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922-Texto Del Artículo-1003-1-10-20211202

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Identidad e identificación: de la opresión

simbólica a la ilusión imaginaria y multidiversa

Édgar Miguel Juárez-Salazar*


Jesús Alberto López Laredo**

Demasiada camiseta y cada vez menos gambeta.


Andrés Calamaro, “Clonazepán y circo”

Resumen

El artículo presenta la relación entre la identificación y la identidad para


indagar en los mecanismos opresivos e ilusorios por los cuales el sujeto se
constituye y existe en el mundo social. Partimos de la revisión de algunas
de las propuestas clásicas de la psicología, la sociología y la antropolo-
gía sobre la identidad, para adentrarnos posteriormente a la teorización
psicoanalítica desde la perspectiva de la obra lacaniana. Revisamos la
constitución escindida y material del sujeto en cuanto a su identificación
simbólica para después estudiar la identificación imaginaria cuestionando
la supuesta totalidad ideológica que domina los mecanismos identitarios
individuales y colectivos. Finalmente, elucidamos algunos efectos de la
pasión contemporánea sobre lo imaginario en las formas multidiversas que
toma la identidad en nuestros días.

Palabras clave: identidad, identificación, imaginario, malestar, opresión.

* Maestro en Psicología Social y profesor asociado de medio tiempo, Departamento de


Educación y Comunicación, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Correo
electrónico: [edgar.jusan@gmail.com].
** Licenciado en Psicología, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Co-
rreo electrónico: [lopezchucho1612@gmail.com].

TRAMAS 54 • UAM-X • MÉXICO • 2020 • PP. 185-221


T E M Á T I C A

Abstract

This paper presents the relationship between identification and identity


to investigate the oppressive and illusory mechanisms whereby the sub-
ject constitutes and exists in the social world. We started from the review
of some of the classic proposals of identity in psychology, sociology and
anthropology on identity, to later delve into psychoanalytic theorizing
from perspective of lacanian work. We review the divided and materi-
al constitution of the subject’s split, his symbolic identification and then
study the imaginary identification questioning the ideological totality that
dominates the individual and collective identity mechanisms. Finally, we
elucidated some effects of contemporary passion on the imaginary in the
multivariate forms that identity takes nowadays.

Keywords: identity, identification, imaginary, discontent, opression.

Introducción

Hablar de procesos de identificación y de la identidad como uno


de sus corolarios más afianzados en la sociedad actual implica, desde
una primera aproximación, focalizarlos en la coyuntura de dos regis-
tros de la realidad humana: lo imaginario y lo simbólico. Esta condi-
ción bipartita se agudiza aún más cuando se delimita la conceptuali-
zación de la identidad y la identificación como elementos similares,
paralelos o concomitantes. Desde luego, en la literatura psicológica
existe una abundante teorización al respecto, no obstante, nuestro
interés reside en lograr una aproximación teórico-crítica a la noción
de identificación y de identidad con miras a agudizar algunas de las
consecuencias de ellas en la realidad social de los sujetos.
Dicho lo anterior, es necesario hacer un periplo para bordear la
conceptualización de la identidad. En principio, las primeras aproxi-
maciones a la identidad por parte de la psicología social aparecen en
el mundo anglosajón de la mano de los estudios sobre la grupalidad
por parte de Tajfel (1984), quien define “la identidad social de un

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individuo como el conocimiento que tiene de pertenecer a ciertos


grupos sociales junto con la significación emocional y valorativa que
él mismo le da a dicha pertenencia” y que, por lo tanto, “sólo puede
definirse a través de los efectos de las categorizaciones sociales que
segmentan el medio ambiente social de un individuo en su propio
grupo y en otros grupos” (1984:296). Con esto se desarrolla la lla-
mada teoría de la identidad social que, en unión con los desarrollos
de Turner (1982) y de su trabajo en conjunto con Tajfel (Tajfel y
Turner, 2004), permite ubicar al grupo, o más precisamente al inter-
grupo y el exogrupo como el elemento fundante de las condiciones
identitarias, las cuales, en conjunto y al mismo tiempo de forma
paralela con la categorización y las condiciones evaluativas de los
grupos donde se permite establecer pertenencia, producen un modo
de delimitación de las posibilidades transformadoras de la división
grupal.
Gracias a la propuesta sobre la construcción social de la realidad,
de Berger y Luckmann (1991), es que podemos comenzar a centrar
la identidad en el espectro de los alcances del lenguaje en medio de
las condiciones objetivas y subjetivas de la realidad humana. Desde
este punto, la identidad no es más un territorio individual, sino un
constructo colectivo y social capaz de producir una multitud de efec-
tos en la vida humana, que van desde la pertenencia, las creencias, la
solidaridad, las prácticas identitarias y un amplio espectro adicional
que vincula las relaciones sociales con características que solían iden-
tificarse a condiciones individuales. En esta línea, partimos de una
idea puntual de la identidad como un espectro que se afianza en el
interior del sujeto, que anida en la res cogitans del mismo, pero que
tiene su génesis en la res extensa.
Esta perspectiva sobre la identidad que va de lo exterior a lo inte-
rior es localizable en las visiones de la identidad de corte sociológico.
En este sentido, Goffman (2006:85) centra sus esfuerzos en examinar
la identidad social en los límites del “reconocimiento” y el estigma,
mostrando a la identidad social en estrecho vínculo con la identidad
personal. Por otro lado, Valenzuela (2000), desde una perspectiva
más interaccionista, observa que “las identidades no son esencialistas

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sino relacionales”, pues “se constituyen en la interacción social y a


partir de ella se construyen los referentes identitarios” (2000:28). El
paso de una concepción individual de la identidad a una perspectiva
social parece consolidarse y, en simultáneo, comienza a precipitarse
al comprobar su utilidad para comprender las diversas posibilidades
de un concepto tan inherente a la edificación de lo que consideramos
propio, cercano e íntimo.
Según Castells, “para un individuo determinado o un actor co-
lectivo puede haber una pluralidad de identidades. No obstante,
tal pluralidad es una fuente de tensión y contradicción tanto en la
representación de uno mismo como en la acción social” (2001:28).
En paralelo, conviene señalar que probablemente las contradiccio-
nes inscriben cierta característica conflictiva de la identidad; pero,
por eso mismo, establecerían un marco político más o menos es-
table de representación, en el cual todo puede ser susceptible de
ser identificado y categorizado. Esta cuestión consiente el estable-
cimiento de un orden social específico que también puede delimi-
tar el carácter transformador de las sociedades, como veremos más
adelante.
Por otro lado, Harré (1982), siguiendo a Hollis y tomando una
posición un tanto intermedia, apunta a distinguir la identidad in-
dividual de la social señalando la primera como “base de la indivi-
dualidad y singularidad de la existencia de un único ser humano”,
y la segunda como “el tipo, clase o categoría de persona que parece
ser, el tipo de papel que desempeña, o el tipo de tarea que hace”
(1982:78). Esta perspectiva, dicho en otras palabras, aglutina una
praxis identitaria a la luz de los mecanismos sociales utilitarios en
los que se demarca y, en el mismo sentido, admite comprender que
las identidades sociales son también susceptibles de transformarse
e intercambiarse en el desarrollo de la vida social del individuo.
Sin embargo, Dashtipour cuestiona “la percepción de la sociedad
en la cual es posible la libre circulación de personas de un grupo a
otro. Esto incluye el supuesto de que las personas pueden mejorar
individualmente su situación o estado social; implica un enfoque in-
dividualista del cambio” (2012:78). Este argumento muestra que la

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ilusión de la psicología social por comprender la grupalidad como


baluarte de los procesos que producen identidad recae en los alcan-
ces limitados de la individualidad; dicha limitación no se produce
por la acción de los sujetos en colectivo, sino por la reducción a la
localización de la acción como respuesta individual.
Finalmente, la posición antropológica aportará también su gra-
no de arena en la playa de la pasión por lo identitario, pues, de la
mano de Geertz, “la identidad personal no debe definirse atendien-
do a criterios superficiales (por ser meramente humanos) tales como
el de la edad, el sexo, el talento, el temperamento o las obras; es
decir, no debe ser definida en términos biográficos, sino atendiendo
al lugar que un individuo ocupa en la jerarquía espiritual general,
esto es, debe ser definida tipológicamente” (2003:320). Los elemen-
tos que convoca Geertz constituyen una condición centrada en los
mecanismos culturales de producción de sentido común y colectivo
que permiten identificar a una persona. Criterios identitarios como
la nacionalidad, la libre autodeterminación y la pertenencia a deter-
minado grupo social son productores de sentido común ordenado
y reglamentado como un acto del lenguaje desde los procesos de
significación cultural.
Podríamos ubicar, después de esta breve revisión, la identidad
como el proceso en el que se edifican y sostienen los sentidos, tan-
to individuales como sociales, que permiten comprender el mundo
mediante categorizaciones, estados afectivos, condiciones sociales y
prácticas humanas, siendo estas últimas las más complejas, pues se
caracterizan por una condición plural e incluso contradictoria. Todo
esto puede delimitar a la identidad como un territorio fértil para
los análisis sociales y psicológicos, pero, ¿qué hay de la identifica-
ción como background de la identidad?, es decir, ¿cómo ubicar lo
estructural que da soporte a estas pluralidades sociales identitarias
que generan modos de afianzamiento del sentido? Hall (2003), por
ejemplo, considera indispensable poner sobre la mesa la condición
de la identificación, pues “en el lenguaje del sentido común, la iden-
tificación se construye sobre la base del reconocimiento de algún
origen común o unas características compartidas con otra persona o

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grupo o con un ideal, y con el vallado natural de la solidaridad y la


lealtad establecidas sobre este fundamento” (2003:15).
Por otra parte, es también interesante mostrar la insistencia teórica
respecto de una distinción recalcitrante entre lo individual y lo social
o colectivo. Dicha separación no obedece a la vieja consigna divisoria
que aqueja a las ciencias sociales, sino a la incapacidad para mostrar
las limitaciones de dicha división a la luz de las indeterminaciones
que el sentido mismo produce. En otras palabras, la identidad puede
ser leída no sólo desde su forma aglutinante de representación, sino
también a partir de los procesos simbólicos de identificación que la
posibilitan al enunciar a los sujetos. Esta situación conlleva tomar
una postura material y estructural para abordar la problemática de la
identidad. Es conocido que en el mundo contemporáneo persiste
la llamada crisis de las identidades y las identificaciones; no es para
menos en un sistema económico que subsiste, capitaliza y reditúa
en y desde las crisis. En palabras de Lechner, “con la erosión de las
identidades colectivas también se dificulta la identidad individual”
(2015:221); conviene detenerse y preguntarnos si en realidad se trata
de una erosión o de una división plural multifacética que permite
cualquier modo de articulación identitaria.
Por estos motivos nos adentraremos a dilucidar la identidad y la
identificación desde las posibilidades que otorga la teoría psicoana-
lítica, en especial la de corte lacaniano, para mostrar algunas de las
complejas condiciones por las que se designa la identidad de los su-
jetos; lo hacemos con miras a mostrar que una de las problemáticas
centrales de la identidad posmoderna reside en la multiplicidad de
perspectivas que dividen los grandes procesos colectivos emancipa-
torios de la humanidad. En este sentido, nuestra aproximación a la
identidad y a la identificación buscará adentrarse desde las raíces de
la estructura del lenguaje, buscando trazar ejes de seguimiento en la
condición social y política de la identidad, y de los efectos crudos y
opresivos de la identificación desde la elección forzada del parlêtre
(hablante-ser) que es llevado a asumirse como sujeto del lenguaje
con sus identificaciones bajo la manga. Más allá de la amplitud de
perspectivas teóricas respecto a la identidad, consideramos indispen-

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sable exponer algunas de las claves por las cuales las reproducciones
identitarias y múltiples gozan de gran auge en el mundo actual.

Lenguaje e identificación opresiva simbólica:


breves notas preliminares

El lenguaje es la estructura fundamental de la existencia humana,


“todo proceso por el cual el hombre percibe el mundo y se relaciona
con él es básicamente un acto de lenguaje” (Constante, 2009:65). El
lenguaje se encuentra en todo aspecto de la vida del sujeto, configura
su forma de pensar por medio de una lengua; ella hace las veces de da-
dora de palabras específicas para hablar y escribir, es decir, para pen-
sar; es la adecuación del lenguaje y un límite en cuanto tal. Lengua y
lenguaje son dos cosas distintas, pero no puede existir una lengua sin
un lenguaje previo, y el lenguaje no puede materializarse en el habla
si no es por la materialidad de las palabras. Asimismo, el centro de
la lengua y del lenguaje puede ubicarse en el signo que, como sabe-
mos, de acuerdo con Voloshinov (2009), está cargado también de una
ideología que le determina. Por este último motivo, la lengua junto
con el lenguaje constituyen una política del hablante, un juego de
identidades e identificaciones que incluso llegan a producir totalita-
rismos políticos.1 En este sentido, el lenguaje como tal no pertenece a
alguien y, en cierta medida, es ahistórico; no es un objeto en concreto
por sí mismo, sino que se entiende a partir de la lengua que le dota
de una manera para materializarse y, a su vez, el sujeto es introducido
en él a través de las palabras (instrumentos de la lengua); esta inscrip-
ción no es un elemento aislado, sino una forma de materialidad del
lenguaje que se hace uno con el sujeto hablante, usando el conocido
neologismo de Lacan (1975:126) un “moterialisme” centrado en la
“palabra” que describe con su mancha la materialidad misma.2

1  Véase Kemplerer (2001) en su aproximación al totalitarismo nazi a partir de una


lengua propia del Tercer Reich.
2  Juego de palabras entre mot, “palabra” y materialisme, en francés. Asimismo, sobre
el final de su enseñanza, Lacan va a definir incluso con un lapsus lingüístico la noción de

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La condición material del lenguaje permite la pluralidad del sen-


tido, atraviesa el cuerpo y hace un lazo específico del sujeto hablante
con la exterioridad material de las palabras y del mundo concreto
hecho de palabras. Desde este sentido, el lenguaje es en sí mismo
una fuerza material, un campo que determina opresivamente la rea-
lidad, pues la delimita con los significantes y sus significaciones. Con
esto, y desde la conocida inversión del cogito cartesiano realizada por
Lacan (1960 y 1966), el lenguaje y el sujeto cobran otra dimensión
centrada ahora en el significante, la materialidad del mismo y la con-
dición de verdad que el pensador francés rastrea desde Hegel y Marx.
El lenguaje es, desde ya, dialéctico, en cuanto al deseo y el campo del
lenguaje es un saber que intenta determinar toda la realidad de los
sujetos, pues no sólo las cosas de allá afuera necesitan ser “simboli-
zadas”, el sujeto mismo debe ser “simbolizado” para ser “sujeto en su
discurso” (Cerda y Barroso, 2011:58).
Subrayamos con lo anterior que el lenguaje es una estructura que
trabaja y es explotada y movilizada; se mueve como una máquina
entre los cuerpos y se hace uno con ellos. Así como trabaja para
producir creencias imaginarias, se permite también realizar trabajo
inconsciente, como lo descubriera Freud (1900) con el trabajo sobre
condensación y el trabajo de desplazamiento. El inconsciente labora
discursivamente porque está formado por palabras; esto inaugura no
sólo un territorio de significación, sino una apertura del campo del
lenguaje más allá de la razón, pero en las mismas claves simbólicas.
En efecto, coincidimos con Lacan (1972:143) en la formulación:
“no hay un metalenguaje” y lo que queda del sujeto en éste es el
trabajo del inconsciente en una relación diferente entre el saber –que
es el campo donde se goza del lenguaje– y la verdad –que no tendría
más que enunciarse como develación y no como adecuación–. La
distinción ontológica de Lacan estriba en una relación imposible en-
tre subjetividades y, por tanto, una distinción entre el saber y el ser

lalangue como una suerte de semitotalidad de las implicaciones de los sentidos y sus equí-
vocos, que conformarían en su conjunto todo un entramado de deslices, significaciones y
polisemias.

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en la que se funda el sujeto escindido por el significante. La elección


forzada que inscribe al sujeto en la cultura es, desde esta perspectiva,
el primer mecanismo opresivo stricto sensu que adecua al sujeto a
una realidad vía la metáfora y su retroacción. El lenguaje es el posi-
bilitador del sujeto escindido, oprimido por un saber; el lenguaje es,
paralelamente, insuficiente o incapaz de decirlo todo, convocado a la
multiplicidad de la palabra y el sentido.
Como vemos, tanto la materialidad del significante y la coyun-
tura del sentido producen dos registros de la realidad humana: lo
simbólico y lo imaginario, en ambos, habita un desarrollo de la
existencia del ser y de los objetos. Sin embargo, como señala Pa-
vón-Cuéllar, “lo simbólico hipotéticamente determina lo mismo que
significa” (2010:20), y esto hace que la Cosa en cuanto tal sea algo
inasequible. El único modo por el que pretendemos apropiarnos de
los objetos es precisamente con la ilusión, por la cual el significante
lo determinaría todo en cuanto existencia. Conviene no olvidar en
este punto que para Lacan “el significante mientras más no significa
nada” (1955:265) se convierte en un elemento “indestructible”. El
sujeto es atravesado por un significante amo que desconoce y en el
que se funda su existencia no hace otra cosa que intentar dotar de
un sentido opresivo a aquello que carece de él. Quizá por esta razón,
siguiendo a Lacan (1955) nuevamente, la realidad humana sea com-
pletamente disparatada.
Si el significante dota de una materialidad al sujeto, de manera
sincrónica es anudado con un filtro de lo imaginario que intenta
darle cierta totalidad a la operación de la existencia; entonces, hay
muchos significantes que en cuanto tal tienen una consistencia vacía
y por eso parecen indestructibles. Aquellos significantes que pueden
identificarnos cómo ser mexicano, marxista, capitalista, neoliberal,
afrodescendiente, subversivo, conservador, subalterno, y un largo
etcétera, muestran las posibilidades de lo que Lacan (1955:383) de-
nomina point de capiton, significante de soporte y acolchado con
“condiciones trans-significativas” que permite a los significantes
nombrar. Como lo explica Miller, “la relación del sujeto con la ca-
dena significante del discurso” (1966:39), a través de una “sutura”,

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consiente a los sujetos cargar de sentido imaginario aquello que no


es más que una palabra, por la cual se construyen realidades acolcho-
nadas en un significante sobredeterminado por los sentidos. En otras
palabras, los puntos de capitonado fijan, ulterior a la primera identifi-
cación imaginaria, la base de toda identificación simbólica como una
operación lógica en el encadenamiento significante.
La primera propuesta radical que nos permite articular el lengua-
je con la identificación es la carencia de plenitud o totalidad en con-
traste con la ilusoria identificación imaginaria. Con Lacan, el campo
del lenguaje (del saber) y la estructura no son elementos cerrados ni
deficitarios. En ellos se puede descifrar un talante de imposibilidad
simbólica: las palabras no alcanzan a representarlo todo. Ya desde las
propuestas de Freud (1921:99) es posible entender el carácter incon-
cluso, “ambivalente” y de “ligazón afectiva” de la identificación. Sin
embargo, con Lacan, el concepto tomará diferentes matices gracias a
la articulación de los registros real, simbólico e imaginario. De estas
tres posibilidades de identificación recuperaremos la simbólica y la
imaginaria que, para nuestros fines, se establecen en coordenadas
políticas un poco más claras. Comenzamos, como puede observar el
lector atento, en un sentido retroactivo, en orden cronológico, por
el cual Lacan estableció la distinción entre estas dos identificaciones,
es decir, comenzamos por la identificación simbólica y no por la
imaginaria.
En Lacan (1961:112), la identificación simbólica es “aprehensi-
ble bajo el modo del abordaje por el significante puro”, mediante la
captura de “una manera clara y racional” de “un sesgo”, por el cual
“el sujeto pone al mundo el rasgo unario”, trazo singular mediante
el cual el sujeto establece la morada de su ser en el habla. Este trazo
sostiene al sujeto desde la escisión y esto lo conmina a una forma-
lización de los significantes dentro de una cadena de significación,
por la cual el sujeto puede ostentar un sentido de su existencia en el
mundo; un elemento reprimido inconsciente que origina, entre otras
cosas, la mitología reprimida del neurótico. El sujeto, en tanto signi-
ficante, debe reconocerse en la diferencia y separación de otro signifi-
cante, “un significante es lo que no es otro significante”, un sujeto es

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el que no es otro sujeto, digamos, pues, “es pura diferencia”; el sujeto


se muestra en el lugar donde no está el otro sujeto, es decir, es un
“instante diferencial del lenguaje” (Morales, 1997:33).
En paralelo, la constitución escindida buscará todo el tiempo ser
obturada, constreñida e incluso nulificada por el sujeto mediante la
articulación imaginaria. Lo que se busca anular es la falta constituti-
va del sujeto. En palabras de Stavrakakis, “el sujeto siempre intenta
recubrir esa falta constitutiva en el nivel de la representación, a través
de continuos actos de identificación” (2007:63). En otras palabras,
la huella del significante en el sujeto es imborrable y los intentos por
sustancializarla o cargarla de sentido son fatuos, en la medida en que
toda representación en su condición ontológica y universal está des-
tinada al fracaso. El proyecto identitario anuda así un sentido produ-
cido por palabras que le someten al designio de un significante amo
(S1) que ha de configurar todo un engranaje artificial y ficcionado,
por el cual él cree constituirse.
La identificación simbólica establece que el sujeto escindido es
también posicionado por el discurso y, siguiendo el planteamiento
de Laclau (2011:65), encontramos también que el sujeto “intenta
llenar las brechas estructurales”, por tal motivo, “no tenemos sim-
plemente identidades sino, más bien, identificación”. La dimensión
simbólica de la identificación es, según lo anterior, un intento del
sujeto por tratar de encontrar en el Otro, como soporte simbólico,
una aprehensión de sentido a la realidad que se ha constituido. No
hablamos aquí de la función simbólica del padre en el sentido estric-
to, sino de las múltiples relaciones políticas por las cuales el sujeto se
identifica. La identificación simbólica, en el pensamiento de Lacan,
es indisociable de la falta que produce la ex-sistencia del Otro y del
sujeto. Esa formalización establece toda posibilidad de contingencia
de la identidad. En este sentido, como afirma Arditi, “la falta pone
en movimiento el deseo y propone a la identidad como su recom-
pensa, sólo que ésta reposa al final de un arcoíris que ningún peregri-
naje podrá alcanzar jamás” (2014:32).
En esta línea, según Pavón-Cuéllar, “el reconocimiento del
Otro sólo se consigue a través de una identificación con el Otro

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que es también alienación en el Otro y dominación por el Otro”


(2014:154). Es ese Otro quien se apodera de la vida activa del
cuerpo del sujeto, aunque no pueda completar el escenario de su
explotación. El mecanismo fundamental para una opresión y ulte-
rior dominación por parte del Otro es, sin duda, el campo de goce
que establece ese Otro, como Lacan (1968) lo señalara muchos
años después en su seminario De un Otro al otro. Esa dominación
no puede ser sino un intento de universalización del goce como
excedente de la relación identificatoria. Al identificarnos con un
significante amo, los sujetos gozamos política y económicamente
de nuestra relación opresiva gracias al plus de jouissance (plus-­de-
goce), el pequeño objeto a que ha entrado a una economía del deseo.
El goce es un factor político, como desarrolla Žižek (2001), y se
establece, junto con el deseo y su pequeño excedente objeto a, en
las condiciones de intercambio de un saber simbólico a partir del
reconocimiento identitario y demandante del Otro. Como ob-
servan Özselçuk y Madra (2010:325), “el psicoanálisis lacaniano,
partiendo de una visión diametralmente opuesta del sujeto, que
contamina el ser con la negatividad permanente del inconsciente”,
establece y constituye una “economía libidinal”, por la cual “simul-
táneamente lo desnaturaliza y lo abre a la opacidad constitutiva de
las identificaciones y las fantasías” que habitan en “lo ambiguo”
y en “la naturaleza excesiva e inestable del goce, las prohibiciones y
mandatos del superyó”.
La identificación simbólica es, en efecto, el mecanismo por el
cual la opresión introducida mediante la lucha por prestigio y reco-
nocimiento entre el amo y el esclavo, intenta reproducir, esparcir, y
explotar la condición gozante del hablante ser. Si hablamos de una
política del inconsciente y su empuje político-económico ubicamos,
entonces, en el desfiladero de los significantes, un modo casi imper-
ceptible de la insistencia del gran Otro por intentar universalizar y
resignificar los medios por los cuales el sujeto se identifica en el terri-
torio político. Lo más interesante es que en esa identificación simbó-
lica, en la que se produce el deseo gracias a un significante amo y al
ser introducido a la cultura, ese significante primordial erige también

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las modalidades del sentido del mismo amo, designando, con esto,
una moral sustentada en la opresión simbólica del significante sobre
las acciones del sujeto. En palabras contundentes de Lacan, “la iden-
tificación del placer con el bien sólo llega a realizarse en el interior
de lo que denominaré una ética del amo” (1958:15). Esto sin duda
establece que todos los vericuetos por los que el sujeto identifica sus
actos a nivel simbólico son, desde la implicación con el significan-
te, movimientos que reproducen las lógicas opresivas del amo en el
campo del saber y que tienen como respuesta un goce identificatorio
particular ceñido en el lugar del esclavo.

De la pasión por lo imaginario y la pasión por el semblante

La intención por comenzar al revés nuestra revisión de la identidad


y la identificación, es decir, partiendo de lo simbólico y no de lo
imaginario, estriba también en desvanecer la insistencia de pensar la
identidad imaginaria únicamente como un momento inaugural en
la vida del sujeto. El camino teórico-cronológico del mismo Lacan
podría leerse, primero, como una revisión de lo imaginario, pasando
a lo simbólico y finalizando en lo real. No obstante, consideramos
que la conformación de la identidad obedece a tiempos lógicos que
no siempre se realizan. No planteamos que “identificación” e “iden-
tidad” sean dos sucesos consecutivos u opuestos, por el contrario,
entendemos que ambos se amalgaman en diversas direcciones y mo-
dos opresivos a la luz de la destreza de la sincronía retroactiva del sig-
nificante. Sostenemos –como prolegómeno de este apartado– que,
si la identificación establece los mecanismos opresivos en lo imagi-
nario y simbólico, entonces la identidad es un resultado imaginario,
fantasmático y de semblante, por el cual el sujeto cree, mitológica-
mente, poseer algo que lo identifica, consolidando en este registro la
más timorata pero efectiva opresión. En otras palabras, la opresión
imaginaria es aún más compleja, álgida e imperceptible, pues en ella
estriba la idea artificiosa sobre la completud del sujeto que tiene ma-
tices muy definidos en las prácticas sociales del individualismo nar-

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cisista y también en la paradójica inclusión del semejante tolerando


sus diferencias y su goce.
Para entrar en materia, el sujeto habita también en los mitos, en
los sentidos que permiten comprender y fundar las directrices de la
existencia. Según Lacan (1956:267), existe un “progreso de lo imagina-
rio a lo simbólico” que constituye “una organización de lo imaginario
como mito”, marcando que toda “mítica verdadera” es inexpugna-
blemente “colectiva”. Recurrir a los mitos concede, en consecuencia,
discernir que lo imaginario es una disposición pretendidamente to-
talitaria que dispone sentidos colectivos, los cuales garantizan una
identidad anheladamente completa que pueda desarrollarse en el
seno de una masa o de algún colectivo. Desde luego, las mitologías
pueden tener diversas direcciones, sentidos, metas, algunas muy in-
teresantes, contestatarias e incluso lúdicas; sin embargo, lo que sub-
yace en las colectividades es el efecto de la identificación con los más
diversos ideales y pasiones que son articulados en el yo.
Es este un momento crucial para hablar del sentido del sujeto,
pues aparece en el instante en que la significación se establece y tam-
bién muere en ese mismo; se habla en singular debido a que, dentro
de la amplia baraja de sentidos, el sujeto toma consciencia de uno al
momento en que éste le afecta, hace click en el engranaje de sentidos
sociales; no hay un sentido previo o posterior al momento mani-
fiesto del enunciado porque, al momento de re-sentir ya no es el
mismo enunciado, aunque las palabras sean las mismas, el golpe de
la circunstancia del sentido prevalece en el enunciado muerto previo.
Dar sentido “ancla al sujeto en el mundo, pero también lo arranca
de él”; pone símbolos para interpretar la expresividad del entorno y
entenderlo a partir de ésta, “lo inscribe en él y teje los vínculos” con
los que se presenta como una exterioridad al mismo tiempo que una
interioridad. El sujeto se siente un extraño en el mundo, pero ya se
encuentra inscrito en él, es decir, se traza una borrosa frontera entre
el afuera y el adentro (Mier, 2010:24). Nos atrevemos a decir que el
mundo y su realidad son elementos imaginarios, pues se mantienen
en una mecánica silenciosa en la medida en que el sujeto acuda a
la convocatoria del sentido. El discurso sobre el objeto se mantiene

198
I D E N T I D A D E I D E N T I F I C A C I Ó N

abierto al sentido, “sentido que no podría existir, sino para un su-


jeto” (Braunstein, 1980:93). En suma, sólo puede hablarse de un
sentido en el momento en que un sujeto se encuentre en un punto
tangencial del lenguaje, colectiva o individualmente, que guía su de-
venir por el mundo; no es coincidencia que la palabra sentido tenga
también la acepción de dirección.
Paralelamente, el sujeto, hablado y desconocido en y desde la ca-
dena significante, se reconoce imaginariamente en los intercambios
constantes en que los significantes internalizados han hecho vínculo
social con los otros, “es producido en el punto de cruce entre el aden-
tro y el afuera”, frontera casi desdibujada del saber y el poder que
produce “un tipo de subjetividad que es la propia de una sociedad en
un momento dado” (García, 2002:23-24). Ese afuera y adentro del
sujeto, en una relación entre el saber y el poder, es algo en el papel
efectivo de la administración de las sociedades. La relación puede
parecer un hecho natural, un sentido omnipotente, pero ciertamente
no está trazada con claridad esa limitante, más bien es una nebulosa
imaginaria que dota de sentido aquello que está adentro (el signi-
ficado determinado) y allá afuera (lo significante indeterminado);
porque, si las palabras tienen un solo sentido en el momento de su
manifestación, ¿ese sentido no será un circuito racional que nos vuel-
va a llevar al afuera cuando pasamos por el adentro?
La relación del sujeto con el lenguaje y su significación “sólo pue-
de ser pensada en la figuración que se desprende de la banda de Mö-
bius. En ella no existe de un lado el hablante y del otro el lenguaje,
sino que hay una inquebrantable continuidad que ubica al sujeto
como incluido en el lenguaje y no como enfrentado a él” (Brauns-
tein, 1980:151), y sólo podría entenderse a partir del momento trau-
mático del corte de la cadena de significación. El lenguaje dota al
sujeto de un estatus racional de sentido, se encuentra merodeando
primitivamente en los enunciados de los padres, en la dimensión
frustrante del encuentro con el otro semejante, en sus desenlaces
que muestran la inconmensurabilidad de su totalidad y, desde luego,
en la cultura misma. Aparecen, en su modo colectivo, una serie de
cargamentos simbólicos e imaginarios que debe enfrentar el humano

199
T E M Á T I C A

desde el momento en que surge como carne predestinada a las fauces


del lenguaje en este mundo.
En este punto debe comprenderse que la imagen del semejante
por la que el sujeto se anuda es una representación totalitaria fantas-
mática, aquello que le da consistencia. Sin embargo, la palabra y el
mensaje que regresa al sujeto más allá de la imagen, en un segundo
momento constitutivo, es precisada como un mensaje invertido que
pone en suspenso la ilusión de la totalidad imaginaria. La identidad
imaginaria del sujeto es establecida en los márgenes de la imagen y
constituye el primer espejismo al que se confronta el sujeto. Ese es-
pejismo imaginario que constituye al yo (moi) tiene que confrontarse
con la potencia del significante, “un significante que en el momento
en que ocupa otro lugar que un significante que parece idéntico a él,
es diferente” (Morales, 1997:43); otorga, en cierta forma, una doble
diferencia: soy diferente a él, que es otro, pero también somos diferentes
a ellos que no son nosotros. La identidad es una manifestación que
habita, entonces, en el nudo del lenguaje con la imagen. El sujeto
habla para intentar reconocerse como ser, en tanto hablante, en el
lugar que ocupa y en la medida de la imagen que está atravesada
por un mandato simbólico. El yo (moi) de la identidad imaginaria
se expresa anudado a la “fuente del discurso”, pero, como ya vimos,
aquello hablado no llena el espacio total del discurso, por ende, “lo
indecible proporciona el marco de referencia en el que puede ubicar-
se lo dicho, y el yo nada sabe de ello” (Braunstein, 1980:79).
El sujeto anclado a la identidad imaginaria vive la pasión ilusoria
de ser él mismo su propio límite y su potencia, pretende anular su
incompletud e incluso, perversamente, obturar la incompletud del
gran Otro. Ante esto restaría preguntarnos: ¿la identidad imaginaria
del sujeto es aquello que él puede decir de sí o, por el contrario,
aquello que no puede decir y que evita confrontar? La identidad
del sujeto le hace cargar una palabra como nombre, éste se usa para
hablar de un sujeto en específico para diferenciarlo ante otros, otros
que escuchan y hablan a su vez de sí o del tercero en cuestión, inclu-
so cuando llega a hablar de sí mismo “se representa como un yo en
relación con un tú y con un él” (Braunstein, 1980:113). El habla del

200
I D E N T I D A D E I D E N T I F I C A C I Ó N

sujeto marca, entonces, una diferencia del yo (moi) en relación con


los otros a partir de las palabras; si a esta separación pronunciada le
sumamos aquello que no se dice, pero que constituye un rasgo de su
identidad como un yo (je), se levanta un muro de palabras y no pala-
bras que marcan frontera con los otros; este supuesto aislamiento del
sujeto sirve más para denotar cierta hostilidad internalizada hacia los
otros que para dar una ilusión de seguridad y de pertenencia.
La ilusión de completud es, en este sentido, una posibilidad de
garantía, de evitar una deuda simbólica ante la organización de los
sentidos. No negamos que esta ilusión pueda ser un rasgo distintivo
de los sujetos al pensarse que se es algo: un nombre, un cuerpo, un
simpatizante, un miembro de algún grupo; por el contrario, consi-
deramos que la pasión que habita lo imaginario es una ilusión efec-
tiva, pero en tanto tal es una condición profundamente utilitaria
por la cual el sujeto reproduce un mundo que cree representar con
las palabras y con las imágenes; desde luego, esas representaciones
son garantías de existencia imaginaria y simbólica, pero son tan sólo
representantes fatuos, y paradójicamente efectivos, de una diferencia
que no cesa de presentarse a cada momento.
Esta diferencia que, decíamos, hay en el sujeto respecto a otro
sujeto, a su vez “muestra su singularidad” (Morales, 1997:33) (recor-
demos que singular no es lo mismo que individual), “el sujeto está di-
vidido” cuando se representa, pues “no dice lo que quiere decir, dice
más, dice otra cosa y, en cierto sentido, no sabe lo que dice” (Lieber-
man, 2015:88). El lenguaje es tan íntimamente extraño que necesita
de lo imaginario, de ese otro completo que le permita ar­ticular su
producción de sentido. Esto engendra lo que denominamos pasión
por lo imaginario, la reproducción de una soledad romantizada por
la inclusión de la diferencia tan bien utilizada por el capitalismo que
nos sugiere una individualidad donde tú eres quien quieres ser, in-
cluso a pesar de los otros; donde supuestamente somos dueños de
nuestro destino y de nuestras palabras, pero si no tenemos de quién
diferenciarnos, ¿cómo nos sabremos sujetos?, ¿cómo se construiría
nuestra identidad? Delimitar las características de esta pasión por
lo imaginario constituye un modo en que el saber establecido en lo

201
T E M Á T I C A

simbólico retorna en la figura de un solipsismo perturbador, pues


es un elemento profundamente encerrado que puede incluso vehi-
culizarse en algunas de las posiciones que adoptan los sujetos en la
modernidad, a saber, la ironía, el cinismo y la censura.
Ahora bien, nos detenemos un momento en el estadio del espejo
propuesto por Lacan (1949), debido a que el psicoanalista francés es-
tablece con mucha precisión al “estadio del espejo como una identi-
ficación en el sentido pleno que el análisis da a este término: a saber,
la transformación producida en el sujeto cuando asume una imagen,
cuya predestinación a este efecto de fase está suficientemente indica-
da por el uso, en la teoría, del término antiguo imago” (1949:100).
La relación especular aparentemente tiene que regresar una imagen
de semejanza que cuestiona al sujeto sobre su posición ante esa ima-
gen y marca una diferencia respecto a ella que se delimita en el otro.
Entre el yo y el yo especular, o el otro en el espejo, hay un abismo
lleno de preguntas que rebotan “entre la imagen, el nombre y el cuer-
po” (Lieberman, 2015:91-92); es necesaria la presencia de un tercero
que le enuncia la diferencia al sujeto respecto a su reflejo, sin embar-
go, esto no cierra el abismo de preguntas debido a que ese enunciado
de certeza en la diferencia no puede ser concebida como una verdad,
sino como un hecho fenoménico que no responde la demanda de
una verdad sobre el ser para sí del sujeto. “El sujeto que se reconoce
en el espejo y que se reconoce a sí mismo en el reconocimiento del
otro humano es un sujeto que, como dice Pêcheux, ha sido objeto de
discurso ajeno y destinatario de ese discurso antes de que él pudiese,
por su cuenta, hablar” (Braunstein, 1980:77).
Por otra parte, los efectos de la pasión por el imaginario son ras-
treables desde todas las implicaciones que tiene que habitar a expen-
sas de dicha condición enajenante. Para John Muller (2000:43), “la
experiencia del auto-reconocimiento visual tiene una carga positiva”
y la “estructura esencial de esta experiencia es la identificación, en la
que la suposición de una imagen tiene un impacto transformador en
el sujeto; y esta identificación, que se llamará ‘ego’, tendrá principal-
mente funciones egoístas, defensivas y alienantes”. Estas caracterís-
ticas muestran un retorno a la condición narcisista primaria que ya

202
I D E N T I D A D E I D E N T I F I C A C I Ó N

detectara Freud (1914). Cuando leemos los tiempos y las formas de


estructura psíquica encontramos, en paralelo, momentos retroacti-
vos. En palabras más claras, la identificación primaria no se sepulta
allá en los primeros años de la vida del sujeto, sino que retorna cons-
tantemente e incluso produce cadenas de sometimiento imaginario
por las cuales el sujeto se apasiona e insiste en no destruir o poner en
suspenso, en ocasiones, llegando a tornarse violento ante la amenaza
de una posible ruptura imaginaria. En este sentido, no hay esclavi-
tud más sutil que condenarse a la agonía de la imagen como Narciso
en el escrito de Ovidio y, además, defenderla como el único punto en
la existencia que cree posicionarnos en el mundo. Con este último
pasaje, recordamos que la acción del sujeto “se inscribe en el domi-
nio del otro, ante él, respecto de él, incide sobre la identidad del otro
tanto como la acción del otro modela la identidad propia” (Mier,
2010:20); es una alienación a la imagen, en la cual “soy por otro, no
soy dueño de mí mismo, mi posibilidad de ser yo está allá afuera y en
otro” (Lieberman, 2015:98). La interacción imaginaria y estable del
sujeto y del otro, respecto a sí y para sí, constituye una posibilidad
de identidad que se sostiene en el reconocimiento de un exterior a sí
mismo y que produce una modalidad imaginaria de subjetividad en
este vínculo de acción entre sujetos diferenciados y escindidos.
La interacción y el reconocimiento con el otro, con la sociedad y
con la cultura nos atraviesa desde el lenguaje, con ritos y con discur-
sos; se inscriben en nuestra memoria y en nuestra percepción aliena-
da de las cosas que realmente no nos pertenecen y de las cuales somos
parte, son ajenas a nosotros aunque las reconocemos como internas
sin saberlo. El sujeto es producto de una experiencia del saber que se
anuda fragmentando la identidad, es decir, es un producto de pura
subjetividad alienada, somos resultado de los “saberes explícitos e
implícitos de una sociedad” (García, 2002:24). Este detalle permite
pensar la ligadura de la identidad y la alienación imaginaria en una
vinculación directa con el segundo mecanismo identificatorio de lo
simbólico a partir del saber. Es el saber del sistema simbólico de la cul-
tura el que se entremezcla con la alienación imaginaria para deman-
dar un modo específico de gozar del saber. En este sentido, el sujeto

203
T E M Á T I C A

está “constituido como tal a partir de requerimientos emitidos por la


estructura social y ejecutados por las instituciones, por los aparatos
ideológicos del Estado” (Braunstein, 1980:74), entre los cuales en-
contramos el modo de producción capitalista que se va propagando
en los grupos de sujetos que se encargan de brindar educación sobre
el comportamiento en sociedad, es decir, la familia, la escuela, la re-
ligión y los medios de comunicación masiva. Propiamente dicho, el
sujeto no llega a constituirse como tal por una maduración orgánica,
sino que para ello necesita gozar del Otro, sostenerse en los designios
de un significante amo y sus reelaboraciones, cuyas inscripciones re-
botan en una imagen alienada en el espejo del otro semejante hacia
el sujeto; en cierto sentido, al decir que el sujeto tiene una identidad,
nos referimos a una identidad que es “ortopédica”, como señala La-
can (1949), porque funciona como un instrumento construido para
sostener al sujeto, imaginaria y simbólicamente (Lieberman, 2015).
Los significantes y la significación son los que edifican esta iden-
tidad, acumulan cierta carga de deber ser al sujeto, pese a que en el
conocimiento popular se tiene entendido que la identidad es aquello
que te hace único frente a los demás; en realidad, esa identidad se
asemeja más a un compromiso social, parafraseando a los famosos
contractualistas franceses como Rousseau: es un contrato social, en
el sentido que al reconocerse en una identidad se aceptan todos los
compromisos y malestares con los cuales se responde a la demanda
del Otro y es en los que el sujeto puede decirse a sí mismo Yo soy...
Sin embargo, la identidad pasa a ser un predicado de la oración,
tiende a lo infinito opresivo, al autoengaño apasionado.
La “identidad proviene del decir de otro y requiere del reconoci-
miento para su asunción individual” (Galende, 1997:65); si no hay
un otro que lo reconozca como un sujeto y le dé su validación, no
existe para la comunidad esa persona. De igual forma, la identidad
le da al sujeto un espacio en donde ser como individual, empero, le
niega las posibilidades de imaginarse distinto; entonces, podemos
decir que “la identidad mata cualquier tipo de diferencia” (García,
2002:55), incluso podríamos señalar que la homogeniza y la dis-
tribuye en el mismo espectro alienado en el que la pasión por lo

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I D E N T I D A D E I D E N T I F I C A C I Ó N

imaginario navega a sus anchas. Esta tentativa de homogenización es


la que impera en muchas de las perspectivas identitarias en el mun-
do contemporáneo, en las metas de disolución aparente de clases
(Lyotard, 1979), de la paridad de los géneros que anula la diferencia
cultural de la sexuación y su asunción (Copjec, 2017), en los ideales
del progreso y la paz, entre otras idealizaciones sociales. Observamos
con esto la fascinación desmedida por anular la diferencia y, más
precisamente, por nublar el horizonte antagónico y contingente de
la materialidad significante.
Paradójicamente, la identidad “no genera una igualdad sino una
diferencia”; el hecho de que el sujeto pueda “producir una identifi-
cación” es por esta diferencia, “es porque soy diferente por lo que
quiero ser igual al otro” (Morales, 1997:43); pero nunca logra ser
el otro, por lo tanto, sigue siendo diferente a ese otro con el que
fue producida la identificación. La identidad en el mundo actual es
intercambiable como cualquier otro objeto de consumo. El proceso
identificatorio tiene, en efecto, un soporte capitalista en nuestros
días, pues comercia con las palabras para ofertar, al mejor postor, una
identificación con un grupo específico, con una idea de ser ese otro
que se desea. El sujeto pretende “conquistar su individuación en la
comunidad”, pero ambos pertenecen a una misma “lógica de pro-
ducción” (Galende, 1997:109); el sujeto intercambia una diferencia
individual por volverse parte de un grupo, sin embargo, ese grupo
funciona a partir de las diferencias con los otros grupos que, igual-
mente, se intercambian en una infinitud de asociaciones de imáge-
nes y significantes. Como refiere Flower-MacCannell, “la sociedad
humana, definida como un comercio de imágenes parece tener una
gran ventaja sobre las sociedades formadas a través del intercambio
simbólico: porque se desarrolla como una totalidad singular, un todo
compuesto de egos individuales que actúan como espejos visuales
entre sí” (2016:76). En el mundo de los espejos, la comunidad y
el vínculo operan, quizá, sin preguntarse sobre el vacío simbólico
opresivo y ordenante que les aqueja, sino obedeciendo a una pasión
imaginaria.

205
T E M Á T I C A

Es necesario preguntarse, de acuerdo con lo anterior, qué es lo que


asciende cuando se constituye e identifica ese individuo alienado
que intenta no reconocerse en la afectación que le causa el campo
del Otro y la escisión fundante del sujeto. Es en este punto donde
articulamos la pasión por el semblante. La idea, que retomamos del
filósofo Badiou (2005:71), reside en la condición contemporánea
que produce “montajes” y “máscaras”, en definitiva “ficciones”, por
las cuales se establece una “pasión por la ignorancia”. Esta ignorancia
no estriba en la condición del conocimiento; de hecho, las socieda-
des posmodernas suelen vanagloriarse de la cantidad virtual de cono-
cimientos que son capaces de manejar; se constituye una incitación a
obturar lo real-traumático para dar lugar a múltiples semblantes que
procuran ser astutos y desvelar la realidad política y social; se burla
de todo aquello que se presente como amenazante o carente de filia-
ción ideológica, amedrenta a quien se atreva a buscar con parrhesia
la verdad, estereotipa para después solidarizarse con la condición de la
diferencia, sólo por señalar algunos curiosos ejemplos.
Ahora bien, los designios posmodernos que apasionan a la multi-
diversidad ilusoria cargada de semblante, como señalamos anterior-
mente, pueden leerse en torno a tres claves muy específicas: la ironía,
la censura y el cinismo, son los baluartes del solipsismo identitario
en tanto sublación. La pasión por el semblante determina la identi-
dad, la construye en los cánones de las limitaciones del sistema sim-
bólico y del orden social, obtura lo real traumático para establecerse
en la comodidad de la opinión crítica y la perspectiva ensimismada
del sujeto contemporáneo. Estas tres estratagemas son la moneda
de cambio común para nosotros los astutos y multidiversos sujetos
identificados.
Es preciso en este punto recordar la complejidad etimológica y
de talante filosófico de la palabra “pasión”, para ello recurrimos a
la precisión indeterminada del Diccionario de intraducibles, de Cas-
sin (2018:1114-1115), en la entrada “Pasión-Pathos”, elaborada por
Giulia Sissa, en la que se remite a una primera acepción: “Pasión, a
través del lat. passio, tomado a su vez del verbo patior (pati, passus
sum), ‘sufrir, soportar, resignarse a, permitir’, es una de las traduc-

206
I D E N T I D A D E I D E N T I F I C A C I Ó N

ciones posibles del gr. pathos (πάθος), sobre paskhein (πάσχειν), re-
cibir una impresión o una sensación, padecer un tratamiento, ser
castigado”; la acepción, además, se vincula con el término pathos en
el modo ambiguo que “remite por una parte al amor, y por otra al
sufrimiento del otro”. Esta condición ambivalente de la pasión es la
punta de lanza para comprender la obstinación y, de igual forma, el
desencanto de las pasiones centradas en lo imaginario y el semblan-
te. La identidad se carga de una pasión por lo imaginario de modo
fuerte, estridente, apasionado y, en contraparte, perturbador, amena-
zante y productor de malestar.
Antes de definir las tres características que señalamos, debemos
añadir que la entrada del sujeto al sistema social se da a través de una
imposición de las leyes de la sociedad que establecen una relación
singular con los significantes y los modos de significación en los que
se ve inscrito. El sujeto se obliga a cumplir todos los requerimientos
y las leyes para que los otros lo reconozcan como sujeto, es un in-
tercambio que se basa en la obediencia a cambio de identidad. Pero
existe una peculiaridad dentro de todo esto, el sujeto presenta un
vínculo social paradójico, “por un lado se individualiza a los sujetos
para saber quiénes son, qué piensan, qué hacen, qué desean, no para
aceptar su singularidad, sino para modificar sus conductas a fin de
homogeneizarlos dentro de la nueva categoría”; es decir, hablamos
de paradoja debido a que utiliza la “individualización como técnica
para integrar a los sujetos a un todo globalizante, en el cual todos son
semejantes y pasan a formar parte de lo Mismo” (García, 2002:37).
Mientras más individuales se establezcan, más se afianza y conforma
la mismidad de la sociedad.
El discurso y su carga ideológica atraviesa y explica los proce-
sos sociales e históricos, dota al sujeto de un contexto comunitario
que determine la formación social del mismo. Todo este gran apa-
rato construido responde a un modo de producción que emite “un
requerimiento de sujetos que debían integrarse a dicha estructura
social para llevar a cabo esos procesos” de producción, prepara el
terreno para que los sujetos puedan y deban inscribirse sin salirse
de las leyes del Estado de producción, “con el adecuado sistema de

207
T E M Á T I C A

representaciones –conciencia– y de comportamientos –conducta–”


(Braunstein, 1980:74). Estos modos en los que se reproduce lo mis-
mo obedecen a los significados que son apropiados por los sujetos,
los más diversos ideales, la perspectiva pluralista e integrista que de-
forma la perspectiva de algunas opciones de acción política válidas
y consecuentes, todo esto desemboca en lo multidiverso, en donde
todas las opciones identitarias son posibles, válidas, neutrales, inclu-
sivas, hospitalarias e incluso se compaginan entre ellas con bastante
naturalidad.
En el meollo de todo esto, ubicamos, en principio, una pasión
por el semblante soportada en la ironía; el sujeto posmoderno, o
contemporáneo, si no se quiere caer en el mito de la posmodernidad,
tiene una pasión obscura por ella. Según Bernabé (2018:28), “la pos-
modernidad” se edifica en “la aceptación del mundo fragmentario e
inasible de la modernidad, que lejos de enfrentarse, se celebra con
una mueca de inteligente desencanto”; en el mundo que habitamos,
y en el que se pluralizan las identidades con perspectivas políticas
adecuadas y correctas, coexiste en “la ausencia de reglas, de un caos
ordenado en el que solamente parece que mediante la ironía y el
descreimiento podemos fingir algo de comprensión”. Lo irónico es
el semblante que se consolida en lo efímero con absoluta confianza
en la razón y el conocimiento instrumental. Las redes sociales, el
mundo de la virtualidad y su anonimato encuentran en la ironía
una panacea del logro limitado, del éxito y reconocimiento volá-
til, inconsecuente, transformando la acción política comprometida
mientras las bases del malestar social no sean perturbadas. La ironía
se desocupa o desentiende de los verdaderos problemas estructurales
denunciándolos con un comentario atinado, un chiste jocoso y con
algunos hashtags que le garanticen difusión; habita en un semblante
que permite ser reconocido –aunque haya millones de usuarios que
piensen lo mismo– y, a la par, garantiza en el yo imaginario la con-
fianza absoluta en el conocimiento autónomo, si es universitario me-
jor, aunque no siempre es requisito indispensable para ironizar y salir
avante de cualquier arduo debate en redes o en cualquier coloquio,
encuentro y movilización.

208
I D E N T I D A D E I D E N T I F I C A C I Ó N

Bajo el prisma de la ironía y del chiste se encubre también la insis-


tencia por la condición lúdica en algunas manifestaciones y marchas.
La fiesta de lo colectivo, en ciertas congregaciones, recuerda hoy que
la cuestión debe parecer una fiesta como tantas otras, de aquellas in-
olvidables que tienen muchas fotografías y selfies que, en el abismo de
la imagen, garanticen nuestro activismo, aunque, en la resaca de ésta,
lo único que permanezca intacto sea nuestro imaginario combativo
y las estructuras opresivas simbólicas. Desde luego que el problema
no es la movilización, la gente actuando y su actividad disidente,
pues son esenciales en el mundo contingente de la política incluso
de modo festivo; tampoco se trata de difuminar toda la festividad
que le acompaña, no es evidentemente un funeral. Por el contrario,
el asunto importante es la garantía de cambio imaginario que todas
estas posiciones plurales intentan garantizar. Es el gran fenómeno de
las movilizaciones individuales y colectivas que, en el mismo tiempo
y lugar, están centradas en la imagen y que suelen despreocuparse,
muchas de las ocasiones, de los anhelos de las mayorías populares,
de los sectores más desfavorecidos a los que se pretende ayudar o en
definitiva olvidar por completo, la persistente e inagotable lucha de
clases que, aunque se mistifique, sigue allí. Si bien para Jankélévitch
“la ironía es agilidad, conciencia extrema” (1982:33), este ímpetu
se refuerza en las identidades contemporáneas de eruditos que repi-
ten consistentemente las disposiciones ideológicas de las cuales son
presa, siendo conscientes o ingenuos, al manifestar su opinión en lo
superfluo pretendidamente profundo.
Por otro lado, el segundo elemento, el elemento cínico, parte de
una inversión teórica. Marx (1867), en El Capital, arguye la mítica
frase: “no lo saben, pero lo hacen”, que el esloveno Žižek (2010:57)
retoma de Sloterdijk: “ellos saben muy bien lo que hacen, pero
aun así, lo hacen”; adicionalmente, apunta que “la razón cínica
ya no es ingenua sino una falsa paradoja de la conciencia ilustra-
da”, señalándola como una respuesta de “la cultura dominante”.
El semblante cínico está muy al tanto de su realidad, supone cam-
biar el mundo con ideas novedosas, emprendiendo cambios por uno
mismo; habita los confines de las universidades, las redes sociales,

209
T E M Á T I C A

los foros y seminarios, las plataformas de streaming y genera una


ilusoria fascinación en aquellos que le escuchan por el lúcido bri-
llo de la razón. El cinismo inunda YouTube, lugar donde el saber
instrumentalizado y la aceleración son un referente que identifi-
ca sólidamente; millones de videos explicando desde cómo hacer
un pan con avena gluten free hasta aprender psicoanálisis en clases
virtuales de entre 20 y 45 minutos se encuentran a la orden del
día, obturando la frustración que conlleva todo aprendizaje, pues
la pantalla sólo paga con imagen. La dimensión de la virtualidad
que no devuelve la inconsistencia que sí realiza el acto frustrante
de leer, de estudiar y no comprender, el peso real de la letra, ahora
se desvanece en las claves del cinismo de post-broadcasting era, a
donde todos quieren sumarse y estar actualizados.
Asimismo, como observa Sloterdijk, “el cinismo, gracias a su
parte agresiva y humorista, es al mismo tiempo un método de ob-
tención de placer” (2003:582). El pensador alemán encuentra siete
aspectos constitutivos de dicha condición. Retomaremos cuatro de
ellos, pues nos parecen muy importantes para nuestro desarrollo. El
primero consiste en que “el cínico, gracias a una observación exacta,
momentáneamente se libera del sentimiento de culpabilidad”. Un
semblante cínico sabe que debe hacer lo correcto o incluso lo in-
correcto con la salvedad de dejar intacta la demanda del Otro. Una
canallada singular, pues, como sabemos por Lacan (1959), si Dios
ha muerto, es inconsciente, entonces nada estaría permitido, con el
regreso inevitable de la culpa. El segundo reside en cómo el semblan-
te cínico “puede disfrutar las propias tendencias exhibicionistas”, la
identidad del cínico contemporáneo no podría limitarse a simple
protesta o al argumento a favor o en contra de lo que considere per-
tinente o bien visto ante su amplísimo quorum en redes sociales o en
otras plataformas. Esto nos liga a la tercera condición, “puede apare-
cer un placer narcisista, si se encuentra admiración para las propias
manifestaciones ingeniosas”, el interlocutor debe tener una aproba-
ción virtual como respuesta y qué mejor límite que un significante
de tendencia absoluta como un like. Por último, “el cinismo es un
método de distanciamiento”, en su afán por interpretar, compren-

210
I D E N T I D A D E I D E N T I F I C A C I Ó N

der, radicalizar o transformar el mundo, el cínico de nuestros días


se aleja constantemente de aquello que soporta precisamente lo que
genera malestar en su propia existencia. El cínico prefiere habitar el
mundo con el chistorete agudo, la crítica perspicaz o fundamentada
en videos, documentales, chismes de WhatsApp, entre otras ingenio-
sas veredas, para evitar sospechar en profundidad de las estructuras
políticas, económicas y culturales contingentes.
Finalmente, el último de nuestros elementos es principalmente
un efecto. La censura a la que lleva el solipsismo de las multidiver-
sas identidades parece no olvidar los viejos métodos por los cuales
algunas identidades son segregadas y, en paralelo, los reproduce con
la consigna de un mundo igualitario y pacífico. El conocido eslogan
que clama un mundo en donde quepan muchos mundos parece te-
ner una cláusula en letras pequeñas, la salvedad de que sean mundos
bien ordenados, políticamente correctos, profundamente neutrali-
zados, para lo cual es necesaria la censura y la autocensura. En este
sentido, aunque la censura ha existido en toda la historia de la huma-
nidad, los Estados-nación han exacerbado esta condición. Si bien la
censura ha logrado legitimar regímenes totalitarios y democráticos,
en las sociedades actuales es un fenómeno que distribuye modalida-
des centradas en el culto a la identidad personal, multidiversa, y a los
valores –tradicionales o no– por los cuales caracterizamos de forma
adecuada la vida humana. La censura impedía que ciertos conteni-
dos peligrosos o antagónicos a quienes ejercían el poder vieran la luz o
fueran difundidos. Hoy en día la opción es por la ligereza, tomando
el sentido de Lipovetsky (2016), que juzga y reprime todas aquellas
posiciones y discursos que no están hechos a modo con la particula-
ridad paradójica de sostenerse en el respeto a la libertad de expresión.
Como refiere Soto Ivars (2017a:12), “la concepción clásica de la
censura requería un poder totalitario y unas leyes que la sustentasen”,
en su perspectiva, habitamos hoy en día un mundo de “poscensura”
que es un “fenómeno desordenado de silenciamiento en medio del
ruido que provoca la libertad”. El auge de este elemento del sem-
blante en la virtualidad y en la vida cotidiana ejemplifica un mundo
en que la multidiversidad es un terreno un tanto pantanoso, pues la

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T E M Á T I C A

protesta es permitida siempre y cuando la salvedad estribe en un bien


común que muchas ocasiones es irrisorio, absurdo, inconsecuente o
incluso irrealizable. La virtualidad del imaginario en redes sociales
permite que el semblante de la censura produzca, en ocasiones, aque-
llo que pretende evitar y cuya denominación restrictiva e inquisidora
persiste en la llamada cultura de la cancelación y su justicia inmediata
e incluso anónima. El juicio desmedido a la dimensión de la otredad
produce odio, en palabras del mismo Soto Ivars (2017b:5), limitados
a los “#hashtag” que se edifican como “odios artificiales”. En el mun-
do donde las identidades nadan en la artificialidad hasta los odios
tienen esa tesitura simplista. ¡Qué dimensión tan curiosa! E incluso
peor, como apunta Leonore, “se ha disuelto en gran parte aquella
vieja hostilidad, recuerdo de la lucha de clases, que hizo que algunas
tribus urbanas (punkis, hippies, okupas…) sirvieran como educación
política de millones de jóvenes” (2014:52-53).
Estos tres elementos de la contemporánea pasión por el semblan-
te son sólo modalidades de alienación que cobra el imaginario para
establecerse como posición totalitaria ante la dimensión del Otro. La
característica esencial de estos factores es crear los hábitats multidi-
versos donde los sujetos configuran y suponen solidificar su identi-
dad imaginaria. Aunque la diversidad de la identidad pueda ser un
fenómeno propio de la multiculturalidad, lo que se pone en eviden-
cia es una fragmentación constante de las relaciones estructurales que
obedecen a un individualismo generalizado del semblante. Un nuevo
peldaño del narcisismo de las pequeñas diferencias como lo llamara
Freud (1917). Tal vez sea preciso recordar, con Lacan (1971:18), que
“un discurso, por su naturaleza aparenta [fait semblant] como puede
decirse que triunfa, que es banal o elegante”. ¿Podría ser posible,
según esto, un mundo donde los semblantes fragmenten las dispo-
siciones del amo?
Si bien la subjetividad aparece, pues, como un producto imagina-
rio de una práctica social e ideológica dada, es también parte de una
realidad empírica, significada y sobredeterminada que da soporte a
la pluralidad del prisma ideológico, también el lugar bajo el cual el
sujeto es inscrito para seguir reproduciendo el saber del amo junto

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I D E N T I D A D E I D E N T I F I C A C I Ó N

con sus semejantes. Las ideologías que operan en la sociedad le brin-


dan un lugar específico a cada uno de sus productos-sujetos, pues
dependiendo de las necesidades del sistema ideológico se producirán
sujetos que cubran los huecos de aquellos que mueren en el cum-
plimiento de su deber para con el sistema; “el sujeto ideológico es
efecto y agente de prácticas discursivas que regulan su representación
imaginaria de la relación con sus condiciones reales de existencia”
(Braunstein, 1980:93).
La identidad del sujeto es siempre una identidad de la segrega-
ción de lo otro, de lo que se cree o supone diferente o externo de
sí, pero que se internaliza para negar ese interior que aterra al suje-
to. Probablemente, la respuesta ante esas inconsistencias del mundo
contemporáneo pone a jugar todos estos momentos irónicos, cínicos
y de censura en el semblante apasionado para intentar representar
algunas coordenadas imaginarias un poco más estables en el mundo
de la indecisión, la incongruencia y el amor excesivo por la seguridad
inconmensurable. Hoy en día, las identificaciones han cambiado sus
metas, ya no se lucha por una nación, sino por la trinchera individual
o colectivizada de modo semejante a la individualidad, cuestión que
desmantela, inexpugnablemente, la posible desidentificación con el
amo moderno, con la ciencia o con el capitalismo. Por último, como
afirma Verhaeghe, “el individuo contemporáneo se desarrolla en un
entorno mucho menos estable, rodeado por una verdadera muche-
dumbre de figuras identificatorias que todas tienen algo para decir”
(2005:132). Con esto, el mejor proyecto de la posmodernidad, espe-
cíficamente del capitalismo, es la fractura que enaltece la pasión por
la individualidad imaginaria anudada con la pasión por el semblante
y que tiene como pilares la exaltación de las totalidades identitarias
buscando cerrar, sin conseguirlo, la potencia de lo real y de otras
posibilidades de identificación y alienación simbólica.

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T E M Á T I C A

Un epílogo que no fuera del semblante

Para concluir el presente artículo quisiéramos hacer algunas puntua-


lizaciones para evitar caer en la simple exposición de motivos para
entender un fenómeno como la identidad. Desde luego que este epí-
logo no busca hacer el cambio por uno mismo, sino precisar algunos
senderos para destrabar el pretendido impasse de la identidad. La
cuestión más importante gravita en desarticular el proyecto político
de la alienación del capitalismo en su forma neoliberal y sus conse-
cuencias. Si hemos logrado asumir la condición identitaria como un
terreno fecundo para la pluralidad, es necesario buscar también elu-
cidar los soportes significantes que desarrollan el campo de la identi-
dad. Sabemos que la constitución plural y multicultural puede recaer
en la evitación de la política antagónica que subyace a la pretendida
pluralidad identitaria. El problema no recae sólo en la multiplicidad
de invenciones identitarias, pues, aunque muchas, las identidades se
debaten en el terreno político, de manera más o menos consecuen-
te, más o menos activa, más o menos comprometida y también en
modos algunas veces nihilistas, individualistas y sectoriales. El título
del apartado, que hace alusión al Seminario XVIII de Lacan, intenta
mostrar que no todos los discursos pueden tener, en su función ori-
ginaria de agente, la verdad engañosa del semblante, sino una verdad
contingente centrada en la enunciación.
La identificación como fenómeno ambivalente entre lo imagi-
nario y lo simbólico propone ubicar los significantes que otorgan
identidad antagónica política, pero ¿de qué están hechos? ¿Cómo
se difuminan y cómo se fetichizan? ¿Por qué los seguimos y en qué
proyectos individuales o colectivos se asientan? La respuesta a esta
cuestión, según Badiou (2005), puede ser definida como una pa-
sión por lo real y por una fidelidad a lo acontecimental. En otras
palabras, ubicar la pasión por lo real es también mantener la incer-
tidumbre y la sospecha que no es dudar de todo. Lo acontecimental
retorna una y otra vez para recordar que ninguna identidad es on-
tológicamente efectiva o universal. Las identidades y las peripecias
de la identificación consisten en situar a un sujeto con una subjeti-

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I D E N T I D A D E I D E N T I F I C A C I Ó N

vidad producida eficazmente, pero no lo determinan por completo,


cuando más, hablamos aquí de algunas líneas subjetivas que están
sobredeterminadas.
Esa sobredeterminación es, en efecto, una posibilidad de encon-
trar el carácter indeterminado de lo simbólico. Por más máscaras
que el sujeto utilice, en algún punto, éstas mostrarán su inconsis-
tencia. Cuando hablamos de identificación, en este sentido tenemos
que pensar en cómo la potencia de lo real indecidible y contingente
opera para suspender toda garantía de estabilidad-neutralidad ima-
ginaria y simbólica. La desidentificación es hoy más que nunca in-
dispensable, lamentablemente no es un fenómeno que pase sólo por
la razón y la supuesta deconstrucción racional del sujeto, y mucho
menos tiene que ver con la vacua e ingenua autonomía de éste; sino
con anudar otros significantes con diferente opresión y diferente
malestar, otra forma de alienación, pues esta última es constitutiva.
Quizá podemos comenzar por desidentificarnos de la posición del ca-
nalla que tanto merodea en el capitalismo tardío, de aquel que sabe
cómo funciona un sistema y aun así se entrega al excedente placer de
denunciarlo. El discurso del canalla, la canallada en sí misma, tiene
muchos matices y, en esa misma clave, en algunos momentos, los
deslices del inconsciente permiten leer otras posibilidades emancipa-
torias y subversivas.
Por supuesto que hay fenómenos complejos que obstaculizan la
desidentificación, como el hiperconsumo, la idea neoliberal de esta-
bilidad económica y emocional, entre otros, pero sería importante
preguntarnos en dónde está la ilusión identificatoria y fascinante con
el canalla y sus seguidores, ¿qué hay de esas identificaciones canallas
que llamamos emprendedores?, por ejemplo, que se entregan a un
individualismo acelerado, consumista, asertivo e inconsecuente y de
precariedad laboral, que vive, en palabras de Lorusso, “en una situa-
ción cada vez más precaria: abrumado por la competencia, impues-
tos, burocracia, nueva tecnología, el costo del crédito” (2019:235),
entre otras peripecias que lo oprimen y él permanece sonriendo, pues
el pago del sistema es la felicidad perpetua and everywhere, aunque el
capitalista nunca pague.

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T E M Á T I C A

Para Verhaeghe, “la forma en que se desarrolla nuestra identidad


no ha cambiado: todavía nos reflejamos en la narrativa dominante,
con sus normas y valores integrados. Pero en estos días nos refleja-
mos mucho menos en nuestros padres, y mucho más en las pantallas
planas de las que no podemos escapar, ahora que también contami-
nan los espacios públicos” (2014:147). El imaginario ha sobrepasado
sus límites y se ha reinventado, ha logrado construir, en la virtuali-
dad, un modo de autopromoción indescriptible que no permite ver
con claridad la deuda de la huella que adquirimos al entrar al sistema
simbólico de la cultura. Si seguimos la tesis de Bottici, quien sostiene
que “no puede haber política, ya sea en sus sentidos más estrechos
o más amplios, sin lo imaginario” (2014:106), podemos preguntar-
nos también por qué hay algunos imaginarios que contienen más
insistencia al goce del cuerpo y del pensamiento que otros. Esto sin
duda exige la presencia de la duda ante todo aquello que nos aqueja,
no solamente como simple escepticismo, pues el escéptico, en algún
momento, es también condescendiente con el sistema que le oprime.
No creemos que un imaginario radical, con una confianza ciega
en la autonomía ilusoria, sea la salida o la respuesta a la hegemonía de
lo imaginario. Si bien vivimos en una soledad común, como piensa
Alemán (2012), es en lo común donde la reinvención es posible, par-
tiendo de la desidentificación en las mismas claves simbólicas que las
cadenas tienen como acero. La permanente pasión por lo real admite
que el terreno será escabroso y poco confiable, se aleja del nihilis-
mo, pero confía hondamente en posibilidades de creación imagina-
ria emancipatoria centradas en la coordenada de la falta del sistema
simbólico mismo; insiste en encontrar, desde una visión de paralaje,
el resto indivisible que subyace en la organización imaginario-simbó-
lica. Algunos movimientos sociales han logrado detectarla, la Prima-
vera Árabe o las recientes movilizaciones chilenas pueden dar cuenta
de ello, levantamientos que tendrán indiscutiblemente un après coup,
pues no habitaron sólo en la ilusión totalitaria de la apariencia, ya
que persistieron, como sugiere Žižek, en “lo real del antagonismo, que
causa la distorsión misma de la perspectiva” (2012:45). Como punto
final, recordamos a Bataille, pues puede sugerir una buena coartada

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para dudar de la identidad y su multidiversidad, ubicando, desde


cierta certeza, que “cuanto mayor es la belleza, más profunda es la
mancha” (1997:151) que edifica y concierne a toda identidad.

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