3 La Grandeza (Deryni) Katherine Kurtz
3 La Grandeza (Deryni) Katherine Kurtz
3 La Grandeza (Deryni) Katherine Kurtz
—¡Morgan!
—¡Dios mío! ¡El deryni entre nosotros!
Varios soldados se persignaron furtivamente y los que
sostenían al prisionero se echaron hacia atrás, aunque sin
soltarlo. Entonces, se abrió una de las dos hojas que
formaban la puerta y un sacerdote asomó la cabeza por la
abertura. Miró a uno de los soldados apostados ante la
puerta y, cuando vio que a un lado había dos hombres
tendidos en el suelo, con los brazos y las piernas
extendidos, dejó escapar un murmullo de sorpresa. Regresó
al recinto deprisa, para asomar segundos después
acompañado de un hombre alto y con un hábito violeta.
Bajo el cabello gris acerado, el rostro del obispo de Dhassa
era calmo y sereno. En el frontal de la casulla, llevaba una
cruz de plata. De inmediato, sus ojos captaron la escena y
se posaron, por fin, sobre los dos cuerpos tendidos en el
suelo. Miró al oficial de guardia.
—¿Quiénes son estos hombres? —preguntó Cardiel,
tranquilamente.
Puso la mano sobre el picaporte de la pesada puerta y la
amatista emitió reflejos violáceos. El oficial de guardia tragó
saliva con dificultad y señaló a los dos prisioneros.
—Estos intrusos… Eminencia…
Sin más palabras, fue hasta el obispo y le tendió una
mano temblorosa para que tomara los dos anillos. Cardiel
los cogió para examinarlos y miró con cautela a los hombres
sujetos en el suelo. Morgan y Duncan sostuvieron su mirada
sin pestañear. Entonces, abruptamente, Cardiel se volvió
hacia el interior del recinto y exclamó:
—¿Denis?
Fue hasta el pasillo. Segundos después, el obispo Arilan
asomaba al otro lado de la puerta. Vio y reconoció a los
prisioneros, pero su rostro no dio asomos de la menor
expresión. Cardiel abrió la mano para exhibir los anillos,
pero Arilan les lanzó apenas una mirada de rigor.
—Padre McLain y duque Aíaric —dijo con cuidado—. Veo
que, por fin, habéis llegado a Dhassa. —Cruzó los brazos
sobre el pecho y su sortija de obispo lanzó destellos de
fuego frío en el silencio de la capilla—. Decidme, ¿habéis
venido a buscar vuestra bendición, o vuestra muerte?
Los miró con rostro severo y fríos ojos violeta. Sin
embargo, Duncan creyó ver en su faz un aire de agrado en
lugar de ira, como si su ofuscación fuera un papel
representado para los guardias. Duncan se aclaró la
garganta e intentó sentarse, mas debió desistir; hasta que
Arilan ordenó a los centinelas que lo soltasen parcialmente.
Duncan se sentó y vio que Morgan también intentaba
incorporarse sobre el frío suelo del pasillo.
—Eminencia, suplicamos perdón por el modo en que nos
hemos presentado, pero debíamos veros. Hemos venido a
entregarnos a vuestra jurisdicción. Si hemos actuado
incorrectamente, ahora o en el pasado, suplicamos que nos
mostréis nuestros errores y que nos perdonéis. Si hemos
sido falsamente acusados, esperamos una oportunidad de
demostrároslo también.
Se escuchó que varios soldados contenían la respiración
al escuchar las palabras de Duncan, pero Arilan se mostró
implacable. Paseó la mirada de Duncan a Morgan y de éste
al primero. Entonces, se volvió y abrió de par en par la
doble puerta. Se detuvo a un lado para dirigirse al guardia
una vez más:
—Llevadlos dentro y dejadnos. El obispo Cardiel y yo
escucharemos lo que tengan que decir.
—Pero, Eminencias, estos hombres son prófugos,
condenados por vuestro propio decreto. Han destruido el
templo de San Torin, han matado a…
—Sé lo que han hecho —le cortó Arilan— y tengo
perfecta conciencia de que son prófugos. Ahora, haced lo
que os he dicho. Si esto alivia vuestro temor, podéis
maniatarlos.
—Muy bien, Eminencia.
Cuando los soldados los pusieron de pie con cautela,
varios trajeron tiras de cuero. Les ataron las manos delante
de todos. Cardiel observaba en silencio. Siguió a su colega y
se puso de pie a un lado de la doble puerta. El sacerdote
que se había asomado a la puerta entró en la sala y tomó
un par de pesadas sillas que había ante la chimenea y las
puso de frente a la sala. Luego, mientras los obispos, sus
prisioneros y los guardias entraban, se situó a un lado y
miró a Duncan de cerca. Duncan captó su mirada e intentó
sonreírle mientras lo llevaban, pero el sacerdote inclinó la
cabeza, desolado. El padre Hugh de Berry y Duncan habían
sido amigos durante muchos años. Sólo Dios sabía qué le
depararía el destino desde ese momento en adelante.
Arilan fue hasta una de las sillas y se sentó. Indicó con
un gesto a su secretario y a los guardias que se retirasen. El
padre Hugh se encaminó hacia la puerta de inmediato, pero
algunos de los centinelas vacilaron. Cardiel, que aún
permanecía cerca de la entrada, los tranquilizó con la
promesa de que podrían continuar la custodia fuera y de
que los llamaría ante la menor necesidad. No se movió
hasta que el último de los guardias se hubo retirado.
Entonces, cerró las puertas y corrió el pestillo. Se sentó en
la silla vacía, mientras Arilan formaba un puente con los
dedos y escrutaba a los ptisioneros durante un largo rato.
Finalmente, se decidió a hablar.
—De modo que has acudido a nosotros, Duncan.
Cuando te fuiste de nuestro servicio para ser confesor del
rey, perdimos a un diestro colaborador. Ahora, parece que
tu carrera ha adoptado un curso que ninguno de ambos
soñó…
Duncan inclinó la cabeza, incómodo. Advirtió el
tratamiento formal que prefería Arilan al referirse a sí
mismo en la primera persona del plural. La declaración del
obispo había sido relativamente neutral, pero, por otra
parte, podía entenderse en un doble sentido. Duncan
tendría que ir con cuidado hasta que supiese a ciencia
cierta la posición de Arilan. Por el momento, era severa.
Miró a Morgan y vio que su primo escogía cederle la
palabra.
—Siento haberos decepcionado, Eminencia. Espero
ofrecer una explicación que, al menos, satisfaga vuestro
entendimiento. No oso esperar vuestro perdón en esta
ocasión.
—Eso está por verse. Pero estamos de acuerdo con las
razones de vuestra llegada, ¿verdad?
Morgan se aclaró la garganta.
—Teníamos la impresión de que os habíais puesto en
contacto con el rey, Eminencia, y de que él os había
advertido sobre las razones de nuestra aparición aquí.
—Es cierto —reconoció Arilan tranquilamente—. Pero
había esperado oír la confirmación de dichas razones de
vuestros propios labios. ¿Es o no vuestro propósito intentar
limpiar vuestros nombres de los cargos presentados por la
Curia en la primavera pasada, y buscar la absolución de la
excomunión que se os impuso en esa ocasión?
—Lo es, Eminencia —murmuró Duncan. Se hincó de
rodillas e inclinó la cabeza nuevamente. Morgan miró de
reojo a su primo y repitió sus movimientos.
—Bien. En ese caso, nos comprenderemos unos a otros.
Creo que sería mejor si cada uno de nosotros pudiera
escuchar separadamente vuestras versiones de lo
acontecido en el templo de San Torin. —Arilan se puso de
pie—. Lord Alaric, si me acompañáis, podemos dejar al
obispo Cardiel con el padre McLain en la intimidad de este
recinto. Por aquí, si sois tan amable.
Morgan arriesgó una mirada a Duncan, se puso de pie y
siguió a Arilan por una puertecilla que se abría a la
izquierda. Dentro, había una pequeña antesala. La única
abertura de las paredes era una solitaria ventana de
cristales opacos, situada en lo alto. Sobre un escritorio,
contra la pared de la ventana, ardía un puñado de velas.
Ante la mesa, se veía una silla de respaldo erecto. Arilan la
apartó de la mesa, la hizo girar y se sentó. Hizo señas a
Morgan de que cerrara la puerta. El general obedeció, se
volvió y se quedó de pie frente al obispo. Se sentía torpe.
Había un taburete cerca de la silla de Arilan, pero no se le
ofreció sentarse, de modo que prefirió mantenerse de pie,
humildemente. Cuidándose de no exhibir sus sentimientos,
se postró ante los pies de Arilan e inclinó la cabeza dorada.
Posó las muñecas atadas sobre la rodilla que mantenía
erguida y buscó las palabras más apropiadas para
comenzar. Alzó sus ojos grises y se encontró con el azul
violeta de los de Arilan. Se miraron larga e intensamente.
—¿Será ésta una confesión formal Eminencia?
—Sólo si lo deseáis —replicó Arilan con una ligera
sonrisa—. Sospecho que no es el caso. Pero debo obtener
vuestro permiso para conversar con Cardiel de lo que me
digáis. ¿Me eximiréis de mi voto de silencio, entonces?
—En lo que respecta a Cardiel, sí. Lo que hicimos ya no
es secreto, pues todos saben que somos deryni. Pero… debo
decir otras cosas que sería mejor no comunicar a los demás.
—Se entiende. ¿Y qué hay sobre los otros obispos?
¿Cuánto debo decirles, en caso de que ello sea necesario?
Morgan bajó la vista.
—Debo fiarme de vuestra discreción sobre ese aspecto,
Excelencia. Como necesito hacer las paces con todos, no
estoy en posición de establecer los términos. Podéis decirles
lo que consideréis pertinente.
—Gracias.
Se produjo un breve silencio y Morgan advirtió que era
su turno de hablar. Se humedeció los labios con inquietud y
comprendió, amargamente, cuánto dependía de lo que
dijese en los minutos siguientes.
—Os… pido que me disculpéis, Eminencia. Esto es muy
difícil para mí. La última vez que me postré en confesión fue
a los pies de quien había jurado destruirme. Warin de Grey
me mantuvo cautivo bajo el templo de San Torin y monseñor
Gorony estaba con él. Me obligaron a iniciar una larga
recitación de pecados que no había cometido.
—Nadie os obligó a venir aquí, Alaric.
—No.
Arilan aguardó un momento y suspiró.
—¿Decís, por lo tanto, que sois inocente de todos los
cargos que se presentaron contra vos en el seno de la
Curia?
Morgan meneó la cabeza.
—No, Eminencia. Temo que hicimos casi todo aquello de
lo que Gorony nos acusó. Lo que deseo es contaros la razón
de todo lo que cometimos y preguntaros si, a vuestro juicio,
podríamos haber hecho algo distinto para escapar de la
trampa que se nos tendió.
—¿Trampa? —Arilan unió los índices de ambas manos y
los posó sobre los labios—. ¿Por qué no empezáis contando
esto? Entiendo que se os tendió una trampa y quisiera saber
en qué consistió.
Morgan buscó la mirada de Arilan y comprendió que no
podría sostenerla para relatar los sucesos de San Torin con
fidelidad. Suspiró profundamente y bajó los ojos. Entonces,
comenzó a hablar con voz grave y baja y Arilan debió
inclinarse para escuchar las palabras.
—Veníamos hacia aquí para implorar a la Curia que no
decretara el Interdicto —dijo Morgan. Levantó los ojos hasta
el pecho de Arilan y los posó sobre la cruz de plata que
llevaba el prelado en el pecho—. Estábamos convencidos,
como ahora, de que el Interdicto era una medida
equivocada, como vos y vuestros colegas también habéis
determinado en Dhassa. Esperábamos, una vez que
estuviéramos delante de la Curia, poder lograr | que el peso
de vuestra ira se descargara sobre nosotros y no sobre mi
pueblo.
Su voz adquirió una nota hueca que anunció el horror de
las palabras siguientes:
—Nuestra ruta pasaba por San Torin. Debíamos rendir
respeto ante el templo como cualquier otro peregrino, pues
ya entonces se sospechaba de mí y no podía entrar en
Dhassa oficialmente como duque de Corwyn sin la anuencia
del obispo Cardiel. Sabía que él jamás me habría dado
permiso con toda la Curia reunida aquí.
—Lo juzgáis mal, pero proseguid —murmuró Arilan.
Morgan tragó saliva y continuó:
—Primero entró Duncan y ofreció sus respetos ante el
templo. Luego, entré yo. Sobre la cerca había una púa
impregnada de merasha. ¿Sabéis lo que es, obispo?
—Sí.
—Me… arañaré la mano con la aguja y la droga me
envenenó. Perdí el conocimiento y, cuando volví en mí, me
encontré en manos de Warin de Grey y de unos diez de sus
hombres. Lo acompañaba monseñor Gorony. Me dijeron que
los obispos habían decidido entregarme a Warin, si podían
capturarme, y que Gorony sólo había acudido para dar un
matiz de legitimidad a la sitúación y escuchar mi confesión,
en caso de que quisiera arrepentirme.
»Iban a quemarme, Arilan —murmuró Morgan fríamente
—. Ya tenían la hoguera preparada. Jamás tuvieron intención
de permitir que me defendiera. Pero en ese momento yo no
lo sabía aún —se detuvo para humedecerse los labios y
tragó saliva con dificultad—. Finalmente, Warin decidió que
era hora de ejecutarme. En su poder, me encontraba
indefenso. Apenas podía mantener la conciencia y mucho
menos valerme de mis poderes para defenderme. Entonces,
dijo que me concedería una última gracia parcial: que,
aunque mi vida ya estaba condenada, se me permitiría al
menos intentar salvar mi alma si me confesaba ante Gorony.
El único pensamiento que recuerdo haber tenido en ese
instante de desesperación fue que debía ganar tiempo y
que si lograba sobrevivir lo suficiente, tal vez Duncan
pudiese encontrarme y…
—Y entonces os postrasteis ante Gorony —dijo Arilan
con voz firme.
Morgan cerró los ojos y asintió con pesar, al recordarlo.
—Habría confesado casi cualquier cosa con tal de
mantener la muerte a distancia. Estaba dispuesto a inventar
pecados para prolongar el tiempo hasta que…
—Es… comprensible —murmuró Arilan—. ¿Qué le
dijisteis?
Morgan meneó la cabeza.
—No tuve tiempo de nada. En ese instante, alguien
debió de haber escuchado mis plegarias. Duncan cayó
rodando de una abertura oculta que había en el techo y, con
la espada, comenzó a desatar una ola de muerte en el
recinto.
En la habitación de al lado, el obispo Thomas Cardiel
estaba sentado, erguido, frente a una ventana. A sus pies,
yacía Duncan. Aunque tenía las muñecas atadas, el
sacerdote había entrelazado sus dedos en actitud de
oración y posado las manos sobre el cojín de la silla que
había al lado de la de Cardiel. Mantenía la cabeza
ligeramente inclinada, pero la voz firme. Los ojos grises de
Cardiel descansaban, incrédulos, sobre la cabellera del
hombre postrado, mientras oía su relato.
—Conque no sé bien a cuántos maté. Quizá cuatro o
cinco. Herí a varios más. Pero, cuando Gorony intentó
atravesarme con un cuchillo, lo tomé a modo de escudo. No
se me ocurrió siquiera que se trataba de un sacerdote hasta
que me encontré en mitad de la habitación con él entre los
brazos. Alaric estaba en pésimo estado. Hasta donde sé,
había matado a un hombre y tenía que protegerlo. Gorony
sería mi salvoconducto hasta que pudiera llevar a Alaric
hasta la puerta y huir del lugar. Pero, por supuesto, el
templo ya había comenzado a arder…
—¿En ese momento revelaste tu identidad… deryni? —
preguntó Cardiel.
Duncan asintió, lentamente.
—Cuando Alaric intentó abrir la puerta, advertimos que
estaba cerrada por fuera y que ése era el salvoconducto de
Warin. Alaric había usado sus poderes para abrir un cerrojo
en otra ocasión, conque yo sabía que eso era posible, pero
él no estaba en condiciones de poder hacer nada
semejante. Tuve que hacer una elección y no rehuí mi
compromiso. Usé mis poderes para que pudiéramos escapar
de allí. Gorony lo vio todo, desde luego, y puso el grito en el
cielo. Entonces, Warin comenzó a gritar que era un blasfemo
y un sacrilego. En ese momento, nos marchamos. No
pudimos impedir que el templo fuera devorado por las
llamas, tomamos nuestros caballos y nos alejamos. Creo
que, a fin de cuentas, el fuego nos salvó. No hubo
persecución. Si hubieran ido tras nosotros, estoy seguro de
que nos habrían podido capturar. Alaric estaba… muy débil.
Inclinó la cabeza y cerró los ojos, en su afán por alejar
los recuerdos. Cardiel movió la cabeza, atónito.
—Y, desde entonces, hijo, ¿qué más sucedió? —le
preguntó suavemente.
La voz de Morgan había recuperado la aspereza al
finalizar el relato. Levantó la vista y miró a Arilan. El rostro
del prelado estaba sereno y pensativo, pero Morgan creyó
ver una nota de diversión en el rostro apuesto. Al cabo de
un instante, la mirada de Arilan se posó sobre las manos
unidas en su regazo y sobre el brillo fogoso que despedía su
anillo de oficio. Entonces, se puso de pie y se volvió
ligeramente. Habló con tono práctico y realista.
—Alaric, ¿cómo entrasteis en Dhassa? Cuando os
capturaron llevabais atuendos de sacerdote. Eso indica que
dos pobres monjes de Thomas deben de haber quedado
desnudos. No les habréis hecho daño, ¿verdad?
—No, Eminencia. Los encontraréis durmiendo con un
hechizo deryní en la bóveda que hay bajo el altar principal.
Lamento decir que no había otro modo de lograr nuestros
fines sin hacerles daño de verdad. Os aseguro que no
sufrirán ningún efecto pernicioso.
—Entiendo.
Arilan se volvió hacia Morgan, que seguía de rodillas, y
lo miró pensativamente. Unió las manos por detrás de la
espalda y levantó la vista hacia la ventana.
—Alaric, no puedo asegurar la absolución… —comenzó.
Morgan alzó la cabeza abruptamente, con una acalorada
réplica en los labios.
—No, no me interrumpáis —lo detuvo Arilan, antes de
que pudiera hablar—. Lo que quiero decir es que no puedo
otorgar la absolución todavía. Hay ciertos detalles de
vuestro relato que debo investigar más. Pero, vaya, no es
momento de hablar de estas cuestiones ahora. Si Cardiel y
Duncan han terminado —fue hasta la puerta por detrás de
Morgan, miró por una rendija y, luego, la abrió por completo
—, como veo han hecho, debemos volver con ellos para
considerar el curso posterior de nuestras acciones.
Morgan se puso de pie y estudió a Arilan con inquietud
mientras el obispo pasaba al cuarto vecino. Duncan estaba
sentado en la silla que daba a la ventana, con la mirada
baja, y Cardiel se encontraba de pie ante otro ventanal, con
la cabeza posada sobre un antebrazo que había cruzado
sobre la jamba. Al verlos aparecer, Cardiel levantó la vista y
comenzó a hablar, pero Arilan lo detuvo con un gesto de
cabeza.
—Será mejor que hablemos, Thomas. Los guardias los
custodiarán.
Cuando Arilan abrió las puertas, los centinelas
irrumpieron presurosos, con las manos sobre las
empuñaduras de las armas. Ante la señal de Arilan, se
apartaron y se limitaron a dispersarse por la habitación.
Miraban a los prisioneros con ojos temerosos. No bien se
cerraron las puertas tras los dos obispos, Morgan fue
lentamente hasta el asiento de la ventana y se dejó caer al
lado de su primo. Reclinó la cabeza contra el cristal, cerró
los ojos para concentrarse y oyó la ligera respiración de su
primo, a su lado.
Espero que hayamos hecho lo correcto, Duncan,
murmuró su mente en el silencio sepulcral. Pese a nuestras
buenas intenciones, si Arilan y Cardiel no nos han creído,
puede que hayamos firmado nuestra propia sentencia de
muerte. ¿Cómo crees que se lo tomó Cardiel?
No lo sé, respondió Duncan, tras una larga pausa. La
verdad es que no lo sé.
X
Formó la luz y creó las tinieblas.
Isaías, 45:7