Umberto Eco
Umberto Eco
Umberto Eco
Interpretación e historia
En 1962 escribí mi libro Obra abierta. En ese libro defendía el papel activo del intérprete en
la lectura de textos dotados de valor estético. Proponía estudiar la dialéctica entre los
derechos de los textos y los derechos de sus intérpretes.
*Referencia a la semiosis ilimitada de Peirce: no conduce a la conclusión de que la
interpretación carece de criterios; no significa que la interpretación no tiene objeto y que
fluye sólo por sí misma.
Según algunas teorías críticas contemporáneas la única lectura fiable de un texto es una
mala lectura, la única existencia de un texto viene dada por la cadena de respuestas que
suscita, y un texto es sólo un picnic en el que el autor lleva las palabras, y los lectores, el
sentido. (Mirada opuesta)
Las palabras aportadas por el autor constituyen un embarazoso puñado de pruebas
materiales que el lector no puede dejar pasar por alto en silencio, o en ruido. Interpretar un
texto significa explicar por qué esas palabras pueden hacer diversas cosas (y no otras)
mediante el modo en que son interpretadas.
Hay al menos un caso en que es posible decir que determinada interpretación es mala. Eso
basta para refutar la hipótesis según la cual la interpretación no tiene criterios públicos.
La única alternativa a una teoría interpretativa radical orientada hacia el lector es
propugnada por quienes afirman que la única interpretación válida apunta a encontrar la
que la única interpretación válida apunta a encontrar la intención original del autor.
Entre la intención del autor (muy difícil de descubrir y con frecuencia irrelevante para la
interpretación de un texto) y la intención del intérprete que sencillamente «golpea el texto
hasta darle la forma que servirá para su propósito», existe una tercera posibilidad. Existe
una intención del texto: el sentido.
La noción latina de modus fue bastante importante para aislar dos actitudes interpretativas
básicas, dos modos de descifrar ya un texto como un mundo, ya el mundo como un texto.
Para el racionalismo griego, conocimiento significaba comprender las causas. Para ser
capaz de definir el mundo en términos de causas, es esencial desarrollar la idea de una
cadena unilineal. Es necesario primero presuponer cierta cantidad de principios:
-Principio de identidad (A = A),
-Principio de no contradicción (es imposible que algo sea A y no sea A al mismo tiempo) -
Principio del tercero excluido (A es verdadero o A es falso. No hay tercera opción).
De estos principios se deriva la forma típica del pensamiento del racionalismo occidental, el
modus ponens.
Estos principios proporcionan un contrato social. El racionalismo latino adopta los principios
del racionalismo griego pero los transforma y enriquece en un sentido legal y contractual.
El estándar legal es el modus, pero el modus es también el límite, la frontera.
También hay límites en el tiempo. Lo que se ha hecho jamás puede borrarse. El tiempo es
irreversible. Este principio regirá la sintaxis latina. La dirección y secuencia de los tiempos,
que es linealidad cosmológica, constituye un sistema de subordinaciones lógicas en la
consecutio temporum. Este modelo de racionalismo griego y latino es el que aún domina
las matemáticas, la lógica, la ciencia y la programación de ordenadores. Pero no constituye
toda la historia de lo que llamamos herencia griega. Aristóteles era griego, pero también lo
eran los misterios eleusinos.
El mundo griego está continuamente atraído por el apeiron (infinito). El infinito lo que no
tiene modus. La civilización griega elabora la idea de metamorfosis continua, simbolizada
por Hermes.
En el mito de Hermes encontramos la negación de los principios de identidad, de no
contradicción y del tercio excluido, y las cadenas causales se enrosca sobre sí mismas en
espiral.
Hermes triunfa en el siglo II d. C, período de paz y orden político. Época en que se define el
concepto de educación general, cuyo objetivo es producir una clase de hombre completo,
versado en todas las disciplinas.
El hermetismo del siglo II, en cambio, busca una verdad que no conoce, y todo lo que posee
son libros. Imaginao espera que cada libro contenga una chispa de verdad, y que sirvan
para confirmarse entre sí. En esta dimensión sincrética, entra en crisis uno de los principios
de los modelos racionalistas griegos, el del tercero excluido. Es posible que muchas cosas
sean verdad al mismo tiempo, aunque se contradigan. Pero si los libros dicen la verdad,
incluso cuando se contradicen, es que cada palabra tiene que ser una ilusión, una alegoría.
Cada uno contiene un mensaje que ninguno será capaz de revelar solo. Para conseguir
entender el misterioso mensaje contenido en los libros, era necesario buscar una revelación
más allá de los discursos humanos, anunciada por la propia divinidad. Tendrá que hablar de
un dios aún desconocido y de una verdad aún secreta. El conocimiento secreto es un
conocimiento profundo. La verdad se identifica con lo que no se dice o se dice oscuramente
y tiene que entenderse más allá por debajo de la superficie de un texto.
La verdad es algo con lo que hemos estado viviendo desde el principio de los tiempos, sólo
que la hemos olvidado. Si la hemos olvidado, alguien tiene que haberla salvaguardado para
nosotros y tiene que ser alguien cuyas palabras ya no somos capaces de comprender.
Mientras que para el racionalismo griego una cosa era verdadera si podía explicarse, ahora
una cosa verdadera es algo que no puede explicarse.
Sólo es posible hablar de simpatía y semejanza universales si, al mismo tiempo, se
rechaza el principio de no contradicción. La simpatía está provocada por una emanación
divina en el mundo, pero en el origen de la emanación está lo Incognoscible, la sede misma
de la contradicción.
El pensamiento hermético afirma que, cuanto más ambiguo y multivalente sea nuestro
lenguaje, y cuantos más símbolos y metáforas use, más particularmente apropiado será
para nombrar un Uno en el que se produce la coincidencia de los opuestos. Pero, allí donde
triunfa la coincidencia de los opuestos, se derrumba el principio de identidad. Tout se tient.
La interpretación es indefinida. El intento de buscar un significado final e inaccesible
conduce a la aceptación de una deriva o un deslizamiento interminable del sentido. Todo
objeto, ya sea terrenal o celeste, esconde un secreto. Cada vez que se descubre un secreto,
se referirá a otro secreto en un movimiento progresivo hacia un secreto final. No obstante,
no puede haber secreto final. El secreto último de la iniciación hermética es que todo es
secreto. Por ello el secreto hermético tiene que ser un secreto vacío, porque cualquiera que
pretenda revelar cualquier tipo secreto no está iniciado y se ha detenido en un nivel
superficial del conocimiento del misterio cósmico. El pensamiento hermético transforma
todo el teatro del mundo en un fenómeno lingüístico y al mismo tiempo niega al lenguaje
cualquier poder comunicativo.
Si estas son las ideas del hermetismo clásico, regresaron cuando éste celebró su segunda
victoria sobre el racionalismo de la escolástica medieval. A lo largo de los siglos en que el
racionalismo cristiano intentaba demostrar la existencia de Dios utilizando los modelos de
razonamientos inspirados por el modus ponens, el conocimiento hermético no murió.
Sobrevivió, como un fenómeno marginal, entre los alquimistas y los cabalistas judíos y en
los
pliegues del tímido neoplatonismo medieval. Pero, en los albores de lo que llamamos
mundo moderno, en Florencia, donde al mismo tiempo se estaba inventando la economía
bancaria moderna, se redescubrió el Corpus hermeticum. La historia de este renacimiento
es compleja: hoy, la historiografía ha demostrado que es imposible separar la corriente her-
mética de la científica o Paracelso de Galileo. El saber hermético influye en Francis Bacon,
Copérnico, Kepler y Newton, y la ciencia cuantitativa moderna nace, en diálogo con el
conocimiento cualitativo del hermetismo.
El modelo hermético afirmaba la idea de que el orden del universo descrito por el
racionalismo griego podía subvertirse y que era posible descubrir en el universo nuevas
conexiones y nuevas relaciones que permitían al hombre actuar sobre la naturaleza y
cambiar su curso. Pero esta influencia va unida a la convicción de que el mundo no debería
describirse según una lógica cualitativa, sino una lógica cuantitativa.
El modelo hermético contribuye de forma paradójica al nacimiento de su nuevo adversario,
el racionalismo científico moderno. El nuevo irracionalismo hermético oscila entre, por un
lado, los místicos y los alquimistas y por otro, los poetas y filósofos. Y en muchos conceptos
posmodernos de la crítica, no es difícil reconocer la idea del deslizamiento continuo del
sentido.
El hombre del siglo II desarrolló una conciencia neurótica de su propio papel en un mundo
incomprensible. La verdad es secreta y cualquier puesta en duda de los símbolos y enigmas
no revelará nunca la verdad última, sólo desplazará el secreto hacia otra parte. Si la
condición humana es ésta, entonces significa que el mundo es el resultado de un error. La
expresión cultural de este estado psicológico es la gnosis.
En la tradición del racionalismo griego, gnosis significaba conocimiento verdadero de la
existencia (tanto conversacional y dialéctica) en tanto opuesto a las simples percepción
(aisthesis) u opinión (doxa). Pero en los siglos paleocristianos la palabra pasó a significar un
conocimiento meta racional e intuitivo, el don concedido divinamente o recibido de un
intermediario celeste, con poder para salvar a cualquiera que lo alcanzara. La revelación
gnóstica cuenta de forma mítica cómo la propia divinidad, al ser oscura e incognoscible,
contiene ya el germen del mal y una androginia que la hace contradictoria desde el
principio, puesto que no es idéntica a sí misma. Un mundo creado por error es un cosmos
abortado. El gnosticismo desarrolló un síndrome de rechazo frente al tiempo y la historia. El
gnóstico se ve a sí mismo como un exiliado en el mundo, como la víctima de su propio
cuerpo, que define como una tumba y una cárcel. Ha sido arrojado al mundo, del cual tiene
que encontrar una salida. Si consigue volver a Dios, el hombre no sólo se reunirá con su
inicio y origen.
Es difícil evitar la tentación de percibir una herencia gnóstica en muchos aspectos de la
cultura moderna y contemporánea. Se ha identificado un elemento gnóstico en toda
condena de la sociedad de masas por parte de la aristocracia, en la que los profetas de las
razas elegidas, con el fin de lograr la reintegración final de lo perfecto, vuelven hacia el
baño de sangre, la carnicería, el genocidio de los esclavos, de aquellos ineludiblemente
ligados a la hyle, o materia.
Juntas, la herencia hermética y la gnóstica producen el síndrome del secreto. Si el iniciado
es alguien que comprende el secreto cósmico, las degeneraciones del modelo hermético
han conducido a la convicción de que el poder consiste en hacer que los otros crean que
uno posee un secreto político.
Siempre se puede inventar un sistema que haga plausibles unos indicios de otro modo
inconexos. Pero en el caso de los textos existe al menos una prueba que depende del
aislamiento de la isotopía semántica relevante. Greimas define «isotopía» como «el
conjunto redundante de categorías semánticas que hace posible una lectura uniforme». El
primer movimiento hacia el reconocimiento de una isotopía semántica es una conjetura
acerca del tema de un discurso dado: una vez se ha intentado esta conjetura, el
reconocimiento de una posible isotopía semántica constante es la prueba textual de «lo que
trata» un discurso determinado. Decidir de qué se está hablando es una especie de apuesta
interpretativa. Pero el contexto nos permite hacer esta apuesta de manera menos aleatoria.
Las apuestas por la isotopía son sin duda un buen criterio interpretativo, pero sólo mientras
las isotopías no sean demasiado genéricas. Este es un principio que también es válido para
las metáforas. Existe una metáfora cuando sustituimos un vehículo por el tenor sobre la
base de unos rasgos más o menos semánticos comunes a ambos en términos lingüísticos.
Una semejanza o una analogía, cualquiera que sea su categoría epistemológica, es
importante si es excepcional, al menos bajo cierta descripción.
El debate clásico apuntaba a descubrir en un texto bien lo que el autor intentaba decir, bien
lo que el texto decía independientemente de las intenciones de su autor. Sólo tras aceptar
la segunda posibilidad cabe preguntarse si lo que se descubre es lo que el texto dice en
virtud de su coherencia textual y de un sistema de significación subyacente original, o lo
que los destinatarios descubren en él en virtud de sus propios sistemas de expectativas.
Vínculo dialéctico entre la intentio operis y la intentio lectoris. La intención del texto no
aparece en la superficie textual. Hay que decidir «verla». Así, sólo es posible hablar de la
intención del texto como resultado de una conjetura por parte del lector. La iniciativa del
lector consiste básicamente en hacer una conjetura sobre la intención del texto.
Un texto es un dispositivo concebido con el fin de producir su lector modelo. Un texto
puede prever un lector con derecho a intentar infinitas conjeturas. El lector empírico es sólo
un actor que hace conjeturas sobre la clase de lector modelo postulado por el texto. Puesto
que la intención del texto es básicamente producir un lector modelo capaz de hacer
conjeturas sobre él, la iniciativa del lector modelo consiste en imaginar un autor modelo
que no es el empírico y que, en última instancia, coincide con la intención del texto. Así,
más que un parámetro para usar con el fin de validar la interpretación,
el texto es un objeto que la interpretación construye en el curso del
esfuerzo circular de valorarse a sí misma sobre la base de lo que
construye como resultado → círculo hermenéutico.
Reconocer la intentio operis es reconocer una estrategia semiótica. A veces la estrategia
semiótica es detectable a partir de convenciones estilísticas establecidas. (Si una historia
empieza con «Erase una vez», hay bastantes posibilidades de que sea un cuento de
hadas y que el lector modelo invocado y postulado sea un niño,o un adulto deseoso de
reaccionar de modo infantil, o naturalmente puede tratarse de un caso de ironía)
¿Cómo demostrar una conjetura acerca de la intentio operis? La única forma es cotejar con
el texto como un todo coherente.
Cualquier interpretación dada de cierto fragmento de un texto puede aceptarse si se ve
confirmada -y debe rechazarse si se ve refutada- por otro fragmento de ese mismo texto.
En este sentido la coherencia textual interna controla los de otro modo incontrolables
impulsos del lector.
En esta dialéctica entre la intención del lector y la intención del texto, la intención del autor
empírico ha quedado totalmente postergada. Mi idea de la interpretación textual como una
estrategia encaminada a producir un lector modelo concebido como el correlato ideal de un
autor modelo (que aparece sólo como una estrategia textual) convierte en radicalmente
inútil la noción de la intención de un autor empírico. Tenemos que respetar el texto, no el
autor como persona de carne y hueso.
Uso e interpretación
Debemos distinguir entre el uso libre de un texto tomado como estímulo imaginativo y la
interpretación de un texto abierto. Sobre esta distinción se basa la posibilidad de texto para
el goce: hay que decidir si se usa el texto como texto para el goce o si determinado texto
considera como constitutiva de su estrategia (de su interpretación) la estimulación del uso
más libre posible. La noción de interpretación supone siempre una dialéctica entre la
estrategia del autor y la respuesta del Lector Modelo.
Aunque, como nos ha mostrado Peirce, la cadena de las interpretaciones puede ser infinita,
el universo del discurso introduce una limitación en el tamaño de la enciclopedia. Un texto
no es más que la estrategia que constituye el universo de sus interpretaciones, sino
“legítimas”, legitimables. Cualquier otra decisión de usar libremente el texto corresponde a
la decisión de ampliar el universo del discurso. La dinámica de la semiosis ilimitada lo
fomenta. Pero hay que saber si lo que se quiere es mantener viva la semiosis o interpretar
un texto.
Los textos cerrados son más resistentes al uso que los textos abiertos. Concebidos para un
Lector Modelo muy preciso, al intentar dirigir represivamente su cooperación dejan espacios
de uso bastante elásticos.