Reyes de la noche
Por Robert E. Howard
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Robert E. Howard
Robert E. Howard (1906–1936) was an American author of pulp fiction, who made a name for himself by publishing numerous short stories in pulp magazines. Known as the “Father of Sword and Sorcery,” Howard helped create this subgenre of fiction. He is best known for his character Conan the Barbarian, who has inspired numerous film and television adaptations. Howard committed suicide at the age of thirty.
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Reyes de la noche - Robert E. Howard
NOCHE
REYES DE LA NOCHE
Dormitaba el César en su trono de marfil. Vinieron sus férreas legiones para vencer a un rey en una tierra ignota y una raza sin nombre.
La Canción de Bran
1
La daga cayó con un destello. Un grito agudo se convirtió en un estertor. La figura que yacía en el tosco altar se retorció convulsivamente y quedó inmóvil. El mellado filo de pedernal desgarró el pecho enrojecido y unos dedos delgados y huesudos, horrendamente manchados, arrancaron el corazón aún Palpitante. Bajo unas espesas cejas blancas, dos ojos penetran- tes brillaban con feroz intensidad.
Junto al asesino había cuatro hombres al lado de la irregular pila de piedras que formaba el altar del Dios de las Sombras. Uno era de talla mediana y constitución esbelta, parca-
niente vestido, con la negra cabellera ceñida por una estrecha banda de hierro en el centro de la cual destellaba una solitaria piedra roja. De los demás, dos eran morenos como el primero, Pero así como él era esbelto, ellos eran rechonchos y deformes, con miembros nudosos y cabello enmarañado cayendo sobre frentes estrechas. El rostro de aquél indicaba inteligencia y una voluntad implacable; los suyos meramente una ferocidad parecida a la de las bestias. El cuarto hombre tenía poco en común con el resto. Les llevaba casi una cabeza de altura, aunque su cabellera era negra como la de ellos, su piel comparativamente más clara y los ojos grises. Contemplaba el ceremonial con expresión poco favorable.
Y en verdad, Cormac de Connacht no se hallaba muy a gusto. Los druidas de su propia isla, Erín, tenían extraños y oscuros rituales de adoración, pero nada como aquello.
Oscuros árboles rodeaban la sombría escena, iluminada por una antorcha solitaria. El fantasmal viento nocturno gemía entre las ramas. Cormac estaba solo entre hombres de una raza extraña, y acababa de ver arrancar el corazón de un hombre de su cuerpo aún palpitante. El viejo sacerdote, que a duras penas parecía humano, contemplaba la cosa que aún latía. Cormac se estremeció, dirigiendo una mirada al que llevaba la piedra roja.
¿Acaso Bran Mak Morn, rey de los pictos, creía que su viejo carnicero de barba blanca podía predecir los acontecimientos observando un sanguinolento corazón humano? Los ojos oscuros del rey eran inescrutables. Había extraños abismos en aquel hombre que ni Cormac ni nadie podían medir.
—¡Los augurios son buenos! —exclamó salvajemente el sacerdote, hablando más para los dos jefes que para Bran—. Aquí, en el palpitante corazón de un prisionero romano, leo…
¡la derrota para las armas de Roma! ¡El triunfo para los hijos de los brezales! Los dos salvajes murmuraron entre dientes y sus ojos feroces destellaron.
—Id y preparad a vuestros clanes para la batalla —dijo el rey, y los dos se alejaron con la zancada simiesca propia de tales gigantes contrahechos.
Sin prestar más atención al sacerdote que examinaba la espantosa ruina del altar, Bran le hizo un gesto a Cormac. El gaélico le siguió sin hacerse de rogar. Una vez fuera del tétrico bosquecillo, bajo la luz de las estrellas, respiró con mayor libertad. Se hallaban en una elevación, contemplando vastas ondulaciones de suaves pendientes cubiertas de brezos.
En las cercanías parpadeaban algunas hogueras; su escaso número no atestiguaba las hordas de hombres de las tribus que se hallaban junto a ellas.
Más allá había otras hogueras, y aún más lejos
otras; estas últimas señalaban el campamento de los hombres de Cormac, duros jinetes y luchadores gaélicos, pertenecientes a los que empezaban por entonces a asentarse en la costa occidental de Caledonia…, el núcleo de lo que más tarde se convertiría en el reino de Dalriadia. Y a la izquierda de esas hogueras, aún ardían otras.
Y más a lo lejos, al sur, había más hogueras…, meros punti-tos luminosos. Pero incluso a esa distancia el rey picto y su aliado celta podían ver que esas hogueras estaban dispuestas en un orden regular.
—Los fuegos de las legiones —musitó Bran—. Los fuegos que han iluminado un sendero que rodea al mundo. Los hombres que encienden esos fuegos han pisoteado bajo sus
talones de hierro a todas las