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3 La Grandeza (Deryni) Katherine Kurtz

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Sipnosis

En una Edad Media alternativa, algunos deryni, magos y


telépatas antaño poderosos, se enfrentan al poder de la
pujante religión cristiana y sus ansias de primacía.
Tras la excomunión y el interdicto, el joven rey Kelson y
su paladín, el duque Alaric Morgan, deberán luchar con
Warin de Grey, el fanático religioso, brazo armado de los
obispos que se oponen al resurgir de los deryni. Pero
también deberán afrontar la amenaza de la guerra con
Wencit de Torenth, el monarca hechicero deryni, que
pretende dominar Gwyneed y hacerla retornar al oprobioso
dominio de los detestados dictadores deryni.
Alta política, amor, intrigas, magia y enfrentamientos
militares en un ambiente medieval componen la brillante
conclusión de Las Crónicas de los Deryni, una de las mas
famosas series de la fantasía moderna, como avala el gran
número de reediciones del original inglés de todas y cada
una de sus novelas.
“Un increíble tapiz histórico de un mundo que nunca
existió y unos personajes tan vitales que deberían haber
existido” Anne McCaffrey.
I
Por fuera ha privado de hijos la espada; dentro es como
la muerte.
Lamentaciones, 1:20
Al niño le habían puesto Royston. Royston Richardson,
como su padre. La daga que aferraba despavorido en la
penumbra no era suya. A su alrededor, en los campos del
valle de Jennan, los cuerpos de los caídos yacían entre los
surcos de grano fresco y turgente, aprendiendo el duro rigor
de la muerte. En el silencio sepulcral, las aves nocturnas
chillaban y los lobos ululaban sobre las colinas que se
erigían al norte. Al otro lado de los campos, lejos de allí, las
calles del pueblo se encendían de antorchas, como para
señalar a los vivos el escaso consuelo que deparan los
números: esa noche, fríos de muerte, había demasiados
cadáveres a ambos lados del valle de Jennan. La batalla
había sido cruenta y brutal, aun para los rudos labriegos.
Todo comenzó a mediodía. Los jinetes de Nigel Haldane,
tío del joven rey Kelson, se habían aproximado a las laderas
del poblado poco después de esa hora. Sus estandartes con
el león real se henchían como velas de oro y escarlata bajo
el sol del mediodía y el calor del verano incipiente hacía
sudar a los caballos. El príncipe había dicho que era sólo
una avanzada. El y sus treinta hombres se proponían
inspeccionar una ruta para que los ejércitos reales
marcharan hacia Coroth, al este. Sólo eso. Pues la ciudad de
Coroth, capital del ducado de Corwyn y asiento del rebelde
gobierno local, estaba en manos de los arzobispos
insurgentes Loris y Corrigan. Y ellos, con el apoyo y la
connivencia del cabecilla fanático Warin y de sus secuaces,
tramaban una nueva persecución a los deryni: una raza de
poderosos hechiceros que antaño rigieran sobre los Once
Reinos; los deryni, con su larga historia de pueblo temido y
marginado, que parecían encarnarse en la persona del
duque Alaric Morgan, a quien sólo tres meses atrás los
arzobispos habían excomulgado por sus herejías deryni.
El príncipe Nigel había intentado tranquilizar al pueblo
del valle de Jennan, les había recordado a sus pobladores
que los hombres del rey no se entregaban al saqueo o al
pillaje en sus propias tierras. El joven Kelson lo prohibía,
como lo hiciera su padre y hermano de Nigel, el extinto rey
Brion. Y, aunque los arzobispos hubiesen decretado lo
contrario, el duque Alaric tampoco era una amenaza para la
paz en los Once Reinos. La creencia de que los deryni eran
una raza maléfica constituía una insensata superstición. El
mismo Brion, que no había sido deryni, más de una vez
confió su propia vida en manos de Morgan y estimaba al
noble general hasta tal punto que llegó a nombrarlo Paladín
del rey, contra las protestas del Consejo de la Regencia. Y
jamás, ni entonces ni en ese momento, hubo evidencias de
que Morgan hubiese defraudado su confianza.
Pero los pobladores del valle no quisieron escuchar. El
otoño anterior, durante la coronación de Kelson, se había
dado a conocer —aun ante el mismo rey, que lo ignoraba—
la estirpe deryni del monarca. Ello suscitó toda suerte de
desconfianzas hacia el linaje real de los Haldane, que,
lamentablemente, el rey alimentó con su apoyo inflexible al
hereje duque Alaric y a su primo y sacerdote Duncan
McLain, también deryni. Se seguía corriendo la voz de que
el rey mantenía su protección al duque Alaric y a McLain, de
que, como resultado, el mismo rey había sido excomulgado;
de que él y el odiado duque Alaric, junto con una hueste de
guerreros deryni, pensaban irrumpir en Coroth para romper
la columna vertebral del movimiento antideryni,
destruyendo a Loris, a Corrigan y al amado Warin. ¡Si el
mismo Warin lo había predicho!
Así, los partisanos locales habían conducido a las tropas
de Nigel por todo el valle de Jennan, con la promesa de
abundante agua y pastos para los ejércitos reales que
vendrían luego. En los verdes campos de avena y de trigo a
medio dorar, los rebeldes tendieron una emboscada a las
tropas y descargaron su guadaña de muerte y destrucción
sobre las sorprendidas filas reales. Cuando los hombres del
rey pudieron retirarse, cargando a los heridos, la mayoría de
la tropa yacía muerta o moribunda junto a las bestias caídas
y a las bajas rebeldes. Las banderas con el león dormían,
pisoteadas y tintas de sangre, sobre las mieses maduras.
Royston se detuvo un instante con la mano sobre la
empuñadura de la daga, sorteó un cuerpo inmóvil y
prosiguió el camino de regreso a su hogar por la estrecha
senda de carros. Sólo tenía diez años y era menudo para su
edad, más ello no había impedido que tomara parte en la
matanza de esa tarde. De su hombro, colgaba la taleguilla
de cuero cargada de comida, restos de arneses y pequeños
hallazgos que había podido sustraer al enemigo abatido.
Hasta la daga finamente tallada y la vaina que se había
echado al cinturón de soga habían sido retirados de la
montura de un caballo muerto.
Hurgar entre los cadáveres para robar no le inspiraba
ningún temor, al menos durante el día. El saqueo era un
medio de subsistencia para los aldeanos en épocas de
guerra. Y, en ese momento, en que los labriegos se alzaban
contra su duque —y, en verdad, contra su rey—, el pillaje se
convertía en una imperiosa necesidad. Las armas de los
campesinos eran pocas y rudimentarias; en su mayoría,
picos, bastos o guadañas. A veces, una daga o una espada
ocasional, obtenida por medio de las actividades en que
Royston se embarcaba. Los soldados caídos de las filas
enemigas podían proporcionar armas más eficaces, arneses
de lucha, yelmos y, con fortuna, monedas de oro y plata.
Las posibilidades eran ilimitadas. Y allí, donde el enemigo
en retirada se había llevado sus heridos y los rebeldes
cuidaban a los suyos, no quedaban más que muertos. Ni un
crío pequeño como Royston temía a los cadáveres.
Sin embargo, Royston mantenía un ojo vigilante al andar
y apresuraba la marcha si debía rodear otro cuerpo frío. No
era un niño apocado, los campesinos de Corwyn nunca lo
eran; pero siempre existía la posibilidad de que se topara
con un enemigo muerto sólo en apariencia y… no le
agradaba siquiera pensarlo.
Como en respuesta a su creciente aprensión, aulló un
lobo mucho más cerca que antes, y Royston se estremeció
al regresar al centro de la senda. Comenzó a imaginar
movimientos en cada arbusto, en cada espectral tocón de
árbol. Aunque no tenía razón para temer a los muertos,
cuando la noche cayera habría otro peligro: los animales
depredadores que asolarían los campos y a los que no tenía
deseos de conocer.
De pronto, a la izquierda del camino, algo atrajo su
atención. Afirmó la mano sobre la daga y se tendió de
bruces sobre la hierba. Su otra mano recorrió el suelo a
tientas hasta dar con una roca del tamaño de un puño.
Contuvo el aliento y se aplastó más aún. Con voz áspera y
temblorosa, estiró el cuello para atisbar entre las matas.
—¿Quién anda ahí? ¡Diga quién es o me acercaré!
Se oyó un rumor entre la vegetación y, luego, una débil
voz:
—Agua…, por favor…
Royston se acomodó la taleguilla alrededor de la
espalda y se puso en pie con cautela. Siempre existía la
posibilidad de que fuese un soldado rebelde, un amigo; uno
podía haber estado perdido durante toda la tarde. Pero ¿y si
era de las tropas reales?
Se acercó a pasos cortos, hasta que llegó a los arbustos
de los que había provenido el ruido. Llevaba la daga y la
piedra dispuestas para atacar y los nervios tensos. Era difícil
distinguir las formas en la luz que moría, pero vio de pronto
que, sobre la hierba, yacía un soldado rebelde. Sí, no había
modo de confundir el halcón que llevaba cosido sobre el
hombro del manto gris acero.
Bajo el sencillo casco de metal tenía los ojos cerrados y
las manos no se movían; pero, cuando el niño se aproximó
para mirar mejor el rostro barbado del hombre, no pudo
contener un gemido. ¡Lo conocía! Era Malcolm Donalson, el
mejor amigo de su hermano.
—¡Mal! —El niño se dejó caer sobre las matas al lado del
hombre—. Mal, Dios se apiade de nosotros, ¿qué te ha
sucedido? ¿Estás malherido?
El soldado abrió los ojos e intentó enfocarlos en el rostro
del pequeño. Entonces, dejó que su boca se abriera en una
sonrisa dolorida. Cerró los ojos con fuerza durante varios
segundos, como si luchara contra un dolor atroz, y tosió
débilmente. Volvió a mirarlo.
—Bueno, niño. En buena hora me encontraste. Temía
que una de esas bestias impías me viese primero y acabara
conmigo para quitarme la espada.
Descargó un débil golpe sobre el pliego de su capa. A
través de la tela ensangrentada, se recortó la empuñadura
de un espadón. Al reconocer la forma, los ojos de Royston se
abrieron a más no poder. Levantó el borde del manto y
deslizó los dedos con admiración sobre la hoja larga y
sangrienta.
—¡Mal, qué espada tan estupenda! ¿Se la has quitado a
uno de los hombres del rey?
—Sí, amigo. Tiene el emblema del rey en la
empuñadura. Pero uno de los suyos me hincó el acero en la
pierna, maldito sea. Fíjate en sí dejó de sangrar, ¿quieres?
—Se incorporó sobre los codos, mientras el pequeño se
inclinaba para mirar—. Alcancé a ajustarme el cinto
alrededor de la herida antes de desmayarme la primera vez,
pero… ¡Ayyy! ¡Con cuidado, niño! ¡Me harás sangrar de
nuevo!
El manto envuelto alrededor de las piernas de Mal había
quedado endurecido de sangre seca. Cuando Royston lo
despegó para examinar la herida, el hombre creyó
desmayarse otra vez. Mal había recibido una profunda
estocada en el muslo derecho, que comenzaba sobre la
rodilla y se extendía hacia arriba unos quince centímetros.
Había logrado improvisar un vendaje antes de aplicar el
torniquete que, hasta entonces, le había salvado la vida;
pero la venda había dejado de serle útil muchos minutos
atrás y estaba empapada de sangre roja. Royston no podía
estar seguro, pues la luz era muy tenue, pero creyó ver en
derredor de Mal una inmensa mancha roja y húmeda sobre
la hierba. Sea cual fuere su origen, era obvio que el hombre
había perdido mucha sangre y que no podía seguir
desangrándose más. Cuando el niño levantó la vista hacia
su amigo, la visión se le nubló. Tragó saliva con dificultad.
—¿Y bien, Roy?
—Sigue sangrando, Mal. No creo que pare por sí sola.
Tendrás que recibir ayuda.
Mal se dejó caer y suspiró.
—Ay, amigo, lo veo difícil. No puedo moverme así y no
creo que tú puedas traer a nadie ahora que cae la noche.
Tengo una astilla de acero en la herida. Eso es lo que está
molestando. Si pudieras quitarla de ahí…
—¿Yo? —Los ojos de Royston parecieron salirse de sus
órbitas. Tembló de sólo pensarlo—. ¡Oye, Mal, no puedo
hacer eso!
Si suelto el lazo, volverás a sangrar. No voy a dejar que
suceda y menos si no tengo ni idea de qué hacer luego.
—No discutas, chaval. Haz…
Mal se interrumpió en mitad de la frase. Dejó caer la
mandíbula de la sorpresa mientras sus ojos miraban algo
por detrás del hombro de Royston. El niño giró sobre sus
talones para ver a dos jinetes recortados contra el ocaso, a
seis metros de allí. Se puso de pie con cautela cuando
ambos desmontaban y aferró la daga con más fuerza.
¿Quiénes serían? ¿Y de dónde habrían venido?
Cuando los dos se acercaron, no pudo distinguir muchos
detalles, pues el sol crepuscular brillaba directamente por
detrás de ellos. Sus cascos de acero refulgían con un tinte
de oro rojizo. Pero eran jóvenes. Se aproximaron más y, al
quitarse los yelmos, Royston vio que apenas superaban a
Mal en edad. No tendrían más de treinta años. Uno era
moreno y el otro, de cabellos rubios. En los mantos grises,
ambos llevaban el emblema del halcón y una larga espada a
la cintura, en una vaina de cuero gastada. El rubio se colocó
el casco en el hueco del brazo izquierdo. Se detuvo a un
metro de distancia y apartó las manos de las armas. El
moreno se mantuvo un paso atrás, pero, al ver la reacción
del niño, lanzó una sonrisa amable. Royston casi olvidó que
debía tener miedo.
—Tranquilo, niño. No te haremos ningún daño.
¿Podemos ayudarte?
Royston estudió con cuidado a los hombres durante
unos segundos. Reparó en los mantos grises, en la barba de
semanas que los dos lucían, en su aparente cordialidad y
decidió que le agradaban. Buscó el rostro de Malcolm y el
hombre herido inclinó la cabeza en un gesto de
asentimiento. Al ver la señal, se apartó para observar a los
hombres, que se pusieron de rodillas al lado del amigo. Y,
tras un segundo de vacilación, también él se arrodilló, con
los ojos afligidos, mientras se preguntaba qué podrían hacer
esos dos desconocidos.
—Sois hombres de Warin… —señaló Mal, confiado.
Mientras el moreno dejaba el yelmo a un lado y comenzaba
a quitarse los guantes de montar, alcanzó a esbozar algo
parecido a una sonrisa—. Gracias por deteneros, con la
noche encima y todo. Soy Mal Donalson y él es Royston.
Este metal tendrá que salir, ¿eh?
El de cabello oscuro palpó suavemente la herida de Mal,
se puso de pie y regresó a su caballo.
—Sí, hay un trozo de metal ahí —dijo, mientras sacaba
un estuche de su alforja—. Cuanto antes lo quitemos, mejor
será. Royston, ¿podrías conseguir un caballo?
—No tenemos caballo —murmuró el niño. Vio con ojos
atónitos que el hombre se echaba un pellejo de agua al
hombro y regresaba—. ¿No…, no podría llevarlo usted a
casa en el suyo? Le juro que la casa de mi madre no queda
muy lejos.
Miró con aprensión al moreno, que se arrodilló al lado de
Mal. Pero esta vez habló el rubio.
—Lo siento, no tenemos tiempo. ¿No puedes conseguir
un burro? ¿Una muLa? Un carro sería mejor, incluso.
La mirada de Royston se encendió.
—Sí, un burro. Smalf el molinero tiene uno y me lo
dejará usar. Puedo volver con él antes de que oscurezca por
completo.
Se puso de pie y comenzó a alejarse, pero miró hacia
atrás a los dos hombres y recorrió los mantos grises con los
ojos llenos de admiración.
—Sois hombres de lord Warin —comentó en voz baja—.
Apuesto a que vais en misión especial para el mismo lord y
que por eso no podéis retrasaros mucho. ¿He acertado?
Los dos hombres intercambiaron miradas y el de cabello
oscuro no se movió de su posición, pero el rubio sonrió y le
dio una palmada a Royston en el brazo, de un modo
cómplice.
—Sí. Me temo que has acertado —dijo con gravedad—,
pero no se lo digas a nadie. Ve y trae ese burro y nosotros
cuidaremos de tu amigo.
—¿Mal?
—Ve, chaval. Estaré bien. Estos hombres son hermanos.
Cumplen una misión para lord Warin. Ahora lárgate.
—Sí, Mal.
Mientras el niño desaparecía de la vista por el sendero,
el de cabello oscuro abrió el estuche de cuero y comenzó a
quitar vendajes e instrumentos. Mal trató de alzar la cabeza
ligeramente para ver lo que hacía, pero el rubio se la
sostuvo contra el suelo con suavidad para que no pudiera
ver mucho. Sintió algo frío y húmedo cuando el otro
comenzó a limpiar la sangre coagulada de su pierna y,
luego, un débil dolor mientras le apretaban más aún el
torniquete. El rubio miró al cielo, tras ponerse en cuclillas.
—¿Quieres más luz? Puedo encender una tea.
—Hazlo —convino el otro—. Y necesitaré tu ayuda en un
par de minutos. Tendremos que trabajar los dos para que no
se desangre.
—Veré lo que puedo hacer.
El rubio le hizo un gesto de asentimiento a Mal para
tranquilizarlo, se puso de pie y comenzó a hurgar entre los
arbustos, cerca de la cabeza del herido. Mal trató de girarse
y observó en silencio unos segundos. Se preguntó cómo
haría para encender una antorcha en ese lugar. Luego,
volvió la vista al que trabajaba con su pierna. Cuando éste
hurgó en la herida y dio accidentalmente con el acero, Mal
encogió el rostro por el dolor. Tosió débilmente y trató de
aclararse la garganta.
—Por la forma de hablar, no sois de aquí… —dijo,
indeciso. Quería alejar de su mente lo que el hombre estaba
haciendo con su cuerpo y lo que se disponía a hacer aún—.
¿Habéis venido de tan lejos para ayudar a lord Warin?
—No de muy lejos —repuso el moreno y se inclinó sobre
la pierna herida—. Durante las semanas pasadas hemos
estado cumpliendo una misión especial. Vamos hacia
Coroth.
—¿Coroth? —comenzó Mal. Vio que el rubio había
encontrado una larga rama, que parecía apropiada, y
envolvía ahora un extremo en hierba seca. Se preguntó
cómo pensaría encenderla—. Entonces, vais directamente
hacia donde está lord Warin… ¡Ayyy!
Mal lanzó un grito y el segundo de los hombres se
disculpó:
—Lo siento.
Meneó la cabeza y siguió trabajando. Detrás del hombre
herido, resplandeció una luz: era la tea que ardía. Pero
cuando Mal quiso volver la cabeza para ver, la antorcha ya
estaba encendida. El rubio la hundió en el suelo, al lado de
la pierna de Mal, y la afirmó para que no cayera. Después se
hincó de rodillas y se quitó los guantes. El rostro de Mal se
contrajo de asombro, mientras el humo le hacía llorar los
ojos.
—¿Cómo lo has hecho? No te he visto ningún pedernal…
—Entonces, te lo perdiste, amigo. —El hombre sonrió y
dio un golpecito en un estuche que llevaba sujeto al cinto—.
¿De qué otra forma lo habría hecho, si no? ¿Crees que soy
deryni y que puedo llamar al fuego de los cielos para
encender una simple antorcha?
El hombre le lanzó una sonrisa afable y se echó a reír.
Mal tuvo que sonreír, pese al dolor. Desde luego, el hombre
no podía ser deryni.
Nadie que sirviera a lord Warin podía ser miembro de la
raza maldita: Warin había jurado destruir a todos aquellos
que traficaban con hechicerías. Debía de estar delirando.
Claro que el hombre había usado yesca y pedernal.
Mientras el rubio volvía su atención a lo que hacía su
compañero, Mal se reconvino por su necedad y elevó los
ojos al cielo. Un extraño letargo lo invadió mientras los
hombres trabajaban. Un inexplicable sentimiento de
levedad, como si su alma misma flotase fuera de su cuerpo.
Los sintió hurgando en la pierna y le dolió, pero la molestia
fue algo separado y ajeno; una sensación cálida y distante.
Se preguntó si se estaría muriendo.
—Perdón si te hemos causado dolor —dijo el rubio.
La voz grave atravesó las cavilaciones de Mal como el
acero de su pierna. De pronto, se encontró nuevamente
sumido en la realidad.
—Trata de decirnos qué sucedió. Te ayudará a alejar la
mente del dolor.
Mal suspiro y se esforzó por negar su sufrimiento.
—Sí, lo intentaré. Ah… Venís en misión para lord Warin.
No podéis saber lo que ha ocurrido… —Frunció el rostro
mientras el rubio meneaba la cabeza—. Bueno, esta vez
hemos vencido. —Tendió la cabeza hacia atrás y miró al
cielo, que oscurecía—. Condujimos hasta aquí a treinta
hombres del rey, al mando del mismísimo príncipe Nigel.
Matamos a la mayoría y herimos al príncipe. Pero no servirá
de mucho. El rey enviará más hombres y nos castigará por
habernos alzado contra él. Todo es culpa del duque Alaric,
¡maldito sea!
—¿Ah, sí?
El rubio tenía un rostro apuesto y sereno, aunque
barbado. Nada amenazador. Pero Mal sintió que un frío
estremecimiento le recorría el estómago, al posar la vista
sobre esos ojos gris pizarra. Apartó la mirada con inquietud,
sin saber por qué se sentía tan incómodo al hablar así de su
señor feudal ante un desconocido. Pero devolvió la mirada
al rostro del hombre. ¿Qué había en esos ojos que le
resultaba tan… apremiante?
—¿Todos lo odian tanto como tú? —le preguntó con
tranquilidad.
—Humm… Para ser totalmente franco, aquí en el valle
de Jennan nadie quería realmente alzarse contra el duque —
se encontró diciendo Mal—. Era una buena persona hasta
que comenzó a meterse en eso de la maldita magia deryni.
Hasta había algunos sacerdotes que se decían amigos de él
—se detuvo un instante y apretó la mano contra el suelo
para dar énfasis a sus palabras—. Pero los arzobispos dicen
que ha ido más allá de los límites que hasta un duque debe
respetar. Él y ese primo deryni que tiene profanaron el
templo de San Torin el invierno pasado… —resopló con
desdén—. Si hay alguien que las pagará en el más allá es
ese McLain; todo el tiempo haciéndose pasar por sacerdote
y era deryni… De todas formas, como no pensaban rendirse
al juicio de la Curia por sus pecados y algunos de los
pobladores de Corwyn decían que seguirían apoyando al
duque y a su primo, aunque los hubieran excomulgado a
ambos, los arzobispos pusieron a todo Corwyn bajo el
Interdicto. Warin dice que el único modo de que lo levanten
es capturar al duque y entregarlo a los arzobispos de
Coroth. Y ayudar a Warin a liberar esta tierra de todos los
otros deryni. Ese es el único modo de… ¡Ayyy! ¡Cuidado con
la pierna, amigo!
Mal se dejó caer contra el suelo a medio desfallecer, con
leve conciencia de los hombres que se inclinaban sobre su
pierna a través de la oleada de dolor. Sintió que la sangre
tibia le manaba por el muslo, que uno de ellos le aplicaba
un vendaje y que la venda se empapaba y debía ser
reemplazada por otra nueva.
Con la marea de sangre que perdía, sintió que se iba su
conciencia. Y oyó una voz grave:
—Tranquilo, Mal. Relájate. Te pondrás bien, pero
tendremos que ayudarte un poco más. Relájate y duerme…
Olvida todo esto.
Mientras la vigilia se alejaba de él, oyó que el segundo
hombre musitaba palabras incomprensibles. Sintió que una
especie de tibieza se inmiscuía en su herida y que una
calma tenue le recorría los sentidos. Luego, abrió los ojos,
vio que una astilla sangrienta de metal descansaba entre
sus manos y que los hombres guardaban sus pertenencias
en el estuche de cuero marrón. El rubio le sonrió
afablemente, al ver que Mal abría los ojos, y le levantó la
cabeza para acercarle un botellón de agua. Mal bebió sin
pensar siquiera y, cuando intentó recordar lo sucedido, su
mente se revolvió en una tromba de pensamientos. Los
extraños ojos grises del hombre estaban a pocos
centímetros de los suyos.
—Estoy… vivo… —murmuró como ausente—. Pensé que
había muerto. De veras. —Miró la astilla de metal que tenía
en la mano—. Es casi un milagro…
—Tonterías. Te desmayaste, y eso fue todo. ¿Crees que
podrás sentarte? Han venido a buscarte.
Mientras el hombre le soltaba la cabeza y tapaba el
frasco, Mal advirtió que había otras personas a su alrededor:
el niño Royston sostenía las riendas gastadas de un asno
astroso. Y había una mujer de aspecto frágil con la cabeza
cubierta por un paño de rústica lana. Sólo podía ser la
madre del niño. De pronto, tomó conciencia de que seguía
sosteniendo la astilla de metal entre los dedos y volvió a
mirar al hombre rubio, pero eludiendo los ojos grises.
—No sé cómo agradecerte… —vaciló—. Me salvaste…
—No es necesario —repuso el hombre con una sonrisa.
Tendió una mano y ayudó a Mal a ponerse de pie—. Deja los
vendajes una semana en su lugar sin intentar quitarlos.
Luego, cuida de que la herida se mantenga limpia hasta que
sane. Por suerte, no era tan malo como parecía.
—Sí… —murmuró Mal. Avanzó hasta el burro, cojeando
apenas.
Cuando Mal llegó al lado del asno, Royston le echó los
brazos al cuello, en un breve abrazo, y sostuvo la cabeza del
animal mientras los otros dos lo ayudaban a montar. La
mujer se mantuvo detrás, temerosa, sin comprender lo que
había sucedido. Miraba los mantos grises que llevaban los
hombres, con ojos asombrados y respetuosos. Mal se
sostuvo sobre los hombros de los otros hasta que pudo
encontrar una posición cómoda para la pierna. Entonces, se
sentó erguido y se sujetó precariamente de las crines
hirsutas de la bestia. Los dos benefactores retrocedieron y
Mal los contempló con agradecimiento. Levantó la mano a
modo de despedida. La astilla de metal seguía refulgiendo
en su puño cerrado.
—Os doy las gracias de nuevo, caballeros.
—¿Podrás seguir solo, amigo? —preguntó el de cabello
moreno.
—Sí. Espero que el asno no enloquezca y me arroje en
una zanja. Dios sea con vosotros, amigos. Y decidle a lord
Warin, cuando lo veáis, que estamos dispuestos a cumplir
sus órdenes.
—Lo haré —respondió el rubio—. Ya lo creo que lo haré…
—repitió en voz baja, mientras hombre y burro, niño y mujer
regresaban al sendero para hundirse en la noche.
Cuando ya no pudieron oírlos ni verlos, el rubio volvió a
los arbustos donde habían trabajado y tomó la antorcha. La
sostuvo en lo alto hasta que su compañero pudo traer los
polvorientos caballos de guerra y la extinguió contra la
arcilla húmeda del sendero. Sus ojos grises otra vez
brillaban con desazón.
—¿Tú dirías que traspuse los límites que hasta un duque
debería respetar al curar a ese hombre, Duncan? —
preguntó, y se calzó un par de guantes gastados, con gesto
impaciente.
Duncan se encogió de hombros. Tomó las riendas.
—¿Quién sabe? Nos arriesgamos…, pero eso no es nada
nuevo para nosotros. No creo que recuerde nada
inconveniente. Pero, con estos campesinos, nunca se sabe.
¿O necesito tomarme la molestia de recordártelo? Después
de todo, éste es tu pueblo, Alaric.
Alaric Anthony Morgan, duque de Corwyn, Paladín del
rey y excomulgado hechicero deryni, sonrió y aferró las
riendas de su corcel. Montó de un salto, al mismo tiempo
que Duncan.
—Mi pueblo… Sí, así es. Que Dios los bendiga. Dime,
primo, ¿todo esto es por mi culpa? Nunca lo había pensado
antes, pero de tanto escucharlo comienzo a pensar que
podría ser así…
Duncan meneó la cabeza, y acercó las espuelas de
acero a las ancas de su caballo y comenzó a avanzar por el
camino.
—No es culpa tuya. No es culpa de una persona.
Sencillamente, somos una excusa conveniente para que los
arzobispos se lancen a acometer la empresa que ansiaban
desde hacía años. Esto lleva generaciones gestándose…
—Tienes razón, por supuesto. —Morgan espoleó el
corcel, para que fuera al trote, y se puso al lado de su primo
—. Pero eso no hará que podamos explicárselo mejor a
Kelson.
—Él lo comprende… Más interesante aún será su
reacción ante lo que hemos venido averiguando en las
últimas semanas.
No creo que se haya dado cuenta de la inquietud que
reina en esta parte de Gwynedd.
Morgan rió con pesar.
—Tampoco yo. ¿Cuándo crees que llegaremos a Dol
Shaia?
—Después del mediodía. Apostaría por ello.
—¿Ah, sí? —Morgan le lanzó una sonrisa maliciosa—.
Hecho. Ahora, en marcha.
Los dos prosiguieron galopando por el camino del valle
de Jennan, cada vez más deprisa a medida que la luna se
elevaba para iluminar su ruta. No habrían debido
preocuparse por la posibilidad de que se supiese su
identidad. Aunque hubieran dicho la verdad a Malcolm
Donalson y al niño Royston, sencillamente éstos no habrían
podido creer que estuvieran en presencia del dúo infame.
Los duques y los monseñores, deryni o no, jamás andaban
disfrazados con ropas de simples soldados rebeldes, al
servicio de lord Warin, con barba de tres semanas y los
halcones cosidos en el hombro del manto. Eso era todo.
Además, dos herejes deryni nunca se habrían detenido
para socorrer a un soldado rebelde herido. Especialmente, a
uno que, horas atrás, había aniquilado a tantos caballeros
del rey. Nunca se había oído nada semejante.
Así, los dos prosiguieron camino. Al día siguiente, se
reunirían en Dol Shaia con su joven rey deryni.
II
Tus principes son rebeldes y compañeros de ladrones…
Isaías, 1:23

El joven de cabello negro como la noche descansaba


serenamente sobre una banqueta de campaña. Tenía un
escudo en forma de cometa equilibrado entre las piernas,
cara abajo, y sostenido sobre el borde de la cama cubierta
de terciopelo. Sus dedos delgados trabajaban con lentitud y
tesón. Tejían un tiento de cuero alrededor del asa. Largas y
tupidas pestañas enmarcaban sus ojos grises.
Pero la mente del joven no estaba puesta en la labor
que lo mantenía ocupado. Tampoco recordaba el adorno de
exquisita factura que lucía el escudo en el dorso: el León
Real de Gwynedd, esplendente de oro y carmesí bajo la
cubierta de lona. No parecía tener presentes las alfombras
de Kheldish, de valor incalculable, que se extendían bajo sus
botas polvorientas ni el espadón de empuñadura engastada
de joyas que pendía, alerta, en su sencilla vaina de cuero.
El joven que trabajaba solo en su tienda de Dol Shaia
era Kelson Haldane, hijo del fallecido rey Brion. Kelson,
quien, con poco más de catorce años, era monarca de
Gwynedd y regía por propio derecho sobre varios ducados y
baronías de menor importancia. En ese momento, también
era un joven preocupado.
Kelson lanzó una mirada hacia la cortina de la tienda y
frunció el ceño. Estaba corrida para que el rey gozara de
intimidad, pero había suficiente espacio entre los bordes
para advertir que la tarde se escurría deprisa. Fuera, se oía
el paso medido de los centinelas que hacían guardia ante su
tienda, el rumor de los estandartes de seda que aleteaban
bajo la brisa, el relincho y el resoplido de los inmensos
corceles de guerra que tironeaban de sus cuerdas cerca de
allí, bajo los árboles. Regresó a su tarea con resignación.
Trabajó en silencio unos minutos más, y luego levantó al
vista con aprensión al ver que alguien apartaba la cortina de
su tienda. Entró un hombre vestido con malla y manto azul.
Los ojos del rey se encendieron de alegría.
—¡Derry!
Al oír su nombre, el joven esbozó una reverencia
informal, fue hasta el lecho real y se sentó en el borde. No
era mucho mayor que Kelson. Tendría unos veinticinco años,
quizá, pero, bajo los mechones de cabello castaño y
recortado, sus ojos azules lo miraron con gravedad. En sus
dedos callosos tomó un tiento estrecho de cuero. Lo posó
sobre el escudo con un gesto de asentimiento, mientras
observaba la labor de Kelson.
—Podría haberlo hecho por vos, Majestad. Reparar la
armadura no es tarea de un rey.
Kelson se encogió de hombros y tiró del tiento. Luego,
refiló los bordes del cuero con una daga bañada en plata.
—Esta tarde no tenía nada mejor que hacer. Si estuviera
cumpliendo la función propia de un rey, a estas alturas ya
estaría en Corwyn, sofocando la revuelta de Warin y
obligando a los arzobispos a dirimir su contienda absurda.
Deslizó los dedos por el asa del escudo y devolvió la
daga a la vaina, con un suspiro.
—Pero Alaric me dice que no lo haga, al menos todavía.
Y, así, espero, aguardo a que llegue el momento e intento
cultivar la paciencia que él quisiera ver en mí. —Arrojó el
escudo en la cama y reposó ligeramente las manos sobre
las rodillas—. También intento contenerme y no hacerte las
preguntas que, supongo, no querrás responder. Sólo que ha
llegado la hora de que te las formule. ¿Cuál fue el precio del
valle de Jennan, Derry?
Había sido un precio muy alto. De los treinta que
partieran al lado de Nigel, dos días atrás, había regresado
apenas un puñado. Los restos de la patrulla de Nigel habían
regresado esa mañana a Dol Shaia, cojeando, irritados y con
los pies doloridos.
De los que llegaron, varios murieron antes del mediodía.
Y, además de las numerosas pérdidas, el valle de Jennan
había causado una grave afrenta a la moral de la tropa. Los
catorce años de Kelson pendían gravemente sobre el rey
mientras escuchaba el relato.
—Peor de lo que temía —murmuró Kelson por fin,
cuando se hubo enterado del más pequeño detalle—.
Primero, los arzobispos y su odio a los deryni y, luego, este
fanático Warin de Grey… ¡Y el pueblo lo apoya, Derry!
¡Aunque pudiera detener a Warin y reconciliarme con los
arzobispos, jamás podría derrotar a un ducado entero!
Lord Sean Derry meneó la cabeza enfáticamente.
—Creo que juzgáis mal la influencia de Warin, Majestad.
Su atracción es poderosa cuando está cerca y, tras unos
pocos milagros, la gente se vuelca de su lado, pero la
tradición de lealtad a los reyes es más antigua y, creo, más
fuerte que el influjo de un profeta advenedizo;
especialmente, cuando éste propone la guerra santa.
Cuando Warin sea sofocado y los labriegos ya no tengan a
su adalid, el ímpetu decaerá. El error fatal de Warin fue fijar
su residencia en Coroth, junto a los arzobispos. Ahora se le
considera un seguidor de la Curia.
—Aún queda la cuestión del Interdicto —agregó Kelson,
con dudas—. ¿Crees que el pueblo lo olvidará tan
fácilmente?
Derry lanzó una sonrisa optimista.
—Nuestros informes indican que, en las zonas rurales,
los rebeldes están desguarnecidos y que su orden interno es
endeble, Majestad. ¡Cuando tengan que enfrentarse a la
realidad de nuestro ejército real en medio de sus territorios,
se dispersarán como ratas!
—No he oído que hicieran eso en el valle de Jennan —
replicó Kelson, con desdén—. En realidad, todavía no
comprendo cómo esos campesinos mal armados pudieron
tomar por sorpresa a toda una partida. ¿Dónde está mi tío
Nigel? Quisiera escuchar su explicación de lo sucedido.
—Tratad de tener paciencia con él, Majestad —repuso
Derry, bajando los ojos con aprensión—. Desde que llegó
esta mañana, ha estado con los cirujanos y con los heridos.
Sólo una hora atrás, pude persuadirlo de que permitiera a
los médicos examinar sus propias heridas.
—¿Está herido? —los ojos del rey se nublaron con
aflicción—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Es grave?
—No, Majestad. Me pidió que no os lo contase. Tiene un
brazo herido a la altura del hombro izquierdo y algunas
magulladuras y cortes superficiales. Pero habría muerto
antes que perder a esos hombres.
Kelson frunció la boca, con una mueca de preocupación,
y se obligó a sonreír con pesar.
—Lo sé. No es culpa suya.
—Entonces, recordádselo, Majestad —comentó Derry en
voz baja—. Siente que ha fracasado ante vos.
—Nigel jamás me fallaría. Él no.
El joven rey se puso en pie y flexionó los hombros, con
gestos cansados. Llevó el cuello hacia atrás para que la
cabeza mirara al techo de la tienda. El cabello lacio y negro,
muy corto en épocas de batalla, le caía desordenadamente.
Al dirigirse a Derry, lo acomodó con los dedos.
—¿Qué más se sabe de los Tres Ejércitos del norte?
Derry se puso de pie con atención.
—Poco que no hayáis oído ya. El duque de Claibourne
informa de que podría contener el acceso por el Cañón de
Arranal indefinidamente, en tanto no lo ataquen
simultáneamente por el sur. Su Excelencia estima que
Wencit lanzará su ofensiva principal más al sur,
probablemente por el Paso de Cardosa. En Arranal sólo hay
preparada una fuerza simbólica.
Kelson asintió lentamente y se sacudió de la túnica las
rebabas de cuero. Fue hasta una mesa de campaña
rebosante de mapas.
—¿Del duque Jared o de Bran Coris no se sabe nada?
—Nada, Majestad.
Kelson tomó un calibrador y suspiró. Mordisqueó un
extremo del instrumento, con aire reflexivo.
—¿Supones que pueden tener problemas? ¿Y si los
deshielos de primavera han terminado antes de lo que
previmos? ¿Y si ya hubieran terminado? Por lo que sabemos,
Wencit podría estar abatiéndose sobre Eastmarch.
—Nos habríamos enterado, Majestad. Al menos, un
mensajero habría llegado hasta aquí.
—¿Estás seguro? Yo me lo pregunto.
El rey escrutó el mapa que tenía ante sí durante varios
minutos. Sus ojos grises se entrecerraron al considerar sus
posibles estrategias al menos por centésima vez. Abrió el
calibrador y midió varias distancias, calculó nuevamente sus
cifras originales y se detuvo a considerar nuevamente las
posibilidades. Sólo confirmó lo que ya sabía.
—Derry —indicó al joven lord que se acercara, mientras
él se inclinaba sobre los mapas—. Vuelve a contarme lo que
lord Perris te dijo sobre este camino. —Usó uno de los
brazos del calibrador para trazar una línea sinuosa y
delgada, que serpenteó a través de las laderas occidentales
de la cadena montañosa que dividía a Gwynedd de Torenth
—. Si este camino pudiera atravesarse tan sólo una semana
antes, podríamos…
El análisis fue interrumpido por el sonoro galope de un
caballo que cesó bruscamente ante la tienda del rey,
seguido de la entrada intempestiva de un centinela con
capa roja. El hombre esbozó un saludo apresurado al ver
que Kelson se giraba alarmado y Derry se irguió alerta,
dispuesto a proteger a su rey ante el menor peligro.
—Majestad, el general Morgan y el padre McLain vienen
de camino. ¡Acaban de trasponer el puesto de guardia
oriental!
Con una muda exclamación de regocijo, Kelson dejó
caer el calibrador y salió disparado hacia la entrada. En su
arrojo, casi sentó al guardia de un empellón. Cuando Derry y
él se asomaron al sol, un par de jinetes con ropas de cuero
tiraban de las riendas ante el pabellón real y desmontaban
en una nube de polvo. Bajo los sencillos cascos de metal,
sólo se veían anchas sonrisas y barbas desgreñadas. Los
mantos grises y las insignias con el halcón del día anterior
habían desaparecido; pero, cuando se quitaron los yelmos
polvorientos, no hubo forma de confundir la cabellera, rubia
como el oro, de Alaric Morgan ni el pelo castaño de Duncan
McLain.
—¡Morgan! ¡Padre Duncan! ¿Dónde habéis estado? —
Kelson se detuvo con un gesto de ligero enfado mientras los
dos se sacudían el polvo interminable de los atuendos de
montar.
—Lo siento, príncipe —se rió Morgan. Quitó el polvo del
casco y sacudió la cabellera para librarla de más polvo—.
¡Por San Miguel y por todos los santos! ¡Qué tiempo seco,
eh! ¿Por qué elegiste Dol Shaia para acampar?
Kelson cruzó los brazos sobre el pecho y trató de
contener una sonrisa, sin éxito.
—Si mal no recuerdo, fue un tal Alaric Morgan quien dijo
que acampáramos lo más cerca posible de la frontera, sin
que nos vieran. El punto lógico era Dol Shaia. Ahora,
¿queréis decirme por qué tardasteis tanto? Nigel y los
últimos rezagados llegaron a primera hora de la mañana.
Morgan lanzó una mirada de resignación a Duncan,
rodeó a Kelson por los hombros con un brazo, en gesto de
camaradería, y comenzó a llevarlo hacia la tienda.
—¿Qué te parece si conversamos de ello con un poco de
comida delante, príncipe? —Le hizo señas a Derry para que
se ocupara de las viandas—. Y, si alguien avisara a Nigel y a
sus capitanes, informaría a todo el mundo al mismo tiempo.
No tengo deseos ni tiempo de repetir esto más de una vez.
Dentro, Morgan se dejó caer en una silla de campaña, al
lado de la mesa, y, con un gruñido, puso las botas sobre un
taburete. Dejó que su casco fuese a parar al suelo a su lado.
Duncan, algo más respetuoso con las formas, aguardó a que
Kelson se sentara en una silla más mullida y, entonces,
ocupó un banco de campaña al lado de Morgan. Dejó el
casco sobre la alfombra.
—Estáis horribles —comentó Kelson, después de
examinarlos con la mirada—. Ambos. Jamás os había visto
con barba…
Duncan sonrió y se reclinó en la silla. Estiró el cuerpo y
entrelazó los dedos por detrás de la nuca.
—Es cierto, príncipe. Pero tendréis que admitir que
burlamos a los rebeldes. Hasta Alaric, con sus modos
descarados y su cabellera escandalosamente rubia, pudo
pasar por un simple soldado cuando tuvo que hacer su
papel. Y nuestras dos semanas de andar cabalgando en
uniformes rebeldes fueron brillantes…
—Y peligrosas… —agregó Nigel. Había entrado con tres
de sus capitanes, enfundados en mantos escarlata, y, tras
indicarles que se dispusieran alrededor de la mesa, se sentó
en una silla de campaña—. Espero que haya valido la pena.
Nuestra expedición resultó un fracaso.
Morgan se mantuvo serio un instante. Bajó los pies del
taburete y perdió toda la desfachatez, no bien el grupo se
completó. Nigel llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo,
sostenido por un paño de seda negra. En el pómulo derecho
se le veía un cardenal oscuro. Fuera de eso, era la imagen
viviente del extinto rey Brion. Morgan se obligó a apartar el
recuerdo de su mente.
—Lo siento, Nigel. Sé lo que sucedió. De hecho,
estuvimos en valle de Jennan después de la batalla.
Debimos de pasar por allí unas pocas horas después de
vuestra partida.
Nigel gruñó con indiferencia. Morgan comprendió que
tendría que hacer algo para cambiar el clima de la reunión.
—Pero, en otros sentidos, las semanas pasadas fueron
muy ilustrativas —continuó con voz entusiasta—. Alguna de
las informaciones que recogimos en nuestras charlas con los
soldados rebeldes resultaron esclarecedoras, aunque
inútiles estratégicamente. Es sorprendente el número de
rumores y de ideas casi legendarias que circulan entre el
pueblo sobre nosotros.
Cruzó las manos sobre el pecho y se reclinó en la silla,
con una débil sonrisa.
—¿Sabíais, por ejemplo, que yo tengo garras en lugar de
pies? —Extendió las piernas por delante y se miró las botas,
con aire pensativo, mientras los ojos de los demás lo
seguían—. Desde luego, pocos han visto mis pies sin
calzado. Y mucho menos los labriegos. ¿Os suponéis que
pudiera ser cierto?
Kelson sonrió, pese a sí mismo.
—Bromeas. ¿Quién podría creer semejante tontería?
—¿Habéis visto a Alaric sin calzado alguna vez,
Majestad? —inquirió Duncan con aire intrigante.
En ese momento, entraba Derry con una bandeja,
cargada de comida, que ofreció con una sonrisa.
—Yo sí le he visto los pies, Majestad —dijo, mientras
Morgan pinchaba un trozo de carne con la daga y tomaba
una hogaza de pan—. Y, por mucho que pueda pensar la
gente, os aseguro que no tiene pezuñas y ni siquiera un
dedo de más.
Morgan saludó a Derry con la carne trinchada. Dio un
mordisco, y lanzó una mirada inquisitiva hacia Kelson y
Nigel. El príncipe había vuelto a ser el mismo. Reclinado en
su silla, sonreía débilmente: sabía lo que Morgan había
intentado lograr y le agradeció que hubiera triunfado en su
propósito. Kelson, algo azorado por la conversación, paseó
la mirada de uno a otro unos segundos, hasta que advirtió
por fin que estaban tomándole el pelo. Meneó la cabeza y
sonrió afablemente.
—¡Garras y pezuñas! —suspiró con desdén—. Morgan,
por un instante creí que hablabais en serio.
—No se puede trabajar eternamente bajo tensión,
Majestad —Morgan se encogió de hombros—. Ahora bien,
¿qué noticias ha habido desde que partimos? ¿Qué ha
pasado para que estéis con semejante cara?
Kelson se encogió de hombros.
—En realidad, supongo que nada nuevo. Tal vez por eso
me siento tan inquieto. Sigo tratando de decidir el mejor
modo de acabar con esta contienda interminable y eso nos
lleva a la cuestión original de cómo reconciliarme
honorablemente con mi clero y con mis subditos rebeldes.
Duncan empujó el último resto de carne con un buen
trago de vino y asintió en dirección a Kelson.
—En los días pasados, hemos dedicado largas horas a
considerar esa cuestión, príncipe. Y hemos llegado a la
conclusión de que el abordaje más racional sería, en primer
lugar, intentar una reconciliación con los seis obispos
rebeldes de Dhassa. Quieren ayudarte, su disputa es sólo
conmigo y con Alaric. Tú no estás involucrado.
—Es cierto. Si pudieras conseguir que te restituyeran en
tu oficio formalmente y que los cargos que la Curia formuló
contra ti fueran retirados, podría aceptar su ayuda sin
pensar en que pongo en riesgo su honor. Hasta ahora ni
siquiera he querido comunicarme con ellos precisamente
por esta razón. Si se han mantenido fíeles a mí, es porque
soy el rey y tal vez porque me conocen y se fían de mí
personalmente. Al menos, el obispo Arilan.
Morgan limpió la hoja de la daga contra la bota y la
devolvió a su vaina.
—Es cierto, príncipe. Por esta razón hemos considerado
esta posibilidad muy seriamente antes de analizarla aquí
contigo. Sea cual sea nuestra línea de acción, no queremos
poner en juego la confianza que los Seis de Dhassa han
depositado en ti.
—Sin embargo, proponéis ir a Dhassa e intentar una
reconciliación —objetó el rey—. Supongamos que no tenéis
éxito. ¿Y si los Seis no se dejan persuadir?
—Creo poder tranquilizarte al respecto, Majestad —dijo
Duncan—. Si recordáis, estuve con el obispo Arilan durante
varíos años. Lo conozco muy bien. Creo que él nos tratará
con justicia y que, al hacerlo, convencerá a sus camaradas
de que se comporten de igual modo.
—Ya quisiera yo tener la misma certeza…
Kelson tamborileó con los dedos sobre el brazo de la
silla y, luego, cruzó las manos sobre el regazo.
—De modo que os entregaríais a merced de los obispos
por la confianza que tenéis en un solo hombre. —Levantó la
vista severamente—. Sin embargo, lo cierto es que sois
culpables de los cargos por los que fuisteis excomulgados.
No hay forma de negar los sucesos de San Torin. Sin duda,
hubo circunstancias atenuantes y, con suerte, la ley
canónica respaldará vuestra defensa, al menos en las
cuestiones centrales. Pero ¿si fracasáis? ¿Si la excomunión
sigue en pie? ¿Qué sucederá entonces? ¿Creéis que los Seis
os dejarán marcharos de allí?
Se oyó un rumor de voces fuera de la tienda. Parecía ser
un altercado de cierto tenor. Kelson se detuvo para mirar en
dirección a la entrada y, en ese momento, un centinela
apartó la cortina para entrar.
—Majestad, el obispo Istelyn desea veros. Insiste en que
no puede esperar.
Kelson frunció el ceño.
—Que pase.
Cuando el guardia regresó a la intemperie, Kelson miró
rápidamente los rostros de los nobles, en especial, los de
Morgan y Duncan. Istelyn era uno de los doce obispos
itinerantes de Gwynedd y no había estado presente en
Dhassa cuando la Curia se dividió, el invierno anterior.
Pero Istelyn, al tener noticia de los acontecimientos de
Dhassa, se declaró de parte de Arilan, Cardiel y el resto de
los Seis. Semanas atrás, se había presentado en el
campamento de Kelson, en la frontera de Corwyn, para
servir allí en calidad de obispo itinerante. Era un prelado
sobrio y de buen talante y no se mostraba inclinado a hacer
alarde de su poder eclesiástico. Jamás se habría inmiscuido
en una reunión real si no hubiera tenido imperiosos motivos.
El rostro de Kelson dejó traslucir su ansiedad cuando el
obispo ingresó a través de la cortina abierta. Llevaba un
pergamino en la mano y una expresión tenebrosa en el
semblante.
—Majestad… —dijo Istelyn, con una grave inclinación de
cabeza.
—Milord obispo… —replicó Kelson. Se puso lentamente
de pie y el resto lo acompañó.
Istelyn paseó la mirada por los presentes y saludó con
reverencias. Kelson les indicó al resto de sus hombres que
podían sentarse.
—Infiero que no traéis buenas noticias, milord —
murmuró el rey, sin apartar la mirada de Istelyn.
—Inferís correctamente, Majestad.
El obispo avanzó unos pasos hasta Kelson y le extendió
el pergamino que llevaba en la mano.
—Lamento portar estas nuevas, pero entiendo que
debíais tener conocimiento.
Kelson tomó los pliegos de sus dedos fríos. Istelyn se
inclinó y retrocedió unos pasos; no deseaba sostener la
mirada del joven monarca. Con un vahído en la boca del
estómago, Kelson recorrió con la vista la primera hoja y, al
leer, sus labios se apretaron en una fina línea blanca. Por un
instante, sus ojos grises se cubrieron de frialdad, cuando se
posaron sobre el familiar sello que remataba la escritura al
pie, y saltaron a la segunda página sin detenerse más. Leyó
con el rostro demudado y, con notorio control de sus
emociones, contuvo las manos para que no estrujaran el
pergamino allí mismo. Los gélidos ojos Haldane cayeron
sobre la carta, velados por las tupidas pestañas, mientras
sus manos la convertían en un rollo. Habló sin retirar la vista
de las hojas.
—Dejadme, por favor. Todos… —su voz sonó helada y
mortal. ¿Quién podría desobedecerlo?—. Istelyn, no habléis
a nadie de esto hasta que os dé permiso. ¿Comprendido?
Istelyn se detuvo ante la puerta, para inclinarse en
reverencia.
—Desde luego, Majestad.
—Gracias. Morgan, padre Duncan, quedaos.
Ambos se detuvieron junto a los demás ante la cortina
de la entrada. Cambiaron miradas de inquietud, antes de
volverse para enfrentar a su enigmático rey. Kelson estaba
vuelto de espaldas y se mecía ligeramente sobre las puntas
de los pies, mientras golpeteaba el rollo de pergamino
contra la palma de la mano izquierda. Morgan y Duncan
regresaron a sus lugares para aguardar la palabra del rey,
pero, cuando Nigel intentó quedarse con ellos, Duncan
meneó la cabeza y lo hizo desistir con un gesto de la mano.
Morgan también le indicó que se marchara y, así, tras
encogerse de hombros con resignación, Nigel giró sobre los
talones y se unió al resto de la comitiva que se marchaba.
Entonces, los tres quedaron a solas entre las paredes de
lona azul.
—¿Ya se fueron todos? —murmuró Kelson.
No se había movido durante el ligero cambio de
indicaciones con Nigel; sólo se oía el golpeteo del
pergamino contra la mano y la respiración controlada del
rey.
Duncan enarcó una ceja en dirección a Morgan y volvió
a mirar al joven.
—Sí, Majestad, se han ido. ¿Qué sucede?
Kelson giró sobre los talones y los midió con los ojos. La
gris mirada de los Haldane centelleaba con una furia que no
habían visto desde las épocas de Brion. Aplastó los
pergaminos y los arrojó al suelo, con repugnancia.
—Vamos. Leedlos —estalló, y se lanzó boca abajo sobre
la cama real. Descargó un puño en el colchón con todas sus
fuerzas—. Malditos sean, tres veces malditos, y que caigan
en la perdición. ¿Qué haremos? ¡Dios mío, con esto nos
destruirán!
Morgan miró a Duncan, estupefacto. Fue hasta la cama,
preocupado, mientras Duncan recogía los documentos
arrugados.
—¡Kelson! ¿Qué ocurre? Dinos qué ha sucedido. ¿Estás
bien?
Con un suspiro, Kelson rodó para incorporarse sobre los
codos y los miró con aire algo más aplacado. Su furia había
quedado reducida a un rescoldo frío.
—Perdonadme. No debíais haber visto semejante
muestra de ira. —Se tendió en la cama y miró el techo de la
tienda—. Soy un monarca. No tendría que haberme
mostrado así. Es un error por mi parte, lo sé.
—¿Y qué nos dices del error de los documentos? —lo
urgió Morgan. Lanzó una mirada a Duncan, que recorría las
palabras con rostro sereno—. Vamos, dinos qué ha pasado.
—Que me han excomulgado, eso es lo que ha pasado
replicó Kelson en tono tranquilo—. Y, por si no bastara con
ello, todo mi reino ha quedado bajo Interdicto. Todo aquel
que continúe rindiéndome lealtad será igualmente
excomulgado.
—¿Eso es todo? —Morgan exhaló un profundo suspiro.
Hizo señas a Duncan para que trajera los documentos—. Por
tu reacción, pensé que se trataba de noticias realmente
desastrosas.
Kelson se sentó erguido sobre la cama.
—¿Eso es todo? —repitió, incrédulo—. Morgan, parece
que no has comprendido. Padre Duncan, explícaselo. Me han
excomulgado y todo aquel que perrmnezca a mi lado
correrá igual suerte! ¡Gwynedd está bajo Interdicto!
Duncan dobló el pergamino por la mitad y planchó el
pliegue con la uña antes de arrojarlo a la cama.
—No tiene valor, príncipe.
—¿Qué?
—Que no tiene valor —repitió serenamente—. Los once
obispos reunidos en cónclave en Coroth aún no han sumado
otra nueva firma. En nuestra ley canónica, es un requisito
tan férreamente establecido como los dogmas de fe. Los
once de Coroth no pueden condenarte a ti ni a nadie hasta
que no hayan llegado a los doce miembros.
—¡No son doce aún! ¡Pero, por Dios, cómo pude haberlo
olvidado! —Kelson reptó sobre la cama y tomó la carta
arrugada.
Morgan sonrió y regresó a su silla, donde lo aguardaba
media copa de vino.
—Es comprensible, príncipe. No estás acostumbrado al
anatema como nosotros. Recuerda, ya llevamos tres meses
excomulgados con todo el rigor de la ley y nada puede
espantarnos, lo cual nos devuelve a nuestra conversación
original.
—Sí, claro.
Kelson se puso de pie y regresó a su silla. Miró los
documentos que tenía en la mano y meneó la cabeza.
Duncan también volvió al círculo y se sentó. Mientras Kelson
por fin dejaba la carta a un lado, Duncan se dispuso a dar
cuenta de una manzana pequeña.
—Entonces, si deduzco correctamente, todo esto hace
más urgente aún vuestra visita a Dhassa. ¿Es así?
—Así es, príncipe —convino Morgan.
—Pero suponed que los compañeros de Arilan deciden
no apoyarlo. Son nuestra única esperanza de reconciliación
con el resto del clero, Morgan, y, si nos niegan su apoyo,
especialmente ahora que se proponen excomulgarme y
decretar el Interdicto, jamás haremos que Loris y Corrigan
nos escuchen.
Morgan unió las puntas de los índices y los posó sobre
los dientes un instante. Después, miró a Duncan. El
sacerdote no había abandonado su posición de calma y
parecía mordisquear concentradamente un trozo de
manzana, pero Morgan sabía que estaba pensando en lo
mismo. A menos que pudieran llegar a un acuerdo con Loris
y Corrigan, ejes de la hostilidad clerical contra Duncan y él
mismo, Gwynedd estaba condenado. Cuando los deshielos
concluyeran, Wencit de Torenth se abatiría sobre Gwynedd
por los llanos de Rheljan y se instalaría en Alto Cardosa. Si
en el sur había facciones en lucha y si no aparecían
refuerzos, sería relativamente sencillo atravesar los Tres
Ejércitos y destruirlos a voluntad. La controversia debía
resolverse en Corwyn y pronto.
Morgan se revolvió en la silla y recogió el casco del
suelo.
—Haremos lo que podamos, príncipe. Mientras tanto,
¿cuáles serán tus planes durante nuestra ausencia? Sé que
esta inactividad debe de estar destruyéndote.
Kelson estudió el rubí que llevaba en el índice y sacudió
la cabeza.
—Así es. —Levantó la vista y logró esbozar una sonrisa
—. Pero, por ahora, tendré que lidiar con mi impaciencia y
permanecer en mi lugar, ¿no crees? ¿Avisaréis no bien
hayáis llegado a un acuerdo con los Seis de Dhassa?
—Seguro. ¿Recuerdas dónde habíamos decidido
encontrarnos?
—Sí. Quisiera enviar a Derry rumbo al norte con
vosotros, parte del trayecto, si no os molesta. Necesito
tener noticias de los Tres Ejércitos.
—De acuerdo —asintió Morgan, mientras deslizaba los
dedos por la correa que sujetaba el casco al mentón—. Si
quieres, podemos convenir en que te mantengas en
contacto con él por medio del medallón, tal como habíamos
hecho antes. ¿Qué piensas?
—Claro. Tal vez el padre Duncan podría enseñarle y
ocuparse de los preparativos para vuestra partida.
Necesitaréis caballos descansados, provisiones…
—Me encargaré de eso con gusto, Majestad —dijo
Duncan. Vació las últimas gotas de la copa y cogió el casco
antes de ponerse de pie—. También trataré de serenar al
obispo Istelyn.
Kelson miró la entrada de la tienda largo rato después
de que Duncan se marchara, y, luego, volvió a mirar a
Morgan. Estudió la figura alta y esbelta que descansaba en
la silla y los ojos grises y penetrantes que lo examinaban del
mismo modo. Se miró las manos y se sorprendió al
descubrir que le temblaban. Entrelazó los dedos con
irritación.
—Hum…, ¿cuánto crees que tardaréis hasta llegar
donde los obispos y cumplir vuestro cometido, Alaric?
Necesitaré… saber cuándo marchar con mi ejército para
encontrarme con vosotros.
Morgan sonrió y se llevó la mano al estuche de cuero
que colgaba de su cinto.
—Llevo el Sello del León que me diste, príncipe. Soy tu
paladín y he jurado protegerte.
—¡No es eso lo que te he preguntado y tú lo sabes! —
estalló Keíson, al tiempo que se levantaba para ponerse a
pasear nerviosamente por la tienda—. ¡Vais a arrojaros a la
misericordia de un puñado de obispos, que lo mismo
pueden cortaros el cuello que haceros caso, y tú me sales
con que eres mi paladín y que has jurado protegerme! ¡Vete
al diablo, Morgan! Lo que yo quiero saber es lo que piensas
realmente de esto. ¿Voy a tener que deletreártelo? ¡Quiero
saber si te fías de Arilan y de Cardiel!
Los ojos de Morgan habían seguido al joven rey. Cuando
el monarca se detuvo detrás de una silla y posó ambas
manos sobre el respaldo, el general lo recorrió con la mirada
de pies a cabeza. Kelson lo contempló con inteligencia,
aprensión y un ligero enfado. Morgan contuvo la sonrisa.
Kelson gobernaba por propio derecho y conservaba el trono
con poderes tan poderosos como los del mismo Morgan,
pero seguía siendo un niño en muchos sentidos. Sus modos
intempestivos divertían al general en ocasiones como ésa.
Pero Morgan también tenía el tino suficiente para saber
cuándo el rey hablaba en serio, como en épocas de su
extinto padre Brion. Y estaba ante una de esas situaciones.
Dejó que la mirada se posara sobre el casco que sostenía en
el regazo y volvió a mirar a Kelson a los ojos.
—He hablado una sola vez con Arilan, príncipe, y nunca
con Cardiel; pero, por lo que veo, son nuestra única
esperanza. Arilan siempre ha parecido estar de nuestro
lado; durante la coronación se mantuvo de tu parte y no
intervino, aunque debió debio sospechar que había magia
en juego. También me han dicho que él y Cardiel fueron
nuestros más férreos defensores cuando estalló la crisis de
la Curia a raíz del Interdicto. Opino que no tenemos más
opción que fiarnos de ellos.
—Pero meteros en Dhassa, cuando sabéis que vuestras
cabezas tienen precio… —comenzó Kelson.
—¿Realmente crees que nos reconocerían? —Morgan se
rió con sorna—. Mírame. ¿Cuándo he llevado barba o he
vestido ropas de campesino o he estado siquiera en Dhassa,
para el caso? ¿Yo, Alaric Morgan? ¿Y qué excomulgado
fugitivo en su sano juicio consideraría internarse en el
corazón de la ciudad más santa de Gwynedd, cuando sabe
que todos los habitantes de la región lo están buscando?
—Alaric Morgan lo haría —suspiró Kelson con
resignación—. Pero supongamos que llegáis a Dhassa y
conseguís entrar en el palacio episcopal sin ser
descubiertos. ¿Y entonces? Jamás habéis estado allí. Para
empezar, ¿cómo reconoceréis a Arilan y a Cardiel? Si os
capturan antes de que podáis llegar a ellos, ¿qué haréis?
Supongamos que un centinela, celoso de su deber, decide
quedarse con toda la gloria y os mata antes de llevaros
siquiera ante los obispos.
Morgan sonrió y rodeó el casco con los brazos en un
gesto complaciente.
—Olvidas una cosa, príncipe. Somos deryni. La última
vez que tuve noticias, seguía siendo un factor nada
desdeñable.
Kelson contempló a Morgan con la boca abierta un
instante y, luego, echó la cabeza atrás con una risotada
franca. Volvió a sentarse.
—Ay, Morgan, eres demasiado hábil para mí, ¿lo sabías?
Sin sermones, has sabido decirle a tu rey que se ha estado
comportando como un necio, sin que pueda enojarme
contigo por ello. Creo que lo logras dejándome farfullar sin
cesar hasta que no me queda más remedio que ver mi
propia ridiculez. ¿Por qué?
—¿Por qué divagas sin cesar, príncipe? ¿O por qué te
dejo hacerlo?
Kelson sonrió.
—Sabes a qué me refiero.
Morgan se puso de pie y se quitó el polvo de las ropas.
Limpió la parte delantera del casco con una manga y
repuso:
—Eres joven y tienes la curiosidad natural que cabe a
tus años, aunque no la experiencia que sólo la madurez
puede otorgar, príncipe —comenzó, serenamente—. Por eso
farfullas sin poder detenerte. Con respecto a por qué te lo
permito… —Lo pensó un momento—. Te dejo porque es la
mejor cura que conozco para la ansiedad: dejar que los
miedos salgan a la luz para enfrentarlos de una vez. Cuando
uno descubre cuáles son los temores ridículos y cuáles los
verdaderos peligros, está en camino de vencerlos a ambos.
¿Conforme?
—Conforme —replicó Kelson. Se puso de pie y
acompañó a Morgan hasta la salida—. Pero tendrás cuidado,
¿verdad?
La pregunta concluyó en una nota dubitativa.
—Por mi honor, Majestad, lo juro.
III
Éste habitará en las alturas, fortaleza de rocas será su
lugar de acogimiento, se le dará su pan y sus aguas serán
ciertas.
Isaías, 33:16

Sobre la planicie que corría debajo de Cardosa, el


ejército de Bran Coris, conde de Marley, llevaba un mes
apostado. Los hombres de Marley eran dos mil soldados
robustos y férreamente leales a su joven comandante. Hacía
una semana que aguardaban junto al deshielo caudaloso,
en tiendas que formaban filas por orden de rango sobre el
llano anegado. Ansiaban la hora en que los deshielos
cesaran, mas temían el momento en que Wencit de Torenth
enviara a sus hombres, como a una manada, por el
desfiladero de Cardosa.
Se decía que los soldados de Wencit sabían pelear con
magia, lo que aterrorizaba a la tropa que esperaba; pero,
aun así, los hombres de Marley permanecerían junto al
joven conde a pesar del peligro que corrían, a pesar de la
muerte casi cierta. Lord Bran era un buen táctico y un jefe
carismático. Además, siempre había sido extremadamente
generoso con quienes le seguían. No había ninguna razón
para creer que la campaña de Cardosa fuera a cambiar la
habitual recompensa a la lealtad. Y, a la larga, ¿qué más
podía pedir un soldado, sino lealtad y un jefe a quien poder
respetar?
La mañana acababa de asomar y la tropa llevaba dos
horas despierta. Lord Bran, vestido con una sencilla túnica
azul militar, se apoyaba contra uno de los palos que
sostenían el pabellón de su tienda y bebía un tazón de vino
caliente mientras recorría las montañas bajo el tibio sol de
la mañana. Sus ojos color miel se entrecerraron ligeramente
en un intento de atravesar la bruma. La atractiva boca tenía
un gesto que delataba su pertinacia y su determinación.
Enganchó el pulgar en el cinto, engastado de joyas, que
lucía en la cintura y bebió el vino, sumido en pensamientos
inescrutables.
—¿Alguna orden especial para la jornada, milord?
Quien hablaba era el barón Campbell, antiguo vasallo de
la familia del conde. Al acercarse, con el casco sujeto bajo
un brazo, se enderezó la insignia de oro y azur que llevaba
en el hombro, con deliberada indiferencia.
Bran meneó la cabeza.
—¿Algún cambio en el torrente del río esta mañana?
—Nuestras lecturas se aproximan al metro cincuenta
incluso en los vados. Y hay hoyos que podrían tragar a un
hombre montado sin dejar rastros. Dudo que el rey de
Torenth baje de sus montañas en un día como hoy.
Bran agitó el vino que tenía en la mano y dio otro sorbo.
Asintió.
—Entonces, procederemos como de costumbre:
patrullas regulares y vigías en los perímetros occidentales y
una guardia mínima en el resto del campamento. Y que el
armero venga a verme por la mañana, ¿de acuerdo? La
empuñadura de mi nuevo arco todavía no está bien
equilibrada.
—Sí, señor.
Mientras Campbell saludaba y se volvía para cumplir las
órdenes de Bran, otro hombre, con el atuendo gris de
escribano, se acercó desde una tienda vecina, con una pila
de pergaminos en la mano. Bran miró distraídamente en su
dirección y el hombre se inclinó con respeto, antes de
entregarle una pluma marrón al conde.
—Su correspondencia está lista para la firma, milord.
Los mensajeros aguardan sus órdenes.
Bran tomó las cartas, con un ligero gesto de
asentimiento, y las examinó brevemente, con expresión
aburrida en el rostro. Tendió el tazón a otro hombre para
que lo sostuviera mientras él garabateaba su rúbrica al final
de cada página. Cuando terminó, devolvió los documentos
al escribiente, a cambio de su copa, y habría vuelto a
escrutar las montañas con aire ausente de no ser porque el
hombre se aclaraba la garganta con insistencia.
—Ah, milord.
Bran lo miró ligeramente irritado.
—Milord, su carta a la condesa Richenda… ¿Desea
sellarla?
La mirada de Bran se posó sobre el pergamino que el
otro le mostraba y, luego, fue hasta el rostro del hombre,
con un suspiro de hastío. Se quitó un pesado sello de plata
del pulgar y lo dejó caer sobre la palma extendida del
hombre. —Encárgate de ello, ¿quieres, Joseph?
—Sí, milord.
—Mejor aún, entrégala personalmente. Si puedes
convencerla, creo que sería bueno que se trasladara con mi
heredero a un sitio neutral. Dhassa, quizá. Estarían a salvo
con los obispos.
—Muy bien, señor. Partiré de inmediato.
Bran se lo agradeció con un gesto y el amanuense se
retiró con el anillo a buen resguardo. Un hombre, en
uniforme de capitán, se acercó y saludó con una reverencia.
Iba vestido, de cuello a rodillas, con un rústico manto de
lana azul desvaído y una pluma del mismo color aleteaba
sobre el yelmo de acero. Bran sonrió ante el saludo del
hombre y éste le devolvió la sonrisa.
—¿Algún problema que deba conocer, Gwyllim? —
preguntó el conde.
El hombre meneó la cabeza ligeramente y la pluma
tembló otra vez.
—En absoluto, milord. Los hombres del Quinto de
Caballería solicitan el honor de que seáis vos quien pase
revista a su cuerpo. —Miró las montañas que su
comandante había estado escrutando—. En todo caso, será
un espectáculo más edificante que observar esas malditas
montañas.
Bran le dirigió una sonrisa lenta y perezosa.
—Ya lo creo que sí. Pero ten paciencia, amigo mío.
Cuando esta situación de estancamiento termine, habrá
acción de sobra aun para ti. Wencit de Torenth no
permanecerá eternamente en las montañas.
—Ah, en eso sí que tenéis ra…
Gwyllim había vuelto su atención al paso. Se irguió de
pronto y escrutó la bruma, con los ojos entrecerrados. Al ver
el renovado interés de Gwyllim por el paisaje, Bran dirigió
los ojos en la misma dirección y chasqueó los dedos en
dirección a un paje que se había mantenido cerca durante
toda la conversación.
—Eric, mi catalejo. Gwyllim, la alerta. Esta vez puede
ser…
Mientras el niño partía para cumplir el recado del conde,
Gwyllim les hizo señas a varios de sus hombres que
aguardaban no lejos de allí. La voz corrió deprisa. Bran se
protegió los ojos del resplandor y continuó escudriñando la
niebla, pero las imágenes continuaban siendo confusas.
Cierto número de jinetes avanzaba por la pendiente, tal vez
unos doce hombres en brillantes monturas verdes que
refulgían bajo el sol diáfano de la mañana. Los hombres
vestían mantos de opaco tono bermejo. El que iba a la
cabeza de la pequeña columna llevaba un atuendo blanco y
una lanza, de cuya punta pendía, inerte, un estandarte del
mismo color. Bran frunció el ceño y se llevó el catalejo a los
ojos para mirarlos más de cerca.
—Los jinetes llevan el emblema de Torenth —observó en
voz baja, mientras recorría con la vista la columna que se
aproximaba. Gwyllim y Campbell regresaron a su lado—. Y,
en manos del que encabeza el grupo, hay una bandera de
parlamento. Hay otros dos que no visten librea y que tal vez
sean los negociadores…
Bajó el catalejo, miró a los jinetes y le pasó la lente a
Campbell. Fue hasta su tienda, chasqueó los dedos y volvió
a hacer un gesto imperioso.
—Bennett, Graham, llevad una escolta e id a su
encuentro. Respetad la tregua mientras ellos lo hagan, pero
vigiladlos bien. Podría ser un truco.
—Sí, milord.
Mientras el grupo proseguía el descenso por la ladera, la
escolta dispuesta por Bran pasó por delante de su tienda en
un concierto de embocaduras, mallas y arneses de cuero.
Varios de sus nobles y de sus capitanes se acercaron hacia
su tienda. Era evidente que habían dado la alerta: cuando el
conde hablara con los emisarios torentinos, algo habría de
suceder.
A unos trescientos metros del límite del campamento,
los dos grupos se encontraron, bajo el escrutinio de Bran. El
comandante se introdujo en su tienda y, segundos más
tarde, salió con una daga a la cintura y una diadema de
plata sobre la cabeza.
Sus nobles lo rodearon, como exhibición de fuerzas, y el
contingente emisario se aproximó a paso normal, rodeado
por la escolta.
Ahora que los tenía cerca, Bran vio que no se había
equivocado con respecto a los dos nobles. El más
majestuoso de ambos, alto, con un manto negro bordado y
una túnica escarlata, tenía un aire extranjero. Descendió de
su corcel de guerra y avanzó hacia las tropas de Bran.
Llevaba el atuendo húmedo, tras atravesar el desfiladero
anegado, y cuando se quitó el casco de pluma negra de la
cabeza y lo sostuvo bajo el brazo derecho, mostró una
barba prolija y un rostro inescrutable. Llevaba el cabello
largo, negro y recogido en la nuca con un broche de plata y,
en el suntuoso cinto de seda, se veía una daga de plata
reluciente, colocada como al descuido e inclinada para
desenvainar con la mano zurda. No parecía llevar más
armas que ésa.
—Supongo que sois el conde de Marley, a cargo de este
ejército —anunció el hombre en tono ligeramente
condescendiente.
—Así es.
—En tal caso, el mensaje que llevo es para vos, milord
—continuó el hombre. Se inclinó ligeramente desde la
cintura—. Soy Lionel, duque de Arjenol. Sirvo a Su Majestad,
el rey Wencit, quien me ordena transmitiros sus
felicitaciones a vos y los vuestros.
Los ojos de Bran se entrecerraron. Estudió al orador y
enganchó los pulgares por detrás del cinto enjoyado que
llevaba a la cintura.
—He oído hablar de vos, milord. ¿Acaso no sois pariente
del mismo Wencit?
Lionel se inclinó con deferencia y sonrió.
—Tengo ese honor, milord. La que he desposado es
hermana de nuestro amado rey. Espero que responda por
nuestra seguridad mientras estemos en vuestro
campamento, milord.
—No necesitáis temer nada siempre y cuando respetéis
la tregua proclamada por vuestro estandarte. Además de
sus felicitaciones, ¿qué otro mensaje traéis de Wencit?
Los ojos oscuros de Lionel recorrieron los rostros de
Bran y de sus hombres. Se inclinó una vez más:
—Mi lord conde de Marley, Su Serena Majestad Wencit
de Torenth, rey de Torenth, de Tolan y de las Siete las Tribus
del Este, desea el honor de vuestra presencia en su cuartel
temporal, sito en la ciudad de Cardosa. Allí se reunirá con
vos para analizar la posibilidad de un cese de hostilidades y
una retirada mutua de la zona en disputa o quizá alguna
otra solución que Su Excelencia desee sugerir. Su Serena
Majestad no tiene contiendas pendientes con el conde de
Marley y no desea librar batalla con quien estima desde
hace tantos años. Aguarda vuestra respuesta inmediata.
—No vayáis, milord —murmuró Campbell. Dio un paso
hacia Bran, como para protegerlo—. Es un truco.
—No se trata de un truco, milord —repuso Lionel—. Para
que tengáis certeza de la sinceridad de Su Majestad, ha
ordenado que mi escolta y yo permanezcamos aquí como
rehenes hasta que vos regreséis sano y salvo. Si lo deseáis,
podéis llevar a uno de vuestros oficiales y una guardia de
honor de diez hombres. Tendréis la libertad de marchar de
Cardosa y regresar a vuestro campamento en cualquier
momento, no bien consideréis que las conversaciones no
merecen vuestra atención o que van en contra de vuestros
intereses. Creo que el ofrecimiento es más que generoso.
¿No estáis de acuerdo conmigo?
Bran estudió al hombre, con el rostro impertérrito,
durante unos momentos, y luego indicó a Gwyllim y a
Campbell que lo siguieran a la tienda. Allí dentro, las
paredes eran de terciopelo azul y ocre y, sobre alfombras y
sillas, se habían dispuesto lujosas pieles. Bran fue hasta el
centro de la tienda y jugueteó con la empuñadura de la
daga. Se volvió para estudiar los rostros de los dos
capitanes.
—Y bien, ¿qué pensáis? ¿Debo ir?
Los dos cambiaron miradas furtivas. Habló Campbell:
—Con perdón, milord, este asunto no me agrada. ¿Qué
podemos conseguir de semejante conferencia más que una
nueva oportunidad para la traición? Por mucho que diga
este duque Lionel, no creo ni por un minuto que Wencit
piense retirarse. Sin ninguna duda, puede ganar si decide
bajar de las montañas. Sólo es cuestión de cuántos hombres
tendremos que perder para otorgarle la victoria. Y, si usa la
magia…
—Mi fiel Campbell —le cortó Bran, con una sonrisa
lúgubre—, siempre me recuerdas las verdades que preferiría
olvidar. ¿Gwyllim?
El hombre se encogió de hombros bajo el manto de lana
azul.
—Campbell tiene razón en parte, milord. Creo que
hemos sabido desde un principio que no podríamos resistir
mucho tiempo el paso si Wencit decidía bajar. Me pregunto
a qué clase de arreglo piensa llegar… También tiendo a
darle la razón a Campbell en que esto huele a trampa. Dudo
en aconsejaros que vayáis o que os quedéis…
Bran acarició el casco y la cota de malla que había
sobre una silla y dejó que la mano se hundiera en la piel
tendida bajo la armadura.
—¿Quién era el otro hombre que venía con Lionel? El
que permaneció sobre el caballo. ¿Alguno de vosotros lo
conoce?
—Es Merritt de Reider, milord —contestó Campbell—,
dueño de muchísimas tierras al noreste, en la frontera con
Tolan. Me sorprende que Wencit lo haya enviado en una
misión como ésta; especialmente, si planea algo sucio.
—Precisamente, lo que estaba pensando —dijo Bran y
siguió acariciando la piel, con aire ausente y los ojos fijos en
la pared de la tienda—. Se me ocurrió que podría ser una
forma de decirnos que sus intenciones con respecto a esta
conferencia son serias. Tanto, que arriesgaría como rehenes
a un cuñado y a un poderoso aliado para tranquilizarnos. Si
soy realista al medir mi valor, dudo de que Wencit arriesgue
a los dos que envió sólo para capturarme o destruirme. Si
eso quisiera, hay una docena de formas menos peligrosas y
costosas.
Gwyllim se aclaró la garganta, inquieto.
—Milord, ¿habéis considerado la posibilidad de que
Wencit quiera que los rehenes hagan algo en el
campamento cuando vos os hayáis ido? Si son deryni, por
ejemplo, nadie puede calcular los daños que podrían
infligirnos. Tal vez algo que no detectemos hasta que vos
hayáis vuelto y ellos vayan camino de su amo.
—Es cierto, milord —convino Campbell—. ¿Y si los
rehenes se lanzan a causar una catástrofe mientras vos no
estáis? ¡No me fío de ellos, señor!
Bran se pasó las manos por el rostro y miró al techo un
instante. Pensó en lo que ambos hombres le decían. Por fin,
se volvió hacia ellos, con un suspiro.
—No puedo razonar contra vuestra lógica. Sin embargo,
algo me dice que, en este caso, no hay traición en juego. Si
Lionel y Merritt son realmente deryni, han tenido tiempo de
sobra para destruirnos. Y, si no lo son, sería insensato
intentar cualquier cosa, rodeados como están. Pero, para
tranquilizaros, podría pedirle a Cordan que preparase una
poderosa droga soporífera, con el fin de dárselo a todo el
contingente que quedará como rehén. Si acceden a esta
precaución, creo que no correría peligro al aceptar esta
conferencia que desea Wencit. Después de todo, sus
acciones requerirán algo de confianza, ¿no estáis de
acuerdo?
Gwyllim meneó la cabeza, dubitativo, y se encogió de
hombros con resignación.
—Sigue siendo un riesgo, señor.
—Pero entiendo que se trata de un riesgo razonable.
Campbell, busca a Cordan y ocúpate de la poción, ¿quieres?
Gwyllim, tú vendrás conmigo a Cardosa. Ayúdame a
colocarme la malla.
Minutos más tarde, Bran y Gwyllim salieron de la tienda
y se dirigieron hacia los emisarios de Torenth, que aún
aguardaban. Bran se había cambiado la túnica por una cota
de malla y un manto azul real. Sobre el peto de cuero, se
veía el emblema de su águila azul. En la garganta y bajo las
cortas mangas del jubón, asomaba la malla brillante y, de
un tahalí de cuero blanco que le cruzaba el pecho, pendía
un espadón con empuñadura de marfil. Gwyllim se detuvo a
su lado, con el casco de pluma azul y los guantes de montar
de Bran en la mano izquierda. Cuando Bran apareció bajo la
luz del sol, sus ojos color miel brillaban de astucia.
—He decidido aceptar la invitación de vuesto rey, mi
lord duque —dijo con ligereza.
Lionel se inclinó y reprimió una sonrisa. Merritt y otros
hombres armados habían desmontado en ausencia de Bran
y se agolpaban a la espalda de Lionel.
—Sin embargo —continuó Bran—, hay varias
condiciones que deseo imponer antes de que partamos a
Cardosa con quien porta vuestro estandarte. No sé si
accederéis a nuestra petición…
Campbell, un hombre armado y otro esbelto, con ropas
de cirujano de campo, se aproximaron alrededor de Bran y
los ojos de Lionel los escrutaron con suspicacia. El médico
llevaba una gran vasija de arcilla con asas a ambos lados.
Merritt se acercó a Lionel y murmuró algo a su oído. Al
volver la atención a Bran, Lionel frunció el ceño.
—Enunciad vuestros términos, milord.
—Confío en que no os ofenderéis ante nuestra
precaución, milord —asintió Bran—, pero debo tener la
certeza de que no incurriréis en conductas indeseadas
mientras me encuentre lejos de mi campamento.
—Lo comprendo.
—Sabía que estaríais de acuerdo. Por lo tanto, para
resguardarme de posibles traiciones mientras vos estéis
aquí y yo no, hice que mi maestre cirujano preparara una
sencilla droga soporífera, que vos, lord Merritt y los guardias
restantes deberéis ingerir antes de mi partida. Como veis,
no tengo modo de conocer vuestro verdadero propósito en
este momento ni puedo leeros la mente. Por lo que yo sé,
hasta podríais ser hechiceros deryni. ¿Accedéis a nuestros
términos?
Al escuchar la propuesta de Bran, el rostro de Lionel se
oscureció. Miró a Merritt y a sus hombres con inquietud
antes de hablar. Parecía que ni a él ni a Merritt les
entusiasmaba la idea de pasar las horas siguientes
drogados en el campamento de Bran, pero negarse a los
términos sería reconocer que no se fiaban de ellos y quizá
que la invitación de Wencit no era lo que parecía.
Obviamente, Lionel había recibido órdenes precisas y
contestó en tono frío y formal al joven conde:
—Perdonad mi demora momentánea, milord, pero no
habíamos previsto estas condiciones. Entendemos vuestra
precaución, por supuesto, y deseamos aseguraros que Su
Majestad no piensa causaros daño por medio de la magia.
Podría haberlo hecho sin poner en riesgo nuestras vidas, si
tal hubiera sido su fin. Sin embargo, debéis comprender que
nosotros, a su vez, mostremos cierta cautela de nuestra
parte. Antes de poder acceder a vuestros términos,
debemos estar convencidos de que tal poción es realmente
la droga somnífera que decís.
—Lo comprendo, claro está —dijo Bran. Con un gesto, le
indicó a su cirujano que se acercara—. Cordan, ¿quién
probará el brebaje para Su Excelencia?
Cordan le dio un codazo a un soldado que tenía a su
lado y dio un paso adelante. Mientras el otro se erguía en
posición de firmes, Cordan hizo una reverencia.
—Este es Stephen de Longueville, milord —murmuró.
Sostenía la vasija de arcilla en las manos firmes y no
apartaba los ojos del rostro de Bran.
—Excelente. Lord duque, ¿os parece aceptable este
hombre?
Lionel meneó la cabeza.
—Vuestro cirujano podría haberlo preparado de
antemano, milord. Si su intención es envenenarnos, podría
haber recibido un antídoto. ¿Podría hacer mi propia
elección?
—Desde luego. Debo pedir que no escojáis a uno de mis
oficiales, ya que necesitaré de sus servicios mientras esté
fuera. Pero cualquiera de los otros estará a vuestra
disposición. Elegid a quien prefiráis con toda libertad.
Lionel tendió el casco a uno de sus hombres, giró sobre
sus talones y volvió hasta los jinetes que rodeaban a su
propia escolta. Escrutó a los hombres con cuidado y, luego,
se acercó a uno de los animales. Puso su mano en la rienda.
El caballo meneó la cabeza y relinchó.
—Este hombre, milord. No hay modo de que haya sido
preparado anticipadamente. Que él pruebe la poción que
nos dará a tomar.
Bran asintió, hizo un breve gesto con la mano y el
hombre descendió del caballo. Cruzó la hierba hacia Bran,
seguido de cerca por Lionel, que lo observaba sin apartar
los ojos de él. Cuando el hombre se quitó el yelmo e intentó
dárselo a uno de sus camaradas que rodeaban al conde,
Lionel se interpuso y tomó el casco con sus propias manos
para tendérselo al otro. El duque no pensaba arriesgarse a
que, sin su conocimiento, algo se le entregara al joven
escogido.
Lionel indicó a Merritt que lo custodiara, fue hasta Bran
y tomó la vasija de arcilla de manos de Cordan. Sus ojos
negros midieron a Bran un largo instante, con el rostro
surcado por la irritación. Entonces, levantó el cuenco a
modo de saludo y se volvió hacia donde Merritt aguardaba
con el soldado. Uno de los hombres de Lionel tomó el
recipiente, lo examinó y olisqueó el contenido con
suspicacia. Sólo entonces, trajeron al soldado de Bran para
que pusiera las manos sobre la vasija. Lionel y Merritt se
situaron a ambos lados del joven para observarlo. Mientras
se disponían a administrarle la pócima, Lionel lanzó una
mirada recelosa a Bran.
—¿Cuál es la dosis requerida?
—Con un trago bastará, Excelencia —replicó Cordan—.
La droga actúa con gran rapidez.
—¿Ah, sí? —murmuró Lionel y volvió su atención al
hombre—. Muy bien, mi buen soldado. Si te atreves, bebe
con ganas. Se dice que tu comandante es un hombre de
palabra. Si lo es, despertarás más tarde. Ahora, bebe.
El hombre, guiado por el que sostenía el cuenco, se
llevó la vasija a los labios y tomó un sorbo. Enarcó las cejas,
al sentir el sabor de la pócima, miró a Lionel y tragó. Tuvo
tiempo de relamerse los labios apreciativamente: Cordan
era célebre por el uso que hacía de los mejores vinos.
Entonces, se desplomó y habría caído al suelo de no ser
porque Lionel y Merritt lo sujetaron por los brazos y lo
posaron en el suelo. Cuando quedó tendido en tierra, estaba
profundamente dormido. No hubo gritos ni sacudidas que
pudieran despertarlo. El que sostenía la vasija pasó el
cuenco a Merritt y examinó al hombre. Miró los párpados
laxos, le buscó el pulso, que latía con firmeza, y asintió a
regañadientes. Lionel se puso lentamente de pie y miró a
Bran, con el rostro tenso, pero resignado.
—Parece que el maestre cirujano es, realmente, muy
hábil, milord. Desde luego, por lo que hemos visto no
podemos desechar que se trate de un veneno de acción
prolongada ni la posibilidad de que nos administren otra
cosa aprovechando nuestro sueño o, incluso, de que nos
maten. Pero la vida está llena de azares, ¿no es cierto? Y Su
Majestad estará esperando vuestra llegada o bien mi
regreso. Ni siquiera yo me atrevo a perpetuar su espera.
—Entonces, ¿aceptaréis mis términos?
—Eso parece —Lionel se inclinó—. Confío en que se nos
permitirá descansar en otro sitio que no sea la tierra
húmeda, como a este incauto amigo. —Miró al guardia y
sonrió sardónicamente—. Cuando regresemos a Cardosa, Su
Majestad se molestará mucho si sabe que mis colegas y yo
tuvimos que dormir en el suelo de tierra.
Bran se inclinó ligeramente, le devolvió a Lionel la
sonrisa sardónica y apartó la cortina de su tienda.
—Pasad, entonces. Dormiréis en mi propio pabellón. No
se dirá que los lores de Gwynedd no sabemos alojar a los
nobles visitantes…
Bran y sus hombres se hicieron a un lado, Lionel insinuó
una reverencia e hizo una seña al resto de su contingente
para que desmontara, antes de conducir a sus hombres a la
tienda. Miró el suntuoso interior con aire de aprobación,
cambió suspiros resignados con Merritt y con algunos de sus
camaradas y escogió las sillas más cómodas del lugar. Se
sentó.
Tras quitarse los guantes y el casco, los dejó a sus pies
en el suelo y se reclinó cómodamente. El cabello largo y
oscuro refulgió bajo la luz que se filtraba por la cortina
abierta. Puso las botas sobre un taburete, para descansar
las piernas, y se acomodó un mechón rebelde de pelo. El
cuchillo titiló desde el cinto con el reflejo de una vela que
trajo un asistente; mientras los hombres se disponían sobre
las pieles, a sus pies, Lionel jugueteó con su empuñadura.
Merritt escogió la silla que había al lado de la de su
camarada, con el rostro tenso y aprensivo, y el que sostenía
la vasija se detuvo inquieto al lado del palo central de la
tienda. Mientras Bran y Gwyllim se internaban en el refugio
del toldo, el portaestandarte torentino se acercó a la
entrada para escudriñar en el interior con el rostro más
blanco que el pendón que llevaba. Sólo él y el que sostenía
el brebaje volverían a Cardosa cuando el resto bebiera.
Lionel estudió a los cinco hombres que se habían
sentado a sus pies, confiados, y le indicó al otro que les
administrara la pócima de uno en uno. Todos mantuvieron
los ojos fijos sobre los de Lionel al beber y, cuando la vasija
llegó a manos de Merritt, el primero de los hombres se
desplomó en posición supina. El que llevaba el recipiente se
detuvo alarmado, al ver que dos más caían, y Merritt
comenzó a ponerse de pie, pero Lionel meneó la cabeza
ligeramente y le indicó a Merritt que bebiera. Con un suspiro
de resignación, el hombre obedeció y se dejó caer en la
silla, mientras otro soldado se desmoronaba. Cuando todos
quedaron inertes y el brebaje le fue ofrecido a Lionel por las
manos temblorosas de su camarada, el duque tomó la
vasija y la sostuvo casi con ternura entre sus dedos largos y
delicados.
—Son buenos hombres, lord Bran —dijo lentamente,
mientras le lanzaba una mirada penetrante al conde—. Me
han confiado sus vidas y yo he puesto en juego esa
confianza. Si, mediante cualquier acción, me defraudáis y
algo les sucede a estos hombres, juro que los vengaré aun
desde el sepulcro. ¿Me habéis comprendido?
—Os he dado mi palabra, señor —dijo Bran,
inexpresivamente—. He dicho que ningún daño os
sucedería. Si las intenciones de vuestro señor son
honorables, no tendréis nada que temer.
—No temo, milord, sólo advierto —repuso Lionel
suavemente—. Más os vale cumplir vuestra palabra.
Miró al que le había ofrecido la vasija, la alzó a modo de
brindis y murmuró:
—¡C'raint!
Bebió la pócima y devolvió el cuenco al hombre. Al
reclinarse en la silla, se estremeció ligeramente, como si un
frío le hubiera atacado de pronto, pese al calor que reinaba
en la tienda, posó la cabeza contra el respaldo de la silla y
se sumió en el sopor. El asistente dejó la vasija sobre la
alfombra, a su lado, y buscó el pulso de su superior.
Satisfecho de haber hecho todo lo que podía, se puso de pie
y se inclinó brevemente ante Bran Coris.
—Si estáis dispuesto a cumplir la parte que os
corresponde en el trato, es hora de que nos marchemos,
milord. El trayecto es difícil y, durante gran parte del
mismo, habrá que cabalgar por aguas heladas. Su Majestad
nos aguarda.
—Desde luego —murmuró Bran.
Observó a los rehenes dormidos con admiración y se
cubrió la cabeza con el casco. No podía negar que eran una
tropa disciplinada.
—Cuida de ellos, Campbell —dijo. Se calzó los guantes y
fue hasta la entrada de la tienda—. Wencit querrá que
regresen en perfecto estado y no deseamos decepcionarlo.
IV
Y te daré los tesoros escondidos y los secretos muy
guardados.
Isaías, 45:3

La ciudad amurallada de Cardosa se extiende a unos mil


doscientos metros por encima de la planicie de Eastmarch,
sobre una elevada meseta de roca cortada a pico. Ha sido
asiento de condes y de duques y, a veces, de reyes. Al este
y al oeste, la encierra el traicionero Paso de Cardosa, el
principal entre los que surcan los montes Rheljan.
Cuando termina cada otoño, hacía fines de noviembre,
la nieve irrumpe desde el gran Mar del Norte, aisla la ciudad
y sepulta el paso bajo su blanco manto. Esta situación
perdura hasta marzo y se siente mucho después de que el
invierno se haya retirado de las regiones linderas. Entonces,
la nieve derretida convierte el Paso de Cardosa en una
catarata embravecida durante los tres meses siguientes.
Pero el deshielo no es uniforme ni siquiera en el paso.
Debido al relieve de los montes, que determina el curso de
los caudales, es posible acercarse a la zona por el este,
semanas antes que por el oeste; tal peculiaridad ha
contribuido en gran medida a los frecuentes cambios de
dueño que la ciudad ha vivido a lo largo de los años. Y ello
mismo permitió a Wencit de Torenth capturar la ciudad,
hambrienta tras el sitio invernal, casi sin oposición. Alto
Cardosa sufría las consecuencias de las disputas, vividas el
verano anterior, y yacía exhausta tras el asedio de las
nieves. No podía esperar a que los relevos y las provisiones
llegaran del reino de Gwynedd y, como Wencit traía ambas
cosas, la ciudad se entregó.
Así, Bran Coris y su nerviosa escolta recorrieron el tramo
final hasta las puertas de la ciudad, mientras el nuevo
regente de Cardosa descansaba ociosamente en el
apartamento que había escogido en la Casa de Estado y se
disponía a recibir a su reacio huésped.
Wencit de Torenth gruñó; luchaba por abrocharse el
cierre del alto cuello del jubón. Dobló la nuca hacia atrás
para poder terminar la tarea, y oyó que alguien golpeaba
discretamente la puerta. Wencit se alisó con impaciencia el
terciopelo bordado de oro a la altura del pecho, y se colocó
una daga enjoyada en el cinto. Levantó la vista. Sus ojos
azul hielo mostraban una ligera irritación.
—Pase.
Casi de inmediato, un hombre alto y delgado, de unos
veinticuatro años, entró en la sala y se inclinó. Como todos
los miembros de la casa real, Garon llevaba la librea
azulvioleta de la Casa de Furstan. En un círculo blanco, a la
izquierda del torso, el emblema de un negro venado en
posición de salto. Además, Garon lucía alrededor de los
hombros una cadena de plata, de eslabones chatos, que lo
distinguía como miembro de la comitiva personal de lord
Wencit. Miró a su monarca, con una expresión de agudo
interés y de expectación, mientras éste enrollaba unos
pergaminos que había sobre una mesa, al lado de la
ventana, para guardarlos en unos estuches cilindricos de
cuero. Habló con voz grave e impostada.
—El conde de Marley se encuentra aquí, Majestad. ¿Lo
hago pasar?
Wencit asintió con un gesto mínimo mientras terminaba
de guardar el último documento. Garon se retiró sin decir
más. Cuando la puerta se cerró, Wencit unió las manos por
detrás de la espalda y tornó a caminar con nerviosa energía
por el recinto profusamente cubierto de alfombras.
Wencit de Torenth era un hombre alto, delgado, de
rasgos angulosos. Se acercaba a los cincuenta años y su
cabello, de briliante color bermejo, no tenía una sola hebra
de plata. Sus ojos, clarísimos, casi parecían no tener color.
Llevaba patillas anchas e hirsutas y el bigote, poblado y del
mismo rojo sobrecogedor, subrayaba los altos pómulos y la
forma triangular del rostro. Se desplazaba con una gracia
espontánea que no solía asociarse con su tamaño y su
estatura.
El aspecto en general había llevado a sus enemigos, que
no eran pocos, a compararlo con un zorro… cuando no
incurrían en símiles mucho menos corteses. Wencit era un
hechicero deryni de pura estirpe y de rancio linaje.
Descendía de una familia que había retenido el poder en el
oriente aun durante la Restauración y las persecuciones a
los deryni que sucedieron tras la revuelta. En muchos
sentidos, Wencit era un zorro. Por cierto, nadie dudaba de
que, cuando así lo quería, Wencit de Torenth podía ser tan
astuto, cruel y peligroso como cualquier miembro de la raza
vulpina.
Pero Wencit tenía conciencia del efecto que provocaba
sobre los seres humanos y sabía cómo minimizar los
aspectos negativos de su linaje cuando le convenía. Para la
ocasión, había escogido su atuendo con especial cuidado. El
fino jubón y las calzas que llevaba eran de seda y terciopelo
bermejos, del mismo tono que el cabello. El efecto
monocromo estaba realzado por el suntuoso bordado en
hilos de oro que lucía en el pecho y por el fulgor de los
topacios que esplendían en manos, cuello y orejas. De sus
hombros pendía un manto ambarino de seda con
incrustaciones de oro, que susurraba con cada uno de sus
movimientos. Sobre la mesa de roble ante la cual había
estado trabajando, descansaba una diadema engastada de
piedras amarillas, como mudo testimonio del rango y de la
importancia de quien tenía derecho a usarla.
Pero Wencit no pensaba coronar su cabeza con la
diadema real para completar su imagen imponente. Bran
Coris no era su subdito ni la reunión que tendrían era de
carácter oficial; al menos, en el uso que suele darse al
término. Pero, para el caso, casi nada era normal cuando se
trataba del rey Wencit.
Se oyó un golpe discreto a la puerta y, luego, Garon
entró en la sala e hizo una reverencia. Detrás, aguardaba un
hombre joven, de estatura normal y mediana conformación,
vestido con un jubón de cuero mojado, cota de malla y un
manto azul empapado. Las plumas del casco que llevaba
bajo el brazo se veían estropeadas por el agua y su aspecto
era lastimoso. La humedad también había hecho estragos
con los guantes. El hombre llevaba el ceño fruncido.
—Majestad —murmuró Garon—, su señoría el conde de
Marley.
—Pasad —repuso Wencit, invitándolo al recinto con un
floreo—. Debo disculparme por el viaje algo húmedo que
habéis tenido que afrontar a través del paso, pero ni
siquiera los deryni podemos controlar los caprichos del
tiempo. Garon, toma el manto del conde y tráele uno seco
de mi guardarropa, ¿quieres?
—Muy bien, Majestad.
Cuando el recién llegado entró en la sala, Garon tomó el
manto empapado de sus hombros y desapareció por una
puerta lateral para regresar, segundos después, con otro,
orlado de pieles, de terciopelo verde pálido, que tendió
sobre los hombros de Bran. Aseguró el broche del cuello,
tomó el casco del conde y se retiró del recinto con una
reverencia. Bran se envolvió con el manto, agradecido por la
deferencia que le permitía reparar su condición, pero sin
apartar los ojos del anfitrión. Wencit le dirigió una sonrisa
seductora y adoptó uno de sus semblantes más afables al
señalar una silla que había ante la mesa imponente.
—Sentaos, por favor. Dejemos de lado la ceremonia.
Bran miró la silla y a Wencit con ojos suspicaces un
instante y frunció el ceño nuevamente al ver que el rey iba
hasta la chimenea para ocuparse con algo que le resultó
imposible ver desde su lugar.
—Disculpadme si os parezco poco cortés, señor, pero no
veo qué tengamos que decirnos. Tendréis conciencia plena
de que soy el comandante de menor rango entre los tres
situados en los montes Rheljan para oponernos a vos. Todo
acuerdo que podáis celebrar conmigo no obligará a mis
colegas ni a las tropas de Gwynedd.
—Nunca he pensado que fuera así —dijo Wencit sin
pestañear.
Fue hasta la mesa con un cuenco humeante, cuyo
líquido vertió en dos tacitas frágiles. Tomó la silla más
cercana y le indicó a Bran que se sentara, una vez más.
—¿No queréis tomar conmigo una taza de darja?. Se
hace con las flores y las hojas de un arbusto encantador que
crece aquí, en vuestros montes Rheljan. Creo que os
agradará, especialmente si os encontráis mojado y aterido.
Bran fue hasta la mesa y cogió una taza para
inspeccionar el contenido. Posó los ojos color miel sobre el
rostro de Wencit y una sonrisa furtiva atravesó sus labios.
—Hacéis las veces del perfecto anfitrión, señor, pero no
pienso beber. Los huéspedes que enviasteis hicieron el
honor de beber conmigo —miró fugazmente la taza
humeante—, pero al menos yo les advertí de lo que había
en la copa de antemano.
—¿Ah, sí? —Enarcó las cejas rubias y, aunque la voz
siguió siendo gentil e impostada, adquirió de pronto un
matiz acerado—. Debo inferir que no fue simple té o vino lo
que pasó por sus labios; así y todo, no os creo tan necio
para haberles hecho daño y, luego, venir a ufanaros de ello
ante mi presencia. Si vuestra intención era suscitar mi
curiosidad, debo admitir que lo habéis logrado. ¿Qué les
disteis, pues?
Bran se sentó, pero no se llevó la taza a los labios.
—Convendréis en que no tenía modo de saber si
vuestros emisarios eran deryni o si les habíais dado
instrucciones de causar estragos en mi campamento
mientras yo cambiaba fórmulas de cortesía aquí con vos. Así
que hice que mi maestro cirujano preparara una simple
droga soporífera para que se la bebieran. Como los
caballeros me aseguraron que no eran deryni y que no
intentaban causar problemas, estoy seguro de que se
encontrarán a salvo, aunque algo soñolientos, cuando
regrese. Si vos hubierais estado en mi lugar, habríais
tomado al menos idénticas precauciones.
Wencit dejó la taza y se reclinó en la silla. Se peinó los
bigotes con la mano para ocultar una sonrisa, que pareció
perdurar cuando volvió a tomar la tacita de té.
—Buena jugada. Admiro la prudencia en aquellos con
quienes deseo hacer tratos. Sin embargo, permitidme
aseguraros que esta taza no contiene ninguna pócima.
Podéis beber sin temor. Os doy mi palabra.
—¿Vuestra palabra, señor? —Bran deslizó un dedo
enguantado alrededor del borde de la taza y la contempló
un instante, antes de apartarla unos centímetros—.
Perdonadme si os parezco grosero, pero aún no me habéis
dado una razón satisfactoria de este afán por dialogar
conmigo. No dejo de preguntarme qué tienen en común el
rey de Torenth y un noble de Gwynedd, de rango no muy
elevado.
Wencit se encogió de hombros, con aire inocente, y
volvió a sonreír, mientras estudiaba a su huésped.
—Y bien, amigo mío, discutamos esta cuestión. Si no os
interesa lo que tengo que deciros, nada habréis perdido,
salvo un poco de tiempo. Por otra parte…, bueno, creo que
tenemos en común más de lo que pensáis. Estoy
convencido de que podremos descubrir un sinnúmero de
áreas de mutuo interés, si nos resolvemos a ello.
—¿De verdad? —replicó Bran con cautela—. Tal vez
queráis ser más específico. Se me ocurren muchísimas
cosas que vos podríais hacer por mí o por cualquier otro
hombre a quien desearais favorecer. Lo que no logro ver es
qué, demonios, puedo ofreceros yo.
—¿Debo querer algo, acaso? —Wencit formó un puente
con los dedos y observó a su invitado con sus astutos ojos
de zorro.
Bran se reclinó en la silla y mantuvo la mirada de
Wencit sin pestañear. Mudo, se sostenía el mentón con su
mano enguantada. Al cabo de un instante, Wencit sonrió.
—Muy bien. Sabéis esperar. Admiro esa cualidad en un
ser humano y, especialmente, en un hombre.
Estudió a Bran unos segundos más y prosiguió:
—Muy bien, lord Bran. Tenéis razón en una cosa: quiero
algo de vos. No habrá coerción para obligaros a hacer nada
que esté en contra de vuestra voluntad. No obligo a
aquellos cuya amistad busco. Por otra parte, podéis esperar
una recompensa más que atractiva por la cooperación que
estéis dispuesto a brindarme. Decidme, ¿qué pensáis de mi
nueva ciudad?
—Poco me importa el uso que podáis hacer del
pronombre posesivo —observó Bran con sequedad—. La
ciudad pertenece a Kelson, pese a su actual ocupación. Id al
grano.
—Vamos, no echéis a perder mi primera impresión —lo
reconvino el hechicero—. Tengo mis razones para avanzar
despacio. Y pasaré por alto este comentario sobre mi nueva
ciudad. La política local no me interesa en este momento.
Pienso en términos mucho más amplios.
—Eso me han informado. Sin embargo, si pensáis seguir
expandiéndoos al oeste, sugiero que lo volváis a considerar.
Sin ninguna duda, mi ejército es muy pequeño para resistir
un asedio durante mucho tiempo, pero vuestras tropas
perderán muchas vidas. ¡Los hombres de Marley no
entregan las suyas fácilmente, milord!
—¡Medid vuestras palabras, Marley! —espetó Wencit—.
Si lo deseara, podría aplastaros a vos y a vuestro ejército
como a insectos, sin que os enteraseis. —Tendió los dedos
para tocar cada una de las puntas de la diadema, mientras
observaba a Bran, como un gato—. Sin embargo, luchar
contra vuestro ejército no figuraba en mis planes, al menos
en el sentido que vos imagináis. En realidad, tenía en mente
trasladarme un poco más al sur de donde estáis: a Coroth y
a Carthmoor, para entrar luego en Gwynedd. Pensé que
podríais tener interés… en las regiones del norte. Claibourne
y Kheldish Riding, para empezar. Siempre hay formas en
que podría ayudaros a conseguirlas.
—¿Ir contra mis aliados? —Bran meneó la cabeza
ligeramente—. Lo veo poco probable, señor. ¿Por qué
habríais de entregar a un enemigo dos de las provincias
más ricas de los Once Reinos? Me pregunto lo que no me
estáis diciendo sobre vuestro plan.
Wencit sonrió con aprobación.
—Pero yo no os considero mi enemigo, Bran. Por el
momento, digamos sólo que he estado observando vuestro
progreso de un tiempo a esta parte y que creo muy
conveniente tener a un hombre de vuestro calibre rigiendo
en las provincias del norte. Desde luego, habrá un ducado
para vos, así como otras… concesiones.
—¿Cómo por ejemplo? —inquiró Bran. Su tono seguía
siendo suspicaz, pero era evidente que algo comenzaba a
intrigarlo. Detrás de sus ojos color miel se encendió una
chispa de codicia, que no pasó inadvertida a Wencit. El rey
lanzó una risilla divertida.
—Conque estáis interesado… Ya empezaba a creer que
erais incorruptible.
—Vos habláis de traición, señor. Aunque yo acceda,
¿qué os hace pensar que podríais fiaros de mí?
—No carecéis de cierta clase de honor. —Wencit respiró
suavemente—. Y, con respecto a la traición, es un término
muy gastado. Para empezar, sé que os habéis opuesto a
Alaric Morgan en el pasado. Y a Kelson, en consecuencia.
—Morgan y yo hemos tenido nuestras diferencias —
concedió Bran, serenamente—, pero siempre he sido leal a
Kelson. Como habéis dicho, no carezco de mi propia clase
de honor. Además, yo no me consideraría al mismo nivel de
nuestro buen duque deryni… ni de Kelson, si viene al caso.
—¡Kelson es un niño! Un niño con poder, sí, pero no más
que eso. Y Morgan es un deryni de sangre mixta. ¡Un traidor
a su raza!
—Ah, traidor es una palabra muy gastada… —citó Bran,
sin la más mínima emoción.
Wencit miró al joven con sus ojos claros entrecerrados.
Se puso de pie abruptamente y dejó que sus rasgos se
suavizaran. Bran intentó incorporarse, pero Wencit le indicó
que siguiera sentado con un gesto informal. Fue hasta un
pequeño cofre tallado que había sobre una repisa en la
pared opuesta de la habitación. Después de levantar la
tapa, retiró algo brillante y refulgente y lo ocultó en su
mano izquierda. Cerró el cofre y regresó a su silla. Bran lo
miró con curiosidad e intriga.
—Bueno —dijo Wencit con sequedad. Posó los codos
sobre los brazos tallados de la silla y se reclinó, con las
manos juntas por delante—. Ahora que hemos decidido que
sois un hombre inteligente, tal vez quisierais decirme qué
pensáis de los deryni.
—¿En general, o en particular?
—Primero en general —Wencit tornó a pasar el objeto de
una mano a otra sin que Bran pudiera verlo—. Por ejemplo,
la Iglesia de la cual sois creyente determinó en el año 917,
durante el Concilio de Ramos, que el uso de la magia deryni
es sacrilego y causa de anatema. El ducado de Corwyn se
encuentra actualmente bajo Interdicto porque su duque,
deryni confeso, fue excomulgado a raíz del empleo de la
magia y se niega a someterse al juicio de esa Curia. No
puedo decir que lo culpe.
»Sin embargo, si tenéis algún escrúpulo moral o
religioso sobre el uso de conjuros, será mejor que lo
mencionéis ahora, antes de quedar involucrado en demasía.
Como sabréis, soy un hechicero muy experimentado y
deseo que mis aliados puedan moverse dentío de ese
esquema de trabajo. La Curia no lo comprendería. ¿Eso os
incomoda?
La expresión de Bran seguía siendo de cautela, pero era
evidente que su interlocutor había sabido jugar sus cartas.
Al mismo tiempo, le resultaba difícil ocultar su curiosidad
por el objeto que Wencit escondía en las manos. Una y otra
vez, su mirada se dirigía a éstas y él debía hacer un
esfuerzo para volverla al rostro de Wencit.
—No temo a la Curia de Gwynedd, señor —repuso con
cautela—. Y, con respecto a la magia, entiendo que se trata
de una cuestión teórica. La magia es un medio de obtener
poder; poder sobre los demás. Sólo eso. No he tenido
contacto personal con ella.
—¿Os gustaría?
Bran palideció.
—¿Perdón, señor?
—¿Quisierais conocer la magia más de cerca? —repitió
Wencit—. ¿Os incomodaría usarla?
Bran tragó saliva, pero repuso sin vacilar:
—Como soy humano y no pertenezco a una familia
honrada por la sangre deryni, nunca tuve oportunidad de
averiguarlo. Si tuviera la ocasión… no, creo que no me
molestaría en lo más mínimo. Y no creo en el infierno.
—Ni yo —sonrió Wencit—. Supongamos, entonces, que
os dijese que vos, en efecto, sois deryni. Al menos, en parte.
Y que podría demostrároslo.
Bran dejó caer la mandíbula y sus ojos color miel se le
salieron de las órbitas. Era lo último que podía haber
previsto. Ni siquiera se dio cuenta de que, en ese momento,
había dejado de ser oponente para convertirse en vasallo.
—Eso os atemoriza, ¿verdad, Bran? —prosiguió Wencit
en el mismo tono coloquial—. Cerrad la boca. Estáis
boquiabierto.
Bran cerró la boca con un sobresalto, y recobró
parcialmente la compostura. Tragó con dificultad y
murmuró:
—La reacción que habéis presenciado es de sorpresa y
no de temor, milord. No os estaréis burlando de mí,
¿verdad?
—¿Y si lo averiguáis? —Wencit sonrió para sus adentros
al observar el cambio repentino de tratamiento.
—¿Milord?
—Si sois deryni o no —le aclaró Wencit, con suavidad—.
Si lo sois, será mucho más fácil conferiros los poderes
necesarios para hacer de vos un aliado eficaz. Y si no lo
sois…
—¿Y si no lo soy…? —repitió Bran, en voz baja.
—Creo que, por el momento, no debemos preocuparnos
por esa posibilidad —concluyó Wencit.
Inclinó el cuerpo hacia delante y abrió la mano. En la
palma, había un gran cristal ambarino, del tamaño de una
nuez y ensartado en una fina cadena de oro. Estaba pulido
sin facetar y parecía refulgir con una luz propia que
irradiaba desde el interior. Wencit sujetó la cadena
delicadamente con el pulgar y el índice y la retiró de la
piedra, pero dejó que el cristal descansara sobre la palma
de su mano. Bran miró el cristal y tuvo la certeza de que
titilaba.
—Éste es un cristal shiral, Bran —murmuró Wencit en
voz baja—. El shiral se conoce en artes ocultas desde
antaño por su sensibilidad a la energía psíquica asociada
con la estirpe deryni. Como veréis, mientras yo lo mantengo
en la palma de mi mano, brilla tenuemente. Si uno es
deryni, sólo hace falta una ligera concentración para activar
el cristal —miró a Bran—. Quitaos el guante.
Bran vaciló un segundo, se humedeció nerviosamente
los labios y se quitó el guante derecho. Wencit extendió el
cristal por el extremo de la cadena y Bran acercó la mano
abierta. Parpadeó cuando la piedra helada se posó sobre su
palma y, al soltar Wencit la cadena de oro y dejarla pender
sobre los dedos de Bran, la luz del cristal se desvaneció.
Bran miró a Wencit, con una pregunta muda en sus ojos
inquisidores.
—No os preocupéis por eso. Ahora, quiero que cerréis
los ojos y os concentréis en el cristal. Imaginad que el calor
de vuestra mano se infunde a la piedra, que la entibia y que
la hace brillar. Imaginad que la piedra absorbe luz y la
irradia hacia fuera.
Bran hizo lo que se le pedía y Wencit tornó su atención
al cristal shiral, que yacía muerto sobre la mano de Bran.
Durante varios segundos, nada sucedió y las cejas de
Wencit se unieron en una arruga de preocupación. Entonces,
el cristal comenzó a refulgir débilmente. Wencit estiró los
labios pensativamente, tendió una mano y tocó la de Bran.
Bran se sobresaltó y abrió los ojos, a tiempo para ver brillar
la piedra antes de que Wencit la retirara de allí.
—Resultó… —murmuró Bran, estupefacto.
—Así es. Pero, al parecer, no sois un verdadero deryni,
después de todo —notó una cierta conmoción en el rostro
de Bran y sonrió, sabiendo que el hombre estaba en su
poder—. No os aflijáis. Tenéis el potencial de adquirir plenos
poderes, como los antiguos humanos que llevaron a cabo la
Restauración. Tal vez esto sea mejor en muchos sentidos.
Pues, en el otro caso, os habríais visto obligado a aprender
el uso de esos poderes inherentes. En cambio, los
adquiridos llegan en forma total y listos para ser empleados.
—Y eso ¿qué significa?
Wencit se puso de pie y se estiró. El cristal shiral pendía
de la cadena que llevaba en la mano.
—Eso significa que el paso siguiente es leeros la mente
para evaluar vuestro potencial y establecer las condiciones
en las cuales podré concederos poderes. No os preocupéis
por los detalles. Los reyes de Gwynedd llevan generaciones
haciéndolo, de modo que no hay peligro. Estáis preparado
para pasar la noche aquí, ¿verdad?
—No lo tenía planeado, pero…
—Pero en estas circunstancias, lo haréis —terminó
Wencit por él, con una débil sonrisa.
Fue hasta el otro lado de la mesa y se sentó
informalmente en el borde, a la izquierda de Bran.
—Enviaré a vuestro capitán de regreso para que
vuestros hombres no se inquieten. Es una lástima que
hayáis drogado a mis emisarios. El duque Lionel, mi cuñado,
tiene poderes deryni adquiridos como los que vos recibiréis
en breve. Podría haber enviado el informe mediante él si no
le hubierais administrado la poción soporífera. En realidad
estará mareado y confuso y será casi imposible de soportar
durante varios días, hasta que los efectos desaparezcan por
completo; pero es el precio que a veces hay que pagar por
el progreso y él lo sabe. Sentaos y relajaos, por favor.
—¿Qué os proponéis hacer? —musitó Bran con
aprensión. Había perdido por completo la ilación del
discurso del hechicero, tal era su asombro.
—Os lo dije: leeros la mente. —Osciló la cadena para
que el cristal shiral diera vueltas ante él—. Ahora quiero que
os reclinéis contra el respaldo de la silla y os relajéis. No
opongáis resistencia u os quedará un dolor de cabeza atroz
cuando terminemos. Vuestra cooperación hará las cosas
más fáciles para ambos.
Bran se revolvió inquieto en la silla. Parecía a punto de
protestar. Wencit frunció el ceño. Su rostro adquirió una
dura expresión de severidad y la voz sonó fría.
—Oídme, conde de Marley. Si vamos a ser aliados,
tendréis que comenzar a fiaros de mí algún día. Esta es la
ocasión. No hagáis que os obligue.
Bran respiró hondo y exhaló suavemente.
—Lo siento. ¿Qué debo hacer?
El semblante de Wencit se suavizó. Hizo girar el cristal
otra vez, mientras la otra mano empujaba al joven contra el
respaldo de la silla.
—Relajaos y confiad en mí. Observad el cristal. Vedlo
girar y escuchad el sonido de mi voz. No hay nada que
debáis temer. Mientras comtempláis el cristal que gira y
gira, vuestros párpados comienzan a pesar, tanto que ya no
podéis mantenerlos abiertos. Cerradlos. Y aceptad la
sensación de letargo y de calma que os invade. Dejadla
irrumpir en vos. Que os envuelva y os cubra. Que vuestra
mente quede en blanco. Si queréis, imaginad una habitación
oscura, de terciopelo color noche, con una puerta oscura y
una pared oscura. Y, luego, imaginad que esa puerta negra
se abre y que, más allá, hay una fría negrura.
Los ojos de Bran se cerraron y Wencit bajó el cristal,
mientras proseguía con las instrucciones monocordes. Las
palabras se hicieron más y más espaciadas, a medida que
Bran se relajaba. Entonces, tendió la mano y posó el índice
y el pulgar sobre los párpados del hombre y murmuró las
palabras mágicas que sellaron el trance. Permaneció un
instante en silencio, con los ojos fríos y centelleantes,
lejanos y ensimismados. Después, bajó la mano y pronunció
el nombre de su nuevo vasallo.
—¿Bran?
Bran parpadeó y miró a su alrededor. Recordó
sobresaltado lo que supuestamente tendría que haber
sucedido. Cuando vio que Wencit no se había movido y que
su benévola expresión seguía inalterada, se obligó a
relajarse y a ponderar la situación. Esta vez, volvió la
mirada a Wencit sin aprensión. En cambio, sintió que se
había creado una suerte de extraña comunicación, que,
aunque el hombre que lo miraba sabía cuanto podía saberse
sobre Bran Coris, conde de Marley, eso no importaba.
No era un sentimiento de dominación. Bran se habría
sentido molesto ante algo así. Wencit de Torenth tampoco
habría querido eso en quien debía ser su aliado. En cambio,
era una sensación de comprensión, satisfactoria y nada
repulsiva, como había temido. Su mente seguía aturdida
ante el crudo poder del contacto, pero tenía la sensación de
que se le había impartido un nuevo poder que no llegaba a
recordar; una sutil aura de poder, demasiado tenue para ser
aprehendida aún. Decidió que le agradaba sentirse así.
Cuando Wencit de Torenth se puso de pie, su atención
regresó a la realidad.
—Vuestra reacción ha sido excelente —señaló el
hechicero. Acercó la mano a un cordel de seda, que pendía
por detrás de Bran, y tiró de él—. Trabajaremos juntos.
Cuando mañana os mande llamar, avanzaremos un poco
más.
—¿Y por qué no ahora? —preguntó Bran.
Se puso de pie y, para su sorpresa, se encontró
vacilando. Wencit extendió un brazo para sostenerlo.
—Por esta razón, mi impaciente amigo. La magia resulta
extenuante para el profano y, por hoy, ya habéis recibido
una dosis completa. En diez minutos, tal vez más, os
sentiréis incapaz de seguir un instante más en pie. No
quisiera que Garon tuviese que cargaros hasta vuestros
aposentos.
Bran se llevó una mano temblorosa a la frente.
—Pero…
—Ni una palabra más —dijo Wencit con firmeza.
Dio un paso atrás, la puerta se abrió detrás de él y entró
Garon, pero Wencit no miró en su dirección. En cambio,
prefirió observar los movimientos del joven conde, que
trataba de orientarse.
—Lleva a lord Bran a sus aposentos y acuéstalo, Garon
—ordenó Wencit con suavidad—. Se encuentra muy cansado
tras su largo viaje. Ocúpate de que sus hombres sean
atendidos y de que se le permita a su capitán regresar al
campamento para tranquilizar a sus tropas.
—Con gusto, Majestad. Por aquí, si es tan amable,
milord.
Garon condujo al sorprendido Bran Coris hacia la puerta.
Wencit lo observó pensativamente. Entonces, cuando la
puerta se cerró tras él, fue hasta ella con toda parsimonia y
corrió el pestillo. Regresó hasta la mesa de roble y se dirigió
al aire en tono coloquial.
—¿Y bien, Rhydon? ¿Qué piensas?
Mientras se sentaba, un estrecho panel se abrió apenas
en la pared opuesta, para dar paso a un hombre alto,
vestido de azul. El hombre fue hasta la silla que Bran había
desocupado, con paso indiferente, y posó ambas manos
sobre el respaldo ornamentado. El panel de la pared se
cerró en silencio a sus espaldas.
—¿Y bien? ¿Qué piensas? —repitió Wencit y se reclinó
en su silla para observar al hombre.
Rhydon se encogió de hombros, sin tomar partido.
—Tu actuación fue impecable, como de costumbre. ¿Qué
más puedo decir?
Hablaba con un tono suave, pero sus ojos gris pálido
delataban más que lo dicho, bajo la expresión aguileña.
Wencit conocía esa mirada y aguardó. Posó el cristal shiral
sobre la mesa, al lado de la diadema de oro, y estiró
cuidadosamente la cadena. Miró a Rhydon con astucia una
vez más.
—Te preocupa Bran. ¿Por qué? Imagino que no creerás
que es un peligro para nosotros, ¿no?
Rhydon volvió a encogerse de hombros.
—Llámalo cinismo natural. No lo sé. Parece inofensivo,
pero sabes lo impredecibles que pueden ser los humanos.
Mira a Kelson…
—Sólo es medio deryni…
—Como Morgan. Como McLain. Perdóname, si me
muestro escéptico, pero quizá no tengas conciencia de la
atención que el Consejo Camberiano concede a este hecho.
Morgan y McLain, como supuestos medio deryni,
probablemente sean los dos factores más impredecibles en
los Once Reinos, actualmente. Una y otra vez, persisten en
hacer cosas que, en principio, no debieran poder realizar. Y
sé que de eso sí tienes conciencia.
Dio la vuelta y se sentó en la otra silla. Cogió la taza de
darja que Bran había dejado intacta y la vació de un solo
sorbo. Wencit lanzó una risilla desdeñosa.
Rhydon de Eastmarch ya no era un hombre apuesto.
Una herida de sable, que iba desde el puente de la nariz
hasta la comisura derecha de la boca, había hecho que esto
fuera ya imposible para el resto de su vida. Pero era un
hombre que impresionaba. El cabello oscuro, con las sienes
plateadas, y el hirsuto bigote matizado enmarcaban un
rostro esbelto y oval. Una pequeña barba recortada
suavizaba el mentón en punta. La boca era ancha y de
labios generosos, pero mostraba generalmente una línea
firme, con asomos de una crueldad depredadora. En
general, irradiaba un aura siniestra, que su mente perversa
cultivaba con afición. Rhydon de Eastmarch era un lord
deryni de primera magnitud. El par y complemento perfecto
para Wencit de Torenth. Un hombre del que había que
cuidarse.
Se miraron un largo instante a través de la mesa. Luego,
Wencit se puso en acción súbitamente.
—Muy bien. —Se irguió de pronto y atrajo hacia sí varios
de ios rollos donde había guardado los pergaminos—.
¿Quieres presenciar la iniciación de Bran mañana, o te he
convencido de que no es peligroso?
—Nunca estoy totalmente convencido de la
inofensividad de los humanos. Pero no importa. Lo dejo a tu
juicio. —Con gesto ausente, se paseó un dedo delgado por
el puente de la nariz y, sin pensarlo, siguió el trayecto de la
cicatriz hasta que se perdió en el bigote espeso—. ¿Ésos son
nuestros planes de batalla?
Wencit sacó un mapa de uno de los cilindros y lo abrió
sobre la mesa.
—Sí. La situación mejora de hora en hora. Cuando la
deserción de Bran divida las fuerzas de Kelson a lo largo de
la frontera, podremos invadir la región septentrional de
Gwynedd. Al sur, será fácil aplastar a Jared de Cassan y a su
ejército, cuando nos dirijamos hacia allí dentro de pocos
días.
—¿Y Kelson? —preguntó Rhydon—. Cuando descubra lo
que tramas, dará la orden de que todo el ejército real se
lance contra nosotros.
Wencit meneó la cabeza.
—Kelson no lo sabrá. Cuento con las pobres
comunicaciones y con las condiciones lamentables de los
caminos en esta época del año para que ignore nuestros
planes hasta que sea demasiado tarde para actuar. Además,
la revuelta civil y religiosa de Corwyn lo mantendrá
ampliamente ocupado hasta que estemos listos para
destruirlo.
—¿Prevés problemas para entonces?
—¿Por parte de Kelson? —Wencit negó con la cabeza y
sonrió—. Lo creo muy difícil. Por mucho que digan los
estatutos sobre la edad legal de los reyes, Kelson sigue
siendo un niño de catorce años, medio deryni o no. Y debes
reconocer que ser medio deryni no ha ayudado demasiado
al ambicioso principito últimamente. En realidad, sus
subditos reales comienzan a preguntarse si será bueno
tener a un niño como rey, un niño cuya sangre proviene de
la blasfema y perversa raza deryni.
—Por supuesto, los rumores que tan cuidadosamente
echaste a correr no tienen nada que ver con este cambio de
parecer.
—¿Cómo podrías pensar semejante cosa?
Rhydon rió silenciosamente y cruzó las piernas,
enfundadas en elegantes botas.
—En tal caso, dime qué has planeado para el niño
prodigio. ¿En qué más puedo ayudarte?
—Líbrame de Morgan y de McLain —respondió Wencit,
completamente serio—. Mientras estén al lado de Kelson,
excomulgados o no, representan una amenaza, por la ayuda
que puedan prestarle y por los poderes que exhiben
personalmente. Dado que no podemos predecir sus fuerzas
ni su influencia, la única opción que nos queda es
eliminarlos. Pero debe hacerse legalmente. No quiero
problemas con el Consejo.
—¿Legalmente? —Rhydon enarcó una ceja, escéptico—.
No creo que sea posible. Como derynis de sangre mixta,
Morgan y McLain son inmunes al desafío arcano por parte
de cualquier otro deryni de pura estirpe. Y las oportunidades
de conseguir que sean ejecutados legalmente por las
autoridades eclesiásticas o seculares son tan remotas que
resultan casi inexistentes. Sabes que gozan de la protección
personal de Kelson.
Wencit cogió un delgado punzón y lo golpeteó
distraídamente contra sus dientes. Volvió la mirada hacia la
ventana, con aire pensativo.
—Pero habría otra posibilidad, que el Consejo no podría
objetar. Es más, el Consejo mismo podría ser el instrumento
de su destrucción.
Rhyson se irguió, atento.
—Prosigue.
—Supon que el Consejo declare a Morgan y a McLain en
igualdad de condiciones para aceptar el reto arcano. Supon
que se les retire la inmunidad.
—¿Sobre qué base?
—Sobre la base de que ambos exhiben plenos poderes
deryni en ocasiones —insinuó Wencit con una sonrisa furtiva
—. Sabes que lo han hecho.
—Ya veo —murmuró Rhydon—. Y quieres que acuda al
Consejo y que les pida que acojan la moción. Ni lo sueñes.
—Oh, no tú personalmente. Sé lo que piensas sobre el
Consejo. Pídele a Thorne Hagen que lo haga. Me debe varios
favores.
Rhydon lanzó una risilla despectiva.
—En serio. Si quieres, dile que no es un favor, sino una
orden directa que proviene de mí. Creo que cooperará.
Rhydon se rió. Se puso de pie y se enderezó las mangas
con un floreo.
—Si lo presentas así, no creo que le quede mucha
elección. Muy bien, se lo pediré. —Miró a su alrededor y se
frotó las manos, expectante—. ¿Hay algo más que necesites
de mí, antes de que me marche? ¿Tal vez un pequeño
milagro o dos? ¿Que te conceda el deseo más anhelado por
tu corazón?
Tras la última palabra, extendió las manos e hizo un
lento pase en el aire ante sí. Murmuró unas sílabas graves
en voz casi inaudible. Al completar el movimiento, de la
nada apareció un manto con capucha de la más fina piel de
venado, que se posó sobre sus hombros con un rumor de
cuero índigo. Wencit había adoptado una expresión de
incredulidad, con las manos sobre la cadera, mientras su
camarada realizaba el hechizo. Cuando Rhydon cerró el
broche, Wencit meneó la cabeza, consternado.
—Si ya has terminado de jugar con tus poderes, me
daré por satisfecho con lo que te he pedido. Gracias. Y,
ahora, ponte en marcha y déjame trabajar. Uno de los dos
debe hacerlo, ya lo sabes.
—Ah, me siento sumamente herido, no sé si podré
disculparte —dijo Rhydon, secamente—. Pero, como lo has
pedido, iré a ver a tu buen amigo Thorne Hagen. Luego,
regresaré para inspeccionar a esa criatura, ese Bran Coris,
de quien pareces tan cautivado. Tal vez, después de todo,
encuentre algún mérito en él…, aunque lo dudo. Quizá deba
emprender la tarea de sopesar el peligro por ti. Ese peligro
que, en tu opinión, no existe.
—Hazlo, de mil amores.
Rhydon partió en un remolino de cuero índigo y, cuando
Wencit se quedó a solas, regresó a sus mapas. Se inclinó
sobre las líneas verdes, rojas y azules que esbozaban su
estrategia. Sus ojos azul hielo centellearon poderosos
cuando sus dedos recorrieron el pergamino amarillento.
Mientras ponderaba planes y estratagemas, una nueva
tensión se alojó en la cruz de sus hombros.
—Un único monarca debe unir los Once Reinos —musitó
para sus adentros mientras seguía las líneas de avance—.
Un único monarca sobre los Once Reinos. ¡Y no será ese
niño que ocupa el trono en Rhemuth!
V
Honra al gran sacerdote, quien en sus días supo
complacer a Dios.
Eclesiástico, 44:16, 20

Ese mismo día, cuando la tarde se iniciaba, otras dos


personas analizaban la suerte del deryni renegado. Eran
prelados, miembros exiliados por propia decisión de esa
misma Curia de Gwynedd que Wencit mencionara con tanto
desdén horas antes. Los mismos prelados que habían
causado, en gran medida, el cisma que dividía el clero de
Gwynedd en dos facciones divergentes.
Thomas Cardiel, en cuya capilla se celebraba la
conferencia, jamás había sido considerado un candidato a la
rebelión. Durante casi un lustro, había sido titular de la
prestigiosa diócesis de Dhassa y tenía apenas cuarenta y un
años; pero jamás había creído convertirse en adalid de los
acontecimientos que sucedieran dos meses atrás. En
épocas de su consagración como obispo, había sido un
clérigo reflexivo, aunque joven, de constante disposición y
de irreprochable fidelidad a la Iglesia a la que servía,
eminentemente dotado para el papel neutral que, por
tradición, debía representar el obispo de Dhassa.
Su camarada, Denis Arilan, tampoco había soñado
jamás que la convocatoria de hacía dos meses iba a
conducir a la crisis actual. A los treinta y ocho años, el
obispo más joven de Gwynedd ostentaba ya una trayectoria
incomparable, que había comenzado a forjarse desde el día
en que entrara en el seminario.
Pero a menos que, en ese momento, los hechos
mejoraran drásticamente, ni él ni Cardiel podrían esperar
más progresos en sus carreras eclesiásticas. En realidad,
tendrían que darse por satisfechos si lograban conservar la
vida a lo largo de las semanas próximas.
Según la Curia de Gwynedd, los pecados de Cardiel y de
Arilan eran graves. Ellos y cuatro de sus colegas habían
desobedecido a la Curia de Gwynedd en sínodo abierto, al
declarar su intención de separarse de la Curia si no se
abandonaba la moción de decretar el Interdicto sobre
Corwyn.
Pero la moción no se abandonó. El arzobispo Loris, quien
ya había decidido de antemano continuar con su plan por la
fuerza, denunció la maniobra de los Seis. Así, Gwynedd
mantenía dos Curias: los Seis de Dhassa, que habían
expulsado a Loris y a sus seguidores de las puertas de la
ciudad, y los Once de Coroth, la capturada capital de
Morgan, quienes se aliaron con el rebelde Warin de Grey y
sostenían ejercer la verdadera autoridad de la Iglesia. La
reconciliación, si alguna vez llegaba a lograrse, no sería un
asunto sencillo de abordar.
Cardiel iba y venía aguadamente ante la cerca del altar
de la pequeña capilla. Leía una y otra vez un pergamino
arrugado. Meneaba la cabeza de cabellos plateados, sin
comprender, mientras los ojos recorrían el texto. Exhaló un
suspiro perplejo y volvió a las primeras líneas. Su
compañero, Arilan, parecía estar sentado serenamente. Lo
observaba desde el banco del frente y lo único que delataba
su tensión era el tamborileo incesante de sus dedos sobre el
respaldo del asiento. Cardiel meneó la cabeza y se restregó
la barbilla con un nuevo suspiro. En su mano izquierda, la
amatista de la sortija capturó la luz pálida de las velas.
—No tiene sentido, Denis —decía Cardiel—. ¿Cómo es
posible que los habitantes de Corwyn se hayan vuelto
contra el príncipe Nigel, justamente? ¿Acaso el baldón que
cayó sobre Kelson también afecta ahora a su tío? Nigel no
tiene sangre deryni.
Arilan detuvo el tamborileo de sus dedos el tiempo
necesario para esbozar un gesto de impotencia. Entonces,
comprendió lo que estaba haciendo y se detuvo. A él
también le habían causado malestar las nuevas de la
derrota sufrida por Nigel en valle de Jennan, dos días antes,
pero su mente aguda ya estaba sopesando todos los
elementos conocidos de la situación para formular un plan
de conducta. Se pasó la mano inquieta por el cabello oscuro
y se quitó el casquete violeta de la cabeza. Palpó el objeto
brevemente antes de posarlo sobre el asiento, a su lado. La
seda violeta resplandeció en su mano y en la gruesa cruz
pectoral de plata cuando cruzó los brazos sobre el pecho.
—Tal vez hayamos cometido un error al mantener
nuestro ejército aquí en Dhassa —habló por fin—. Quizá
hubiéramos debido ir donde Kelson para ayudarlo, meses
atrás, no bien estalló el conflicto. O acaso nuestra misión se
encuentre en Coroth, para atenuar los ímpetus caldeados de
los arzobispos. Hasta que no haya reconciliación con ellos,
no se logrará la paz de Corwyn.
Se miró la cruz antes de proseguir en voz más baja.
—Los obispos pastores de Gwynedd hemos instruido
bien a nuestro pueblo. Cuando suena el trueno del anatema,
las ovejas obedecen, aun cuando el anatema esté mal
fundamentado y las ovejas se dirijan al rumbo errado. Y aun
cuando aquellos sobre quienes cae el anatema sean
inocentes de los cargos que se les endilgan.
—Entonces, ¿crees que Morgan y McLain son inocentes?
Arilan meneó la cabeza y se miró la punta de una
pantufla que asomaba por debajo de la sotana.
—No. Según los principios, son culpables. Eso no se
cuestiona. El templo de San Torin fue quemado. Hubo
muertos. Y Morgan y McLain son deryni.
—Pero si hubiera circunstancias atenuantes y si ambos
pudieran presentar una explicación… —murmuró Cardiel.
—Tal vez. Si, como sugieres, Morgan y Duncan actuaron
en defensa propia, para escabullirse de una situación que se
originó con traición o con trampas, pudiera ser que se les
retirara la culpa por los sucesos acaecidos en el templo de
San Torin. Hasta el homicidio puede ser perdonado, si es en
defensa propia —suspiró Arilan—. Pero siguen siendo deryni.
—Ah, eso es cierto.
Cardiel había dejado de pasear. Se había reclinado
contra la cerca de mármol del altar, frente a Arilan, con
expresión melancólica en el rostro. La luz de una lámpara
votiva, que pendía a pocos pasos de él, arrojaba una lumbre
rojiza sobre el cabello gris acerado y el color púrpura de su
casquete. Cardiel miró distraídamente el pergamino que
sostenía en la mano, antes de doblarlo y deslizarlo bajo el
cinto escarlata. Puso ambas manos en la cerca, por detrás,
y recorrió con la vista la cúpula que se alzaba en lo alto. Por
fin, volvió a mirar a Arilan una vez más.
—¿Crees que vendrán hasta nosotros, Denis? —
preguntó—. ¿Crees que Morgan y Duncan se atreverán a
fiarse de nosotros?
—No lo sé.
—Si nos fuera posible hablar con ellos y descubrir lo que
sucedió realmente en San Torin, podríamos actuar como
mediadores ante los arzobispos y tal vez acabar con esta
ridicula disputa. No deseo dividir la Curia en vísperas de una
guerra, Denis, pero tampoco podía apoyar el Interdicto que
Loris pensaba decretar sobre Corwyn.
Se detuvo un momento y continuó en tono grave:
—Indago a mi conciencia y trato de pensar qué otra
cosa podía haber hecho para haber evitado la encrucijada
en que hoy nos vemos, mas sigo llegando a la misma
respuesta. La lógica me dice que hice lo único que podía
hacer sin tener que cargar con una conciencia culpable.
Pero otra parte de mí insiste en que debe de haber otro
camino. Qué insensatez, ¿verdad?
Arilan meneó la cabeza.
—No tiene nada de insensato. Loris hizo un poderoso
alegato emocional, cargado de gritos contra la herejía, el
sacrilegio y el homicidio. Planteó sus argumentos de tal
forma que el Interdicto parecía el único castigo apropiado
para un ducado cuyo señor había ofendido a Dios y a los
hombres.
»Pero tú no te dejaste influir. Despojaste su discurso del
histrionismo y de los excesos verbales, calculados para
conjurar el escándalo colectivo. Te mantuviste fiel a los
principios que has sostenido durante toda tu vida. Hace
falta coraje para actuar como tú, Thomas. —Arilan sonrió
afablemente y enarcó una ceja—. Hizo falta coraje para
seguirte, también. Pero no hay uno de nosotros que lamente
su decisión o que no siga apoyándote, sea cual fuere el
próximo paso que escojas tomar. Todos compartimos la
responsabilidad del cisma.
Cardiel sonrió débilmente y bajó la vista.
—Gracias. Valoro tus palabras, viniendo de ti. El
problema es que no tengo la menor idea de lo que debemos
hacer a continuación. Estamos tan solos…
—¿Solos? ¿Con toda la ciudad de Dhassa a nuestras
espaldas? ¿Con tu milicia personal? Ellos no se dejaron
influir por las imprecaciones de Loris, Thomas. Desde luego,
saben que Morgan y Duncan fueron responsables de la
destrucción del templo de San Torin y les llevará su tiempo
olvidarlo, por muy buenas que parezcan ser las intenciones
que albergaran Morgan y Duncan. Pero su lealtad a Kelson
permanece inmutable, pese a todo. Mira las dimensiones de
nuestro ejército.
—Sí, míralas. Un ejército que, allí donde está, no le sirve
de nada a Kelson, asentado en las afueras de Dhassa.
Denis, no creo que debamos aguardar mucho tiempo más a
que se presenten Morgan y McLain. Pienso seriamente
enviar otro despacho a Kelson y decirle que nos reuniremos
con él donde y cuando lo estime conveniente. Cuanto más
tardemos en actuar, más fuertes serán las tropas de Warin y
más obstinados los arzobispos.
Arilan meneó la cabeza una vez más.
—Realmente, creo que deberías esperar un poco más,
Thomas. Unos días más o menos no determinarán la victoria
en lo que respecta a Warin o a los arzobispos; pero, si
podemos aclarar la situación con Morgan y con Duncan,
antes de unirnos a Kelson, eso haría mucho por evitar
cualquier sospecha sobre nosotros. Luego, podríamos
marchar sobre Coroth y sobre Loris y mostrar un frente
unido, con cierta esperanza de lograr la reconciliación.
Veámoslo así: cuando nos negamos a aceptar el Interdicto
de la Curia, indirectamente nos aliamos con Morgan, con
Duncan y con toda la causa deryni, a sabiendas o no. Sólo
podremos resolver esta ruptura si demostramos que
teníamos razón sobre la inocencia de Morgan y de Duncan,
en primer lugar.
—Bueno, ¡ruego a Dios que podamos demostrarlo! —
musitó Cardiel—. Personalmente, me agrada casi todo lo
que he oído acerca de Morgan y de McLain. Hasta
comprendo por qué Mclain ocultó sus poderes deryni
durante todos estos años. Y, aunque no puedo perdonarle
que ingresara en el sacerdocio, sabiendo, como fue su caso,
que era deryni, parece haber sido muy buen sacerdote.
—Lo cual, en sí, puede decirnos algo de valor sobre los
deryni —sonrió Arilan—. ¿Recuerdas cuando me
preguntaste, meses atrás, si creía en el mal inherente a los
deryni?
—Claro. Dijiste que, sin duda, había deryni perversos,
como en cualquier grupo. También dijiste que, en tu opinión,
Kelson, Morgan y McLain no eran malas personas.
Los ojos de Arilan refulgieron con profunda luz azul
violeta.
—Sigo creyéndolo.
—¿Y? No veo adonde quieres llegar.
—¿No lo ves? Tú mismo has señalado que Duncan
parecía haber sido un muy buen sacerdote, pese a ser
deryni. El hecho de que haya ingresado en el sacerdocio, en
directa desobediencia a las reglas, y de que haya sido un
buen clérigo pese a todo, ¿no sugeriría quizá que el Concilio
de Ramos estuvo en un error? Y si el Concilio se equivocó en
un asunto tan importante, ¿no podría haberlo hecho en
otras cuestiones? —Enarcó una ceja en dirección a Cardiel
—. Eso podría obligarnos a examinar bajo una nueva luz
toda la cuestión deryni contra humanos.
—Hum… No había pensado sobre ello en estos términos.
Extendiendo tu lógica, podríamos eliminar las limitaciones al
sacerdocio, al ejercicio de funciones públicas, a la posesión
de tierras…
—Y acabar con la gran conspiración deryni —asintió
Arilan, con un asomo de sonrisa.
Cardiel frunció los labios y el ceño y meneó la cabeza.
—Tal vez no, Denis. Oí un extraño rumor días atrás.
Pensaba mencionártelo antes. Se murmura que podría
haber una verdadera conspiración deryni, y de carácter
formal. Según el rumor, existe un concilio deryni, de
encumbrada estirpe, que se adjudica el derecho a hablar en
nombre de su raza y que, de algún modo, supervisa las
actividades de los deryni conocidos. Hasta ahora, no se han
movido públicamente, pero…
Se puso de pie y comenzó a retorcerse las manos.
Jugueteó con la amatista, los ojos velados por la
preocupación.
—Denis, supon que exista una conspiración deryni. ¿Y si
Morgan y McLain formasen parte de ella? ¿O Kelson, Dios lo
proteja? El Interregno terminó hace más de dos siglos. En
gran parte de los Once Reinos, el poder lleva doscientos
años en manos de sus dueños humanos; pero la gente no
ha olvidado cómo era la vida bajo la dictadura de los
hechiceros que emplean sus poderes para el mal. ¿Y si algo
de esto volviera a suceder?
—¿Y si? ¿Y si? —La voz de Arilan dejó asomar una pizca
de irritación. Posó los ojos sobre Cardiel—. Si hubiera una
conspiración deryni, Thomas, se encuentra en la mente de
Wencit de Torenth. Él y sus agentes son responsables, sin
lugar a dudas, de muchos de los rumores que has oído. Con
respecto a las amenazas de una dictadura deryni, es una
descripción precisa de la monarquía de Wencit en su reino:
su familia rige en Torenth desde hace doscientos años. Esa,
amigo mío, es la única conspiración deryni que podrás ver
en el futuro cercano. Y, con respecto a ese concilio deryni…
—se encogió de hombros, con aire algo sumiso—, todavía
no he visto ninguna evidencia de sus actos, si acaso existe.
Cardiel parpadeó rápidamente, al ver que Arilan se
detenía. Lo había dejado azorado la intensa elocuencia de
sus palabras. Entonces, los ojos violáceos se suavizaron y el
fuego frío se extinguió. Casi con un suspiro de alivio, Cardiel
recogió su manto del asiento y arriesgó una tímida sonrisa
al tenderse el abrigo sobre los hombros.
—¿Sabes, Denis? A veces me inquietas. Nunca sé cómo
vas a reaccionar. Y, no sé cómo, logras tranquilizarme al
mismo tiempo que me asustas de muerte.
Arilan se puso de píe y estrechó el brazo de Cardiel, en
un gesto de consuelo.
—Lo siento. A veces, me dejo llevar por la impetuosidad.
—Lo sé —sonrió Cardiel—. ¿Querrás tomar un refrigerio
conmigo? Tanta aflicción sobre los asuntos deryni me ha
secado el gaznate.
Arilan lanzó una risilla y acompañó a Cardiel hasta la
puerta.
—Dentro de un rato, quizá. Pensé que podría meditar
unos minutos antes de retirarme a descansar. Mi
temperamento es un grave obstáculo para mí.
—En tal caso, espero que logres atemperar ese genio
con éxito —le deseó Cardiel—. Si consigues arreglar las
cosas con El —señaló con la cabeza el crucifijo que pendía
sobre el altar—, ven luego a verme. No creo que me duerma
enseguida, después de este debate…
—Quizá más tarde. Buenas noches, Thomas.
—Buenas noches.
La puerta se cerró detrás de Cardiel y el otro obispo se
enderezó la sotana. Miró hacia la nave. Con un suspiro, la
recorrió lentamente y recogió su manto de seda. Se lo echó
sobre los hombros, ató los lazos violeta por delante del
cuello y volvió a ponerse el casquete sobre el cabello
oscuro.
Paseó la mirada por la capilla una vez más, como si
quisiera guardar en la memoria cada detalle, y, finalmente,
tras inclinar la cabeza respetuosamente ante el altar
principal, avanzó por el transepto hacia la izquierda. Se
detuvo ante un pequeño altar lateral. La losa de mármol
carecía de otro adorno fuera de un mantel blanco de hilo y
una única lámpara blanca de vigilia, pero Arilan no tenía
interés en el altar. Examinó el suelo de mármol que había
bajo sus pies, se detuvo sobre un dibujo ligeramente
redondeado que formaba el embaldosado y sintió un
cosquilleo familiar; se había situado en el lugar preciso.
Entonces, tras mirar por última vez hacia la puerta
cerrada de la capilla, se envolvió con los pliegues de su
manto y cerró los ojos.
En lo profundo de su mente, pronunció las palabras
indicadas, fijó los pensamientos en el destino que quería
alcanzar… y desapareció de la capilla de Dhassa.
Minutos más tarde, la puerta de la capilla se abrió.
Cardiel asomó la cabeza y abrió la boca para decir algo,
esperando ver la figura esbelta de Arilan de rodillas en
algún confín del recinto; pero se quedó con la boca abierta,
al ver que no tenía a quién dirigirse en la capilla vacía.
Frunció las cejas, consternado, pues no había ido muy
lejos antes de regresar. Deseaba comentarle a Arilan otro
rumor que había llegado a sus oídos. Arilan no estaba,
cuando había dicho que se disponía a meditar…
Pues bien. Quizá el joven obispo se hubiese referido a
que meditaría en su habitación, en cuyo caso Cardiel no lo
perturbaría. Sí, eso era, se dijo Cardiel. Arilan debía de estar
orando en su propia celda. Muy bien. El otro rumor podía
esperar hasta el día siguiente.
Pero el obispo Arilan no estaba en su habitación. Ni
tampoco en Dhassa.
VI
Las palabras de los sabios y sus dichos oscuros.
Proverbios, 1:6

Thorne Hagen, deryni, rodó sobre la cama, abrió un ojo


y se desencantó al ver que estaba tan oscuro. Miró por
encima del hombro terso y blanco de su compañera y vio
que un sol cubierto de niebla se hundía lentamente por
detrás del pico Tophel, arrojando un manto de color difuso y
encarnado sobre las blancas murallas del castillo. Bostezó
delicadamente y flexionó los dedos de los pies. Dejó que su
mirada regresase al hombro niveo y tendió una mano para
acariciar la cabellera castaña y desordenada. Cuando sus
dedos rozaron la curva de la espalda, la joven se estremeció
sensualmente y se volvió, para mirarlo con adoración.
—¿Descansó usted bien, milord?
Thorne le devolvió una sonrisa perezosa y lanzó sus ojos
a recorrerla, con experimentado aplomo.
La joven se llamaba Moira y acababa de cumplir quince
años. La había encontrado una desolada mañana de
febrero, en que cruzaba el mercado de Kharthat en su litera
cubierta de pieles: era una criatura flacucha, hambrienta y
extraviada, de ojos oscuros teñidos con el espanto de la
noche. Algo inefable pasó entre ellos en ese instante, pues
muchas personas comparten terrores profundos y
semejantes.
Thorne se inclinó desde su litera de cortinas de
terciopelo y estiró la mano. La invitó con los ojos y con una
sonrisa incierta y temerosa y ella aceptó.
No podría haberle explicado el motivo de su oferta. Tal
vez ella le recordó a la hija que había perdido: la sombría
Cara, de cabellos negros como la noche aleteando en la
bruma matinal. Pero él la llamó y ella acudió. De haber
seguido viviendo, Cara habría tenido la misma edad que
Moira.
Con un gesto impaciente, Thorne dio una palmada a la
joven en las nalgas y apartó el pensamiento de su mente.
Se sentó, para estirar el cuerpo, y la joven deslizó un dedo
incitante por el brazo desnudo, con una sonrisa. Con loable
control de sí mismo, Thorne le apartó la mano y meneó la
cabeza.
—Lo siento, pequeña, pero ya tendrías que marcharte.
El Consejo no espera, ni siquiera a los más altos señores
deryni. —Se inclinó para besarle la frente en un gesto
paternal—. Pero no tardaré mucho. ¿Por qué no vuelves a
medianoche?
—Claro, milord. —Se incorporó y comenzó a envolverse
con una ondulante bata de gasa amarilla. Fue hasta la
puerta y lo acarició con la mirada—. ¡Quizás hasta le traiga
una sorpresa!
La puerta se cerró tras ella. Thorne meneó la cabeza
una vez más y suspiró, satisfecho, con una sonrisa boba en
el rostro. Recorrió la sala en penumbra con divertido
contento, se puso de pie y caminó descalzo hasta la puerta
de su guardarropa. Musitó una frase por lo bajo y trazó un
gesto informal con los dedos de la mano derecha. Alrededor
de la cámara se encendieron las velas. Thorne se pasó la
mano por el cabello castaño, que comenzaba a ralear, y
contempló su figura en el bruñido espejo de pared.
Sin duda, tenía muy buen aspecto. Su cuerpo era, a los
cincuenta años, casi tan firme y viril como veinticinco años
atrás. Desde luego, había perdido cabello y sumado unos
kilos desde entonces, pero prefería pensar que los cambios
habían otorgado madurez a su aspecto. Durante su
juventud, las mejillas sonrosadas y los ojos azules, abiertos
en un perpetuo gesto de asombro, habían sido una
verdadera maldición: cuando estaba a punto de cumplir los
treinta, la gente creía que acababa de trasponer la edad
legal.
Sin embargo, por fin, eso comenzaba a actuar en su
beneficio, pues mientras que los camaradas de Thorne
habían envejecido y se hallaban firmemente instalados en la
edad madura, Thorne podía pasar fácilmente por un hombre
de treinta años, con las ropas apropiadas y el rostro
rasurado, tal y como era su preferencia. Y no había dudas,
pensó al recordar a la joven del lecho, de que su apariencia
juvenil era a menudo una ventaja innegable.
Thorne pensó en llamar a sus ayudas de cámara para
que lo ayudaran a bañarse y a vestirse para la sesión del
Consejo, pero desistió. Tenía tiempo de sobra. Si era
cuidadoso, podría emplear ese conjuro para el agua que
Laran había intentado enseñarle el mes pasado. Lo irritaba
no poder dominar el hechizo. Parecía haber cierto grado de
coordinación más allá del cual, sencillamente, no podía ir.
Pero volvería a hacer la prueba.
Fue hasta el centro de la habitación. Thorne plantó los
pies desnudos a un metro de distancia y se irguió en toda su
estatura. Unió las palmas de las manos por encima de la
cabeza, para formar una silueta en forma de cuña iluminada
por la tenue lumbre de las velas. Comenzó a invocar las
palabras de un conjuro por lo bajo y una nube de vapor de
agua empezó a condensarse a su alrededor, como un
cúmulo en miniatura, cargado de lluvia y hasta de
relámpagos. Cerró los ojos con firmeza y retuvo el aliento
cuando el agua se abatió sobre su cuerpo. Se retorció de
placer ante el contacto estremecedor de los rayos dóciles.
Hasta ese momento, había mantenido un total control de la
operación, pero, entonces, se puso en tensión para la parte
más difícil.
Alejó los relámpagos y la lluvia de su cuerpo, y deseó
que todo formara una esfera delante de su pecho, una
diminuta nube de tormenta que crujía y arrojaba escupitajos
bajo la luz pálida. Entreabrió apenas los ojos y la vio
suspendida allí. Había comenzado a manipularla con la
mente para desplazarla hacia la ventana y dejarla caer al
otro lado cuando, detrás de él, en dirección al Portal de
Transferencia, estalló un resplandor brillante. Giró la cabeza
sobresaltado para ver quién venía y, en ese instante, perdió
el control del conjuro.
Un rayo en miniatura saltó de la nube al cuerpo del
hechicero en un arco doloroso; el agua cayó al suelo,
provocando un estrago de salpicaduras y de charcos sobre
las losas de mármol, sobre una alfombra de precio
incalculable y sobre la dignidad de Thorne. Rhydon se
apartó del Portal de Transferencia y el otro comenzó a
imprecar sin freno, con sus ojos aniñados cargados de ira e
indignación.
—¡El diablo te lleve, Rhydon! —escupió Thorne, cuando
por fin logró hilar dos palabras—. ¿No puedes anunciarte?
Esta vez lo habría logrado. ¡Ahora me has hecho anegar la
habitación entera!
Salió del charco y pataleó con los pies desnudos, en un
vano intento de secarlos y de conservar algo de dignidad en
su desnudez. Su camarada hechicero cruzó la sala y recibió
la mirada furibunda de Thorne.
—Lo siento, Thorne —rió Rhydon—. ¿Puedo limpiarte
este estropicio?
—Lo siento, Thorne. ¿Puedo limpiarte este estropicio? —
lo imitó Thorne. Los ojos pequeños y voraces se nublaron en
su rostro de crío—. Seguramente también puedes hacer eso.
Debo de ser el único que no logra dominar este conjuro.
Rhydon controló una sonrisa, extendió las manos
abiertas por encima del suelo mojado y murmuró varias
frases breves. Sus ojos grises se ensimismaron en un
instante. La humedad desapareció, Rhydon se encogió de
hombros y enarcó una ceja hacia Thorne, a modo de
disculpa. El frustrado hechicero no dijo nada y giró sobre sus
talones, con aire petulante. Fue hasta el guardarropa y, al
cabo de unos segundos, la puerta volvió a abrirse, con un
rumor de géneros finos.
—Realmente siento haberte interrumpido, Thorne —dijo
Rhydon en tono coloquial. Dio una vuelta por la recámara y
examinó los diversos artículos que contenía—. Wencit quería
que te pidiera un favor.
—Si es para Wencit, puede ser. Pero no para ti.
—Vamos, no rezongues. He dicho que lo lamentaba.
—Muy bien, muy bien.
Se produjo una pausa. Luego, con curiosidad regañona,
preguntó:
—¿Qué quiere Wencit?
—Quiere que intercedas en el Consejo para que
declaren a Morgan y a McLain en condiciones de aceptar un
reto como los deryni de sangre pura. ¿Puedes hacerlo?
—¿Que los declaremos en condiciones de…? ¿Hablas en
serio? —se produjo otra pausa y Thorne prosiguió hablando.
En apariencia, la ira se había desvanecido—.. Bueno, podría
intentarlo. Pero ojalá Wencit recordara que ya no tengo la
misma influencia que antaño. El mes pasado cambiamos de
coadjutores.
¿Por qué no presentas la propuesta tú? Eres deryni de
pura estirpe y, aunque ya no eres miembro de Círculo
Interior, se te sigue permitiendo hablar ante el Consejo…
—Tu memoria es débil, Thorne. La última vez que estuve
ante ese Consejo, juré no volver jamás a poner mis pies allí,
ni en ningún otro recinto donde estuviera Stefan Coram.
Hace siete años que mantengo ese juramento y no pienso
romperlo hoy. Wencit dice que debes ser tú quien presente
la moción.
Thorne salió del guadarropa ajustándose los pliegues de
una túnica violeta bajo el manto de brocado color oro.
—Muy bien, muy bien. No necesitas encocorarte tanto
por este asunto. Pero es una lástima. De no haber sido por
Coram, tú mismo serías coadjutor hoy en día. En cambio, tú
y Wencit… bueno, ya sabes.
—Sí, somos tal para cual, ¿no crees? —zumbó Rhydon,
mirando a Thorne con ojos grises y oblicuos—. Wencit es un
zorro; no lo oculta. Y yo… si mal no recuerdo, ese día Coram
me comparó con Lucifer: el ángel caído que se sumió en la
oscuridad exterior y que desertó de las filas del Círculo… —
Sonrió con aire tenebroso y se miró las uñas mientras se
reclinaba contra la repisa de la chimenea—. En realidad,
Lucifer siempre me resultó un personaje agradable.
Después de todo, fue el más brillante de todos los ángeles,
antes de caer…
El fuego ardió con fuerza detrás de Rhydon y lo iluminó
por un fugaz instante con un fulgor rojizo. Thorne contuvo el
aliento. Con esfuerzo, reprimió el impulso de persignarse
por las dudas.
—Por favor, no digas esas cosas —musitó con voz
culpable—. Alguien podría escucharte.
—¿Quién? ¿Lucifer? Tonterías. Mucho me temo, querido
Thorne, que nuestro buen Príncipe de las Tinieblas es un
diablo de patrañas, un legendario personaje de cuento de
hadas con que atemorizar a los niños díscolos. Los
verdaderos diablos son los hombres como Morgan y McLain.
Te convendría no olvidarlo.
Con un gruñido, Thorne se ajustó meticulosamente la
capa y se puso una delgada faja de oro sobre la frente con
dedos ligeramente temblorosos.
—Muy bien: Morgan y McLain son dos diablos. Tú lo has
dicho, por lo tanto ha de ser cierto. Pero no puedo decir eso
en el Consejo. Aunque Morgan y McLain sean lo que
sostienes, cosa que no podría asegurar pues jamás he
estado ante ellos, sólo son medio deryni y, por tanto,
inmunes al reto arcano por parte de cualquiera de nosotros.
Tendré que presentar razones muy contundentes para
modificar esa situación.
—En tal caso, los convencerás —dijo Rhydon, mientras
se acariciaba la cicatriz con un índice—. Sólo tendrás que
recordarles que tanto Morgan como McLain parecen ser
capaces de cosas que, en principio, deberían serles
imposibles. Y, si eso no los persuade, agrega que, si esto
continúa, los dos podrían plantear una grave amenaza para
la existencia misma del Círculo Interior.
—Pero si ni siquiera saben que existe el Consejo.
—Pero los rumores tienen la costumbre de echar a
correr —replicó Rhydon con aspereza—. Y puedes también
recordarles, estrictamente para tu propia edificación, que
Wencit desea ver aprobada la moción. ¿Hace falta que sea
más explícito?
—Eso… no será necesario.
Thorne se aclaró la garganta nerviosamente y se volvió
para contemplar su imagen en el espejo. Ajustó el cuello por
última vez mientras controlaba el temblor de sus manos.
—He dicho que haría lo que me pides —prosiguió con
voz más firme—. Confió en que tú, a tu vez, le recuerdes a
Wencit el riesgo que corro al hablar en su nombre. No sé
qué ha planeado para Morgan y McLain ni quiero saberlo,
pero se supone que el Consejo debe ser un cuerpo neutral;
considera gravemente la intromisión de cualquiera de sus
miembros en cuestiones políticas. Wencit podría ser parte
del Consejo, como sabes, si hubiera sido un poco más
obediente.
Terminó su discurso con una nota petulante.
—La obediencia no es una de las virtudes más
descollantes de Wencit —advirtió Rhydon ligeramente—. Ni
de quien te habla. Sin embargo, si tienes alguna querella
con cualquiera de los dos, estoy seguro de que podrá
convenirse una oportunidad de arreglar la disputa hasta que
alguno se pueda dar por satisfecho.
—Seguramente no pensarás que yo retaría a… —Una
sombra del viejo terror nocturno asomó fugazmente en los
ojos celestes.
—Desde luego que no.
Thorne tragó saliva con dificultad y recuperó la
compostura.
Luego, se internó deprisa en las flores y enredaderas
grabadas que formaban los mosaicos del Portal de
Transferencia.
—Te informaré del resultado por la mañana —dijo,
mientras se envolvía con los pliegues de su manto con toda
la dignidad que aún podía conservar—. ¿Te parece bien?
Rhydon se inclinó en silencio, con ojos ligeramente
burlones.
—En tal caso, te deseo unas muy buenas noches —se
despidió Thorne. Y desapareció.
En lo alto de una meseta resguardada, en una gran
cámara octogonal con una cúpula que parecía de amatista
facetada, se reunía el Consejo Camberiano.
Bajo la bóveda púrpura, el vasto suelo de ónix reflejaba
el brillo de las puertas de metal forjado que, en un sector de
la pared, iban del techo al suelo. Las otras siete paredes
eran de antiguo marfil enmarcado en madera, ricamente
ornamentado. Y, sobre las figuras talladas de célebres
personajes de la historia deryni, titilaba la luz de cien
nuevas velas de cera. Sobre la madera que separaba los
paneles, en faroles de oro, ardían cirios gruesos como el
puño de un hombre. El centro de la habitación contenía sólo
una inmensa mesa de ocho lados y ocho sillas de alto
respaldo. Cinco de ellas parecían estar ya ocupadas por
ilustres deryni.
Los tres hombres y las dos mujeres estaban
tranquilamente de pie, bajo la cúpula roja. Todos menos uno
lucían el atuendo oro y violeta del Círculo Interior deryni. La
única excepción era Denis Arilan, solo y sombrío en su
sotana negra, envuelto en su manto púrpura de obispo.
Asentía ocasionalmente en respuesta a una conversación
entre la imponente lady Vivienne, a su derecha, y un joven
de cabello oscuro, expresión intensa y ojos almendrados:
Tiercel de Ciaron.
Del otro lado de la mesa, un hombre de cabello blanco y
ojos claros y translúcidos hablaba con una joven de unos
cincuenta años menos que él. La joven sonreía y escuchaba
con interés. Llevaba el cabello rojizo sujeto en la nuca.
Arilan contuvo un bostezo y se volvió para mirar las puertas
doradas, que se abrieron para dejar paso a Thorne Hagen.
Thorne estaba disgustado. Su rostro pálido, salvo por las
mejillas rosadas, no lucía la habitual expresión compuesta.
Al ver que Arilan lo miraba, apartó la vista y se apresuró a
cruzar el recinto para iniciar una conversación con la chica y
con el anciano, en el lado opuesto de la mesa. La
conversación le devolvió la calma y el aplomo que lo
caracterizaban, pero Arilan alcanzó antes a ver que
subrepticiamente se frotaba las manos sudorosas contra los
muslos y que ocultaba su temblor escondiéndolas bajo las
anchas mangas. Arilan apartó la vista y fingió seguir su
conversación con los otros dos compañeros. Adoptó una
expresión interesada, pero su mente no podía concentrarse
en el relato de cacería que contaba lady Vivienne.
Esa noche, algo había perturbado la calma de Thorne.
Pero ¿qué? Seguramente, ningún humano. Si había sido
algún deryni, Thorne no tenía nada que temer en ese sitio.
Aunque Thorne se hubiese convertido en blanco de otro
deryni, allí estaría a salvo. Dentro de los confines de esa
cámara, ningún deryni podía alzar su poder contra otro
semejante. En verdad, a menos que la mayoría de los
presentes estuviera de acuerdo y hubiese una causa válida,
tampoco podían realizarse actos de magia en el lugar. El
lazo de protección estaba sellado por el juramento de
sangre de cada uno de sus miembros, que se renovaba
cuando alguno de los integrantes del Círculo Interior debía
ser reemplazado. Thorne Hagen no corría ningún peligro allí.
Arilan deslizó los dedos por el borde de la mesa de
marfil, con una ligera sonrisa. Sintió la fría tersura del oro
que dividía los segmentos.
Desde luego, cabía otra posibilidad. Tarde o temprano,
Thorne tendría que abandonar el recinto del Consejo y,
cuando estuviese fuera, podría toparse con deryni ajenos al
Círculo Interior, que no reconocieran los dictados del
Consejo y que no sintieran respeto por el cargo que Thorne
ocupaba en el cuerpo. Siempre había deryni renegados,
como Lewys ap Norial, Rhydon de Eastmarch, Rolf
MacPherson en el siglo pasado… Hombres que habían
rechazado la autoridad del Consejo, que habían sido
expulsados de sus filas, o que incluso se habían alzado en
rebelión abierta. ¿Podría ser que alguno de ellos amenazara
a Thorne Hagen? ¿Habría alguna conspiración contra el
Consejo?
Arilan volvió a mirar al hombre y ocultó una sonrisa.
Comprendió que sólo podía apoyarse en suposiciones sin
fundamento. Quizá Thorne sólo hubiera tenido una rencilla
con su última amante o hubiese reñido con los guardias de
su castillo. Todo era posible.
Detrás de Arilan se oyó un ligero rumor de brocado. Se
volvió para ver entrar a los dos miembros restantes del
Consejo a través de la alta puerta. Cada uno de ellos llevaba
el cetro de marfil que lo señalaba como coadjutor. Barrett de
Laney, el mayor de ambos y quien presidía el Consejo esa
noche, tenía una figura impactante. Pese a que era
totalmente calvo, su cabeza era esbelta y estaba bien
moldeada y sus ojos color esmeralda ardían en el rostro de
ángulos delicados. Ni siquiera Stefan Coram, con su cabello
prematuramente plateado y su aplomo elegante y
contundente, podía compararse con Barrett a la hora de
juzgar el impacto que causaba.
Coram se acercó en silencio al lado de Barrett y
acompañó al hombre hasta la silla que había entre Laran y
Tiercel. Luego, fue hasta su propio lugar, en el lado opuesto.
Cuando cada uno de los ocho posó su cetro sobre la mesa,
Coram extendió los brazos a ambos lados del cuerpo, con
una palma hacia arriba y la otra hacia abajo. Los demás lo
siguieron y posaron las manos sobre las de sus compañeros.
Coram se aclaró la garganta y habló:
—Atención, damas y caballeros. Prestad atención y
acercaos. Escuchad las palabras del Amo. Que todos
seamos Uno en Espíritu con la Palabra.
Barrett inclinó la cabeza un instante y, luego, volvió sus
ojos esmeralda hacia una esfera de cristal que pendía de
una larga cadena de oro en el centro de la bóveda. La
esfera tembló ligeramente en el aire quieto y silencioso y
Barrett habló con las sílabas graves y líquidas del antiguo
ritual deryni.
—Ahora nos hemos reunido. Ya somos Uno con la Luz.
Observemos el antiguo ritual. No transitaremos esta senda
otra vez —se detuvo y volvió a la lengua vernácula—. Que
así sea.
—Que así sea.
Los ocho ocuparon las sillas con un rumor de finas telas,
y algunos hicieron comentarios a sus vecinos. Cuando todos
se hubieron dispuesto cómodamente, Barret se reclinó
contra el respaldo y posó ambas manos sobre los brazos de
la silla. Parecía prepararse para comenzar la sesión. Antes
de que pudiera hablar, el hombre de cabellos plateados y
aspecto frágil que había a su derecha se aclaró la garganta
y se inclinó hacia delante. Las armas del escudo que había
en su sitio lo identificaban como Laran ap Pardyce,
decimosexto barón de Pardyce. Tenía una expresión
sombría.
—Barrett, antes de que comencemos los procedimientos
formales, me pregunto si podríamos referirnos a un rumor
que he oído.
—¿Un rumor?
—Laran, no tenemos tiempo para rumores —lo
interrumpió Corara—. Hay asuntos urgentes que…
—No. Esto también es urgente —insistió Laran, cortando
el aire con su mano pálida y translúcida—. Creo que
debemos acabar de una vez con este rumor. ¡He oído decir
que Alaric Morgan, un medio deryni, exhibe el antiguo don
de la curación!
Se produjo un silencio de estupor. Luego:
—¡El don de la curación!
—¿Morgan ha curado?
—Laran, debes de estar en un error —dijo una voz de
mujer—. Ya nadie puede curar.
—Es cierto —acotó Barrett en tono tajante—. Todos los
deryni sabemos que los dones de la curación se perdieron
en épocas de la Restauración.
—Bueno, tal vez nadie se ha dignado informarle a
Morgan de este pequeño detalle… —espetó Laran—. ¡Como
sabéis, sólo es medio deryni! —Le lanzó a Barrett una
mirada de hielo durante un instante y, luego, meneó la
cabeza platinada con aire compungido—. Lo siento, Barrett.
Si alguien siente la pérdida de los dones curativos, ése eres
tú…
Su voz se perdió, incómoda. Recordó la forma en que
Barrett había perdido la vista hacía cincuenta años: le
habían aplicado un hierro candente sobre los ojos como
pena por haber salvado a un grupo de niños deryni de la
espada de sus perseguidores. Barrett inclinó la cabeza y
tendió una mano hacia el hombro de Laran para consolarlo.
—No te lamentes, Laran —murmuró el anciano ciego—.
Hay cosas más valiosas que la vista. Dinos qué sabes de ese
Morgan.
Laran se encogió de hombros, sumiso.
—No tengo pruebas, Barrett. Sólo lo oí decir y, como
médico, no pude evitar sentir curiosidad. Si Morgan…
—¡Morgan, Morgan, Morgan! —estalló Tiercel, plantando
una mano sobre la mesa—. Últimamente no hacemos sino
hablar de él. ¿Acaso vamos a iniciar una caza de brujas
dentro de los nuestros? Creía que ésa había sido una de las
cosas que, afortunadamente, habían acabado con la
Restauración.
Vivienne lanzó una risa desdeñosa. Volvió su fina
cabellera gris hacia el hombre, con un gesto despectivo.
—¡Tiercel, compórtate como un hombre! Morgan no es
uno de los nuestros. Es un traidor de sangre impura, una
deshonra para la raza deryni. ¡Hay que ver la forma en que
se pasea por todo el reino haciendo uso indiscriminado de
sus poderes!
Tiercel echó la cabeza hacia atrás y lanzó una risotada.
—¿Morgan? ¡Pero es el colmo! Claro que es medio
deryni. Que sea traidor o no depende del lado donde uno se
sitúe. Dudo que Kelson esté de acuerdo contigo; pero una
deshonra, señora… Que yo sepa, Morgan jamás ha hecho
nada que desacredite el nombre de los deryni. Por el
contrario, es el único deryni que conozco que no teme
ponerse de pie ante todos y defender su estirpe con orgullo.
¡Si nuestro nombre fue mancillado, eso ocurrió mucho
tiempo atrás y sus artífices fueron hombres mucho más
experimentados que un medio deryni como Alaric Morgan!
—Ja! Tú lo consideras un medio deryni —terció Thorne.
No pensaba perder una oportunidad tan propicia para
presentar la moción que Wencit le había encomendado—. Y
también a Duncan McLain. Todos vosotros los consideráis
medio deryni. Habláis de ellos en esos términos, como si no
pertenecieran a nuestra raza, pero una y otra vez ellos
actúan de un modo que no responde a su supuesto linaje.
¡Ahora, además de todo lo anterior, pueden curar! ¿Alguno
ha considerado la posibilidad de que no sean medio deryni,
después de todo? ¿Y de que estemos ante un par de deryni
renegados de pura estirpe?
Kyri, a la derecha de Thorne, la del cabello rojizo, frunció
el ceño y le tocó el brazo con suavidad.
—¿Deryni de pura estirpe, Thorne? No creerás eso. No
guarda coherencia con lo que sabemos de sus antepasados.
—Bueno, sus madres han sido deryni puras, sin duda —
argüyó Vivienne—. Y, con respecto a sus padres, ¿quién
puede estar totalmente seguro?
Enarcó una ceja y se oyó una risilla grave de aprobación
alrededor de la mesa. Tiercel enrojeció.
—Si piensas arrojar suspicacias sobre el parentesco de
Morgan y de McLain, quisiera recordarte que, entre
nosotros, hay más de uno cuyos antepasados sería mejor no
examinar de cerca. Todos somos deryni, nadie cuestiona
eso; pero ¿hay alguno de nosotros que pueda estar
absolutamente seguro, más allá de la más mínima duda, de
quién ha sido su padre?
—Suficiente —espetó Coram, posando las manos sobre
el cetro de marfil, con gesto autoritario.
—Paz, Stefan —se oyó la voz de Barrett—. Tiercel, no
nos permitiremos insultos verbales. —Volvió el rostro ciego
lentamente hacia el joven, casi como si sus ojos esmeralda
pudieran ver—. La legitimidad del origen de Morgan o de
McLain o del tuyo o del mío no es una cuestión pertinente
en esta reunión, a menos que tenga relación con el asunto
mencionado por Thorne. Si, como él ha sugerido, esos dos
no se han estado comportando de acuerdo con su supuesto
linaje impuro, nos corresponde preguntarnos por qué. Pero
esto no es motivo para incurrir en una retórica inflamada
por parte de ninguno de nosotros. ¿Está claro?
—Os ruego que me perdonéis si me expresé con
impetuosidad —dijo Tiercel, mas la frase ritual de disculpas
no concordaba con la expresión oscura de su rostro.
—En tal caso, indagaré más en este rumor que has
traído a colación, Laran. ¿Dices que Morgan ha curado,
supuestamente?
—Así se dice.
—¿De qué forma? ¿Y a quién?
Laran se aclaró la garganta y miró en derredor.
—Recordaréis que hubo un intento de acabar con la vida
del rey la noche anterior a la coronación. Para poder entrar
en su recámara, los atacantes se lanzaron contra los
guardias nocturnos. Asesinaron a algunos y otros resultaros
heridos. Entre estos últimos, se encontraba el ayudante
militar de Morgan, lord Sean Derry, el joven noble de la
Frontera. Uno de los cirujanos reales, que estuvo presente
allí, sostiene haber examinado a este lord Derry poco antes
de que Morgan regresara de la recámara del rey, y que el
hombre estaba al borde de la muerte. Cuando Morgan llegó,
el cirujano le dijo el pronóstico y se retiró para atender a los
que aún tenían posibilidades de subsistir. Minutos más
tarde, Morgan llamó a otro cirujano y le dijo que acudiera,
que el joven lord no estaba tan gravemente herido como
habían pensado. Días más tarde, los dos cirujanos
compararon sus anotaciones y descubrieron que había
sucedido algo muy semejante a un milagro. Aunque Derry
había sido herido de gravedad y llegó a estar a las puertas
mismas de la muerte y pese a que no pudo aplicársele
ningún tratamiento conocido dado su estado crítico,
sobrevivió. Y asistió a la coronación de Morgan al día
siguiente.
—¿Qué te hace creer que estamos ante una curación
deryni? —intervino Coram, lentamente—. También yo tenía
entendido que ese conocimiento se había perdido mucho
tiempo atrás.
—Sólo comunico lo que he oído —respondió Laran—.
Como médico, no puedo explicar lo acontecido de ningún
otro modo. A menos, desde luego, que se haya tratado de
un auténtico milagro…
—Ja! ¡No creo en milagros! —dijo Vivienne
sarcásticamente—. ¿Qué dices, Denis Arilan? Tú eres
nuestro experto en esas cuestiones. ¿Es posible algo así?
Arilan miró a Vivienne, a su derecha, y se encogió
ligeramente de hombros.
—Si creemos en lo que nos dicen los Padres de la Iglesia
en los antiguos registros, pues sí, supongo que es posible…
Trazó un dibujo sobre la mesa con la punta del dedo. Su
amatista reflejó la luz de las velas.
—Pero en los tiempos modernos, al menos durante los
últimos cuatro o cinco siglos, los milagros han podido
explicarse, en general, o, en todo caso, repetirse por alguna
expresión de nuestra magia. Esto no significa que no haya
milagros; sólo que nosotros, a menudo, podemos provocar
mediante nuestra magia lo que, en apariencia, es un
milagro. Y, con respecto a lo que sostienes de Morgan, no
tengo conocimiento de que haya sucedido. Sólo he hablado
una vez con él.
—Pero sí estuviste presente durante la coronación al día
siguiente, ¿verdad? —dijo Thorne lentamente—. Según lo
que se cuenta, Morgan recibió una herida muy fea durante
su duelo con lord lan pero, cuando llegó la hora de jurar
fidelidad, caminó erguido y sin dolor para posar sus manos
entre las de Kelson. Estaba algo ensangrentado, pero no
como un hombre a quien le han sacado diez centímetros de
acero del hombro. ¿Cómo se explica?
Arilan se encogió de hombros.
—No puedo explicarlo. Quizá su herida no fuera tan
grave como parecía. Monseñor McLain lo asistió. Tal vez su
habilidad como…
Laran meneó la cabeza.
—Creo que no, Denis. Este McLain es un médico de
talento, pero… Desde luego, si también él poseyera el poder
de curar… Vaya, ¡esto es increíble! Si dos medio deryni…
El joven Tiercel ya no pudo contenerse. Se reclinó en la
silla con un suspiro explosivo.
—¡Ah, me enfermáis! Si es cierto que Morgan y McLain
han redescubierto los dones perdidos de la curación,
tendríamos que estar buscándolos de rodillas y
suplicándoles que compartan este gran conocimiento con
nosotros. ¡Y no sometiendo sus nombres a esta insensata
inquisición!
—Pero son medio deryni… —aventuró Kyri.
—Ah, ¡malditos sean los medio deryni! Acaso Morgan y
McLain no lo sean. ¿Cómo podrían serlo si, en efecto, saben
curar? Los antiguos relatos nos dicen poco sobre el don de
la curación, pero sabemos que curar fue una de las tareas
más difíciles de emprender, mediante el uso de poderes
deryni, y que requería extrema concentración, así como un
prodigioso control de la energía. Si Morgan y McLain saben
hacerlo, creo que debemos aceptar la posibilidad de que
sean deryni de raza pura y de que, en sus antepasados,
haya algo que aún no hemos averiguado o, si no, considerar
bajo una nueva luz toda nuestra concepción de lo que
significa ser deryni.
»Quizá la naturaleza deryni no sea algo acumulativo. Tal
vez se es deryni o no se es y no hay instancias intermedias.
Sabemos que los poderes en sí no son acumulativos entre
dos personas, más que para conseguir que un individuo
débil o poco instruido adquiera todo su potencial. De no ser
así, los deryni podrían aliarse para sumar sus poderes y los
grupos más fuertes derrotarían a los más débiles
permanentemente.
»Pero no es así. Sabemos, al menos, que la batalla no se
libra de ese modo. Realizamos nuestros duelos sobre una
base recíproca de uno contra otro y prohibimos retar a más
de un individuo a la vez. La costumbre se remonta a las
leyendas, pero ¿por qué comenzó siendo así? Tal vez por el
mismo hecho de que los poderes no son acumulativos.
»Tal vez la herencia se rija sobre los mismos principios.
Otras cosas se heredan plenamente de uno solo de los
progenitores, ¿por qué no la estirpe deryni?
Se produjo un largo silencio mientras el Consejo
pensaba en lo que su miembro más joven acababa de decir.
Entonces, Barrett alzó su calva cabeza.
—Nuestros menores nos hacen reflexionar
oportunamente… —dijo con serenidad—. ¿Alguien sabe
dónde se encuentran Morgan y McLain en este momento?
Nadie respondió. Los ojos ciegos de Barrett siguieron
escrutando la mesa.
—¿Alguna vez alguien ha establecido contacto con la
mente de Morgan? —aventuró Barrett nuevamente.
Otro silencio.
—¿Y qué hay sobre McLain? —continuó Barrett—. Obispo
Arilan, entendemos que Duncan McLain mantuvo relación
contigo durante un tiempo. ¿Jamás tomaste contacto con su
mente?
Arilan meneó la cabeza.
—No había razón para sospechar que Duncan pudiera
ser deryni. Y, si hubiera tratado de leer su mente con
cualquier otro propósito, habría revelado mi identidad
oculta.
—Bueno, ojalá lo hubieras hecho —replicó Thorne—. Se
dice que Morgan y él van camino de Dhassa para verte, que
pretenden demostrar su inocencia sobre la excomunión que
tus colegas les impusieron. Personalmente, no me
sorprendería que quisieran asesinarte.
—Dudo que exista ese peligro —dijo Arilan, confiado—.
Aunque Morgan y Duncan tuvieran razones para odiarme, lo
cual no es así, son lo bastante sagaces para reconocer que
el reino está al borde de la guerra civil y de la invasión y
que debemos resolver lo primero para evitar lo segundo. Si
las fuerzas de Gwynedd siguen divididas a raíz de la
controversia sobre Morgan, no podremos repeler a los
invasores. Las relaciones entre humanos y deryni parecen
haber retrocedido unos dos siglos.
—Olvida eso por ahora —dijo Thorne con impaciencia—.
En caso de que alguien lo haya olvidado, sigue pendiente la
cuestión de qué vamos a hacer con Morgan y con McLain.
Toda esta controversia se remonta a la época de la
coronación de Kelson. Entre otras cosas, ésa fue una de las
causas por las cuales se censuró a Morgan. Y McLain
también fue convocado ante los arzobispos por su actuación
durante la ceremonia. Lo que se cuestiona es el uso ilícito e
impredecible de poderes que no deberían tener, ya sea
según los parámetros de la Iglesia y del Estado, que los
condenan, ya sea según los nuestros, que determinan la
necesidad de prever dichos poderes.
»Ahora bien; no me opongo particularmente a que los
deryni que ignoran cómo usar sus poderes anden sueltos
por ahí, eso sucede desde hace años y no hay forma de
impedirlo. Pero Morgan y McLain saben cómo usarlos y,
aparentemente, cada día aprenden más. Hasta ahora han
gozado de cierta protección, pues, como siempre los hemos
considerado medio deryni, han sido inmunes a nuestro reto
personal. Pero las cosas han cambiado y creo que
deberíamos considerarlos en igualdad de condiciones para
afrontar el reto arcano, como si fueran deryni de pura
estirpe. Yo, al menos, no quisiera verme obligado a
desacatar las disposiciones del Consejo en caso de que
tuviera que detenerlos.
—Hay poco peligro en ese sentido —intervino Arilan—.
Además, la disposición del Consejo nada dice sobre la
defensa propia. La intención de la regla fue proteger a los
de menor poder de posibles ataques que jamás podría
resistir por parte de un deryni pleno. Si un deryni de
poderes inferiores desea retar a otro de pura sangre y
muere en consecuencia, ha sido su propia elección.
—Pero sería interesante averiguar si realmente son
deryni puros —comentó Laran—. Podríamos limitar el reto a
un combate no letal. Salvo, desde luego, que se tratara de
defensa propia. Creo que sería muy interesante medir
fuerzas contra Alaric Morgan.
—Una sugerencia excelente —convino Thorne—. Voto
por ello.
—¿Votas por qué? —preguntó Coram.
—Voto a favor de que se les conceda a Morgan y a
McLain plena capacidad para aceptar un reto arcano,
excluyendo el combate a muerte, salvo que sea en defensa
propia. Debemos zanjar esta cuestión de la curación,
después de todo.
—Pero ¿es necesario retarlos a duelo? —preguntó Arilan.
—Thorne Hagen ha estipulado que no se permitirá un
reto a muerte —precisó Barrett—. No creo que sea una
propuesta improcedente. Además, se trata de un asunto
principalmente teórico. Nadie sabe siquiera dónde están.
Thorne reprimió una sonrisa y entrelazó sus dedos
regordetes.
—Entonces, ¿convenido? ¿Podremos retarlos?
Tiercel meneó la cabeza.
—Voto en voz alta, uno por uno. Solicito que se aplique
el antiguo derecho y que cada persona señale sus razones.
Barrett volvió sus ojos ciegos hacia Tiercel por un
instante, tocó su mente en un contacto fugaz y asintió
lentamente.
—Como gustes, Tiercel. Voto en voz alta. Laran ap
Pardyce, ¿qué dices?
—Estoy de acuerdo. Me agrada la idea de un reto con
limitaciones. Y como médico, estoy más que ansioso por
descubrir esta faceta de la curación.
—¿Thorne Hagen?
—Yo lo propuse, por las razones que señalé al principio.
Desde luego, estoy de acuerdo.
—¿Lady Kyri?
La joven de cabellos rojos asintió lentamente.
—Si alguien puede encontrarlos, creo que el reto es
válido. Acepto la medida.
—Stefan Coram, ¿qué votas?
—Voto a favor. Deben ser sometidos a prueba cuando
sea el momento oportuno. No veo peligro para nadie si se
trata de un reto que impide la muerte.
—Bien. ¿Obispo Arilan?
—No.
Arilan se inclinó hacia delante y entrelazó los dedos.
Jugueteó con el anillo de amatistas y prosiguió:
—No sólo creo que se trata de algo injustificado, sino
peligroso. Si obligáis a Morgan y a Duncan a usar sus
poderes para defenderse de los de su propia raza, los ponéis
directamente en manos de los arzobispos. En todo caso,
habría que persuadirles a ambos de que no usaran sus
poderes en ninguna circunstancia, al menos, que los
arzobispos pudiesen llegar a descubrir. Kelson necesita su
ayuda desesperadamente para poder mantener unido el
reino y contener a Wencit al otro lado de las montañas. Yo
estoy en medio de esta controversia y conozco la situación.
Vosotros, no. No me pidáis que vaya contra algo en lo que
creo.
Coram sonrió y miró de soslayo al joven obispo.
—Nadie te pide que los desafíes, Arilan. En realidad,
probablemente seas el primero en verlos, de todas formas.
Y todos sabemos que no podemos obligarte a revelar su
paradero contra tu voluntad.
—Creí que tú te mostrarías solidario, Coram.
—Solidario, sí. Admiro su posición. Son medio deryni y
están siendo atacados como si pertenecieran plenamente a
nuestra raza. Humanos y deryni los censuran por igual. Pero
yo no hice las reglas, Denis, sólo las respeto.
Arilan se miró el anillo y meneó la cabeza.
—Mi respuesta sigue siendo no. No los retaré.
—Ni les hablarás de la posibilidad de un reto —insistió
Coram.
—No —musitó Arilan.
Coram asintió en dirección a Barrett, enviándole una
imagen mental de la escena, y Barrett le devolvió el gesto.
—¿Lady Vivienne?
—Estoy de acuerdo con Coram. Hay que poner a prueba
a los jóvenes para conocer su verdadera aptitud. —Giró la
cabeza platinada, para recorrer la mesa—. Sin embargo,
deseo que se comprenda que mi voto no se apoya en la
malicia, sino en la curiosidad. Nunca hemos tenido ante
nosotros a dos medio deryni tan prometedores, pese a lo
que antes pueda haber dicho sobre ellos. Al menos, yo
tendría interés en ver de qué son capaces.
—Es una observación sensata —convino Barrett—.
¿Tiercel de Ciaron?
—Sabéis que voto en contra. No repetiré mis razones.
—Y yo debo votar a favor —concluyó la ronda con la voz
de Barrett—. Creo que no hay necesidad de proceder a un
escrutinio formal.
Se puso lentamente de pie.
—Damas y caballeros, se promulga la medida. Desde
este momento en adelante, hasta que el Consejo decida
cambiar de parecer, los medio deryni conocidos como Alaric
Morgan y Duncan McLaín quedan declarados en condiciones
de aceptar el reto arcano, exceptuando el combate a
muerte. Esta disposición contra la fuerza letal, desde luego,
no es válida en caso de defensa propia, si cualquiera de los
hombres mencionados demostrara poseer plenos poderes e
intentara una represalia de intensidad mortal. Pero, si algún
miembro de este Consejo o algún deryni, de los que se
atienen a los términos del Consejo, se sintiera tentado a
desacatar este decreto, quedará sujeto a la censura del
Consejo. Que así se asiente por escrito.
—Que así sea —replicaron los consejeros al unísono.
Horas más tarde, Denis Arilan deambulaba por su
habitación, en el Palacio del Obispo, en Dhassa. Esa noche,
ya no podría conciliar el sueño.
VII
A tí te he revelado muchas cosas que escapan al
raciocinio del hombre.
Eclesiastés, 3:25

Morgan escudriñó por la ventana de la torre en ruinas y


recorrió con la vista la planicie que se abría abajo. Lejos y al
sudeste, apenas logró distinguir a un jinete solitario que se
alejaba rápidamente de la vista. Era Derry, quien iba hacia
los ejércitos del norte. Por debajo, en la base de la torre, dos
caballos pardos mordisqueaban con voracidad la nueva
hierba de la primavera. Llevaban arneses ordinarios y
ajados. Duncan aguardaba al pie de la escalera en ruinas y
golpeteaba una fusta de cuero marrón contra su bota
enlodada. Morgan se apartó de la ventana y comenzó a
descender cuando vio que Duncan lo miraba.
—¿Viste algo?
—Sólo a Derry. —Saltó con agilidad los últimos peldaños
ruinosos para acabar al lado de su primo—. ¿Estás listo para
seguir?
—Primero quiero mostrarte algo —dijo Duncan. Con la
fusta, señaló las ruinas que se extendían a lo lejos y
comenzó a andar en esa dirección—. La última vez que
anduvimos por aquí, no estabas en condiciones de apreciar
lo que voy a enseñarte, pero creo que ahora te interesará.
—¿Te refieres al Portal que descubriste?
—Correcto.
Avanzando con cuidado, Morgan siguió a su primo por la
nave en ruinas de la capilla derruida, una mano en la
empuñadura de la espada. El monasterio de San Neot había
sido una floreciente escuela monacal de gran renombre
durante su apogeo. Fue uno de los principales centros
escolásticos deryni. Pero los días de gloria concluyeron con
la Restauración. El monasterio había sido saqueado e
incendiado y muchos de sus monjes asesinados en los
mismos peldaños donde se encontraban en ese momento.
Morgan y Duncan cruzaron la nave y contemplaron los
restos de algo más que se había perdido en el episodio.
—Allí está el altar a San Camber del que me hablaste —
Duncan señaló una losa rota de mármol que asomaba de la
pared occidental—. Comprendí que no podían haber situado
un Portal de Transferencia en un lugar tan abierto,
especialmente durante el Interregno, de modo que seguí
buscando. Aquí.
Indicó unas ruinas, introdujo la cabeza en un hueco y
reptó a través de un estrecho pasadizo sostenido por vigas
caídas y algo putrefactas. Del otro lado, montones de
escombros cubrían el suelo, pero, al seguir a Duncan,
Morgan pudo ver que estaba en lo que debió de haber sido
una sacristía o una capilla de vestir. Se irguió en la cámara
derruida y se frotó los guantes para quitarse el polvo. Notó
el mármol resquebrajado bajo sus pies y las vigas que
seguían sosteniendo parte del techo. Contra la pared
distante, distinguió los restos de un altar vestidor de marfil,
de paneles oscurecidos por el fuego y, a ambos lados,
restos de cajones y de cofres. El suelo estaba poblado de
escombros: bloques de piedra arrancados a las paredes
ruinosas, madera podrida, añicos de vidrio. La fina capa de
polvo que lo cubría todo dejaba ver huellas de roedores o de
animales pequeños.
—Por aquí —indicó Duncan, y fue hasta un punto ante el
altar en ruinas. Se agachó en cuclillas—. Mira. Se ve el
contorno de la losa que señalaba el Portal. Posa tus manos
sobre ella y prueba.
—¿Que pruebe? —Morgan se puso de rodillas al lado de
su primo y descansó las manos enguantadas sobre el
cuadrado. Miró a su primo con aire inquisidor—. ¿Qué se
supone que debo sentir?
—Sólo tienes que tantear la losa suavemente —lo urgió
Duncan—. Los Antiguos dejaron un mensaje.
Morgan enarcó una ceja, con expresión escéptica, y dejó
que su mente quedara en blanco. La proyectó gradualmente
a la losa que tenía bajo sus pies.
¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro!
Asombrado por la intensidad del contacto, Morgan se
apartó involuntariamente y le lanzó a Duncan una mirada
inquisitiva. Volvió a posar las manos sobre el mosaico y se
dispuso a escuchar.
¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro! Sólo he quedado yo
de cien hermanos, para intentar, ya desfalleciente, destruir
este Portal antes de que sea profanado. ¡Amigo, mantente
alerta! ¡Protégete, deryni! Los seres humanos destruyen lo
que no comprenden, ¡Venerado San Camber, defiéndenos
del horror de tanto mal!
Morgan rompió el contacto y buscó a Duncan con la
mirada. El sacerdote tenía un aire solemne y sus ojos azules
brillaban intensamente en la cámara en penumbras; pero, al
ponerse de pie, dejó que una sonrisa jugueteara en sus
labios.
—Lo logró —dijo Duncan, y paseó la mirada por el
recinto, con expresión nostálgica—. Probablemente le costó
la vida, pero pudo destruir el Portal de Transferencia. Es
extraño que a veces nos veamos en la obligación de destruir
lo que más queremos, ¿no crees? Nosotros lo hemos hecho,
como raza. ¡Mira todo este conocimiento perdido, esta
espléndida herencia arruinada! Somos la sombra del pueblo
que fuimos…
Morgan se puso de pie y estrechó el hombro de Duncan
en un gesto afectuoso.
—Basta ya, primo. Los deryni causaron en gran medida
la suerte que les tocó vivir, y tú lo sabes. Ven. Sigamos
andando.
Abandonaron la cámara en ruinas y aparecieron en la
nave una vez más. El sol iluminaba el monasterio con
intensidad, a través de las ventanas vacías del triforio, y
lanzaba a volar las motas de polvo entre las vigas. Todo
adquiría un relieve de luz y tizne sombrío. Se disponían a
cruzar la entrada derruida, rumbo a los caballos, cuando el
aire pareció estremecerse ante la puerta, como si de pronto
el calor hubiese crecido. Al percibir el cambio de textura del
aire, los dos hombres trastabillaron y, finalmente,
retrocedieron, completamente azorados, al ver que una
silueta se recortaba bajo el marco. Era un hombre con
hábito gris y caperuza, un báculo de madera en la mano
derecha y un nimbo de luz dorada alrededor de la cabeza,
que eclipsaba el fulgor mismo del sol. Era la figura que
ambos habían terminado por relacionar con San Camber de
Culdi, el antiguo patrono de la magia deryni.
—¡Khadasa! —masculló Morgan por lo bajo. Dio un salto
hacia atrás, como involuntaria expresión de azoramiento.
—¡Santo Dios! —repitió Duncan, persignándose.
La figura que brillaba en la puerta no desapareció; por
el contrario, se internó hacia dentro, en dirección a ellos.
Morgan dio otro paso hacia atrás. No sabía quién era la
insólita criatura, mas no deseaba contender con ella.
Entonces, se sacudió con un gruñido desfalleciente al ver
que su hombro izquierdo se topaba con algo brillante y
firme, con algo que, al ser rozado, arrojó un rayo dorado.
El hombro siguió doliéndole varios segundos. Mientras
se lo frotaba, lanzó una mirada al desconocido. Duncan y él
observaron atónitos como el hombre levantaba la mano
izquierda y se quitaba la caperuza que le envolvía la
cabeza. Los ojos, a la vez penetrantes y tiernos, eran del
mismo azul profundo que el cielo. Su rostro era antiguo y,
también, intemporal. El nimbo que orlaba su cabeza de
plata parecía un sol cautivo.
—No vayas de nuevo contra las guardias o saldrás
lastimado —dijo el hombre—. No puedo permitir que os
marchéis aún.
Movió los labios, pero lo que oyeron en realidad fue una
voz interior y mental. Morgan miró a Duncan con inquietud y
vio que su primo contemplaba absorto al desconocido y con
una expresión incrédula en el rostro. De pronto, se preguntó
si sería el mismo hombre que Duncan viera en el camino a
Coroth meses atrás y supo que tenía que tratarse de él.
Duncan abrió la boca para hablar, pero el hombre levantó
una mano imperativa y meneó la cabeza.
—Por favor. No tengo mucho tiempo. He venido a
advertirte, Duncan, y también a ti, Alaric, de que vuestras
vidas corren grave peligro.
Morgan no pudo controlar un gesto de desdén.
—Eso no es nada nuevo para nosotros. Somos deryni y
estamos acostumbrados a tener enemigos.
—¿Y enemigos deryni?
Duncan contuvo el aliento, pero los ojos grises de
Morgan se entrecerraron con suspicacia.
—¿Qué enemigos deryni? ¿Vos, señor?
El desconocido lanzó una carcajada diáfana, como si la
réplica le hubiera complacido. Por primera vez, pareció
aflojar su gesto adusto.
—No soy tu enemigo, Alaric. En modo alguno. Si lo
fuera, ¿por qué vendría a advertirte?
—Podríais tener vuestras razones.
Duncan incrustó un codo en las costillas de su primo y
miró al desconocido con la cabeza inclinada a un lado.
—Entonces, ¿quién sois, señor? Tenéis el aspecto de San
Camber, pero…
—Vamos… Camber de Culdi murió hace dos siglos.
¿Cómo podría yo ser él?
—No habéis respondido a la pregunta de Duncan —
insistió Morgan—. ¿Sois Camber de Culdi?
El hombre meneó la cabeza, ligeramente divertido.
—No, no soy Camber de Culdi. Como ya le dije a Duncan
en el camino a Coroth, sólo soy uno de sus humildes
servidores.
Morgan enarcó una ceja con aire dubitativo. Por mucho
que desestimara su santidad, el desconocido no parecía, por
sus modos, ser el humilde servidor de nadie. Por el
contrario, en él había una innegable aura de autoridad, una
inconfudible impresión de estar mucho más acostumbrado a
dar órdenes que a recibirlas. No. Fuera quien fuese, al
menos no era ningún criado.
—Conque sois uno de los servidores de Camber… —
repitió Morgan por fin, incapaz de reprimir en sus palabras
una ligera nota de incredulidad—. ¿Sería muy impertinente
preguntar quién? ¿O acaso no tenéis nombre?
—Tengo muchos —sonrió el hombre—. Pero os ruego
que no me presionéis. Por ahora, prefiero no mentiros y la
verdad podría ser peligrosa para todos.
—Desde luego, tenéis que ser deryni —infirió Morgan—.
Tenéis que serlo, para hacer todas estas cosas, para ir y
venir de ese modo. —El hombre lo observaba con cierto aire
divertido, mientras Morgan se aventuraba a seguir
especulando—. Pero nadie sabe que sois deryni… os habéis
estado ocultando, como Duncan, durante todo estos años. Y
no podéis dejar que nadie lo sepa.
—Si te gusta así…
Morgan frunció el ceño y lanzó una mirada hacia
Duncan. Comprendió que el hombre estaba jugando con él,
pero el sacerdote meneó la cabeza ligeramente.
—El peligro del que habláis —dijo Duncan, acercándose
para poder verlo mejor— y esos enemigos deryni que habéis
mencionado… ¿Quiénes son?
—Lo siento, pero no puedo decíroslo.
—¿No nos lo podéis decir? —comenzó Morgan.
—No puedo deciros lo que no sé —lo interrumpió el
desconocido, imponiendo silencio con una mano—. Lo que sí
puedo comunicaros es lo siguiente: aquellos cuya tarea
consiste en conocer estas cosas han llegado a la conclusión
de que poseéis los mismos poderes deryni que otros de la
más pura estirpe… y algunas otras facultades que ni
siquiera ellos han podido experimentar.
Los dos quedaron boquiabiertos, incrédulos, mientras el
hombre regresaba a la puerta iluminada por el sol y se
volvía a colocar la caperuza.
—Recordad, sin embargo, que, más allá de la verdad de
esta suposición, hay quienes desean poneros a prueba para
averiguarlo y que os retarían a duelo arcano para descubrir
hasta dónde llegan vuestros poderes. —Se volvió apenas,
para mirarlos por última vez—. Pensadlo, amigos. Y tened la
precaución de que no os encuentren antes de que podáis
ejercer vuestras facultades con seguridad… sean cuales
fueren…
El hombre les dirigió una breve reverencia y caminó
hasta donde pacían los caballos. Los animales parecieron no
advertir su proximidad y, mientras Morgan y Duncan iban
hacia la puerta para observarlo, él levantó una mano en
señal de bendición, rodeó a los caballos por detrás y…
desapareció. Ahogando una imprecación, Morgan corrió
hacia las bestias y buscó con frenesí algún indicio del
hombre, pero no pudo hallar nada. Duncan permaneció en
la puerta varios segundos, con los ojos azules posados en
algún recuerdo distante, y, tras atravesar el umbral, acarició
a uno de los corceles que mordisqueaban la hierba.
—No lo encontrarás, Alaric —dijo serenamente—. Como
me sucedió a mí cuando desapareció en el camino a Coroth
unos meses atrás. —Miró al suelo y meneó la cabeza—. No
habrá huellas ni pisadas que delaten su paso. Es como si
nunca hubiera estado aquí. Tal vez nunca estuvo.
Morgan se volvió para mirar a su primo y fue a examinar
el polvo que cubría el suelo a la altura de la puerta. Podría
haber quedado alguna pisada pero, si así había sido, la
alocada carrera de Morgan y de Duncan, con sus pesadas
botas, destruyó toda huella. Sobre la hierba, sin ninguna
duda, no se veían señales de su paso.
—Enemigos deryni… —murmuró Morgan, mientras
regresaba donde su primo—. ¿Comprendes lo que eso
significa?
Duncan asintió.
—Significa que hay muchos más deryni de los que
soñamos siquiera; deryni que conocen su identidad y que
saben cómo usar plenamente sus poderes.
—Y no imaginamos quiénes puedan ser, fuera de Kelson
y de Wencit de Torenth —murmuró Morgan, pasándose
distraídamente una mano por la rubia cabellera—. ¡Por
todos los santos, Duncan! ¿En qué nos hemos metido?
A medida que el día continuara su curso, los dos
llegarían a saberlo un poco mejor.
Varias horas después, Morgan y Duncan conducían sus
caballos hacia un espeso matorral en las afueras de Dhassa.
Tiraron de las riendas y se dispusieron a escuchar. Con
barba, salpicados de lodo y sobre animales ordinarios de
dudosa raza, no habían suscitado sospechas de los viajeros
que cruzaban por el camino transitado. Habían dejado atrás
granjeros, soldados y mercaderes con carretas atiborradas
y, en una ocasión, hasta a un par de mensajeros con el
emblema del obispado de Dhassa.
Pero nadie los había detenido. En ese momento,
recorrían el último tramo hasta el valle que limitaba con
Dhassa por un sendero momentáneamente desierto. Más
allá del promontorio que tenían por delante estaban el valle
y el templo de San Torin. Ambos hombres recordaron con
rostros graves la última vez que habían estado allí.
San Torin era el patrono de Dhassa. La costumbre
establecía que todo aquel que se acercara a la ciudad por el
sur, como Morgan y Duncan, debía detenerse primero y
rendir homenaje al protector de la ciudad, antes de poder
cruzar el lago hasta el portal de la ciudad. En días pasados
—hacía tres meses, para ser precisos—, cerca del lago había
existido un templo centenario, construido íntegramente con
madera de la región. Allí, luego de entrar en el templo, solo
y sin armas (y tras ofrendar su óbolo respectivo), el piadoso
viajero recibía un emblema de peltre para llevar en el
sombrero, que lo señalaba como peregrino. Así, lograba que
los boteros lo transportaran a través del lago hasta la
ciudad. Sin el emblema nadie conseguía ser cruzado, pues
los boteros no se dejaban sobornar. De este modo, los
viajeros que querían entrar a la ciudad por el sur (y evitarse
así un viaje de dos días hasta la puerta norte, por donde la
entrada era libre) ofrecían sus respetos a San Torin. Para la
mayoría, el tiempo ganado bien valía una oración.
Pero el precio que Morgan y Duncan habían pagado tres
meses atrás resultó mucho mayor y nunca pudieron llegar a
Dhassa. Cuando Morgan entró en el templo, fue víctima de
una emboscada: allí donde forzosamente debía posar la
mano, lo aguardaba una aguja traicionera, embebida en la
droga merasha, que enturbia las facultades y la mente de
los deryni.
Cayó en la trampa y la ponzoña surtió su efecto. Cuando
despertó, impotente y confuso, se encontró prisionero del
rebelde Warin de Grey y de uno de los servidores de los
arzobispos. La oportuna intervención de Duncan fue lo único
que salvó a Morgan de una muerte lenta y terrorífica.
El rescate también había tenido un precio. En el curso
de la lucha que sucedió tras la aparición de Duncan, éste se
vio obligado a revelar su identidad deryni y a emplear la
magia prohibida para que pudieran escapar. Durante la
huida del templo, mancillado de sangre y muerte, varias
teas caídas encendieron voraces llamas que convirtieron la
estructura de madera en un infierno furioso. Este
acontecimiento, sumado a los actos anteriores al incendio,
provocó la ola de anatemas que había cubierto a los dos
primos deryni. En ese momento se acercaban a la ciudad
con la esperanza de expiar esas faltas, si alguna vez
lograban penetrar en el refugio de la sede clerical.
Los hombres permanecieron largo rato de silencio,
sentados sobre los caballos en la espesura, escuchando,
olisqueando el aire. Luego, tranquilamente, descendieron de
los animales. Habían visto que un humo azul se elevaba
más allá del risco en el calor del mediodía: el humo de
numerosos fogones. Mientras escuchaban y extendían los
sentidos para indagar el viento, percibieron la presencia de
animales sujetos, el murmullo de voces en el valle y el
aroma penetrante de la madera ahumada en el aire inmóvil
de la primavera.
Con un suspiro de resignación, Morgan miró a su primo
y lanzó una sonrisa triste. Ató su caballo y comenzó a
ascender la ladera rumbo al borde del promontorio. El risco
estaba tapizado de una frondosa vegetación forestal que, al
aproximarse a la cresta, se convertía en un manto de
arbustos y altas hierbas. Atravesaron los últimos metros,
arrastrándose sobre rodillas y manos y, a medida que se
acercaron al final, fueron reptando con el vientre casi contra
el suelo. Parpadeando como lagartijas bajo el sol cegador,
alzaron la cabeza con sigilo para atisbar hacia abajo.
El valle hervía de soldados. Hasta donde llegaba la vista
al sur y hacia la pared este del valle, se veían tiendas y
pabellones rodeados de hombres armados, fogones, forjas,
piquetes de caballos atados y rebaños de animales de
faena. El valle estaba cubierto de una considerable
vegetación, pero los árboles ocultaban poco a los dos espías
que oteaban desde arriba. De las tiendas más
ornamentadas, asomaban mástiles improvisados con
banderas heráldicas, cuyos emblemas refulgían y
temblaban bajo el sol del mediodía. Muchos de los escudos
eran desconocidos y extraños. Ocasionales banderas violeta
y oro o suntuosos pendones púrpura sobre los habituales
estandartes de batalla anunciaban que se trataba de un
ejército episcopal. A juzgar por el estado del campamento,
llevaban largo tiempo allí y, según todos los indicios,
parecían dispuestos a seguir esperando.
Mientras Morgan contenía un suspiro de aflicción,
Duncan le propinó un codazo y señaló hacia la izquierda con
el mentón. Morgan alcanzó a distinguir el sitio donde meses
atrás se había erigido el templo de San Torin. En el lugar de
la iglesia quedaba un hoyo ennegrecido, un revoltijo
chamuscado de vigas y paredes derruidas. Nada más
quedaba del otrora célebre centro de peregrinaje. En el sitio,
se observaba un movimiento de soldados que iban y venían:
despejaban escombros, cavaban entre las ruinas y cortaban
nuevas vigas de madera. Al parecer, los obispos habían
destinado parte del ejército a la reconstrucción del templo
de San Torin, mientras aguardaban la orden de marchar a la
guerra.
Morgan meneó la cabeza, pesaroso, y retrocedió unos
metros hasta poder ponerse de pie sin peligro. Comenzó a
descender la ladera. Cuando llegaron a la seguridad relativa
de sus caballos, Morgan dejó caer un brazo sobre la silla de
montar y lanzó una mirada atenta al rostro de Duncan.
—Ni soñar con que podamos cruzar por entre un ejército
episcopal —dijo en voz baja—. ¿Alguna alternativa?
Duncan jugueteó con la correa de un estribo y frunció el
ceño.
—Es difícil de decir… Aparentemente, no exigen que los
visitantes peregrinen por el templo, pues ya no lo hay. Pero
dudo que dejen cruzar el lago rumbo a Dhassa a cualquiera.
—Hum… Sería bueno saberlo…
Morgan se rascó la barba con el índice, pensativo, e hizo
una mueca.
—¿Y si tratáramos de pasar de incógnito? —sugirió
Duncan tras una pausa—. Con estos ropajes y con la barba,
dudo que alguien nos reconozca. Ya viste que esta mañana,
por el camino, nadie reparó en nosotros. Si piensas que
sería muy osado hacerlo durante el día, podríamos robar un
bote esta noche.
Morgan meneó la cabeza.
—No podemos correr el más mínimo riesgo. Debemos
llegar hasta los arzobispos. Si nos capturaran antes y
tuviéramos que escapar valiéndonos de nuestros poderes,
jamás podríamos convencer a los obispos de nuestra
sinceridad.
—Entonces, ¿qué sugieres? Cabalgar dos días hasta la
entrada del norte? No tenernos tanto tiempo.
—No. Debe de haber otra forma —Morgan se detuvo—.
Lástima que no haya un Portal de Trasferencia por aquí,
¿verdad? Me pregunto cómo los construirían los antiguos…
Duncan lanzó una risita desdeñosa.
—¡Da lo mismo que te preguntes por qué no podemos
volar! Pero lo que podríamos hacer, mientras buscamos una
solución, es hablar con algunos pobladores locales y
descubrir cuál es la verdadera situación en el valle. En el
peor de los casos, siempre podemos encontrar otro
emblema de Torin y tratar de cruzar a plena luz del día.
Como verás, yo sigo teniendo el mío.
Ante el asombro de Morgan, Duncan extrajo el objeto en
cuestión del bolsillo de su faja y lo enganchó en el frente del
gorro. Morgan lo miró y, en silencio, agradeció la previsión
de su primo. Y, mientras pensaba en la última sugerencia,
asintió lentamente. En minutos, ambos se encontraron
marchando hacia la vera del camino para escoger un
informante adecuado.
No tuvieron que esperar mucho. Tras dejar que una
caravana de animales cargados siguiera de largo con sus
custodios, la espera se vio recompensada por la aparición
de un hombre grueso y calvo, con atuendo de escribiente.
Al pasar por delante del sitio donde los dos acechaban, el
hombre se enjugó el rostro sudoroso con la manga del traje
y, como no había nadie más en el camino y no disponían de
mucho tiempo, Duncan miró por última vez a su primo y
salió al encuentro del hombre, haciendo un gesto de saludo.
—Buenos días, señor escribiente —dijo con cortesía. Se
quitó la gorra de cuero de la cabeza y sonrió graciosamente,
mostrando el emblema de Torin—. ¿Podría decirme de quién
es el ejército que se encuentra apostado en el valle?
La súbita aparición de Duncan sobresaltó al hombre.
Cuando retrocedió, con los ojos abiertos de sorpresa, se
topó con Morgan, quien le cubrió la boca con una mano.
—Tranquilo, amigo —murmuró Morgan, y puso en juego
sus poderes cuando el otro se debatió—. Camine hacia atrás
y no oponga resistencia. No le haremos daño.
El hombre obedeció tembloroso, mientras los ojos
adquirían un brillo vidrioso, y Morgan lo arrastró hacia la
espesura, hasta que quedaron lejos del camino. Cuando
llegaron a un sitio conveniente, Duncan posó las yemas de
los dedos sobre las sienes del desconocido y murmuró las
palabras que sellarían el trance. El hombre parpadeó, cayó
en brazos de Morgan y Duncan sonrió con tristeza. Lo
dejaron en el suelo y lo reclinaron contra un tronco. Mientras
Duncan aseguraba el control del individuo, Morgan se puso
en cuclillas.
—Fue demasiado fácil —musitó Duncan, con cierto brillo
en los ojos—. Casi me siento culpable.
—Veamos si puede decirnos algo útil antes de que te
sigas jactando —dijo Morgan, y posó los dedos sobre la
frente del hombre—. ¿Cómo te llamas, amigo? Vamos, no te
ha sucedido nada. Puedes abrir los ojos.
El hombre parpadeó y miró a Morgan con cierta
sorpresa.
—Pues soy maese Thierry, señor. Escribiente de la casa
de lord Martin de Greystoke.
Los ojos, grandes e inexpresivos, no mostraban temor
bajo los efectos del trance deryni.
—Y ésas, reunidas en el valle, ¿son las tropas del obispo
¿Cardiel?
—Sí, señor. Llevan más de dos meses aguardando
órdenes del rey. Se dice que su joven Majestad pronto
llegará a Dhassa para ser absuelto del temible mal que ha
caído sobre él.
—¿Temible mal? —lo interrogó Morgan—. ¿Qué clase de
temible mal?
—Los poderes deryni, señor. Y dicen que ha albergado al
atroz duque Alaric de Corwyn y a su primo, el sacerdote
herético, cuando todos saben que los dos fueron
excomulgados en abril, durante la congregación de los
obispos…
—Ah, sí, sabemos algo de eso… —dijo Duncan con
inquietud—. Pero dime, Thierry, ¿cómo se puede entrar en la
ciudad? ¿La gente tiene que seguir rindiendo homenaje a
San Torin?
—Ah, sí. Hay que honrar a San Torin, señor. Usted lleva
el emblema y tendría que saberlo. Las prendas de
peregrinaje se entregan cerca de donde estaba la antigua
capilla. Los que la incendiaron son unos villanos
incorregibles. El duque Al…
—¿Quién custodia los botes? —lo interrumpió Morgan,
impaciente—. ¿Se los puede sobornar? ¿Qué clase de
guardia hay en los embarcaderos?
—¿Sobornarles, señor? Los boteros de San…
—Tranquilo, Thierry —le calmó Duncan. Tocó la frente
del hombre para ejercer control sobre él—. ¿Es posible que
dos hombres crucen el lago sin ser detenidos en el
fondeadero?
Thierry se había desplomado contra el árbol ante el
contacto de Duncan, pero se repuso enseguida para
proseguir su relato desprovisto de emoción.
—No, señor. Los guardias tienen orden de registrar a
todos los visitantes y de detener a aquellos que parezcan
sospechosos. —Se detuvo con aire pensativo—. Debo decir
que vosotros parecéis sospechosos, caballeros.
—No me digas —murmuró Morgan por lo bajo.
—¿Perdón, señor?
—Pregunté si había otra forma de llegar a Dhassa, que
no sea a través del lago.
Thierry no conocía ninguna. Ni los tres viajeros
siguientes a quienes Morgan y Duncan interrogaron y
dejaron durmiendo bajo los árboles. Por suerte, su quinto
informante, un maestro remendón de cabello cano, les
resultó mucho más útil. Su respuesta a la fatal pregunta
comenzó del mismo modo que en los casos anteriores, sólo
que esta vez terminó de otra forma.
—¿Y conoce otra forma de llegar a la ciudad que no sea
cruzando el lago? —preguntó Morgan pacientemente, sin
soñar que podría recibir una respuesta afirmativa.
—No, señor. Hubo una, pero de esto ya pasaron veinte
años.
—¿Hubo una? —musitó Duncan. Se irguió y miró
rápidamente hacia su primo.
—Sí. Hay una senda que corre a través del paso alto,
rumbo al norte —dijo el hombre, tranquilamente—. Pero,
cuando yo era joven, fue arrasada por los deshielos. Por
fortuna. Pues con ella las almas impías podrían llegar a la
ciudad santa sin rendir homenaje al patrono San Torin. Eso,
desde luego, sería…
—Impensable, por supuesto —convino Morgan, y se
aproximó para mirarlo más de cerca—. Ahora, Dawkin,
dime: ¿dónde está esa senda? ¿Cómo podemos llegar a
ella?
—Ah, no se puede pasar. Se lo he dicho, fue arrasada
por las aguas. Si uno quiere entrar en Dhassa, debe tomar
un bote; a menos que prefiera cabalgar hasta la puerta del
norte.
—No. Lo intentaremos por esta senda —dijo Morgan,
sonriendo—. Ahora, dinos dónde está.
—Cómo no… —El hombre se encogió de hombros—. Id
al camino y seguidlo durante casi un kilómetro y allí se
abrirá una senda que va hacia el norte. Después de unos
doscientos metros, la senda entra en un desfiladero que se
abre al norte y al oeste. Hay que tomar la que va al norte,
pues la del oeste conduce a la aldea de Garwode. Y,
después de eso, os encontraréis en la vieja senda.
—Nos has sido de gran ayuda, Dawkin —sonrió Morgan,
y asintió en dirección a Duncan.
—Pero no les servirá de nada —siguió farfullando el
hombre, mientras Duncan se inclinaba hacia él—. La senda
fue arrasada por las aguas y…
Cuando Duncan le aplicó sus poderes, la voz del
remendón se perdió en un murmullo y el hombre se hundió
en un sueño poblado de ronquidos. Duncan se puso de pie,
sonriente, y miró al hombre. Luego, tras pensarlo mejor, le
quitó de la camisa el emblema de Torin. Se lo tendió a
Morgan, con una sonrisa picara, cuando regresaban donde
los caballos y Morgan lo lustró contra la manga antes de
fijarlo al sombrero. El peltre hurtado brilló con un tinte tibio
y plateado bajo el sol que filtraban las hojas. Montaron en
los animales.
—Recuérdame que ofrezca una oración especial en
agradecimiento a maese Dawkin la próxima vez que
visitemos el templo de San Torin en circunstancias
normales, Duncan.
—Lo haré, la próxima vez que visitemos el templo en
circunstancias normales…
Una hora más tarde, los dos jinetes se encontraban
ascendiendo por las paredes rocosas que delimitaban el
lago Jashan y la ciudad de Dhassa desde las planicies
onduladas del oeste. Después de tomar la bifurcación que
Dawkin había descrito, descendieron por una suave ladera y
llegaron a un prado de hierba verde. Un puñado de ovejas y
de cabras maltrechas mordisqueaba los pastos con gusto,
sin prestar mucha atención a los jinetes. Apenas observaron
a los caballos con cautela unos minutos. A Duncan y a
Morgan les había llevado un tiempo situar la senda que
partía del lado exterior del prado, pero, al fin, tras
encontrarla, los dos se aventuraron a recorrerla.
Era poco más que una huella y, obviamente, no muy
transitada. La hierba tierna y verde que había crecido en los
días recientes casi no había sido pisoteada. En cada asomo
de tierra que dividía la roca, brotaba una caótica profusión
de florecillas silvestres. Pero la senda se hacía más difícil a
cada paso, a medida que la pendiente se tornaba escarpada
y el suelo, menos firme. Los caballos aún podían pisar sin
demasiados traspiés, pero, unos metros más arriba,
comenzaba a escucharse el rumor de una corriente de agua.
Morgan, quien iba por delante, se mordió el labio al
reconocer el sonido, y se volvió para mirar a Duncan.
—¿Oíste eso?
—Parece ser una cascada. ¿Qué apuestas a que…?
—No lo digas —lo detuvo Morgan—. Estaba pensando en
lo mismo.
El sonido del agua se volvió más intenso y, al doblar la
siguiente curva que les deparó la senda, no se
sorprendieron al descubrir que un riacho de considerable
caudal obstruía su paso. A la izquierda, una cascada rugía
por la ladera de la montaña y formaba un torrente veloz que
desaparecía en el bosque, a la derecha, en dirección al lago
Jashan. Parecía no haber modo de rodearlo.
—Vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí? —Morgan tiró de las
riendas para examinar el curso de agua.
Duncan detuvo el caballo al lado de Morgan y estudió la
cascada, con desolación.
—En caso de que pidas una respuesta, eso se llama
cascada. ¿Alguna idea brillante?
—Me temo que, brillante, ninguna —Morgan avanzó por
la orilla unos metros para observar el curso de la corriente
—. ¿Qué profundidad crees que tendrá?
—Hum… De tres a cinco metros, supongo. De todos
modos, es demasiado honda para nosotros. Los caballos
nunca podrían cruzar por semejante corriente.
—Sí. Probablemente tienes razón —dijo Morgan.
Volvió a tirar de las riendas y se volvió sobre la silla de
montar para recorrer la catarata con la vista, hacia arriba.
—¿Y si subimos por la cascada? Podríamos cruzar,
aunque los caballos no pudieran.
—Vale la pena intentarlo.
Duncan pasó una pierna por encima de la silla y saltó al
suelo. Se echó el manto de cuero sobre los hombros y soltó
las riendas del animal. Comenzó a trepar por un sendero
relativamente fácil hacia la cascada, mientras Morgan
desmontaba, aseguraba el caballo y se disponía a seguirlo.
Ya habían subido unos dos tercios de la ladera del risco
cuando Duncan se detuvo momentáneamente y se
encaramó para tender una mano a Morgan. Se encontraron
en una cornisa que les pareció normal en principio, pero,
tras observar atentamente, vieron que se abría una
profunda fisura vertical sobre la piedra, de más de tres
metros de altura, y que se perdía en la bruma de la cascada
estruendosa. Dieron varios pasos traicioneros hasta poder
llegar a un punto desde el cual les fue posible escudriñar en
el interior.
Era una grieta estrecha. En la entrada no tendría más
de cinco pies pero, desde donde estaban, no se veía la
pared trasera, perdida en las sombras. Los muros laterales,
hasta donde eran capaces de ver, se encontraban cubiertos
de un rico tapiz de musgo y liqúenes. El terciopelo perfecto
sólo era interrumpido por una rara mancha de topacio o
rubí. Sobre el suelo de la grieta, que se extendía un metro
por encima de la cornisa, corría un delgado hilo de agua
helada que surgía de una raja en la roca desnuda. El agua
era tan fría que, allí donde el sol conseguía golpearla, el aire
se condensaba en una bruma temblorosa.
Morgan y Duncan contemplaron con asombro el vapor
serpenteante durante unos segundos. No se atrevían a
quebrar el etéreo hechizo que el sitio había creado.
Entonces, Duncan suspiró y la magia se deshizo. Juntos,
escudriñaron en la rendija.
—¿Qué piensas? —susurró Morgan—. ¿Podría llegar
hasta el otro lado?
Duncan se encogió de hombros y se acercó
cautelosamente para inspeccionarla más de cerca pero, tras
una mirada de rigor, meneó la cabeza y comenzó a salir.
Morgan tendió una mano para ayudarlo y, al erguirse
nuevamente, Duncan volvió a mover la cabeza con
resignación.
—Sólo se interna un metro. Veamos qué hay en la cima.
Las perspectivas no eran mejores que abajo. El agua
corría deprisa y trastabillaba sobre rocas gastadas y
enormes peñascos en el lecho de la corriente. No era muy
profunda, quizá allí pasase unos centímetros del metro
apenas, pero el cauce parecía traicionero. Un paso en falso
podría arrastrar a un hombre por debajo y arrojarlo por la
cascada a las rocas que dormían debajo. Un poco más
arriba, el torrente se tornaba más violento; había bancos
cortados a pico a cada lado y no quedaba espacio suficiente
ni para que un hombre posara los pies a nivel del agua ni
para que cruzase. Quizás aguas abajo, tras descender la
cascada, pudieran encontrar algún otro modo de atravesar
la corriente.
Con una rápida mueca de desencanto, Morgan inició el
descenso por la ladera del acantilado. Duncan se dispuso a
seguir, por encima de él, pero, no bien Morgan comenzó a
bajar, Duncan miró hacia abajo y se detuvo, inmóvil.
Alarmado, tocó el hombro de su primo.
—Alaric —murmuró, aplastando el cuerpo contra la roca
y deteniendo a Morgan con un gesto de advertencia—. No te
muevas. ¡Despacio, vuélvete y mira lo que hay atrás!
VIII
Pon tu sombra como noche en medio del día.
Isaías, 16:3

Morgan volvió la cabeza lentamente y miró hacia el sitio


que señalaba Duncan. Al principio, no vio nada fuera de lo
normal, sólo uno de los caballos que pacía tranquilamente a
la vera del arroyo, debajo. Luego, advirtió que no veía el
otro animal y creyó ver un fugaz movimiento más abajo,
cerca de la cascada. Se inclinó más para reconocer el
movimiento y se detuvo, helado. Apenas creyó lo que sus
ojos le mostraron.
Cuatro niños, de cabelleras húmedas y revueltas y
túnicas de hilado casero adheridas a los cuerpecillos,
guiaban al segundo caballo a las aguas por el borde de la
cascada. Habían encapuchado a la bestia con lo que parecía
ser una manta de las alforjas y uno de los niños había
puesto la mano sobre el hocico para impedir que relinchara
a medida que lo internaban en la fría corriente.
El mayor de los cuatro tendría unos once años y el
menor no podía tener más de siete.
—¿Qué demonios…? —comenzó Morgan, lanzándole a
Duncan una mirada furibunda.
Duncan frunció los labios con pesar y se dispuso a
descender el risco para perseguirlos.
—Vamos. Los ladronzuelos nos robarán ambos caballos
si no nos damos prisa.
—No, aguarda.
Morgan aferró a su primo por el manto y lo detuvo en
mitad del movimiento. Observó a los niños, que marchaban
con el animal hacia la cascada por un tramo de aguas
tranquilas.
—Creo que esos crios conocen una forma de cruzar.
Mira.
Morgan no había terminado de hablar cuando los niños
y la bestia desaparecieron detrás de la catarata. Miró a su
alrededor, descendió parte del acantilado y le hizo señas a
Morgan de que fuera hasta un saliente de la roca, junto a él.
Se refugiaron y vieron que el grupo volvía a aparecer por el
otro lado, empapado y tembloroso, pero sin mayores
tribulaciones. De los cuatro, la menor era una niña, a juzgar
por las largas trenzas que chorreaban en la espalda, que
trepó el barranco con ayuda de sus compañeros. Luego,
tomó las riendas y condujo al caballo fuera del agua, entre
resoplidos. Mientras la pequeña trataba de serenar al
animal y le quitaba la manta para enjugarlo, los otros tres
volvieron a internarse en la cascada. Con una mirada de
satisfacción, Morgan palmeó a Duncan en el hombro y
volvió a descender el tramo restante de la cascada,
tratando de no mostrarse demasiado. Cuando su primo y él
se ocultaron detrás del caballo que quedaba, la desazón
había dejado paso a una ligera algarabía. Al ver que los tres
crios salían de la cascada y se lanzaban a correr por la
orilla, empapados hasta los huesos, Morgan reprimió el
deseo de sonreír.
Los tres aventuraron una mirada a la compañera que
esperaba al otro lado, quien dejó pastar al animal mientras
recorría el risco sobre el nivel donde estaban los chicos;
entonces, se dirigieron resueltamente hacia el otro caballo.
Morgan los dejó llegar casi hasta el animal. Uno de ellos
llegó incluso a tomar las riendas y a acariciarle el hocico.
Entonces, Morgan y Duncan salieron de su escondite y
comenzaron a atrapar niños.
—¡Michael! —aulló desde la orilla opuesta la que había
quedado sola—. ¡No, no! ¡Dejadlos partir!
En un lío de gritos, pataleos frenéticos y tironeos
escurridizos, los crios lucharon por escabullirse de sus
captores. Morgan pudo aferrar con fuerza al primero, el que
había puesto las manos sobre el caballo, y, por un instante,
capturó también al segundo; pero éste resultó ser el mayor
y el más fuerte, peleó mucho y, tras unas sacudidas
violentas, pudo zafarse y huir hacia la cascada, como una
ruidosa exhalación.
Mientras sostenía al tercero, Duncan intentó capturar al
fugitivo, pero terminó con una túnica desgarrada por toda
paga. El niño —no quedó dudas de lo que era tras ver el
cuerpecito desnudo— buscó la cascada y se lanzó a las
aguas como una anguila. Antes de que ninguno de los dos
pudiera dar un paso en esa dirección, el pequeño había
desaparecido bajo las aguas.
Los que habían podido capturar chillaban y gritaban.
Morgan tuvo que acallar al suyo con una ligera presión de
los dedos. La niña, en la orilla opuesta, se había subido al
caballo y lo conducía hacia la cascada para rescatar al que
nadaba. Le tendió una mano y lo ayudó a salir de la
corriente. Morgan no tuvo más remedio que conjurar un
hechizo. La magia no haría sino atemorizar más aún a los
pequeños, pero no podía permitir que escaparan y que
anduvieran contando por ahí que habían visto a dos
extraños tratando de cruzar el riacho. Morgan dejó que su
presa cayera al suelo y levantó los brazos.
Mientras los dos que habían ganado el lado opuesto
intentaban huir, clavando las piernuchas flacas contra la
pesada montura en su afán de hacer mover al caballo, se
alzó de pronto un muro incandescente ante ellos, que les
impidió el paso. Los niños tiraron de las riendas,
despavoridos. Los ojos parecieron salírseles de las órbitas,
al ver que el muro se convertía en un semicírculo que los
confinaba contra la margen del arroyo. Duncan durmió al
que tenía sujeto y lo tendió sobre la silla del otro caballo;
pero, entonces, se llevó una mano sangrienta a la boca y se
inclinó para hundirla en el agua torrentosa.
—¡Una de las bestezuelas me alcanzó a morder! —
musitó, mientras Morgan acomodaba al otro sobre la silla,
junto con el primero, y lanzaba una mirada de preocupación
hacia los dos de la margen opuesta.
Morgan blandió un dedo ante los crios y los amenazó:
—¡Quedaos donde estáis y no os sucederá nada! No voy
a haceros daño, pero todavía no puedo dejaros en libertad.
No os mováis de aquí.
Mientras los niños lo miraban, con ojos desorbitados y
presas del terror, pese a las palabras de Morgan, Duncan
tomó las riendas del caballo que aún les quedaba y lo
condujo hacia la cascada. Le echó sobre la cabeza la manta
que había conseguido recuperar del fugitivo. Morgan
comenzó a andar al lado del animal, mientras enderezaba a
los pequeños que dormían sobre la silla y observaba
atentamente a los otros dos. Al penetrar en el agua helada,
contuvo el aliento involuntariamente y, durante un segundo,
perdió casi el control del anillo de luz. Luego, se internó en
la cascada lentamente junto con el caballo. Detrás del muro
rugiente de aguas, había una estrecha cornisa, por la cual el
agua llegaba a la cintura. Estaba cubierta de musgo y
resultaba muy traicionera, pues el suelo aparecía plagado
de guijarros sueltos, redondeados por la corriente, que
resbalaban bajo las herraduras y bajo las botas. Así y todo,
pudieron llegar al otro lado sin graves incidentes. Cuando el
caballo nervioso trepó a la orilla, Duncan atrapó a los dos
niños que se deslizaban de la montura y los posó
suavemente sobre un cuadrado de césped, bajo el sol.
Morgan serenó al animal, enarcó una ceja y avanzó hasta
los dos que aguardaban con el otro caballo. Estaban
inmóviles sobre la silla, pero, cuando Morgan atravesó el
arco de luz y puso su mano húmeda sobre la rienda, lo
miraron con ojos desafiantes. Cuando posó sus ojos sobre
ellos, la luz desapareció.
—Ahora, ¿vais a decirme qué pensabais hacer con mi
caballo? —les preguntó tranquilamente.
La pequeña, que iba delante, miró a su compañero y
gimió, antes de clavarle los ojos con pavor. El mayor
estrechó sus brazos alrededor de la cintura de la pequeña
para consolarla. Miró a Morgan con dureza, detrás del
espanto.
—¿Sois deryni, verdad? ¡Estáis espiando a Sus
Excelencias los obispos!
Morgan reprimió una sonrisa y retiró a la niña de la
montura. La criatura cayó inerte no bien Morgan puso las
manos sobre ella, más de miedo que de cualquier
manifestación de poder deryni. El niño se irguió sobre el
caballo y sus ojos violeta se helaron en el pequeño rostro
bronceado. Morgan le tendió la niña a Duncan y, a cambio,
recibió una túnica empapada, que arrojó al niño. Sus ojos
brillaron divertidos, al ver que el pequeño se metía la
camisa por la cabeza sin decir una palabra.
—¿Y bien? —repitió el crío, acomodándose la túnica con
un gesto desafiante—. ¿Sois deryni o no? ¿No estabais
espiando acaso?
—Yo pregunté primero. ¿Qué ibais a hacer con mi
caballo? ¿Venderlo?
—Claro que no. Mis hermanos y yo íbamos a llevárselo a
nuestro padre, para que pudiera marchar a caballo con el
ejército de los obispos. Los capitanes le dijeron que nuestro
percherón era demasiado viejo y que no podría resistir una
larga travesía.
—Ibais a llevárselo a vuestro padre… —repitió Morgan,
asintiendo lentamente—. Hijo, ¿sabes cómo se llama la
gente que se lleva lo que no le pertenece?
—¡No soy ningún ladrón, ni soy su hijo tampoco! —
espetó el niño—. Miramos y no vimos a nadie, de modo que
pensamos que los caballos se habrían fugado del
campamento que hay en el valle. Después de todo, son
caballos de guerra.
—¿Ah, sí? —preguntó Morgan, divertido—. Y pensaste
que dos caballos así andarían sueltos por cualquier parte.
El niño asintió seriamente.
—Desde luego, mientes —dijo Morgan sin ambages.
Cogió al niño de un brazo y lo hizo bajar hasta el suelo—.
Pero era de esperar. Dime, ¿hay más obstáculos entre este
sitio y Dhassa, o…?
—¡Sois espías! ¡Lo sabía! —estalló el pequeño, que se
lanzó a pelear en cuanto puso los pies en tierra—. ¡Dejadme
ir! ¡Ay, me lastimas! ¡Basta!
Morgan, irritado, meneó la cabeza, lo sujetó por un
brazo y se lo torció por detrás de la espalda, hasta que el
niño se dobló por el dolor. Cuando dejó de forcejear, puesta
toda su atención en el brazo dolorido (que, según se había
dado cuenta, no dolía si se comportaba dócilmente), Morgan
lo soltó de pronto y lo giró para mirarlo de frente.
—¡Ahora, relájate! —le ordenó. Posó sobre él sus
profundos ojos grises para leerle la mente en busca de la
verdad—. ¡No tengo tiempo para escuchar tus raptos de
locura!
El niño trató de oponerse, pero no pudo resistirse a
Morgan. Durante unos segundos, sus ojos azules desafiaron
los del hombre, antes de que su joven brío cediera y el niño
parpadeara. Cuando el pequeño se tranquilizó lo bastante
para poder ser interrogado, Morgan se irguió, le soltó los
brazos y, con un suspiro, se arregló el cinto y un mechón
rebelde de pelo.
Mirándolo a los ojos una vez más, le preguntó:
—¿Qué puedes decirme sobre el resto de la senda?
¿Podríamos llegar al otro lado?
—A caballo, no —repuso el niño serenamente—. Tal vez
podáis llegar a pie, pero montados, nunca. Hay un sector
resbaladizo, que ni siquiera los caballos salvajes de la
montaña pueden atravesar. Hay fango y musgo.
—¿Una zona resbaladiza? ¿No hay otro camino?
—Para ir a Dhassa, no. Por donde veníais, se llega a
Garwode. Casi nadie usa esta senda, porque no se puede
pasar ni con animales ni con carga.
—Ya veo. ¿Hay algo más que puedas decirnos sobre esa
zona resbaladiza?
—No mucho, en realidad. La peor parte se encuentra a
unos cien metros, pero, antes de comenzar el paso, podréis
ver el lado opuesto de la senda. Seguramente en esta época
del año habrá mucho lodo. Tendréis que cruzar con
muchísimo cuidado.
Morgan miró a Duncan, quien durante el interrogatorio
se le había aproximado.
—¿Algo más?
—¿Qué sabes del portal de Dhassa? ¿Tendremos
problemas para pasar?
El niño miró a Duncan, pensativamente, advirtió el
emblema de Torin sujeto al sombrero y meneó la cabeza.
—Con los emblemas, pasaréis. Mezclaos con otras
personas que salgan del fondeadero. En esta época hay
cientos de extranjeros en Dhassa.
—Excelente. ¿Más preguntas, Duncan?
—No. Pero ¿qué haremos con ellos?
—Los dejaremos aquí, con los caballos y un falso
recuerdo que explique el tiempo transcurrido. No podremos
llevar los animales a ninguna parte.
Morgan tocó la frente del pequeño con suavidad y lo
sujetó antes de que se desplomara. Luego, lo llevó hasta
donde se encontraban los otros tres.
—Qué demonio de crío, ¿eh?
Duncan lanzó una sonrisa burlona.
—No me sorprendería que fuera el que me mordió.
—Hum. Probablemente yo también te hubiese mordido
—comentó Morgan.
Mantuvo la mano sobre la frente del niño durante unos
instantes, proyectó los recuerdos deseados y, luego, se
echó las alforjas al hombro.
—¿Listos para patinar un rato, primo? —le propuso con
una sonrisa.
El cruce sobre el que Morgan bromeaba con tanta
ligereza casi les costó la vida. El tramo de senda afectado
por los deslizamientos, aunque un tercio más corto de lo
que habían supuesto, fue dos veces más escarpado y
traicionero. Además de estar cubierto de esquistos y de
arena, había muchísimo lodo. Pero no era ese fango espeso
que, en caso de deslizamientos, impide moverse, sino una
ciénaga viscosa, que en un abrir y cerrar de ojos se
convertía en un fluido casi líquido. En el cruce se perdieron
las alforjas de Duncan y, por poco, no cayó también su
dueño. Pero, una vez que pasaron la ladera, el camino
resultó tan sencillo como lo había anticipado el niño.
Cuando, mediada la tarde, llegaron a la margen del lago
Jashan que daba sobre Dhassa, les resultó relativamente
fácil atravesar la puerta junto con un grupo de pasajeros
que acababa de llegar al fondeadero. Ese día y el siguiente
habría mercado y, en efecto, Dhassa estaba plagado de
extranjeros. A los recién llegados les costó poco avanzar
desde la puerta hasta la plaza del mercado, colmada de
gente, que se extendía delante del palacio del obispado.
Morgan tomó varias frutas de un puesto y le entregó
una pequeña moneda al mercader. Luego, regresó a la
multitud y se dedicó a escuchar y a observar. Duncan y él
llevaban casi una hora en la plaza, caminando entre los
habitantes de la ciudad, haciendo preguntas ocasionales o
tan sólo escuchando. Pero hasta ese momento, no habían
podido descubrir una forma de entrar en el Palacio del
Obispo sin ser reconocidos. Era fundamental que supieran
mantener cerrada la boca, pues el mercado estaba lleno de
soldados dispersos entre la muchedumbre. Por otra parte,
tampoco se atrevían a esperar mucho tiempo, ya que el
crepúsculo no tardaría en caer y, con él, la plaza quedaría
vacía. Como no tenían dónde ir cuando se hiciera la noche,
su situación sería mucho más evidente.
Las imágenes, los aromas y los sonidos del mercado se
entretejían en la plaza en un mosaico de colores brillantes,
risas vocingleras y resoplidos de animales. Entre ellos,
flotaba el olor intenso de especias y excrementos, de pan
recién horneado y de carne asándose en espitas; los
chillidos de los cerdos y de las ovejas; el cacareo
enloquecedor de las gallinas y demás criaturas
emplumadas… Morgan miró distraídamente a un grupo de
bufones que representaba al aire libre, afuera de una tienda
de seda. Alcanzó a percibir un perfume cargado y dulzón
cuando un soldado corrió la cortina para salir. Desde el
interior provino una música leve y tintineante y una risa de
mujer. El hombre se entremezcló en la multitud, con ojos
vidriosos y paso vacilante, para perderse rápidamente de
vista. Un par de criaturas lo empujaron por detrás,
describiendo grandes arcos con las cestas cargadas; pero
eran doncellas desgreñadas y de sucio aspecto.
Decididamente, no pertenecían a la clase de mujer que
agradaba a Morgan.
Dejó caer las alforjas del hombro e hincó los dientes en
una de las manzanas que llevaba en la mano. Paladeó entre
los dientes la jugosa acidez. En su paseo, siguió mirando en
derredor y vio que, unos puestos más allá, su primo
compraba pan fresco y un trozo de queso de campo.
Duncan se detuvo un instante ante la tienda de la música
tintineante y el perfume dulzón. También él frunció el ceño y
se alejó del lugar. Morgan reprimió una sonrisa y comenzó a
seguir la dirección en que iba Duncan. Andaba, comía y
miraba. Por fin, Duncan se sentó en el borde de una fuente
pública a comer trozos de pan y rebanadas de queso que
cortaba con la daga. Morgan se abrió camino hasta la fuente
y depositó las alforjas y la fruta al lado de su primo. Se
reclinó contra una pared y prosiguió su escrutinio del
mercado ajetreado, en un claro esfuerzo por no llamar la
atención. Nunca se sabía quién podía estar mirando…
—¡Qué trajín!, ¿eh? —dijo en voz baja. Terminó la
manzana y arrojó el corazón a los pies de un burro
pesadamente cargado. Tomó un trozo de pan con queso y
comenzó a mordisquearlo, mientras sus ojos grises no
cesaban de trabajar—. Espero que tú hayas encontrado más
que yo.
Duncan tragó un bocado de pan con queso y miró en
derredor, cauteloso.
—Me temo que poco de utilidad inmediata. Pero te diré
esto: los obispos tendrán problemas entre manos si no
hacen algo pronto. Por ahora, el apoyo popular está de
parte de Cardiel y su ejército, pero hay muchos que no se
sienten satisfechos con sus planes. Para ellos es una
desgracia que las autoridades de la Iglesia riñan entre sí
hasta el punto de llegar al cisma; y no los culpo.
Especialmente en vísperas de guerra.
—Hum… —Morgan cortó otro pedazo de pan con queso
y, antes de acercarse a Duncan, miró hacia atrás—. ¿Oíste
algo sobre el viejo obispo Wolfram?
—No. ¿Qué pasó?
—Hubo un intento de asesinato hace unas semanas. No
tuvo éxito, pero… —se interrumpió al ver que un par de
soldados se acercaban. Dio otro bocado de queso y
mordisqueó lentamente, hasta que los dos se alejaron—. De
todas formas, por esa razón las puertas de la ciudad son tan
vigiladas. Cardiel no se arriesga a que uno de sus obispos
sufra alguna desgracia. Si ahora muriera alguno de los Seis,
Loris y Corrigan designarían a su sucesor en Coroth. Y todos
sabemos a quién sería leal el nuevo obispo.
—Así, Loris lograría los doce votos que necesita para
que sus decretos tengan vigencia en ley y en acto —
murmuró Duncan.
Morgan acabó el queso y se frotó los guantes contra los
muslos. Luego, se volvió hacia la fuente, para beber agua
fresca. Al beber, sus ojos se posaron sobre las puertas del
palacio y sobre las torres que había más atrás. Llenó un
cacillo y se lo tendió a su primo para que bebiera. Volvió a
sentarse a su lado.
—Oye —murmuró Morgan, mientras estudiaba la
muchedumbre en la plaza—, me parece que el gentío
comienza a dispersarse; si no decidimos pronto qué hacer,
nos pondremos en evidencia.
Duncan le devolvió el cacillo a Morgan y se frotó la boca
contra la manga.
—Lo sé. Hay menos soldados y más clérigos.
En una torre lejana, a espaldas de ellos, se oyó un
tañido de campanas, que pronto se repitió desde el gran
campanario del Palacio. Cuando las campanas comenzaron
a sonar, Duncan se detuvo, recorrió la multitud con la vista
y se irguió lentamente, con una expresión intensa en el
rostro.
—¿Qué ocurre? —musitó Morgan. Veía aproximarse a un
grupo de soldados y no deseaba que la voz ni los gestos
delataran su inquietud.
—Los monjes, Alaric… —susurró, señalando el portal—.
Mira dónde se dirigen.
Morgan se volvió con disimulo y dejó que sus ojos
siguieran la dirección indicada por su primo. En la parte
inferior izquierda de la inmensa puerta que daba al palacio,
se había abierto una puertecilla auxiliar para dar paso a un
puñado de monjes encapuchados. Cuando devolvió la
mirada a su primo, éste ya se encontraba guardando los
restos de queso y pan dentro de las alforjas. Duncan le
lanzó una rápida sonrisa cómplice y tomó la última manzana
que quedaba, para lustrarla contra la manga. Intrigado,
Morgan cogió las alforjas y siguió a Duncan, que se
encaminaba hacia el portal. Cuando los dos llegaron al
extremo de la plaza, Morgan le tocó el codo con aire
inquisidor.
—¿Ves hacia dónde se dirigen los monjes? —masculló
Duncan entre bocados de manzana.
—Sí.
Duncan mordió otro pedazo de manzana y continuó
caminando.
—Nadie los detiene, ¿verdad? —añadió—. Ahora mira de
dónde provienen, a tu izquierda. Hazlo con disimulo.
Morgan lanzó una mirada indiferente y, por fin, advirtió
una puerta que conducía a un sitio a oscuras, que era al
parecer la entrada lateral de un monasterio. Ninguno era
rechazado.
—¿Adonde van? —murmuró Morgan, mientras su primo
terminaba la fruta y se acomodaba la espada bajo el manto.
Las puertas principales de la iglesia se encontraban más
hacia la izquierda, por debajo de las gruesas torres de
piedra. Había parroquianos que entraban y varios monjes de
pie al lado de la puerta, para recibir a los visitantes.
—Tendría que haberme dado cuenta antes —dijo
Duncan, por lo bajo— de que en toda ciudad donde vive una
extensa comunidad monástica existe la costumbre de que
los hermanos asistan a los servicios religiosos en la basílica
del obispo, si la hay. Van a Vísperas.
—Vísperas… —repitió Morgan. Se produjo un breve
silencio, durante el cual continuaron la marcha hacia la
iglesia. Se alejaban de las puertas del palacio—. Duncan,
¿no estarás pensando que asistamos a Vísperas en esa
iglesia, verdad? —Más que una pregunta, era una
afirmación.
Duncan asintió con la cabeza ligeramente. Morgan tuvo
que controlar una sonrisa.
—Eso imaginé.
Diez minutos más tarde, dos monjes más se unían a la
hilera de hermanos que ingresaban lentamente en el Palacio
del Obispo. Los dos sacerdotes, de altas caperuzas negras y
sotanas hasta el suelo, caminaban enérgicamente para no
rezagarse de sus demás compañeros. Al pasar ante los
centinelas que custodiaban la puertecilla lateral, inclinaron
la cabeza humildemente, con las manos ocultas entre los
pliegues de las mangas anchas y largas. Dentro, en los
extensos pasillos de tenue luz, sus pasos resultaron
curiosamente apagados entre las sandalias de sus cofrades.
Pero los dos se comportaron con cautela. No hicieron
nada que pudiera destacarlos de los demás pues, bajo sus
ásperos hábitos negros, había filosas espadas, apretadas
contra los flancos, y dagas en las muñecas y en las botas.
Bajo las sotanas, atuendos de montar, de cuero y, bajo
éstos, brillantes cotas de malla. Pero había otro detalle que
los habría destacado del resto de los monjes: esos dos que
iban al final de la hilera eran deryní y en sus almas moraba
la magia.
Morgan y Duncan se apartaron cuando el resto de la fila
se internó en la basílica. Se fundieron entre las sombras que
cubrían un nicho al final de un pasillo cercano. Al cabo de
unos instantes, el canto de los sacerdotes llenó los
resquicios de la iglesia y, luego, la letanía del servicio
mismo. Varias veces, las puertas se abrieron para dar paso
a monjes tardíos y, en una ocasión, Duncan creyó escuchar
la voz del obispo Cardiel en el interior.
Entonces, la ceremonia de Vísperas concluyó y las
puertas se abrieron de par en par. De la capilla, salieron
criados de la casa del obispo, pajes y escuderos, varios
nobles y sus damas y unos cuantos prelados, en un
murmullo de conversación. Ante las puertas, el corredor se
abría en pequeños pasillos y cada feligrés se alejaba por
uno distinto. En medio de todos, venían Cardiel y Arilan,
seguidos de cerca por un número de sacerdotes y de
amanuenses. Y, detrás, más lores y damas de la nobleza.
Duncan le propinó a Morgan un codazo en las costillas, al
ver a los dos prelados, pues conocía a Arilan y había visto a
Cardiel de cerca en una ocasión anterior. Pero Morgan se
quedó atónito y el aliento se le heló en el pecho al posar los
ojos en una mujer con un niño, que seguían a la procesión,
detrás de los nobles. La mujer, vestida en satén azul cielo,
hablaba en voz baja con otra mujer de cabellos más oscuros
y posaba la mano sobre el hombro de un niño de cuatro
años, quizá. Era alta y esbelta y de porte real, aunque
delicado. Casi involuntariamente, los ojos de Morgan se
abrieron, desmesurados, para grabar en la memoria hasta
el más mínimo detalle.
Ojos profundos e inmensos de un color azul oscuro, en
un rostro con forma de corazón y enmarcado por un velo de
gasa. El cabello, del color del fuego a la luz del sol, se abría
como dos alas a la altura de las sienes, para unirse por
detrás en un lazo flojo. La nariz era femenina y ligeramente
respingada y los pómulos, altos, remedaban los pétalos de
una rosa en tersura y matiz. La boca, generosa y de labios
firmes, invitaba con la promesa de su color. A su lado, iba un
niño de cabello rojizo, sedoso y revuelto, y con soñolientos
ojos azules.
Sin contar sus sueños, sólo los había visto una vez,
anteriormente, en un carruaje frente al templo incendiado,
no lejos de allí. Pero desde entonces, su imagen quedó
indeleblemente grabada en la memoria. Se dijo a sí mismo
que la mujer tenía marido y un hijo de otro hombre. Luego,
se preguntó quién podría ser. Sintió una ligera presión en el
codo izquierdo y, al volverse, encontró a su primo,
mirándolo de un modo curioso. Morgan le lanzó una mirada
de disculpa mientras trataba de recobrar la razón y, antes
de volver la atención a los dos obispos, quiso quedarse con
una última imagen de la mujer y el niño en el pasillo. Pero
ambos habían desaparecido.
Duncan se echó la caperuza sobre los ojos y avanzó con
paso sereno. Morgan lo siguió, tratando de copiar la
humildad que Duncan ponía en los modos y en las pisadas.
Los dos obispos habían girado en la anterior intersección
pero, cuando Duncan y Morgan se acercaron a prudente
distancia, pudieron volver a verlos. Los dos prelados
desaparecieron detrás de una puerta doble.
Desconcertados, los dos deryni se detuvieron cerca de la
puerta y consideraron lo que debían hacer a continuación.
—¿Qué hay allí? ¿Lo sabes? —murmuró Morgan.
Duncan meneó la cabeza.
—Nunca antes había estado aquí. Podría ser la cámara
de la Curia, por lo que sé. Tendremos que arriesgarnos a…
Se interrumpió al ver que un grupo de soldados aparecía
por la esquina y se detenía ante las puertas. Uno de ellos
golpeó respetuosamente. Otro miró a un costado y vio a los
dos monjes de pie. Frunció ligeramente el ceño y le
murmuró algo a uno de sus camaradas. Luego, se dirigió
hacia ellos con aire resuelto. Morgan y Duncan, tras cambiar
miradas de aprensión, trataron de mostrar su mayor
expresión de inocencia.
—Buenas noches, hermanos —dijo el soldado, que los
miró con curiosidad—. ¿Podría preguntaros qué hacéis aquí?
A menos que tengáis permiso de vuestro superior, no podéis
permanecer en esta parte del palacio, lo sabéis.
Duncan dio un paso adelante y se inclinó ligeramente,
cuidándose de no revelar el rostro.
—Tenemos asuntos urgentes que tratar con Su
Eminencia de Dhassa, señor. Es vital que lo veamos.
—Me temo que no será posible, hermano —respondió el
soldado, meneando la cabeza—. Sus Eminencias deben
partir ya hacia una reunión de Convocación…
—Sólo llevará unos minutos —aventuró Duncan. Miró a
su primo y se preguntó cómo harían para salir de ésta—.
Quizá si pudiéramos hablar con ellos mientras caminan… Sé
que querrán vernos.
—Dudo que eso sea probable —comenzó el soldado, que
se iba impacientando con la persistencia de los dos monjes.
Su prolongada conversación había llamado la atención de
varios de sus compañeros, entre los cuales se encontraba el
oficial de la guardia—. Sin embargo, si quisierais darme
vuestros nombres, podría…
—¿Qué problema tienes, Selden? —preguntó el oficial,
mientras se acercaba lentamente, seguido por varios de sus
hombres—. Hermanos, supuestamente no tenéis por qué
estar aquí. ¿No os lo dijo Selden?
—Oh, sí nos lo dijo —balbuceó Duncan, con una nueva
reverencia—. Sólo que…
—Señor… —dijo uno de los guardias, que miraba a
Morgan, con tono suspicaz—. Ese hombre parece llevar algo
debajo de la sotana. Hermano, ¿acaso estás…?
Cuando el hombre se acercó, Morgan, siguiendo un
instinto, retrocedió un paso y se llevó la mano a la
empuñadura de la espada. El movimiento fue suficiente
para que el hábito se arremolinara alrededor del arma, cuya
silueta se recortó por debajo…, dejando asomar la punta de
una bota en lugar de la sandalia que habría completado el
atuendo debidamente.
Cuando los soldados comprendieron las consecuencias
del hallazgo, contuvieron el aliento, atónitos. Luego, se
apresuraron a tomarlo del brazo, a aplastarlo contra la
pared y a impedirle llegar al arma. Morgan vio que también
la emprendían contra su primo. Entonces, alguien aferró el
hombro del manto y tiró violentamente de la tela, hasta
desgarrarla con un ruido ahogado. Cuando la caperuza
cayó, el cabello de Morgan brilló como un casco de oro puro.
—¡Dios mío! ¡No es un monje! —murmuró uno de los
soldados. Al recibir el impacto de los fríos ojos grises,
retrocedió sin pensarlo.
Morgan se sintió arrastrado al suelo por cinco o seis
cuerpos, pero, así y todo, siguió forcejeando y, en un
instante, estuvo a punto de librarse de ellos. Pero, de
pronto, se sintió atrapado, inmóvil, cercado por la punta de
muchas espadas en los costados y en el cuello; una,
peligrosamente cerca de la yugular. Instantáneamente cesó
de luchar y dejó que lo desarmaran. Se mordió el labio al
ver que le quitaban hasta el estilete de la muñeca. Lo
despojaron por completo de la sotana y descubrieron la
malla por debajo del atuendo de montar. Morgan se obligó a
relajarse, con el propósito de no generar ninguna respuesta
brutal por parte de sus captores. Dejó que lo sostuvieran
con fuerza. Tenía a un hombre sentado sobre cada uno de
sus miembros y a un quinto, de rodillas, con una daga
contra su garganta. Quiso alzar la cabeza para ver lo que
sucedía con Duncan, mas no se atrevió. No pensaba
arriesgarse a que le abrieran el gaznate antes de poder
aclarar su situación de semejante embrollo.
El oficial de guardia se irguió, con la respiración agitada,
y envainó la espada con irritación. Lanzó una mirada furiosa
a sus prisioneros.
—¿Quién sois? ¿Asesinos? —Incrustó una bota en las
costillas de Morgan, sin asomo de delicadeza—. ¿Cómo te
llamas?
—Sólo diré mi nombre a los obispos —dijo Morgan en
voz baja, mirando hacia el techo y obligándose a mantener
la calma.
—¡Pero…! ¿Lo habéis oído? Selden, regístralo. Davis,
¿qué has encontrado en el otro?
—Nada que nos permita conocer su identidad, señor.
—¿Selden?
El soldado hurgaba en el estuche que Morgan llevaba
sujeto al cinto. Lo abrió y extrajo una cantidad de monedas
de oro y plata y un pequeño saco de cervatillo, sujeto con
tientos. El oficial de guardia vio que la expresión de su
cautivo cambiaba al ver el bolsillo en manos del guardia.
—¿Algo más importante que el oro, quizá? —aventuró el
guardia con astucia.
Aflojó las cuerdas y abrió el estuche. Al darle vuelta
sobre la palma de su mano, cayeron dos anillos. Uno era
una pesada sortija de oro y ónix. Sobre la piedra negra se
veía, engastado en oro, el León de Gwynedd: era el anillo
del Paladín del rey. El otro mostraba un grifo de esmeralda
sobre un fondo de ónix: el sello de Alaric, duque de Corwyn.
Al reconocer los emblemas, el hombre abrió los ojos
desmesuradamente y dejó caer la mandíbula. Volvió a mirar
al hombre, con suspicacia, leyendo los rasgos por detrás de
la barba. Al reconocer a quien tenía bajo los pies, un
murmullo escapó de sus labios:
—¡Morgan! —exclamó, y los ojos parecieron escapar de
sus órbitas.
IX
Más me importa mí conciencia que lo que diga el
mundo.
Cicerón

—¡Morgan!
—¡Dios mío! ¡El deryni entre nosotros!
Varios soldados se persignaron furtivamente y los que
sostenían al prisionero se echaron hacia atrás, aunque sin
soltarlo. Entonces, se abrió una de las dos hojas que
formaban la puerta y un sacerdote asomó la cabeza por la
abertura. Miró a uno de los soldados apostados ante la
puerta y, cuando vio que a un lado había dos hombres
tendidos en el suelo, con los brazos y las piernas
extendidos, dejó escapar un murmullo de sorpresa. Regresó
al recinto deprisa, para asomar segundos después
acompañado de un hombre alto y con un hábito violeta.
Bajo el cabello gris acerado, el rostro del obispo de Dhassa
era calmo y sereno. En el frontal de la casulla, llevaba una
cruz de plata. De inmediato, sus ojos captaron la escena y
se posaron, por fin, sobre los dos cuerpos tendidos en el
suelo. Miró al oficial de guardia.
—¿Quiénes son estos hombres? —preguntó Cardiel,
tranquilamente.
Puso la mano sobre el picaporte de la pesada puerta y la
amatista emitió reflejos violáceos. El oficial de guardia tragó
saliva con dificultad y señaló a los dos prisioneros.
—Estos intrusos… Eminencia…
Sin más palabras, fue hasta el obispo y le tendió una
mano temblorosa para que tomara los dos anillos. Cardiel
los cogió para examinarlos y miró con cautela a los hombres
sujetos en el suelo. Morgan y Duncan sostuvieron su mirada
sin pestañear. Entonces, abruptamente, Cardiel se volvió
hacia el interior del recinto y exclamó:
—¿Denis?
Fue hasta el pasillo. Segundos después, el obispo Arilan
asomaba al otro lado de la puerta. Vio y reconoció a los
prisioneros, pero su rostro no dio asomos de la menor
expresión. Cardiel abrió la mano para exhibir los anillos,
pero Arilan les lanzó apenas una mirada de rigor.
—Padre McLain y duque Aíaric —dijo con cuidado—. Veo
que, por fin, habéis llegado a Dhassa. —Cruzó los brazos
sobre el pecho y su sortija de obispo lanzó destellos de
fuego frío en el silencio de la capilla—. Decidme, ¿habéis
venido a buscar vuestra bendición, o vuestra muerte?
Los miró con rostro severo y fríos ojos violeta. Sin
embargo, Duncan creyó ver en su faz un aire de agrado en
lugar de ira, como si su ofuscación fuera un papel
representado para los guardias. Duncan se aclaró la
garganta e intentó sentarse, mas debió desistir; hasta que
Arilan ordenó a los centinelas que lo soltasen parcialmente.
Duncan se sentó y vio que Morgan también intentaba
incorporarse sobre el frío suelo del pasillo.
—Eminencia, suplicamos perdón por el modo en que nos
hemos presentado, pero debíamos veros. Hemos venido a
entregarnos a vuestra jurisdicción. Si hemos actuado
incorrectamente, ahora o en el pasado, suplicamos que nos
mostréis nuestros errores y que nos perdonéis. Si hemos
sido falsamente acusados, esperamos una oportunidad de
demostrároslo también.
Se escuchó que varios soldados contenían la respiración
al escuchar las palabras de Duncan, pero Arilan se mostró
implacable. Paseó la mirada de Duncan a Morgan y de éste
al primero. Entonces, se volvió y abrió de par en par la
doble puerta. Se detuvo a un lado para dirigirse al guardia
una vez más:
—Llevadlos dentro y dejadnos. El obispo Cardiel y yo
escucharemos lo que tengan que decir.
—Pero, Eminencias, estos hombres son prófugos,
condenados por vuestro propio decreto. Han destruido el
templo de San Torin, han matado a…
—Sé lo que han hecho —le cortó Arilan— y tengo
perfecta conciencia de que son prófugos. Ahora, haced lo
que os he dicho. Si esto alivia vuestro temor, podéis
maniatarlos.
—Muy bien, Eminencia.
Cuando los soldados los pusieron de pie con cautela,
varios trajeron tiras de cuero. Les ataron las manos delante
de todos. Cardiel observaba en silencio. Siguió a su colega y
se puso de pie a un lado de la doble puerta. El sacerdote
que se había asomado a la puerta entró en la sala y tomó
un par de pesadas sillas que había ante la chimenea y las
puso de frente a la sala. Luego, mientras los obispos, sus
prisioneros y los guardias entraban, se situó a un lado y
miró a Duncan de cerca. Duncan captó su mirada e intentó
sonreírle mientras lo llevaban, pero el sacerdote inclinó la
cabeza, desolado. El padre Hugh de Berry y Duncan habían
sido amigos durante muchos años. Sólo Dios sabía qué le
depararía el destino desde ese momento en adelante.
Arilan fue hasta una de las sillas y se sentó. Indicó con
un gesto a su secretario y a los guardias que se retirasen. El
padre Hugh se encaminó hacia la puerta de inmediato, pero
algunos de los centinelas vacilaron. Cardiel, que aún
permanecía cerca de la entrada, los tranquilizó con la
promesa de que podrían continuar la custodia fuera y de
que los llamaría ante la menor necesidad. No se movió
hasta que el último de los guardias se hubo retirado.
Entonces, cerró las puertas y corrió el pestillo. Se sentó en
la silla vacía, mientras Arilan formaba un puente con los
dedos y escrutaba a los ptisioneros durante un largo rato.
Finalmente, se decidió a hablar.
—De modo que has acudido a nosotros, Duncan.
Cuando te fuiste de nuestro servicio para ser confesor del
rey, perdimos a un diestro colaborador. Ahora, parece que
tu carrera ha adoptado un curso que ninguno de ambos
soñó…
Duncan inclinó la cabeza, incómodo. Advirtió el
tratamiento formal que prefería Arilan al referirse a sí
mismo en la primera persona del plural. La declaración del
obispo había sido relativamente neutral, pero, por otra
parte, podía entenderse en un doble sentido. Duncan
tendría que ir con cuidado hasta que supiese a ciencia
cierta la posición de Arilan. Por el momento, era severa.
Miró a Morgan y vio que su primo escogía cederle la
palabra.
—Siento haberos decepcionado, Eminencia. Espero
ofrecer una explicación que, al menos, satisfaga vuestro
entendimiento. No oso esperar vuestro perdón en esta
ocasión.
—Eso está por verse. Pero estamos de acuerdo con las
razones de vuestra llegada, ¿verdad?
Morgan se aclaró la garganta.
—Teníamos la impresión de que os habíais puesto en
contacto con el rey, Eminencia, y de que él os había
advertido sobre las razones de nuestra aparición aquí.
—Es cierto —reconoció Arilan tranquilamente—. Pero
había esperado oír la confirmación de dichas razones de
vuestros propios labios. ¿Es o no vuestro propósito intentar
limpiar vuestros nombres de los cargos presentados por la
Curia en la primavera pasada, y buscar la absolución de la
excomunión que se os impuso en esa ocasión?
—Lo es, Eminencia —murmuró Duncan. Se hincó de
rodillas e inclinó la cabeza nuevamente. Morgan miró de
reojo a su primo y repitió sus movimientos.
—Bien. En ese caso, nos comprenderemos unos a otros.
Creo que sería mejor si cada uno de nosotros pudiera
escuchar separadamente vuestras versiones de lo
acontecido en el templo de San Torin. —Arilan se puso de
pie—. Lord Alaric, si me acompañáis, podemos dejar al
obispo Cardiel con el padre McLain en la intimidad de este
recinto. Por aquí, si sois tan amable.
Morgan arriesgó una mirada a Duncan, se puso de pie y
siguió a Arilan por una puertecilla que se abría a la
izquierda. Dentro, había una pequeña antesala. La única
abertura de las paredes era una solitaria ventana de
cristales opacos, situada en lo alto. Sobre un escritorio,
contra la pared de la ventana, ardía un puñado de velas.
Ante la mesa, se veía una silla de respaldo erecto. Arilan la
apartó de la mesa, la hizo girar y se sentó. Hizo señas a
Morgan de que cerrara la puerta. El general obedeció, se
volvió y se quedó de pie frente al obispo. Se sentía torpe.
Había un taburete cerca de la silla de Arilan, pero no se le
ofreció sentarse, de modo que prefirió mantenerse de pie,
humildemente. Cuidándose de no exhibir sus sentimientos,
se postró ante los pies de Arilan e inclinó la cabeza dorada.
Posó las muñecas atadas sobre la rodilla que mantenía
erguida y buscó las palabras más apropiadas para
comenzar. Alzó sus ojos grises y se encontró con el azul
violeta de los de Arilan. Se miraron larga e intensamente.
—¿Será ésta una confesión formal Eminencia?
—Sólo si lo deseáis —replicó Arilan con una ligera
sonrisa—. Sospecho que no es el caso. Pero debo obtener
vuestro permiso para conversar con Cardiel de lo que me
digáis. ¿Me eximiréis de mi voto de silencio, entonces?
—En lo que respecta a Cardiel, sí. Lo que hicimos ya no
es secreto, pues todos saben que somos deryni. Pero… debo
decir otras cosas que sería mejor no comunicar a los demás.
—Se entiende. ¿Y qué hay sobre los otros obispos?
¿Cuánto debo decirles, en caso de que ello sea necesario?
Morgan bajó la vista.
—Debo fiarme de vuestra discreción sobre ese aspecto,
Excelencia. Como necesito hacer las paces con todos, no
estoy en posición de establecer los términos. Podéis decirles
lo que consideréis pertinente.
—Gracias.
Se produjo un breve silencio y Morgan advirtió que era
su turno de hablar. Se humedeció los labios con inquietud y
comprendió, amargamente, cuánto dependía de lo que
dijese en los minutos siguientes.
—Os… pido que me disculpéis, Eminencia. Esto es muy
difícil para mí. La última vez que me postré en confesión fue
a los pies de quien había jurado destruirme. Warin de Grey
me mantuvo cautivo bajo el templo de San Torin y monseñor
Gorony estaba con él. Me obligaron a iniciar una larga
recitación de pecados que no había cometido.
—Nadie os obligó a venir aquí, Alaric.
—No.
Arilan aguardó un momento y suspiró.
—¿Decís, por lo tanto, que sois inocente de todos los
cargos que se presentaron contra vos en el seno de la
Curia?
Morgan meneó la cabeza.
—No, Eminencia. Temo que hicimos casi todo aquello de
lo que Gorony nos acusó. Lo que deseo es contaros la razón
de todo lo que cometimos y preguntaros si, a vuestro juicio,
podríamos haber hecho algo distinto para escapar de la
trampa que se nos tendió.
—¿Trampa? —Arilan unió los índices de ambas manos y
los posó sobre los labios—. ¿Por qué no empezáis contando
esto? Entiendo que se os tendió una trampa y quisiera saber
en qué consistió.
Morgan buscó la mirada de Arilan y comprendió que no
podría sostenerla para relatar los sucesos de San Torin con
fidelidad. Suspiró profundamente y bajó los ojos. Entonces,
comenzó a hablar con voz grave y baja y Arilan debió
inclinarse para escuchar las palabras.
—Veníamos hacia aquí para implorar a la Curia que no
decretara el Interdicto —dijo Morgan. Levantó los ojos hasta
el pecho de Arilan y los posó sobre la cruz de plata que
llevaba el prelado en el pecho—. Estábamos convencidos,
como ahora, de que el Interdicto era una medida
equivocada, como vos y vuestros colegas también habéis
determinado en Dhassa. Esperábamos, una vez que
estuviéramos delante de la Curia, poder lograr | que el peso
de vuestra ira se descargara sobre nosotros y no sobre mi
pueblo.
Su voz adquirió una nota hueca que anunció el horror de
las palabras siguientes:
—Nuestra ruta pasaba por San Torin. Debíamos rendir
respeto ante el templo como cualquier otro peregrino, pues
ya entonces se sospechaba de mí y no podía entrar en
Dhassa oficialmente como duque de Corwyn sin la anuencia
del obispo Cardiel. Sabía que él jamás me habría dado
permiso con toda la Curia reunida aquí.
—Lo juzgáis mal, pero proseguid —murmuró Arilan.
Morgan tragó saliva y continuó:
—Primero entró Duncan y ofreció sus respetos ante el
templo. Luego, entré yo. Sobre la cerca había una púa
impregnada de merasha. ¿Sabéis lo que es, obispo?
—Sí.
—Me… arañaré la mano con la aguja y la droga me
envenenó. Perdí el conocimiento y, cuando volví en mí, me
encontré en manos de Warin de Grey y de unos diez de sus
hombres. Lo acompañaba monseñor Gorony. Me dijeron que
los obispos habían decidido entregarme a Warin, si podían
capturarme, y que Gorony sólo había acudido para dar un
matiz de legitimidad a la sitúación y escuchar mi confesión,
en caso de que quisiera arrepentirme.
»Iban a quemarme, Arilan —murmuró Morgan fríamente
—. Ya tenían la hoguera preparada. Jamás tuvieron intención
de permitir que me defendiera. Pero en ese momento yo no
lo sabía aún —se detuvo para humedecerse los labios y
tragó saliva con dificultad—. Finalmente, Warin decidió que
era hora de ejecutarme. En su poder, me encontraba
indefenso. Apenas podía mantener la conciencia y mucho
menos valerme de mis poderes para defenderme. Entonces,
dijo que me concedería una última gracia parcial: que,
aunque mi vida ya estaba condenada, se me permitiría al
menos intentar salvar mi alma si me confesaba ante Gorony.
El único pensamiento que recuerdo haber tenido en ese
instante de desesperación fue que debía ganar tiempo y
que si lograba sobrevivir lo suficiente, tal vez Duncan
pudiese encontrarme y…
—Y entonces os postrasteis ante Gorony —dijo Arilan
con voz firme.
Morgan cerró los ojos y asintió con pesar, al recordarlo.
—Habría confesado casi cualquier cosa con tal de
mantener la muerte a distancia. Estaba dispuesto a inventar
pecados para prolongar el tiempo hasta que…
—Es… comprensible —murmuró Arilan—. ¿Qué le
dijisteis?
Morgan meneó la cabeza.
—No tuve tiempo de nada. En ese instante, alguien
debió de haber escuchado mis plegarias. Duncan cayó
rodando de una abertura oculta que había en el techo y, con
la espada, comenzó a desatar una ola de muerte en el
recinto.
En la habitación de al lado, el obispo Thomas Cardiel
estaba sentado, erguido, frente a una ventana. A sus pies,
yacía Duncan. Aunque tenía las muñecas atadas, el
sacerdote había entrelazado sus dedos en actitud de
oración y posado las manos sobre el cojín de la silla que
había al lado de la de Cardiel. Mantenía la cabeza
ligeramente inclinada, pero la voz firme. Los ojos grises de
Cardiel descansaban, incrédulos, sobre la cabellera del
hombre postrado, mientras oía su relato.
—Conque no sé bien a cuántos maté. Quizá cuatro o
cinco. Herí a varios más. Pero, cuando Gorony intentó
atravesarme con un cuchillo, lo tomé a modo de escudo. No
se me ocurrió siquiera que se trataba de un sacerdote hasta
que me encontré en mitad de la habitación con él entre los
brazos. Alaric estaba en pésimo estado. Hasta donde sé,
había matado a un hombre y tenía que protegerlo. Gorony
sería mi salvoconducto hasta que pudiera llevar a Alaric
hasta la puerta y huir del lugar. Pero, por supuesto, el
templo ya había comenzado a arder…
—¿En ese momento revelaste tu identidad… deryni? —
preguntó Cardiel.
Duncan asintió, lentamente.
—Cuando Alaric intentó abrir la puerta, advertimos que
estaba cerrada por fuera y que ése era el salvoconducto de
Warin. Alaric había usado sus poderes para abrir un cerrojo
en otra ocasión, conque yo sabía que eso era posible, pero
él no estaba en condiciones de poder hacer nada
semejante. Tuve que hacer una elección y no rehuí mi
compromiso. Usé mis poderes para que pudiéramos escapar
de allí. Gorony lo vio todo, desde luego, y puso el grito en el
cielo. Entonces, Warin comenzó a gritar que era un blasfemo
y un sacrilego. En ese momento, nos marchamos. No
pudimos impedir que el templo fuera devorado por las
llamas, tomamos nuestros caballos y nos alejamos. Creo
que, a fin de cuentas, el fuego nos salvó. No hubo
persecución. Si hubieran ido tras nosotros, estoy seguro de
que nos habrían podido capturar. Alaric estaba… muy débil.
Inclinó la cabeza y cerró los ojos, en su afán por alejar
los recuerdos. Cardiel movió la cabeza, atónito.
—Y, desde entonces, hijo, ¿qué más sucedió? —le
preguntó suavemente.
La voz de Morgan había recuperado la aspereza al
finalizar el relato. Levantó la vista y miró a Arilan. El rostro
del prelado estaba sereno y pensativo, pero Morgan creyó
ver una nota de diversión en el rostro apuesto. Al cabo de
un instante, la mirada de Arilan se posó sobre las manos
unidas en su regazo y sobre el brillo fogoso que despedía su
anillo de oficio. Entonces, se puso de pie y se volvió
ligeramente. Habló con tono práctico y realista.
—Alaric, ¿cómo entrasteis en Dhassa? Cuando os
capturaron llevabais atuendos de sacerdote. Eso indica que
dos pobres monjes de Thomas deben de haber quedado
desnudos. No les habréis hecho daño, ¿verdad?
—No, Eminencia. Los encontraréis durmiendo con un
hechizo deryní en la bóveda que hay bajo el altar principal.
Lamento decir que no había otro modo de lograr nuestros
fines sin hacerles daño de verdad. Os aseguro que no
sufrirán ningún efecto pernicioso.
—Entiendo.
Arilan se volvió hacia Morgan, que seguía de rodillas, y
lo miró pensativamente. Unió las manos por detrás de la
espalda y levantó la vista hacia la ventana.
—Alaric, no puedo asegurar la absolución… —comenzó.
Morgan alzó la cabeza abruptamente, con una acalorada
réplica en los labios.
—No, no me interrumpáis —lo detuvo Arilan, antes de
que pudiera hablar—. Lo que quiero decir es que no puedo
otorgar la absolución todavía. Hay ciertos detalles de
vuestro relato que debo investigar más. Pero, vaya, no es
momento de hablar de estas cuestiones ahora. Si Cardiel y
Duncan han terminado —fue hasta la puerta por detrás de
Morgan, miró por una rendija y, luego, la abrió por completo
—, como veo han hecho, debemos volver con ellos para
considerar el curso posterior de nuestras acciones.
Morgan se puso de pie y estudió a Arilan con inquietud
mientras el obispo pasaba al cuarto vecino. Duncan estaba
sentado en la silla que daba a la ventana, con la mirada
baja, y Cardiel se encontraba de pie ante otro ventanal, con
la cabeza posada sobre un antebrazo que había cruzado
sobre la jamba. Al verlos aparecer, Cardiel levantó la vista y
comenzó a hablar, pero Arilan lo detuvo con un gesto de
cabeza.
—Será mejor que hablemos, Thomas. Los guardias los
custodiarán.
Cuando Arilan abrió las puertas, los centinelas
irrumpieron presurosos, con las manos sobre las
empuñaduras de las armas. Ante la señal de Arilan, se
apartaron y se limitaron a dispersarse por la habitación.
Miraban a los prisioneros con ojos temerosos. No bien se
cerraron las puertas tras los dos obispos, Morgan fue
lentamente hasta el asiento de la ventana y se dejó caer al
lado de su primo. Reclinó la cabeza contra el cristal, cerró
los ojos para concentrarse y oyó la ligera respiración de su
primo, a su lado.
Espero que hayamos hecho lo correcto, Duncan,
murmuró su mente en el silencio sepulcral. Pese a nuestras
buenas intenciones, si Arilan y Cardiel no nos han creído,
puede que hayamos firmado nuestra propia sentencia de
muerte. ¿Cómo crees que se lo tomó Cardiel?
No lo sé, respondió Duncan, tras una larga pausa. La
verdad es que no lo sé.
X
Formó la luz y creó las tinieblas.
Isaías, 45:7

—¿Qué piensas de Morgan y de Duncan? —preguntó


Arilan.
Una vez más, los dos obispos rebeldes conversaban en
la capilla privada de Cardiel, con las puertas cerradas y
aseguradas por dentro. Fuera, aguardaba la celosa escolta
de la casa de Cardiel. Arilan se reclinó informalmente contra
la cerca del altar, a la izquierda del pasillo central. Con
dedos distraídos se tocó la cruz pectoral y la cadena de
plata que le rodeaba el cuello. Cardiel, inquieto y nervioso,
recorría el mármol y las alfombras del suelo. Iba y venía por
el estrecho transepto y hablaba con gestos amplios.
—No estoy seguro, Denis —dijo, perplejo—. Aunque sé
que debería ser más cauto, tiendo a creerles. Sus historias
son posibles; he escuchado relatos mucho menos creíbles.
Y, dejando a un lado los puntos de vista divergentes, incluso
están de acuerdo con lo que Gorony nos dijo el día que todo
sucedió. Francamente, no veo que hubiesen podido actuar
de otro modo para salvar la vida. Probablemente, yo
hubiese hecho lo mismo en su lugar.
—¿Aun recurriendo a la magia?
—Si tuviera esa facultad, estimo que sí.
Arilan mordisqueó uno de los eslabones de su cadena
con aire reflexivo.
—Creo que ése es un punto importante, Thomas. No es
tanto lo que hicieron, sino el modo en qué actuaron. El
verdadero punto cuestionable de todo esto es la magia y su
uso descontrolado.
—¿Es descontrolado defenderse cuando a uno se le
ataca?
—Quizá, si uno lo hace por medios mágicos. Al menos,
es lo que siempre nos han enseñado a creer y lo que
siempre hemos enseñado.
—Bueno, acaso hayamos estado en un error… —gruñó
Cardiel—. No sería la primera vez. ¿Sabes? Si Morgan y
Duncan no fueran deryni, ya estarían absueltos, después de
haber acudido a nosotros como han hecho ellos; y eso, en
caso de que hubieran sido excomulgados, cosa que dudo.
—Pero son deryni y fueron excomulgados —adujo Arilan
—. Debes admitir que lo primero parece tener influencia
sobre lo segundo y sobre lo tercero. Y, sin embargo, ¿por
qué? ¿Es correcto aplicar una justicia distinta a un hombre,
sólo porque nació de una pareja de padres equivocados,
sólo por circunstancias que no puede cambiar y sobre las
que no ha tenido control?
Cardiel meneó la cabeza con obstinación.
—Desde luego que no. Sería tan ridículo como decir que
tú eres mejor que yo porque, en lugar de tener ojos grises,
los tienes azules, por cosas que ni tú ni yo podemos
cambiar. —Blandió un índice imperioso en el aire—. Sí
puedes ser mejor que yo por lo que ves con tus ojos o por lo
que haces con lo que ves, ¡pero el color de los ojos o el
hecho de que tu madre haya tenido un ojo azul y uno verde
no tiene nada que ver con esto!
—Mi madre tenía ojos grises —comentó Arilan con una
sonrisa.
—Sabes a lo que me refería…
—Sí, por supuesto. Pero una cosa son ojos grises contra
azules y otra muy distinta es el bien contra el mal. Todo se
reduce a si la maldad o la bondad de un hombre tienen algo
que ver con el hecho de haber nacido deryni.
—¿No crees que mi analogía es válida?
—No se trata de eso, Thomas. Te he dicho antes que no
apoyaba la idea de que todos los deryni eran perversos;
pero ¿cómo transmites esa sencilla verdad, si realmente lo
es, al hombre común, que ha aprendido a odiar a los deryni
durante tres siglos? Más específicamente, ¿cómo lo
convences de que Alaric Morgan y Duncan McLain no son
malos, cuando la voz de la Iglesia ha dicho lo contrario? ¿Tú
estás totalmente convencido?
—Quizá no —murmuró Cardiel, sin enfrentar los ojos de
Arilan—. Pero, a veces, tal vez debamos creer en cosas
inciertas. Tal vez tengamos que aceptar determinadas cosas
basados en la fe, aun en el mundo terreno, distante de la
metafísica, de la religión y de la doctrina que solemos
asociar con esa sencilla virtud.
—Sencilla fe… —dijo Arilan—. Ojalá fuera tan fácil…
—Debe serlo. Sé que tengo que creer en ello, al menos
por ahora; que quiero creer, desesperadamente. Porque, si
me equivoco sobre los deryni y si realmente son lo que
hemos creído durante todos estos siglos de odio, los seres
humanos estamos perdidos. Si los deryni son una raza
perversa, Morgan y McLain nos traicionarán, como lo hará
nuestro rey. Y Wencit de Torenth se abalanzará sobre
nosotros como un viento vengador.
Arilan permaneció con la mirada en el suelo un largo
rato. Con modos solemnes, se tocó la cruz de plata que
llevaba en el pecho. Entonces, con un suspiro de
resignación, hizo señas a Cardiel y caminó junto a él,
tomándolo del hombro, hacia el sector izquierdo de la sala,
donde aguardaba un dibujo sobre los mosaicos.
—Ven. Hay algo que debes ver.
Cardiel miró con extrañeza a su compañero cuando se
detuvieron ante el severo altar. La luz blanca de vigilia
arrojaba un fulgor de plata sobre las cabezas de ambos
prelados. El rostro de Arilan era inescrutable.
—No comprendo —murmuró Cardiel—. Ya he visto…
—Nunca has visto lo que voy a enseñarte —dijo Arilan,
casi con aspereza—. Mira al techo, allí donde se cruzan las
vigas.
—Pero… no hay nada… —comenzó Cardiel, con los ojos
entrecerrados contra la débil luz.
Arilan cerró los ojos y dejó que las Palabras se formaran
en su mente. Sintió bajo los pies el cosquilleo del Portal. De
pronto, atrajo a Cardiel contra sí en un abrazo de hierro,
extendió sus poderes y conjuró el hechizo de transferencia.
Oyó que Cardiel contenía la respiración, estupefacto.
Entonces saltaron, la capilla desapareció y se encontraron
en la oscuridad absoluta.
Cardiel se sintió tambalear ante la embestida contra la
penumbra. Sus brazos se extendieron como los de un ciego
en busca del equilibrio. Arilan ya no estaba a su espalda y,
en la negrura, sus ojos eran incapaces de ver nada. Su
mente se revolvía en un caos, intentó hallar alguna
explicación racional para lo que acababa de experimentar,
mientras su cuerpo trataba de orientarse en la penumbra y
en el silencio mayúsculo.
Se irguió, cautamente. Con un brazo se protegió los ojos
y con el otro tanteó el aire negro. Finalmente, se armó de
coraje para hablar, urgido por la terrible sospecha que
comenzaba a asomar en su mente.
—¿Denis? —susurró, temeroso de recibir una respuesta.
—Aquí estoy, amigo.
A unos metros por detrás, escuchó un rumor de ropas y
vio un resplandor de luz blanca. Cardiel se volvió
lentamente, con el rostro demudado de color, para ver de
dónde provenía la luz.
Arilan estaba de pie, envuelto en un tenue fulgor
plateado. Alrededor de la cabeza le ardía una aureola
plateada que titilaba y se desvanecía casi como una criatura
viviente. La expresión de su rostro era calma y serena bajo
la luz cristalina y los ojos azul violeta, mansos y
tranquilizadores. En las manos, sostenía una esfera de
fuego frío y brillante, cuyo fulgor de azogue derramaba su
brillo incandescente sobre el cuerpo y los pliegues violeta
de la sotana. Cardiel lo miró, atónito, quizá durante cinco
segundos interminables, mientras los ojos luchaban por no
salirse de las órbitas y los latidos de su corazón desbocado
resonaban en sus oídos.
Luego, la habitación volvió a girar; la penumbra formó
un torbellino a su alrededor y se encontró cayendo en un
vacío. Lo primero de lo que tuvo conciencia, después, fue de
estar tendido sobre algo mullido, pero sólido, con los ojos
firmemente cerrados, y que una mano suave le alzaba la
cabeza para acercarle un tazón a los labios. Bebió, casi sin
advertirlo, y, mientras el vino frío le recorría la garganta,
sintió que se le abrían los ojos. Arilan lo miraba con
preocupación. En la mano tenía un botellón de vidrio color
castaño. Al ver que abría los ojos, le sonrió.
Cardiel parpadeó y volvió a mirarlo, pero la imagen no
desapareció. Sin embargo, alrededor de la cabeza ya no
había ningún nimbo y la sala estaba perfectamente
iluminada por velas comunes, en candelabros de muchos
brazos. A la izquierda ardía un fuego tenue y, alrededor de
la sala, había diversos muebles sobre los que posó la
mirada. Parecía estar tendido sobre una piel que, al
incorporarse sobre los codos, reconoció como el pellejo
negro de un oso inmenso, cuya cabeza se abría ferozmente
a un lado. Se frotó la frente con la mano. La conmoción aún
asomaba a sus ojos. La memoria retornó como una
avalancha.
—Tú… —murmuró, mirando a Arilan con una mezcla de
asombro y de temor—. ¿Realmente vi…?
Arilan asintió, con expresión cuidadosamente neutra. Se
puso de pie.
—Soy deryni —reveló serenamente.
—Eres deryni… —repitió Cardiel—. Entonces, todo lo que
dijiste sobre Morgan y McLain…
—… era cierto —completó Arilan—. O bien era algo que
debías conocer imperiosamente antes de pronunciarte
sobre la cuestión deryni.
—Eres deryni… —murmuró Cardiel, mientras poco a
poco recuperaba la compostura—. Entonces, Morgan y
McLain… ¿ no lo saben?
Arilan meneó la cabeza.
—No lo saben. Y, aunque lamento la angustia que les he
creado seguramente con mi reserva, no debemos decírselo.
Eres el único humano que conoce mi identidad verdadera.
No es un secreto que comparta a la ligera.
—Pero, si eres deryni…
—Si puedes, trata de imaginar mi situación —comenzó
Arilan con un paciente suspiro—. Soy el único deryni que ha
llevado el manto púrpura episcopal en los últimos dos
siglos. El único. También soy el más joven de los veintidós
obispos de Gwynedd, lo cual vuelve a ponerme en una
posición históricamente precaria.
Antes de proseguir, bajó la vista.
—Sé lo que debes de estar pensando: que mi pasividad
ante la causa deryni ha permitido probablemente
incontables muertes e indecibles sufrimientos en manos de
inquisidores como Loris y otros de su calaña. Lo sé, y cada
noche en mis oraciones pido perdón a cada una de esas
víctimas infortunadas —alzó la vista y la posó sobre la de
Cardiel, sin vacilación—. Pero creo que, a veces, la principal
virtud reside en saber esperar, Thomas. Aunque el precio
sea casi intolerable y aunque la mente y el alma de un
hombre se revuelvan en protestas, se debe saber esperar el
tiempo propicio. Sólo espero no haber aguardado
demasiado.
Cardiel apartó la mirada, incapaz de sostener más esos
ojos violáceos.
—¿Qué es este sitio? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
—Es un Portal de Transferencia —repuso Arilan en un
tono neutro—. El camino está trazado en el dibujo de
mosaicos que hay sobre el suelo de tu capilla. Es muy
antiguo.
—¿Magia deryni?
—Sí.
Cardiel se sentó, mientras su mente sopesaba esta
última información.
—Entonces, ¿aquí viniste la otra noche, cuando te dejé
en la capilla? Volví minutos después, pero te habías ido.
Arilan sonrió, como avergonzado.
—Temía que volvieses… Lo siento, pero no puedo
decirte dónde fui.
Tendió una mano para ayudar a Cardiel a ponerse de
pie, mas el obispo lo ignoró.
—¿No puedes, o no quieres?
—No puedo —replicó Arilan, con voz comprensiva—. Al
menos, no todavía. Trata de ser paciente conmigo, Thomas.
—¿Debo interpretar que hay otros que tienen autoridad
sobre ti?
—Debes interpretar que hay cosas que aún no puedo
decirte —murmuró Arilan. Con una expresión suplicante en
el rostro, mantuvo la mano extendida—. Confía en mí,
Thomas. Juro que jamás defraudaré tu confianza.
Cardiel miró durante largo rato la mano tendida y los
ojos ligeramente temerosos de aquel rostro tan familiar.
Tomó lentamente la mano de Arilan y el obispo más joven lo
ayudó a incorporarse fácilmente. Permanecieron varios
segundos aferrados de las manos, leyendo el uno la mirada
del otro. Entonces, Arilan sonrió y le dio un golpecito a
Cardiel en el hombro.
—Ven, hermano. Esta noche tenemos mucho que hacer.
Si realmente quieres recibir de nuevo a Morgan y a McLain
entre nosotros, debemos decírselo y hacer los preparativos
correspondientes. También está la cuestión de nuestros
hermanos recalcitrantes, los de la Convocación, que deben
de estar preguntándose por qué nos demoramos tanto.
Debemos persuadirlos, aunque creo que seguirán tu
iniciativa fácilmente.
Cardiel se pasó una mano nerviosa por el cabello
acerado y meneó la cabeza, incrédulo.
—Te mueves deprisa cuando quieres, ¿verdad, Denis?
Me perdonarás si reacciono con torpeza durante los minutos
siguientes, pero me costará acostumbrarme a esta
revelación.
—Ya lo creo que sí —rió Arilan, y le condujo hasta el
centro de la habitación, donde había un diseño incrustado
sobre el suelo—. Será mejor que vayamos yendo a la
capilla. Los guardias estarán un poco inquietos.
Cardiel miró el suelo con aprensión.
—¿Éste es el Portal de Transferencia del que me
hablaste?
—Así es —replicó Arilan. Se puso detrás de Cardiel y lo
tomó de los hombros una vez más—. Ahora relájate y
déjame hacer el trabajo. No tienes por qué temer. Relájate y
pon la mente en blanco.
—Lo intentaré —musitó Cardiel.
Y el suelo se deslizó por debajo de sus pies en una
suave y oscura confusión.
Morgan y Duncan se enteraron de la decisión de los
obispos en la hora siguiente.
No fue un encuentro cordial; todos estaban demasiado
alerta y en guardia. Los otrora fugitivos llevaban ya unos
cuantos meses expulsados de la Iglesia como para no sentir
recelo ante dos de los prelados más poderosos de la Curia.
El sentimiento era recíproco.
Pero la actitud de los obispos no careció de cierta
hospitalidad. Era como si los dos estuvieran sometiendo a
prueba a los penitentes y evaluando su actitud ante la
decisión. Después de todo, el bienestar espiritual de esos
hijos disidentes de la Iglesia estaba ahora a su cargo.
Cardiel permaneció extrañamente en silencio y dijo muy
poco, lo cual a Morgan le resultó raro: recordaba las cartas
brillantes y elocuentes que el obispo había enviado a Kelson
en los últimos tres meses. El prelado de Dhassa no dejaba
de mirar a Arilan con una expresión curiosa e inquisitiva que
Morgan no logró interpretar; una mirada que, por
momentos, le hizo poner la carne de gallina, aunque no
pudo precisar la razón.
Arilan, por otro lado, se veía relajado, sagaz y, al
parecer, imperturbable ante la gravedad de la situación.
También se apresuró a señalar, sin embargo, antes de que
los cuatro entraran en la sala donde aguardaba la
Convocación, que los verdaderos peligros apenas
comenzaban. En la cámara había unos seis obispos que
debían ser convencidos de la inocencia y el arrepentimiento
de esos dos nobles deryni. Y, luego, quedaban los once de
Coroth. Y había que resolver todo eso antes de que pudiese
pensarse siquiera en una confrontación con Wencit de
Torenth.
Cuando entraron en la cámara, se oyeron unas pocas
protestas sofocadas. Siward contuvo el aliento; Gilbert se
persignó furtivamente, mientras sus ojos pequeños y como
de cerdo buscaban el apoyo de sus compañeros; hasta el
iracundo Wolfram de Blanet, principal oponente al
Interdicto, perdió el color del rostro. Ninguno de ellos había
estado a sabiendas delante de un deryni en toda su vida. Y
mucho menos delante de dos a la vez.
Pero los obispos de Gwynedd eran hombres razonables.
Y, si bien no estaban convencidos totalmente de la bondad
de los deryni en general, estaban dispuestos a conceder
que quizá estos deryni en particular hubiesen actuado
equivocadamente más por la fuerza de la situación que por
elección consciente. Si se habían mostrado deseosos de
arrepentirse, había que levantar la excomunión y
absolverlos.
La situación no quedaba resuelta con esa decisión. Aun
cuando los obispos de Dhassa se mostraron razonablemente
educados y sensatos y no parecieron propensos a rasgarse
las vestiduras, la gente común sería otra cuestión que
reclamaba cuidadoso análisis. El hombre del pueblo llevaba
muchos años albergando la idea de que los deryni eran una
raza maldita, cuya misma presencia podía ocasionar muerte
y ruina. Y, si bien Morgan había conseguido forjarse un
nombre relativamente neutral, estando al servicio de Kelson
y de Brion, y la reputación de Duncan había sido siempre
impecable hasta el asunto de San Torin, estos hechos
quedaban oscurecidos por la conciencia popular de que
ambos hombres eran deryni.
Para demostrar que Morgan y Duncan se habían
arrepentido de sus acciones deryni, había que ofrecer una
verdad más tangible. Una simple absolución no bastaría al
pueblo: los parroquianos, soldados, artesanos y obreros que
conformaban y sostenían el ejército. Su fe sencilla exigía
una reconciliación más precisa y tangible como prueba de la
humildad y del arrepentimiento de los dos nobles deryni.
Era imperioso realizar una ceremonia pública, que
demostrara abiertamente al pueblo el acuerdo completo de
los obispos y de los dos deryni ante los ojos de Dios
Todopoderoso.
Pasarían casi dos días hasta que se trazaran
formalmente los planes para la batalla final. Dos días, antes
de que el ejército de los obispos estuviera en condiciones de
desplazarse. A la vez, Morgan y Duncan habían informado
de que Kelson no llegaría ai sitio previsto para el encuentro
antes del final del cuarto día. Sólo necesitarían dos jornadas
de viaje para llegar hasta allí.
Así, el momento para la reconciliación formal se
estableció para dos días después, al anochecer, en vísperas
de la partida que los llevaría a encontrarse con Kelson.
Durante esos dos días, los nobles deryni dialogarían con los
obispos y con sus principales asesores militares para trazar
la estrategia bélica venidera. Y los monjes del obispo Cardiel
se mezclarían con el pueblo para dar a conocer la noticia de
la rendición y el posterior arrepentimiento de Morgan y de
Duncan. En la noche del segundo día, se celebraría la
reincorporación de ambos a la Iglesia, delante de todos los
soldados y ciudadanos que cupiesen en la inmensa catedral
de Dhassa. Allí, en una exhibición imponente de poder
sacerdotal, Morgan y Duncan serían recibidos en su seno
con todo el boato que la Iglesia pudiera mostrar. El pueblo
daría su aprobación.
Dos días después, en el extremo de la gran planicie de
Llyndreth, que se extendía por debajo de Cardosa, lord Sean
Derry se quitaba el casco y se restregaba la frente con su
brazo bronceado. Hacía calor en los llanos de Llyndreth y el
aire parecía cargado con el calor pegajoso del verano
inminente. Allí donde el yelmo le había cubierto la cabeza,
tenía el cabello húmedo de sudor y el cuerpo le escocía
ligeramente entre los omóplatos, bajo el cuero y la cota de
malla.
Conteniendo un suspiro, Derry se encogió de hombros
para atenuar la comezón y se colgó el casco bajo el brazo
izquierdo, por la correa de cuero que lo sujetaba al mentón.
Caminó con paso firme y cauteloso hacia el claro donde
había dejado su caballo sujeto, tratando de hacer el menor
ruido posible sobre la hierba tierna. Había elegido regresar
por ese prado pues andar por entre los árboles podía ser
peligroso; existía el riesgo de pisar sobre ramas y restos de
hojarasca del invierno. Si lo capturaban, estaría condenado
a sufrir una penosa muerte en manos de los que
acampaban en la planicie que corría por debajo.
Miró a su izquierda y encontró el promontorio que
buscaba. Allí, al este, asomaban los picos raídos de los
montes Rheljan, a mil seiscientos metros por encima de la
planicie. El macizo escudaba la ciudad amurallada de
Cardosa, a la que podía accederse a través del paso
homónimo. Allí aguardaba Wencit de Torenth o, al menos,
eso se decía. Pero al oeste, a la derecha de Derry, los llanos
de Llyndreth se extendían durante incontables kilómetros. Y,
sobre el risco que tenía a la espalda, se encontraban los
inmensos ejércitos de Bran Coris, el traidor conde de
Marley, aliado ahora del hombre cuya presencia en Cardosa
amenazaba la existencia misma de Gwynedd: Wencit de
Torenth.
En la mente de Derry, no se formó una imagen
agradable; nada indicaba que en el futuro fuese a mejorar.
Tras dejar a Morgan y a Duncan dos días atrás, Derry se
había dirigido rumbo al norte a través de las colinas verdes
y achaparradas del norte de Corwyn, rumbo a Rengarth y al
supuesto lugar donde el duque Jared McLain había apostado
sus hombres.
Pero en Rengarth no halló ningún ejército ducal; sólo a
un puñado de labriegos, según cuyas palabras las tropas
habían marchado hacia el norte cinco días atrás. Siguió
cabalgando y las suaves lomas redondeadas de Corwyn
dejaron pronto paso a las planicies desnudas y silenciosas
de Eastmarch. Y, en lugar del ejército esperado, halló sólo
restos de la batalla atroz que acababa de tener lugar:
aldeanos aterrorizados, ocultos en las ruinas de los pueblos
saqueados y devorados por las llamas; cuerpos
despedazados de hombres y caballos sin sepultar,
pudriéndose bajo el sol. Sobre las sillas de montar, el tartán
de los McLain, teñido de sangre y de coágulos, y los
estandartes de color rojo, azul y plata pisoteados sobre los
campos polvorientos y anegados de sangre.
Interrogó a los aldeanos que, tras su buena persuasión,
accedieron a salir de sus refugios. Sí, el ejército del duque
había seguido ese camino. A las tropas se sumó otro ejército
que, al principio, pareció amigo. Los dos capitanes se habían
estrechado las manos desde los caballos cuando ambas
tropas se encontraron.
Pero luego comenzó la masacre. Un hombre creyó haber
visto la bandera verde y amarilla de lord Macanter, un noble
de la frontera septentrional que antes solía cabalgar a
menudo con Ian Howell, difunto conde de Eastmarch. Otro
habló de la abundancia de estandartes azules y blancos: los
colores del conde de Marley.
Pero, fuere quien fuere el que condujo al ejército
opositor, los azules y blancos cayeron sobre los hombres del
duque sin piedad, y destruyeron su ejército casi hasta el
último hombre. Los que no murieron fueron apresados. Y,
cuando la batalla concluyó, algunos creyeron ver banderas
blancas y negras en la retaguardia y el venado en posición
de salto de la casa de Furstan. La traición era evidente.
El reguero de sangre y de muerte acababa en los llanos
de Llyndreth. Derry había llegado al amanecer para
encontrar al ejército de Bran Coris emplazado en círculos
concéntricos alrededor de la boca del enorme desfiladero de
Cardosa. Sabía que debía informar de las malas nuevas y
escapar mientras le fuera posible, pero comprendía que no
tendría ocasión de hablar con Morgan por los medios
mentales convenidos hasta la hora del crepúsculo. Derry
podía averiguar mucho más para entonces.
Su discreto merodeo por el borde del campamento
militar le enseñó muchas cosas. Aparentemente, Bran Coris
había convenido su alianza con Wencit de Torenth en las
vísperas mismas de la batalla, una semana atrás, tentado
por oscuras promesas cuyas consecuencias repugnaba
siquiera imaginar. Hasta los hombres de Bran se mostraban
inquietos al hablar de ello, cuando no preferían callar.
Aunque, al parecer, también ellos habían sido seducidos por
la promesa de fama y fortuna que Wencit parecía ofrecer.
Derry debía tratar de mantenerse a salvo hasta esa
noche para poder hablar con Morgan. Si pudiese aguardar
hasta dos horas después de que el sol cayera, sería sencillo
internarse en esa especie de sueño deryni, mediante la cual
él y su señor se comunicaban a pesar de las distancias. El
rey debía conocer la traición de Bran antes de que fuera
demasiado tarde. Y había que hacer algo para determinar la
suerte corrida por el duque Jared y lo que restara de su
tropa.
Se internó en la espesura. Casi había llegado hasta su
caballo cuando oyó un ligero crujir de ramas que lo puso en
guardia. Se detuvo a escuchar y llevó la mano a la
empuñadura del espadón, pero no oyó nada más. Ya había
decidido que el ruido no se debía a ningún peligro y que sus
nervios le estaban jugando unamala pasada cuando sintió
que un caballo resoplaba y movía las patas en el claro que
se extendía por delante.
¿Podría ser que el animal lo hubiese olido?
No. Estaba en la espesura, con el viento en contra. La
situación parecía tener todos los indicios de una trampa.
A su izquierda se repitió el ligero rumor. Ya no tuvo
dudas de que había caído en una emboscada. Pero no
tendría posibilidades de huir sin un caballo. Debía seguir
adelante. No le quedaba alternativa.
Posó la mano sobre la espalda, con cautela, e irrumpió
en el claro donde había atado al animal, sin dar asomos de
caminar con sigilo. Como había temido, tres soldados lo
esperaban. Supuso que debía de haber otros, invisibles para
él e, incluso, arqueros cuyas flechas debían de estarle
apuntando a la espalda en ese mismo instante. Decidió
actuar como si su presencia allí fuese natural.
—¿Buscáis algo? —preguntó Derry, deteniéndose unos
metros dentro del claro.
—¿Cuál es tu regimiento, soldado? —preguntó el que
estaba más próximo a él.
Su tono era indiferente y el deje de sospecha era casi
imperceptible pero, en el modo en que había apoyado los
pulgares por detrás del cinturón, no faltaba una nota
amenazadora. Uno de sus compañeros, el más bajo y
grueso de los tres, mostraba una hostilidad más abierta y, al
mirar a Derry de frente, jugueteaba con la empuñadura de
la espada.
Derry adoptó su expresión más inocente y abrió los
brazos en un gesto conciliador. El casco seguía colgando de
su brazo por la correa.
—El Quinto, por supuesto —arriesgó, recordando que el
ejército de Bran tenía por lo menos ocho—. ¿Qué significa
esto?
—Mal —rugió el tercero, posando la mano sobre la
empuñadura de su arma y enfocando la vista sobre el
cuerpo de Derry—. El Quinto usa borceguíes amarillos. Los
tuyos son marrones. ¿Quién es tu oficial comandante?
—Oíd, caballeros. —Derry procuró hablar en tono
tranquilizador, dio un paso atrás y calculó la distancia que lo
separaba de su caballo—. No quiero problemas.
—Ya tienes uno, hijo —musitó el primero, sin quitar los
dedos del cinturón—. ¿Vendrás pacíficamente, o no?
—¡Diría que no!
Arrojó el casco al rostro azorado del hombre.
Desenvaino la espada y lanzó una estocada al rechoncho,
que cayó con el primer ataque. Pero, mientras retiraba la
hoja del cuerpo, los otros dos rompieron a voces y se
lanzaron a atacarlo, saltando sobre el cadáver de su
camarada para despedazar a Derry con sus armas. A
distancia se oyeron gritos. Derry supo que pedían ayuda.
Debía eludir a esos hombres de inmediato o sería
demasiado tarde.
Se dejó caer momentáneamente sobre una rodilla y se
irguió llevando en la mano la daga que solía guardar en la
caña de la bota. Con el arma abrió un tajo en los nudillos de
uno de sus atacantes, que gritó y dejó caer la suya, pero
Derry se vio superado por el otro soldado y por otro par de
espadachines antes de que pudiera valerse de su ventaja.
Arriesgó una mirada por encima del hombro y vio que otros
seis hombres se acercaban a todo correr, con las espadas
en alto. Lanzó una maldición por lo bajo y trató de
abalanzarse sobre el animal.
Mientras luchaba por trepar sobre el lomo del caballo,
se defendió con la daga y a puntapiés, pero alguien había
aflojado la cincha y la silla de montar se le escapó por
debajo. Intentó conservar el equilibrio, pero sintió que un
par de manos lo aferraban, le tiraban de la ropas y de los
cabellos y se enganchaban de su cinto para obligarlo a
bajar.
Alguien le abrió una herida en el brazo derecho. Sintió
un dolor lacerante y vio que la espada se le escurría por
entre los dedos, resbaladiza con su propia sangre. Luego, se
encontró sujeto a la tierra por el peso de varios cuerpos con
armaduras y, mientras le aferraban los miembros abiertos
contra la hierba tierna de la primavera, comenzó a sentir
que se quedaba sin aire.
XI
Prosperan las tiendas de los ladrones y los que provocan
a Dios viven seguros…
Job, 12:6

Derry hizo una mueca de dolor y dejó escapar un


gemido cuando un par de rudas manos lo pusieron de
espaldas contra el suelo y le examinaron el brazo herido.
Había perdido fugazmente la conciencia cuando lo
arrancaron de la silla de montar, la había recuperado
cuando lo arrastraron por el suelo hasta donde se
encontraba ahora, sobre un recorte de césped húmedo. Tres
soldados armados le sostenían los miembros contra el
suelo; tres hombres de rostro adusto enmarcado en la
armadura, con los colores de la casa de Marley. Uno de ellos
sostenía una daga contra el cuello del cautivo, sin prestar
mucha atención. Un cuarto, con el atuendo de los cirujanos
de campo, estaba de rodillas al lado de Derry. Desnudó la
herida y comenzó a limpiarla, con un gruñido de
desaprobación. Derry se concentró y alcanzó a distinguir un
grupo más numeroso de hombres que lo miraban con aire
vigilante. Comprendió que la huida era casi imposible y el
pensamiento casi lo hizo desfallecer.
Mientras el cirujano terminaba de vendar la herida, uno
de los guardias que estaban en pie tomó una larga cuerda
de su cinto y ató diestramente con ella las muñecas de
Derry. Tras comprobar la firmeza del lazo, se enderezó y lo
observó con aire suspicaz, casi como si lo reconociera.
Luego, desapareció de la vista de Derry. Este alzó la cabeza
y trató de orientarse, mientras los hombres que lo habían
estado sujetando se ponían de pie y se unían a los que
custodiaban.
Estaba en el campamento otra vez, tendido a la sombra
de una tienda baja y marrón. No reconoció el lugar y no
esperó hacerlo, pues anteriormente sólo había espiado un
sector muy reducido del lugar. Pero no tuvo duda de que
estaba en lo profundo de sus confines y no en la periferia.
La tienda era de las que usaban los habitantes de
Eastmarch: chata y baja, pero de fina confección. Parecía
ser la de algún oficial. Se preguntó de quién sería, pues
hasta ese momento no creía haber estado ante nadie de
rango apropiado. Quizás esos hombres no comprendieran la
importancia del prisionero que vigilaban. Tal vez pudiera
evitar el encuentro con alguien de mayor jerarquía y que
pudiese reconocerlo.
Pero, por otra parte, si no advertían quién era y lo
tomaban por un espía de poca monta, acaso ni siquiera
tuviese oportunidad de escabullirse de la muerte segura.
Bien podían ejecutarlo sin miramientos.
Pero le habían vendado la herida. Si se proponían
matarlo, había sido un esfuerzo inútil. Se preguntó quién
sería el comandante de esos hombres.
Como en respuesta a sus pensamientos, apareció un
hombre alto y de edad madura, vestido con atuendo azul y
oro. Se acercó a la tienda y arrojó un casco en punta a uno
de los soldados centinelas. Se notaba en él el porte seguro y
aplomado de la aristocracia y una compostura en los
movimientos que lo señaló de inmediato como un guerrero
de estirpe. La empuñadura de la espada estaba engastada
de joyas, que también asomaban entre los eslabones de la
cadena de oro que llevaba al cuello. Derry lo reconoció de
inmediato: era el barón Campbell de Eastmarch. ¿Lo
reconocería Cambpell, a su vez?
—Pero ¿qué tenemos aquí? ¿Te ha enviado el rey,
amigo?
Derry frunció el ceño ante el tono condescendiente. Se
preguntó si se estaría burlando de él o si realmente aún no
lo había reconocido.
—Desde luego que me envió el rey —decidió decirle, por
fin. Permitió que una nota de indignación asomara a su voz
—. ¿Así tratáis a los mensajeros reales?
—¿Conque dices ser un mensajero real, ahora? —el
hombre preguntó meneando la cabeza—. Los guardias no
me dijeron lo mismo.
—Los guardias no me lo preguntaron —repuso Derry con
desprecio y alzó la cabeza con aire desafiante—. Además,
mi mensaje no iba dirigido a los centinelas; iba destinado al
ejército del duque Ewan, al norte. Es una misión
encomendada por el rey. Me topé con vuestro regimiento
por error.
—Ya lo creo que ha sido un error, amigo —murmuró
Campbell, mientras sus ojos lo escrutaban con suspicacia—.
Fuiste capturado mientras espiabas en las afueras del
campamento; mentiste al hombre que te preguntó tu
identidad; mataste a un soldado que intentó traerte en
custodia… Y no tienes credenciales ni mensajes que
indiquen que eres lo que dices y no un espía. Creo que eres
esto último. ¿Cómo te llamas, amigo?
—No soy ningún espía. Soy un enviado del rey. ¡Y mi
nombre y mis mensajes no son para vuestros oídos! —
replicó Derry con osadía—. Cuando el rey sepa cómo me
habéis tratado…
En un abrir y cerrar de ojos, Campbell se hincó de
rodillas al lado de Derry, le retorció el cuello de malla del
jubón con firmeza, casi hasta asfixiarlo, y le clavó la vista en
el rostro.
—¡A mí no me hablarás de ese modo, joven espía! Y, si
esperas llegar a la vejez, cosa que parece improbable por el
tono en que te expresas, será mejor que cierres el pico a
menos que tengas palabras apropiadas que decir. ¿He sido
claro?
Derry frunció el rostro en una mueca cuando el hombre
le tiró del cuello con más fuerza. Reprimió una airada
respuesta que, de haberse pronunciado, habría significado
su fin. Con una ligera inclinación de cabeza, señaló su
obediencia y respiró hondo cuando sintió que lo soltaba. Se
preguntó qué debería hacer a continuación, pero Campbell
le quitó el peso de la decisión.
—Llevémoslo donde Su Señoría —dijo, mientras se
ponía de pie, con un suspiro—. No tengo tiempo que perder
en tonterías. Tal vez los amigos deryni del lord puedan
arrancarle la verdad.
Mientras Derry digería las palabras, sintió que lo ponían
de pie y lo empujaban por un sendero enlodado hacia el
centro del campamento. Se encontró con varias miradas
inquisidoras y, en ocasiones, Derry vio que algunos hombres
se volvían hacia él, como reconociéndole. Pero ninguno se
acercó a ellos. Derry tenía bastante con intentar
mantenerse en pie para poder mirar a cualquiera muy de
cerca. Además, ya no importaba mucho que lo reconociesen
o no. Bran Coris lo identificaría de inmediato y sabría qué lo
llevaba por allí. La alusión a las amistades deryni de Bran
tampoco era alentadora.
Bordearon un bosquecillo de robles y asomaron en el
sector del cuartel general, donde una espléndida tienda azul
y blanca dominaba el centro de un amplio prado verde. En
derredor, habían erigido otras tiendas de semejante
suntuosidad y de tamaño ligeramente inferior. Sus brillantes
colores y estandartes parecían competir entre sí en belleza
y atractivo. No lejos de allí, el cauce henchido del gran río
Cardosa corría por la planicie. Era la temporada de la
crecida y el poderoso torrente arrastraba aguas profundas.
La escolta de Derry lo arrastró cuando sus pies
trastabillaron y, por último, acabó arrojándolo de rodillas
ante una tienda negra y plateada, cerca de la azul de Bran.
El rudo trato de los soldados había hecho que le doliera
insoportablemente la herida y las cuerdas de cuero le
desgarraban las muñecas. Desde el interior de la tienda,
escuchó que un grupo de hombres discutía a viva voz,
aunque la gruesa lona de los toldos ahogaba las palabras y
hacía imposible distinguir la conversación. El barón
Campbell se detuvo apenas un instante, sopesando al
parecer la conveniencia de irrumpir en la tienda, se encogió
de hombros y desapareció a través de una cortina de lona.
Se oyó una explosiva imprecación indignada, una blasfemia
susurrada en un dialecto extranjero y, luego, la voz de Bran
Coris.
—¿Un espía? Maldición, Campbell, ¿me has interrumpido
para decirme que habías capturado a un espía?
—Creo que es más que eso, milord. Es… Bueno, será
mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.
—Muy bien, vuelvo en seguida, Lionel.
Cuando Campbell salió de la tienda, a Derry se le
encogió el corazón. Apartó el rostro al ver que, detrás suyo,
un hombre esbelto, con túnica azul, asomaba a la claridad
del sol. Oyó que alguien contenía el aliento en dirección a
Bran y vio que, a unos pasos de él, se detenían dos pares de
botas, uno de ellos, lustroso, negro y con espuelas de plata.
De nada serviría postergar lo inevitable. Con un suspiro de
resignación, Derry alzó la cabeza y miró el rostro familiar de
Bran Coris.
—¡Lord Sean Derry! —exclamó Bran. Sus ojos dorados
refulgieron con frialdad—. ¡Vaya! ¿Qué hace mi dudoso
colega fuera de las cámaras del Consejo Real? ¿No habrás
abandonado a tu querido Morgan, verdad? —Los ojos de
Derry lanzaron una llamarada de furia—. No, no creo. Milord
Lionel, venid a ver lo que Morgan nos ha enviado. Es su
espía favorito.
Al oír tales palabras, Lionel salió de la tienda y fue hasta
donde se encontraba Bran, quien no apartaba sus ojos
severos del rostro de Derry. Era alto, de porte gallardo y
modos extranjeros, barba negra y un bigote recortado para
destacar los labios finos y crueles. De sus anchos hombros,
caía un manto de seda blanca y susurrante hasta la punta
de las botas, de terciopelo color claro. Pero, donde el manto
se abría, asomaba el brillo de una túnica púrpura con dorso
de malla y la llamarada de una daga corva, sujeta en la faja
de la cintura. Llevaba el cabello largo y prieto, recogido en
la nuca con un broche y atado con una ancha cinta de plata
que le surcaba la frente. Los brazaletes engastados de joyas
refulgieron de rojo, verde y violeta cuando cruzó las mangas
sedosas sobre el pecho.
—Conque éste es el favorito de Morgan… —dijo Lionel,
mientras recorría a Derry con una mirada de disgusto.
—Lord Sean Derry —replicó Bran con un gesto de
asentimiento—. Kelson lo designó para que ocupara la silla
que lord Ralson había dejado vacante en el Consejo el otoño
pesado. Antes de eso, estuvo unos años como ayudante
militar de Morgan. ¿Dónde lo encontrasteis, Campbell?
—Sobre el promontorio que hay al sur, milord. Una
patrulla detectó su caballo y aguardó a que regresara. Pero
cuando intentaron capturarlo hirió a varios de los nuestros.
Peter Davency murió.
—¿Davency? ¿Un hombre corpulento, de temperamento
impetuoso?
—El mismo, milord.
Bran enganchó los pulgares en el cinto enjoyado que
sujetaba su túnica y contempló a Derry largo rato. Se mecía
sobre las puntas de los pies y bajaba con lentitud, mientras
contraía y aflojaba la mandíbula. Durante un segundo, Derry
temió que Bran lo destrozara de un puntapié y se preparó
para recibir el golpe, que no llegó. Después de lo que
pareció una eternidad, Bran doblegó su ira y se volvió
lentamente hacia Lionel, sin atreverse a lanzar una sola
mirada más en dirección a Derry.
—Si este hombre fuese totalmente mi prisionero, ya
habría muerto por lo que hizo —dijo Bran, con voz apenas
audible—. Pero la ira no me impide advertir el valor que este
hombre podría tener para vos y para Wencit. ¿Queréis
preguntar a vuestro cuñado qué quiere que haga con esta
basura?
Lionel hizo una corta reverencia, giró sobre sus talones
y fue hasta la tienda. Bran lo siguió, a un paso de distancia.
Se detuvieron al trasponer la cortina y sus siluetas se
recortaron contra la oscuridad. Luego se produjo un ligero
juego de luces fuera del campo de visión de Derry, por
encima de las cabezas de los hombres. Derry supo que
estarían utilizando algún tipo de magia para entablar
comunicación con Wencit. En pocos minutos, Bran salió solo
de la tienda, con gesto pensativo y algo jocoso.
—Bueno, lord Derry, parece que mis nuevos aliados se
inclinan a mostrarse misericordiosos. En lugar de morir
como un traidor, serás el huésped de Su Majestad, el rey
Wencit, esta noche en Cardosa. Personalmente, no respondo
de la clase de entretenimiento que te procurarán; debo
confesar que los pasatiempos torentinos son algo
extravagantes para mi gusto, a veces. Pero quizás a ti te
agraden. ¿Campbell?
—Sí, milord.
El rostro de Bran se endureció, al posarse sobre el rostro
impotente de Derry.
—Campbell, ponió a lomos de un caballo y quítalo de
aquí. ¡El sólo verlo me da náuseas!
Morgan recorrió la pequeña antesala una vez más y se
frotó con una mano la barbilla recién afeitada. Luego, se
volvió para espiar impaciente a través de la base de una
alta ventana enrejada. Afuera, caía el crepúsculo y la bruma
de la noche se desplazaba velozmente, como era habitual
en las regiones montañosas, para envolver a Dhassa en una
nube fría y sobrenatural. Todavía no era noche oscura, pero
comenzaban a asomar antorchas en la penumbra gradual y
las llamas vacilantes se agitaban, pálidas y espectrales,
contra la bruma aún iluminada. Las calles que, una hora
atrás, habían estado atestadas de soldados, quedaban
ahora en silencio. A la izquierda, vio a un guardia de honor,
apostado ante las puertas de la catedral de San Señan, y
grupos de hombres con malla y armaduras o de
mercaderes, que se internaban en la alta nave del templo.
Ocasionalmente, cuando se producía un respiro en la
entrada de feligreses, Morgan alcanzaba a vislumbrar el
interior de la nave y la lumbre de cientos de velas que
parecían rivalizar con el sol. En poco tiempo más, Duncan y
él se internarían en la catedral junto a los obispos. Se
preguntó cómo los recibirían.
Con un suspiro, Morgan se apartó de la ventana y volvió
la mirada a su primo. Duncan descansaba en silencio, sobre
un banco bajo de madera. En un extremo del asiento ardía
un cirio; el sacerdote parecía absorto en la lectura de un
librito encuadernado en cuero, de lomo dorado. Como
Morgan, lucía el manto violeta de los penitentes y estaba
pulcramente rasurado. Donde la barba lo había cubierto, la
piel se veía curiosamente pálida. Todavía no se había
abrochado la parte delantera de la túnica, pues en la celda
diminuta hacía calor y no llegaba el aire nocturno que movía
la bruma. Bajo el manto llevaba una camisa blanca, calzas y
suaves botas de cuero que brillaban severamente. La pura
blancura no era interrumpida por joyas ni adornos. Con otro
suspiro, Morgan se miró su manto y su túnica y los anillos
con el grifo y el león que lanzaban guiños desde sus dedos.
Fue lentamente hasta Duncan y lo miró, pero su primo no
pareció perturbarse por su proximidad ni por el hecho de
que hubiera estado recorriendo la celda durante los últimos
quince minutos. Ni siquiera se dio cuenta de que había
concluido su paseo impaciente.
—¿Nunca te cansas de esperar? —preguntó Morgan.
Duncan levantó la vista de la lectura, con una débil
sonrisa.
—A veces. Pero es una aptitud que los sacerdotes
debemos aprender a desarrollar en el inicio de nuestras
carreras… o bien convertirnos en buenos actores. ¿Por qué
no dejas de dar vueltas y te relajas?
Ah, entonces se había dado cuenta…
Se sentó pesadamente en el banco al lado de Duncan y
reclinó la cabeza contra la pared, los brazos cruzados sobre
el pecho, en actitud de hastío mayúsculo.
—¿Relajarme? Para ti es fácil decirlo, te agradan los
rituales y estás habituado a la pompa sacerdotal. Yo estoy
inquieto como un escudero en su primer torneo. No sólo
eso, sino que, en cualquier momento, me moriré de hambre.
En todo el día no he probado bocado.
—Ni yo.
—No, pero tú estás más acostumbrado. Tiendes a
olvidar que soy un noble disipado, que incurro en toda
suerte de placeres cuando me viene en gana. En este
momento, creo que aceptaría con gusto incluso ese
espantoso vino de Dhassa.
Duncan cerró los ojos y se reclinó contra la pared con
una sonrisa.
—No sabes lo que dices. Piensa en lo que podría hacer
la bebida en tu mente despejada después de un día de
ayuno. Además, conozco el vino de Dhassa y,
personalmente, preferiría morir de sed.
—Ah, te doy la razón —sonrió Morgan, y cerró los ojos—.
Ya ves lo pernicioso que resulta el ayuno: no mortifica el
alma, pero corroe el cerebro.
—Bueno, tal vez los obispos no se opondrían a un
pequeño bocado —Duncan rió entre dientes—, no querrán
que nos desmayemos durante la ceremonia por falta de
aliento.
—Eso nos muestra cuánto sabes —sonrió Morgan. Se
puso de pie y continuó su paseo—. Lo mejor que podría
pasarnos allí dentro sería desmayarnos. Piénsalo: «Los
deryni penitentes, debilitados por su ayuno de tres días,
enmendado el espíritu y purificado el corazón, se
desvanecen en presencia del Señor.»
—Como sabrás…
En ese momento, se oyó un suave golpe en la puerta y
Duncan se detuvo, expectante. Lanzó una mirada a Morgan
y se puso de pie. El obispo Cardiel irrumpió en la celda con
un rumor de seda color púrpura y la caperuza vuelta sobre
los hombros. Le indicó a un monje de negro manto que se
retirara. Morgan y Duncan se inclinaron para besarle el
anillo y el obispo se apartó y cerró la puerta suavemente.
Luego, extrajo de los pliegues de su manto un pergamino
plegado.
—Esto llegó hace una hora —comenzó en voz grave,
mientras tendía la carta a Morgan y miraba por la ventana
con inquietud—. Es un mensaje del rey. Nos desea éxito en
la empresa de esta noche y espera encontrarse con
nosotros en Cor Ramet pasado mañana. Espero que no
tengamos que decepcionarlo.
—¿Decepcionarlo? —Morgan, quien se había acercado a
la vela para leer la carta, levantó la vista sobresaltado—.
¿Por qué? ¿Sucede algo malo?
—Todavía nada —dijo Cardiel. Tendió la mano y Morgan
le devolvió el pergamino sin decir una palabra—. ¿Alguno de
vosotros desea preguntarme algo sobre lo que sucederá
esta noche?
—El padre Hugh nos puso al tanto horas atrás,
Eminencia —respondió Duncan con cuidado, estudiando el
rostro de Cardiel—. Milord, si hay alguna dificultad en lo que
a nosotros respecta, debemos saberlo.
Cardiel los contempló largo rato y posó la mano
enguantada sobre el alféizar de la ventana. Recorrió las
rejas con la mirada durante varios segundos, como si
debiera escoger sus palabras con cautela. Volvió la cabeza
ligeramente en dirección a los dos hombres. Su cabellera
gris acero se recortaba contra el cielo del crepúsculo y el
brazo en lo alto le abría el manto. Debajo, un alba blanca
brillaba como la plata contra la pared de piedra gris y, al
verla, Morgan comprendió que el obispo había interrumpido
su ceremonia de vestimenta para ir a visitarlos. Se preguntó
qué pensaría decirles.
—Esta tarde, en la procesión, causasteis una buena
impresión, ¿lo sabíais? —dijo Cardiel, con tono ligero—. La
gente ama el espectáculo de un penitente haciendo
demostración pública de su contrición. Hace que el pueblo
se sienta más virtuoso. Francamente, la mayoría de los que
acudirán esta noche querrá creer en la sinceridad de
vuestra reconciliación.
—Sin embargo… —comenzó Morgan.
Cardiel bajó la vista y sonrió, a su pesar.
—Sí, siempre hay un pero, ¿verdad? —miró a Morgan a
los ojos—. Alaric, tratad de creer que me fío de vos. De
ambos… —Su mirada llegó a Duncan—. Pero… habrá
muchos entre los que hoy vengan que siguen indecisos. Me
temo que, por muy arrepentidos que os mostréis, haría falta
un milagro para persuadirlos de que no tenéis malas
intenciones.
—¿Nos estáis pidiendo que hagamos un milagro,
Eminencia? —murmuró Morgan, y le devolvió la mirada a
Cardiel.
—¡No, por todos los cielos! Es lo último que querría —
Cardiel meneó la cabeza—. En realidad, quizás éste sea el
meollo de lo que intento deciros. —Entrelazó los dedos y se
miró el anillo de obispo—. Alaric, hace cuatro años que soy
obispo de Dhassa. Durante esos cuatro años y durante los
oficios de, por lo menos, mis últimos cinco antecesores,
jamás hubo un sólo escándalo relacionado con la diócesis de
Dhassa…
—Tal vez debisteis de haber pensado en ese punto antes
de uniros al cisma, milord —replicó Morgan, suavemente.
Cardiel pareció herido.
—Hice lo que debía hacer.
—Vuestra mente está de acuerdo —intervino Duncan—,
pero vuestro corazón teme a lo que puedan hacer dos
deryni. ¿No es eso?
Cardiel levantó la vista hacia ellos y ahogó una risa
nerviosa.
—Quizá —se aclaró la garganta—. Quizá —se detuvo—.
Duncan…, necesito la promesa de ambos de que no usaréis
vuestros poderes esta noche. Ninguno. Suceda lo que
suceda, debo contar con vuestro solemne juramento de que
no haréis nada, nada que os haga parecer distintos de
cualquier otro penitente que haya entrado alguna vez en mi
catedral para hacer las paces con la Iglesia. Seguramente
comprenderéis la importancia de lo que os estoy pidiendo.
Morgan miró al suelo y frunció los labios
pensativamente.
—Supongo que Arilan sabe de vuestra visita…
—Así es.
—¿Y sobre el asunto que os trajo?
—También, y está de acuerdo. No debe haber magia.
Duncan se encogió de hombros y miró a Morgan.
—Bueno, milord. Al parecer, debéis iros con nuestra
palabra sobre ese particular. Tenéis la mía.
—Y la mía —dijo Morgan, tras una pausa imperceptible.
Cardiel suspiró, aliviado.
—Gracias. Os dejaré solos unos minutos más, entonces.
Sospecho que deseáis prepararos para la ceremonia. Arilan
y yo regresaremos para buscaros en poco tiempo.
La puerta se cerró detrás de Cardiel. Duncan miró a su
primo. Morgan se había apartado tras la desaparición de
Cardiel. La única vela que ardía en un extremo del banco
arrojaba largas sombras danzantes sobre las paredes de
piedra y cubría el rostro de Morgan con una máscara de
concentración. Duncan lo miró largo rato, con un hilo de
inquietud, y atravesó la celda hacia su primo.
—¿Alaric? —dijo en voz baja—. ¿Qué te…?
Morgan salió de su ensimismamiento y se llevó un dedo
a los labios. Dirigió la mirada a la puerta, fue hasta el banco
y se postró de rodillas ante él.
—Me temo que, en las últimas semanas, no he tenido
muchas ocasiones de orar, Duncan —murmuró; con una
seña indicó a Duncan que se acercara a él, y volvió a mirar
a la puerta—. ¿Orarás conmigo?
Sin palabras, Duncan se hincó de rodillas al lado de su
primo, preguntándole con la mirada, mientras se
persignaba. Comenzó a hablar nuevamente, mas vio que los
labios de Morgan trazaban la sílaba «no» y, en cambio,
inclinó la cabeza. Mirándolo por el rabillo de ojo, pronunció
las palabras de tal forma que sólo Morgan pudiese oírlo.
—¿Me dirás qué sucede? —murmuró—. Sé que te
preocupa el que nos puedan estar observando, pero eso no
es todo. No querías darle tu palabra a Cardiel. ¿Por qué?
—Porque tal vez no pueda cumplirla —susurró Morgan.
—¿Que no podrás…? —replicó Morgan, y recordó a
tiempo que no debía alzar la cabeza—. ¿Y por qué demonios
no? ¿Qué sucede?
Morgan se inclinó ligeramente hacia delante para espiar
la puerta por detrás de Duncan y se volvió a posar sobre los
talones.
—Es por Derry. Supuestamente debía establecer
contacto con nosotros o bien ayer por la noche, o bien esta
noche. Cuando llegue el momento, estaremos en mitad de
la ceremonia.
—¡Demonios! —explotó Duncan, y se persignó al
recordar que supuestamente debía estar orando con la
cabeza gacha—. Alaric, no podemos escuchar la llamada de
Derry en la catedral, ya le hemos prometido a Cardiel que
no usaríamos nuestros poderes. Si nos descubren…
Morgan asintió lentamente.
—Lo sé. Pero no hay otra forma. Temo que algo le haya
sucedido a Derry. Tendremos que arriesgarnos y esperar que
nadie se dé cuenta.
Duncan hundió el rostro en las manos y suspiró.
—Tengo la sensación de que ya has pensado en esto
antes. ¿Tienes un plan?
Morgan inclinó la cabeza y se acercó a Duncan un poco
más.
—Sí. En la liturgia hay varias partes en las que no
tendremos que dar respuestas, tanto en la ceremonia
misma como en la misa que prosigue. Trataré de escuchar a
Derry mientras tú vigilas. Si crees que pudieran
descubrirme, romperé el contacto de inmediato. Puedes…
Se detuvo y hundió la cabeza contra el pecho al oír que
alguien corría el pestillo. Ambos hombres se persignaron y
se pusieron de pie al ver que Cardiel entraba seguido de
cerca por Arilan. Ambos lucían resplandecientes mantos
violeta, báculos en las manos y mitras engastadas de joyas
sobre las cabezas. Detrás, aguardaba una larga hilera de
monjes con hábitos negros, que sostenían idéntica cantidad
de velas encendidas.
—Estamos listos para comenzar, si vosotros lo estáis —
anunció Arilan.
El satén violeta de la casulla reflejó el profundo azul
violeta de sus ojos y, bajo la luz de las velas, lo convirtió en
dos joyas fulgurantes que titilaban contra la luz fría de la
amatista del anillo.
Con una inclinación de cabeza, Morgan y Duncan se
unieron a la procesión. Pronto sería de noche.
Cuando Derry y sus captores llegaron a Cardosa, por fin,
en los montes Rheljan ya se había cernido la oscuridad.
Derry había sido atado sobre una montura, como si fuera un
bulto o un saco. No se le permitió cabalgar con la espalda
erguida como un hombre. Sin duda, la estrategia tenía el
propósito de quitar al prisionero todo sentimiento falso de
dignidad. Subió por el desfiladero en esa posición, con la
cabeza caída a través del lomo del animal. Y, por
momentos, fue una experiencia húmeda, fría y casi
terrorífica. En ocasiones, los caballos debieron internarse en
el agua casi hasta la cruz. Más de una vez, Derry viajó con
la cabeza sumergida en el agua y debió tensar los pulmones
hasta que casi le estallaron, mientras luchaba por no
ahogarse. Llevaba las muñecas adormecidas y llagadas por
las ásperas cuerdas de cuero que las apretaban y el frío y la
falta de circulación le hacían sentir los pies como si fueran
de plomo.
Pero estos detalles ínfimos parecieron no perturbar a la
escolta. No bien el grupo tiró de las riendas en un pequeño
patio oscuro, cortaron los lazos que sostenían a Derry y lo
empujaron rudamente para que cayera de la silla. El hombro
herido se le había dormido durante la larga travesía a
gachas y, cuando le ataron los brazos por delante
nuevamente, el dolor casi lo hizo desmayarse. El fuego de la
circulación que retornaba a los miembros endurecidos y
torturados fue casi más de lo que pudo soportar y el sostén
de los dos guardias que lo llevaron de los brazos le resultó
una suerte de bendición.
Trató de percatarse de su entorno, con la esperanza de
que ello lo asistiese en su lucha contra el dolor. Estaba fuera
de Esgair Ddu, el sombrío fuerte que, desde un promontorio,
protegía la ciudad amurallada de Cardosa. Vio por encima
de su cabeza las murallas desnudas que se erigían
siniestras, mientras se obligaba a permanecer de pie, pero
no le permitieron examinar el lugar con mayor
detenimiento. Llegó un par de soldados con la librea blanca
y negra de Furstan y lo separaron de la escolta original. Lo
empujaron por un tramo de escaleras burdas y mohosas.
Trató de seguir con la mente el recorrido, de trazar un mapa
imaginario donde figuraran cada curva y cada estrecho
pasadizo por donde lo obligaban a ir; pero los pies no le
obedecían, estaba demasiado extenuado, sus dolores eran
muchos y le resultó imposible mantener la atención debida.
Cuando, por fin, llegaron a una puerta de hierro y uno de los
hombres lo sostuvo para que el otro pudiese abrirla, se
armó de todas sus fuerzas para no desvanecer. Nunca llegó
a recordar cómo fue desde la puerta hasta el sillón tallado
en que se vio sentado.
Le ataron las muñecas a los brazos de la silla y le
ajustaron correas de cuero alrededor de la cintura, del torso
y de los tobillos. Luego, se marcharon. Lentamente, el dolor
dejó paso a una fatiga pesada y entumecida. Por fin, Derry
abrió los ojos y se obligó a inspeccionar la habitación.
Parecía ser una de las mejores mazmorras de Esgair
Ddu. A su izquierda, en una anilla que asomaba del muro,
ardía una antorcha que derramaba su luz sobre el suelo. Vio
que, aunque cubierto de heno, al menos no parecía
enlodado. Y la paja era limpia. Las paredes no chorreaban
agua ni se veían cubiertas de moho, lo cual era una
bienvenida rareza, según su escasa experiencia con
cárceles y mazmorras.
Pero seguían siendo paredes de celda y, por todo
adorno, tenían anillos de hierro en posiciones estratégicas,
cadenas brillantes y pulidas por el uso y otros instrumentos,
cuyo propósito Derry prefirió no imaginar. También
distinguió un baúl de cuero bastante grande, contra la pared
que se alzaba a su derecha. El objeto, vasto y siniestro,
parecía fuera de lugar allí. Bajo la aldaba, se veía una cresta
tallada, un emblema vagamente extraño ornamentado en
oro contra la pátina oscura del cuero. Pero la luz era
demasiado débil y el cofre se hallaba muy lejos, por lo que
Derry no pudo estudiar el emblema con detenimiento. Sin
embargo, creyó advertir que el baúl había sido colocado en
la celda recientemente y no deseó conocer a su dueño. Se
conminó a apartar los ojos del objeto y a proseguir su
examen de la mazmorra.
Entonces reparó en una ventana profundamente
incrustada en la pared opuesta y que, bajo la tenue luz, casi
le pasó inadvertida. En el mismo instante comprendió que le
sería de poco provecho. Era alta y estrecha; del lado interior
tenía un metro de ancho, pero, a medida que se hundía en
la pared, se iba estrechando más hasta acabar por ser una
abertura de veinte centímetros en el lado exterior del muro.
En lugar de los barrotes de rigor, la ventana estaba
protegida por una rejilla de hierro. Derry comprendió que,
aunque pudiese quitarla, jamás lograría pasar el cuerpo por
un hueco tan reducido. Además, si aún conservaba cierto
sentido de la orientación, la ventana debía de dar a una
pared rocosa cortada a pico, de abrupta caída. Aunque
pasase por la ventana, no tendría dónde ir luego; salvo que,
por supuesto, escogiera huir en otro sentido: las rocas que
dormían al pie de Esgair Ddu podrían liberarlo
figuradamente, llegado el caso.
Derry suspiró y prestó atención al interior del recinto. De
nada le serviría contemplar la suerte de libertad que le
aguardaba fuera de la ventana, ya que jamás lograría
atravesarla. Además, dejando a un lado las emociones
estériles que el suicidio parecía infundirle, sabía que muerto
no sería de ayuda a nadie. Si lograba subsistir a aquello que
sus captores le tuviesen deparado, siempre le quedaba la
posibilidad de escapar. Vivo, podría contarle a Morgan lo
que había descubierto, antes de que fuera demasiado tarde.
Al pensarlo, comprendió, atónito, que tenía el medio de
comunicarse con Morgan, si tan sólo pudiera usarlo. El
medallón de San Camber que Morgan le diera seguía aún en
su poder, alrededor de su cuello. Mientras no se lo quitaran,
tendría posibilidades de establecer contacto con Morgan
según lo convenido.
Hizo rápidos cálculos mentales y decidió que era hora
de intentar la comunicación. Ni siquiera pensó en lo que
podría suceder si fallaba. El hechizo daría resultado, pese a
su estado y a su indefensión y aunque aún no supiera bien
cómo hacerlo actuar.
Respiró hondo para serenarse y oró para que se le
concediera el tiempo necesario. Retorció el torso bajo las
ataduras y trató de sentir el contacto del medallón contra la
piel. Morgan le había dicho que la comunicación se
establecía con la medalla entre las manos, mas como eso
era impensable, tendría que confiar en que el medallón
actuara mediante el solo roce contra el pecho.
¡Ah! Sintió el medallón, tibio a la temperatura del
cuerpo, descansando a la izquierda del torso. Si ese
contacto bastara, si fuese tan poderoso como el de las
manos…
Derry cerró los ojos y trató de visualizar el medallón que
pendía sobre su pecho. Imaginó que lo sostenía entre los
dedos y creyó palpar bajo el pulgar derecho el relieve
tallado de su superficie. Serenó la mente y dejó que por ella
rodaran las palabras del conjuro que Morgan le había
enseñado, mientras se concentraba en evocar el medallón
de Camber en el hueco de su mano. Se sintió en los
umbrales de ese trance onírico que acompañaba al hechizo
y comenzó a abandonarse a sus frías honduras. Y, entonces,
se puso en tensión por el ruido terrorífico de un pestillo que
se corría y de los goznes que chirriaban a un lado de la
puerta. Oyó unas botas que se acercaban y sofocó el
impulso que quiso obligarlo a girar el cuello para mirar.
—Muy bien. Yo me ocuparé de esto —dijo una voz culta
y fría—. Deegan, ¿tenías algo?
—Sólo este despacho del duque Lionel, Majestad —se
oyó una segunda voz con un tono servil.
Se escuchó un murmullo de asentimiento. Derry oyó el
ruido quebradizo del lacre que se rompía y un ligero rumor
de pergamino. Las voces habían traído consigo una lenta
náusea en la boca del estómago: en Esgair Ddu había un
solo hombre a quien podía llamársele Majestad. Mientras su
mente reparaba en el siniestro detalle, alguien cruzó la
puerta con otra antorcha que lanzó sombras deformes y
burdas sobre las paredes de la mazmorra. A Derry se le
erizó la piel de la nuca. Y sintió que el corazón rompía a latir
como un caballo desbocado. Se dijo que las sombras no
podían reflejar el verdadero aspecto de sus sueños y que su
pánico se debía únicamente a las siluetas fantasmagóricas
que producían las sombras. Pero, desde los confínes de su
mente, algo le susurraba lo que para él ya era certeza: que
uno de los hombres debía de ser Wencit de Torenth. Ya
nunca podría establecer contacto con Morgan.
—Yo me ocuparé de esto, Deegan. Déjanos ahora —
ordenó la voz tersa.
Se cerró un pergamino y se oyó un tintineo de cueros y
de arneses. alguien debía de haberse vuelto para salir.
Luego, los goznes chirriaron otra vez y el pestillo de hierro
resonó nuevamente por dentro de la puerta. La luz de la
antorcha se hizo más intensa a su izquierda, aunque tuvo la
certeza de que alguien se le acercaba también por la
diestra.
Y el rumor ligero de pasos sobre el heno hizo resonar en
la mente de Derry cientos de campanadas de alarma y de
terror.
XII
No te alejes de mí, porque la angustia está cerca,
porque no hay quien ayude.
Salmos, 22:11

En la catedral de San Senan, en Dhassa, proseguía la


reconciliación de los dos deryni arrepentidos. Después de
entrar en la catedral en procesión, con los ocho obispos y un
incontable número de monjes, sacerdotes y demás
asistentes, Morgan y Duncan habían sido llevados
solemnemente en presencia del obispo Cardiel, ante el cual
declararon formalmente su deseo de ser recibidos
nuevamente en la comunión de la Santa Madre Iglesia.
Luego, se prosternaron sobre el peldaño inferior del altar y
escucharon la recitación de las fórmulas de rigor de labios
de Cardiel, de Arilan y de los demás.
Fue un momento de concentración y, también, de
peligro, pues ambos debían responder a menudo e
intrincadamente a la liturgia hablada y entonada. Por fin,
llegó un momento en que los penitentes no tuvieron mucho
que decir ni hacer. Los dos evitaron mirarse cuando dos
sacerdotes los condujeron hasta el alto escalón, delante del
tramo final hacia el altar. Allí, se hincaron cuidadosamente
sobre la alfombra, para escuchar, postrados, la parte
siguiente de la ceremonia.
—Oh, alma mía, bendice al Señor —recitó Cardiel— y no
olvides sus gracias: quien perdona todas tus iniquidades,
quien cura todos tus padecimientos, quien redime tu vida
de la destrucción, quien corona tu…
Mientras el obispo continuaba con su letanía, Morgan
cambió de posición. Movió ligeramente la cabeza que tenía
sobre las manos para poder ver el anillo con el Grifo. Y,
mientras los obispos ejecutaban, absortos, sus papeles
eclesiásticos, él buscó el contacto con Derry, aunque fuese
fugaz. Si todo marchaba bien y lograba comunicarse, sería
fácil convenir otro contacto para una hora posterior de la
noche, cuando las circunstancias fueran menos arriesgadas.
Abrió los ojos apenas y vio que Duncan lo observaba
furtivamente, nadie parecía prestarles atención en ese
momento. Tal vez tuviese cinco minutos. Esperó que fueran
suficientes.
Cerró los ojos, sintió el breve roce de la presencia de
Duncan, que lo animaba, y entreabrió los párpados para
enfocar la mirada en el sello del Grifo. Lentamente, permitió
que sus sentidos excluyeran la lumbre de los cirios, las
voces monótonas de los prelados, las dulzonas volutas de
incienso que flotaban a su alrededor, el roce áspero de las
alfombras que se extendían bajo su cuerpo. Luego, se
encontró meciéndose en el primer estadio del trance de
Thuryn y su mente se proyectó en busca de algún contacto
efímero con la mente de lord Sean Derry.
—Contra ti, sólo contra ti, he pecado y he cometido todo
este mal en tu presencia, oh, Señor: que a la hora de hablar
seas justo, y claro a la hora de juzgar… —decía Cardiel.
Pero Morgan no lo oyó.
Derry trató de que no se notara su temor cuando los dos
hombres se le acercaron por la izquierda y por la derecha. El
primero era alto, con expresión aguileña. Una terrible
cicatriz le surcaba la nariz aristocrática hasta perderse en la
barba y en el bigote prolijamente recortados. El cabello
oscuro se teñía de plata en las sienes y, bajo la luz de la
antorcha, sus ojos brillaban pálidos como la plata. Era el que
llevaba la tea cuyas sombras espectrales tanto lo asustaran
minutos atrás y quien, nuevamente, le infundió una ola de
terror al volverse para situar la antorcha sobre una argolla,
cerca de la primera.
Pero ése no era Wencit. Lo supo instintivamente, tras
lanzar una mirada al segundo hombre. El que pasó a su
diestra para detenerse directamente ante la silla difería del
de la cicatriz tanto como dos hombres podían diferenciarse:
alto y anguloso, pero dotado de gracia; de cabello y bigote
bermejos. Sus ojos celestes se posaron imperturbables
sobre el joven que yacía inmovilizado ante él, en una silla.
Wencit iba vestido informalmente, con un manto ondulante
de seda ambarina sobre una túnica de satén del mismo
matiz dorado. En la cintura, un ancho cinto de eslabones de
oro, dentro del cual llevaba con cierto descuido una daga
engastada de joyas. En los dedos largos y ascéticos
refulgían numerosas sortijas; las únicas joyas que lucía. Bajo
el ruedo de la larga túnica asomaban unas pantuflas de
terciopelo pardusco, terminadas en punta y bordadas con
hilos de oro. Derry no vio más armas que la daga; pero,
curiosamente, esto lo inquietó en vez de aliviarlo.
—Aja —habló el hombre. Era la misma voz que antes
atribuyera a Wencit. Su terror creciente se afianzó—.
Conque he aquí al ilustre lord Sean Derry. ¿Sabes quién soy?
Derry vaciló y se permitió hacer una corta reverencia.
—Espléndido —dijo Wencit, con tono demasiado
amistoso—. No creo que conozcas a mi camarada: Rhydon
de Eastmarch. El nombre tal vez te resulte familiar.
Derry miró al otro hombre que, a su izquierda, se había
reclinado contra la pared y le hizo un gesto de
reconocimiento. Rhydon llevaba un atuendo similar al de
Wencit, pero de color azul noche y plata en lugar de oro. El
efecto sobre el hombre de negro cabello parecía infundir
una impresión más siniestra aún. Rhydon resultaba ser el de
temer y, por contraste, Wencit parecía una figura afeminada
e inofensiva. Derry se dijo que no debía caer en la celada.
Wencit era más pavoroso que diez Rhydon, por más fatal
que fuera la reputación que este último tuviera como deryni
de la más alta estirpe. No debía permitir que los dos le
hicieran perder la compostura. El más temible de ambos
sería Wencit.
El rey miró a su prisionero durante largo rato. Advirtió la
reacción de Derry ante Rhydon, sonrió y cruzó los brazos
sobre el pecho. El ligero rumor de satén atrajo de inmediato
su atención. Wencit dejó que otra sonrisa asomara a sus
labios y comprobó que el gesto perturbó todavía más a
Derry.
—Lord Sean Derry… —enunció Wencit con tono divertido
—. He oído muchas cosas de ti, mi joven amigo. Entiendo
que eres el asistente militar de Morgan y que ocupas un
lugar en el Consejo de la Regencia del pequeño rey
Haldane. Aunque no en este momento, claro… —Vio que
Derry se mordía los labios al escucharlo—. Sí, por cierto, he
oído mucho sobre las proezas de lord Sean Derry. Parece
que pronto estaremos en posición de saber si la rutilante
reputación que posees es merecida. Hablame de ti, Derry.
Derry trató de no dar paso a su ira, pero supo que
fracasaría. Muy bien; que Wencit supiera que no le sería
fácil. Si éste creía que le arrancaría la rendición sin lucha, él
le…
Wencit dio un paso hacia Derry y el joven se detuvo. Se
obligó a enfrentar con osadía la mirada del hechicero, sin
atreverse a respirar, y quedó sorprendido al ver que Wencit
retrocedía ligeramente. Cuando notó que Wencit jugueteaba
con la empuñadura de la daga en la cintura, el corazón le
dio un vuelco.
—Ya veo… —dijo Wencit. Extrajo la daga y la hizo girar
entre los dedos con destreza—. Presumes de poder hacerme
frente, ¿eh? Es justo advertirte de que tu conducta me
complace. Después de todo lo que había oído de ti,
comenzaba a temer que me decepcionaras. Detesto tanto
que me defrauden…
Antes de que Derry pudiese reaccionar, Wencit cruzó de
dos zancadas la distancia que lo separaba de Derry y posó
la punta de la daga contra el cuello del joven. Escrutó su
rostro cuidadosamente en busca de la menor señal de terror
mientras le presionaba la garganta, pero no la halló. Ni
esperó hallarla. Con una ligera sonrisa, Wencit llevó la punta
de la hoja hasta el primer lazo del jubón de cuero que
llevaba Derry y cortó el tiento. El joven se sorprendió al ver
que el cuero cedía, pero se obligó a permanecer
imperturbable mientras Wencit descendía lentamente por la
hilera de tientos y los iba cortando uno por uno.
—¿Sabes, Derry? —Cortó uno—. A menudo me he
preguntado qué tendrá Morgan para inspirar semejante
lealtad en sus seguidores… —Cortó otro—. O Kelson y esos
extraños predecesores de su estirpe Haldane… —Cortó otro
—. No muchos hombres podrían estar aquí sentados, como
tú… —volvió a cortar—, negándose a hablar, sabiendo las
torturas que les aguardan… —Cortó—. Y, pese a ello, seguir
siendo fieles a un hombre que está muy lejos y que nunca
podría salvarlos de esto, aunque lo supiera.
La hoja de Wencit se enganchó por detrás de otro tiento
para cortarlo, pero algo metálico la detuvo. Wencit había
llegado a mitad del torso y, entonces, enarcó una ceja con
fingida sorpresa y levantó el rostro hacia Derry.
—Pero ¿qué es esto? —preguntó, ladeando la cabeza
con aire pensativo—. Mira, Derry, aquí hay algo que parece
detener mi hoja, ¿no crees?
Intentó hacer unos tajos descendentes con más
intensidad, sin otro resultado que un tintineo metálico.
—Rhydon, ¿qué crees que será?
—No tengo ni idea, Majestad —dijo el hombre de cabello
oscuro, incorporándose para ir hacia Derry.
—Yo tampoco —susurró Wencit.
Valiéndose de la daga, apartó el chaleco y hurgó hasta
retirar una cadena de plata de gruesos eslabones. Los
extremos desaparecían bajo la camisa del joven.
Wencit lanzó una mirada indiferente a Derry y deslizó el
extremo de la hoja por debajo de la cadena. Tiró lentamente
hacia fuera hasta que asomó un pesado medallón de plata.
—¿Una medalla santa? —preguntó Wencit, frunciendo
las comisuras de la boca—. Qué conmovedor, Rhydon, la
lleva cerca del corazón…
Rhydon lanzó una risita.
—Uno estaría tentado de preguntar qué santo cree que
podría protegerle de vos, Majestad. Aunque, por supuesto,
no hay santo que sea capaz de eso.
—No, no lo hay —convino Wencit. Miró la medalla de
reojo y la examinó más atentamente—. ¿San Camber?
Sus ojos parecieron formar dos estanques color índigo al
posarse nuevamente sobre los de Derry. El joven sintió que
su corazón latía a destiempo. Con deliberada lentitud,
Wencit se inclinó para recorrer la inscripción grabada
alrededor del canto. Y leyó las sílabas con un dejo de sorna.
—Sanctus Camberus, libera nos ab ómnibus malis…
Líbranos de todo mal…
Su mano se cerró con fuerza alrededor del disco de
plata y tensó la cadena alrededor del cuello de Derry hasta
acercar su rostro a centímetros del suyo.
—¿Eres deryni, insecto? —murmuró Wencit con
aspereza.
Sus palabras le arrancaron un escalofrío—. Invocas a un
santo deryni, mi imbécil amigo. ¿Crees que él podría
protegerte de mí?
Wencit retorció ligeramente la cadena y Derry sintió que
se le constreñían las entrañas.
—¿No me responderás, insecto?
Los ojos terribles parecieron horadar la mirada de Derry.
El joven lord de la Frontera apartó la vista con un
estremecimiento. Oyó que Wencit resoplaba con desdén,
pero no dejó que sus ojos volvieran a caer bajo el influjo de
esa mirada espeluznante.
—Entiendo —suspiró Wencit, con suavidad.
La presión de la cadena se aflojó ligeramente alrededor
del cuello de Derry, pero entonces, la mano del rey lanzó un
tirón veloz como el rayo que le sacudió el cuello con
violencia antes de que los eslabones de metal se partieran.
Conteniendo el aliento, Derry miró al hechicero y la cadena
rota que se derramaba sobre sus largos dedos blancos. La
nuca le ardía con la fricción del roce metálico. Comprendió,
con un nudo en el estómago, que Wencit poseía el medallón
de Camber.
Ya nunca podría resistir los ataques de Wencit. La magia
había desaparecido. Estaba solo. Morgan nunca lo sabría.
Tragó saliva con dificultad y, sin éxito, intentó serenar
su corazón enloquecido.
Mientras la monótona plegaria concluía, Morgan se
despidió de las oscuras profundidades del trance y se obligó
a abrir los ojos. Debía tener mucho cuidado: en poco tiempo
tendría que ponerse de pie y proseguir con la ceremonia y
con sus respuestas coherentes. Nadie debería darse cuenta
de que, en los cinco minutos previos, había sucedido algo
fuera de lo normal. Nadie debía sospechar.
Pero creyó haber tomado contacto con una parte de la
mente de Derry. No podía asegurarlo. Era como si Derry
hubiese intentado comunicarse con él, aunque sin éxito. En
ese momento preciso, sintió algo estremecedor, un destello
de pánico que le enloqueció los sentidos. Morgan proyectó
sus facultades más aún… y casi no pudo regresar.
Se serenó, empleó uno de los sostenes deryni para
sofocar la fatiga y se obligó a alzar la cabeza y a ponerse de
rodillas mientras los sacerdotes intentaban ponerlo de pie.
Vio que Duncan lo miraba cuando se incorporaba para
quitarse el manto violeta que le cubría la túnica blanca y
trató de lanzarle una mirada tranquilizadora. Pero Duncan
comprendió que algo no marchaba bien. Leyó la tensión en
el rostro de su primo mientras ambos se hincaban de
rodillas nuevamente ante el altar principal. Morgan trató de
recuperar la compostura y Cardiel comenzó otra oración.
—Ego te absolvo... Os absuelvo, Alaric Anthony y
Duncan Howard, y os perdono y dispenso de toda herejía y
cisma, y de todo juicio, censura y pesar por la causa
cometida. Por lo tanto, os restituimos a la unión de nuestra
Madre, la Santa Iglesia…
Morgan juntó las manos en un gesto piadoso e intentó
trazar un plan de acción. Había establecido contacto una
vez, aunque fugaz; ahora sabía que tendría que intentarlo
nuevamente y que algo muy grave le sucedía a Derry,
dondequiera que estuviese.
Pero ¿qué? ¿Y hasta dónde osaría ir allí, en los confines
de una catedral?
Los sacerdotes regresaron a su lado, para ayudarlo a
ponerse de pie. A la izquierda, vio que Duncan recibía la
misma ayuda. Fue hasta el primer peldaño que tenía ante sí
y volvió a arrodillarse. Duncan hizo lo mismo a su lado.
Delante de ambos, se erguía la figura de Cardiel. Ahora
venía la imposición de manos: el momento culminante de la
ceremonia. Morgan inclinó la cabeza y trató de aclarar su
mente para que su respuesta no careciera totalmente de
valor. Escuchó en boca de Cardiel las pretéritas frases,
mientras el obispo descendía lentamente con las manos
extendidas hacia sus cabezas.
—Dominus Sanctus, Patri Omnipotenti, Deus Aeternum...
Santo Señor, Padre Omnipotente, Dios Eterno, que cubres la
tierra con tu gracia, a quien tus sacerdotes postrados se
dirigen y suplican que te dignes conceder el don de la
misericordia y que perdones las ofensas y los pecados de
estos, tus siervos, Alaric Anthony y Duncan Howard. Y que
les confieras tu perdón como retribución a sus aflicciones; la
dicha por su pesar; la vida por la muerte.
Las manos de Cardiel se posaron ligeramente sobre sus
cabezas.
—Señor, concédeles que, aunque caídos de las alturas
celestiales, puedan hallar el mérito de perseverar en pos de
tu recompensa hacia la paz, hacia los divinos sitiales y hacia
la vida eterna. Per eumdem Dominum nostrum Jesum
Christum Filium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitate
Spiritus Sancti Deus, per omnia saecula saeculorum..,
Amen.
Se escuchó un gran murmullo de pies y toses. La
congregación se puso en pie y Morgan y Duncan
comenzaron a dirigirse a un lado del presbiterio. A
continuación, se celebraría una misa especial de Acción de
Gracias, para celebrar su regreso al rebaño de Dios. Morgan
miró furtivamente a Duncan mientras ambos ocupaban, en
el amplio reclinatorio, los lugares que deberían conservar
durante la misa. Sus ojos buscaron los de su primo cuando
ambos se hincaron de rodillas, el uno al lado del otro.
—Algo sucedió —musitó Morgan, con voz apenas
audible—. No sé qué, pero tendré que averiguarlo. Y, para
poder hacerlo, debo internarme en niveles más profundos
del trance. Si me alejo demasiado y pierdo la conciencia de
lo que sucede aquí, hazme regresar. Utilizaremos la argucia
de la que hablamos antes. Si es necesario, incluso me
desmayaré.
Duncan asintió ligeramente. Sus ojos severos
recorrieron la catedral.
—Muy bien. Haré lo que pueda para encubrirte. Pero ten
cuidado.
Morgan sonrió ligeramente. Posó las manos sobre los
ojos y los cerró. Nuevamente, traspuso el primer nivel del
trance de Thuryn y, casi de inmediato, se encontró
internándose en zonas más y más profundas.
Wencit abrió la mano y miró el medallón de Camber, se
lo tendió a Rhydon y éste lo guardó en un estuche que
llevaba en la cintura. El hechicero seguía sereno y
compuesto, pero Derry creyó detectar una ligera nota de
irritación e inquietud. La luz de las antorchas arrojaba
reflejos cobrizos sobre el cabello de Wencit. En el juego de
sombras y luces, Wencit parecía aún más malévolo y Derry
no pudo sino comprender que estaba jugándose la vida. El
pensamiento lo templó más que ninguna otra cosa: no le
quedó la menor duda de que Wencit lo mataría sin
pestañear si su muerte se avenía a sus propósitos. Sintió
que los ojos del rey volvían a posarse sobre su rostro y se
obligó a devolverle la mirada. Deseó que su creciente temor
se desvaneciera.
—Bien… —comenzó Wencit, impregnando sus palabras
de una calma siniestra—. Me pregunto qué debemos hacer
con este fisgón, Rhydon… Con este espía que se ha metido
en nuestros dominios. ¿Lo matamos?
Apoyó ambas manos en los brazos de la silla donde
habían atado a Derry y acercó su rostro a centímetros del de
su prisionero.
—O quizá debamos arrojarlo de alimento a los caradotes
—prosiguió Wencit, con tono coloquial—. ¿Sabes qué es un
caradote, pequeñín? Me temo que en tu educación ha sido
un tema ausente. Este Morgan se mostró muy indolente, por
lo que veo. Muéstrale un caradote, Rhydon.
Con una breve reverencia, Rhydon se acercó hacia la
izquierda de Derry y adoptó una expresión sumamente
grave. Con el índice, trazó unos dibujos en el aire mientras
Wencit se situaba detrás de la silla, a la derecha de Derry. Al
tiempo que trazaba los signos, Rhydon musitó unas
palabras en lengua desconocida y pronunció por lo bajo las
sílabas de un antiguo conjuro. Ante las yemas de sus dedos,
el aire estalló. Se esparció por el lugar un ofensivo olor a
plomo fundido.
Entonces, Derry vislumbró una criatura asomada de los
infiernos: un ser aullante, de fauces terroríficas, verdes,
púrpuras y cubiertas de coágulos, de dientes voraces y
filosos y tentáculos ondulantes que buscaban ávidamente
sus ojos, cada vez más cerca.
Derry aulló, apretó los párpados con fuerza y se retorció
convulsivamente entre los lazos que lo apresaban. Creyó
sentir el hálito inmundo y ácido de la bestia contra su rostro.
Escuchó el rugido de la criatura y sintió que el olor a plomo
caliente le doblegaba el sentido del olfato.
Entonces, se produjo un repentino silencio mortal y
sopló una brisa fresca. Supo que el monstruo había
desaparecido. Abrió los ojos y se encontró con que Wencit y
Rhydon lo miraban con perversa diversión. Los ojos
plateados de Rhydon seguían nublados por el velo de un
oscuro poder imposible de nombrar. Derry los miró,
horrorizado, mientras la respiración retornaba en espasmos
entrecortados y violentos. La boca de Rhydon se curvó con
ligera irritación antes de abrirse en una sonrisa
condescendiente. Se dirigió a Rhydon, con una reverencia
informal.
—Gracias, Rhydon.
—Fue un honor, Majestad.
Derry tragó saliva con dificultad, sin atreverse a hablar,
y trató, en cambio, de aquietar el temor disparatado que
seguía mordisqueándole los confines de la mente. Se dijo
que sus captores no permitirían que esa criatura lo devorase
hasta arrancarle lo que querían saber de él. Pero de nada le
valió. Con esfuerzo, pudo ir serenando la respiración. La
cabeza le latía por el control que había tenido que ejercer.
—Así que, mi querido amigo —dijo Wencit melosamente,
posando una vez más las manos sobre la silla de Derry—,
¿te entregamos al caradote? ¿O buscamos para ti algún
destino más provechoso? Tengo la impresión de que nuestra
mascota no ha sido de tu agrado… aunque tú si le gustaste
a ella.
Derry volvió a tragar saliva y sofocó una oleada de
náusea. Wencit lanzó una carcajada.
—¿No se lo damos al caradote? ¿Qué piensas tú,
Rhydon?
El otro habló con voz fría y elegante.
—Entiendo que podríamos encontrarle un destino más
apropiado, Majestad. Este pasatiempo me agrada tanto a mí
como a vos, pero no debemos olvidar que lord Sean Derry
es hijo de un conde; un hombre de noble cuna. No merece
ser carroña para el caradote, ¿no estáis de acuerdo?
—Pero la bestia parecía tan enamorada de él… —
protestó Wencit, con la risa en los ojos, mientras Derry se
replegaba contra el respaldo de la silla—. Sin embargo,
debo reconocer que tienes razón. Lord Sean Derry me es un
patrimonio mucho más valioso con vida que muerto.
Aunque, antes de que concluya la noche, él querrá que sea
a la inversa.
Cruzó los brazos sobre el pecho y miró a Derry, con una
sonrisa indulgente.
—Comenzarás por decirnos todo lo que sabes sobre las
fuerzas de Kelson, militares y secretas. Y, cuando hayas
terminado con eso, nos dirás todo lo que debamos saber
sobre ese tal Morgan.
Derry se irguió, indignado. Sus ojos azules centellearon
desafiantes.
—Jamás! ¡Nunca traicionaré a…!
—¡Suficiente!
Wencit atravesó a Derry con esa sola palabra. Se inclinó
hacia él con terrible intensidad. Por un instante, la mirada
dio en el blanco y los ojos temibles se hundieron en los de
Derry como dos estanques de líquidos zafiros. Pero Derry
apartó la vista y sacudió la cabeza con desesperación. Sabía
—sin saberlo— que Wencit había intentado arrancarle la
verdad, leyéndole la mente. No pudo soportar el contacto
de esa mente extraña.
Se atrevió a entreabrir los ojos apenas y vio que Wencit
se erguía, ligeramente sorprendido y con las cejas rojizas
unidas en un gesto de contrariedad. El hechicero lo midió un
instante y, luego, fue hasta la pared opuesta, donde
descansaba el baúl cubierto de cuero. Levantó la tapa y
buscó un largo rato hasta encontrar lo que buscaba. Se
irguió y giró sobre sus talones. En la mano llevaba un
pequeño frasco de cristal lleno de un líquido blanco y opaco.
Tomó otro frasco —éste, de arcilla— y vertió en el otro
cuatro gotas doradas de un líquido translúcido. El fluido
opalino se convirtió en una sustancia de vertiginoso y
refulgente color rojo, como si fuera sangre luminosa. Wencit
lo miró bajo la lumbre de la antorcha. Regresó hacia su
cautivo, mientras agitaba el contenido del frasco con un
movimiento circular de la mano.
—Es una lástima que hayas decidido no cooperar, mi
joven amigo —dijo Wencit. Puso un codo en el respaldo de la
silla y sostuvo el frasco a la luz, para admirar el color—.
Pero, en fin, supongo que no tienes más alternativa que yo.
Ese Morgan y su principito advenedizo te han protegido
bien. Sólo que, lamentablemente, los poderes deryni
conferidos están sujetos a idénticas limitaciones que los
innatos. Lamentablemente, para ti, por supuesto. El
contenido de este frasco te despojará de toda resistencia.
Derry tragó saliva. Tenía la garganta seca. Fijó la vista
sobre el fluido.
—¿Qué es? —alcanzó a murmurar.
—Ah… La curiosidad no ha muerto, después de todo…
Pero, a decir verdad, cuando te lo haya dicho sabrás poco
más que antes de preguntar. El merasha es bastante
conocido, aunque el resto… —Contuvo una risilla cuando
Derry apretó los dientes, atormentado—. Veo que has oído
hablar del merasha, ¿eh? No importa. Rhydon, sosténle la
cabeza.
Derry giró la cabeza violentamente en busca del otro
deryni, pero demasiado tarde. Las manos de Rhydon le
habían inmovilizado la cabeza con la fuerza del hierro.
Estaba brutalmente sujeto contra el pecho de Rhydon. Este
conocía bien los puntos de presión y los punzó sin vacilar.
Derry sintió que la boca se le abría, sin que pudiera hacer
nada por impedirlo.
El fluido carmesí le corrió por la garganta, le calcinó la
lengua. Luchó con todas sus fuerzas por no tragarlo. Sintió
que una negrura se abatía sobre él cuando otra intervención
de Rhydon lo obligó a tragar. Entonces, pese a su férreo
empeño por evitarlo, tuvo que deglutir. Le soltaron la
cabeza e irrumpió en una tos frenética e ingobernable.
Tenía la lengua adormecida. En la boca, sentía un sabor
metálico y desabrido. Los pulmones le ardían con la
llamarada del líquido que había pasado tan cerca. Tosió y
sacudió la cabeza para despejarla. Trató de imponerse un
vómito que no obedeció a su voluntad y, a medida que la
tos fue cediendo y que el fuego se extinguió, sintió que la
vista comenzaba a nublársele. Un rugido furibundo resonó
en sus oídos, como si el viento más indómito de la tierra
quisiese arrancarlo del tiempo y del espacio. Ante sus ojos,
se abrió un despliegue de colores que se encendían y
fusionaban. Y, entonces, todo pareció oscurecerse.
Trató de alzar la cabeza, pero el esfuerzo lo superó.
Trató de enfocar los ojos, pero le fue imposible. Vio las
puntas de las pantuflas de Wencit al lado de su silla, cuando
la cabeza le colgó impotente a la derecha. Oyó que esa voz
aborrecida murmuraba algo que debiera haber sido capaz
de entender, mas no pudo.
Y la oscuridad se cernió sobre él.
La catedral se había ido sumiendo en el silencio a
medida que la misa se acercaba a su punto culminante.
Morgan trató desesperadamente de regresar a la
conciencia. Había captado fugazmente la oscuridad un
segundo antes de que se abatiera sobre Derry, aunque no
logró reconocer su origen. Supo que debía de relacionarse
con Derry y que algo marchaba terriblemente mal.
Pero no pudo descubrir nada más. En ese instante de
terror, el esfuerzo por regresar lo tensó y, al salir por fin del
trance de Thuryn, tuvo que apoyarse ligeramente sobre el
reclinatorio. Duncan lo sintió vacilar y le lanzó una mirada
furtiva al tiempo que intentaba permanecer indiferente.
—¿Alaric, estás bien? —preguntó. Sus ojos azules le
dijeron: «Finges, o es auténtico?»
Morgan tragó saliva y meneó la cabeza. Trató de repeler
la fatiga, pero la reciente extenuación, sumada a la falta de
alimento, habían devastado sus fuerzas. Sabía que, con el
tiempo, lograría reponerse; pero allí, rodeado de hombres
que no tardarían en sospechar, se vio envuelto en una
situación irremediable. Volvió a descansar el cuerpo sobre
los talones y se apoyó pesadamente contra el cuerpo de
Duncan mientras otra oleada de vértigo se apoderaba de él.
Sabía que no podría mantener a raya la oscuridad durante
mucho tiempo más.
Duncan miró a los obispos, varios de los cuales
comenzaban a mirar hacia ellos. Se acercó al oído de
Morgan.
—Nos miran, Alaric. Si de veras necesitas ayuda, dímelo.
Los obispos se… Oh, oh, Cardiel ha detenido la misa y viene
hacia aquí.
—Entonces, hazte cargo —susurró Morgan. Cerró los
ojos y nuevamente se meció—. Voy a desmayarme… —
Tragó saliva—. Ten cuida…
Se desplomó sobre el hombro de Duncan y cayó inerte.
Duncan le puso la cabeza en el suelo y la mano sobre la
frente. Alzó la vista y miró a Cardiel, a Arilan y a dos de los
otros obispos, quienes lo miraban con distintos gestos de
preocupación. Duncan comprendió que tendría que distraer
la atención rápidamente.
—Es el ayuno. No está acostumbrado —Se inclinó sobre
su primo para aflojarle las ropas en el cuello—. ¿Alguien
podría traer un poco de vino? Necesita algo en el estómago.
Enviaron a un monje por el vino. Duncan cambió de
posición y trató de sondear la mente de Morgan. En efecto,
se había desmayado de veras. De eso ya no tenía dudas. El
rostro estaba pálido y el pulso era veloz e irregular. La
respiración, poco profunda. Tarde o temprano volvería en sí
por sus propios medios, pero Duncan no se atrevió a
prolongar la situación más de lo necesario. Cardiel se había
hincado de rodillas a su lado, para sujetar la muñeca de
Morgan. Varios de los barones, generales y nobles que había
cerca del presbiterio habían abandonado sus lugares y
aguardaban expectantes en las naves, con las manos en las
empuñaduras de las espadas. Había que tranquilizar a esos
hombres o tendrían problemas.
Con expresión de auténtica zozobra, Duncan tomó la
cabeza de Morgan entre las manos, como para mirarlo más
de cerca, y le aplicó el conjuro deryni para repeler la fatiga.
Sintió que la mente de Morgan se agitaba mucho antes de
que su cuerpo respondiese. Por fin, Morgan lanzó un gemido
y movió la cabeza a un lado. Los párpados le aletearon a
medida que la conciencia retornó. Apareció un monje con
una cesta de vino. Duncan posó la cabeza de su primo en
una rodilla para acercarle la bebida a los labios. Y Morgan
abrió los ojos lentamente.
—Bebe esto —le ordenó Duncan.
Morgan asintió, dócil, y dejó que le acercaran el vino,
para beber unos tragos. Con ambas manos, sostuvo la cesta
que le ofrecía Duncan y, luego, se pasó una mano por los
ojos, como si quisiese apartar un recuerdo ingrato. La otra
mano se contrajo imperceptiblemente sobre la de Duncan y
éste supo que el peligro había cesado. Una vez más, Morgan
era dueño de sí. Tomó otro sorbo de vino, lo paseó por la
boca y lo encontró demasiado dulce. Apartó la cesta a un
lado y se incorporó. Los obispos se inclinaron sobre él con
una mezcla de preocupación, sospecha e indignación. Varios
de los nobles se aproximaron al altar a escuchar la
explicación de Morgan.
—Debéis perdonarme, señores. Ha sido una torpeza por
mi parte —murmuró. Dejó que la verdadera fatiga
impregnara sus palabras de vacilación—. Me temo que no
estoy acostumbrado a ayunar…
Dejó que su voz se perdiera, tragó con esfuerzo, con la
mirada baja, y los obispos asintieron. Comprendían la
reacción a la falta de alimento. Bajo la tensión de los tres
días pasados, no era enteramente improbable que el duque
de Corwyn se desvaneciera durante la misa. Cardiel tocó
ligeramente el hombro de Morgan con aire condescendiente
y se dirigió a los nobles y barones para tranquilizarlos.
Arilan permaneció mirándolos durante varios segundos
mientras volvían a arrodillarse, y sólo regresó a su sitio
cuando vio que Cardiel remontaba una vez más los
peldaños del altar. Morgan y Duncan se percataron de esta
vacilación y cambiaron miradas cautelosas cuando la misa
volvió a su curso. Desde ese momento hasta el final, no se
produjo ningún otro inconveniente. Los dos penitentes
recibieron la comunión y fueron recitadas las últimas
plegarias. Finalmente, el pueblo y los prelados abandonaron
la catedral. Cardiel, Arilan y los dos deryni se marcharon a la
sacristía. Arilan se retiró a la capilla de vestimenta con toda
pompa mientras los otros prelados terminaban sus
quehaceres en la sala y se iban alejando. Sólo entonces
regresó junto a ellos, se quitó la mitra, fue lentamente hacia
la puerta y corrió el pestillo.
—¿Hay algo que queráis decirme, duque de Corwyn? —
preguntó fríamente, sin volverse hacia ellos, con la vista
sobre la puerta.
Morgan lanzó una mirada a Duncan, otra a Cardiel. El
obispo aguardaba en un rincón, de pie, sumamente
incómodo.
—No creo comprender bien lo que queréis decir, mílord
—replicó Morgan con cautela.
—¿Es habitual que el duque de Corwyn desfallezca
durante la misa? —preguntó Arilan. Giró sobre los talones y
clavó sus ojos azul violeta sobre Morgan.
—Como he dicho, milord, no estoy acostumbrado al
ayuno. En mi familia no es algo que se estile. Y las horas
pasadas que hemos vivido durante los últimos tres días, el
escaso sueño, la falta de comida…
—¡No constituyen una excusa aceptable, Alaric! —
estalló el obispo. Se acercó a Morgan—. ¡Esta noche, has
roto tu palabra! Nos has mentido. Usaste tus poderes deryni
en la misma catedral, pese a que os lo habíamos prohibido a
ambos. ¡Espero que puedas darnos una explicación
debidamente apropiada!
XIII
Porque asentaré campo contra ti en derredor; y te
combatiré con ingenios; y levantaré contra ti baluartes.
Isaías, 29:3

Imperturbable, Morgan sostuvo la mirada fría de Arilan


durante varios segundos y asintió lentamente.
—Sí. Esta noche usé mis poderes; realmente no tuve
otra alternativa.
—¿No tuviste alternativa? —repitió Arilan—. Te atreviste
a arriesgar toda esta ceremonia, fruto de semanas de
cuidadosa deliberación, ¿y dices que no tuviste alternativa?
Miró fijamente a Duncan.
—Y tú, Duncan, como sacerdote, habría pensado que tu
palabra tenía más valor. ¿Tú tampoco tuviste alternativa?
—Hicimos lo que había que hacer, Eminencia. Si no
hubiese existido una grave causa, no habríamos pensado
siquiera en romper nuestras promesas.
—Si hubiera existido una grave causa, tendría que
habérseme informado. Para que Cardiel y yo podamos
conducir este movimiento sin tropiezos, debemos saber lo
que ocurre. No podemos permitir que ambos toméis
decisiones vitales sin nuestro conocimiento.
Morgan contuvo una oleada de ira con gran esfuerzo.
—Os lo habríamos dicho en su debido momento, milord.
En realidad, era una decisión que nos incumbía a nosotros.
Si vos fueseis deryni, lo comprenderíais!
—¿Ah, sí? —suspiró Arilan.
Sus ojos adquirieron un brillo opaco y distante.
Se volvió bruscamente y entrelazó sus manos. Morgan
le lanzó una mirada fugaz a Duncan y, al hacerlo, no pudo
evitar que sus ojos repararan en Cardiel. El obispo estaba
blanco y demudado, tenía la faz del mismo color que el alba
que acababa de quitarse. Volvió a mirar a Arilan. Antes de
que Morgan pudiera sopesar la reacción extraña del prelado,
éste giró sobre los talones y, en dos zancadas, se detuvo
ante el general, con una mirada penetrante y las manos en
las caderas.
—Muy bien, Alaric. No había pensado decírtelo aún, pero
quizá sea el momento, después de todo. Supongo que no
pensarás que Duncan y tú sois los únicos deryni en el
mundo.
—¿Los únicos deryni…? —Morgan se detuvo. De pronto
comprendió por qué Cardiel miraba a su compañero con
semejante expresión—. Vos…
Arilan asintió.
—Así es. También yo soy deryni. Ahora me dirás por qué
razón no entendería lo que hicisteis esta noche.
Morgan se había quedado sin palabras. Sacudió la
cabeza con incredulidad y retrocedió unos pasos hasta
encontrar una silla detrás de sus rodillas. Se sentó con
gusto, incapaz de apartar los ojos del obispo deryni.
Duncan, a un lado, miraba a Arilan y asentía lentamente,
como si uniera piezas de un rompecabezas que hubiese
tenido ante los ojos durante largos años sin comprender que
el conjunto formaba una imagen. Cardiel no dijo nada. Con
una ligera sonrisa, Arilan se volvió y comenzó a quitarse la
vestimenta, mientras los miraba a todos por el rabillo del
ojo.
—¿Acaso nadie piensa hablar? Duncan, tú tienes que
haberlo sospechado. ¿Tan buen actor soy?
Duncan meneó la cabeza. Trató de que en sus palabras
no se filtrara la menor acritud.
—Eminencia, sois de los mejores que he visto. Sé por
propia experiencia cuan difícil es vivir fingiendo y mantener
el secreto que vos y yo hemos guardado. Pero, decidme,
¿nunca os molestó permanecer mudo, mientras nuestro
pueblo sufría y moría por la falta de vuestro apoyo? Arilan,
podíais haber ayudado a muchos deryni. Y, sin embargo, no
hicisteis nada.
Arilan bajó la vista. Se quitó la estola y la llevó a los
labios antes de responder.
—Actué hasta donde me atreví, Duncan. Deseé haber
podido intervenir más, pero ser deryni y sacerdote no es
asunto fácil, como seguramente sabrás. Hasta donde sé, tú
y yo somos los únicos deryni consagrados en siglos enteros.
No me atreví a poner en riesgo el bien mayor que podría
hacer luego mediante una actitud prematura. Espero que
puedas comprenderlo.
Duncan permaneció en silencio. Arilan se detuvo y le
puso una mano comprensiva sobre el hombro.
—Sé lo que has pasado, Duncan. Pero no todo será
siempre así.
—Tal vez tengas razón. No lo sé.
Con un suspiro paciente, Arilan devolvió su atención a
Morgan, quien no se había movido. Durante el diálogo entre
ambos sacerdotes, él había recuperado la serenidad. Lanzó
a Arilan una mirada casi desafiante. Arilan lo comprendió de
inmediato y se acercó a la silla del general.
—¿Tan difícil es confiar, Alaric? Sé que tu camino
tampoco ha sido fácil. Los sacerdotes no ejercemos el
monopolio del pesar.
—¿Y por qué debería fiarme de vos? —dijo Morgan—.
Nos engañasteis antes. ¿Por qué no otra vez? ¿Qué
seguridad tenemos de que no nos traicionaréis?
—Sólo mi palabra —Arilan sonrió tristemente—. Mejor
dicho, hay otra forma. ¿Por qué no me dejas mostrarte que
debes fiarte de mí, Alaric? Déjame compartir contigo un
poco del otro lado, si no tienes miedo. Te sorprenderá lo que
vas a ver.
—¿Vais… a entrar en mi mente? —Morgan contuvo el
aliento.
—No. Tú penetrarás en la mía. Inténtalo.
Morgan pareció vacilar pero, sin pensarlo, Arilan se puso
de rodillas delante de él y posó una mano suavemente
sobre el brazo de la silla. No hubo contacto físico entre ellos,
condición que Morgan siempre había creído esencial para el
primer contacto mental entre desconocidos. Pero Arilan no
parecía creer que ello fuese necesario. Morgan proyectó sus
sentidos con vacilación y, de pronto, se encontró dentro de
la mente de Arilan, flotando sin esfuerzo por los recintos
luminosos de un intelecto ordenado, a cuya fascinación no
fue capaz de sustraerse. Vislumbró la vida de Arilan como
joven seminarista, en su primera parroquia, en las cámaras
de la Curia durante el pasado mes de marzo, oponiéndose al
Interdicto. ¡Cuánto había allí que no había imaginado
siquiera!
Se encontró fuera nuevamente y, ante sus ojos, halló los
de Arilan, que lo miraban serenamente. Sin decir palabra, el
obispo se puso de pie y prosiguió quitándose las vestiduras.
Por fin, se quedó con su familiar sotana y el manto púrpura.
Volvió a enfrentar la mirada de Morgan, con aire totalmente
calmo y cotidiano, como si nada hubiese sucedido.
—¿Vamos ya? —dijo tranquilamente. Fue hasta la puerta
y descorrió el pestillo.
Morgan asintió con aire avergonzado y se puso de pie.
Duncan y Cardiel los siguieron en silencio hacia la puerta.
—Y, mientras andamos, nos diréis qué sucedió esta
noche en la catedral —agregó Arilan, abriendo los brazos
para incluirlos en un abrazo fraternal—. Después, será mejor
que nos marchemos a descansar. Saldremos no bien salga
el sol y no querremos hacer esperar a Kelson.
Dos días más tarde, Kelson recibía el homenaje de los
obispos rebeldes en Dol Shaia. Se prosternó para que le
concedieran la absolución formal que lo liberaría de la falta
por haberse relacionado con los otrora herejes y
excomulgados. Dos días después, llegaron a las puertas de
Coroth.
Curiosamente, Kelson no se mostró muy sorprendido al
saber que Arilan era deryni. En el mismo instante en que
Morgan, Duncan y los obispos rebeldes llegaron hasta él,
supo que algo de vital importancia había cambiado. Fuera
de Cardiel, ninguno de los demás obispos conocía la
verdadera identidad de Arilan. Pero, a pesar de ello, se
dirigían a él de un modo distinto, en oposición a Cardiel,
casi como si sintieran su poder sin tener conciencia de su
naturaleza.
Kelson, habituado a estudiar las sutiles inflexiones de la
palabra y de los gestos, notó incluso un ligero cambio de
actitud por parte de Morgan y de Duncan hacia Arilan. Algo
que, en virtud de su profundo conocimiento de ambos, no
alcanzó a expilcarse, así que, cuando Arilan se lo confesó, le
fue sencillo dar cuenta de la información, casi como si la
identidad de Arilan fuese un hecho antiguo y conocido. Esta
fácil aceptación actuó en su favor. Cuando el ejército real
vislumbró las murallas de Coroth, a la tarde siguiente, los
cuatro deryni habían formado un equipo. Kelson tiró de las
riendas en lo alto de un promontorio, con expresión segura
y tranquila, y, desde allí, observó a sus tropas situarse
alrededor de la ciudad sitiada de Morgan.
Al avanzar rumbo a Coroth, habían desbaratado varios
grupos de jinetes vestidos con el atuendo gris de los
rebeldes; de modo que, cuando la primera expedición real
avanzada avistó la ciudad, todo efecto sorpresivo que el
enemigo pudiese haberles causado había quedado reducido
a la nada. La planicie adyacente a Coroth se veía vacía,
desierta. La brisa crepuscular mecía el mar de hierba,
creando un ondulante océano verde claro. Al sudeste,
siguiendo una anchurosa lengua de aguas que penetraba en
la tierra, hallaron el manto encrespado del mar, verde y
plata bajo el sol de la tarde, envuelto en la bruma costera.
El aire sabía a sal y al aroma ligeramente acre de las algas
en descomposición. Los estercoleros del castillo parecían
fundirse con los vahos salobres de la vegetación marina.
Kelson contempló la escena durante varios minutos, y
escrutó los blancos muros de la fortificación, la vasta
planicie despoblada, las dunas de arena desnudas, cuyos
únicos habitantes eran las tropas reales, que avanzaban
presurosas. Al noroeste, lejos, vio las banderas violáceas del
regimiento llamado Pie de Josué, que respondía a las
órdenes de Cardiel. Lo estandartes de guerra pronto
cedieron paso a las espadas y, luego, a soldados de
infantería, armados con altos escudos en forma de
pandorga. Iban hacia el promontorio.
A su izquierda, los valientes arqueros Haldane de su tío
Nigel tomaban posiciones en un punto estratégico sobre un
cúmulo de dunas. Los tamborileros del regimiento, vestidos
con el atuendo a rayas verde y violeta de los bajíos,
repicaban una marcha compleja y veloz, agitando los
palillos sobre la cabeza y lanzando gritos ocasionales
mientras marcaban el ritmo con las botas. Por cada arquero
había un soldado de infantería, con espada y escudo, cuya
misión consistía en proteger al arquero durante las lluvias
de flechas enemigas. Todos los hombres del regimiento
lucían al frente de los cascos de cuero el penacho de
plumas verdes y violetas del Cuerpo de Arqueros Haldane.
A espaldas de Kelson, aguardaba la flor y nata de la
caballería de Gwynedd: caballeros, escuderos, pajes y
soldados que, veloces, buscaban sus posiciones detrás de
su rey. Sobre las cabezas de los nobles flameaban los
estandartes de los lores de Horthness, Varian, Lindestark,
Rhorau, Bethenar y Pelagog. Eran los adalides de las
familias más nobles de Gwynedd, vastagos de la más rancia
estirpe leal a la Corona a lo largo de la historia del reino,
desde la fundación de los Once Reinos. A la derecha, se veía
la bandera de Morgan, con el Grifo ondulante, allí donde el
general discutía ciertos detalles estratégicos. Y también se
acercaba Duncan: un escudero portaba su bandera de
leones durmientes y rosas, ornamentada con el lambel rojo
de tres puntas que lo distinguía como heredero de Cassan y
Kierney, tras la muerte de su hermano Kevin. Duncan
llevaba un arnés de combate. Se unió a Kelson en lo alto del
promontorio y el rey vio que, en medio del tartán de los
McLain y de la armadura, lo único que señalaba su rango
sacerdotal era una gran cruz de plata que pendía sobre su
pecho. Saludó al rey con un gesto al tirar de las riendas y se
volvió para ver que Morgan venía hacia ellos montado en su
corcel. La bandera del Grifo se unió a la del león durmiente
y las rosas, y se sumó al León de Gwynedd. No tardó en
agregarse la bandera episcopal de Rhemuth, que señalaba a
Arilan, y la de Dhassa, que identificaba a Cardiel. Cerca,
venía al galope el estandarte de Nigel: un león creciente y a
la carga.
—Y bien, Morgan, ¿qué piensas? —preguntó Kelson. Se
quitó el casco y, con una mano enguantada, se sacudió el
cabello húmedo y despeinado—. Eres quien mejor conoce
las fuerzas de tu propia ciudad. ¿Podremos tomarla?
Morgan suspiró y se acomodó en la silla, con los brazos
cruzados sobre la alta perilla labrada.
—No quisiera abordar un ataque por la fuerza, Majestad.
Con tiempo y con los instrumentos apropiados, podríamos
abrir una brecha en cualquier muro. Preferiría recuperar mi
ciudad intacta, desde luego, pero comprendo que tal vez
eso no sea posible. Nos falta tiempo.
Arilan miró con ojos sesgados el sol que se ponía,
apenas visible tras el manto de bruma. Giró sobre la
montura y miró a Kelson. El cuero crujió bajo su peso y su
capa de obispo lanzó un destello de fuego bajo la luz
crepuscular. Bajo los mantos de clérigos, él y Cardiel
llevaban mallas y armaduras: eran dos obispos guerreros,
dispuestos a luchar por la Iglesia Militante. Los ojos
inquisidores de Arilan buscaron los de Kelson.
—Majestad, oscurece. A menos que deseéis emprender
un combate nocturno, deberíamos comenzar los
preparativos para acampar.
—Tienes razón. Ya es muy tarde para que ataquemos
hoy. —Kelson apartó una mosca de las orejas del caballo—.
Pero quisiera conferenciar con ellos. Hay una posibilidad,
aunque remota, de que podamos llegar a un acuerdo sin
tomar las armas.
—Más que remota, mi príncipe —replicó Duncan—. Ni lo
sueñes mientras Warin tenga voto en la decisión. Ese
hombre está poseído por un odio irracional contra los
deryni. Hará falta mucho para convencerlo.
Kelson frunció el ceño.
—Lo sé, mas debemos intentarlo, de todas formas.
Cardiel, llama al resto de los obispos para que se reúnan
con nosotros al frente de las filas. Morgan y padre Duncan,
quisiera que hicierais correr la voz de que esta noche
acamparemos aquí; que los hombres vayan iniciando las
tareas. Antes de que intentemos conferenciar, será mejor
que dispongáis a los centinelas. No quisiera que las tropas
del borde fueran hostigadas durante la noche por patrullas
rebeldes.
—Sí, majestad.
Desde lo alto de los muros, las actividades del ejército
real eran seguidas por otros ojos. En el refugio de un
merlón, cerca del gran rastrillo de la puerta del castillo,
Warin de Grey y varios de sus tenientes escudriñaban desde
las murallas y observaban las maniobras del enemigo. Veían
los estandartes de los nobles que se congregaban y
tomaban nota de los cientos de soldados que parecían
apostarse en la planicie a los pies del castillo.
Warin no tenía el aspecto que uno supondría en el
hombre que había logrado poner de rodillas ante sí a medio
ducado de Corwyn. Era de mediana estatura, cabello muy
corto y barba de un color pardo indefinido. Llevaba túnica y
gorro gris, y gris era el manto que le cubría los hombros
estrechos. La monotonía sólo era quebrada por el severo
halcón negro y blanco que llevaba tachonado sobre el pecho
de la chaqueta de cuero. En el cuello, en las muñecas y en
las espinilleras de las piernas, asomaba el brillo del acero,
pero conservando el tinte opaco y satinado del color gris. En
ese hombre al que llamaban lord Warin sólo sobresalían los
ojos: eran los de un místico, los de un visionario. Los de un
santo, para algunos.
Decían que, con esos ojos, Warin era capaz de atravesar
el alma de un hombre, que podía curar como los antiguos
santos y profetas. El hombre había llegado procedente del
norte, pregonando el fin violento de la raza deryni e
invocando una guerra santa para librar al pueblo de la
escoria deryni que había plagado las tierras por demasiado
tiempo.
Warin había sido elegido por Dios. O al menos así lo
creía él. En todo caso, sus triunfos y el carismático poder
que parecía desplegar sobre sus hombres concurrían a
rubricar la verdad de su mandato divino. Hasta la Curia de
Gwynedd se había inclinado en favor de su causa, aunque el
arzobispo Edmund Loris, primado de Gwynedd, llevaba años
erigiéndose como enemigo de la raza deryni.
Los rebeldes militantes y las fuerzas de la Curia
aguardaban hombro a hombro tras los muros del castillo de
Coroth, dispuestos a emprender la guerra contra el legítimo
señor de la ciudad y contra su rey. Habían capturado el
castillo mediante la connivencia de unos pocos hombres de
posición clave dentro de sus muros y la orgullosa Coroth se
rindió sin una sola muerte o daño de gravedad. Los hombres
más leales a Morgan yacían encerrados en las mazmorras
que había bajo el torreón, se les asistía y se les daba
alimentos; mas eran prisioneros de las fuerzas fanáticas que
habían tomado la ciudad. El carisma de Warin se había
granjeado la adhesión de los ciudadanos de Coroth, que
prefirieron volver la espalda a siglos de lealtad para con su
duque y con su rey. Desde su oculto mirador sobre los
muros de Coroth, Warin observaba al enemigo; a sus
espaldas, una espada rascó la pared y uno de sus tenientes
se aclaró la garganta.
—Traen muchos hombres, señor. ¿Los muros los
contendrán?
Warin asintió.
—Por ahora, Michael, por ahora. Ese Morgan no fue
ningún imbécil cuando fortificó su ciudad. La ha defendido
contra toda clase de ataque que pudo vislumbrar. ¿Cómo
será capaz de romper sus propias defensas?
Otro hombre que había a su lado, Paul de Gendas,
meneó la cabeza.
—No me agrada, señor. Usted sabe qué clase de villano
es Morgan. Recuerde lo que hizo en San Torín, cuando ni
siquiera tenía control de sus facultades. Ahora se le han
sumado otros deryni: el sacerdote McLain, el mismo rey y
tal vez el tío del rey y sus hijos. Toda la estirpe Haldane es
de temer, señor.
—No te dejes vencer por el temor —dijo Warin
serenamente—. Tengo razones para creer que ni siquiera los
poderes deryni podrán franquear estos muros sin cierta
dificultad. A propósito, ¿dónde están mis señores
arzobispos? ¿Se les ha comunicado lo que sucede?
—Ya vienen —dijo un tercero, con una reverencia—. El
lord de Valoret se enfureció cuando oyó las nuevas.
—No lo dudo —repuso Warin, mientras una mínima
sonrisa le surcaba el rostro—. Lord de Valoret es un hombre
de pasiones violentas. Felizmente, no teme a Morgan. Será
nuestro portavoz más poderoso en el cónclave de esta
tarde.
A su alrededor, sobre las murallas del castillo, se
disponían arqueros y lanceros en amplio despliegue. En los
días anteriores, habían reunido una gran cantidad de
piedras. Fuertes soldados, con los jubones empapados en
sudor, se preparaban a arrojar proyectiles contra los
atacantes desprevenidos, no bien surgiera la necesidad.
Warin se volvió, para estudiar con la mirada las torres
traseras, y vio que los colores de los arzobispos irrumpían
en la terraza de la torre más alta. Su propio estandarte, el
del halcón, ya flameaba mecido por la brisa marítima sobre
una torre menos elevada. Y vio que, a lo largo de las
murallas, iban asomando las banderas de otros nueve
obispos, salpicadas con los estandartes de los nobles que
habían podido convencer para que se sumaran a la santa
cruzada.
La atención de Warin retornó a la planicie. Notó que los
comandantes del ejército enemigo se reunían ante las
tropas inmensas y que al lado del rey había una figura
montada a caballo, de blanco atuendo. En ese instante, los
arzobispos Loris y Corrigan se acercaron a Warin, junto con
varios de los demás obispos. Loris llevaba una sencilla
sotana púrpura oscuro y un manto de la misma tela lo
protegía del fresco aire del mar. El cabello blanco y crespo
que lograba escapar del casquete formaba un halo
alrededor de su cabeza. Warin se preguntó cómo se
mantenía sujeto el casquete con semejante viento. El único
adorno de Loris que atenuaba la severidad de su hábito
púrpura era la cruz pectoral de plata y el anillo de oficio. A
su lado, Corrigan se había echado unos cuantos kilos
encima en los tres meses transcurridos desde su llegada de
Dhassa. Sus ojos claros y temerosos saltaban de Warin a
Loris y de éste a las tropas que se situaban sobre la
planicie.
Al ver acercarse a los prelados, los tenientes de Warin
se inclinaron en solemne reverencia. Loris los saludó
brevemente y se acercó al parapeto.
—Venía en camino cuando llegó su mensajero —dijo, y
sus ojos repararon en el ejército que los rodeaba por tres
flancos—. ¿Cómo creéis que se moverán?
—Parecen prepararse para conferenciar, Eminencia.
Dudo que ataquen a horas tan avanzadas. Allí, en el frente,
podréis ver a Kelson, vestido de púrpura, al lado del jinete
de blanco. También están los obispos Arilan y Cardiel y el
resto de los rebeldes. Y el príncipe Nigel. Desde luego, no
faltan Morgan y McLain. Aparentemente, han convencido a
los obispos rebeldes de su inocencia, ya que llevan el típico
atuendo de batalla.
—¡De su inocencia, ya lo creo! —exclamó Loris con
sorna—. Válgame Dios, no debo hablaros de su inocencia,
siendo que estuvisteis en San Torin.
—Así fue, milord —repuso Warin, suavemente—. Y el
hecho es que los «inocentes» han acampado ante nosotros
y que, aparentemente, desean conferenciar. ¿Estaríais de
acuerdo?
Loris caminó hasta el borde del parapeto y se inclinó
para ver mejor. Se volvió y regresó donde Warin. Un
pequeño grupo se había separado de la masa de
comandantes y comenzaba a marchar lentamente hacia las
murallas de la ciudad. Uno de los jinetes enarbolaba una
bandera blanca.
—Muy bien, al menos los escucharemos. Señalad a
vuestros hombres que no ataquen y respeten la bandera
blanca.
Mientras Loris hablaba, el jinete de blanco se separó del
grupo y comenzó a cabalgar en zigzag hacia los muros del
palacio. Llevaba la cabeza descubierta y, en apariencia, no
portaba armas. En las manos llevaba una bandera de seda
blanca, cuyo mástil resplandecía con reflejos de oro y plata
bajo el último sol. Warin se llevó un catalejo a los ojos y
reconoció el emblema que el jinete lucía en el manto: debía
de tratarse de Conall, el hijo mayor del príncipe Nigel. Warin
apartó la lente y vio que el joven detenía el corcel a unos
cincuenta metros del muro. Warin levantó una mano para
indicar a sus hombres que se abstuvieran de cualquier
acción hostil y, a lo largo del muro, fueron bajando los arcos
y las lanzas. El joven jinete volvió a acercarse, esta vez al
paso, y volvió a tirar de las riendas a veinte metros de la
muralla. Warin vio que el joven escrutaba los parapetos,
buscando a alguien de alto rango a quien dirigirse.
—Traigo un mensaje para el arzobispo Loris y el hombre
llamado Warin de Grey —gritó el joven, con la cabeza
orgullosamente erguida ante los soldados de los parapetos.
Loris dio un respingo y se acercó acompañado de Warin.
El mensajero los vio y desplazó el corcel a un lado, para
situarse ante ellos. Hasta Warin debió admitir que era un
jinete consumado.
—¿Milord arzobispo? —exclamó el joven, con tono
ligeramente áspero, y la voz aguda de excitación.
—Soy el arzobispo Loris y a mi lado se encuentra Warin
de Grey. ¿Cuál es tu mensaje?
El joven se inclinó ligeramente en la montura y los miró
de forma resuelta.
—Mi primo y señor, el rey, me ordena deciros que desea
conferenciar con vosotros. Sólo pide que se respete la
tregua señalada por esta bandera para que él y varios de
sus vasallos puedan acercarse a distancia prudencial para el
cónclave. ¿Accederéis a su petición?
Loris miró a Warin de soslayo y asintió.
—Accederé a su petición —replicó formalmente—. Pero
di a Su Majestad que la conversación le será de poco
provecho a menos que esté dispuesto a hacer las paces con
la Iglesia que ha traicionado y a entregar en nuestra
jurisdicción a los dos deryni que asila. Hay ciertas cosas
sobre las cuales no cederemos.
—Así lo informaré, milord.
El joven se inclinó, hizo retroceder el caballo y regresó a
la línea del frente, con la bandera de blanca seda aleteando
entre la brisa. Warin y Loris lo observaron partir y acercarse
a la figura de manto púrpura que se erigió en el centro del
grupo enemigo. Loris cerró un puño y lo descargó
ligeramente contra el merlón de piedra que había a su lado.
—Esto no me agrada, Warin —murmuró—. No me gusta
en absoluto. Será mejor que enviéis a vuestros tenientes, en
caso de que nos aguarde alguna treta. Temo que ya no me
fío de nuestro rey.
Junto al ejército real, Kelson miró a las dos figuras que
asomaban por el parapeto del castillo: la púrpura
eclesiástica y el gris de los rebeldes. Volvió a colocarse el
casco coronado y le indicó al portaestandarte que partiera
nuevamente. El joven, un año menor que Kelson, espoleó a
su animal y se puso en marcha, seguido de Kelson y
flanqueado por Morgan a la izquierda y por el obispo Cardiel
a la derecha. El portaestandarte real se situó por delante del
rey, al centro y ligeramente a la derecha, y los dos escoltas
se situaron por detrás del monarca. La tenue luz del sol
refulgió sobre la diadema de oro que ceñía el casco de
Kelson, sobre el yelmo de verde pluma que cubría la cabeza
de Morgan y sobre la sencilla mitra de Cardiel.
Kelson alzó la vista y vio el aleteo de su león dorado
mecido por la brisa. Bajó los ojos y encontró el mismo león
sobre el manto púrpura que llevaba puesto. A su izquierda,
Morgan iba con un manto de brillante color verde sobre la
chaqueta de cuero y la malla. Cardiel, a la derecha, esgrimía
un báculo de obispo, posado sobre el estribo en lugar de la
lanza. Por delante, su primo Conall llevaba la bandera
blanca de tregua como si fuese el estandarte real, con la
cabeza descubierta, erguida y orgullosa. Se acercaron ai
muro, donde antes se detuviera Conall, y Kelson alzó la
mirada. Vio que Loris lo escrutaba con sus ojos agudos y
tragó saliva con cierta inquietud al sentir que Warin elevaba
los suyos sobre él por un breve instante.
Entonces, los estandartes blanco y púrpura se retiraron
para situarse a ambos lados del rey y de su noble escolta, y
dejaron ver otros rostros espiando desde los miradores de la
muralla almenada. Respiró hondo y lentamente para
armarse de todo su valor. El regente temporal de Gwynedd
sostuvo la mirada del regente espiritual y se dispuso a
hablar.
—Mis cordiales saludos, señor arzobispo. Os agradezco
vuestra anuencia para que conferenciemos.
Loris inclinó la cabeza ligeramente.
—Cuando un rey se acerca con verdadera contrición,
Majestad, ¿qué sacerdote podría rehusar?
—¿Contrición, arzobispo? —Kelson lanzó una mirada a
Cardiel y devolvió su atención a Loris—. Señor, no
discutiremos vanamente a causa de las palabras. He
resuelto que reconciliemos nuestras diferencias y que
unamos nuestros propósitos en bien de Gwynedd. Esta
rencilla interna debe cesar, y ahora; pues, si no, todos
pereceremos bajo la amenaza que se cierne en el norte.
Loris cruzó los brazos sobre el pecho y alzó el mentón
imperceptiblemente.
—Me complacerá una reconciliación con vos, Majestad,
si me concedéis la gentileza de explicar vuestra relación con
herejes y traidores. ¿O habéis olvidado el motivo que nos
llevó donde estamos? Los que os acompañan saben bien de
qué hablo.
Cardiel se aclaró la garganta e hizo avanzar un paso a
su caballo.
—Milord, yo y mis hermanos en Cristo estamos
satisfechos de que el duque Alaric y su primo McLain hayan
regresado a nosotros en verdadera contrición. Han sido
recibidos en comunión y con eso ha quedado resuelta toda
rencilla entre nosotros.
—Es absurdo —señaló Loris—. Morgan y McLain fueron
excomulgados por acción legítima de la Curia de Gwynedd.
Hasta ellos lo saben muy bien. Vos y vuestros camaradas
rebeldes fuisteis parte de esa acción. —Miró hacia los
obispos que había reunidos en la línea del frente y restó
importancia a su presencia, con un gesto desdeñoso—. ¿Y
ahora presumís de rescindir los actos de esa Curia por
voluntad de siete hombres? No lo aceptaré.
—Somos ocho, milord, no siete. Y reconocemos
abiertamente que incurrimos en un error. En consecuencia,
el duque de Corwyn y el padre McLain han sido restituidos
en nuestra gracia, como su Majestad y todos sus seguidores
leales que se vieron afectados por nuestro juicio.
Loris volvió el rostro, molesto.
—Ridículo. No podéis modificar las resoluciones de la
Curia. Ni siquiera tendría que estar escuchándoos. Estáis
loco, sin asomo de dudas.
—En tal caso, arzobispo, escuchad a vuestro rey —dijo
Kelson, y entrecerró los ojos en un gesto amenazador al
escrutar a Loris—. Nos tenemos otra querella con vos;
precisamente, los actos de vuestro supuesto aliado y
seguidor, Warin. Sus pandillas han asolado Corwyn durante
seis meses, intimidando a mis barones, incendiando cultivos
y predicando la insurrección contra mí…
—No contra vos, Majestad —intervino Warin con
aspereza—. Contra los deryni.
—¿Acaso no soy medio deryni? —replicó Kelson—. Y si tú
predicas contra ellos, ¿acaso no lo haces también contra
mí?
Warin miró a Kelson con sus fríos ojos grises.
—Es lamentable que tengáis sangre deryni, Majestad.
Pero escogemos pasar el hecho por alto, dado que sois
nuestro rey. Nuestra cruzada se dirige contra los deryni
auténticos, como el que ahora os escolta. No deberíais
buscar tales compañías.
—¿Presumes de reconvenir a tu rey? —espetó Kelson—.
Warin, no tengo tiempo para debatir la cuestión deryni
contigo. Wencit de Torenth se encuentra apostado en
nuestras fronteras, dispuesto a invadirnos. Y Wencit es un
hombre perverso, deryni o no. La guerra civil que los
arzobispos y tú habéis provocado debe causarle un agrado
incalculable.
Loris movió la cabeza con acritud y adaptó una posición
desafiante.
—No nos culpéis por Wencit de Torenth, Majestad.
Wencit no es la cuestión. No haré concesiones con la
voluntad del Señor, ni siquiera a petición del rey.
—En tal caso, mas os vale escucharme como rey —dijo
Kelson con firmeza—. Como habéis señalado, soy el legítimo
rey de Gwynedd. Vos mismo me ungisteis con la sagrada
unción y me coronasteis. Lo que de esta manera se hizo no
puede ser deshecho por el hombre. Por lo tanto, por la
autoridad que vos me concedisteis en nombre de Nuestro
Señor, ordeno que depongáis las armas y que esta ciudad
se rinda a su legítimo señor. Más tarde, cuando el tiempo lo
permita, hablaremos de vuestras diferencias sobre la
cuestión deryni.
Detrás de Loris se oyó un murmullo de desaprobación.
El prelado meneó la cabeza.
—Reconozco vuestra autoridad, Majestad, pero lamento
deciros que me es imposible obedecer en este asunto. No
puedo entregar la ciudad. Además, sugiero con la mayor
vehemencia que Vos y vuestra comitiva os retiréis antes de
que algunos de mis hombres se enfurezcan por vuestras
palabras y nos avergüencen a todos con un intento de
regicidio. Por muchos imperativos de conciencia que me
muevan a desobedeceros, no querría teñir mis manos con la
sangre real.
Kelson sostuvo la mirada del arzobispo durante diez
segundos interminables, mudo de furia. Luego, hizo girar su
corcel con violencia y tornó a galopar hacia sus filas. Lo
siguieron sus acompañantes, vigilando que ningún arquero
fanático cumpliera las amenazas de Loris. Sólo cuando
llegaron a la seguridad de sus filas, Kelson tiró de las
riendas y se dignó a hablar. Parecía no tener conciencia de
los demás generales y nobles que se habían acercado a él
para oírlo.
—¿Y bien, Morgan? ¿Qué tendría que haberle dicho a
ese sacerdote insolente? —Se quitó el casco con un gesto
furioso y se lo arrojó a un escudero que había cerca—. Y
bien, Paladín del rey, habla. ¿Qué tendría que haber dicho?
Hay que ver la osadía consumada de ese hombre.
¡Amenazarme a mí!
—Serenidad, príncipe —murmuró Morgan. El corcel de
Kelson se encabritó como en respuesta a la ira de su dueño.
Morgan posó una mano sobre las riendas para serenarlo—.
Señores, os ruego nos excuséis, no hay causa inmediata de
alarma. Nigel, te pediría que prosiguieras pasando revista a
las tareas de campamento. Señores obispos, lo mismo a
vosotros. Duncan, ven con nosotros; y también Arilan y
Cardiel, por favor. Su Majestad necesita de nuestro consejo.
—No soy un niño, Morgan —musitó Kelson. Apartó las
riendas de las manos de Morgan y lo miró con dureza—. Te
agradecería que no me tratases como si lo fuera.
—Pero mi señor, seguramente escucharás el consejo de
tus colaboradores más fíeles —prosiguió Morgan. Juntó su
caballo contra el de Kelson y lo apartó de los oficiales,
rumbo al pabellón real—. Duncan, tienes presente casi todo
el trazado del castillo de Coroth, ¿verdad?
—Por cierto —repuso Duncan, comprendiendo que
Morgan intentaba alejar a Kelson de sus preocupaciones—.
Príncipe, creo que Alaric tiene un plan.
Kelson dejó que lo llevaran a un lado. Los soldados
habían terminado de erigir su pabellón y se afanaban por
armar otras tiendas. Volvió a mirar a Morgan una vez más,
ya sin ira.
—Lo siento. No quise hacer una escena —se disculpó en
voz baja—, pero Loris me ha sacado de mis casillas. ¿De
veras tienes un plan?
Morgan inclinó la cabeza, con una mínima sonrisa en el
rostro.
—Así es.
Miró a su alrededor furtivamente, desmontó e indicó a
los demás que hicieran lo mismo. Cuando todos hubieron
entrado en el pabellón real, ordenó con un gesto que
tomaran asiento y permaneció de pie, con las manos en las
caderas.
—Por ahora no podremos hacer nada, ya que
necesitaremos la complicidad de la noche y tiempo para
prepararnos. Pero, cuando oscurezca, esto es lo que
propongo.
XIV
He aquí mi siervo, yo le sostendré, mi escogido, en
quien mi alma se deleita.
Isaías, 42:1

Esa noche, miles de fogatas de vigilia ardían en la


planicie de Coroth, asolada por los vientos. Sus lumbres
vacilantes parecían mil ojos que acechaban la ciudad
sitiada. Fuera de la tienda real, aguardaban cinco caballos
especialmente aprovisionados, con arneses y herraduras
mullidos para evitar todo ruido delator, y monturas opacas y
oscuras. Conall, el hijo de Nigel, custodiaba las bestias. Su
tarea sería traerlas de regreso cuando ya no las ocupasen
sus jinetes. El joven se abrigó con su manto negro y
restregó la punta de una bota contra el suelo arenoso que
se extendía bajo sus pies. Oyó que corrían la cortina del
toldo de la tienda y se irguió bruscamente. Su padre asomó
en la abertura, de espaldas al exterior. Conall se acercó
mientras Morgan, Duncan, el rey y los dos obispos iban
saliendo de la tienda.
—Así pues, tío, comprendes mis órdenes en caso de que
fallemos —decía el rey.
Nigel asintió con solemnidad.
—Comprendo.
—Y vos, obispo Arilan… —prosiguió el rey—. Sé que
puedo contar con vuestro apoyo.
—Dudo de que mi ayuda sea necesaria, Majestad —dijo
el obispo, con una ligera sonrisa en los labios—, vuestro
plan parece bien trazado; pero sabéis cómo tomar contacto
conmigo, si surgiera la necesidad.
—Oraremos para que no sea necesario —replicó Kelson.
Dejó caer el cuerpo sobre una rodilla, como Morgan y
Duncan. Tras una ligera vacilación, Conall también se postró
y Cardiel inclinó la cabeza.
—Dios sea con todos vosotros, príncipe —murmuró
Arilan, bendicién dolos con la señal de la fe—. In nomine
Patris, et Filü, et Spiritus Sanctus. Amen.
Terminó la bendición. Los hombres se pusieron de pie y
comenzaron a montar, con las riendas firmemente sujetas
en las manos enguantadas. Morgan tomó la delantera,
seguido de Duncan. Arilan posó una mano sobre la silla de
Cardiel y le indicó que se inclinara hacia él.
—Que Dios te proteja, amigo —dijo en voz baja—. No
quisiera verte padecer antes de tiempo. Tú y yo tenemos
una ardua labor por delante.
Cardiel asintió seriamente, sin decir palabra. Arilan
sonrió.
—Sabes por qué debes ir tú y no yo, ¿verdad?
—Entiendo que deberás prestar ayuda al príncipe Nigel,
si surgiera la necesidad. Alguien tiene que quedar aquí para
protegerlo, si algo le sucediera a Kelson, Dios no lo
permita…
Arilan sonrió e inclinó la cabeza ligeramente.
—En parte, ésa es la razón. Sin embargo, ¿no has
pensado que de los cuatro que parten en esta misión, sólo
tú eres totalmente humano?
Cardiel lo miró un instante y bajó los ojos.
—Había supuesto que la razón se debía a que era el
adalid de los obispos rebeldes y que por eso los demás me
escucharían. Pero hay otra razón, al parecer, ¿verdad?
Arilan palmeó a su camarada en el hombro, para
tranquilizarlo.
—Por cierto, la hay, pero no entraña ningún propósito
siniestro, te lo aseguro. Sólo espero que tengas la
oportunidad de ver en acción a ciertos practicantes deryni
de muy noble naturaleza. Y, aunque sé que crees en lo que
te he dicho sobre los deryni, quiero que lo veas con tus
propios ojos y que compartas también esta convicción con
el corazón.
Cardiel levantó los ojos, para enfrentar la mirada de
Arilan, y sonrió con cierta tristeza.
—Gracias, Denis. Trataré de… mantener la mente y el
corazón abiertos.
—No pido más que eso —asintió Arilan.
Entonces, Cardiel volvió la cabeza de su corcel y siguió
a los demás al trote. Pareció fundirse con las sombras
parpadeantes de los fogones que alumbraban al
campamento. Arilan, aún sonriendo, emprendió el regreso
hacia Nigel, quien lo aguardaba en la entrada del pabellón
real.
Media hora más tarde, los cinco jinetes frenaron los
caballos en un profundo desfiladero que corría al sudeste
del castillo de Coroth. Desmontaron. Inicialmente habían
partido hacia el oeste y, luego, cortaron camino en dirección
al sur hasta que pudieron cabalgar por el refugio de la
rocosa línea costera. Cuando llegaron a un kilómetro de las
defensas exteriores de la ciudad, Morgan les indicó que
guardaran silencio, sujetó sus riendas a la silla de otro
corcel y repitió el procedimiento hasta que los otros cuatro
caballos formaron una sola hilera. Entonces, tendió las
riendas del caballo de delante al joven Conall.
—Dios sea contigo, Conall —murmuró—. Cerciórate de
no internarte tierra adentro hasta que no llegues al sitio
donde abrimos camino. No quiero que te vean desde el
castillo.
—Tendré cuidado, Excelencia.
—Bien, entonces. En marcha —susurró Morgan, y
palmeó la rodilla del joven a modo de saludo. Dio un paso
atrás—. Duncan, señores, adelante.
Mientras Conall regresaba con los caballos y comenzaba
a desandar camino por la playa, Morgan avanzó hasta el
borde de un montículo rocoso cerca de la marca de la
pleamar y comenzó a trepar. Los demás lo siguieron hasta el
límite de las piedras y lo observaron, enfundados en los
mantos oscuros, hasta que Morgan por fin levantó su mano
enguantada bajo la luz de la luna y les indicó que lo
siguiesen.
Señaló un profundo hueco entre las rocas. Era una
abertura estrecha y delgada, casi oculta entre la maraña de
arbustos y de vegetación marítima que brotaba de las
dunas y de las piedras. Morgan hundió el cuerpo dentro del
hoyo y desapareció por un nicho oculto ante la vista de los
demás. Duncan, Kelson y Cardiel se miraron; volvieron la
vista al hoyo. Duncan decidió meter la cabeza para
aventurar una mirada al interior, negro y profundo. Se
sobresaltó cuando, de pronto, el rostro de Morgan apareció
a centímetros de suyo.
—¡Dios! ¡Me asustaste! —Duncan contuvo el aliento y
tragó saliva ruidosamente—. No veíamos dónde te habías
metido.
Morgan sonrió y sus dientes lanzaron destellos blancos
bajo la luz de la luna.
—Vamos. Primero los pies. Cuando os hundáis hasta la
cintura, encontraréis una depresión abrupta de un metro.
Primero tú, Kelson.
—¿Yo?
—Deprisa. Vamos, Duncan, ayúdalo. A él la caída le
parecerá más profunda.
Mientras Kelson obedecía y se internaba en el hoyo,
Morgan desapareció y Duncan se inclinó para dar su apoyo
al joven rey. A la pálida luz plateada, el rostro de Kelson
aparecía blanco. Miró con ansiedad el suelo prometido, mas
no pudo distinguirlo. Entonces, bruscamente, desapareció.
Se oyó un «ay» ahogado desde la oscuridad que se cernía
en lo profundo, un roce veloz de pies y, luego, asomó el
rostro de Kelson como antes hiciera el de Morgan. Con una
sonrisa, Duncan le indicó a Cardiel que siguiera y, en
segundos, los cuatro se encontraron en la oscuridad casi
absoluta de una cámara subterránea. Morgan les dio tiempo
a que sus ojos se adaptaran a la penumbra y tanteó la
pared con una mano hasta que dio con una abertura que se
internaba en una oscuridad aún mayor. Sonrió, regresó
donde sus tres camaradas y los acercó hacia él.
—Hasta ahora, todo marcha perfectamente. Está
exactamente igual que como lo recordaba. No me atrevo a
encender luces hasta que hayamos tomado la primera o la
segunda curva. Nunca puede saberse si habrá alguna
patrulla arriba. Por ahora nos sujetaremos al cinto del
compañero y marcharemos un poco más en la oscuridad.
Durante los primeros metros puedo tantear la ruta con la
mano.
Se oyeron gruñidos de asentimiento. Los cuatro
formaron una hilera: Morgan delante; seguido de Kelson, de
Cardiel y de Duncan a la zaga. Morgan dio un paso en la
oscuridad y Kelson lanzó una última mirada a la luz de las
estrellas que se filtraba por el hoyo, antes de seguirlo
resueltamente. Morgan se detuvo tras lo que les pareció un
año pero que, en realidad, no fueron más que unos minutos.
La oscuridad era absoluta y no llegaba la menor traza de luz
desde donde habían provenido.
—¿Todos estáis bien? —preguntó Morgan.
Se oyeron murmullos afirmativos. Morgan soltó la mano
de Kelson y se separó de ellos. El rey se esforzó por ver en
la oscuridad y enarcó una ceja de entendimiento al ver que,
detrás del cuerpo de Morgan, comenzaba a asomar un débil
resplandor. Oyó que Cardiel contenía el aliento pero, para
entonces, Morgan ya se había vuelto hacia ellos,
sosteniendo en la palma de la mano izquierda una esfera de
luz verdosa que brillaba suavemente.
—Tranquilo, obispo —murmuró Morgan, mientras se
acercaba al prelado con la luz en la mano extendida—. Es
sólo luz: ni mala ni buena. Tocadla. Es fría y totalmente
inofensiva.
Al ver acercarse a Morgan, Cardiel se irguió, alerta. Más
que la luz, miraba el rostro de Morgan. El obispo sólo se
aventuró a posar la vista sobre la lumbre cuando Morgan se
detuvo delante de Cardiel. Emitía un brillo frío y verde,
suavemente vibrante, como el que había rodeado la cabeza
de Arilan la noche que éste le reveló su ascendencia deryni.
Finalmente, Cardiel tendió la mano. No encontró nada
que pudiera tocar: sólo la fría ilusión de un aliento de brisa
cuando su mano atravesó el supuesto enclave de la luz y se
detuvo contra la palma de Morgan. Ante el contacto, Cardiel
dejó que sus ojos se elevaran hasta los del general y se
obligó a sonreír.
—Debéis perdonarme si parezco un poco remilgado,
pero…
—No os preocupéis —sonrió Morgan—. Venga, no falta
mucho, ahora que tenemos luz.
Morgan había hecho bien sus cálculos. No tardaron
mucho. Sólo que, cuando llegaron al final del túnel, se
toparon con un montón de rocas y escombros que daba a un
ancho estanque de mareas con el que Morgan no había
contado. Pasó la mano sobre la esfera de luz verde y la hizo
flotar en el aire. Fue hasta la pared de roca e indicó a
Duncan y a Kelson que se acercaran hasta él. Los tres
posaron las manos sobre las rocas y cerraron los ojos.
Proyectaron sus facultades sobre la piedra y la atravesaron
hasta el pasadizo despejado que se extendía por detrás.
Fueron descendiendo las manos por la pared de roca, sin
encontrar ninguna abertura. Morgan fue hasta el estanque y
abrió los ojos, escrutó las profundidades durante unos
minutos y comenzó a quitarse el manto y los guantes.
—¿Qué hacéis —le preguntó Cardiel, tras ir hasta él y
contemplar el espejo de aguas.
Sus palabras atrajeron a los otros dos, que también se
detuvieron a observar a Morgan. Se quitó la malla y la
armadura de cuero hasta quedar vestido sólo con una ligera
túnica de hilo sin mangas y la faja con la daga a la cintura.
—Creo que por debajo hay un pasadizo —anunció
Morgan. Se internó en las aguas y nadó hasta la pared de
roca que obstruía su paso—. Regresaré en un momento.
Luego, tomó una gran bocanada de aire y hundió la
cabeza bajo el agua. Se impulsó hacia abajo con una
brazada y una patada de rana. Los tres lo vieron
desaparecer en las aguas turbias. Pasó el tiempo y no
apareció. Duncan acercó la esfera de luz con el ceño
fruncido y escudriñó el estanque. Por fin vieron que, a unos
metros del sitio donde Morgan se había sumergido,
asomaban unas burbujas. Inmediatamente después,
apareció la cabeza dorada y húmeda de Morgan, y su
sonrisa. El general se apartó el cabello de los ojos y nadó
hasta ellos.
—Encontré un pasadizo —dijo, y se enjugó el rostro
sacudiendo la cabeza—. Es de un metro de largo, pero corre
a dos metros de profundidad. Obispo Cardiel, ¿sabéis nadar?
—Bueno, yo… Sí, pero nunca…
—No os aflijáis, lo haréis muy bien —sonrió Morgan, y le
dio una palmadita en un tobillo, con aire confiado—. Kelson,
dejaré que tú vayas primero. Desde luego, al otro lado, el
pasillo está a oscuras, pero el borde del estanque se
encuentra a pocos metros. No bien llegues a la orilla,
conjura una luz y vuelve a meterte en el agua para socorrer
al obispo Cardiel. Yo aguardaré aquí con él hasta que tú
hayas tenido tiempo de terminar.
Kelson asintió y se quitó lo que restaba de su atuendo
mientras Morgan concluía sus instrucciones.
—¿Y las armas? No podremos llevarlas con nosotros y
tal vez las necesitemos en el otro lado.
—En mi cámara de la torre encontraremos otras. Iremos
allí en primer lugar —explicó Morgan, y tendió una mano
para ayudar a Kelson a internarse en las aguas.
—Muy bien, muéstrame este pasaje sumergido que has
descubierto.
Morgan asintió, tomó aire y se hundió. Kelson lo siguió
de inmediato, a su lado y ligeramente por detrás. Al cabo de
unos segundos, Morgan emergió solo. Duncan ya estaba
listo, de modo que Morgan lo invitó a las aguas y repitió la
operación. Cuando volvió a asomar, halló a Cardiel con el
rostro demudado, de pie al borde del estanque, con una
larga túnica blanca por único atuendo. No llevaba armas,
pero había pasado el largo faldón de la túnica por debajo de
las piernas para sujetarlo con el cinto de cordel que llevaba
a la cintura. Del cuello le pendía un sencillo crucifijo de
madera, que acarició con preocupación al ver acercarse a
Morgan hasta la orilla.
—¿Ya? —murmuró Cardiel, con temor.
Morgan asintió y le tendió su mano húmeda. Cardiel,
con un suspiro, se inclinó para sentarse sobre el borde del
estanque. Cuando las piernas se hundieron en el agua, el
obispo se estremeció; sus ojos grises lanzaron un fulgor
oscuro y luminoso bajo la lumbre verde pálida de la esfera
de Morgan. Pacientemente, Morgan tendió la mano, le lanzó
una sonrisa de aliento y aguardó a que Cardiel se agarrara
de la muñeca. Se hundió en las aguas tras una profunda
inspiración. Avanzaron sobre las aguas hasta donde Duncan
y Kelson se habían sumergido. Cardiel tragó nerviosamente
e inclinó el cuello, en su afán por ver por debajo de la
superficie. Morgan hizo una seña y la luz se acercó más.
—¿Creéis que seréis capaz de hacerlo? —preguntó
Morgan en voz baja.
—No tengo alternativa. —El obispo lo miró con el rostro
demudado, pero aparentemente resignado a su suerte—.
Mostradme qué debo hacer.
Morgan asintió.
—La entrada está a unos dos metros de profundidad,
directamente por debajo de vos. ¿La veis?
—Creo distinguir algo confuso…
—Bien. Ahora quiero que buceéis hasta allí, como habéis
visto que hemos hecho los tres antes. Yo os acompañaré y
os empujaré. Lo que debéis recordar es que no podréis
respirar hasta que lleguemos al otro lado. ¿De acuerdo?
—Lo intentaré —dijo el obispo, dubitativamente.
Con una oración silenciosa al santo que protegía a los
obispos ineptos, Morgan acercó la luz e hizo un pase sobre
ella. La luz se hizo más tenue y se apagó mientras Morgan
le tocaba el hombro a Cardiel para indicarle que se
sumergiera. El obispo cerró los ojos con fuerza, contuvo el
aliento y se zambulló. Morgan lo siguió de inmediato.
Pero Morgan no tardó en comprender que no daría
resultado. Aunque Cardiel pataleaba con todas sus fuerzas y
lanzaba brazadas desesperadas, no podría sumergirse lo
suficiente. Morgan tomó al obispo de la cintura y trató de
impulsar los cuerpos de ambos hacia el pasadizo salvador,
pero de nada le sirvió. Cardiel no sabía bucear con destreza.
Morgan meneó ligeramente la cabeza y comenzó a tirar de
Cardiel hacia la superficie. La luz se había extinguido por
completo. Cuando emergieron, la oscuridad era total.
Cardiel comenzó a sacudir los brazos, presa del pánico,
hasta que Morgan posó una mano tranquilizadora sobre un
hombro. El obispo respiró aguadamente y se deslizó sobre
las aguas al lado del joven general deryni.
—¿Lo hemos conseguido, Alaric? —preguntó.
Morgan se alegró de que Cardiel no pudiese ver la
expresión de su rostro en la oscuridad.
—Me temo que no, amigo —contestó, tratando de
parecer más animado de lo que se sentía—. Pero esta vez lo
lograremos, no se preocupe. No creo que haya pataleado
con la suficiente fuerza.
Se oyó un corto y penoso silencio. Cardiel tosió y el
sonido reverberó por las paredes cavernosas junto al
ocasional chapoteo de los cuerpos en el agua.
—Lo siento, Alaric. Os… Os advertí que no era buen
nadador. No creo poder ir tan profundo.
—Tendréis que poder —dijo Morgan con voz grave—. O
venis conmigo o tendré que dejaros aquí. Lo cual es
imposible.
—Entiendo… —convino Cardiel con un hilo de voz.
Morgan suspiró.
—Muy bien. Volvamos a intentarlo. Esta vez, quiero que
exhaléis parte del aire antes de zambulliros. Eso os ayudará
a alcanzar la profundidad que necesitamos. Os ayudaré a
asomar del otro lado.
—Pero si exhalo antes de sumergirme, ¿no me faltará el
aire?
La pregunta del obispo tenía un matiz de súplica.
Morgan vio que el hombre estaba despavorido, aunque
nunca lo llegase a admitir.
—No os aflijáis. Lo único que os pido es que no respiréis.
Aferró el hombro del obispo y dijo:
—Vamos, ¡exhalad y sumergios!
Oyó que Cardiel tomaba aire, lo exhalaba lentamente y
se hundía, con un tibio intento de bucear debidamente en
las aguas oscuras. Morgan lo impulsó de los hombros hacia
el lugar donde sabía se encontraba la abertura. Pero al
llegar cerca del pasadizo comenzó a sentir que el pánico se
apoderaba de Cardiel. Con un gesto resignado, obligó al
obispo a internarse en el pasadizo y empujó el cuerpo por la
abertura. Pero mientras lo seguía hacia otro lado, sintió que
Cardiel cesaba de forcejear y que su cuerpo quedaba inerte.
Llamó silenciosamente a Duncan y a Kelson y comenzó a
arrastrar el cuerpo de Cardiel hacia la superficie, donde
vislumbró una débil luz. Rogó que Cardiel no hubiese
tragado demasiada agua.
Pero, mucha o poca, lo cierto es que Cardiel asomó
inconsciente a la superficie. No bien Morgan alzó la cabeza
sobre las aguas, se sacudió el cabello de los ojos y lanzó un
grito hacia Duncan y Kelson para que lo socorriesen. Los dos
estaban ya en el agua y, cuando gritó, se encontraban
precisamente sujetando al obispo, pero tardaron valiosos
segundos en arrastrar el cuerpo exánime hacia el borde del
estanque y en retirarlo del agua. Morgan lo puso boca abajo
y comenzó a expulsar el agua de los pulmones con
movimientos enérgicos y rítmicos. Meneó la cabeza al ver
que de la nariz y la boca del obispo salían chorros de agua.
—¡Maldición! —exclamó, al ver que el sacerdote no
respiraba por sus propios medios—. Os dije que no
inspirarais bajo las aguas. ¿Qué os habéis creído? ¿Que sois
un pez?
Giró el cuerpo de Cardiel para ponerlo boca arriba, pero
el torso seguía inmóvil. Sofocó otra imprecación y comenzó
a darle cachetes en el rostro. Kelson le frotaba las manos
mientras Duncan insuflaba aire directamente en los
pulmones del obispo.
Después de lo que les pareció una eternidad, el pecho
de Cardiel se sacudió una vez, fuera de ritmo, con la
respiración de Duncan. Los tres redoblaron la tarea de
salvamento con todas sus fuerzas. Por fin, los recompensó
un ligero carraspeo, que se convirtió pronto en un
paroxismo incontrolado de tos espasmódica. Cardiel rodó a
un lado y escupió más agua. Por fin, abrió los ojos y los miró
débilmente.
—¿Estáis seguros de que no he muerto? —graznó—.
Estaba teniendo espantosas pesadillas.
—Bueno, en realidad, ha faltado poco —repuso Morgan
con alivio, mientras meneaba la cabeza—. Alguien debe
protegeros desde los cielos, milord.
—Ruego a Dios que nunca deje de hacerlo —murmuró
Cardiel, y se persignó deprisa—. Gracias a todos vosotros.
Se sentó con esfuerzo y con cierta ayuda de Duncan.
Volvió a toser y les indicó a los demás con un gesto que lo
sostuvieran para poder ponerse de pie. Sin decir palabra,
pero con una sonrisa al ver el coraje del obispo, Morgan le
tendió la mano y lo ayudó a incorporarse. En pocos minutos,
los cuatro se detuvieron ante una horquilla que formaba el
áspero pasadizo de piedra. La bifurcación de la izquierda
estaba sumida en la oscuridad, pero la otra parecía
obstruida por un gran desprendimiento de roca. Morgan la
tanteó cautelosamente con sus manos y con sus poderes y
se irguió, resignado, y sacudió el polvo de las palmas.
—¡Qué mala suerte! Había pensado usar este pasadizo
para ir a mis aposentos, después de que nos vistiéramos y
armáramos en mi salón de la torre.
—¿Desde aquí no se puede llegar a la cámara de la
torre? —le preguntó Kelson.
—Sí, pero desde allí no podremos ir a ninguna otra
parte. Tendremos que arriesgarnos a caminar por los
pasillos del palacio sin que nadie nos vea. Vamos. Todavía
falta un tramo más de laberinto y unos escalones. Id en
silencio, pues las voces podrían escucharse desde el otro
lado.
Después de unos metros, Morgan los condujo por una
escalinata sumamente estrecha donde apenas cabían los
hombros de un hombre. Los peldaños formaban una espiral
ligeramente orientada hacia la derecha. El pasadizo
escarpado y rocoso parecía no terminar nunca. Pero
entonces Morgan se detuvo y les indicó que permanecieran
en silencio. Sofocó la llama de la luz hasta reducirla un
resplandor pálido y espectral y se adelantó al grupo unos
seis escalones. Los demás no pudieron ver qué hacía en lo
alto de la escalera. Oyeron fragmentos de una frase
murmurada que no lograron comprender, y, sobre las
paredes del pasadizo, se creó un juego de luces
fantasmales, ocultas tras el cuerpo de Morgan. Luego, las
luces se extinguieron y Morgan les indicó que lo siguieran.
Se abrió una puerta ante ellos y se internaron en la sala de
la torre, el santuario privado de Morgan donde nadie podía
entrar sin el consentimiento expreso del joven.
Encontraron la sala muda y a oscuras. La única luz era
la que provenía de las estrellas y de la luna, que se filtraba
a través de las siete ventanas de cristal verde que
atravesaban el muro circular de la torre. Morgan posó los
pies desnudos sobre la alfombra, sin hacer ruido, y con una
mano fue corriendo las cortinas sobre las ventanas.
Encendió el fuego en la chimenea y el súbito resplandor
encegueció a los demás. Tomó una rama encendida y
acercó la llama a las velas de un candelabro que estaba
sobre una mesita circular, cerca de la chimenea. La luz
parpadeó y se concentró en una esfera ambarina, del
tamaño de un puño, que descansaba en el centro de la
mesa sobre las garras de un Grifo de oro. Cardiel contuvo el
aliento, estupefacto, al ver la esfera, y comenzó a dirigirse
hacia ella con fascinación ausente, hasta que la voz grave
de Duncan apartó su atención del objeto.
Los cuatro se pusieron a hurgar en cofres y cajones y se
cambiaron las túnicas húmedas por ropas secas. Cuando
terminaron, sólo Morgan y Duncan parecían apropiadamente
vestidos. Kelson había logrado encontrar una túnica corta
de Morgan que, sobre su cuerpo, formaba una aceptable
bata larga hasta las rodillas. Además, había dado con un
manto que apenas se arrastraba un centímetro por el suelo.
Cardiel parecía haber formado un atuendo enteramente
negro, aunque allí terminaba toda semejanza con su
habitual vestimenta de obispo. La túnica le ajustaba en la
cintura y las botas eran algo estrechas para sus pies, pero el
largo manto negro que había encontrado ocultaba una
multitud de imperfecciones. Secó el crucifijo de madera lo
mejor que pudo, lustró el anillo de obispo contra la túnica
seca y examinó su brillo. A su alrededor Morgan y Duncan,
escogían dagas y espadas del armario donde el primero
ocultaba un depósito de armas. Por fin, Morgan indicó que
guardaran silencio y fue hasta la puerta principal: era un
ancho bloque de roble, profundamente ornamentado, con
un gran Grifo verde. Acercó su ojo al del Grifo y escudriñó a
través de la mirilla oculta. Se llevó un dedo a los labios,
para ordenar silencio, y entreabrió apenas la puerta. Detrás,
había una segunda entrada y Morgan acercó el oído a la
puerta un largo rato, antes de regresar y cerrar la primera
cautelosamente a sus espaldas.
—Ahí fuera hay un guardia, como temía. Duncan,
¿quieres venir y escuchar conmigo? Si es lo bastante
sensible, podremos controlarlo a través de la puerta. Si no,
tendremos que matarlo.
—Intentémoslo —asintió Duncan.
Fue hasta la puerta familiar y se deslizó por la abertura,
detrás de Morgan.
Los dos permanecieron con las cabezas y las manos
adosadas contra la segunda puerta durante largo rato, los
ojos cerrados y la respiración controlada y superficial. Pero,
por fin, Morgan meneó la cabeza y abrió los ojos. Extrajo un
estilete de fina hoja y probó la punta contra la yema del
pulgar. Con los labios dibujó la palabra «¿Listo?» a Duncan y
el sacerdote asintió con un gesto sombrío, mientras su
mano se posaba sobre el pomo de la puerta.
Kelson y Cardiel se acercaron para observar con
mórbida fascinación y Morgan se hincó sobre una rodilla y
deslizó los dedos de la mano izquierda por la puerta hasta
hallar una estrecha rendija. Puso la hoja sobre la grieta,
aguardó un instante y hundió el estilete con un movimiento
preciso y seguro. Cuando retiró el arma, la hoja brillaba con
un viscoso fulgor escarlata y, desde el lado opuesto de la
puerta, se oyó un gemido y el roce de un cuerpo que se
deslizaba. Duncan meneó la cabeza y empujó la puerta
contra algo que ofrecía resistencia. Fuera, contra la puerta
abierta, yacía el cuerpo inerte de un guardia rebelde. A la
altura de los ríñones, por la espalda, manaba un lento hilo
de sangre. No se movía. Tras un segundo de vacilación,
Morgan lo agarró por los brazos y lo introdujo en la cámara.
Cuando depositaron al hombre en un sector del suelo donde
no había alfombras, el rostro de Cardiel se nubló. Trazó la
señal de la cruz en el aire, sobre la cabeza del hombre, y
sorteó el cuerpo para ir con los demás.
—Lo siento, obispo, pero era inevitable —murmuró
Morgan.
Cerró la puerta tras él y les indicó que lo siguieran.
Cardiel no dijo nada, sólo asintió e hizo lo que se le decía.
Cinco minutos de inquietos merodeos los llevaron a una
sucesión de paneles ornamentales donde terminaba un
vestíbulo. En una anilla de bronce, a un lado de los paneles,
ardía una tea. Morgan la recogió con su mano enguantada
mientras los dedos de la otra se deslizaban sobre los
paneles, siguiendo un dibujo ágil y veloz. El panel central se
movió y se deslizó hacia atrás lo bastante para permitirles
pasar de uno en uno. Morgan les indicó que traspusieran la
abertura, con un gesto, los siguió y cerró el panel tras su
paso. Tomó la delantera y los condujo a lo largo de unos
cuantos metros, hasta que se detuvo y giró hacia ellos una
vez más.
—Ahora escuchad con suma atención, pues
probablemente no tenga tiempo de repetirlo. Estamos en el
comienzo de una serie de pasadizos secretos que forman un
panel por las paredes del castillo. La ruta que seguiremos
lleva a mis aposentos personales, donde apostaría a que
Warin o alguno de los arzobispos ha instalado su residencia.
Ahora, ni una palabra más hasta que yo lo indique. ¿De
acuerdo?
Los cuatro se mostraron de acuerdo, de modo que se
pusieron a caminar nuevamente, hasta que por fin llegaron
a un sector del pasadizo decorado con tupidas alfombras y
de paredes cubiertas con gruesos brocados. Morgan le
tendió la antorcha a Duncan y se dirigió al muro de la
izquierda, donde apartó un pliegue del cortinaje y escudriñó
por una mirilla. Recorrió la habitación minuciosamente con
la vista y repasó mentalmente todos los familiares adornos
de la recámara que, hasta hacía sólo unos meses, había
sido de su propiedad. Luego, se apartó con una expresión
lúgubre y resuelta. Tal como había sospechado, Warin de
Grey se había instalado en sus aposentos y parecía
mantener una conferencia con algunos de sus hombres. Con
un gesto breve, Morgan indicó a Duncan que extinguiese la
luz y señaló a los demás varias mirillas ocultas. Antes de
irrumpir sin anunciarse, se enterarían de lo que el cabecilla
rebelde decía a sus hombres.
—Y bien, ¿creéis que podría hacernos algo? —preguntó
abiertamente uno de los hombres que acompañaba a Warin
—. No me importa tener que luchar contra los deryni y ni
siquiera temo morir, si es necesario; pero ¿qué sucederá si
el duque emplea la magia contra nosotros? Salvo nuestra fe,
no tenemos ninguna defensa contra eso.
—¿Acaso no es suficiente? —repuso Warin con un dejo
de diversión. Se reclinó en la silla, al lado de la chimenea, y
entrelazó los dedos.
—Bueno, sí, pero…
—Confía en la rectitud de nuestra misión, Marcus —dijo
un segundo hombre—. ¿Acaso el Señor no se puso de
nuestra parte cuando Warin acorraló al deryni en el templo
de San Torin? Su magia de nada le sirvió ese día.
Warin meneó la cabeza y su mirada se perdió en las
llamas.
—No es una buena analogía, Paul. Cuando capturé a
Morgan en San Torin, estaba drogado. Hasta creo que me
dijo la verdad cuando declaró que no podría usar su magia
contra mí mientras estuviera bajo la influencia de esa
poción deryni que nubla la mente. Si no, su primo nunca
habría revelado su verdadera identidad. Duncan McLain
llevaba muchos años ocultando su secreto para tener que
revelarlo por razones que no fueran imperiosas.
—Entonces, no sabemos qué podría hacernos el duque
—insistió Marcus—. Tal vez, si lo quisiese, podría hacer que
este castillo se desplomase sobre sus propios cimientos.
Podría…
—No. Pese a ser deryni, es un hombre racional. Nunca
destruiría este sitio a menos que no le quedase otra
alternativa. Ha…
Se oyó un enérgico golpe en la puerta, seguido de
inmediato por otro. Warin interrumpió sus palabras y miró a
sus dos tenientes.
—Pase.
Se volvió a escuchar otro golpe, esta vez más insistente.
Paul fue deprisa hacia la puerta.
—Señor, no pueden oírlo. Esta sala está aislada para
impedir el paso de todo sonido. Yo los haré pasar.
Los golpes se repitieron, esta vez con más urgencia, si
todavía era posible. Paul deslizó el pasador y un sargento
con el uniforme de Warin se abalanzó en la recámara.
—¡Señor, señor, debe ayudarnos! —suplicó, mientras se
arrojaba a los pies de Warin—. Algunos de mis hombres
estaban apilando rocas cerca de la muralla norte cuando
toda la pila se derrumbó.
Warin se irguió en la silla y miró al hombre, con ojos
penetrantes.
—¿Hubo algún herido?
—Sí, milord. Owen Mathisson. Todos los otros lograron
escabullirse a tiempo, pero Owen… Las piernas le quedaron
aprisionadas bajo el derrumbamiento de las rocas. ¡Tiene
ambos miembros aplastados!
Warin se puso de pie, mientras cuatro hombres
irrumpían por la puerta abierta, arrastrando el cuerpo
exánime del infortunado Owen. Al ver entrar a los hombres,
el sargento se llevó a los labios el faldón del manto de Warin
y lo estrechó contra su pecho. Con un hilo de voz, imploró:
—Ayúdelo, señor. Si usted lo quisiera, podría salvarse.
Los cuatro hombres se detuvieron, inseguros, en el
centro de la sala. Warin asintió lentamente y les indicó que
lo posaran sobre el amplio lecho, en el lado opuesto de la
recámara. Los hombres llevaron rápidamente la figura
inconsciente hacia donde se les había indicado y, ante la
señal de Warin, se retiraron. Warin fue hasta la cama y
ordenó a Marcus que cerrara la puerta tras los soldados que
se acababan de retirar. Warin miró al hombre con ojos
compasivos.
Owen había sido un hombre fuerte, pero su entereza no
le había salvado de la caída de rocas sobre su cuerpo. De la
cintura para arriba, estaba intacto. No había ninguna señal
de que hubiese sufrido daños. Pero, dentro de las perneras
de cuero, los miembros parecían retorcidos y doblados en
ángulos imposibles para la anatomía humana. Warin indicó
a Paul que acercara las velas. Owen recuperaba la
conciencia. Warin posó su mano sobre la frente del hombre
al ver que el rostro se le encogía de dolor.
—¿Me oyes, Owen?
Los ojos del hombre parpadearon sin vivacidad y
lanzaron una mirada ausente a su alrededor y se enfocaron
luego sobre el rostro de Warin. Antes de que volviera a
cerrarlos, una chispa de reconocimiento los llegó a
encender.
—Perdóneme, señor. Tendría que haber sido más
cuidadoso…
Warin contempló la figura inmóvil del hombre y devolvió
su atención al rostro.
—¿Sufres mucho, Owen?
El hombre asintió y tragó saliva con dificultad. Sus
mandíbulas se tensaron por el dolor y los párpados
volvieron finalmente a abrirse para contemplar a Warin. No
necesitó confirmar con palabras el mensaje suplicante que
sus ojos le enviaron a su señor.
Warin se irguió, miró una vez más las piernas del
hombre y extendió la mano hacia Paul.
—Tu daga.
Paul le tendió el arma. Owen abrió los ojos y quiso
incorporarse, pero Warin lo empujó hacia el lecho
suavemente.
—Tranquilo, amigo. No voy a darte el golpe de gracia.
Me temo que te costará el par de calzones, pero no la vida.
Ten paciencia conmigo.
El hombre se reclinó, estupefacto. Warin pasó la hoja de
la daga bajo una de las perneras de cuero ensangrentado y
manchado y comenzó a abrir un tajo en la prenda, hasta la
cintura del hombre. Al primer contacto, Owen gritó de dolor,
tan sólo con sentir que le movían la pierna destrozada, pero
luego perdió el conocimiento. Del mismo modo, Warin cortó
la pernera izquierda y descubrió dos miembros retorcidos y
ensangrentados.
Warin dejó caer el cuchillo en la cama, al lado de Owen,
y contempló las heridas en silencio durante unos segundos.
Entonces, indicó a Paul y a Marcus que lo ayudaran a
enderezar primero un pierna y luego la otra. Cuando
terminaron, aguardó un instante, con las manos unidas y se
dirigió a los tres hombres que lo observaban.
—Está muy mal herido, si no recibe ayuda enseguida,
morirá. —Se produjo un largo silencio, sólo interrumpido por
la respiración de los hombres, y luego Warin prosiguió—:
Nunca antes intenté curar una lesión tan grave. —Hizo una
pausa—. ¿Oraréis conmigo, camaradas? Aun cuando sea la
voluntad de Dios que este hombre vuelva a estar intacto,
necesitaré de vuestro sostén.
Como un solo hombre, Paul, Marcus y el sargento se
hincaron de rodillas y lo contemplaron con respetuoso
asombro. Warin continuó con la vista en el suelo por un
instante, casi como si no hubiese nadie más en el recinto,
levantó los ojos y extendió los brazos a ambos lados.
—In nomine Patris, et Filii, et Spirítus Sancti, Amen.
Oremus.
Warin comenzó a orar con los ojos cerrados y una débil
aura se fue formando alrededor de su cabeza. En la quietud
de la recámara, sus palabras fueron murmullos
imperceptibles, que los hombres que lo espiaban del otro
lado de los paneles no pudieron distinguir. Pero, a su vez,
tampoco pudieron ignorar el aura que rodeaba al cabecilla
rebelde durante su plegaria ni confundir la serena confianza
que irradió cuando extendió los brazos sobre los miembros
destruidos y posó las manos sobre ellos.
En silencio, vieron que Warin deslizaba sus manos a lo
largo de las piernas del hombre y les pareció ver que las
fracturas expuestas, apenas reconocibles por la distancia,
adquirían firmeza y tersura. El cabecilla rebelde concluyó su
oración y levantó las piernas del hombre; primero una y
luego la otra. Y estaban nuevamente sanas, derechas, como
si nunca hubiera sentido el impacto de las rocas.
—Per Ipsum, et cum Ipsum, et in Ipso est tibí Deo Patrí
omnipotenti in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria.
Per omnia saecula saeculorum. Amen.
Mientras las palabras de Warin se desvanecían, los ojos
de Owen se abrieron con un parpadeo. El hombre se sentó,
se miró las piernas, incrédulo, se las tocó con esperanza y
ansiedad. Los demás se pusieron de pie. Warin lo observó
un momento en silencio, se persignó con expresión piadosa
y murmuró:
—Deo gratías.
El milagro había culminado.
Detrás de los paneles, Morgan se dispuso a actuar.
Indicó a Duncan y a Kelson que se acercaran, susurró unas
órdenes y se irguió para volver a escudriñar por la mirilla.
Mientras lo hacía, Duncan extrajo la espada y se confundió
en las sombras, a la izquierda. Morgan dejó que cayera el
cortinaje y dijo a Cardiel que se aproximara.
—Entraremos ahora, Eminencia. Seguid mis
instrucciones hasta donde os sea posible. Han dispuesto la
escena para que nuestra irrupción sea más efectiva y quiero
conservar ese clima. ¿De acuerdo?
Cardiel asintió solemnemente.
—¿Kelson?
—Listo.
Mientras Warin y sus tenientes cambiaban palabras
sobre el cuerpo restaurado de Owen, se oyó un ligero sonido
proveniente de la chimenea. Sólo Paul miraba en esa
dirección y, cuando sus ojos buscaron el origen del ruido, se
detuvo en mitad del aliento, boquiabierto y con los ojos
desorbitados de terror.
—¡Milord!
Al escuchar la exclamación, Warin y los demás se
volvieron para ver que, a la izquierda de la chimenea, sobre
la pared, se abría una gran arcada, débilmente iluminada
por los rescoldos que ardían en el fuego. Cuando Kelson
traspuso la abertura se produjo un instante de incrédula
inmovilidad. Era el joven rostro del rey, inconfundible bajo la
lumbre rojiza del fuego. Luego, se oyó un murmullo de
angustia cuando asomó la figura esbelta de dorados
cabellos de Morgan, para detenerse al lado del monarca.
Detrás apareció otra figura de cabello gris acerado y
encendido por la luz de la chimenea, a quien Warin no supo
reconocer. La abertura se cerró detrás de él.
Entonces, Warin miró a su alrededor con ojos salvajes.
Sus hombres salieron disparados hacia la puerta, sólo para
detenerse al ver que Duncan se encontraba de pie contra el
marco, que refulgía con un aura verde brillante. El sacerdote
llevaba la espada desenvainada ante el cuerpo, en posición
vigilante y a la espera. Warin se detuvo y clavó la vista
sobre Duncan por un segundo fugaz, recordó su último
encuentro con ese orgulloso joven deryni que se erguía tan
confiado ante él. Cerró los ojos y trató de recobrar la
compostura con visible esfuerzo. Sólo entonces se volvió
para enfrentarse a su rival y a su rey.
XV
Ni aun en tu pensamiento digas mal del rey.
Eclesiastés, 10:20

—Di a tus hombres que se rindan, Warin. Acabo de


asumir el mando en este sitio —anunció Kelson.
—No puedo permitir eso, Majestad. —Los ojos castaños
de Warin se posaron sobre los del rey sin la menor traza de
miedo—. Paul, llama a los guardias.
—Mantente alejado de la puerta, Paul —dijo el rey, antes
de que el joven atinara a moverse.
Al escuchar su nombre de labios reales, el teniente se
quedó quieto y buscó la mirada de Warin.
Detrás de Duncan, la puerta seguía refulgiendo con una
ligera luz verdosa. El sacerdote movió la muñeca sobre la
empuñadura del arma en un gesto deliberadamente
estudiado para crear vacilación.
La mirada de Warin saltó hacia la puerta, se fijó en la
indecisión y el temor que reflejaba el rostro de Paul y se
detuvo sobre los ojos inescrutables de Morgan, que
aguardaba inmóvil al lado del rey. Entonces, con un suspiro,
bajó la vista al suelo y aflojó los hombros en un gesto de
desazón.
—Estamos perdidos, amigos —reconoció con voz
cansada—. Dejad caer las armas y manteneos lejos. No
podemos resistir la magia deryni sólo con acero.
—Pero, señor… —protestó uno de los hombres.
—Suficiente, James. —Levantó la vista y la fijó en Kelson
una vez más—. Todos sabemos la suerte que corren
aquellos que desafían a su rey y fracasan. Al menos, tú, yo y
los otros moriremos con la certeza de que luchamos del lado
de Dios. Y vos, Majestad, pagaréis un alto precio por
nuestras vidas en el más allá.
Se oyó un murmullo de consternación, apenas
contenido, de los cuatro hombres que lo escoltaban. Pese a
su desazón, dejaron caer las espadas y los tahalíes. El único
sonido que se esparció por el recinto fue la estampida hueca
del acero sobre las alfombras. Los hombres se despojaron
de las armas y se situaron detrás de su cabecilla, con
modos aún desafiantes.
Kelson advirtió esto y muchas otras cosas, mientras
indicaba a Duncan que recogiera las armas. Y, cuando los
nuevos cautivos centraban su atención en los movimientos
de Duncan, reparó en el sutil gesto de Morgan, quien le
señaló el bajo sillón mullido que había ante la chimenea.
Kelson fue hasta la silla y aguardó a que Morgan la girase
para que quedara de frente a Warin y a sus hombres. Se
sentó y acomodó los pliegues de su manto prestado, con un
gesto real. Cuando Kelson terminó, Morgan se situó detrás
del rey y ligeramente a la derecha. Cardiel permaneció en
las sombras, a la izquierda de la chimenea. El efecto fue, en
un abrir y cerrar de ojos, el de un monarca presidiendo una
corte, aun en el esplendor relativamente ínfimo de una
recámara ducal. Los hombres de Warin no dejaron de
advertirlo y se dispusieron con temor a saber qué se
proponía el joven Kelson.
—No requerimos tu vida ni la de tus hombres —anunció
Kelson a Warin, dirigiéndose en la primera persona del
plural que correspondía a los reyes—. Sólo requerimos tu
lealtad desde este momento en adelante. O, si no es posible
tu lealtad, al menos tu disposición a escuchar lo que te
diremos en los minutos siguientes.
—No debo lealtad a ningún rey deryni —replicó Warin—.
No me intimida ya esa estirpe real. Vosotros, los deryni, os
sabéis mostrar muy valientes cuando contáis con vuestra
magia para protegeros.
—¿Ah, sí? —Kelson enarcó una ceja—. Creemos recordar
que, en cierta ocasión pusiste a nuestro general Morgan a tu
merced de un modo similar, tras haberlo privado de casi
todas sus facultades humanas, al punto de dejarlo incapaz
de defenderse en modo alguno. La tendencia a valerse de
las ventajas es un rasgo tanto humano como deryni, al
parecer.
—No me dirigiré a aquellos que comercian con magia —
replicó Warin, con un gesto desdeñoso de su barba, antes
de apartar ligeramente el rostro.
Morgan controló una sonrisa y dijo:
—¿No? En tal caso, ¿cómo logras conservar la fe en ti
mismo, Warin? El don de la curación, después de todo, es
una especie de magia, ¿no crees?
—¿De magia? —espetó Warin, que se volvió iracundo
hacia Morgan—. ¡Blasfemas! ¿Cómo te atreves a profanar
una señal tan sagrada de la gracia de Dios, comparándola
con tus poderes viles y heréticos? Nuestro Señor fue un
sanador. ¡Si ni siquiera mereces repirar el mismo aire que
El!
—Podría ser… —repuso Morgan, en tono neutral—. No
me corresponde a mí juzgarlo. Pero, dime, ¿cómo
interpretas el don de la curación?
—¿De la curación? —Warin parpadeó y lanzó una mirada
a los demás, pero no pudo adivinar el propósito de la
pregunta—. Bueno las Sagradas Escrituras nos dicen que
Nuestro Señor curó a los enfermos, como lo hicieron sus
discípulos después de su muerte. Hasta tú tendrías que
saberlo.
Morgan movió la cabeza en sentido afirmativo.
—Y vos, obispo Cardiel, ¿estáis de acuerdo con su
afirmación?
Cardiel había escogido mantenerse oculto en las
sombras, hasta que oyó su nombre. Se sobresaltó y dio un
paso vacilante hacia Morgan, con lo cual quedó bajo la
lumbre de la chimenea. Las llamas reflejaron su luz
anaranjada sobre el anillo de oficio de Cardiel, quien, al
mirar al cabecilla rebelde, se llevó la mano al crucifijo.
—Siempre he sostenido la creencia de que Nuestro
Señor y sus discípulos curaron a los enfermos y a los tullidos
—convino con cautela.
—Excelente —asintió Morgan, mirando a Warin—. En tal
caso, ambos concederéis que la curación es un don
otorgado por Dios, que no debe ser tratado a la ligera, ¿no
es así?
—Sí —repuso Cardiel.
—Desde luego —agregó Warin, sin pestañear.
—Y, dime, Warin, tus poderes personales para curar,
¿deben considerarse también como un don de Dios?
—¿Mis poderes personales…?
Kelson lanzó un suspiro de exasperación y cruzó las
piernas, impaciente.
—Vamos, Warin, no seas esquivo. Sabemos que puedes
curar, lo hemos visto hace unos minutos. También sabemos
que curaste a un hombre en Kingslake la primavera pasada.
¿Lo niegas?
—No, claro que no —replicó Warin. Enrojeció
ligeramente y trató de erguirse más aún—. Y, si el Señor me
ha señalado como su portavoz, ¿quién soy yo para dudar de
su palabra?
—Sí, ya lo sé —dijo Morgan. Asintió con impaciencia y
levantó una mano para imponer silencio—. Entonces, lo que
dices es que la curación es una señal de la gracia de Dios.
—Sí.
—Y que sólo pueden curar los que gozan de la gracia de
Dios.
—Sí.
—Supongamos entonces que un deryni pudiera curar…
—comenzó Morgan tranquilamente.
—¡¿Un deryni?!
—Yo he curado, Warin. Y tú serás el primero en admitir
que soy deryni. ¿No podríamos postular, entonces, que el
don de la curación también es un poder deryni?
—¿Un poder deryni?
Los hombres de Warin se miraron, atónitos. El rostro de
Warin había quedado blanco como la nieve, demudado de
todo color. Sus ojos confundidos eran la única señal de vida
en la faz inmóvil. Entre los tenientes de Warin se oyó un
murmullo furtivo, que se interrumpió rápidamente cuando
Warin de pronto se recostó contra uno de ellos en busca de
apoyo momentáneo. Entonces, el cabecilla rebelde —
aunque ya no tanto— comenzó a recuperar la expresividad
y a mirar a Morgan con un aire de terror incrédulo en el
rostro.
—¡Estás loco! —musitó, cuando por fin pudo hablar—.
La corrupción deryni te ha nublado la mente. Los deryni no
pueden curar.
—Curé a lord Sean Derry cuando yacía moribundo a
causa de una daga mortal en Rhemuth, el otoño pasado —
respondió Morgan con serenidad—. Luego, en la catedral,
sané mis propias heridas. Digo la verdad, Warin, aunque no
puedo explicar cómo lo he hecho. Con mis curaciones se
han beneficiado deryni y humanos por igual.
—Es imposible —masculló Warin, casi para sus adentros
—. No puede ser. Los deryni son engendros de Satán.
Siempre nos lo han dicho…
Morgan entrelazó los dedos y se estudió las uñas de los
pulgares.
—Lo sé. En ocasiones, casi estuve dispuesto a creerlo
cuando recordaba los terribles castigos que los deryni
tuvieron que sufrir durante los años pasados. Pero también
a mí me enseñaron que la curación es un don concedido por
Dios y, si mis manos pueden curar…, bueno, tal vez Él me
haya concedido su gracia de esta forma, aunque más no
fuere…
—No. Mientes. —Warin sacudió la cabeza—. ¡Mientes y
te propones envolverme en tus embustes!
Morgan suspiró y miró a Kelson, a Cardiel y a Duncan.
Vio que el sacerdote envainaba la espada, con una extraña
sonrisa en el rostro, enarcaba una ceja en dirección a
Morgan y cruzaba la habitación hasta la chimenea, con paso
tranquilo. Warin y sus hombres se apartaron desconfiados y
algunos de ellos miraron furtivamente la puerta que había
quedado sin custodia.
—Alaric no miente —intervino con tono confiado—. Y si
me escucharais en lugar de tramar una fuga imposible, tal
vez pudiera demostrároslo a vuestra satisfacción.
Los hombres de Warin devolvieron su atención a
Duncan, y el cabecilla miró al sacerdote con suspicacia.
—¿Qué? ¿Acaso va a curar para convencernos? —
preguntó Warin con desprecio.
—Es precisamente lo que me propongo —replicó Duncan
con una ligera sonrisa.
Morgan frunció el ceño. Duncan vio que Cardiel se
revolvía ansiosamente, con la mano tensa sobre el crucifijo.
Kelson observaba la escena fascinado: jamás había visto
curar a Morgan. Duncan volvió a mirar a Warin y se encontró
con que los rebeldes no le quitaban los ojos de encima.
—¿Y bien, Warin?
—Pero… ¿a quién va a curar?
Duncan dejó asomar otra sonrisa insondable.
—He aquí mi plan: Warin, tú te niegas a escucharnos, a
menos que Alaric pueda demostrarte satisfactoriamente
que dice la verdad, y tú, Alaric, a tu vez, no puedes darle a
Warin la prueba que exige si no tienes a quien sanar.
Sugiero que alguno de nosotros se ofrezca para recibir
alguna herida menor con el fin de que puedas demostrar tu
poder y de que Warin se convenza. Como ha sido idea mía,
seré yo el voluntario.
—¿Qué? —exclamó Kelson.
—Ni lo sueñes —se negó Morgan con firmeza.
—¡Duncan, no debes hacer eso! —se oyó casi
simultáneamente la súplica de Cardiel.
Warin y sus hombres los miraban con absoluta
desconfianza.
—Pero ¿por qué no? —insistió Duncan—. A menos que
alguno de vosotros tenga una alternativa mejor, creo que no
nos queda elección. Si no tomamos alguna decisión, nunca
saldremos de este callejón sin salida. Y no tiene por qué ser
una herida de gravedad. Para demostrar que Alaric tiene
razón, bastaría un rasguño. ¿Qué dices, Warin? ¿Te darías
por satisfecho entonces?
—Yo diría que…
Pero se quedó sin palabras.
—¿Y quién propones que te haga ese supuesto
«rasguño»? —preguntó Morgan por fin, mostrando su
inequívoco desacuerdo con sus profundos ojos grises.
—Tú, o Kelson… Da lo mismo —respondió Duncan,
tratando de mantener el tono de ligereza en la voz.
Cardiel meneó la cabeza con energía.
—No puedo permitirlo, Duncan. Eres un sacerdote. Un
sacerdote no debería…
—Soy un sacerdote suspendido, Eminencia. Y vos sabéis
que nunca dejo de hacer lo que debo.
Vaciló un instante, extrajo la daga del cinto y la
presentó a los tres, ofreciendo la empuñadura.
—Vamos. Uno de vosotros debe hacerlo, para acabar de
una vez con esta cuestión. Vamos, o perderé el temple…
—¡No! —estalló Warin de pronto.
Dio varios pasos hacia los cuatro y se detuvo, tenso,
pero erguido. Los miró con ojos temerarios.
—¿Tienes alguna objeción? —preguntó Kelson,
poniéndose lentamente de pie en su sitio.
Warin entrelazó las manos y comenzó a recorrer la
habitación con pasos inquietos. Movía la cabeza y hacía
gestos, como para subrayar sus palabras.
—¡Es una treta! ¡Una treta! ¡No me atrevo a fiarme de
vosotros! Si lo hiciera, jamás sabría con certeza si no
preparasteis toda esta farsa para embaucarme. Tal vez
simulasteis herirlo y, luego, sanarlo. Esa no es ninguna
prueba. Satán es un experto en embustes e ilusiones.
Duncan miró a sus compañeros y, de repente, le tendió
el arma a Warin.
—En tal caso, Warin, serás tú quien vierta mi sangre —
dijo con firmeza—. Tú abrirás la herida cuya curación te
mostrará la prueba que exiges. No mentimos.
—¿Yo? —tartamudeó Warin—. Pero, si yo nunca…
—¿Nunca derramaste sangre, Warin? —espetó Morgan,
tras avanzar un paso en dirección a su primo—. Lo dudo.
Pero, si es cierto, se hace más importante aunque seas tú
quien intervengas. Si quieres pruebas, las tendrás, pero tú
mismo deberás participar en lo que pides.
Warin los miró un largo rato, como si se debatiera con
su conciencia. Retrocedió un paso y miró la daga con
desagrado.
—Muy bien. Lo haré. Pero no con esta arma. Debe ser
con una de las nuestras, que no esté manchada por la
hechicería deryni.
—Si eso te complace… —convino Duncan.
Mientras Duncan envainaba la daga y comenzaba a
quitarse el cinto, Warin fue lentamente hasta la pila de
armas entregadas al enemigo y se puso de rodillas ante
ella. Miró el cúmulo de hojas durante varios segundos antes
de escoger y, luego, retiró una daga delgada, de
empuñadura en cruz y aplicaciones de marfil. La luz del
fuego centelleó sobre la hoja cuando la retiró de la vaina y
besó la reliquia encerrada en la empuñadura. Se puso de
pie, sin palabras.
—Debo pedir —dijo Duncan— que te limites a una
herida que tú mismo puedas curar. —Había desatado los
lazos de su túnica de hilo. La sacó por fuera de la cintura
para quitársela—. Y, si escoges dar una estocada
potencialmente letal, insisto en que sea con lentitud. No me
gustaría que mi vida se extinguiese antes de que Morgan
tuviese tiempo de sanarme.
Warin apartó la mirada, incómodo, y afirmó la mano
sudorosa sobre la empuñadura de marfil de la daga.
—No te heriré más que lo que yo mismo sé curar.
—Gracias.
Duncan se quitó la túnica y la tendió a Morgan, quien la
dejó caer sobre la silla que Kelson había dejado vacía. El
sacerdote se detuvo ante Warin, pálido, pero sin temor.
Warin se llevó la daga a la cintura y se acercó, cauto,
reacio, pero sometido a la horrorosa fascinación de que su
enemigo le permitiese hacer lo que se proponía. Pensó que,
si quería, podía matar al menos a ese deryni. Pero otra
parte de él, curiosamente, se apartó del pensamiento, como
si ya considerara la posibilidad de que esos deryni le
estuviesen diciendo la verdad, por terrible que fuese de
aceptar.
Cuando llegó al cuerpo de Duncan, se detuvo y se
obligó a enfrentar los serenos ojos azules que lo buscaban.
Luego, dejó que su mirada cayera sobre el cuerpo que tenía
ante sí. El torso de Duncan, desacostumbrado al sol, era de
piel pálida como el marfil, casi como la de una mujer,
aunque en el color terminaba toda semejanza. Los hombros,
anchos y fuertes, lampiños, se veían templados con
músculos bien ejercitados. Bajo la tetilla izquierda, a través
de las costillas, asomaba una delgada cicatriz, y otra, sobre
el bíceps derecho. Probablemente, heridas de
entrenamiento.
Lentamente, Warin levantó la punta de la daga hasta la
altura de sus ojos y la posó ligeramente sobre el hombro
izquierdo de Duncan. El sacerdote no pestañeó, al sentir el
filo del arma contra su piel, pero Warin se sintió incapaz de
seguir sosteniendo su mirada.
—Haz lo que debas —murmuró Duncan, y se preparó
para recibir el corte.
XVI
Tú me has examinado y me has conocido.
Salmos, 139:1

Duncan sintió un dolor agudo y lacerante en el hombro


izquierdo y, luego, su cuerpo fue presa de un vasto temblor
espasmódico.
En la conmoción de ese primer instante de angustia,
tuvo conciencia de que los ojos de Warin brillaban
extraviados, oyó que el rey contenía el aliento, alarmado, y
sintió que Alaric deslizaba un brazo bajo su hombro sano,
mientras perdía el control de su cuerpo.
Después, se desplomó sobre el suelo, Alaric lanzaba una
imprecación a Warin, con los ojos grises centelleando de ira,
el rostro del rebelde recobraba la cordura y Warin
retrocedía, horrorizado ante la visión de lo que había hecho.
Por fin sintió los dedos de Alaric sobre la hoja que seguía
atravesándole el hombro y la fortaleza tranquilizadora de su
primo que le sostenía la cabeza con la otra mano. Entonces,
todos los demás se apartaron, salvo Alaric, y Warin era la
persona más próxima que había en la recámara. Vio que
Alaric se inclinaba sobre él para mirarlo fijamente a los ojos,
y los labios se movían formando palabras que le resultaban
incomprensibles.
—¿Duncan? ¡Duncan! ¿Me escuchas? ¡Maldito seas,
Warin! ¡No tenías por qué haberlo herido con tanta
violencia! Duncan, soy Alaric. ¡Escúchame!
Duncan vio que, con gran esfuerzo de concentración,
podía conseguir que el movimiento de los labios
acompañara las palabras que escuchaba. Parpadeó y miró a
su primo con ojos ausentes durante una eternidad, antes de
poder asentir débilmente. Miró por debajo del mentón y vio
la empuñadura de la pequeña daga de Warin, cuyos adornos
y talladuras de marfil formaban extrañas manchas rojas.
Volvió la vista a Alaric y sintió que una bienvenida calma
le inundaba la mente: su primo había posado la mano
derecha sobre la frente. Luego, cubrió con ella la
empuñadura de la daga.
—Duncan, es una herida muy fea —murmuró el deryni
rubio, buscando sus ojos—. Necesitaré de tu ayuda. Si
pudieras soportar el dolor, preferiría que permanecieras
consciente mientras yo actúe. No sé si podré hacerlo solo.
Duncan apartó ligeramente la cabeza, miró la daga una
vez más y apoyó la mejilla en la mano de su primo un
instante apenas.
—Adelante —musitó Duncan—. Haré lo que pueda.
Vio que los ojos grises se cerraban en un gesto de
asentimiento y sintió que el brazo muerto era levantado
hasta la altura del pecho de Alaric. La mano izquierda de su
primo se dispuso a curar la herida cuando, con la derecha,
terminara de retirar la daga. Duncan alzó también su diestra
hacia la izquierda de Morgan, para sumar la escasa energía
que pudiera aportar, y se templó para resistir el nuevo dolor
que sobrevendría cuando retirase el metal de la carne.
—Hazlo —dijo con un hilo de voz.
Sintió el arañazo del metal contra el hueso, la lanza
acida del acero en el músculo, en el nervio, en el tendón… y
vio que el hombro se le teñía de rojo, mientras la savia de
su vida se derramaba palpitante sobre el aire inmóvil de la
noche. Sintió que las manos de Alaric se posaban sobre la
herida y su propia mano derecha percibió el fluir tibio de la
sangre que manaba por entre sus dedos doloridos.
Entonces, la mente de Alaric se proyectó sobre la suya, para
imponerle su consuelo, para restañarlo, para sofocar su
agonía.
Después, su conciencia se separó del dolor. De pronto,
pudo abrir los ojos y posar su mirada sobre la de Alaric.
Formaron un lazo de mente a mente, impulsado por el latido
de sus corazones unidos, más tenaz que el que pueden
formar dos manos poderosas.
Alaric cerró los ojos y Duncan hizo lo mismo tras él.
Duncan creyó escuchar un profundo murmullo musical por
medio de otro sentido que no fue el oído. El lazo se hizo más
profundo y una paz ubicua comenzó a cernirse sobre él, casi
como si una mano de sombras, sin forma ni sustancia, se
posase sobre su frente para secarla. Tuvo la fugaz impresión
de que a ellos se sumaba otra Presencia. Alguien que nunca
había visto ni escuchado. Entonces, el dolor desapareció y la
sangre cesó de manar. Abrió los ojos y encontró la cabellera
dorada de Alaric inclinada sobre él, mientras el lazo
comenzaba a desfallecer. Se movió ligeramente contra el
brazo de Alaric, al ver que su primo abría los ojos, y levantó
la cabeza para observar las tres manos unidas y sangrientas
que descansaban sobre su hombro izquierdo. La de arriba —
la de Alaric— se separó y simultáneamente cayeron las
otras dos, una de cada uno. ¡La herida ya no estaba!
Allí donde la hoja había penetrado se veía una línea
delgada, que desaparecía velozmente; pero de la
impresionante cantidad de sangre que había escapado de
su cuerpo, sólo quedaban restos en sus manos. Levantó la
suya, miró la de Alaric y dejó que su cabeza reposara sobre
el hombro de su primo para poder observar, por primera
vez, al círculo de hombres que lo escrutaban. El más
próximo era Warin: pálido, mudo, estupefacto. A su lado,
estaban Kelson y Cardiel, y, a la derecha, los hombres del
cabecilla rebelde, que formaban un grupo temeroso e
incrédulo. Duncan logró esbozar una débil sonrisa y bajó la
mano lentamente. Su mirada se posó en la de su primo.
—Gracias —musitó.
Alaric le devolvió la sonrisa y lo ayudó a sentarse en una
posición más cómoda.
—Y bien, Warin —dijo el deryni—, ¿puedes aceptar lo
que has visto? ¿Aceptarás que, si tu premisa de que la
curación es un don otorgado por Dios es cierta, Dios
también concede facultades a los deryni?
Pálido, Warin meneó la cabeza, atónito.
—No puede ser cierto. Los deryni no pueden curar. Pero
tú curaste… Por lo tanto, la curación debe ser también un
poder deryni. Y yo, si también puedo sanar…
Su voz se perdió, en el umbral de una conclusión
imprevista. El rostro perdió aún más color, si acaso era
posible. Morgan vio la reacción y supo que, por fin, había
logrado gran parte del efecto que había querido conseguir.
Con una sonrisa de entendimiento, ayudó a Duncan a
ponerse de pie y fue hasta Warin.
—Sí, ahora debes enfrentarte también a esa posibilidad,
Warin —le dijo serenamente—. Si te lo hubiéramos dicho
antes, habrías rehusado escuchar. Quizás ahora puedas
meditar sobre esto con nueva objetividad. Creemos que
también tú podrías ser deryni.
—No. No es posible —murmuró Warin, con aire ausente
—. No puede ser. Yo he odiado a los deryni durante toda mi
vida y sé que, en mis antepasados, no hay sangre deryni. Es
imposible.
—Tal vez no —insistió Kelson, que se había acercado a
Morgan y miraba atentamente a Warin—. Muchos de
nosotros pasamos la vida entera sin siquiera saberlo, a
menos que algo inesperado cambie las cosas. Quizá tú
hayas oído de qué forma mi madre se enteró de su
ascendencia deryni. Y nadie habría sospechado jamás que
Jehana de Gwynedd tuviese ancestros de nuestra raza.
Sobre esta cuestión, ella era tan obstinada como tú, Warin,
y quizá más, en ciertos sentidos.
—Pero… ¿cómo hace uno para saberlo con certeza? —
preguntó Warin, desolado—. ¿Cómo se hace para saber?
Morgan sonrió.
—Jehana lo supo usando poderes que ignoraba poseer,
cuando no tuvo otra elección. Por otro lado, hay personas
que poseen poderes que no pueden explicarse por medio de
la sangre deryni. La única forma de saberlo a ciencia cierta
es leer la mente. Puedo hacerlo por ti, si quieres.
—¿Leer la mente?
—Tú te pones en estado receptivo y dejas que yo entre
en tu mente con la mía. No puedo explicar de qué modo se
sabe si uno está en contacto con un deryni o no, pero es así.
Tendrás que concederme la posesión de esta facultad. ¿Me
dejarías que lo hiciera?
—¿Qué entraras en mi mente? —miró a Cardiel con ojos
suplicantes, como si reposara en la autoridad del obispo sin
darse cuenta—. ¿Está permitido algo semejante, Eminencia?
No sé cómo juzgar esta situación. Os suplico que me guiéis.
—Yo me fío de Morgan —repuso Cardiel en voz baja—.
No tengo idea de cómo hace lo que hace, pero acepto el
hecho de que sucede. Y, aunque no he estado en contacto
con su mente, creo en sus buenas intenciones. Debes ver el
error de lo que ha sucedido hasta ahora y sumarte a
nosotros, Warin. Los habitantes de Gwynedd debemos
unirnos para poder defendernos de Wencit de Torenth.
Espero que puedas comprenderlo.
—Pero… dejar que Morgan…
Su voz se perdió pensativamente. Miró al general deryni
y Morgan asintió, ofreciéndole su comprensión.
—Comparto tus reservas sobre esta cuestión. Mis
sentimientos hacia ti se encuentran teñidos por lo que ha
sucedido anteriormente, pero no hay otro que pueda
hacerlo en mi lugar. Kelson posee innumerables dones, pero
no tiene la misma experiencia que yo en el ejercicio de esta
facultad. Y temo que has debilitado a Duncan hasta tal
punto que no puedo permitirle semejante gasto de energía.
Lo que nos proponemos hacer agota las fuerzas que Duncan
no posee en este momento; conque, al parecer, te queda
una única elección… si quieres saber la verdad, claro está.
Warin bajó la vista y se miró los pies durante varios
segundos. Luego, giró lentamente para enfrentarse a sus
hombres.
—Decidme la verdad —les dijo, con voz apenas audible
—. ¿Creéis que soy deryni? ¿Paul? ¿Owen?
Paul miró a sus camaradas y avanzó unos pasos.
—Creo que hablo por todos, señor, y, en realidad, no
sabemos qué pensar.
—Pero ¿qué debo hacer? —murmuró Warin, para sus
adentros.
Paul miró a los otros y volvió a hablar.
—Debéis saber la verdad, señor. Quizá nos hayamos
equivocado con respecto a los deryni. En realidad, si sois
deryni, no todos han de ser malvados. Vos sabéis que os
acompañaríamos al infierno de ida y vuelta, señor. Pero
averigüadlo.
Warin dejó caer los hombros en actitud de derrota y se
volvió para enfrentar a Morgan, sin mirarlo a los ojos.
—Al parecer, debo someterme a ti. Mis seguidores
deben saber quién soy y yo también, si he de decir la
verdad. ¿Qué debo hacer, entonces?
Morgan tendió a Duncan la camisa que éste se había
quitado y comenzó a girar la silla hacia la chimenea.
—En realidad, no es una cuestión de sometimiento,
Warin —le dijo, e indicó a los demás que se mantuvieran
fuera de la línea de visión de la silla, mientras recordaba
alguna experiencia anterior—. Lo que experimentaremos es
una conciencia compartida, donde ambos trabajaremos
juntos. Si en algún momento sientes miedo y no quieres
proseguir, puedes romper el contacto. Te prometo que no te
obligaré. Siéntate aquí, por favor.
Warin tragó saliva con dificultad y miró la silla que
estaba frente al fuego. Se conminó a sentarse
cautelosamente en el borde. Morgan fue por detrás de la
silla, posó sus manos sobre los hombros de Warin y tiró de
él para que se sentara debidamente. Las manos
permanecieron ligeramente apoyadas en ese lugar mientras
Alaric comenzaba a hablar. Como los demás habían
retrocedido, sólo podían ver a Morgan, de espaldas, y la
cabeza y los hombros de Warin. La voz del general resonó
profunda y grave en la penumbra iluminada por los
rescoldos.
—Relájate, Warin. Reclínate y contempla las llamas en la
chimenea. En lo que vamos a hacer, hay poca magia
implícita, realmente. Relájate y mira el fuego. Concéntrate
en el sonido de mi voz y en el contacto de mis manos. No te
sucederá nada malo, Warin. Te lo prometo. Relájate y déjate
flotar conmigo. Que el único movimiento de tu universo sea
el suave aletear de las llamas. Relájate y flota conmigo.
Mientras la voz de Morgan continuaba su letanía,
subiendo y bajando con las llamas, vio que, realmente,
Warin comenzaba a abandonarse. Aflojó su contacto sobre
los hombros y Warin no se perturbó con el movimiento.
Buena señal. Lentamente, a medida que el cabecilla rebelde
se iba internando en las profundidades del conjuro, Morgan
fue extendiendo sus sentidos alrededor de él, con los ojos
posados sobre el sello del Grifo para desencadenar el primer
nivel del contacto mental deryni. Warin ya se encontraba en
la etapa inicial del trance. Respiraba lenta y profundamente
y sus ojos estaban a punto de cerrarse por completo.
Suavemente, Morgan situó las manos a ambos lados de
la cabeza de Warin y ocultó sus movimientos con un toque
de control más poderoso. Warin no se perturbó ante el
contacto más profundo y, con un ligero suspiro de alivio,
Morgan se permitió establecer una comunicación más
íntima. Posó la cabeza de Warin contra su pecho y miró los
párpados cerrados a través de los suyos, entreabiertos.
Inclinó su cabeza y cerró los ojos. Entró en la mente de
Warin.
Cinco minutos después, se sacudió, levantó la cabeza
ligeramente y miró hacia Duncan y Kelson, con los ojos
ensimismados.
—Por debajo de sus condicionamientos deryni, posee
una mente muy bella y armoniosa —murmuró Alaric—. Pero
estoy casi seguro de que no es deryni. ¿Queréis
confirmarlo?
Sin decir palabra, Kelson y Duncan se acercaron a
ambos lados de Morgan y posaron sus manos sobre la frente
de Warin. Después de unos segundos, las retiraron.
—Tienes razón —sentenció Duncan—. No es deryni.
—Y, sin embargo, posee el don de la curación —musitó
Kelson atónito—. También parece poseer una ligera
persuasión en la facultad de Decir la Verdad. De todos los
talentos deryni, esos dos son probablemnte los más útiles
para un hombre como él, que cree haber sido encomendado
con una misión divina.
Morgan asintió y volvió a mirar el rostro de Warin.
—Estoy de acuerdo. Le transmitiré algunos
antecedentes verdaderos sobre los deryni, para
contrarrestrar lo que se le ha hecho creer, y lo sacaré del
trance.
Cerró los ojos, los abrió al cabo de un rato y estrechó los
hombros de Warin en un gesto tranquilizador. Este, al notar
que le soltaban la cabeza, abrió los ojos y miró a Morgan,
azorado.
—No soy deryni… —murmuró, con una expresión de
estupor en el rostro—. Y, sin embargo, me siento casi
decepcionado. No tenía idea de que…
—Pero ahora comprendes, ¿verdad? —suspiró Morgan,
con cansancio.
—No entiendo cómo pude haberme equivocado tanto
con respecto a los deryni. Y mi mandato… ¿existe, en
verdad?
—El origen de tus poderes no es deryni —dijo Duncan en
voz baja—. Quizá fuiste convocado para alguna misión, sólo
que confundiste el propósito de tu labor…
Warin miró a Duncan y dejó que sus palabras cobraran
sentido. Entonces, advirtió que Kelson lo estudiaba con sus
profundos ojos grises. De pronto, recordó que no debía estar
sentado en presencia de su rey y se puso de pie, con
desazón.
—Majestad, perdonadme. Las cosas que os dije antes y
lo que he hecho contra vos en los meses anteriores…
¿Cómo podría expiar mis faltas?
—Concédeme tu fidelidad —se limitó a responder Kelson
—. Ayúdanos a convencer a los arzobispos de lo que acabas
de comprender y de que todos debemos unirnos contra
Wencit. Si lo haces, y también tus seguidores, perdonaré lo
que ha ocurrido hasta hoy. Necesito tu ayuda, Warin.
—Os la daré libremente, Majestad —dijo Warin, se puso
de rodillas e inclinó la cabeza para rendir su homenaje.
Los hombres de Warin, atónitos ante lo que acababan
de ver, se prosternaron como su señor. Kelson tocó el
hombro de Warin a modo de reconocimiento y les indicó que
se pusieran de pie.
—Os estoy agradecido, caballeros, pero no podemos
perder tiempo en ceremonias. Warin, hay que pensar en un
modo de echar a correr la voz de tu aparente cambio de
parecer. ¿Qué nos sugieres?
Warin pensó un instante y asintió.
—Se me ocurre algo, Majestad. En el pasado, he tenido
a menudo sueños en ocasiones críticas. Mi gente conoce
estos sueños y creerá en lo que diga. Sólo debo contarles a
mis hombres que tuve una visión durante la noche, que un
ángel acudió a mí y me dijo que debía entregaros mi lealtad
pues, de lo contrario, Gwynedd perecería. Luego, ya habrá
tiempo de dar a conocer la verdadera historia. Mientras
tanto, si propagamos esta noticia ahora mismo, por la
mañana se habrán sumado los detalles suficientes para
explicar vuestra presencia aquí y nos serán de gran utilidad
cuando nos enfrentemos a los arzobispos. ¿Estáis de
acuerdo?
—¿Morgan? —preguntó el rey.
—Warin, tienes un don especial para la intriga —sonrió
el general—. ¿Podrías disponer que tus tenientes se
encargaran de ello de inmediato?
El cabecilla rebelde asintió en silencio.
—Excelente, excelente. Y, cuando hayáis terminado,
quisiera que todos nos reuniéramos en la escalinata de la
torre. Mientras, necesitaría el consejo de varios de mis
oficiales. ¿Están en las mazmorras?
—Vaya, me temo que sí —admitió Warin.
—No importa. Conozco formas de sacarlos de allí.
Entonces, ¿nos encontramos dentro de dos horas?
—En tres horas saldrá el sol —apuntó Paul de Gendas.
Morgan se encogió de hombros.
—No podemos evitarlo. Tenemos que ganar tiempo.
Dentro de dos horas, en la escalinata de la torre.
¿Comprendido?
XVII
Y alzará un pendón a las gentes de lejos.
Isaías, 5:26

Al amanecer, había pocos en el castillo de Coroth que


no supieran algo al menos sobre la extraña y prodigiosa
visión que lord Warin soñara durante la noche. Las tropas de
Warin, que componían el grueso de la defensa de Coroth,
mantenían su fidelidad al carismático adalid, aunque no
fingían comprender el repentino cambio de política de
Warin. Y las escasas tropas que habían acompañado a los
arzobispos a Coroth vacilaban a la hora de oponerse a la
nueva información, considerando que las fuerzas de Warin
eran superiores numéricamente. En las primeras horas de la
mañana, varios de ellos habían cometido el error de
cuestionar las versiones e intentar oponerse. Muchos de los
disidentes se encontraron encerrados en las mazmorras del
castillo a manos de los leales seguidores de Warin.
El alba sorprendió a los arzobispos Loris y Corrigan y a
media docena de camaradas reunidos en la capilla ducal,
con aire temeroso; aparentemente, para celebrar el oficio
matinal, pero, en realidad, para considerar entre sí las
consecuencias de los acontecimientos nocturnos. Ninguno
mostraba entusiasmo ante el rumor de que Warin había
tenido una visión y ninguno sospechaba los hechos reales
que sustentaban la nueva situación.
—Os lo digo, es una situación ridicula —comentaba Loris
—. Este Warin va demasiado lejos. ¡Hablar de visiones en
estas épocas! ¡Vaya, es inaudito!
Los prelados se habían congregado en un sector de la
nave lateral, cerca de la parte delantera. Loris recorría la
alfombra ante las figuras sentadas de sus subordinados.
Corrigan, que parecía mucho más viejo y decrépito de lo
que era, se había sentado en un pequeño taburete algo
alejado de los demás, como correspondía a su posición de
segundo de Loris en el mando. Los otros —De Lacey, Creoda
de Carbury, Carsten de Meara, Ifor y los dos obispos
itinerantes, Morris y Conlan— los miraban de frente, con
preocupación. Conlan, uno de los más jóvenes del grupo, se
aclaró la garganta con un gruñido.
—En vuestra opinión será inaudito, milord, pero,
francamente, a mí me preocupa. Parece como si Warin se
inclinara por una política más tolerante hacia los deryni. Y
¿qué sucederá si decide apoyar al rey?
—Correcto —agregó Ifor—. Llegué a oír que está
pensando en hacerlo. Y, en tal caso, nos veremos en un
grave problema.
Loris miró a ambos obispos con aspereza y se aclaró la
garganta.
—No se atrevería. Además, ni siquiera Warin tiene tanta
influencia sobre sus tropas. No puede cambiar toda su
posición de la noche al día.
—Tal vez no —resolló Creoda. El viejo obispo tenía la voz
fina y cascada y debía toser a menudo—. Tal vez no pueda,
pero esta mañana sucede algo raro. Se siente en el aire. Y
hoy he visto que faltaban dos de mis escoltas personales.
Eran hombres que habíamos traído con nosotros. Se ven
rostros desconocidos en muchos de los puestos de guardia.
—¡Hum! —gruñó Loris—. ¿Alguien sabe con certeza en
qué ha consistido esta supuesta «visión» que tuvo Warin?
—No exactamente —repuso De Lacey, mientras
jugueteaba con la amatista de su anillo—. Pero mi capellán
me dijo esta mañana que, según uno de los guardias, Warin
había visto un ángel en sueños.
—¿Un ángel?
—¡Es ridículo! —resopló Loris. De Lacey se encogió de
hombros.
—Eso dijo. Un ángel con cuernos de luz se apareció ante
Warin en sueños y le advirtió que debía reconsiderar lo que
estaba haciendo.
—¡Maldición! ¡Ha ido demasiado lejos! —bramó Loris—.
No puede soñar algo y, de buenas a primeras, cambiar todo
lo que ha venido sosteniendo. ¿Quién se cree…?
Se oyó un golpe en la puerta y la capilla quedó en
silencio. El golpe se repitió y todos los ojos se volvieron a
Loris. Conlan, siguiendo una indicación del arzobispo, se
puso de pie y avanzó hasta las puertas. Con la mano en el
picaporte, gritó:
—¿Quién es?
Se oyó una ligera pausa y, entonces, la voz respondió.
—Soy Warin. ¿Qué significa esto? ¿Por qué habéis
cerrado las puertas de la capilla?
Ante la señal de Loris, Conlan corrió el pestillo y se hizo
a un lado, con el rostro transido de consternación, mientras
entraban Warin, sus tenientes y un escuadrón de hombres
armados que se apostaron a ambos lados del recinto. Uno
de los hombres empujó a Conlan junto al resto de los
obispos, que se pusieron de pie.
—¿Qué significa esto? —exigió Loris, irguiéndose en
toda su estatura e intentando rodearse de autoridad
sacerdotal.
Warin se inclinó ligeramente desde la cintura, con
expresión solemne en el rostro.
—Buenos días, arzobispo —dijo, con las manos rígidas a
ambos lados del cuerpo—. Espero que vos y vuestros
colegas hayáis dormido bien.
—Basta ya de cumplidos, Warin —espetó Loris—. ¿Por
qué habéis interrumpido nuestro oficio con hombres
armados? Las armas no tienen cabida en la casa del Señor.
—Arzobispo, a veces, tales acciones son necesarias —
replicó Warin con firmeza—. He venido a solicitaros que
levantéis una excomunión.
—¿Con hombres armados? —comenzó Loris, indignado.
—Escuchadme, arzobispo. Deseo que levantéis la
excomunión que impusisteis a Alaric Morgan, a Duncan
McLain y al rey, y que canceléis el Interdicto que
decretasteis sobre Corwyn.
—¿Qué? ¿Os habéis vuelto loco?
—No. Loco no, arzobispo. Pero me enfureceré mucho si
no accedéis a esta petición.
Loris farfullaba de ira.
—¡Esto es… un acto de insania! Conlan, llama a los
guardias. No tenemos por qué someternos a este…
—Paul, obstruye la puerta —ladró Warin, interrumpiendo
a Loris en mitad de la frase—. Y vos, arzobispo, medid
vuestras palabras y escuchad. Su Majestad, ¿querríais
pasar, por favor?
Al oír a Warin, los prelados contuvieron el aliento. Se
abrió una puerta que daba a la sacristía, al lado del altar.
Apareció Kelson, cubierto por un manto rojo, seguido de
cerca por Morgan, Duncan, Cardiel y varios de los oficiales
de Morgan que habían sido rescatados. Kelson llevaba una
diadema de oro sobre la cabeza desnuda y resplandecía con
su túnica de lienzo dorado bajo el manto púrpura. Morgan
había escogido una de sus túnicas bordadas con el Grifo de
Corwyn. La bestia alada centelleaba sobre el pecho de
satén, engastada de esmeraldas e hilos de oro. Duncan iba
de negro y llevaba al hombro el tartán colorido de los
McLain, sujeto con un pesado broche de plata. Cardiel vestía
de negro, pero llevaba una capa consistorial de brocado de
plata; sobre el cabello acerado, llevaba una alta mitra
blanca y plateada.
En un santiamén, los prelados captaron el efecto. Varios
se persignaron apresuradamente. Conlan y Corrigan
palidecieron notoriamente y Loris había quedado mudo de
furia.
Entonces, con un guiño, Warin y sus hombres se
pusieron de rodillas para rendir homenaje al rey y los
hombres armados se llevaron los puños al pecho en
orgulloso saludo. Kelson dejó que su mirada se posara sobre
los obispos inmóviles, incapaces de moverse de sus lugares,
e hizo una seña a Warin y a sus hombres para que se
pusieran de pie. Cuando él y su comitiva atravesaron la
capilla para acercarse a Warin, los prelados retrocedieron,
temerosos. Kelson llegó al lado del cabecilla rebelde y se
volvió para enfrentarse a Loris y al resto. Sus hombres se
apretaron a su espalda, en señal de solidaridad.
—Loris, no recordáis vuestro juramento de lealtad hacia
vuestro rey? —Los escrutó con sus fríos ojos grises, por
debajo de la diadema.
Loris se irguió un poco más y trató de rodearse de un
aura de dignidad.
—Con el debido respeto, Majestad, estáis excomulgado.
La excomunión os priva de ciertas prerrogativas que, de
ordinario, os pertenecerían. Para nosotros habéis muerto,
Majestad.
—Ah, pero no lo estoy, querido arzobispo. Ni lo están
Morgan, el padre McLain ni ninguno de los otros a los que
habéis anatemizado sobre la base de un incidente
erróneamente interpretado. Hasta Warin nos rinde honores.
—¡Warin es un traidor! —escupió Loris—. ¡Le habéis
corrompido con vuestros trucos deryni!
—Warin es un subdito leal. Ha comprendido el error de
sus anteriores creencias y, voluntariamente, ha escogido
unirse a nosotros. El incidente del templo de San Torin,
sobre el cual, al parecer, basáis todas vuestras decisiones,
está cerrado. Si seguís basando vuestra desobediencia en
tal situación, sólo concluiremos que hay alguna otra razón
oculta que os compele a conspirar contra vuestro rey. No es
Warin el traidor. Él no ha escogido seguir desafiándonos.
—¡Le habéis hecho algo! —gritó Loris, señalando a
Warin y temblando de furia—. Habéis usado vuestros viles
poderes para corromper su mente. Nunca habría cambiado
su parecer si vos no hubierais intervenido.
Morgan dio un paso adelante y miró a Loris con ojos
amenazadores.
—No olvidéis con quién habláis, arzobispo —dijo con voz
elegante, pero mortífera—. ¡Hasta la paciencia de un rey
tiene límite!
—¡Ah! —Loris alzó las manos, fastidiado, y alzó los ojos
al cielo—. ¿Ahora debemos oír a este hereje? No tengo nada
más que deciros. Nuestra fe no será quebrantada.
—En tal caso, seréis encarcelados aquí, en Coroth, hasta
que cambiéis de opinión —anunció Kelson, con toda
serenidad—. No permitiremos semejante desacato.
Guardias, apresad al arzobispo Loris. Obispo Cardiel, os
nombramos en este momento primado de Gwynedd, hasta
que la Curia pueda reunirse oficialmente para ratificar
vuestro nombramiento, o bien escoger algún otro miembro
leal según sus preferencias. A los ojos de la Corona, el
arzobispo Loris ya no es aceptable.
—¡Majestad, no podéis hacer esto! —protestó Loris,
mientras dos guardias lo sujetaban—. ¡Es absurdo!
—¡Silencio, arzobispo! O tendré que amordazaros.
Aquellos de entre vosotros que no deseéis compartir la
suerte de Su Excelencia, tenéis dos alternativas. Si sentís
que, por razones de conciencia, no podéis uniros a nosotros
para repeler al invasor Wencit, quedaréis libres para
retiraros al santuario de vuestras respectivas diócesis, con
la condición de que juréis neutralidad hasta que este
conflicto se resuelva.
»Pero si no podéis cumplir con el voto de neutralidad, os
pedimos que no perjuréis fingiendo que os abstendréis de
actuar. Estaréis mucho mejor aquí, en Coroth, custodiados,
que luego a merced de nuestra ira, cuando descubramos
que nos habéis traicionado.
»Para el resto de vosotros, y ruego que haya algunos, os
ofrecemos la oportunidad de renunciar a las acciones que
habéis cometido durante los meses pasados y limpiar así
vuestra buena reputación. Si alguno de vosotros inclina la
rodilla ante Vuestra Majestad y confirma su lealtad a la
Corona, nos complacerá concederle el absoluto perdón por
las ofensas pasadas y acogeros con agrado en nuestra
compañía. Vuestras oraciones y apoyo serán muy
necesarios cuando, en pocos días, nos enfrentemos a
Wencit.
Dejó que su mirada escrutara los rostros de los obispos
una vez más.
—¿Y bien, señores? ¿Qué preferís? ¿La mazmorra, el
monasterio, o la Corona? La elección es vuestra.
La conclusión de Kelson fue demasiado para el furioso
Loris.
—¡No os ofrece elección! —estalló el arzobispo—. ¡No
puede haberla cuando media la herejía! Corrigan, no
traicionarás tu fe, ¿verdad? Creoda, Conlan, ¡no pensaréis
inclinaros ante la voluntad desviada de este joven rey
insolente!
Kelson hizo una breve señal con la mano y uno de los
guardias que sostenía a Loris tomó un lienzo de su túnica y
comenzó a amordazar al arzobispo.
—Os lo advertí —dijo Kelson. Miró a Loris y al resto, con
helada intensidad—. Ahora, bien. ¿Qué preferís? No puedo
perder un valioso tiempo esperando que meditéis.
El obispo Creoda tosió nerviosamente y miró a sus
colegas. Avanzó un paso.
—No puedo hablar por mis hermanos, Majestad, pero no
deseo seguir enemistado con vos. Si os parece conveniente,
me retiraré a Carbury durante el curso de los
acontecimientos. Realmente, ya no sé en qué creer.
Kelson asintió secamente y estudió a los demás.
Después de un instante de vacilación, Ifor y Carsten
avanzaron un paso. El primero se inclinó ligeramente al
hablar.
—También nosotros solicitamos vuestra indulgencia,
Majestad. Aceptamos vuestro ofrecimiento. Nos retiraremos
a nuestras diócesis y os damos nuestra palabra de
abstención.
Kelson asintió.
—¿Y el resto? Ya os lo he dicho, no pienso perder todo el
día aquí.
Con un movimiento decisivo, el obispo Conlan fue hacia
Kelson y dejó caer una rodilla ante él.
—Me arrodillo ante vos una vez más, Majestad. No
proseguiré con el asunto de San Torin. Si creéis en la
inocencia de Morgan y de McLain, para mí es suficiente.
Todos nos vimos envueltos en lo que sucedió aquí. Os ruego
me perdonéis, Majestad.
—Os perdono libremente, obispo Conlan —Kelson posó
una mano sobre el hombro del prelado—. Entonces, ¿venís
con nosotros rumbo al norte?
—Con todo mi corazón, Majestad.
—Bien.
Kelson miró al resto, a Loris, que luchaba entre las
manos de sus captores, pugnando por hablar, a Creoda, a
Ifor y a Carsten, que se recluirían, y a los dos prelados
restantes que aún no se habían pronunciado.
—¿De Lacey? ¿Qué decís?
De Lacey bajó los ojos un instante, se puso de pie con
rigidez y, lentamente, se postró en su sitio.
—Perdonadme por mi aparente indecisión, joven
Majestad, pero soy un anciano y los modales de antaño aún
se resisten a ceder. No es mi costumbre desobedecer ni a
mi arzobispo ni a mi rey.
—Pues bien, De Lacey, al parecer tendréis que
desobedecer a uno de los dos, por fuerza. ¿Qué decidís?
De Lacey inclinó la cabeza.
—Partiré con vos, Majestad. Sin embargo, preferiría
hacerlo en una litera y no a lomos de un caballo. Mis huesos
son muy viejos para galopar en un corcel a la velocidad que
requeriréis.
—Capitán, ved que se procure una litera a Su
Excelencia. Y, Corrigan, faltáis vos. ¿Debo preguntároslo
especialmente? Seguramente ya habréis tenido tiempo de
decidir.
El rostro de Corrigan se veía ceniciento, demudado,
perlado de sudor. Lanzó largas miradas a sus compañeros y
a Loris, en manos de los soldados. Extrajo un pañuelo y se
enjugó el rostro antes de dirigirse hacia Kelson con paso
cansado. Cuando llegó a tres metros de Su Majestad, miró
por última vez a Loris, bajó la cabeza y se estudió las
manos.
—Perdonadme, Majestad, pero soy un anciano, estoy
cansado y ya no soy capaz de luchar. Temo que estéis en un
error, pero no tengo la fortaleza de oponerme. Y creo no
poder sobrevivir a vuestra mazmorra. Solicito permiso para
regresar a mi diócesis de Rhemuth, Alteza. No me encuentro
bien.
—De acuerdo —dijo Kelson tranquilamente—. Si tengo
vuestra palabra de que no intervendréis, podéis marchar.
Señores, os agradezco no haberme hecho las cosas más
difíciles aún. Ahora, Morgan, Warin, lord Hamilton, desearía
que partiésemos de aquí al mediodía, si es posible. Por
favor, ocupaos de todo lo que sea necesario.
Los ejércitos conjuntos pudieron partir sólo a últimas
horas de la tarde, y no a mediodía. Kelson dio la orden de
marchar, pese a todo. Si viajaban durante toda la noche, sin
detenerse hasta el mediodía siguiente, podrían cruzar casi
todo el territorio de Corwyn antes de necesitar descanso.
Luego, un breve alto hasta la mañana del día siguiente y
estarían en Dhassa a mediodía de la segunda jornada.
Desde allí, necesitarían dos días más de marcha para poder
sumar ese ejército con los hombres que había apostados en
el valle de Dhassa. En total, transcurriría una semana hasta
que estuvieran en condiciones de enfrentarse a las fuerzas
de Wencit en el norte. Kelson rezó para que pudiesen llegar
a tiempo.
Era tarde, mas ninguno sintió deseos de protestar por la
marcha tardía. Los batallones de vanguardia partieron de
Coroth y comenzaron la travesía hacia el noroeste; los
estandartes reales, con el león, rivalizaban con los halcones
grises y negros de las fuerzas de Warin, otrora rebeldes.
Entre ambas banderas, flameaba el púrpura episcopal de las
tropas selectas de Cardiel que habían venido desde Dhassa.
Por los caminos, crujían los ejes de las carretas con
provisiones, mientras la caballería montada bramaba a
través de las verdes pasturas de Corwyn. A la zaga del
ejército principal, resoplaban y bufaban los animales de
carga, azuzados por sus jinetes. Bajo el sol de la tarde, las
borlas y los galones refulgían en todo su colorido. Los
sobretodos de los vasallos liberados de Morgan, ricamente
bordados, se entremezclaban con las túnicas uniformadas
de los Lanceros Reales de Haldane, del Pie de Josué, del
Cuerpo de Arqueros de Haldane… Nobles y plebeyos se
unían en un lazo común de lealtad hacia el joven rey, que
marchaba a la vanguardia.
Al regresar al campamento, Kelson había vuelto a lucir
la malla bañada en oro de los reyes de Gwynedd, se había
enlazado las botas con cordones de oro y había rodeado su
esbelta cintura con una gran faja de cuero blanco como la
nieve, bordeado de oro. Con ella ceñía el inmenso espadón
cubierto de oro que su padre había blandido en la batalla a
su misma edad. El casco dorado de Kelson refulgía como un
sol bruñido esa tarde, al galope. Lo ceñía una diadema de
oro, y en la punta flameaba osadamente una pluma
escarlata. Alrededor de los hombros llevaba un manto
púrpura y, en las manos, guantes de cuero del mismo color.
El corcel blanco que montaba, gallardo y brioso, resoplaba y
arqueaba el cuello ante los movimientos de Kelson, que
llevaba las riendas rojas elegantemente entre sus diestras
manos enguantadas. Al lado de Kelson, sus lores: Morgan,
Duncan, Cardiel y Arilan, Nigel y su hijo Conall, los tenientes
de Morgan y una hueste de nobles.
Así dispuestos, se alejaron de Coroth ese día. Así
aparecerían cuando, en pocas jornadas más, se lanzaran a
la lid contra Wencit. En ese momento, era suficiente que
cabalgaran nuevamente unidos, rumbo al encuentro con
más tropas leales, seguros de saber que, entre los muros de
Coroth, habían obtenido al menos la victoria moral.
Habría otros días más esplendorosos para Kelson, rey de
Gwynedd; pero, difícilmente, el monarca recordaría con más
placer nada que sucediese en los años venideros. Pues, el
día en que el rey partió de Coroth, señaló su primera y
auténtica victoria militar, pese a no haber tenido que alzar
una sola espada.
Cuando, dos días después, arribaran a las puertas de
Dhassa, los ánimos estarían aún de parabienes.
XVIII
Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que
de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar.
Salmos, 41:9

Llegaron a Dhassa según lo previsto y estuvieron una


noche y un día trazando los planes últimos para la campaña
de Cardosa, mas las novedades del frente eran escasas.
Desde hacía una semana, nada se sabía de los ejércitos del
norte —en realidad, nada de ningún sitio al norte y al este
de Dhassa— y, a cada hora, crecía la aprensión. Ahora que
los ejércitos de Gwynedd se habían vuelto a unir, el
resultado de la guerra inminente comenzaba a presentarse
algo más promisorio en lo que respectaba al número de las
fuerzas. Pero el silencio constante del norte auguraba otros
males para los días por venir. Morgan sentía especial
aflicción por el hecho de no haber podido restablecer su
comunicación con Derry.
Y no fue por no haberlo intentado. La noche anterior,
como en numerosas ocasiones desde aquel contacto fugaz
la noche de la conciliación, Morgan y Duncan habían
sumado sus facultades en el afán de comunicarse con Derry
mediante el conjuro del medallón que tan buenos servicios
les había prestado en el pasado.
Pero todos sus esfuerzos habían sido en vano. Morgan
había confiado poder detectar al menos el lugar donde se
encontraba Derry, especialmente ahora que la distancia se
había acortado, pero no vislumbró señales del joven lord de
la Frontera; fue incapaz de efectuar el más mínimo
contacto, ni aun extendiendo sus poderes al límite de su
capacidad. A regañadientes, se vio obligado a concluir que,
o bien Derry había muerto, o bien se hallaba prisionero de
algo tan monstruosamente poderoso que no podía detectar
la llamada de Morgan ni ser detectado.
Morgan temió que se tratase de lo primero, y la idea le
resultó particularmente penosa después de las alentadoras
victorias de la semana anterior.
Así, la noche antes de que los ejércitos partieran rumbo
a Cardosa, las velas ardieron hasta tarde en el Palacio del
Obispo de Dhassa. Cardiel había cedido gentilmente la gran
Cámara de la Curia como sitio de reuniones, para que
Kelson y sus generales y comandantes tuvieran un lugar
apropiado donde deliberar. Fuera de los muros de la ciudad,
en el valle que se extendía más allá del lago, los soldados
de Gwynedd dormían al lado de innumerables fogatas
mientras sus superiores debatían y deliberaban.
El consejo de guerra estaba reunido. En la cámara de la
Curia, los platos y cubiertos de la cena habían sido retirados
horas atrás para dejar lugar a los mapas, cartas y libros de
estrategia militar en que se apoyaban los generales. Entre
el rumor grave de cien voces viriles, proseguía la creación
de la estrategia bélica, a medida que retiraban alfileres de
cabezas coloreadas sobre los mapas pintados y a medida
que dedos con huellas de batalla señalaban posiciones. Una
hora atrás, habían traído un refrigerio de frutas y quesos y
algunos de los hombres masticaban bocados con aire
distraído, pero nadie tenía especial interés en la comida en
ese momento. De tanto en tanto, alguien alzaba uno de los
copones de vino que estaban desperdigados por las mesas,
pero la atmósfera era de sobriedad. Los generales y
estrategas trabajaban hombro a hombro con los príncipes
de la Iglesia, que sorprendían a veces con sugerencias
inesperadas, pese a que sostenían no tener conocimientos
sobre el mundo secular. Cuando hacía falta, se requería
incluso el concurso de oficiales menores de infantería o de
caballería, convocados por su saber específico. Sobre el
suelo de mármol del salón, repercutía el taconeo metálico
de las botas y el repiqueteo de las vainas contra los
muebles de roble oscuro, en el ir y venir de los hombres.
El rey había decidido no aparecer esa noche. Vestido
con la más sencilla de sus túnicas reales, con la cabeza
desnuda y desprovista de todo adorno monárquico, Kelson
había pasado gran parte de la tarde y del anochecer
circulando entre el clero y los nobles de rango inferior, en su
afán por serenar los nervios deshechos. Dejó las decisiones
críticas en manos de Morgan, de Nigel y de los demás
generales y prefirió mantener una actividad menos notoria,
alentando a los nobles que poco podían ofrecerle, salvo su
buena voluntad.
Cuando hacía falta, Kelson abandonaba
momentáneamente sus quehaceres y se dirigía donde los
generales para deliberar sobre algún punto vital de la
estrategia o para tomar alguna decisión indelegable. Pero
tenía el tino suficiente para advertir que, en lo fundamental,
sus generales y asesores militares sabían mucho más de
guerra y de táctica bélica que él, por muy hijo de Brion que
fuese. En ese momento, le pareció lo más eficaz mantener
silencio y no ofender a nadie. Sin el apoyo de cada uno de
los hombres que componían su ejército real, nunca podría
resistir los embates de Wencit de Torenth en las semanas
venideras.
Kelson no era el único que intentaba pulir aristas y
serenar los ánimos entre los nobles que Gwynedd. Al otro
lado de la sala, Morgan y el obispo Conlan deliberaban con
tres de los barones de las tierras occidentales que regía
Alaric y que se les habían unido en Coroth. Con ojos atentos,
los observaban varios nobles más jóvenes y Conall, el hijo
de Nigel. Hasta hacía unos minutos, Nigel también había
participado de la discusión, pero prefirió luego ir a la mesa
principal para arbitrar ciertas disputas de poca monta entre
Warin y el conde de Danoc.
Sólo Duncan parecía no dejarse influir por el hervidero
de las tareas nocturnas. Al ver al sacerdote, que
contemplaba la noche por una ventana abierta, Kelson
pensó que Duncan se había mantenido distante durante
casi toda la velada por no creerse experto en cuestiones
militares, lo mismo que Kelson. Pero el rey sabía que
Duncan era un diestro espadachín y que tendría que haber
aprendido los rudimentos de la estrategia en las rodillas de
su padre, antes de oír la llamada de su vocación sacerdotal.
Cuando dos obispos se acercaron a Kelson con un nuevo
problema, se preguntó qué sería lo que afligía a Duncan. No
era propio del sacerdote mantenerse tan distante.
Duncan suspiró y se inclinó con cansancio sobre el
alféizar de la ventana. Con un gesto ausente, acomodó el
tartán que se deslizaba por su hombro. Sus ojos azules y
ensimismados escrutaban la oscuridad infranqueable de las
montañas que se erguían al este de Dhassa, y los dedos
delgados y sin sortijas de una mano tamborileaban
incesantemente sobre la piedra en que terminaba el
ventanal.
Si alguien se lo hubiese preguntado, no habría podido
aseverar la causa de su inquietud. Desde luego, las disputas
interminables exasperaban tarde o temprano a cualquiera y,
a medida que se acercaba la hora de la partida, las
presiones se hacían más y más acuciantes. Pero él estaba
también afligido por Derry, así como por la angustia de
Morgan ante el incierto destino del lord ausente. Además de
la pérdida irremediable que sufriría Gwynedd si alguna
desgracia le acontecía a Derry, Duncan sabía que la muerte
del joven destrozaría a Morgan. Pese a sus modos
intempestivos e impetuosos, Derry había logrado establecer
una comunicación con Morgan que sólo disfrutaban pocos
humanos. Si Derry había muerto de resultas de la actividad
que Morgan le encomendara como espía, aunque la idea
originariamente había partido de Kelson, pasaría mucho
tiempo antes de que el general pudiese olvidarlo.
Y, además, estaba la cuestión de los pesares privados
que afligían a Duncan: esa vocación que tenía y no tenía y
que no podría resolver hasta que no se enfrentase por
completo a su identidad deryni.
En las colinas distantes se oyó el ulular de los lobos.
Duncan dejó que sus ojos barrieran los muros de la ciudad
otra vez. Desde el lago, creyó ver unas antorchas que se
aproximaban a la puerta del palacio: una media docena de
puntos luminosos, que corrían a lomos de caballo. Vio que
se abría una puerta auxiliar cuando los animales se
acercaron y que un puñado de bestias se apiñaba para
atravesar el estrecho portal. Uno de los jinetes, un paje o un
escudero, a juzgar por su aspecto, iba tendido sobre el
cuello del caballo y la cabeza le colgó alarmantemente
cuando los animales se detuvieron. Era difícil asegurarlo a
tanta distancia, pero su cabalgadura parecía estar
maltrecha y con las pezuñas rotas. Se acercaron los
palafreneros y con ellos vinieron más antorchas. Cuando
uno de los hombres intentó tomar las riendas del animal
desfalleciente, la bestia trastabilló y cayó sobre sus patas,
lanzando al mozo a tierra de un salto. El infortunado joven
se puso de pie con dolor y se reclinó contra uno de los
guardias en busca de apoyo. Luego, antes de ir hacia las
escalinatas, del brazo del soldado, alzó la vista rápidamente
hacia la ventana donde se encontraba Duncan.
El sacerdote se aferró del alféizar y contuvo el aliento.
Siguió con los ojos al joven hasta que desapareció por la
entrada de las escalinatas. Duncan había visto esa túnica
antes: era la seda azul cielo de la librea de los McLain, que
con tanta frecuencia viera durante su niñez, como el león
durmiente tachonado sobre el pecho en seda gris.
Pero la túnica parecía ajada y raída, manchada de un
color algo más oscuro que el fango, y el león del pecho
parecía casi desgarrado por un gran tajo que corría desde la
garganta hasta la cintura. ¿Qué podría haber sucedido?
¿Traería noticias del ejército del duque Jared?
Los pensamientos atribulados de Duncan se vieron
interrumpidos por el destello de una hoja que remataba al
caballo exhausto. Sobresaltado, recobró la cordura. El joven
acudiría directamente a Kelson sin duda. Duncan comenzó a
buscar con los ojos a las figuras de Morgan y del rey cuando
las puertas de la cámara se abrieron de par en par para dar
paso a un guardia y a un paje rubio y mugriento, de nueve o
diez años. De sus hombros, manchados, colgaban los jirones
de la librea de los McLain, como Duncan había temido,
salpicados de sangre seca y parduzca. Bajo el ojo izquierdo
del joven se veía un gran cardenal y, en el codo, una herida
de aspecto inquietante, además de diversos arañazos y
magulladuras. Sus ojos marrones recorrieron ansiosamente
la sala, mientras franqueaba la puerta, y habría caído si su
escolta no lo hubiera sujetado del brazo sano para
sostenerlo.
—¿Dónde está el rey? —musitó el muchacho, mientras,
apoyado en el guardia, trataba de enfocar la vista—. Traigo
urgentes noticias de… ¡Majestad!
En ese instante vio a Kelson, que fue hacia él al
escuchar sus primeras palabras. El joven tendió una mano
mugrienta y comenzó a hincarse de rodillas, pero contrajo el
rostro por el dolor y se desplomó. El guardia lo tendió en el
suelo y Kelson se abalanzó a su lado de inmediato. Morgan y
Duncan se abrieron paso por entre el gentío para
arrodillarse a su alrededor. Morgan posó la cabeza del
muchacho sobre sus rodillas mientras, en derredor, los
observaba una multitud de nobles atónitos y atemorizados.
—Se ha desmayado de extenuación —dijo Morgan sin
dirigirse a nadie en particular. Tocó la frente del muchacho y
meneó la cabeza con preocupación—. Además, las heridas
le han dado fiebre.
—Conall, trae algo de vino —ordenó Kelson—. Padre
Duncan, lleva la librea de tu padre. ¿Lo conoces?
Duncan movió la cabeza, con los labios blancos.
—Si lo he visto antes, no recuerdo su nombre, Majestad.
Pero le he visto venir. Para llegar, reventó al menos un
caballo al galope.
—Hum… —gruñó Morgan, y pasó sus manos por el
cuerpo del joven para ver si no había más heridas o huesos
rotos—. Al menos, diríase que ha pasado por un verdadero
infierno para… Vaya, ¿qué es esto?
Sintió un bulto extraño bajo la túnica del joven, cerca
del corazón. Hurgó en las ropas y encontró un resto raído de
seda, apretadamente sujeto. Torpemente, intentó abrirlo,
pues la tela estaba dura por la sangre coagulada. Kelson
tendió la mano y tomó el otro extremo y juntos
desenrollaron lo que, a todas luces, era un pendón de
batalla. En el centro de la seda, se veía un venado negro en
posición de salto, dentro de un círculo de plata. El resto de
la bandera, donde no estaba salpicada de lodo y coágulos,
aparecía un brillante y flamígero color naranja.
Kelson lanzó un silbido por lo bajo y dejó caer la seda.
Sin advertirlo, se frotó las manos contra los muslos en un
gesto de repugnancia. No hacía falta una palabra más:
todos conocían el venado en salto que distinguía a Torenth y
lo que sugería su presencia en el estandarte sangriento. En
un silencio lleno de estupor, Kelson posó su mirada en el
rostro pálido del paje inconsciente. Conall regresó con una
botella de vino y observó a Morgan, que la llevaba a los
labios del joven. El joven gimió cuando le levantaron apenas
la cabeza para posarla sobre el brazo de Morgan.
—Muy bien, amigo, bebe un poco —murmuró Morgan,
vertiendo por la fuerza un poco de vino entre los dientes del
joven.
El muchacho gimió y trató de apartar la cabeza, pero
Morgan se mantuvo inflexible.
—Bebe más. Eso es. Ahora, abre los ojos y trata de
contarnos lo que ha pasado. Su Majestad aguarda.
Con un gemido sofocado, el muchacho se obligó a abrir
los ojos y miró a Morgan de reojo. Luego, su mirada se posó
sobre el rostro de Kelson, en el lado opuesto, y sobre
Duncan, que miraba por encima de su hombro. Cerró los
ojos un instante y se mordió el labio. Morgan devolvió la
botella a Conall y puso suavemente una mano sobre la
frente del niño.
—Está bien, hijo. Dinos qué sucedió y, luego, podrás
descansar.
El joven tragó y se humedeció los labios antes de abrir
los ojos nuevamente. Miró a Kelson, como si la presencia
real fuera lo único que mantenía unido su cuerpo a su alma.
No hacía falta saber de medicina para advertir que el joven
estaba a punto de desfallecer una vez más.
—Majestad —comenzó débilmente—, estamos perdidos.
Hubo una terrible batalla. Un traidor en nuestras fuerzas…
El ejército del duque Jared… pereció por completo…
Su voz se perdió y sus ojos giraron hacia atrás antes de
que volviera a perder el conocimiento. Morgan le buscó el
pulso con ansiedad. Miró a Kelson con ojos tenebrosos.
—No parece tener heridas graves. Sólo unos cortes y
magulladuras, pese a las ropas sangrientas. Pero está
demasiado exhausto para recuperar la conciencia. Tal vez
en pocas horas.
Su voz se perdió expectante, mientras miraba al rey,
pero Kelson meneó la cabeza.
—De nada nos servirá, Alaric. Será demasiado tarde
para entonces. Una batalla, un traidor en nuestro seno, el
ejército del duque Jared destruido… Tenemos que saber qué
sucedió.
—Si lo obligo a recuperar el conocimiento, podría morir.
—Tendremos que correr ese riesgo.
Los ojos de Morgan se posaron sobre el rostro del mozo
y volvieron al de Kelson.
—Hay otra forma, príncipe. No está exenta de peligros,
pero…
Miró los ojos impertérritos del rey durante unos
segundos y, por fin, Kelson asintió.
—¿Crees poder hacerlo aquí con razonable seguridad?
—preguntó, sin aclarar si se refería a la seguridad de
Morgan o a la del joven.
Morgan bajó la vista.
—Necesitas esa información, príncipe, y, de todos
modos, tus barones tendrán que verme actuar tarde o
temprano. Creo que no nos queda mucho donde elegir.
—Hazlo, entonces —suspiró Kelson. Se irguió sobre sus
rodillas y miró a Morgan firmemente—. Caballeros, ruego os
apartéis para dejar lugar a la labor de Su Excelencia.
Debemos conocer el mensaje de este muchacho y sólo los
dones de lord Alaric pueden hacerlo posible sin poner en
peligro una vida inocente. Ninguno de vosotros correrá
peligro.
Se oyó un murmullo de consternación entre los nobles y
entre el clero al oír el anuncio de Kelson, y varios de ellos
hicieron movimientos furtivos hacia las puertas hasta que la
mirada severa de Kelson surcó el recinto y retuvo a cada
hombre en su lugar. Los que estaban más cerca se
apartaron un poco. Sólo Duncan y Kelson permanecieron
ante Morgan y el paje exánime. Morgan se sentó para
acomodar al niño sobre su regazo, y los murmullos cesaron.
La sala quedó en el más absoluto silencio. Para casi todos,
sería la primera vez que verían a un deryni en el ejercicio de
sus poderes.
Morgan levantó la vista hacia ellos y estudió los rostros
temerosos y, por momentos, hostiles. Nunca había parecido
tan humano, tan vulnerable como en esa ocasión, sentado
en medio del suelo, con un muchacho entre sus brazos. Sus
ojos grises nunca habían tenido tanta ternura ante la
presencia de enemigos potenciales.
Pero debía tener confianza. No era momento para viejas
enemistades ni para que los temores se agazaparan detrás
de la convicción que debía engendrar. Debía ser una ocasión
de apertura, de llana verdad. Había que convencer a esos
hombres, de una vez por todas, de que los temibles poderes
de los deryni podían emplearse para buenos fines. Mucho
dependía de lo que sucediese allí durante los próximos
minutos. No debía haber errores.
Morgan se permitió una mínima sonrisa mientras
pensaba en lo que se proponía decir.
—Entiendo vuestra aprensión y temor, señores —dijo
con voz grave—. Habréis oído muchos rumores sobre mis
poderes y sobre los poderes de mi raza y es natural que os
inspire temor aquello que desconocéis. Sin duda, lo que
veréis y escucharéis os parecerá muy extraño. Pero lo
desconocido siempre lo parece hasta que nuestra mente lo
domina. —Hizo una pausa—. Ni siquiera yo puedo predecir
con certeza lo que sucederá en los minutos siguientes, pues
no tengo idea de lo que acaba de experimentar este joven.
Sólo os pido que no actuéis, por mucho que ocurra.
Escuchad y observad en silencio. Este proceso también
entraña peligros para mí.
Posó la mirada sobre le paje y se oyó un suspiro que
recorrió a los presentes. Luego, se produjo un silencio
sepulcral. Morgan acarició el cabello rubio del pequeño
sobre la frente y situó la mano izquierda para que el sello
del Grifo refulgiera cerca del mentón del pajecillo. Tras mirar
a Duncan y a Kelson, que seguían de rodillas a su lado,
clavó los ojos en el Grifo y trató de relajarse
conscientemente. Su respiración se hizo más lenta para
desencadenar el trance de Thuryn que tan bien conocía
desde su infancia. Inclinó la cabeza, cerró los ojos y respiró
profundamente. El muchacho se estremeció bajo sus manos
y quedó inmóvil.
—Sangre.
Morgan susurró la palabra, pero en el sonido hubo una
nota sobrenatural que hizo erizarse a los nobles presentes.
—Mucha sangre —musitó Morgan, esta vez con más
claridad—. Sangre por todas partes.
Levantó la cabeza con lentitud, pero sus ojos se
mantuvieron cerrados.
Duncan miró a Morgan con el ceño fruncido y se acercó
a su primo. Con sus ojos claros estudió el rostro familiar que
ardía ahora con una nota extraña. Intuía lo que se proponía
su primo y el pensamiento lo hizo estremecerse, pese a que
comprendía la naturaleza de los actos. Se humedeció los
labios nerviosamente, sin apartar los ojos del rostro tenso
de Morgan.
—¿Quién eres? —dijo en voz baja.
—¡Ay, Dios mío! ¿Quiénes son esos que se acercan? —
replicó la voz de Morgan, como si no hubiera oído, y con una
inflexión infantil, tal como Duncan sospechara—. Ah, es mi
lord Jared, con sus buenos aliados, el conde de Marley y sus
amigos… «Niño, trae vino para lord Marley. Bran Coris ha
venido a apoyarnos. Trae vino, niño. ¡Muestra tus respetos
al conde de Marley!»
La voz de Morgan se detuvo y prosiguió luego en un
tono más grave y bajo. Los demás tuvieron que acercarse
para poder escuchar las palabras.
—Los ejércitos de Bran Coris se unen a los nuestros. Las
banderas azul real de Marley se entremezclan con los
leones durmientes de Cassan y todo marcha viento en popa.
¡Aguardad, aguardad! Los soldados de Bran Coris
desenvainan las espadas!
Los ojos de Morgan se abrieron súbitamente, pero el
general continuó hablando, con la voz una octava más
aguda, a punto de quebrarse por la tensión.
—¡No! ¡Traición! ¡No puede ser! ¡Los hombres de Bran
Coris llevan el venado de Furstan bajo los escudos!
¡Despedazan a los hombres del duque! ¡Desatan una
carnicería entre las filas de Cassan! ¡Milord! ¡Lord McLain!
¡Huya y salve su vida! ¡Los hombres de Marley se abaten
sobre nosotros en flagrante traición! ¡Huya, huya,
Excelencia! ¡Estamos perdidos! ¡Ay, milord, estamos
perdidos!
Con un grito de angustia, Morgan dejó caer la cabeza,
contra el pecho, mientras su cuerpo se sacudía en sollozos
convulsivos. Kelson quiso tocarlo, pero Duncan movió la
cabeza con el ceño fruncido. Aguardaron tensos hasta que
los sollozos cesaron y Morgan alzó la cabeza una vez más.
Los ojos grises miraban con expresión ausente y pesarosa.
Las mejillas estaban hundidas y el aura parecía el de
alguien que acabara de contemplar los infiernos. Miró a su
alrededor con ojos vacíos, y dijo:
—Veo que mi lord duque cae bajo una espada —susurró
con pesar. Duncan acalló un gemido de angustia—. No sé si
ha muerto. Caigo de mi caballo y, por poco, muero
pisoteado, pero finjo estar muerto y me salvo.
Se estremeció y prosiguió, tras sofocar otra oleada de
sollozos:
—Ruedo bajo el cadáver de un caballero decapitado y su
sangre me empapa, mas no me descubren. Pronto termina
la batalla y cae la noche, pero ni siquiera entonces hay
seguridad. Los hombres de Marley se llevan a los nuestros
prisioneros y los escuadrones mortíferos de Torenth rematan
a los que han quedado malheridos. Ningún hombre escapa
con vida de ese matadero si no es atado con cadenas.
Cuando todo queda en silencio, asomo reptando de mi
escondrijo y me pongo de pie. Murmuro una plegaria por el
alma del caballero fallecido, pues, sin saberlo, me ha
salvado del enemigo.
El rostro de Morgan se contrajo y su mano derecha se
cerró sobre el estandarte anaranjado que yacía sobre el
pecho del muchacho.
—Pero veo luego el pendón del venado negro en las
manos del caballero muerto y las águilas azules de Marley
con las alas abiertas sobre el cuero del sobretodo.
Contuvo un gemido.
—Tomo la bandera como prueba de lo que he visto y me
abalanzo hacia la noche. Dos, no, tres caballos caen bajo mi
peso antes de poder llegar a Dhassa con las malas nuevas…
Los ojos brillaron ligeramente y Duncan creyó que
Morgan saldría del trance, pero la voz extraña prosiguió,
mientras los labios de Morgan se curvaban en una sonrisa
tensa.
—Pero he cumplido mi misión. El rey conoce la traición
de Bran Coris. Aunque lord Jared perezca, nuestro señor, el
rey, lo vengará. Dios… salve a… nuestro rey.
Entonces, la cabeza de Morgan volvió a desplomarse
contra su pecho y, esta vez, Duncan no impidió que Kelson
posara su mano temblorosa sobre el brazo del general.
Después de unos segundos, los hombros tensos se relajaron
y Morgan exhaló un profundo suspiro. Flexionó su mano
derecha contra el jirón de seda que aún aferraba y abrió los
ojos. Miró la forma inmóvil del joven que tenía en los brazos,
recordó el horror que había compartido y soltó la bandera
para posar la mano en la frente del paje. Sus ojos grises se
cerraron un momento y volvieron a abrirse. Entonces,
Morgan se irguió y enfrentó la mirada de Kelson. En sus
mejillas, titilaban aún las lágrimas que había vertido junto
con el muchacho, pero no intentó enjugárselas.
—Ha soportado un duro peso por ti, príncipe —dijo
Morgan en voz baja—. No escucho con agrado las noticias
que nos ha traído.
—Nunca se recibe bien la noticia de una traición —
musitó Kelson, con ojos distantes y ensimismados—. ¿Estás
bien?
—Sólo un poco cansado, Majestad. Duncan, siento lo de
tu padre. Ojalá el niño hubiera sabido con certeza la suerte
que corrió…
—Soy el único hijo que le queda… —susurró Duncan con
dolor—. Tendría que haber estado allí, a su lado. Ya tenía
demasiados años para conducir ejércitos él solo…
Morgan asintió, sabiendo lo que su primo debía de estar
sufriendo. Levantó los ojos hacia los nobles y los obispos
reunidos. Dos escuderos se acercaron para llevar el paje a
descansar, pero no se atrevieron a mirarle a los ojos al
retirarlo de sus brazos. Morgan se puso de pie, apoyándose
en el hombro de Kelson, recorrió la sala alumbrada por las
teas con su mirada fría. Sus ojos eran oscuros, todo pupilas
bajo la lumbre vacilante, dos pozos de noche, poder y
misterio; aunque el cuerpo que había detrás apenas pudiera
erguirse a causa de la extenuación.
Pero, para su sorpresa, cuando sus ojos se posaron
sobre ios hombres, éstos no esquivaron su contacto. Los
obispos movieron las piernas y retorcieron sus dedos
nerviosos entre los pliegues de sus sotanas púrpura, pero
no le rehuyeron. Los generales y los capitanes lo miraron
también con una nueva expresión de envidia y respeto,
temerosos, pero ya sin desconfiar. En la sala no había un
solo hombre que no se hubiese hincado de rodillas ante
Morgan en ese instante, si él lo hubiese pedido, pese a la
presencia de Kelson en el mismo recinto.
Sólo Kelson pareció no perturbarse por la exhibición de
magia que acababa de presenciar. Se sacudió el polvo de
las rodillas con un gesto deliberadamente indiferente. Se
apartó un poco de Morgan y examinó a su corte expectante
con ira, no con estupor y sí con cierta resignación.
—Como habéis oído, caballeros, la novedad de la
deserción de Bran Coris me ha conmovido y enfurecido en
gran medida. Y la pérdida del duque Jared será lamentada
por nosotros durante muchos años. —Miró compasivamente
a Duncan y el sacerdote inclinó la cabeza—. Pero creo que
no habrá discusión sobre lo que nos resta hacer ahora —
prosiguió el rey—. El conde de Marley se ha aliado con
nuestro más acérrimo enemigo y se ha vuelto contra los
suyos. Por ello, será castigado.
—Pero, Majestad, ¿cuáles son los suyos? —susurró el
obispo Tolliver—. ¿Qué somos nosotros, mezcolanza de
humanos, deryni y mitad de uno y de otro? ¿Dónde está la
línea divisoria? ¿Quién está del lado del bien?
—Aquel que sirve al bien está del lado del bien —repuso
Cardiel serenamente, volviéndose para enfrentarse a sus
colegas—, ya sea humano, deryni o de sangre mixta. No es
la estirpe de un hombre lo que hace que escoja el bien o
mal, sino lo que alberga su alma.
—Pero… somos tan distintos… —Tolliver miraba a
Morgan con estupor.
—Eso no importa —insistió Cardiel—. Humanos o deryni,
al menos compartimos un lazo en común. Y es más fuerte
que la sangre, el juramento o cualquier hechizo que uno
pueda conjurar desde la oscuridad exterior. Es el
conocimiento seguro y cierto de que nos situamos del lado
de la Luz. Y aquel que se alie con la Oscuridad será nuestro
enemigo, sea cual fuere su sangre, su juramento o su
conjuro.
Con excepción de Arilan, los demás obispos se miraron y
permanecieron en silencio. Cardiel, después de recorrer
lentamente sus rostros, se volvió hacia Kelson y se inclinó.
—Yo y mis hermanos os asistiremos en todo lo que
podamos, Majestad. ¿La noticia de la deserción de Bran
Coris altera vuestros planes de que partamos al amanecer?
Kelson meneó la cabeza, agradecido por la intercesión
del obispo.
—Creo que no, Eminencia. Sugiero que todos vayáis a
dormir y que ya mismo dispongáis de todo lo que haya que
arreglar para vuestras provisiones. Necesitaré la ayuda de
todos vosotros en los próximos días.
—Pero no somos combatientes, Alteza —protestó
débilmente el obispo Conlan—. ¿Qué provecho podríamos
brindaros?
—En ese caso, orad por mí, Eminencia. Orad por todos.
Conlan abrió la boca y la volvió a cerrar, como el pez
que boquea. Se inclinó y volvió a unirse a sus compañeros.
Después de una pausa, los rezagados comenzaron a
retirarse del salón. Cuando terminaron de salir, Nigel y los
generales regresaron a sus mapas y continuaron los
debates interrumpidos, aunque en tono menos airado.
Kelson vio que Morgan llevaba a Duncan a un asiento frente
a la ventana y que conversaba con él varios minutos. Luego,
se unió al consejo de guerreros. Los alfileres tintineaban y
las voces subían y bajaban con la tensión de los planes que
volvían a revisarse. Después de un rato, Kelson se apartó
del consejo y caminó lentamente hasta una de las
chimeneas. Enseguida, se le acercó Morgan, quien había
notado su ausencia del consejo, aunque todos los demás
parecían no haber reparado en ello.
—Espero que no me digas que la traición de Bran ha
sido culpa tuya —le dijo Morgan en voz baja—. Acabo de
escuchar a Duncan y, según él, todo esto podría haberse
evitado si él hubiese estado en Rengarth con el ejército de
su padre.
Kelson bajó la mirada y estudió una marca que había
sobre su ancho cinturón de cuero.
—No —se detuvo—. La esposa y el heredero de Bran se
encuentran aquí, en Dhassa. ¿Lo sabías?
—No me sorprende. ¿Vinieron aquí por el santuario?
Kelson se encogió de hombros.
—Supongo que sí. Hay muchas mujeres y muchos niños
en la ciudad. Bran posee una finca no lejos de aquí, pero
aparentemente ha decidido que Dhassa sería un sitio más
seguro para ambos. No creo que, al tomar su decisión,
hubiese previsto el curso de los acontecimientos. Quisiera
pensar que es así.
—Dudo que la traición de Bran haya sido premeditada
—calculó Morgan—. Ningún hombre enviaría
deliberadamente a su mujer y a su hijo como rehenes si
pudiera evitarlo.
—Pero la posibilidad siempre existió —insistió Kelson—.
Debió de ser así. Yo tendría que haberme dado cuenta.
Todos sabíamos que Bran era un hombre de odios
profundos. Nunca tendría que haberlo enviado tan cerca de
la frontera.
—Suponía que te echarías la culpa —dijo Morgan, con
una ligera sonrisa—. Si te sirve de consuelo, yo habría
hecho lo mismo y me habría equivocado igual que tú. No
puedes acertar siempre.
—Tendría que haberme dado cuenta —insistió Kelson,
como ausente—. Era mi obligación.
Morgan suspiró y miró distraídamente al consejo de
guerreros, deseando poder cambiar de tema.
—Mencionaste a un heredero. ¿Crees que nos causará
problemas?
Kelson lanzó una sonrisa sardónica.
—¿El pequeño Brendan? Lo dudo. Tiene tres o cuatro
años. —Con aire meditabundo, miró las llamas de la
chimenea de piedra que tenía delante—. Pero temo
decírselo a su condesa, sin embargo. A juzgar por lo que sé,
ella y los suyos siempre han sido una familia de férrea
lealtad a la Corona. No será fácil decirle que su esposo es
un traidor.
—¿Quieres que te acompañe?
Kelson sacudió la cabeza.
—No. Me corresponde a mí. Tú haces falta aquí, con los
generales. Además, para el caso, tengo cierta experiencia a
la hora de tratar con mujeres histéricas. Mi madre era una
experta en eso, ¿recuerdas?
Morgan sonrió y recordó a la esbelta reina Jehana,
recluida en un convento en el corazón de Gwynedd,
meditando sobre su sangre deryni. Sí, Kelson había tenido
un intenso entrenamiento en el trato con mujeres de
temperamento. Morgan no dudó de que el joven rey podría
manejar admirablemente la situación; y solo.
—Muy bien, príncipe —admitió Morgan, con una leve
reverencia—. Nigel y yo acabaremos con los asuntos
estratégicos en una hora más y enviaremos a los hombres a
dormir. Si es necesaria tu presencia, te mandaré llamar a
tus aposentos.
Kelson asintió, feliz de poder escabullirse sin decir una
palabra más. Giró sobre sus talones para marcharse.
Cuando salió Duncan se levantó de su asiento ante la
ventana, cruzó el recinto y se alejó por la misma puerta,
tras mirar a Morgan. Éste lo vio alejarse y supo que su primo
necesitaría un momento de soledad. Regresó a la mesa de
los mapas y se situó en un ángulo desde el cual poder ver y
oír. Los asistentes habían situado nuevos señaladores para
mostrar la alianza de Bran Coris con Wencit de Torenth. Las
planicies que separaban a Dhassa de Cardosa habían
quedado vacías, ahora que el ejército de Jared ya no las
ocupaba.
Al norte, las insignias anaranjadas del ejército del duque
Ewan se disponían a lo largo de los confines más lejanos de
la frontera. Pero eran relativamente escasos y no podía
contarse con gran apoyo a juzgar por sus posiciones. En
realidad, a partir de las últimas noticias, tal vez nada
quedase ya de las tropas de Ewan. El ejército real que se
hallaba apostado en Dhassa bien podía ser la única fuerza
erigida entre Wencit y el resto de Gwynedd.
—Conque lo único que sabemos con certeza es que
Jared fue derrotado al sur de Cardosa, en las planicies de
Rengarth —decía Nigel—. No sabemos cuántos hombres
posee Wencit, pero, según los últimos informes, las tropas
de Bran se acercaban a los tres mil quinientos hombres. Y,
hasta donde sabemos, siguen acampadas en algún sirio,
cerca de aquí —señaló la frontera oriental de una planicie
situada en la boca del desfiladero de Cardosa—. Si
sumamos nuestras fuerzas combinadas, tenemos unos doce
mil hombres. Con un día de marcha forzada, podríamos
bordear el extremo del macizo de Coamer y estar situados
en posición ante el desfiladero mañana, a la puesta del sol.
Cuando hayamos llegado a esa posición, cada uno de
nosotros tendrá que proteger el área que se le asigne, a
cualquier precio. No sabemos cuántos hombres ha sumado
Wencit a las fuerzas de Bran.
Se oyeron gruñidos de asentimiento.
—Muy bien, entonces. Espero que tú y el general Remie
defendáis el flanco izquierdo, aquí. Godwin, tú y Mortimer…
Nigel prosiguió, detallando las responsabilidades de
cada general en el orden final de la marcha y del combate.
Morgan se apartó un metro para observar las reacciones de
los hombres. Después de un rato, uno de los asistentes
militares de Nigel apareció con una pila de despachos para
el príncipe, pero Morgan lo interceptó y comenzó a
recorrerlos con la mirada para que Nigel no tuviera que
distraer su atención de las órdenes. Por los sellos, vio que
casi todos eran despachos de rutina y a ésos no se molestó
más que en mirarlos por encima. Pero encontró uno —un
paquete manchado y marrón, con sello amarillo— que no
pudo identificar. Con un gesto de contrariedad, rompió el
lacre y abrió la carta. Al pasear la vista por el contenido,
contuvo el aliento, atónito.
Se abrió paso hasta Nigel y aferró el hombro del
príncipe, excitado, mientras con los ojos captaba la atención
de los demás.
—Perdón, Nigel, pero son buenas nuevas. Caballeros,
tengo en mis manos un despacho del general Gloddruth,
quien, como sabéis, se encontraba con el ejército del duque
Jared en Ren…
Lo interrumpió una salva de gritos de sorpresa e
incredulidad. Morgan debió descargar los nudillos contra la
mesa para restaurar el orden. Con obvia dificultad, los
hombres cesaron sus comentarios y escucharon las palabras
siguientes.
—Gloddruth nos dice que Jared fue, sin duda, herido y
capturado, no muerto, junto con el conde de Jenas, Sieur de
Canlavay y los lores Lester, Harkness, Collier y el obispo
Richard de Nyford. Informa que él y lord Burchard pudieron
huir con unos cien hombres, entre ambos, y cree que unos
pocos cientos más lograron escapar rumbo al oeste.
Se oyeron vítores ante esta última noticia, pero Morgan
levantó una mano para hacer silencio.
—Es una noticia grata, sí, pero Gloddruth continúa
diciendo que la batalla fue un fracaso absoluto. Fueron
tomados totalmente por sorpresa. Estima que un sesenta
por ciento de las tropas perecieron al instante y que casi
todos los demás fueron llevados cautivos. Se encontrará con
nosotros mañana, acompañado de los que huyeron con él,
en Drellingham.
—¿Qué?
—¡Maldición!
—Morgan, ¿dónde…?
—¿Qué más dice, Excelencia?
Alaric meneó la cabeza y comenzó a dirigirse hacia la
puerta, blandiendo el despacho sobre su cabeza.
—Lo siento, caballeros, sabéis tanto como yo. Nigel, me
reuniré contigo enseguida. Duncan y Kelson querrán saber
las noticias.
No pudo encontrar a Duncan. Pero Kelson, en ese
momento, estaba ocupado con asuntos más arduos, si
menos urgentes, que los acontecimientos que acababan de
suceder en la cámara del consejo. Después de partir de la
sesión, Kelson había ido, tal como anunciara, en busca de
los aposentos que ocupaba la esposa de Bran Coris, la
condesa Richenda. Por fin dio con sus aposentos, en la
planta superior del ala este, pero las damas de compañía de
la condesa tardaron lo que le pareció una eternidad en
despertar de su sueño a la señora. Kelson aguardó inquieto
en la antecámara, mientras unos pocos criados soñolientos
ordenaban el lugar y traían un candelabro que posaron
sobre un pedestal. La luna filtraba sus rayos por la ventana
que daba al este, y la habitación umbría resplandecía con
un aura espectral que hizo inquietar a Kelson aún más de lo
que ya estaba.
Finalmente, se abrió la puerta que daba a una recámara
interior y apareció la dama. Ni siquiera entonces Kelson
estuvo preparado para recibir a la figura esbelta como un
junco que se deslizó en la habitación, con una reverencia.
Lady Richenda no era en absoluto lo que Kelson había
esperado, conociendo a Bran Coris. Tenía un rostro delicado,
en forma de corazón, enmarcado por una imponente
cabellera bermeja y dorada, sujeta por un pañuelo de
encaje blanco, y ojos de un profundo tinte azul marino que
Kelson jamás había visto en toda su vida. Además, aunque
Kelson sabía que era la esposa de Bran Coris y la madre de
su joven heredero, le resultó difícil recordar que era una
decena de años mayor que él y no una fresca doncella
recién salida de la pubertad.
Sin embargo, su estampa era muy austera para tratarse
de una mujer tan joven. Blanco severo sobre blanco, sin otro
adorno que el bordado mismo del género; casi como si
hubiese sabido, antes de entrar en la antecámara, las
terribles noticias que el rey le traía. Una vez que los criados
se retiraron, escuchó con serenidad el relato de la traición
de su esposo. Su expresión apenas cambió. Cuando Kelson
terminó, se volvió y miró por la ventana durante un largo
rato. Era una delgada sombra nivea y dorada bajo la
brillante luz de la luna.
—¿Deseáis que llame a alguna de vuestras damas de
compañía, señora? —preguntó Kelson en voz baja.
Temía que la mujer desfalleciera o que fuera presa de
un ataque de histeria, como había oído era costumbre entre
las nobles damas.
Richenda bajó la cabeza y negó con lentitud. El pañuelo
de encaje cayó de su largo cabello bermejo para posarse en
el suelo. En la mano izquierda titiló un anillo de oro con un
pesado sello —la sortija de compromiso de su esposo—
cuando bajó las manos del alféizar de piedra. Kelson creyó
ver una marca húmeda sobre la losa, un instante.
Pero, si se trataba de una lágrima, sus manos la
cubrieron. Los dedos gráciles no temblaron cuando posó la
mirada sobre ellos, con aire ausente. Richenda de Marley
era hija de una noble familia de rancia estirpe; le habían
enseñado a soportar su destino con dignidad y estoica
resignación. En cierto sentido, Kelson recordó a su madre al
verla.
—Lo siento, señora —aventuró Kelson, por fin, deseando
poder aliviar su dolor—. Si esto os ayuda a soportar mejor
vuestra aflicción, tened la total certeza de que no castigaré
la traición de vuestro esposo en vuestra persona ni en la de
vuestro hijo. Ambos tenéis mi protección personal,
mientras…
Se oyó un ruido insistente en la puerta. De inmediato,
se oyó la voz profunda de Morgan.
—¿Kelson?
El joven se volvió expectante al oír su nombre, y fue
hasta la puerta, sin advertir el efecto que la voz había
causado en la mujer que aguardaba ante la ventana.
Cuando Morgan entró, el rostro de la mujer palideció y los
dedos de su mano se crisparon sobre el alféizar de la
ventana, iluminado por la luna. Morgan hizo una reverencia
de rigor en su dirección, sin mirarla en realidad, tan absorto
estaba en transmitir a Kelson su mensaje. Mientras Kelson y
él se saludaban, la mujer lo miró atónita, como si no pudiera
creer en lo que sus ojos y oídos percibían.
—Perdona la interrupción, príncipe —murmuró Morgan,
bajando la cabeza para indicar la firma mientras Kelson
inclinaba el pergamino hacia la luz—. Sabía que querrías
conocer esta noticia de inmediato. El duque Jared ha sido
capturado, pero con vida, según los últimos informes. El
general Gloddruth y unos pocos lograron huir. El consejo ha
sido informado ya.
—¡Gloddruth! —musitó Kelson, yendo hacia el
candelabro para leer con avidez—. ¡Y Burchard también!
Señora, perdonadme mas se trata de importantes nuevas!
Al escuchar sus palabras, Morgan levantó la vista, como
recordando que había una tercera persona en la habitación.
Tropezó con los ojos azules e inmensos de la mujer y
contuvo el aliento. Por un segundo fugaz, su memoria
regresó a la primavera pasada, al camino ante el templo de
San Torin, al coche encajado en el fango que iba rumbo a
Dhassa y a una mujer con cabellos del color de las llamas
bajo el sol; y, luego, recordó a una mujer y a un niño que
salían de Vísperas de la capilla del Obispo, apenas una
semana atrás. Era la misma mujer, aquella cuya identidad
deseó preguntar a Duncan. La dama cuyo rostro había
quedado indeleblemente grabado en su memoria desde ese
encuentro efímero en el camino que iba a Dhassa.
¿Quién sería? ¿Y qué hacía allí, en la antecámara de la
condesa de Marley?
Dio un paso involuntario hacia ella y se detuvo, turbado.
Ocultó su confusión en una corta reverencia. El corazón le
latía desbocado en los oídos y se encontró incapaz de
pensar con lucidez. Al alzar los ojos para mirarla, sólo atinó
a decir:
—Señora…
La dama sonrió con vacilación.
—Veo que no fue un sencillo cazador llamado Alain
quien rescató mi carruaje aquel día ante el templo de San
Torin… —dijo con voz tenue y ojos azules como los lagos de
Rhenndall.
—El vuestro fue el último rostro que recuerdo haber
visto ese día terrible antes de que el olvido cayera sobre mí,
señora —susurró Morgan, moviendo la cabeza con estupor y
dejando de lado toda prudencia—. Sólo os he visto una vez
desde entonces, y en aquella ocasión vos no me visteis a
mí. Pero en mis sueños…
Su voz se perdió, cuando comprendió que no tenía
derecho a hablarle así. La dama bajó la vista y jugueteó con
un pliegue de su bata.
—Perdonadme, señor, pero no sé cuál es vuestro
nombre. No…
Kelson, que había terminado de leer el despacho,
levantó la vista sobresaltado al ver a ambos conversando, y
se acercó a ellos apresuradamente.
—Señora perdonad mis rudos modales. Olvidé que no
habíais sido presentada a Su Excelencia el duque de
Corwyn. Morgan, ésta es lady Richenda, por supuesto, la
esposa de Bran Coris.
Cuando Kelson pronunció el nombre del traidor, a
Morgan le dio un lento vuelco el estómago. Tuvo que
controlarse para permanecer en calma exteriormente y no
mostrar su consternación.
Desde luego, debía de ser la esposa de Bran. ¿Qué otra
cosa podía haber estado haciendo en esa antecámara?
¡Richenda de Marley! ¡La esposa de Bran Coris! ¿Qué
perverso ensañamiento del destino le había hecho
encontrarse con ella en el camino de Dhassa sólo para
separar sus caminos allí, entre los muros de la ciudad?
Richenda de Marley… Dios, ¿cómo pudo ser tan imbécil de
no darse cuenta?
Se aclaró la garganta nerviosamente e hizo otra
reverencia, para ocultar su embarazo detrás de un ligero
carraspeo.
—Majestad, lady Richenda y yo ya nos hemos conocido.
Hace unos meses, ayudé a liberar su carruaje, que había
quedado apresado en el fango delante del templo de San
Torin. En ese momento, yo estaba… disfrazado. No podía
haber sabido quién era yo…
—Lo mismo vale para vos —murmuró Richenda, que
alzó el mentón en un gesto osado, aunque sin enfrentar su
mirada.
—Ah —dijo Kelson y paseó su mirada de uno a otro en
un afán de interpretar la extraña reacción de Morgan, pero
desistió con una brillante sonrisa.
—Bueno, Morgan, me alegra saber que te comportaste
como un caballero aun bajo un disfraz. Señora, si nos
perdonáis, tenemos otros asuntos que atender. Además,
imagino que desearéis estar a solas un rato. Por favor, no
vaciléis en llamarme si puedo seros de alguna ayuda.
—Sois muy gentil, Majestad —musitó Richenda, se
inclinó en una cortés reverencia y bajó la vista una vez más.
—¿Nos vamos, Morgan?
—Cuando quieras, príncipe.
—Un momento, Majestad.
Kelson se volvió y encontró a la dama mirándolo de un
modo extraño.
—¿Deseáis algo más, señora?
Richenda respiró hondo, y se acercó con las manos
entrelazadas en la cintura. Se hincó de rodillas ante él e
inclinó la cabeza. Kelson miró a Morgan, atónito.
—Majestad, os suplico que me concedáis una gracia.
—¿Una gracia, señora?
Richenda alzó los ojos hacia Kelson.
—Sí, Alteza. Permitidme ir con vosotros a Cardosa. Tal
vez pueda hablar con Bran y persuadirlo de que desista de
su insensata actitud. Si no por mí, al menos por nuestro hijo.
—¿Venir con nosotros a Cardosa? —repitió Kelson,
lanzando una mirada frenética a Morgan en busca de ayuda
—. Pero, señora no es posible. Un ejército no es sitio para
una dama de noble alcurnia. Tampoco osaría exponeros a
los peligros de la batalla, aunque consiguiéramos las
comodidades apropiadas. ¡Marchamos a la guerra, señora!
Richenda bajó la vista, pero no dio señales de querer
ponerse de pie.
—Soy consciente de los problemas, Majestad, y estoy
dispuesta a soportar la adversidad. Es la única forma que
encuentro de enmendar la traición de mi esposo. Por favor,
no rechacéis mi petición, Majestad.
Kelson miró a Morgan en busca de apoyo, pero el
general no le miraba; sus ojos parecían escrutar, absortos,
la madera del suelo bajo sus botas. Por un instante, Kelson
tuvo la inexplicable impresión de que Morgan quería que
aceptara, aunque no hubiese dicho nada que le permitiese
pensarlo. Kelson volvió a mirar a Richenda, que se
obstinaba en permanecer postrada ante él, y tendió sus
manos para ayudarla a incorporarse. Haría un último intento
de disuadirla.
—Señora, no sabéis lo que pedís. No sería decoroso que
viajarais junto a un ejército sin vuestras damas de
compañía.
—Podría viajar bajo la protección del obispo Cardiel,
Majestad —objetó con fervor—. Tal vez no lo sepáis, pero
Cardiel es tío de mi madre. No se opondría, lo sé.
—Es un necio, en tal caso —replicó Kelson. Miró al suelo
y lanzó una mirada a la mujer, con ojos resignados—.
Morgan, ¿tienes alguna objección de peso?
—Sólo las de rigor, príncipe —respondió Morgan
lentamente, sin enfrentar su mirada—. Y la dama parece
haber desestimado nuestros reparos.
Kelson suspiró y asintió.
—Muy bien, señora. Os doy mi anuencia para partir, con
la condición de que el obispo Cardiel dé su consentimiento.
Saldremos no bien asome el sol, dentro de pocas horas.
¿Estaréis lista?
—Sí, Alteza. Os doy las gracias.
Kelson asintió.
—Morgan se ocupará de prepararos las debidas
comodidades.
—Como dispongáis, Majestad.
—Entonces, buenas noches.
Tras su saludo, Kelson hizo una corta reverencia y salió
de la antecámara, con el despacho olvidado y hecho un lío
en el puño. Morgan se volvió como para seguirlo pero, antes
de cerrar la puerta por detrás, se giró para mirar por última
vez a la dama vestida de blanco que, de pie, aguardaba
bajo los rayos de la luna. El rostro de Richenda estaba
pálido y demudado pero en sus rasgos enmarcados en la
ventana se leía un aire de extraña determinación. Bajó la
vista al ver que Morgan se detenía, y se inclinó en una leve
reverencia, pero no se atrevió a mirarle nuevamente a los
ojos.
Con un suspiro intrigado, Morgan cerró la puerta a sus
espaldas y siguió a su rey.
XIX
Obstinados en su inicuo designio, tratan de esconder los
lazos y dicen: ¿Quién los ha de ver?
Salmos, 64:5

Era mediodía en Cardosa. El sol cegador caía de plano a


través del ligero aire de las montañas, aunque entre las
profundas grietas y resquicios de los macizos seguían
asomando, pertinaces, los últimos cúmulos de nieve. Esa
mañana, Wencit, Rhydon y Lionel, cuñado del rey, habían
descendido por el desfiladero de Cardosa para encontrarse
con Bran Coris y los generales de Wencit que lo asistían en
la disposición de las fuerzas de asalto torentinas. Tras pasar
revista a las tareas de defensa, Wencit y su comitiva se
detuvieron ante el pabellón inmenso y de color anaranjado
donde Wencit se hospedaría cuando llegara el enemigo.
Alrededor del leve promontorio en el que se había
erigido la tienda, bullía un hervidero de soldados con la
librea negra y blanca del Furstan, empeñados en arreglar
palos y cabos y en instalar las comodidades que Wencit
consideraba imprescindibles para cualquier procedimiento
de campaña.
La tienda era imponente. Formaba una cúpula de seda
flamígera, en forma de cebolla, y la zona que cubría sería,
sin excederse en los cálculos, igual al gran salón que Wencit
poseía en Beldour. Dentro, la estructura se dividía en media
docena de compartimentos separados, de cuyas cargadas
paredes pendían pesados tapices y pieles, destinados a
embellecer el recinto y a aislar del calor y de los ruidos.
Había una amplia sala en la que Wencit podría celebrar
cualquier reunión que le viniese en gana. Pero, en opinión
del monarca, el día era demasiado hermoso para confinarse
allí dentro, de modo que indicó a sus mayordomos que
dispusieran sillas sobre la rica alfombra que se extendía
ante la entrada. Mientras los criados se afanaban en cumplir
sus órdenes sin demora, uno de los sirvientes personales de
Wencit se aproximó para retirarle el manto de terciopelo,
húmedo tras el viaje por el desfiladero. A cambio, le ofreció
un manto semejante a un caftán, de seda ambarina, que
Wencit se arrojó sobre su armadura de montar, de cuero
manchado. Se sentó en una silla de campaña, de cuero, y
dejó que otro criado le cambiara las botas por un par de
pantuflas secas. Observó los movimientos del mayordomo,
que vertía un humeante té de darja en frágiles tacitas de
porcelana. Wencit hizo un gesto afirmativo a sus camaradas,
con aire magnánimo, y los invitó a sentarse en las sillas que
los sirvientes habían dispuesto. Entonces, con sus propias
manos, tomó una taza de la bandeja que le ofreció el
mayordomo y se la tendió a Bran Coris.
—Bebe y aliméntate, amigo —dijo con voz grave,
sonriente, mientras Bran se inclinaba para tomar la taza—.
Hoy has hecho una buena labor.
Bran tomó la taza y Wencit entregó otras dos a Rhydon
y a Lionel. Sonrió y saboreó el aroma de la cuarta tacita,
que sostenía en su mano.
—En realidad, me impresionó mucho la estratagema
que planeaste, Bran —prosiguió el hechicero, mientras
miraba los rizos que su aliento formaba sobre el darja
humeante—. Has hecho una labor encomiable al integrar
nuestras dos fuerzas, multiplicar nuestras ventajas y anular
nuestras debilidades. Lionel, hemos sido afortunados al
encontrar un aliado así.
Lionel hizo una corta reverencia antes de sentarse en
una silla similar a la de Wencit.
—Es una suerte que lord Marley haya escogido unirse a
nosotros, Majestad. Habría sido un peligroso adversario.
Tiene una habilidad innata para obtener el provecho óptimo
de los recursos disponibles. —Los ojos negros de Lionel eran
capaces de emitir chispas heladas cuando se hallaba
enfurecido, pero ese día parecían cálidos, abiertos, casi
como si él y el joven noble humano hubieran descubierto
algún sutil lazo de parentesco—. Hasta yo he aprendido de
él, Majestad —agregó Lionel, después de pensarlo.
—¿Ah, sí? —Wencit rió entre dientes.
Bran, mecido por las alabanzas de Wencit y de Lionel,
bebió un sorbo de té y se relajó, sin advertir el escrutinio al
que lo sometía Rhydon. Se produjo un silencio, que los
cuatro aprovecharon para beber, y Rhydon habló:
—Se me ocurre que no hemos examinado a los
prisioneros de Cassan, Majestad —dijo, mirando a Bran por
encima del borde de la taza—. La estratagema que Bran y
lord Lionel han tramado es excelente y la apruebo sin
reparos. El efecto que causará en la moral de las tropas
enemigas será devastador, si no fatal. Pero los prisioneros
de Cassan… Sin duda, ha sido un desliz que no se nos
mostrara de cerca el sitio donde se alojan. Seguramente, no
se habrán hecho planes para los prisioneros de los cuales no
tengamos idea…
Lionel rió. Fue un rumor grave y peligroso. Pasó los
dedos por el extremo de su trenza.
_—Hablas como si pensaras que Bran y yo debemos
justificar nuestras acciones ante ti, Rhydon. No te
preocupes. Los planes para los prisioneros de Cassan no son
de tu incumbencia.
—En tal caso, ya supones que me opondré…
—No espero que intervengas, eso es todo —espetó
Lionel, con intensidad—. Se nos dio la autoridad de disponer
de ellos como mejor estimásemos y eso es precisamente lo
que haremos. No necesitas saber nada más, por el
momento.
Wencit sonrió, divertido ante el curso de la
conversación.
—Pero… Nada de rencillas. Rhydon, ni siquiera yo estoy
al tanto de los detalles menores de la campaña. No es
necesario. Delego en mis generales y en mis consejeros
como Lionel para que se encarguen de esos menesteres en
mi lugar. Me fío del juicio de Lionel, como me fío del tuyo. Y,
si él me asegura que está haciendo lo necesario, supongo
que así es. ¿Disientes en este punto?
—Claro que no —replicó Rhydon, tras dar otro sorbo a su
té—. No pensaba dar tanta importancia a mi comentario. Si
he causado problemas, ofrezco mis disculpas a todos los
que se sientan ofendidos.
—De acuerdo —concedió Wencit, con aire indiferente.
Rhydon hizo girar la taza entre los dedos antes de
continuar:
—He recibido un mensaje adicional del general Licken
desde que esta mañana recibiéramos los despachos. A
propósito, sus patrullas de avanzada confirman que el
ejército de Kelson no llegará hasta aquí antes del
crepúsculo, según los demore la argucia que hemos
preparado. No hay motivos para temer una acción antes de
la mañana siguiente.
—Excelente.
Wencit giró en la silla e hizo señas al mayordomo, quien
aguardaba a distancia prudencial. El hombre, presuroso,
trajo un gran estuche de cuero con despachos, de esquinas
engastadas en oro batido. Cuando el hombre se retiró,
Wencit abrió la caja y recorrió con los dedos un manojo de
cartas abiertas hasta que dio con la que buscaba. La extrajo
con un gruñido de aprobación. Después de escribir una
breve nota sobre ella, la devolvió a la caja y tomó otra, que
recorrió a la ligera con la vista.
—Esta mañana recibí una noticia que se refiere a ti,
Bran —dijo, levantando la vista con aire pensativo—. Al
parecer, Kelson se ha enterado de tu deserción y ha
apresado a tu familia.
Bran se irguió y, lentamente, se puso de pie en toda su
estatura. Los nudillos perdieron el color alrededor de la
tacilla.
—¿Por qué no se me informó?
—Se te está informando —repuso Wencit, y se inclinó
para tenderle el despacho—. Pero no hay motivos para que
te alarmes. Tu esposa y tu hijo fueron apresados en Dhassa,
mas no vemos que se encuentren en peligro inmediato.
Léelo con tus propios ojos.
Los ojos de Bran surcaron el despacho velozmente y sus
labios se comprimieron hasta formar una delgada línea.
—¿Los traen aquí como rehenes y decís que no hay
peligro inmediato? —Sus ojos se posaron sobre los de
Wencit con aire desafiante—. ¿Y si Kelson intenta usarlos
contra mí? ¿Podría permanecer de brazos cruzados mientras
la vida de mi hijo está en peligro? ¿Podría verlo morir?
Rhydon enarcó una ceja, algo divertido ante la reacción
de Bran.
—Vamos, Bran. Conoces a Kelson y sabes que es
incapaz de hacer algo así. Tú o yo podríamos amenazar a la
familia de un hombre para conseguir su obediencia, pero
este principito de Gwynedd no está a nuestra altura. —Se
miró las uñas, con aire aburrido y reservado—. Además,
siempre puedes hacer más hijos, ¿no?
Bran se detuvo inmóvil y lanzó una mirada helada a
Rhydon.
—¿Y de qué modo se supone debo interpretar esas
palabras? —masculló con furia contenida.
Wencit rió entre dientes y meneó la cabeza con
reprobación.
—Suficiente, Rhydon. No provoques a nuestro joven
amigo. El no comprende nuestra forma de bromear. Bran, no
tengo intención de permitir que nada le suceda a tu familia.
Quizá podamos arreglar un cambio de rehenes. Pero, de
todas formas, Rhydon tiene razón en cuanto a la actitud que
nos cabe esperar de parte de Kelson. El joven Haldane
jamás hará la guerra contra mujeres y niños inocentes.
—Supongo que estaréis en condiciones de
garantizármelo…
La sonrisa de Wencit se desvaneció y sus ojos
adquirieron un brillo acerado.
—Puedo garantizar que haré todo lo que pueda —
manifestó lentamente—. ¿No me concederás que lo mejor
que yo puedo hacer es mucho más de lo que rú podrías
lograr por tus propios medios?
Bran bajó los" ojos, recordó su posición, que a cada
minuto se tornaba más precaria, y advirtió que Wencit tenía
razón.
—Os suplico me perdonéis, Majestad. No deseaba poner
en duda vuestro juicio. Mi preocupación se debía a mi
familia.
—Si hubiera pensado otra cosa, no seguirías con vida —
repuso Wencit con toda calma, y tendió la mano para
recuperar el despacho que Bran aún tenía en las suyas.
Bran le entregó el documento sin decir palabra,
ocultando con cuidado su ofuscación mientras Wencit
devolvía el despacho al cofrecillo. Después de un silencio
grávido, Wencit volvió a alzar la vista. Su ira momentánea
se había desvanecido aparentemente.
—Ahora bien, Rhydon, ¿qué se sabe hoy de nuestro
joven Derry? Espero que todo marche como debe.
—Tengo entendido que está listo para vernos —
respondió Rhydon.
—Bien, entonces. —Bebió un poco más de darja, ya
tibio, y acabó el contenido de un trago—. Creo que es hora
de que tú y yo vayamos a su encuentro.
En las profundas mazmorras que había bajo la prisión de
Cardosa, en el fuerte conocido como Esgair Ddu, Derry yacía
tendido sobre un montón de heno seco; las muñecas le
colgaban a los lados, con el peso de las cadenas que lo
sujetaban a la pared. Las heridas le habían hecho subir la
fiebre y llevaba un día tendido allí, sin otra atención que un
tazón de agua turbia para beber y unas cortezas de pan
enmohecido. Su estómago estaba agarrotado por el hambre
y la cabeza le dolía, pero se obligó a abrir los ojos y enfocar
el techo húmedo. Finalmente, hizo de tripas corazón, rodó a
un costado y levantó la cabeza.
Todo era dolor. En el hombro y en la frente sentía el
palpitar lacerante de las heridas. En el muslo sintió una
aguda tenaza al tratar de inclinar la rodilla acalambrada.
Apretó los dientes y luchó por sentarse. Tiró de su
cuerpo y se aferró de las cadenas, que pendían de un par de
anillas sujetas al muro, a unos dos metros y medio de
altura.
Sabía por qué estaban allí las anillas: los carceleros que
lo habían traído inicialmente lo habían encadenado a la
pared, con los miembros extendidos y separados. Entonces,
lo azotaron con látigos y lo golpearon con los puños hasta
que, piadosamente, desfalleció. Horas más tarde, volvió en
sí sobre la paja sucia y con olor a amizcle, y había logrado
sentarse.
Se frotó el rostro sudoroso contra el hombro que no
estaba herido y parpadeó con dificultad. Luego, intentó
ponerse de pie. A su izquierda, había una ventana, a la cual
habían asegurado las cadenas. Si recordaba correctamente
el trazado de Esgair Ddu, debía de ser posible ver la planicie
desde allí. Se afirmó con las cadenas y contuvo el aliento;
se arrastró hasta la ventana y miró a través de la abertura.
Lejos, en el llano, los ejércitos de Wencit habían tomado
posiciones. Ligeramente al norte, sobre un pequeño
promontorio, alguien había dispuesto a los arqueros para
que aprovecharan la altura. Al norte y al este, se
emplazaban la infantería y la caballería, listas para actuar
en forma de pinza ante la menor oportunidad. Por el paso,
descendían más tropas de caballería de Wencit, para
situarse en el centro del campamento. La caballería era el
corazón de las fuerzas de combate de Torenth. Vio que un
poderoso caudal de jinetes sudorosos y agitados se
internaba en la planicie, proveniente de donde sabía se
encontraba el último vado. Casi creyó oír los gritos de los
capitanes, que imponían el orden a las filas y disponían de
los soldados.
Al sudeste, directamente frente al paso, la soldadesca
torentina bullía alrededor de lo que debía de ser el
campamento de combate de Wencit. Probablemente
acudiera allí el rey de Torenth cuando se acercara el ejército
de Kelson, para dirigir la batalla desde el lugar. Todavía no
veía señales de las tropas de Kelson, pero vina que debían
de estar en camino, seguramente. Alguien tendría que
haber podido escapar para informarles de lo que había
sucedido con los hombres de Jared. Sólo esperaba que el
ejército de Kelson llegase unido y que las disensiones
internas se hubiesen resuelto. Se preguntó si Morgan y
Duncan habrían podido hacer las paces con los arzobispos.
Con un suspiro, Derry giró para mirarse las cadenas por
centésima vez y tiró de ellas tentativamente. Nunca podría
liberarse mientras permaneciera sujeto a esos grilletes
como un animal. Aunque consiguiera soltar las cadenas,
dudaba que pudiera ir muy lejos con tantas hieridas. La
pierna le latía, después de un rato de permanecer de pie y,
cada vez que mecía el peso del cuerpo, las punzadas de
dolor le atravesaban los miembros de arriba abajo. El
hombro había dejado de dolerle un poco una vez que, por la
fuerza, lo levantó hasta la posición actual, pero tuvo la
vertiginosa sensación de que era esa herida la que lo hacía
sentir tan febril y ligero. Horas atrás, había querido
examinarse la herida, cuando los guardias le trajeron su
escasa ración de agua, pero no le sirvió de mucho. El
vendaje estaba firmemente sujeto y no pudo apartarlo. Se
preguntó si la herida estaría comenzando a infectarse.
El ruido de una llave en la cerradura interrumpió el
derrotero de sus pensamientos. Se volvió penosamente para
mirar hacia la puerta, agarrándose a las cadenas. Por la
estrecha abertura asomó la cabeza encasquetada de un
guardia, que lo miró desdeñosamente. El hombre traspuso
la puerta y la mantuvo abierta para dar paso a un hombre
alto y de cabellos rojizos, vestido de seda dorada. Era
Wencit. A su lado, Rhydon.
El cuerpo de Derry se sacudió con una inhalación
profunda e involuntaria. Al ver que los dos deryni entraban
en la celda, se irguió de ira. Los hombres llevaban atuendos
de montar de cuero, bajo las sedas y las pieles. Wencit,
color castaño rojizo; Rhydon, azul noche. Los ojos del rey,
fríos como el aguamarina, estudiaron al prisionero desde la
puerta abierta. Sus manos enguantadas jugueteaban
ociosamente con un delgado látigo de cuero que pendía de
su muñeca izquierda por una correa.
Derry se enderezó todo lo que pudo y trató de ignorar la
pierna que le latía y los oídos que le estallaban. Wencit se
acercó unos pasos. El guardia permaneció impasible al lado
de la puerta, con la mirada clavada al frente, y Rhydon se
reclinó en la pared con aire indiferente, con una rodilla
flexionada.
—Aja… —dijo Wencit—, veo que nuestro prisionero está
despierto. Y de pie. Bien hecho, amigo. Tu señor estaría
orgulloso de ti.
Derry no respondió. Sabía que Wencit intentaría
enfurecerlo y decidió que el hechicero no lo lograría.
—Desde luego —continuó Wencit—, no debe contarse
en mucha estima el elogio de semejante señor. Después de
todo, no puede inspirar mucha lealtad alguien perverso y
traidor, ¿verdad?
Los ojos de Derry se encendieron, amenazadores, pero
se obligó a mantener cerrada la boca. No sabía cuánto
tiempo más podría resistirlo. Se sentía incapaz de pensar
con cordura.
—En tal caso, ¿estás de acuerdo conmigo? —preguntó
Wencit, enarcando una ceja y aproximándose a Derry—.
Había esperado otra cosa de ti, Derry, pero esto refleja al
hombre que te ha instruido, ¿no es así? Se dice que tú y
Morgan sois íntimos amigos, más íntimos de lo que
corresponde a dos hombres, y que compartís secretos que
los hombres comunes ni siquiera sueñan.
Derry cerró los ojos para templarse, pero Wencit sacudió
el extremo del látigo cerca de su rostro, entrecerrando sus
abominables ojos celestes bajo las claras pestañas.
—¿No reaccionas, Derry? Vamos, no seas parco. ¿Es
cierto que tú y Morgan sois…, cómo decirlo…, amantes?
¿Qué además de sus poderes compartes su lecho?
Con un grito insensato, Derry se abalanzó hacia su
torturador, tratando de sacudir las cadenas con las muñecas
para azotar ese rostro burlón. Pero Wencit había calculado
su movimiento al milímetro y, sin pestañear, retrocedió para
quedar fuera del alcance de las cadenas. Con un gemido,
Derry cayó al suelo, donde aquéllas terminaban. Wencit lo
miró con desdén e indicó al guardia que lo recogiera.
Tiraron de las cadenas y las ajustaron para dejar a
Derry, con las piernas y los brazos extendidos, colgando de
la pared. Wencit estudió a su desfalleciente cautivo una vez
más, golpeteando el látigo contra la palma del guante, y
despidió al guardia con un gesto. La puerta se cerró tras al
carcelero lanzando un chirrido de goznes sin aceitar, y
Rhydon cerró el pestillo por dentro. Se apoyó lánguidamente
contra la puerta, para obstruir la mirilla.
—Conque aún te queda algo de orgullo, mi joven
amigo… —dijo Wencit. Se acercó a Derry y le alzó el mentón
con la punta del látigo—. ¿Qué más te ha enseñado Morgan
que no deba saberse?
Derry se obligó a enfocar la mirada sobre la oreja
derecha de Wencit e intentó serenarse. Nunca tendría que
haber reaccionado con semejante violencia. Eso había sido
exactamente lo que Wencit quería. La culpa la tenía esa
maldita fiebre, que le nublaba el pensamiento. Si pudiera
pensar con más claridad…
Wencit apartó el látigo, satisfecho de haber capturado la
atención de su cautivo. Comenzó a jugar con la correa que
sujetaba el arma a su muñeca.
—Dime, ¿a qué temes más, Derry? ¿A la muerte? —
Derry no reaccionó—. No, leo en tus ojos que no es sólo a la
muerte. Has dominado ese terror, desafortunadamente para
ti, pues esto significa que puedo convocar de los profundos
abismos de tu alma terrores más espantosos todavía.
Se alejó pensativamente y describió un lento círculo en
la paja. Mientras caminaba, se divertía en voz alta:
—No temes perder la vida, pero sí temes perder. ¿Pero
qué? ¿Perder tu posición? ¿Tus riquezas? ¿El honor? —Se
volvió para mirar de frente a Derry una vez más—. ¿Es eso,
Derry? ¿Más que a ninguna otra cosa temes perder el honor
y la integridad? Y, en tal caso, ¿qué integridad? ¿La del
cuerpo? ¿La del alma? ¿La de la mente?
Derry no hizo comentarios. En cambio, se obligó a mirar
serenamente por encima de la cabeza de Wencit, para
centrarse en una delgada grieta que hería el muro detrás
del rey. Una diminuta araña trepaba por la rendija y formaba
una frágil tela para cubrirla. Derry se dijo que trataría de
contar los hilos de la telaraña y que ignoraría las palabras
del despreciable…
Un chasquido.
El látigo de Wencit acabó sobre el rostro de Derry,
lacerándolo como un sable.
—¡Derry! ¡No estabas prestando atención! —ladró su
nuevo amo—. Te lo advierto: no tolero los alumnos
holgazanes.
Derry controló el impulso de encogerse y se obligó a
mirar a su torturador. Wencit estaba a medio metro de él y
el odiado látigo pendía de su muñeca por esa correa infame.
Los ojos del hechicero parecían dos pozos de mercurio.
—Ahora —anunció Wencit en voz baja—, escucharás lo
que te diga. Y no me ignores, pues de lo contrario tendré
que hacerte daño. Lo haré una y otra vez hasta que me
prestes atención o te mueras. Y te aseguro que no será una
muerte fácil. ¿Me escuchas, Derry?
Derry logró asentir y se esforzó por prestar atención.
Sentía los labios secos, la lengua del doble de su tamaño y
algo tibio y húmedo que le corría por la mejilla, allí donde el
látigo había abierto la herida.
—Bien —musitó Wencit, mientras deslizaba la cola del
látigo por la mejilla y el cuello de Derry—. La primera
lección para hoy es que sepas, y que sepas muy bien, que
tengo tu vida en mis manos, literalmente. Si quisiera, podría
hacerte implorar el olvido y rogar una muerte piadosa para
acabar los tormentos que puedo infligirte.
Sin previo aviso, Wencit disparó la mano libre para
retorcer el brazo herido de Derry. El joven aulló
involuntariamente y casi se desmayó, pero el dolor se fue
antes de que pudiera captarlo por completo. Se encontró
alzando la cabeza una vez más para mirar a Wencit,
horrorizado. La mano de Wencit seguía posada ligeramente
sobre el hombro herido, mas Derry no intentó anticipar la
próxima tortura que el hechicero intentaría infligirle. Wencit
sonrió, pero con una expresión distinta.
—¿Te ha dolido, Derry? —le dijo con un mohín, mientras
le acariciaba el hombro con suavidad—. Ah, pero no es esto
lo que me propongo. No hay necesidad de torturarte, pues
ya poseo sobre ti todo el poder que hace falta tener. Ya
estás condicionado para obedecerme. Y aunque tu mente
perciba lo que te ordeno y se resista, tu cuerpo me
obedecerá.
Con una sonrisa furtiva, deslizó ligeramente la mano por
el cuerpo de Derry y se apartó para golpetear el látigo
pensativamente contra la elegante bota de su pierna. Al
cabo de un momento, arrojó el látigo a Rhydon. Tiró de los
puños de sus guantes mientras miraba con desdén al joven
Derry, una vez más.
—Dime, ¿alguna vez te han bendecido? —preguntó,
entrelazando los dedos para acariciarse los guantes—.
¿Algún hombre santo ha trazado la sacra señal sobre tu
cabeza?
Derry frunció las cejas, consternado, mientras Wencit
alzaba la mano derecha y la suspendía en actitud de
bendición.
—Bien, temo no ser un hombre santo, pero, para el
caso, ésta tampoco es una verdadera bendición. Recordarás
que antes te hablé de una pérdida de integridad. Integridad
de alma, de cuerpo y de mente. Pero creo que
comenzaremos por el alma, Derry, y, por medio de este
signo, te pondré bajo mi hechizo.
La mano suspendida descendió lentamente, con los
dedos curvados en una perfecta imitación de la señal
sacerdotal. Pasaron suavemente hacia la derecha y, luego,
de derecha a izquierda. Cuando la mano pasó por delante
de los ojos de Derry, sintió que un extraño letargo lo poseía
y derramaba una frialdad líquida por sus miembros. Contuvo
el aliento, tratando de comprender qué le sucedía a su
mente, y gimió cuando Wencit tocó los grilletes que lo
sujetaban por las muñecas y lo liberó.
No podía sostenerse en pie. Los miembros parecían
desprovistos de nervios, incontrolables. Cuando las piernas
comenzaron a desplomársele, sintió bajo los suyos unos
fuertes brazos que lo sostuvieron. La cabeza le pendía
impotente contra las piedras de las paredes. El cabello se le
adhería dolorosamente a la roca áspera y a la argamasa.
Entonces, los ojos celestes se clavaron en los suyos y se
acercaron más y más y la boca cruel y lasciva se comprimió
con violencia contra la suya, en un largo beso obsceno.
Se deslizó de los brazos de Wencit y se aplastó
indefenso contra el muro, con los ojos firmemente cerrados
y las mandíbulas tensas por la repulsión. El cuerpo se le
sacudió en espasmos incontrolables y, al hundir el rostro en
los brazos doloridos, oyó la risa de Wencit a través de una
espesa niebla y el eco burlón de Rhydon, que lo imitaba
entre dientes.
Entonces, sintió la bota de Wencit, que se ensañaba
insidiosamente contra un costado de su cuerpo. Alzó la
cabeza y miró con repugnancia. Wencit sonrió, miró a
Rhydon, quien no había dejado de observar la escena con
diversión, y extendió la mano para que éste le entregara su
daga. Rhydon la arrojó por el aire con diestra gracia y
Wencit la capturó. La empuñadura era de oro, incrustada de
perlas, y la hoja centelleaba un fulgor frío bajo la tenue luz
serena. Wencit se inclinó para posar la punta del arma bajo
el mentón de Derry.
—Ay, cómo me odias… —dijo en voz baja—. Piensas
que, si pudieras poner las manos en esta daga, me
decapitarías por lo que te he dicho y hecho. Bueno, tendrás
tu oportunidad.
Sin decir más, sostuvo la daga por la hoja, tomó la
mano derecha de Derry y la envolvió alrededor de la
empuñadura.
—Adelante. Mátame, si puedes.
Derry se detuvo inmóvil, un instante, sin creer que
Wencit pudiese hacer algo semejante. Luego, se lanzó hacia
su torturador con frenesí.
Desde luego, no le sirvió de nada. Wencit se apartó un
paso con elegancia y retorció los dedos de Derry para
quitarle la daga sin ninguna dificultad. Empujó a Derry
nuevamente contra el muro, como si fuera un cachorrillo de
gato y no un hombre. Incapaz de oponerse, Derry vio reír a
Wencit, quien se inclinó para deslizarle la daga por el cuello
de la camisa, le desgarró la pechera con un diestro
movimiento, le apartó la camisa del torso, sin detener su
mano, y posó la derecha ligeramente sobre el pecho de
Derry, en el corazón. La daga pendía en perfecto equilibrio
de los dedos de su mano izquierda. En la celda en
penumbras, sus ojos celestes parecieron fríos y distantes.
Derry supo con una certeza vertiginosa que iba a morir.
En nombre de todo lo sagrado, ¿qué le había hecho
creer que podría matar a Wencit con una daga? ¡Pero si el
hombre era un demonio! ¡No, el diablo mismo!
—Ya ves, mi querido Derry, qué inútil ha sido. Tu alma es
mía ahora y también tu cuerpo, si lo deseo. Has perdido aun
el poder de matar. No puedes acabar con mi vida, Derry —
hablaba suavemente—, pero puedo ordenarte que te quites
la tuya y me obedecerás. Toma el cuchillo, Derry. Pon la
punta aquí, al lado de mi mano, sobre tu corazón.
Como si la mano no le perteneciera, Derry vio que
tomaba la daga ofrecida por Wencit y, a continuación, vio
con incredulidad que se movía para posarla ligeramente
sobre la piel que le cubría el corazón. Esta vez no sintió
ninguna especie de pánico ni de lucha con lo que estaba
sucediendo. Sabía que la mano era suya y que, si Wencit lo
ordenaba, lo mataría. Y no había nada, absolutamente nada,
que pudiese hacer por evitarlo.
Wencit apartó la mano y se meció hacia atrás sobre los
talones, con grácil equilibrio, haciendo crepitar la paja.
—Bueno. Ahora comenzaremos. Primero, una pequeña
incisión, apenas para que asome la sangre.
El cuchillo se movió suavemente bajo la mirada
fascinada de Derry. Su mano le hizo trazar una delgada
línea, larga como el ancho de tres dedos. Sobre la piel
blanca asomaron minúsculas perlas de sangre, como rubíes.
Y la hoja se detuvo, a la espera de la próxima orden.
—Conque hemos derramado sangre —susurró Wencit,
con una voz tan suave como el terciopelo con el que iba
vestido—. Ahora, podemos detenernos en el umbral de la
muerte, tú y yo. Un poco de presión bastará, amigo mío.
Una ligera presión y podremos conversar con el ángel de la
muerte, aquí, en esta celda solitaria.
La hoja comenzó a comprimir la carne de Derry y, allí
donde el metal la hendía, brotaba más sangre. El rostro de
Derry perdió el color. Sintió que la punta le perforaba la piel,
sintió la fría plata de la muerte que se movía inexorable
hacia su corazón; y nada pudo hacer. Cerró los ojos,
despavorido, y trató de calmar el terror que se apoderaba
de su alma. En su desesperación, invocó a los santos de su
infancia, olvidados mucho tiempo atrás.
Y, entonces, la mano de Wencit se posó sobre su
muñeca, extrajo la daga y le colocó un cuadrado de seda
blanca en la herida. Wencit le agarró la mano derecha e hizo
algo sobre ella que le resultó frío; pero, luego, el hechicero
se irguió, con una sonrisa satisfecha en el rostro, y, tras
volverse, le indicó a Rhydon que había terminado y que era
hora de irse.
Derry se incorporó sobre los codos cuando la puerta se
abrió y vio que el manto azul noche de Rhydon desaparecía
en el oscuro pasillo. La daga había quedado olvidada, en su
mano. Un guardia trajo una antorcha para iluminar la
penumbra mientras Wencit se detenía en la puerta y
levantaba el látigo a modo de saludo.
—Que descanses bien, mi joven amigo. —Sus ojos eran
dos estanques azul profundo bajo la lumbre de la antorcha
—. Espero que hayas aprendido de mis pasatiempos, pues
tengo pensado un destino muy importante para ti. Se refiere
a ti y a Morgan: he concebido un modo de que lo traiciones.
La mano de Derry se endureció sobre la daga y, de
pronto, recordó que la tenía en su poder. Se detuvo, helado,
y trató de ocultarla bajo su cuerpo, pero Wencit vio el
movimiento y sonrió.
—Puedes quedarte con el juguete, ya no lo necesito.
Pero temo que a ti no te traerá muchos motivos de
diversión. Como verás, no puedo permitir que la uses,
amigo, aunque no tardarás en descubrirlo por ti mismo.
Una vez más, la puerta se cerró y la llave giró en la
cerradura. Derry suspiró y se tendió, exhausto, sobre el
heno. Por unos instantes, permaneció allí, con los ojos
firmemente cerrados, tratando de sofocar el espanto de la
hora pasada.
Pero, a medida que su mente se fue aclarando y que el
dolor cedía, las palabras de Wencit resonaron en su
memoria:
«He concebido un modo de que lo traiciones.»
Con un sollozo frenético, rodó sobre un lado para hundir
el rostro en el brazo sano.
¡Dios! ¿Qué había hecho Wencit con él? ¿Habría
escuchado bien? ¡Claro que sí! El hechicero había dicho que
Derry traicionaría a su señor, que Derry sería un Judas con
su amigo y señor Morgan. ¡No! ¡No podía ser!
Se arrastró hasta sentarse y tanteó la paja hasta
encontrar la daga que Wencit había dejado en su poder. La
cogió entre sus dedos febriles y la contempló horrorizado.
Lo distrajo brevemente un extraño anillo que refulgía en su
índice derecho, un anillo que no recordaba haber visto
antes; pero los destellos de la daga capturaron sus ojos una
vez más y Derry devolvió su atención a la empresa que
había forjado en su mente enferma.
Wencit era responsable de todo eso. Había llegado a
una cúspide de horror desde la que controlaba el cuerpo de
Derry, así como dominaba a sus subditos más inferiores.
Había dicho que lo haría traicionar a Morgan y no había
ninguna duda de que podría hacerlo si se lo proponía.
También le había prohibido escapar por medio de la muerte,
aunque eso tal vez pudiera infringirse. Derry no podía
permitir que lo usara como instrumento para traicionar a
Morgan.
Despejó un lugar en el heno y usó la daga para cavar un
orificio en la arcilla húmeda. Lo hizo de una profundidad
suficiente para que en él cupiera la empuñadura, miró hacia
la puerta, esperando que nadie lo estuviese espiando, se
tendió boca abajo, con el estómago sobre el hueco que
había preparado, y sostuvo la daga entre ambas manos.
Suicidio. Una idea prohibida, incluso su mero
pensamiento, para un hombre que, como Derry, creía en el
Dios de la Iglesia Militante. Para el creyente, quitarse la vida
era una grave ofensa, que causaba el eterno tormento del
alma en el infierno.
Pero, argüyó Derry, había cosas peores que el infierno.
Por ejemplo, traicionar los propios principios, traicionar a los
amigos. No podía ayudarse a sí mismo. Había tenido que
medirse con el amo de Torenth y se había mostrado
impotente. No podría culpar a nadie de eso. Pero Morgan…
el apuesto general deryni había salvado la vida de Derry en
más de una ocasión y, más de una vez, lo había rescatado
de las garras de la muerte cuando era impensable. ¿Acaso
podría Derry, en un acto de conciencia, negarse a hacer lo
mismo por él?
Tomó la daga por la hoja y miró durante un largo rato la
empuñadura en forma de cruz. Por su mente, pasaron una
infinidad de plegarias de su infancia y con ninguna de ellas
se quedó. Se llevó la empuñadura a los labios y la enterró
después en el hueco que había abierto en la arcilla. Dios lo
comprendería. La fe de Derry en su misericordia tendría que
sostenerlo ante lo que se disponía a emprender.
El filo apuntaba hacia arriba como una llamarada de
plata. Derry se incorporó sobre los codos y se dejó caer
lentamente hasta que la punta descansó contra su pecho.
No llevaría mucho tiempo. Sus brazos cederían en pocos
segundos y, entonces, ya no podría soportar el peso de su
cuerpo lejos de la hoja de acero reluciente. Ni siquiera
Wencit podría impedir que un cuerpo extenuado cayera.
Cerró los ojos al sentir que sus brazos comenzaban a
temblar. Recordó un día, allá lejos en el tiempo, en que
Morgan y él habían salido a cabalgar entre risas por los
campos de Candor Rhea. Recordó las batallas y los buenos
caballos y las doncellas que había tendido sobre el heno en
los establos de su padre. Recordó su primera cacería de
venados…
Y entonces comenzó a desplomarse.
XX
Me ha entregado el Señor en sus manos, contra quienes
no podré levantarme.
Lamentaciones, 1:14

¡Horror! ¡No podía hacerlo!


Cuando la punta de la daga comenzó a oprimirle la
carne, los brazos de Derry se tensaron y lo impulsaron hacia
un lado, lejos de la ansiada muerte. Con un gemido de
agonía, arrancó el arma del suelo y trató de rebanarse las
muñecas y de abrirse en dos el cuello que se le cerraba.
Pero de nada le sirvió, no pudo hacerlo, era como si una
mano invisible desviara todos sus esfuerzos y los condujera
a destinos por completo inofensivos.
¡Wencit! ¡Wencit había tenido razón! ¡Derry no era
capaz siquiera de matarse!
Con lágrimas incontenibles de frustración, se tendió
sobre el vientre y sollozó amargamente. Las heridas le
ardían por la extenuación y la cabeza parecía estallarle. La
daga seguía en su mano. Sin poder parar, una y otra vez,
apuñaló la paja que cubría el suelo de arcilla. Después de un
rato, la violencia cesó y los sollozos se hicieron más
espaciados. Consigo, la consciencia se llevó, en parte, el
espanto de su impotencia.
En cierto momento, creyó volver en sí. O quizá sólo lo
soñó. Pensó que había dormido unos minutos apenas
cuando advirtió que algo se posaba suavemente sobre su
hombro: el contacto inseguro de una mano humana. Se
tensó, con el ceño fruncido, creyendo que nuevamente
Wencit volvía a atormentarlo, pero la mano no lo castigó y el
dolor no se produjo. Cuando, por fin, Derry se armó de
coraje para alzar la cabeza hacia el intruso, se sorprendió al
descubrir a un desconocido con hábito gris que lo miraba
con preocupación. No sintió miedo, aunque sabía que,
probablemente, lo mejor fuese temer.
Abrió la boca para hablar, pero el desconocido movió la
cabeza y posó una mano fresca sobre su boca, en son de
advertencia. Los ojos del hombre brillaban con un matiz
ahumado y plateado que, bajo la sombra de su caperuza
monacal, parecía el centelleo de la escarcha. Derry tuvo la
impresión de que su cabello era de un color oro platinado y
de que, alguna vez, había visto antes ese rostro, aunque no
pudo recordar dónde. Pero, entonces, la visión comenzó a
nublársele y él empezó a flotar a la deriva.
Tuvo una vaga conciencia de las manos del hombre que
le recorrían el cuerpo, le tanteaban las heridas; y creyó
sentir que, allí donde se posaban, el dolor disminuía, pero
ya no pudo enfocar más la mirada. Sintió sobre su mano
derecha el contacto del desconocido y creyó oír un gemido
de desazón cuando el hombre le levantó la mano para
examinar algo frío y plateado que llevaba en el índice
derecho. Pero no podía mover un sólo músculo para oponer
resistencia. Cuando el desconocido se puso de pie, la mente
de Derry tornó a flotar nuevamente. Se preguntó de un
modo vago si estaba viendo realmente un nimbo de luz
alrededor de la cabeza del hombre o si era una burda
alucinación. Ni siquiera eso pareció importarle.
Y, entonces, el hombre retrocedió hacia la puerta,
mirándolo con aire extraño. Cuando la puerta se cerró
detrás de la figura vestida de gris, Derry tuvo la inequívoca
impresión de que, en el atuendo del hombre, había un
asomo de azul y de que tras la fachada de benevolencia,
parpadeaba un semblante más oscuro. Por su mente, pasó
la idea de que algo extraño acababa de suceder y de que en
lo acontecido había algo que él debía estar en condiciones
de inferir.
Pero no pudo. Luego, la cabeza, cayó sobre la paja en
una nueva oleada de olvido. Y durmió.
Derry no podía haber sabido que el ejército de Kelson se
acercaba ya entonces a los llanos de Llyndreth. Como
Kelson ardía de impaciencia por llegar al sitio de la batalla a
la puesta de sol, el ejército real había iniciado la marcha
antes de que amaneciera. Las patrullas de reconocimiento y
los expedicionarios se habían adelantado durante toda la
jomada, esperando poder conocer mejor el área aledaña
antes de que el grueso del ejército se lanzara sobre un
peligro imprevisto. Pero no se informó de nada fuera de lo
ordinario hasta la tarde, cuando llevaban tres horas
marchando sobre la planicie de Cardosa. La noticia causó
profunda inquietud.
Una de las patrullas había estado adelantándose
ligeramente al oeste de la línea principal de marcha, cuando
vio lo que parecía ser un grupo de soldados de infantería
que aguardaba en una cañada poblada de arbustos. Como
no querían revelar su propia presencia, los expedicionarios
se abstuvieron de acercarse, lo cual les impidió identificar
los pendones de batalla de la tropa. Pero parecía haber
cincuenta hombres en el grupo; el sol se reflejaba,
poderoso, sobre el acero pulido de las corazas, de los
yelmos y de las lanzas. Sin duda, se trataba de una
emboscada.
La expedición regresó de inmediato para informar a
Kelson, y el joven rey frunció el ceño al tratar de descubrir
el propósito del enemigo. La emboscada sólo podía ser una
táctica concebida para distraerlos, pues un grupo tan
reducido jamás podría tener posibilidades de causar graves
daños sobre las fuerzas combinadas de Gwynedd. Pero
semejante misión sería suicida para los atacantes, a menos
que hubiera alguna hechicería en juego que alterara lo
aparentemente inevitable y protegiera a los hombres.
El pensamiento alertó a Kelson de inmediato y tras un
instante de reflexión llamó al general Gloddruth ante él.
Gloddruth se había desempeñado como asistente de campo
desde que regresara del holocausto de Rengarth. Con toda
atención, escuchó a su joven comandante en jefe, que le
comunicaba nuevas órdenes de marcha para transmitir por
la cadena de mandos. Luego, cuando Gloddruth se volvió
para marcharse, Kelson partió al galope para hallar a
Morgan y buscar su opinión.
Encontró al general deryni sobre un inmenso corcel de
guerra blanco, delante de la columna principal, con Duncan,
Nigel y el obispo Cardiel a su lado. Morgan interrogaba a un
joven expedicionario de aspecto temeroso que montaba un
corcel bayo y que parecía incapaz de mantener el animal
bajo control. Más allá, media docena de jinetes se
apretujaban en un estrecho círculo; sus jubones y emblemas
de cuero los señalaban como expedicionarios de la misma
unidad del que hablaba con Morgan. El general parecía
dirigirse a él con enfado y Cardiel jugueteaba
nerviosamente con los extremos de las riendas. Sólo Nigel
saludó a Kelson cuando éste se acercó. Sobrecogido, el rey
advirtió que Duncan sostenía entre los dedos los jirones
sangrientos de un pendón de batalla con las rosas
escarlatas y el león durmiente del clan McLain. Sin decir una
palabra, clavó sus ojos inquisidores sobre el rostro de
Morgan.
—No puedo decir qué sucedió, príncipe —dijo Morgan, y
tiró con fuerza de las riendas al ver que su caballo se
acercaba al negro de Kelson para morderlo—.
Aparentemente, alguien nos ha dejado una advertencia no
muy sutil al otro lado del promontorio. Dobbs trajo esta
bandera —señaló la tela que Duncan tenía en las manos—,
pero no quiere decirnos mucho sobre ello. Pienso que lo
mejor sería investigar.
—¿Crees que sea una trampa? —preguntó Kelson. Miró
nuevamente la bandera y se estremeció—. Dobbs, ¿qué
viste allí?
Dobbs lanzó una mirada furtiva a su rey, sujetó las
riendas con más fuerza alrededor del puño y se persignó
con un escalofrío.
—Dios se apiade de ellos, Majestad. Es algo tan… No
puedo hablar de ello… —murmuró, y la voz se le quebró en
la garganta—. Era algo horrendo, obsceno. Majestad,
larguémonos de este sitio ahora mismo, mientras podamos.
No podemos combatir contra un enemigo capaz de hacerles
esto a sus contrincantes.
—¡En marcha! —dijo Morgan, y sacudió violentamente la
cabeza para dar por terminado el interrogatorio.
Tiró impaciente de la embocadura, hizo girar al animal y
lo espoleó hacia el lado cercano del promontorio, seguido de
cerca por Kelson, Duncan y los demás. En lo alto, los
aguardaban ya Warin y dos de sus tenientes. Con ellos
estaba el obispo Arilan, encaramado sobre los estribos para
escrutar la planicie. Warin cabeceó levemente cuando los
demás se detuvieron ante él.
—Es un espectáculo tétrico, Majestad —dijo con voz
grave, mientras señalaba hacia la planicie que se extendía
ante ellos—. Mirad los halcones y las aves de rapiña que
vuelan en círculo. Algunas de ellas caminan por el suelo. ¡No
me agrada!
Kelson siguió la mirada de Warin y, de sus labios,
escapó una exclamación. Allí, sobre el llano, a menos de un
kilómetro, vio lo que al parecer era un grupo de hombres
armados, detenidos en posición de firmes entre un cúmulo
de vegetación y de arbustos bajos. Los hombres arrojaban
sombras largas y delgadas bajo el último sol de la tarde y el
resplandor del astro hacía arder sus cascos y armaduras con
un fulgor rojizo.
Pero entre ellos no se advertían movimientos, salvo el
incesante aleteo de las aves de rapiña que sobrevolaban el
cielo cerca de la tierra. Kelson se protegió los ojos del
resplandor del sol cegador y vio una cantidad mayor de
aves, que graznaban y se abatían como ebrias contra los
hombres. Al oeste, una bandada de aves negras oscurecía el
cielo por encima de la pequeña cañada donde los
expedicionarios de Kelson informaron de la actividad. No
hacía falta mucha imaginación para comprender lo que
sucedía en la hondonada. Kelson bajó la cabeza y tragó
saliva con visible inquietud.
—¿Son… nuestras las banderas? —preguntó con voz
inaudible.
Uno de los tenientes de Warin cerró un catalejo e inclinó
la cabeza.
—Parece que sí, Majestad. Están todos… muertos.
Sus últimas palabras se quebraron y tuvo que sofocar
un sollozo involuntario.
—Basta ya —ordenó Morgan, resuelto a asumir el
mando momentáneamente—. Wencit nos ha dejado un
mensaje repugnante, de eso no hay duda. Ahora falta leerlo
en toda su extensión. Nigel, designa una escolta para que
se una a nosotros. El resto de vosotros, venid conmigo.
Espoleó a su cabalgadura y comenzó a descender la
ladera. Duncan y los obispos lo siguieron. Kelson miró a
Nigel con vacilación. El príncipe parecía esperar
confirmación de su sobrino real, de modo que Kelson asintió
con la cabeza y se volvió para seguir a los demás. Warin iba
a su lado, por la suave pendiente, mientras Nigel volvía para
formar la escolta. Aunque iniciaron la marcha a paso veloz,
los caballos aminoraron el paso al acercarse a la escena
sangrienta; el aire hedía a muerte. Varios de los animales se
sobresaltaron cuando las inmensas aves de rapiña
levantaron el vuelo para abandonar el lugar.
La suerte corrida por los hombres que había bajo el
círculo de pájaros era evidente. Los hombres llevaban el
atuendo azul, plata y púrpura de Kierney y Cassan —la casa
de Duncan—. Cada uno de ellos había sido empalado con
una estaca de madera firmemente sostenida en la tierra y
cuya punta afilada había horadado la cavidad corporal.
Varios de los cuerpos —los que habían estado protegidos
por menos piezas de armadura— parecían totalmente
devorados por las aves de rapiña. El aire hedía con el olor
de la carne podrida por el sol y de los excrementos de las
aves.
La faz de Kelson quedó más blanca que el penacho de
plumas que aleteaba en el emblema de su sombrero. Los
demás tiraron de las riendas, pálidos y mudos. Duncan
meneó la cabeza y cerró los ojos ante la horrenda visión.
Hasta Warin se revolvió en la silla de montar, como si fuera
a marearse de un momento a otro. Cardiel extrajo un
pañuelo de hilo blanco de su manga y lo sostuvo
firmemente contra la nariz y la boca durante largo rato,
luchando contra un estómago rebelde, y, luego, volvió sus
ojos opacos sobre Kelson.
—Majestad… —La voz se le quebró y tuvo que comenzar
nuevamente—. Majestad, ¿qué clase de hombre puede
hacer semejante cosa a su prójimo? ¿Acaso el enemigo no
tiene alma? ¿Convoca demonios de los negros confines para
que lo sirvan con su magia?
Kelson movió la cabeza con amargura.
—No es magia, obispo —murmuró—. Estamos ante el
horror humano, calculado para aterrorizar mucho más que
cualquier magia que Wencit pudiera habernos dejado a
semejante distancia.
—Pero ¿por qué hizo esto?
Morgan hizo girar su brioso corcel y tragó saliva con
esfuerzo.
—Wencit conoce los miedos humanos —dijo en voz baja
—. ¿Qué horror más espantoso podría haber para una tropa
que ver a sus semejantes, empalados y mutilados en una
muerte atroz como ésta? El hombre que concibió esto…
—¡No fue un hombre, sino un deryni! —escupió Warin, y
dio un tirón a su caballo para que quedara de frente a
Morgan—. ¡Un deryni perverso! Majestad… —Sus ojos
flamearon con el fuego fanático que Kelson había creído
extinguido para siempre—. ¡Ya veis de qué son capaces los
deryni! ¡Ningún humano podría haber descargado
semejante ira sobre el enemigo! ¡Esto ha sido obra de un
deryni! ¡Os dije que no podíais fiaros de…!
—¡Tienes mala memoria, Warin! —estalló Kelson,
interrumpiéndolo—. No justifico semejante crueldad, pero
hay amplios antecedentes en la historia humana de actos
tan infamantes como éste. ¡No vuelvas a traer a colación el
asunto deryni! ¿Está claro?
—¡Majestad! —comenzó Warin, con indignación—. Me
malinterpretáis. Nunca quise…
—Su Majestad sabe a lo que os referís —dijo Arilan con
voz cansada, meciendo el peso sobre la silla y recorriendo
con la vista la escena que tenían delante—. Sin embargo, lo
más importante en este momento es…
Su voz se perdió pensativamente mientras miraba los
cuerpos empalados. De pronto, arrojó su manto a los
caballos que había cerca y se bajó de la montura. Mientras
los otros lo observaban sin comprender, Arilan fue hasta el
cadáver más cercano y apartó un pliegue de su manto.
Después de una pausa reflexiva, fue hasta otro cuerpo e
hizo lo mismo. Al volverse a Kelson y a los demás, inclinó la
cabeza, consternado. Nadie se había movido de su lugar.
—Majestad, ¿quisierais venir un momento? Esto es muy
extraño.
—¿Que vaya a ver a esos hombres muertos? Arilan, no
necesito verlos más de cerca. Son cadáveres. ¿No basta?
Arilan meneó la cabeza.
—No, no creo. Morgan, Duncan, venid también. Creo
que estos hombres habían muerto antes de que los pusieran
aquí. Acaso hayan muerto en la batalla. Todos tienen
heridas de gravedad, pero en el suelo hay muy poca sangre.
Tras cambiar miradas de extrañeza, Morgan y Duncan
desmontaron y se acercaron a Arilan. El rey se apresuró a ir
con ellos. Nigel y la escolta armada descendían la pendiente
en una polvareda. Se detuvieron horrorizados al ver lo que
les aguardaba. Sobre el promontorio que había detrás,
seguían sumándose generales de Kelson, para averiguar
qué podía estar sucediendo abajo. Cuando Nigel descendió
de su caballo, Arilan le indicó que se les acercara y señaló
un tercer cuerpo.
—Mirad. Ahora estoy seguro de estar en lo cierto.
Muchas de las heridas ni siquiera guardan relación con la
sangre y con los jirones de las ropas. Tal vez hasta les
cambiaron los uniformes para darles un mejor aspecto a
distancia. —Extendió la mano para retirar el casco de uno
de los cadáveres cercanos—. Más aun, pudiera ser que
algunos de estos hombres no pertenecieran a nuestras…
Cuando tiró del casco, se oyó un súbito gemido de
horror: cayó vacío en sus manos. El cadáver que tenían
delante, bajo el casco, estaba decapitado; donde habría
debido de estar la cabeza, asomaba el cuello ennegrecido y
cercenado. Arilan trató de ocultar su repugnancia yendo
hasta otro cadáver, pero al quitar el yelmo se encontró con
lo mismo: otro decapitado. Con una maldición sofocada,
Arilan comenzó a examinarlos uno por uno, para derribar en
cada caso un yelmo vacío y encontrar otro cuello sin
cabeza. Enfurecido, se apartó de los demás y descargó un
puño contra la palma de la mano.
—¡Maldito sea por toda la eternidad! ¡Sabía que era
despiadado, pero nunca pensé que Wencit llegaría a ser
capaz de esto!
—¿Esto es… obra de Wencit? —alcanzó a preguntar
Nigel. Tragó saliva con dificultad y recorrió la matanza con la
mirada.
—Eso debemos suponer.
Nigel meneó la cabeza, incrédulo.
—Dios mío, aquí debe de haber unos cincuenta hombres
—su voz acalló un gemido— y apostaría a que todos fueron
decapitados. Estos hombres eran nuestros amigos, nuestros
camaradas. ¡Pero si ni siquiera sabemos quiénes son!
Se interrumpió bruscamente. Kelson lanzó una mirada
fugaz a Morgan. El general deryni permanecía impasible, sin
mostrar más señales de emoción que el abrirse y cerrarse
nervioso de sus manos. Duncan ocultaba también su
zozobra, aunque Kelson no imaginaba a qué coste. Morgan
debió de haber sentido la mirada de Kelson sobre él, pues
levantó entonces la vista, estrechó el hombro del joven para
tranquilizarlo y se adelantó para enfrentarse al resto de la
compañía.
—Haremos las sepulturas, caballeros. No, una pira
funeraria. No hay tiempo de sepultar a tantos hombres.
Alguien debe ocuparse de los que había en la cañada, al
otro lado de la planicie. —Se volvió ligeramente hacia el rey
—. Kelson, ¿qué opinas de que informemos a la tropa de lo
sucedido?
—Hay que decírselo.
—Estoy de acuerdo —convino Morgan—. Creo que
debemos poner de relieve el hecho de que estos hombres
ya habían muerto cuando los empalaron aquí. Que murieron
luchando honorablemente y no ensartados como bestias.
—Eso será oportuno —intervino Arilan—. Los
tranquilizará en cierto sentido, pero les recordará por qué
luchamos… y no les permitirá olvidar las medidas que toma
Wencit con tal de lograr sus fines.
Kelson asintió, algo más repuesto.
—Muy bien. Tío Nigel, que tus hombres los retiren de allí
y armen una pira funeraria.
—Desde luego, Kelson.
—Y Warin, si tú y cuantos creas necesarios quisierais
ocuparos de los que hay en la cañada…
Warin se inclinó, tieso, en la silla de montar.
—Como deseéis, Majestad.
—Arilan y Cardiel: no habrá tiempo para efectuar un
servicio fúnebre como corresponde, pero quizá vosotros y
vuestros hermanos podáis pronunciar alguna oración
mientras los soldados preparan las piras. Y, si alguien
encuentra alguna señal que permita identificar a las
víctimas, deberé ser informado. Es… difícil, lo sé, sin las
cabezas, pero haced lo que podáis. —Se estremeció y se
apartó ligeramente.
Cabizbajo, Kelson caminó enérgicamente hasta su
caballo. Al montar, apartó el cuello del animal para no tener
que mirar un segundo más la terrible escena. Remontó la
ladera solo y se unió a los demás obispos y generales. Arilan
lo vio partir, observó a Warin y a sus hombres que se
alejaban con Cardiel hacia la cañada, vio que la escolta de
Nigel desmontaba y comenzaba la tétrica labor de
desempalar a las víctimas de la matanza y, mientras la
soldadesca se dispersaba por entre los cadáveres, Arilan fue
lentamente hacia Morgan y Duncan, que miraban como
ausentes, y posó una mano sobre el hombro de cada uno de
ellos.
—Nuestro joven rey se encuentra muy perturbado,
amigos —dijo en voz baja, mirando con morbosa fascinación
a los soldados que despejaban un claro en el siniestro
bosque de estacas—. ¿Cómo lo afectará esto en los días
venideros?
Morgan lanzó un bufido y cruzó los brazos sobre el
pecho.
—Obispo, tenéis el don de hacer preguntas que no
puedo responder. ¿Cómo reaccionará cualquiera de
nosotros? ¿Sabéis lo que más me preocupa?
Arilan negó con la cabeza y Duncan lo miró con
aprensión.
—Y bien… —prosiguió Morgan en voz baja—. Por ahora,
aquí hay sólo cuerpos. Por lo que sabemos, bien podrían ser
soldados torentinos vestidos con uniformes de Cassan,
aunque lo dudo.
Hizo una pausa y entrecerró los ojos.
—Pero en algún lugar, alguien sabe quiénes son
realmente esos hombres. Los cuerpos estarán aquí, mas sus
cabezas se encuentran en otro sitio. Y me pregunto qué
harán nuestros hombres cuando encontremos las cabezas.
Su marcha se vio postergada otra hora más, mientras
preparaban las piras. Cada columna de soldados debió
presentar su saludo final por delante de los hombres
muertos. Entre las filas hubo comentarios al conocerse la
noticia de la matanza, y los temores y las especulaciones
consabidas con respecto a la identidad de víctimas y
homicidas, pero, en general, el ejército tomó el incidente
con compostura. Ya nadie se cuestionaba la perversidad de
Wencit de Torenth, el hombre capaz de perpetrar
semejantes atrocidades sobre un enemigo derrotado, aun
cuando las mutilaciones hubieran acontecido tras las
muertes de las víctimas. Un hombre así no merecía
misericordia del rey de Gwynedd. Cuando, por la mañana,
se iniciara la batalla, ésta sería rápida y sangrienta.
El ejército prosiguió, dejando tras su paso dos faros
humeantes que emitían al cielo su columna incesante de
humo grasiento. No encontraron más hostilidades a lo largo
de la marcha. Quizá el enemigo había pensado que, con el
espectáculo anterior, no era necesario más hostigamiento.
Quizá sólo estuviera ahorrando energías para la batalla
inminente. Fuera cual fuese la razón, Kelson se alegró de
ello cuando llegaron al sitio de la contienda final. La
oscuridad se cernía sobre los campos; el día había sido largo
y penoso y las horas pasadas habían agostado su espíritu. El
ejército necesitaría el máximo descanso.
Les llevó tres horas armar el campamento y, por fin,
Kelson se dio por satisfecho con las defensas del lugar. Se
retiró a su tienda para comer algún bocado. Morgan,
Duncan y Nigel fueron con él, pero durante toda la cena
mantuvieron la conversación dentro de un tono ligero.
Ninguno quiso analizar en detalle los acontecimientos del
día. Después de beber las últimas copas de vino, Kelson se
puso de pie y alzó su copón, invitando a los demás.
—Caballeros, un brindis final. ¡Por la victoria! ¡Que
mañana sea concedida a los justos!
—¡Y por el rey! —añadió Nigel, antes de que Kelson
pudiera llevarse el vino a los labios—. ¡Que reine por
muchos años!
—¡Por la victoria y por el rey! —repitieron los demás, y,
con gesto teatral, acabaron la bebida.
Kelson dejó escapar una sonrisa lúgubre, levantó su
copón y bebió. Finalmente, lo dejó sobre una mesita y se
hundió en la silla. Los miró con ojos cansados, meneó la
cabeza y suspiró.
—No creo que ninguno de vosotros esté ni la mitad de
cansado de lo que hoy me siento. Pero, no importa; todos
tenemos asuntos que atender. Morgan, ¿podría pedirte un
favor?
—Con gusto, príncipe.
Kelson asintió con la cabeza y dijo:
—Bien. Quisiera que fueras a ver a lady Richenda para
informarle de los acontecimientos del día. Con el menor
detalle posible, claro está; es una mujer muy sensible. Dile
que no la estimaré menos si mañana prefiere no intentar
convencer a su esposo.
—Por lo que he oído —bromeó Duncan—, a él le costará
bastante. Lady Richenda será una mujer sensible, pero
tampoco le falta obstinación.
Kelson sonrió.
—Lo sé. Pero no puedo culparla si su tozudez es en
beneficio de la Corona. Morgan, trata de hacerle
comprender contra qué enemigo lucharemos. No tengo
derecho a esperar su ayuda, dadas las circunstancias. Ni
siquiera tendría que haberle permitido venir.
—Haré lo que pueda, príncipe.
—Gracias. Nigel, me pregunto si vendrías conmigo a
examinar las defensas septentrionales del campamento. No
creo que sean las más adecuadas y me gustaría contar con
tu opinión.
Mientras Kelson proseguía informando, Morgan salió del
pabellón real. La petición de Kelson le complacía y le
enfadaba a la vez, pues no estaba seguro de que debiese
ver a Richenda de nuevo, después de su breve pero intenso
encuentro en Dhassa. Desde luego, parte de él ansiaba
verla, mas otra parte, más cauta —y que, sospechaba,
mucho tenía que ver con su sentido del honor—, le advertía
que se mantuviera a distancia y que nada honorable
provendría de involucrarse sentimentalmente con la mujer
de otro hombre; especialmente, si, al día siguiente, debía
acabar con él en la batalla.
Pero la decisión no estaba en sus manos. Su rey le había
dado la orden y él debía obedecerla. Sentía una curiosa
exaltación ante las circunstacias que lo obligaban a sortear
las objeciones de su conciencia. Exultante, se abrió camino
por el campamento hasta llegar al sector que ocupaba el
obispo Cardiel. El prelado no se encontraba allí. Estaría
probablemente supervisando las instalaciones junto a Warin
y a Arilan, en algún sitio, pero los guardias del obispo
dejaron pasar a Morgan sin detenerlo. En minutos, se
encontró ante el espacio abierto que daba a la tienda azul
brillante de Richenda. A cada lado de la entrada ardían
luminosas antorchas, pero a través de la cortina abierta, vio
que el interior estaba tenuemente iluminado por la suave
lumbre de las velas. Tragó saliva con nerviosismo, se aclaró
la garganta y avanzó hacia la cortina abierta.
—¿Señora condesa? —llamó.
Se oyó un rumor de telas y asomó una figura alta y con
atuendo oscuro. El corazón de Morgan dejó de latir por un
segundo y prosiguió después su ritmo normal. La mujer era
una monja y no lady Richenda.
—Buenas noches, Excelencia —murmuró la hermana,
inclinando la cabeza—. Su señoría se encuentra dentro,
intentando dormir al joven señor. ¿Deseáis hablar con ella?
—Si es usted tan amable, hermana. Tengo un mensaje
del rey para ella.
—Se lo diré, Excelencia. Aguardad aquí, por favor.
La hermana se retiró y Morgan se volvió para
contemplar la oscuridad, fuera del círculo de luz. Después
de unos pocos segundos, se oyó otro susurro en la entrada y
apareció una figura distinta. Lady Richenda lucía una etérea
túnica blanca cubierta por un manto azul cielo. Su cabello
del color del fuego pendía suelto por la espalda. En un
candelabro de plata llevaba una única vela que le
alumbraba el rostro con su luz dorada.
—Señora. —Se inclinó Morgan, tratando de no mirarla
con insistencia.
Richenda se dejó caer con la más leve de las
reverencias e inclinó la cabeza.
—Buenas noches, Excelencia. La hermana Luke me ha
dicho algo acerca de un mensaje del rey.
—Sí. Supongo que habréis oído algo acerca del retraso
que hemos sufrido esta tarde, antes de llegar al
campamento.
—Así es. —Fue una respuesta clara y directa. La mujer
bajó los ojos—. Pasad, por favor, Excelencia. Vuestra
reputación deryni no se verá favorecida si permanecéis de
pie fuera de mi tienda.
Morgan sonrió y bajó la cabeza para entrar.
—¿Acaso preferís que me vean entrar en vuestra tienda,
señora?
—La hermana Luke puede dar testimonio de la rectitud
de nuestro encuentro, Excelencia —replicó la mujer, con una
ligera sonrisa—. Dispensadme un momento mientras voy a
ver si el pequeño duerme bien.
—Desde luego.
El pabellón estaba dividido, en su interior, por una
cortina densa aunque translúcida de género azul real. Veía
el resplandor de la vela, a medida que Richenda se movía
por detrás de la cortina, pero no alcanzaba a distinguir los
detalles. Presumiblemente, en la segunda recámara
estuviesen los aposentos de la condesa, su hijo y la
hermana Luke, ya que allí donde él aguardaba no había
señales de nada que se pareciese a un dormitorio. En el
compartimento donde se encontraba, había dos sillas
plegables de campaña, unos pocos baúles y un pedestal con
velas amarillentas cerca del mástil central de la tienda.
Habían puesto alfombras para impedir que pasara la
humedad, pero no se distinguían por su calidad; debían de
haberlas tomado de las pertenencias de Cardiel, dada la
urgencia de su partida. Deseó que la dama y su hijo no
estuviesen pasando muchas incomodidades.
Richenda volvió a asomarse a la recámara exterior y se
llevó un dedo a los labios sonrientes.
—Se ha dormido, Excelencia. ¿Deseáis entrar a verlo?
Tiene sólo cuatro años, pero estoy tan orgullosa de él…
Al ver que ése era el deseo de la mujer, Morgan asintió
y la siguió a la recámara interior. Cuando los vio entrar, la
hermana alzó la vista de unas sábanas que estaba
acomodando y se inclinó ligeramente, como para retirarse,
pero Richenda movió la cabeza y condujo a Morgan hasta el
pequeño camastro donde dormía el niño.
Brendan tenía el cabello rojizo dorado de su madre y,
hasta donde Morgan podía ver, se parecía muy poco a su
padre Bran Coris. Desde luego, en la nariz había un cierto
aire de familia, pero el resto era el linaje de su madre. Los
delicados rasgos parecían casi demasiado frágiles en el
rostro de un varón. Las largas pestañas del pequeño
enmarcaban la parte superior de los carrillos, y el cabello
brillante y desordenado, que Morgan viera por primera vez
en el carruaje, frente a San Torin, refulgía a la luz de las
velas. Morgan no recordaba el color de los ojos, pero tuvo la
certeza de que, si el niño los abriera, serían azules.
La madre del niño sonrió y abrigó al pequeño durmiente
con las mantas de pieles. Señaló a Morgan que se retirara
con ella a la recámara exterior. Mientras Morgan la seguía,
no pudo sino fijarse en otro camastro, de dosel azul y marfil.
Bruscamente, se obligó a apartar de su mente la imagen del
lecho, al ver que Richenda volvía a mirarlo.
—Os agradezco que hayáis venido, Excelencia —
empezó Richenda. Se sentó en una de las sillas y le indicó a
Morgan que ocupara la otra—. Debo confesar que estos días
pasados, en Dhassa, lamenté la falta de compañía humana.
La hermana Luke es adorable, mas no habla si no se le
pregunta. Los demás… prefieren no acercarse a la esposa
de un traidor.
—¿Aun cuando la esposa del traidor ha ofrecido su
ayuda a la Corona y es una joven mujer indefensa? —
preguntó Morgan con delicadeza.
—Aun así.
Morgan bajó la vista. Se preguntó qué podría decirle a
esa criatura deliciosa que tanto lo cautivaba.
—¿Vuestra tierra natal es como Corwyn? —preguntó de
pronto.
Se puso de pie y empezó a recorrer el lugar. Los ojos de
Richenda siguieron sus pasos con rostro inexpreviso.
—Un poco, pero no hay tantas colinas. Los de Corwyn,
sois dueños de las montañas más hermosas de esta región.
Bran dice que… —La voz se le quebró. Volvió a comenzar—:
Mi esposo dice que, sin embargo, Marley posee ricas
granjas; acaso las más ricas de los Once Reinos. ¿Sabíais
que nunca ha habido hambre de verdad en Marley, en los
últimos cuatrocientos años? Aun cuando otras tierras sufren
pestes y sequías, Marley subsiste. Solía pensar que era…
una señal del favor de Dios.
—¿Y ahora?
Richenda se miró las manos que tenía sobre el regazo y
se encogió de hombros.
—Supongo que eso no cambia el pasado, pero ahora
que Bran… Ay, ¿qué sentido tiene…? No dejo de volver al
mismo tema, ¿habéis visto? Sé que lo último de lo que
desearíais hablar en vísperas de una batalla es de un conde
traidor. ¿Para qué os ha enviado el rey, Excelencia?
—En parte, por lo que sucedió hoy, señora —respondió
tras una brevísima pausa—. Dijisteis haber oído las causas
de nuestra demora, ¿tenéis conocimiento del grado…?
—Cadáveres decapitados, empalados en estacas de
madera —lo interrumpió con voz tajante—. Uniformes de
Cassan en cuerpos destrozados, cuyas heridas no
guardaban relación con las vestimentas. —Lo miró a los ojos
—. ¿El rey os ha enviado para que me preguntarais si, en mi
opinión, fue mi esposo quien hizo esas cosas, Excelencia?
¿Queréis que os diga que sí, que Bran es capaz al menos de
actos semejantes? ¡Debéis saber que llevo varios días en
custodia del rey y que, por tanto, no puedo decir si mi
esposo cometió realmente semejantes atrocidades!
Morgan tragó saliva, sobrecogido por el candor y por la
magnitud de la inesperada respuesta.
—Perdonadme, señora, pero malinterpretáis al rey, y a
mí también. Nadie ha pensado nunca que pudieseis saber lo
que planeaba vuestro esposo y, en realidad, todo parece
señalar que su deserción fue estrictamente una cuestión de
oportunidad. Un hombre que planea traicionar a su rey
jamás dejaría a su esposa y a su hijo en peligro. Si habéis
tenido la impresión de que se cuestionaba vuestra lealtad,
señora, os pido disculpas. No fue ésa mi intención.
Richenda lo miró largo rato. Sus ojos azules no se
apartaron de los suyos durante unos segundos. Después, se
posaron sobre su regazo. El anillo de bodas refulgía opaco a
la luz de las velas.
—Lo siento. No tendría que haber descargado mi
frustración en vos. Tampoco debo culpar al rey de mis
aprensiones. —Su voz era firme como la roca—. Y, con
respecto a Bran, no sé si estáis en lo cierto o no. Rezo por
que su traición no haya sido premeditada. Pero, como
sabréis, era un hombre ambicioso. Incluso nuestra boda se
celebró principalmente para consolidar ciertas aspiraciones
que Bran tenía sobre unas tierras y unas fincas adyacentes
a Marley. Y, si no fue un esposo ejemplar, fue al menos un
buen padre. Ama a Brendan con todo su corazón, aun
cuando nuestra relación sea puramente formal. —Hizo una
pausa y movió la cabeza—. No, eso no es justo tampoco.
Creo que Bran llegó a amarme pasado un tiempo, aunque a
su modo. Pero, después de lo que ha sucedido hoy, no creo
que eso cambie mucho las cosas.
—Entonces, ¿creéis que nada podrá disuadirlo? —
preguntó Morgan.
No quería seguir indagando en su relación personal con
Bran. Richenda se encogió de hombros.
—No tengo modo de saberlo. Si ha intervenido en los
acontecimientos de hoy, nada que yo pueda decirle lo hará
cambiar de parecer. Acaso me escuche por el bien de
Brendan… Sigo dispuesta a intentarlo, si el rey lo permite.
—Es un riesgo innecesario, señora.
—Quizá. Pero todos debemos cumplir con el papel que
nos ha sido otorgado. El mío, tal como parece, es ser la
esposa del traidor y rogar por la vida de mi esposo. Y, sin
embargo, no puedo esperar que el rey sacrifique ejércitos
enteros por mi bien. Cuando todo esto acabe, sea cual fuere
el resultado de la contienda, a Brendan y a mí nos quedará
el nombre de un traidor. No es una perspectiva agradable,
¿verdad?
—No, no lo es —murmuró Morgan.
Richenda se inclinó contra el palo de la tienda y se
volvió para mirar a Morgan.
—Y el vuestro, Excelencia, ¿cuál es? ¿Qué pensáis ganar
con todo esto? Poseéis grandes poderes y muchas riquezas,
el rey os mira con favor y, sin embargo, apostáis todo eso a
un solo lance de dados: si Gwynedd pierde la guerra, vos no
habréis de sobrevivir; todos saben que Wencit no tolerará
en sus dominios a un deryni derrotado que, con el tiempo,
pueda amenazar su poder.
Morgan bajó la vista y se miró las botas polvorientas.
—No sé si podré responderos, señora. Como sabréis, sin
duda, toda mi vida he sido un rebelde. Nunca oculté mi
ascendencia deryni. Primero utilicé mis poderes
abiertamente para ayudar al rey Brion a conservar el trono,
hace más de quince años. Desde entonces, creo que,
indirectamente, mi propósito ha sido continuar usando mis
poderes abiertamente, con la esperanza de que todos los
deryni puedan, algún día, ser libres como yo. Sin embargo,
en ello hay también una ironía, pues ¿cuándo he sido yo
totalmente libre, como deryni?
—Habéis usado vuestros poderes. ¿O no?
—En ocasiones. —Agitó una mano despectivamente—.
Pero debo confesar que, por lo general, ello ha provocado
más desgracias que recompensas. Toda esta controversia
con los arzobispos se reduce a mi comportamiento durante
la coronación de Kelson y a los sucesos de San Torin. Sí no
hubiese habido magia de por medio, todos estaríamos a
salvo, durmiendo en nuestros hogares.
—Tal vez —convino Richenda, tranquilamente—. Pero, si
lo estuviéramos, Kelson ya no sería rey. Y dudo que, en tal
caso, vos y los demás de vuestra estirpe pudieseis dormir
bien de noche.
Morgan lanzó una risilla y recobró la compostura al ver
que Richenda no había sonreído.
—Perdonadme, señora, pero es tan raro encontrar
simpatía en alguien desconocido que ya no sé cómo
comportarme. A casi todos les resulta difícil comprender
cómo puedo admitir ciertas cosas que he hecho. Y, a veces,
hasta yo llego a preguntármelo. Hay que acostumbrarse con
el tiempo.
—¿Por qué? ¿Acaso os avergonzáis de lo que hicisteis?
Morgan la miró, con la cabeza ladeada, ligeramente
sorprendido.
—No. Si tuviera que escoger de nuevo, creo que volvería
a repetir mi historia. Desde luego, como no es posible, el
asunto se reduce a una cuestión teórica.
—Tal vez. Pero uno debe basar las decisiones futuras en
el pasado, ¿no os parece?
—Vuestra lógica es intachable, señora —admitió Morgan
a regañadientes—. Pero quizá el problema tenga raíces más
profundas de las que imagináis. Los deryni somos distintos
de los demás, como sin duda habréis observado.
—¿Tan diferentes?
Richenda le sonrió de un modo muy curioso. Luego, se
apartó ligeramente de él. Contra la luz del candelabro que
ardía detrás de ella, Morgan vio su perfil recortado en oro. Al
cabo de un momento, la mujer se volvió para mirarlo de
frente. Bajo la lumbre vivaz de las velas, su rostro aparecía
inescrutable.
—Señor, ¿podría haceros una confesión?
—No soy vuestro confesor, señora —repuso Morgan con
ligereza, y se reclinó contra un baúl de cuero.
Richenda dio unos pasos hacia él. Su rostro era una
mancha gris contra la lumbre de las velas.
—Agradezco a todos los santos que no seáis mi
confesor, pues, si lo fuerais, nunca osaría deciros lo que
ahora vais a escuchar. Hay un lazo que nos une, milord.
Llamadlo como deseéis: suerte, destino, voluntad de Dios;
aunque yo creo que es… Por favor, milord, no me miréis así.
Morgan se había quedado atónito al oír las primeras
palabras. En silencio azorado, la miraba. El hecho de que
Richenda hubiese hablado así era a la vez prodigioso y
atroz. Había creído poder controlar y ocultar sus emociones,
mas ahora que Richenda daba voz a sus sentimientos…
Apartó el rostro y desvió la mirada, en su afán por
recobrar la compostura.
—Señora, años atrás desposasteis a un hombre y
engendrasteis a su hijo. Ese hombre aún vive. Sean cuales
fueren los sentimientos que vos y él hayáis compartido o no,
sigue siendo vuestro… Richenda, tal vez tenga que matar a
tu esposo mañana. ¿Eso no significa nada para ti?
Su voz fue un murmullo en la recámara tenuemente
iluminada.
—Bran es un traidor y debe morir. Lo sé. Lloraré mi
pesar por lo que había de bueno en él. Y lloraré al ver que
mi hijo queda sin padre, pues Bran lo era. Pero, si el destino
conduce tu espada —su voz se hizo aún más suave—, o tus
poderes, para extinguir su vida mañana, no te odiaré por
ello. ¿Cómo podría odiarte, si eres mi corazón…?
—Ay, dulce mía, no debes decir esas cosas… —Cerró los
ojos para no tener que verla—. No debemos… No osemos…
—¿Acaso debo decírtelo con todas las letras? —susurró
ella, y tomó una de sus manos para acariciarla con los
labios.
Morgan dio un respingo al sentir el contacto con su piel
y se obligó a abrir los ojos para mirarla, mientras ella
tomaba su otra mano entre las suyas. Al tocarse, un
inmenso nimbo de luz resplandeciente se formó alrededor
de ellos. ¡De pronto, sus mentes se fundieron!
¡Richenda era deryni! Deryni, con todo el poder
incontenible de las más rancias familias de antaño. Deryni,
en todo su orgullo, esplendor y fuerza prodigiosa, sin asomo
de culpa. En el éxtasis prístino de su unión, lo embargó una
sensación de arrobamiento tan profunda que, en ese
instante, supo con absoluta certeza, desde lo más íntimo de
sus facultades, que había encontrado esa otra mitad de su
ser que había echado de menos toda su vida, que podría
soportar mejor todo lo que le deparara el mañana y cada
día de su futuro si esa mujer adorable permanecía a su lado.
Por fin, volvió a mirarla con los ojos y ya no con la
mente. Retrocedió y apartó las manos, sobrecogido. La
contempló un largo rato, preguntándose si la hermana
dormiría en la recámara vecina. Intimamente deseó que así
fuera, bajó la vista y la posó en la alfombra que se extendía
bajo sus pies. La realidad lo embistió como un torrente y le
lanzó a la conciencia los problemas que traería la jornada
próxima.
—Lo que ha sucedido… me hará todo mucho más difícil
mañana, ¿sabes? —le dijo a regañadientes—. Tengo
responsabilidades que cumplir, responsabilidades que asumí
mucho tiempo antes de que este sentimiento se apoderara
de mi corazón. He sido el desencadenante de gran parte de
lo que ha acontecido.
—En tal caso, te he dado mucho más por lo cual
luchar… —aventuró ella con voz tenue.
—Sí. ¿Y qué pasará si mañana me veo obligado a matar
a Bran o si intervengo en su muerte?
—Ambos sabremos que lo hiciste por las razones
debidas —replicó ella.
—¿De veras?
Antes de que pudiera responder, se oyó el ligero tintineo
de las armaduras que, fuera, se erguían en posición de
guardia y un rumor de voces en la oscuridad. Sobresaltado,
Morgan fue hasta la entrada y apartó la cortina para ver
quién se acercaba. En la distancia, asomó de las sombras
una figura vestida de negro, andando en dirección a la
tienda. Era Duncan y, por la expresión de su rostro, traía
alguna complicación.
—¿Qué sucede? —le preguntó Morgan.
Se plantó en la puerta para impedir que Duncan viese el
interior. Incómodo, el sacerdote se aclaró la garganta.
—Lamento interrumpirte, pero fui a tu tienda y no
estabas allí. Kelson quiere que veas algo.
—Iré inmediatamente.
En la tienda, Morgan buscó los ojos de Richenda una vez
más. Ya no había necesidad de más palabras. Se inclinó y
desapareció por la entrada para encontrarse con Duncan.
—Lo siento. Tardé más de lo que había pensado. ¿Qué
ha sucedido?
La voz de Duncan, inexpresiva, evitó toda referencia al
sitio del que Morgan venía.
—No estoy seguro. Esperamos que tú puedas
decírnoslo. Al parecer, los hombres de Wencit están
construyendo algo.
—¿Construyendo algo?
Pasaban por un puesto de guardia y fue tal la sorpresa
de Morgan que casi olvidó responder a la venia del
centinela. Duncan se encogió de hombros.
—Ven. Desde allí podremos escuchar mejor.
Se acercaron a los límites septentrionales del
campamento. Uno de los guardias de los puestos más
distantes se apartó de sus camaradas y se internó en la
oscuridad. Morgan y Duncan lo siguieron y, ante un gesto
del joven, se tendieron en el suelo para avanzar los últimos
metros reptando sobre el vientre. En la cresta del
promontorio, hallaron a Kelson, a Nigel y a un par de
expedicionarios, cuerpo a tierra, escudriñando la planicie
del campamento enemigo. Las hogueras de las fuerzas
opositoras se extendían al norte hasta donde el ojo
alcanzaba a ver y, en la cima del paso, las torres de los
vigías titilaban desde la cautiva ciudad de Cardosa.
Morgan recorrió la escena rápidamente, pues antes ya
había inspeccionado el llano. Entonces, se arrimó al lado de
Kelson y le propinó un codazo en las costillas.
—¿Qué es eso de que están construyendo algo?
Kelson asintió y señaló con la cabeza el campamento
enemigo.
—Escucha. Es muy débil, pero a veces el viento arrastra
mejor el sonido. ¿Qué te sugiere ese ruido?
Lentamente, Morgan proyectó sus facultades deryni
para aumentar la audición. Al principio, sólo advirtió los
sonidos habituales en todo campamento: los de las fuerzas
propias y los del enemigo. Caballos que relinchaban y
pisoteaban la tierra silenciosa; los guardias que, a voces,
llamaban a los relevos; el tintineo de las armas afiladas y
aceitadas…
Pero luego pudo desentrañar, bajo los sonidos
previsibles, otro ruido mucho más extraño y distante. Inclinó
la cabeza y cerró los ojos para escuchar mejor y, después,
lanzó a Kelson una mirada intrigada.
—Tienes razón. Parece como sí alguien martilleara sobre
madera. Y a veces se oye un hachazo…
—Eso mismo creímos nosotros —respondió Kelson, posó
el mentón sobre las manos y, una vez más, hundió los ojos
en la noche.
—¿Qué podría estar construyendo Wencit? ¿Qué hace
con hachas, maderos y mazas en medio de la noche, horas
antes de la batalla? ¿Y por qué?
XXI
El Señor ha hollado todos mis fuertes en medio de mí;
llamó contra mí compañía para quebrantar a mis
mancebos…
Lamentaciones, 1:15

Una vez que saliera el sol por completo, el día sería


inesperadamente cálido y húmedo; mas, durante el alba,
era aún apacible cuando el ejército de Gwynedd adoptó la
formación de batalla. Los hombres se habían levantado
antes de la primera luz. Entre ellos, los capitanes
supervisaban las raciones y el armamento antes de que los
sacerdotes acudieran para cumplir con los ritos sagrados.
En algunos casos, las instrucciones militares coincidieron
con los sacramentos finales, pues había mucho que decir y
poco era el tiempo. Al amanecer, los hombres se
encontraban en posición; fila tras fila, columna con
columna. Eran casi dos mil caballeros montados, cuatro mil
arqueros e innumerables soldados de infantería. Los
hombres ocuparon sus lugares sin decir palabra y hasta las
bestias parecían curiosamente serenas bajo la pálida luz de
la alborada. Todavía no se vislumbraban señales de la
actividad enemiga, aunque los soldados de Gwynedd sabían
que estaban allí, preparándose, a menos de dos kilómetros.
Mientras el sol trepaba por el oriente, detrás del enemigo,
una oleada de preguntas recorría las tropas. No se veía
señal de que comenzase la batalla.
Sobre una pequeña loma, a la derecha de las filas
centrales, Kelson y sus consejeros se habían congregado
para examinar el campo de batalla. El alba había traído
consigo la visión no del todo inesperada de las cabezas
cercenadas, coronando una serie de estacas que el enemigo
dispuso a lo largo del borde de su campamento. Warin y
Nigel se turnaban con el catalejo para escrutar los rostros
de los decapitados, en la esperanza de poder identificar a
alguien. La distancia era grande, y la descomposición,
avanzada; pero la escena surtía el efecto deseado sobre las
tropas impacientes. Aunque los de Gwynedd sabían que
Wencit intentaba destruir su entereza y que los restos tal
vez ni pertenecieran a los cassanianos caídos, no podían
estar seguros. Los ojos se entrecerraban, en un esfuerzo por
atravesar los casi dos kilómetros que separaban a ambos
ejércitos, y los labios se fruncían en tensas especulaciones,
mas todo era inútil. A cada hora, los ánimos cedían valor a
la impaciencia y a la inseguridad.
Mientras tanto, Kelson padecía sus propias tribulaciones.
En su caballo, estudiaba un mapa. Llevaba en la mano un
duro bizcocho del que no parecía percatarse. Se inclinó para
oír lo que Morgan decía sobre la situación de las unidades
de caballería de reserva. El joven monarca parecía
descansado y sereno, pero sus ojos no dejaban de posarse
involuntariamente sobre las cabezas que asomaban, como
trofeos, de la línea enemiga. Todavía no se veían señales de
Wencit ni de sus oficiales superiores. Las columnas
enemigas aguardaban inmóviles, una contra la otra, a
medida que el sol continuaba su ascenso.
Al cabo de un rato, los obispos Arilan y Cardiel
abandonaron las tropas y remontaron la loma donde se
encontraba Kelson. A pocos metros del rey, se acercaron a
Duncan y al general Gloddruth, con aspecto preocupado.
Arilan fue el primero en notar asomos de movimiento en las
tropas enemigas. Hizo avanzar el caballo y tocó la manga
de Kelson para señalarle un sitio del ejército opositor, donde
las líneas se abrían y un pequeño contingente de jinetes se
separaba del resto. Delante, uno llevaba la tradicional
bandera blanca de tregua.
—Nigel, ¿cuál es el emblema heráldico? —preguntó el
rey, mientras hurgaba en la alforja para buscar el catalejo.
—A esta distancia no lo sé, Majestad. ¿Queréis que
envíe una partida para ir a su encuentro?
—Aún no. Veamos qué hacen, primero. Gloddurth, que
uno de tus hombres se prepare.
Los jinetes se detuvieron a cuatrocientos metros de su
propio ejército. Sólo continuó la marcha hacia el centro del
campo el que llevaba la bandera blanca. Con un gesto,
Kelson indicó a Gloddruth que enviara a su soldado y,
cuando éste partió, el rey levantó el catalejo para observar
a los hombres que aguardaban abajo en el llano.
Había siete hombres montados a caballo. Cuatro de
ellos eran una escolta militar de arqueros de caballería, con
los brillantes atuendos anaranjados de la casa de Wencit y
el venado de Furstan estampado en negro sobre el pecho.
Los hombres llevaban barba y casquetes anaranjados. De la
espalda les pendían cortos arcos y, contra las rodillas,
breves espadas.
Pero los otros tres no eran simples guerreros. Kelson
creyó ver en uno a un monje o sacerdote, con sotana negra
recogida en las rodillas y manto encapuchado ceñido sobre
los hombros. Pero los otros dos eran nobles de alto rango,
brillantes como pavos reales en sus satenes y armaduras de
batalla. Arilan sospechó que uno era el duque Lionel de
Arjenol, pariente del mismo Wencit. Llevaba un manto de
seda blanca sobre la armadura y el sol se reflejaba,
cegador, sobre el peto de malla bañado en oro. Bajo la cofia
de malla asomaba una trenza de ébano y, sobre el yelmo,
brillaba una diadema ducal adornada de perlas.
El otro —y, al verlo, el rostro de Arilan adquirió un aire
más siniestro— era Rhydon de Eastmarch: un deryni de pura
estirpe, a quien Arilan no tenía motivos para apreciar,
aunque se abstuvo de decirlo. Rhydon lucía un ondulante
caftán de brocado azul y oro sobre la coraza. Kelson no
alcanzó a verle el rostro, por la distancia, ni aun con el
catalejo.
Bajó la lente. Los dos portaestandartes se habían
encontrado en el centro del llano, a casi un kilómetro.
Mantenían los caballos a raya, haciendo círculos mientras
cambiaban mensajes. Kelson buscó el rostro de Morgan para
leer su reacción y vio que el general contemplaba, detrás de
la línea del frente enemigo, un pequeño cúmulo de
banderas brillantes que se comenzaba a formar. Sobre un
pequeño promontorio, detrás del centro, se reunía un grupo
de jinetes de abolengo. Morgan gruñó, se llevó el catalejo al
ojo y lo enfocó sobre el lugar.
—Allí está Wencit —anunció en voz grave—. Ya era hora
de que apareciera. Creo que a su izquierda se encuentra
Bran.
Kelson estudió el grupo un instante y volvió a mirar al
rostro de Morgan.
—Abandonemos la idea de que lady Richenda trate de
persuadir a Bran Coris, no es lugar para una mujer. Nunca
tendría que haberla dejado venir.
Morgan se encogió de hombros y guardó el catalejo en
el estuche que llevaba a la altura de la rodilla.
—Creo que te habría costado disuadirla, príncipe. Traté
de hacerla entrar en razones la noche anterior y… en fin…
es una mujer muy orgullosa.
—Lo sé —suspiró Kelson.
Se volvió en la silla de montar, mientras Duncan
cambiaba opiniones con un capitán de guardia. Acercó su
corcel de guerra. Los jinetes con las banderas galopaban
hacia las filas de Gwynedd, en un aleteo de seda blanca.
—Según nuestros vigías, el hombre de Wencit es el
barón Torval de Netterhaven —anunció Duncan—. Es uno de
los oficiales de alto rango de Wencit. Le han ordenado venir
a entregar un mensaje, fuertemente respaldado por los
arqueros.
Kelson asintió y se volvió a Morgan.
—No supondrás que Wencit quiere ofrecernos los
términos de una negociación, ¿verdad?
—Es muy poco probable, príncipe. Y en tal caso, se
tratará de términos inaceptables para ti. Así se juegan estas
cosas. Yo supondría que se trata de otro intento de
intimidarte. Ten cuidado con lo que le dices.
Los dos jinetes se acercaron. Entonces, la línea se
separó y un grupo de caballeros montados rodeó al
mensajero enemigo para escoltarlo hacia el promontorio
donde Kelson lo aguardaba. El hombre llevaba la cabeza
desnuda y, al tirar de las riendas a pocos metros, dejó
asomar sus modos arrogantes y suficientes. Bajo la luz del
sol, el sobretodo de satén engastado de joyas lanzó reflejos
y destellos cuando el hombre se inclinó apenas desde la
silla de montar. No tendría más de veinte años.
—¿Kelson de Gwynedd?
—Con él hablas. Di tu mensaje.
El joven volvió a inclinarse, con una sonrisa taimada en
el rostro.
—Me llamo Torval de Netterhaven, señor, y traigo los
saludos de mi señor el duque Lionel, cuñado de nuestro rey.
—Con la cabeza, indicó el pequeño grupo que aguardaba, a
lomos de caballo, cerca del centro de la planicie—. Su
Excelencia el duque acude, por petición de nuestro señor el
rey Wencit, para proponer los términos de la batalla
venidera. Desea que vos y un número igual de vuestros
hombres se acerque al llano abierto a conversar sobre la
cuestión.
—¿Ah, sí? —repuso Kelson, sarcásticamente—. ¿Y por
qué tendría que hablar yo con un simple duque? ¿Por qué
poner en riesgo mi seguridad si tu rey no se atreve a
hacerlo? Wencit no se encuentra en el llano, por lo que veo.
—En tal caso, nombrad a otro en vuestro lugar —ofreció
Torval, con desenvoltura—. Permaneceré como rehén hasta
que vuestros hombres regresen a salvo.
—Entiendo.
Kelson habló con tono glacial. Clavó sus ojos de acero
helado sobre Torval hasta que el joven lord torentino no tuvo
más remedio que bajar la vista. Entonces, Kelson miró a
Morgan y a sus otros generales y tomó las riendas.
—Muy bien. Hablaremos con tu duque Lionel. Tío Nigel,
quedarás al frente del ejército hasta mi regreso. Morgan, tú
y Arilan me acompañaréis a la reunión en mitad del campo.
El padre Duncan y Warin irán con nosotros un tramo del
camino, con una escolta. —Señaló a dos de los jinetes que
habían acompañado a Torval por la pendiente—. Sargento,
cerciórese de que nuestro buen barón no lleve armas y
venga con nosotros. Torval, denos su daga.
Con una risilla, Torval le tendió la corta daga que llevaba
en la cintura y dejó que lo rodearan los dos robustos
caballeros. Mientras los guardias lo conducían cuesta abajo
tras Kelson y los demás, seguía riendo entre dientes. Los
hombres del rey lanzaron vítores al verlo partir, pero,
cuando el grupo se alejó por los llanos, las filas se cerraron
y permanecieron mudas. Tras recorrer unos cuatrocientos
metros, se detuvieron un instante y sólo Kelson, Morgan y
Arilan continuaron hacia el centro de la planicie. Casi
inmediatamente, Lionel y Rhydon se separaron de su grupo
y se dispusieron al encuentro. El único sonido que
atravesaba el aire inmóvil era el sereno repiquetear de las
herraduras sobre el césped.
Kelson los vio galopar hacia él. Trató de mantener
erguida la cabeza, y las manos firmes sobre las riendas;
pero, así y todo, debieron de haber transmitido toda su
tensión al animal, pues el inmenso corcel negro comenzó a
moverse hacia un costado y a curvarse contra el freno
cuando los dos jinetes enemigos se aproximaron. Kelson
lanzó una mirada a Morgan, pero la atención del general
deryni parecía puesta en los hombres que se aproximaban.
A la izquierda de Kelson, Arilan parecía tranquilo e
imperturbable, ni la más mínima emoción asomaba a sus
facciones apacibles: casi habríase dicho que iba a la iglesia,
tal era su serenidad.
—¡Salud, rey de Gwynedd! —exclamó Rhydon, con una
ligera inclinación, cuando los dos grupos se encontraron—.
No creí que vinierais a tratar personalmente con nosotros.
Pero, no importa; mi rey os envía sus cordiales saludos.
Arilan lo miró fijamente y un músculo de su mandíbula
se tensó imperceptiblemente.
—Mide tus palabras, Rhydon. Si eres portador de
saludos, mejor sería que no fuesen cordiales. Tu reputación
te precede.
Rhydon se volvió en la silla, para inclinarse
elegantemente ante Arilan, y luego señaló a Lionel con un
gesto grácil.
—Este caballero es Su Excelencia el duque de Argenol,
cuñado del rey Wencit, como sabréis. Yo soy Rhydon de
Eastmarch. Conozco a mi señor el obispo Arilan desde
épocas de las que no osaremos hablar, por lo tanto el
desconocido de cabellos dorados que cabalga a vuestra
derecha no puede ser sino el gran Morgan. Mi señor de
Torenth os envía sus saludos especiales, Excelencia, y… un
obsequio.
Se llevó la mano a la túnica y retiró algo con el puño
enguantado. Entonces, espoleó ligeramente a su caballo en
las ancas y se puso al lado de Morgan. Cuando Rhydon
extendió la mano, Morgan lo sondeó tentativamente para
cerciorarse de que no hubiera ninguna celada, y dejó que
sus ojos se posaran sobre la mano, que se abrió
ligeramente.
—Creo que esto es vuestro —dijo Rhydon, con voz
suave, mientras en su palma aparecía una cadena con un
disco de plata—. Wencit pensó que querríais tenerlo de
nuevo. El que lo usó supo significar algo para vos, en una
época. Me temo que la cadena se ha roto.
Sin mirar, Morgan supo qué sostenía Rhydon. Sin decir
palabra, extendió su palma abierta para que Rhydon dejara
caer la medalla y sintió la esencia fugaz de Derry cuando su
mano se cerró sobre el medallón de San Camber. Pero,
cuando alzó los ojos para escrutar a Rhydon, su voz no
vaciló.
—¿Derry ha muerto?
—No. Mas quizá lo desee, si no cooperáis con nosotros.
—¿Nos amenazas con la seguridad de Derry? —masculló
Kelson.
Rhydon lanzó una risa peligrosa y bronca, entre dientes.
—No precisamente, mi joven amigo. Hemos sabido, no
importa cómo, que tenéis en vuestro poder ciertos
prisioneros de alto rango que nos son de sumo interés. Mi
señor, el rey Wencit, desea negociar un cambio: Derry, vivo
y sin daños, a cambio de nuestra gente.
—No tengo conocimiento de que poseamos prisioneros
torentinos, Morgan. —Kelson frunció el ceño—. ¿A quién te
refieres, Rhydon?
—¿Dije que eran torentinos? Ah, perdonad mi
imprecisión. Los prisioneros son la condesa de Marley y su
joven hijo, lord Brendan. El conde Bran desea el regreso de
su familia.
Los ojos de Morgan se abrieron desmesurados y el
corazón se le hizo un guiñapo, pero no se atrevió a mirar a
Kelson. Sintió el asombro del rey ante la petición y supo
que, momentáneamente, se sentiría confundido ante las
palabras de Rhydon, pero sabía también que esa decisión
estaba en manos de Kelson, fuera cual fuese el sentimiento
personal de Morgan. No podían hacer el intercambio,
Morgan lo sabía; pero no quería ser él quien sellara la
muerte de Derry. El joven lord de la Frontera merecía una
suerte mejor, aunque Morgan no pudiera dársela.
El puño de Morgan se cerró alrededor de la medalla y,
bajo los guantes de cuero, los nudillos perdieron el color,
pero no dejó que su pétrea mirada se apartara del rostro de
Rhydon. Kelson se revolvió incómodo en la silla y, tras una
pausa, decidió volver a clavar sus ojos sobre el portavoz del
enemigo. Arilan nada dijo. Él también advertía que la
decisión estaba en manos del rey y adivinaba cuál sería.
—Ofreces un intercambio —comenzó Kelson, con
cautela—. Pero, aunque estuviéramos dispuestos a
contemplar la posibilidad, ¿cómo podemos estar seguros de
que Derry sigue vivo y de que no ha sufrido daños, como
dices?
Rhydon se inclinó, condescendiente, y giró para hacer
señas a un escolta que aguardaba. De inmediato, la figura
con hábito negro que Morgan había creído era un monje se
separó de la compañía y comenzó a cabalgar lentamente
hacia ellos. Cuando el caballo se movió, la caperuza le cayó
por detrás de los hombros. Al detenerse el corcel, a pocos
pasos de Rhydon y de Lionel, el hombre miró brevemente a
Morgan a los ojos, mas no dijo nada. No cabían dudas: era
lord Sean Derry.
Kelson miró con severidad a los dos emisarios enemigos
y, deliberadamente, hizo avanzar su caballo por entre ellos
para aproximarse a Derry. Cuando el joven lord miró a su
rey, el rostro perdió todo color. Kelson vio que ceñía la cruz
de la silla con todas sus fuerzas. Derry sabía lo que se
jugaba y cuál debía ser la decisión. De repente, el rey se
dirigió a Derry con todo su corazón.
—¿Eres tú realmente, Derry? —preguntó en voz baja.
—Ah, Majestad, me temo que sí. Me capturaron poco
después de conocer la traición de Bran Coris. No hubo forma
de que pudiera advertiros. Lo siento.
—Lo sé —susurró Kelson.
Tendió la mano para posarla sobre la muñeca de Derry
en un gesto afectuoso, sin mirarlo a los ojos, y movió el
caballo hacía su lugar, por entre Lionel y Rhydon. El
sobretodo púrpura acentuaba la palidez de sus rasgos, pero
las manos iban firmes sobre las riendas.
—Perdóname, Derry, pero sé que entenderás lo que
debo hacer. No puedo permitir que una mujer y un niño
sean usados como peones de un juego. —Levantó la vista y
miró a Rhydon de frente—. Caballero, decidle a vuestro amo
que no se acepta el intercambio. Lady Richenda y su hijo
están sin duda a mi cuidado y nada malo les sucederá, pero
no os los entregaré, en ninguna circunstancia. Nada tienen
que ver con la traición de lord Bran y no pediría ni permitiría
que se entregaran al control de mi enemigo, ni siquiera para
salvar la vida de uno de mis nobles más apreciados y
valiosos.
Al escucharlo, Derry sonrió con una nota de osadía y
desafío y bajó la cabeza con resignación. Rhydon asintió,
lentamente.
—Esperaba vuestra respuesta, joven lord. Lo
comprendo. Desde luego, es inútil suponer que mi señor
Wencit no se encolerice y busque la venganza. No está
acostumbrado a dejar de cumplir las promesas hechas a
quienes le sirven bien. Sospecho que tendréis que pagar un
precio muy alto por vuestra decisión.
—No esperaba otra cosa.
—Muy bien, entonces.
Rhydon se inclinó sobre la montura, hizo girar el caballo,
escoltado por Lionel, e indicó a Derry que regresara a su
lugar anterior. Al obedecer, Derry se atrevió a lanzar una
mirada a Morgan, pero retornó a las filas enemigas con la
cabeza alta y digna. Morgan sintió una punzada de dolor
cuando lo vio alejarse, pues supo que Derry se encaminaba
a la muerte. Incapaz de seguir mirando, también él hizo
girar el caballo hacia sus filas y Kelson y Arilan lo siguieron
sin decir una palabra. Como Derry, no miraron atrás.
Duncan McLain vio que los tres jinetes se acercaban a él
y a su rehén y, por los semblantes, supo que el encuentro
no había sido fructífero. Adivinó que el tercer jinete que
marchaba con el enemigo debía de ser Derry —lo alcanzó a
ver por el catalejo— y comprendió la decisión que debía de
haberse tomado.
Al lado de Duncan, en su caballo, aguardaba el altanero
lord Torval, refulgente en su sobretodo de satén bajo el sol.
El rostro del joven estaba sereno y casi parecía perderse en
un trance. Tenía las manos ligeramente posadas sobre la
perilla de la montura y, por un instante, Duncan tuvo la
impresión de que el joven lord no estaba realmente allí, tal
era la despreocupación que parecía sentir ante su propia
seguridad. A la derecha de Torval, Warin jugueteaba con la
empuñadura de la espada, nervioso como un gato ante la
escena que acababa de presenciar. Los dos guardias
aguardaban detrás y sus ojos tenebrosos iban del prisionero
al rey, que regresaba con sus acompañantes. El cuadro, de
incongruente serenidad y paz, era irreal como un sueño. En
un instante, Duncan supo que no podría durar.
Y, entonces, sucedió. Antes de que los jinetes hubieran
podido apartarse más que unos metros del sitio del
encuentro, se oyó un movimiento repentino detrás de las
filas enemigas. De pronto, se alzaron enérgicamente
cincuenta mástiles sólidos y fueron introducidos en una
idéntica cantidad de hoyos preparados para recibirlos. Cada
palo terminaba en un madero firmemente enclavado para
formar un T. De cada brazo de la T pendía una cuerda y, en
cada extremo, un lazo. Cuando los mástiles quedaron
encajados en los agujeros, Duncan se llevó el catalejo al ojo
para espiar y no pudo sino lanzar un gemido ahogado: cien
prisioneros eran obligados a situarse bajo las horcas,
vestidos con los uniformes azules, plata y carmesí de
Cassan.
Hacia el centro de la hilera, izaron un estandarte: la
bandera ducal de Cassan, del padre de Duncan. Y, entonces,
hicieron subir por la plataforma a un hombre alto y de
cabellos grises, que lucía en el sobretodo el león durmiente
y las rosas de Cassan. Cuando le pasaron el lazo por el
cuello, Duncan dejó escapar un grito: ¡era el duque Jared!
Los soldados enemigos fueron ajustando el lazo, con
deliberada lentitud, alrededor de su cuello.
Mudo de horror, Duncan vio que apretaban las cuerdas
alrededor de la garganta de los otros cien hombres y que
hacían poner de pie a cada prisionero sobre unas rocas
bajas que había bajo la cruz de las horcas. Dos hombres por
cada palo, con las manos brutalmente atadas a la espalda.
Vio que Morgan, Kelson y Arilan se detenían en el campo, a
cien metros de allí, para girarse y mirar boquiabiertos.
Kelson trató de controlar su caballo, que se encabritaba y
retrocedía, nervioso.
Entonces se oyó un grito de alegría en las filas
enemigas, tiraron de las cuerdas y los prisioneros quedaron
bailoteando en el aire, ahorcados.
Del ejército de Gwynedd, nació un rugido de furia, un
aullido de ira que sacudió el aire con su vehemencia. Y,
luego, sucedieron tres cosas a la vez.
Warin, con un grito estrangulado de indignación, extrajo
su espada y la hundió en el vientre de lord Torval, que
seguía sonriendo. Su estocada se clavó un segundo antes
que la de Duncan, cuyo rostro había perdido toda
humanidad tras el horror de la muerte atroz de su padre.
Con los labios blancos y mientras trataba de controlar
su caballo desbocado, Kelson salió al galope con Arilan y
Morgan hacia su ejército, haciendo señas desesperadas a
Warin y a Duncan de que retrocediesen.
Pero, tras un segundo de vacilación, Morgan hizo girar
su corcel y rompió a galopar hacia Rhydon y Lionel, con la
espada como un rayo en la mano.
—¡Derry! —exclamó mientras corría, con el rostro gris
de furia impotente.
Detrás, las filas del ejército real se lanzaban hacia
delante, dispuestas a atacar, mientras Morgan aullaba el
nombre de su amigo una y otra vez.
Al oír el grito de Morgan, Derry giró la cabeza, tiró de las
riendas y miró la escena, boquiabierto. En un instante de
indecisión, captó la imagen: los cuerpos que oscilaban de
las horcas tras las filas enemigas, Rhydon y Lionel que
espoleaban los caballos al oír el grito de Morgan, y el mismo
Morgan que se abalanzaba hacia ellos a toda carrera, con la
espada en lo alto y el desafío en la garganta.
Derry hizo girar el corcel y comenzó a huir hacia
Morgan, trazando instintivamente una diagonal que lo
alejara de Rhydon y de Lionel. Los lores enemigos estaban
muy cerca: cuando Derry giró, se encontraban a diez metros
de él. Vio que Morgan se aproximaba veloz a los pesados
corceles torentinos y que casi se había puesto al lado del
inmenso bayo de Lionel. Pero, tras él, los arqueros de la
caballería de Rhydon empezaron a poner las flechas en las
cuerdas.
Lionel trató de interponerse en el camino de Derry para
impedirle escapar, pero Morgan ya había llegado hasta él.
Tiró de la cabeza de su caballo hacia la izquierda y arrojó el
peso del animal contra el de Lionel. La bestia se tambaleó y
cayó al suelo cuando la bota de Morgan le propinó un
salvaje puntapié. Lionel rodó antes de que el caballo se
golpeara contra el césped. Entonces, Morgan partió como
un rayo hacia Rhydon mientras Lionel se incorporaba y
tomaba las riendas de su caballo vacilante. Una lluvia de
flechas comenzó a abatirse sobre ellos, desde la escolta
torentina; mas las saetas rebotaron, inofensivas, contra los
cascos de acero y las armaduras de Morgan y de Rhydon.
Sin embargo, los caballos estaban desprotegidos, y un
disparo azaroso atravesó la cabalgadura de Rhydon por la
garganta y lo hizo caer, con un aullido, de rodillas. Rhydon
fue a parar al suelo junto con su caballo y, tras ponerse
rápidamente de pie, echó a correr hacia Lionel, que venía
nuevamente al galope. Movía los brazos desesperadamente
para que los arqueros dejaran de disparar, pero, mientras
Morgan se ponía delante de Derry para protegerlo, una
flecha se incrustó en la espalda de su joven amigo, en el
mismo instante en que los arqueros bajaban los arcos.
Morgan tiró del cuerpo de Derry, desvanecido, para subirlo a
su silla y partió hacia sus filas a todo correr, mientras
Rhydon trepaba al corcel de Lionel para ir en dirección
contraria. Con ojos alarmados, Morgan lanzó una mirada
sobre su hombro y vio que Rhydon imprecaba a los aires
mientras huía con Lionel en busca de refugio. Sujetó el
cuerpo inerte de Derry en la montura y se inclinó sobre el
animal mientras devoraba la distancia hacia las tropas de
Gwynedd.
Pero el ejército no tenía sosiego. Los hombres se
apretujaban con furia contra la línea del frente, con las
espadas desnudas y las hachas blandidas bajo el sol
cegador. Kelson recorría el frente con determinación, en su
afán por contener a los oficíales, pero ni siquiera Kelson
podía estar en todas partes a la vez. Los hombres rugían,
tras la vanguardia, con creciente violencia. Sacudían las
lanzas y las espadas ante el espectáculo macabro de lo que
el enemigo acababa de hacer con sus camaradas.
—¡Enfundad las armas! —gritaba Kelson—. ¡Deteneos,
os digo! ¿No comprendéis? Quiere que ataquemos.
¡Envainad! ¡Os lo ordeno!
El griterío impedía que se escucharan sus palabras.
Cuando las líneas se abrían para dejar pasar a Morgan y a
Derry, inerte, el flanco de la izquierda comenzó a avanzar
por propia iniciativa y sus oficiales ya no pudieron controlar
tanta fuerza. Kelson los vio aparecer e hizo un último y vano
intento de contenerlos. Al ver que de nada servía, tiró del
hocico del caballo y se lanzó a galopar por delante de los
hombres. Se detuvo bruscamente e hizo girar al negro
corcel en una maniobra perfecta. Entonces, cuando el
animal quedó inmóvil, dejó caer las riendas y se puso
ligeramente de pie sobre los estribos. Lanzó la cabeza atrás
y alzó los brazos al cielo, pronunciando palabras prohibidas
que sólo oyó el viento.
De las puntas de sus dedos empezaron a brotar lenguas
de luz, como un fuego escarlata, que dibujaron sobre la
hierba tierna una barrera de fulgor púrpura y sangriento.
Los jinetes que habían roto filas se detuvieron entre el
horror y la confusión y los corceles, despavoridos, se
encabritaron ante las llamas carmesí que brotaban de la
línea inflamada.
En las líneas torentinas no hubo movimiento. Rhydon,
Lionel y la escolta de arqueros habían llegado a resguardo
mientras en el ejército de Kelson cundía el desorden. Pero
no era eso lo que afligía a Kelson. Bajó los brazos, lanzó su
orgullosa mirada Haldane a los hombres y, sólo entonces, la
soldadesca cerró la boca aterrorizada y regresó a su sitio a
todo galope, en su afán de poner orden en el caos. En
ambos ejércitos, se hizo el silencio cuando Kelson abrió los
brazos nuevamente y pasó las manos, palmas hacia abajo,
sobre el fuego que había encendido. Las llamas murieron y
el aura púrpura que lo había rodeado cual manto real se
desvaneció por completo. El rey de Gwynedd volvió a ser un
humano.
Cuando Kelson tomó las riendas y giró la cabeza para
observar al enemigo, no se oyó un solo sonido. Recorrió las
filas torentinas con sus inmensos ojos grises, atesorando en
la memoria cada bandera, cada detalle de los cadáveres
que pendían de las horcas. Luego, al cabo de un rato, desvió
la cabeza hacia su ejército y tornó a marchar hacia allí, al
paso, con porte real e imponente. Se hizo un silencio
sepulcral hasta que estuvo ante la línea del frente.
Entonces, una espada solitaria comenzó a batir contra el
escudo en son de aprobación. El repiqueteo halló eco en
otras espadas, que fueron más y más, hasta que todo el
ejército se encontró vibrando en una música de acero contra
cuero, madera y metal. Kelson tiró de las riendas con la
cabeza erguida ante ellos, y, pasado un momento, levantó
una mano para imponer silencio. Morgan miraba la escena
atónito, con el cuerpo exánime de Derry cruzado en la silla.
Azorado, observó esos ojos reales que, lentamente,
volvieron a ser los de siempre.
—¿Ha muerto? —preguntó Kelson, en voz baja.
Morgan sacudió la cabeza e indicó a dos soldados que
se acercaran para retirar a Derry.
—Todavía no. Pero es una mala herida. Capitán, llame a
Warin. Creo que podrá sanar.
—Ocúpese de ello —ordenó Kelson—. Morgan, ¿qué
opinas del pequeño espectáculo que nos acaba de ofrecer
Wencit?
Morgan trató de adaptarse a la nueva situación; lo
sorprendía que Kelson pudiera dejar de lado sus propios
actos con tanta rapidez para ir directo al grano.
—Quería que nos lanzáramos a la batalla antes de que
estuviéramos preparados, príncipe. Y, sin embargo, no creo
que él mismo esté en condiciones de luchar. No lo
comprendo.
—Ésa fue también mi impresión —asintió Kelson. Se
volvió en la silla para observar a Duncan—. ¿Estás bien,
padre Duncan?
Duncan alzó la cabeza y miró a Kelson un instante con
los ojos vacíos. Luego, asintió lentamente. Había envainado
la espada, pero sus manos seguían teñidas de sangre, del
rehén que Warin y él acababan de matar. Miró a las líneas
enemigas, a los cuerpos bamboleantes y a sus propias
manos sangrientas.
—Maté a ese rehén presa de la furia, Majestad. No debí
haberlo hecho. Tendría que haber refrenado mi espada.
—No. —Kelson negó con la cabeza, solemnemente—.
Warin y tú me habéis ahorrado el trabajo de hacerlo yo
mismo. Cuando Torval vino aquí, sabía que su vida estaba
condenada si Wencit cometía alguna traición.
—Un acto correcto, por razones equivocadas… —
Duncan sonrió con cinismo—, para mí sigue siendo
incorrecto, Majestad.
—Tal vez. Pero puedo perdonarlo. Habría…
—¡Majestad! Wencit viene hacia nosotros… —gritó un
hombre de pronto.
Kelson giró como un rayo sobre la montura, esperando
ver que toda la horda torentina se abalanzaba contra ellos.
En cambio, sólo un grupo de jinetes se apartaba de las filas
enemigas: un soldado con el estandarte de Wencit, cuyo
venado parecía saltar en un círculo de negro y plata, Lionel
y Rhydon, una figura esbelta y altanera que sólo podía ser
Bran Coris… y el mismo Wencit. Los jinetes se aproximaban
a paso veloz. Una vez más, parecían encaminarse hacia el
centro del campo de batalla. Los ojos de Kelson se
entrecerraron para observar el avance.
—Es una trampa —murmuró Duncan, clavando sus ojos
de hielo sobre los jinetes—. No quieren parlamentar, sino
tendernos una celada. No os fiéis de ellos, Majestad.
—Morgan, ¿qué opinas? —preguntó Kelson, sin apartar
los ojos del rey de Torenth.
—Estoy de acuerdo en que no son de fiar, príncipe. Pero
me temo que tendremos que parlamentar otra vez, aunque
no tengo más razones que Duncan para amar al enemigo.
—Bien dicho —repuso Kelson—. Obispo Arilan, ¿vendréis
con nosotros una vez más? Valoro vuestro consejo.
—Lo haré, Alteza.
—Bien. Duncan, quisiera que vinieras conmigo también,
pero, dadas las circunstancias, no te obligaré. ¿Crees poder
contener tu ira un poco más?
—No os daré motivo de preocupación, príncipe.
—En tal caso, partamos. Nigel, te quedarás al frente del
ejército hasta que regrese.
Kelson envolvió las riendas en la mano izquierda y miró
a un lado. Un joven barón, de pie, sostenía el estandarte con
el león real. Con una sonrisa oscura, Kelson hizo avanzar el
caballo hasta el hombre, extendió una mano enguantada y
cerró el puño alrededor del mástil. El barón se detuvo un
instante, lanzó una ancha sonrisa a su rey y levantó el
extremo del estandarte para ponerlo en el estribo de Kelson.
Cuando el monarca enderezó el pendón a su derecha, la
tropa rompió a vitorear. La brisa del mediodía poseyó la
seda escarlata y la hizo henchirse bajo el sol.
Luego, mientras el león aleteaba mecido por el viento,
Kelson giró el caballo hacia el enemigo y espoleó al animal.
Su gran corcel negro dio unos pasos menudos y relinchó
ante Morgan, Duncan y el obispo Arilan, rumbo al encuentro
con el enemigo deryni.
XXII
Arco y lanza manejarán, serán crueles y no tendrán
compasión, su voz sonará como la mar y montarán sobre
caballos, en formación, como hombre en combate, contra
ti…
Jeremías, 50:42

—Conque tú eres Kelson Haldane.


Wencit hablaba con voz suave, culta, y con modales
avasalladoramente confiados. Kelson lo odió en ese mismo
instante.
—Me alegra que podamos discutir de un modo civilizado
el asunto que nos convoca, como dos adultos… —prosiguió
Wencit, mirando a Kelson de arriba abajo, con desdén, y
agregó—: O casi adultos.
Kelson no se permitió el lujo de responder con la
insolencia que deseaba. En cambio, le devolvió palmo a
palmo la mirada cuidadosamente estudiada de Wencit, y
sus ojos grises absorbieron y confiaron a la memoria cada
detalle del deryni pelirrojo y esbelto al que llamaban Wencit
de Torenth.
Wencit montaba su gallardo corcel dorado como si
hubiera nacido sobre la silla. Sus manos enguantadas
sostenían ligeramente las riendas anchas de terciopelo,
adornadas con detalles en oro.
En el ronzal de la brida, aleteaba una pluma de color
púrpura, que la brisa mecía cada vez que el dorado corcel
sacudía la cabeza y resoplaba hacia el negro caballo de
Kelson.
Vestía un atuendo de oro y púrpura. Salvo la cabeza,
cada parre de su cuerpo iba envuelta en una malla de
acero, bañada en oro y cubierta por la capa de suntuoso
brocado oro y escarlata que caía desde el collar de oro
tachonado de alhajas. Las muñequeras, engastadas de
joyas, terminaban en el borde de sus guantes de cabritilla,
finamente repujados y el sobretodo, de tela de oro, iba
sujeto por una pesada cadena que refulgía por delante del
cuello. La corona, de exquisita orfebrería, era de oro, perlas
y gemas de brillante colorido. Sobre cualquier otro hombre,
el efecto habría sido ridículo, pero sobre Wencit era
sobrecogedor. Casi sin quererlo, Kelson comenzó a sentir el
influjo que lo subyugaba ante ese hombre resplandeciente,
montado sobre el viril corcel de guerra. Se obligó a
desembarazarse de la fascinación, sentándose con el torso
más erguido y alzando la cabeza altanera. Dejó que sus ojos
escrutaran a la compañía de Wencit: el burlón Rhydon, el
hipócrita Lionel, el traidor Bran, que aún no se atrevía a
mirarle de frente. Toda su atención se centró en Wencit,
entonces. Clavó sus ojos de pedernal sobre el hechicero y
no parpadeó ante el contacto.
—A juzgar por tus palabras, veo que te consideras un
hombre civilizado —dijo Kelson, con cautela—. Por otro lado,
la matanza brutal de cien prisioneros indefensos no parece
haber sido calculada para demostrar el más mínimo grado
de civilización.
—No, en efecto —convino Wencit con modos afables—.
Pero sí para demostrar hasta dónde puedo ir, si es
necesario, con tal de hacerte considerar la propuesta que
voy a transmitirte.
—¿Propuesta? —Kelson rió con desdén—. Supongo que
no me supondrás dispuesto a negociar contigo tras la
brutalidad que acabamos de presenciar. ¿Por qué clase de
necio me tomas?
—Ah, por un necio, no… —se rió Wencit—. Tampoco soy
tan insensato para subestimar la amenaza que representas,
aunque todos sabemos que vas a pelear contra quienes te
superan. Es casi una lástima que tengas que morir.
—Hasta que eso sea un hecho consumado, sugiero que
tus palabras se dirijan a otras cuestiones. Di lo que tengas
que decir, Wencit. Las horas pasan.
Wencit sonrió y se inclinó ligeramente en la silla.
—Dime, ¿cómo se encuentra mi joven amigo Derry?
—¿Cómo tendría que estar?
Wencit chasqueó la lengua, en son de reprobación, y
meneó la cabeza.
—Vamos, Kelson, concédeme cierta inteligencia. ¿Por
qué iba a ordenar la muerte de Derry? Era la prenda por la
cual pensaba trocar la familia de lord Bran. Te aseguro que
los arqueros actuaron sin esperar mis órdenes y que han
sido castigados por ello. ¿Derry vive?
—Eso no es de tu incumbencia —respondió Kelson, con
parquedad.
—En tal caso, vive. Esto está bien. —Wencit asintió,
sonrió apenas y se miró ios guantes, antes de volver a posar
su mirada sobre el joven rey—. En fin, he venido a decirte lo
siguiente: en lo que a mí respecta, no es necesaria una
contienda entre nuestros ejércitos. Podemos zanjar nuestras
diferencias sin que por ello deban morir tantos hombres a
mansalva.
Kelson entrecerró los ojos, suspicaz:
—¿Y qué alternativa tienes pensada?
—Un combate personal. O, mejor dicho, un combate
personal pero en grupo: un duelo a muerte por magia.
Deryni contra deryni: yo, Rhydon, Lionel y Bran contra ti y
otros tres que quieras designar. Supongo que tu elección
lógica sería Morgan, McLain y, quizá, tu tío real, pero, desde
luego, eres libre de escoger a quienes te parezca. En otros
tiempos, se solía llamar reto arcano a este combate.
Kelson lanzó un suspiro desdeñoso y miró a Morgan, a
Arilan, a Duncan… La propuesta de Wencit lo inquietaba; la
idea del duelo arcano lo inundaba de temor. Debía de haber
alguna treta implícita y era imperativo que descubriera de
qué se trataba.
—Tu ventaja en semejante contienda es obvia: tú y los
tuyos sois deryni instruidos en el uso de vuestros poderes;
la mayoría de nosotros no lo es. Y, así y todo, pese a tus
ventajas, no deja de asombrarme que un hombre como tú
arriesgue tanto en una batalla. ¿Qué omites decirme?
—¿Me crees capaz de subterfugios? —preguntó Wencit,
enarcando una ceja con fingida sorpresa—. Bien, quizá
tengas razón. Pero había pensado que las otras ventajas de
este método eran lo bastante evidentes: si nuestros
ejércitos se enzarzan en combate aquí, será destruida la flor
y nata de nuestra nobleza. ¿De qué me sirve un reino
muerto, un reino habitado sólo por mujeres, ancianos y
niños?
Kelson clavó sus ojos en los del enemigo.
—No tengo más deseos que tú de perder mis mejores
hombres en la batalla. Si hoy libramos combate, las
consecuencias perdurarán durante toda una generación.
Pero no puedo fiarme de ti, Wencit. Aunque hoy te derrote,
¿quién sabe qué nos traerá la primavera siguiente?
¿Quién…?
Wencit echó la cabeza, atlas y lanzó una carcajada. Sus
compañeros se sumaron con risas burlonas. Kelson se
revolvió incómodo en la silla, pues no creía haber dicho
nada particularmente gracioso. Pero, al mirar a Morgan,
advirtió que el general sí lo sabía. Iba a hablar cuando
Wencit, de pronto, dejó de reír e hizo avanzar su corcel unos
pasos.
—Perdóname, joven príncipe, pero tu ingenuidad es
conmovedora. He propuesto una cuádruple batalla a
muerte. En tales circunstancias, los perdedores no estarían
en condiciones de representar peligro alguno para los
victoriosos; a menos, claro, que creas que se puede regresar
de la tumba.
Kelson lanzó un resoplido desdeñoso; había escuchado
cosas aún más extrañas de Wencit a lo largo de los años.
Pero se obligó a apartar la idea de su mente y a pensar en
lo que su contrincante acababa de proponer: un combate a
muerte, por medio de magia. Aparentemente, su vacilación
no le sentó bien a Wencit, pues el monarca resplandeciente
frunció el ceño y se acercó hasta coger las riendas de
Kelson con sus manos enguantadas.
—Por si no lo has notado, soy un hombre impaciente,
Kelson. No me agrada que haya interferencias en mis
planes. Si piensas rechazar mi propuesta, sugiero que te
deshagas de la idea ahora mismo. Te recuerdo que conservo
aún en mi poder unos mil hombres de tus fuerzas, cautivos.
Y hay maneras mucho más atroces de morir que la horca.
—¿Y cómo se supone que debo interpretar tus palabras?
—murmuró Kelson con voz glacial.
—Si no aceptas mi reto, lo que viste en esta última hora
no será nada. A menos que tu palabra lo impida, cuando
caiga el sol haré despedazar a doscientos de tus hombres
delante de tu ejército. Y, cuando salga la luna, doscientos
más serán empalados vivos y abandonados allí hasta que
mueran. Si quieres salvarlos, no te aconsejo más retrasos.
Cuando Wencit describió la suerte que pensaba deparar
a sus prisioneros, Kelson creyó desfallecer. Quitó las riendas
de manos de Wencit con fuerza y le lanzó una mirada
mortífera. El rey enemigo retrocedió unos pasos con aire
indiferente. Kelson habría ido tras él, si Morgan no hubiera
interpuesto su caballo por delante para detenerlo con una
mano. Kelson miró a Morgan con furia y se dispuso a
ordenarle que se retirara, pero algo en los ojos de Morgan lo
hizo vacilar. Morgan escrutó la mirada diabólica de Wencit,
con aire helado como la bruma de la medianoche.
—Tratas de obligarnos a tomar una decisión apresurada
—manifestó con voz grave—. Quiero saber por qué. ¿Por qué
es tan importante que aceptemos el desafío según los
términos que nos impones? —Se detuvo un segundo apenas
—. ¿O hay alguna treta de por medio?
Wencit volvió la cabeza hacia Morgan para mirarlo de
frente, irritado por que Morgan hubiese osado interrumpir su
diálogo con Kelson. Paseó la vista con desdén sobre la figura
del general y habló con un dejo burlón.
—Ah, Morgan, tienes mucho que aprender de los deryni,
por mucho que sostengas pertenecer a nuestro linaje. Si
sobrevives, descubrirás que hay antiguos códigos de honor
referidos a nuestros poderes que ni siquiera yo me atrevería
a transgredir a sabiendas. —Volvió a mirar a Kelson—. Te he
ofrecido un duelo formal según las leyes establecidas por el
Consejo Camberiano hace más de dos siglos, Kelson. Hay
leyes mucho más pretéritas, que también yo debo obedecer.
He solicitado y recibido permiso del Consejo para librar este
duelo con vosotros según los términos que he señalado, con
la presencia de los arbitros del Consejo. Te aseguro que no
podría haber traición de por medio con semejante
mediación rectora.
Consternado, Kelson frunció las cejas.
—¿El Consejo Camberiano…?
Arilan lo interrumpió en mitad de la frase y habló por
primera vez.
—Señor, perdonaréis mi intrusión, mas Su Majestad no
está preparado para responder a un desafío como el que
hoy acabáis de proponer. Comprenderéis que deba tomarse
su tiempo para consultar con sus consejeros, antes de dar
una respuesta definitiva. Si acepta, las vidas y las fortunas
de miles de hombres dependerán del talento de sólo cuatro
individuos. Convendréis conmigo en que no es una decisión
que pueda tomarse a la ligera.
Wencit se volvió para estudiar a Arilan como si fuera
algún insecto molesto.
—Si el rey de Gwynedd se siente incapaz de tomar una
decisión sin consultar con sus subalternos, obispo, es su
debilidad, no la mía. Sin embargo, mi advertencia subsiste.
Kelson, si no obtengo la decisión que busco para cuando se
ponga el sol, doscientos de tus hombres morirán
despedazados y descuartizados allí mismo, y doscientos
más serán empalados en vida cuando asome la luna. Y las
medidas continuarán hasta que hayan muerto todos los
prisioneros. Luego, tomaré otras aún más severas. Será
mejor que no me provoques tanto…
Entonces, Wencit hizo retroceder su caballo unos pocos
pasos más, con toda precisión lo hizo girar sobre las patas
traseras y avanzó, dejando atónito a Kelson como testigo de
su partida.
Kelson estaba furioso: con Arilan, por haberlo
interrumpido; con Morgan, por haber provocado a Wencit;
consigo, por su falta de decisión. No se permitió hablar
hasta que llegaron a sus propias filas y desmontaron ante el
pabellón real.
Ordenó que las tropas descansaran, pues, obviamente,
no habría combate hasta la mañana, al menos, e indicó a
los tres integrantes de su compañía que lo siguiesen a la
tienda. Decidió ocuparse primero del obispo, ya que era a
quien tenía más cerca, pero al entrar en el pabellón
encontraron a una docena de hombres acuclillados
alrededor de una forma rígida tendida sobre un camastro, a
la izquierda de la recámara. Teñido de sangre, Warin
inclinaba el torso sobre el cuerpo de Derry, mientras Conall,
el hijo de Nigel, sostenía una tina de agua enrojecida y
miraba con rostro estupefacto al otrora cabecilla rebelde.
Warin se restregó las manos en un trapo húmedo. Derry
tenía los ojos cerrados y la cabeza se mecía de izquierda a
derecha, como si fuera presa de algún dolor. En el suelo, a
su lado, había una punta de flecha astillada. Cuando Kelson
y el obispo entraron, seguidos por Morgan y Duncan, Warin
levantó la vista y los saludó con la cabeza. Estaba exhausto,
pero en sus ojos había una nota de triunfo.
—Tendría que estar bien, Majestad. Le saqué la flecha y
curé la herida. Pero sigue febril. Morgan, ha estado
llamándote. Quizá quieras echar una mirada.
Morgan fue rápidamente hacia Derry y se dejó caer
sobre una rodilla, antes de posar una mano en la frente del
joven. Los ojos de Derry se abrieron ante el contacto y, por
un instante, permanecieron vueltos hacia arriba. Entonces,
inclinó la cabeza para mirar a Morgan y una sombra de
miedo cruzó por sus ojos. —Tranquilo… —murmuró Morgan
—. Estás a salvo.
—Morgan. Estás bien… Entonces, no me…
Se interrumpió, mudo, un instante, como si recordara
algo terrorífico, y su cuerpo comenzó a sacudirse en
convulsiones, mientras la cabeza le bamboleaba con
violencia. Morgan frunció el ceño y llevó las yemas de los
dedos a las sienes de Derry, para serenarlo con sus poderes,
mas encontró en él una resistencia que Morgan nunca había
visto antes en su amigo.
—Relájate, Derry. Lo peor ya pasó. Descansa. Cuando
duermas te sentirás mejor.
—¡No! ¡No debo dormir!
El pensamiento parecía bastar para encender a Derry,
que comenzó a sacudir la cabeza de lado a lado. A Morgan
le fue casi imposible mantener el contacto. Los ojos de
Derry brillaban con terror animal, desprovistos de toda
razón, y Morgan comprendió que tendría que hacer algo
pronto o Derry moriría de extenuación.
—Relájate, Derry. ¡No luches contra mí! Todo está bien.
Estás a salvo. ¡Duncan, ayúdame a sujetarlo!
—¡No! ¡No debes hacerme dormir! ¡No debes hacerlo!
Derry se aferró del cuello de la túnica de Morgan y luchó por
levantar la cabeza mientras Duncan se arrodillaba para
sujetarle los brazos.
—¡Soltadme! No comprendéis… Ah, Dios, ayúdame,
¿qué voy a hacer?
—Vamos, Derry, tranquilo… —No, Morgan. No
comprendes. Wencit… Los ojos de Derry adquirieron una
expresión más extraviada, si acaso era posible; el joven alzó
la cabeza y clavó la mirada enloquecida sobre el rostro de
Morgan, mientras la mano derecha seguía entrelazándose
desesperadamente en el manto de su amigo, pese a los
esfuerzos de Duncan por apartarla.
—¡Morgan, escúchame! ¡Dicen que el diablo no existe,
pero se equivocan! ¡Yo lo he visto! Tiene el cabello rojo y se
hace llamar Wencit de Torenth, pero miente. ¡Es el diablo
mismo! Me hizo… Me hizo…
—Ahora no, Derry. —Morgan meneó la cabeza y posó los
hombres del joven sobre el camastro—. Por ahora, ya basta.
Hablaremos de ello luego. Estás débil a causa de las heridas
y de tu cautiverio. Debes descansar. Cuando despiertes, te
sentirás mejor. Prometo que nada te sucederá. Confía en mí,
Derry.
Morgan se obligó a ejercer más y más control sobre la
voluntad debilitada de Derry. De pronto, el joven se hundió
en el jergón, exánime, con los ojos cerrados y los músculos
flojos. Morgan soltó el manto de los dedos de su amigo y,
tras enderezarle la cabeza desencajada, le puso las manos
sobre el torso. Conall, que seguía cerca, acuclillado, trajo un
cobertor de piel, con el que Morgan cubrió el cuerpo de
Derry. Estudió su cuerpo inmóvil durante varios segundos,
como si quisiese cerciorarse de que dormía profundamente,
y cambió una mirada de aflicción con Duncan antes de
volverse al círculo de rostros ansiosos.
—Creo que estará bien cuando descanse, Majestad.
Pero, por ahora, prefiero no pensar en lo que debe de haber
pasado. —Sus ojos se oscurecieron y adquirieron una nota
distante. Por lo bajo, agregó—: Pero Dios ayude a Wencit
cuando lo descubra.
Se estremeció y el instante siniestro pasó. Se apartó un
mechón de cabello rubio de los ojos y se puso de pie con un
suspiro. Después de mirar a Derry, ya dormido, Duncan
prefirió apartar la vista. Kelson estaba algo más aplacado y,
mientras su mirada se paseaba de uno a otro, mecía el peso
del cuerpo entre ambos pies. Por fin, preguntó en voz baja:
—¿Qué suponéis que pueda haberle hecho Wencit?
Morgan meneó la cabeza.
—Es difícil decirlo en este momento, príncipe. Luego lo
sondearé más profundamente, si es propicio, pero de
momento está demasiado exhausto. Se me opuso con todas
sus fuerzas.
—Ya lo vi.
Kelson se miró las botas unos instantes y, luego, volvió
a levantar la vista. Todos los ojos estaban puestos en él. De
pronto, recordó cuál sería el próximo tema de discusión.
—Muy bien, caballeros. Por ahora no hay nada más que
podamos hacer por Derry. Sugiero que nos ocupemos de los
asuntos más urgentes. —Miró a Arilan e inclinó la cabeza—.
Obispo Arilan, ¿qué podríais decirnos sobre este Con…?
Arilan meneó la cabeza, severamente. Se aclaró la
garganta y miró a los vasallos de Warin, al joven Conall y a
los pocos guardias. Kelson se detuvo en mitad de la frase.
Asintió en silencio ligeramente, fue hasta Conall y le puso
una mano en el hombro. Comprendió que Arilan no quería
hablar de esta cuestión delante de personas ajenas.
—Gracias por tu ayuda, primo. ¿Quisieras enviar aquí a
tu padre y al obispo Cardiel antes de regresar a tu puesto?
Caballeros. .. —incluyó a los hombres de Warin y a los
guardias en su gesto—, debo pediros que retornéis a
vuestras tareas. Gracias por vuestra consideración.
Conall y los demás se inclinaron y fueron hasta la salida.
Warin los vio partir y se enderezó como para retirarse tras
ellos.
—Entiendo que debéis tratar asuntos privados, así que
me marcharé, si eso preferís. No creáis que me ofendo —se
apresuró a agregar.
Kelson miró a Arilan, pero el obispo meneó la cabeza.
—No, Warin. Vos tenéis derecho a estar presente, así
como hemos llamado a Cardiel, quien acaso sea menos
deryni que cualquiera de nosotros. Kelson, si no os importa,
aguardaré a que vengan Nigel y Thomas para responder a
vuestras preguntas. Así no tendré que repetirlo luego.
—Por supuesto.
El rey fue hasta su silla y se sentó. Tras desabrochar el
manto, dejó que cayera por detrás del respaldo, se reclinó y
estiró las largas piernas sobre al fina alfombra de Kheldish.
Morgan y Duncan se sentaron en un par de sillas plegables,
a la derecha de Kelson. El general dejó que su espada
cayera a los pies, sobre la alfombra. Después de pensarlo
un momento, Duncan hizo lo mismo y movió el taburete
para dejar lugar a Warin, quien acomodó un almohadón
para reclinarse contra el palo central de la tienda. Arilan
permaneció de pie en el centro de la alfombra, sumido en el
intrincado diseño que se extendía bajo sus pies.
Apenas miró a Cardiel cuando éste entró seguido de
Nigel. Kelson tuvo que indicar a los recién llegados que se
sentaran a su izquierda. Cuando todos terminaron de
sentarse, Kelson miró a Arilan con aire expectante. Los ojos
violáceos del obispo enfrentaron la mirada de Kelson, con
aire ensimismado.
—¿Deseáis que resuma los hechos, Majestad?
—Por favor.
—Muy bien.
Arilan juntó las manos y se miró los pulgares durante
varios segundos, con severidad. Luego, alzó la vista.
—Señores, Wencit de Torenth nos ha presentado un
ultimátum. Su Majestad desea consultar con todos vosotros
antes de responder. Si nuestra respuesta no se da a conocer
antes de la puesta de sol, Wencit comenzará a descuartizar
más rehenes.
—¡En nombre de Dios, ese hombre es un monstruo! —
exclamó Nigel, irguiéndose con ira.
—Estamos de acuerdo —replicó Arilan—. Pero su
ultimátum fue muy específico e inalterable. Ha retado a
Kelson a batirse con él en duelo arcano. Él y tres de sus
hombres, Rhydon, Lionel y Bran Coris, contra Kelson y otros
tres que él designe. Creo innecesario deciros que dos de
esos tres serán Morgan y Duncan. Lo que sorprenderá a
algunos de vosotros es saber que el tercero seré yo.
Warin alzó la mirada, sobresaltado.
—Así es, Warin. Soy un deryni de pura estirpe.
Warin tragó saliva con dificultad, pero Nigel sólo asintió
lentamente con la cabeza y enarcó una ceja.
—Habláis como si la aceptación de Kelson fuese un
hecho consumado.
—Si Kelson no ha aceptado el reto para la hora del
crepúsculo, doscientos rehenes serán descuartizados en el
llano, delante de nuestro ejército. Y, si hay más demora aún,
otros doscientos serán empalados vivos cuando salga la
luna, hasta que mueran. Eso ocurrirá cuatro horas después
del ocaso. Si Kelson rehusa el desafío, al parecer tendremos
que aceptar las consecuencias.
Recorrió la asamblea con la mirada, pero nadie dio
señales de querer hablar.
—Si, por otra parte, Kelson accede, la batalla será a
muerte y el vencedor absoluto será quien sobreviva. Wencit,
obviamente, cree poder ganar, pues si no, nunca habría
propuesto semejante modo de contienda.
Al oír hablar de descuartizamiento y de hombres
empalados, Warin perdió todo color; Nigel, más
acostumbrado a los horrores de la guerra, sólo repitió su
gesto de asentimiento. Después de una pausa de segundos,
alzó la mano ligeramente, para hablar.
—Este duelo arcano… ¿sería semejante al desafío al que
Kelson se enfrentó durante la coronación?
—Bueno, estaría gobernado por las mismas leyes de
reto, antiquísimas, salvo que, por supuesto, serían cuatro
contra cuatro en lugar del combate individual que libraron
Kelson y Charissa. Las reglas que gobiernan el arbitrio de un
duelo arcano son bastante rígidas y Wencit, aparentemente,
ha recibido… cómo decirlo… permiso oficial para realizar el
duelo según las antiguas leyes.
—¿Permiso oficial de quién? —lo interrumpió Kelson,
ansiosamente—. ¿De ese Consejo Camberiano que
mencionó Wencit? ¿Por qué evitáis el tema cuando…?
Su voz se perdió, al ver que Arilan se erguía ante la sola
mención del nombre. Miró a Morgan, sorprendido. El general
contemplaba al obispo con aire fascinado; al parecer, no
sabía más que Kelson, pero había adquirido de pronto un
repentino interés por lo que Arilan tuviera que decirles.
Duncan también se había sobresaltado al oír el nombre y
escrutaba a Arilan con intensidad. Kelson se preguntó con
qué clase de revelación se encontraría.
—Arilan… —murmuró con suavidad—. ¿Qué es ese
Consejo Camberiano? ¿Es un grupo deryni?
Arilan se miró a los pies, levantó la cabeza y miró al rey,
con aire ausente.
—Perdonadme, príncipe, pero es difícil acabar con años
de condicionamiento. Wencit no me deja alternativa; él fue
quien mencionó primero al Consejo y, como tendréis que
batiros con él, es justo que os diga lo que pueda.
Se miró las manos, firmemente unidas, y se obligó a
relajarse.
—Existe una organización secreta deryni de pura
estirpe, llamada Consejo Camberiano. Su origen se remonta
a las épocas inmediatamente posteriores a la Restauración,
cuando los deryni de alto abolengo debieron regular de
algún modo y proteger a quienes sobrevivieron a las
grandes persecuciones. Sólo conocen la composición del
Consejo sus miembros actuales y los anteriores. Y un
juramento de sangre y de poder los sujeta a no divulgar
jamás la identidad de sus integrantes.
»Como bien sabéis, muy pocos deryni han tenido
oportunidad de desarrollar plenamente sus poderes en
épocas recientes. Muchos de nuestros dones se perdieron a
lo largo de las persecuciones o, al menos, el conocimiento
que nos podría permitir usarlos. El don de la curación, que
Morgan ejerce, podría ser el redescubrimiento de una de
esas facultades perdidas. Pero hay algunos de nosotros que
mantenemos una cierta organización y nos comunicamos
entre nosotros con regularidad. El Consejo Camberiano
actúa como entidad normativa para todos los deryni
conocidos, conserva las antiguas leyes y arbitra en ciertas
cuestiones de magia que se suscitan de tiempo en tiempo.
La ejecución de un duelo arcano, tal como Wencit propone,
caería dentro de la jurisdicción del Consejo.
—¿El Consejo determina la validez de los duelos? —
preguntó Morgan, con suspicacia.
Arilan se volvió para mirar a Morgan con extrañeza.
—Sí. ¿Por qué lo preguntáis?
—¿Qué sucede con los que no somos de pura sangre
deryni, como Duncan y yo? —insistió Morgan—. ¿También
quedamos dentro de la jurisdicción del Consejo?
El rostro de Arilan perdió ligeramente el color.
—¿Por qué lo preguntáis? —repitió con voz tensa.
Morgan buscó los ojos de Duncan y éste aprobó con la
cabeza.
—Díselo, Alaric.
—Obispo Arilan, creo que Duncan y yo pudimos haber
tenido contacto con alguien del Consejo Camberiano. En
realidad, más de una vez. Al menos, las consecuencias que
dedujimos de nuestro último encuentro son muy semejantes
a lo que acabáis de señalarnos.
—¿Qué sucedió? —musitó Arilan. Sobre la sotana
púrpura, su rostro parecía un sudario blanco.
—Bien… Creo que el mejor modo de describirlo sería
decir que se nos presentó una aparición, cuando íbamos a
encontrarnos con vos en Dhassa. Se nos apareció en el
monasterio de San Neot, cuando nos detuvimos a hacer
descansar los caballos.
—¿Él?
Morgan asintió, con cautela.
—Todavía no sabemos quién fue. Pero cada uno de
nosotros lo vio en situaciones separadas, que no tengo
tiempo de describir ahora. Se parece a… Bien, digamos que
tiene un sorprendente parecido con los retratos y las
ilustraciones de Camber de Culdi.
—¿San Camber? —murmuró Arilan, incapaz de creer lo
que oía.
Duncan se revolvió en la silla, incómodo.
—Por favor, Eminencia, no nos malinterpretéis. No
decimos que haya sido San Camber. El nunca dijo que lo
fuera. En realidad, cuando Morgan y yo lo vimos esta última
vez, dijo que no era San Camber, sino «sólo uno de sus
fieles servidores». Creo que lo dijo con esas palabras. Por lo
que vos acabáis de contarnos sobre el Consejo Camberiano,
bien podría tratarse de uno de ellos.
—Es imposible… —murmuró Arilan, meneando la cabeza
con incredulidad—. ¿Qué os dijo?
Morgan enarcó una ceja.
—Hum… Quiso dar a entender que teníamos enemigos
deryni, de los que nada sabíamos. Dijo que aquellos cuya
tarea era conocer estas cosas creían que Duncan y yo
podíamos tener más poderes de los que pensábamos y que
podríamos ser retados a duelo arcano para medir el límite
de nuestras facultades. Pero, al parecer, le preocupaba que
eso pudiese suceder.
El rostro de Arilan había perdido el color. Tuvo que
sujetarse del palo central para no caer. Parecía no querer
escuchar más.
—Es imposible… —susurró—. Y, sin embargo, tendría
que ser alguien del Consejo…
Fue hasta un banco vacío y se dejó caer.
—Esto arroja una luz muy distinta sobre la situación.
Alaric, vos y Duncan habéis sido declarados en condiciones
de aceptar el reto arcano por cualquier deryni de sangre
pura, y por las razones que ese desconocido invocó. Soy
uno de los miembros del Consejo Camberiano; estuve allí
cuando se tomó la disposición, aunque no pude hacer nada
por impedirlo. Pero ¿quién podría haberse acercado a
vosotros con semejante disfraz? ¿Quién podría tener
motivos, siquiera? No tiene sentido…
Arilan miró a todos los que se encontraban en la tienda
y comprendió que había estado pensando en voz alta. Warin
y Cardiel lo observaban con ojos desmesurados y algo
temerosos, incapaces de comprender, a causa de su
humanidad. Hasta Nigel lo observaba atónito y confuso.
Sólo vislumbraba a medias las consecuencias de las
palabras que el obispo acababa de pronunciar. Morgan y
Duncan lo escrutaban con cuidado, tratando de conciliar lo
que decía con todo lo que recordaban de sus encuentros
con el desconocido vestido de San Camber. Sólo Kelson
permaneció imperturbable. La súbita incertidumbre de la
situación parecía aislarlo e infundir en él una fría sobriedad,
una distancia que le permitía evaluar la crisis
objetivamente.
—Muy bien —dijo Arilan, despojándose de su
presentimiento y volviendo al asunto que tenía entre manos
—. Alaric, Duncan, no puedo explicar las apariciones, pero al
menos pienso descubrir si Wencit realmente estuvo en
contacto con el Consejo y si forzó a sus miembros a arbitrar
un duelo arcano. No tengo conocimiento de tal disposición
y, como integrante del Consejo, directamente involucrado
en este asunto, debería haber sido consultado. En realidad,
he estado ausente últimamente de algunas de las reuniones
de rutina, debido a nuestra marcha forzada, de modo que es
posible. Morgan, ¿tenéis Guardias Mayores?
—¿Guardias Mayores? Yo… —Morgan vaciló, y Arilan
meneó la cabeza.
—Olvida las reservas. No hay tiempo. ¿Tenéis, sí o no?
—Sí.
—En tal caso, tráelas. Duncan, necesitaré ocho velas
blancas, todas del mismo tamaño. Mira a ver qué puedes
encontrar.
—Ahora mismo.
—Bien. Warin, Thomas, ayudad a Nigel a enrollar la
alfombra para dejar el suelo al desnudo. Kelson, necesitaré
algo de las viejas épocas. ¿Podríais prestarme vuestro Anillo
de Fuego?
—Desde luego. ¿Qué pensáis hacer? —preguntó Kelson,
mientras se quitaba el anillo y miraba fascinado la hierba
aplastada que descubría la alfombra.
Arilan deslizó el Anillo de Fuego por su meñique e hizo
señas a Morgan y a Duncan para que se fueran.
—Voy a construir un Portal de Transferencia con vuestra
ayuda. Por fortuna, es uno de los antiguos dones que no se
ha perdido por completo. Nigel, en pocos momentos
necesitaré de vosotros una ayuda distinta. ¿Podréis
obedecerme sin hacer preguntas?
Los tres cambiaron miradas recelosas, pero asintieron.
Arilan les lanzó una sonrisa tranquilizadora. Fue hasta un
cuadro de césped y se dejó caer de rodillas. Después de
hurgar la hierba con las manos y de quitar varias
piedrecillas y raíces, solicitó la daga de Nigel, que el
príncipe le tendió sin decir palabra. Entonces, mientras los
cuatro miraban, comenzó a cortar sobre la tierra un
octágono de dos metros.
Mientras trazaba el segundo lado e iba hacia el tercero,
les dijo:
—Imagino lo extraño que esto deberá de pareceres.
Warin, explicaré en vuestro beneficio que un Portal de
Transferencia es un dispositivo mediante el cual un deryni
puede viajar a cualquier punto sin que pase el tiempo. Es
instantáneo. Por desgracia, este notable don no puede
ejercerse sin un Portal y construir uno consume mucha
energía. Aquí es donde intervendréis vosotros tres. Quisiera
sumir a cada uno de vosotros en un trance profundo y
emplear vuestra energía para poner en funcionamiento el
Portal. Prometo que no os hará daño.
Había termiando de cortar el sexto lado del octágono.
Vio que Warin se revolvía en su sitio, más que incómodo
ante la idea de verse involucrado en un acto de magia.
—¿Aprensivo, Warin? No os culpo. Pero no tenéis motivo
para alarmaros, en realidad. Será igual que cuando Morgan
leyó vuestra mente, sólo que no recordaréis nada.
—¿Lo juráis?
Arilan asintió y Warin se encogió de hombros, nervioso.
—Muy bien. Haré lo que pueda.
Arilan siguió trazando el octágono. Cuando terminó el
último lado, Morgan apareció con una pequeña caja de
cuero rojo. Se detuvo en el borde del círculo y vio a Arilan
cortar el trazo final. El obispo se enderezó y se limpió las
manos en la sotana. Devolvió la daga a Nigel.
—¿Las Guardias? —preguntó.
Morgan asintió y, tras abrir el estuche, dejó caer en la
palma de su mano ocho diminutos cubos negros y blancos.
Cada dado era como una falange de su dedo meñique;
cuatro claros y cuatro oscuros. Cuando Morgan abrió la
mano, la luz se reflejó pálidamente sobre ellos. El obispo
pasó una mano sobre los cubos e inclinó la cabeza como si
quisiese escuchar algo. Asintió e indicó a Morgan que
procediera. Salió del octágono; Morgan se hincó de rodillas y
dejó los dados sobre la hierba. Arilan lo observó un instante,
se aclaró la garganta y le dijo:
—¿Puedes activar todos los pasos menos el último y,
luego, poner en funcionamiento la Guardia desde dentro?
Morgan levantó la vista y asintió en silencio.
—Bien. Cuando Duncan traiga las velas, haced que
ponga una en cada ángulo del octágono. Nigel, Warin,
Cardiel, acercaos aquí y poneos cómodos. Kelson, ¿podríais
traer unas pieles para que se tumben?
Mientras los tres únicos humanos se dirigían a los
lugares indicados, Duncan regresó con las velas. Se hincó
de rodillas por fuera del octágono y, con la daga, comenzó a
recortar las velas para que todas fuesen iguales. Morgan lo
observó un momento y le indicó dónde debía ponerlas
cuando hubiese terminado. Tras lanzar una última mirada a
los demás, comenzó su tarea con los cubos.
Los dados recibían el nombre de Guardias. Todo el
conjunto se denominaba Guardia Mayor, una vez que era
puesto en funcionamiento. Para que la Guardia Mayor
cobrara vida, cada paso debía cumplirse con precisión.
Primero, había que disponer los cuatro dados blancos en un
cuadrado, donde dos caras de cada cubo se tocaran con sus
vecinas. Luego, había que situar los dados negros, uno en
cada ángulo del cuadrado que formaban los dados blancos.
Los negros y los blancos no debían tocarse.
Morgan trazó el dibujo convenido, extendió el índice
derecho y lo posó sobre el dado blanco del extremo superior
izquierdo. Miró subrepticiamente a Arilan y murmuró el
nomen:
—Prime.
Ninguno de los otros había estado prestándole atención,
de modo que Morgan volvió los ojos a las Guardias y vio con
placer que la primera refulgía con una tenue luz lechosa. No
había perdido el don.
—Seconde —volvió a murmurar y tocó el dado blanco
del extremo superior derecho.
—Tierce. Quarte. —Y fue tocando en rápida sucesión los
dados restantes.
Los cuatro dados blancos formaron un único cuadrado
mayor, que se reflejaba fríamente sobre los cuatro dados
negros que quedaban. Morgan llevó el dedo al cubo negro
de arriba a la izquierda, respiró hondo y musitó:
—Quinte.
Repitió el procedimiento rápidamente con los tres cubos
negros restantes, pronunciando sus nombres:
—Sixte. Septime. Octave.
Los cubos negros parecían irradiar desde el interior una
profunda luz negroverdosa. Allí donde la luz de los dados
oscuros se fundía con el resplandor blanco, se producía una
difusa área de oscuridad temblorosa, como si cada una
anulase el efecto de la otra.
Morgan alzó la vista y se sorprendió de ver que todos
tenían algo que hacer. Duncan había terminado de rebanar
las velas y de situarlas donde debía, sin que Morgan se
hubiese percatado. Con toda calma, se había puesto de
rodillas al lado de Warin, quien ya se encontraba sumido en
un trance profundo con la cabeza floja caída sobre las
rodillas y los ojos cerrados. Arilan y Kelson se habían
acuclillado ante Nigel, que también parecía dormido.
Aparentemente, Arilan instruía al joven rey para que pudiera
controlar lo que vendría a continuación.
Pero Cardiel estaba a cierta distancia de los demás, con
un brazo apoyado en una rodilla encogida. Se había sentado
sobre las alfombras que, plegadas, aguardaban en el borde
del octágono. Llevaba cierto tiempo observando a Morgan
con fascinación y, cuando el general captó su mirada, el
obispo bajó los ojos, incómodo. Pero no mantuvo la vista
gacha mucho tiempo, pues, sin lugar a dudas, Cardiel
estaba extasiado con la escena que tenía ante sí. Con
mucha dificultad, se abstuvo de acercarse para mirar más
de cerca.
—Lo siento. No tenía intención de fisgonear —comentó
en voz baja—. ¿Molestaría si lo observo?
Morgan vaciló un instante, sopesó la posibilidad de
permitir que el obispo supiera más de lo que ya sabía y se
encogió de hombros.
—No me molesta. Pero, por favor, no me interrumpáis;
la parte que viene ahora es un poco tediosa y necesito
absoluta concentración.
—Lo que vos digáis —murmuró Cardiel y se acercó un
metro para poder ver mejor.
Con un suspiro, Morgan se restregó las palmas de las
manos contra los muslos y tomó Prime, el primer dado
blanco, y lo acercó cuidadosamente a Quinte, su negro
vecino. Dejó que los dos se tocaran suavemente, mientras
murmuraba:
—¡Prímus!
Con un ruido ahogado, los dos cubos formaron una
diagonal de brillo gris plata, que Morgan se apresuró a
retirar antes de coger Seconde. Tras mirar al estupefacto
Cardiel, lo acercó a Sixte y susurró:
—¡Secundas!
Se formó una segunda diagonal grisácea y
resplandeciente. Cuando Morgan la apartó, el obispo
contuvo un murmullo de estupor. Luego, Morgan tomó
Tierce. El general comenzaba a sentir la pérdida de energía
y tuvo que frotarse los ojos con la mano al tomar el tercer
cubo blanco. El cansancio se desvaneció cuando aplicó la
técnica deryni para aplacar la fatiga, sólo que, después,
tendría que pagar esa energía hurtada a sus reservas. Pero,
en ese momento, había que activar las Guardias, fuera cual
fuere el coste. Se tensó y acercó Tierce a Septime.
—¡Tertius!
La tercera figura oblonga empezó a brillar. La Guardia
estaba completa en tres de sus cuartas partes.
—Casi estamos listos… —dijo Arilan. Se acercó a Cardiel
mientras Morgan cogía Quinte—. Thomas, es tu turno. Te
necesito.
Cardiel tragó saliva con aprensión y siguió a Arilan hasta
un Jugar de la alfombra enrollada. Se tendió de espaldas,
como le indicó Arilan, y dejó que el obispo deryni posara
una mano fría sobre su frente. Sus párpados aletearon
brevemente y se sumió en el trance al que su camarada lo
guiaba. Morgan meneó la cabeza, respiró hondo y se armó
de todas sus fuerzas para fundir el par de cubos restante.
—¡ Quartus!
Se produjo un fugaz destello de luz cuando los dos
cubos se unieron y, entonces, ante él, sobre el suelo,
quedaron formadas cuatro diagonales de luz platinada.
Morgan se sentó sobre los talones y miró a su alrededor.
Luego, comenzó a desplazar las figuras oblongas hacia los
cuatro puntos cardinales del octágono. Mientras trazaba los
límites de la protección que extenderían las Guardias, Arilan
entró en el círculo y les indicó a Kelson y a Duncan que
hicieran lo mismo. Cada uno de ellos debía seguir
conservando el control de su tarea a distancia. Morgan se
acuclilló en el centro del octágono y miró con inquietud en
derredor, mientras los otros tres se apretujaban contra él.
Después ajustó la posición de una Guardia que se había
movido cuando los otros entraron en el interior de la figura.
—Adelante, activa las Guardias —murmuró Arilan—.
Pero incluyelos a los tres en la protección. Yo encenderé las
velas no bien termines.
Morgan miró el círculo, miró a los hombres que dormían
fuera de sus confines y alzó la mano derecha para señalar
en sucesión las cuatro Guardias.
—¡Primus, Secundus, Tertius et Quartus, fíat lux!
Cuando pronunció las palabras rituales, las Guardias
ardieron de luz y formaron una red de niebla luminosa que
bañó a los siete hombres en una nube de resplandor
lechoso. Cuando la red se aquietó a su alrededor, Arilan
tendió una mano para probar su intensidad y movió las
manos en dirección a las ocho velas que señalaban las
aristas de octágono. Los cirios se encendieron con un
chisporroteo.
Arilan se apretujó hacia el centro de la figura y posó la
mano sobre el hombro de Morgan.
—Muy bien. No bien los cuatro hayamos unido nuestras
mentes os conduciré a todos por el Portal de Transferencia.
No será particularmente agradable, pues tendremos que
desprendernos de muchísima energía, pero lo lograremos.
Haré lo que pueda para evitaros lo peor. ¿Alguna pregunta?
No las hubo. Con un breve gesto de asentimiento, Arilan
extendió la mano libre, aferró a Duncan y a Kelson e inclinó
la cabeza.
En la tienda comenzó a soplar una ráfaga de viento, que
hizo vacilar la llama de las velas y, luego, de la cabeza de
Arilan comenzó a emanar una luz pura y nivea. El
resplandor creció y, gradualmente, se entremezcló con
volutas de verde y púrpura y los tres se pusieron a temblar
cuando sus poderes irrumpieron de sus cuerpos y de sus
mentes.
La niebla crepitó y se arremolinó alrededor de los siete
hombres, girando como una corriente cada vez más
caudalosa a medida que la luz se arqueaba y estallaba. Por
fin, se produjo un resplandor cegador que colmó toda la
tienda por un instante fugaz, antes de desaparecer. Kelson
lanzó un grito y Morgan estuvo a punto de desmayarse.
Duncan sólo exhaló un gemido. Pero el instante pasó y la luz
blanca se deshizo. Los cuatro deryni abrieron los ojos y,
bajos las rodillas, sintieron el ligero cosquilleo de un Portal
de Transferencia viviente. A todos les era una sensación
familiar.
Con un suspiro de satisfacción, Arilan se incorporó y
comenzó a alejar a Cardiel del círculo. Con una seña, indicó
a Duncan y a Kelson que hicieran lo mismo con Warin y con
Nigel. Pronto el círculo quedó vacío salvo por la figura
acuclillada de Morgan, de rodillas en el centro del octágono.
Arilan se mordió el labio, se dejó caer a su lado y volvió a
posar una mano sobre su hombro.
—Sé lo cansado que debes de estar, mas necesito un
favor antes de irme. Las Guardias deben extenderse para
proteger toda la tienda. Todos estáis exhaustos y, cuando yo
regrese para llevaros a ti, a Duncan y a Kelson, querremos
que los demás queden protegidos. Deberéis dormir hasta la
medianoche y no podréis defenderos si alguien quisiera
atacaros, aprovechando vuestra indefensión.
—Entiendo.
Con un gruñido de fatiga, Morgan se puso de pie y abrió
las manos a ambos lados del cuerpo, con las palmas hacia
arriba. Tomó aliento y exhaló con fuerza, como si de alguna
parte obtuviera energías. Entonces, hizo un sutil gesto
defensivo, con las palmas hacia fuera, como si empujara
alguna fuerza. La red de luz se extendió hasta las paredes
de la tienda. Luego, bajó lentamente las palmas a su lugar.
—¿Era eso lo que querías? —preguntó con voz opaca.
Arilan asintió con cuidado e indicó a Kelson y a Duncan
que ayudaran al general a sentarse a un lado del octágono.
—Tardaré unos diez minutos —anunció, y fue hasta el
centro de la figura—. Mientras tanto, Duncan, tú y Kelson
podríais hacer algo por Morgan, para que recupere las
fuerzas hasta donde eso sea posible. Pero tratad de estar
preparados para partir no bien yo regrese. El Consejo no
verá esto con buenos ojos y no quiero darle tiempo a que
piense demasiado.
—Estaremos listos —replicó Kelson.
Arilan hizo un gesto de asentimiento, cruzó los brazos
sobre el pecho e inclinó la cabeza.
De pronto, desapareció de la vista.
XXIII
Yo buscaré la oveja perdida, y amarraré la que está
quebrada y, a la débil, haré más fuerte.
Ezequiel 34:16

Todo fue oscuridad. Sus ojos se habían ajustado a la


débil luz, pero antes aun Arilan ya sabía que estaba cerca
de la gran puerta que conducía al recinto del Consejo
Camberiano, en el pequeño pasillo que se formaba
alrededor del Portal de Transferencia. La zona estaba
desierta; a esa hora, era previsible. No obstante, proyectó
sus sentidos durante varios segundos antes de ir hacia las
inmensas puertas doradas. No le agradaba la idea de ser
interrumpido en ese instante.
Cuando se acercó a la cámara, la puerta se abrió de par
en par, pero la sala que se extendía detrás estaba tan a
oscuras como la antecámara. La luz del sol vespertino, ya
pálida, atravesaba opaca la alta claraboya violeta.
Sin dejar de avanzar, Arilan levantó los brazos e hizo un
pase al trasponer la puerta dorada. A su orden, las
antorchas y los cristales violáceos se encendieron de pronto.
El obispo hechicero se sentó en su silla, puso las manos con
aire cansado sobre la mesa de marfil y reclinó la cabeza
contra el respaldo alto para serenarse, un segundo apenas.
Entonces, fijó la vista en el gran cristal plateado que pendía
sobre la mesa octogonal y empezó a llamar a sus
camaradas del Consejo.
Transcurrieron minutos incalculables; su llamada
continuó. Varias veces Arilan se revolvió inquieto en su silla,
tratando de conservar la energía, pero sin menguar la
intensidad de su convocatoria, impaciente por la demora. Al
cabo de un tiempo, dejó de llamar y se dispuso a esperar.
Las puertas no tardaron en abrirse una vez más y, entonces,
comenzaron a aparecer los miembros del Consejo.
Primero Kyri de la Flama, espléndida y encantadora en
su atuendo de cacería color verde intenso. Luego Laran ap
Pardyce, con su amplia túnica de erudito. Thorne Hagen,
descalzo y con una bata anaranjada, puesta a toda prisa.
Stefan Coram, algo encrespado, con ropas de montar de
cuero azul oscuro. Finalmente, llegó el ciego Barrett de
Laney, del brazo de Vivienne, seguidos por Tiercel de
Ciaron. El joven traía un aire casi disoluto, con la túnica
color burdeos abierta en el cuello.
Cuando entró el último, Arilan alzó los ojos para escrutar
a sus siete compañeros, con expresión inquisidora. Mientras
los siete ocupaban sus lugares, nadie habló, aunque todos
miraron a Arilan con curiosidad; sabían bien de quién había
provenido la llamada. El obispo deryni sostuvo sus miradas
sin vacilar y, tras unir las yemas de los dedos, decidió dar a
conocer el motivo de su convocatoria.
—¿Quién ofreció los servicios del Consejo para mediar
en un duelo arcano dispuesto por Wencit de Torenth?
Silencio estupefacto. Inquietud. Asombro. Los siete se
miraron con azoramiento, como si se preguntaran por la
cordura de su camarada.
—He hecho una pregunta y espero la respuesta —
apremió Arilan, y su mirada severa se posó sobre los otros
siete—. ¿Quién autorizó la mediación?
Stefan Coram se puso de pie lentamente y todos los
ojos se volvieron hacia él.
—Nadie ha venido al Consejo para solicitar una
mediación, Denis. Debes de estar en un error.
—¿En un error?
Arilan miró a Coram, atónito, y, al ver que la expresión
segura de Coram no cambiaba, su conmoción se convirtió
en sospecha.
—Vamos, no finjáis inocencia. Wencit de Torenth tiene
defectos de sobra, pero la estupidez no es uno de ellos. Ni
siquiera él osaría sostener algo semejante si no tuviera
argumentos. ¿Os atrevéis a decirme que no sabéis nada del
asunto?
Tiercel se reclinó en su silla y suspiró, con una arruga de
preocupación en sus rasgos apuestos.
—Coram dice la verdad, Denis. Y habla por todos. No ha
habido ninguna comunicación por parte de Wencit sobre
ningún tema y mucho menos sobre un duelo arcano. Sabes
que estoy de tu parte y de la del rey. Nunca te mentiría en
esto.
Arilan se obligó a distenderse. Entrelazó los dedos para
que no le temblaran y los apoyó en el borde de la mesa.
Descansó la espalda en el respaldo de la silla. Si Wencit no
había acudido al Consejo…
—Comienzo a darme cuenta… —murmuró. Levantó la
vista y volvió a recorrer los rostros familiares—. Caballeros,
damas, debéis perdonarme. Al parecer, el rey y yo hemos
sido víctimas de un fraude. Wencit nos dice que habrá
arbitrio oficial del Consejo durante el duelo, con la
esperanza de infundir en nosotros un sentimiento de falsa
seguridad. Luego, se presenta al reto con tres… no, con
cuatro hombres más, que fingirán ser los integrantes del
grupo de arbitros del Consejo. No sabe que yo soy miembro
de esta entidad y ni siquiera sospecha que soy deryni. Y
¿cómo podría Kelson conocer siquiera de vista a los
integrantes del Consejo? Hasta hacía unas horas, ni siquiera
sospechaba de nuestra existencia. ¡Traición, traición!
El Consejo seguía atónito. No tenía la costumbre de
reaccionar rápidamente ante asuntos tan graves como ése.
Hacía muchos años que nadie cuestionaba abiertamente la
autoridad del Consejo. Los miembros de mayor edad
seguían sin creer que pudiese ser cierto, mientras que los
más jóvenes comenzaban a percatarse de las
consecuencias de la noticia. Tiercel, que había hablado ya,
miró a sus colegas y se inclinó hacia delante, pensativo.
—¿A quién ha retado Wencit, Denis?
—Será un duelo arcano de cuatro contra cuatro: Wencit,
su pariente Lionel, Rhydon y Bran Coris, por el bando de
Wencit; junto a Kelson estarán Morgan, McLain y,
presumiblemente, yo. Wencit no nos nombró
específicamente, pero no queda otro. —Hizo una pausa—.
Pero no pienso contender contra Wencit si hay traición de
por medio. ¡Al menos, no según sus términos! Solicito
protección del Consejo para mí y mis camaradas, señores.
La protección del verdadero Consejo.
Barrett se aclaró la garganta, incómodo.
—Temo que será imposible, Denis, aunque lo lamento
por ti. No todos los que has nombrado son deryni.
—No son deryni de pura estirpe —convino Arilan—. Sin
embargo, todos se verán obligados a actuar como si lo
fueran. ¿Te opones a Morgan y a McLain, así y todo?
—Siguen siendo medio deryni —espetó Vivienne—. Eso
no cambiará. No podemos alterar nuestras reglas por tu
conveniencia.
—¡Khadasa! —Arilan descargó un puño contra la mesa y
se puso de pie—. ¿Tan ciegos estáis, tan esclavos de las
normas sois que todos tendremos que perecer por causa de
ellas?
Se apartó de su lugar en la mesa y empezó a caminar
enérgicamente hacia las puertas doradas. Cuando la puerta
se abrió, se detuvo bajo el arco.
—Volveré enseguida, señores. Dado que participaré en
el reto, reclamo vuestra intervención en mi beneficio y en el
de mis nuevos aliados: mis aliados deryni. ¡Creo que es hora
de que los conozcáis!
Giró sobre sus talones y se retiró de la cámara, dejando
al Consejo atónito. Segundos después, volvía a trasponer las
enormes puertas doradas, seguido de cerca de tres
personas más. Cuando Arilan entró, se oyeron murmullos de
estupor e indignación. Laran se puso de pie para protestar,
pero, cuando Arilan lo miró de frente y recorrió con la vista
al resto del Consejo, decidió cambiar de parecer. El obispo
se detuvo detrás de la silla y aguardó hasta que Kelson,
Morgan y Duncan se hubieron colocado, incómodos, a su
espalda. Entonces, se dirigió al Consejo.
—Damas y caballeros, espero perdonéis mi falta de
ortodoxia al traer a estos hombres aquí, pero no me habéis
dejado alternativa. Si he de verme involucrado en un
combate, donde tendré que poner en peligro la posición y el
lugar que hasta hoy mantuve entre la comunidad de los
hombres, debo reclamar las antiguas protecciones. Lo
mismo ocurre con mis camaradas, ya que una cadena se
quiebra por su eslabón más débil. Todos debemos tener
garantías de que recibiremos la misma protección.
»Damas, caballeros, os presento a Su Majestad Kelson
Cinhil Rhys Anthony Haldane, rey de Gwynedd, príncipe de
Meara, señor de Rhemuth y lord de la Frontera Púrpura:
vuestro soberano. También os presento a lord Alaric Anthony
Morgan, duque de Corwyn, señor de Coroth y Paladín del
rey. Y, por último, a monseñor Duncan Howard McLain,
confesor de Su Majestad y, al parecer, por dudosa gracia de
Wencit de Torenth, también duque de Cassan y conde de
Kierney: su padre fue ejecutado hoy por orden de Wencit.
»Cada uno de estos caballeros es, al menos, medio
deryni, según nuestros parámetros. Y, a partir de las
disposiciones que este Consejo tomó recientemente,
pueden ser considerados en las mismas condiciones que si
fuesen deryni puros. —Se volvió para mirarlos—. Majestad,
señores, tengo el honor algo dudoso de presentaros al
Consejo Camberiano. Aún queda por ver si seguirá
conservando su gloriosa herencia…
Los tres se inclinaron con cautela y Morgan hizo un
gesto deferente hacia el obispo.
—Eminencia, ¿podría hacer unas preguntas?
—Por su…
—Nosotros haremos las preguntas, señor —le cortó
Vivienne, con tono imperativo—. ¿Quién os dio permiso para
dirigiros a este Consejo?
—Pues, lord Arilan, señora. ¿Debo entender que este
Consejo habla por todos los deryni?
—Es el bastión de las viejas tradiciones —replicó
Vivienne con frialdad—. ¿Acaso un medio deryni pone en
duda nuestras antiguas costumbres?
Morgan enarcó una ceja, sorprendido, y posó sus ojos
inmensos y candidos sobre la venerable mujer.
—Señora, de ninguna manera. Si no me equivoco,
vuestras antiguas costumbres se respetaron el otoño
pasado, cuando nuestro rey combatió contra lady Charissa.
Sin la fuerza reguladora, que según me han hecho creer,
ejerce este Consejo, Su Majestad tal vez no hubiese tenido
el tiempo necesario para descubrir sus facultades. Hay
buenas razones para estar orgullosos de él.
—Por cierto que sí —repuso Vivienne, irritada—. El joven
Haldane es un digno descendiente de nuestra raza. Por
parte de su madre, ha recibido un puro linaje deryni, aunque
oculto durante muchos años. Por parte de padre, sus
orígenes se remontan a los grandes Haldane, a quienes el
Bendito Camber escogiera para restaurar la gloria y conferir
el fruto de los Grandes Descubrimientos. Por la combinación
de sus antepasados, lo consideramos unos de los nuestros.
Siempre ha gozado del beneficio de nuestra protección,
aunque él no lo haya sabido hasta hoy. La tendrá esta vez
también, al igual que lord Arilan. El Consejo responde por
ellos dos.
—¿Y por mí? ¿Y por Duncan?
—Ambos habéis nacido de madres deryni, hermanas de
sangre, y, como tal, gozáis de nuestro aprecio. Pero vuestros
padres fueron humanos, lo cual os hace ajenos…
—¿Pero qué hay de sus poderes? —intervino Tiercel con
ansiedad, interrumpiendo osadamente a Vivienne—.
Morgan, ¿es cierto que tú y McLain podéis curar?
Morgan escrutó los ojos de Tiercel de Ciaron y dejó que
su mirada surcara a los demás miembros del Consejo. En
ellos, encontró expectación, ansiedad, temor. En ese
instante, Morgan no supo bien cuánto estaba dispuesto a
revelar sobre sus propios poderes. Miró a Arilan en busca de
orientación, mas el obispo no mostró ningún indicio. Muy
bien. Cambiaría la táctica ligeramente, trataría de poner al
Consejo a la defensiva y les haría saber que Alaric Morgan,
deryni o no, era un hombre merecedor de su respeto.
—¿Si podemos curar? —repitió con suavidad—. Tal vez
luego podamos decir algo sobre ello. Por ahora, vuelvo a
preguntar sobre mi condición y la de Duncan. Si, como se
me ha hecho creer, estamos en condiciones de aceptar un
reto en virtud de nuestro linaje materno, ¿no podemos
acaso exigir el derecho a ser protegidos? Si somos aptos
sólo para el peligro y no para la protección por nuestra
herencia de sangre, ¿dónde está la justicia deryni de la que
tanto se habla, señores?
—¿Osáis desafiar nuestra autoridad? —preguntó Coram
con cautela.
—Pongo en duda la autoridad para poner en riesgo
nuestras vidas por circunstancias que están fuera de todo
control, señor —replicó Morgan. Coram se reclinó en la silla
y asintió lentamente, mientras Morgan continuaba—. No
pretendo comprender todas las consecuencias de mi linaje,
pero Su Majestad puede atestiguar, según creo, que tengo
una recta idea de lo que es la justicia. Si se nos niega la
protección que nos corresponde por derecho de sangre y se
nos obliga a enfrentarnos a deryni de pura estirpe que han
recibido instrucción formal sobre el uso de sus poderes, tal
vez se esté decretando nuestras muertes. Y no hemos
hecho nada para merecerlo.
Barrett, el ciego, volvió la cabeza hacia Arilan y la movió
en señal de asentimiento.
—Por favor, pide a tus amigos que aguarden fuera,
Denis. Esta petición exige un análisis muy franco. No deseo
exponer nuestras diferencias internas a oídos extraños.
Arilan asintió y miró a su tres camaradas.
—Aguardad junto al Portal hasta que os llame —les dijo
en voz baja.
No bien las puertas se cerraron tras ellos, Thorne Hagen
se puso de pie y descargó su mano regordeta contra la
mesa ornamentada.
—¡Esto es un escándalo! ¡No podemos permitir la
protección del Consejo a un par de deryni de linaje impuro!
¡Habéis oído la beligerancia con que Morgan se dirigió a
nosotros! ¿Pensáis permitir semejante conducta?
Barrett volvió la cabeza lentamente hacia Coram,
ignorando el estallido de Hagen.
—¿Qué piensas, Stefan? Valoro tu opinión. ¿Crees que
sería conveniente llamar a Wencit y a Rhydon y exigirles
que nos den las razones de su supuesto comportamiento?
Los ojos claros de Coram se nublaron
imperceptiblemente y su rostro adquirió una nota de
determinación.
—Me opongo a invitar a la cámara del Consejo a
cualquier extraño y, especialmente, a los dos que has
mencionado. Tres intrusos son más que suficiente para un
solo día.
—Vamos, Stefan —intervino Kyri, la de los cabellos rojos
—. Todos sabemos tus sentimientos hacia Rhydon, pero eso
fue hace muchos años. Estamos ante un asunto importante.
Seguramente, podrás dejar de lado tus diferencias con
Rhydon por la seguridad de todos nosotros.
—No se trata de nuestra seguridad, es cuestión de los
dos medio deryni… Si el consejo desea llamar a Wencit y a
ese otro ante su presencia, tiene ese derecho, desde luego;
pero lo hará sin mi sanción y sin mi asistencia.
—¿Te irías de la cámara del Consejo? —preguntó
Vivienne, con el rostro lleno de estupor.
—Así es.
—Yo tampoco deseo que Rhydon esté aquí —agregó
Arilan—. No sabe que soy deryni y preferiría que siguiera
ignorándolo el mayor tiempo posible. Ello podría
proporcionarle al rey una ventaja muy necesaria en el duelo
arcano, ya que, al parecer, tendremos que librarlo de todas
formas.
Barrett asintió lentamente.
—Es una razón válida. Y el mismo argumento se
aplicaría a la presencia de Wencit. ¿El Consejo está de
acuerdo? Y, al margen de lo que opinéis sobre este
particular, ¿cuál es vuestra opinión con respecto a Morgan y
a McLain? ¿Debe extendérseles la protección del Consejo, sí
o no?
—¡Claro que sí! —estalló Tiercel—. Wencit no se ha
contentado con impugnar la dignidad del Consejo osando
anunciar un falso ofrecimiento de arbitrio, sino que ha
escogido de su lado a dos humanos sin una gota de sangre
deryni, cuyos poderes son sólo adquiridos. Debido a ambas
razones, ¿por qué no convenir en arbitrar formalmente este
reto arcano? Que mañana aparezca una auténtica comisión
de arbitros del Consejo en el duelo y que extienda su
protección a las ocho partes involucradas. De todas formas,
se trata sólo de una cuestión de formalidad, cuyo objeto es
proteger de traiciones que provengan del exterior. El
resultado dependerá de la fortaleza y de la aptitud de los
contrincantes. Lo sabemos bien.
Se produjo un breve silencio, y Vivienne movió en
sentido afirmativo su cabellera gris plata.
—Tiercel tiene razón, aun pese a sus modales
impetuosos. No habíamos considerado a los dos
combatientes no deryni que presentará Wencit y tampoco
habíamos ponderado el hecho de que Wencit afrentara al
Consejo con su falso alegato. Y, en lo que respecta a Morgan
y a McLain —se encogió de hombros—, que así sea. Si ellos
ganan y sobreviven, será amplia prueba de que merecían
nuestra protección desde un principio. Al margen del
resultado, nuestra posición está bien fundamentada.
—Pero… —comenzó Thorne.
—¿Quieres guardar silencio? —llegó la réplica de la otra
integrante femenina del Consejo—. Señores, estoy de
acuerdo con lady Vivienne y estoy segura de que Tiercel y
Arilan pensarán lo mismo. Laran, ¿qué dices? ¿Tu orgullo y
tu curiosidad te permitirán acceder a la petición?
Laran asintió.
—Estaré de acuerdo con cualquier disposición que haya
que tomar para permitirlo. Y espero que venzan. Sería
criminal perder esos poderes curativos, si Morgan realmente
los posee.
—Es un argumento por demás pragmático y racional —
se rió Vivienne—. ¿Y bien, señores? Cinco de nosotros
apoyamos la medida. ¿Hace falta una votación formal?
Nadie dijo una sola palabra. Vivienne miró a Barett, con
una ligera sonrisa.
—Muy bien, lord Barrett. Parece que nuestros augustos
camaradas han convenido que extendamos nuestra
protección a los deryni de linaje mixto y que arbitremos el
duelo arcano que tendrá lugar mañana. ¿Estás preparado
para cumplir con tus deberes?
Barrett asintió, con aire cansado.
—Lo estoy. Arilan, llama a tus amigos.
Con una sonrisa triunfal, Arilan fue hasta las puertas
doradas, que se abrieron silenciosamente no bien se acercó.
Los tres se volvieron para mirarlo con rostros afligidos, pero
su expresión lo dijo todo. Entraron en el recinto detrás de
Arilan, con el paso confiado y las cabezas erguidas. El
Consejo Camberiano ya no los intimidaba.
Cuando los cuatro se acercaron al asiento de Arilan,
Barrett ordenó:
—Quédate de pie con tus camaradas, Denis.
Arilan se detuvo y, a su alrededor, se colocaron Kelson,
Morgan y Duncan, para mirar de frente a Barrett con porte
resuelto.
—Kelson Haldane, Alaric Morgan, Duncan McLain oíd el
veredicto del Consejo Camberiano. Se ha decidido que todos
gocéis de la protección del Consejo en este asunto, por lo
cual la garantía os es extendida. El duelo arcano será
arbitrado por Laran ap Pardyce, lady Vivienne, Tiercel de
Ciaron y quien os habla. Arilan, no podrás tener más
contacto con el Consejo hasta el momento del duelo arcano.
Además, deberás instruir a tus tres compañeros en lo que se
requerirá de ellos para que cumplan con el debido
comportamiento durante el duelo. Todo se hará según las
normas rituales, como se viene haciendo desde antaño.
Ninguno de vosotros podrá hablar de lo que sucederá
mañana con ninguna persona que no haya estado presente
en esta cámara en este momento. ¿Habéis comprendido?
Arilan manifestó su obediencia con una inclinación
formal y elegante.
—Todo se hará según la antigua tradición, señor.
A continuación, guió a sus tres amigos hacia la oscura
antecámara, donde los esperaba el Portal de Transferencia.
Sabía que bullían de preguntas, mas no les permitiría hablar
hasta que hubiesen salido de los confínes del Consejo. Se
internaron en el Portal y partieron. Pero los primeros
segundos posteriores a su regreso fueron confusos, como
los que suceden a un sueño. Los cuerpos durmientes de
Nigel, Cardiel y Warin, la alfombra enrollada y el octágono
abierto en el césped les recordaron que acababan de vivir
una experiencia real.
Kelson se volvió lentamente hacia Arilan.
—Todo fue verdad… ¿no es así?
—Todo fue verdad —sonrió Arilan—. Y, al parecer, los
milagros se empeñan en suceder. Kelson, redacta la
aceptación del desafío y se la enviaremos de inmediato a
Wencit. —Suspiró, hizo a un lado los restos de velas con el
pie y se hundió en una silla—. Podemos cubrir el Portal. Si es
necesario, lo usaremos otra vez, pero ya no hace falta
mantener el contacto con el suelo desnudo.
Kelson asintió con la cabeza y fue hasta una mesa
portátil. Tomó un pergamino y una pluma.
—¿Qué tono hay que emplear? ¿Confiado? ¿Beligerante?
Arilan sacudió la cabeza.
—No. Ligeramente aprensivo, pero resignado, como si
nos hubieran forzado a aceptar en contra de nuestro
parecer. No queremos que sepan que hemos tenido
contacto con el Consejo ni que adivinen nuestra pequeña
estratagema. —De pronto, sus ojos adquirieron un brillo
diabólico—. De hecho, que parezca una nota miserable y
que transmita nuestro temor. ¡Cuando mañana aparezca el
verdadero Consejo para arbitrar el duelo arcano, será algo
digno de verse!
XXIV
Así dijo Jehová: He aquí que yo traigo mal sobre este
lugar y sobre los que en él moran…
II Reyes, 22:16

Esa misma noche, horas más tarde, desde la puerta de


la tienda real, Arilan contemplaba un firmamento
profusamente estrellado. A su alrededor, oía los sonidos del
campamento que se disponía a dormir; un sueño que acaso
fuera el último. Los caballos tironeaban de las cuerdas y
resoplaban sus temores nocturnos; los hombres se
anunciaban ante los centinelas y recorrían sus puestos de
guardia; otros se preparaban para dormir y murmuraban
alguna conversación en voz grave y baja. Alrededor de
Arilan, ardía un anillo de antorchas, enclavadas en la tierra
ante el pabellón del rey, y formaba un velado resplandor
rojizo. Pero, esa noche, el fuego no podía competir con las
estrellas.
Arilan pensó que nunca había visto un cielo estival tan
estrellado. Acaso nunca volviese a verlo.
Detrás, oyó un rumor de pies calzados en cuero. Kelson
se había detenido a sus espaldas, para mirar el firmamento
por encima de su hombro. El joven rey permaneció un
instante en silencio, con la cabeza desnuda y un sencillo
manto de soldado alrededor del cuerpo. También él sentía el
hechizo de la noche estival.
Por fin, preguntó.
—¿Ya vienen Alaric y Duncan?
—Les he mandado llamar. Enseguida estarán aquí.
Kelson suspiró y extendió los brazos ante sí, con los
dedos entrelazados. Miró ociosamente el círculo de
antorchas y a los guardias que custodiaban su pabellón, en
el límite de la lumbre rojiza.
—Será una noche corta. Probablemente tengamos que
estar listos antes de que amanezca, en caso de que Wencit
intente algo furtivo. El mensajero que entregó nuestra
aceptación dijo que no parecía muy complacido.
—Estaremos preparados para Wencit —afirmó Arilan—.
Y, en lo que respecta a las sorpresas, me temo que será
Wencit quien se las lleve, una vez que asome el sol.
Se detuvo, al percibir un movimiento fuera del círculo de
luz. Con un codazo, anunció a Kelson que se acercaban
Morgan y Duncan.
Los guardias los saludaron con una breve reverencia.
—¿Algún problema, Kelson? —preguntó Morgan.
El rey negó con la cabeza.
—No. Estoy un poco nervioso. Quería subir a la colina y
volver a mirar el emplazamiento de Wencit. No me fío de él.
—Ah, más te vale… —murmuró Duncan por lo bajo,
mientras Morgan enarcaba una ceja y miraba la tienda por
detrás de Kelson.
—¿Cómo está Derry? —preguntó ignorando el
comentario de Duncan.
Kelson siguió la mirada de Morgan y se apartó de la
entrada.
—La última vez que me fijé dormía plácidamente.
Vamos, quiero ir a la colina. Estará bien.
—Me sumaré en unos minutos. Quiero verlo con mis
propios ojos.
Los demás partieron hacia la oscuridad y Morgan se
volvió para entrar en la tienda. Cerca de la gran cama real,
ardía una vela protegida, en un candelabro de hierro
forjado. Guiado por su luz y por el resplandor del fuego que
había en la parte trasera del pabellón, Morgan avanzó hacia
el cuerpo que yacía bajo las pieles, en el lado opuesto de la
recámara. Se hincó de rodillas al lado de Derry, las pieles se
sacudieron y el joven quedó boca arriba. Tenía los ojos
cerrados, pero era evidente que se hallaba en los comienzos
o en el final de una pesadilla. Gemía en voz baja. En un
momento, se cubrió los párpados con una mano y, luego, se
relajó para regresar a un sueño más profundo. Una vez,
Morgan creyó oír que murmuraba el nombre de Bran, pero
no pudo asegurarlo. Le tocó la frente con suavidad,
preocupado, y no recibió ninguna impresión de su mente
atribulada en el contacto. La pesadilla había concluido.
Quizá ahora Derry pudiese dormir bien…
Morgan habría querido desechar su aprensión y seguir
con sus asuntos, pero no pudo. Derry seguía descansando
irregularmente, cuando tendría que haber sanado ya;
mencionaba a Bran Coris; continuaba pareciendo enfermo,
desde todo punto de vista… Ah, Derry debía de haber
sufrido mucho. Pero nadie sabría cuánto hasta que Derry
emergiera de su sueño profundo y escogiera compartir sus
tormentos con ellos.
Pero ¿por qué no se había recuperado aún? ¿Y si sus
balbuceos anteriores al sopor hubiesen tenido algún
significado más oscuro? ¿Y si los lazos que Wencit impusiera
en su mente torturada aún no se hubieran roto por
completo?
Designó a un guardia adicional fuera de la entrada y se
internó en la noche. No tuvo consciencia de dirigirse a
ningún sitio en particular, sólo quería caminar para
consumir la energía que lo inquietaba y para calmar su
desazón. De pronto, sin saber cómo, se encontró ante las
tiendas del obispo Cardiel… Algo lo había impulsado a ir en
busca de Richenda.
Se detuvo y estudió la luz de las antorchas,
preguntándose por sus motivos. Pasó ante los guardias del
prelado y se encaminó hacia la tienda de ella. Sabía que no
debía estar allí después de lo que había pasado entre ellos
la noche anterior, pero acalló sus escrúpulos, diciéndose
que tal vez ella pudiese ayudarlo a comprender las razones
de la deserción de Bran. Tal vez pudiera descubrir por qué
Derry había gritado el nombre de Coris en su delirio. Pero
nada le haría negar que ansiaba verla con toda su alma, por
mucho que supiera que no tenía derecho a estar allí.
Fue hasta el anillo de luz que rodeaba la entrada de la
tienda y saludó al guardia que había en el perímetro, antes
de avanzar suavemente hasta las cortinas. En la primera
mitad del pabellón, no había nadie pero, más allá de la
división, oyó una voz de mujer que entonaba una canción
de cuna. Se detuvo ante el palo central de la tienda a
escucharla cantar.
Cierra los ojos, pequeño que Dios proteja tu sueño que
ningún miedo te asuste, que el Señor siempre te alumbre.
Tu madre vela contigo, vamos, cierra los ojitos, que Dios
y yo te daremos un cofre de lindos sueños.
Capturado por la melodía, Morgan se acercó hasta la
cortina y atisbo a través de los pliegues. En la recámara
interior, vio que Richenda se inclinaba sobre la cama de
Brendan y que cobijaba bajo las pieles a su hijo de cabecita
bermeja. El niño parecía estar a punto de dormirse pero, al
tender los bracitos para estrechar a su madre, vio a Morgan
desde el lecho. De inmediato se despabiló y se puso de
rodillas, con los ojos azules desmesurados de asombro.
—¡Papá! ¿Has venido a contarme un cuento?
Incómodo, Morgan intentó retirarse de la cortina, pero
no antes de que Richenda llegara a verlo. Su sobresalto
ante las palabras del niño desapareció no bien comprendió
que se trataba de Morgan y no de su esposo; tomó al niño
en sus brazos y fue hasta el general con una sonrisa
nerviosa.
—No, querido, no es tu padre. Es el duque Alaric.
Buenas noches, Excelencia. Parece que, en la penumbra,
Brendan os confudió con su papá.
Hizo una breve reverencia y Brendan se apretujó contra
ella. Veía que el hombre que había en la puerta no era su
padre, mas no sabía bien cómo reaccionar. Miró a su madre
en busca de alguna señal y, al verla sonreír, juzgó que
probablemente no se tratase de un enemigo, de modo que
miró a Morgan con timidez y, luego, volvió a posar los ojos
sobre su madre.
—¿El duque Alaric? —murmuró.
El nombre no significaba nada para un niño tan
pequeño; sólo trataba de repetir un título extraño. Pero,
antes de que el pequeño tuviera tiempo de pensar en ello,
Morgan avanzó unos pasos y lo saludó con una corta
reverencia.
—Hola, Brendan. He oído cosas muy interesantes sobre
ti.
Brendan miró a Morgan con suspicacia y se dirigió a su
madre.
—¿Mi papá es un duque?
—No, querido. Es conde…
—¡Y eso es tanto como duque?
—Bueno, casi… ¿Dirás hola a Su Excelencia?
—No.
—Pero cómo que no… Di: «Buenas noches, Excelencia.»
—Huenas noches, Celencia…
—Buenas noches, Brendan. ¿Cómo estás?
Brendan se llevó dos dedos a la boca y bajó la vista, con
nueva timidez.
—Bien… —balbuceó.
Morgan sonrió y se acercó hasta la altura del niño.
—Tu madre te estaba cantando una canción muy bonita.
¿Crees que querría cantarla otra vez, si se lo pides con todo
cariño?
Brendan sonrió con picardía, los dedos aún en la boca, y
sacudió la cabeza.
—No quero canciones. Las canciones son para los
chiquitines. Yo quero cuentos. ¿Sabes algún cuento?
Morgan se irguió, sorprendido. ¿Un cuento? Nunca se
había considerado muy dotado con los niños, pero Brendan
parecía responder notablemente. Un cuento. Dios sabía que,
hacía muchos años, había oído cuentos, pero ninguno
aconsejable para un crío de cuatro años. ¿Qué podría…?
Richenda vio su indecisión y comenzó a llevar a Brendan
a la cama.
—Tal vez otro día, corazón. Su Excelencia ha tenido una
jornada muy difícil y me temo que está muy cansado para
contarle cuentos a un pequeñín…
—No necesariamente… —la detuvo Morgan. Fue hasta
ella, que otra vez cobijaba al niño entre las mantas—. Hasta
los duques podemos sacar tiempo para divertir a los niños,
cuando son tan inteligentes. ¿Y qué cuento querías
escuchar, Brendan?
El niño se arrebujó contra la almohada, con una sonrisa
felizy se llevó las pieles hasta el mentón.
—Hablame de mi papá. Es el hombre más valiente y
listo del mundo. Cuéntame un cuento sobre él.
Morgan se detuvo helado un instante y miró a Richenda,
quien también se asombró de la petición. El niño no sabía —
no podía saber— de la traición de su padre, y semejante
iniquidad nada tenía que ver con el pequeño. Pero Morgan
no podía avenirse a ensalzar a Bran Coris. Ni siquiera en
beneficio de su hijo encantador. Le lanzó una de sus
sonrisas despreocupadas y se sentó sobre el borde del lecho
para acariciarle el cabello sobre la frente.
—Brendan, creo que esta noche, no. ¿Qué te parece si,
en cambio, te cuento una historia de cuando el rey era
pequeño como tú? Resulta que el rey, que entonces era sólo
un príncipe, tenía un hermoso pony negro llamado
Ventarrón. Un día, Ventarrón se escapó del establo y…
Mientras Morgan inventaba el relato, Richenda se apartó
para observarlos, feliz de que Brendan hubiese sido
fácilmente contentado. El niño seguía con fruición las
palabras de Morgan, pero Richenda sólo captaba una que
otra palabra. Deliberadamente, Alaric hablaba en voz baja,
para que ese instante con el niño fuese algo sólo
compartido por los dos. Observó al duque rubio y apuesto
que se inclinaba sobre el niño fascinado y ella misma se
encontró, una vez más, presa de la atracción irresistible que
emanaba del hombre.
Al cabo de un tiempo, el duque tendió la mano y la posó
sobre la frente del pequeño. Minutos atrás, las pestañas de
Brendan habían caído, vencido por el sueño, y Morgan bajó
la cabeza un instante. Cuando se irguió, fue en direción a
Richenda, los ojos fijos en la mujer.
En él había un aura extrañamente serena, un
sentimiento de paz, desconocido y a la vez hermoso.
Extendió una mano hacia ella y la mujer se aproximó hacia
él, sin decir una palabra. Después de unos instantes, volvió
la mirada al pequeño dormido.
—Es deryni. Lo sabes, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza solemnemente.
—Lo sé.
Morgan meció el peso del cuerpo de un pie al otro, con
repentina inquietud.
—Se parece mucho a como yo era cuando tenía su
edad: inocente, vulnerable. Sé que hay riesgos implícitos,
pero debe recibir instrucción. Su identidad dejará algún día
de ser un secreto y deberá poseer los medios para
protegerse.
Richenda volvió a asentir y posó su mirada sobre el niño
durmiente.
—Pronto, un día, lo descubrirá por sí mismo, cuando vea
que es diferente a los demás niños. Debe de advertírsele lo
que encontrará, pero me da miedo ser la que destruya su
inocencia. Y, luego, está la cuestión de su padre. Adora a
Bran; como todos los pequeños tiene en la gloria a su padre.
Pero, ahora…
Su voz se perdió, no terminó la frase, pero Morgan supo
en qué pensaba. Le soltó la mano y fue hasta la recámara
exterior. La hermana Luke había regresado de sus
quehaceres y se afanaba con eficiencia entre copas y una
botella de vino tinto. Morgan se ruborizó al verla y se
preguntó cuánto tiempo llevaría allí, pero la hermana no dijo
nada. Encendió más velas y se inclinó para saludarlo.
Morgan pasó a esta recámara y le devolvió el saludo. La
hermana desapareció en el sector de los dormitorios. Al
cabo de un instante, Richenda volvió junto a él y Morgan
disimuló su incomodidad sirviendo dos copas de vino.
—¿Lo ha oído? —musitó, mientras Richenda tomaba la
copa y paladeaba un sorbo.
La mujer negó con la cabeza y se sentó ante él, en una
silla de campaña.
—No, pero si lo hubiera oído, sé que sería discreta.
Además, estoy segura de que los guardias le advirtieron de
que no estaba sola —sonrió— y de que no llevabas aquí el
tiempo suficiente para que mi honor se pusiera en duda.
Morgan le lanzó una sonrisa fugaz y miró la copa que
tenía entre las manos.
—Y, con respecto al día de mañana, Richenda —
comenzó con voz grave—, para que Gwynedd sobreviva,
Bran debe morir. Lo sabes.
—Era previsible —murmuró ella—, pero, así y todo,
tengo miedo. ¿Qué será de todos nosotros?
En la tienda de Kelson, otro se debatía con la misma
pregunta. Cerca de los rescoldos, bajo las pieles, Derry se
agitó, inquieto, y abrió los ojos. Ya no podía seguir
ignorando la llamada. Estaba despierto y el impulso crecía.
Se sentó con vacilación —la tienda estaba desierta—, apartó
las pieles y se puso de pie, tembloroso. Se tambaleó una
vez, como si le hubieran asestado un duro golpe; pero,
luego, sacudió la cabeza ligeramente, como para
desembarazarse de una obsesión. Sus ojos se cerraron
brevemente y las manos acariciaron el anillo que llevaba en
el dedo. Cuando los volvió a abrir, en su mirada brillaba una
determinación nueva. Sin más vacilación, giró sobre los
talones y fue hasta la entrada de la tienda, con ojos
centelleantes.
—¿Guardia?
—¿Sí, señor?
El guardia parecía atento y solícito y lo saludó con
agrado al entrar en el pabellón.
—¿Podrías echarme una mano? Parece que se me ha
perdido el broche del manto. —Señaló la pila de pieles
donde había estado durmiendo y sonrió con vergüenza—. Lo
buscaría yo, pero la cabeza me duele cuando me agacho.
—No hay problema, señor —sonrió el guardia. Dejó la
lanza en el suelo, para inclinarse sobre las pieles—. Me
alegra ver que se ha repuesto y que se siente mejor.
Estuvimos un poco preocupados por vos…
Mientras el hombre hablaba, Derry cerró la mano
alrededor de la hoja envainada de una pesada daga de
cacería y se acercó hasta el guardia. Sin previo aviso, la
pesada empuñadura se enterró tras la oreja derecha del
centinela, que se desplomó sin exhalar un solo sonido.
Derry no perdió tiempo. Después de arrastrar al guardia
inconsciente hasta el Portal de Transferencia, se dirigió a la
entrada y dejó caer la cortina. Regresó hasta el hombre
exánime, se arrodilló ante él y puso las yemas de los dedos
sobre las sienes del guardia, mientras un extraño letargo lo
invadía. Los ojos del guardia parpadearon y se abrieron,
pero ya no lo miraban con la inteligencia candida y honesta
de su dueño. El propio estremecimiento involuntario que
experimentó Derry se vio superado por el nuevo poder que
lo obligaba a comportarse así, mas no pudo sino obedecer
impotente y su mirada se hundió en la del guardia sometido
para establecer contacto con esa nueva inteligencia ajena.
—Bien hecho, Derry —murmuró el centinela con una voz
que no era la suya—. ¿Qué has sabido? ¿Dónde están el
principito deryni y sus amigos?
—Fueron al perímetro a observar nuestro campamento,
Majestad. —Derry se oyó decir, sin poder evitarlo.
El centinela parpadeó e hizo un ligero movimiento
afirmativo con la cabeza.
—Bien. ¿No te vieron doblegando al guardia?
Derry negó.
—Creo que no, Majestad. ¿Qué deseáis de mí, ahora?
Se produjo una nueva pausa y el hombre clavó sus ojos
sobre los del joven lord, con nueva intensidad.
—Lord Bran desea el regreso de su hijo y de su esposa.
¿Sabes dónde se encuentran?
—Puedo encontrarlos. —Derry se despreció por sus
palabras.
—Bien. Entonces, encuentra alguna treta para atraerlos
hacia el Portal. Dile a la condesa que…
Se oyó un ruido de voces fuera de la tienda. Derry se
detuvo, helado. No podía estar seguro, pero parecía que uno
de los guardias hablaba con ¿Warin? Se puso de pie con
rapidez y fue hasta la cortina. Se mantuvo a un lado, para
quedar resguardado por el toldo cuando éste se abriera.
Oyó pisadas al otro lado de la tienda y, entonces, una mano
abrió la cortina. La cabellera recortada de Warin asomó por
la abertura. Warin vio al centinela tendido en el centro de la
recámara, pero, antes de que pudiera volverse para dar la
alarma, Derry lo derribó y lo arrastró hacia dentro del
pabellón, ahogando su grito con una mano brutal impuesta
sobre la boca. En segundos, Warin yacía también
inconsciente en el centro de la tienda. Pronto, se vio sujeto
de pies y manos y debidamente amordazado y oculto tras
los pliegues de un pesado manto. Después de arrastrar a
Warin de un lado a otro de la estancia, Derry salió del
pabellón.
Morgan bajó los ojos, incómodo, y se miró los pies.
Richenda estaba a unos metros de él, mas no permitió que
su mirada se posara sobre ella. Ya habían bebido el vino y
dicho todas las palabras que podían decirse por el
momento. Si él mataba a Bran al día siguiente, podría
destruir el amor que esa mujer increíble sentía por él; pero,
si Bran no moría, ninguno de ellos tendría futuro siquiera.
Alzó los ojos hacia ella y, de pronto, comprendió que
nunca la había sostenido entre sus brazos y que nunca la
había acariciado, salvo ese breve contacto que los uniera la
noche anterior, en el que ambos compartieran el poder de
su corazón deryni. Mañana, tal vez fuese demasiado tarde.
Mañana, la oportunidad podría desaparecer para toda la
eternidad. Sus ojos se hundieron en los de ella durante un
largo rato y también leyeron su indecisión. Entonces, la
estrechó en un abrazo y sus labios buscaron saciarse en el
beso que ella le ofrecía mientras, a su alrededor, la luz de
los cirios se velaba en una penumbra.
Después de lo que sólo pareció un instante, se
separaron y Morgan permaneció un largo tiempo mirándola
a los ojos, acariciando apenas sus manos. Pero, desde el
mismo momento en que entrara allí esa noche, había
comprendido que no podría quedarse. El honor se lo
impedía.
Durante unos minutos, el único sonido de la tienda fue
la música de sus corazones desbocados. Luego, él se
dispuso a marcharse y los dedos de seda de Richenda se
posaron sobre sus labios para despedirlo antes de que se
internara en la oscuridad. Morgan no podía saber que otro
acechaba cerca y desapareció en la noche para unirse a
Kelson y a los demás. No podía saber que Derry aguardaba
la oportunidad de actuar, fuera de la tienda de Richenda,
bajo el influjo de un conjuro enemigo.
Richenda se detuvo ante la entrada de la tienda y lo vio
partir. Luego, su mirada se paseó por la estancia vacía. Las
velas parecían arder con más fuerza ahora que él ya no
estaba, pero algo allí aún conservaba la penumbra de la
intimidad. Se preguntó cómo había podido enamorarse de
ese desconocido alto y rubio, que no era su esposo. Se llevó
los dedos temblorosos a los labios y los acarició
suavemente.
Entonces, aún sonriendo, fue a la estancia interior y se
hincó de rodillas al lado de su hijo. Su sonrisa pronto se
trocó en preocupación.
¿Qué les depararía el futuro, después de mañana? Sea
cual fuere el resultado del duelo, el espectro de Bran
siempre estaría acechando sobre sus cabezas, en vida o
muerto, pues estaba ligada a Bran por ese niño, por lazos
mucho más inexorables que las meras palabras o la ley. Y si
Alaric Morgan mataba a Bran Coris al día siguiente… ¿dónde
estaba la lealtad?
Pensó en lo que le habían enseñado, pero ya no sabía
dónde residían las respuestas. La lealtad de una mujer se
debía a su esposo. Así decían. Pero ¿si el esposo de una era
un traidor? ¿Estaría obligada a odiar al hombre que hacía
justicia con ese traidor? Creía que no.
Suspiró levemente y cubrió a Brendan con los mantos
de piel. Entonces, un ruido que provenía desde el exterior la
hizo alarmar. Se puso de pie sin hacer ruido, fue hasta la
entrada de la estancia interior y vio a un hombre recortado
contra la cortina, afuera. Los guardias no lo habían hecho
detener ni parecía querer acercarse más. Pero ¿quién sería?
Dio unos pasos hacia la cámara exterior, y frunció los ojos
para distinguir mejor sus rasgos.
—¿Quién sois? —dijo en voz baja. No quería despertar a
Brendan ni a la hermana Luke—. ¿Traéis algún mensaje para
mí?
El hombre dio un paso hacia el interior y se dejó caer
sobre una rodilla.
—Soy lord Sean Derry, señora, el ayudante de Morgan.
¿Podríais venir a la tienda del rey conmigo en este
momento? Lord Warin se encuentra muy enfermo y Morgan
no puede asistirlo ahora. Pensó que tal vez vos pudierais
ayudarnos.
—Bueno… Desde luego, podría intentarlo —repuso.
Tomó un manto que había al otro lado de la estancia interior
y comenzó a cubrirse los hombros con él—. ¿Qué le pasa a
Warin? ¿Tenéis alguna idea?
Derry negó con la cabeza y se puso de pie.
—No, señora. Me temo que no. Tiene fiebre y delira.
Richenda terminó de abrocharse el manto y fue hacia él.
—Estoy lista. Indicadme el camino.
Derry miró al suelo, incómodo.
—Señora.., antes de que salgamos.. No sé cómo decir
esto sin que me toméis por un necio, pero el rey… en fin, el
rey desea que traigáis a lord Brendan.
—¿Queréis que lleve a Brendan? ¿Y por qué tendría
que…?
—Por favor, señora. El obispo Arilan y el padre Duncan
temen que Wencit y vuestro esposo intenten raptar al niño
si lo dejáis solo. No está de más tomar precauciones.
Además, Morgan me ha indicado ciertas medidas de
protección…
—Ay, mi pobre niño… —murmuró Richenda.
Se persignó rápidamente y corrió hasta la entrada que
conducía al dormitorio. Permaneció allí varios segundos sin
moverse, mirando al niño que dormía, y se volvió para mirar
de frente a Derry.
—Tenéis razón, podría ser una artimaña. Bran ama a
Brendan con todo su corazón y podría persuadir a Wencit de
que intentara alguna treta para raptarlo. Envolvedlo en la
manta, Derry. —Le tendió un manto con bordes de piel,
mientras iba hacia la cama del pequeño—. Pero tratad de no
despertar a la hermana Luke. Creo que no habrá motivo de
alarma.
Derry sonrió para sus adentros, pero Richenda no vio la
expresión de su rostro, pues el joven se había inclinado
sobre el niño dormido.
—Claro que estaréis bien, señora. —dijo en voz baja—.
Pero, a veces, hay que darles gusto a estos sacerdotes.
Vamos, Warin necesita de vuestra ayuda.
Minutos más tarde, Richenda y Derry entraban en el
pabellón real. Derry llevaba en los brazos a Brendan, que
aún dormía. Después de la oscuridad del campamento, el
interior de la tienda les resultó intensamente iluminado y los
ojos de Richenda tardaron en ajustarse a la poderosa luz.
Derry cruzó la estancia, dejó al niño sobre una pila de
mantas y pieles que había en el centro y le indicó con un
gesto el sitio donde yacía Warin. Cuando Richenda fue hacia
él, Derry dio un paso atrás y cruzó los brazos sobre el
pecho, con una ligera sonrisa; pero Richenda no lo advirtió.
—Está muy rígido —dijo la mujer, y se hincó de rodillas
para tocarle la frente—. ¿Warin? ¿Podéis oírme?
Al tocarlo, retrocedió de pronto, pues se encontró con
una boca burdamente amordazada. Ahora comprendía por
qué los hombros de Warin parecían tan extraños bajo el
manto: tenía las manos atadas. Espantada, alzó los ojos con
expresión inquisidora hacia Derry y lo encontró yendo hacia
Brendan con pasos resueltos, ya sin reparar en su
presencia. La mujer se detuvo, sobrecogida: cuando Derry
se internó en una zona de penumbra vio que, alrededor de
su cabeza, comenzaba a formarse un débil fulgor.
—¡Derry!
De pronto, supo sus intenciones y percibió el Portal de
Transferencia, que comenzaba a resplandecer alrededor de
su hijo. Se puso de pie de un salto y se abalanzó contra
Derry, llegó al Portal justo cuando la escena comenzaba a
cambiar. El Portal se estabilizó al ejercer la mujer sus
poderes para detenerlo pero sólo hasta que Derry irrumpió
en el círculo detrás de ella, sujetándola firmemente contra
su pecho para arrastrarla.
Trató de gritar el nombre del niño para despertarlo, pero
se encontró con que una mano le cubría la boca con fuerza.
Cuando el primer guardia asomó la cabeza por la cortina en
respuesta a su primer grito, una segunda figura sombría
comenzaba a recortarse en el círculo y, luego, una tercera,
que avanzó hacia su hijo.
—¡No! —aulló Richenda, tirando para liberarse de Derry,
mientras el hombre cogía al pequeño—. ¡No, Bran!
De las puntas de los dedos de Richenda comenzó a
brotar una corriente de poder hacia el hombre pero, como
Derry la estaba sujetando, no podía controlar su dirección.
Los guardias parecían lamentablemente lentos. Incapaz de
detener la acción, vio que el círculo se iluminaba y que se
oscurecía a continuación.
—¡Brendan! —clamó una vez más, mientras los guardias
trataban de someter a Derry y de apartarlo de ella.
Pero ya era demasiado tarde para salvar a Brendan. El
pequeño había desaparecido.
XXV
Tú eres sacerdote para siempre..
Salmos, 110:4

Cuando pudieron encontrar a Kelson, el pabellón real


bullía de guardias. Al entrar el rey en la estancia,
acompañado de Morgan, Duncan y Arilan, se produjo un
silencio. Los únicos sonidos eran los sollozos ahogados de
Richenda, que estaba sola, sentada en el centro del Portal
vacío, y los tirones que daba Derry, tratando de liberarse de
las cuerdas que lo sujetaban. Al lado de la mujer, había
varios guardias, incapaces de ofrecerle consuelo alguno, y
otro atendía a Warin, que estaba aún inconsciente. Al otro
lado de la estancia, Derry armaba un revuelo tras otro y a
los cinco guardias les costaba a veces sujetarlo.
Kelson evaluó la situación de un solo vistazo y, con un
gesto, indicó a los guardias sobrantes que se retiraran de la
tienda. Se oyeron murmullos de consternación, pero los
hombres obedecieron. Cuando se marcharon, Kelson y
Morgan fueron hasta Richenda. La dama levantó la cabeza
fugazmente y apartó la mirada enseguida.
—No os acerquéis, Majestad. En este círculo hay algo
perverso. Se han llevado a mi hijo y no puedo encontrarlo.
—¿Se han llevado a Brendan? —exclamó Morgan, y
recordó que, minutos atrás, había acunado al pequeño con
un cuento.
Sin vacilación, Arilan fue hasta el círculo y se hincó de
rodillas al lado de Richenda. La ayudó a ponerse de pie y la
puso en manos de Duncan. Mientras el sacerdote la alejaba
del círculo, la mujer se retorcía las manos y su cabello
doradorojizo le caía sobre los hombros y el rostro,
desordenado. Morgan quiso ir hacia ella, pero Arilan lo hizo
desistir con un gesto e indicó a Duncan que la apartara más
aún del círculo.
—Déjala, Alaric —le pidió en voz baja—: por ahora, es
mejor que esté con Duncan. Lo más urgente en este
momento es que cerremos este Portal, antes de que Wencit
trate de usarlo otra vez. Jamás debí dejarlo abierto.
—¿Podemos ayudar? —preguntó Kelson.
Con los ojos muy abiertos, miraba al obispo, que se
había sentado en cuclillas y se restregaba las manos contra
los ojos.
—No, vuestras fuerzas harán falta para Derry.
Permaneced atrás mientras yo termino con esto.
Se alejaron como les dijo. Arilan elevó la vista al techo
un segundo y suspiró, como si se dispusiera para lo que iba
a venir. Inclinó la cabeza y dejó que sus manos se posaran
en el suelo, a ambos lados. Alrededor de su cabeza
comenzó a formarse un halo de luz, como un manto
resplandeciente, que fluía y palpitaba con cada latido de su
corazón. Se produjo un destello brillante y la luz se
extinguió en un fogonazo. Arilan se meció hacia delante,
como ebrio, con las manos sobre las rodillas; pero, antes de
que Morgan pudiera sostenerlo, el obispo sacudió la cabeza.
—Dejadme. Ocupaos de Derry ahora —murmuró con voz
pastosa—. Ya he terminado. Iré con vosotros en un instante.
Morgan miró a Kelson, a Richenda y a Duncan, que se
encontraban al otro lado de la estancia, suspiró y fue hacia
los guardias que sujetaban a Derry. Los ojos del joven lord
se posaron un segundo sobre los del general y sus
miembros atados empezaron a sacudirse convulsivamente
con la proximidad de Morgan. Alaric miró a Derry unos
instantes sin hablar y comenzó a quitarse los guantes.
—¿Qué visteis realmente? —preguntó a uno de los
guardias, que parecía tener más aplomo que los demás—.
Alguien nos dijo que Derry había traído al niño en sus
brazos, dormido y envuelto en un manto, y que lady
Richenda entró con él por su propia voluntad.
—Eso nos pareció, Excelencia. Yo estaba de guardia en
el perímetro. Llevaban un minuto dentro cuando la dama
gritó: «¡Derry!» Cuando entramos, la vimos luchando con él,
allí, donde está el obispo. Y algo había sucedido con el niño,
también. Estaba tendido sobre las pieles, justo donde se
acaba de sentar el obispo. Se produjo un resplandor muy
curioso y pareció de pronto que allí había dos personas más.
Kelson se había acercado a escuchar el relato del
centinela. Se puso de rodillas al lado de Morgan y escrutó el
rostro del guardia con atención.
—Uno de los que vino a buscarnos nos dijo que los
hombres eran Wencit de Torenth y el conde de Marley. ¿Eso
concuerda con lo que tú viste?
—Bueno, a Wencit no lo conozco, Majestad. Pero el otro
bien podría haber sido el conde de Marley, aunque sólo lo
he visto un par de veces.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Morgan,
impaciente.
—Bueno, cuando pudimos llegar hasta la dama, lord
Derry la había apartado del círculo pero, de pronto, el niño y
los dos hombres desaparecieron. No… puedo explicarlo,
Majestad.
—Ni te molestes en intentarlo —murmuró Morgan. Se
colocó los guantes en el cinto y miró a Derry, que seguía
forcejeando—. ¿Desde entonces ha estado así?
—Sí, señor. Quería regresar al círculo. Decía que no lo
cerraran, que tenía que volver. Tuvimos que sofocar sus
alaridos con una mordaza para poder pensar.
—Lo imagino —repuso Morgan.
Recorrió a Derry de pies a cabeza, con los ojos
entrecerrados, y miró a los guardias.
—Muy bien. Quitadle la mordaza y las cuerdas y
sujetadlo. Esto no será fácil.
—Pero… ¿qué sucede con él? —murmuró Kelson,
mientras los guardias obedecían—. Morgan, ¿estás seguro
de que es prudente soltarlo? Actúa como si estuviera
poseído.
—Aja. Tenemos que descubrir hasta qué punto lo está —
Convino Morgan—. Aparentemente, esto era lo que tanto
temía cuando regresó al campamento por la tarde. Tendría
que haberle dado importancia entonces.
Volvió su atención a Derry, pero el joven se estremeció y
cerró los ojos no bien Morgan le tocó la frente. Inhaló
profundamente. Luego, sus ojos se abrieron y miraron al
general, esta vez con cordura y algo de incomodidad al ver
que los centinelas le sostenían los brazos y las piernas
extendidos. Cuando su mirada se posó nuevamente sobre
Morgan, sus ojos azules brillaron de dolor y de cierto temor.
Morgan había esperado todas las reacciones, menos ésa.
—¿Qué… hice, Morgan? —preguntó con voz casi
inaudible.
—¿No lo recuerdas?
Derry parpadeó y negó con la cabeza.
—¿Fue algo… terrible? ¿Le he hecho daño a alguien?
Morgan se mordió el labio para no responder con
insultos y pensó en la mujer desesperada que había al otro
lado de la estancia.
—Sí, Derry. Ayudaste a Wencit y a Bran a que raptaran
al hijo de una mujer. También heriste a Warin y a un guardia.
¿De veras no lo recuerdas?
Derry movió la cabeza y sus ojos reflejaron el dolor de
Morgan. El general bajó la cabeza, incapaz de sostener la
mirada de Derry un segundo más. Comenzó a posar una
mano sobre el brazo de Derry, para demostrarle su afecto,
pero, ante el contacto, el joven se arqueó hacia arriba, se
zafó de los guardias y se abalanzó sobre el cuello de
Morgan.
—¡Sujetadlo! —gritó Kelson, y se abalanzó contra las
piernas de Derry mientras los guardias se ponían en acción.
Durante tres segundos, Derry apretó el cuello de
Morgan; pero, Alaric se liberó y se abalanzó sobre él para
sujetarlo en el suelo. Los guardias se sentaron sobre sus
brazos y piernas. Aun entonces, Derry siguió forcejeando y
gritando:
—¡No! ¡Ay, Dios me ayude! ¡Morgan, no puedo
controlarme! ¡Por favor, mátame! ¡Mátame antes de que…!
Morgan descargó el puño contra la mandíbula de Derry,
en un golpe contundente que dejó inerte al joven lord.
Respirando con agitación, Morgan se puso en cuclillas e
indicó a los guardias que sostuvieran los miembros de Derry
una vez más. Kelson se enderezó y estudió a Morgan con
preocupación, tras despedir a varios soldados que habían
irrumpido en la tienda al oír el primer grito de Derry.
—¡Por todos los cielos! ¿Qué ocurrió? ¿Te encuentras
bien? —murmuró. Se enderezó la túnica y miró a Morgan,
con un nuevo respeto—. Intentó matarte.
Morgan cabeceó afirmativamente, se frotó la garganta
con cuidado; las marcas comenzaban a notarse.
—Lo sé. Lo único que se me ocurre es que Wencit debió
de haberlo sometido bajo un conjuro muy poderoso,
compuesto por muchas capas. Por eso no lo descubrí esta
tarde. Anulé el hechizo exterior, pero había otro nivel por
debajo. Tendremos que destruir ese conjuro… o matar a
Derry en el intentó. —Respiró hondo con dificultad y se
obligó a relajarse—. Cuando vuelva en sí, ¿te quedarás a mi
lado? ¿Estarás dispuesto a intervenir y a luchar contra
aquello que lo mantiene cautivo?
Kelson asintió en silencio solemnemente, mientras
Morgan dirigía su atención a los guardias.
—Y vosotros sostenedlo bien esta vez, maldición. No
puedo hacer nada si está sacudiéndose como un pez e
intentando asfixiarme.
Los guardias asintieron silenciosos, avergonzados, y se
tensaron al oír que Derry gemía y comenzaba a agitarse.
Antes de que volviera en sí, empero, Morgan llevó
lentamente las manos hacia la cabeza de Derry, mientras
una mirada distante asomaba a sus ojos.
—Escúchame, Derry.
Sus manos se posaron suavemente sobre la cabeza de
Derry y el cuerpo del hombre se contrajo en un espasmo
involuntario, que casi lanzó a un lado las manos de Morgan,
pese a que los guardias lo aferraban. El general movió la
cabeza levemente, afirmó el contacto y extendió sus
poderes.
—Tranquilo, Derry. Estás a salvo. Vamos a liberarte.
Relájate y déjame entrar, como hacíamos antes. Voy a
destruir el conjuro con que Wencit te ha sometido.
Derry volvió a estremecerse y su cuerpo se retorció bajo
las manos de sus captores, a medida que Morgan se
concentraba más y más. Entonces, su cuerpo cedió, laxo.
Morgan se mantuvo inmóvil un largo rato antes de alzar la
cabeza apenas.
—Muy bien, Kelson. Sigúeme y ve donde yo vaya. Y
vosotros no dejéis de sostenerlo con fuerza hasta que yo os
diga que está a salvo. Podría darle otro acceso de violencia
sin ningún aviso.
—Sí, Excelencia.
Morgan inclinó la cabeza y sus ojos se nublaron. Kelson
posó una mano sobre su brazo y se unió al contacto.
Después de un momento, no se oyó ningún sonido en la
tienda más que el sollozar de lady Richenda, quien seguía
llorando entre los brazos de Duncan.
Desde el lado opuesto de la estancia, Duncan alzó la
vista de la mujer desconsolada y miró la escena que
rodeaba a Derry. Arilan, exhausto tras haber cerrado el
Portal, había reunido energías suficientes para alejarse del
círculo y acercarse hasta Kelson y Morgan. Los únicos
guardias que quedaban en la tienda se hallaban ocupados
en sostener a Derry. Era hora de distraer a Richenda de su
aflicción y de pedirle que contase lo acontecido, pensó
Duncan.
—Señora… —la llamó suavemente.
La dama sollozó y tragó saliva con fuerza. Levantó la
cabeza y se enjugó los ojos con un pañuelo. Luego, volvió a
inclinar la cabeza con desazón, sin mirar al sacerdote.
—He hecho algo terrible, padre —murmuró—. He hecho
algo atroz y ni siquiera puedo pediros perdón, pues, si
tuviera oportunidad, volvería a hacerlo.
La mente de Duncan recordó los acontecimientos que
acababan de suceder y trató de imaginar a qué podía estar
refiriéndose. En ese momento, había olvidado por completo
que era un sacerdote suspendido.
—¿Qué puede ser eso tan terrible, señora? No veo de
qué forma podéis culparos por lo que ha sucedido aquí esta
noche. ¿Acaso Derry no os atrajo con engaños e intentó
raptaros a vos y a vuestro hijo?
Richenda negó con la cabeza.
—No lo comprendéis, padre. Mi esposo era… uno de los
que estaban en el círculo, era uno de los que se llevó a mi
hijo y yo… traté de matarlo.
—¿Tratasteis de matarlo? —repitió Duncan,
preguntándose de qué forma esa criatura delicada podría
haber sido capaz de matar a alguien.
—Sí y, probablemente, lo habría conseguido si Wencit
no hubiera estado allí y si Derry no me lo hubiese impedido.
Vos sois deryni, padre. Sabéis de lo que hablo…
—¿Que yo sé…? —la interrumpió, comprendiendo las
consecuencias de lo que Richenda acababa de decirle—.
Señora —susurró, llevándola hacia la pared de la tienda,
lejos de los demás—, ¿vos sois deryni?
Asintió en silencio, sin mirarlo.
—¿Bran lo sabe?
—Ahora, sí —contestó ella en voz baja, mirándolo con
incertidumbre—. Y… padre, ¿de qué sirve ocultarlo? No
puedo mentiros. Hay otra razón por la cual traté de matar a
Bran. Él… Ay, Dios me ayude, padre, pero me he enamorado
de otro hombre. Amo a Alaric y él me ama a mí. Todavía no
he violado los sacramentos de fidelidad que debo a mi
esposo, al menos en acto. Pero, si Alaric mata a Bran
mañana, lo cual es muy probable, la ley… Ah, perdonadme,
padre, ni siquiera pienso en Bran. Pero, es un traidor. ¿Qué
voy a hacer, Dios mío?
Comenzó a sollozar con amargura otra vez. Duncan la
estrechó contra su hombro y ambos se sentaron sobre la
gran cama de Kelson. Al otro lado de la estancia, Morgan y
Kelson seguían de rodillas ante Derry. Arilan, de pie,
observaba impasible. Duncan no podía esperar ayuda de
ellos, era algo que debía beber de un solo trago. Inclinó la
cabeza contra el cabello de la mujer y trató de desenredar
sus emociones confusas.
Richenda y Alaric. Claro. Ahora todo parecía cobrar
sentido. Había sido un necio por no darse cuenta antes.
Conocía la conciencia escrupulosa de Alaric y sabía que
nada podía haber sucedido, aun en lo que respectaba a
hechos concretos. Además, Richenda acababa de jurar que
todavía no había traicionado la fidelidad que debía a su
lecho conyugal.
Pero Duncan también sabía la culpa interior que ambos
debían de estar sintiendo, la angustia sobre las razones que
los movían y sobre lo que el día de mañana podría
depararles. Se preguntó fugazmente por qué Alaric no había
confiado en él, pero comprendió enseguida que no habían
tenido tiempo de hablar del asunto. Y que, aunque lo
hubiesen tenido, se trataba de algo tan vergonzoso y
reprobable para Alaric, que éste quizá no hubiese podido
mencionarlo ni siquiera a su primo. Desear la mujer de otro
hombre era algo absolutamente inaceptable para Alaric
Morgan.
Esta reflexión trajo a su mente la cuestión de su
sacerdocio, una vez más, y el hecho de que había olvidado
su suspensión. Además, descubrir que Richenda era deryni
revivía el otro conflicto que se revolvía en su fuero interno
desde hacía años. Al dirigirse a él como sacerdote, ella
también había apelado a su parte deryni. ¿Podría reconciliar
ambas identidades, por fin? ¿Quién era él, en verdad?
Pues bien, era deryni en primer lugar y ante todo. Había
nacido con esa condición y había vivido consciente de su
identidad casi treinta años. El hecho de que la hubiera
mantenido oculta al mundo exterior hasta hacía poco no
influía mucho en su dilema. Era deryni.
Pero ¿y su sacerdocio? Llevaba meses bajo suspensión
formal y había acatado ese decreto desde la muerte de su
hermano, en Culdi. Más tarde, le habían levantado la
excomunión que le valieran sus actos en el templo de San
Torin… En realidad, la habían decretado nula, es decir que
nunca había estado excomulgado, en lo que respectaba a
los obispos. Pero ¿era realmente un sacerdote? ¿Sería
posible, quizá, reconciliar ambas identidades y seguir siendo
cada una de ellas, pese a los impedimentos de siglos?
¿Podría seguir comportándose como clérigo y como deryni?
Miró a Arilan y consideró la posibilidad. Desde que había
tomado los hábitos, jamás había dudado de que su vocación
sacerdotal fuese genuina o de que hubiese sido un buen
sacerdote. Y Arilan… parecía no verse asaltado por ninguna
de las dudas que Duncan tenía con respecto a la
compatibilidad de sus funciones. Aunque el obispo deryni
había tenido el cuidado de protegerse durante muchos
años, Duncan veía que la unión de ambas identidades no
parecía ser totalmente imposible.
¿Qué había dicho Arilan? Que él y Duncan eran los
únicos sacerdotes deryni que habían sido ordenados desde
el Interregno; al menos que Arilan tuviera noticia. Y en la
mente de Duncan no cabían dudas de que Arilan creía en su
vocación y de que se consideraba un siervo del Señor.
Duncan siempre percibió en el hombre un aura de santidad,
desde que, seis años antes, se conocieran. Estaba seguro de
que los votos de Arilan eran válidos y su ordenación,
legítima. ¿Por que no habría de serlo entonces la de
Duncan, si él también era deryni? Viendo el ejemplo de
Arilan, ¿por qué no podría Duncan actuar como sacerdote
deryni?
Volvió a mirar a Richenda y vio que la mujer recobraba
otra vez la compostura y que por fin se enjugaba las
lágrimas. Pero, antes de que él pudiera hablar, la mujer
posó sus ojos azules en él y escrutó su rostro.
—Ya me sentiré mejor, padre. Sé que no puedo esperar
perdón por lo que he hecho, pero ¿querréis escuchar mi
confesión? Me hará más fácil seguir viviendo.
Duncan bajó la vista y recordó el último impedimento.
—¿Habéis olvidado que estoy suspendido, señora?
—Mi tío Cardiel dice que la suspensión quedaba librada
a vuestro propio criterio, desde lo de Dhassa; que ni él ni
Arilan vieron razones para que vos no pudierais reiniciar
vuestras funciones eclesiásticas.
Duncan enarcó las cejas al oírlo, pues era cierto. Arilan
había mencionado algo acerca de levantar la suspensión
una vez que se revocara la excomunión, sólo que, según los
deseos de Duncan, era Corrigan quien debía hacerlo, pues
de él había partido la medida inicialmente. Pero, ahora que
Corrigan estaba exiliado en Rhemuth y que no ejercía
funciones, la cuestión era de mera naturaleza retórica.
Comprendió que, por primera vez en su vida, era
verdaderamente libre de decidir.
—¿El hecho de que sea deryni no significa nada para
vos? —preguntó, en un último esfuerzo por tranquilizar su
conciencia ante lo que iba a hacer.
La mujer lo miró con aire extraño, impaciente.
—Significa mucho, padre, pues quizá podáis
comprender mejor mi angustia. Pero lo preguntáis como si
esa identidad fuese un impedimento, sólo porque ahora se
sabe quién sois. ¿No pensáis acaso ejercer vuestro oficio tal
como siempre lo habéis hecho?
—Claro que sí.
—Y, en vuestra opinión, ¿fuisteis un buen sacerdote
durante los años en que se ignoraba esa identidad?
Duncan hizo una pausa.
—Sí.
Richenda sonrió fugazmente y se puso de rodillas.
—Entonces, padre, escuchadme. Como alma necesitada,
acudo a vos para que cumpláis con vuestro sagrado oficio.
—Pero…
—La suspensión no tiene vigencia, en lo que respecta a
vuestros superiores. ¿Por qué os resistís? ¿Acaso no
nacisteis para esto?
Duncan sonrió, avergonzado, e inclinó la cabeza cuando
Richenda se persignó y unió las palmas de las manos. En
ese instante, Duncan supo que estaba haciendo aquello
para lo cual había nacido y que jamás volvería a dudar.
Sereno y sin vacilar, se dispuso a escuchar la confesión de
lady Richenda.
En el lado opuesto de la tienda, Morgan levantó la
cabeza y suspiró. Indicó a los guardias que soltaran a Derry
y se fueran. El joven lord de la Frontera yacía plácidamente
ante él, con los ojos cerrados. Dormía. Cuando los
centinelas se marcharon, Morgan se puso en cuclillas para
contemplar un pequeño círculo de metal ennegrecido que
tenía en la palma de la mano. Kelson miró la sortija y, luego,
a Arilan. Ninguno de los tres quería mirar la mano derecha
de Derry, donde, en el índice blanco y helado, había llevado
el anillo. La sortija y su conjuro habían sido anulados, pero
todos habían debido pagar un alto precio por ello. Morgan
trató de reprimir un bostezo, pero desistió luego y se estiró
con placer. Cuando terminó, miró a los demás, cansado, y se
relajó. La prueba había terminado.
—Ya está bien. El hechizo se ha roto y Derry ha quedado
libre.
Kelson miró la mano de Morgan, donde estaba el anillo,
y se estremeció.
—¡Lo que debe de haber pasado Derry! Tú me protegiste
de lo peor, Morgan, pero ¿cómo hará él para soportar el
recuerdo durante toda su vida?
—No tendrá que hacerlo —Morgan meneó la cabeza—.
Me tomé unas libertades y borré de su memoria lo sucedido
en Esgair Ddu. Parte del horror nunca se irá, pero pude
suprimir al menos lo más insoportable. En unas semanas,
todo esto será un vago recuerdo. Luego, se enfadará por
haberse perdido la excitación del duelo de mañana. Dormirá
durante varios días.
—Por mí, puede quedarse con la parte de excitación que
me tocará en el reto —murmuró Kelson por lo bajo.
—¿Qué? —gruñó Morgan. No había alcanzado a
escuchar el comentario, mientras se ponía de pie.
—No importa. De todas formas, no era propio de un rey
—sonrió Kelson—. Sería mejor que durmiésemos. ¿Señora?
Tendió la mano hacia Richenda, que había concluido su
confesión.
La mujer se inclinó, dócilmente.
—Señora, lamento de veras todos los hechos de esta
noche. Podéis tener la certeza de que haré todo lo que esté
en mi poder para que vuestro hijo os sea restituido mañana.
—Gracias, Majestad.
—En tal caso, amigos, cada uno a su tienda —dijo Arilan
lentamente—. El alba no tardará en asomar sobre nosotros.
XXVI
Él está sentado sobre el circulo de la tierra.
Isaías, 40:22

El amanecer trajo una helada inesperada, por ser


verano. En las primeras horas del día, había caído un rocío
intenso y el aire seguía siendo pesado, opresivo, cargado de
humedad. El sol asomó feroz y, detrás de los picos de Alto
Cardosa, el Este se tiñó de púrpura y oro por entre los
cúmulos grises. En el campamento de Kelson, los hombres
miraron el cielo plomizo y se persignaron furtivamente, pues
tan extraña alborada les pareció un mal presagio.
El día habría sido mucho más fácil de tolerar si el sol no
hubiera sido mezquino con su luz.
Kelson frunció el ceño y se abrochó un cinturón dorado
alrededor de la túnica con el león carmesí.
—Es ridículo, Arilan. Dices que no podemos ir armados,
que no podemos llevar aceros ni hierro de ninguna clase.
Cuando luché contra Charissa, no tuve que pasar por nada
de esto.
Arilan meneó la cabeza y sonrió, mirando a Duncan y a
Morgan. Los cuatro eran los únicos moradores de la tienda;
así lo habían querido, en vista de los acontecimientos que
pronto tendrían lugar. Horas antes, Cardiel había celebrado
la misa para ellos, allí mismo, con la asistencia de Nigel,
Warin y algunos de los generales más estimados por Kelson.
Pero, en ese momento, estaban solos por propia
elección; sabían que, una vez que se alejaran de la soledad
de la tienda, tal vez nunca más tuvieran ocasión de estar a
solas. Con un suspiro concluyente, Arilan se ató los lazos de
su manto de obispo bajo la barbilla y, luego, posó su mano
tranquilizadora sobre el hombre del rey.
—Sé que te parecerá extraño, Kelson, pero debes
recordar que estamos combatiendo bajo la protección y la
supervisión formal del Consejo. Las reglas son mucho más
estrictas cuando se trata de retos en grupo, pues hay
muchas más ocasiones de traición.
—Ya hubo traición de sobra —murmuró Morgan por lo
bajo, mientras se echaba un manto negro sobre los hombros
—. Después de ver lo que Wencit le hizo a Derry, podría
esperar cualquier cosa de él.
—El mal recibirá su justa retribución —afirmó Arilan con
gravedad—. Vamos. Nos esperan nuestros escoltas.
Afuera, Nigel y los generales aguardaban con los
caballos. Cuando los cuatro salieron de la tienda, no se oyó
un solo sonido. Kelson fue el último en salir y, al verlo
aparecer, todas las tropas, hasta el último hombre, se
hincaron sobre una rodilla e inclinaron la cabeza en señal de
respeto. Kelson los miró, conmovido por su lealtad, mientras
se ajustaba los guantes. Enmascaró su emoción detrás de
una corta reverencia y les indicó que se pusieran de pie.
—Gracias, caballeros —dijo en voz baja—. No sé cuándo
os volveré a ver, si tengo esa fortuna. El combate que
libraremos esta mañana será a muerte, como bien sabéis. Si
vencemos, os aseguro que jamás volveremos a ser
invadidos por el Este. El poder de Wencit de Torenth será
aplastado para siempre. Si perdemos… —se detuvo para
humedecerse los labios—. Si perdemos, otros deberán
conduciros después. Parte de lo que esta batalla estipula es
que el vencedor concederá la vida al ejército opuesto, pues
ni Wencit ni yo deseamos regir sobre un reino de cadáveres
que haya perdido la flor de sus hombres. Pero fuera de eso,
no puedo prometeros nada, salvo mi más desesperado
esfuerzo. A cambio, sólo espero vuestras plegarias.
Bajó los ojos, como si hubiera terminado, pero Morgan
se inclinó y susurró algo a su oído. Kelson lo escuchó y
asintió con la cabeza.
—Antes de alejarme de vosotros, se me recuerda un
último deber, caballeros: el nombramiento de mi sucesor.
Sabed que es mi voluntad que nuestro tío, el príncipe Nigel,
nos suceda en el trono de Gwynedd, en caso de que hoy no
regresemos. Después de él, serán sus sucesores los varones
de su descendencia, y, tras ellos, sus hijos. Si no… —Se
detuvo y volvió a comenzar—. Si no regreso, debéis
concederle el mismo respeto y el mismo honor que
generosamente me habéis otorgado, a mí y a mi padre. El
será para vosotros un noble rey.
Se produjo un silencio sepulcral. Nigel se aproximó
hasta Kelson y se dejó caer sobre ambas rodillas.
—Tú eres nuestro rey, Kelson. Y así será. ¡Dios salve al
rey Kelson! —exclamó.
—¡Dios salve al rey Kelson! —se oyó la estruendosa
respuesta.
Kelson miró a su tío y a los rostros confiados, vueltos
hacia él. Asintió enérgicamente y saltó a la silla de su
corcel. El negro caballo se agitó y resopló, cuando el rey
tomó las riendas de cuero rojo, y relinchó con osadía cuando
los otros montaron a su alrededor.
Entonces, Nigel tomó la delantera a través del
campamento hasta el borde de la línea de batalla, donde
aguardaba un pequeño grupo de observadores a caballo. Allí
estaban el joven príncipe Conall con el estandarte real de
Gwynedd, Hamilton, el hombre de armas de Morgan, el
obispo Wolfram, el general Gloddruth y unos cinco hombres
más. También lady Richenda estaba allí, envuelta en un
manto azul, con la cabeza baja, sentada de lado en la silla
de su corcel, a un costado del obispo Cardiel. No enfrentó la
mirada de Morgan cuando él pasó junto al rey, pero sí miró
a Duncan. Morgan sabía que ella estaría allí. Resueltamente,
la apartó de sus pensamientos y se volvió para dirigirse
hacia el enemigo.
Al otro lado del campo, a casi un kilómetro de distancia,
un grupo similar de hombres se apartaba de las filas
opositoras, bajo un sol acuoso y severo. Morgan miró de
soslayo a Kelson, a Duncan, quien parecía en las últimas
horas haber adquirido una nueva paz interior; a Arilan,
calmo y sereno como siempre en su manto episcopal
violeta. Luego, miró hacia delante, al ver por el rabillo del
ojo que el rey avanzaba. Hizo que su caballo fuera a paso
parejo con el de Kelson. Duncan iba a su derecha, Kelson a
su izquierda y, a la izquierda del rey, Arilan. Detrás de ellos,
a respetuosa distancia, venían Nigel y los demás, alrededor
de la bandera real de Gwynedd. Ante ellos, se erigía el
enemigo y su corte.
Cuando la distancia que los separaba se redujo a
doscientos metros, tiraron de las riendas. Durante diez
segundos, quizás, Kelson se mantuvo absolutamente
inmóvil en su caballo, como si fuera una estatua, mirando a
los cuatro jinetes que aguardaban sobre el césped húmedo.
Entonces, él y sus tres compañeros descendieron de los
caballos al mismo tiempo y tendieron las riendas a un
escudero que se acercó y volvió a partir enseguida. Los
cuatro quedaron solos, de pie, estremeciéndose ligeramente
en la brisa húmeda de la mañana, pese a sus gruesos
mantos. Bajo la sencilla diadema de oro, el viento agitaba
los cabellos prietos de Kelson.
—¿Dónde está el Consejo? —murmuró Morgan,
volviéndose ligeramente hacia Arilan mientras comenzaban
a marchar hacia el enemigo.
Arilan sonrió levemente.
—Vienen en camino. Ya identificaron a los que iban a
suplantarlos. Los impostores han sido castigados y el
Consejo aparecerá en su debido momento. Sólo que no
serán los consejeros que Wencit espera.
Kelson lanzó un gruñido desdeñoso.
—Espero que nos sirva de algo. No me importa deciros
que estoy atemorizado.
—Todos lo estamos, príncipe —murmuró Arilan en voz
baja—. Lo único que nos queda es entregar lo mejor de
nosotros y confiarnos a la Divina Providencia. El señor no
nos dejará morir si nuestra fe es poderosa y nuestra causa,
justa.
—Ruego a Dios que no sean meras palabras, obispo —
musitó Kelson.
Los cuatro contendientes estaban a cincuenta metros.
Kelson comenzó a distinguir sus rostros. Esa mañana,
Wencit parecía hosco y casi preocupado. No lucía su
esplendor habitual y había escogido presentarse con una
sencilla túnica de terciopelo violeta con el venado en el
pecho, en lugar de otros atuendos más imponentes. Su
diadema real era apenas más ornamentada que la simple
corona de Kelson. A su izquierda, Lionel llevaba su
acostumbrado manto negro y plata, aunque ese día le
faltaba la daga en forma de llama. A la derecha de Wencit,
Bran aparecía pálido y demudado, bajo su manto azul real.
Rhydon, a la derecha de Bran, llevaba una túnica simple y
un manto azul noche. El cabello oscuro iba sujeto por una
banda de plata que le surcaba la frente. Wencit y él miraban
sin cesar las colinas que se elevaban al norte, como si
esperasen algo. Kelson imaginaba que estarían aguardando
la llegada del Consejo. Se preguntó si no sospecharían.
No tuvo tiempo para especular. Antes de que los ocho
se hubiesen acercado a más de diez metros, se oyó una
estampida de cascos proveniente del norte y, luego, sobre
el promontorio, aparecieron cuatro jinetes de suntuoso
atavío. Los caballos blancos, espectrales, parecían brillar
bajo el sol enfermizo. Los ocho contrincantes observaron
fascinados el galope de los caballos y el ondular refulgente
de los mantos blancos y oro de los poderosos señores
deryni. Kelson oyó que Wencit y Rhydon cambiaban
murmullos, y apartó la mirada para estudiarlos. Wencit tenía
el rostro gris de furia, pero los rasgos de Rhydon parecían
imperturbables, desprovistos de la más mínima emoción.
Los cuatro jinetes se detuvieron y desmontaron: el ciego
Barrett, el médico Laran, el joven Tiercel de Ciaron y lady
Vivienne, que descendió ayudada por el joven. Los caballos
blancos permanecieron inmóviles como estatuas mientras
sus dueños se congregaban un instante ante ellos para
acomodarse los mantos. Los ojos esmeralda de Barrett
escrutaron imperiosamente a los ocho antes de que él y sus
camaradas se acercaran unos metros.
—¿Quién ha convocado al Consejo Camberiano a este
campo de honor?
Wencit miró a Kelson con una mirada de puro odio, dio
un paso adelante y se dejó caer sobre una rodilla. Controló
la voz, pero no pudo sofocar un dejo de sospecha.
—Digno consejero, yo, Wencit de Torenth, rey de Torenth
y deryni de pura sangre y estirpe, clamo vuestra augusta
protección y arbitrio para el duelo arcano que libraré contra
ese hombre. —Señaló a Kelson con un dedo acusador como
una lanza—. Clamo vuestra protección contra toda traición
que pueda realizarse contra mí y mis camaradas: el duque
Lionel —éste se hincó de rodillas—, el conde de Marley y
lord Rhydon de Eastmarch, quien tiempo atrás fue vuestro
camarada.
Al escuchar sus nombres, también Bran y Rhydon se
arrodillaron; Wencit prosiguió:
—Solicitamos que sea una batalla a muerte, donde
nosotros cuatro combatamos contra los cuatro que tenéis
delante, y que el duelo no concluya hasta que todos los
integrantes de un bando hayan muerto. A esto
consagraremos nuestros poderes y nuestras vidas.
Los ojos verde esmeralda de Barrett se volvieron
lentamente de Wencit hacia Kelson.
—¿Es esto lo que quieres?
Kelson tragó nerviosamente y se hincó de rodillas ante
los nobles deryni.
—Señor: yo, Kelson Haldane, rey de Gwynedd, príncipe
de Meara, lord de la Frontera Púrpura, y considerado deryni
de pura estirpe por vuestro reconocimiento, afirmo mi
aceptación del desafío que nos ha impuesto Wencit de
Torenth, para que no se derrame más sangre entre nosotros
en el transcurso de esta guerra. También reclamo vuestra
protección contra cualquier acto de traición que pueda
cometerse contra mí y contra mi lord, el duque Alaric, el
obispo Arilan y monseñor McLain. —Los tres se hincaron de
rodillas—. Aceptamos, aunque con escrúpulos, que ésta sea
una batalla a muerte, de nosotros cuatro contra los cuatro
que tenéis delante, y que el duelo no concluya hasta que
todos los integrantes de un bando hayan muerto. A esto
consagraremos nuestros poderes y nuestras vidas.
Barrett asintió y golpeó el extremo de su báculo de
marfil contra la hierba una vez.
—Que así sea. Ahora bien, ¿qué consecuencias se
ofrecen a los vencedores? ¿Han acordado los comandantes
de ambos ejércitos aceptar el resultado de la contienda?
Antes de que Wencit pudiera hablar, intervino Kelson:
—Así es, milord. Les he dicho a mis hombres que, si
perdemos, ellos conservarán la vida y que mis herederos, a
perpetuidad, jurarán fidelidad a los reyes de Torenth, para
que haya paz entre nuestras naciones. En nuestra opinión,
es una consecuencia aceptable. ¿Está de acuerdo el rey de
Torenth?
Wencit lanzó una mirada hacia sus compañeros y, luego,
posó la vista sobre Barrett.
—Accedemos a los términos, señor. Si perdemos, juro
que mis herederos, a perpetuidad, rendirán fidelidad a la
Corona de Gwynedd como soberana.
Barrett movió la cabeza en sentido afirmativo.
—¿Quién es tu heredero, Wencit de Torenth?
Este miró a Lionel.
—El príncipe Alroy de Torenth, hijo mayor de mi
hermana Morag y de mi cuñado Lionel. Y, después de Alroy,
sus hermanos Liam y Roñal.
—¿Y el príncipe Alroy está preparado para jurar lealtad a
Kelson de Gwynedd, en caso de que su padre y tú resultéis
muertos noy;
Wencit asintió, con los labios apretados.
—Lo está.
Barrett se volvió a Kelson.
—Y tú, Kelson de Gwynedd: ¿está preparado tu sucesor
para jurar fidelidad a Wencit de Torenth si hoy mueres?
Kelson tragó saliva.
—Mi heredero es el hermano de mi padre, el príncipe
Nigel, y, después de él, sus hijos varones, Conall, Rory y
Payne. El príncipe Nigel conoce sus obligaciones, en caso de
que yo perezca.
—Muy bien —sentenció Barrett—. ¿Y estos términos
satisfacen por completo a ambas partes?
—No en su totalidad —dijo de pronto Kelson—. Hay un
asunto pendiente, señor.
Los ojos de Wencit se abrieron, pero el monarca se
abstuvo de avanzar al ver que el bastón de Barrett se movía
en su dirección.
—Señala tu otra condición, Kelson de Gwynedd —ordenó
Barrett.
—La noche anterior, Wencit de Torenth y Bran Coris
entraron en mi campamento y raptaron al hijo de una dama.
Si yo venzo, quisiera que ese niño me sea entregado para
poder restituirlo a su madre.
—¡No! —exclamó Bran, mientras se ponía en pie—.
¡Brendan es mi hijo! ¡Me pertenece! ¡Ella no se quedará con
él!
—¡Mantened la calma, Bran Coris! —estalló Vivienne,
quien hablaba por primera vez—. Si Kelson vence, ¿qué os
importa quién pueda quedarse con el niño, si vos estaréis
muerto?
—Tiene razón, Bran —agregó Wencit, antes de que el
conde pudiera objetar—. Por otra parte, si yo venzo, deseo
que la madre del niño sea devuelta a su esposo, quien se
encuentra aquí —señaló a Bran, y Bran asintió—. Si Kelson
está de acuerdo con esto último, yo accederé a lo primero.
También accederé a devolver todos los prisioneros que
conservo, en caso de que nuestro bando sobreviva, si eso
contribuye a suavizar los términos.
—¿Kelson? —preguntó Barrett.
El rey vaciló apenas un instante.
—Estoy de acuerdo. No tengo más condiciones.
—En tal caso, podéis poneros de pie.
Los ocho se pusieron de pie, en un rumor de sedas y
terciopelos.
—Podéis formar el círculo de combate —continuó
Barrett, y caminó entre ambos grupos, acompañado de
Laran—. Vemos que habéis acatado nuestra admonición
contra el uso de aceros y armas, conque en ese sentido no
hará falta que os examinemos. Pero, si alguna persona
posee alguna objeción sobre el modo en que se realizará
este duelo, que la formule ahora, antes de que el Consejo
cierre el primer círculo.
Laran y Barrett habían llegado a un punto que distaba
unos doce metros de sus compañeros. Los cuatro se
separaron entonces y se situaron en los cuatro puntos
cardinales, señalando un cuadrado de unos doce metros de
lado. Cuando todos terminaron de colocarse, los ocho
contrincantes se alinearon en dos arcos, que juntos
formaron un pequeño círculo dentro del cuadrado. Los dos
reyes miraron a Barrett con expectación, pero fue Tiercel
quien abandonó su lugar y avanzó hacia el centro, con paso
confiado, y recitó:
—Así dijo lord Camber, de bendita memoria, así dijo el
Santo, quien nos enseñó el Camino. Así se ha escrito, y así
se hará. Bendito sea el Nombre del Altísimo.
Se postró de rodillas y, tras extender su índice derecho,
comenzó a trazar un signo sobre el suelo. Por donde su
dedo se movía, la hierba se volvía de oro.
—Bendito sea el Creador, ayer y hoy, el Comienzo y el
Fin, Alfa y Omega. —Su dedo había trazado una cruz y, en
los extremos superior e inferior de ella, ambas letras griegas
—. Suyas son las estaciones y las épocas. Gloria a El, y
poder, por todas las eras de la eternidad. Bendito sea el
Señor, bendito sea San Camber.
Cuando se puso de pie, había extraños símbolos
inscritos en los cuatro ángulos de la cruz: los sellos de los
cuatro consejeros, que otorgaban su protección sobre el
círculo. No bien Tiercel retornó a su lugar, Barrett continuó
la letanía y alzó las manos a ambos lados de la cabeza.
—Soy Alfa y Omega, el Comienzo y el Fin, dijo el Señor
—entonó Barrett—. Aquel que venza será cubierto de
blancos atuendos y no quitaré su nombre del Libro de la
Vida, mas confesaré su nombre ante mi Padre y ante sus
ángeles.
—Bendición, honor, gloria y poder sean con El, que
ocupa el trono, y con el Cordero, por siempre y eternamente
—intervino Vivienne, mientras elevaba los brazos al cielo—.
Que el Señor muestre Su rostro al virtuoso y defienda la
causa de los justos. Oh, Señor, cierne la luz de Tu gracia
sobre este círculo, para que aquellos que aguardan dentro
conozcan Tu majestad y no se aparten de Tu juicio.
Laran formó el último eslabón del círculo y alzó también
los brazos. Entonces, alrededor de los cuatro nobles deryni
empezó a brotar un halo de luz de cuatro colores: ámbar,
plata, púrpura y azul. Cuando Laran habló, la luz se dispersó
hasta que el círculo se formó por completo. Los colores se
fundieron y se entremezclaron a medida que sus palabras
echaron a rodar por el círculo.
—Oh, Señor, custodia a Tus siervos. Otorga Tus fuerzas a
este círculo, para que nada entre desde fuera y nada ayude
a los ocho que aquí dentro librarán combate. Protege a los
que quedaremos fuera de los prodigiosos poderes que
pronto se desplegarán, y resguárdalos de Tu ira.
—Como fue en los primeros días de nuestra existencia
—recitaron los cuatro— y como será siempre durante toda la
eternidad, Oh, Señor, que así sea hoy. Que así sea.
Entonces, se oyó un retumbar grave, como de trueno, y
las luces se unieron para formar una semiesfera de fulgor
claro, azul violáceo, alrededor de los doce: consejeros y
combatientes. El muro esférico era transparente, pero
opaco, y oscurecía levemente lo que había en su interior. El
círculo siguiente estaría formado por los ocho contendientes
y los aislaría no sólo del mundo exterior, sino de los cuatro
que formaban el círculo externo. Ni siquiera los miembros
del Consejo Camberiano podrían atravesar el círculo interior.
—El Afuera ha quedado sellado —confirmó el ciego
Barrett. Su voz reverberó ligeramente dentro del círculo
luminoso—. El Adentro debe seguir, ahora. Tened cuidado:
hasta que todos los hombres de uno de los bandos hayan
muerto, el Adentro perdurará. Sólo los vencedores
abandonarán este anillo.
Se produjo un silencio. Sus palabras se posaron
lentamente sobre los duelistas y, entonces, el anciano
continuó:
—Os urjo, ahora, a que busquéis la calma. Cread el
anillo y haced como sea vuestra voluntad. Proceded por
vuestro honor y en Nombre del Altísimo.
Los ocho se miraron con ojos escrutadores. Entonces,
Wencit dio un paso adelante y se inclinó en una reverencia
formal.
—¿Comenzarás tú, o lo hago yo?
Kelson se encogió de hombros.
—En definitiva, no cambiará mucho las cosas. Procede,
si eso quieres.
—Muy bien.
Con una ligera inclinación, Wencit regresó a su lugar y
extendió los brazos a ambos lados. El círculo interior debía
ser construido por los adalides de los bandos, y
separadamente. Así, la primera vez habló sólo Wencit; su
voz grave retumbó en la esfera violeta.
Soy Wencit, el rey de Torenth, a Kelson he de retar, que
contienda hasta la muerte si alguien lo puede ayudar.
Cuando el círculo se cierre, nadie de él podrá salir hasta
que cuatro de un bando se resignen a morir.
De las puntas de sus dedos brotó una lengua de fuego
que describió un semicírculo alrededor de él y de sus tres
aliados. El arco refulgente de luz violeta se extendió a unos
dos metros del círculo exterior. Kelson apretó los labios y,
sin mirar a sus compañeros, abrió ambos brazos a los lados
del cuerpo.
Kelson Haldane, rey de Gwynedd, acepta el guante
enemigo, y luchará hasta la muerte contra el mago
torentino.
Que nadie cruce este arco hasta que cuatro perezcan,
cuatro, de un mismo estandarte, para que los otros venzan.
Detrás de Kelson se encendió una llamarada escarlata
que se unió con la de Wencit. Entonces, se encontraron
rodeados por una semiesfera color burdeos de luz púrpura y
translúcida. Kelson bajó los brazos y miró a sus camaradas.
Todo estaba dispuesto. Se le acercaron y vieron que, en el
lado contrario, Wencit era rodeado por sus hombres. Los
consejeros observaban lo que sucedía, pero, desde dentro
del círculo, sus figuras se distinguían borrosas. Sin embargo,
Kelson sabía que no podrían intervenir, por mucho que
sucediera. Desde ese momento en adelante, sólo podrían
fiarse de sus poderes.
—¿Quieres dar la primera estocada, principito? —se
mofó Wencit, y su mano derecha empezó a formar un
conjuro preliminar.
—¡Aguarda! —intervino Rhydon—. Caballeros, estamos
olvidando los modos que corresponden entre nobles. Aun
durante la contienda, hay que observar las formalidades…
Todos los ojos se volvieron hacia Rhydon. El lord extrajo
un cacillo de plata de su cinto y una botella de cuero. Sus
camaradas sonrieron cuando Rhydon quitó la tapa que lo
cerraba. Hasta Wencit cruzó los brazos, con indulgencia.
—En nuestro país, tenemos la costumbre de beber a la
salud de nuestros contrincantes en toda contienda real.
Rhydon llenó el cacillo, lo alzó a modo de brindis y bebió
la mitad del contenido.
—Desde luego —prosiguió, tendiendo el recipiente a
Bran—, prevemos que vosotros imagináis alguna traición en
esto. —Vio que Bran tomaba un sorbo con ganas, volvió a
llenar el tazón y se lo tendió a Lionel—. Sin embargo,
confiamos en desarmar vuestra desconfianza bebiendo
nosotros primero.
Lionel alzó la copa y la vació de un trago, antes de
pasársela a Wencit. El rey sostuvo el cacillo pacientemente
mientras Rhydon lo llenaba por tercera vez.
—Rhydon dice la verdad —señaló Wencit, y sostuvo el
recipiente entre ambas manos—. Enemigos, a vuestra salud.
Con una sonrisa repelente, se llevó la taza a los labios y
bebió. Entonces, comenzó a dirigirse hacia Kelson.
—¿Beberás ahora, principito condenado?
—No, él no beberá —dijo Rhydon serenamente. Su voz
adquirió una nota cortante y áspera.
Wencit se detuvo, sorprendido. Abrió los ojos, intrigado,
y se giró lentamente para mirar a Rhydon. Todos los ojos se
posaron sobre el deryni de la cicatriz. Lionel y Bran se
acercaron inquietos a Wencit, lejos de ese hombre que, de
pronto, parecía un desconocido.
—¿Qué significa esto? —preguntó Wencit con frialdad.
Rhydon enfrentó la mirada de Wencit sin pestañear. Una
sonrisa sardónica comenzó a formarse en las comisuras de
su boca.
—El significado se te hará claro en unos instantes,
Wencit —dijo con desenvoltura—. Durante seis años he
venido representando mi papel, oculto tras la identidad de
otro hombre durante casi todas las horas de mi vida. Sólo
lamento que este momento no haya llegado antes.
En el rostro de Wencit asomó una sospecha atroz. Su
mirada cayó hasta el cacillo que sostenía en las manos. Lo
arrojó al suelo con un grito ahogado de furia.
—¿Qué has hecho?
Sus ojos de hielo atravesaron a Rhydon.
—¿Quién eres?
Rhydon sonrió y respondió con voz grave y mortal:
—No soy Rhydon.
XXVII
A menudo, ser un hombre es una amarga lección.
San Cambar de Culdi

—¿Que no eres Rhydon? ¿Qué quieres decir con que no


eres Rhydon? —espetó Wencit—. ¿Te has vuelto loco?
¿Comprendes lo que has hecho?
—Sé exactamente lo que acabo de hacer —sonrió quien
no era Rhydon—. El verdadero Rhydon de Eastmarch murió
hace casi seis años, de un atentado que le bloqueó el
corazón. Afortunadamente, estuve en condiciones de ocupar
su lugar. Pero tú jamás sospechaste, ¿verdad, Wencit? Nadie
sospechó…
—¡Estás loco! —le cortó Wencit, y miró a su alrededor
con aire extraviado—. Es un truco, una conspiración
monstruosa. Ellos te han hecho actuar así. —Señaló a
Kelson y a sus compañeros azorados—. Tal vez hasta tú
lograste que el auténtico Consejo se presentase. Nunca
quisiste que fuera un reto limpio. ¡Incluso el Consejo se
muestra parcial!
Se volvió para mirar a los consejeros, que escudriñaban
a través del círculo. Vio que se hablaban agitadamente
entre sí, pero no podía escucharlos.
De pronto, comprendió que ellos estaban tan
sorprendidos como él ante el curso de los acontecimientos.
Con toda honestidad, tenía que admitir que Kelson parecía
igualmente estupefacto. Se volvió para contemplar a Lionel
y a Bran, cuyos rostros habían perdido el color, y, entonces,
giró aterrorizado hacia el hombre que no era Rhydon.
—Parte de lo que dices es cierto —reconoció el
desconocido—. Nunca quise que fuera un combate limpio…
para ti. Pero lo que hice ha tenido su precio. Aunque mi
partida será un poco distinta, todos tendremos el mismo
final. Mira a tus espaldas.
Wencit se volvió y vio que Bran Coris se tambaleaba y
extendía una mano para aferrarse del hombro de Lionel. Lo
vio caer de bruces, con una expresión turbia y confusa en el
rostro apuesto. Lionel se había puesto de rodillas para
ayudarlo pero, no bien se inclinó, fue presa del vértigo y se
encontró sentado sobre la hierba, incapaz de ponerse en
pie.
Wencit tironeó nerviosamente del cuello de su túnica y
sus ojos desmesurados se clavaron en el desconocido.
—¿Qué les has hecho? —susurró—. ¡Los has
envenenado!, ¿eh? Y a mí… ¿por qué no me sucede nada?
¿Por qué nos has hecho esto?
—Es una especie de veneno —explicó Rhydon—. Y no te
engañes con la ilusión de que te salvarás: actúa con más
demora sobre los deryni de pura estirpe. En lo que a mí
respecta, me queda menos tiempo que a ti. El antídoto que
tomé retarda las primeras reacciones, pero apresura el
instante fatal. Sin embargo tendré tiempo suficiente para
revelarte mi identidad y tú, para sentir terror por primera
vez en tu vida. Mírate las manos, Wencit. Tiemblan. Es uno
de los primeros síntomas de la droga que te he hecho
tomar.
—¡No! —gritó Wencit, apretó las manos para impedir
que temblaran y se alejó.
El que no era Rhydon observó a Wencit unos segundos y
se dirigió a Kelson por primera vez desde que había
comenzado la escena. Lo saludó con una ligera reverencia.
—Lamento privaros de la honesta victoria que habríais
obtenido, Kelson, pero no podía permitirme la posibilidad de
que perdieseis. Seis años siendo el esbirro de Wencit ha sido
un precio muy alto. No podía perderlo todo hoy.
Mientras hablaba, Wencit se estremeció y, contra su
voluntad, se encontró cayendo de rodillas, casi incapaz de
mantener erguida la cabeza, y mucho menos de hablar.
Luchó contra sus pies y sus manos para poder incorporarse,
mientras Kelson lo miraba alarmado. Sus inmensos ojos
grises escrutaron a ese que no era Rhydon.
—¿Qué les diste? ¿Y qué pasará contigo?
—La droga es semejante al merasha en muchos
sentidos. Al igual que él, vuelve a sus víctimas incapaces de
usar los poderes ocultos que pudieran poseer. Pero, a
diferencia del merasha, no puede ser detectado como tal, y
además, es un veneno lento. Lo sabía cuando bebí, pero
sabía también que era un precio justo para poder
exterminar a ese individuo.
Señaló a Wencit, quien yacía jadeante sobre el césped,
clavando en todos ellos su más espantosa mirada de odio.
Lionel y Bran ya estaban inmóviles y sólo sus ojos
atemorizados lograban seguir lo que sucedía.
—Pero mi muerte será rápida y relativamente indolora,
aunque no segura —continuó quien no era Rhydon—. Como
ellos no tomaron el antídoto, su fin será horrendo e
interminable, a menos que vosotros actuéis. Tardarán un día
en morir, al menos. No podréis curarlos, Kelson, pero sí
apresurar su muerte. Sólo cuatro hombres pueden
abandonar este círculo con vida. Sólo me he cerciorado de
que fueseis vos y los vuestros.
—Pero esto es traición… —murmuró Kelson, incrédulo—.
No había pensado vencer de forma artera.
—Creedme, sus pecados merecían una muerte aún
mucho más atroz. De sus culpas no caben dudas, pese a
que no hayan tenido juicio. Yo sé lo que digo.
Vaciló un instante, como si lo atravesara algún dolor;
luego, continuó:
—Perdonad, los efectos comienzan a sentirse. No tengo
mucho tiempo. ¿Aceptaréis la victoria que os ofrezco,
Kelson? ¿Os erguiréis orgulloso en el trono, como legítimo
rey de los deryni, para restituirnos en los Once Reinos al
sitio de honor y de convivencia que nos pertenece?
Por primera vez, Kelson giró para mirar a sus
camaradas. Duncan estaba pálido y mudo, al igual que
Morgan; pero Arilan contemplaba fijamente a Rhydon como
si fuese un espectro. Se sorprendió al ver que Kelson lo
miraba y fue hasta su lado. Con cuidado, escrutó a ese
hombre que se hacía pasar por Rhydon.
—Creo conocerte… —dijo con incertidumbre—. Ah, no te
han delatado la voz ni los gestos, tu disfraz es perfecto;
pero lo que has dicho… ¿ahora no puedes revelarnos tu
identidad? ¿En qué cambiarían las cosas?
El que no era Rhydon sonrió, se meció ligeramente
sobre los pies y extendió ambos brazos a los lados del
cuerpo. Sus rasgos se nublaron y una luz pareció refulgir en
torno de su cuerpo, levemente. Entonces, Stefan Coram
apareció ante ellos, con expresión fatigada en el rostro.
—¡Hola, Denis! —murmuró, enfrentando los ojos
estupefactos del obispo—. Por favor, te ruego que no me
obsequies con un sermón sobre la estupidez de lo que
acabo de hacer. Ya es demasiado tarde y ocurre que, en mi
opinión, no se trata de ninguna necedad. Sólo lamento no
poder volver a veros. Créeme que era la única forma…
—¡Stefan! —Arilan contuvo el aliento, sólo atinaba a
mover la cabeza, incrédulo.
Coram sonrió y, una vez más, se esforzó por no
desfallecer.
—Sí. Y me he presentado con otros disfraces más
familiares a tus amigos, Morgan y Duncan.
Su figura se nubló nuevamente y, ante ellos, apareció
un hombre de cabellos platinados y caperuza gris, impuesto
sobre los rasgos apuestos de Coram durante un instante
fugaz.
—¿Vos erais San Camber? —suspiró Morgan.
—No. Ya os dije que no lo era. —Coram sacudió la
cabeza ligeramente, volviendo a su imagen de Stefan—.
Sólo me presenté ante vosotros en pocas ocasiones: en la
coronación de Kelson, como representante del Consejo; ante
ti, Duncan, en el camino que conduce a Coroth; en el
monasterio de San Neot…
Su rostro se contrajo de dolor. El hombre cerró los ojos
un instante y Arilan corrió para ayudarlo.
—¿Stefan?
Coram movió la cabeza con pesar.
—No podéis ya ayudarme a vivir, amigos. Sólo a morir.
—Tragó con dificultad y se inclinó con todo su peso sobre el
brazo de Arilan, mientras un destello de temor le surcaba el
rostro—. ¡Dios me ayude, Denis! Llega antes de lo que
pensaba…
Se desplomó sobre el brazo de Arilan y el obispo lo posó
en el suelo. Morgan y Duncan se abalanzaron por el otro
lado, mientras Kelson observaba atónito a espaldas del
obispo, pero sin acercárseles. Nada tenía que compartir con
ellos. Sólo había visto a Stefan Coram una vez, pero ellos
tres, en cambio, se habían visto estrechamente ligados a
ese hombre de distintas formas. Morgan y Duncan, de un
modo que ni siquiera alcanzaba a comprender. Vio que
Morgan se quitaba el manto y lo ponía bajo la cabeza de
Coram, a modo de almohada. El hombre había cerrado los
ojos, mas los abrió al sentir el contacto de Morgan. Su
atención volvió a Arilan.
—Supongo que, en cierto sentido, me he quitado la vida
—murmuró, y buscó al obispo con los ojos—: pero no tenía
otra elección, Denis. ¿Crees que El comprenderá?
Sus ojos encontraron la cruz pectoral que pendía del
pecho de Arilan. El obispo inclinó la cabeza y la movió en
sentido afirmativo, lentamente.
—Debe hacerlo, amigo. Siempre fuiste tan… tan…
La voz se le quebró y tuvo que tragar saliva antes de
proseguir.
—¿Duele mucho, Stefan?
Coram negó con la cabeza.
—No demasiado. Sólo una vez de cuando en cuando.
Pronto terminará. ¿Pueden ver los… otros miembros del
Consejo?
Arilan contempló el muro de luz y asintió con la cabeza.
—Sí, pero el círculo distorsiona su visión. ¿Quenas
decirles algo?
—No. Pero quiero que tú intervengas cuando haya que
designar mi sucesor en el Consejo, Denis. Pese a la
oposición que te he demostrado en el pasado, siempre
valoré tu amistad y tu coraje en el Círculo Interior. Promete
que les manifestarás mi voluntad… cuando les digas cómo
fallecí.
Sus ojos se cerraron y pareció respirar con dificultad.
Morgan miró a Arilan, alarmado.
—¿No hay nada que podamos hacer por él? Tal vez
Duncan y yo pudiéramos intentar curarlo.
Arilan, desalentado, meneó la cabeza.
—Imagino el antídoto que debe de haber tomado. Ni
siquiera un deryni puede curar eso. El veneno debe de
haber surtido un efecto casi letal, para que esté sintiendo
semejante dolor. Trata de ocultarlo, pero sabe que su final
se acerca.
Morgan miró a Coram nuevamente y sacudió la cabeza.
Se acercó a Duncan y se puso en cuclillas. Los ojos de
Coram volvieron a parpadear, pero esta vez fue evidente
que sólo veía a Arilan.
—Denis —murmuró—. Acabo de ver algo sumamente
extraño. Se me apareció un rostro de hombre, un hombre
rubio con una caperuza… Creo que era… Cam… Cam… ¡Ay
Dios! ¡Denis, ayúdame!
Mientras otro espasmo se apoderaba de su cuerpo,
Coram buscó la mano de Arilan y cerró las suyas alrededor
de las de él. Arilan reposó su otra mano sobre la frente del
hombre, con la esperanza de poder adormecer el dolor, y
Stefan se calmó. Volvió a abrir los ojos, lúcidos y
desprovistos esta vez de dolor. Arilan supo que el final era
inminente.
—Tu cruz, Denis… ¿Podría sostenerla? —murmuró el
Deryni Supremo.
Arilan se quitó la cadena por la cabeza y puso el
crucifijo sobre la mano de su amigo. Coram lo miró durante
varios segundos, ya casi sin respirar, y se lo llevó un
instante a los labios.
—In manuus tuas, Domini… —murmuró.
Los ojos se cerraron, y las manos perdieron la
crispación. Con un suspiro, Arilan inclinó la cabeza contra el
pecho y sus labios pronunciaron una súplica inaudible para
el alma del que partía. Morgan y Duncan, tras intercambiar
miradas conmovidas, se pusieron de pie lentamente y
fueron hacía Kelson.
—¿Ha muerto? —preguntó Kelson en un murmullo, casi
sin atreverse a quebrar el silencio sobrecogedor.
Duncan asintió en silencio y tragó saliva con pesar.
Kelson inclinó la cabeza.
—¿No pudisteis hacer nada?
Morgan negó con la cabeza.
—Preguntamos si podíamos intentar curarlo, pero Arilan
dijo que era demasiado tarde. Suponemos que con los
demás sucederá lo mismo. ¿Qué harás, Kelson?
El rey posó su mirada sobre los otros tres contrincantes
que, a pocos metros de él, yacían sobre la hierba. Meneó la
cabeza.
—No lo sé. No quiero matarlos a sangre fría, si no son
capaces de defenderse; pero Rhydon… o Coram… dijo que,
si no lo hacía, su muerte sería interminable y dolorosa.
—Calculó que al menos tardarían un día en morir —
recordó Duncan—. Y, si la muerte de Coram fue
relativamente rápida e indolora, no quiero pensar qué les
aguardará a Wencit y a los demás.
Arilan se puso de pie y se volvió para enfrentarlos. Tenía
los ojos húmedos y brillantes.
—Tendremos que matarlos, Kelson. No hay otro modo.
Coram tenía razón, están condenados. Sé lo que Coram
sintió al perecer y no tiene sentido dejar que sufran lo
mismo. Ni siquiera Wencit. Sería una crueldad innecesaria.
—Pero… no tenemos armas —recordó Kelson—. No
podemos… asfixiarlos ni ahorcarlos ni destrozarles la cabeza
con rocas ahora que están indefensos. Además, aquí no hay
rocas… —terminó, concluyente.
Arilan se irguió en toda su estatura y miró a los tres
cuerpos que yacían en el suelo, antes de posar su mirada en
el círculo.
—No. Esto debe hacerse por medios mágicos y no
físicos. Estamos en un duelo arcano y los instrumentos de
su destrucción deben ser procurados por el reino de lo
oculto.
—Pero, ¿cómo? —murmuró Kelson—. Arilan, nunca he
matado a un hombre en mi vida, ni siquiera con mi espada.
Pero, al menos, con la espada sé cómo se hace…
Se produjo un largo silencio. Kelson bajó la vista al
suelo, Arilan parecía sumido en su propio mundo y los otros
dos deryni estaban mudos e inmóviles. Por fin, Morgan fue
hacia Kelson y puso una mano sobre el brazo del joven.
Inclinó la cabeza, pero evitó mirar los cuerpos de Wencit,
Lionel y Bran, que se retorcían sobre el prado.
Especialmente, trató de no mirar a Bran.
—En tal caso, yo cumpliré con mi deber, Kelson. A
diferencia tuya, yo sí he matado. No es más difícil que
tender una mano. Charissa lo empleó a la perfección con tu
padre.
Duncan alzó los ojos, endurecido.
—No, Alaric. Así no.
Morgan rehuyó la mirada de su primo y sacudió la
cabeza.
—Aquí, en este lugar, no nos queda otra forma. Wencit y
sus aliados están indefensos, más que si fueran simples
humanos. Deben morir como humanos, Wencit,
especialmente, debe morir como murió tu padre. El fue, en
última instancia, responsable de la muerte de Brion. Por fin,
la venganza caerá sobre él.
—En tal caso, seré yo quien lo haga —suspiró Kelson—.
Brion fue mi padre, yo soy su hijo, y debo vengar su muerte.
—Príncipe, había pensado ahorrarte esta…
—¡No! ¡La venganza es mía! Yo saldaré la deuda
pendiente. Dime cómo hacerlo, no me obligues a que te lo
ordene.
—Pero… —Morgan miró a Kelson, con la esperanza de
disuadirlo, pero el rey lo enfrentó con determinación. Los
ojos grises se trenzaron en una lucha de voluntades pero, al
cabo de unos segundos, Morgan bajó la vista. Había vencido
Kelson. Con un suspiro de cansancio, Morgan inclinó la
cabeza.
—Muy bien, príncipe, abre tu mente y te mostraré lo que
buscas.
Se produjo un instante de profundo silencio, en el que
los ojos de Kelson adquirieron un brillo opaco y distante.
Luego, volvieron a mirar la escena que los rodeaba. Tenía
una expresión severa, incrédula y estupefacta.
—¿Tan fácil es? —murmuró, algo atemorizado ante el
poder que tenía en sus manos.
—Tan fácil —afirmó Morgan.
Como si no hubiera oído, Kelson se apartó y recorrió con
la vista el círculo que lo rodeaba. Los cuatro consejeros
seguían inclinados para observarlos. Kelson detuvo su
mirada en el cuerpo inerte de quien había sido Rhydon, o
Camber, o Coram y, luego, se dirigió a los tres que yacían
en el suelo, en el otro extremo del círculo. Fue hasta ellos
lentamente, como en un trance, y sus puños se abrieron y
cerraron cuando llegó ante Wencit de Torenth. El hechicero
era incapaz de moverse, pero sus ojos claros se encendieron
al ver a Kelson.
—¿Sufres? —preguntó Kelson, con el rostro impasible.
Wencit trató de moverse y no pudo. Luego, trató de
hablar. Le costó un gran esfuerzo pero, aunque con voz
áspera y grave, esbozó unas palabras.
—¿Cómo puedes preguntar algo así, sabiendo cómo
murió Rhydon?
Kelson apartó la cabeza, incómodo.
—No fue cosa mía. No tenía deseos de vencer mediante
traición. Es mejor la muerte limpia de una derrota honesta
que una victoria mancillada.
—Si piensas que he de creer eso, me tomas por un
imbécil mucho mayor de lo que soy —lo provocó Wencit—.
De todas formas, no podrás apartarte de esta victoria e
ignorarla, por mucho que tu orgullo deteste lo que debes
hacer.
—¿A qué te refieres con «lo que debo hacer»? —
preguntó Kelson, dirigiéndole una mirada a Wencit.
—Y bien, no pensarás dejarnos aquí tendidos hasta que
nos llegue la muerte, Kelson. —Wencit intentó lanzar una
risilla—. Tu padre ni siquiera podía dejar que un águila o un
venado herido sufrieran innecesariamente. ¿Harías menos
por un hombre?
—¿Me estás diciendo que quieres morir y que no te
importa que te mate?
Wencit tosió ligeramente y se tensó, como si el
movimiento le hubiera producido más dolor aún. Volvió a
mirar a Kelson, esta vez con súplica en los ojos, aunque
trató de sofocar las palabras que se encontró diciendo.
—Idiota, claro que me importa —musitó—. Pero no
puedo vivir; lo sé. Rhydon, o Coram, mejor dicho, urdió bien
su trampa. Y sé lo que me aguarda antes del fin si no recibo
el golpe de gracia. Coram ya me ha matado, Kelson. Mi
cuerpo está muerto, aunque mi mente aún no lo sepa.
Ahórrame la terrible agonía de descubrirlo con certeza.
Kelson tragó saliva con dificultad y se hincó de rodillas
al lado de Wencit. No sabía qué hacer aún. Parte de él se
sentía conmovido por la agonía de ese semejante
condenado; pero otra parte de él gozaba viendo que el
asesino de su padre sufría ante las puertas de la muerte.
Tendió la mano, pero se detuvo. Cerró el puño contra su
pecho y bajó la cabeza. Sus oídos escucharon la súplica
inaudible de Wencit.
—Por favor, Kelson. Libérame…
El rey oyó que se acercaban pisadas. Los otros venían
hacia él, para apoyarlo. Casi sintió que sus pensamientos lo
instaban por detrás de su mente. Resueltamente los hizo a
un lado. Con ojos opacos y ensimismados, extendió la mano
derecha sobre el pecho de Wencit. Comenzó a moverse,
pero se detuvo una vez más: otro pensamiento acababa de
acudir a su conciencia.
—Wencit de Torenth, ¿deseas el solaz de la Santa
Iglesia?
Wencit parpadeó y habría sonreído si el movimiento no
le hubiese costado tanto dolor.
—Sólo deseo la muerte, Kelson, y bienvenida sea.
Evítame más tormentos. Haz lo que debas hacer.
A un lado, Kelson sintió que Lionel y Bran lo miraban en
silencio, en sus ojos desfallecientes asomaba la misma
súplica. Lenta y deliberadamente, Kelson volvió a mirar a
Wencit y su mano derecha se contrajo lentamente sobre el
corazón del monarca enemigo, mientras sus labios
murmuraban:
—Muere, entonces, Wencit. Recibe la liberación que
deseas. Siente la mano fría de la muerte sobre tu corazón y
el rumor de las alas del ángel del más allá. Comparte así la
muerte de mi padre Brion. ¡Qué el corazón de Wencit se
detenga!
Con la última palabra, su puño se cerró
convulsivamente y Wencit quedó inerte. El cuerpo otrora
orgulloso del rey de Torenth ya no fue más que una cascara
vacía, desprovista de toda vida e inteligencia. Y de toda
agonía. Antes de que los otros pudieran reaccionar, Kelson
se arrodilló entre Lionel y Bran y posó una mano sobre el
pecho de cada hombre.
—Id con vuestro amo y con el ángel de la muerte, Lionel
de Argenol y Bran Coris, conde de Marley. Y que Dios, en su
infinita sabiduría, os conceda más misericordia de la que yo
habría podido tener para con vosotros. ¡Morid!
Los puños se cerraron de nuevo y ambos cuerpos se
estremecieron en un espasmo final. Luego, todo fue
quietud. Lentamente, Kelson dejó que sus manos se
hundieran con todo el peso de su dolor sobre la hierba,
entre las rodillas. Cuando alzó la vista, se encontró con tres
rostros graves. Se puso de pie y se apartó de la mano que
Arilan le ofrecía para ayudarlo.
—No, Eminencia. No es correcto que un hombre santo
me toque. Acabo de matar y mis manos chorrean sangre.
—No tuviste elección, Kelson —le dijo Arilan en voz baja.
Lo comprendía, pero bajó su mano como deseaba el rey—.
Estos hombres eran tus enemigos y merecían morir.
—Quizá. Pero no así. Yo no habría escogido este final.
Morgan se miró las puntas de las botas.
—No siempre somos dueños de nuestros destinos,
Kelson. Lo sabes. A veces, un rey debe enfrentar el ingrato
deber de matar.
—Pero no está obligado a que le agrade —susurró
Kelson—. No es algo de lo que un rey pueda enorgullecerse.
—¿Y tú te enorgulleces? —preguntó Duncan—. No creo.
Te conozco desde hace mucho tiempo y sé que no podrías
estar orgulloso de esto.
—Pero estoy contento de que hayan muerto —insistió
Kelson—. ¿Cómo concilias ambas cosas? Y, en ese
momento, quise que murieran. Lo deseé, y murieron.
Ningún hombre debería tener semejante poder, padre.
—Pero algunos sí lo tienen —repuso Morgan—. Wencit lo
tuvo y lo usó.
—¿Y por ello es correcto?
—No.
Se produjo un largo silencio, en el cual nadie osó hablar.
Luego, Kelson fue hasta donde Wencit yacía, miró el cadáver
durante un largo rato, casi sin respirar, y se inclinó
lentamente pata quitar de su cabeza la corona de Torenth.
—Amigos —dijo con amargura—, este es el premio que
nos corresponde este día: la corona de un reino que nunca
quise regir, la muerte de un amigo que apenas había
llegado a conocer… —señaló con un gesto el cuerpo de
Coram—: y un legado de desencanto por no haber podido
vencer de otro modo.
Arilan quiso hablar, pero Kelson alzó su mano
imperativa.
—No, obispo. No recibiré ahora vuestro consuelo.
Permitidme el lujo de sentirme culpable por lo que he
debido hacer. Conozco las realidades del juego y sé que
todo esto pronto parecerá un mero medio necesario. Pero no
hoy. No. Hoy debo partir de este círculo con vosotros, mis
leales amigos, y enfrentarme a los vítores de mi pueblo, que
festejará la «victoria» obtenida por su rey. Recibiré el
homenaje de un príncipe infante, a quien he debido dejar en
la orfandad, y entregar otro niño sin padre a una mujer a
quien acabo de dejar viuda. Aunque ambos hombres
merecieran morir. Y tendré que mostrarme complacido ante
semejante situación… Me perdonaréis, caballeros, si no
muestro regocijo alguno.
Meció la corona de Wencit en su mano y la miró con
desdén, antes de posar nuevamente los ojos sobre sus
amigos.
—Vamos, caballeros. El rey hará su papel. El pueblo
aguarda. Si mi sonrisa de victoria se desvanece por
momentos, sabréis por qué.
El círculo resplandeció antes de desaparecer y la magia
concluyó. Cuando el rey salió del anillo, con la corona de
Torenth en las manos, un rugido de algarabía estalló en las
tropas de Gwynedd. Y, mientras un tronar de cascos
anunciaba que sus caballeros partían a festejarlo con él,
millares de espadas y lanzas empezaron a repicar contra los
escudos para celebrar el triunfo.
Los cuatro deryni que habían observado el duelo
posaron sus mantos blanco y oro sobre los hombros de los
vencedores, para que se cumplieran las palabras de las
escrituras. Y los amigos del rey lo montaron sobre un corcel
blanco, para que lo viesen mejor cuando fuera hasta las filas
torentinas a reclamar su victoria.
Pero, ese día, la corona fue un pesado trofeo para el
heredero de los Haldane.

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