
esta última clase fijará su prioritaria preocupación ética: ¿Es posible
pensar un fin autosuficiente, que se quiera por sí mismo, y que sea
el fin universal en función del cual eligiésemos todos los demás
fines?

Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el


vulgo como los sabios dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien
y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero sobre lo que es la felicidad
discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios (Ética
nicomáquea I, 4, 1095a).

Ampliando la tradición ética de Sócrates, Aristóteles identifica el


bien supremo con la felicidad (eudaimonia), en la medida en que
buscamos la felicidad por sí misma y por ninguna otra cosa. Sin
embargo, ¿qué es la felicidad? Desde luego, la felicidad parece ser
un cierto tipo de vida buena, pero el consenso termina tan pronto
preguntamos en qué consiste exactamente esa forma de vida que
llamamos “buena”.

La indiscutible novedad del planteamiento aristotélico radica en


defender que la felicidad solo puede hallarse en aquella actividad
que sea conforme a la verdadera naturaleza racional del ser
humano. O dicho de otro modo: quien desee vivir bien debe vivir
según la razón y el más perfecto ejercicio de las facultades
humanas, pues de su conocimiento dependerá que llegue a ser
bueno y, por consiguiente, feliz. A esta excelencia humana la
llamará virtud (areté), de ahí que la ética aristotélica sea siempre
también una ética de la virtud. Es más, si el fin de la vida humana es
la felicidad, la virtud será la condición de esa felicidad, ya sean
virtudes éticas como virtudes dianoéticas.

Las virtudes éticas son siempre el resultado de un hábito (éthos)


adquirido de decidir bien desde la libertad de cada cual,
formándose por la repetición de actos adecuados, que lleven al
hombre prudente a ser lo que es, alguien pleno y autorrealizado,
llegando así a ser feliz. Para definir esa regla ética que nos permita
tomar la decisión virtuosa óptima, repitiéndola y habituándonos a
ella, Aristóteles introduce la conocida noción de “término medio”,
situado siempre entre dos extremos que deben rehuirse: el uno
por exceso, el otro por defecto; así, por ejemplo, el valor
representaría la virtud cuyos extremos serían la temeridad y la
cobardía.

Entre todas las virtudes éticas, Aristóteles apostará especialmente


por dos virtudes de enorme potencialidad y actualidad teóricas: la
justicia, que consiste en la justa medida para que el hombre
discierna lo justo en su relación con el otro, precisamente porque
lo justo encarna en sí mismo la debida proporción entre extremos y
es la virtud que contiene a todas las demás virtudes (Ética
nicomáquea V, 1, 1129b); y la amistad (philía), que implica el
reconocimiento libre del otro como alguien igual y semejante, así
como la reciprocidad afectiva entre los seres humanos. En ella se
quiere al otro como fin en sí mismo, reza la bella definición del
Estagirita, y representa una virtud superior a la justicia porque,
cuando los hombres son amigos, no hay entre ellos necesidad de
justicia ni previsión de que cometan injusticia unos contra otros
(Ética nicomáquea VIII, 1, 1155a).

Para culminar su apuesta moral, Aristóteles abordará las virtudes


dianoéticas, que se refieren al conocimiento y a la búsqueda de su
perfección según las funciones de la parte racional del alma
(función productiva, práctica y contemplativa). Mientras que a la
función práctica le corresponderá la virtud de la prudencia
(phrónesis), que consiste en dirigir bien la vida del hombre
estableciendo la adecuación de las reglas óptimas para regular su
conducta y obtener su fin, a las funciones contemplativas del alma
–propias del conocimiento científico–, le recaerá nada menos que la
virtud de la sabiduría (sophía).
La mirada filosófica de Aristóteles es aquí profundamente griega,
además de resultar modélica para nuestra utilitarista y pragmática
mirada moderna, casi una cura de humildad. Y es que la sabiduría,
que nos sirve para avanzar hasta los últimos fundamentos de la
verdad sobre aspectos universales y necesarios de la realidad, no
supone un medio para ningún otro fin, sino que, como recuerda el
Estagirita de un modo insuperable, es un fin en sí mismo y detenta
su placer propio. En suma: la sabiduría representa el grado más
elevado de virtud, pues en su ejercicio el hombre se mueve en el
ámbito de la actividad contemplativa, aquella que se identifica con
la verdadera felicidad (Ética nicomáquea X, 7, 1177a).

Política aristotélica, o sobre la vida en la polis

La reflexión política en Aristóteles conserva una continuidad


armónica con su aspiración ética; pues si el fin del hombre es la
felicidad, la realización de ese bien supremo deberá gestionarse
desde la evidencia de que él no es un mero animal más que pueda
sobrevivir aislado del mundo, sino que vive en el seno de una
agrupación humana que satisfaga sus necesidades. De forma
natural, la comunidad es siempre previa al individuo, pues solo en
ella se realiza y perfecciona como ser humano integrándose en su
correspondiente comunidad política (koinonía politiké) formada por
ciudadanos que compartan un ideal de virtud individual y colectiva:
solo en ella puede ser feliz.

De enorme repercusión para el pensamiento político, una de las


principales innovaciones aristotélicas radica en que definir el
hombre como animal a cuya naturaleza pertenece el ser miembro
de una polis es considerarlo siempre como un ciudadano que se
comunica, convirtiéndose así en un animal político y social dotado
de lenguaje, de razón y de palabra (logos):
La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier
abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como
decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que
tiene palabra. […] La palabra es para manifestar lo conveniente y lo
perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del
hombre frente a los demás animales: poseer, él solo, el sentido del bien
y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la
participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad
(Política I, 2, 1253a).

Aunque polémica, la apuesta aristotélica por naturalizar las formas


políticas de agrupación humana –a diferencia de los sofistas, para
quienes la polis era el fruto de un pacto artificial y convencional
entre los hombres– puede ser considerada un hito fundamental en
la teoría y filosofía políticas occidentales.

Así, por ejemplo, el primer ámbito de la actividad social y política


del ser humano quedó fijado en la comunidad doméstica o casa
(oíkos), cuya finalidad sería la satisfacción de sus necesidades
básicas y cotidianas. Como unidad familiar constituida por el
hombre, la mujer, los hijos, los esclavos y los bienes,
todo oíkos supone una unidad orgánica orientada a un fin propio,
donde la función de cada elemento se subordina a la del conjunto;
de ahí también la necesidad de reflejar su jerarquía interna, basada
en una imagen siempre problemática de las relaciones sociales
dominantes en la Antigua Grecia.

El segundo nivel es la aldea, que se constituye para proporcionar


seguridad personal y organizar la división laboral. A su vez, un
conjunto autosuficiente de aldeas tiene por resultado el tercer
ámbito: la polis, que existe por naturaleza y surge como
consecuencia de las ventajas prácticas que ofrece desde la
perspectiva de la ayuda mutua, la defensa común y la utilidad
compartida. Según la teorización aristotélica, es evidente, además,
que alberga también las condiciones óptimas para realizar una vida
plena y por tanto ser feliz, pues dado que los hombres no se bastan
a sí mismos, precisan de la polis para ealizarse plenamente con
arreglo a la mejor vida posible.

Los regímenes políticos

La centralidad de Aristóteles para la historia del pensamiento


político tiene una última característica decisiva. Partiendo de un
profundo análisis empírico de tipo comparado sobre las realidades
políticas de su época, el filósofo lanzó una mirada sobre la variedad
de regímenes políticos existentes, sobre su turbulento desarrollo y
sus recurrentes crisis. En su innovador esfuerzo empírico por
reunir y estudiar todas las constituciones escritas de las polis
griegas –unas 158 constituciones–, a fin de determinar su evolución
histórica y analizar comparativamente sus diferentes instituciones,
costumbres y leyes, se cifra la honda preocupación por evaluar las
distintas formas de gobierno asumibles por una polis dependiendo
de las transformaciones impuestas por la realidad social
subyacente.

¿Podemos conocer las causas en que reside la destrucción o la


conservación de las diferentes estructuras jurídico-políticas de las
polis? ¿Podemos identificar las formas rectas, aquellas que se
proponen el bien común, y rechazar las formas corruptas, aquellas
que solo tienen en cuenta los beneficios personales de los
gobernantes? (Política III, 6-7, 1279a). Para responder
afirmativamente a estas y otras preguntas, el Estagirita establece
una clasificación de los regímenes políticos distinguiendo las
formas que considera rectas –conformes a la justicia– y las
despóticas –contrarias a la justicia– basada en dos criterios: el
número de gobernantes (uno, pocos o la mayoría) y la búsqueda
del interés común como finalidad.
¿Cuál sería la mejor forma de gobierno? Aristóteles considerará una
vía intermedia entre la oligarquía y la democracia, una suerte de
democracia atemperada por la oligarquía, que posea las virtudes
de esta pero carezca de sus defectos. A este régimen mixto, donde
los derechos políticos pertenecerían a las capas medias de
población libre, lo denominará “república” (Política III, 7, 1279a). Así,
para eludir los extremos de toda desigualdad, para conferir la
necesaria duración a las leyes, se deberá priorizar la consolidación
de la clase media, facilitando una mayor participación de los
ciudadanos en el gobierno de la polis: “La ciudad debe estar
construida lo más posible de elementos iguales y semejantes, y
esto se da sobre todo en la clase media, de modo que una ciudad
así es necesariamente mejor gobernada” (Política IV, 11, 1295b).

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