1878 Vecchio, Giorgio Del
1878 Vecchio, Giorgio Del
1878 Vecchio, Giorgio Del
Con respecto al problema de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, que no puede menos que imponerse a la mente
de todo filósofo, tuve la oportunidad de exponer algunas ideas, hace ya muchos años, indicando sumariamente en qué modo,
según mi concepto, podría resolverse. Esperaba en ese entonces poder desarrollar estas ideas en un sistema completo, mas
esta esperanza (como sucede frecuentemente con los sueños de juventud) no se ha realizado, habiendo dedicado mi
actividad posterior a la Filosofía del Derecho. Es cierto que, al tratar esta especial materia, me atuve a aquellas premisas de
carácter general que había delineado brevemente en el exordio de mi pensamiento, y que no dejé de invocarlas de vez en
cuando, pero de hecho éstas, en su gran mayoría, permanecieron sobreentendidas, por cuya razón no atrajeron casi nunca la
atención de los críticos. Ahora se me ofrece la oportunidad de renovar con mayor claridad aquella especie de fe filosófica que
ya en ese entonces había sintetizado con la fórmula: paralelismo transcendental. El hombre es, sin duda alguna, una parte de
la naturaleza: está, pues, en ella comprendido. Mas es igualmente cierto que el hombre comprende la naturaleza, la cual es,
por lo tanto, una idea o representación humana. Estamos, pues, en presencia de dos puntos de vista opuestos, que tienen
ambos una cierta razón, en tal forma que ni el uno ni el otro pueden ser rechazados, en tanto que permanece abierto el
acceso a otro problema, es decir, si pueden unificarse y en qué forma. Esta antítesis corresponde en substancia a aquella
otra entre el sujeto y el objeto, y es análoga, al menos en un sentido lato, también a otras (yo y no yo, espíritu y materia etc.)
que tienen lugar en todo sistema filosófico, pero que son, como es sabido, diversamente concebidas en los diversos sistemas,
sobre lo cual es inútil detenerse. Lo que quisiera poner de manifiesto es esta especie de equilibrio e de equivalencia, que creo
que debe afirmarse entre los ya mencionados puntos de vista, un aspecto puramente teórico, ahí donde, bajo un aspecto
práctico, como veremos, la cuestión es un poco distinta. Según una orientación objetiva (es decir, que parte de un objeto),
todas las cosas son consideradas en el orden de su génesis externa. Hay una realidad que tiene su principio fuera de
nosotros; una realidad que se mueve según propias energías y propias leyes, a las cuales toda nuestra vida está
subordinada, no siendo más que una mínima partícula de la misma. Según una orientación subjetiva, por el contrario, el
"prius" de toda realidad cognoscible se encuentra en el mismo sujeto: el mundo es un reverbero de las ideas que se
centralizan en la conciencia subjetiva, y las leyes de la realidad no son otra cosa que leyes de la misma conciencia.
Sujeto y objeto no son "cosas" o materia, sino más bien criterios transcendentales, es decir, principios regulativos necesarios
(a priori). La realidad se dispone y capta en ambos sentidos: tiene, por así decir, un aspecto "bipolar". Esta dualidad
permanece "inabolible", estando nuestro intelecto, por su nativa estructura, igualmente dispuesto a orientarse en un sentido o
en el otro. Ninguno de los dos términos fundamentales antitéticos puede eliminar el uno al otro, por cuanto cada uno de éstos
abraza y domina, en un cierto sentido, al opuesto, siendo a su vez (invirtiendo el ángulo visual) dominado y comprendido por
aquél. La naturaleza, según la primera concepción, es el complejo de los fenómenos o hechos físicos, que se extienden
indefinidamente en el espacio y en el tiempo, y están unidos entre sí por la relación de causa y efecto (sin lo cual no' se
hablaría de naturaleza, sino más bien de caos). Quedan también comprendidos en esta concepción los actos humanos y los
así llamados hechos sociales, por cuanto también éstos, cualquiera que sea el significado y valor bajo otros aspectos, tienen
en forma innegable un substrato físico, y pertenecen a la naturaleza genéricamente considerada, en tal forma que se les
aplica, como a todos los otros fenómenos, el criterio de la causalidad. A este punto todo aparece necesariamente
determinado en el mundo, y si no fuera posible más concepción que ésta, deberemos tener por mera ilusión la idea de la
libertad, y negar la legitimidad científica a cualquier valoración de mérito o demérito. Aun en el caso de que se añada a la
consideración causal la de la finalidad o teleológica, que se aplica especialmente al mundo orgánico y a los hechos humanos,
se permanece siempre en el ámbito de una concepción "objetiva" de la naturaleza, la cual, según la forma aristotélica, "no
hace nada según casualidad", "no hace nada en vano". Podemos, sí, trazar, con respecto a los fines, una distinción entre lo
normal y lo anormal, entre lo fisiológico y lo patológico y admitir, por ejemplo, que los abortos y los monstruos sean "tentativas
fallidas" de la naturaleza, pero también en tales casos los juicios y las apreciaciones se refieren a la misma naturaleza.
Si algunas veces las perturbaciones y anomalías se llaman "contra la naturaleza", es decir, fenómenos no conformes con el
curso ordinario de las cosas…, está fuera de duda que también tales fenómenos están determinados por suficientes razones,
y deben ser considerados, por tal motivo, como naturales, en el sentido más riguroso de este término. "El que no ve la
naturaleza por doquier--escribe Goethe--, no la ve rectamente en ninguna parte" Una atenta reflexión nos muestra, por lo
demás, que tanto el criterio de la causalidad como el de la finalidad se encuentran ínsitos en nuestro intelecto, como
categorías propias del mismo, es decir, modos funcionales de aprehender el mundo externo; tienen, por lo tanto, una validez
subjetiva, lo cual no significa, sin embargo, que no tengan también una objetiva. Indagando la naturaleza descubrimos casi
traducidas en ella las leyes de nuestro espíritu, como si aquélla fuera su espejo, o bien, inversamente, como si el espíritu lo
fuera de la naturaleza; encontramos, en resumidas cuentas, en el orden de! universo, las mismas huellas ideales que
hallamos como datos a priori en nuestra conciencia. Lo cual nos induce a pensar que el sujeto y el objeto sean como la
refracción de una misma absoluta unidad. Considerada la realidad sub specie subjecti, sus determinaciones se revelan como
formas del pensamiento, pero de un pensamiento que el mismo sujeto nota que no es propio de su sola individualidad, sino
que pertenece a un orden transcendental de carácter universal. En este sentido, y no ya en un sentido empírico, se entiende
e! "primado del yo" o de la conciencia en la concepción del mundo según la orientación subjetiva. La pertenencia, al menos
como vocación o actitud, a un orden de ideas universales hace que el sujeto se sienta libre e imputable en sus acciones, y no
ligado a la cadena rígida e inflexible de las causas y de los efectos. Ciertamente, en cuanto el hombre es parte de la
naturaleza (según la orientación objetiva), se encuentra sujeto a las leyes físicas y sus acciones son en todo caso y por
necesidad coherentes con todos los otros fenómenos, por lo que se puede decir que él no obra propiamente, sino que es la
naturaleza quien obra en él. Pero en su calidad de principio, como ser inteligible, tiene en sí la posibilidad de determinarse, y
la naturaleza es solamente el medio o el campo en el cual sus determinaciones se desarrollan y toman forma sensible.
Las acciones humanas se consideran entonces desde otro punto de vista: no ya en el sentido empírico que las liga a los
fenómenos antecedentes y consecuentes, sino en sus dependencias transcendentales con respecto al ser nouménico del
sujeto, y a las ideas de las cuales está en posesión. La facultad de abstraer y de encontrarse a sí mismo más allá de la
naturaleza, de referir al yo, por medio de las ideas, toda la realidad que en él converge, constituye e! ser propio y específico
del sujeto, su naturaleza, en un sentido eminente, y esta facultad o vocación se revela a cada cual en el indefectible
sentimiento del propio libre albedrío, y de la consiguiente imputabilidad. Tiene aquí lugar precisamente e! paso de la Filosofía
teórica a la Ética, o mejor dicho, e! encuentro entre uno y otro ramo de lo cognoscible. Actuar como sujeto y no como objeto
no es para e! hombre solamente una actitud psicológica, sino también una exigencia ética que se impone a su conciencia
tanto más claramente cuanto más ésta se eleva y perfecciona. Es evidente que si el hombre fuera simplemente un fenómeno
no se le plantearía el problema ético, ni tendría sentido el imperativo. Siendo las acciones humanas, en cuanto fenómenos,
siempre y necesariamente conformes con la naturaleza (en el! sentido objetivo de estos términos) no serían capaces de una
ulterior consideración crítica o juicio valorativo.
El hecho sería también aquí, como sucede precisamente en las ciencias físicas, el criterio de lo verdadero.
Más porque el hombre. aunque pertenezca también al orden fenomenológico, es íntimamente, y tiene conciencia de
serIo, algo más que un fenómeno, explicar su propia esencia, actuar su naturaleza, es para él, más bien que un dato,
un problema y una tarea que se propone continuamente en cuanto vive y mientras viva, o lo que es lo mismo: existe un
sujeto. El imperativo se rige precisamente sobre esta peculiar condición del ser humano, por la cual participa casi de
dos naturalezas o, mejor dicho, pertenece a un doble orden de realidad: el físico y el metafísico. Bajo este segundo
aspecto, cada una de sus acciones tiene en él su principio, y posee, por ende, la huella de un absoluto principio.
La norma fundamental del operar se deduce de la misma esencia del hombre en lo que ésta supera la naturaleza
física, o sea, dicho con otras palabras; _de su naturaleza espiritual. La validez de la norma no depende, por esta razón,
de la experiencia, sino que es absolutamente a priori. Esto no significa que todo individuo se encuentre siempre
enteramente consciente de aquella norma que, además, se halla implícita en su espíritu, ni mucho menos que no
pueda ser físicamente transgredida o violada. La validez lógica y deontológica no se confunde con la actualidad
psicológica, ni con el hecho accidental de la observación. Sólo con estas distinciones se puede entender rectamente el
significado de las ideas necesarias y universales, contra las falaces afirmaciones del sensismo y empirismo.
A las formas lógicas y a las ideas en general pertenece una región especifica de existencia por la cual no dependen de
la condición histórica del devenir, y se hallan substraídas de las repercusiones reales de la causalidad. Ningún hecho
puede actuar sobre una idea, ni modificarla en su manera de ser: solamente el hecho de su presentarse en el mundo
empírico, es decir, el ser concebida y traducida en acto por cualquiera, está subordinado a las leyes naturales del
acontecer. En sí misma considerada, la idea no está sometida al flujo del tiempo, sino que se encuentra en tanto que
tal, fuera del mismo, por lo que no se puede hablar, en términos estrictos, de un origen suyo en el sentido histórico.
Vemos nacer afirmaciones de ideas, no ideas. A estas últimas las debemos contemplar por su esencia colocadas en
un orden en el cual las conexiones entre una y otra se establecen, no ya según la precedencia de su aparecer, sino
más bien según su propio modo intrínseco, es decir, es un orden puramente lógico (sistemático). Aunque la presencia
de objetos y factores físicos' puede ofrecer la condición o el medio para la concepción de ciertas ideas, concurriendo,
por lo tanto, a explicar su génesis psicológica, no será nunca la razón del significado lógico de una idea o de un
concepto, que quedará siempre más allá del límite de su origen psíquico. En la medida en que el concepto se vaya
formando en la conciencia demostrará también su valor retroactivo, hasta revelarse como condición extratemporal de
todo posible objeto de aquella determinada especie. Todo esto valdrá a fortiori cuando se trata de ideas necesarias que
surgen directamente del espíritu, sin ninguna dependencia con elementos de orden empírico. Tal es la regla
fundamental que obliga al sujeto a obrar, no como medio o vehículo de las fuerzas de la naturaleza, sino como ser
autónomo, en posesión de una cualidad de principio y fin, no como empujado o arrastrado por las pasiones -y
afecciones físicas, sino como dominador de las mismas, no como perteneciente al mundo sensible, sino como partícipe
del inteligible, donde su individualidad contingente se remonta y casi se transfigura en la forma de la universalidad,
tomando conciencia de su identidad substancial con el ser de todo otro sujeto. La ambigüedad del lenguaje,
especialmente de la palabra naturaleza, no debe ser motivo de error, por cuanto es claro que, cuando se habla de la
naturaleza humana en el sentido propio y especifico, se comprende que se la pretende distinguir de la naturaleza
genéricamente considerada. Sin embargo la confusión entre estos dos conceptos ha tenido lugar no raras veces,
debido a las imperfectas nociones de la naturaleza en general y de la naturaleza humana, o bien, algunas veces, al
declarado propósito de negar toda diferencia entre los fenómenos físicos y los espirituales, desconociendo con esto
verdades esenciales y haciendo, entre otras cosas, imposible la fundamentación de una verdadera y propia Ética.
Todo esto nos lleva, en fin de cuentas, a concluir que es necesario inclinarse en presencia del inmenso misterio que
nos circunda y que vanamente trataremos de penetrar valiéndonos únicamente de los métodos de la investigación
científica. Un íntimo e imperturbable sentimiento nos impulsa a respetar este misterio, o mejor dicho, el absoluto que
éste encierra, y no solamente a respetarlo sino también a invocarlo y a buscar en él un refugio, especialmente cuando
nuestro espíritu se encuentra sacudido por .el tremendo contraste entre la efímera vida física y la eternidad propia de
las ideas. Cuanto más se advierte este contraste tanto más se abre el acceso a las legítimas instancias de la fe,
sugeridas por los postulados de nuestra conciencia moral, o sea aquellas esperanzas y aspiraciones de orden
sobrenatural y ultramundano que no se sacian en nuestra vida terrena y que la ciencia experimental no puede explicar
ni tampoco, en forma alguna, desmentir.
El mundo está en la actualidad gravemente turbado: una oscura amenaza pone en peligro la paz, evocando a nuestros
espíritus los horrores de las dos recientes guerras mundiales. ¿Qué es lo que nos puede salvar de ello, si no el
derecho que debiera inspirar a la política internacional y garantizar un orden justo de paz? Pero si es fácil afirmar esté
concepto en general, no lo es tanto determinar su significación precisa, porque son muy numerosos los problemas que
suscita y muy numerosos los errores y los prejuicios que se oponen a la solución de estos problemas. Ya la palabra
derecho tiene algo de ambiguo, que es bueno aclarar lo más pronto posible. En un sentido puramente formal, derecho
significa una coordinación de las relaciones intersubjetivas, en virtud de la cual a ciertas facultades corresponden
ciertas obligaciones. En este sentido, un derecho cualquiera existe necesariamente en no importa qué condición de
vida humana, porque ésta no puede subsistir sin un conjunto de relaciones sociales. Hay, en suma, en las leyes
humanas un elemento de relatividad que no excluye, por otra parte, el fundamento absoluto de ellas.
Solo una falsa filosofía desconoce que el ser humano, perteneciendo todo al orden fenomenal, participa también de
ideas y de normas universales y eternas. Un falso igualitarismo que no tendría en cuenta las diferencias de capacidad,
de méritos y de aptitudes, allí donde ellas tienen realmente un gran peso, es un error grave. Y es penoso deber
constatar que la ONU no está exenta de este error, sobre todo en estos últimos tiempos apenas salidos de la barbarie
y enteramente desprovisto de normas constitucionales válidas, considerándolos al igual que ciertos Estados los más
civilizados del mundo. Por otra anomalía evidente, la carta de esta organización ha acordado una posición privilegiada
a cinco estados (llamados original members) –que no respetan ciertamente todos los derechos humanos- dando a
cada uno de ellos facultad de impedir las deliberaciones de los otros para todas las materias más importantes.
Una coherencia es necesaria entre la política interior y la política exterior.