Tema 14. Las Academias de Bellas Artes
Tema 14. Las Academias de Bellas Artes
Tema 14. Las Academias de Bellas Artes
1. INTRODUCCIÓN
Por lo tanto,
planteado el
problema de las
Academias de esta
forma, todo parece
conducir a la lucha,
siempre pugna vital,
por la vida misma; es
decir, por subsistir a
un nivel tanto
colectivo como
individual de la
mejor forma posible
en el laberinto de
tantas profesiones tan
diversas, de
estamentos sociales estanco y por sobresalir entre todas ellas. Y quizás sea posible
afirmar que, en el fondo de toda esta historia, lo que los artistas realmente deseaban
alcanzar era una consideración social máxima, poco menos que sacra, comparable tan
sólo con la que ya gozaban los estamentos más altos y privilegiados: por una parte, en el
mundo de lo civil, de la aristocracia y, por el otro, en el universo de lo religioso, de los
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eclesiásticos. No en vano, el arte estaba al servicio de los más altos poderes
configurados siempre de forma estamental: de la Iglesia, de las Monarquías, de la
nobleza, después de la burguesía más adinerada… Era empleado como instrumento
didáctico por la religión y cual propaganda de todo ese poderío tan variopinto. Y, tal vez
para muchos el arte, amparado por la Estética, hasta llegó a constituirse en una especie
de nueva religión que transcurría en paralelo con las otras, con todas las demás, a las
que, no obstante, siempre había servido y servía para expresarse de una forma didáctica,
tratando de hacer común lo que no resultaba fácilmente inteligible.
Las Academias
surgieron como
consecuencia del
deseo de los artistas
por magnificarse y,
asimismo como puede
resultar obvio, por
perfeccionarse, lo cual
era imprescindible
para poder acceder a
todo ello. Era preciso
reconvertir la mera
práctica en filosófica teoría, en pensamiento reflexivo, y tratar sobre los distintos
aspectos que correspondían a su profesión. Se requería que, además de ser unos
expertos incuestionables en sus respectivas artes, se valiesen de la escritura y teorizasen,
reflexionaran sobre esa praxis, debatieran entre ellos, se agruparan y hasta se
disgregasen debido al laberinto de sus diversas opiniones e intereses para reagruparse de
nuevo y separarse finalmente a fin de reiniciar, una vez más, el ciclo…
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en realidad, en unos principios o reglamentos ni se materializaron en un método
coherente de estudios porque, en el fondo, al resto de los poderes, e inclusive a muchos
de los otros artistas, no les interesaban su existencia o no la asumieron debido al peso de
la tradición gremial. Tuvieron que pugnar con los gremios medievales para equipararse,
diferenciarse de ellos y después desplazarlos. Así, surgieron durante el Renacimiento,
principalmente en la Florencia y en la Roma del XVI, y se desarrollaron en el siglo
XVII. Pero no alcanzaron toda su plenitud hasta el transcurso de la época de la
Ilustración, durante la cual esta urbe se constituyó en el modelo a ver y también a
seguir, y en lugar de citación y de cita, mientras que Francia era el auténtico motor del
sistema académico que codificó y divulgó. So convirtieron después, a veces, en la
misma retaguardia conservadora del arte, en pura ortodoxia incuestionable, incapaz de
plantearse otras alternativas posibles ni formales ni institucionales. Por tanto, estas
Academias y estudios particulares desempeñaron, en un principio, un papel de
vanguardia para irse degradando poco a poco en su función con el paso del tiempo y con
la aparición de intereses distintos así como de nuevas actitudes culturales y novedosos
lenguajes artísticos.
Tales institutos de las Bellas Artes habrían de asumir muchas funciones diferentes a lo
largo de su Historia, pues cumplieron con esa aspiración de ser un centro de fomento de
la alta teoría y un organismo consultivo en todo lo referente a sus competencias. Pero
las Academias se convirtieron con el paso del tiempo, sobre todo, en escuelas para
jóvenes aspirantes a ser artistas, al mismo tiempo que se despojaba de cumplir este
objetivo didáctico con respecto a la formación gremial. Y también se constituyeron, en
ocasiones y tal y como sucedió en España, en centros educativos de aquellos artesanos
que precisaban conocer y aplicar el dibujo a sus obras, el nexo entre los diferentes artes
e incluso artesanías.
Las Academias regresaban de ese modo, en algo, a la función gremial, pues cumplieron
la misión de asumir el papel de un gremio mayor, muchas veces bajo la oficial
protección real, que reagrupó institucionalmente a otros gremios, distinguiéndose y
elevándose de entre ellos. Ello ocurrió así, cuando interesó a los diversos Reinos
europeos promover y mejorar, en todo lo posible, los oficios con la finalidad de
propiciar el desarrollo económico y el bienestar social. En este sentido, se deseaba
incrementar la productividad al doble nivel cuantitativo y cualitativo. De esta forma, era
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precisa la existencia de una élite, de un grupo de elegidos, constituida por unos pocos
artistas sobresalientes. Su finalidad consistía en satisfacer tanto las demandas de obras
de arte, realmente importantes, para mecenas individual e institucionalmente
distinguidos como la reflexión teórica que tanto dignificaba la profesión. Pero también
se necesitaba, aún mucho más, la pervivencia y hasta el incremento de un número
considerable de artesanos, bien formados por aquellos distinguidos en las artes del
diseño, con el objetivo de cumplir con el mercado solicitado por una mayoría.
De este modo, también hay que considerar la publicación de otros tratados sobre las
diversas Bellas Artes durante la segunda mitad del siglo XV y, en especial, a lo largo
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del XVI como, por ejemplo, de Alberti (De re aedificatoria. Florencia, 1485) o la
reedición de la famosa obra del arquitecto romano Vitruvio De Architectura (Roma, ca.
1483 o 1486). Mediante la aparición de estos escritos reflexivos se establecía la
imprescindible base teórica en la que cimentarse la fundación de las Academias de
Bellas Artes para desarrollar de la mejor forma posible sus principios didácticos y su
fundamentación filosófica. Su finalidad era la de regular la imagen nueva del artista
clásico renacentista que pretendía ser distinto del anónimo artista-artesano medieval,
integrante de los gremios. Para lograrlo resultaba imprescindible alcanzar el encuentro
inseparable en su formación entre un aprendizaje teórico y otro práctico. Leonardo lo
había ya indicado: primero era preciso alcanzar el conocimiento y después desarrollarlo
pragmáticamente. Todo ello precisaba de una formación académica que estos institutos
cumplieron después en mayor o menor medida. Y esa prioridad o correlación de la
reflexión sobre la práctica era el componente imprescindible para que el artista fuera
dignificado socialmente y se separase de sus vínculos con los agobiantes gremios
medievales. La profesión se liberalizó, aunque perdió, en parte, la capacidad de
protección que éstos le ofrecían. Fue preciso, pues, encomendarse a la realeza y al
Estado.
Hubo una serie de intentos, más o menos permanentes o efímeros, en Italia para crear
academias de Bellas Artes, entonces más bien estudios, desde finales del siglo XV. De
entre ellos el más destacado fue el promovido, hacia el año 1490, por Lorenzo el
Magnífico en el jardín mediceo de la plaza de San Marco en Florencia. Se encargó de
su dirección al escultor y medallista Bertoldo di Giovanni, discípulo de Donatello. Su
finalidad era lograr la formación, sobre todo, de escultores sobresalientes, pues se
carecía de ellos. La colección de antigüedades de los Médici sirvió de modelo para el
estudio de los alumnos. En los jardines de Belvedere en Roma hubo otra Academia
hacia el año 1531 que estuvo regentada por el escultor florentino Baccio Bandinelli y
que, al regresar el artista a Florencia, fundó una nueva en esta ciudad hacia 1550. Pero
todas estas creaciones no tuvieron el sentido organizativo de las Academias
propiamente dichas y se podrían considerar con más exactitud como simples estudios,
donde se celebraban reuniones, casi como norma, en algo informales.
La primera Academia de Bellas Artes propiamente dicha por estar organizada desde una
perspectiva pedagógica moderna fue la denominada Academia y Compañía de las
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Artes del Diseño. También
establecida en Florencia, el Gran
Duque Cosme de Médicis la fundó en
1563 por sugerencia de Giorgio
Vasari (1511-1574). Este arquitecto
había publicado de nuevo Las vidas
de los más excelentes pintores,
escultores y arquitectos algunos años
después, en 1568, como ampliación
del libro que ya había salido impreso
en 1550. A tal Academia, que venía a
ser en sus orígenes una Sapienza o
universidad, debían pertenecer todos
los artistas de Toscana, quienes,
aunque incorporados a distintos
gremios según sus respectivos artes,
estaban ya integrados en la llamada
Compañía de San Lucas. Tuvo un
reglamento fundacional de 47 artículos que fue aprobado por el Gran Duque.
Jerárquicamente estuvo configurada por dos Capi, el príncipe Cosme y el artista Miguel
Ángel, un lugarteniente, el conocedor Vicenzo Borghini, y 36 artistas miembros, los
más importantes de Florencia. Pero los amateurs y los dilettanti, por lo general salidos
de la aristocracia, también podían pertenecer a ella. Los discípulos escogidos por
sobresalir en sus respectivos talleres serían instruidos por medio de conferencias en
enseñanzas complementarias, tales como de la geometría, la perspectiva y la anatomía,
por los maestros o visitantes que serían elegidos cada año en turnos de tres. Por lo
tanto, no se impartían clases convencionales.
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como las matemáticas y la física. El
escultor Ammanati reincidió en que la
Academia debía asumir esta función
educativa en 1582: pero la realidad fue
muy otra: que cada vez se ocupase más de
asuntos jurídicos; es decir, gremiales, como
litigios entre los artistas y los clientes. Los
deseos de Vasari, Zuccaro y Ammanati se
quedaron en papel realmente mojado. La
Academia florentina asumió la función de
un gremio que incorporaba y unía a
pintores, escultores y arquitectos,
sacándoles de otros gremios de carácter
más artesanal que artístico.
Los inicios de la
fundación de la
Academia de San Lucas
en Roma se remontan a la
publicación de un Breve
de Gregorio XIII datado
en 1577. Se deseaba sacar
a la pintura, a la escultura
y al dibujo del estado de
manifiesta decadencia que
entonces se hallaba en esa
ciudad, el cual se atribuía tanto a la incultura como a la falta de moral cristiana. Dada la
época, la de la Contrarreforma, en la que surgió, la enseñanza de los futuros artistas,
basada en el estudio del arte de la Antigüedad y del Renacimiento, se debía compaginar
con la normativa promovida por el Concilio de Trento. Todas estas ideas fueron
confirmadas en otro Breve de Sixto V del año 1588; pero, además, se asignaba en él a la
iglesia de Santa Martina como sede de las reuniones de esta nueva Academia. Su
apertura solemne, a la que años después pertenecerían también los arquitectos desde
1634, no se celebró hasta el 14 de noviembre de 1593 por iniciativa conjunta del
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cardenal Federico Borromeo y del pintor Federico Zuccaro, su primer príncipe o
director. Desde entonces estaría bajo el patronazgo de los papas. En 1607 se aprobaron
sus primeros estatutos.
En esta Academia de San Lucas en Roma, cuya principal finalidad era educativa desde
las reglas de 1593, se pronunciaban conferencias de carácter teórico que trataban sobre
temas tales como la primacía de la pintura o de la escultura (el Parangone), la definición
de diseño, el tratamiento del decoro, de la composición… Al mismo tiempo los
profesores impartían la enseñanza del dibujo a sus discípulos, haciéndoles copiar de
modelos de yeso y del natural, que después corregían y premiaban, si se adecuaban a
sus principios.
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lograría por medio de la redacción minuciosa y la posterior publicación de un
Diccionario y de una Gramática así como de un compendio de retórica y poética. Y tras
de ella, a su imagen y semejanza, fueron apareciendo poco más tarde otras Academias:
las de Danza, de Inscripciones y Bellas Letras, de Ciencias, de Música, etc. La
fundación de la Real Academia de Pintura y Escultura tuvo lugar en París en 1648,
siendo promovida por el consejero Charmois con la idea de separar las artes liberales de
las mecánicas y siguiéndose el modelo de las Academias surgidas durante el siglo XVI
en Florencia y Roma.
Los inicios de esta Academia francesa de las Bellas Artes fueron complejos, pues tuvo
que luchar contra la oposición de la estructura gremial parisina que, con la idea de
hacerla la mayor competencia posible, estableció su propia Academia, la de San Lucas,
con una mayor dotación de profesores y de modelos. En 1651, ambas instituciones se
fundieron; pero aquella quedó subordinada, de nuevo, a los gremios. Sin embargo, el
instituto logró hacerse prevalecer sobre ellos gracias al desarrollo institucional que Jean-
Baptiste Colbert otorgó al sistema académico al poner a este centro de las Bellas Artes
bajo la protección directa del Estado.
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ejército… Primero era el protector, el más alto cargo que solía coincidir con el de
Directeur Générale des Bátiments, el viceprotector, el director, los cuatro rectores, sus
adjuntos, los seis consejeros, el secretario, el tesorero, los doce profesores y sus
correspondientes adjuntos, los lectores, los académicos honorarios, los académicos… Y
al final de tal alubión de cargos, encargos y empleos, perfectamente delimitados y
jerarquizados, de los académicos, precisamente en la última fila…, los alumnos, los
discípulos de la Academia, a quienes, no obstante, se preparaba como si todos ellos
estuvieran destinados a ser y servir de artistas del rey y de su Corte. Se les enseñaba en
dos cursos consecutivos: en el primero, el inferior, copiaban los dibujos de su profesor y
en el superior dibujaban del natural. Pero los académicos también pronunciaban
conferencias, los memorables discursos de la Academia, los mismos que años antes
habían empleado en su lucha con los gremios para demostrar su capacidad teórica y con
ella sus sustanciales diferencias. En ellos se dictaban preceptos al mismo tiempo que se
analizaban pinturas de las colecciones reales. En sus comentarios aplicaban aspectos o
categorías tales como, por ejemplo, la nobleza de la invención, la proporción
siguiéndose los cánones de la Antigüedad, la composición, la expresión según la
variedad de caracteres y los distintos ánimos, y el dibujo y el color así como el
predominio de éste sobre aquél.
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Tales obras después eran expuestas en sus salas junto a otras llevadas a cabo por los
académicos. Pero el mejor premio, el más prestigioso y apreciado por todos, era el de
Roma que consistía en una beca de cuatro años para formarse allí junto a un director y
residir en la Académie de France en esta ciudad que se fundó en 1666. Su sede estuvo
ubicada en el Palais Mancini hasta que en 1803 pasó a establecerse en la Villa Médici.
Además, tenían que copiar las obras más importantes de la Antigüedad y del
Renacimiento existentes en la urbe y remitirlas a la Academia para dar muestras de sus
progresos y crear, así, una colección de reproducciones con finalidad docente.
En 1748 se creó la denominada Ècole des Elèves Protégès, con sede en el palacio del
Louvre, cuya función era proporcionar una enseñanza intensiva durante tres años a
todos aquellos discípulos distinguidos a quienes se les había otorgado el Prix de Roma
antes de ir a esta ciudad. Durante ese período se les enseñaba pintura al óleo, a copiar
cuadros de la galería Apolo del Louvre, anatomía, perspectiva y composición así como
mitología y también historia. Además, preparándolos para las tareas de copistas que
debían realizar en Roma, solían hacer excursiones por París para que reprodujeran
escenarios pintorescos y edificios importantes de la ciudad. La función de esta Escuela
podría interpretarse como una muestra clara de que no se tenían demasiadas garantías de
que la Real Academia de Pintura y Escultura impartiese una tarea docente demasiado
adecuada a sus fines ante los ojos del rey y de sus ministros.
Tal y como había sucedido en Italia y Francia, hubo una serie de intentos previos para
constituir una Academia de las Bellas Artes en España; pero los logros alcanzados
fueron siempre bastante efímeros, pues tuvieron una escasa duración o se diluyeron en
otros organismos. Así, hay que mencionar aquí, en primer lugar, a la Academia Real de
Matemáticas que Felipe II fundase por inspiración, al parecer, de Juan de Herrera en
1584 para la instrucción tanto de arquitectos e ingenieros como de músicos,
matemáticos y hasta cosmógrafos. Este centro educativo acabaría integrándose en el
Colegio de Jesuitas de Madrid.
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Pero, entre 1603 y 1626, también existió una Academia o Escuela de Dibujo en la
Corte bajo la advocación de San Lucas que fue protegida por el Conde duque de
Olivares y que, al parecer, debió estar ubicada en el convento madrileño de la Victoria.
Se realizaron unos estatutos hacia 1619, en cuya redacción Vicente Carducho intervino
y que guardan cierta semejanza con el reglamento de la Academia de San Lucas de
Roma de Zuccaro. Además, los tratados de pintura de aquel, Diálogos de la pintura, y
de Pacheco revelan que hubo un cierto paralelo entre la publicación de estos libros con
su carácter teórico y didáctico y el funcionamiento de ese instituto. Ello queda
constatado por la existencia de otra Academia en Sevilla, a la cual Murillo, Valdés Leal
y Herrera el Mozo pertenecerían, así como otras dos en Barcelona y Valencia. Pero lo
indudable es su condición efímera y la falta de apoyo institucional por parte de la
realeza.
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Los orígenes de esta Real Academia de Bellas Artes de San Fernando no fueron, ni
mucho menos, fáciles. Hubo demasiadas polémicas, y hasta pugnas más o menos
abiertas o encumbradas, desde su misma fundación y hasta finales del siglo XVIII. Se
trataban de luchas por alcanzar, tener y conservar el poder de muy diversas maneras,
además de un prestigio, al ser posible, lo más deslumbrante posible. En primer lugar, los
debates surgieron entre este instituto y los gremios que no querían perder sus
privilegios y, sobre todo, los encargos en manos de los artistas formados en la
Academia. Ésta siempre esgrimió su condición de real para reafirmarse; es decir, el
hecho de haber sido fundada, contar con el patrocinio y con el apoyo del rey. También
hizo prevalecer el empleo, por su parte, de un lenguaje artístico histórico e
internacionalmente aceptado: el del clasicismo, entonces recién recuperado, frente al
uso, y aún abuso a veces, del barroco decorativo por los practicantes gremiales. No
podía faltar la pretendida formación teórica, la superior, que la Academia impartía: se
singularizaba, de esta forma, con respecto a los gremios, depositarios de una condición
eminentemente práctica, rutinaria e irreflexiva. Hubo, asimismo, que enfrentarse contra
el Consejo de Castilla, en el que éstos se apoyaban, porque no quería perder su control
sobre las obras públicas importantes que se realizaban en el Reino; ello también se debía
a que había una pugna cierta entre tal institución, de matiz más popular e integrador al
mismo tiempo que conservador, y el mismo rey que deseaba alcanzar el absolutismo
ilustrado por completo.
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relacionados con las Bellas Artes, gobernado por artistas, al modo del academicismo
italiano. Sin embargo, acabó, tras de haberse redactado varios estatutos de forma
consecutiva hasta alcanzar la imagen jurídica deseada por los poderes fácticos en los de
1757, siendo dirigida por los consiliarios elegidos entre la alta aristocracia, la más
cercana al rey, y algunos pocos intelectuales de prestigio, los llamados literatos, e
ingenieros militares. Se seguía de tal forma el modelo francés. No en vano Francia
acabó haciéndose con el academicismo en la Europa mediterránea y central al asumir un
sistema italiano para, primero, institucionalizarlo a su imagen y semejanza y, después,
divulgarlo por otros reinos. La Academia romana de San Lucas llegó a ser, poco más,
que una sucursal de la parisina de los sucesores de Luis XIV gracias a la importancia y
al prestigio adquiridos por la Academia de Francia en Roma.
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profesores, que eran confirmadas en las particulares. En las públicas, tan solemnes y
escenográficas, se distribuían dichos premios.
Pero el grado de poder del artista, ya tan limitado por el sistema, y hasta su mismo
prestigio, quedo definido de una forma más o menos explícita o implícita por la
configuración de toda una escala jerárquica entre las Bellas Artes, donde predominaba
aquella, que era apreciada como más necesaria y funcional, sobre lo suntuoso, al ser o
parecerlo menos imprescindible. Primero fue la arquitectura y, con ella, los arquitectos
hicieron uso de un mayor poder porque la ciudad, el lugar de desarrollo de la vida
cotidiana, se construía a base de edificios entre espacios también tratados en función de
construcciones. La política de los Borbones y de sus ministros ayudó mucho a ello,
pues durante la segunda mitad del siglo XVIII los distintos reinos, que constituían el
gran Reino de España, se llenaron de nuevas obras de cierta envergadura -pero de
aspecto más o menos humilde por no pretender ser suntuosas- y, sobre todo, necesarias.
Se construyó el sistema radial de carreteras y en ellas hubo que realizar un gran número
de puentes. Y en las ciudades, a las que llegaba y atravesaba esta red, se edificaron
nuevas casas consistoriales, cárceles, positos, cuarteles, escuelas, teatros… Lo necesario
debía predominar sobre lo suntuoso en la edad de la razón; la utopía coincidía, así, con
el pragmatismo, y la arquitectura resultaba totalmente útil; era imprescindible; pero
siempre desprovista de ornatos excesivos para abaratar los costes constructivos.
Sin embargo, hay que destacar un hecho relevante: los arquitectos de la Academia, a
quienes les llegaban un mayor número de encargos de obras públicas y privadas,
hallaron una manifiesta competencia en los ingenieros militares y en los mismos
matemáticos. Si la arquitectura entraba de lleno en el sistema regulado por las artes del
diseño, al necesitar del dibujo en calidad de forma específica de expresión, también era
dependiente de otras disciplinas científicas como las matemáticas y hasta la física. Por
otra parte, los campos de las competencias entre arquitectos e ingenieros comenzaban
entonces a no quedar perfectamente definidos. Algunos de ellos llegaron a formar parte
del estamento privilegiado de consiliarios de la Academia y sus juicios de valor sobre
los libros de texto, los tratados, realizados por los arquitectos académicos pesaron en
extremo, pues fueron rechazados por ellos en las juntas particulares. Al final, se encargó
a un matemático, Benito Bails, propuestos por esos ingenieros, que confeccionase un
manual de Arquitectura civil, en el cual se tuviesen en consideración otras
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publicaciones italianas y franceses de la época. Es decir, realizó una auténtica
traducción sintética de textos extranjeros. Y éstos presionaron al mismo tiempo para que
el aprendizaje de las matemáticas fuera, al menos, tan importante como el del diseño en
la enseñanza de la arquitectura, pues criticaban que los estudios se basasen en exceso en
el preciosismo del dibujo. Ello motivó los debates habidos en 1792 y 1793 entre el
matemático Antonio de Varas y los arquitectos, encabezados por Juan de Villanueva,
que provocaron una tal crisis que poco faltó para terminar con el sistema académico en
España.
Los artistas salidos de los estudios de la Real Academia de Bellas Altes de San
Fernando, por otra parte, también quedaron jerarquizados o clasificados entre ellos en
diferentes categorías. Tal ocurrió, de forma muy especial, entre los arquitectos, los más
prestigiados y temidos de entre todos ellos por el precio de sus encargos, a los que
seguían los pintores. Hubo varios grados, que, en ocasiones mostraban diferencias hasta
bastante sutiles entre sí. Así, esta profesión se graduó en tres categorías distintas según
el mayor o menor predominio de los conocimientos teóricos, los cuales contribuían a
ennoblecerla, sobre los prácticos: académicos de mérito de arquitectura o grado de
incorporación a la Academia, arquitectos y maestros de obras, los más practicones
hasta aparecer después la figura de los aparejadores. Y por encima de todos ellos
estaban los arquitectos del rey, quienes, a su vez, eran académicos de mérito. Se
encargó a estos últimos la enseñanza de la arquitectura a los discípulos de la Academia
por turnos; pero, asimismo, estaban jerarquizados entre sí, pues hubo dos directores y
otros tantos tenientes directores según su antigüedad en el instituto. Otros académicos
de mérito, que no estaban incluidos en esos empleos docentes, los ayudaban en sus
ausencias y enfermedades, alternándose. A todo ello hay que añadir la figura del
director general de la Academia, elegida como máxima autoridad por rigurosos turnos
entre los profesores de las diversas Bellas Artes por un período de cuatro años.
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analizar, aprobar, corregir o reprobar cuantos proyectos de obras públicas importantes
llegaban a este instituto desde los distintos reinos de España. También se empleó este
servicio, de una forma más o menos perceptible, por tal centro en su lucha contra los
maestros de obras gremiales, a quienes sistemáticamente solía rechazárseles los
proyectos que diseñaban bajo la justificación de la falta de buen gusto y de no emplear
el verdadero estilo, el nuevo clasicismo. Y con su fundación apareció la burocracia
excesiva, los procesos administrativos a veces largos en extremo, en manos del
secretario de la Academia y del subsecretario que ejercía de secretario de la Comisión.
Trabajo agotador, pero instrumento de poder a base de viajes de ida, para ser
informados, y de vuelta, con las resoluciones tomadas de los proyectos de obras
públicas, por España e Hispanoamérica. Además, con la creación de este servicio, se
arrebataba al Consejo de Castilla una función que le correspondía desde 1777.
Al modo del academicismo francés, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
se constituyó en un modelo ineludible a la hora de fundarse otras Academias en distintas
ciudades españolas que no podían hacerlo sin tener antes su permiso expreso. El deseo
de que no proliferaran porque la profesión de artista se conceptuaba de una forma
elitista, pero, asimismo, como no convenientemente productiva con respecto a los
intereses colectivos del país, propició la aparición de las llamadas Escuelas de Dibujo,
bajo el patrocinio, por lo general, de una Real Sociedad Económica de Amigos del
País. Su función principal era la enseñanza del diseño para la promoción de las
industrias artesanales y de la economía.
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