Cayetano Betancur
Cayetano Betancur
Cayetano Betancur
CAYETANO BETANCUR
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que sea el único que posea el lenguaje, el progreso personal, la so-
ciabilidad y la moralidad. El conocimiento abstracto no puede pro-
venir de la matena porque todo lo que produce ésta es particular
y determinado, mientras el contenido del pensamiento es abstracto
y universal. Debe pues existir en el hombre un principio inmaterial,
intrínsecamente independiente de la materia. Empero, este princi-
pio debe estar unido a la parte material humana como su forma
sustancial, pues que de lo contrario no se explicaría que las opera-
ciones inmateriales se afecten con las vicisitudes del organismo, co-
mo lo revela la experiencia. Si las operaciones inmateriales como
tales no pueden estar unidas intrínsecamente a la materia y si de
hecho lo están, es porque su unión es extrínseca. Pero esto sólo
tiene una explicación científica en el caso de que se acepte que
ese principio sustancial de donde emanan las operaciones inmate-
riales debe ser también el principio de las operaciones materiales,
pero no el principio único sino mediante una unión con la materia.
De esto hay que concluír que la unión del principio inmaterial con
la materia debe ser una unión sustancial y no puramente accidental.
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re necesariamente, en tanto que los bienes particulares pueden ser
queridos por él a causa del bien que poseen, pero también puede
no quererlos por no ser todo el bien. Esta indeterminación de la
facultad de querer es lo que se denomina su libertad psicológica,
la cual, por otra parte, nos la revela claramente la conciencia. Sien-
do el hombre libre, siendo la razón' fundamental de esta libertad
el poder abstractivo de su inteligencia, siendo la libertad además
un poder de autodeterminación ante los bienes particulares, es
natural ver en el que estas propiedades posee, un ser que realiza
de un modo más acabado el concepto metafísico de individuo,
pues que más que cualquier otro, se basta a sí mismo para obrar.
De ahí que el individuo o hipóstasis de naturaleza racional reciba
un nombre especial, el nombre de persona.
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Considerado concretamente, el fin de la naturaleza humana no
puede ser ninguno de los bienes creados porque ninguno reúne la
condición de satisfacer plenamente. Sólo el objeto que realice ter
da la perfección de que es susceptible la naturaleza humana, será
ese fin último. Pero ese objeto debe realizar la perfección de la na-
turaleza, no por todas sus facultades, pues las vegetativas y sensi-
tivas están al servicio de la inteligencia y la voluntad misma sólo
actúa cuando la inteligencia ha aprehendido su objeto. Por 10 tan-
to, el que perfeccione la inteligencia será el fin objetivo de toda la
naturaleza. El perfeccionamiento mismo de la inteligencia sólo
puede consistir en el conocimiento que ella tenga de un modo sin-
tético de las esencias de las cosas naturales y el conocimiento ana-
lógico de las realidades suprasensibles que con aquéllas se relacio-
nano Pero el objeto que encierra en sí la explicación de todas aque-
llas cosas es la Causa primera de ellas; luego en el conocimiento de
Dios está la perfección de la inteligencia y El es el objeto de las
tendencias de la naturaleza humana.
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Es también el hombre por naturaleza social y contingente; luego
las acciones que favorezcan aquella sociabilidad y las que tengan
por término el reconocimiento de dependencia del hombre al Ser
supremo serán convenientes a la naturaleza humana. En conse-
cuencia, hay una distinción objetiva entre el bien y el mal moral.
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La obligación moral no implica sólo un deber obrar externo sino
interno, esto es, una intención de cumplir el deber como condu-
cente al fin, no obstante que esta intención no se tenga en cada ac-
ción de un modo explícito, con tal que no se presente positiva-
mente la intención contraria, es decir, la de cumplir la ley, no por
ser ley que conduce al fin, sino como medio de obtener un fin in-
moral.
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aquel estado de cosas. Resolvieron entonces asociarse, pero de mo-
do que no perdieran la libertad: bastó al efecto que cada uno re-
nunciara sus derechos en favor de la comunidad; entregándose ca-
da uno a todos, no se entregaba a ninguno y como no existía aso-
ciado sobre el cual no tuviera uno el derecho que cede sobre sí
mismo, en esta forma se gana el equivalente de lo que se pierde.
Así nació la primera sociedad civil. En cualquier caso, concluye
Rousseau, la sociedad ha nacido de un pacto.
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sencia de un fin, puede faltar, en un momento dado, por parte de
uno o varios de los que la componen, la tendencia al fin por la no
elección de los medios que se consideraron como suficientes y
necesarios para alcanzarlo. De la esencia misma de la sociedad se
concluye que la autoridad o el principio que pone orden en las
voliciones de los que la forman es una nota propia de ella, necesa-
ria pero no esencial, según la clara distinción que entre estos con-
ceptos establece la lógica. (p. 70).
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cesión del poder no es, en efecto, un acto de pura voluntad, sino
de la voluntad común regida por la razón, a fin de que pueda
constituír verdadera ley.
Dos cosas hay que advertir cuando se trata del derecho del pue-
blo a desobedecer a la persona que está en posesión de la autori-
dad: lo.) Es lícito desobedecer a la autoridad cuando ordene cosas
contrarias abiertamente a la ley natural o a la divina positiva; en
este caso la autoridad no sería más que tiranía y sus órdenes, antes
que ley, serían la corrupción de la ley. Puede aun deponerse al tira-
no, pero sólo en el caso de que sus actos hagan verdadera y clara-
mente oprobiosa la vida humana. 20.) Debe obedecerse la ley in-
justa, pues su desobediencia implicaría mayores males que la mis-
ma injusticia que se trata de evitar; a menos que se trate de casos
de absoluta injusticia o violación de la ley divina.
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en el sentido de que el pueblo es anteriormente el sujeto en quien
por derecho natural reside la autoridad y por abdicación, donación
o contrato la trasfiere al soberano. BiUot anota varios inconvenien-
tes que ofrece esta concepción: a) la institución del gobierno no se
concibe a modo de abdicación de la comunidad; la comunidad, al
instituír un gobierno no solamente no abdica nada de lo que antes
tenía, sino que adquiere algo de lo que necesitaba; b) sería inútil
al pueblo el derecho de soberanía, porque no podría ejercerlo por
sí mismo, a no ser en comunidades sumamente pequeñas, y aun
siempre habría necesidad de alguien que presidiese las asam-
bleas..... Estos escollos que presen ta una de las tesis de la doctri-
na primitiva, la de que la soberanía existe en un principio en el
pueblo, indujeron al mencionado teólogo a suponer con gran ra-
zón, "que el pueblo solamente establece la ley en virtud de la cual
la soberanía, que por derecho natural estaba todavía indetermina-
da, queda determinada a una forma particular y pasa a residir en
un sujeto dado".
Podría decirse también que esta teoría presenta los mismos in-
convenientes señalados a la anterior, cuando se dice que sería pe-
ligroso dejar al arbitrio de cada cual el juzgar sobre sus propios
méritos, pues es notorio que también lo es dejar al pueblo ese jui-
cio, ya que también es frecuente en él la equivocación. Sin recha-
zar la posibilidad de un error en la comunidad respecto de los
hombres que escoja para su gobierno, tendremos que aceptar que
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ella es menos común que la otra, ya que es de suponer más verdad
en el juicio de todos sobre el mérito de una persona que en el jui-
cio de esa persona sus propios méritos. Las objeciones que en de-
recho político se presentan contra la democracia, no cabrían aquí
porque sólo tratamos de establecer lo que, en última instancia, en-
tre los hombres, legitima el poder en una persona. (ps. 98-101).
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personas. La acción del Estado debe, si no aprovechar actualmen-
te, al menos estar en capacidad de ser provechosa a cualquiera da-
se de personas y en cualquier número que ellas estén.
Sin razón colocan los autores esta misión del Estado como un
fin secundario de su actividad, frente al fin primario que Serfa el
velar por el imperio de la justicia. Pero es evidente quéenunciado
de un modo general, el imperio de la justicia comprende tanto la
custodia de la justicia conmutativa como la de la justicia legal y
distributiva. La segunda engendra derechos de la sociedad para
cumplir su deber que es el perfecoíonamíentnde 16s asociados;
cuando éste s6lo puede obtenerse por una acoión :conjurtta de to-
dos los asociados, natural es queeorresponda a aquel principió que
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tiene por misión unificar las voluntades, es decir, a la autoridad, el
derecho y el deber de llevar a cabo esa acción conjunta para el fm
expresado. De igual suerte, tocará a la autoridad llevar a cabo los
deberes de justicia distributiva: repartir los bienes sociales según
los méritos y según las necesidades de los asociados. Cierto es que
el hecho de que el Estado atienda a las necesidades de los asocia-
dos no parece provenir de un derecho de éstos para exigir esta
asistencia, pues los derechos de justicia distributiva se fundan en el
mérito y en lo que se posee, no en aquello de que se carece; sabido
es que ellos tienen su fundamento en los deberes de justicia legal;
empero, si aparecen en alguna ocasión como deberes de la sociedad
y cumplibles, por tal motivo, por el Estado, no es sino porque, sa-
tisfaciendo estas necesidades, el Estado llena la función de desem-
peñar todo aquello que perfeccione a los asociados y que sólo una
acción conjunta pueda ejecutar. De ahí que no se diga que el Esta-
do deba satisfacer todas las necesidades, sino aquéllas que, insatis-
fechas, perjudicarían a la sociedad. (Otra cosa muy distinta es la le-
gislación obrera en cuanto tiende a proteger al trabajador de los
abusos del patrono, o a la inversa, pues es evidente que ahí sólo en-
tra a cuidar por que sea respetada la justicia conmutativa).
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Terminaremos esta teoría tratando de fijar, hasta donde es posi-
ble, el derecho del Estado a la intervención en la actividad privada
cuando ella por sí no es eficaz, es decir, sobre el mal llamado fin
secundario del Estado: El Estado no debe ser ni una providencia ni
un gendarme: ni gobernar demasiado, ni demasiado poco. (ps. 114-
117).
Cultura y civilización
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cas civilizadas se mueven dentro de carriles trazados en los esta-
dios cultos.
Las manifestaciones de cultura y civilización se observan en to-
dos los órdenes culturales: el derecho, la religión, las artes, la lite-
ratura, la economía, la organización social, etc.
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Pero decía que cultura es inconsciencia y civilización, inteligen-
cia. En efecto, la inteligencia es la que permite la simulación, por-
que ésta exige ante todo procedimientos y procedimientos univer-
salmente racionales. La inteligencia es la que descubre la razón de
una obra realizada en la cultura, la que esquematiza sus resultados,
la que, si se me permite esta expresión, industrializa la cultura po-
niéndola al alcance de todas las fortunas intelectuales. Así como
sólo la inteligencia puede falsificar las piedras preciosas dándoles
apariencia de tales, así también en los órdenes del espíritu la inteli-
gencia opera la simulación de sus productos. Cuando se descubre el
método de la filosoffa todos hacen entonces ñlosofía, aunque ya
nadie filosofe; cuando se esquematizan los principios de la justicia,
todo hombre podrá dictar una sentencia justa, aunque ya nadie
tenga la vivencia de su valor; cuando se hallan aquellos instrumen-
tos con que un gran pintor logró un cuadro célebre, o un poeta la
más alta lírica o la más grandiosa tragedia, entonces se siente todo
el mundo en posibilidad de realizar estos valores, se fundan las es-
cuelas y surgen los prosélitos.
Por esto con gran juicio los historiadores vienen observando có-
mo los períodos de civilización coinciden con las épocas llamadas
de ilustración o de racionalismo o de iluminismo. Pero advirtamos
otra vez que en estas mismas etapas hay cultura y que sólo la for-
ma civilizada se acentúa cuando se desconoce el valor de la inteli-
gencia y se la toma como simple medio de simular todos los valo-
res. Así, cuando con Descartes se inicia el racionalismo de la Edad
Moderna, la cultura occidental se halla en su apogeo. Pero cuando
este mismo racionalismo preside la especulación de la Enciclope-
dia, ya la inteligencia es esa cosa insípida y vulgar que todo mundo
entiende y de la cual todos quieren servirse en formas iguales. (ps.
17-19,23-26).
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vienen con fuerzas auténticas y cultas, la filosofía platónica y la
aristotélica, que con ser tan desafmes en su particularidad, expre-
san vigorosamente el valor de las cosas ante el yo, de la objetivi-
dad ante la subjetividad.
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en ocasiones incluso de religiosidad acendrada; en la medida en que
usaban denodadamente del postulado determinista en la investiga-
ción natural, supieron colocar los destinos del hombre y de lahisto-
riaen una región mucho más alta que la materia. (1945, ps. 186-187).
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El ideal del hombre actual radica en una armonio
entre lo profundo y lo superficial circundante
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continente a continente, está exigiendo la división del trabajo. Esta
división impone la especialidad. Pero a ella no puede ser sacrifica-
do el individuo, o para decirlo más exactamente, la persona indivi-
dual, ya que de lo contrario sólo concluiremos por hacer de la sabi-
duría y de la ciencia un inmenso cuartel de esclavos. La especiali-
dad deberá así armonizarse con la realización total del hombre. Si
el ideal del Renacimiento fue el hombre dilettanti, el que se delei-
taba en el saber y tomaba de todos los órdenes del espíritu aquello
que mejor venía a sus gustos y preferencias, el ideal del hombre ac-
tual es aún más complejo, pues se trata de una armonía entre lo
profundo y lo superficial circundante, entre una región especiali-
zada del saber y las restantes que apenas se cultivan para deleite
del espíritu, para ser en ellas deleitante, es decir, dilettanti. (ps.
192-194).
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lósofo de Sils-María. Sólo cuando se conjuga con todas las restan-
tes potencias del espíritu, el saber resulta soportable. Una vida sa-
crificada ante el conocimiento no es una vida total; y puede decir-
se que ese saber mismo se ha frustrado, que se ha perdido para él
lo mejor de su esencia, pues como ha dicho Hegel, "el saber no só-
lo se conoce a sí mismo, sino que conoce también lo negativo de sí
mismo o su límite. Saber su límite quiere decir, saber inmolarse".
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"Nada hay serio, excepto la pasión. La inteligencia no es una co-
sa seria, ni lo fue nunca". Este racionalismo de la vida humana que
va dejando el campo a una nueva actitud más emocional, fue tam-
bién poco serio. Con las artes de su dialéctica, acabó siempre por
bailar en la cuerda floja: el hombre se hizo volatinero, hasta de la
divinidad. El auténtico sentido de la responsabilidad sólo se paten-
tiza ante las situaciones concretas, para descubrir en ellas su valor.
y este descubrimiento del valor de cada instante, no es un ejercicio
intelectual, sino un acto emocional que, como ha mostrado Sche-
ler, puede encajar también en un orden de universal validez.
Este nuevo ideal o esta nueva concepción del mundo exige, cla-
ro está, una humanidad más vigorosa, ya que la sumisión a normas
absolutas pareció siempre una confesión de impotencia. Pero ¿no
es acaso un signo que valora a una época histórica, el que los hom-
bres que la componen se crean capaces de hazañas desusadas? (ps.
218-219).
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Si el humanismo no es una filosofía determinada, es porque as-
pira a ser algo más: aspira a ser una concepción del mundo, esto es,
una actitud vital y real ante el universo y el hombre que en él se
mueve y actúa.
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de estos veinticinco siglos que llevamos de trabajoso meditar sobre
el ser de las cosas: la filosofía cristiana que toma forma en Agustín,
y la filosofía existencial de Martín Heidegger y Jean-Paul Sartre.
(1954, ps. 273-276).
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teligencia y la de la intuición, o la de la razón y la vida afectiva.
Otros, en fin, como podemos hacer para este caso, la de la vida re-
ligiosa y la de institución jurídica.
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En todo caso, las normas, al ser por sí estatutos conservadores,
son fuerzas que economizan revoluciones. Puede repetirse ahora lo
que ya alguien ha expresado: La revolución de hoy será la legisla-
ción de mañana. A su vez, esa legislación de mañana será atacada
por fuerzas revolucionarias que acabarán por convertirse a su turno
en nuevas legislaciones que concentran y conservan lo que un día
fue pensamiento creador y liberador.
El hombre ha sido así un proceso de creatividad y conservación
desde que surgió como conciencia, así ella fuera un hábito insigni-
ficante dentro del desarrollo de todas sus demás posibilidades cor-
porales, sensibles e intelectuales.
El hombre con su primer acto de conciencia, es decir, cuando
no sólo conoció sino que se dio cuenta que conocía, pudo dirigir
todas sus demás actividades, o al menos la mayoría de ellas y las
puso al servicio de crear valores unas veces y de conservarlas en
otras ocasiones. Tener no fue para él precisamente mantener, pero
a menudo lo que tenía también lo mantenía como un signo y un
símbolo de su esfuerzo o como un ahorro de energías creadoras.
Hay que reconocer que a esta altura de la historia ya el hombre
ha creado muchas cosas, y gran parte de su tarea es de conserva-
ción. Hay veces que se enquistan las instituciones, que se fosilizan
nuestros textos litúrgicos o se esquematizan sin vigor y sin vida
nuestras normas jurídicas. Surge en esos momentos el gran revolu-
cionario que vuelve a echar la suerte de un nuevo acto creador que
remplaza lo anterior. Pero en general, esto no ocurre sino muy de
tarde en tarde. Es un destino humano el que cada vez vayamos vi-
viendo más de lo conquistado por nuestros mayores. Y esto no es
otra cosa que un reconocimiento de que el hombre no progresa en
vano, no progresa sólo para destruír lo pasado sino para dejar de
su progreso una huella que perdura en lo por venir.
En Dios vivimos, nos movemos y somos como criaturas con afán
de creación a su imagen y semejanza. Y en el derecho vivimos, nos
movemos y somos seres anhelosos de seguridad y de empeño de
conservar lo que hemos ya creado.
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lo que el hombre conserva: las instituciones, el lenguaje hecho, las
tradiciones, y en sentido estricto, las normas jurídicas. (ps. 12-16).
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Parece que lo que mejor designa la mentalidad colombiana es la
idea de la "república democrática". En toda república, cualquiera
que sea, el gobernante está inspirado en el interés común. El bien
común para el hombre republicano no es, como podría pensarse,
un bien particular común a muchos, sino el bien que trasciende a
todo particularismo. Hay un elemento objetivo en el bien común
que autoriza, incluso, a imponerlo de preferencia al bien particular
común a muchos. El concepto republicano de la vida política su-
pone muy claramente que el gobernante sabe bien qué es lo que
conviene a todos, pero, sobre todo, que eso que conviene a todos
puede conocerse de modo objetivo, sin que en su determinación
tengan que influír ni el sufragio ni las mayorías.
Obras
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1969. Filósofos y filosofías. Ediciones de la Revista "Ximénez de
Quesada", Bogotá, Editorial Kelly, 391 ps.
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