Pablo Podestá
Pablo Podestá
Pablo Podestá
Martín Rodríguez
(GETEA-CONICET-UBA)
Pablo (1875-1923) era el menor de los Podestá, familia que con el estreno de Juan Moreira,
adaptación al teatro del folletín homónimo de Eduardo Gutiérrez “crea” la gauchesca teatral y,
con ella, el sistema teatral argentino, dominado por las compañías europeas. Representada
primero como pantomima y dentro del ámbito circense, esta pieza comenzó a tener cada vez más
éxito de público y el microsistema de la gauchesca empezó a incorporar nuevos textos tales como
como Julián Giménez (1891), de Abdón Arózteguy, Juan Soldao (1893), de Orosmán
Moratorio, Cobarde (1894), de Víctor Pérez Petit y Martín Fierro (1890), de Elías Regules.
Hacia principios del siglo XX, los Podestá deciden aposentarse en Buenos Aires, en el teatro
Apolo, y a partir de ese momento el teatro argentino comienza a desarrollarse de un modo inédito
hasta ese entonces. No es nuestro objetivo aquí realizar un estudio cuantitativo del volúmen y las
dimensiones de este fenómeno: basta decir con Nora Mazziotti (1985: 75) que
Refuerza la dimensión de este fenómeno “el hecho de que en Buenos Aires hubiera en
1889, 2,5 millones de espectadores anuales y que esa cifra creciera hasta llegar a 1925 con 6,9
millones”. Si se comparan estas cifras con las que muestran las estadísticas de concurrencia al
teatro en la última década, resultan evidentes las diferencias, máxime si se considera el
incremento poblacional de la ciudad.
Dentro de este marco de enorme crecimiento del teatro iba a desarrollar su carrera Pablo
quien, además de Moreira (1884-1886), interpretó obras como Calandria (1896), de Martiniano
Leguizamón, los primeros sainetes criollos como Fumadas (1902), de Enrique Buttaro y Gabino
el mayoral (1902), de Enrique García Velloso y obras de Florencio Sánchez como Barranca
abajo (1905) y En familia (1905). Pero también llevó a escena textos como Los amigos (1906) y
Los campesinos (1908), de Nemesio Trejo; Los campesinos (1908), La chusma (1913), Las
adivinas (1913), Misia Pancha la brava (1915) y La otra noche en los corrales (1918), de
Alberto Vacarezza; El novio de mamá (1919), de Armando Discépolo y Rafael José De Rosa; El
anzuelo (1909), La nube (1910), La perra vida (1910), El caburé (1911) y Las jaulas de oro
(1912), de Roberto Lino Cayol y Los tristes (1906) y Los fuertes (1909), de Carlos Mauricio
Pacheco, entre muchas otras.
La importancia de Pablo radica entonces en haber participado activamente del periodo
fundacional de nuestro teatro pero también en haber aportado novedades que habrían de marcar
su evolución posterior y que es nuestro propósito poner de manifiesto en este trabajo.
Encarna los primeros años de nuestra escena, el tono dramático, la escuela realista y, gaucho u
hombre de ciudad, el personaje pobre y nuestro con los bravíos estallidos de su carácter entero, de
una sola pieza, de una sola cara, en una época aún incontaminada en la que la aleación extranjera
todavía no había llegado a ahogar el tipo étnico puro y uniforme.
Los personajes “de una sóla pieza” contrastan en la perspectiva de Ramírez con el “dibujo
constantemente renovado de la urbe” representado por Casaux. Casaux es aquí visto en función
del progreso, del “elemento exótico”, del cambio que implica la aleación extranjera, mientras que
Pablo Podestá es el pasado “el tipo étnico puro y uniforme”.
Sin embargo, Pablo Podestá, aún en sus representaciones de personajes urbanos, aparece
ligado a lo rural y al pasado. A pesar de haber protagonizado papeles de inmigrante, sus
personajes más exitosos fueron los rurales, a los que representaba con una “energía” que la crítica
se encargó siempre de destacar. Tanto sus detractores como los que contribuyeron a crear la
imagen mítica de Pablo Podestá como emblema del actor nacional enfatizaron este aspecto
fundamental de su desempeño escénico.
No es casual que los relatos y comentarios acerca de su vida concedan a esa energía un
lugar central: son habituales las referencias a los modos en que ese “exceso de energía” era
canalizado por Pablo Podestá en diversas actividades como los deportes, el sexo y el juego. Así
sabremos que Pablo era un hábil “pelotari”, pero también conoceremos su aficción por el sexo,
ese “desenfreno erótico” del que habla Martínez Cuitiño (1954: 379) y que finalmente lo
llevarían a contraer la sífilis, a recibir la visita del “pálido huesped”. Cuitiño va a referirse
también a su compulsiva atracción por el “tapete verde”. Sexo y juego: pasiones “bárbaras”
ambas -el propio Facundo va a ser poseído por ellas-, pero también pasiones “modernas”
relacionadas con el “dulce sensualismo que se apodera de todo” del que habla Manuel José
Vazquez (Comoedia, 22, 1 de abril de 1927) y que caracteriza al nuevo siglo. Pablo, a diferencia
de otros “seductores” como Parravicini, va a estar poseído por un erotismo “desenfrenado” -sin
freno- y esta palabra se va a sumar a una extensa red lexical y discursiva en la que es comparado
con un caballo.
Pero había un ámbito en el que esa energía se convertía en “productiva”. Ese ámbito era el
escénico y en él, Pablo Podestá podía canalizar por medio de la ficción sus excesos de fuerza; la
escena era el lugar en el que sus tensiones se volvían visibles. Podestá es, sin duda, una figura
moderna que introduce cambios fundamentales en la actuación pero que, al mismo tiempo, se
halla tensionado por el pasado al igual que muchos de sus personajes. “Quién fuese caballo para
vivir en el campo”, contestaba una vez a don Joaquín de Vedia después de haberle oído ponderar
la luna llena que lo envolvió con su poncho de plata al salir de la estancia (Martínez Cuitiño,
1954: 379). Y ese deseo de ser caballo para vivir en el campo, como el deseo kafkiano de ser
indio, condensa y metaforiza su deseo de libertad, su deseo casi animal, a ojos de la crítica y de él
mismo, de poder canalizar sus energías. No importa si se trata de un deseo real o de un eco de la
imagen construida en torno a su figura, asociada a la “naturaleza” -en el caso de las críticas
positivas- o a la “barbarie” -en el caso de las adversas-.
Por ese motivo la crítica se refería a él con frases y metáforas cercanas a la idea de
barbarie. Se conforma así un campo semántico para calificar sus acciones tanto dentro como
fuera de la escena. Se multiplican en torno a su figura las referencias a su “mansedumbre” o a sus
“empaques mitológicos” que lo aproximan a la imagen de ese caballo que él asegura querer ser.
Martínez Cuitiño relata por ejemplo que en una puesta “gritó como un salvaje”, pero también
habla de sus virtudes como payador o del modo en que sus juicios contados y seguros -muestra de
su repentinización- alternaban con el callar, con la parquedad, con ese silencio bárbaro que tan
bien describe Mármol en su novela Amalia, cuando describe la actitud de los federales durante la
fiesta. Intuitivo, agudo, violento, silencioso, de reacciones rápidas, todos estos rasgos se
aproximan a la imagen que da Sarmiento del gaucho y que la tradición reelaboró desde ideologías
y estéticas diversas. Es significativo que la selección de su repertorio respondiera muchas veces a
las peculiares características de su desempeño escénico pero también a esta “mitología personal”
diseñada por sus comentaristas a lo largo de su vida y después de su muerte. Hay mucho en los
personajes que le tocó interpretar de los rasgos atribuidos a él como actor, pero también de los
modos en que se hablaba de su conducta privada. En las obras escritas para Pablo Podestá se
articulan de manera diversa estos aspectos de su vida y de su manera de desempeñarse en escena.
Así, por ejemplo en Gorgonio, el personaje central de El corazón de la selva, melodrama
rural de Otto Miguel Cione, se hacen presentes la violencia, la pasión amorosa y la locura
atribuidas a Pablo Podestá. Este personaje es descripto por Pablo Echagüe (1926: 244-246) de
modo similar al que tanto él como muchos otros cronistas utilizaban para referirse a Pablo. Obra
inscripta para este crítico dentro del género que denomina “brutalista”, “teatro falso,
convencional y grosero, hecho a medida para el intérprete”, tiene por protagonista a un “rudo
personaje agreste con sobresaltos de salvaje y debilidades de niño”.
En esta misma línea, aunque con diferencias, Juan Bono (Máscara, noviembre de 1947:
27) va a referirse al amor “ingenuo y fuerte” de León, el protagonista de La montaña de las
brujas, de Julio Sánchez Gardel diciendo:
baste recordar su rostro infantilizado por su sonrisa inocente, arrodillado frente a Inda le ofrecía
todos los regalos que ha traído del pueblo para ella, cómo suavizaba su voz... con qué dulzura
miraban aquellos ojos que momentos antes habían centellado de celos y furor...
la terrible crisis que la revelación provoca en su alma lo enloquece, y de pie sobre el mismo
peñasco a cuyo pie yace el cadáver paternal, delira cryéndose el cóndor de cierto cuento que ha
poco se refiriera en su presencia.
Algo similar ocurre con su desempeño en Facundo, de David Peña, al que Martínez Cuitiño (La
Nación, 12/4/42) califica de “interpretación áspera y bravía, en la cual como el mismo „tigre de
los llanos‟, el artista encontraba el modo de ordenar sus exaltaciones en plena tempestad”. Vemos
cómo la imagen de Facundo y la de Pablo Podestá se superponen en la mirada romántica de
Martínez Cuitiño al punto tal de ser prácticamente intercambiables.
El caso de Barranca abajo, su obra consagratoria, merece especial atención. Escrita por
Florencio Sánchez “a medida” para Pablo, es posible percibir en ella los tonos de la gauchesca
que señala Josefina Ludmer (1988): el desafío y el lamento.2 El continuo quejarse de Zoilo por su
destino -sin tomar plena conciencia de que él es en parte responsable por el curso seguido por su
vida-, pero también sus arranques moreiristas, son resabios de una gauchesca de la que Sánchez
abominaba y a la que impugnaba desde sus escritos teóricos. Se percibe en Barranca abajo la
doble actitud cuestionadora del autor: sus cuestionamientos a la gauchesca, a esas “actitudes
moreiristas” que veía aún vigentes en la sociedad, pero también al llamado despectivamente
1
En la representación de una obra de Julio Sánchez Gardel, La vendimia, Parravicini interpretaba el papel de un
paisano parlero y entremetido. Cuenta Viale Paz (1968: 18) que durante la misma: “La cosa no andaba muy bien,
pues el auditorio quería reir y las escenas iban tomando un cáriz dramático. Parravicini, que seguía entre bastidores
el proceso nada grato de la representación, no vaciló un segundo y sabiendo que a él se le perdonaba todo, salió
imprevistamente al escenario y asiéndose a uno de los travesaños del emparrado que ambientaba la ficción campera,
exclamó de súbito: „Tata, yo soy la uva...‟ Con lo cual aludía a una tragedia rústica del propio Sánchez Gardel La
montaña de las brujas, en la cual Pablo Podestá, luego de eliminar al traidor de la obra, en un ataque de locura,
trepado en una roca, decía: „Tata, yo soy el condor‟. Demás está decir que el agregado y la forma de decirlo,
suscitaron la hilaridad retenida del auditorio, quebrando el dramatismo del pasaje, en uno de sus frecuentes rasgos
repentistas”.
“actor nacional”. De algún modo, el texto de Sánchez es doblemente crítico: si la figura de Pablo
Podestá era asimilada de modos diversos a la del gaucho, la crítica a ese “criollo en retirada” que
es Zoilo es también una crítica al propio Pablo en particular y al actor nacional en general.
Resulta casi paradójico que los aspectos más perdurables del texto de Sánchez hayan sido
precisamente aquellos que él menos apreciaba.
Del mismo modo que su exceso de energía y la “ruralización” de su vida por parte de la
crítica son materiales escénicos obligados para quienes escriben para Pablo, también su locura es
convertida en un tópico recurrente. Aún antes de que la sífilis lo enloqueciera verdaderamente, su
personalidad era considerada cuanto menos excéntrica. Así, loco se vuelve el personaje de La
montaña de las brujas, pero también es loco el epiléptico de El arlequín, de Otto Miguel Cione,
que dirige a las flores en una supuesta sinfonía musical. Este personaje -cercano a la idea del
artista “integral” que propone el modernismo- esta estrechamente ligado a los múltiples intereses
artísticos de Pablo Podestá -“ejecutaba con dominio el piano, violín, violoncello, guitarra y
trombón (su hermano Antonio le enseñó música), pintaba, esculpía” (Bono, 1947: 27) pero
también anticipa de algún modo la locura final de Pablo quien, como se ha relatado en múltiples
ocasiones, deseaba techar Buenos Aires para llenarla de pájaros. Es conocido también su deseo
de volar, tal vez un residuo de su personaje de La montaña de las brujas -“Tata, yo soy el
condor”, dice en su locura final- pero indudablemente ligado a su deseo de libertad, a ese “deseo
de ser un caballo” al que él mismo solía referirse.
La imagen de Pablo Podestá que tanto sus críticos y biógrafos como quienes escribían “a
medida” para él y aún el propio Pablo habían ayudado a construir tenía su fundamento en esa
peculiar técnica actoral que había desarrollado primero en su paso por el circo y luego en su
pasaje al teatro. ¿En qué consistía la técnica actoral de Pablo Podestá? Fundamentalmente en un
modo particular de combinar técnicas del naturalismo emergente con formas de actuación
costumbristas y melodramáticas, de claro cuño romántico. Todo ello modulado por
procedimientos del actor popular italiano, en particular la maquieta -en el caso de las
2
El manuscrito de la obra posee en su puntuación, en sus signos de admiración duplicados y triplicados y en sus
abundantes puntos suspensivos, huellas de esos tonos que sus ediciones posteriores han perdido tal vez debido a la
búsqueda de “decoro” de sus editores.
representaciones cómicas- y la mueca patética (Pellettieri, 2001: 24). Para Pellettieri, los rasgos
distintivos de Pablo Podestá son, junto con la exageración y el ademán ampuloso, la “imitación
interiorizada” y la denominada “reacción instintiva” en nuestro teatro. Relevaremos aquí éstas y
otras características para de ese modo comprender en qué consistía su técnica actoral tantas veces
elogiada y tantas otras denostada:
1) En primer lugar, vamos a referirnos a su manera de alternar “tensión” y “relajación”, a esos
“relámpagos escénicos” de los que habla la crítica. Pablo Podestá era capaz de pasar casi sin
transición de un pasaje violento a otro sentimental y visceversa. Esa velocidad que hallaba su
basamento en esa enorme destreza física que había adquirido en su desempeño como artista de
circo lo vinculaban, a ojos de la crítica, a las “reacciones intempestivas” propias de la barbarie,
pero también a la velocidad característica del mundo moderno. Por medio de esta velocidad,
Podestá introducía lo “inesperado” en escena y en ella se hallaba en gran medida su capacidad
para “sorprender” al espectador.
2) En este “vigor físico” y en esta “agilidad” reales que había desarrollado como actor de circo se
hallaba uno de los más grandes atractivos para su público que, seguramente, lo vinculaba a ese
desenfreno erótico que Podestá ponía en juego tanto en su vida privada como sobre el escenario
De esta vinculación procedía en gran medida esa “aura erótica” a la que hace referencia Patrice
Pavis, su enorme pregnancia escénica. Relata Juan Mangiante (Cine Argentino, Octubre de
1942) una anécdota en la que su capacidad de “conmocionar al público” se pone de manifiesto.
En 1918, en el teatro Politeama
en la noche de su beneficio, como número especial y a pedido, ejecutó al violoncelo una música
propia. Con tanto sentimiento lo hizo que encontrándose en el palco avancé la hija del conocido
autor uruguayo don Felipe Sáenz, ésta se echó a llorar a lágrima viva sobreviniéndole un fuerte
desmayo. Es que Pablo la había enternecido con la fuerte emoción que transmitió en su magnífica
ejecución. Al trascender a la sala este episodio, los demás espectadores como sintiéndose tocados
por un resorte, poniéndose de pie le premiaron su labor con un aplauso tan prolongado que parecía
interminable.
Evidentemente había un “plus” erotico en Pablo que excedía sus habilidades como violoncelista y
que provocaba un efecto singularmente intenso en la platea.
3) Pero los méritos de Pablo Podestá no se agotaban en la “pura energía” ni en la pura
pregnancia, aunque por cierto estos aspectos eran fundamentales. Pablo, a diferencia de sus
hermanos, había logrado poner ese vigor y esa agilidad al servicio de la actuación y no se
limitaba a alternarla con ella. Mientras que José Podestá alternaba los momentos “de acción”, en
los que ponía en juego su destreza con los momentos “hablados” -en los que apelaba a un tono
declamatorio, dirigiéndose directamente al público-, Pablo se caracterizó por fusionar
movimiento y voz, por combinar su enorme destreza con sus elocuciones, dinamizando la escena
con sus cambios de ritmo y de matices y apelando a movimientos violentos y ampulosos o
delicados y sutiles, de acuerdo a las características de los textos dramáticos que le tocaba
representar. Es decir, con Pablo se produce un cambio en el ritmo de la actuación, en el manejo
de las transiciones y aún de los silencios.
4) Con referencia a este último punto, es importante destacar el uso “semántico” que Pablo
Podestá hacía de los silencios. Su silencio era el de la palabra reprimida, el de quien no encuentra
el lenguaje adecuado para expresar su dolor. Así lo relata Juan Bono, testigo de sus actuaciones
(Máscara, noviembre de 1947: 27) al referirse al final de Barranca abajo:
En esa escena, que es completamente muda, cuya duración interpretada por Pablo Podestá duraba
cinco minutos, su mirada cobraba todos los matices del dolor, que por último se transformaba en
rencor, en odio,en protesta contra ese destino despiadado que tan cruelmente le azotaba. Pues
bien, este corto espacio silencioso que en el escenario se hace interminable, el conseguía, (lo que
únicamente pueden realizar los artistas que llevan dentro el fuego sagrado, al decir de
D‟Annunzio), mantener en suspenso a la sala, que al caer el telón premiaba su labor con delirante
aplauso.
5) Pablo Podestá va a poner entonces gesto, palabra y silencio al servicio del sentido, de los
contenidos implícitos de los textos dramáticos: tanto la dialéctica entre “tensión” y “relajación”,
como sus elocuciones y silencios y su inédito manejo de la proxemia se hallaban “en función del
texto dramático”. Su técnica consistía en seguir los contenidos implícitos del texto dramático, en
poner su subtexto al servicio del texto. Aún en los casos en que no sabía la letra a la perfección,
sus “morcillas” no pretendían transgredir los textos sino estar en sincronía con ellos, y perseguían
el único objeto de “reparar un olvido”. Si bien en los sainetes los agregados estaban en función
del efecto humorístico, Pablo siempre buscaba que éstos estuvieran en consonancia con el estilo
del texto y con las características del personaje que le había tocado interpretar.
6) Lo mismo puede decirse respecto de su “ritmo actoral”, siempre en sincronía con el ritmo del
texto, a diferencia de Parravicini que era un transgresor de sus contenidos implícitos y de su ritmo
inmanente.3 Pero esa sincronía tenía en Pablo características particulares, ya que implicaba una
exacerbación del texto dramático que era llevado a su extremo, a su límite, alejándolo del decoro
y del medio tono. Este estilo de actuación “exagerado” va a ser sumamente cuestionado por una
crítica que pretendía “disciplinar” a ese cuerpo “desenfrenado”, someterlo a las leyes del buen
gusto. Gran parte de la crítica va a considerar a Pablo un actor “intuitivo” y “espontáneo” que
podría mejorar con una debida “domesticación”. Desde una perspectiva diversa a la de los
críticos que consideraban a Pablo un “esclavo de sus pasiones”, Bono (1947: 27) va a decir que
Pablo Podestá “poseía la virtud de dominar todas las pasiones, parecía que en él se hubieran
reunido todas las gamas del sentimiento humano para transmitirlo a los espectadores”, de
controlar ese “complejo temperamento que, al igual que un instrumento, vibraba según él lo
pulsara”. Bono percibe de manera indirecta que Pablo Podestá poseía una técnica depurada y que
controlaba su cuerpo a la perfección, siempre en función de los reclamos estéticos e ideológicos
de un público que buscaba en él ese desenfreno y esa destreza física que lo habían hecho famoso.
7) Un punto central y ligado también a su destreza física es su manejo de la proxemia y su
capacidad para generar en el público una verdadera “sensación de peligro”. El realismo ingenuo
de Pablo, exacerbado e intenso, provocaba un efecto muy fuerte en la platea. Su cuerpo
interpelaba a otros cuerpos y su violencia, sus arranques pasionales, estremecían a la platea. Sus
golpes eran reales, su cuchillo -cuando debía usarlo- también lo era y Pablo poseía la destreza
necesaria como para clavarlo en el suelo a escasos centímetros de su oponente. Recuerda Juan
Mangiante (Cine Argentino, Octubre de 1942) el momento en que en Tierra baja
3
Cuenta Julio César Viale Paz (1968: 19-20) que: “En el estreno de un vodevil francés, como no había ensayado la
pieza y todo lo había dejado librado a su imaginación, apareció muy suelto de cuerpo y a la primera frase del texto
con que lo recibió otro artista: „¿Dónde está Nuñez?‟, refiriéndose al nombre de una estación ferroviaria. Parravicini,
ignorante de lo que se trataba, respondió al momento: „No le he visto. Ya debía estar aquí...‟, seguro de que aludía a
un personaje de la obra. Y comenzó a ubicarlo debajo de los muebles, entre la risa contenida de los actores que no
acertaban a seguirlo en su endemoniada búsqueda del inexistente sujeto. Cuando tuvo que hacer mutis, se volvió a
sus compañeros de reparto para decirles: „Este Nuñez se me ha emborrachado y debe andar por los cafés de aquí
cerca. Voy a buscarlo.‟ La presencia de ánimo de Parravicini había conseguido que el público se interesara por un
personaje que no figuraba para nada en el libro, pero lo riesgoso resultaba evadirse de una situación que el mismo
hubiera creado y que los espectadores de buena fe no dudaban que pertenecía a la obra. Durante los actos restantes,
habló siempre de Nuñez, imputándole tardanzas y aventuras que lo retenían fuera del escenario, pero viendo que no
podría prolongar mucho más su ausencia, en una de sus entradas al proscenio, expresó: „Este sinverguenza de Nuñez.
Por fin pude encontrarlo. Y saben dónde. En un calabozo. Desde anoche está preso. Con razón no venía...‟ A
ninguno de los espectadores le pareció raro el planteo y se fueron del teatro, convencidos de que la comedia había
sido concebida en esa forma. Parravicini había dado vida a un personaje con la sola chispa de su ingenio inagotable”.
Pablo Podestá (Manelich), pelea con Arturo Mario (Sebastián) arrastrándolo por el suelo de los
cabellos. Al final, cuando lo tenía reducido a la mínima expresión, desde cierta distancia tiraba un
cuchillo cuya afilada punta se clavaba en el piso del escenario, a pocos centímetros de la cabeza
de su contrincante. Esta patética escena que asumía forma paroxística en la que Pablo Transmitía
al público un tremendo realismo, era jugada sin peligro alguno para su oponente. Por violenta que
fuera una escena, para pablo no había nunca inconvenientes. Tal era el dominio y el control de sí
mismo en actitudes diversas y arriesgadas las más de las veces.
Todo ello sumado a los ruidos naturales provocados por su violencia -pasos fuertes, golpes,
mesas que ruedan, gritos- que puntuaban el texto y contrastaban con los momentos sentimentales
en los cuales “su voz era dulce, emotiva, suave como el gemir de un niño”.
8) Otro elemento fundamental que Pellettieri (2001) releva en su artículo es su enorme capacidad
para lo patético. La crítica va a referirse reiteradamente a su “fuerza temperamental”, a sus
silencios, a sus sollozos envolventes y a sus estallidos pasionales pero también a la “atmósfera
patética que podía crear”. Dice Pablo Echagüe (1926: 256) respecto de su actuación en La fuerza
ciega:
Don Pablo Podestá, cuyo instinto de lo patético y cuya sinceridad de emoción nunca hayamos
desconocido, aunque hayamos condenado su excesiva inclinación a la violencia, (que es la
caricatura de la fuerza) mereció los aplausos que se prodigaron y que compartió con él la señora
Quiroga.
9) Podemos decir que, en líneas generales, esa fuerza física, combinada con su enorme destreza,
su pregnancia escénica, su manejo del ritmo, y la tensión entre tradición y novedad constituyen el
subtexto actoral de Pablo Podestá. Porque si bien el ritmo que imponía a la escena era muchas
veces visto como exageradamente violento y aún como caótico -“nadie como ese mocetón
atlético y membrudo sabe sembrar la muerte y la desolación sobre la escena”, decía Juan Pablo
Echagüe (1926)-, esta violencia caótica era puesta al servicio del texto dramático, de sus sentidos
inmanentes.
3. Conclusiones
¿Qué podemos decir entonces hoy de Pablo Podestá. “Gaucho bueno” las más de las
veces, “gaucho malo” en otras, “gaucho en retroceso” en el microsistema inaugurado por
Florencio Sánchez, especialmente en Barranca abajo, pero también imagen del progreso, de la
velocidad de la “nueva barbarie”, Pablo es -en cualquier caso y a ojos de la crítica- el actor “que
no aplica nociones estéticas” porque “las olvida o las ignora” (Martínez Cuitiño, 1954: 379). Un
intuitivo, un natural, un “buen salvaje” que sería mejor de ser más dócil, de someterse a las reglas
del decoro escénico.
Esto desde la mirada de la crítica. Pablo Podestá cultivó en verdad un “realismo ingenuo”
de gran intensidad, con mucho de melodramático, resultante de una mezcla entre naturalismo y
romanticismo -en especial en lo referente a la exacerbación de las pasiones- y sostenido en una
fuerte codificación de la que ningún actor popular escapaba y que la crítica confundía con
“intuición”. Su cuerpo en acción se presentaba como espejo de un alma sacudida por la pasión y
hacía que sus biógrafos rescataran su habilidades como actor pero también su interés en otras
ramas del arte.
Tanto la vida -la “vida” relatada por sus biógrafos- como el arte de Pablo se hallaban
teñidos de una clara impronta romántica que asociaba esas oscilaciones entre tensión y relajación,
esos arranques “instintivos” repentinos que recorrían su cuerpo como las sacudidas de un impulso
eléctrico y ponían en vilo a la platea, con el mundo rural y con la imagen del gaucho. Pero este
modo tan peculiar de actuación era en realidad producto de un cuerpo atravesado por la tradición
y el progreso -y sus deseos y sus “delirios” vinculados al progreso son un testimonio de esta
tensión entre el pasado y la novedad-.
Pero si tuviéramos que decir si en Pablo predomina la tradición o la novedad, resulta
indudable que tanto su manejo del ritmo actoral como su variedad de recursos lo ubican en el
lugar de la renovación. Si bien en los comienzos del Moreira hablado Pablo se va a negar a
hablarle al público porque le parecía ridículo, pronto se va convertir en un renovador del arte
practicado por su familia. De todos modos nunca dejará de sentir a la novedad como algo que lo
desgrarra interiormente: cuando ya en su locura final se proponga techar la ciudad de Buenos
Aires -idea futurista ligada a las imágenes del progreso que habían sido uno de los ejes de la
revista porteña-, lo va a hacer para “llenarla de pájaros”, es decir para retener en el ámbito urbano
una naturaleza en fuga. Se trata de un progreso sí, pero claramente ligado a la conservación de un
mundo rural y de una forma de vida en retroceso. No muy lejos de este delirio se halla su idea de
querer ser presidente para canalizar el país entero y que, de este modo, siempre haya riego y se
pueda sembrar en toda sus superficie. Por eso pensamos que tanto el arte como la vida de Pablo -
aún su vida de loco- son netamente políticos, están atravesados de política: su cuerpo, lejos de la
asepsia y del medio tono que le exigía la crítica, era un espacio de entrecruzamiento de los
debates nacionales que Pablo asimilaba y procesaba de un modo ciertamente “popular”, -
fundamentalmente de las disquisiciones en torno al criollismo y a las figuras del inmigrante y del
progreso.
Así, por ejemplo, el Pablo “criollista” quería ser caballo pero también vivir en el campo -
“me molestan el ruido, las multitudes”, declara-. Y de ahí tal vez procede el valor que le concede
al silencio, pero también la elección de un repertorio plagado de obras de tema rural y vinculado
a un proyecto de nación que situaba al campo en el centro de un sistema de valores que era el eje
de su producción actoral. Si bien ese otro campo, el “campo intelectual”, va a intentar apropiarse
de ese cuerpo dúctil y encarnará en él sus conflictos, el nomadismo de Pablo va a escapar de
manera sistemática a todo intento de encauzar su deseo.
Pero también está el Pablo “moderno”, el Pablo que lleva a escena a Sánchez y que
incorpora el intertexto del naturalismo a su actuación, el que lleva una vida apasionada en la que
el juego y el sexo ocupan lugares no despreciables. Pablo es sensual en la vida y en la escena
aunque, como dice Vicente Martínez Cuitiño (La Nación, 12/4/42), sin llegar a ser demoníaco.
Su sensualidad es “natural” a ojos de la crítica, es la sensualidad del “buen salvaje”. Demoníaco
es Paravicini quien ha vendido definitivamente su alma al diablo, al progreso. En una de las
múltiples facetas que se le atribuyen, Parravicini detenta una sexualidad “contra natura”: es un
“corruptor” que desprecia la moral y las buenas costumbres y lo dice abiertamente, que no
respeta ninguna autoridad, ni aún esa máxima autoridad del teatro que es el autor. La línea que
une y separa a Pablo de Parra es aquella que va de la “naturaleza” a la “perversión”, que aleja a
ese “rudo personaje manso” (Edmundo Guibourg, INET, Carpeta “Calle Corrientes”) de ese ser
mefistofélico e indudablemente simpático que se ha liberado prometeicamente de toda atadura,
que llega a la política y es denostado por su pésimo desempeño. Actor típico de la segunda fase,
Parra será el progreso en sus aspectos negativos, una versión degradada de la “nueva barbarie”.
Sin embargo, hay algo del orden de lo actoral que permite vincularlos. Lo que queda de
Pablo en Parravicini es fundamentalmente su velocidad, su manejo del ritmo, su capacidad de
repentinización y, sobre todo, la exageración, que en Pablo va a estar al servicio del texto
dramático -aún las “morcillas” y la caricatura van a adecuarse a sus contenidos implícitos- y que
Parra va a utilizar para “sacar de quicio” a los textos por medio de una intensa parodia que los
transgredía en todos sus niveles. Pura caricatura la de Parravicini que no hubiera sido posible sin
las novedades actorales aportadas por Pablo, por su “amplitud pasional” y su apelación a los
extremos. No casualmente tanto la exacerbación de los contenidos implícitos de los textos
dramáticos como su lisa y llana trangresión van a ser condenados por una elite que pretendía
disciplinar el cuerpo del actor popular y someterlo a las regulaciones del buen gusto y del decoro.
BIBLIOGRAFÍA
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La Epoca, La Montaña, El Diario, Comoedia, El Hogar, El Diario. El Diario Español. El Telégrafo. La
Acción, Máscara, Cine Argentino.