Shakespeare - Cervantes
Shakespeare - Cervantes
Shakespeare - Cervantes
CERVANTES: soy quién vuestra merced me dice ser, que otro nombre no me pusieron mis
padres, el cielo los tenga en su gloria. Pero, decidme: ¿sois acaso el gran escritor de comedias
y tragedias de aquellas tierras inglesas William Shakespeare?
CERVANTES: Sin duda no me engañaba, pues vuestra fama está en boca de todos y de ella
dicen cosas buenas. Que en el teatro no tenéis comparación. Pero decidme, buen amigo: ¿no
es cosa de asombro que siendo vuestra merced inglés y yo castellano, podamos entendernos
sin dificultad?
SHAKESPEARE: No os extrañéis, querido Miguel, que aunque parece fantasía, tal no es.
Nos encontramos en el Parnaso, hogar de poetas laureados, donde nos han concedido entrada
por virtud de nuestras obras. Hoy somos celebrados a lo largo y ancho del mundo y no hay
día en el que nuestros nombres no merezcan algún festejo.
CERVANTES: ¿Será cierto lo que dice de nosotros? Sabed que en su momento escribí una
obra muy mía que llamé, Pero nunca pensé llegar a hallarme aquí con tanto reconocimiento,
verás…
EL QUIJOTE
CERVANTES: No me habléis de dineros, don William, que muchas penas y esfuerzos viví
en mis tiempos por no tenerlos. Por dinero fui soldado y perdí la mano, que desde entonces
me llamaron el manco de Lepanto; Así mi vida pasó entre grandes tumbos e infortunios,
porque los que buscan aventuras no siempre las hallan buenas. En cambio tú siempre tan por
la obra Romeo y Julieta esta tragedia si que te ha dado
Romeo y Julieta
CERVANTES: Evidentemente vuestra destreza como poeta y como renovador del teatro y de
la lengua cruzan las fronteras inglesas, y dan luz y gloria a vuestra tierra en el mundo entero.
Y dicen los buenos entendedores que nadie como vos ha descrito mejor y con mayor esmero
las grandes pasiones de los hombres y las ambigüedades que guardan en sus almas.
JULIETA.- Yo conozco esa voz; su mágica dulzura despierta mi suspenso espíritu. -Ahora
recuerdo bien todos los pormenores. ¡Oh! ¡Mi dueño, mi esposo! (Yendo a abrazarlo.)
¿Huyes de mí, Romeo? -¡Me asustas! Habla. -¡Oh! Que oiga yo otra distinta voz que la mía
en este lúgubre antro de muerte, o perderé el sentido. -Sostenme.
ROMEO.- ¡Oh! No puedo; estoy sin fuerzas; por el contrario, necesito tu débil apoyo. -
¡Cruel veneno!
JULIETA.- ¡Veneno! ¿Qué dices, dueño mío? Tu balbuciente voz, tus labios descoloridos, tu
errante mirada... -¡En tu faz está la muerte!
ROMEO.- Si lo está: lucho al presente con ella. Los trasportes que he sentido al oírte hablar,
al verte abrir los ojos, han detenido un breve instante su impetuoso curso. Todo mi pensamiento
era ventura, estaba en ti; mas ahora corre el veneno por mis venas... -No tengo tiempo de
explicarte. -El destino me ha traído aquí para dar un último, último adiós a mi amor, y morir a tu
lado.
QUIJOTE—Aquellos que allí ves — de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos
leguas.
SANCHO—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen no son
gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del
viento, hacen andar la piedra del molino.
QUIJOTE —Calla, amigo Sancho —que las cosas de la guerra más que
otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es
así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros
ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su
vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han
de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.