Naredo
Naredo
Naredo
NAREDO
z
Con guración y crisis
del mito del trabajo
Extraído de: http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn119-2.htm
Originalmente publicado en Scripta Nova Vol. VI, nº 119 (2), (2002)
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en el año 2019
INTRODUCCIÓN
La noción actual de trabajo no es una categoría antropológica ni, menos aún,
un invariante de la naturaleza humana.1 Se trata, por el contrario, de una
categoría profundamente histórica. El trabajo, como categoría homogénea, se
a anzó allá por el siglo XVIII junto con la noción uni cada de riqueza, de
producción y la propia idea de sistema económico para dar lugar a una
disciplina nueva: la economía. La razón productivista del trabajo surgió y
evolucionó, así, junto con el aparato conceptual de la ciencia económica.
En esta comunicación se pasará revista a esta evolución revelando, en este caso,
la conexión entre ciencia, ideología y sociedad y entre el lenguaje cientí co y el
lenguaje ordinario, que reviste particular importancia en las ciencias sociales.
De esta manera, al situar en amplia perspectiva la razón productivista del
trabajo, podremos relativizarla y criticarla.
El plan de la exposición será el siguiente. En una primera parte se pasará revista
a los valores, concepciones y modos de vida que predominaron en las
sociedades humanas antes de que se extendiera la idea actual de trabajo. En una
segunda parte se analizará el caldo de cultivo ideológico en el que nació la
razón productivista del trabajo, que acabó con gurando tanto al cuerpo social
como al comportamiento individual en la actual civilización. En una tercera
parte, se pasará revista a los hechos que están provocando la crisis conjunta de
la función productivista y social que se le venía atribuyendo al trabajo en
nuestras sociedades. Por último se apuntarán las perspectivas que tal crisis
ofrece.
ANTES DE QUE SE INVENTARA EL TRABAJO
Las llamadas «sociedades primitivas» ofrecen un primer ejemplo de sociedades
no estructuradas por el trabajo. La antropología ofrece hoy abundantes
materiales2 que muestran que en estas sociedades la noción de trabajo no tiene
ni el soporte conceptual ni la incidencia social que hoy tiene en la nuestra. En
primer lugar, se observa que su lenguaje carece de un término que pueda
identi carse con la noción actual de trabajo: o bien cuentan con palabras con
signi cado más restringido (que designan actividades concretas) o mucho más
amplio (que puede englobar hasta la actitud pensante o meditabunda del
«chamán»).
No existe en ellas una distinción clara entre actividades que se suponen
productivas y el resto. Como tampoco atribuyen una relación precisa entre las
actividades individuales que conllevan aprovisionamiento o esfuerzo y sus
contrapartidas utilitarias o retributivas, habida cuenta que entre ambos
extremos se interponen relaciones de redistribución y reciprocidad ajenos a
dichas actividades. Por otra parte las actividades directamente relacionadas con
el aprovisionamiento y la subsistencia ocupaba en estas sociedades un tiempo
muy inferior a la jornada laboral actual.3 Lo cual indujo a Marshall Sahlins a
hablar de «Edad de Piedra, Edad de abundancia» (como reza el título de la
traducción española de su libro antes citado) para resaltar que «la escasez no es
una propiedad intrínseca de los medios técnicos, sino que su percepción nace
de relacionar medios con nes» y que los medios técnicos de que disponían las
«sociedades primitivas» les permitían cubrir con mucha más holgura sus nes
de lo que ocurre en las actuales sociedades «tecnológicas», estando por lo tanto
aquellas más cerca de la abundancia que éstas.
Ello se debe sobre todo a que en las sociedades cazadoras y recolectoras no
existía el afán de acumular riquezas o excedentes que se observa en la nuestra:
para ellas los stocks de riquezas estaban en la naturaleza y no tenía sentido
acumularlos, ni era posible acarrearlos. La acumulación empezó a tomar
cuerpo en forma de trofeos (y, muy particularmente, de esclavos) que
acreditaban las hazañas militares y, con ello, el prestigio social de los antiguos
jefes de bandas de caza. Surgió así el desprecio que el temperamento
aristocrático otorga a las tareas rutinarias más comunes, tendentes a asegurar la
intendencia diaria, que fueron quedando a cargo de mujeres o esclavos.
Tras el largo paréntesis del neolítico, las sociedades con Estado acabaron
a anzando y extendiendo la forma de proceder antes apuntada, tendente a
segregar actividades y personas serviles. Entre éstas la Grecia clásica ofrece un
segundo ejemplo de sociedad no estructurada por el trabajo de especial interés
para nuestros efectos. Tampoco existía en ella una palabra equivalente a la
noción actual de trabajo. La palabra ponos servía para designar una actividad
penosa, pero no establecía una correspondencia biunívoca con la obra (ergon),
ni podía englobar el listado tan variopinto de actividades que abarca la noción
actual de trabajo, como si de algo homogéneo se tratara. Tampoco existía otra
palabra para designar ese conjunto homogéneo que actualmente vincula tareas
relacionadas con la obtención y el abastecimiento de bienes y servicios, con la
realización personal y la relación social.Existía una visión atomizada de las
actividades, que suscitaban valoraciones sociales distintas. Pero no era tanto la
manualidad o el esfuerzo exigido por las actividades lo que hacía cali carlas de
serviles o degradantes, sino el carácter dependiente de quienes las practicaban.
Se consideraban actividades libres aquellas que se realizaban por el placer
mismo de ejercitarlas y no por nalidades o contrapartidas ajenas a ellas
mismas, como podía ser la dedicación a la losofía, la política, las artes... o el
deporte y las artes marciales. A la vez que se estimaba indigno del hombre libre
desarrollar sus capacidades para obtener una ganancia. Por ejemplo, se
consideraba servil la actividad de bailarines o atletas profesionales, por muy
admirable que fuera su destreza. Al igual que las tareas realizadas por esclavos
en general, o por mercenarios asalariados, porque dependían de un amo, y
también en menor medida las de los artesanos o los mercaderes (guiados por
nes lucrativos) aunque realizaran tareas para el conjunto de la sociedad.
Hemos de recordar que «la mayoría de las sociedades esclavistas poseen un
vocabulario amplio que cubre diversas condiciones de servidumbre que ya no
tienen equivalente en nuestras lenguas y que re ejamos uniformemente por
‘esclavo’»4: hoy solemos considerar la «esclavitud» como una categoría
homogénea de dependencia que acostumbramos a anteponer a aquella otra del
«trabajo asalariado». Se ignora, por ejemplo, que había hombres libres que se
esclavizaban voluntariamente con ánimo de mejorar su situación, al ponerse al
servicio de personas ricas, cultas e in uyentes esperando participar en alguna
medida de su poder, riqueza, protección, etc. Así, muchos administradores del
Imperio Romano eran esclavos del emperador o de los potentados de la época,
especi cándose jurídicamente relaciones de delidad y dependencia absolutas
que, de hecho, se han seguido produciendo en el mundo de la política y de la
empresa, sin respaldo jurídico formal.
Por otra parte, en las sociedades precapitalistas la esclavitud no fue una relación
tan generalizada y determinante como comúnmente se piensa: incluso en el
agro de la Roma Imperial los campesinos libres solían predominar sobre los
esclavos. Sin embargo, escapa al propósito de este artículo hacer una exposición
detallada de las relaciones sociales que tenían lugar en las sociedades llamadas
precapitalistas.
Hay que advertir que en la Grecia clásica no había la acumulación de fortunas
que después se observó en el Imperio Romano. Según Platón, las familias más
Á
ricas no llegaban a tener medio centenar de esclavos. En Ática venía a haber
unos tres esclavos por cada persona libre, dedicándose por término medio dos
tercios de ellos a la agricultura, las minas y canteras, las artesanías o el
transporte, y el tercio restante a tareas domésticas o de compañía.
Debe llamar a re exión la paradoja de que, en la antigua Grecia, con tres
esclavos por persona, los ciudadanos libres conseguían evitar las tareas serviles e
incluso pretendían escapar con éxito, de acuerdo con varios pensadores de la
época, del reino de la necesidad, mientras que hoy, en nuestro país, utilizamos
una energía equivalente a más de treinta «esclavos mecánicos» per cápita y nos
sentimos cada vez más empeñados en realizar un trabajo dependiente: es como
si necesitáramos esclavizarnos cada vez más para comprar los servicios de un
mayor número de esclavos o acumular las riquezas necesarias para ello.
La evolución del lenguaje re eja la generalización por todo el cuerpo social de
relaciones de trabajo dependientes que en otro tiempo se veían como un
atentado a la dignidad del hombre libre: en el griego moderno la palabra dulia
signi ca trabajo en general, como transposición directa de la palabra esclavitud
(duleia) en el griego antiguo.
En Roma siguió predominando el desprecio por las tareas ordinarias y
generalmente penosas, relacionadas con la subsistencia y el abastecimiento.
Pero también este desprecio enraizaba en el carácter dependiente que solía
acompañar a esos trabajos. Así, como especi ca Cicerón, «cuanto tenga que ver
con un salario es sórdido e indigno de un hombre libre, porque el salario en
esas circunstancias es el precio de un trabajo y no de un arte; [...] todo
artesanado es sórdido, como también lo es el comercio de reventa».5
No en vano trabajar y trabajo proceden de tripaliare y de tripalium, sustantivo
que designa en latín un potro de tortura dotado de tres palos. Subrayemos que
la otra acepción que recoge la noción actual de trabajo, la de labor, no se
asociaba biunívocamente al opus, ya que se pensaba que la obra podía ser
también fruto de la naturaleza o del ocio creador (otium). Así, no se mantenía
la actual dicotomía ocio-trabajo, como hoy ocurre al otorgar al ocio un sentido
totalmente improductivo y parasitario frente al trabajo como única fuente de
creación.
El problema estriba en que hoy se habla de ocio (y de trabajo) como si el
signi cado de estas palabras hubiera sido siempre el mismo y otorgando a los
puntos de vista hoy dominantes una universalidad de la que carecen. Cuando
si había alguna constante en la Antigüedad era el desprecio por aquellas tareas
dependientes y generalmente forzadas por la necesidad, que no se practicaban
por el placer mismo de hacerlas, sino por sus retribuciones o contrapartidas
utilitarias, tareas que hoy, por lo general, se engloban bajo la denominación de
trabajo.
El gran historiador Heródoto indicaba, con rmando estos extremos, que no
podría a rmar que los griegos hubieran recibido de los egipcios el desprecio
por el trabajo, por cuanto ese mismo desprecio por las relaciones de
dependencia y por lo que los romanos llamaron después las «artes sórdidas», lo
había apreciado también» entre los tracios, los escitas, los persas y los árabes».6
En consonancia con lo anterior, las estas de los antiguos griegos y romanos
era muy numerosas, al igual que las de otros pueblos de la Antigüedad.
Celebraban la vuelta de las estaciones del año y los dioses que las
personi caban, variando su carácter según el motivo de la celebración,
oscilando entre las más graves dedicadas a Ceres o a Minerva, hasta el
proverbial regocijo con que se vivían las «bacanales», después de la vendimia.
Se celebraban también las Noemías, o primer día del mes lunar, los juegos
Olímpicos y los diversos aniversarios memorables, que variaban según las
ciudades. Y, recordemos que «los esclavos libraban los días festivos [...] al igual
que las bestias de carga, de tiro y de labor».7
En principio, el cristianismo hizo también suyo el desprecio por lo que hoy
grosso modo denominamos trabajo: se tomó como castigo fruto de una
maldición bíblica y no como un objetivo ni individual ni socialmente
deseable, máxime cuando se propugnaba el despego hacia los bienes terrenales,
presente en la Europa cristiana medieval. Por otra parte, tampoco existía en la
Edad Media una visión uni cada de las actividades que hoy llamamos
productivas. Por ejemplo, en el siglo XIV, Duns Scoto establecía al menos tres
grupos de actividades que requerían una consideración diferente. Por orden de
valoración social decreciente estos grupos eran los de los aportatores, que
aportaban la materia tomada de la madre-naturaleza para ser utilizada de
forma más o menos mediata por los hombres, la de los inmutatores o
melioratores, que hacían mudar la sustancia perfeccionándola con su actividad,
y la de los conservatores, que comerciaban con, o trasegaban, la sustancia sin
modi carla. Clasi cación que, con ligeros retoques, se mantuvo hasta el
advenimiento de la ciencia económica durante el siglo XVIII y que
impregnaba todavía a los primeros formuladores de ésta.
Los planteamientos mencionados en el párrafo anterior se plasmaron también
en el progresivo aumento de las estas religiosas, que llegaron a ocupar cerca de
la mitad de los días del año en muchos de los pueblos de la Europa cristiana
medieval: existen evidencias que muestran que incluso en las comunidades más
atrasadas de Europa Central, se celebraban 182 estas al año.8 También debe
de mover a re exión la paradoja de que los calendarios laborales de los países
de la Unión Europea ofrecen hoy día un número de días de esta muy inferior.
Si tomamos como festivos todos los sábados y domingos del año y un mes de
vacaciones (22 días laborables) tenemos un total de 126 días feriados, a los que
hay que añadir las estas singulares de cada país. Curiosamente éstas sólo son 8
días al año en los países originariamente más dominados por el protestantismo
y el calvinismo, mientras que todavía son 14 días en las más católicas España,
Bélgica e Italia, totalizando así entre 132 y 140 días de esta. Esta información
sobre los calendarios teóricos hay que cotejarla con datos sobre las horas
realmente trabajadas por persona al año, que en ocasiones superan las
previsiones de los calendarios, culminando en Gran Bretaña e Irlanda, donde
rozan las 2000, tras haber aumentado en los últimos años.9
El cristianismo contribuyó también activamente a facilitar esta in exión hacia
el recorte de las estas, al proponer una creciente veneración del trabajo, que se
fue imponiendo con el tiempo, junto al predominio del capitalismo. Esta
in exión en los hechos se apoya en otra in exión en el pensamiento que no
podemos más que esbozar aquí.
Cabe buscar vestigios de esta in exión en autores como San Agustín, que
empieza a romper la antigua separación conceptual entre trabajo y obra, al
utilizar el mismo término trabajo para designar una obra. O en el
reconocimiento de Santo Tomás de que puede ser lícita la búsqueda de lucro
de los mercaderes si retribuye a su propio trabajo en una función útil para la
sociedad. Pero será sobre todo la regla Ora et labora, de San Benito, la que se
empezó imponiendo en los monasterios, para afectar después al conjunto de la
sociedad.
La búsqueda de la salvación por el trabajo u otras prácticas ascéticas y
morti catorias utilizadas por ciertas órdenes monásticas medievales, fue
retomada después por Lutero y Calvino, por contraposición al cristianismo de
los primeros tiempos, cuyas posiciones respecto al trabajo no diferían en lo
esencial de las de los griegos y los romanos. El capitalismo naciente vio con
buenos ojos las alabanzas a la vida «ordenada» por el trabajo y la regimentación
monástica y militar. El toque de las campanas en los monasterios y de las
trompetas en los campamentos y cuarteles, pronto se vería imitado por la
sirena de las fábricas para que, por primera vez en la Historia, los hombres se
levantaran al unísono, como dirigidos por un jefe invisible, para someterse a
través del reloj al ritmo pre jado del proceso económico.
En el siglo XVI, a la vez que las campanas de los relojes empezaron a sonar
cada cuarto de hora, el trabajo se erigía en valor supremo al que debía plegarse
la existencia del hombre. Se trataba de un trabajo abstracto y homogéneo,
medible en unidades de tiempo, cuyo ritmo no debía perturbarse. El gran
número de días festivos entonces existente empezó a parecer una desgracia: el
despilfarro de un tiempo robado al trabajo. Así se identi có trabajo con
actividad y se atribuyó al ocio un carácter meramente pasivo y parasitario,
torciendo el signi cado antiguo de esta palabra, que se refería también a un
ocio activo y creador: se pensaba que la simple actitud contemplativa permitía
impulsar la actividad del pensamiento en todas sus manifestaciones, mientras
que el trabajo penoso acostumbraba a frenarla.
En suma, que se acabó imponiendo el nuevo evangelio del trabajo, según el
cual se podía servir a Dios trabajando, al Estado, e incluso al individuo mismo.
Desde el punto de vista de los hechos, la antigua escalada festivo-religiosa se
truncó al menos desde mediados del siglo XVII. Con la bula del papa Urbano
VIII, Universa per orbe (1642), se produjo la primera reducción signi cativa de
las estas de precepto, a la que seguirían otras muchas. Una de las últimas fue la
que eliminó en nuestro país, en 1977, las estas de la Asunción y de San Pedro
y San Pablo, que motivó un artículo mío sobre la «necrología de las estas» en
Cuadernos para el Diálogo. 10
En efecto, la eliminación de estas festividades re eja el sostenido afán de evitar
interrupciones «estériles» en el tiempo de trabajo que, unido a la secularización
progresiva de la sociedad, fue dando al traste con estas como las de San Juan
Bautista, San Lorenzo, la Visitación, la Santa Cruz, el Día de Difuntos, los
segundos y terceros días de las tres pascuas, etc. Proceso al que la Iglesia no
dudó en añadir las antes indicadas de la Ascensión, que ocupaba un lugar en la
liturgia por lo menos desde San Eusebio (260-340), y la del martirio de los
santos Pedro y Pablo, que ya era festejada con octava en tiempos del Papa San
León (460-461).
Aunque estos recortes de estas religiosas se suplieron, en parte, con la
aparición de nuevas festividades y celebraciones civiles, el saldo neto fue
obviamente negativo, como evidencian los 130-140 días feriados (incluidas
vacaciones) que observan los calendarios laborales de los países de la Unión
Europea, muy inferiores a los del calendario cristiano medieval.
1. Una versión resumida de este texto se publicó en el nº 48 de la revista Archipiélago, sep.-oct. 2001.
2. Véanse los referenciados por D M , Le travail. Une valeur en voi de disparition (Aubier,
París, 1995) [ed. cast. El trabajo, un valor en peligro de extinción (Gedisa, 1998)].
3. Como acredita la documentación manejada por M. S , Stone Age Economics (Aldine, 1972)
[ed. cast. Economía de la edad de piedra (Akal, 1983)] y por otros autores citados en J.M. N , La
economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico (Siglo XXI,
Madrid, 1996) y D. M (1995).
4. C. M , Antropología de la esclavitud (Siglo XXI, México, 1990).
5. P V , Historia de la vida privada. Imperio romano y antigüedad tardía, Vol.I, Dirigido por P.
A , y G. D , (Taurus, Madrid, 1991).
6. Cit. M , Tecnics and civilization (1935) [ed. cast. (Alianza, 1971)].
7. Cfr. P. V ¿Creyeron los Griegos en sus Mitos? Ensayo sobre la imaginación constituyente (Gránica,
Barcelona, 1987).
8. L. M , El mito de la máquina Vol. 1(Pepitas de calabaza, 2013).
9. M.I. S , y L.A. R , , «El tiempo de trabajo en la Unión Europea y su reorganización»,
Boletín Económico de ICE, nº 2522, nov. 1996.
10. J. M. N , ‘El trabajo es un castigo: una necrología de las estas.’ Cuadernos para el Diálogo,
26 de marzo de 1977.
EL NACIMIENTO DE LA RAZÓN
PRODUCTIVISTA DEL TRABAJO
Podrían resumirse de la siguiente manera las líneas maestras del contexto que
hizo prosperar la razón productivista del trabajo. En primer lugar, se tuvo que
extender entre la población un afán continuo e inde nido de acumular
riquezas, a la vez se levantaba el veto moral que antes pesaba sobre el mismo.
En segundo lugar, hubo de observarse un desplazamiento en la propia noción
de riqueza, que posibilitara tal acumulación. En tercer lugar hizo falta que el
hombre se creyera capaz de producir riquezas. Y, por último, que se postulara
que el trabajo era el instrumento básico de esa producción de riquezas.
Pasemos revista al cumplimiento de estos requisitos antes inexistentes.
La extensión del afán de acumular riquezas hay que integrarlo en el
desplazamiento general de ideas que se observó tras el Renacimiento, que no es
cosa de detallar aquí.
Valga decir que con él se divulgó, en una atmósfera de optimismo, la búsqueda
de libertad y de placer, a la vez que se debilitaban las barreras de clase,
anteriormente consideradas infranqueables. La voluntad de satisfacer los
apetitos más voraces de poder y de dinero, antes proscritos, empezó a
considerarse como algo normal, e incluso saludable. Este giro en la forma de
ver las cosas culminó con La fábula de las abejas, de Mandeville,11 cuyo
subtítulo asocia los «vicios privados al bien público». La fe en la existencia de
mecanismos automáticos que, por obra y gracia del mercado, reorientaban el
egoísmo individual en bene cio de la colectividad, se plasmó en la famosa
«mano invisible» de Adam Smith. La con anza en el mercado como panacea
vino a sustituir a la que anteriormente se depositaba en la Divina Providencia:
ambas prometían llevar a los hombres por el buen camino siempre que
respetaran sus reglas. Y, dando por sentado que todos los individuos
reaccionaban como mercaderes, al estar espoleados «desde la cuna hasta la
tumba» por el deseo de hacer fortuna, Smith concluyó que podía considerarse
a la sociedad en su conjunto como «una sociedad mercantil».
En lo que concierne al desplazamiento en la noción de riqueza, hay que tener
bien presente que en las sociedades precapitalistas predominaba una visión
diversi cada de la misma que, al otorgar un claro predominio a los bienes
raíces, limitaba la posibilidad de que la meta de acumular riqueza se extendiera
al conjunto de la población. Para que esto fuera viable hizo falta que se
cambiara la propia noción de riqueza, recortándose la importancia que en ella
tenían los bienes raíces, antes ligados al poder sobre los hombres, a la vez que
se daba más importancia a la riqueza mobiliaria y a los valores pecuniarios.
Esto se produjo, como señala Louis Dumont,12 cuando, con la crisis del
feudalismo, «al romperse el vínculo entre la riqueza inmobiliaria y el poder, la
riqueza mobiliaria devino plenamente autónoma, no sólo en sí misma, sino
como forma superior de la riqueza en general [...]; en suma, se vio emerger
una categoría autónoma y relativamente independiente de la riqueza.
Solamente a partir de aquí pudo hacerse una distinción clara entre lo que
llamamos ‘político’ y aquello que denominamos ‘económico’. Distinción que
no conocían las sociedades tradicionales». Fue, por lo tanto, al considerar la
riqueza expresable en dinero, como se posibilitó que se generalizara entre los
individuos el afán de acumularla.
Originariamente no se pensaba que el hombre fuera capaz de producir nada: se
creía que sólo Dios era capaz de hacerlo, sacando algo de la nada, por lo que las
riquezas se consideraban fruto de un maridaje entre el Cielo y la Tierra.
Aristóteles recogía este punto de vista en su De animalibus, cuando sostiene
que «la Tierra concibe por el Sol y de él queda preñada, dando a luz todos los
años». Se pensaba que los hombres podían, todo lo más, propiciar este
maridaje dando al trabajo un sentido ritual y una apreciación cualitativamente
diferente según tareas y actividades, hoy inexistente. Pero no se consideraba
realista pensar que los hombres pudieran acrecentar de modo signi cativo y
duradero los rendimientos de la Madre-Tierra.
Viéndose, así, el juego económico del intercambio, los precios y el dinero
como un juego de suma cero en el que las ganancias de unos eran realizadas a
costa de los otros. Y de ahí que, al ocupar la distribución un lugar central en
este proceso de adquisición de riqueza, la re exión estuviera íntimamente
ligada a la moral y tuviera plena cabida en los manuales de confesores, que
incorporaban sendos tratados el tema, como ejempli có la importante Summa
de tratos y contratos, que compuso Fray Tomás de Mercado en 1571.13
Sin embargo, el afán originario de colaborar con la naturaleza (y de imitar su
obra) se fue desacralizando con el advenimiento de la economía y de la
moderna ciencia experimental y desplazando hacia el empeño de sustituirla
por mecanismos o procesos arti cialmente diseñados al efecto. A la par que la
idea originaria del Cielo como principio activo fecundante de la Tierra-Madre,
dio entrada a otro ingrediente igualmente activo y masculino, el Trabajo, más
en línea con la creencia en las posibilidades ilimitadas del homo faber sobre la
que se apoyaba el nuevo antropocentrismo que sustituyó al antiguo de orden
religioso. En los albores de la ciencia económica William Petty formuló como
base de ésta la «ecuación natural» según la cual «la Tierra era la madre y el
Trabajo el padre de la riqueza». Con Smith, Ricardo, y Marx, el Padre-Trabajo
pasó de colaborar en las actividades productivas de la Madre-Tierra, a erigirse
en el principal factor de producción de riqueza e incluso el único, en la
medida en la que se supuso que la Tierra misma era sustituible por el Trabajo.
La consolidación de una categoría uni cada de Trabajo se operó junto con las
de Producción y de Riqueza, a base de considerarlas todas ellas expresables en
unidades pecuniarias homogéneas. Lo cual facilitó envolturas cientí cas a la
mencionada razón productivista del trabajo, que se extendió por todos los
con nes con la ayuda tanto del capitalismo como del socialismo de corte
marxista. Resulta signi cativa, a este respecto, la frase con la que Smith inicia
ese tratado fundacional de la economía que fue su (Investigación sobre la
naturaleza y causas de la) Riqueza de las Naciones (1776): «el trabajo anual de
cada nación es el fondo que la surte originalmente de todas las cosas necesarias
y útiles para la vida que se consumen anualmente en ella».
La obra de Marx reforzó de modo signi cativo la evolución de las ideas que
acabamos de describir. En efecto, por una parte, Marx consideró esa noción
uni cada de trabajo como una categoría universal, como una invariante de la
naturaleza humana aplicable a cualquier tipo de sociedad, contribuyendo así a
su generalización con pretensiones antropológicas más amplias de las que
imaginaron los padres de la «economía política».
Por otra, llevó hasta el nal el desequilibrio que produjeron los economistas
clásicos en la «ecuación natural» de Petty, al relegar a la Madre-Tierra al papel
de mero objeto pasivo y dominado que se ofrece sin contrapartida a las
veleidades depredadoras y supuestamente productivas del padre Trabajo,
suscribiendo así la teoría del valor-trabajo.
De esta manera, pese a las matizaciones introducidas sobre el tema de la
«alienación», el marxismo fue de hecho una especie de caballo de Troya, que
introdujo entre las las de los oprimidos el evangelio del progreso, basado en el
respeto beato e indiscriminado de la ciencia, la técnica, la producción y el
trabajo, que ha venido preconizando la civilización industrial. Y muy
particularmente contribuyó a divulgar, con envolturas de ciencia liberadora,
las categorías básicas del pensamiento económico acuñadas por la «economía
política».14
También interesa resaltar el cambio de actitud frente a las innovaciones
ahorradoras de trabajo entre la antigüedad y la modernidad que inaugura la
obra de Smith antes citada.Para ello propondremos primero unos versos en los
que Antipater de Tesalónica, contemporáneo de Cicerón, cantaba a los nuevos
molinos de agua, que sustituían los trabajos de molienda (generalmente
realizados al alba por mujeres armadas de mazos de madera y cuencos o
«molinos» de piedra): «Dejad de moler ¡oh! vosotras, mujeres que os esforzáis
en el molino; dormid hasta más tarde, aunque los cantos de los gallos anuncien
el alba. Pues Demeter ordenó a las ninfas que hagan la tarea de vuestras manos
y ellas, saltando a lo alto de la rueda, hacen girar su eje, que con sus rayos
mueve las pesadas y cóncavas muelas de Nisiria. Gustemos nuevamente de la
vida primitiva aprendiendo a regalarnos con los productos de Demeter sin
esfuerzo».15
Bien distinta es ya la actitud de Adam Smith frente a las ventajas que supone la
división del trabajo, que ilustra con el ejemplo de la fábrica de al leres: no se
congratula del enorme ahorro de trabajo que permitiría esta división de tareas
para obtener una misma cantidad de al leres, sino del «considerable aumento
que un mismo número de manos puede producir en la cantidad de obra».16 Lo
que apunta el devenir de los acontecimientos que nos ha llevado a la presente
situación: los inventos ahorradores de trabajo, en vez de aprovecharse para
liberar a las personas de tareas penosas y reducir el calendario laboral a la
mínima expresión, han servido para acentuar la dicotomía entre trabajo y
paro.
11. M , e Fable of Bees: or Private Vices (Public Bene ts, 1729) [ed. cast. La fábula de las
abejas (FCE, México, 1982)].
12. L. D , Homo aequalis. Genèse et épanuissement de l’idéologie économique (Gallimard, París,
1977) [ed. cast. (Taurus, Madrid, 1982)].
13. T. M de Suma de tratos y contratos (1571) [reedición: (Madrid, Instituto de Estudios
Fiscales, 1977)].
14. J.M. N , Las elaboraciones del marxismo, cap. 12 (1996),
15. M (1935).
16. A. S , Wealth of Nations (1776) [ed. cast. La riqueza de las naciones (Bosch, Barcelona, 1933, 2
vols.)].
LA CRISIS TODAVÍA NO ASUMIDA DE LA
RAZÓN PRODUCTIVISTA DEL TRABAJO
Y SUS CONSECUENCIAS
Así las cosas, con los economistas llamados «neoclásicos» de nales del siglo
XIX se apunta un nuevo desplazamiento conceptual del que todavía, a mi
juicio, no han se han extraído todas sus consecuencias sobre la razón
productivista del trabajo. El desplazamiento vino dado por la hegemonía de un
nuevo factor de producción: el Capital, considerado inicialmente como un útil
colaborador de la Tierra y del Trabajo en las tareas productivas, pasó a
eclipsarlos, al postular estos autores que, en última instancia, Tierra y Trabajo
eran sustituibles por Capital, que aparecía así como el factor limitativo último
del proceso de producción de riqueza.
La hipótesis de la perfecta sustituibilidad de los factores de producción
permitió rematar el cierre conceptual de la noción de sistema económico en el
universo de los valores pecuniarios, haciéndolo ganar en simplicidad y en
coherencia lógica. Pero a la vez lo aisló de los aspectos físicos, sociales e
institucionales en los que se enmarcaba obligadamente su funcionamiento.
Una vez cortado el cordón umbilical que unía originariamente lo económico a
las dimensiones físicas y humanas, una vez indicado que producir era
simplemente obtener un «valor añadido» a base de revender con bene cio, la
preocupación social fue derivando desde la producción de la riqueza hacia
adquisición de la misma. Y la contrapartida expresable en términos monetarios
(generalmente en forma de salario), se erigió en el único criterio delimitatorio
que señalaba la frontera entre aquellas actividades que se consideraban trabajo
y aquellas que no entraban en esta designación. Así, por ejemplo, las tareas de
las «amas de casa» no se consideraban trabajo (ni producción, ni renta, ni
consumo), pero las del «servicio doméstico» sí. Lo cual da lugar a paradojas
como la que se subraya al comentar que basta con que un gentleman se case
con su cocinera, para que disminuya el trabajo (la producción, la renta y el
consumo), aunque siga haciéndole la misma comida. Sin embargo la actividad
(asalariada) de los funcionarios era considerada trabajo fuente de producción (y
consumo) de servicios (imputados), aunque no estuvieran destinados a la
venta. Lo mismo que la actividad remunerada de los deportistas profesionales
se considera trabajo, pero no la de los amateurs, aunque ambas reclamen
esfuerzos similares. De ahí que las actividades que la economía estándar
engloba bajo la denominación de trabajo (es decir, las que se realizan para
obtener una contrapartida monetaria o monetizable y no por el afán mismo
de realizarlas) coincidan con aquellas que los antiguos griegos y romanos
consideraban impropias de hombres libres, como lo con rma el signi cado
originario de los términos que hoy se emplean para designarlo (tripalium,
duleia...).
Actividades que el creciente proceso de salarización desatado por el capitalismo
se encarga de extender por todo el cuerpo social. En el terreno de los hechos, la
en otro tiempo tan ponderada «producción material» fue quedando relegada a
la «periferia tercermundista», mientras las metrópolis del capitalismo orientan
preferentemente su actividad hacia la compra de productos terminados o de
piezas a ensamblar. La tarea de estas últimas ya no se centra tanto en la
producción y exportación de manufacturas como en la venta de «servicios» y
en el comercio de activos patrimoniales, equilibrando sus balanzas de pagos
con las entradas de capital a corto y el funcionamiento del mercado de divisas.
Los «cuellos azules» no sólo fueron dando paso a los «cuellos blancos», sino
que estos mismos se fueron reconvirtiendo hacia las necesidades que imponía
el manejo informatizado de la gestión y las nanzas e invirtiendo cada vez más
esfuerzos en la llamada «lucha por la competitividad». En suma, el peso
creciente del mundo nanciero, de la información, la comercialización y la
gestión en la adquisición de la riqueza, se mantiene a la sombra de la idea
smithiana de sistema económico centrado en la producción de mercancías, la
frugalidad y el trabajo, que todavía perdura como paradigma interpretativo
cuyas funciones explicativas se ven suplidas por aquellas otras de justi catorias
del statu quo.
Como consecuencia de lo anterior, fue perdiendo apoyo la antigua razón
productivista del trabajo que se mantuvo, no sólo por inercia conformista,
como otras reminiscencias físico-utilitarias que todavía impregnan al agregado
del Producto Nacional y a la propia noción de productividad, sino porque la
con guración de nuestras sociedades le otorgó nuevo respaldo. En efecto,
cuando decaía la vieja razón productivista del trabajo enunciada por la
«economía política», la consideración del trabajo como meta social e
individual cobró nueva fuerza. Los pobres pasaron de pedir pan a pedir
trabajo, y el burgués pasó de ser, como decía en otro tiempo la canción,
«insaciable y cruel», a convertirse en un bonacible «creador de puestos de
trabajo».
Y es que una vez eliminadas las instituciones que daban sustento y cobijo al
individuo en las sociedades anteriores al capitalismo, una vez reducida a la
mínima expresión la familia, la tribu o la ciudad, como elementos que
arropaban física y socialmente al individuo, el trabajo cobró cada vez más
importancia como medio para relacionarse y promocionarse en el terreno
profesional, económico y social. El trabajo se acabó convirtiendo así, como
decía Max Weber, «en el factor principal de un régimen de ‘ascetismo
intramundano’, en respuesta al sentimiento de soledad y aislamiento del
hombre».17
Este sentimiento se hace sentir con fuerza en las actuales conurbaciones y se
agrava, cuando el desarraigo que en ellas se genera no encuentra la válvula de
escape del trabajo como medio de evasión, relación y promoción social al
alcance de los individuos. La frustración del paro suele ser la chispa que
desencadena el alcoholismo, la drogadicción, la delincuencia... que arrastran a
los individuos por la pendiente de la marginación social y el deterioro
personal. A la vez que las importantes tasas de paro «estructural» hacen que la
búsqueda obsesiva de trabajo, y el afán de inmolarse a él, sean moneda común
en nuestros tiempos, reforzando un nuevo ascetismo del trabajo todavía más
compulsivo del que se desprende de la antigua razón productivista. Ascetismo
que paradójicamente, se revela en franca contradicción con el hedonismo que
predica la llamada «sociedad de consumo». Extremando la incapacidad de
trabajadores y parados para disfrutar incluso de un recurso en otro tiempo
abundante: el tiempo para la holganza, el ensueño, la contemplación y la
re exión o la acción, tanto o más libres y relajadas como grati cantes y hasta,
en ocasiones, creativas. Por otra parte se observa que el moderno
individualismo no vino a liberar a los hombres de las relaciones de dominación
y dependencia (y del desprecio por el trabajo ordinario) presentes en las
sociedades jerárquicas anteriores, sino a racionalizarlas y mantenerlas bajo
nuevas formas. Veblen, en su Teoría de la clase ociosa18 advirtió pioneramente
cómo la asociación de la respetabilidad social a la riqueza poseída permitió
perpetuar bajo el capitalismo la por él denominada «clase ociosa» y el desprecio
por los trabajos de la vida ordinaria, propios de sociedades jerárquicas
anteriores. Recordemos las condiciones que este autor establece para que la
propiedad privada y la clase ociosa (en cuanto que está liberada de las tareas
ordinarias que reclama la existencia material de la población) puedan
prosperar:
1. La comunidad debe disponer de medios de subsistencia lo su cientemente grandes como para
permitir que una parte importante de la comunidad esté exenta de dedicarse al trabajo rutinario.
2. La comunidad debe tener hábitos de vida depredadores; es decir, hombres habituados a infringir
daños por la fuerza o mediante estratagemas (cuyas «hazañas» se valoran por encima del trabajo
ordinario).
Con el advenimiento del capitalismo disminuyen las posibilidades de obtener
botín mediante «hazañas» bélicas o cinegéticas, «a la vez que aumentan, en
radio de acción y facilidad, las oportunidades de realizar agresiones industriales
(o nancieras) y acumular propiedad por los métodos cuasipací cos de la
empresa nómada». Por lo que, desde este punto de vista, no anduvo
desencaminado Benjamín Constant (1813) cuando señaló que «la guerra y el
comercio no son más que dos medios diferentes de alcanzar el mismo n: el de
poseer aquello que se desea».Siendo directamente medible, en el capitalismo, el
botín alcanzado en las «hazañas» (que se vincula al prestigio social) a través de
la riqueza pecuniaria acumulada.
Cuando en una sociedad como la nuestra se asocia la respetabilidad de los
ciudadanos a su nivel de riqueza, se desata entre éstos una lucha por la
«reputación pecuniaria» que crea un estado de insatisfacción crónica
generalizada. Pues, como ya Veblen advirtió, dada la naturaleza del problema,
es evidente que está fuera de toda posibilidad que la sociedad pueda lograr un
nivel de riqueza que satisfaga los deseos de emulación pecuniaria que se han
desatado entre los ciudadanos.
Si a esto se añade que, con la llamada «sociedad de consumo» se han ampliado
y complicado sobremanera las necesidades elementales que reclamaba la
supervivencia y encarecido la posibilidad de hacerles frente, tenemos que, al
decir de Illich,19 el homo oeconomicus ha hecho las veces de eslabón intermedio
en la trans guración de la naturaleza humana desde el homo sapiens hacia el
homo miserabilis: «al igual que la crema batida se convierte súbitamente en
mantequilla, el homo miserabilis apareció recientemente, casi de la noche a la
mañana, a partir de una mutación del homo oeconomicus, el protagonista de
la escasez. La generación que siguió a la segunda guerra mundial fue testigo de
este cambio de estado de la naturaleza humana desde el hombre común al
hombre necesitado (needy man)». La racionalidad parcelaria desplegada trajo
consigo la irracionalidad global, así como la paradoja de que la economía, en
vez de combatir la escasez, favorece los procesos que se encargan de agravarla y
extenderla por el mundo. Escasez que no sólo alcanza a los «bienes» y al dinero
u otros tipos de «activos», ¡sino hasta al propio trabajo! Lo que hace que los
individuos estén dispuestos a inmolar su vida al trabajo (penoso y dependiente)
con más ahínco que antes. A la vez que se acentúa la jerarquía y la dominación
dentro del propio mundo del trabajo, al promover y privilegiar
constantemente aquellas tareas que, por ser fuente de «botín», están más
vinculadas a la adquisición de la riqueza que a la producción (material) de la
misma.
Así, la máquina no ha conseguido liberar a los hombres de las servidumbres del
trabajo, sino que éste sigue siendo una fuente importante de crispación que
alcanza tanto a los parados, como a los ocupados, y hasta a la llamada por
Veblen «clase ociosa», cada vez más embarcada en la carrera de la
«competitividad» y esclavizada por insaciables afanes de acumular poder y
dinero. Por otra parte, a la vez que se habla de «globalización» económico-
nanciera, el aumento del paro y de la «precarización» del trabajo nos conduce
hacia un panorama social crecientemente segmentado y distante de esa
sociedad de individuos libres e iguales de la que nos habla la utopía liberal.
En efecto, además de la división entre parados y ocupados, se amplía un
abanico de retribuciones que varían en sentido inverso a la penosidad o
desutilidad que genera el propio trabajo. Por las razones antes apuntadas, el
capitalismo perpetúa la situación observada en las sociedades jerárquicas
anteriores, donde quienes realizan las tareas más duras y degradantes son los
que reciben menores retribuciones. Las teorías del «capital humano» buscan
explicar, mediante razonamientos tautológicos dentro del propio campo del
valor, la desigual distribución de los salarios, cerrando los ojos hacia otras
explicaciones que enraízan tal desigualdad en estructuras sociales y mentales
que prolongan esquemas de funcionamiento propios de sociedades jerárquicas
anteriores. A la vez que tales teorías ignoran la sinrazón que supone, dentro de
su propio campo de razonamiento, que en el sistema capitalista los utilizadores
de ese «capital humano» no se preocupen de amortizarlo sino sólo de
explotarlo (tal enfoque sería más coherente con un sistema esclavista, en el que
la amortización del esclavo entraría lógicamente en los cálculos del amo).
Curiosamente la pretensión de cerrar el razonamiento en el propio campo del
valor y de reducir las personas a capitales, acabó entrando así en contradicción
con los principios libertarios de la utopía liberal sobre la que originariamente
se apoyó.
Por último quiero subrayar que los mecanismos y afanes de acumulación
pecuniaria desatados con el capitalismo, no sólo in uyeron sobre el mundo del
trabajo, de la salarización y el paro, sino también sobre el llamado «tiempo
libre», que aparece invadido por lo que Ivan Illich ha llamado el «trabajo
sombra» (shadow work).20 En efecto, tanto las administraciones públicas como
las empresas tienden a obligar a los individuos a realizar tareas poco
grati cantes que, sin ser «trabajo», les ocupan una fracción creciente de su
«tiempo libre» (tiempo de transporte para ir al trabajo, para cumplimentar
declaraciones de impuestos, hacer gestiones, etc). De esta manera la parte de
«tiempo libre» destinada a actividades grati cantes o al simple reposo, se ve
cada vez más recortada sin que haya apenas protestas organizadas que frenen
esta tendencia (en parte porque el movimiento sindical se ocupa sólo del
trabajo, como acostumbran a precisar sus siglas).